Tatiana de Rosnay
Boomerang

A la memoria de Pierre-Emmanuel (1989-2006),

con todo el cariño

«Deja que mi nombre continúe siendo la palabra cotidiana

que siempre fue. Deja que se pronuncie sin esfuerzo,

y que no la cubra el menor atisbo de sombra».

Henry Scott Holland.

«Manderley ya no existe».

Daphne du Maurier, Rebeca


Entré en una salita de paredes pintadas con colores apagados y me senté a esperar, tal y como se me había indicado. Sobre un desgastado suelo de linóleo descansaban seis sillas de plástico situadas en dos filas de a tres, una frente a otra. Me habían dicho que me sentara allí, y eso hice. Me temblaban los muslos, tenía las manos humedecidas y la garganta reseca. La cabeza iba a estallarme de un momento a otro. Tal vez debiera llamar de inmediato a nuestro padre; sí, debería informarle antes de que fuera demasiado tarde, pero ¿qué iba a contarle cuando le telefonease?, y ¿cómo se lo decía?

Los tubos de neón del techo proyectaban una luz cegadora sobre las amarillentas paredes llenas de grietas. Me senté ahí, atontado, impotente, perdido, muñéndome de ganas de fumarme un pitillo. Me extrañó no tener aún arcadas ni estar a punto de vomitar el café frío y el bollo de leche que me había tomado hacía un par de horas.

En mi interior todavía sonaba el chirrido de los neumáticos y sentía el súbito bandazo del vehículo mientras giraba bruscamente hacia la derecha, escorándose hasta chocar contra el guardarraíles. Y el grito, todavía escuchaba el grito de Mel.

«¿Cuánta gente habrá esperado aquí? -me preguntaba-. ¿Cuántas personas se habrán sentado en este mismo asiento a la espera de noticias sobre sus seres queridos?». No pude evitar imaginarme cuánto habían tenido que ver esas paredes, amarillas como si padecieran ictericia; qué no sabrían esos tabiques; cuántos sentimientos encontrados no recordarían. Lágrimas, gritos, voces de alivio. Esperanza, dolor o alegría.

Observé el rostro esférico del sucio reloj de pared situado encima de la puerta, donde la manilla desgranaba los minutos. Sólo cabía hacer una cosa: esperar.

Una enfermera de rostro caballuno y finos brazos blanquecinos entró en la sala de espera al cabo de una media hora.

– ¿Monsieur Rey?

– Sí -respondí, con el corazón en un puño.

– Debe rellenar todos los datos de estos documentos.

Me hizo entrega de un par de cuartillas y un bolígrafo.

– ¿Cómo está? -farfullé con voz débil y forzada.

La interpelada bizqueó con unos ojos casi sin pestañas antes de mirarme.

– La doctora vendrá a explicárselo.

La sanitaria se dio la vuelta y se marchó. La miré mientras caminaba de espaldas a mí. Tenía un culo plano y poco provocativo.

Me entró tembleque en los dedos al extender los papeles sobre las rodillas.

Nombre, fecha y lugar de nacimiento, estado civil, dirección, número de la Seguridad Social, póliza del seguro médico. La mano me temblaba mientras lo cumplimentaba: Mélanie Rey, nacida el 15 de agosto de 1967 en Boulogne-Billancourt, soltera, calle de la Roquette, 75011 París.

No tenía ni idea de cuál era el número de la Seguridad Social de mi hermana ni mucho menos el de la póliza. Los dos debían de figurar en su documentación, y ésta se hallaba dentro del bolso. Por cierto, ¿dónde estaba el bolso? No tenía la menor idea del posible paradero del mismo. Sólo era capaz de recordar el cuerpo desmadejado de Mélanie mientras la sacaban a tirones del coche accidentado y cómo sus miembros pendían flácidos de la camilla. Y yo estaba ahí, sin despeinarme, sin un rasguño a pesar de haber ocupado el asiento del copiloto en el momento del impacto. Aún pensaba que era un mal sueño del que iba a despertarme de un momento a otro.

La enfermera regresó con un vaso de agua, lo acepté y me lo bebí de un trago. El líquido tenía un regusto rancio y metálico. Le di las gracias y le expliqué que ignoraba el número de la Seguridad Social de Mélanie. Ella asintió, recogió los documentos cumplimentados y se marchó.

Los minutos avanzaron muy despacio. La habitación permanecía en silencio. Era un hospital pequeño de un pueblo igualmente pequeño situado a las afueras de Nantes, o al menos tal era mi suposición, pues no estaba muy seguro de mi paradero. No había aire acondicionado y me di cuenta de que mi cuerpo empezaba a oler. Podía percibir la transpiración acumulada en las axilas y en la ingle. Era el sudoroso hedor del pánico y la desesperación. La cabeza me seguía latiendo. Intenté respirar más despacio y me las arreglé para lograrlo durante un par de minutos, hasta que se apoderó de mí una espantosa sensación de desamparo y me sentí completamente desbordado.

París estaba a poco más de tres horas. Volví a considerar la posibilidad de avisar a mi padre. Me obligué a recordar la necesidad de esperar. Ni siquiera disponía del diagnóstico médico. Miré el reloj. Eran las diez y media. ¿Dónde estaría ahora mi progenitor? ¿Habría salido a cenar o estaría viendo la tele por cable en su estudio mientras en la habitación contigua Régine se arreglaba el esmalte de las uñas al tiempo que hablaba por teléfono?

Decidí aguardar un poco más. Tuve la tentación de darle un toque a mi ex. Astrid era el primer nombre que me venía a la mente en los momentos de tensión o desesperación, pero imaginarla junto a Serge, en nuestra vieja casa de Malakoff y en nuestra antigua cama, era superior a mis fuerzas. Además, por el amor de Dios, siempre contestaba él, aunque la llamase al móvil, y decía:

– Hombre, Antoine, ¿cómo estás?

Por tanto, no telefoneé a Astrid por mucho que lo desease.

Me quedé en la minúscula sala con el aire viciado e intenté recobrar la calma otra vez. Hice lo posible por sofocar el pavor creciente de mi interior. Pensé en mis hijos. Arno estaba en pleno apogeo de su rebelión de adolescente. Margaux era una incógnita a sus catorce primaveras y Lucas, de once años, era todavía un niño en comparación con los otros dos, que tenían las hormonas a todo gas. No lograba imaginarme diciéndoles:

– Vuestra tía ha fallecido. Mélanie está muerta. Mi hermana ha muerto.

Esas palabras no tenían sentido alguno y las desterré de mi lado.

Lentamente transcurrió otra hora. Permanecí allí sentado con la cabeza oculta entre las manos, mientras intentaba evitar el creciente caos de mi mente. Empecé a pensar en los plazos de entrega que debía cumplir, pues al día siguiente era lunes y había muchos asuntos pendientes después del puente: el espantoso negocio de las guarderías de Rabagny que jamás debí haber aceptado, y Florence, la empleada inepta a la que iba a tener que despedir. De pronto me avergoncé de mí mismo. ¿Cómo era capaz de pensar en eso? ¿Cómo podía dar vueltas a los problemas del trabajo en ese preciso momento, cuando Mélanie se debatía entre la vida y la muerte?

Al final se acercó una mujer de mi edad. La cirujana vestía una bata verde de quirófano y lucía uno de esos divertidos gorritos de papel. Tenía unos perspicaces ojos de color avellana y llevaba corto el pelo de color castaño con algún que otro cabello rubio. El corazón se me aceleró y me levanté de un brinco cuando ella me sonrió.

– Se ha salvado por los pelos -me aseguró.

Distinguí unas manchas parduscas en la pechera de la bata y me pregunté para mis adentros con miedo si no serían salpicaduras de la sangre de Mélanie.

– Su hermana va a recuperarse.

Para mi horror, el rostro se me crispó, la piel se me arrugó como un papel y prorrumpí en sollozos. La nariz me zumbó cuando me la soné. Me daba mucha vergüenza ponerme a llorar delante de esa mujer, pero no podía evitarlo.

– Se encuentra bien -insistió la doctora mientras me aferraba el brazo con aquellas manos pequeñas y angulosas y me empujaba hasta hacerme tomar asiento. Luego se sentó junto a mí. Gimoteé como hacía de niño, soltando fuertes sollozos que me salían de lo más hondo.

– Ella iba al volante, ¿a que sí?

Asentí con la cabeza e intenté secarme la nariz con el dorso de la mano.

– No estaba ebria, lo sabemos. Le hemos hecho la prueba de alcoholemia. ¿Puede explicarme lo ocurrido?

Me las apañé para repetir la declaración prestada a la policía y al equipo médico de la ambulancia. Mi hermana se había empeñado en conducir el resto del trayecto hasta volver a casa. Era una conductora de lo más fiable. Jamás la había visto nerviosa con el volante entre las manos.

– ¿Perdió el conocimiento? -preguntó la doctora. La plaquita de su bata rezaba: «Dra. Bénédicte Besson».

– No, estaba lúcida.

Entonces caí en la cuenta de algo que no había contado en la ambulancia porque acababa de recordarlo en ese preciso instante.

Fijé la mirada en el rostro moreno de la cirujana. El llanto todavía me crispaba el rostro. Recobré el aliento.

– Mi hermana estaba a punto de decirme algo… Se volvió hacia mí para hablar y en ese momento sucedió todo. El coche se salió de la calzada. Todo pasó muy deprisa.

– ¿Qué le estaba contando…? -inquirió mi interlocutora.

Recordé los ojos de Mélanie y la forma en que aferraba con fuerza el volante mientras me decía: «Hay algo que debo comentarte, Antoine. La última noche en el hotel me acordé de algo sobre…». Me dirigió una mirada llena de turbación, y entonces el vehículo se salió de la carretera.


Ella se quedó dormida en cuanto fueron capaces de abrirse paso entre el aletargado tráfico del atasco de las inmediaciones de París. Antoine sonrió cuando ella reclinó la cabeza sobre la ventana del coche. Su acompañante tenía la boca abierta y a él le pareció oír un leve ronquido. Por la mañana, cuando él había acudido a recogerla a primera hora, echaba chispas. Mel odiaba las sorpresas, siempre las había aborrecido, y él lo sabía, ¿a que sí? Entonces, rabió ella, ¿por qué diablos había organizado un viaje sorpresa? ¡Por favor! ¿Acaso no era bastante malo cumplir los cuarenta? ¿Acaso no era bastante tener que superar su angustioso derrumbamiento? No se había casado ni tenía hijos y la gente le sacaba a colación lo del reloj biológico cada cinco minutos.

– Como alguien vuelva a mencionarlo, le atizo -había siseado con los dientes apretados.

Mas la idea de encarar sola ese largo fin de semana le resultaba insoportable, y él lo sabía, sabía que a ella le angustiaba la perspectiva de quedarse en el apartamento vacío y caluroso de la bulliciosa calle de la Roquette mientras todos los amigos iban dejándole mensajes de alegría en el buzón de voz. «¡Eh, Mel, ya tienes cuarenta!». Cuarenta. La miró por el rabillo del ojo. Mélanie, su hermana pequeña, estaba a punto de alcanzar la cuarentena. Apenas podía creérselo. Y eso significaba que él tenía cuarenta y tres. Y aceptar su propia edad también le costaba lo suyo.

Aun así, si contemplaba su rostro alargado y enjuto en el espejo retrovisor veía arrugas en torno a los ojos, las propias de un hombre al comienzo de la mediana edad, y también muchas hebras blancas en el pelo.

Se percató entonces de que su hermana se teñía la melena castaña. «¿Por qué?», se preguntó. Había algo conmovedor en ese detalle, a pesar de que muchas mujeres lo hacían. Tal vez se debía a que era su hermana pequeña y no era capaz de imaginarla envejeciendo. Seguía teniendo un rostro precioso, tal vez incluso más que durante la veintena o la treintena, debido a la elegancia de su estructura facial. Nunca se cansaba de mirar a Mélanie. Todo en ella era pequeño, delicado, femenino. Todo: los ojos de color verde oscuro, la hermosa curva de la naricilla, la sorprendente sonrisa que dejaba entrever sus dientes blancos, las muñecas y los tobillos tan finos que tanto le recordaban a los de su madre. A Mel no le gustaba que le recordaran parecido alguno con Clarisse. Nunca le había hecho gracia, pero para Antoine era como si su madre le estuviera mirando a través de los ojos de Mélanie.

El Peugeot cobró velocidad y él calculó que llegarían en algo menos de cuatro horas, pues había salido lo bastante pronto como para eludir el tráfico. Mel le había preguntado adónde iban, pero su hermano no había dicho ni media palabra y se había limitado a sonreír.

– Mete en la maleta ropa para un par de días. Vamos a celebrar tu cumpleaños con estilo.

Había tenido un pequeño rifirrafe con Astrid, su ex, aunque tampoco había sido demasiado problemático. Él debía hacerse cargo de sus hijos durante ese puente. Se suponía que los niños iban a quedarse en casa de los padres de Astrid, en la Dordoña, hasta su llegada, pero él se había mostrado firme por teléfono: era el cumpleaños de Mel, le caían cuarenta años y Antoine deseaba ofrecerle algo especial. La pobre estaba pasando una mala racha y no había cortado del todo con Olivier.

– ¡Maldita sea, Antoine! -gritó Astrid-. He tenido a los niños durante las dos últimas semanas. Serge y yo necesitamos algún tiempo para nosotros, en serio.

Serge. Se le encogían las tripas con sólo oír su nombre. Era un fotógrafo musculoso de treinta y pocos. Respondía al modelo de musculitos duro y amante de la vida al aire libre. Se había especializado en gastronomía. Fotografiaba naturalezas muertas para lujosos libros de cocina. Se pasaba horas y horas ajustando cada detalle a fin de que la pasta brillara, los filetes de ternera parecieran sabrosos y la fruta tuviera un aspecto exquisito. Serge…

A Antoine le temblaban las manos cada vez que iba a recoger a sus hijos, pues se veía otra vez enfrentado a la espantosa colección de fotografías de la cámara digital de Astrid y a lo que había descubierto en la memoria de la misma cuando ella había salido de compras aquel fatídico sábado. Al principio se había quedado a cuadros al ver unas nalgas peludas moviéndose adelante y atrás, pero luego cayó en la cuenta de que el movimiento de las mismas empujaba un pene hacia un cuerpo muy similar al de Astrid. Así fue como se enteró de la infidelidad. Ese mismo sábado por la tarde, cuando Astrid volvió de la compra cargada de bolsas, él le pidió explicaciones y su mujer rompió a llorar. Admitió que amaba a Serge y que la aventura duraba desde ese viaje de Club Med a Turquía con los niños. Estaba muy aliviada de que lo hubiera descubierto.

Tuvo la tentación de encender un cigarrillo para espantar unos recuerdos tan desagradables, pero sabía que el humo despertaría a Mel y se pondría de lo más cascarrabias con sus comentarios sobre ese «hábito indecente», de modo que en vez de echarse un pitillo fijó su atención en la carretera situada ante él.

Antoine creía que Astrid sentía remordimientos por lo de Serge y el modo en que él se había enterado de todo, lo mismo que por el divorcio y todas las secuelas posteriores. Además, profesaba un verdadero afecto por Mélanie: eran amigas y se conocían desde hacía mucho tiempo, incluso más que Antoine, y las dos trabajaban en el mismo sector, el editorial. Por todo eso, no tuvo corazón para negarse y, al final, suspiró y accedió:

– De acuerdo, vale. Puedes llevarte a los niños en otro momento. Regálale a Mel un cumpleaños de muerte.

Cuando Antoine detuvo el Peugeot en una gasolinera para llenar el depósito, Mélanie al fin se despertó entre bostezos e hizo girar la manivela para bajar la ventanilla.

– Eh, Tonio, ¿dónde demonios estamos? -preguntó arrastrando las palabras.

– ¿No tienes ni idea? ¿De verdad?

– No -respondió encogiéndose de hombros.

– Te has pasado durmiendo las dos últimas horas.

– Bueno, me has despertado de madrugada, bastardo.

Después de un café rápido (para ella) y un pitillo también rápido (para él), regresaron al coche. Antoine se percató de que su hermana ya no estaba de malas pulgas.

– Es todo un detalle que hagas esto -observó Mel.

– Gracias.

– Eres un hermano genial.

– Lo sé.

– No tenías por qué hacerlo. ¿No tendrías otros planes?

– No tenía otros planes.

– ¿Nada parecido a una novia?

Él suspiró.

– No, ninguna novia.

El recuerdo de las últimas aventuras amorosas le llevó a desear pisar el freno, salir del coche y romper a llorar. Después del divorcio, había habido en la vida de Antoine un rosario de mujeres tan largo como el de decepciones. Mujeres conocidas vía Internet en lugares infames. Mujeres de su edad, mujeres casadas, mujeres divorciadas, mujeres más jóvenes. Al principio se lanzó con entusiasmo a lo de tener citas, consagrado a la búsqueda de la experiencia excitante, pero después de tener que pasar por un par de proezas amatorias casi acrobáticas para luego volver agotado y con el corazón encogido a su nuevo apartamento vacío y su nueva cama vacía, se descubrió mirando de frente a la verdad. La había esquivado durante bastante tiempo, pero todavía estaba allí. Aún amaba a Astrid. Se había visto obligado a admitirlo: seguía queriendo a su ex mujer. La amaba con tanta desesperación que le daban náuseas.

Cuando prestó atención, su acompañante estaba diciendo:

– Probablemente tenías planes mejores y más excitantes que pasar el puente con la solterona de tu hermana.

– No seas boba, Mel. Deseo ir contigo, me apetece hacerlo por ti.

Ella echó una ojeada a un poste indicador de la carretera.

– ¡Vaya, nos dirigimos hacia el oeste!

– Una chica lista.

– ¿Y qué hay al oeste? -inquirió ella, ignorando el tono de fingida ironía presente en la respuesta de su hermano.

– Piensa -repuso él.

– Eh… ¿Normandía? ¿Bretaña? ¿ La Vendée?

– Caliente, caliente.

Ella no contestó nada y mientras seguían avanzando se contentó con escuchar el viejo CD de los Beatles que Antoine había puesto en el reproductor del automóvil. Al cabo de un rato, Mélanie profirió un chillido.

– ¡Ya lo sé, me llevas a Noirmoutier!

– Bingo -repuso él.

A Mel se le había despejado la mente. Apoyó las manos sobre el vientre y bajó la mirada mientras fruncía los labios.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él, preocupado. Había esperado risas, gritos, sonrisas, cualquier reacción antes que esa cara de palo.

– Nunca he regresado allí.

– ¿Y? -quiso saber Antoine-. Tampoco yo.

– Han pasado… -Mélanie hizo una pausa para contar con sus finos dedos-. Han pasado treinta y cuatro años, ¿no? ¡No voy a acordarme de nada! Tenía seis años.

Antoine aminoró la velocidad del coche.

– ¿Qué más da? Ya sabes, sólo vamos a celebrar tu cumple. Allí fue donde celebramos tu sexto aniversario, ¿te acuerdas?

– No, no recuerdo absolutamente nada de Noirmoutier -contestó ella con voz pausada. Debió de darse cuenta de que se estaba comportando como una niña consentida, pues enseguida apoyó una mano sobre el hombro de su hermano-. Pero, bueno, no importa, Tonio. Soy feliz, lo soy de verdad, y el tiempo es magnífico. Es estupendo estar a solas contigo y alejarme de todo…

Antoine supo que con la palabra «todo» ella se refería a Olivier, a él y al resto de la relación rota, y a su trabajo terriblemente competitivo como editora en una de las empresas más famosas de toda Francia.

– He reservado habitaciones en el hotel Saint-Pierre. Lo recuerdas, ¿verdad?

– Sí-exclamó ella-, ¡claro que sí! Aquel viejo y coqueto hotel en medio del bosque con el abuelo y la abuela… Señor, ¡cuánto tiempo hace…!

Los Beatles continuaban sonando y ella tarareó al ritmo de la tonada. Antoine se sintió aliviado y en paz. La sorpresa era del gusto de su hermana. Estaba feliz de volver. Sólo le inquietaba una cosa, un detalle que se le había pasado por alto cuando había planeado el viaje: el veraneo de 1973 en la isla de Noirmoutier habían sido sus últimas vacaciones con Clarisse.


Por qué había elegido Noirmoutier?, se preguntó mientras el Peugeot avanzaba a toda velocidad y Mel tarareaba Let it be. Antes nunca se había considerado un nostálgico ni había vuelto la vista atrás, pero había cambiado después de su divorcio. Se había descubierto pensando de forma incesante en el pasado y en el presente, o en el futuro. El peso del año anterior, el primero de soledad, un año deprimente y solitario, había generado los primeros síntomas de arrepentimiento y él había empezado a añorar la época de la niñez, y se había estrujado los sesos en busca de recuerdos felices. Así fue como le habían venido a la mente los veraneos en la isla, al principio de forma vacilante y luego con mayor fuerza y precisión; después la memoria, a trancas y barrancas, como las cartas guardadas de cualquier modo en una caja, había ido encajando los recuerdos…

Sus abuelos -Blanche con la sombrilla y Robert con aquella pitillera plateada de la que no se separaba jamás- sentados a la sombra, en la galería del hotel, los dos ancianos de pelo blanco tomando café con pose regia; él mismo saludándolos con la mano, y su rolliza tía Solange, la hermana de su padre, tumbada en la hamaca para broncearse al sol leyendo revistas de moda, y la pequeña Mélanie, flaca como un palillo, con una visera flexible y el sol realzándole los mofletes, y Clarisse elevando hacia el cielo su semblante en forma de corazón, y su padre, que aparecía por allí todos los fines de semana envuelto en un olor a tabaco y a ciudad, y la calzada de adoquines cubierta por el agua durante la marea alta. De crío le fascinaba el paso del Gois; de hecho, aún le encantaba. Sólo era practicable durante la bajamar y era el único acceso a la isla antes de la construcción del puente, en 1971.

Deseaba hacer algo especial para el cumpleaños de su hermana. Llevaba dándole vueltas desde abril. No tenía en mente hacer otra fiesta sorpresa con amigos risueños ocultos en el baño con botellas de champán. No, pretendía algo muy diferente, algo que ella recordara. Debía sacarla de la rutina en la que se había metido: un trabajo que le devoraba la vida, la obsesión por la edad y, por encima de todo, mantener vivo en su mente a Olivier.

Olivier no le había gustado nunca. Menudo esnob pomposo y engreído. Era un hacha en la cocina. El tío preparaba su propio sushi, era un experto en artes orientales, escuchaba óperas de Lully y hablaba cuatro idiomas con fluidez. Hasta sabía bailar un vals. Pero no quería una relación estable, a pesar de llevar seis años con Mélanie. Olivier no estaba preparado para sentar la cabeza a pesar de haber cumplido los cuarenta y uno, pero al final había abandonado a Mel para dejar embarazada a una manicura de veinticinco años. Ahora era un orgulloso padre de dos gemelos. Mélanie nunca se lo había perdonado.

¿Por qué se había decantado por Noirmoutier? Habían pasado allí veranos inolvidables y la isla era el símbolo de la perfección de la juventud, de aquellos días despreocupados, cuando las vacaciones estivales parecían no tener fin, cuando creía que siempre iba a tener diez años, cuando no había nada mejor que un día despejado en la playa con los amigos y faltaba un siglo para volver a la escuela. Se preguntó por qué no habría llevado nunca a Astrid y a los niños. Se lo había contado todo, por supuesto, pero entonces cayó en la cuenta de que Noirmoutier formaba parte de su pasado, el suyo y el de Mélanie, un pasado puro e inmaculado.

Y él tenía ganas de pasar un tiempo con su hermana, sólo con ella, y de ir a su bola. No se veían mucho en París, pues ella siempre estaba de trabajo hasta la bandera, siempre almorzaba o cenaba con algún autor o estaba embarcada en la promoción de un libro, y él se hallaba fuera de la ciudad muy a menudo, ya fuera a pie de obra de una construcción o lidiando con el cambio de fecha de conclusión de un trabajo. Algún domingo, cuando estaban los niños, Mel se dejaba caer por allí por la mañana para hacer un desayuno fuerte y preparaba unos huevos revueltos de lo más sabroso. Sí, se había percatado de su necesidad de pasar un tiempo a solas con ella en ese momento tan duro y delicado de su vida. Los amigos eran importantes para Antoine, necesitaba la alegría y el entretenimiento que le aportaban, pero en ese momento le hacía falta la presencia y el apoyo de Mélanie, pues lo cierto era que ella constituía su único vínculo con el pasado.

Noirmoutier estaba bastante lejos de París, lo había olvidado, pero sí recordaba los dos coches: Robert, Blanche y Solange iban en aquel lentísimo Citroën DS de color negro. Su padre se ponía al volante del Triumph, un coche «nervioso», y empezaba a darle caladas a un puro que provocaba náuseas a Antoine, sentado en el asiento trasero. El viaje duraba entre seis y siete horas, incluido un almuerzo sin prisa en un pequeño hostal de Nantes. El abuelo era especialmente tiquismiquis en lo tocante a la comida, el vino y los camareros.

Se preguntó cuáles serían los recuerdos de Mélanie sobre esos largos viajes en coche. Tenía tres años menos y aseguraba no acordarse de nada.

Antoine miró de refilón a su hermana. Había dejado de tararear y se miraba las manos con esa expresión severa e intensa que tanto le asustaba en ocasiones.

«¿Es una buena idea? -se preguntó-. Después de tantos años, ¿va a alegrarla regresar al lugar donde flotan en el aire los recuerdos olvidados de la juventud, un lago de aguas tranquilas de momento?».

– ¿Te acuerdas de todo esto? -preguntó cuando el vehículo subió la amplia curva del puente. A la derecha, en el continente, las aspas de los molinos alineados en hileras giraban sin cesar.

– No -repuso ella-. Sólo me quedan imágenes de esperar a que bajase la marea dentro del coche. De eso y de cruzar el paso del Gois por el malecón. Era divertido, y nuestro padre se enfadaba porque el abuelo siempre se equivocaba con las horas de la marea.

También él recordaba esperar a que cambiase la marea. Aguardaban durante horas el lento retroceso de las olas y al final aparecían los adoquines del paso, centelleantes a causa de los charcos de agua marina, una calzada submarina jalonada de altos postes de rescate con pequeñas plataformas en lo alto por si algún infortunado conductor o viandante se quedaba aislado al subir la marea.

Mel se apresuró a apoyar la mano en la rodilla de su hermano.

– ¿Podemos volver al Gois, Antoine? Me gustaría mucho verlo otra vez.

– ¡Por supuesto!

El interpelado se sintió eufórico de que por fin ella se acordara de algo, y algo tan importante y misterioso como el paso del Gois. Gois. Le fascinaba incluso la misma palabra «Gois». Se pronunciaba «gua». Era un nombre antiguo para un camino antiguo.

El abuelo jamás había usado el nuevo puente. Refunfuñaba contra el peaje excesivo y se quejaba de que la gigantesca estructura de hormigón estropeaba el paisaje. Por eso siguió cruzando por el viejo acceso a pesar de la larga espera y de las chanzas de su hijo.

Mientras se dirigían a la isla, Antoine se dio cuenta de que conservaba intactos sus recuerdos sobre el paso del Gois. Podía rebobinarlos como si se tratara de una película. «¿Le pasará lo mismo a Mélanie?», pensó mientras le venía a la memoria la enorme y austera cruz situada al principio del pasaje. «Para proteger y respetar», solía musitar Clarisse al pasar por las inmediaciones mientras le apretaba la mano con fuerza.

Recordaba que permanecía sentado durante horas en la costa de la isla observando la cadencia del oleaje, venido desde la lejanía para chapalear sobre el gran banco de arena grisácea que parecía surgir de la nada. Los buscadores de conchas abarrotaban el camino, red en mano, en cuanto el mar se retiraba entre siseos.

Se acordaba de las piernas como fideos de Mel mientras correteaba por la costa arenosa de la isla, del cubo de Clarisse, que enseguida estaba lleno de conchas de berberechos, almejas y bígaros, y del penetrante olor a pecios hundidos y al salitre del mar. No se había olvidado de los abuelos, contemplativos, con ese aspecto tan beatífico y consumido, ni de la larga melena al viento de Clarisse.

Noirmoutier ya no era una isla y los coches pasaban zumbando sobre el paso elevado. La perspectiva no le resultaba desagradable, pero la idea del nivel del mar subiendo centímetro a centímetro, de forma inexorable, era tan emocionante como aterradora.

De niño, jamás se cansaba de escuchar relatos truculentos sobre los desastres del Gois y el jardinero del hotel Saint-Pierre, monsieur Benoít, los desgranaba sin evitar los detalles más morbosos. La historia predilecta de Antoine era la del accidente de junio de 1968, en el transcurso del cual se ahogaron los tres miembros de una misma familia. El coche se les caló mientras subía la marea y no se les ocurrió subirse a uno de los cercanos postes de rescate. La tragedia copó las primeras planas de la prensa. A Antoine no le entraba en la cabeza cómo era posible que el agua arrastrara a un coche ni cómo esas personas no habían sido capaces de escapar, por lo cual Benoít le llevó a contemplar de qué manera las aguas subían poco a poco hasta cubrir el paso en la pleamar.

No pasó nada durante un buen rato y él se había aburrido de lo lindo, y encima su guía apestaba a cigarrillos y a vino tinto. De pronto, el niño se percató de que empezaba a congregarse a su alrededor más y más gente.

– Mira, chaval -susurró el anciano-, han venido a ver cómo se cubre el Gois otra vez. Todos los días la gente viene desde muy lejos cuando hay marea alta para presenciar esto.

Entonces tomó conciencia de que los coches habían dejado de bajar a la calzada. Por el lado izquierdo, la bahía empezó a llenarse de agua en medio de un silencio absoluto hasta que pareció un gran lago de aguas cristalinas; la profundidad del agua era cada vez mayor e hilillos acuosos culebreaban entre las ondulaciones de la arena. En el lado derecho, en cambio, habían aparecido por arte de birlibirloque unas olas bastante grandes que empezaban a lamer el paso con impaciencia. Se quedó boquiabierto cuando las aguas procedentes de ambos lados del camino terminaron por fundirse en un extraño y asombroso abrazo que dejó una larga línea de espuma sobre los adoquines del camino. El paso del Gois desapareció en cuestión de segundos, devorado por la marea. Era imposible imaginar que allí había una carretera. Ahora sólo se veía el mar azul y nueve postes de rescate sobresaliendo entre las aguas arremolinadas. Noirmoutier volvía a ser una isla. Las gaviotas gritaban triunfales mientras describían círculos en lo alto. Antoine se quedó maravillado.

– Ya lo ves, zagal -comentó monsieur Benoît-: todo sucede en un pispas. Algunos tipos se creen capaces de recorrer cuatro kilómetros y llegar a tierra antes que la marea, pero tú has visto esa ola, ¿no? Pues no te confundas nunca con el Gois: es rápido. Tenlo siempre presente.

Antoine estaba al tanto de que cada habitante de Noirmoutier tenía a mano un horario de la marea, ya fuera en un bolsillo o en la guantera del coche, y sabía que los lugareños nunca preguntaban: «¿Cuándo cruzas?», sino: «¿Cuándo pasas?», y también de que jamás medían el paso en metros, sino en postes. «El parisino se quedó en el segundo poste. Se le mojó el motor». De niño había devorado todos los libros sobre el Gois que habían caído en sus manos.

Los había vuelto a buscar antes del viaje de cumpleaños. Le llevó un tiempo acordarse de que estaban en la bodega, guardados de cualquier manera dentro de unas cajas de cartón que no se había molestado en abrir desde la mudanza posterior al divorcio. Su libro predilecto se titulaba La historia extraordinaria del paso del Gois. Tras encontrarlo, lo había abierto con una sonrisa, recordando cuántas horas se había pasado contemplando las viejas fotografías de vehículos anegados y con los parachoques asomando sobre las olas cerca de los peculiares postes de salvamento. Decidió llevarse el libro, y cuando lo cerró de golpe salió revoloteando una tarjeta blanca. Intrigado, la recogió del suelo y la leyó.


Para Antoine, por tu cumpleaños, para que el paso del Gois no tenga secretos para ti. De tu madre, que te quiere. Enero de 1972.


No había visto la letra de su progenitora desde hacía muchísimo tiempo. Se le hizo un nudo en la garganta y guardó la tarjeta enseguida.

La voz de Mélanie le devolvió al presente.

– ¿Por qué no entramos en Noirmoutier por el paso? -sugirió su hermana.

– Lo siento, pero no me he acordado de revisar los horarios de la marea -se disculpó él con una sonrisa.

Nada más llegar notaron lo mucho que había prosperado Barbâtre. Ya no era el pueblecito con vistas al mar que ellos recordaban, sino un lugar bullicioso lleno de búngalos y avenidas. Otra sorpresa desagradable fue ver las carreteras de la isla repletas de coches. El momento álgido del verano era el puente del 15 de agosto. Sin embargo, para su alivio, cuando llegaron al extremo norte de la isla vieron que apenas había cambiado nada. El vehículo se adentró en el Bois de la Chaise, una extensión de encinas, madroños y pinos marítimos que parecían ponerse de puntillas para asomarse a casas de diferentes estilos. Esa variedad había hecho las delicias de Antoine cuando era pequeño. Había villas góticas del siglo xix, chalés de veraneo construidos con troncos de madera, granjas de estilo vasco, mansiones de corte británico. Todas tenían nombres que le vinieron a la memoria como los rostros de viejos amigos: Le Gaillardin, Les Balises, La Maison du Pecheur.

– ¡De esto sí me acuerdo! ¡De todo! -exclamó Mel de repente.

Antoine no fue capaz de averiguar si estaba feliz o nerviosa. También él sentía cierta ansiedad cuando maniobraba para dirigirse hacia las puertas del hotel. Las ruedas chirriaron al pasar sobre la gravilla blanca. Había mimosas y madroños flanqueando el sendero. Parecía bastante más pequeño de lo que recordaba, pero no, no había cambiado lo más mínimo: la misma hiedra creciendo sobre la fachada, la misma puerta pintada de verde oscuro, la misma alfombra azul de la entrada y los escalones a la derecha.

Se detuvieron junto al ventanal que daba al jardín, donde vieron los mismos frutales, los mismos granados, eucaliptos y laureles. Todo les resultaba tremendamente familiar, incluso el olor imperante a la entrada del edificio, un penetrante olor a moho entremezclado con el aroma a espliego, cera de abeja, ropa de lino limpia y vestigios de ricos guisos. El olor característico acumulado un año tras otro por esas casas erigidas junto al mar. Antes de que Antoine tuviera ocasión de mencionar hasta qué punto le resultaba familiar ese aroma, los dos hermanos ya se encontraban saludando a una joven recepcionista de mucho pecho sentada detrás del mostrador. Tenían las habitaciones 22 y 26, en la segunda planta.

Mientras subían a las habitaciones, echaron un vistazo al comedor. Lo habían vuelto a pintar, pues ninguno de los dos recordaba ese rosa chabacano, pero el resto seguía idéntico. Desvaídas fotografías sepia del Gois, acuarelas del castillo de Noirmoutier, las marismas y la regata del Bois de la Chaise. Seguían en uso las mismas sillas de mimbre y las mesas cuadradas cubiertas con almidonados manteles blancos.

– Solíamos bajar las escaleras para venir a comer -evocó Mélanie con un hilo de voz-. Venías con el pelo empapado en colonia; llevabas una chaqueta azul marino, y debajo una camisa Lacoste amarilla.

– ¡Cierto! Nos sentábamos ahí, ¿te acuerdas? -Rió y señaló la mesa más grande de la estancia, situada en el centro-. Ésa era nuestra mesa… Y tú te ponías los vestidos de canesú blancos y rosas de esa tienda de pijos que había en la avenida Victor Hugo, y llevabas una cinta a juego en el pelo.

¡Qué importante y orgulloso se sentía de niño cuando bajaba por las escaleras alfombradas de azul con su blazer y el pelo repeinado como un pequeño caballero mientras los abuelos le miraban con cariño desde la mesa! Blanche tomaba Martini; Robert, whisky con hielo, y Solange sostenía una copa de champán con el meñique alzado y lo bebía a sorbitos. Todos levantaban los ojos de los platos y las copas para admirar la entrada de aquellos niños tan repeinados y bien vestidos, y de mejillas tan coloradas por la exposición al sol.

Sí, ellos eran los Rey, los adinerados, respetables, impecables y recatados miembros de la familia Rey. Tenían la mejor mesa. Blanche daba las mayores propinas. Daba la impresión de que en el interior de su bolso Hermés tenía una interminable provisión de billetes de diez francos doblados.

El personal del hotel se desvivía para que nada faltara en la mesa de los Rey y la atención era continua. El vaso de Roben debía estar siempre lleno a la mitad, ningún plato de Blanche estaba aderezado con sal, pues tenía problemas de tensión, y el lenguado molinero de Solange debía estar preparado a la perfección: no podía tener ni una espina ni nada que raspara al tragar.

Antoine se preguntó si quedaría alguien que se acordase de la familia Rey. La muchacha de la recepción era demasiado joven. ¿Habría alguien que se acordase de esos abuelos patricios, la hija metomentodo, el hijo pitagorín que sólo acudía los fines de semana y los niños obedientes?

¿Y de la hermosa nuera?

De buenas a primeras, el recuerdo nítido de su madre bajando por esas escaleras ataviada con un vestido negro sin tirantes le alcanzó de lleno, como un puñetazo en el pecho.

– ¿Pasa algo? -quiso saber Mélanie-. Has puesto una cara muy rara.

– No es nada -repuso él-. Vamos a la playa.


Poco después echaron a andar en dirección a Plage des Dames, cuyas arenas estaban a unos minutos a pie desde el hotel. Él aún recordaba esa pequeña excursión, el entusiasmo de acudir a la playa, el paso lento de los adultos durante el trayecto y lo exasperante que era tener que demorarse e ir detrás de ellos.

El sendero estaba atestado por corredores de footing, ciclistas, adolescentes en monopatines, familias con perros, niños, bebés. Antoine señaló la enorme villa de postigos rojos que Robert y Blanche habían estado a punto de adquirir en el transcurso de un veraneo. Un hombre de la edad del mayor de los Rey y dos adolescentes estaban sacando la compra del maletero de un coche aparcado delante de la entrada.

– Me pregunto cómo es que al final no la compraron -comentó su hermana.

– No creo que hayan vuelto a la isla tras la muerte de Clarisse -respondió él.

– Sigo preguntándome cuál fue el motivo -insistió ella.

Siguieron caminando en silencio durante un rato, hasta que la orilla apareció al final del camino y ambos esbozaron unas enormes sonrisas mientras los recuerdos se extendían como las olas. Mélanie señaló un alargado muelle de madera a la izquierda mientras su hermano le indicaba mediante señas la desigual línea de cabinas de la playa.

– ¿Te acuerdas de nuestra cabina y de cómo olía a salitre, leña y corcho? -Se echó a reír, pero luego gritó-: Oh, mira, Tonio, el faro de la Pointe des Dames. Así, a primera vista, me parece muy pequeño.

Él no pudo reprimir una sonrisa ante el entusiasmo desplegado por Mel, pero ella estaba en lo cierto. El faro que tanto había admirado de pequeño sobresalía entre los pinos, pero parecía haber encogido. «Eso es porque has crecido, colega, has crecido», caviló en su fuero interno, y de pronto le entraron unas ganas locas de ser otra vez ese chaval que jugaba en la playa, construía castillos de arena, corría por el muelle haciendo saltar astillas con sus pasos o tiraba de la manga a su madre para que le comprara un helado de fresa.

No, había dejado de ser ese niño. Era un hombre divorciado y solitario de mediana edad a quien la vida no le había parecido tan triste y vacía como ese mismo día. Su esposa le había dejado por otro, sentía un profundo desprecio por su trabajo y sus adorables niños se habían transformado en unos adolescentes huraños. Esos recuerdos le helaron la sangre, así que los desechó. En ese momento, Mélanie ya no estaba junto a él, se había desnudado hasta dejarse puesto únicamente un bikini muy poco recatado y corría para zambullirse en el mar. La contempló estupefacto. Relucía de puro gozo. La melena le colgaba a la espalda como una cortina negra.

– ¡Venga, bobalicón, métete! -gritó-. ¡Está genial!

Pronunció «genial» exactamente como solía hacerlo Blanche: «Geniaaal». No había visto a su hermana en traje de baño desde hacía años. Tenía las carnes firmes y prietas, conservaba un aspecto estupendo, mucho mejor que él, de eso no cabía duda. Había ganado peso en ese terrible primer año de divorciado. Las tardes de soledad delante del ordenador o el DVD se habían cobrado su precio. Las comidas saludables y sanas de Astrid, con su perfecto equilibrio de proteínas, vitaminas y fibra, eran cosa del pasado y ahora se nutría a base de alimentos congelados y comida preparada, de toda clase de delicias que podía calentar en el microondas en un pispas, y todo eso le había ido cargando de kilos durante aquel primer invierno insoportable. Su constitución larguirucha se había transformado y ahora tenía una tripa como la de su padre, y ponerse a dieta exigía un esfuerzo excesivo. Ya era bastante malo tener que levantarse por las mañanas, prepararse para soportar un trabajo que no cesaba de acumularse. Ya era bastante malo vivir solo después de haber pasado los últimos dieciocho años cuidando de una familia. Sí, ya era bastante malo intentar convencer a todos, y sobre todo a sí mismo, de que era feliz.

Se estremeció sólo de pensar que Mélanie pudiera verle las carnes fofas y blancas.

– ¡Me he dejado el traje de baño en el hotel! -contestó a voz en grito.

– ¡Tarugo!

Él se dirigió al malecón de madera, que se adentraba bastante en el mar. La playa se estaba llenando a buen ritmo de familias, ancianos y adolescentes malhumorados. Eso no había cambiado. El tiempo jamás alteraba ciertas cosas. Esa idea le hizo sonreír, pero también le llenó los ojos de lágrimas. Se las enjugó con rabia.

Botes de todas las formas y tamaños posibles remaban en el mar picado. Caminó hasta el final del destartalado malecón; desde allí, primero volvió la vista atrás para contemplar la playa y luego observó de nuevo el océano. La isla era hermosísima, y él lo había olvidado. Respiró con avidez grandes bocanadas de aire marino.

Vio cómo su hermana salía del agua y luego agitaba la cabeza para secarse el pelo, igual que hacen los perros. Tenía unas piernas largas a pesar de no ser muy alta. Como Clarisse. Desde lejos parecía tener más estatura de la que en verdad poseía. Subió por el muelle, estremeciéndose, mientras se ataba la sudadera a la cintura.

– Ha sido una gozada -dijo ella, pasándole un brazo por los hombros.

– ¿Te acuerdas de monsieur Benoít, el viejo jardinero del hotel?

– No, para nada.

– Era un viejo de barba blanca. Solía contarnos historias truculentas sobre la gente que se había ahogado en el Gois.

– De eso sí me acuerdo, creo… Le olía mal el aliento, ¿verdad? Una mezcla de queso Camembert, vino tinto barato y Gitanes.

– Ese mismo -contestó Antoine, riendo entre dientes-. Una vez me trajo aquí, a este mismo muelle, y me contó todo lo habido y por haber del desastre del San Filiberto.

– ¿Qué pudo sucederle al pobre Fili? ¿No le pusieron su nombre a la catedral en honor a ese monje de Noirmoutier?

– El abad lleva muerto desde el siglo VII, Mel -repuso Antoine-. No, ésta era una historia más reciente. Me encantaba. Era muy… gótica.

– Bueno, ¿y qué ocurrió?

– El San Filiberto era un barco y se llamaba así por el santo. Fue una tragedia, como lo del Titanic, pero en pequeño. Ocurrió justo ahí. -Señaló la bahía de Bourgneuf con un ademán de la mano-. Creo que la nave se dirigía de vuelta a Saint-Nazaire. Los pasajeros habían pasado un día de picnic en esta playa, en Des Dames. Había hecho un tiempo estupendo, pero se desató una tormenta de aúpa nada más zarpar del malecón. Un golpe de mar volcó al San Filiberto y se ahogaron quinientas personas, en su mayoría mujeres y niños. Apenas hubo supervivientes.

Mélanie jadeó.

– ¿Cómo podía ese viejecito contarte historias tan espantosas? ¡Qué retorcido! Si eras un crío…

– No era nada retorcido, sino de lo más romántico. Le recuerdo totalmente desconsolado. Me contó que había un panteón en Nantes con los cuerpos de los pasajeros ahogados del San Filiberto. Prometió llevarme algún día.

– Gracias a Dios que no lo hizo y que ahora sea él quien esté criando malvas.

Los dos se echaron a reír y siguieron mirando el mar.

– ¿Sabes una cosa? Pensé que no iba a acordarme de nada -murmuró Mel-, pero ya estoy abrumada por tantos recuerdos. Me estoy emocionando. Espero no venirme abajo y ponerme a chillar.

Él le apretó el brazo.

– ¡Menudo par de bobos sentimentales!

Se carcajearon de nuevo y caminaron de vuelta al lugar de la playa donde Mélanie había dejado amontonados los vaqueros y las sandalias. Se sentaron sobre la arena.

– Me voy a echar un pitillo, te guste o no -anunció él.

– Son tus pulmones, no los míos, pero fuma lejos de mí.

Antoine le dio la espalda a su hermana, y ésta se apoyó sobre él. El viento era fuerte y debían gritar para poder escucharse.

– Estoy recordando tantas cosas… sobre ella.

– ¿Sobre Clarisse?

– Sí. Puedo verla aquí mismo, en esta orilla. Llevaba puesto un traje de baño naranja. Tengo los recuerdos un poco borrosos. ¿Te acuerdas tú? Solía perseguirnos en el agua, y nos enseñó a nadar. Te acordarás de eso, ¿no?

– Claro que sí. Aprendimos los dos el mismo verano. Solange se estuvo burlando de ti, porque eras demasiado joven para nadar a los seis años.

– Ya era así de mandona, ¿verdad?

– Mandona y sin marido, igualito que ahora. ¿La has visto alguna vez en París?

Mélanie negó con la cabeza.

– No, y tampoco creo que vea mucho a nuestro padre después de…, bueno, ya sabes, después de la bronca que tuvieron cuando se murió el abuelo. Fue por el asunto del dinero, ya sabes, cosa de las herencias. Tampoco mantiene relación con Régine. Se parece un montón a Blanche. En cuanto a su relación con la abuela, su manera de hacerse cargo ha sido contratar a un equipo médico completo para que la atienda, se asegura de que su apartamento esté bien cuidado y de ese tipo de cosas.

– Tenía debilidad por mí en aquellos tiempos -comentó Antoine-. Siempre estaba comprándome helados, y me llevaba a dar largos paseos por la playa cogido de la mano. Incluso venía a navegar conmigo y los chicos del club de regatas.

– Blanche y Robert no se bañaban jamás, ¿te acuerdas? Se sentaban siempre en ese café de ahí.

– Eran demasiado viejos para meterse en el mar.

– Hace más de treinta años, Antoine -se mofó ella-. Rondarían los sesenta por aquel entonces.

Él silbó.

– Tienes razón. Eran más jóvenes que nuestro padre ahora. Se comportaban como viejos y eran muy prudentes con todo. Maniáticos. Quisquillosos.

– Blanche sigue igual -repuso ella-. Resulta duro ir a verla en los últimos tiempos.

– Apenas voy ya -admitió Antoine-. La última visita fue espantosa. Estaba de un humor de perros y echaba pestes de todo. No me quedé mucho rato. No fui capaz de soportar estar en ese piso grande y oscuro.

– Nunca le da el sol -observó Mélanie-. Está en el lado malo de la avenida Henri-Martin. Por cierto, ¿recuerdas a Odette? Andaba por ahí arrastrando los pies con unas pantuflas. Tenía los suelos como una patena de limpios. Siempre estaba mandándonos callar. -Su hermano se rió-. Su hijo Gaspard es clavadito a ella. Me alegro que siga ahí, cuidando del lugar, lidiando con las enfermeras que contrata Solange y la mala leche de Blanche.

– Blanche fue una abuela de lo más cariñosa con nosotros, ¿a que sí? Ahora es una tirana.

– No sé qué decirte -respondió Mel pausadamente-. Era muy dulce con nosotros, pero sólo cuando la obedecíamos, y eso era lo que hacíamos.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, éramos unos nietos inmejorables: calladitos, amables, obedientes… Sin una pataleta ni un berrinche.

– Nos educaron para ser así.

– Sí -replicó Mélanie; luego se volvió hacia su hermano, le quitó de entre los dedos el pitillo a medio fumar y lo enterró en la arena haciendo caso omiso de los gritos de protesta de Antoine-. Nos educaron para ser así.

– ¿Adonde pretendes llegar?

– Sólo quiero recordar si Clarisse se ponía de los nervios con Blanche y Robert, si aprobaba o no que debiéramos ser sumisos y amables todo el rato -contestó ella, entornando los ojos-. ¿Qué recuerdas tú?

Él se rascó la parte posterior de la cabeza.

– ¿Que qué recuerdo?

– Sí, ¿cómo se llevaban Clarisse y los abuelos?

– No me acuerdo de nada -aseguró de forma tajante.

Ella le miró por el rabillo del ojo y sonrió.

– Ya verás como al final te acuerdas. Si yo empiezo a acordarme, tú también lo harás.


Anoche te esperé en el malecón, pero no viniste. Refrescó y me fui al cabo de un rato; pensé que quizá esta vez te habría resultado difícil escabullirte. Les dije que necesitaba dar un paseo corto por la playa después de cenar y aún me pregunto si me creyeron. Ella me miró como si sospechara algo, aunque yo estoy segura, completamente segura, de que nadie sabe nada. Nadie. ¿Cómo iban a saberlo? ¿Cómo pueden siquiera intuirlo? Cuando me miran, sólo ven a una madre recatada, bonita y tímida con un hijo y una hija amables, encantadores; en cambio, cuando te miran a ti, ven la tentación. ¿Cómo podría nadie resistirse a ti? ¿Cómo podría haberme resistido yo? Lo sabes, ¿verdad? Lo supiste en cuanto me pusiste los ojos encima ese primer día de las vacaciones del año pasado en la playa. Eres el demonio disfrazado.

Antes salió el arco iris, era realmente precioso, pero ahora se avecina la noche a toda prisa, y se reúnen la oscuridad y las nubes. Te echo de menos.


Comieron tarde en el café Noier, en Noirmoutier-en-l'Île, el pueblo más grande de la isla. Era un establecimiento ruidoso y atestado; saltaba a la vista que era un local frecuentado por los lugareños. Antoine pidió sardinas a la parrilla y un vaso de vino blanco. Mel se decantó por un plato de bonnottes, las famosas patatitas redondeadas locales, salteadas con beicon, mantequilla y sal gorda.

Había subido la temperatura, pero una fresca brisa marina mantenía el calor a raya. La terraza del café daba al pequeño puerto atestado de veleros y botes de pesca oxidados y a la fina línea de un canal de aguas lodosas que se extendía frente a los antiguos depósitos de sal.

– No solíamos comer aquí, ¿verdad? -inquirió Mélanie, todavía con la boca llena.

– No. Robert y Blanche preferían estar siempre cerca del hotel. La playa era lo máximo que se alejaban.

– Pero tampoco vinimos aquí con Solange ni con Clarisse, ¿a que no?

– Solange nos llevó un par de veces a ver el castillo de Noirmoutier y la iglesia. Se suponía que Clarisse iba a acompañarnos, pero tuvo una de sus migrañas.

– Yo no recuerdo ningún castillo -repuso ella-, pero de las migrañas me acuerdo perfectamente.

Antoine miró a la mesa contigua, atestada de adolescentes bronceadas. La mayoría de las chicas vestían bikinis minúsculos. Apenas eran mayores que su hija Margaux. Nunca le habían atraído las mujeres mucho más jóvenes que él, pero las que había conocido después de su divorcio, ya fuera a través de Internet o las que le habían presentado sus amistades, le habían sorprendido por su total descaro en lo tocante a sus hábitos sexuales. Cuanto más jóvenes, más groseras y violentas habían demostrado ser en la cama. Al principio eso le había puesto como una moto, pero luego, y bastante deprisa además, la novedad se había apagado. ¿Dónde estaba el sentimiento? ¿Dónde estaba la emoción, la punzada, el compartir, esa encantadora torpeza del principio? Esas chicas practicaban con desenvoltura todo el repertorio de movimientos de las reinas del porno y practicaban el sexo oral con tanta despreocupación y displicencia que le daban repulsión.

– ¿En qué estás pensando? -quiso saber Mel mientras se untaba protector solar en la punta de la nariz.

– ¿Te ves con alguien? -preguntó él a su vez-. Quiero decir, ¿tienes novio?

– Nada serio. ¿Y qué hay de ti?

Volvió a mirar en dirección al grupo de escandalosos adolescentes. Una de las muchachas era realmente espectacular, con una larga melena de color rubio oscuro y una constitución de aire egipcio: hombros grandes y caderas estrechas. Decidió que era un tanto flacucha y muy pagada de sí misma.

– Ya te lo dije en el coche. Nadie.

– ¿Ni siquiera rollos de una noche?

El interpelado suspiró y pidió más vino. No era lo mejor para su barriga, pensó de forma fugaz. No le convenía nada.

– Ya he tenido bastantes rollos de una noche.

– Ya, igual que yo.

Antoine se sorprendió. No pensaba que Mélanie hubiera llegado hasta esos extremos. Ella se mofó de él.

– Tú te piensas que soy una estrecha, ¿a que sí?

– Por supuesto que no -replicó él.

– Oh, sí, ya lo creo. Bueno, pues para que lo sepas, querido hermano, me he liado con un hombre casado.

Él la observó fijamente.

– ¿Y?

Mel se encogió de hombros.

– Odio esa clase de líos.

– ¿Y entonces por qué mantienes la relación?

– Porque no soporto estar sola ni la cama vacía ni las noches de soledad. Por eso -contestó ella bruscamente, casi amenazadora. Comieron y bebieron en silencio durante unos instantes, y luego ella prosiguió-: Me saca la tira de años, es un sesentón. Eso me hace sentirme más joven, supongo. -Esbozó una sonrisa seca-. Su mujer desprecia el sexo, es de las que se las dan de intelectuales, o eso dice él, así que duerme por ahí. Es un hombre de negocios importante. Trabaja en el sector financiero. Tiene un montón de pasta y me compra regalos. -Le mostró un pesado brazalete de oro-. Es un adicto al sexo. Se me echa encima y se saca hasta el último jugo, es como un vampiro enloquecido. En la cama es diez veces más hombre de lo que Olivier fue jamás, y más que ninguno de mis últimos ligues.

La verdad era que la idea de Mélanie revolcándose con un sexagenario libidinoso le resultaba muy poco atractiva. Ella se rió al verle el rostro.

– Supongo que se te hace duro imaginar a tu hermanita practicando sexo. También lo es cuando imaginas a tus padres dale que te pego.

– O a tus hijos -agregó él en tono grave.

Ella contuvo la respiración.

– ¡Oh! No lo había pensado, pero tienes razón.

Mel no entró en detalles con nuevas preguntas y él se sintió aliviado. Pensó en los condones encontrados en su bolsa de deportes unos meses atrás. Amo la había tomado prestada durante un tiempo. El chico sonrió con timidez cuando él la recuperó. Antoine había terminado por sentirse más avergonzado que su hijo.

Había sucedido sin previo aviso. El cándido niño había florecido de la noche a la mañana para convertirse en un gigante alto y delgado que apenas soltaba un gruñido cuando necesitaba comunicarse. Antoine no se sorprendió. Había presenciado esa brutal transformación en los retoños de otros amigos, pero eso no le facilitó las cosas cuando al final les tocó a los suyos, en especial porque el descaro y la rebeldía de la pubertad coincidieron con la infidelidad de Astrid. El momento fue de lo más inoportuno.

Cada fin de semana Antoine se veía obligado a lidiar con los inevitables choques sobre lo de volver antes de medianoche, la obligatoriedad de terminar los deberes y la pelea para conseguir que se duchara al menos una vez. Astrid debía afrontar esos problemas, no lo dudaba, pero al menos ella tenía a otro hombre en la casa, y probablemente eso hacía que se mostrara menos gruñona e impaciente que su ex marido. Soportar él sólito los frecuentes numeritos de Arno hacía que se sintiera peor. Astrid y él habían formado un equipo. Lo habían hecho juntos absolutamente todo, y ahora eso había terminado. Sólo contaba con sus propias fuerzas, y cuando llegaba el viernes por la noche y les oía abrir la puerta de su casa, se abrazaba para darse consuelo antes de cuadrar los hombros, como un soldado a punto de lanzarse al fragor del combate.

Margaux había entrado en la adolescencia por la puerta grande y la cosa era más difícil, pues no sabía qué hacer con ella. Era como una gata: muda, retorcida y retraída. Se pasaba horas en el ordenador chateando por el Messenger o con los ojos fijos en el móvil. Un mensaje «malo» podía sumirla en un silencio absoluto o hacer que rompiera a llorar. Rehuía a su padre y evitaba el contacto físico con él. Antoine echaba de menos sus abrazos y sus demostraciones de afecto. Había desaparecido para siempre la chica de las trenzas que hablaba por los codos con una sonrisa torcida y en su lugar había una esbelta mujercita con unos pechos incipientes, una piel brillante llena de granos y unos ojos embadurnados con un maquillaje espantoso que él no le quitaba con sus propios dedos porque conseguía reprimir ese impulso a duras penas. Y el hecho de que su madre ya no estuviera tan encima de ella provocó que las fobias de Margaux crecieran sin medida y fueran más complejas que las de él mismo.


Gracias por tu tierna nota. No puedo quedarme tus cartas por mucho que lo desee, lo sé, como tampoco puedo retenerte sólo para mí. Apenas consigo convencerme de que el verano va a terminar enseguida y que volverás a marcharte. Transmites tranquilidad y confianza, pero tengo miedo. Tal vez porque sabes más que yo no muestras preocupación y crees que queda esperanza. Crees que lo nuestro funcionará, pero yo no lo sé. Y me asusta. Has ejercido un gran control sobre mi vida este año pasado. Eres como la marea que inunda el Gois de forma incansable. Yo me rindo una y otra vez, y el miedo pronto sustituye al éxtasis.

Ella me mira a menudo con curiosidad, como si estuviera al tanto de lo que pasa, y tengo la impresión de que debemos comportarnos con cautela, pero ¿cómo va a saberlo? ¿Cómo podría intuirlo? ¿Acaso puede alguien? No me siento culpable, porque lo que tengo contigo es puro. No sonrías mientras lees esto, por favor. No te burles de mí. Tengo dos hijos y he cumplido treinta y cinco años, y me siento como una niña a tu lado. Lo sabes. Sabes que me has puesto en marcha. Has hecho que me sienta viva. No te rías.

Procedes de un país moderno, eres una persona culta y sofisticada, tienes una licenciatura universitaria, un trabajo, un estatus social. Yo sólo soy un ama de casa. Crecí en un pueblecito soleado donde siempre olía a queso de cabra y a espliego. Mis padres vendían fruta y aceite de oliva en el mercado y a su muerte mi hermana y yo trabajamos en los tenderetes de Le Vigan. Nunca me subía un tren hasta que conocía mi marido: tenía veinticinco años en aquel entonces, cuando descubrí otro mundo. Había ido a París para unas pequeñas vacaciones y jamás regresé. Conocía mi esposo en un restaurante de los grandes bulevares donde estaba tomando una copa con una amiga, y así fue como comenzó todo entre él y yo.

A veces me pregunto qué puedes ver en mí, pero te siento cada vez más cerca, incluso en la forma en que miras sin decir nada. Tus ojos me buscan.

El día de mañana te traerá a mí, amor mío.


Se fueron a nadar a la piscina del hotel después de comer. Antoine tenía tanto calor que decidió enfrentarse a Mélanie en traje de baño. Ella no hizo comentario alguno sobre su estado de forma, y él se lo agradeció mucho. ¡Cuánto se odiaba a sí mismo! Y pensar que pesaba ocho kilos menos cuando estaba casado con Astrid… Iba a tener que hacer algo al respecto, y otro tanto con el tabaco.

La piscina era de un azul brillante casi artificial y estaba abarrotada de niños. Eso no ocurría en los setenta. Roben y Blanche lo habrían aborrecido, pensó Antoine; a ellos les daba repelús la vulgaridad, la gente gritona y cualquier cosa que oliera a nuevo rico. Tenían un piso enorme y frío en la avenida Henri-Martin, no muy lejos del Bois de Boulogne. Era todo un remanso de elegancia, refinamiento y silencio. Odette, la timorata criada, deambulaba por allí, abriendo y cerrando las puertas sin hacer ruido. Hasta el silencio sonaba de forma amortiguada. Las comidas podían durar horas y lo peor de todo, o así lo recordaba él, era acostarse en Nochebuena justo después de la cena para que luego le despertaran a medianoche a fin de recibir los regalos. Jamás iba a olvidar esa desorientación mientras entraba en el gran cuarto de estar a trompicones, con los ojos soñolientos y medio grogui. ¿Por qué no le dejaban quedarse con ellos a esperar a Papá Noel? Sólo era Navidad una vez al año.

– No dejo de pensar en lo que has dicho antes.

– ¿En qué? -preguntó Mel.

– En Clarisse y los abuelos. Creo que tienes razón: hacían que lo pasara mal.

– ¿Qué recuerdas?

– No mucho -admitió su hermano con un encogimiento de hombros-. Nada en particular, solamente que les daba la neura por cualquier cosa.

– Ah, empiezas a acordarte.

– Algún recuerdo me viene a la cabeza.

– ¿Como cuál?

– Hubo una gran bronca el último año que veraneamos aquí.

Mélanie se incorporó.

– ¿Una pelea? Nadie discutía jamás. Todo era siempre fácil y sin complicaciones.

Antoine también se irguió. La piscina era un hervidero de cuerpos relucientes que se contorsionaban ante las miradas impertérritas de los padres.

– Blanche y Clarisse discutieron una noche. Ocurrió en la habitación de la abuela. Yo las escuché.

– ¿Y qué oíste?

– Oí llorar a Clarisse. -Mélanie permaneció en silencio, de modo que él prosiguió-: Blanche hablaba con voz fría y glacial. No logré entender las palabras de la abuela, pero parecía estar muy enfadada. Entonces Clarisse salió y me vio allí. Se enjugó las lágrimas y me abrazó con una sonrisa. Luego me explicó que había tenido una discusión con la abuela, me preguntó qué estaba haciendo fuera de la cama, y me obligó a entrar otra vez en mi cuarto.

– ¿Y cómo lo interpretas? -quiso saber Mel.

– No lo sé, no tengo ni idea. Tal vez no significara nada.

– ¿Crees que eran felices juntos?

– ¿Nuestro padre y ella? Sí, sí lo eran. Eso creo, vamos. Sí, yo lo recuerdo así. Clarisse hacía feliz a la gente. De eso te acuerdas, ¿no?

Mélanie asintió con la cabeza y permaneció en silencio; luego confesó con un susurro:

– La echo de menos. -Antoine percibió un estremecimiento en la voz de su hermana, que, en voz baja, agregó-: Volver aquí ha sido como regresar con ella.

Él le apretó la mano, feliz de que, gracias a las gafas de sol, ella no pudiera verle los ojos.

– Lo sé, y lo siento. No lo pensé cuando planeé este viaje.

Ella le sonrió.

– No te preocupes. Al contrario, traerme hasta aquí es un regalo estupendo. Muchas gracias.

Él deseó dejar fluir sus lágrimas por las mejillas, pero las contuvo en silencio, reprimió sus emociones como había hecho toda su vida, tal y como le habían enseñado a comportarse.

Volvieron a tumbarse en la hamaca y alzaron sus blancos semblantes parisinos hacia el sol. Mel estaba en lo cierto: su madre regresaba con ellos poco a poco, como el agua del mar cuando cubría el paso del Gois; lentamente recuperaban retazos de recuerdos que parecían mariposas fugadas a través de los agujeros de una red. Ningún recuerdo seguía un orden cronológico ni era preciso, guardaba más semejanza con un sueño nebuloso e inconexo: les venían a la mente imágenes de su madre en la playa con un bañador naranja, veían instantáneas de su sonrisa y de sus ojos color verde claro.

Él recordaba que Blanche se mostraba inflexible en lo de que los niños debían esperar dos horas después de comer antes de meterse en el mar. Era muy peligroso bañarse tras las comidas, repetía una y otra vez, y eso los obligaba a hacer castillos de arena y a aguardar. Antoine se acordaba de aquellas largas esperas. La abuela solía quedarse roque durante las mismas y permanecía allí, debajo de la sombrilla, sofocada por el calor que le daban la camisa de manga larga y el chaleco de punto, con la boca abierta, los zapatos de ciudad manchados de arena y la labor de calceta retorcida encima de su regazo.

Solange se marchaba a comprar de forma compulsiva y luego regresaba al hotel con regalos para todos. Robert tenía por costumbre echar hacia atrás el sombrero de paja para protegerse la nuca y regresar al hotel dando un paseo mientras se fumaba un Gitanes. Clarisse atraía la atención de los niños con un silbido y les señalaba el agua con el mentón.

– ¡Aún falta otra media hora! -le recordaba él con un hilo de voz.

Entonces ella le dedicaba una sonrisa maliciosa.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice?

Y los tres se escabullían con sigilo hacia la orilla, dejando a Blanche roncando a la sombra.

– ¿Tienes alguna fotografía de ella? -preguntó Antoine-. Yo sólo tengo un par.

– Tengo algunas -admitió Mel.

– De todas formas me cuesta entender que no tengamos más fotos de nuestra madre.

– Pues no las tenemos.

Un niño de entre uno y dos años se puso a berrear cerca de los dos hermanos cuando una mujer de rostro congestionado lo sacó del agua a la fuerza.

– No hay ni una sola foto suya en el piso de la avenida Kléber.

– Pues antes sí que había -replicó él, presa de una cierta agitación-. Esa en la que estamos ella, tú y yo en el trenecito del jardín botánico. ¿Qué ha sido de ella? ¿Y la de la boda con papá?

– No las recuerdo.

– Estaban a la entrada de casa y en su despacho, pero desaparecieron todas después de su muerte, igual que los álbumes.

Antoine se preguntó dónde habrían ido a parar aquellas fotografías y los álbumes y qué habría hecho su padre con ellos.

No quedaba testimonio alguno de que Clarisse había vivido en el piso de la avenida Kléber durante diez años, de que aquél había sido su hogar.

Régine, su madrastra, había tomado posesión del espacio, había rediseñado el lugar de arriba abajo y había borrado hasta la menor huella de Clarisse, la primera esposa de François Rey. Y Antoine acababa de percatarse en ese mismo instante de hasta qué punto era así.


Me pregunto algunas veces, cuando estoy entre tus brazos, si he sido feliz en algún momento; antes de conocerte hace un año, quiero decir. Debo de haberme sentido contenta y haberlo pareado, pues siempre me he considerado una persona dichosa, y, aun así, todo cuanto he experimentado antes de conocerte me parece vacuo e insípido. Puedo imaginarte alzando esa perfecta ceja izquierda tuya, como haces cada vez que me deslumbras con una sonrisa irónica. No me preocupa decirlo, pues de todos modos sé que estas cartas van a ser destruidas, hechas trizas, así que puedo escribir lo que quiera.

Fui una niña satisfecha en mi pueblo asomado al río, donde hablamos con ese fuerte acento del sur tan basto que tanto desaprueba la familia de mi esposo, pues no es chic, no es parisino. No me llamo a engaño: ellos jamás me habrían aceptado si yo no hubiera tenido un tipazo. Tragaron con lo del acento porque quedo bien con traje de fiesta, porque soy guapa. No, no soy vanidosa, y tú lo sabes. Es fácil darse cuenta de tu atractivo por la forma en que te mira la gente. Eso también va a sucederle a mi hija. Ahora sólo tiene seis años, pero va a ser una preciosidad. ¿A santo de qué te cuento todo esto? A ti no te preocupa si soy del sur ni si mi acento es el adecuado. Me quieres tal y como soy.


Acudieron a cenar al comedor con paredes pintadas de rosa. Antoine había intentado reservar «su» mesa, la de antaño, pero la joven de pechos grandes le explicó que se utilizaba para que se sentaran familias grandes. La estancia se llenó enseguida de niños, parejas y gente mayor. Los hermanos Rey se reclinaron sobre el respaldo de sus sillas y observaron en silencio. Nada había cambiado. Ambos sonrieron nada más ver el menú.

– ¿Te acuerdas del suflé Grand Marnier? -inquirió él en voz baja-. Nos lo dieron sólo una vez.

Ella se echó a reír.

– ¿Cómo voy a olvidarlo?

Antoine se acordó de la ceremoniosa solemnidad con que el camarero trajo el postre a la mesa. Los demás comensales entraron en trance al ver las llamas naranjas y azules. Se hizo un silencio sepulcral en la sala mientras depositaban el plato delante de los niños. Todos los allí presentes contuvieron el aliento.

– Éramos una familia tan, tan, tan perfecta… -observó Mélanie con ironía-. Éramos impecables en todo.

– Demasiado impecables, ¿no te parece?

Mel asintió.

– Sí, aburridamente perfectos. Mira tu familia, eso es lo que yo llamo una familia normal. Chicos con temperamento y personalidad que a veces no tienen pelos en la lengua, pero eso es lo que me gusta de ellos. Tu familia sí que es perfecta.

Antoine sintió que se le descomponía el semblante e intentó sonreír mientras contestaba:

– Yo ya no tengo una familia, Mel.

Ella se cubrió la boca con la mano.

– Cuánto lo siento, Tonio. Supongo que aún no consigo aceptar el divorcio.

– Tampoco yo -repuso él con tono de reprobación.

– ¿Cómo lo llevas?

– Hablemos de cualquier otra cosa.

– Perdona.

Ella se apresuró a darle unas palmadas en el brazo. Eligieron los platos y cenaron en silencio. Antoine volvió a sentirse abrumado por el vacío de su vida. Se preguntó si esa vaciedad no sería efecto de la crisis de la mediana edad. Era lo más probable. Un hombre a punto de perderlo todo en la vida. Su esposa le había abandonado por otro tipo y encima él había dejado de encontrar satisfacción en su trabajo de arquitecto. ¿Cómo había podido ocurrir? Había peleado a brazo partido para conseguir crear una empresa propia y le había costado Dios y ayuda encontrar su propio hueco profesional. Ahora era como si se le hubiera secado el cerebro. Todo le parecía insípido y flojo. No quería trabajar con su equipo, ni dar órdenes, ni continuar con las obras, ni hacer todo lo que le exigía su puesto. Ya no tenía esa energía. Se había consumido.

El mes anterior había asistido a una fiesta y se había encontrado con algunos amigos del pasado, gente a la que no había visto en los últimos quince años. Todos habían sido alumnos del estricto colegio Stanislas, célebre por la excelencia de sus resultados, la sofocante educación religiosa y la falta de humanidad del profesorado. («Francés sin miedo y cristiano sin mácula» era la divisa del colegio). Le había localizado por Internet Jean-Charles de Rodon -un adulador que le caía fatal porque había sido la mascota de los profesores-, y le había invitado a una cena con «toda la banda». Había tenido el propósito de declinar el ofrecimiento, pero al final contestó en sentido afirmativo tras echar un vistazo a su triste cuarto de estar, y así había acabado sentado en torno a una mesa redonda en un piso caldeado cerca del Parc Monceau, rodeado de matrimonios de larga duración entregados con fruición a la tarea de aumentar su descendencia. Enarcaron las cejas con lástima en cuanto oyeron la mención de su divorcio.

Jamás se había sentido tan desplazado. Sus amigos de clase se habían convertido en unos tipos calvos, satisfechos de sí mismos, adinerados, casi todos empleados en el sector financiero. Y sus mantenidas esposas eran todavía peores: se enfrascaron en intrincadas conversaciones que invariablemente estaban relacionadas con la educación de los niños.

¡Cómo había echado de menos a Astrid esa noche! Astrid y su forma poco convencional de vestir, con ese capote rojo oscuro de terciopelo que le confería un aspecto de heroína de Brontë, sus leotardos, sus baratijas compradas en el rastro. Cuánto añoraba sus chistes y sus risas desinhibidas. Había sentido un alivio enorme cuando regresó conduciendo por las calles desiertas del distrito 17°. Prefería con diferencia su apartamento vacío a media hora más en compañía de monsieur De Rodon y su horda.

Cuando pasó cerca de Montparnasse empezó a sonar una antigua balada de los Stones en Radio Nostalgia: Angie.

Angie, I still love you baby.

Everywhere I look, I see your eyes.

There ain't a woman that comes close to you [1].

Se había sentido casi feliz.


Antoine tardó en conciliar el sueño durante la primera noche que pasaron en el hotel Saint-Pierre a pesar de no haber ruido alguno, pues la paz y el silencio reinaban en el viejo edificio. Era su primera velada allí desde 1973. La última vez que había dormido bajo ese mismo techo él tenía nueve años y su madre aún vivía. Había algo perturbador en ese pensamiento.

Las habitaciones apenas habían cambiado. Ahí estaban la misma alfombra gruesa con textura similar al musgo, el papel de color azul en las paredes y las fotografías de beldades pasadas de moda en bañador. Notó enseguida las reformas del cuarto de baño: la taza del inodoro había ocupado la posición del bidé, pues según recordaba él era necesario ir a orinar a un baño compartido. Apartó las descoloridas cortinas y se asomó a echar un vistazo al jardín de debajo. No había nadie por los alrededores. Era tarde y los niños escandalosos por fin se habían ido a dormir.

Salió fuera y permaneció delante de la antigua habitación de su madre, en la primera planta. La recordaba sin ninguna duda: la número 9, la situada enfrente de las escaleras. Tenía un recuerdo muy nebuloso de su padre en esa habitación, pues apenas hacía acto de presencia en la isla. Estaba muy ocupado en el bufete y no hacía más que un par de apariciones fugaces durante las dos semanas de estancia de la familia Rey en Noirmoutier.

Pero cuando regresaba su progenitor era como si un emperador volviera a sus dominios. Blanche se aseguraba de que engalanaran su cuarto con flores frescas y ponía de los nervios al personal del hotel con fastidiosas instrucciones sobre las preferencias de su hijo en lo tocante a vinos y postres. Robert miraba el reloj cada cinco minutos mientras fumaba Gitanes con impaciencia y hacía continuos comentarios especulando en qué kilómetro de la carretera estaría ya François. «Viene papá, viene papá», canturreaba Mélanie de forma febril mientras iba de una habitación a otra saltando a la pata coja. Clarisse se ponía el vestido negro, el preferido de su marido, el de la falda corta, el que dejaba a la vista las rodillas. Únicamente Solange seguía bronceándose en la terraza, indiferente a la llegada del hijo pródigo, el predilecto de los Rey.

A Antoine le encantaban las visitas de su padre: soltaba un rugido al salir del Triumph y estiraba brazos y piernas a modo de saludo. Clarisse era la primera persona en llegar junto a él. En esos momentos, François observaba a su mujer de tal manera que su hijo tenía que desviar la mirada. Mostraban sus ojos un deseo desnudo y descarnado y Antoine se sentía avergonzado por el modo en que François apoyaba las manos sobre las caderas de su madre.

Antoine continuó con el paseo, y volvió a detenerse delante del dormitorio de Blanche. La abuela solía hacer acto de presencia sobre las diez de la mañana, pues ella desayunaba en la cama. En cambio, Solange, Clarisse, Mélanie y él mismo lo hacían con el abuelo en la galería, cerca de la marisma. Después, Blanche efectuaba una aparición triunfal con la sombrilla colgada del brazo. Las vaharadas sofocantes de L'Heure Bleue anunciaban su presencia cuando bajaba las escaleras.

A la mañana siguiente, Antoine se levantó temprano, después de haber pasado una mala noche. Mélanie todavía no se había despertado. El hotel parecía vacío cuando bajó a desayunar. Disfrutó del café, y le maravilló que los bollos tuvieran el mismo sabor que los que acostumbraba a engullir treinta años atrás. Qué vida tan tranquila y ordenada llevaban en aquellos veranos interminables en los que no hacía nada, pensó.

Los fuegos artificiales de Plage des Dames marcaban el cénit de las fiestas. Tenían lugar el 15 de agosto, coincidiendo con el cumpleaños de Mel. Ella solía pensar de pequeña que los hacían en su honor, que todo ese gentío se congregaba en la playa para festejar su aniversario.

Recordaba que un año tuvieron un 15 de agosto pasado por agua y todo el mundo se quedó bajo techo, apretujados de mala manera en el hotel. Se desató una tormenta terrible. Antoine se preguntó si Mélanie se acordaría de aquello. Había pasado mucho miedo. Ella y también Clarisse, a quien le daban pánico las tormentas. Entonces le vinieron a la mente imágenes de cómo su madre permanecía agachada y con la cabeza cubierta por los brazos, temblando como una niña.

Terminó el desayuno y merodeó por los alrededores durante un rato a la espera de su hermana. Había una mujer de cincuenta y pico años sentada tras el mostrador de recepción. Colgó el auricular y saludó con la cabeza cuando él pasó por delante.

– No se acuerda de mí, ¿a que no? -gorjeó.

Él la estudió con la mirada. Había algo vagamente familiar en sus ojos. Al final, ella se presentó:

– Soy Bernadette.

¡Bernadette! Bernadette era una preciosa niña menudita de melena negra y cautivadora, en nada parecida a la matrona que tenía delante. De niño estaba colado por ella y sus brillantes coletas. Ella lo sabía, y siempre le daba el mejor trozo de carne, una rebanada adicional de pan u otra ración de tarta Tatin.

– Le he reconocido nada más verle, monsieur Antoine, y también a mademoiselle Mélanie.

Bernadette, la de los dientes blancos, figura grácil y sonrisa jovial.

– Cuánto me alegro de verla -farfulló él, avergonzado por no haberla reconocido.

– No ha cambiado ni lo más mínimo. ¡Qué familia tan estupenda hacían ustedes! Sus abuelos, su tía, su madre… -dijo hablando a toda velocidad.

– ¿Se acuerda de ellos? -inquirió él con una sonrisa.

– Claro, cómo no, monsieur Antoine. Su abuela nos daba las mejores propinas de la temporada. Y su abuelo también. ¿Cómo iba a olvidar eso una camarera de poca monta? Y su madre era amable y bondadosa. Créame, todos nos llevamos una decepción enorme cuando su familia no volvió a venir.

Antoine la miró. Tenía los mismos centelleantes ojos negros.

– No volvió a venir… -repitió él.

– Bueno, eso… Su familia había venido muchos veranos de forma consecutiva y de pronto ninguno de ustedes regresó. La dueña, la anciana madame Jacquot, se llevó un chasco mayúsculo. Se preguntaba si sus abuelos estarían descontentos con el hotel, si había algo que les hubiera disgustado. Esperamos un año tras otro, pero la familia Rey jamás volvió; hasta el día de hoy, que han venido ustedes.

Antoine tragó saliva.

– Nuestro último verano aquí creo que fue… en 1973.

Su interlocutora asintió; se inclinó hacia delante y, tras un momento de vacilación, sacó de un gran cajón un viejo libro de tapas negras. Lo abrió y pasó un par de páginas amarillentas. Su dedo se detuvo sobre un nombre escrito a lápiz.

– Sí, exacto, en 1973. Ése fue el último verano.

– Vaya, bueno… -dudó-. Nuestra madre murió al año siguiente. Por eso no regresamos.

Bernadette se puso roja como un tomate. Jadeó y se llevó una mano temblorosa al pecho.

Se hizo un silencio incómodo.

– ¿Murió su madre? No teníamos ni la menor idea, ninguno de nosotros… Cuánto lo siento.

– No se preocupe, no lo sabían… -murmuró Antoine-. Ocurrió hace mucho tiempo…

– No me lo puedo creer -susurró ella-. Una dama tan joven y adorable…

Antoine Rey deseó en silencio que Mel bajara de una vez. No soportaba la idea de tener que someterse al interrogatorio de Bernadette sobre la muerte de su madre. Entornó los ojos, apoyó una mano sobre el mostrador de recepción y se encerró en un silencio obstinado.

Sin embargo, Bernadette no despegó los labios. Permaneció inmóvil con una expresión preocupada y triste mientras empezaba a aminorar la intensidad del rojo de sus mofletes.


Me encanta nuestro secreto. Me encanta la discreción de nuestro amor, pero ¿cuánto tiempo va a durar? ¿Cuánto vamos a permitir que dure? Hace ya un año de esto. Recorro con los dedos tu piel sedosa y me pregunto si en verdad deseo que esto se haga público. Puedo adivinar todo cuanto va a acarrear. Es como el olor a lluvia y a tormenta en ciernes que nos llega en alas del viento. Soy consciente de las implicaciones, de lo que significa para ti y para mí, pero en lo más hondo de mi ser también sé que me duele y que lo necesito. Tú eres mi único amor. Eso me asusta, pero no hay nadie más.

¿Cómo va a terminar esto? ¿Qué va a ser de mis hijos? ¿En qué les afectará a ellos? ¿Cómo vamos a hallar el modo de vivir juntos tú, yo y los pequeños? ¿Dónde? ¿Cuándo? Me aseguras que no te asusta decírselo a todos, pero seguramente comprenderás que a ti te resulta más fácil. Eres independiente, te ganas tu propio dinero y no tienes ningún jefe. No tienes cónyuge ni hijos: eres libre. Pero mírame a mí. Soy un ama de casa de las Cévennes, nada más que un objeto de adorno envuelto en un pequeño vestido negro.

Hace mucho que no he vuelto a mi pueblo natal ni he visto la vieja casa de piedra escondida entre las montañas, pero conservo recuerdos: las cabras balando en el corral, el suelo reseco, el olivar, mi madre tendiendo las sábanas, la visión del monte Aigoual, los melocotones y albaricoques que mi padre solía acariciar con sus manos callosas. Me pregunto qué dirían si estuvieran vivos, no sé siquiera si me comprenderían, lo mismo ellos que mi hermana, para quien me he convertido en una extraña desde que me fui al norte a casarme con un parisino.

Te quiero, te quiero, te quiero.


Mélanie durmió a las mil maravillas y se levantó muy tarde. Antoine advirtió que tenía los ojos hinchados, pero bajó al comedor a desayunar con el rostro resplandeciente y tranquilo tras una noche de descanso y las mejillas sonrosadas por el sol matutino. Decidió no contarle nada de su encuentro con Bernadette. ¿Qué sentido tenía mencionarle esa conversación? No servía de nada. Le haría daño, tal y como se lo había causado a él.

Ella desayunó tranquilamente sin decir nada mientras él leía la prensa local y bebía café recién hecho. El buen tiempo iba a durar, le anunció. Ella sonrió. Antoine volvió a preguntarse si aquel viaje había sido una buena idea. ¿Qué provecho iban a sacar de remover el pasado? Sobre todo si era el pasado de su familia.

– He dormido a pierna suelta -anunció Mel mientras se colocaba la servilleta encima de las piernas-. Hacía mucho que no me pasaba. ¿Qué tal tú?

– He dormido muy bien -mintió. Por alguna razón, no quería decir que había pasado la noche en vela dándole vueltas al último veraneo. Las imágenes del pasado se proyectaban inesperadamente sobre sus párpados cerrados.

Se acercaron una mujer joven y su hijo. Tomaron asiento en una mesa próxima a la suya. El niño lloriqueaba y hablaba con voz aguda, haciendo caso omiso de la regañina de la madre.

– ¿No te alegras de que tus chavales hayan superado esa edad?

Él enarcó las cejas.

– En este momento, percibo a mis hijos como verdaderos extraños.

– ¿Qué quieres decir?

– Viven unas vidas de las que no sé nada. Se pasan el tiempo delante del ordenador, de la tele o enviando SMS con el móvil cuando están conmigo.

– No me lo puedo creer.

– Pues es la verdad. Nos reunimos a la hora de las comidas, y ellos se sientan en silencio. A veces Margaux se lleva el iPod a la mesa. Lucas todavía no ha entrado en esa edad, gracias a Dios, pero está al caer.

– ¿Por qué no hablas con ellos para ponerles freno? ¿Por qué no tienes una conversación con Arno y Margaux?

Antoine, sentado al otro lado de la mesa, miró a su hermana y se preguntó qué podía contestarle. ¿Qué sabía ella de los niños en general y los adolescentes en particular: de sus silencios, sus arrebatos, de toda esa rabia contenida en su interior? ¿Cómo iba a contarle que a veces percibía el desprecio de sus hijos con tanta dureza que le echaba para atrás?

– Debes conseguir que te respeten, Antoine.

¿Respeto? Ah, sí, igual que él había respetado a su padre cuando era un adolescente. Él nunca se había pasado de la raya. Jamás se había rebelado ni contestado a gritos. Nunca había dado un portazo.

– Están pasando por algo saludable y normal -murmuró él-. Es natural comportarse de forma brusca y ser un poco difícil a esa edad. Tiene que suceder así. -Su hermana permaneció en silencio, bebiendo a sorbos una taza de té. El pequeño de la mesa contigua seguía berreando-. Lo difícil es tener que pasar por esto yo solo, sin Astrid. Todo ha sido tan repentino, tan de la noche a la mañana… Son mis hijos, pero en realidad son unos completos desconocidos y no sé nada de su vida, ni adonde van ni en compañía de quién.

– ¿Cómo es posible eso?

– Por Internet y los móviles. Cuando teníamos su edad, nuestros amigos tenían que telefonear a casa y hablar con nuestro padre o con Régine, debían pedirles que nos pusiéramos al teléfono. Eso se acabó. Ahora no tienes ni idea de a quién ve tu hijo y jamás hablas directamente con sus amigos.

– A menos que los traigan a casa.

– Pero no siempre lo hacen.

El niño de la mesa contigua dejó de llorar por fin y se concentró en masticar un cruasán tan grande como el plato.

– ¿Margaux todavía es amiga de Pauline? -preguntó Mel.

– Sí, por supuesto; pero Pauline es la excepción. Las dos llevan en el mismo colegio desde que tenían seis años. Ahora no la reconocerías.

– ¿Por qué?

– Tiene el mismo tipazo que Marilyn Monroe.

– ¿Estás de guasa? ¿Hablamos de la pequeña Pauline, la flacucha, la pecosa con dientes de conejo?

– Esa misma Pauline, la flacucha.

– ¡Dios mío! -exclamó Mel, asombrada. Luego, alargó una mano y palmeó la de su hermano con suavidad-. Lo estás haciendo bien, Antoine. Me enorgullezco de ti. Debe de ser un trabajo infernal criar a dos adolescentes.

Antoine se apresuró a levantarse cuando los ojos se le llenaron de lágrimas. Dedicó una sonrisa a su hermana y preguntó:

– ¿Qué te parece si nos damos un chapuzón por la mañanita?

Comieron después del baño y luego Mélanie subió a su cuarto para terminar la lectura de un manuscrito.

Su hermano optó por descansar a la sombra. Hacía menos calor del previsto, pero lo más probable era que acabara metiéndose en la piscina en algún momento. Se acomodó al amparo de una amplia sombrilla en una hamaca de madera situada en la terraza e intentó leer un par de páginas de una novela que le había prestado Mélanie, obra de uno de sus autores estrella, un joven desenvuelto de poco más de veinte años. Era un gallito de pose chulesca y pelo oxigenado. Su interés por el libro decayó a las pocas páginas.

Las familias iban y venían al borde de la piscina, y verlas era mucho más entretenido que esa lectura. Había una pareja de cuarentones que bien podían haber sido Astrid y él mismo, pensó Antoine. Él tenía buen tipo: brazos musculosos y estómago firme, pero ella tiraba más bien a gorda. Los dos hijos adolescentes eran una réplica exacta de él. La chica tenía una mueca de mala leche continua y sujetaba unos audífonos entre los dedos, rematados por unas uñas pintadas de negro. El chaval era más joven, quizá de la edad de Lucas, según evaluó Antoine; iba absorto jugando con una Nintendo y contestaba con encogimientos de hombros y gruñidos cuando le hablaban sus padres. «Bienvenidos al club», pensó él, pero al menos esa pareja estaba unida, eran un equipo y serían capaces de lidiar entre los dos las tormentas venideras. En cambio él debía afrontar la galerna en solitario.

No fue capaz de recordar la última vez que había mantenido una conversación con Astrid acerca de sus hijos. ¿Cómo se comportaban cuando estaban con ella y con Serge? ¿Era igual de malo? ¿Era peor o tal vez mejor? ¿Cómo capeaba la tormenta? ¿Perdía los nervios alguna vez? ¿Les devolvía los gritos? ¿Y qué ocurría con Serge? ¿Cómo se las apañaba con tres chavales que ni siquiera eran suyos?

Antoine se fijó en otra familia más joven con dos niños pequeños. Los padres tendrían veinte y muchos o treinta y pocos. La madre se sentaba con la pequeña sobre la hierba y la ayudaba a encajar las piezas de un puzle de plástico con mucha paciencia. Aplaudía y arrullaba a la niña cada vez que ésta acertaba. Él también solía hacer eso, pensó, recordando aquella época dorada en la que los niños eran pequeños y encantadores: podías abrazarlos y hacerles cosquillas, jugar al escondite o a los monstruos, correr tras ellos, levantarlos en brazos o hacerlos girar por encima de la cabeza mientras sus gritos y alaridos te resonaban en los oídos. Incluso podías cantar para dormirlos y mirarlos durante horas, maravillado ante la perfección de sus minúsculas facciones.

Observó cómo el padre cogía la botella para darle el biberón a su hijo, cómo ponía cuidadosamente la tetina de goma en la boca del bebé. Antoine se sintió abrumado por la tristeza de lo que había pasado para no volver jamás, la nostalgia de un tiempo precioso donde las cosas entre él y Astrid iban bien, disfrutaba de su trabajo -y él lo hacía bien-, se sentía joven y estaba en paz consigo mismo.

Se acordó de los domingos por la mañana, cuando paseaba con su familia por el mercado de Malakoff. Lucas todavía iba en el cochecito, empujado por Astrid, y los otros dos andaban a su lado con paso despreocupado. Le cogían la mano con las suyas, calientes y húmedas. Los vecinos y tenderos saludaban asintiendo con la cabeza y gesticulando con la mano. Qué orgulloso se había sentido, qué seguro estaba en su propio mundo, como si nada pudiera destruirlo, como si nada fuera a cambiar jamás.

¿Cuándo empezó todo? Él no lo había visto venir, y en caso contrario, si hubiera estado sobre aviso, ¿acaso habría sido más fácil? ¿Tenía algo que ver con el proceso de hacerse mayor? ¿Era eso lo que le tenía reservado el destino?

Se sintió incapaz de soportar por más tiempo el aire de felicidad emanado por aquella familia, pues le recordaba demasiado su pasado; de modo que se levantó, inspiró hondo y se deslizó al interior de la piscina. El agua fría le sentó de maravilla, se zambulló y buceó bajo la superficie un rato, hasta que le dolieron brazos y piernas y ya no le quedó aire en los pulmones. Luego, regresó a su silla y extendió la toalla sobre el césped.

Un sol de justicia cayó inclemente sobre él. Justo lo que necesitaba. Un sofocante olor a rosas flotó a su alrededor hasta embriagarle los sentidos y le hizo recordar con una punzada de dolor que sobre ese mismo césped, junto a los rosales, tenían lugar las meriendas con los abuelos, que tomaban el té allí mismo. Rememoró las esponjosas magdalenas que mojaba en su té Darjeeling con una nube de leche, el olor acre del puro del abuelo, la cadencia sedosa de la abuela al hablar, con su entonación de soprano, las risas roncas y repentinas de su tía. Y también se acordó de su madre, de su sonrisa, de la forma en que se le iluminaban los ojos cada vez que miraba a sus hijos.

Todo eso había desaparecido, se había desvanecido para siempre. Se preguntó qué le traerían los años venideros y si tendría las energías necesarias para quitarse de encima esa abrumadora tristeza que le apretaba con tanta fuerza. No la había percibido con tanta intensidad antes de volver a Noirmoutier. Quizá debía viajar, tomarse un tiempo de descanso e ir a algún sitio, a algún lugar lejano, de donde no volviera en años, un país como China o la India; pero le echaba hacia atrás la idea de hacerlo solo. Siempre podía pedírselo a alguno de sus mejores amigos, Hélène, Emmanuel o Didier, pero sabía que era un sinsentido. ¿Quién iba a tomarse libres un par de semanas o un mes para viajar a su edad? Hélène era madre de tres niños que requerían toda su atención. Emmanuel se dedicaba a la publicidad y tenía el peor horario de todos. Didier era arquitecto, como él, pero parecía estar trabajando siempre. Ninguno de los tres estaba en condiciones de dejarlo todo y marcharse a Asia en un abrir y cerrar de ojos.

El cumpleaños de Mélanie era al día siguiente. Había reservado mesa en uno de los mejores restaurantes de Noirmoutier: L'Hostellerie du Château. Era uno de esos sitios donde no había estado nunca, ni siquiera en los buenos tiempos de Blanche y Robert.

Estaba tendido sobre la espalda y se dio la vuelta para tumbarse sobre el vientre. Entretanto, pensaba en la semana próxima. La gente regresaría a la capital después de las vacaciones, ya podía ver en la ciudad legiones de parisinos con los rostros bronceados. Debía afrontar un volumen de trabajo abrumador y encontrar un nuevo ayudante. Los chicos empezarían a ir al colegio otra vez. Poco a poco, agosto se deslizaba para convertirse en septiembre. ¡Cómo demonios iba a arreglárselas para soportar otro invierno por sus propios medios!


Hubo una tormenta terrible la noche en que cumplió años la pequeña y me asusté, como siempre, pero tú viniste a mí en la oscuridad mientras todos se acurrucaban en el comedor alumbrado con velas. El suministro de corriente eléctrica se había cortado, pero no la necesitábamos. Los dedos de tus manos eran como haces de luz para mí, refulgían a mis ojos, parecían casi blancos de pura pasión. Me tomaste y me llevaste a otro lugar en el que nunca había estado antes, donde nadie antes me había llevado, ¿lo oyes?, nadie.

Regresé junto a ellos cuando volvió la luz y trajeron el pastel. Volvía mi papel de madre y esposa perfecta, pero aún relucía bajo los efectos de tu deseo y me abrigaba ese fuego. Ella volvió a mirarme como si sospechara algo, como si lo supiera, pero, escucha, ya no los temo, ya no les tengo miedo. Pronto deberé irme, lo sé, deberé volver a París para retomar mi vida de todos los días, el piso en la avenida Kléber y su atmósfera de vida tranquila, con la seguridad que dan el dinero, los niños…

Te hablo demasiado de los niños, ¿verdad? Pero ellos son mi pequeño tesoro. Lo valen todo para mí. ¿Conoces la expresión «las niñas de los ojos»? Bueno, pues eso es lo que son para mí esos angelitos. Para mí vivir es estar contigo, y eso es lo que más deseo en el mundo, amor mío, pero vivir de verdad sería hacerlo en tu compañía y en la de mis hijos. Estar juntos nosotros cuatro, como una pequeña familia, pero ¿es eso posible? ¿Lo es?

Mi marido no va a venir este fin de semana, y eso quiere decir que otra vez puedes venir a mi habitación de madrugada. Te estaré esperando. Me estremezco sólo de pensar qué vas a hacerme y cómo te tomaré yo.


Mel estaba despampanante esa noche. Llevaba el pelo recogido hacia atrás y sujeto por un moño. Un sencillo vestido negro realzaba su figura esbelta. Tuvo la impresión de que era su madre quien le miraba a través de los ojos de Mélanie, pero no dijo nada. Ése era un recuerdo propio e intransferible.

Estaba muy satisfecho de haber elegido ese restaurante, situado a un tiro de piedra del castillo de Noirmoutier. Visto desde fuera ofrecía una apariencia engañosamente sencilla, con su porche estrecho y sus contraventanas de olivo. El salón principal tenía un techo alto terminado en punta, unas paredes pintadas de color crema, mesas de madera y una enorme chimenea, pero él había reservado una mesa en el exterior, en una pequeña terraza cubierta por un toldo más privada, donde disponían de una mesa debajo de una fragante higuera recostada sobre un muro cuyas piedras se estaban desmenuzando.

Antoine se percató de que allí no imperaba la habitual algarabía de las familias. No había ni niños lloriqueantes ni adolescentes temperamentales. Era el lugar idóneo para celebrar el cuadragésimo aniversario de Mélanie. Pidió dos copas largas de champán rosé, el favorito de su hermana, y ambos estudiaron en silencio el menú. Foie gras poêle au vinaigre de framboises et au melon. Huîtres chaudes au caviar d'Aquitaine et à la crème de poireaux. Homard bleu a l'Armagnac. Turbot de pleine mer sur galette de pommes de terre ailées.

– Esto es una verdadera maravilla, Tordo -observó ella mientras entrechocaban los vasos para brindar-. Gracias.

Él esbozó una sonrisa. Eso era exactamente lo que tenía en mente cuando había planeado el viaje hacía un par de meses.

– ¿Cómo te sientes ahora que te han caído los cuarenta?

Ella hizo una mueca de asco.

– Fatal. Lo odio.

Vació la copa de un trago.

– Estás guapísima para tener esa edad, Mel.

La piropeada se encogió de hombros y contestó:

– No me siento menos sola por eso, Tonio.

– Tal vez este año…

Mel le miró con desdén.

– Oh, sí, tal vez este año, tal vez este año encuentre un buen tío. Eso mismo me digo todos los años. Como todos sabemos, el problema es que los hombres de mi edad no buscan cuarentonas. O están divorciados y quieren una esposa más joven o están solteros, y ésos son aún más recelosos y huyen de las mujeres de su edad.

Él sonrió.

– Bueno, yo no estoy interesado en mujeres más jóvenes. Ya he tenido bastante de eso. Sólo quieren frecuentar night clubs, ir de compras o casarse.

– Ajajá -asintió ella-, casarse. Llegamos al meollo del problema. ¿Puedes explicarme por qué nadie quiere casarse conmigo? ¿Voy a terminar como Solange, siendo una vieja gorda y mandona?

Los ojos verdes de Mélanie se llenaron de lágrimas. Su hermano no podía soportar que su tristeza echara a perder una velada tan agradable, de modo que dejó el cigarrillo y la aferró por la muñeca, con amabilidad pero con firmeza. En ese momento apareció el camarero y Antoine esperó a que se marchara antes de hablar.

– No has encontrado el tipo adecuado, Mel. Olivier fue una equivocación y duró demasiado. Siempre esperaste que te hiciera una propuesta, pero nunca la hizo, y me alegro de que fuera así, pues él no te convenía, y tú lo sabes.

Ella se enjugó las lágrimas despacio y le sonrió.

– Bien que lo sé. Se llevó seis años de mi vida y dejó detrás de sí un buen lío. A veces me pregunto si estoy jugando en el terreno adecuado para conocer hombres. La mayoría de los escritores y periodistas son gays, complicados o neuróticos. Estoy harta de liarme con hombres casados, como mi vejete salido. Quizá debería ir a trabajar contigo. Tú ves hombres todo el día, ¿no?

El interpelado se echó a reír con ironía. Oh, sí, veía hombres a lo largo de todo el día, y en realidad a pocas mujeres. Veía a hombres como Rabagny, cuya falta de encanto rozaba lo delictivo, o como los hoscos capataces con los que debía lidiar de continuo y con quienes tenía menos paciencia que con sus propios hijos, hombres como los fontaneros, carpinteros, pintores, electricistas. Los conocía desde hacía años y había aprendido a soportar sus chistes verdes.

– No te gustaría esa clase de hombres -observó él, y se tragó una ostra.

– ¿Cómo lo sabes? Ponme a prueba. Llévame a una de tus obras.

– Vale, de acuerdo. -Esbozó una gran sonrisa-. Te presentaré a Régis Rabagny, pero luego no me digas que no te previne.

– ¿Y quién diablos es Régis Rabagny?

– Un joven y ambicioso empresario que está siendo mi cruz. Es familia del intendente municipal del distrito 12°. Se considera un regalo del cielo para los padres parisinos por haber inventado un novedoso modelo de guarderías infantiles bilingües. Las construcciones son espectaculares, pero las está pasando canutas para que las acepte la concejalía de seguridad urbana. No hay modo de hacerle entender que debemos ceñirnos a las reglas y no asumir riesgos cuando están involucrados los niños. Da igual cómo se lo diga, no me escucha. Él piensa que no entiendo su «arte», sus «creaciones».

Confiaba en hacer reír a su hermana con un par de ejemplos graciosos sobre las rabietas de Rabagny, pero se dio cuenta de que ella no le escuchaba: miraba algo más allá de su espalda.

Una pareja acababa de entrar en la terraza y en ese momento la guiaban hasta una mesa no muy lejos de la suya. Eran un hombre y una mujer de cincuenta y tantos, los dos altos y muy elegantes. Ambos estaban morenos y tenían el pelo plateado, aunque el de ella era más bien tirando a blanco mientras que el de él era oscuro salpicado de canas. Eran tan apuestos que su aparición provocó un silencio en la terraza y todos los comensales se volvieron para observar a la pareja. Ajenos a la atención suscitada, tomaron asiento y pidieron champán. Una camarera se lo sirvió enseguida. Antoine y Mélanie los miraron mientras se sonreían el uno al otro, hacían un brindis y se cogían de la mano.

– ¡Toma ya! -exclamó Mel en voz baja.

– Belleza y armonía.

– Amor de verdad.

– Así que existe.

Mélanie se inclinó hacia delante.

– Quizá sean unos impostores, un par de actores representando una comedia.

– ¿Para ponernos los dientes largos a los demás?

El rostro de Mélanie se iluminó.

– No, para infundirnos esperanza y hacernos creer que es posible.

En ese momento, sintió una corriente de compasión hacia su hermana, allí sentada con su vestido negro, con una copa de champán y la adorable línea de los brazos y los hombros perfilada contra la higuera de detrás. «Tiene que haber un hombre bueno e inteligente capaz de enamorarse de una mujer como Mélanie -meditó Antoine-. No tiene por qué ser perfecto como el de la mesa de al lado ni ser la mitad de bien parecido, pero sí fuerte, sincero y capaz de hacerla feliz». Se preguntó dónde podría estar ese hombre en ese momento. Tal vez a miles de kilómetros o puede que a la vuelta de la esquina. No soportaba la idea de que Mélanie envejeciera sola.

– ¿En qué piensas? -le preguntó ella.

– Quiero que seas feliz -contestó su hermano.

Ella frunció los labios.

– Yo te deseo lo mismo.

Permanecieron en silencio durante un rato comiendo concentrados en sus platos y procurando mirar lo menos posible a la pareja perfecta.

– Debes superar lo de Astrid.

Él suspiró.

– No sé cómo hacerlo, Mel.

– Quiero que lo consigas; lo deseo mucho.

– También yo.

– A veces la odio por lo que te hizo -murmuró Mel.

Antoine se estremeció.

– No, no la odies.

Mélanie le cogió el mechero y jugueteó con él antes de hablar de nuevo:

– No puedo. Nadie puede odiarla. No es posible odiar a Astrid.

¡Cuánta razón tenía! Era imposible odiarla. Astrid era como el sol. Su sonrisa, sus carcajadas, sus andares desenfadados, esa voz cantarina tan llena de luz y actividad. Ella abrazaba, besaba, cantaba con voz suave, te cogía de la mano y la estrechaba con fuerza, siempre estaba dispuesta para los amigos y para su familia. Podías llamarla en cualquier momento, pues ella iba a escucharte, asentir, aconsejarte e intentar ayudarte. Ella jamás perdía los nervios, y si lo hacía, era por tu propio bien.

Entonces trajeron el pastel con las velas brillando en la oscuridad. Todos prorrumpieron en aplausos y el hombre y la mujer de la apuesta pareja alzaron sus copas de champán hacia Mélanie, al igual que el resto de los comensales. Antoine sonrió y también aplaudió.

Pero la antigua pena seguía ahí, oculta tras su sonrisa. Quemaba tanto y con tanta precisión que casi comenzó a jadear. Debía dejar irse a Astrid. Él ni siquiera se había dado cuenta de cómo se iba alejando poco a poco. No lo había visto venir y ya no hubo remedio cuando todo salió a la luz.

Mientras estaban tomando un café y un té de hierbas, el chef salió a saludar a los invitados mesa por mesa para asegurarse de que habían disfrutado de la cena. Cuando se volvió hacia ellos y vio a Mélanie con el vestido negro, profirió un grito que los sobresaltó.

– ¡Madame Rey!

El rostro de Mélanie se puso colorado de inmediato, y el de Antoine también. Aquel sesentón creía que era Clarisse, eso era evidente.

Tomó la mano de Mélanie y la besó, extasiado.

– Ha llovido mucho desde la última vez, madame Rey. Más de treinta años, diría yo, pero nunca la he olvidado, nunca. Solía venir a cenar aquí con sus amigos del hotel Saint-Pierre. Parece que fue ayer… En aquellos días, yo acababa de abrir el negocio…

Se produjo un silencio tenso. Los ojos del chef iban de Mélanie a Antoine. Entonces empezó a comprender poco a poco y le soltó la mano con amabilidad.

Mel permaneció en silencio mientras una sonrisa levemente avergonzada le curvaba los labios.

– ¡Mon Dieu, soy un viejo bobo! Usted no puede ser madame Rey, es mucho más joven…

Antoine carraspeó para aclararse la garganta.

– Aun así, mademoiselle, usted se parece mucho a ella. Sólo puede ser…

– Su hija -contestó finalmente Mélanie con calma mientras se echaba hacia atrás un mechón del pelo que se le había escapado del moño.

– Su hija, por supuesto, y usted debe de ser…

– Su hijo -respondió Antoine con dificultad, pues estaba deseando que se marchara ese hombre. Probablemente no estaría al corriente de la muerte de su madre y él quería evitar a toda costa tener que dar explicaciones. Esperaba que tampoco Mel comentara nada, y así fue: su hermana no despegó los labios y el chef reanudó la ronda entre sus clientes.

Antoine se centró en la cuenta, dejó una suculenta propina y luego él y su hermana se levantaron con intención de marcharse. El chef insistió en estrecharles la mano.

– Presenten mis respetos a madame Rey, por favor. Díganle cuánto me ha complacido conocer a sus hijos y que me dará la mayor de las alegrías si viene a verme alguna vez.

Ambos asintieron con la cabeza, murmuraron un agradecimiento apresurado y pusieron pies en polvorosa.

– ¿Tanto me parezco a ella? -preguntó Mélanie con un hilo de voz.

– Bueno, sí, lo cierto es que sí.


Acabas de salir de tu habitación y aprovecho la ocasión para deslizar esta nota por debajo de la puerta en vez de dejarla en nuestro escondrijo de costumbre. Rezo para que la recojas antes de coger tu tren de regreso a París. He dormido con tus rosas y era como hacerlo contigo. Son suaves y preciosas, al igual que tu piel, como los recovecos secretos de tu cuerpo, adonde adoro ir, esos lugares que ahora son míos porque deseo grabarme sobre ellos a fin de que nunca puedas olvidarme, de que jamás olvides nuestro tiempo aquí, de que recuerdes siempre cómo nos conocimos aquí el año pasado: esa primera mirada, esa primera sonrisa, las primeras palabras, el primer beso. Tengo la convicción de que sonríes mientras lees esto, pero no me preocupa, ya no me preocupa nada en absoluto porque sé lo fuerte que es nuestro amor. A veces piensas que soy demasiado joven y que reboso ingenuidad. Pronto encontraremos una forma de enfrentarnos al mundo. Muy pronto.

Destruye esto.


Los dos hermanos se sentaron hombro con hombro a contemplar cómo se deslizaban las aguas del mar hasta cubrir el Gois. Mélanie mantuvo el semblante tristón y habló muy poco mientras el viento le agitaba los cabellos oscuros. No había dormido bien, se justificó cuando bajó a desayunar, y lo cierto era que esa mañana sus ojos eran dos minúsculas rendijas que le daban un aspecto casi oriental.

Antoine no se había preocupado en un primer momento, pero su hermana se encerró en un silencio cada vez mayor conforme fue transcurriendo la mañana, así que le preguntó con tacto si algo iba mal. Mel soslayó la pregunta con un simple encogimiento de hombros. Antoine se percató de que había apagado el teléfono, algo que hacía en muy pocas ocasiones; más bien al contrario, por lo general no quitaba los ojos de la pantalla por si recibía algún mensaje o la avisaba de alguna llamada perdida. Se preguntó si esa actitud no guardaría alguna relación con Olivier. Quizá la había telefoneado por su cumpleaños o le había dejado algún mensaje y eso había reabierto la antigua herida. «Bastardo asqueroso», le maldijo. O justo lo contrario, tal vez su antiguo amante había olvidado felicitarla.

Las aguas devoraron con avidez el pavimento del paso. Él contempló la escena con la misma fascinación que había sentido de joven. Fin del camino. Se acabó. Ya no había más paso. Sintió que le atravesaba una punzada de dolor, como si un momento especial se hubiera perdido para siempre y no pudiera volver a suceder jamás. Quizá prefería observar cómo emergía firme y gris el paso del Gois, presenciar cómo una larga línea dividía en dos las aguas, en vez de verlo desaparecer bajo las olas. Esto último equivalía a ser testigo de un ahogamiento. Deseó haber elegido otro momento para descender hasta allí. El lugar tenía un aspecto un tanto siniestro ese día y el extraño estado de ánimo de Mélanie no contribuía en nada a aliviarlo.

Ésa era la última mañana que iban a pasar en la isla. ¿Por eso permanecía en silencio, ajena a cuanto acaecía a su alrededor, a las gaviotas que sobrevolaban en círculos por encima de sus cabezas, al ulular del viento en los oídos y a la marcha de los espectadores tras la desaparición del Gois?

Mel flexionó las piernas, apoyó el mentón sobre las rodillas y, tras rodearse los muslos con los brazos, apretó con fuerza. Sus ojos verdes parecían aturdidos. Antoine se preguntó si no sufriría una migraña como las de su madre, una de esas jaquecas fuertes y terribles que la dejaban literalmente inmovilizada. Luego pensó en el largo viaje que les esperaba hasta París y en los inevitables atascos de la entrada, en su apartamento vacío, en el apartamento vacío de Mélanie. Tal vez ella estaba pensando en lo mismo: en el regreso a un lugar silencioso y solitario donde nadie te esperaba, donde nadie te recibía al entrar agotado tras horas de conducción detrás del volante, donde nadie te abrazaba. Ella tenía al viejo verde, por supuesto, pero lo más probable era que hubiera pasado con su esposa ese largo fin de semana, porque casi toda Francia estaba de puente. Tal vez estuviera pensando en el día siguiente, en el lunes, en la vuelta a la oficina en Saint-Germain-des-Prés, donde tendría que lidiar con esos autores neuróticos y egotistas de los que le había hablado y con un jefe impaciente y exigente. Y él con una ayudante deprimida.

Astrid tenía que tratar con el mismo tipo de personas en otra editorial de la competencia. Antoine jamás se había sentido parte del mundo de las letras. Nunca había disfrutado con el relumbre de las fiestas literarias, donde corría el champán y los escritores se entremezclaban con periodistas, editores ejecutivos, publicistas. Solía observar a Astrid revolotear entre el gentío con su precioso vestido de cóctel y sus zapatos de tacón; iba de un grupo a otro con una sonrisa en los labios y un agradable gesto de asentimiento para todos. Entretanto, él permanecía cerca de la barra, encendiendo un cigarro con otro y sintiéndose fuera de lugar, desplazado. Dejó de asistir a esas galas al cabo de un tiempo. Ahora se daba cuenta de que tal vez había sido una mala idea. Quizá esa distancia con respecto a la vida profesional de su esposa había sido el primer error. ¡Qué ciego había estado! ¡Qué estúpido había sido!

Al día siguiente, lunes, acudiría a su pequeña oficina en la avenida Du Maine. La compartía con una silenciosa dermatóloga de rostro pálido cuyo único placer en esta vida parecía consistir en quemarles las verrugas de los pies a los pacientes.

Y en la oficina estaba Florence, su ayudante, una mujer mofletuda de ojos redondos y brillantes como canicas, pantorrillas lamentables y dedos gruesos como morcillas; además padecía seborrea y en la frente le relucía la grasa exudada bajo su cabello castaño. No hacía una a derechas, aunque estaba convencida de que no era así, de que la culpa era de él por no explicarle las cosas como era debido. Además tenía un carácter extremadamente susceptible, como una sufragista de vieja escuela, y solía montarle escenitas de aúpa que indefectiblemente terminaban con ella llorando sobre el teclado del ordenador.

El día siguiente y las imágenes de un futuro deprimente iluminaron su mente como las luces de un atasco de tráfico en una autovía interminable, una réplica del año anterior, un rosario de soledad, pena y aborrecimiento hacia sí mismo.

Meditó sobre si había sido una buena idea regresar a Noirmoutier mientras observaba con disimulo el rostro demacrado de su hermana. Habían tenido que enfrentarse a los recuerdos de mucho tiempo atrás, rememorar los ojos, la voz y la risa de su madre, incluso la forma en que correteaba por la arena de esa misma playa. Tal vez hubiera sido más conveniente haber ido a Deauville, Saint-Tropez, Barcelona o Ámsterdam. A cualquier lugar donde ninguno de esos recuerdos pudiera perturbarlos.

Le pasó el brazo por los hombros y la zarandeó con cierta torpeza. Era una forma de decir: «Eh, alegra esa cara, no lo estropees todo». Pero ella no le devolvió la sonrisa; en lugar de eso volvió hacia él la cabeza y le miró de forma inquisitiva, como si intentara descifrar algo en el fondo de sus ojos. Separó los labios como si fuera a hablar, pero luego los cerró otra vez, sacudió la cabeza con una mueca y suspiró.

– ¿Qué pasa, Mel?

Su hermana esbozó una sonrisa que no le gustó ni un pelo. Era un gesto forzado y poco agradable, un simple fruncimiento de labios que la hacía parecer mayor y más triste.

– Nada -murmuró una voz apagada por el viento-. Nada de nada.

Mélanie continuó en silencio a lo largo de toda la mañana. Pareció entonarse un poco algo más tarde, cuando llevaron los equipajes al coche y se pusieron en camino con él al volante. Porque realizó unas cuantas llamadas telefónicas e incluso tarareó al ritmo de una antigua canción de los Bee Gees. Antoine sintió una oleada de alivio. Entonces estaba bien, o iba a estar bien. Sólo había sido una jaqueca, un momento delicado ya superado.


Hicieron un alto en el camino para tomar un tentempié y un café poco después de pasar Nantes. Mel aseguró que se sentía lo bastante bien como para ponerse al volante. Era una buena conductora, siempre lo había sido, así que su hermano le cambió el sitio y contempló cómo deslizaba hacia delante el asiento del piloto, se abrochaba el cinturón y bajaba un poco el espejo retrovisor, a fin de ajustado a su nivel. Tenía piernas finas y brazos delgados. Era pequeña y delicada, y también frágil. Él siempre se había mostrado protector hacia ella, incluso antes de la muerte de su madre.

Durante los años de confusión que siguieron a la muerte de Clarisse, su hermana tenía miedo a la oscuridad y dejaba encendida una luz por las noches mientras dormía, como Bonnie, la hija pequeña de Escarlata O'Hara. Ninguna de las muchas canguros que se sucedieron, ni siquiera las más encantadoras, supo consolarla cuando ella tenía una pesadilla, y sólo Antoine lo conseguía, acunándola mientras le cantaba en voz baja las mismas nanas que solía entonar Clarisse para dormirla. Su padre casi ni se acercaba a ella. No parecía estar al tanto de los malos sueños de su hija, a pesar de que la lamparilla seguía encendida y ella llamaba a gritos a su madre una noche tras otra.

Antoine recordaba que Mélanie no comprendía la muerte de Clarisse. «¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mamá?», preguntaba una y otra vez. Y nadie le contestaba, ni siquiera Robert y Blanche, ni su padre, ni Solange, ni el largo rosario de amigas de la familia que acudían al piso de la avenida Kléber tras la muerte de su madre, esas visitas que les manchaban las mejillas de carmín y les alborotaban el pelo. Nadie sabía responder a esa niña asustada y desesperada. A los diez años, él sabía de forma intuitiva qué era la muerte, y comprendía la consecuencia última de la misma: su madre nunca iba a regresar.

Observó las delicadas manos de su hermana sobre el volante. Llevaba un solitario anillo en la mano derecha, una sencilla alianza de oro bastante ancha que había pertenecido a su madre.

El tráfico fue en aumento en cuanto empezaron a cruzar Angers según se iban acercando más y más a París. Probablemente terminarían metidos en un colosal atasco, pensó él, mientras se moría de ganas por fumarse un pitillo.

Mel habló al cabo de un largo silencio:

– Hay algo que debo decirte, Tonio.

El tono de voz era tan tenso que su hermano se volvió para mirarla de inmediato. Ella tenía la vista puesta en la carretera, pero apretaba los dientes con determinación y no despegó los labios.

– Puedes decirlo -respondió él con tono suave-. No te preocupes.

Apretaba el volante con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. Al ver eso, a Antoine se le aceleró el corazón.

– Le llevo dando vueltas todo el día -empezó Mel, hablando de forma apresurada-. La noche pasada, en el hotel, me acordé de algo sobre…

Sucedió tan deprisa que Antoine apenas tuvo tiempo de contener el aliento. Primero, le miró de refilón con unos ojos turbados e inquietos; luego, volvió también el rostro hacia él. El coche pareció girar al mismo tiempo, dio la sensación de escorarse hacia la derecha y de pronto las manos de Mel perdieron el control del volante. A continuación, se escuchó el chillido agudo de las llantas y el fuerte pitido de un claxon detrás de ellos, y tuvo una extraña sensación de vértigo cuando Mel se le echó encima, profiriendo un grito cuyo volumen se intensificó en cuanto el coche dio un bandazo hacia un lateral; después dejó de oír el alarido, sofocado por la ráfaga de aire provocada por la apertura del airbag blanco, contra el cual Antoine se golpeó de lleno, haciéndose daño.

El chillido de Mélanie pasó a ser un gemido estrangulado que se perdió entre el estruendo de los cristales haciéndose añicos y el metal al abollarse. Por último, el arquitecto sólo escuchó los latidos amortiguados de su propio corazón.


«Hay algo que debo decirte, Tonio. Le llevo dando vueltas todo el día. La noche pasada, en el hotel, me acordé de algo sobre…».

La cirujana esperó a ver si yo continuaba hablando por iniciativa propia antes de formularme otra vez la pregunta:

– ¿Qué le estaba diciendo?

¿Cómo iba a repetir las palabras balbuceadas con voz entrecortada por Mélanie mientras el coche se salía de la carretera? No deseaba sacar a colación ese tema con la doctora. No quería comentar las palabras de Mel con nadie, aún no. La migraña y el picor de los ojos enrojecidos e irritados a causa de las lágrimas seguían sin remitir.

– ¿Puedo verla? -le pedí a la doctora Besson por fin, rompiendo el silencio existente entre nosotros-. No soporto estar aquí sentado y no verla.

Ella sacudió la cabeza con determinación.

– Podrá visitarla mañana.

La miré sin entender nada.

– ¿No podemos irnos ya?

La doctora me devolvió la mirada.

– Su hermana ha estado a punto de morir.

Sentí un vahído al tiempo que tragaba saliva.

– ¿Qué?

– Hemos tenido que operarla. Había un problema con el bazo y además se ha roto un par de vértebras en la parte superior de la espalda.

– ¿Y eso qué significa? -logré farfullar.

– Va a quedarse aquí algún tiempo, y cuando esté en condiciones de desplazarse la llevarán a París en una ambulancia.

– ¿De cuánto tiempo estamos hablando?

– Podrían ser unos quince días.

– Pero… pensaba que había dicho que estaba bien.

– Y ahora lo está, pero va a necesitar unas semanas para superar esto. Y usted, monsieur, ha tenido mucha suerte de salir ileso. Debo examinarle ahora. ¿Tiene la bondad de acompañarme?

La seguí hasta un consultorio contiguo sumido en una especie de trance. Reinaba tal silencio en el hospital que parecía hallarse vacío y tuve la impresión de que la doctora Besson y yo éramos los únicos seres vivos del edificio. Me pidió que tomase asiento y me subiera la manga de la camisa a fin de poderme tomar el pulso. Mientras ella proseguía con el chequeo, yo rememoraba cómo había logrado salir del vehículo, que yacía recostado sobre un lateral, igual que un animal herido. Mélanie permanecía agazapada en la esquina izquierda del vehículo. No logré verle la cara, oculta por el airbag. Recordé haberla llamado a grito pelado, haber pronunciado su nombre con todas las fuerzas de mis pulmones.

Al cabo de un rato, Besson me informó de que tenía la tensión un poco alta, pero por lo demás estaba bien.

– Puede pasar la noche aquí. Tenemos habitaciones para los familiares. Enseguida vendrá la enfermera.

Le di las gracias y me dirigí a la entrada del hospital. Debía llamar a nuestro padre, lo sabía. Debía contarle lo sucedido. No era posible posponerlo por más tiempo. Salí a dar una vuelta alrededor del edificio y aproveché para fumar un cigarrillo. Era cerca de medianoche y el pueblo parecía dormido. Enfrente de mí había un parking prácticamente vacío, a excepción de otro par de fumadores, y sobre mi cabeza se extendía un firmamento azul oscuro tachonado de estrellas parpadeantes. Me senté en un banco de madera, donde terminé el pitillo, y lancé lejos la colilla. Probé suerte con el teléfono de casa, en la avenida Kléber, pero saltaba el contestador automático con la quejumbrosa voz nasal de Régine. Colgué y probé suerte en el móvil.

– ¿ Qué pasa? -espetó antes de darme ocasión de pronunciar ni una palabra.

Disfruté de aquel instante momentáneo de supremacía; era un poder nimio, sí, pero, después de todo, podía ejercer algún poder sobre nuestro anticuado, dominante y tiránico progenitor, un padre que aún conseguía que me sintiera como si tuviera doce años y fuera un desastre total en muchas cosas. Un padre que desaprobaba mi trabajo de arquitecto porque lo consideraba aburrido y mediocre, el divorcio reciente, mi tabaquismo, la forma en que educaba a mis hijos. Tampoco aceptaba mi corte de pelo porque, en su opinión, siempre me dejaba los cabellos demasiado largos, mi costumbre de seguir llevando vaqueros en vez de ponerme traje y no usar nunca corbata, mi coche extranjero en vez de uno francés, mi nuevo (y triste) apartamento de la calle Froidevaux con vistas al cementerio de Montparnasse. Todas estas minucias me proporcionaban un placer parecido al de una paja en la ducha.

– Hemos tenido un accidente. Mélanie está en el hospital. Se ha roto algo en la espalda y han tenido que operarla del bazo.

Saboreé la velocidad con que tragó una bocanada de aire.

– ¿Dónde estáis? -preguntó al cabo de un rato con voz entrecortada.

– En el hospital de Le Loroux-Bottereau.

– ¿Y dónde rayos está eso?

– A veinte kilómetros de Nantes.

– ¿Qué hacíais allí Mélanie y tú?

– Hacíamos un viajecito por su cumpleaños.

Se hizo una pausa al otro lado de la línea.

– ¿Quién conducía?

– Ella.

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. El coche se salió de la calzada.

– Estaré ahí por la mañana y me haré cargo de todo. No te preocupes. Adiós.

Se despidió y colgó. Gemí para mis adentros. Al día siguiente vendría para mangonear a cuantas enfermeras tuviera cerca. Impondría respeto y miraría por encima del hombro a la doctora. Nuestro padre ya no era alto, pero todavía se imponía como si lo fuera. Cuando entraba en una habitación, los rostros de todos los presentes se volvían hacia él como los girasoles hacia el sol. Fue agraciado de joven, pero eso era cosa del pasado: tenía entradas profundas en el pelo, nariz grande y centelleantes ojos oscuros.

Solían decirme que me parecía a él por tener la misma altura y los mismos ojos de color castaño oscuro, pero yo no era nada autoritario.

Se había puesto más fondón, lo noté la última vez que le vi, haría cosa de seis meses. Nuestros caminos ya no se cruzaban con frecuencia y desde que los niños eran lo bastante mayores para visitar al abuelo sin mí le veía todavía menos.

Nuestra madre murió de un aneurisma en 1974. Desde entonces, Mélanie y yo debíamos referirnos a ella por su nombre: Clarisse. Parecía demasiado duro decir «madre». François -sí, así se llamaba nuestro padre, François Rey, ¿a que resonaba con grandeza y autoridad?- tenía sólo treinta y siete años cuando murió su esposa, era seis años más joven que yo ahora. No lograba recordar dónde ni cuándo conoció a esa rubia ambiciosa de labios finos, Régine, una interiorista; pero no había olvidado ningún detalle de la pomposa boda celebrada el mes de mayo de 1977 en el apartamento de Robert y Blanche, el de las vistas al Bois de Boulogne, ni la consternación que nos produjo a mí y a mi hermana.

Nuestro padre no parecía amar nada en absoluto a Régine, no tenía gestos de cariño hacia ella, ni siquiera la miraba, razón por la cual nos preguntábamos por qué se había casado con ella. ¿Se sentía solo? ¿Necesitaba una mujer que cuidase de la casa tras la muerte de su esposa? Nos sentimos traicionados. Ahí estaba Régine, con los treinta más que cumplidos, sonriendo como una tonta y llevando un vestido beis Courrèges que no le favorecía nada por detrás. Oh, sí, había capturado una buena presa. François no era un viudo, era un viudo forrado, uno de los más brillantes abogados de París y heredero de una familia respetada. Se casaban el vástago de un renombrado linaje de abogados y la rica hija de un pediatra reputado, nieta de un terrateniente de posibles, la crème de la crème de la exigente y conservadora burguesía parisina de la orilla derecha de la Passy. La pareja se fue a vivir a un soberbio piso en la burguesa avenida Kléber. Sólo había una pega: dos niños, de trece y diez años, todavía traumatizados por la muerte de su madre, pero ella nos puso firmes y se encargó de hacerlo todo a su medida. Redecoró el piso y transformó sus espléndidas proporciones haussmanianas en modernos espacios rectangulares despejados, echó abajo las chimeneas y el estuco, se deshizo de los crujientes suelos de madera y convirtió todo aquello en un decorado color castaño y ceniza que parecía la puerta de embarque de un aeropuerto. Todos los amigos lo consideraron el cambio de imagen más audaz e inteligente que jamás habían visto. Nosotros lo odiábamos.

Régine nos crió en la más estricta y severa tradición burguesa francesa. Bonjour madame. Au revoir, monsieur. Modales impecables, notazas en el colegio, misa todos los domingos por la mañana en Saint-Pierre de Chaillot, las emociones bien sujetas, porque «a los niños se les ve pero no se les oye», y nunca se hablaba de política, sexo, religión, dinero ni amor. El nombre de nuestra madre tampoco podía pronunciarse. Pronto aprendimos que convenía no mencionarla, ni a ella ni su fallecimiento ni cualquier otra cosa concerniente a nuestra madre, fuera cual fuera.

Nuestra hermanastra Joséphine nació en 1982 y se convirtió en la favorita de nuestro padre. Se llevaba quince años con Mélanie y dieciocho conmigo, que, por aquel entonces, compartía con un par de amigos un cuchitril en la más proletaria y bohemia orilla izquierda y estudiaba Ciencias Políticas en la facultad de la calle Saint-Guillaume.

Yo ya me había ido de casa por aquel entonces, si es que alguna vez pudo llamarse hogar al piso de la avenida Kléber tras la muerte de Clarisse.


A la mañana siguiente me desperté completamente agarrotado. Jamás había dormido sobre una superficie tan incómoda como el lecho desnivelado de aquella cama de hospital, si es que mi sueño desasosegado merecía ser considerado como dormir. El estado de mi hermana monopolizaba toda mi mente. ¿Se encontraría bien? ¿Saldría adelante? Recorrí la habitación con la mirada y detuve el examen en mi maleta y el portátil, guardado dentro de la funda. Habían salido indemnes del accidente. No habían recibido ni el más minúsculo rasguño. Había encendido el ordenador antes de irme a dormir la noche anterior e iba suave como la seda. ¿Cómo era posible? Había visto en qué estado había quedado el vehículo, siniestro total, y sabía en qué estado había quedado el interior de la cabina, y aun así, a pesar de haber sido reducido a chatarra sin otro posible destino que el desguace, mi maleta, mi portátil y yo mismo estábamos bien.

Esa mañana acudió otra enfermera, más rellenita y con hoyuelos en la cara.

– Ya puede ver a su hermana -me informó con una sonrisa.

La seguí a través de un par de corredores por donde gente medio dormida andaba arrastrando los pies y luego subí un tramo de escaleras antes de entrar en la habitación en la que Mélanie yacía en una cama sofisticada, con todo tipo de artilugios y cacharros a su alrededor. Tenía escayolado el torso entero, de la cintura a los hombros. Su cuello largo y fino asomaba entre el yeso como el de una jirafa, y la hacía parecer más alta y flaca de lo que era en realidad.

Se hallaba consciente, pero una sombra le nublaba el verde de los ojos, y estaba pálida, muy pálida, jamás la había visto tan blanca. Parecía distinta, y yo no acertaba a adivinar el cómo ni el porqué de esa transformación.

– Tonio… -jadeó.

Quería ser fuerte e infundirle entereza, pero se me llenaron los ojos de lágrimas nada más verla. No me atreví a tocarla, no fuera a romperle algo y hacerle daño. Me senté en el asiento situado junto a la cama. Me notaba de lo más torpe al realizar cualquier movimiento.

– ¿Estás bien? -inquirió, articulando mucho para que pudiera leerle los labios.

– Estoy bien, ¿y tú? -le pregunté, también en voz muy baja.

– No puedo moverme y esta cosa raspa que no veas.

Por un fugaz momento me pregunté si la doctora Besson me habría dicho toda la verdad, si ella se encontraba bien realmente y si estaría en condiciones de moverse algún día.

– ¿Te duele algo? -quise saber.

Mel negó con la cabeza.

– Me siento rara, como si ya no supiera quién soy -contestó con voz débil y hablando despacio.

Le tomé la mano y se la acaricié.

– ¿Dónde estamos, Antoine?

– En una localidad llamada Le Loroux-Bottereau. Tuvimos un accidente de tráfico poco después de rebasar Nantes.

– ¿Un accidente?

Opté por no recordarle los detalles, no por el momento, y le aseguré que yo tampoco me acordaba demasiado bien. Eso pareció tranquilizarla y me apretó la mano.

Entonces se lo solté a bocajarro:

– Él viene hacia aquí.

Mel supo a quién me refería. Suspiró, ladeó la cabeza y parpadeó hasta que sus pestañas se quedaron en reposo sobre la tez pálida. Me sentí su ángel guardián mientras la miraba. No había visto dormir a una mujer desde mi divorcio. Solía observar a Astrid durante horas. Jamás me cansaba de contemplar su rostro sereno, el temblor de sus labios, el madreperla de los párpados y la suave cumbre de su pecho. Al dormitar, parecía frágil y joven, de la misma edad que tenía ahora Margaux. No la había visto dormida desde nuestro último verano como marido y mujer, y de eso ya hacía un año.

Astrid y yo habíamos alquilado una casita blanca en la isla griega de Naxos el año en que se fue al traste nuestro matrimonio. Habíamos decidido separarnos en junio, o más bien debería decir que Astrid había resuelto dejarme por Serge, pero era imposible cancelar el alquiler y canjear los billetes del avión y el ferry en tan breve lapso de tiempo, así que seguimos adelante con el calvario de pasar un último verano como pareja oficialmente casada. Todavía no les habíamos dicho nada a los niños e intentábamos comportarnos en su presencia como padres normales en el día a día. Terminamos actuando con un entusiasmo tan falso que los chavales empezaron a sospechar que algo se cocía. Astrid pasó la mayor parte del tiempo en la terraza del tejado, leyendo desnuda al sol. Adquirió un moreno atezado que me puso enfermo, pues sabía que sería Serge y no yo quien recorriera esa piel con unas manos grandes como jamones.

Soportar esas tres semanas agotadoras fue como meterme un tiro entre las cejas. Me sentaba en la terraza inferior, desde donde se dominaban las playas de Plaka y de Orkos, y encendía un cigarro tras otro mientras le daba buenos tientos a la botella de ouzo tibio, un característico licor dulce. Las vistas eran magníficas y yo las admiraba a través del velo de la embriaguez y el profundo malestar. El cobrizo contorno redondeado de la isla de Paros parecía un borrón lejano en las aguas centelleantes de color azul ultramar salpicado por manchas de espuma que coronaban las olas levantadas por la fuerte brisa. Cuando estaba demasiado desesperado, beodo o las dos cosas, bajaba por los escalones de un camino polvoriento hasta llegar a la cala y me dejaba caer al agua. Una vez me picó una medusa, pero estaba tan ebrio que apenas lo noté. Más tarde, cuando Arno señaló con el dedo la zona afectada, bajé la mirada y descubrí un feo verdugón cárdeno, como si alguien me hubiera golpeado en el pecho con una fusta.

El verano fue un infierno. Para empeorar mi desasosiego interior, se añadió el hecho de que la serenidad del lugar se veía rota todas las mañanas a primera hora por el chirriante sonido de los bulldozer y los taladros procedente de una obra en lo alto de la colina, donde un italiano megalómano se estaba haciendo un chalé sacado de un filme de James Bond. Camiones cargados con la tierra de las excavaciones no paraban de subir y bajar pesadamente por la senda situada a la derecha de nuestra casa. Yo no les hacía caso y me despatarraba en la terraza a pesar de las nubes de polvo que me caían sobre la cara. Los conductores eran de lo más amistoso y me saludaban cada vez que pasaban. Todo temblaba a su paso, con aquellos enormes motores a un par de metros de mi desayuno sin probar.

Y lo mejor de todo: el depósito del agua era escaso, la electricidad fallaba una noche sí y otra también, los mosquitos estaban sedientos de sangre y Arno rompió el sofisticado lavabo mural hecho de mármol nada más sentarse en él. Encima, todas las noches debía acostarme junto a mi futura ex mujer, verla dormir y llorar en silencio.

– Ya no te quiero del mismo modo que antes, Antoine, es sólo eso -había repetido una y otra vez con la paciencia que muestra una madre con un niño desobediente, y me estrechaba entre sus brazos de un modo puramente maternal mientras yo me estremecía de deseo al sentir el tacto de su piel.

¿Cómo era posible? ¿Cómo podían suceder semejantes cosas? ¿Cómo lograba sobreponerse un hombre a algo así?

Yo había presentado a Mélanie y Astrid hacía dieciocho años. Resultó que ésta trabajaba como editora júnior para una editorial de la competencia. Se hicieron amigas enseguida. No había olvidado el interesante contraste existente entre ambas: la menuda y delicada morena Mel junto a Astrid, la rubia de ojos azules. Bibi, la madre de Astrid, era una sueca procedente de Uppsala. Tenía una naturaleza tranquila e inclinación artística, y era más rara que un perro verde, pero, eso sí, encantadora. El padre de Astrid, Jean-Luc, era un nutricionista de renombre, uno de esos tipos fibrosos y bronceados tan en forma que te hacían sentirte un negligente lleno de colesterol. Estaba obsesionado con la evacuación intestinal regular y echaba salvado en todo lo que cocinaba Bibi.

Tanto pensar en Astrid despertó en mí el deseo de telefonearla para contarle lo sucedido. Abandoné la habitación de puntillas y la llamé. El teléfono sonó sin cesar, pero no contestó nadie. Estaba tan paranoico que llegué a pensar que tal vez debería haberla llamado desde un número oculto o desconocido a fin de que no se viera el número de mi móvil en la pantalla y evitar así que supiera que era yo. Le dejé un breve mensaje en el contestador. Eran las nueve en punto. Lo más probable era que en ese momento estuviera en el coche, en nuestro viejo Audi. Me sabía su horario al dedillo. A esa hora ya habría dejado a Lucas en el colegio y a Arno y Margaux en Port Royal, donde se hallaba el liceo, y estaría luchando a brazo partido con el atasco matinal para llegar al barrio de Saint-Germain-des-Prés, a su oficina de la calle Bonaparte, justo enfrente de la iglesia de Saint-Sulpice. Aprovechaba los semáforos en rojo para maquillarse y los hombres de los vehículos contiguos la miraban y pensaban que era muy guapa. Ahora que caía, estaba de vacaciones. Con él. Probablemente, ese fin de semana habrían ido a la Dordoña con los niños.

Cuando regresé a la habitación de Mélanie me encontré a un viejo tripudo delante de la puerta. Necesité un par de segundos para identificarle.

Me estrechó entre sus brazos de forma brusca. Esos repentinos abrazos de mi padre siempre me pillaban por sorpresa. Yo jamás daba a mis hijos semejantes apretujones. Arno se encontraba en esa edad en el que reventaban esas muestras de cariño, así que siempre actuaba con suavidad cuando le abrazaba.

Mi padre retrocedió un paso, entornó los ojos y alzó la vista hacia mí. Los ojos saltones estaban hundidos, los llenos labios rojos eran más finos, las manos cubiertas por una telaraña de venillas parecían frágiles y tenía los hombros hundidos. Sí, mi padre era un anciano, un hecho de lo más sorprendente. ¿Envejecemos también los hijos a ojos de nuestros progenitores? Mélanie y yo ya no éramos jóvenes, pero seguíamos siendo «sus niños». Eso me hizo recordar una ocasión en la que Mel y yo nos encontramos con Janine, una dama amiga de nuestro padre que iba bien abrigada y arropada.

– Qué extraño resulta ver cómo llegan a cuarentones los hijos de tus amigos -observó ella.

– Aún lo es más ver cómo las amigas de tus padres se convierten en ancianas -replicó mi hermana, sonriendo con calma.

Quizá mi padre tuviera un aspecto decrépito, pero no había perdido un ápice de su temple.

– ¿Dónde demonios está el médico? -gruñó-. ¿Qué rayos pasa aquí? Este hospitalucho no sirve para nada.

Permanecí en silencio. Estaba acostumbrado a sus salidas de tono y ya no me impresionaban. Una joven enfermera acudió correteando como un conejo atemorizado.

– ¿Has visto a Mel? -le pregunté.

Se encogió de hombros antes de refunfuñar:

– Está dormida.

– Se va a recuperar.

Él me fulminó con la mirada, fuera de sus casillas.

– Voy a trasladarla a París. No tiene sentido mantenerla aquí. Necesita los mejores médicos.

Pensé en la paciencia acumulada en los ojos color avellana de Bénédicte Besson, en las manchas de sangre de su uniforme y en sus esfuerzos denodados para salvar a mi hermana la noche anterior. Mi padre se dejó caer pesadamente en una butaca cercana y me miró a la espera de una reacción o una respuesta. No le di ninguna de las dos cosas.

– Vuelve a contarme lo ocurrido -me pidió.

Le repetí la historia.

– ¿Había bebido algo?

– No.

– ¿Cómo puede haberse salido de la carretera?

– Pues eso fue lo que sucedió.

– ¿Dónde está tu coche?

– Prácticamente es siniestro total.

De pronto, me miró lleno de dudas.

– ¿A santo de qué fuisteis a Noirmoutier?

– Era una sorpresa por el cumpleaños de Mel.

– Una sorpresa… -murmuró.

La rabia creció en mi interior. Me maravilló que lograra sacarme de quicio, pero lo cierto era que aún lo conseguía y yo se lo permitía.

– Le encantó -insistí con vehemencia-. Pasamos tres días maravillosos, fue…

Enmudecí en seco al caer en la cuenta de que parecía un niño enfadado, tal y como él deseaba. Frunció los labios como sólo hacía cuando algo le divertía. Me pregunté si Mélanie no se estaría haciendo la dormida. No sabía cómo, pero tenía la certeza de que ella estaba escuchando hasta la última palabra desde detrás de la puerta cerrada.

Nuestro padre no siempre fue así. Se encerró en sí mismo tras la muerte de Clarisse, se volvió duro y amargado, y empezó a andar siempre con prisas. Resultaba difícil recordar al padre real, al feliz, al que sonreía y se carcajeaba, el que nos arreglaba el pelo y nos hacía crepés el domingo por la mañana, el que sacaba tiempo para nosotros aunque llegara tarde y estuviera ocupado. Jugaba con nosotros, nos llevaba al Bois de Boulogne o nos llevaba en coche a Versalles para pasear por el parque y hacer volar la cometa de Mélanie.

Él jamás nos mostró amor alguno. Ya no. No lo había hecho desde 1974.

– Nunca me ha gustado mucho Noirmoutier-observó.

– ¿Por qué no?

Alzó las cejas pobladas.

– Pero a Robert y a Blanche les encantaba, ¿no?

– Sí, a ellos les gustaba y estuvieron a punto de comprar allí una casa. ¿Te acuerdas?

– Sí -contesté-, una de postigos rojos situada cerca del hotel, en el bosque.

– La propiedad de Les Bruyéres.

– ¿Y por qué no lo hicieron?

Él se encogió de hombros, pero eludió de nuevo darme una respuesta. Nunca se había llevado demasiado bien con sus padres, lo sé. A mi abuelo Robert le sentaba como un tiro que se le llevara la contraria y aunque Blanche manifestaba una actitud más suave, no era muy maternal. Y jamás tuvo buena relación con su hermana Solange.

¿Fue mi padre un tipo tan duro porque los suyos le mostraron cualquier cosa menos amor? ¿Era yo un padre tan blando porque temía cortarle las alas a Arno, como mi progenitor había hecho conmigo? En el transcurso de una bronca por culpa de Arno, Astrid se quejó de que era «demasiado blando» y me pasaba usando con él «la mano izquierda». De hecho, había asumido que no me importaba ser tildado de blando, ya que no había forma humana de que yo emplease con mi hijo la misma dureza con que me trató Frangís.

– ¿Cómo está el inútil de tu hijo? -me preguntó mi padre. Nunca se interesaba por Margaux ni por Lucas. Por algún motivo, siempre elegía hablar del mayor.

– Muy bien. Ahora está con Astrid.

Lamenté haber pronunciado el nombre de mi ex. Iba a lanzarse al ataque de un momento a otro, lo sabía, e iba a soltarme un monólogo interminable sobre cómo había tolerado que me dejase por otro hombre y había aceptado el divorcio. ¿Acaso no sabía lo que eso iba a suponer para mí y para los niños? ¿No tenía orgullo ni pelotas? Había que tener huevos. Para mi padre todo se reducía a tenerlos bien puestos. Me abracé mientras él se ponía a despotricar a toda máquina, pero entonces apareció la doctora con paso apresurado. La mandíbula de François sobresalió aún más.

– Explíqueme exactamente cuál es la situación, mademoiselle. Ya.

– Sí, monsieur -replicó ella con gesto serio.

Mis ojos y los de la doctora se encontraron mientras él se volvía para abrir la puerta del cuarto de Mélanie, y, para mi sorpresa, me guiñó un ojo.

Así pues, mi progenitor era visto como ese anciano que a veces le saca a uno de quicio. Ya no era el imponente abogado de lengua viperina. En cierto modo, eso me entristecía.

– Me temo que su hija no puede ser trasladada en este momento -le explicó Besson de forma paciente. Apenas había un brillo leve de irritación en su mirada.

Mi padre estalló.

– Ella debe estar en las manos más cualificadas, en París, con los mejores médicos. No puede quedarse aquí. -Bénédicte Besson apenas se inmutó, pero la fuerza con que frunció los labios me permitió descubrir cuánto le dolía ese golpe bajo. Sin embargo, no dijo nada-. Debo hablar con su superior, con quien dirija este sitio.

– No hay superior -contestó la doctora Besson con aplomo.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Éste es mi hospital. Yo estoy al cargo. Soy la responsable del mismo y de todos los pacientes ingresados.

Besson habló con tal calma y autoridad que mi padre al fin cerró el pico.

Mélanie abrió los ojos y nuestro padre le cogió la mano y la sostuvo como si le fuera la vida en ello, como si no fuera a tocarla nunca más. Se inclinó sobre ella hasta que tuvo medio cuerpo por encima de la cama. Me conmovió el modo en que aferraba la mano de Mel. Se había dado cuenta de que había estado a punto de perder a su hija, a su pequeña Mélabelle, el mote cariñoso que no usaba desde hacía muchos años. Se enjugó las lágrimas de los ojos con el pañuelo de algodón que siempre llevaba en el bolsillo. No parecía capaz de articular palabra alguna, y sólo pudo sentarse y respirar entrecortadamente.

Semejante despliegue de emotividad perturbó a Mélanie. Ésta me miraba a mí para no ver el rostro desgastado y lloroso de François. Nuestro padre no había mostrado hacia nosotros otros sentimientos que no fueran descontento o rabia. Ése era el regreso inesperado del padre atento y cariñoso que había sido antes de que muriese nuestra madre.

Permanecimos en silencio durante un rato. La doctora se marchó, cerrando la puerta tras de sí. François aferró la mano de Mel de un modo que me recordó todas las veces que había estado en Urgencias con mis chavales: cuando Lucas se cayó de la bici y se abrió una brecha en la frente; cuando Margaux rodó por las escaleras y se partió la tibia; cuando a Arno le subió la fiebre como no había visto otra igual. Eran momentos de pánico y apuro. Astrid se ponía blanca como la pared y se aferraba a mí mientras esperábamos fuera con las manos entrelazadas.

Miré a mi padre, consciente de que por una vez, y en silencio, estaba compartiendo algo con él, aunque él no se diera cuenta de ello, aunque no lo supiera. Compartíamos ese abismo de miedo que sólo es posible experimentar cuando un padre sufre por su hijo.

Centré mis pensamientos en esa habitación de hospital y en la razón de que estuviésemos en ella. ¿Qué pretendía decirme Mel antes del accidente? Había recordado algo durante nuestra última noche en el hotel Saint-Pierre y le había estado dando vueltas todo el día. ¿De qué podía haberse acordado? Repasé mentalmente los hitos de nuestra estancia, durante la cual habíamos rememorado tantas cosas. ¿Qué recuerdo podría ser éste? ¿Por qué le había dado vueltas todo el día? ¿Era ésa la razón por la cual había estado tan extraña desde el desayuno, como si estuviera en Babia? Le había preguntado si todo iba bien mientras estábamos sentados frente al Gois y ella había contestado con un encogimiento de hombros. Había farfullado que no había dormido bien y me acordaba perfectamente de cómo estuvo con la mente puesta en otra parte toda la mañana. Ese extraño estado de ánimo sólo había empezado a remitir cuando nos subimos al coche por la tarde para volver a París.

En medio de una gran escandalera entró una enfermera con un carrito por delante. Nos anunció que era la hora de comprobar la tensión de Mélanie y asegurarse de que estaban bien los puntos antes de pedirnos a mi padre y a mí que saliéramos de allí. «¿Puntos?», me pregunté extrañado. Entonces caí en la cuenta de que la habrían operado el bazo. François y yo esperamos fuera del cuarto. Él parecía haber recobrado la compostura, pero aún tenía roja la nariz. Me devané los sesos en busca de algo que decir, pero no se me ocurría nada. En mi fuero interno me reí de la situación: padre e hijo reunidos en torno al lecho de una hermana malherida eran incapaces de mantener una conversación.

Por suerte, el móvil empezó a vibrar en el bolsillo de atrás. Me apresuré a salir del edificio antes de contestar. Era Astrid. Hablaba con voz llorosa. La puse al corriente de que creía que Mel iba a recuperarse y admití que habíamos tenido el santo de cara. Noté un gozo interior cuando me preguntó si quería que trajese a los niños. ¿No significaba eso que a ella aún le importaba y que, en cierto modo, todavía me quería? Amo tomó el auricular antes de que yo tuviera tiempo de contestar á su madre. También estaba alterado. Sabía cuánto apreciaba a mi hermana. Cuando era pequeño, ella solía llevárselo por los jardines Luxemburgo y lo hacía pasar por hijo suyo. A él le encantaba, como a ella. Le expliqué que Mel iba a quedarse en el hospital por un tiempo, pues estaba escayolada de la cintura al cuello, y él me replicó que quería venir a verla, pues Astrid iba a traerlos. Me entraron ganas de ponerme a bailar y cantar ante la perspectiva de volver a ver reunida a mi familia como en los buenos viejos tiempos en vez de intercambiar a los niños en las escaleras mientras cruzábamos pullitas del estilo de «Esta vez no te olvides el jarabe para la tos» o «Te acordarás de firmar el boletín de las notas, ¿verdad?». Astrid se puso otra vez al teléfono y me pidió la dirección exacta, así como indicaciones para llegar. Le contesté con mi voz más serena y tranquila. A continuación se puso Margaux.

– Dile a Mel que la queremos y que vamos para allá, papá -me dijo con voz susurrante y femenina, y antes de que pudiera dirigirle la palabra me pasó con el número tres, Lucas.

«Vamos para allá», me había dicho.

Encendí un pitillo y me lo fumé con calma, saboreándolo. No soportaba la idea de volver allí dentro y tener que hablar con mi padre, así que al final me fumé otro y lo disfruté todavía más. Venían de camino. «¿Con o sin Serge?», me pregunté.

A mi regreso, me encontré a nuestra hermanastra Joséphine apoyada contra la pared. Debía de haber venido con nuestro padre. Me sorprendía verla allí, la verdad, pues ella y Mel no eran muy amigas. Tampoco ella y yo. De hecho, no la veía desde hacía meses. Probablemente, desde la última Navidad en el piso de la avenida Kléber. Bajamos a la cafetería vacía situada en la planta de la calle. Mélanie parecía descansar y François se hallaba en el coche hablando por teléfono.

Joséphine vestía una camiseta color caqui, calzaba unas All Star y llevaba unos téjanos claros y desteñidos a la moda: por debajo de las caderas. Tenía el pelo corto como el de un chico. Había heredado la boca pequeña y la piel cetrina de Régine, y los ojos castaños de nuestro padre.

Encendimos un cigarrillo. Probablemente, sólo teníamos en común el tabaco.

– ¿Se puede fumar en este sitio? -me preguntó con un hilo de voz mientras se inclinaba hacia mí.

– No hay nadie por aquí -repliqué, encogiéndome de hombros.

– ¿Qué hacíais Mel y tú en Noirmoutier? -me preguntó tras inhalar profundamente.

Eso era algo que me gustaba de ella: no se andaba con rodeos, iba siempre al grano.

– Era una sorpresa para el cumpleaños de Mel.

Ella asintió y dio un sorbo a su café.

– Solíais ir allí de crios, ¿verdad? Con vuestra madre.

Hizo la observación de un modo que me indujo a estudiarla con detenimiento.

– Sí. Nuestra madre, nuestro padre y los abuelos.

– Nunca hablas de tu madre -observó. La jovencita tenía veinticinco años y no se chupaba el dedo. Era un poco presumida, pero a mí esa pinta de pilluela no me parecía nada del otro jueves. El hecho de que ella y yo tuviéramos en común la sangre de nuestro padre no me había hecho sentirme inclinado a mostrar ningún amor fraternal hacia ella-. De hecho -continuó-, tú y yo no hablamos mucho de nada.

– ¿Y eso te sorprende?

El cigarro pendió de sus labios de una forma hombruna mientras ella hacía girar los anillos de los dedos.

– Sí, la verdad. No sé nada de ti.

Un grupo de gente entró en la cafetería y nos miraron escandalizados porque estábamos fumando. Nos dimos prisa en apagar los Marlboro.

– No olvides que yo ya me había ido del piso de Kléber cuando tú naciste -observé.

– Tal vez, pero sigues siendo mi hermanastro. Estoy aquí porque me preocupo por Mel y por ti.

El comentario estaba tan fuera de lugar viniendo de sus labios que me quedé boquiabierto.

– Cierra esa boca, Antoine. -Joséphine sonrió con suficiencia y yo me carcajeé a gusto-. Háblame de vuestra madre -me pidió-. Nadie la menciona.

– ¿Qué quieres saber?

Ella enarcó una ceja.

– Cualquier cosa.

– Murió en 1974 a causa de un aneurisma cerebral. Tenía treinta y cuatro años. Todo sucedió muy deprisa. Se la habían llevado al hospital cuando volvimos del colegio.

Había muerto. -La miré fijamente-. ¿No te han contado nada nuestro padre ni Régine?

– No. Continúa.

– Eso es todo.

– No, quiero decir, ¿cómo era?

– Mélanie se parece mucho a ella: menuda y de ojos verde oscuro. Reía sin cesar y nos hacía felices a todos.

Siempre tuve la impresión de que nuestro padre dejó de sonreír tras la muerte de Clarisse y sonrió todavía menos desde que se casó con Régine. No tenía el menor deseo de contarle eso a Joséphine, de modo que cerré el pico, pero estaba convencido de que ella sabía tan bien como yo que sus padres vivían vidas separadas. François se reunía a menudo con otros amigos abogados ya jubilados y se pasaba horas en su estudio, leyendo o escribiendo, y se quejaba por todo. Régine llevaba con paciencia sus refunfuños, se iba a jugar al bridge a su club y procuraba fingir que todo iba bien en la casa.

– ¿Y su familia? ¿No la habéis visto?

– Sus padres murieron cuando ella era joven. Tenía unos orígenes rurales muy modestos. Recuerdo que tenía una hermana algo mayor a quien nunca vi mucho y esa hermana desapareció de nuestras vidas después de su muerte. Ni siquiera sé dónde vive.

– ¿Cómo se llamaba?

– Clarisse Elzyére.

– ¿De dónde era?

– De las Cévennes.

– ¿Estás bien? Tienes mal aspecto.

Le dediqué una amplia sonrisa.

– Gracias -contesté. Luego, tras una breve pausa, agregué-: En realidad, tienes razón: estoy exhausto, ésa es la verdad, y ahora viene él a removerlo todo.

– Ya. No hacéis buenas migas, ¿verdad?

– No mucho.

En realidad, era una verdad a medias. Hacíamos buenas migas mientras vivía Clarisse. Él fue el primero en llamarme Tonio. Teníamos una complicidad silenciosa que encajaba muy bien con el niño tranquilo que fui. Por eso, durante los fines de semana quedaba descartado eso de ir corriendo a jugar al fútbol o a realizar actividades viriles donde se sudara mucho, pero sí dábamos paseos contemplativos por los alrededores y hacíamos frecuentes visitas al Louvre, al ala egipcia, mi favorita. A veces, entre sarcófagos y momias, escuchaba algún comentario: «¿No es ése François Rey, el abogado?». Y yo me enorgullecía de ir de su mano y ser su hijo, pero de eso habían pasado más de treinta años.

– Perro ladrador, poco mordedor.

– Decir eso es fácil para ti, que eres su ojito derecho, la favorita.

– Bueno, no siempre es fácil ser su ojito derecho -murmuró. Tuvo el detalle de admitir la verdad de ese hecho con cierta elegancia antes de cambiar de tema-. ¿Cómo está tu familia?

– Están de camino. Los verás si te quedas por aquí un rato.

– Genial -replicó con algo más de alegría-. ¿Y qué tal, cómo va el curro?

Me pregunté el motivo de tanta pregunta, por qué se esforzaba tanto en simular preocupación. En el pasado, mi hermanastra sólo se había dirigido a mí para pedirme tabaco. Mi trabajo era lo último de lo que deseaba hablar. Se me hacía duro sólo de pensarlo.

– Bueno, sigo trabajando como arquitecto, lo cual sigue sin hacerme feliz.

Me lancé a formularle yo preguntas antes de darle ocasión de averiguar la razón.

– ¿Y qué hay de ti? Ya sabes, el novio, el trabajo y todo eso. ¿Por dónde andas? ¿Aún te ves con el propietario de ese night club? ¿Todavía trabajas con ese diseñador en el barrio de Le Marais?

No saqué a colación el hombre casado con quien tuvo un rollo el año anterior ni el largo periodo de paro, cuando parecía pasarse todo el tiempo en casa, viendo un DVD tras otro en el estudio de François o de compras en el reluciente Mini negro de su madre.

De buenas a primeras, me dedicó una sonrisa que más bien parecía una mueca. Se alisó el pelo negro y se aclaró la garganta.

– De hecho, Antoine, te agradecería de verdad que… -Hizo una pausa y carraspeó otra vez-. Te agradecería que me prestaras algo de dinero.

Sus ojos castaños me taladraron con una mezcla de descaro y súplica.

– ¿Cuánto?

– Bueno, digamos… ¿Mil euros?

– ¿Te has metido en algún lío? -pregunté, usando el tono inquisitivo de François que a veces empleaba con Arno.

Ella negó categóricamente con la cabeza.

– No, claro que no. Sólo necesito un poco de efectivo y, ya sabes, preferiría no pedírselo a ellos de ninguna manera.

Di por hecho que con «ellos» se refería a sus padres.

– No llevo una suma tan elevada encima.

– Hay un cajero automático al otro lado de la calle -sugirió amablemente, y esperó mi reacción.

– ¿Debo entender que lo necesitas ahora mismo? -Ella asintió con la cabeza-. No me importa prestarte esa suma, pero tendrá que ser con devolución. No he andado muy boyante que digamos después del divorcio.

– Claro, sin problemas. Lo prometo.

– Tampoco creo que me dejen retirar ese importe del cajero.

– Bueno, ¿qué te parece pasarme lo que te dé el cajero en efectivo y el resto en un cheque?

Joséphine se levantó y echó a andar dándose aires, moviendo sus esqueléticas caderas de forma triunfal. Salimos del hospital y nos dirigimos al banco. De camino, encendimos un par de pitillos, y no pude evitar la sensación de haber sido timado, por mucho que ella mostrase esa nueva actitud de hermana.


Entregué el fajo de billetes y un cheque a Joséphine. Ella me besó en la mejilla y se alejó como si tal cosa. Yo di un paseo hasta el pueblo, pues por el momento seguía sin apetecerme regresar al hospital. Era uno de esos términos municipales sin nada digno de mención. Enfrente de la iglesia, el pequeño edificio del ayuntamiento lucía una bandera tricolor descolorida. También vi un bar-tabac [2] y una panadería, así como un hotel de pocas pretensiones llamado L'Auberge du Dauphin, pero no había nadie por los alrededores. El bar-tabac estaba vacío. Aún era demasiado pronto para comer. Un joven cabizbajo se volvió hacia mí cuando entré. Pedí un café y tomé asiento. Una radio invisible puesta a todo volumen desgranaba las noticias de Europe 1. El mantel de hule de las mesas acumulaba tanta mugre que al menor contacto el dedo se quedaba impregnado de grasa. ¿Debía telefonear a mis amigos cercanos y contarles lo sucedido? Sí, debería llamar a Emmanuel, Hélène y Didier, pero todavía lo diferí un poco más, tal vez porque no deseaba pronunciar ciertas palabras y ponerme a repetir como un loro los detalles del accidente. ¿Y qué hacía con los amigos de Mélanie? ¿Y su jefe? ¿Quién iba a decírselo? Probablemente yo. La próxima semana era un momento importante para ella, pues debía ultimar los preparativos del otoño, la época del año más liada para todos cuantos trabajan en el mundo editorial, y eso incluía a mi ex mujer. Y luego estaban mis propias servidumbres laborales: los estallidos de rabia de Rabagny, la obligación de cambiar otra vez los diseños y la necesidad de encontrar un ayudante antes de despedir a la actual, Florence.

Encendí un cigarro.

– Eso se acabará el año que viene -comentó con desdén el joven, y esbozó una sonrisa grosera-. Todos tendrán que salir a fumar o incluso no entrar. Eso es malo para el negocio. Malo de verdad. Quizá deba chapar el chiringuito.

El tipo tenía pinta de estar un poco chalado, así que decidí no entablar conversación de la manera más cobarde. En vez de contestarle, sonreí, asentí, me encogí de hombros y me sumergí en el examen de mi móvil.

Dejé la nicotina durante diez años, pero volví al vicio cuando Astrid me dijo que amaba a Serge y en un pispás me enganché otra vez. Todos me maldijeron. No me importó. Astrid, una verdadera fanática de la vida sana, se quedó consternada. Me dio igual. El tabaco era lo único que nadie podía quitarme. No tenía otra satisfacción en ese momento de mi vida. Resultaba un pésimo ejemplo para mis hijos, lo sabía, en especial para Arno y Margaux, que estaban en una edad crucial del crecimiento y fumar a sus años se consideraba un hábito de riesgo. El aire de mi apartamento estaba viciado por el olor a tabaco, y eso era lo único que encontraba al llegar a casa, eso y la vista del cementerio. O sea, en ambos casos echaba un vistazo a la muerte. Por supuesto, no podía quejarme del pedigrí de los muertos, los difuntos se contaban entre lo más selecto: Baudelaire, Maupassant, Beckett, Sartre, Simone de Beauvoir. No tardé mucho en aprender a apartar los ojos de la ventana de mi cuarto de estar, o a mirar sólo de noche, cuando las austeras cruces y los mausoleos de piedra ya no resultaban visibles y el largo trayecto hacia el Tour Maine-Montparnasse no era más que un misterioso espacio negro lleno de nada.

Invertí tiempo a fin de que el apartamento tuviera aspecto y calor hogareño, pero en vano. Le hurté a Astrid el álbum de fotos y arranqué sin miramientos mis fotografías favoritas de los niños y de nosotros, y las planté por las paredes: Arno en mis brazos (yo estaba desconcertado); el primer vestido de Margaux; Lucas triunfal en lo alto de la torre Eiffel, blandiendo un pringoso chupachups; vacaciones en la nieve y de verano; las visitas al castillo del Loira; cumpleaños; fiestas del colegio; Navidades; etcétera. En suma, tenía a la vista una interminable y desesperante exhibición de la familia feliz que habíamos sido en el pasado.

El piso tenía ese aire de vacío descorazonador a pesar de las fotos, las alegres cortinas elegidas con la ayuda de Mélanie, la cocina alegre, los cómodos sofás Habitat y la ingeniosa iluminación. Sólo parecía volver a la vida cuando los niños aparecían los fines de semana que me habían tocado en suerte. Aún seguía despertándome en mi cama nueva, me rascaba la cabeza y me preguntaba dónde demonios estaba. A duras penas soportaba volver a Malakoff cuando llevaba a mis hijos y tener delante la nueva vida de Astrid en nuestra vieja casa. ¿Por qué las personas desarrollamos tanto apego por las casas? ¿Por qué nos duele tanto irnos de una?

Habíamos comprado juntos esa casa hacía doce años. Esa zona no estaba de moda en aquella época, se la consideraba una zona sin glamour y propia de la clase trabajadora, y más de uno alzó las cejas con sorpresa cuando hicimos la mudanza a ese «barrio de mala muerte» en el sur de París. Además, había muchas reformas por hacer. La estrecha y alta casa unifamiliar tenía humedades y se caía a trozos. Por eso era tan barata la propiedad. Nos lo tomábamos como un desafío y nos lo pasamos muy bien cada minuto invertido en ese proceso: los problemas con el banco, con un arquitecto compañero mío, con el fontanero, el albañil, el carpintero, etcétera. Trabajábamos días alternos hasta que al final quedó perfecta y Malakoff fue nuestro pequeño paraíso. Nuestros envidiosos amigos parisinos cayeron en la cuenta de su proximidad a la ciudad y la facilidad de acceso, nada más pasar la Porte de Vanves. Hasta teníamos un jardín. ¿Quién podía presumir de tener un jardín en París? Eso suponía que en verano podíamos comer al aire libre, a pesar del amortiguado rumor de fondo que producía el tráfico constante en el Bulevar Periférico -la carretera que circunvala París-, al que nos acostumbramos enseguida. Cuidé de ese jardín con verdadera dedicación, y también del perro, un desgarbado y viejo labrador que seguía sin comprender por qué me había ido y quién era ese tipo nuevo que dormía en la cama de Astrid. Ay, el bueno de Titus.

Todavía lamentaba la pérdida de esa casa. En invierno me faltaba el acogedor fuego de la chimenea. Echaba de menos el enorme salón -siempre deslucido por el continuo trasiego de tres niños y un perro-, los dibujos de Lucas, los palos de incienso de Astrid, que me producían jaqueca, los deberes de Margaux, las zapatillas de talla 45 de Arno, el sofá rojo oscuro que había conocido días mejores pero todavía servía para echarse una siesta, las butacas combadas que te abrazaban como viejos amigos.

Añoraba nuestro hogar.

Y un día debí abandonarlo. Ese día permanecí de pie en el umbral y me volví para observarlo por última vez. Era la última ocasión en que lo contemplaba como mi casa. Los niños no estaban allí. Astrid me miró con aire nostálgico.

– Estarás bien, Antoine. Los chicos irán a verte un fin de semana de cada dos. Todo saldrá bien, ya lo verás.

Yo asentí con la cabeza ladeada para no dejarle ver las lágrimas que me llenaban los ojos. Ella me había invitado a llevarme lo que quisiera.

– Llévate lo que creas que es tuyo.

Al principio, en un arranque de furia, empecé a llenar cajas de cartón y metí en ellas todos mis trastos viejos de forma brusca y con mala leche, pero luego me lo tomé con más calma. No deseaba llevarme ningún recuerdo, a excepción de las fotografías. No deseaba nada, salvo las fotos. No quería nada de esa casa, excepto que ella volviera a quererme.

Había instalado la oficina en la planta de arriba. Era la oficina ideal, pues tenía espacio, luz y silencio. La había diseñado para mi uso. Cuando subía ahí arriba, desde donde se dominaban todos los tejados de tejas rojas y las cintas grises siempre llenas de coches, me sentía como Leonardo di Caprio cuando se deleitaba en la cubierta maldita del Titanic y gritaba con los brazos extendidos hacia el horizonte: «¡Soy el rey del mundo!».

También perdí la oficina. Era mi refugio, mi guarida. En los viejos tiempos, cuando los niños se dormían, Astrid solía subir a escondidas y hacíamos el amor sobre la alfombra al son de la música de Cat Stevens. Sad Lisa, Lisa, Lisa, sad Lisa, Lisa. Suponía que ahora Serge habría instalado allí sus reales y prefería no pensar qué hacían sobre la alfombra.

Escuché una canción cursi de Michel Sardou mientras permanecía sentado en ese lúgubre café a la espera de que apareciera mi familia y me preguntaba si mi padre no tendría razón después de todo.

Nunca luché por ella. Jamás le monté un buen pollo. Nunca liberé mis demonios. La dejé ir. Yo era manso y obediente, exactamente como había sido de niño. El único que llevaba el pelo peinado hacia atrás y vestía de azul marino. El que decía por favor, gracias y perdón.

Al cabo de un rato, ya fuera del bar, atisbé un Audi conocido, cubierto por una capa de polvo, y salí a su encuentro. Observé a mi familia salir del coche. Ellos ignoraban mi posición, aún no podían verme, porque me ocultaba detrás de un gran árbol situado junto al parking. Se me ensanchó el corazón, pues llevaba un tiempo sin verlos. Amo lucía una melena hasta los hombros, pero el pelo estaba más claro por efecto del sol. Seguía intentando dejarse una perilla que difícilmente iba a sentarle bien. Margaux se había cubierto la cabeza con un pañuelo. Había engordado un poquito, y me alegró, le venía bien no estar tan flacucha. Caminaba sin soltura, no estaba cómoda consigo misma. Lucas fue quien más me sorprendió. El chico regordete era ahora todo brazos y piernas. Pude ver al futuro adolescente en ciernes forcejeando para salir de esa piel, como el increíble Hulk.

Intenté no mirar a Astrid de inmediato, pero no logré mantener la vista lejos de ella por mucho rato. Lucía un vestido vaquero descolorido con botones por delante. Se lo había abrochado casi hasta arriba y le quedaba muy ceñido. Me encantaba ese tipo de ropa. Se había recogido hacia atrás el pelo rubio, y percibí que estaba algo más plateado. Parecía pálida, pero aun así era muy hermosa. No había rastro de Serge. Suspiré con alivio.

Les observé salir del aparcamiento y encaminarse hacia el hospital, momento en el que hice acto de presencia. Lucas pegó un grito y se me echó encima, aferrándose a mí con brazos y piernas. Arno me agarró la cabeza y me dio un beso en la frente. No cabía duda: ya me superaba en estatura. Margaux permaneció en un aparte, apoyada sobre una sola pierna, como un flamenco, pero luego se adelantó y hundió la cabeza en mi hombro. Me di cuenta de que debajo del pañuelo ocultaba el pelo teñido de naranja fosforito. Retrocedí un tanto impresionado, pero no dije nada.

Los niños y yo nos estuvimos saludando durante un buen rato, y dejé a mi ex para el final. Extendí los brazos y la abracé con una angustia que probablemente Astrid malinterpretó como zozobra por la suerte de mi hermana. Experimenté una dicha inconcebible por tenerla tan cerca otra vez. El aroma, la dulzura, el tacto suave como la seda de sus brazos desnudos, todo eso me provocó un mareo. Ella no me rechazó, sino que me devolvió el abrazo. Deseaba besarla y estuve a punto de hacerlo, pero justo entonces recordé que no habían venido aquí por mí, sino por Mel.

Los conduje hasta Mélanie y en el camino nos topamos con François y Joséphine. Mi padre saludó a todos con sus apretujones de rigor. Tomó a Arno por la perilla y tiró de ella.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Qué es esto? -rugió, y luego palmeó la espalda de mi hijo-. No te eches para delante, que no vales para nada, pánfilo. ¿No te lo dice tu padre? Es tan torpe como tú, la verdad.

Estaba de broma, lo sabía, pero, como siempre, había un toque ácido en sus chanzas. Mi padre se había quejado sobre el modo en que le educaba desde que Arno era un niño, ya que a sus ojos lo hacía mal.

Entramos de puntillas en la habitación de Mélanie. Ella seguía durmiendo. Estaba todavía más pálida que por la mañana. Ofrecía un aspecto frágil y parecía tener muchos más años. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Margaux y percibí su brillo cuando rodaron por sus mejillas. El aspecto de Mel la horrorizó. Le pasé un brazo por los hombros y la atraje hacia mí. Emitía ese olor fuerte a sudor. Ése no es el aroma de canela de una niña. Arno observó fijamente a la enferma con la boca abierta y Lucas se removió inquieto mientras su mirada revoloteaba entre Mel, su madre y yo.

En ese momento, Mélanie ladeó la cabeza y abrió los ojos lentamente. Su rostro se iluminó al ver a los chicos y les dedicó una débil sonrisa. Margaux se echó a llorar y por el rabillo del ojo vi que también Astrid tenía los ojos llorosos, y además le temblaban los labios.

Eso fue superior a mis fuerzas. Retrocedí con sigilo y salí a hurtadillas hasta el pasillo, donde extraje un pitillo del paquete y me lo llevé a los labios.

– ¡Está prohibido fumar! -bramó una enfermera con aspecto de matrona mientras me señalaba con el dedo de forma acusadora.

– No está encendido. Lo sostengo, pero no estoy fumando.

La mujer me fulminó con la mirada como si fuera un caco pillado in fraganti y se mantuvo en sus trece hasta que devolví el cigarrillo al paquete.

De pronto pensé en Clarisse. Era la única a quien echaba en falta dentro de esa habitación. Si estuviera viva, ahora se hallaría en ese cuarto, con su hija, conmigo, con sus nietos, con su esposo. Tendría sesenta y nueve años, y no me la imaginaba con esa edad por mucho que lo intentase. Para mí, ella siempre sería joven. Yo era un hombre de mediana edad, una fase de la vida a la cual mi madre jamás llegó. Ella nunca supo cómo se educaba a unos hijos adolescentes: murió antes. Me preguntaba qué clase de madre habría sido cuando nosotros hubiéramos llegado a esa edad, pero habría sido diferente para nosotros, todo habría sido distinto. Mélanie y yo mantuvimos a raya los embates de la adolescencia. No hubo salidas de tono, ni gritos, ni portazos, ni insultos. No tuvimos ninguna saludable manifestación de rebeldía juvenil. La neurótica Régine nos amordazó a conciencia. Blanche y Robert lo vieron con buenos ojos, dando por buena la máxima de que «a los niños se les ve pero no se les oye», y nuestro padre pasaba la noche en algún otro lugar. No le interesaban sus hijos ni cómo podrían acabar siendo algún día.

No se nos permitió ser adolescentes.


Una mujer alta uniformada de azul claro me sonrió al pasar mientras acompañaba a mi familia hasta la salida del hospital. Llevaba una placa acreditativa, pero no pude discernir si era médico o enfermera. Le devolví la sonrisa y me pregunté por unos instantes quién podría ser. Estas clínicas de provincias eran estupendas: la gente te saludaba y todo, algo que en París no sucedía jamás. Astrid parecía cansada y conducir con un calor tan intenso no me pareció la mejor de las perspectivas.

– ¿No podéis quedaros un poco más?

Tras unos momentos de vacilación, murmuró algo de que Serge la estaba esperando. Yo había reservado una habitación en un hotel cercano para permanecer cerca de Mel hasta que pudiera moverse. Sugerí que descansase en ella un rato. El cuarto era pequeño, pero fresco. Incluso podía darse una ducha. Ella ladeó la cabeza, pues la idea parecía ser de su agrado. Le entregué la llave y señalé el hotel, justo al otro lado del ayuntamiento. Observé cómo se alejaban Margaux, Lucas y ella.

Arno y yo desandamos parte del camino y nos sentamos en el banco de madera situado enfrente de la entrada.

– Va a salir de ésta, ¿verdad?

– ¿Mel? Puedes apostar que sí. -Asentí con la cabeza-. Va a ponerse bien. -El tono de mi voz me pareció forzado y artificial incluso a mí mismo.

– Papá, dijiste que el coche se salió de la carretera.

– Sí, así fue. Mel iba al volante.

– Pero ¿cómo…? ¿Cómo sucedió?

Decidí contarle la verdad. Arno se había encerrado en sí mismo en los últimos tiempos, se había mostrado distante y únicamente me contestaba con monosílabos. Ya no me acordaba de cuándo habíamos tenido la última conversación digna de tal nombre. Oírle hablar de nuevo y ver que tenía sus ojos fijos en mí, y no la mirada perdida en algún lugar próximo a mis pies, me hizo desear prolongar ese contacto inesperado, sin que importase el modo.

– Tu tía estaba a punto de hablarme sobre algo que la preocupaba, y entonces sucedió todo.

Sus ojos, azules como los de Astrid, hicieron un zoom y se clavaron en los míos.

– ¿Qué iba a contarte?

– Sólo le dio tiempo a decir que se había acordado de algo, y ese algo la perturbaba, pero no se acuerda de nada después del accidente.

Arno permaneció en silencio. ¡Qué manazas se le habían puesto! Eran manos de hombre.

– ¿Sospechas de qué se trata?

Respiré hondo.

– Me imagino que es algo relacionado con nuestra madre.

Me miró con cierta sorpresa.

– ¿Vuestra madre? Tú nunca hablas de ella.

– No, pero la estancia en Noirmoutier durante estos tres últimos días nos ha refrescado la memoria.

– ¿Por qué crees que la tía Mel se había acordado de algo sobre la abuela?

Me gustaba la forma en que me interrogaba: preguntas rápidas y sencillas, sin alborotos ni circunloquios.

– Porque nos pasamos casi todo el puente hablando de ella y rememorando anécdotas y todo tipo de cosas.

Me callé. ¿Cómo iba a explicarle todo eso a un hijo de dieciséis años? ¿Qué sacaba en claro de todo ello? ¿Por qué se interesaba?

– Vamos -me urgió-. ¿Qué tipo de cosas?

– Cosas como quién era.

– ¿No te acuerdas?

– No me refiero a eso. El día de su muerte fue el peor de mi vida. Imagínate: te despides de tu madre y vas a la escuela con la canguro, pasas un día de clase normal y la chica viene a buscarte para llevarte a casa, como todas las tardes, y vuelves tan contento con tu napolitana de chocolate en la mano. Sin embargo, cuando llegas al hogar están allí tu padre y tus abuelos con cara de funeral y te sueltan de sopetón que tu madre ha muerto, que le ha pasado algo en el cerebro y ha fallecido. Y luego, en el hospital, te muestran un cadáver debajo de una sábana y te notifican que es tu madre. Retiran la sábana, pero tú cierras los ojos; al menos yo hice eso.

Me miró sin salir de su asombro.

– ¿Por qué no me lo habías contado nunca?

– Nunca me lo preguntaste -respondí, encogiéndome de hombros.

Bajó las cejas, una de las cuales llevaba perforado un pendiente, cosa que yo encontraba repulsiva.

– Esa excusa es una bobada.

– No sabía cómo contártelo.

– ¿Por qué? -inquirió.

Sus preguntas empezaron a molestarme, pero deseaba seguir respondiéndolas. Una poderosa fuerza interior me impelía a sacarme eso del pecho y contárselo a mi hijo por vez primera.

– Porque a su muerte todo cambió para Mel y para mí. Nadie nos explicó lo sucedido. Piensa que eso ocurrió en los setenta. Ahora la gente se preocupa por los niños y se actúa con pies de plomo si sucede algo semejante, pero a nosotros nadie nos echó un cable. Clarisse desapareció de nuestras vidas. Nuestro padre volvió a casarse. El nombre de nuestra madre jamás volvió a mencionarse y todas sus fotos desaparecieron.

– ¿De verdad? -preguntó con un hilo de voz.

Hice un gesto afirmativo con la cabeza.

– La borraron de nuestras vidas, y nosotros dejamos que eso sucediera porque estábamos aturdidos por la pena. Éramos niños y estábamos indefensos. Nos marchamos de casa en cuanto fuimos capaces de valemos por nuestra cuenta. Eso hicimos tu tía y yo: dejamos de pensar en nuestra madre en algún punto del camino y lo encerramos todo bajo siete llaves. Y no me refiero a la ropa, los libros u otros objetos personales, sino a nuestros recuerdos sobre ella.

De pronto me costaba respirar.

– ¿Cómo era? -inquirió mi hijo.

– Físicamente era clavadita a Mel, con el mismo color de pelo y la misma silueta. Tenía una personalidad efervescente, era alegre, estaba llena de vida.

Me callé, incapaz de seguir hablando: no me salían las palabras y sentía un dolor cerca del corazón.

– Perdona -murmuró Amo-. Ya hablaremos de esto otro día. No importa, papá.

Mi hijo estiró sus largas piernas y me dio unas palmadas en la espalda con afecto. Parecía estar muy avergonzado por mi emotividad y no saber muy bien cómo manejar la situación.

La mujer alta de blusa azul pasó de nuevo junto a nosotros y sonrió una vez más. Tenía una sonrisa tan bonita como sus piernas. Le devolví la sonrisa.

El móvil de Arno empezó a sonar a toda pastilla y él se levantó despacio para contestar. Bajó la voz y se alejó de mí. No logré escuchar la conversación. No tenía ni idea de nada relativo a la vida privada de mi hijo. Rara vez traía amigos a casa, excepto a una chica, inquietante a mi modo de ver: una gótica con el pelo teñido de negro y unos labios pintados de púrpura que le conferían un parecido a Ofelia ahogada. Se sentaban en su habitación y escuchaban música a todo volumen. No me gustaba someterle a un interrogatorio. En una ocasión le hice un par de preguntas que me parecían divertidas y me saltó:

– Pero ¿tú eres de la Gestapo o qué?

Había mantenido el pico cerrado desde entonces, porque no había olvidado cuánto odiaba a mi padre por husmear en mi vida cuando tenía la edad de Arno, aunque yo jamás me había atrevido a responderle de ese modo.

Encendí un pitillo y me levanté para estirar las piernas. Anduve un poco mientras cavilaba cuáles deberían ser mis siguientes pasos para organizar todo lo relativo a la estancia de mi hermana en el hospital. ¿Con qué debía comenzar?

Sentí una presencia junto a mí y cuando me volví vi a la mujer de la blusa azul.

– ¿Me da un cigarrillo?

Le tendí el paquete con el pulso tembloroso, y me entró otro tembleque cuando le ofrecí un mechero que no me había pedido.

– ¿Trabaja aquí?

Tenía unos interesantes ojos dorados y le calculé unos cuarenta, pero se me daba muy mal eso de echarle años a la gente. Quizá fuera más joven. Todo cuanto sabía era que resultaba agradable a la vista.

– Sí -contestó.

Nos quedamos allí mismo de pie unos instantes, un poco cohibidos. Me fijé en el texto de la etiqueta: «Angele Rouvatier».

– ¿Es usted médico?

– No, no exactamente -repuso con una sonrisa. Antes de que pudiera formularle otra pregunta, ella me la hizo a mí-: ¿Ese joven es hijo suyo?

– Sí, estamos aquí porque…

– Sé por qué se encuentran aquí -atajó ella-. Éste es un hospital pequeño. -Se explicaba en voz baja y tono amistoso, pero a pesar de todo había algo extraño en ella, una actitud distante que era incapaz de precisar-. Su hermana fue afortunada. Fue un buen golpe. Y usted también tuvo suerte.

– Sí, mucha -admití.

Los dos exhalamos el humo en silencio.

– Entonces, ¿usted trabaja con la doctora Besson?

– Ella es la jefa.

Mientras asentía con la cabeza, me percaté de que no llevaba anillo de casada. Ése era el tipo de detalles en los que me fijaba ahora, cuando antes no lo hacía nunca.

– Debo irme. Gracias por el cigarro.

Admiré sus elegantes piernas mientras ella se alejaba. Ni siquiera me acordaba de la última mujer con la que me había acostado. Probablemente, alguna chica con la que había contactado a través de Internet. Una aventura triste de no más de dos horas después de la cual sólo quedaban un par de condones usados y un adiós apresurado. Había sido algo así, seguro.

Tras el fin de mi matrimonio, sólo había conocido a una mujer buena, Héléne, pero estaba casada. Una de sus hijas iba a clase de Arte con Margaux. Ella no estaba interesada en mantener una aventura, sólo quería que fuéramos amigos, y a mí me pareció bien. Con el tiempo se había convertido en una aliada valiosa y cercana. Héléne me había llevado a cenar a alguna de esas ruidosas brasseries del Barrio Latino. Me cogía la mano y me escuchaba cuando estaba con la depre. A su esposo no parecía importarle, y le entendí: tampoco yo era del tipo de hombre que pone celoso a un marido. Héléne vivía en una casona llena de recovecos ubicada en el bulevar de Sebastopol. Heredó la propiedad de su abuelo y la restauró con gran atrevimiento. El edificio tenía una vieja fachada a punto de venirse abajo en un área constreñida entre Les Halles y el Centro Pompidou, dos símbolos ostentosos de la vanidad presidencial. Me invadían punzadas de nostalgia cada vez que la visitaba, pues me recordaba una época de mi infancia, cuando mi padre y yo acostumbrábamos a deambular por los tenderetes de un mercado lleno de olores que ya no existía. A François le gustaba llevarme al distrito 16° y mostrarme el París viejo y sus reminiscencias zolianas. Jamás iba a olvidar la ocasión en que me comí con los ojos a las prostitutas ataviadas con vestidos de colores chillones que se alineaban a lo largo de la calle Saint-Denis, hasta que mi padre me reprendió con severidad para que dejara de hacerlo.

Vi regresar del hotel a Lucas con Astrid y Margaux, recuperadas después de darse una ducha. El rostro de Astrid estaba más relajado y parecía menos cansada. Venían las dos de la mano, y Astrid movía la mano de Margaux adelante y atrás, como si fuera una niña pequeña.

Enseguida llegaría el momento de su marcha, bien lo sabía yo, y necesitaba estar preparado para ese trance. Siempre me costaba un poco hacerme a la idea.


Al final del día, el rostro de Mélanie parecía un poco más sonrosado contra el blanco de la almohada. ¿O era cosa de mi imaginación? Nuestra familia se había marchado y nos había dejado solos con aquel implacable calor de mediados de agosto y el ruido del ventilador resonando en los oídos.

Esa tarde había telefoneado a su jefe, Thierry Drancourt, a su ayudante, Lucie, y a sus amigos íntimos: Valérie, Laure y Édouard. Había intentado explicarles la situación de la mejor forma posible y con un tono suave y firme. Les transmití el mismo mensaje en plan telegrama: había sufrido un accidente, se había roto la espalda, estaba hospitalizada, necesitaba descanso, iba a ponerse bien. Sin embargo, todos parecían preocuparse y preguntaban si podían ayudar en algo, si tenía dolores o si necesitaba que le enviaran alguna cosa. Los aplaqué hablándoles con confianza y les aseguré que iba a recuperarse del todo. Encontré un par de mensajes del amante de Mel en su teléfono, del cual me había apropiado, pero no los contesté.

Luego, me escabullí al servicio de caballeros, desde cuya privacidad llamé a mis propios amigos, Héléne, Didier, Emmanuel, y a ellos les conté, con un tono de voz muy diferente, lo asustado que estaba, el miedo que aún tenía cada vez que la veía allí tendida, inmóvil, escayolada y con una mirada mortecina en los ojos. Héléne rompió a llorar y Didier apenas logró articular palabra. Sólo Emmanuel se las arregló para consolarme con su ensordecedora voz de barítono y sus risas entre dientes. Se ofreció a venir conmigo y durante un rato barajé seriamente la posibilidad de aceptar su oferta.


– Dudo que quiera volver a conducir jamás -comentó Mel sin energía.

– Olvídalo. De todos modos, es demasiado pronto.

Ella se encogió de hombros, o al menos lo intentó, e hizo una mueca de dolor.

– Cómo han crecido los chicos. Lucas es un hombrecito. Margaux lleva el pelo naranja y Arno, una perilla. -Frunció los labios resecos y sonrió-. Y también ha venido Astrid…

– Sí. -Se me escapó un suspiro-. También ha venido…

Alargó la mano muy despacio, cogió la mía y me la estrechó.

– Su nombre no aparecía, ¿eh?

– Gracias a Dios.

La doctora y una enfermera entraron en la habitación para efectuar el reconocimiento vespertino. Le di un beso a mi hermana y me escabullí de allí. Deambulé por los pasillos, haciendo un ruido bastante molesto por culpa de las suelas de goma de las zapatillas, y luego me encaminé hacia la entrada principal, donde volví a verla junto a la puerta.

Angele Rouvatier vestía unos vaqueros negros y una camiseta sin mangas del mismo color. Se sentaba a horcajadas sobre una magnífica Harley Davidson, aunque era un modelo antiguo. Sostenía el casco con una mano mientras con la otra mantenía el móvil a la altura de la oreja. Sus cabellos castaños le caían sobre el rostro, ocultándoselo, razón por la cual no lograba distinguir su expresión. Me quedé ahí plantado, observándola durante un rato. Recorrí con los ojos el largo trazo de sus muslos, la espalda estrecha y sus hombros redondeados, muy femeninos. Tenía muy morenos los antebrazos. Debía de haber estado tomando el sol hacía poco. Me pregunté qué aspecto tendría en traje de baño, cómo sería su vida, si estaría soltera o casada, si tendría o no hijos, y también cómo olería justo debajo de la cascada de su melena.

Debió de percatarse de algo, ya que se giró bruscamente y me descubrió admirando su figura. Avergonzado, me apresuré a retroceder con el corazón golpeteándome en los oídos. Ella me sonrió, se metió el móvil en el bolsillo y me hizo con el dedo un gesto de significado elocuente: ven aquí. Caminé lenta y pesadamente hacia ella, sintiéndome un gilipollas.

– ¿Cómo está su hermana esta tarde? -preguntó.

Sus ojos eran dorados a pesar de la escasa luz de la tarde.

– Un poco mejor, gracias -farfullé.

– Tiene una familia estupenda. Me refiero a su esposa y sus hijos.

– Muchas gracias.

– ¿Se han ido?

– Sí. -Se hizo un silencio-. Estoy divorciado.

No sé por qué dije esa tontería, pero sonó patético.

– Por lo que parece, va a tirarse aquí una temporadita, ¿eh?

– Sí. Mel no puede moverse.

Ella asintió y se bajó de la moto. Admiré la agilidad con que desplazó la pierna por encima del sillín.

– ¿Tienes tiempo para tomar un trago? -preguntó, mirándome a los ojos.

– Claro -contesté, intentando aparentar que eso me sucedía todos los días-. ¿Tienes alguna sugerencia sobre dónde podemos ir?

– No hay mucho donde elegir. Hay un bar justo ahí abajo, cerca del ayuntamiento, pero a estas horas seguramente habrá cerrado ya. Y luego está el bar del hotel Dauphin.

– Ahí es donde me alojo.

– Claro -convino ella-. No hay otro lugar donde quedarse. Es el único hotel abierto en esta época del año.

Caminaba más deprisa que yo, así que me quedé sin aliento en mi intento de seguirle el paso. Anduvimos sin decir nada, pero no fue uno de esos silencios incómodos. No había nadie detrás de la barra cuando llegamos al hotel. Esperamos un rato, pero el lugar parecía totalmente vacío.

– Habrá un minibar en tu habitación, ¿no? -sugirió, y de nuevo me dirigió esa mirada directa.

Había algo terrible y excitante en ella. Me siguió hasta mi cuarto. Saqué las llaves con mano temblorosa, abrí la puerta, que hizo clic cuando ella la cerró. Y de pronto me la encontré en mis brazos, y la melena lustrosa me caía sobre la mejilla. Me besó a fondo y con ansia. Su boca sabía a menta y a tabaco. Era más fuerte y alta que Astrid, más que cualquier otra mujer que hubiera tenido entre mis brazos últimamente.

Allí, de pie mientras me besaba, sumergido en mi propia inercia, me sentí tan idiota como un adolescente torpón.

De repente mis manos volvieron a la vida y la agarré como un náufrago se sujeta a un salvavidas: con desesperación. La sujeté de forma febril y recorrí la zona lumbar con los dedos. Ella se diluyó en mí y profirió suaves gemidos, nacidos de la fibra más honda de su ser.

Caímos sobre la cama y se montó a horcajadas sobre mí con la misma agilidad exhibida en el sillín de la moto. Sus ojos refulgieron como los de un gato. Poco a poco se dibujó una sonrisa en su rostro mientras me desabrochaba el cinturón y me bajaba la cremallera de la bragueta. Sus toques fueron precisos, pero tan sensuales que tuve una erección en cuestión de segundos.

Angele no dejó de mirarme ni de sonreírme ni siquiera cuando la penetré. De inmediato, con habilidad, ralentizó el ritmo de mis caderas, y entonces lo supe: aquél no iba a ser otro de esos polvos rápidos y chapuceros que terminaban en cuestión de minutos. Era otra cosa.

Observé los contornos de su silueta leonina mientras cabalgaba sobre mí. A veces, se inclinaba hacia mí y me agarraba el rostro entre las manos, y me besaba con una ternura sorprendente. Se tomaba su tiempo, se regodeaba, lo disfrutaba. Gozamos de un sexo algo pausado y exento de prisas, pero el clímax fue tan intenso que noté cómo una quemazón me recorrió la espalda desde la rabadilla a la cabeza, quemándolo todo a su paso. Era como un dolor.

Ella se tendió junto a mí, sin aliento. El sudor de su espalda empapó la palma de mi mano.

– Gracias, lo necesitaba.

Me las arreglé para soltar una risilla seca.

– Perdona que te corrija: yo también lo necesitaba.

Se estiró hacia la mesilla de noche, sacó un cigarro del paquete, lo encendió y me lo pasó.

– Lo supe en cuanto te eché la vista encima.

– ¿Saber? ¿El qué?

– Que te tendría.

Me quitó el pitillo de entre los dedos.

De pronto me di cuenta de que llevaba puesto un condón, y hasta donde lograba recordar no había realizado los movimientos necesarios para colocarlo. Lo había deslizado con tanta maña que ni me había dado cuenta.

– Todavía la quieres, ¿a que sí?

– ¿A quién?

Sabía a quién se refería, aunque se lo preguntase.

– A tu esposa.

¿Por qué iba a molestarme en ocultarle nada a aquella bella desconocida tan poco convencional?

– Sí, aún la amo. Me dejó por otro hace un año, y desde entonces me siento una mierda.

Angele apagó el cigarro y se volvió hacia mí otra vez.

– Estaba segura por el modo en que la mirabas. Debe de doler.

– Sí.

– ¿Qué haces…? Quiero decir, ¿a qué te dedicas?

– Soy arquitecto, pero de los que hacen cosas aburridas. Restauro oficinas y almacenes, hospitales, bibliotecas y laboratorios. No hago ningún trabajo estimulante. No hago nada creativo.

– A ti lo que te va es machacarte, ¿verdad?

– No -refuté, escocido por el comentario.

– Pues entonces, deja de hacerlo.

Permanecí en silencio mientras me quitaba el preservativo con la mayor discreción posible. Luego, sin mirarme al espejo, como de costumbre, entré al servicio, donde me deshice del condón. Metí tripa y regresé a la cama.

– ¿Y qué hay de usted, madame Rouvatier? ¿A qué se dedica?

Ella me miró con cierta reserva.

– Soy tanatopractora. -Esbozó una sonrisa que dejaba entrever unos dientes blancos perfectos que me hicieron tragar saliva-. Manipulo cadáveres a lo largo de todo el día con las mismas manos con que te he acariciado la polla hace unos instantes. -Se las observé. Eran fuertes y hábiles, y, aun así, extremadamente femeninas-. Mi trabajo repugna a ciertos hombres, así que no lo cuento. No se empalman si lo hago. ¿Te da repulsión?

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