– No -le contesté con sinceridad-, pero supongo que me sorprende un poco. Háblame un poco de tu trabajo. Nunca he conocido a nadie con ese oficio.

– Mi labor consiste en aprender a respetar a los muertos, eso es todo. Si tu hermana hubiera fallecido en ese accidente, cosa que, por suerte, no ha ocurrido, gracias a Dios, mi tarea habría sido darle un aspecto sereno para que tú y tu familia pudierais mirarla por última vez sin llevaros un susto.

– ¿Y cómo lo logras?

Angele se encogió de hombros.

– Es un trabajo. Tú restauras edificios, yo hago lo mismo con los cuerpos.

– ¿Es duro?

– Sí, lo es cuando se trata de niños, bebés o mujeres embarazadas.

Me estremecí.

– ¿Tienes los tuyos propios? Quiero decir, hijos, bebés…

– No, no soy una persona de familia. Por eso admiro las de los demás.

– ¿Estás casada?

– Pareces un poli. Tampoco soy de las que se casan. ¿Alguna otra pregunta, agente?

– No -contesté con una sonrisa.

– Perfecto, porque ahora debo irme. Mi novio va a preguntarse dónde estoy.

– ¿Tu novio? -pregunté con una nota de perplejidad que no logré reprimir.

Ella me regaló una sonrisa deslumbrante que mostraba sus dientes.

– Sí, tengo un par.

Se puso de pie y se metió en el cuarto de baño, donde oí correr el agua de la ducha durante unos breves momentos. Luego, reapareció envuelta en una toalla. La observé. La encontraba fascinante, no podía evitarlo, y ella lo sabía. Se puso las bragas, los vaqueros y la camiseta.

– Volveré a verte; lo sabes, ¿verdad?

– Sí -musité.

Se inclinó sobre mí y me besó con avidez en los labios.

– Volveré a por más, monsieur Parisiense. Ah, por cierto, no hace falta que vayas metiendo tripita de ese modo. Ya estás bien como estás. -Se despidió y cerró la puerta con suavidad al salir.

Intenté poner en orden mis ideas. Estaba hecho polvo, era como si me hubiera pasado por encima un camión. Mientras me duchaba, no pude contener una risilla al recordar su audacia, pero había una ternura irresistible detrás de ese descaro. Esa mujer atesoraba un don increíble, pensé mientras me cambiaba de ropa y me ponía unos vaqueros y otra camiseta. Me había hecho sentirme bien conmigo mismo, y eso no sucedía desde hacía siglos. Me sorprendí a mí mismo tarareando y a punto de estallar en carcajadas.

Me miré al espejo como era debido, y eso no ocurría desde hacía mucho tiempo. Vi un rostro un tanto alargado, cejas espesas y una constitución delgada, si exceptuábamos la barriga. Desde el espejo me contemplaba un hombre que ya no se parecía al perro Droopy, el personaje de dibujos animados. No, incluso era más sexy, o así me lo parecía a mí, a pesar de las canas y del brillo enloquecido de los ojos de color castaño.

«Si Astrid pudiera verme ahora, si fuera capaz de quererme como Angele Rouvatier-que-va-a-volver-a-por-más», me lamenté antes de ponerme a gemir. ¿Cuándo iba a dejar de aferrarme a mi ex mujer? ¿Cuándo sería capaz de pasar página y seguir con mi vida?

Le estuve dando vueltas al oficio de Angele. No me hacía una idea precisa del trabajo de un tanatopractor. ¿Quería saber más? De un modo morboso, en cuyas razones no deseaba ahondar, encontraba el tema fascinante.

Había visto en la tele un documental sobre cómo trataban a los cuerpos tras la muerte. Les inyectan unos compuestos químicos, les recomponen las facciones y les alisan la piel, les cosen las heridas, les recolocan las extremidades e incluso se les aplica un maquillaje especial. «Es un trabajo siniestro», había comentado Astrid, que lo estaba viendo junto a mí.

¿Qué clase de cadáveres podía tratar a diario Angele Rouvatier en un hospital de provincias como ése? Ancianos muertos de puro viejos y víctimas de cáncer, accidentes de coche e infartos, suponía.

¿Contó el cuerpo de mi madre con la asistencia de algún embalsamador? Mel y yo fuimos conducidos al hospital para ver su cadáver, pero yo cerré los ojos. Ignoro si mi hermana hizo otro tanto. £1 funeral tuvo lugar en la iglesia de Saint-Pierre de Chaillot, a diez minutos a pie de nuestra casa de la avenida Kléber. Mi madre estaba enterrada en el panteón de los Rey, ubicado en el cementerio de Trocadero, también muy cerca. Hacía unos años había llevado a los niños para enseñarles la tumba de una abuela a la que nunca conocieron.

¿Cómo era posible que apenas conservara recuerdos del funeral? Me quedaban imágenes sueltas de una iglesia poco iluminada adonde acudió poca gente, el eco de los cuchicheos, el olor asfixiante de las lilas blancas y un montón de desconocidos que nos abrazaban una y otra vez.

Debía hablar con mi hermana para averiguar de qué se acordaba ella. Quizá recordase el rostro de nuestra madre muerta. Pero ahora no, no era el momento, y lo sabía.

Pensé de nuevo en lo que estaba a punto de decirme Mélanie unos segundos antes del accidente. Lo llevaba clavado desde el siniestro, no lograba sacármelo de la cabeza, estaba ahí, como un peso muerto, haciéndose notar. Había barajado incluso la posibilidad de comentárselo a la doctora Besson para ver qué pensaba y qué me sugería, pero en ese mismo momento la única persona con quien deseaba consultar el asunto era Astrid, y no estaba allí.

Encendí el móvil y escuché los mensajes. Había uno de Florence para hablar de un nuevo contrato y otros tres de Rabagny. El importe de los emolumentos había sido la única razón para aceptar el encargo de su guardería infantil cerca de la Bastilla. No podía ponerme tiquismiquis tal y como estaba el patio. Debía transferir a Astrid una pensión alimenticia mensual bastante elevada. Así lo habían concertado los abogados y no había nada que yo pudiera hacer al respecto. Siempre había ganado más dinero que ella, y probablemente el acuerdo sería justo, pero ahora las pasaba canutas cada fin de mes.

Rabagny no entendía dónde me metía ni por qué no le devolvía las llamadas, a pesar de que el día anterior le había enviado un SMS donde le explicaba lo del accidente mientras regresaba a París. Odiaba el sonido de su voz aguda y quejumbrosa como la de un niño consentido.

Había surgido un problema en el área de juegos. El color y la consistencia no eran los adecuados. El tipo me echaba su perorata con tal desprecio que parecía escupir las palabras, y mientras oía las grabaciones casi veía su cara ratonil de ojos prominentes y orejas descomunales. No me había gustado desde el principio. Tenía los treinta recién cumplidos y una arrogancia que me desagradaba tanto como su aspecto físico. Consulté la hora. Acababan de dar las siete. Todavía podía devolverle la llamada, pero no lo hice. Borré todos sus mensajes con una fiereza de lo más satisfactoria.

Héléne había dejado un mensaje con su voz suave como el zureo de una paloma: deseaba saber cómo nos encontrábamos Mélanie y yo desde nuestra última conversación, hacía apenas unas pocas horas. Ella seguía de vacaciones con su familia en Honfleur. Desde mi divorcio, yo había visitado a menudo esa residencia, una casa con vistas al mar muy agradable, cómoda y desordenada en donde uno se sentía a gusto. Era una amiga muy apreciada porque sabía cómo conseguir que me sintiera mejor conmigo mismo y con mi vida. Al menos por un tiempo.

La brecha abierta entre los amigos de la pareja era una de las cosas más molestas de los divorcios. Unos habían elegido a Astrid y otros a mí. ¿Por qué? Jamás iba a conocer las razones. ¿No les resultaba extraño a nuestros conocidos ir a cenar a la casa de Malakoff y tener a Serge sentado en mi silla? ¿No encontraban triste visitarme en el apartamento vacío de la calle Froidevaux, donde era obvio que no lograba salir a flote desde que ella me había dejado? Algunos amigos la habían preferido a ella porque Astrid exudaba un aura de felicidad. Era más fácil tener trato social con una persona dichosa, o eso imaginaba yo, y a casi nadie le apetecía sentarse a rumiar cuitas con un perdedor ni oír mis quejas sobre lo sólito y desamparado que me hallaba ni lo confundido que estuve los cinco primeros meses al verme sin una familia después de haber sido un padre de familia durante dieciocho años, ni sobre lo silenciosas que me parecían las mañanas a primera hora en mi cocina de Ikea, a solas con el olor de una barra de pan quemada y los eslóganes publicitarios de las noticias de la emisora RTL, pues enchufaba la radio para tener algo de compañía. Me quedaba allí como un pasmarote, aturdido por la falta de voces, la de Astrid urgiendo a los niños para que no llegasen tarde, el retumbar de las pisadas de Arno cuando bajaba por las escaleras, los ladridos de Titus, movido por el entusiasmo, los gritos de Lucas cuando no localizaba la bolsa de gimnasia. Ahora, un año después, me había acostumbrado a las nuevas mañanas, las silenciosas, pero seguía echando de menos aquellos ruidos.

También tenía mensajes de otros clientes; algunos de ellos revestían cierta urgencia. El paréntesis vacacional estaba a punto de acabar y ahora la gente regresaba al trabajo y retomaba el ritmo habitual de actividad. Empecé a calcular cuánto tiempo debía quedarme allí; el plazo máximo que iba a poder permanecer junto a mi hermana. Pronto habrían transcurrido tres días desde el accidente y Mel aún no podía moverse. La doctora Besson no me había facilitado nuevos detalles. Sospechaba que ella prefería ver la evolución de Mélanie antes de ser más precisa.

Había recibido también varios mensajes de la compañía de seguros con preguntas concretas acerca del coche accidentado y peticiones de rellenar cuanto antes el papeleo. Procedí a apuntar todo eso en el bloc de notas.

Luego, encendí el portátil y usé la conexión telefónica situada junto a la cabecera de la cama para conectarme y revisar el correo. Tenía un par de mensajes de Emmanuel y unos pocos relativos a mi negocio. Los respondí enseguida.

Después abrí un par de archivos de AutoCAD relativos a proyectos en los que debería estar trabajando. Sentí una desidia enorme al verlos en la pantalla, lo cual casi me resultaba divertido. Hubo un tiempo en que me daba escalofríos sólo imaginar nuevas oficinas, una biblioteca, un hospital, un centro deportivo o un laboratorio. Ahora me era indiferente. Había malgastado la mayor parte de mis energías y de mis años en un campo que no me llenaba, así de simple. ¿Cómo había podido ocurrir eso? ¿Cuándo se quedó todo en nada? Probablemente, cuando Astrid me dejó. Quizá sufriera una depresión o tal vez fuera cierto lo de la crisis de la mediana edad, pero ¿acaso se veía venir este tipo de cosas?

Apagué el ordenador, bajé la tapa y me recliné sobre la cama. Las sábanas todavía olían a Angele Rouvatier, lo cual me agradaba. Miré a mi alrededor. La habitación era de las modernas: cómoda y sin encanto, la ventana daba a un aparcamiento, las paredes estaban pintadas de color gris perla y la fina alfombra tenía un tono beige apagado. Mélanie ya habría tomado la cena a esa hora, porque la servían ridículamente pronto, como en todos los hospitales. Por mi parte, podía elegir entre el McDonald's de las afueras o una pequeña casa de huéspedes situada en la avenida principal del pueblo, donde ya había cenado dos veces. Los camareros se movían a cámara lenta y el comedor estaba a rebosar de octogenarios desdentados, pero los platos eran de lo más saludable. Decidí saltarme la cena de esa noche, lo cual, por cierto, no iba a hacerme ningún mal.

Encendí la tele e intenté concentrarme en las noticias. Inquietud en Oriente Próximo: bombas, disturbios, muerte y violencia. Cambié de un canal a otro y todo me revolvía el estómago. Hice zapping hasta acabar parándome en medio de la película Cantando bajo la lluvia. Las piernas esculturales de Cyd Charisse y su firme y ceñido corsé esmeralda mientras giraba en torno a un torpe Gene Kelly con gafas me dejaban obnubilado, como siempre.

Me sobrevino una suerte de paz interior mientras permanecía tumbado, maravillado por esos muslos firmes y redondeados. Continué viendo el largometraje con la placidez de un chaval amodorrado, invadido por una dicha silenciosa que hacía mucho tiempo que no sentía, y me pregunté la razón de mi satisfacción de esa noche. Mi hermana estaba escayolada de la cintura hacia arriba y sólo Dios sabía cuándo sería capaz de volver a andar, seguía enamorado de mi ex mujer y aborrecía mi trabajo.

La presencia de Astrid había removido unos recuerdos amargos casi por sorpresa, habían salido de repente, como el payaso de una caja sorpresa, pero esa poderosa sensación de paz fluía por mi cuerpo con fuerza suficiente para llevarse por delante todos los pensamientos negativos, tranquilizar mis preocupaciones sobre Mélanie, eliminar la ira y la frustración nacidas por mis desvelos laborales. Yací allí tumbado y me rendí.

Qué hermosa era Charisse envuelta con ese velo blanco y los brazos extendidos en gesto de súplica, recortados contra el tono púrpura del decorado. Seguía teniendo unas piernas muy largas incluso cuando estaba descalza, parecían no tener fin. Me sentía capaz de permanecer allí tumbado para siempre, confortado por el olor a almizcle de Angele Rouvatier y los muslos de Cyd Charisse.

El móvil emitió un pitido indicador de la recepción de un mensaje. Lo cogí y aparté a regañadientes los ojos de Charisse para leerlo.

Dream a little dream of me [3].

No conocía el número de teléfono remitente del SMS. Sonreí. Sabía quién me lo había enviado. Sólo podía ser Angele Rouvatier. Probablemente había copiado mi número del expediente de Mélanie, al cual podía acceder fácilmente como parte integrante del personal del hospital.

El sentimiento de sosiego y satisfacción me envolvió como un gato ronroneante. Deseaba apurarlo al máximo, porque de algún modo, y aunque no supiera de dónde sacaba esa certidumbre, sabía que no iba a durar. Ese momento era como hallar abrigo en el ojo del huracán.


Daba igual cuánto me esforzase por eludirlo. No lograba evitar que mi mente regresara una y otra vez al aciago viaje en cuyo transcurso Astrid conoció a Serge. Eso había ocurrido hacía cuatro años, cuando los chicos aún no se habían adentrado en las turbulencias de la adolescencia. Habíamos contratado unas vacaciones en Turquía, en el Club Med Palmiye Hotel. La ocurrencia fue mía. Solíamos pasar la mayor parte del verano con los padres de Astrid, Bibi y Jean-Luc, en su casa de la Dordoña, cerca de Sarlat. Mi padre y Régine tenían una casa en el valle del Loira, un presbiterio que mi madrastra había transformado en uno de esos horrores modernos que hacen daño a la vista. Rara vez nos invitaban y nunca nos sentíamos bien recibidos.

Las vacaciones en compañía de Bibi y Jean-Luc habían empezado a pasar factura y la convivencia con mis suegros se me hacía cada vez más difícil, a pesar de la grandiosidad y belleza del Périgord Negro. La obsesión de Jean-Luc por la evacuación intestinal regular y la consistencia de las deposiciones, los menús frugales, el recuento de calorías y el ejercicio continuado acababan por ser irritantes.

Bibi apechugaba con todo eso. Podías ver su rosáceo rostro redondo con hoyuelos y el pelo blanco recogido en un moño casi siempre en la cocina, atareada como una abeja obrera. Accedía a casi todo y se encogía de hombros con la mejor de las disposiciones.

Todas las mañanas, mientras me tomaba un café negro con azúcar en el desayuno, mi suegro me censuraba:

– ¡Qué malo es eso para tu cuerpo! Habrás muerto antes de cumplir los cincuenta.

Debía ocultarme como un colegial detrás de las hortensias a fumarme un pitillo deprisa y de mala manera para oírle decir:

– Vives cinco minutos menos con cada cigarro que te fumas, ¿lo sabías?

Y eso no era todo. Con el fin de sudar lo máximo posible, mi suegra andaba a toda prisa por el jardín completamente vestida con plástico y subida sobre unos palos de esquí. A esto se le llamaba «marcha nórdica», y como ella era sueca, pues, bueno, supongo que encajaba que la practicara, pero tenía un aspecto ridículo.

La costumbre nudista de los sesenta empezó a cansarme cuando la practicaban en torno a la piscina y dentro de la casa. Iban por ahí contoneándose como ciervos viejos, inmunes a la evidencia de que sus cuerpos no inspiraban más que lástima; pero yo no me atrevía a poner el tema sobre la mesa, ya que Astrid también practicaba el nudismo en verano, aunque en menor medida. Las alarmas saltaron cuando Arno, que entonces sólo tenía doce años, murmuró en la cena algo sobre que le avergonzaba que sus amigos acudieran a la piscina porque los abuelos se exhibían desnudos. Para esa fecha ya habíamos decidido pasar los veranos en otra parte, aunque volvimos de visita.

Por todo ello, cambiamos los robledales de Dordoña, los desayunos con muesli y el nudismo de mis suegros por el abarrotado y alegre Club Med, donde abundaban las comidas con un alto contenido en calorías.

Al principio no me preocupé por Serge, lo admito. No percibí ningún indicio de peligro. Astrid se marchaba a sus clases de gimnasia acuática y de tenis, los chicos se quedaban en el miniclub y yo me pasaba las horas muertas leyendo, tomando el sol o echando una cabezadita en la playa y nadando en el mar. Ese verano leí un montón de novelas. Me las había regalado Mélanie. Eran libros de nuevos valores, escritores confirmados y escritores extranjeros publicados por la editorial en la que trabajaba mi hermana. Los leí por encima, sin concentrarme mucho, pues ese verano sobre todo hice el vago. Debería haber estado con la guardia alta, pero en vez de eso holgazaneé bajo el sol, convencido de que todo marchaba bien en mi pequeño mundo.

Astrid le conoció en las pistas de tenis, o eso tengo entendido, pues compartían el mismo profesor, un italiano de voz melosa que llevaba unos pantalones cortos blancos muy apretados e iba por ahí caminando como John Travolta en la pista de baile. No noté nada raro hasta más tarde, durante el viaje a Estambul. Serge formaba parte del grupo de quince turistas del Club Med guiados por un viejo turco que hablaba francés con un sorprendente acento belga. Aturdidos por el calor y el cansancio, pateamos por el palacio de Topkapi de punta a punta, la mezquita azul del sultán Ahmed, Santa Sofía, las antiguos restos de cisternas de agua adornadas con cabezas de medusa y el bazar. Lucas tenía seis años y no hizo más que quejarse. Era el niño más pequeño de todos.

Me di cuenta de que Astrid se estaba carcajeando mientras cruzábamos el Bósforo en un barco y el guía señalaba las vistas de la orilla asiática. Serge estaba de espaldas a mí rodeando con el brazo a una joven, y los dos se reían. La muchacha era una joven de rostro saludable que llevaba el pelo sujeto en una cola de caballo.

– Eh, Tonio, ven a conocer a Serge y Nadia.

Me acerqué a ellos sin ninguna prisa y les estreché la mano. Entorné los ojos mirándole a la cara. No hallé nada especial en él. Estaba cachas, pero era más pequeño que yo y tenía unas facciones muy del montón. Pero Astrid le miraba, y él a ella. El menda estaba ahí con su novia y no era capaz de quitarle los ojos de encima a mi esposa. Me entraron ganas de tirarle por la borda.

Con creciente angustia, sentía su continua presencia cuando regresamos al Palmiye Hotel. Nos lo encontrábamos en todas las esquinas. ¡Quién lo iba a decir! Serge estaba en el hammam, junto a la piscina, bailando con los chicos en las Crazy Signs organizadas por el Club Med y en la mesa contigua a la nuestra. A veces con Nadia y otras solo.

– Son una pareja moderna -me había explicado Astrid.

Yo no tenía ni idea de qué diablos significaba eso, pero no me gustaba ni un pelo.

En las clases de gimnasia acuática, estaba inevitablemente presente: pedaleando en el agua junto a mi esposa, masajeando su cuello y sus hombros durante las sesiones de masaje recíproco del final.

No iba a sacármelo de encima ni con agua caliente. Empecé a asumir con desánimo que debería esperar al final de las vacaciones para perderle de vista. No me di cuenta en absoluto de que el romance empezó justo después de que todos regresáramos a Francia. Bajo mi punto de vista, Serge había sido un incidente desagradable en unas vacaciones por todo lo demás muy satisfactorias.

Fue entonces cuando Astrid empezó a dar señales de estrés. Se cansaba muy a menudo y saltaba a la mínima. Ya nunca hacíamos el amor. Se acurrucaba en su lado de la cama, de espaldas a mí, y se quedaba dormida enseguida. Una o dos veces, después de que los niños se hubieran acostado, la sorprendí llorando a solas en la cocina.

Ella siempre se las arreglaba para convencerme de que todo se debía al cansancio o a este o aquel otro problema en la oficina; nada serio. Y yo la creía.

¡Qué fácil era creerla! No debía plantearle ninguna pregunta a ella ni tampoco debía hacérmelas yo.

La verdad era que ella lloraba porque amaba a Serge y no sabía cómo decírmelo.


Al día siguiente apareció por el hospital Valérie -la mejor amiga de Mélanie-, con Lea -su hija de cuatro años, ahijada de Mel-, su esposo, Marc, y su perra Rose, una jack russell terrier.

Me vi en la obligación de esperar fuera con la niña y la perra para que Lea y Marc pudieran pasar un rato con mi hermana. El chucho era nervioso, de esos que no se están quietos nunca: parecía haber nacido para dar brincos y ladrar hasta debajo del agua; la niña era más mala que la quina, a pesar de su aspecto angelical. Tuve que dar una vuelta tras otra alrededor del hospital para tranquilizarlas un poco a las dos. Al animal lo sujetaba por la correa y a la niña la llevaba bien cogida de la mano. Angele Rouvatier se desternillaba de risa cada vez que me observaba desde su ventana en el piso primero. Un fuego interior se encendía entre mis caderas cada vez que sus ojos se posaban en mí, pero resultaba muy difícil tener una pinta mínimamente sexy y al mismo tiempo mantener controladas a una perra que no dejaba de ladrar y a una niña que no paraba de gritar.

Rose tenía la poca elegancia de sentarse a horcajadas para mear donde le viniera en gana, y eso incluía la rueda delantera de la Harley de Angele. Por otro lado, la niña deseaba estar con su madre y no alcanzaba a entender por qué la habían empaquetado como un fardo y la habían dejado conmigo, con el calor que hacía en pleno mes de agosto; una tarde perdida en un lugar carente de todo interés, pues no había un sitio decente donde jugar ni poder comprar helados.

Me encontraba perdido frente a un niño de esa edad. Había olvidado lo tiránicos, obtusos y ruidosos que pueden llegar a ser. De pronto, eché de menos los equívocos silencios de la adolescencia, a los que había ido acostumbrándome y con los que, según creía, era capaz de manejarme.

Por el amor de Dios, ¿por qué teníamos hijos?, me preguntaba cuando las enfermeras abrieron las ventanas y me miraron con desdén o desquiciadas por la combinación de los gemidos de la niña y los ladridos de la terrier.

Valérie salió del edificio por fin y, para mi enorme alivio, se hizo cargo de la estruendosa pareja. Esperé a que apareciera Marc y se llevase a Lea y Rose para conversar con la amiga de mi hermana. Nos sentamos a la sombra de un castaño, pues el calor era más intenso ese día: el ambiente era seco y ardiente, más propio de un desierto, lo cual me hacía añorar todavía más los helados y los insondables fiordos noruegos.

Nuestra visitante estaba muy morena tras pasar las vacaciones en España. Mélanie y ella eran amigas desde hacía muchos años, desde que fueron juntas a clase en el colegio Sainte-Marie de l'Assomption, en la calle Lubeck. De pronto me percaté de que a lo mejor ella recordaba algún detalle sobre mi madre y me asaltó la tentación de preguntarle, pero mantuve cerrado el pico. Valérie era una escultora de bastante renombre. En mi opinión, su trabajo era bueno, pero marcadamente sexual y demasiado explícito como para tenerlo expuesto en una casa llena de niños. Sin embargo es posible que pensase de ese modo porque, y aquí casi puedo oír la voz de Mel burlándose de mí, soy «un chico burgués y un estirado del distrito 16o».

Valérie parecía preocupada. Aunque yo la había mantenido al corriente del estado de Mel durante los últimos días, era inevitable, como tuve que recordarme a mí mismo, la fuerte impresión cuando se la veía por primera vez. Extendí el brazo y le cogí la mano.

– Parece muy débil -susurró.

– Sí -admití-, pero tiene mejor aspecto que el primer día.

– No me estarás ocultando nada, ¿verdad? -inquirió con acritud.

– ¿Como qué?

– Bueno, que vaya a quedarse paralítica o alguna otra cosa horrorosa.

– Por supuesto que no, aunque lo cierto es que la doctora Besson tampoco me ha dicho demasiado. No tengo ni idea de cuánto tiempo va a tener que quedarse aquí ni cuándo va a caminar por su propio pie.

Valérie se rascó la coronilla.

– Ha venido la doctora cuando estábamos en la habitación. Parece una mujer amable.

– Sí, lo es.

Ella se volvió para mirarme a los ojos.

– ¿Y qué hay de ti? ¿Cómo lo llevas, Tonio?

Sonreí y me encogí de hombros.

– Me siento como en una especie de nube.

– Debe de haber sido terrible, y más aún después de un fin de semana maravilloso. He hablado con Mel de su cumpleaños, y, por cómo hablaba, parece que os lo pasasteis fenomenal.

– Sí, fue estupendo -afirmé sin convicción.

– No dejo de preguntarme por qué ha sucedido esto -comentó, y volvió a observarme.

Como no sabía muy bien qué responder, miré hacia otro lado. Al final, suspiré y le contesté:

– Se salió de la carretera. Así sucedió. Nada más y nada menos.

Valérie me rodeó con su brazo moreno.

– Lo que tú digas, pero ¿por qué no me dejas quedarme con ella unos días? Puedes irte a París en el coche con Marc y yo me quedaré cuidando de Mel durante un tiempo. -Acaricié la idea en silencio. Ella continuó hablando-: No puedes hacer casi nada por tu hermana en este momento y Mel no puede moverse, así que ¿por qué no vuelves a casa, me dejas a cargo de todo y vemos cómo evolucionan las cosas? Debes volver al trabajo y ver a tus hijos los fines de semana, y en unos días, si quieres, puedes volver con tu padre.

– Me siento mal dejándote sola.

Ella soltó un bufido.

– ¡Oh, vamos! Soy su mejor y más antigua amiga. Hago esto por ti y por ella, por los dos.

Le apreté el brazo e hice una pausa antes de preguntarle:

– ¿Tú recuerdas algo de mi madre, Valérie?

– ¿De tu madre?

– Mel y tú sois amigas desde hace tantos años que pensé que quizá te acordaras de algo.

– Mel y yo nos conocimos a los ocho años, creo, poco antes de morir tu madre. Recuerdo una cosa: mis padres me ordenaron que nunca le preguntara a Mélanie nada sobre su madre, aunque ella me mostraba fotografías, cartas y pequeñas pertenencias de vuestra madre. De todas formas, luego tu padre volvió a casarse y nosotras crecimos y nos convertimos en adolescentes frívolas: empezamos a interesarnos por los chicos y esas cosas, y ya no hablamos mucho de ella. Pero lo sentía mucho por los dos. No conocía a otros niños que hubieran perdido a su madre, y eso hacía que me sintiera culpable y triste.

Culpable y triste. Bastantes amigos del colegio reaccionaron de ese mismo modo. Algunos se llevaron una sorpresa de tal calibre que ya no fueron capaces de dirigirme la palabra de forma normal nunca más. Me ignoraban o se ponían rojos como un tomate si yo les hablaba.

La directora del colegio pronunció unas torpes palabras e incluso hubo una misa especial por Clarisse. Los profesores se portaron fenomenal conmigo durante un par de meses, ya que yo era el huérfano. Susurraban a mis espaldas, se daban codazos o me señalaban con movimientos de cabeza.

– Mira, ése es, su madre ha muerto.

A lo lejos vi a Marc caminando hacia nosotros con la niña y la perra. Podía confiar en Valérie para cuidar de mi hermana. Ella me explicó que había traído una bolsa con lo necesario para quedarse un par de días. Era fácil, me hacía falta y además ella quería hacerlo.

Por tanto, hice mi composición de lugar enseguida: me marcharía con Marc, Lea y Rose. Sólo necesitaba un poco de tiempo para guardar mis cosas, comunicar en el hotel que Valérie iba a necesitar una habitación y despedirme de Mel. Se sentiría tan feliz de ver a su mejor amiga que mi marcha no iba a perturbarla lo más mínimo.

Rondé por los alrededores de lo que intuía que eran las oficinas de Angele, pero no la vi por allí. Pensé en lo que podía estar haciendo en esos precisos instantes. Tal vez estaba manipulando un cadáver. Así que me alejé de allí y me entrevisté con la doctora Besson, a quien le expliqué que dejaba a Mel al cuidado de una muy buena amiga y le anuncié mi propósito de estar de vuelta enseguida.

Ella me tranquilizó y me aseguró que Mélanie iba a estar en las mejores manos. Sin embargo, nuestra entrevista concluyó con una frase enigmática:

– No pierda de vista a su padre.

Asentí con la cabeza y me marché, pero no pude evitar preguntarme a qué se estaría refiriendo. ¿Acaso pensaba que François tenía mal aspecto? ¿Había advertido su ojo clínico algún detalle que yo había pasado por alto? Tuve la tentación de dar media vuelta y pedirle que me lo aclarase, pero Marc me estaba esperando y la niña ya había empezado a armar alboroto, así que me marché a toda prisa mientras despedía con la mano a Valérie, cuya figura alta y reconfortante se recortaba contra el umbral de la entrada.

El viaje fue largo y caluroso, pero milagrosamente silencioso, pues se quedaron roque tanto la niña como la mascota. Marc no era hombre de mucha conversación. Escuchamos música clásica y hablamos poco, y eso fue todo un alivio.

Nada más llegar a casa abrí todas las ventanas de par en par, pues el ambiente estaba cargado y el aire, viciado. Durante los veranos parisinos reinaba una chicharrera pesada y olorosa, cargada del hedor del humo de los tubos de escape, gases y mierda de perro. ¡Y cómo sonaba el atasco tres pisos por debajo, en la calle Froidevaux! Nunca era posible dejar abiertas las ventanas del todo durante mucho rato: el ruido resultaba insoportable.

La nevera estaba vacía y además se me hacía insufrible la idea de cenar solo otra vez más, de modo que le pegué un telefonazo a Emmanuel y le dejé un mensaje en el contestador automático, implorándole que atravesase el atasco de París, con el calor que hacía, y viniera a darme un poco de apoyo moral y me acompañase a cenar. Di por seguro que aceptaría. El móvil pitó al cabo de unos minutos; aunque yo esperaba un mensaje de mi amigo, no se trataba de eso.


Eso se llama despedirse a la francesa. ¿Cuándo vuelves?


La sangre se me agolpó en el pecho y rompí a sudar todavía más: Angele Rouvatier. No logré contener una ancha sonrisa. Acuné el teléfono en la mano como un adolescente sentimental y luego le contesté:


Te echo de menos. Llamaré pronto.


Me sentí un idiota nada más enviarlo. ¿Había hecho bien mandándolo? ¿Hacía falta admitir que la echaba de menos?

Bajé a todo correr al Monoprix de la avenida General Leclerc y compré vino, queso, jamón italiano y pan. El móvil pitó de nuevo, justo cuando salía del supermercado. Emmanuel me enviaba un SMS para informarme de que estaba en camino.

Mientras le esperaba elegí un viejo CD de Aretha Franklin y lo puse bien alto. La anciana del piso de arriba estaba sorda como una tapia y la pareja de debajo seguían de vacaciones. Me serví un vaso de vino de chardonnay y paseé por el apartamento vacío, acompañando con mi tarareo la cadencia del tema Think.

Mis hijos iban a venir la siguiente semana, así que aproveché para echar un vistazo a sus habitaciones. A ellos les gustaba tener dos habitaciones en dos casas distintas, lo cual ayudó mucho cuando estuvo en marcha lo del divorcio. Yo les dejé que la decorasen a su aire. Lucas llenó de caballeros jedis e imágenes de Darth Vader las paredes de su cuarto. Arno las pintó de azul oscuro, lo cual les confería un aspecto disonante y acuático. Margaux plantó un póster de Marilyn Manson en la peor situación posible. Yo sólo miraba si no me quedaba otro remedio. También había otra foto turbadora: Margaux y Pauline, su mejor amiga, con una gruesa capa de maquillaje, mostrando el dedo corazón estirado y el resto de la mano cerrada.

Madame Georges, la enérgica y parlanchina señora de la limpieza, formulaba quejas continuas sobre el estado del cuarto de Arno: muchas veces ni siquiera lograba abrir la puerta por tantos objetos como había acumulados detrás. Margaux era igual de desordenada. Sólo Lucas hacía un pequeño esfuerzo para mantener limpias sus cosas. Yo les dejaba tener sus leoneras como les viniera en gana. Pasaban tan poco tiempo conmigo que me daba pena tener que ordenarles que limpiasen una y otra vez. Eso lo dejaba para Astrid, y para Serge.

En mi ronda descubrí un árbol genealógico en el cuarto de Lucas, justo encima de la mesa. No lo había visto antes. Deslicé el puente de las gafas por la nariz para mirar por encima de los cristales. El diagrama se remontaba a los abuelos. Figuraban los padres de Astrid, francés uno y sueca la otra. La familia Rey se hallaba al otro lado, pero había un interrogante junto a la fotografía de mi padre. Tomé conciencia de lo poco que sabía mi hijo sobre mi madre. Tal vez ni siquiera conociera su nombre. ¿Qué les había contado a mis hijos sobre ella? Prácticamente nada.

Tomé un lápiz de la mesa y en el minúsculo recuadro situado junto a mi padre, donde ponía «François Rey, 1934», escribí con mi mejor caligrafía: «Clarisse Elzyére, 1939-1974».

Todos y cada uno de los parientes tenían una fotografía, salvo mi madre, y eso me causó una extraña frustración.


El timbre de la puerta anunció la llegada de mi amigo.

Me alegró mucho contar con su presencia, me encantaba no estar solo, y abracé con fuerza su cuerpo bajo y fornido. Emmanuel me palmeó la espalda de un modo paternal para consolarme.

Nos habíamos conocido hacía unos diez años, cuando mi equipo se encargó de remozar las oficinas de su agencia de publicidad. Era de mi edad, pese a parecer algo mayor, tal vez debido a que estaba completamente calvo. Emmanuel compensaba la falta de pelo con una espesa barba pelirroja, y se la acariciaba muy a menudo; le encantaba hacerlo. Vestía ropas de colores brillantes y estrafalarios que yo no me atrevería a llevar en la vida, pero él lucía esas prendas con cierto garbo. Esa noche, por ejemplo, había elegido una camisa naranja de Ralph Lauren. Sus centelleantes ojos de color azul índigo me contemplaron desde detrás de unas gafas sin montura.

Deseaba expresarle cuánto me alegraba que hubiera venido y lo mucho que le agradecía su aparición esa noche, pero en mí era ya costumbre, siguiendo la mejor tradición de los Rey, que se me trabara la lengua, de modo que al final me guardé esas palabras de gratitud.

Cogí la bolsa de plástico que él sostenía entre las manos y me dirigí a la cocina, donde mi invitado se puso a trabajar de inmediato. Yo me ofrecí a hacer algo mientras le miraba, aun a sabiendas de que era inútil. Se había apropiado del lugar como si fuera suyo y le dejé hacer.

– No te has comprado un delantal como Dios manda, ¿a que no? -refunfuñó.

Señalé con la mano uno de color rosa con un dibujo de Mickey Mouse colgado en un perchero próximo a la puerta. Era de Margaux, lo tenía desde los diez años. Él suspiró mientras se las arreglaba para atárselo en torno a su oronda figura. Hice un gran esfuerzo para reprimir las carcajadas.

La vida personal de Emmanuel era un misterio para mí. Tenía un lío más o menos serio con una mujer triste y complicada llamada Monique, madre de dos hijos adolescentes fruto de un matrimonio anterior. No sabía qué veía en ella, la verdad, pero estaba casi seguro de que mi amigo tenía sus rolletes por ahí cuando Monique no andaba cerca, como en ese momento, que continuaba de vacaciones con sus hijos en Normandía. Esos días tenía alguna aventura, y yo lo sabía porque estaba silbando mientras troceaba los aguacates y hacía ostentación de la misma pose de chico malo que solía verle casi todos los años por esa época.

Mi invitado parecía inmune a los efectos del calor a pesar de estar trabajando en la cocina sin cesar; en cambio yo, que estaba sentado y dándole sorbitos a mi copa de vino, notaba la humedad brillante del sudor en las sienes y en el labio superior. Y él seguía ahí, tan fresco.

La ventana abierta de la cocina daba a un patio típicamente parisino, oscuro como boca de lobo incluso en pleno mediodía. Desde allí sólo se veían los cristales sucios del vecino y unos paños de cocina húmedos encima de la repisa. No entraba ni una pizca de aire por ahí. Odiaba París con ese calor. Echaba de menos Malakoff y el fresco jardincillo, la mesa destartalada y la silla debajo del viejo álamo. Emmanuel trajinaba de un lado a otro de la cocina, quejándose por la falta de buenos cuchillos y de un molinillo de pimienta.

Bueno, yo nunca había sido un cocinillas. Astrid se encargaba de eso en nuestra convivencia. Preparaba unos platos deliciosos y originales con los que no dejaba de impresionar a nuestros amigos. «¿Era buena cocinera mi madre?», me pregunté de pronto. No me parecía recordar ningún aroma de comidas ricas en el piso de la avenida Kléber. Nuestro padre contrató a una gobernanta para hacerse cargo de nosotros y de la casa hasta su boda con Régine. Madame Tulard era una mujer delgada con pelos en la barbilla. Nos tuvo varios años a sopa aguada, poco apetitosos platos de coles de Bruselas, filetes de ternera duros como suelas de zapato y un arroz con leche que era un verdadero engrudo.

Y entonces, de pronto, me vinieron a la memoria imágenes de rebanadas de pan integral untadas con queso fundido de cabra. Eso era cosa de nuestra madre. Me acordé de ese olor fuerte a queso fundido, el sabor a harina de trigo, el suave regusto a albahaca y tomillo fresco y el chorrito de aceite de oliva. Recordé que ella me contaba que solía comer queso de cabra cuando era niña, en las Cévennes. Esos quesos redondos tenían un nombre, picadons, pélardons o algo por el estilo.

Emmanuel se interesó por la evolución de Mel. Le expliqué que Valérie me había relevado por un par de días y admití que en realidad ignoraba el verdadero estado de mi hermana, pero que confiaba en la cirujana -me gustaba Bénédicte Besson, era una doctora concienzuda y amable-, y le expliqué con detalle cómo me reconfortó la noche del accidente y también cómo metió en cintura a mi padre.

Luego me interrogó acerca de los chicos mientras presentaba dos platos estupendos de verduras frescas cortadas en rodajas finas, rebanadas de queso gouda, salsa de yogur acida y jamón italiano. Conocía bien su tremendo apetito, y sabía que eso era un mero aperitivo.

Mientras empezábamos a comer, le expliqué que mis hijos iban a venir el próximo fin de semana. Levanté la mirada y le vi masticar a dos carrillos. Era igual que Mélanie, ¿qué sabía él de criar hijos? ¿Qué sabía de los adolescentes? Nada. ¡Qué hombre tan afortunado! Reprimí una sonrisa mordaz. No me imaginaba a Emmanuel como padre por mucho que lo intentase.

Se puso a preparar el salmón en cuanto terminó su plato. Era hábil y diestro. Lo contemplé, maravillado por su maña culinaria, mientras esparcía pepinillo en vinagre al eneldo sobre el pescado. Enseguida me entregó mi parte y la mitad de un limón, y fue entonces cuando le dije:

– Mélanie se salió de la carretera porque acababa de recordar algo acerca de nuestra madre.

Emmanuel alzó la mirada y me observó con perplejidad. Se le había metido un trocito de pepinillo entre los dientes y se lo quitó en silencio.

– Ahora no se acuerda de nada -proseguí sin dejar de masticar el pescado.

Él también comía, pero sin quitarme los ojos de encima.

– Pero al final lo recordará; eso lo sabes, ¿no?

– Sí, se acordará, pero de momento no, y yo no logro sacármelo de la cabeza. Esto me está volviendo loco.

No encendí ni un cigarrillo hasta que él hubo terminado de cenar. Emmanuel odiaba el tabaco, y yo lo sabía, pero, después de todo, estaba en mi propia casa.

– ¿Y qué piensas que puede ser?

– Algo que la alteró por completo, lo bastante como para que perdiera el control del coche.

Fumé en silencio mientras él removía los restos de pepinillo.

– Y después he conocido a esa mujer -añadí tartamudeando.

Emmanuel levantó una ceja y me miró con el semblante más animado.

– Es tanatopractora.

Soltó una gran risotada.

– ¡Estás de guasa!

Sonreí.

– Y es de lo más sexy.

Se frotó el mentón. Los ojos le centellearon con picardía.

– ¿Y…? -me azuzó para que continuase. A Emmanuel le encantaban ese tipo de conversaciones.

– Bueno, se vino derechita a por mí. Es magnífica, sorprendente.

– ¿Rubia?

– No. Morena. Tiene los ojos verdes con un toque dorado y un cuerpazo, además de un gran sentido del humor.

– ¿Dónde vive?

– En Clisson.

– ¿Y eso dónde está?

– En algún lugar cerca de Nantes.

Se echó a reír entre dientes.

– Bueno, chaval, pues deberías volver a visitarla, porque ha hecho un buen trabajo. No te había visto tan lleno de vida desde…

– Desde que Astrid me dejó.

– No, incluso desde antes de eso. No te había visto tan bien desde hacía años.

– ¡Por Angele Rouvatier! -brindé mientras alzaba mi vaso de chardonnay.

Entrechocamos las copas con un tintineo.

Pensé en ella en aquel hospital de provincias, en su sonrisa morosa, en el tacto suave de su piel y en el sabor de sus labios. La deseaba con tanta desesperación que estuve a punto de explotar. Emmanuel estaba en lo cierto: no me había sentido igual desde hacía años.


El viernes por la tarde salí de la oficina para visitar a mi padre. La ola de calor no había remitido y París era un horno. Diseminados por la ciudad vi derrengados pelotones de turistas. Las ramas de los árboles colgaban mustias, polvorientas y sucias en medio de nubes de humo. Decidí caminar desde la avenida Du Maine hasta la avenida Kléber. No debería tardar más de cuarenta y cinco minutos. Hacía demasiado calor para ir en bicicleta y me apetecía practicar un poco de ejercicio.

Habían llegado buenas noticias desde el hospital. Tanto la doctora Besson como Valérie me habían telefoneado para decirme que Mélanie estaba recobrando fuerzas. (Bueno, también había recibido algunos mensajes de texto de Angele Rouvatier, pero eran más bien de naturaleza erótica, y estaba encantado con ellos. No había borrado ni uno del teléfono).

Giré a la izquierda en cuanto rebasé el complejo de los Inválidos, momento en que sonó el teléfono. Eché un vistazo a la pantalla para ver el número. Era Rabagny. Le contesté al instante, aunque no tardé mucho en desear no haberlo hecho.

No se molestó en saludarme, como de costumbre. Le sacaba un mínimo de quince años, pero jamás había demostrado el menor respeto hacia mí.

– Acabo de estar en la guardería -anunció a voz en grito- y sólo puedo decir una cosa: me espanta su falta de profesionalidad. Le contraté porque gozaba de una buena reputación y su trabajo había impresionado a algunas personas.

Le dejé divagar un rato. Nada de esto era nuevo. Sucedía prácticamente en todas nuestras conversaciones. Había intentado recordarle a menudo, y siempre con la mayor calma posible, que en Francia era imposible trabajar deprisa durante el mes de agosto, y por tanto también resultaba difícil esperar entregas rápidas.

– Al alcalde no va a gustarle que la guardería no vaya a estar lista para abrirá principios de septiembre, tal y como estaba previsto. ¿Ha pensado en eso? Sé que ha tenido dificultades familiares, pero a veces me pregunto si no estará usando esos problemas como excusa.

Deslicé el teléfono sin colgar en el bolsillo de la chaqueta y apreté el paso, caminando más deprisa conforme me acercaba al Sena.

Había habido una serie de contratiempos desafortunados en la guardería: se había hecho un mal trabajo de ebanistería y el pintor, una persona que no formaba parte de mi equipo, no había usado los colores adecuados. Ninguno de esos traspiés tenía nada que ver conmigo, pero era imposible hacer entrar en razón a Rabagny. El tipo iba a por mí. Yo no le había caído bien desde el principio. Lo sabía simplemente por la forma en que me miraba. Y eso no iba a cambiar. Daba igual lo que yo hiciera o dijera. A veces se me quedaba mirando a los zapatos de un modo mordaz. Me preguntaba cuánto tiempo iba a soportar sus modales, pero el trabajo estaba bien pagado, por encima de lo normal, así que me tocaba aguantar mecha. La cuestión era cómo.

Dejé atrás Place de l'Alma, donde unos turistas desconsolados miraban el túnel donde se estrelló el coche de Lady Di y Dodi al Fayed, y empecé a subir por la avenida Président Wilson, donde apenas había tráfico, pues era un área residencial. Éste era mi vecindario de niño: el plácido, tranquilo y rico distrito 16°. Si admitías ante un parisino que residías ahí, éste pensaba de inmediato: «Dinero». Ese distrito era donde vivían los ricos, y también donde alardeaban de su riqueza. Aquí se unían las familias adineradas de siempre y los nuevos ricos. Ambos grupos cohabitaban con mayor o menor armonía. No echaba de menos esta zona, la verdad. Me alegraba vivir en la orilla izquierda del Sena, en el ruidoso, colorido y moderno Montparnasse, incluso aunque la ventana de mi apartamento diera a un cementerio. Este distrito se vaciaba de forma alarmante durante el verano. Todo el mundo se marchaba a Normandía, Bretaña o la Riviera.

Para llegar antes a la avenida Kléber atajé por la calle Longchamp. Allí me sentí fatal, abrumado por los recuerdos de la infancia. Era como si viera al niño serio y callado que fui con unos pantalones cortos de franela gris y un suéter azul marino. Era como si hubiera algo triste y siniestro en esas calles vacías de gente y llenas de edificios planeados por Haussman. ¿Por qué me costaba tanto respirar siempre que caminaba entre ellos?

Eché una mirada al reloj cuando llegué a la avenida Kléber y descubrí que había llegado demasiado pronto, de modo que prolongué mi paseo y bajé por la calle Des Belles-Feuilles. No había pisado esas aceras desde hacía años. Lo recordaba como un lugar alegre y animado. Iba mucho por allí de niño, pues era una calle comercial. En sus tiendas podías obtener el pescado más fresco, la carne más jugosa o llevarte la barra de pan recién salida del horno. Clarisse compraba allí todas las mañanas. Bajaba con una cesta de mimbre en el brazo y nos ataba en corto a Mel y a mí. Se nos hacía la boca agua al oler el pollo asado y los cruasanes calientes. Ese día la calle estaba desierta, un McDonald's se alzaba triunfal donde antes había un restaurante de postín y un almacén de ultramarinos había sustituido al cine. La mayoría de los locales donde se vendía comida habían sido reemplazados por tiendas de ropa chic y zapaterías. Los olores apetitosos eran cosa del pasado.

Llegué al final de la calle. Podría dirigirme a la avenida Henri-Martin, donde estaba la casa de mi abuela, si torcía a la izquierda y continuaba por la calle de la Pompe. Barajé la posibilidad de hacerle una visita en ese momento. El amable y avejentado Gaspard me dejaría entrar y me daría la bienvenida, feliz de ver a monsieur Antoine. Tras pensarlo dos veces, consideré que era mejor dejarlo para otro día y desanduve mis pasos para encaminarme hacia el piso de mi padre.

A mediados de los setenta, ya después de la muerte de nuestra madre, levantaron la Galerie Saint-Didier un poco más allá. Era un triángulo grande y feo que se comía parte de los estupendos palacetes de la zona y a su estela habían crecido como setas centros comerciales y supermercados. Al pasar junto al edificio vi que no había envejecido bien.

El pitido del móvil me avisó de que alguien había dejado dos mensajes en el buzón de voz. Aceleré el paso y no los escuché. Eran de Rabagny, estaba seguro.


Mi madrastra abrió la puerta y me plantó un beso en la mejilla. Régine lucía un moreno bastante intenso que la hacía parecer mayor y más ajada de lo que estaba en realidad. Exudaba ese aroma característico a Chanel n° 5 y vestía uno de esos conjuntos de André Courrèges con aire retro, como era habitual en ella. Se interesó por el estado de salud de Mel y le fui desgranando detalles mientras la seguía hacia el cuarto de estar. Nunca me había gustado acudir de visita, era como viajar atrás en el tiempo, volver a un lugar donde fui desdichado. Mi cuerpo lo recordaba también y rechinaba, quejosa, hasta la última fibra de mi ser. El apartamento adolecía del mismo problema que la Galerie Saint-Didier: había envejecido mal. Su osada modernidad había desaparecido y ahora estaba pasado de moda hasta decir basta. Tanto la decoración gris y granate del interior como la suave alfombra habían perdido brillo y textura. Todo parecía destartalado y con manchas.

Mi padre llegó arrastrando los pies. Me quedé a cuadros al apreciar su apariencia consumida, y eso pese a haberle visto la semana anterior. Parecía exhausto, tenía los labios descoloridos y su piel había adquirido una extraña tonalidad amarillenta. Apenas podía creer que ése hubiera sido el formidable abogado ante quien sus adversarios se encogían cuando entraba en los tribunales.

El tristemente célebre caso Vallombreux cimentó el prestigio de mi padre como brillante abogado a principios de los setenta. Edgar Vallombreux, un influyente asesor político, fue hallado medio muerto en su casa de campo cerca de Burdeos. Tenía toda la pinta de ser un suicidio provocado por los malos resultados electorales de su partido. Quedó paralizado e incapaz de hablar, sumido en una depresión tan grave que fue necesario internarle en un hospital para el resto de sus días. Sin embargo, Marguerite, su esposa, jamás aceptó la hipótesis del suicidio. A su modo de ver, estaba claro que le habían agredido porque no estaba dispuesto a facilitar ciertos datos fiscales comprometedores de un par de ministros muy bien situados.

Todavía recuerdo cuando Le Fígaro dedicó una página entera a François Rey, el joven e insolente abogado que se había atrevido a plantarle cara al ministro de Economía sin reparo alguno y, tras varias semanas de juicio palpitante que había hecho contener la respiración a todo el país, había demostrado que Vallombreux había sido la víctima de un importante escándalo financiero. Las repercusiones fueron inmediatas y rodaron varias cabezas. Cuando era adolescente solían preguntarme si yo tenía alguna relación con el «legendario letrado». En ocasiones lo negaba, avergonzado o confundido. Mélanie y yo estábamos apartados de su vida profesional y rara vez le veíamos en acción ante los tribunales. Simplemente sabíamos que era temido y respetado.

Mi padre me dio unas palmadas en el hombro, me precedió hasta el mueble-bar y me sirvió con mano temblorosa un whisky, bebida que no me gustaba nada, pero preferí no recordárselo, de modo que simulé darle un sorbo. Él se sentó con un gemido y se frotó las rótulas. No estaba muy contento de haberse jubilado, pero otros abogados más jóvenes le pisaban los talones y ya no formaba parte del panorama judicial. Me pregunté a qué dedicaría todo el día. ¿Leía? ¿Salía con los amigos? ¿Hablaba con su mujer? No sabía nada sobre la vida de mi padre y él lo ignoraba todo de la mía. También ignoraba lo que pensaba, lo que sabía, lo que censuraba.

Joséphine hizo acto de presencia en la estancia farfullando por el móvil que sostenía entre el hombro y la cabeza ladeada. Me dedicó una sonrisa y me entregó algo. Lancé una mirada furtiva para ver un billete de 500 euros doblado. Me guiñó un ojo y me hizo algo parecido a un gesto que indicaba que más adelante me devolvería el resto.

François me habló de un problema de cañerías en la casa de campo, pero no le escuché. Miré a mi alrededor e intenté rememorar cómo era todo aquello cuando aún vivía mi madre. Había macetas en los balcones, el suelo de madera refulgía con un brillo castaño, había una librería en una esquina, una cretona cubría el sofá y también una mesa de despacho donde ella solía sentarse a escribir a la luz de la mañana. Me pregunté adonde fue a parar todo eso, los libros, las fotografías, las cartas, y también qué escribiría. Me asaltó el deseo de preguntárselo a mi padre, pero no lo hice. Sabía que no podía. Ahora se estaba quejando del nuevo jardinero contratado por Régine.

Nadie mencionaba a mi madre, y menos aún aquí, donde ella murió. Sacaron el cuerpo por la puerta de la entrada y lo bajaron por las escaleras alfombradas en rojo, sí, pero ¿dónde murió exactamente? Nunca me lo dijeron. ¿En su habitación, situada junto a la entrada? ¿Aquí mismo? ¿En la cocina, al final de un pasillo interminable? ¿Cómo sucedió? ¿Quién estaba en la casa? ¿Quién la encontró?

Había recopilado información en Internet sobre la naturaleza de un aneurisma. Le sucedía a gente de cualquier edad, y era como caer fulminado por un rayo. Así porque sí.

Mi madre había fallecido hacía treinta y cinco años en este mismo apartamento donde yo estaba sentado en esos instantes. No me acordaba de cuándo fue la última vez que la besé, y me dolía mucho no ser capaz de recordarlo.

– ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho, Antoine? -inquirió mi padre con sarcasmo.


Mis hijos ya habían llegado a casa cuando crucé el umbral. Lo supe antes de entrar, claro, pues mientras subía las escaleras escuchaba el barullo que hacían: música a todo volumen, pasos, gritos. Lucas estaba viendo la tele con los zapatos sucios plantados encima del sofá. Se apresuró a darme la bienvenida en cuanto me vio. Margaux se asomó a la puerta. Aún no había logrado acostumbrarme a ese pelo naranja, pero no le dije nada.

– Eh, papá -saludó, arrastrando las sílabas.

Detecté un movimiento detrás de ella y enseguida asomó por encima de su hombro Pauline, la mejor amiga de mi hija desde que eran niñas, sólo que ahora la criatura parecía tener veinte años. Hacía nada era una mocosa escuálida y ahora resultaba imposible no apreciar sus senos colmados y sus caderas femeninas. No la abracé como cuando era pequeña, de hecho ni siquiera la besé en la mejilla. Procurábamos mantenernos a una distancia cortés el uno del otro.

– ¿Puede quedarse a dormir Pauline?

Se me cayó el alma a los pies, sabedor de que no iba a ver a mi hija, salvo en la cena, si su amiga se quedaba a pasar la noche. Se meterían las dos en el cuarto de Margaux para reírse como dos bobas y cuchichear toda la noche, y yo ya no disfrutaría ni un segundo de ese tiempo que podía dedicarle a mi hija.

– Claro -acepté con poco entusiasmo-. ¿Están de acuerdo tus padres?

Pauline se encogió de hombros.

– Fijo, sin problemas.

La joven se había desarrollado todavía más durante el verano, si eso era posible, y le sacaba unos centímetros a Margaux. Llevaba una falda vaquera corta y una ceñida camiseta púrpura. ¿Catorce años? Nadie que la contemplase iba a echarle esa edad. Probablemente ya tenía la regla. Margaux no, lo sabía porque me lo había dicho su madre no hacía mucho tiempo.

Era consciente de que con ese cuerpazo Pauline atraería a toda clase de hombres: chicos del colegio y de más edad, incluso de la mía. ¿Cómo llevarían ese tema sus padres? ¿Qué le dirían? ¿Qué sabía ella en realidad? Tal vez tuviera un novio habitual y ya mantuviera relaciones sexuales, era posible incluso que tomase la píldora. ¡Y tenía sólo catorce años!

Arno entró tan tranquilo como Pedro por su casa y me dio una palmada en la espalda, pero en ese momento sonó el móvil, lo abrió y contestó:

– Dame un segundo.

Desapareció en un pispás. Lucas se concentró en el programa de la tele y las chicas se escabulleron. En suma, me quedé solo en la entrada de mi casa, sintiéndome un idiota.

Los tablones de madera crujieron bajo mis pies cuando entré en la cocina para hacerles la cena. No me quedaba otra alternativa. Me puse a preparar una ensalada de pasta con mozzarella, tomates cherry, albahaca fresca y taquitos de jamón. Pensé en lo vacía que estaba mi vida mientras cortaba el queso y estuve a punto de echarme a reír. De hecho no me contuve. Más tarde, cuando tuve preparada la cena, pasaron siglos antes de que consiguiera que vinieran a sentarse a la mesa. Todos tenían cosas mejores que hacer.

– Ni iPod ni consolas Nintendo ni móviles mientras cenáis, por favor -exigí con voz firme mientras depositaba la comida sobre la mesa.

Una ola de suspiros y encogimientos de hombros acogió mis órdenes y a continuación reinó un silencio roto tan sólo por sorbidos y los ruidos propios del masticar. Formábamos un pequeño grupo y lo contemplé con perspectiva. Éste era mi primer verano sin Astrid y, sí, odiaba todos y cada uno de sus minutos.

La noche se extendía ante mí como una pradera llena de trampas. Las niñas se encerraron en la habitación de Margaux. Lucas reanudó su existencia dentro de la Nintendo y Arno se quedó absorto en su ordenador conectado a Internet. ¡En mala hora se me ocurrió instalar una zona wifi y regalarles un ordenador a cada uno! Cada mochuelo vivía en su propia rama y yo apenas estaba con ellos. Ya nadie quería ver la televisión en familia. Internet había acabado con esa costumbre, sin estridencias pero de forma implacable.

Me dejé caer sobre el sofá, encendí el DVD y me tragué una peli de acción protagonizada por Bruce Willis. Pulsé el botón de pausa a mitad del filme para telefonear a Valérie y Mélanie, y aproveché para enviar un SMS a Angele sobre nuestro próximo reencuentro. La noche continuó. Agucé el oído y escuché unas risitas sofocadas en el cuarto de Margaux, un continuo pin-pon en la habitación de Lucas y el golpeteo chabacano de los cascos en la de Arno. El calor se apoderó de mí y me quedé frito.

Eran casi las dos de la mañana cuando abrí los ojos y, bastante grogui, conseguí levantarme y andar por la casa a trompicones. Lucas se había quedado sopa con la mejilla apoyada en la Nintendo. Le llevé con suavidad a la cama, haciendo todo lo posible para no despertarlo. Decidí no llamar a la puerta de Arno. Después de todo seguía de vacaciones y en ese momento no tenía cuerpo para otro altercado por recordarle la conveniencia de estar dormido a cierta hora, pues ya era muy tarde. Me dirigía hacia la habitación de mi hija cuando se me metió en la nariz un inconfundible tufo a tabaco. Hice una pausa al poner la mano en el pomo de la puerta. Sonaron nuevas risillas sofocadas, que cesaron cuando llamé con los nudillos. Margaux abrió, dejando ver una habitación llena de humo.

– ¿Estáis fumando aquí, chicas? -pregunté con voz sofocada, como si estuviera pidiendo perdón. Sentí una enorme vergüenza al oírme.

Mi hija se encogió de hombros. Pauline estaba tumbada encima de la cama, sin más ropa que unas braguitas azules minúsculas y un sujetador de volantes. Desvié la mirada de la redondez de unos pechos que parecían lanzarse hacia mí.

– Solamente un par de pitillos, papá -contestó Margaux, entornando los ojos.

– Sólo tenéis catorce años -rugí-, y es una de las mayores memeces que podéis hacer.

– Bueno, si es una memez, ¿por qué fumas tú, papá? -respondió burlona antes de cerrarme la puerta en las narices.

Y me dejó ahí plantado, con los brazos en jarras. Alcé la mano, lleno de dudas sobre la conveniencia de si llamar o no de nuevo, pero al final no lo hice. Me retiré a mi cuarto y me senté encima de la cama. ¿Qué haría Astrid en una situación semejante? ¿Abroncarla? ¿Castigarla? ¿Amenazarla? ¿Se atrevía a fumar Margaux bajo el techo de su madre? ¿Por qué me sentía tan inútil? Las cosas ya no podían ir a peor. ¿O sí?


Angele estaba sexy incluso cuando llevaba puesta esa austera blusa azul de hospital. Me rodeó con sus brazos, sin importarle que estuviéramos en la morgue del hospital, que al otro lado de la puerta acecharan los cadáveres ni que en la cercana sala de espera se sentaran las familias afligidas y desconsoladas.

Su contacto era electrizante.

– ¿Cuándo te quedas libre? -susurré.

No la había visto en tres semanas, pues me acompañaba mi padre la última vez que había ido a ver a mi hermana y no tuve la menor posibilidad de pasar un segundo con Angele. François estaba muy cansado y necesitaba que le llevara en el coche de vuelta a casa.

Ella suspiró.

– Ha habido un choque múltiple en la carretera, un par de infartos, un cáncer y un aneurisma… Es como si todos se hubieran puesto de acuerdo para morir al mismo tiempo.

– Aneurisma… -murmuré.

– Una mujer joven de treinta y tantos.

La mantuve cerca de mí y acaricié su cabello liso y brillante.

– Mi madre murió de aneurisma a mitad de la treintena…

Ella levantó los ojos.

– Eras un niño.

– Sí.

– ¿La viste después de muerta?

– No. Cerré los ojos en el último momento.


– Las víctimas de aneurisma suelen tener buen aspecto. Esa joven mujer tiene un aspecto adorable. Apenas me ha dado trabajo.

Estábamos en un pequeño corredor frío y silencioso que conducía a la sala de espera.

– ¿Ya has visto cómo se encuentra tu hermana?

– Acabo de llegar, pero está con las enfermeras. Ahora voy a volver a su habitación.

– Vale. Dame un par de horas. Debería haber terminado en ese tiempo.

Angele me dio un beso cálido y húmedo en los labios. Luego tomé el camino de regreso a la habitación de Mélanie. El hospital parecía más ocupado y concurrido de lo habitual.

El semblante de mi hermana estaba menos pálido, casi había recuperado el tono sonrosado, y los ojos se le iluminaron nada más verme.

– Estoy deseando irme de aquí -me confesó en un susurro-. Son todos muy amables, pero yo sólo quiero volver a casa.

– ¿Y qué dice la doctora Besson?

– Que tal vez eso ocurra pronto.

Acto seguido me preguntó cómo me había ido la semana. Le sonreí sin saber muy bien por dónde empezar. Vaya semanita, se mirase por donde se mirase. El papeleo del seguro del coche había sido agotador. Había tenido la enésima discusión con Rabagny por lo de la guardería. Florence me había desesperado lo suyo. El rostro de nuestro padre seguía avejentado y exhausto, pero él seguía escaso de paciencia. La semana con los chicos no había sido fácil precisamente y como acababan de empezar las clases los tres andaban un poquito tensos. Nunca había sentido tanto alivio como cuando por fin los dejé en Malakoff. Al final, sólo le comenté a mi hermana que había sido una de esas semanas de mierda en las que todo sale mal, pero sin entrar en detalles.

Me senté junto a ella durante un buen rato y estuvimos de palique sobre las cartas, las flores y sus llamadas telefónicas. Su donjuán entrado en años le había enviado un anillo de rubíes desde una joyería de la cadena Vendôme. Me dio la impresión de que iba a hablar del accidente en un par de ocasiones, pero no lo hizo, luego todavía no había recordado nada. Debía ser paciente.

– Qué ganas tengo de que lleguen el otoño y el invierno -comentó Mel con un suspiro-. Odio el final del verano, odio el calor y todo lo que conlleva. Me muero de ganas de tener esas mañanas frías de invierno y acostarme con una bolsa de agua caliente.

En eso apareció la doctora Besson y me saludó con un apretón de manos. Nos comunicó que en el transcurso de las próximas semanas iba a ser posible trasladar a Mel a París en ambulancia. Probablemente a mediados de septiembre. Se le permitiría pasar en su casa la convalecencia, que duraría un mínimo de dos meses, bajo la supervisión de un fisioterapeuta y visitas periódicas de su médico.

– Su hermana ha mostrado mucho coraje -comentó la doctora más adelante, cuando estábamos los dos solos en el despacho de Besson rellenando el papeleo: una pila de documentos de la Seguridad Social y formularios del seguro. Entonces me miró a los ojos-. ¿Cómo se encuentra su padre?

– Usted cree que no está bien, ¿verdad? -Bénédicte Besson cabeceó en señal de asentimiento y yo admití la verdad-: No nos ha contado ni a mi hermana ni a mí qué le pasa. Está muy fatigado, eso sí lo he observado, pero no puedo decirle más.

– ¿Y qué hay de su madre? ¿Sabe algo?

– Nuestra madre murió siendo nosotros niños.

– Oh, disculpe -se apresuró a decir.

– Nuestro padre contrajo segundas nupcias, pero no estoy muy seguro de que mi madrastra vaya a contarme nada sobre la salud de su marido. Ella y yo nos tratamos lo justo.

La doctora asintió y permaneció en silencio durante un rato. Luego comentó:

– Sólo deseo asegurarme de que está bajo supervisión médica.

– ¿Por qué se preocupa?

– Sólo quiero asegurarme -repuso mientras me observaba fijamente con sus ojos de color avellana.

– ¿Quiere que hable con él?

– Sí. Pregúntele sólo si le está atendiendo su médico.

– De acuerdo, lo haré.

Mientras me dirigía a las oficinas de Angele no dejaba de preguntarme qué síntomas habría advertido la cirujana en mi padre. ¿Qué habría visto su avezado ojo médico que a mí se me había pasado por alto? La situación me sorprendía y me preocupaba. No había visto a mi padre ni había hablado con él desde la última visita, pero había soñado con él durante las últimas semanas, y también con mi madre.

Noirmoutier estaba volviendo a mí como la marea que cubría el paso del Gois y las gaviotas que sobrevolaban los postes de salvamento. Soñaba con mis padres de jóvenes en la playa, mi madre sonreía y mi padre se carcajeaba. También revivía imágenes de mi estancia en la isla con Mélanie, como, por ejemplo, la noche de su cumpleaños, cuando estaba tan guapa con ese vestido negro, o el momento en que la elegante pareja madura de pelo plateado brindó alzando sus copas hacia nosotros, o cuando el chef exclamó: «Madame Rey». Y soñaba con la habitación número 9, la de mi madre. Soñaba con Noirmoutier una y otra vez desde la noche del accidente. No me sacaba la isla de la cabeza en ningún momento.

Morgue del hospital», rezaba el cartel. Llamé con los nudillos una, dos veces, sin recibir respuesta. Permanecí ante la puerta de Angele durante un buen rato sin obtener respuesta, por lo cual deduje que todavía no había terminado con su cometido. Me dirigí a la sala de espera acondicionada para los familiares y tomé asiento. El tiempo transcurría despacio. Revisé el móvil, pero no tenía llamadas perdidas ni recados en el buzón de voz, ni tampoco había recibido mensajes de texto.

Levanté la vista al oír un ruidillo y vi plantada delante de mí a una persona con gafas protectoras, mascarilla, gorro de papel y guantes de látex, ataviada con una bata y unos pantalones de color azul claro metidos por dentro de unas botas de goma. Las facciones hermosamente cinceladas de Angele aparecieron cuando se quitó las gafas y la mascarilla con una mano enguantada.

– ¡Menudo infierno de día! Lamento haberte hecho esperar.

Parecía cansada y tenía el rostro demacrado.

Tras ella descubrí entreabierto el acceso a su consulta y lancé una mirada al interior de la misma, visible desde mi posición. Era una salita azul de tabiques completamente desnudos y suelo de linóleo detrás de la cual había otra estancia de paredes lechosas y un suelo de baldosas blancas, y a través de su puerta abierta alcancé a distinguir una camilla de ruedas, viales y otros utensilios que fui incapaz de identificar.

Flotaba en el aire un fuerte olor de lo más extraño. Ella también lo emitía. Procedía de sus ropas. ¿Era ése el olor de la muerte? ¿U olía a formol? Todo cuanto sabía era que no lo había olido antes y era la primera vez que lo detectaba en ella.

– ¿Tienes miedo? -preguntó con delicadeza.

– No.

– ¿Quieres entrar?

– Sí -contesté sin vacilar.

Se quitó los guantes y su mano cálida se enroscó en torno a la mía.

– Entonces, ven a la guarida de Morticia -susurró. Cerró la pesada puerta al entrar. Ahora estábamos en la primera habitación, la de color azul-. Ésta es la sala adonde se traen los cuerpos para que las familias puedan verlos por última vez. Es una sala de exposición.

Me esforcé por imaginar lo que sucedía en ella. ¿Fue en un lugar similar a éste donde nos enseñaron el cuerpo de nuestra madre a Mélanie y a mí? Debió de ocurrir algo muy parecido. Una parte de mi mente seguía en blanco, y no lograba imaginar ni recordar nada, pero si la hubiera visto muerta, si no hubiera cerrado los ojos hacía tantos años, todo habría ocurrido en una estancia como ésa.

Seguí a Angele hasta la otra habitación, la de mayor tamaño, donde imperaba un olor más intenso, casi inaguantable, muy similar al del azufre. Un cuerpo cubierto por una sábana blanca de hospital descansaba encima de una camilla de ruedas. El lugar estaba muy limpio y la superficie de todo inmaculada. Los instrumentos relucían. No veía mancha alguna. La luz se filtraba a chorros entre los listones de las persianas. Percibí el runrún del aire acondicionado. Aquí dentro hacía más frío que en cualquier otro lugar del hospital.

– ¿Qué deseas saber? -inquirió mi guía.

– Lo que puedas contarme.

Ella esbozó una sonrisa.

– Deja que te presente al paciente de esta tarde.

Retiró con suavidad la sábana y dejó al descubierto el cadáver de la camilla. Noté cómo me envaraba, exactamente igual que hice cuando retiraron el lienzo del cuerpo de mi madre, pero ante mis ojos se mostraba el rostro tranquilo y pacífico de un anciano de poblada barba blanca vestido con traje gris, camisa blanca y unos zapatos de cuero de marca. Lucía una corbata de color azul marino. Las manos descansaban cruzadas sobre el pecho.

– Acércate, no te va a morder -me azuzó.

El difunto parecía dormido y no me percaté del rigor mortis hasta que estuve junto a él.

– Es monsieur B. Ha muerto de un infarto a los ochenta y cinco años.

– ¿Tenía este aspecto tan estupendo cuando entró?

– Lo trajeron púrpura, con un pijama lleno de manchas y un rictus crispado en el rostro.

Me estremecí.

– Comienzo por asear a los pacientes. Me tomo un tiempo, porque los lavo de la cabeza a los pies. Uso una manguera especial ahí. -Señaló una pileta y un grifo cercanos-. También empleo una esponja y jabón antiséptico. Mientras dura este proceso, les masajeo brazos y piernas para que el rigor mortis no los agarrote demasiado deprisa. Les sello los ojos con unas cubiertas especiales y suturo los labios, aunque odio esa palabra, prefiero decir que les cierro la boca. A veces uso algún adhesivo porque muestra un aspecto más natural. Me repatea ver esas bocas zurcidas de cualquier manera que entregan algunos embalsamadores. Si el cuerpo o el rostro presenta algún trauma especial, trabajo las áreas dañadas con cera u otros productos. En ocasiones es muy laborioso y lleva un buen rato. Luego es cuando empiezo el proceso de embalsamamiento. ¿Sabes en qué consiste?

– No exactamente -admití con sinceridad.

– Inyecto el fluido embalsamador en la carótida, justo aquí-me explicó mientras señalaba el cuello de monsieur B- y lo dreno por la yugular. ¿Sabes qué es un fluido de embalsamamiento?

– No.

– Una solución química capaz de devolver el color natural y retrasar la descomposición por un tiempo. Cuando se lo inyecté a monsieur B, por ejemplo, le borró todo rastro de congestión púrpura del semblante. Tras inyectar el compuesto químico, utilizo un aspirador para succionar todos los fluidos del cuerpo. Lo aplico al estómago, el abdomen, el corazón, los pulmones, la vejiga. -Hizo una pausa para preguntar-: ¿Estás bien?

– Sí -contesté, y una vez más era cierto.

Nunca antes había visto un cadáver, aparte de la silueta de mi madre cubierta por un lienzo. Tenía cuarenta y tres años y jamás había visto un muerto. Para mis adentros le agradecí mucho a monsieur B ese aspecto suyo tan saludable y sonrosado. ¿Había tenido mi madre un aspecto similar al de ese caballero?

– ¿Y qué haces después?

– Lleno las cavidades con productos químicos concentrados para luego suturar todas las incisiones y orificios, lo cual también requiere su tiempo. No voy a entrar en detalles. No te gustaría, te lo aseguro. Por último, visto a mis pacientes.

Me encantaba la forma en que decía «mis pacientes». Estaban inertes como la piedra y aun así seguían siendo sus pacientes. Me fijé en un detalle: la mano sin guante había descansado sobre el hombro de monsieur B durante todo el tiempo que había durado la explicación.

– Aplico el maquillaje al final de todo el proceso. Estaba con eso cuando has llamado a la puerta. Tiene que resultar natural. En ocasiones pido fotografías recientes de los pacientes para conocer su aspecto cuando estaban vivos. Intento ajustarme a eso.

– En cuanto a monsieur B, ¿todavía no le ha visto su familia?

Ella echó un vistazo a su reloj.

– Mañana. Estoy muy satisfecha con monsieur B, por eso te lo he enseñado. En el día de hoy he tenido otro paciente, y no estoy tan contenta con él…

– ¿Por qué?

La tanatopractora se alejó de la camilla y se dirigió hacia la ventana, donde se quedó quieta y en silencio durante un buen rato antes de contestar.

– La muerte puede ser muy desagradable a veces y, da igual lo que hagas o cuánto te esfuerces, no consigues proporcionarle un aspecto lo bastante relajado para que lo contemple la familia.

Me estremecí al pensar en lo que estaría obligada a ver esa mujer todos los días.

– ¿Cómo es que no te afecta?

Ella se volvió y me miró fijamente.

– Es que sí me afecta. -Lanzó un suspiro, se acercó a monsieur B y volvió a cubrirle con la sábana-. Me dedico a esto por mi padre. Se suicidó cuando yo tenía trece años. Fui yo quien lo encontró. Me lo encontré sobre la mesa de la cocina con los sesos esparcidos por las paredes al volver de clase.

– ¡Jesús! -se me escapó.

– Mi madre se puso hecha un manojo de nervios y yo tuve que efectuar todas las llamadas necesarias y encargarme de todo, y acabé por organizar el funeral. Mi hermana mayor se vino abajo, pero yo crecí ese día y me convertí en la tía dura que soy ahora. La tanatopractora que se encargó de mi padre hizo un trabajo increíble. Reconstruyó la cabeza de mi padre con cera y así tanto mi madre como la familia pudieron ver el cadáver sin desmayarse. Yo era la única que le había contemplado tal y como quedó tras el suicidio. Me impresionó tanto la habilidad de esa mujer que supe que de mayor querría dedicarme a lo mismo. Aprobé el examen y me convertí en tanatopractora a los veintidós años.

– ¿Fue duro?

– Al principio sí, mucho, pero yo sé qué importante es cuando has perdido a alguien poder ver con paz por última vez a ese ser querido.

– ¿Hay muchas mujeres en este trabajo?

– Más de las que piensas. Cuando me encargo de bebés o de niños, los padres sienten un gran alivio cuando se enteran de que soy mujer. Creen que nosotras vamos a ponerle más esmero, que tenemos un toque más amable y vamos a prestar más atención al detalle y a la dignidad.

Se volvió hacia mí, me tomó de la mano y poco a poco esbozó una de esas lentas sonrisas suyas.

– Deja que me dé una ducha rápida y nos iremos a mi casa. -Entramos en unas consultas contiguas, detrás de las cuales había un cuarto de aseo con azulejos blancos-. Será cosa de un minuto -aseguró.

Examiné las fotografías de su mesa, varias de ellas eran imágenes en blanco y negro de un hombre rondando los cuarenta. Debía de ser el padre de Angele, a juzgar por el gran parecido existente entre ambos. Tenían los mismos ojos e idéntico mentón.

Me senté en la mesa del despacho y paseé la mirada por sus papeles, agendas, ordenador y cartas, la parafernalia habitual de un día de trabajo, vamos. Había una pequeña agenda junto al móvil. Estuve tentado de alargar la mano para cogerla y hojearla. Quería saberlo todo acerca de la fascinante Angele Rouvatier: sus citas, sus encuentros, sus secretos…, pero al final no lo hice, me contenté con quedarme sentado y esperarla, sabiendo que probablemente no era sino un novio más de una larga serie.

Imaginé el chorro de agua sobre su piel desnuda cuando empecé a oír la ducha en la habitación contigua y fantaseé con mis manos recorriendo esa piel y ese cuerpo sedoso, con esos labios cálidos y húmedos, y me regodeé pensando lo que iba a hacerle cuando estuviera en su casa, lo cual me provocó una erección de campeonato. No sabía yo si eso encajaba mucho con la morgue de un hospital.

Sentía como si mi vida se hubiera iluminado por vez primera en mucho tiempo y se filtraran unos rayos de luz entre las nubes después de la tormenta, como el Gois cuando emerge entre las aguas en retroceso de la bajamar.

Y quería sacarle el máximo partido.


Mélanie volvió a casa por vez primera desde el accidente a mediados de septiembre. La acompañé cuando cruzó el umbral de su apartamento y percibí con toda claridad la palidez de su rostro y su debilidad. Todavía llevaba muletas y caminaba con paso inseguro. Las semanas siguientes iban a estar consagradas a la rehabilitación con un fisioterapeuta. Estaba eufórica por volver a casa y una sonrisa le iluminó el semblante cuando vio a todos sus amigos cargados de flores y regalos para celebrar su regreso.

Siempre que me dejaba caer por la calle de la Roquette había alguien con ella preparándole un té, haciéndole la comida, escuchando música en su compañía o haciéndola reír. Nos dijo que si todo iba bien estaría en condiciones de volver al trabajo en primavera, lo cual no significaba que deseara hacerlo.

– No sé si el negocio editorial es tan excitante -nos admitió a Valérie y a mí en el transcurso de una cena-. Me resulta difícil leer. No logro concentrarme, eso es todo. Nunca me había pasado antes nada parecido.

£1 accidente había cambiado a mi hermana. Ofrecía un aspecto más sereno y meditabundo, menos tenso. Había dejado de teñirse el cabello, por lo cual empezaron a verse hebras plateadas en su cabeza, lo cual le daba un aspecto todavía más elegante. Un amigo le regaló una gatita, una felina negra de ojos dorados llamada Mina.

Cuando hablaba con ella me asaltaba la tentación de soltarle a bocajarro:

– ¿Te acuerdas de qué estabas a punto de decirme cuando nos estrellamos, Mel?

No lo hacía, por descontado. Su flojera todavía me asustaba y, en el fondo, había renunciado más o menos a que llegara a acordarse alguna vez, pero esa idea no se me iba de la cabeza.

– ¿Qué me cuentas de tu admirador maduro? -le pregunté un día medio en broma mientras Mina ronroneaba sobre mis rodillas.

Nos hallábamos en el enorme y luminoso cuarto de estar, dominado por hileras de estantes llenos de libros, paredes pintadas de un verde oliva claro, una mesa de mármol redonda y una chimenea. Mélanie obraba maravillas en su apartamento, adquirido hacía quince años sin haberle pedido prestada ni una sola moneda a nuestro padre. Lo hizo cuando todavía no era más que un conjunto de salas contiguas destinado al servicio de habitaciones en el último piso de un edificio sin pretensiones. En aquel entonces esa zona no era un distrito de moda. Había tirado los tabiques y puesto parqué en los suelos, además de instalar una chimenea. Hizo todo eso sin contar con mi ayuda ni mis sugerencias, lo cual me resultó insultante en ese momento, pero al final terminé por comprender que ésa era la forma de actuar de mi hermana: hacer las cosas por sí misma, y la admiré por ello.

– Ah, él… -Ladeó la cabeza-. Todavía me escribe y me manda rosas, e incluso me ha ofrecido llevarme a Venecia para pasar un largo fin de semana. ¿Me imaginas en Venecia con las muletas? -Nos echamos a reír-. Dios, ¿cuándo fue la última vez que practiqué sexo? -Me miró con aire ausente-. Ni siquiera me acuerdo, pero debió de ser con él… Pobre viejo. -Entonces, me dirigió una mirada inquisitiva-. ¿Y qué hay de tu vida sexual, Tonio? Últimamente te muestras de lo más reservado, pero hacía años que no te veía tan animado.

Sonreí al pensar en los suaves y blancos muslos de Angele. No estaba muy seguro de cuándo iba a volver a verla, pero la ansiedad de la espera hacía que, en cierto modo, todo fuera aún más excitante. Hablábamos varias veces por teléfono todos los días e intercambiábamos mensajes por correo electrónico y SMS por teléfono. Por las noches podía verla desnuda a través de la webcam en mi habitación, donde me encerraba como un adolescente vergonzoso. De forma imprecisa, admití ante mi hermana estar manteniendo una relación a distancia con una embalsamadora de lo más sexy.

– ¡Caramba! -se le escapó a Mel-. Eros y Tánatos. ¡Menudo potaje freudiano! Y dime, ¿cuándo voy a conocer a la dama?

Le conté la verdad: ni siquiera yo sabía cuándo iba a verla en persona. Estaba seguro de que la novedad de la webcam pasaría con el tiempo, y entonces iba a necesitar tocarla de verdad, poseerla, tenerla en carne y hueso. No usé esos términos con Mélanie, pero ella se hizo una idea bastante clara de por dónde iban los tiros.

Más tarde, en un mensaje particularmente subido de tono, admití esto ante Angele. Acto seguido recibí un mensaje suyo con el horario del siguiente tren que salía de la estación de Montparnasse hacia Nantes. No podía subirme a ese tren, ya que tenía una reunión importante para firmar un nuevo contrato: la reforma de unas oficinas bancarias en el distrito 12°; otro trabajo tedioso, pero, aun así, no podía permitirme el lujo de rechazarlo.

Mi deseo hacia Angele crecía día tras día. La próxima vez que nos viéramos íbamos a montar una buena, lo sabía, y eso era lo único que me permitía seguir adelante.


Una mañana de octubre hallé un tesoro en mi bodega. Buscaba una buena botella de vino para agasajar durante la cena a Hélène, Emmanuel y Didier. Quería un caldo de su agrado, uno del que se acordasen durante mucho tiempo, pero en vez de subir con una botella de Croizet Bages lo hice con un viejo álbum de fotos familiar con aire triunfal. Ni siquiera recordaba haberlo tenido alguna vez. Estaba junto a una caja de cartón que no me había molestado en abrir desde el divorcio, perdido entre un montón de postales, mapas, almohadones y mohosas toallas con dibujitos de la factoría Disney. El revoltijo era tal que parecía uno de esos mercadillos de beneficencia en los que se venden artículos usados. Me lancé sobre el álbum sin dejar de preguntarme cómo era posible que hubiera acabado en mis manos sin que yo me acordase.

Había viejas fotos en blanco y negro de mi hermana y mías con ocasión de mi primera comunión, por eso vestía de blanco. Tenía siete años y estaba serio, pero exhibía con orgullo mi reloj nuevo. Mélanie, vestida con un blusón de volantes, estaba rellenita a los cuatro años. La celebración había tenido lugar después de la ceremonia en el piso de la avenida Henri-Martin. Podía verse champán, zumo de naranja y pellizcos de monja adquiridos en Carette, una confitería muy próxima. Los abuelos me contemplaban con aire benigno. También estaban la tía Solange, mi padre y mi madre. Tuve que sentarme en el suelo. Ahí estaba ella con su pelo negro y esa sonrisa adorable. Apoyaba la mano sobre mi hombro. ¡Era tan joven! Mirando esa fotografía resultaba difícil de creer que le quedaran tan sólo tres años de vida, pues era la viva imagen de la juventud.

Pasé las páginas con lentitud, procurando no dejar caer la ceniza del cigarro sobre ellas. Olían a humedad tras su prolongada estancia en la bodega. Las había también del último verano en Noirmoutier, en 1973. Me percaté de que debía de haber sido mi madre quien pegara las fotos en el álbum. Esa caligrafía redonda y un tanto infantil era la suya. Me parecía verla en su despacho de la avenida Kléber inclinada sobre esas páginas, absorta en su trabajo con pegamento, tijeras y un bolígrafo especial con el que se podía escribir sobre páginas de color negro.

Mélanie de pie en el Gois durante la bajamar. La pose de Solange en el malecón mientras se fumaba un cigarro. ¿Había hecho mi madre esas fotos? ¿Tenía una cámara? No me acordaba. Mélanie en el puerto y en la playa. Yo enfrente del casino. Mi padre deleitándose al sol. La familia al completo en la terraza del hotel. Me pregunté quién habría tomado esa instantánea. ¿Bernadette? ¿Otra camarera? Mostraba a la perfecta familia Rey en su mejor momento.

Cerré el álbum y un objeto blanco salió volando al hacerlo. Me agaché para cogerlo. Era una tarjeta de embarque antigua. Correspondía a un viaje a Biarritz en la primavera de 1989. Figuraba el nombre de Astrid, de soltera, por supuesto: la conocí en ese vuelo. Ella asistía a la boda de un amigo y yo trabajaba para un arquitecto que había recibido el encargo de renovar las oficinas de un centro comercial. Estaba encantado por mi suerte: me había tocado sentarme al lado de una joven muy guapa.

Tenía un aire escandinavo y ese aspecto sano de quien hace vida al aire libre, por lo cual me atrajo de inmediato. No era una de esas parisinas menudas y arregladitas que van por la vida con la manicura hecha. Me devané los sesos durante el vuelo en busca de algo que decir para romper el hielo, pero ella llevaba un walkman en los oídos y no apartaba los ojos de la revista Elle. Durante la maniobra de descenso hubo muchas turbulencias y cuando parecía que íbamos a llegar al País Vasco francés se desató la madre de todas las tormentas. Se frustraron los dos intentos de tomar tierra y los pilotos debieron desistir entre los bandazos del avión y el gemido de los motores. A nuestro alrededor, el viento ululaba y el cielo se había oscurecido hasta volverse negro como la tinta a pesar de ser las dos del mediodía. Astrid y yo intercambiamos una sonrisa de aprensión. El aparato se bamboleaba de un lado para otro, revolviéndonos las tripas sin misericordia con cada descenso súbito.

Un hombre barbudo situado al otro lado del pasillo se había puesto verde. Extrajo la bolsa para el mareo del bolsillo del asiento y la abrió con gran habilidad para luego, durante lo que pareció una eternidad, vomitar en ella una papilla grasa. Un olor acre a vómito y ajo flotó por el aire en dirección a nosotros. Astrid me miró con impotencia y me las arreglé para decirle que no se asustara. Yo tenía miedo, no de estrellarnos, sino de acabar echando sobre las rodillas de una chica tan guapa los espaguetis a la boloñesa de la comida. Todo cuanto oíamos eran las muestras de mareo de los pasajeros.

El reactor fue dando más y más tumbos por el aire de una forma vertiginosa y yo hacía todo lo posible por no mirar hacia el pasajero de barba, que ya había cogido una segunda bolsa y la estaba llenando con un vómito purpúreo. Entonces Astrid acercó su mano a la mía.

Así fue como conocí a quien luego sería mi esposa.

Me alegró el corazón el hecho de que ella hubiera guardado ese billete de avión durante todo ese tiempo. El intervalo de quince años existente desde la muerte de mi madre hasta la aparición de Astrid parecía un borrón, un camino a través de un túnel oscuro, y no me gustaba pensar en esa época. Yo era como un caballo que tira del arado con las orejeras puestas, sobrepasado por una soledad que me devoraba y de la cual no lograba zafarme.

Mi existencia resultó menos deprimente cuando me marché de la avenida Kléber, en la orilla derecha del Sena, donde vivían los selectos, y me pasé a la orilla izquierda con dos compañeros de facultad. En esos años tuve un par de novias y viajé al extranjero para descubrir Asia y América, pero sólo hubo luz cuando Astrid apareció de pronto en mi vida. Luz y felicidad, y risas, y júbilo.

Mi mundo se fue al garete cuando mi matrimonio se rompió y al fin asumí que Astrid ya no me amaba, que quería a Serge. Había vuelto a ese interminable túnel negro. Los restos de mi vida con Astrid empezaron a dar vueltas a mi alrededor, en mis sueños y durante el día. Mientras recorríamos todos los pasos legales del proceso de divorcio, ella con determinación y yo con incredulidad, me aferraba a cada momento antes de dejarlo pasar.

Uno de esos recuerdos me acechaba de forma especial, el del viaje a San Francisco, nuestro primer viaje como pareja. Eso ocurrió antes de que naciera Arno. Teníamos veinticinco años, éramos jóvenes y estábamos libres de preocupaciones, como suele decirse; estábamos locamente enamorados. Recordaba con agrado un par de momentos estelares de ese recorrido memorable.

Uno de ellos es conducir un descapotable por el Golden Gate, en California. El viento agitaba los cabellos de Astrid, que me daban en la cara. El segundo era el hotelito de Pac Heights, en San Francisco, en cuyo teleférico habíamos hecho el amor como locos en unos viajes desenfrenados.

Sin embargo, otro me obsesionaba: Alcatraz. Subimos a un barco e hicimos una visita guiada a la isla, desde donde podía atisbarse la ciudad rutilante entre las espléndidas colinas a apenas tres kilómetros de distancia, al otro lado de las frías y traicioneras aguas. Tan cerca y sin embargo tan lejos. Las celdas del bloque «cutre» eran las más deseadas, porque el sol se filtraba por las ventanas. Los presos preferían las de ese lado, les había explicado el guía, porque eran las más cálidas, y en ellas pasaban noches menos duras incluso en lo más crudo del invierno. Y algunas veladas, según contó aquel hombre, los presos podían escuchar el sonido de las fiestas que el viento traía desde el St Francis Yacht Club, al otro lado de la bahía.

Durante mucho tiempo me sentí como un recluso de Alcatraz: intentaba con desesperación captar los ecos de las risas, las canciones y la música que flotaban en el viento, escuchar el barullo de un gentío que tal vez pudiera oír, pero jamás ver.


Cuatro semanas antes de Navidad, París ya se había engalanado de reluciente espumillón, como una cortesana chabacana. La tarde de un triste día de noviembre yo estaba sentado en mi despacho, rehaciendo por quinta vez a lo largo de ese día un proyecto complejo: los planos de las oficinas del Banco Bercy. En ese momento tenía que imprimirlos. La impresora profería tales gemidos que parecía una parturienta. Florence, a quien me había faltado el valor para despedirla, pues me daba muchísima lástima, no dejaba de sonarse la nariz ni un momento. Tras cada estornudo, retiraba de las narices los pañuelos llenos de mocos y los hacía girar como si fueran hélices. Me moría de ganas por alargar la mano y darle un par de bofetadas.

Los dos meses anteriores habían sido un torbellino de luchas y conflictos. Amo tenía serios problemas en el colegio. Astrid y yo habíamos tenido que ir un par de veces a hablar con los profesores, quienes nos admitieron que, si las cosas seguían por el mismo camino, no sólo perdería el curso, sino que le expulsarían. En ese momento descubrimos consternados hasta dónde llegaban las hazañas de nuestro hijo: malas notas, insolencia, deterioro de material escolar e interrumpir en clase. ¿Cómo podía haberse convertido un chico encantador y de trato tan fácil en un matón y un díscolo?

La furia de Arno era tan marcada como el mutismo de Margaux. Nuestra pequeña se iba envolviendo en un mundo frío de descontento y silencio. Apenas nos dirigía la palabra y se pasaba el día enchufada al iPod. Sólo había una forma de comunicarse con ella: enviarle un mensaje de texto, aunque estuviera en la habitación contigua.

Únicamente Lucas seguía siendo razonablemente agradable. Por el momento.

Además de la existencia de Angele, sólo había una buena noticia: la rápida recuperación de Mélanie. Ya caminaba normalmente, sin pasos vacilantes. El ejercicio regular y la fisioterapia le habían proporcionado la fuerza adicional de la que carecía. Ponerse al día en el trabajo no figuraba entre sus prioridades. Al final se fue a Venecia con ese amante maduro que tenía, pero detrás de mi hermana había otros hombres más jóvenes que no dejaban de proponerle ir a cenar, asistir a conciertos y estrenos de cine.

Volví la vista atrás a fin de contemplar el minúsculo árbol de Navidad. Era de plástico e iluminaba la entrada con luces verdes y rojas. Se nos echaban encima las segundas celebraciones navideñas como pareja separada. Astrid estaba en Tokio con Serge, quien tenía una importante sesión de «fotosushi» -una expresión que hizo reír mucho a Emmanuel- para uno de esos catálogos lujosos impresos en papel satinado. Faltaba para que regresaran al menos otra semana, razón por la cual los chicos estaban pasando todo el tiempo conmigo, y eso resultaba agotador.

Sonó el móvil y resultó ser Mélanie. Hablábamos mucho por teléfono para comentar los regalos de Navidad, quién enviaba qué y a quién y qué podría gustarle a tal o cual persona.

Habíamos discutido con nuestro padre. Los dos estábamos convencidos de que estaba enfermo, pero él no nos había dicho nada, y cuando nos habíamos enfrentado con Régine ella había asegurado no saber absolutamente nada. Intenté sonsacarle información a Joséphine, pero al final admitió avergonzada que ni había reparado en que estuviera enfermo.

Mi hermana me gastó varias bromas por el tema de Angele, «tu Morticia», como la llamaba ella. Admití ante Mel, tampoco tenía por qué ocultarlo, que en ese momento aquella mujer era quien me mantenía en juego, a pesar de que sólo había conseguido verla un par de veces al mes desde ese verano. Angele insuflaba una vitalidad renovada a mi vida.

Era independiente hasta la exasperación, sí; probablemente se veía con otros hombres, cierto; sólo se encontraba conmigo cuando quería, es verdad, pero mantenía mi mente lejos de mi ex mujer. Había resucitado mi virilidad en todos los sentidos de la palabra.

Todos mis amigos se habían percatado del cambio. Desde que Angele Rouvatier había entrado con paso firme en mi vida, yo había perdido peso, estaba más alegre y había dejado de quejarme. Incluso elegía con más cuidado la ropa que me ponía. Me gustaban las camisas muy blancas y sencillas, llevaba vaqueros negros, como los de ella, y de buena hechura. Me había decantado por un largo abrigo negro que Arno encontraba «guay» y que incluso Margaux miraba con aprobación, y cada mañana me echaba un poco de la colonia que me había regalado Angele, una fuerte fragancia italiana que me hacía pensar en ella, y en nosotros dos.

Durante mi larga conversación con Mel el teléfono emitió un pitido que indicaba que tenía una llamada en espera.

– Un momento -le pedí, y eché un vistazo a la pantalla.

Era el número de mi hija. Me telefoneaba tan pocas veces que le dije a mi hermana que debía aceptar esa llamada y que le daría un telefonazo más tarde.

– Hola, soy papá -saludé con toda jovialidad, pero no obtuve más respuesta que el silencio-. ¿Eres tú, Margaux? -Se me aceleró el corazón cuando al otro lado de la línea se escuchó un sollozo estrangulado-. ¿Qué ocurre, cielo?

Florence volvió hacía mí su rostro de hurón y me lanzó una mirada inquisitiva. Me levanté y me dirigí a toda prisa hacia la entrada de la oficina.

– Papá…

Margaux me hablaba con voz tan débil que parecía estar a kilómetros de distancia.

– Habla, cielo.

– ¡Papá! -aulló. El sonido de su grito me perforó el tímpano.

– ¿Qué ocurre?

Los dedos me temblaban tanto que casi se me cae el móvil. Empezó a hablar de forma tan atropellada que no lograba comprender nada, así que le dije:

– Margaux, cariño, cálmate, que no te entiendo.

La madera del suelo crujió cuando Florence se acercó a mí con sigilo para no perderse ni un detalle. Me giré en redondo y la fulminé con una mirada glacial. Ella dejó un pie en el aire y luego retrocedió otra vez a su mesa.

– Margaux, háblame, por favor -le pedí mientras encontraba refugio detrás de un gran armario de archivo.

– Pauline ha muerto.

– ¿Qué…? -exclamé, jadeante.

– Pauline está muerta.

– Pero ¿cómo es…? -tartamudeé-. ¿Dónde estás? ¿Qué ha sucedido?

– Ha sido en clase de gimnasia, a primera hora de la tarde -contestó con una voz apagada y desprovista de toda emoción.

Se me dispararon los pensamientos y me sentí confuso e impotente. Regresé a mi mesa con dificultad y luego reaccioné echando mano al abrigo, la bufanda y las llaves.

– ¿Sigues en el gimnasio?

– No. Hemos vuelto al colegio. Trasladaron a Pauline al hospital, pero ya era demasiado tarde.

– ¿Han avisado a Patrick y a Suzanne?

– Supongo que sí.

Habría preferido que rompiera a llorar. No soportaba esa voz de autómata. Le aseguré que enseguida estaría allí y salí de la oficina a todo correr sin ni siquiera mirar a Florence. Me dirigí al colegio envuelto en una nube de inquietud.

Entretanto, y con verdadero pánico, en el fondo de mi mente iba pensando: «Astrid se ha marchado lejos y no está aquí. Vas a tener que lidiar con esto tú solo; tú, el padre; tú, el papá; tú, ese tipo a quien su hija apenas le ha dirigido la palabra en el último mes; tú, el fulano que ella no se digna mirar».

No sentí la mordedura del frío, sólo pensaba en ir lo más deprisa posible. Las piernas me pesaban como el plomo mientras iba soltando neblinosas vaharadas de aliento por la boca. Port Royal estaba a veinte minutos. Grupos de adolescentes y adultos se habían congregado a las afueras del colegio cuando llegué al edificio. Todos tenían los ojos nublados por las lágrimas y la expresión alterada. Al fin, localicé a Margaux. Tenía el rostro ceniciento y las mejillas le centelleaban a causa de las lágrimas. La gente había formado cola para abrazarla y acompañarla en su llanto. Me pregunté cuál era el motivo en un primer momento, pero luego caí en la cuenta de que ella era la mejor amiga de Pauline. Habían ido juntas a ese colegio desde los cuatro años. Habían estado juntas diez años en una biografía de sólo catorce. Un par de profesores me identificaron y acudieron a hablar conmigo. Les contesté con una evasiva mientras me abría paso entre el gentío congregado alrededor de mi hija. La tomé entre mis brazos cuando llegué hasta ella. Estaba débil como un animalillo abandonado. No la abrazaba desde hacía mucho tiempo.

– ¿Qué quieres hacer? -le pregunté.

– Ir a casa -respondió en voz muy baja.

Di por hecho que, dadas las circunstancias, habían suspendido las clases para el resto de la jornada. Además, ya eran las cuatro y empezaba a hacerse de noche. Ella se despidió de sus amigos y los dos caminamos por el bulevar del Observatoire.

El ruido del atasco era ensordecedor: el pitido de los cláxones y el ruido sordo de los motores, pero entre nosotros dos reinaba el silencio. ¿Qué podía decirle? No me salían las palabras. Sólo podía pasarle el brazo por el hombro y estrecharla con fuerza mientras seguíamos andando. De pronto me di cuenta de que cargaba con dos bolsas. Intenté cogerle una para aliviar su carga, pero ella se revolvió como una loca:

– ¡No!

Y me entregó la otra, la que me resultaba conocida y familiar, su baqueteada Eastpak. Aferró la otra como si le fuera la vida en ello. Debía de ser la de Pauline.

Pasamos junto al hospital de Saint-Vincent de Paul. Ahí era donde habían nacido todos mis hijos, y también Pauline. Ella vino al mundo en ese mismo sitio hacía catorce años. Conocí a Patrick y Suzanne por ese motivo, porque las niñas nacieron con dos días de diferencia. Astrid y Suzanne estuvieron ingresadas en la misma sala. La primera vez que vi a Pauline fue en ese mismo hospital, en una cuna de plástico contigua a la de mi hija.

Y ahora había muerto. No me hacía a la idea. Aquello no tenía ningún sentido. Deseaba bombardear a Margaux con preguntas a fin de cerciorarme, pero ella mantenía su rostro demacrado mirando en dirección opuesta a mí. Seguimos caminando mientras anochecía y empezaba a helar. El camino de regreso parecía no terminar nunca. Al final atisbé los enormes cuartos traseros de la réplica en bronce del león de Belfort, en la plaza Denfert-Rochereau. Ya era cuestión de unos pocos minutos.

Nada más llegar a casa preparé un té. Margaux se sentó en el sofá, con el rostro entre las manos y la bolsa de Pauline en el regazo.

Me miró de soslayo cuando me acerqué con la bandeja e intentó componer el rostro duro y hermético de un adulto. Deposité la bandeja sobre la mesita de café, llené una taza y le añadí leche y azúcar antes de entregársela. Ella la cogió en silencio mientras yo reprimía el deseo de fumarme un cigarro. Podía aguantar con uno nada más, pero fumar en ese momento me parecía un error.

– ¿Puedes contarme lo sucedido?

Ella dio un sorbo muy lento antes de susurrar con voz tensa:

– No.

De pronto, la taza se le cayó al suelo y, del susto, pegué un bote. Mi hija se atragantó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Jamás la había visto tan fuera de sí, con el rostro hinchado y colorado a causa de una ira que le crispaba las facciones.

– ¿Por qué ha sucedido esto, papá? ¿Por qué le ha pasado a Pauline? ¡Sólo tenía catorce años! -gritó a plena voz, echándome saliva en la cara.

No sabía cómo calmarla. No lograba pronunciar palabras de consuelo ni se me ocurría nada. Me sentía inútil. Era un náufrago y me encontraba perdido. ¿Qué podía decirle a mi hija? ¿Cómo podía ayudarla? Ojalá Astrid estuviera conmigo. Ella sabría qué hacer y decir, las madres siempre tienen una maña especial para esas cosas; los padres no; al menos yo no.

Y por eso le di una respuesta inútil.

– Llamemos a tu madre -musité mientras intentaba calcular la diferencia horaria con Japón-. ¿Qué te parece? ¿Por qué no la telefoneamos?

Mi hija me miró fijamente con desdén y se puso en pie delante de mí, sin dejar de aferrar la bolsa de su amiga.

– ¿No puedes ofrecerme nada más? -murmuró, ultrajada-. «¿Llamemos a tu madre?» ¿Crees que así me ayudas ahora mismo?

– Margaux, por favor… -murmuré.

– Eres patético -siseó-. Es el peor día de mi vida y no tienes ni puta idea de cómo ayudarme. Te odio, te odio.

Se dio la vuelta y anduvo dando grandes zancadas hasta meterse en su habitación y cerrar de un portazo. Esas palabras escocían lo suyo, hacían daño. Me importaba un pimiento qué hora fuera en Japón. Fui en busca del papel donde estaba apuntado el teléfono del hotel de Astrid y marqué los números con torpeza. «Te odio, te odio». No lograba sacarme esas palabras de la cabeza.

La puerta de la entrada se abrió con estruendo y entraron los chicos. Amo venía pegado al móvil, como de costumbre, y Lucas comenzó a decirme algo en el preciso momento en que alguien en Tokio descolgaba el teléfono. Alcé la mano para pedir silencio y pregunté por Astrid usando su nombre de soltera, pero entonces caí en la cuenta de que la habitación estaría registrada a nombre de Serge. El recepcionista me informó de que era la una de la madrugada de la hora local, y yo le repliqué que se trataba de una emergencia. Mis hijos me contemplaron sin salir de su asombro. Al otro lado de la línea Serge empezó a soltar una ristra de quejas, pero le hice callar y le pedí que se pusiera Astrid.

– ¿Qué ocurre, Antoine? -preguntó con esa voz floja de quien no le llega la camisa al cuerpo.

– Ha muerto Pauline.

– ¿Qué?

Astrid respiró hondo a miles de kilómetros y los chicos me contemplaron horrorizados.

– No sé cómo ha ocurrido. Margaux está en estado de shock. Pauline ha caído fulminada en clase de gimnasia. Acabo de enterarme.

Se quedó en silencio. Podía imaginármela incorporada en la cama con el pelo alborotado y él a su lado. Estaría en una de esas elegantes habitaciones equipadas con alta tecnología dentro de un hotel situado en un rascacielos con baños ultramodernos y vistas al negro corazón de la noche. El catálogo de sushi estaría desplegado sobre una mesa larga junto al equipo fotográfico y un ordenador portátil encendido. Las espirales del salvapantallas estarían refulgiendo en la oscuridad.

– ¿Sigues ahí? -pregunté al final, viendo que se prolongaba el silencio.

– Sí -contestó al final con voz calmada, casi fría-. ¿Puedo hablar con ella?

Los chavales, boquiabiertos, se apartaron con movimientos torpes para dejarme paso. Me dirigí hasta la habitación de mi hija teléfono en mano y llamé a la puerta cerrada. No obtuve respuesta.

– Es tu madre.

Ella abrió una rendija para que le pasara el teléfono y volvió a cerrar con otro portazo. Conseguí escuchar un sollozo sofocado y luego la voz temerosa de Margaux. Regresé al cuarto de estar, donde mis hijos me esperaban petrificados. Lucas se había puesto blanco como la pared y luchaba por contener las lágrimas.

– ¿Cómo ha muerto Pauline, papá?

El móvil empezó a sonar antes de tener oportunidad de contestarle. Era el número de Patrick, el padre de Pauline. Acepté la llamada con la boca seca y el corazón en un puño. Había conocido a ese hombre el día del nacimiento de su hija y durante estos catorce años habíamos entablado conversaciones interminables sobre jardines de infancia, escuelas, vacaciones, excursiones, profesores malos y buenos, quién recogía a quién y dónde, viajes a Disneylandia, fiestas de cumpleaños, fiestas de pijamas y campamentos de verano. Me llevé el teléfono al oído y sólo fui capaz de articular su nombre.

– Hola, Antoine -me saludó con un hilo de voz apenas audible-. Verás… -Soltó un suspiro. Me pregunté dónde estaría. Probablemente seguiría en el hospital-. Necesito tu ayuda.

– Claro, por supuesto, cualquier cosa…

– Creo que Margaux tiene las cosas de Pauline. La bolsa del colegio y sus ropas.

– Así es. ¿Qué quieres que haga?

– Sólo que las tengas a mano. Pauline… tenía ahí su carné de identidad, las llaves y el móvil. E imagino que también la cartera. Tenlo todo a mano, y quédatelo por el momento…

Las lágrimas me humedecieron los ojos cuando oí cómo se le quebraba la voz.

– Dios mío, Patrick, yo… -farfullé.

– Lo sé, lo sé -repuso él, luchando por contener el temblor de su propia voz-. Gracias, gracias, amigo.

Me colgó sin más.

Un torrente de lagrimones salió en tromba por mis lacrimales. Ya no había forma de retenerlos. Resultó extraño, porque no hubo sollozos ni hipidos como la noche del accidente. Solté un flujo continuo de lágrimas y nada más.

Apagué el móvil con gesto lento y me derrumbé en el sofá con el rostro oculto entre las manos. Mis hijos se quedaron de pie frente a mí durante unos instantes, sin saber qué hacer. El primero en acudir a mi lado fue Lucas. Metió la cabeza entre mis brazos para encajarse junto a mí. Sus mejillas mojadas se deslizaron sobre las mías. Amo se tiró a mi lado y sus brazos huesudos me rodearon por la cintura.

Mis hijos me veían llorar por primera vez en su vida, pero ya era demasiado tarde. No logré detener el flujo de lágrimas y dejé de intentar contenerlas.

Permanecimos de esa guisa durante un buen rato.


La bolsa de Pauline estaba en la entrada junto a un montón de prendas dobladas de forma primorosa. Mis ojos iban de la bolsa a la ropa y viceversa, una y otra vez. Era tarde, las dos o las tres de la madrugada, pero sentía la noche como un pozo negro. Ya no me quedaban lágrimas: las había soltado todas, y en el camino me había fumado medio paquete de tabaco. Tenía el rostro hinchado y me dolía todo el cuerpo, pero me asustaba la idea de acostarme.

La luz seguía encendida en la habitación de Margaux, podía escuchar su respiración agitada cada vez que pegaba la oreja a la puerta. Al final se durmió, al igual que los chicos, y el apartamento se sumió en el silencio. Apenas había tráfico en la calle Fridevaux. Hice lo posible por no mirar dentro de la bolsa, en serio, pero parecía estar llamándome, y al final caí en la tentación. Me acerqué de puntillas y la cogí con cautela. Me senté con las ropas y la bolsa sobre el regazo. ¿Cómo era posible que Pauline hubiera muerto y ahora sus efectos personales estuvieran sobre mi regazo? Abrí la cremallera de la bolsa y hurgué en sus cosas. Hallé un cepillo para el pelo con algunos largos pelos todavía atrapados en sus púas. Pauline estaba muerta y yo sostenía entre los dedos cabellos suyos. No me entraba en la cabeza.

El móvil estaba puesto en modo silencio. Lo examiné. Tenía 32 llamadas perdidas. ¿La habrían telefoneado algunos amigos suyos sólo para oír el sonido de su voz? Tal vez yo habría hecho lo mismo si hubiera muerto mi mejor amigo.

Hojeé los libros de texto y los apuntes. Tenía una letra excelente y era una buena estudiante, mejor que Margaux. Quería estudiar Medicina, lo cual enorgullecía a Patrick. ¡Sabía qué quería ser a los catorce años!

Le abrí la cartera, que era un auténtico cajón de sastre: maquillaje, lápiz de labios, desodorante, la agenda y el carné de identidad con una fotografía de hacía dos años; ésa era la Pauline que yo conocía, la chica huesuda con quien solía jugar al escondite. Hojeé la agenda. En ella figuraban las citas y tareas de las dos semanas siguientes. «Dallad el domingo», rezaba una entrada, y al lado había dibujado un corazón rosa. Dallad era el sobrenombre de Margaux, y Pitou el de Pauline. Había sido así desde que eran pequeñas.

También estaban las ropas que se había quitado para ponerse las prendas deportivas. Un suéter blanco y unos vaqueros. Olisqueé durante unos instantes el suéter. Olía a tabaco y a perfume afrutado. La chiquilla había muerto y su olor aún no se había ido de la ropa.

Pensé en Patrick y Suzanne y en dónde podrían estar en ese momento. Quizá estuviesen velando el cuerpo de su difunta hija o tal vez estuvieran en casa sin poder dormir. ¿Podría haberse salvado? ¿Sabía alguien si tenía alguna dolencia cardiaca? ¿Seguiría viva si no hubiera jugado al baloncesto? Las preguntas me daban más y más vueltas en la cabeza.

Me levanté y me fui derecho a la ventana, la abrí y dejé que el aire glacial se me metiera en el cuerpo. El vasto y oscuro cementerio se extendía ante mí. No dejaba de pensar en Pauline, en su cadáver, en el aparato de ortodoncia. ¿La enterrarían con él? ¿Contratarían a un dentista para quitárselo o sería cosa del tanatopractor? Alargué la mano hacia el móvil. Necesitaba hablar con Angele.

Respondió después de que el teléfono sonara un par de veces.

– Hola -dijo con voz cálida y soñolienta-. ¿Qué tal, monsieur Parisiense? ¿Te sientes solo?

Sentí tal alivio de oír su voz en medio de la noche en aquel momento tan terrible que estuve a punto de soltar un grito. Le hice un breve resumen de lo sucedido.

– ¡Uy, pobre chica! Tu hija vio morir a su amiga. Qué mal rollo. ¿Cómo lo ha encajado?

– No muy bien -admití.

– Y tu ex no está ahí, ¿verdad?

– Exacto.

Se hizo un silencio.

– ¿Quieres que vaya?

La oferta fue tan directa que me pilló de improviso.

– ¿Lo harías?

– Si me quieres allí, sí.

«Por supuesto que sí, claro -pensé-. Ven, ven, por favor. Móntate en esa Harley ahora mismo y corre hacia aquí como alma que lleva el diablo. Sí, sí, ven, Angele, ven, te necesito. Ven. Ven». ¿Qué opinión iba a tener de mí si le decía eso, si le imploraba que viniera lo antes posible? ¿Me consideraría un flojo? ¿Se compadecería de mí? ¿Lo haría?

– No quiero ser un incordio. Es un trayecto muy largo.

Ella suspiró.

– ¡Hombres! No se os puede hablar con claridad nunca, ¿verdad? Iré si me necesitas. Sólo tienes que pedírmelo. Ahora buenas noches, que mañana empiezo a primera hora.

Y me colgó.

Tuve la tentación de volver a llamarla, pero no lo hice. Me metí el teléfono en el bolsillo y me recosté sobre el respaldo del sofá. Al final me quedé dormido y cuando abrí los ojos los chicos ya se estaban preparando el desayuno. Me miré de refilón en el espejo. Me vi como una mezcla arrugada de Boris Yeltsin y Mister Magoo. Margaux ya se había levantado y se encontraba en el baño, donde probablemente llevaría un buen rato. Escuché el ruido del agua en la ducha.

Eché un vistazo a su habitación cuando pasé por delante. Las sábanas de la cama estaban echadas hacia atrás. ¿Sábanas nuevas? Resultaba extraño, pues nunca había visto unas de grandes flores rojas. Me acerqué a echar un vistazo y comprobé que no eran rosas carmesíes, sino manchas de sangre. Había tenido la regla durante la noche y, por lo que yo había hablado con su madre, ésa era la primera vez.

¿Estaría bien? ¿Estaría sorprendida? ¿Cómo se sentiría? ¿Estaría temerosa, aliviada, disgustada, avergonzada o tal vez experimentaría todas esas emociones juntas? ¿Tendría dolores? Mi pequeña había tenido la regla. Estaba ovulando, sus óvulos eran fértiles, luego ya podía tener niños. No sabía muy bien qué pensar de todo eso. Astrid no estaba allí, de modo que iba a tener que tomármelo con calma.

Mi hija tenía que menstruar tarde o temprano, y yo ya lo sabía, por supuesto, pero, de una forma en el fondo cobarde, me alegraba mucho que eso no tuviera mucha relación conmigo, su padre, y estuviera más vinculado al mundo femenino, el de Astrid. ¿Cómo abordaban este tema los padres? ¿Cómo se suponía que debía comportarme? ¿Debía hacerle saber que estaba al corriente? ¿Debía mostrarme orgulloso de ella? Yo estaba allí para ayudarla si ella me necesitaba, como una suerte de fornido y arrogante John Wayne. Porque, sí, lo sabía todo acerca de tampones con o sin aplicador, compresas, ultraligeras o superabsorbentes y los dolores de la tensión premenstrual. Era un hombre moderno, ¿no? Bueno, pues estaba al día, pero, claro, ¿cómo iba a hablar con mi hija de la regla? Y más aún al día siguiente de haber sufrido una tragedia. Parecía imposible. Sólo se me ocurría una cosa: pedir ayuda a Mélanie. No recordaba nada sobre el primer sangrado de Mel ni lo vieja que se había sentido cuando tuvo lugar, pero en ausencia de mi ex mujer era la única aliada que se me ocurría.

El cerrojo del baño hizo un ruido al descorrerse y yo salí con sigilo de la habitación de mi hija. Margaux hizo acto de presencia con el pelo envuelto en una toalla. Debajo de los ojos tenía unas ojeras enormes. Murmuró un buenos días y me rozó al pasar. Alargué la mano y le acaricié los hombros, pero ella se alejó.

– ¿Cómo estás, cielo? ¿Qué tal te encuentras? -le pregunté para tantear el terreno.

Ella se encogió de hombros y cerró la puerta de su cuarto con un clic. Me pregunté si sabría qué hacer con la menstruación. ¿Sabría usar compresas y tampones? «Por supuesto que sí», me dije. Astrid se lo habría explicado todo. Sus amigas sabían. Pauline probablemente ya los usaba.

Me dirigí a la cocina para prepararme un café y me encontré con que los chicos ya se iban a clase. Me abrazaron con torpeza y se marcharon, pero el timbre de la puerta sonó antes de que se abrieran.

Era Suzanne, la madre de Pauline. Se produjo un momento muy emotivo y doloroso cuando nos encontramos en el umbral. Mis hijos, sobrepasados por la intensidad de la emoción, intercambiaron unos besos en la mejilla y se escabulleron. Ella y yo nos agarramos de la mano.

Tenía el rostro abotargado y los ojos eran dos minúsculas ranuras, pero aun así me sonrió con valentía. La abracé. Ella llevaba encima los olores de un hospital: pena, miedo y dolor. Permanecimos juntos, balanceándonos con suavidad. Era pequeña. Su hija ya la había superado en altura. Alzó la mirada y me miró con ojos llorosos.

– Me vendría bien un poco de café.

– Claro, ahora mismo.

La conduje hasta la cocina, donde se quitó la bufanda y el abrigo antes de tomar asiento. Le serví una taza de café con pulso inseguro y me senté delante de ella.

– Estoy aquí para lo que necesites, Suzanne -fue cuanto logré articular.

A pesar de sonar poco convincente, la frase pareció de su agrado, pues asintió con la cabeza y se llevó a los labios la taza de café con pulso inseguro.

– Aún creo que voy a despertarme en cualquier momento y que esto sólo es una pesadilla.

– Ya -repuse en voz baja.

Vestía unos pantalones negros y una blusa blanca debajo de una rebeca de lana verde. Calzaba unas botas de caña baja. ¿Llevaba esa misma ropa cuando la telefonearon para decirle que su hija había muerto? ¿Qué estaba haciendo cuando la avisaron? ¿Estaba en la oficina? ¿En el coche? ¿Qué pensó cuando vio el número del colegio en la pantalla del móvil? Que Pauline había hecho novillos o que había tenido algún problema con un profesor, seguro. Me habría gustado contarle lo mal que me sentía desde la llamada de Margaux.

Deseaba expresarle mis condolencias, la tristeza y la zozobra que sentía, pero no me salía ni una palabra, por lo que la agarré de la mano y aguanté ahí como si me fuera la vida en ello, pues no era capaz de hacer nada más.

– El funeral será el próximo martes, pero tendrá lugar fuera de París, en Tilly, en la Alta Normandía, donde está enterrado mi padre.

– Allí estaremos, por supuesto.

– Gracias -murmuró-. He venido a recoger las cosas de Pauline. Su bolsa y algo de ropa, según tengo entendido.

– Está todo aquí.

Mi hija hizo acto de presencia mientras me dirigía a por las cosas de la difunta. Nada más ver a la invitada profirió un agudo grito que me hirió en lo más profundo y echó a correr para arrojarse a los brazos de Suzanne, apoyando la cabeza sobre su hombro. La pequeña figura de la mujer se estremeció bajo el efecto del llanto de Margaux, quien empezó a hablar de forma atropellada y a voz en grito contándole todo lo que no me había contado a mí.

– Estábamos en clase de gimnasia, como todos los jueves, jugando al baloncesto. Pitou cayó al suelo fulminada. Lo supe en cuanto el profesor le dio la vuelta. Tenía los ojos en blanco. El profe intentó reanimarla haciendo lo mismo que en una serie de televisión. Aquello duró una eternidad. Alguien había llamado a una ambulancia, pero todo había terminado cuando ésta llegó.

– No sufrió -susurró Suzanne mientras acariciaba el pelo húmedo de Margaux-. No sintió dolor alguno. Todo ocurrió en cuestión de segundos. El médico me lo aseguró.

– ¿De qué murió? -se limitó a preguntar Margaux, y se retiró un poco para alzar los ojos y mirar a Suzanne.

– Creen que fue un problema cardiaco del que no teníamos ni idea. Esta semana van a hacerle unas pruebas a su hermano pequeño para averiguar si padece el mismo problema.

– Quiero verla, quiero despedirme de ella.

Suzanne me buscó con la mirada.

– ¡No me detengas, papá! -exigió mi hija de forma brusca y sin mirarme siquiera-. Quiero verla.

– No te lo estoy impidiendo, cielo. Te entiendo.

Suzanne tomó asiento y se terminó el café.

– Puedes verla, por supuesto. Sigue en el hospital. Puedo llevarte allí, o que te lleve tu madre luego.

– Mi madre está en Japón.

– Pues entonces que te lleve tu padre -repuso ella, levantándose-. He de irme ya. Tengo mucho trabajo por delante: rellenar papeleo, preparar el funeral… Quiero darle un funeral precioso… -Enmudeció cuando le empezaron a temblar los labios, y se mordió uno-. Un funeral precioso para mi preciosa hija.

Se dio media vuelta para marcharse, pero dispuse de tiempo para ver cómo se le crispaba el rostro. Recogió la bolsa y la ropa de Pauline y se encaminó hacia la salida. Se cuadró de hombros al llegar a la puerta, como un soldado que se preparara para la batalla. Mi admiración por ella no tenía límites.

– Os veo luego -susurró sin levantar la vista.

Buscó a tientas el picaporte y abrió la puerta.


Me asaltó la impresión de haber pasado mucho tiempo en las morgues de los hospitales, y cavilaba a ese respecto mientras esperaba con mi hija en el hospital Pitié Salpetriére para ver el cuerpo de su amiga. En comparación con el lugar donde trabajaba Angele, ese sitio era deprimente y tenebroso: carecía de ventanas, la pintura se descascarillaba y el suelo estaba lleno de rasponazos, y nadie había hecho un esfuerzo por darle un poco de alegría a esa sala.

Nos hallábamos los dos solos y únicamente se oía un murmullo de voces en algún lugar indeterminado y el sonido de los pasos cuando la gente andaba por el pasillo. El tanatopractor era un hombre corpulento de cuarenta y tantos años. No ofrecía ninguna palabra de consuelo, ni tan siquiera una sonrisa. Lo más probable era que se hubiera curtido después de haber visto tantas muertes. Conjeturé que una adolescente víctima de un fallo cardiaco no significaba nada para él, pero me equivocaba. Se acercó a nosotros y dijo:

– Su amiga está preparada. ¿Lo está usted, mademoiselle? -Margaux mantuvo la mandíbula apretada y asintió con la cabeza. Él insistió-: Es duro ver el cuerpo de un ser querido. Quizá debería acompañarla su padre.

Mi hija alzó los ojos y se quedó mirando su piel rubicunda y deteriorada.

– Era mi mejor amiga y voy a verla -masculló entre dientes.

Margaux estaba dispuesta a repetir esa frase toda la vida si era preciso. El hombre asintió.

– Su padre y yo estaremos detrás de la puerta por si nos necesita, ¿de acuerdo?

Ella se levantó, se alisó la ropa y se sacudió el pelo. Parecía varios años mayor. Me entraron deseos de retenerla y protegerla, quise rodearla con mis brazos. ¿Iba a soportarlo? ¿Se vendría abajo? ¿Le causaría un daño permanente? Combatí tenazmente la necesidad de agarrarla por la manga.

El tanatopractor la condujo hasta una sala contigua, le abrió la puerta y la dejó entrar.

Suzanne y Patrick aparecieron entonces con su hijo. Nos abrazamos y besamos en silencio. El niño estaba pálido y cansado. Nos dispusimos a esperar un poco más, pero…

De pronto se oyó la voz de Margaux pronunciando mi nombre. No dijo «papá», sino «Antoine». Nunca antes me había llamado así. Lo dijo dos veces.

Entré en una habitación de proporciones muy parecidas a las del hospital donde trabajaba Angele. Reconocí de inmediato el olor predominante, me resultaba familiar. Posé los ojos en el cuerpo ubicado delante de nosotros. Pauline parecía muy joven, demasiado joven y demasiado frágil. La figura curvilínea de su cuerpo parecía haber encogido un poco. Estaba vestida con una blusa rosa y unos vaqueros. Calzaba unas zapatillas de la marca Converse. Sobre el regazo descansaban las manos cruzadas. Finalmente, le miré el semblante. No iba maquillada, sólo se veía la limpia piel blanca. Alguien le había peinado el pelo rubio con sencillez. La boca estaba cerrada de forma muy natural. Angele lo habría aprobado.

Margaux revoloteaba cerca de mí. Coloqué la mano detrás de su cabeza, tal y como hacía cuando era pequeña. Ella no me rehuyó como había estado haciendo últimamente.

– Esto es algo que no entiendo -me dijo, y se escabulló fuera de la estancia.

Me quedé a solas frente al cuerpo de la adolescente. Astrid no iba a verlo. Seguía en Tokio, aunque tomaría el avión a tiempo de asistir al funeral del martes. Serge y ella no habían conseguido cambiar las reservas en el último minuto. Lo más probable era que hubiera visto a Pauline por última vez en Malakoff, haría cosa de una semana más o menos. Estaría dentro del ataúd para cuando mi ex mujer hubiera llegado a suelo francés. Ella jamás iba a ver el cadáver de Pauline. No sabía si eso era bueno o malo para ella. Nunca había tenido que afrontar ese tipo de situaciones con Astrid.

Pensé en mi padre mientras permanecía allí de pie. Mi madre murió en cuestión de un par de minutos, como Pauline. ¿Había estado François en la morgue del hospital, como yo ahora, contemplando el cadáver de su esposa mientras intentaba sobreponerse? ¿Dónde se hallaba cuando murió nuestra madre? ¿Quién le avisó? No había móviles en 1974. Lo más probable era que estuviera en su oficina, que en aquellos días estaba cerca de los Campos Elíseos.

Miré fijamente el rostro de la difunta, situado enfrente de mí, tan joven y lozano a sus catorce años. Deposité la mano sobre su cabeza con suavidad. La de Margaux tenía la calidez de la vida mientras que aquélla era fría como la piedra. Jamás en la vida había tocado un cadáver. Retiré los dedos. Adiós, Pauline. Adiós, pequeña.

Se apoderó de mí el temor que había experimentado la noche anterior mientras sostenía la bolsa de Pauline, cuyo rostro descolorido de pronto pareció fundirse con el de Margaux, y me estremecí. Podía haberle pasado a mi hija. Podía haberme tocado estar mirando el cuerpo de Margaux. Volví a tocar el cadáver e intenté detener el tembleque que me sacudía todo el cuerpo. Deseé que Angele estuviera a mi lado. Tuve la certeza de cuánto consuelo podrían haberme dado su sentido común y su conocimiento interior de la muerte. Me esforcé por imaginar que había sido ella quien se había hecho cargo del cuerpo de Pauline con todo el cuidado y respeto que yo sabía que empleaba con sus «pacientes».

De pronto sentí una mano en el hombro. Era Patrick. No despegó los labios. Los dos permanecimos allí callados con los ojos fijos en la difunta. Él se percató de mis temblores y me palmeó el hombro en silencio. El tembleque siguió mientras yo le daba vueltas a aquello en lo que se había convertido Pauline. Ni ella ni nosotros llegaríamos a conocer qué era lo que la vida le tenía reservado. Viajes, novios, independencia económica, una carrera profesional, el amor, la maternidad, la mediana edad, el duro envejecer, toda una vida. Había desaparecido todo cuanto tenía por delante.

El miedo se retiró y la rabia se adueñó de mí. La chiquilla tenía catorce años, por amor de Dios, catorce años. ¿Por qué sucedían estas cosas? Y cuando pasaban, ¿cómo rayos ibas a recuperar las fuerzas y tirar para delante? ¿De dónde obtenías el coraje y la entereza para lograrlo? ¿Era la religión una respuesta? ¿De ahí obtenían consuelo Patrick y Suzanne? ¿Era eso lo que les ayudaba ahora?

– Suzanne la vistió ella sola. No quería que lo hiciera nadie más -me informó Patrick-. Los dos juntos elegimos las ropas: sus vaqueros favoritos, su blusa preferida…

Extendió el brazo y acarició la mejilla fría de su hija mientras yo observaba la blusa rosa. Me vino a la mente una imagen: la de los dedos de Suzanne abotonando minuciosamente todo el largo frontal de la blusa, entrando en contacto con la carne inerte de Pauline. El pensamiento me abrumó con todo su terrible poder.


Margaux necesitaba estar con Suzanne y Patrick. Yo supuse que era su forma de permanecer cerca de Pauline.

Revisé el teléfono cuando salí del hospital. Había un mensaje de mi hermana: «Llámame, es urgente». Había una extraña contención en la voz de Mélanie, pero estaba demasiado turbado por lo que acababa de ver, el cadáver de Pauline, como para mencionárselo cuando la localicé por teléfono. Le expliqué en pocas palabras la muerte de la muchacha, el incidente con Margaux, lo espantoso que había sido todo, la ausencia de Astrid, la regla de mi hija, el cuerpo de la adolescente, lo de Patrick y Suzanne, y cómo ésta había vestido a su hija.

– Escucha, Patrick… -me interrumpió Mel.

– ¿Qué? -le espeté, casi con impaciencia.

– Necesito hablar contigo. Debes venir ahora.

– No puedo, estoy a punto de regresar a la oficina.

– Tienes que venir.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Se quedó en silencio durante unos instantes.

– Porque ya me he acordado. He recordado por qué tuve el accidente.

Sentí el corazón en un puño. Había esperado tres meses a que ocurriera esto y tenía que ser precisamente en ese momento. No estaba muy seguro de poder encararlo, no sabía si me quedaban fuerzas. La muerte de Pauline me había dejado exhausto.

– De acuerdo -contesté con voz débil-. Voy ahora mismo.

A causa del tráfico, el trayecto desde la Pitié hasta la Bastilla era de los lentos a pesar de que no estaba lejos de casa de Mel. Intenté mantener la calma al volante. Luego, me pasé mucho tiempo en busca de un lugar donde aparcar en la concurrida calle de la Roquette. Mélanie me esperaba con la gata en brazos.

– Cuánto siéntalo de Pauline -empezó mientras me besaba-. Qué mal lo debe de estar pasando Margaux… Es el peor momento, lo sé, pero es que me ha venido de pronto a la memoria esta mañana y tenía que contártelo.

Mina bajó de un salto y vino hacia mí para frotarse entre mis piernas.

– No sé cómo decirte esto -se limitó a admitir-. Quizá suponga un trauma para ti.

– Ponme a prueba.

– Me desperté con sed la última noche que pasamos en el hotel y no logré conciliar el sueño, así que probé a beber un vaso de agua y leer un poco, pero nada funcionaba. Entonces salí de mi cuarto en silencio y bajé por las escaleras. Reinaba un silencio absoluto, porque no había nadie despierto. Pasé por delante de recepción, crucé el comedor y al final subí otra vez por las escaleras. Fue entonces cuando sucedió.

Hizo una pausa.

– ¿Qué fue lo que pasó?

– ¿Recuerdas la habitación número 9?

– Sí, fue la de Clarisse.

– Pasé delante de ella mientras subía y de repente tuve un flashback tan fuerte que necesité sentarme en las escaleras.

– ¿Qué viste? -pregunté en un susurro.

– Hubo una tormenta el día de mi cumpleaños de nuestro último verano, en 1973. ¿Te acuerdas de eso? -Asentí con la cabeza-. Esa noche tampoco pude dormirme, así que bajé con cuidado las escaleras del hotel y me fui al cuarto de nuestra madre. -Mel efectuó otra pausa, rota por el ronroneo de la gata-. La puerta no estaba cerrada, así que la abrí con suavidad. Las cortinas estaban descorridas y por la ventana entraba a raudales la luz de la luna, iluminando la habitación. Entonces vi que había alguien en la cama con ella.

– ¿Nuestro padre? -pregunté, sorprendido.

Mi hermana me contestó que no con un ademán.

– No entendí muy bien aquello. Recuerda que tenía seis años. De modo que me acerqué más. Distinguí con claridad la melena negra de Clarisse y también vi que aferraba a alguien entre sus brazos. No era nuestro padre.

– ¿Quién era? -inquirí con la voz entrecortada.

¿Estaba nuestra madre con un amante, con otro hombre, mientras los abuelos y nosotros, sus hijos, dormíamos a un par de habitaciones de distancia? Nuestra madre, la del bañador de un color naranja indefinido, la que jugaba con nosotros en la playa. ¿Estaba nuestra madre con otro hombre?

– No tengo ni la menor idea.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Le habías visto antes? ¿Se alojaba en el hotel? ¿Podrías acordarte de él?

Mélanie se mordió el labio y desvió la mirada.

– Era una mujer, Antoine -repuso en voz baja.

– ¿Qué quieres decir?

– Nuestra madre tenía abrazada a otra mujer.

– ¿Una mujer? -repetí sin dar crédito a mis oídos.

Mina se subió de un salto a las rodillas de Mel, y ella la aferró con fuerza.

– Sí, Antoine, una mujer.

– ¿Estás segura?

– Sí. Me aproximé a la cama. Estaban dormidas. Habían echado hacia atrás las sábanas,, por lo que pude ver que estaban desnudas. Recuerdo haber pensado que ambas eran muy guapas, muy femeninas. La desconocida era esbelta y tenía la piel morena. Llevaba el pelo largo, pero no sabría decir de qué color porque se reflejaba la luz de la luna. Parecía rubio plateado. Me quedé allí cerca y las observé durante un rato.

– ¿De verdad pensaste que eran amantes?

Mi hermana me dedicó una seca sonrisa.

– A los seis años no tenía ni idea, por supuesto, pero hay algo que recuerdo con total claridad: la mano de esa mujer agarraba uno de los pechos de Clarisse. Era un gesto posesivo de naturaleza muy sexual.

Me levanté y anduve por la habitación hasta detenerme ante una ventana con vistas a la bulliciosa calle de la Roquette. No fui capaz de articular palabra durante un par de minutos.

– ¿Te has quedado mudo de asombro?

– Algo por el estilo.

Escuché el tintineo de sus brazaletes mientras ella se los colocaba bien.

– Intenté decírtelo en Noirmoutier, pero no hallaba ni el momento adecuado ni el lugar oportuno. Podía explicarte que algo iba mal, pero, de pronto, fui incapaz de callármelo por más tiempo, así que te lo quise contar durante el viaje de regreso.

– ¿Se lo contaste a alguien al día siguiente?

– Lo intenté a la mañana siguiente mientras jugábamos en la playa con Solange, pero no me prestabas atención, me echaste. Nunca se lo dije a nadie, y luego, poco a poco, lo fui apartando de mi mente hasta que terminé por olvidarlo. Nunca volví a pensar en ello hasta esa noche en el hotel, treinta y cuatro años después.

– ¿Has vuelto a ver a esa mujer? ¿Tienes la menor idea de quién puede ser?

– No, no recuerdo haberla visto de nuevo. Y no sé nada sobre ella.

Me volví hacia la silla para encararme con mi hermana.

– ¿Crees que nuestra madre era lesbiana? -pregunté con un hilo de voz.

– Eso mismo me he estado preguntando -admitió con el mismo volumen.

– ¿Crees que fue una cana al aire o piensas que tuvo más líos con otras mujeres?

– No he dejado de darle vueltas a eso. Nos estamos haciendo las mismas preguntas, pero no tengo respuestas.

– ¿Crees que lo sabe nuestro padre? ¿Y los abuelos?

Se marchó a la cocina, donde puso agua a hervir y colocó unas bolsitas de té en tazas. Yo me quedé allí grogui como si me hubieran noqueado de un fuerte golpe.

– ¿Te acuerdas de esa bronca que presenciaste entre Clarisse y Blanche, la que me contaste en la playa?

– Sí -repuse-. ¿Piensas que era sobre eso?

– Tal vez. -Mel se encogió de hombros-. Dudo que nuestros abuelos, unos respetables burgueses, fueran muy abiertos de mente respecto a la homosexualidad, y esto ocurrió en 1973.

Me entregó una taza de té antes de volver a sentarse.

– ¿Y qué me dices de nuestro padre? ¿Lo sabría? -inquirí.

– Tal vez lo sabía la familia Rey al completo y puede que hubiera un escándalo, pero no se habló de ello. Nadie lo mencionó.

– Y entonces murió Clarisse…

– Sí, y nadie volvió a hablar de ello tras la muerte de nuestra madre -concluyó Mel.

Permanecimos en silencio el uno frente al otro mientras nos tomábamos el té.

– ¿Sabes qué es lo que más me descompone de todo esto? -preguntó al final-. Y por eso tuve el accidente y me duele aquí -continuó, llevándose la mano a la clavícula- incluso con sólo hablar de este asunto.

– ¿Qué es lo que te descompone?

– Antes de contestarte, dime tú qué encuentras tan turbador.

Respiré hondo.

– Tengo la sensación de no conocer a mi madre.

– ¡Exacto! -exclamó sonriendo por primera vez, pero no era una de esas sonrisas habituales en ella, tan relajadas-. Eso es exactamente.

– Tampoco sé cómo averiguar quién era.

– Yo sí -replicó.

– ¿Cómo?

– Lo primero de todo es decidir si quieres saberlo, Antoine. ¿De verdad deseas averiguarlo?

– ¡Por supuesto! ¿A santo de qué lo preguntas?

Volvió a esbozar esa sonrisa esquinada tan suya.

– Porque a veces la ignorancia es más fácil. La verdad hace daño en ocasiones.

Recordé el día en que descubrí en la cámara de mi esposa el vídeo que mostraba a Serge y Astrid copulando. Sufrí un shock y luego un daño devastador.

– Sé a qué te refieres, conozco bien ese dolor -repliqué, arrastrando las sílabas.

– ¿Estás preparado para afrontarlo otra vez, Antoine?

– No lo sé -contesté con total sinceridad.

– Yo sí, y lo haré. No puedo fingir que no ha pasado nada. No deseo cerrar los ojos ante esto. Quiero averiguar quién era nuestra madre.

Pensé al oírla hablar que las mujeres eran mucho más fuertes que nosotros, los hombres, y aunque no ofrecía la menor sensación de fortaleza -de hecho parecía más frágil que nunca con aquellos vaqueros finos y aquel jersey gris-, desprendía una determinación absoluta. Mélanie no temía a nada y yo sí. Me cogió la mano en un gesto maternal, como si supiera exactamente qué me pasaba por la cabeza.

– No te deprimas por eso, Tonio. Vuelve a casa y atiende a tu hija, ella te necesita. Podemos hablar de esto más adelante, cuando estés preparado. No hay prisa.

Hice un gesto de asentimiento y me levanté con un nudo en la garganta para irme a la oficina, pero me sentía algo más aliviado. La idea de la oficina se me hacía insoportable. Allí me aguardaban Florence y toneladas de trabajo. Besé a mi hermana y me dirigí a la salida. Estaba a punto de cruzar el umbral cuando me di la vuelta.

– Dices que sabes dónde enterarte de todo.

– Sí.

– ¿Cómo? ¿Dónde?

– A través de Blanche.

¿La abuela? Mel estaba en lo cierto, por supuesto. Blanche debía de conocer las respuestas. Quizá no todas, pero sí algunas. Que quisiera dárnoslas era harina de otro costal.


Conduje directamente a casa en vez de ir a la oficina y de camino le dejé un mensaje a Florence para ponerle al corriente de que no iba a pasar por la oficina en todo el día. Una vez en casa me preparé un café, encendí un pitillo y me senté en una silla junto a la mesa de la cocina. El nudo en la garganta no desaparecía y me dolía mucho la espalda. Tomé conciencia de la importancia de mi fatiga.

Dejaban su poso amargo tanto el fallecimiento de Pauline como el recuerdo de mi hermana: esa habitación iluminada por la luna que yo no había visto, pero imaginaba perfectamente, donde estaban nuestra madre y su amante. Una mujer. ¿Qué me sorprendía de todo eso? ¿La infidelidad o su bisexualidad? No estaba muy seguro de qué me perturbaba más. ¿Cómo lo vería Mélanie, que era una mujer? ¿Estaba menos desconcertado porque imaginaba que una madre lesbiana era una impresión más suave que tener un padre gay? Semejante guirigay habría sido todo un festín para un psiquiatra.

Pensé en todos mis amigos homosexuales, tanto hombres como mujeres, Mathilde, Milèna, David y Matthew, y recordaba todas las historias que me habían contado sobre el momento en que salieron del armario y las reacciones de su familia. Algunos padres lo habían comprendido, mientras que otros se negaron a aceptarlo. Ahora bien, ¿qué podía hacer una persona si descubría la homosexualidad de uno de sus progenitores cuando ya era tarde y esa persona estaba muerta? Daba igual lo tolerante o abierto de mente que fuera uno, ese giro era totalmente inesperado, especialmente cuando el padre o la madre había desaparecido y ya no estaba ahí para responder a las preguntas.

La puerta de entrada se cerró con estrépito y apareció Arno andando a grandes zancadas seguido de cerca por una chica huraña con los labios pintados de negro. No supe si era la de siempre u otra. A mí me parecían todas iguales: aspecto gótico, brazaletes metálicos y largas ropas negras. Él me saludó con la mano y me dijo: «Hola»; ella me saludó en voz muy baja sin apartar la mirada del suelo. Se fueron directos a su cuarto y al cabo de unos segundos empezó a sonar la música.

En un par de minutos alguien volvió a cerrar dando un portazo y apareció Lucas. Su rostro se iluminó al verme en casa. Vino corriendo a mis brazos y estuvo a punto de tirarme encima el café. Le expliqué que no había ido a la oficina porque necesitaba tomarme un día libre. Era un chico muy responsable, muy parecido a su madre, tanto que en ocasiones sentía una punzada cuando le miraba. Quiso saber cuándo iba a volver Astrid, y le dije que el martes para asistir al funeral. De pronto me pregunté si era una buena idea que él asistiera al servicio fúnebre. ¿Le convenía? Sólo tenía once años. El funeral de Pauline me impresionaba incluso a mí. Por eso, le interrogué con tacto al respecto. Él se mordió el labio y llegó a la conclusión de que tal vez se animaría a estar presente si acudíamos los dos, Astrid y yo. Al final le dije que lo hablaría con su madre. Vi cómo le temblaban los labios mientras ponía su mano sobre la mía. Ésa era la primera vez que se enfrentaba a la muerte. Y se trataba de alguien a quien conocía bien, alguien con quien había crecido, pues Pauline había pasado muchos veranos con nosotros y en vacaciones se había venido a esquiar. Había fallecido alguien sólo tres años mayor que él.

Hice lo posible por consolar a mi hijo, pero ¿lo hacía bien? Yo era huérfano a su edad y no tuve a nadie que me confortara. ¿Era ésa la razón por la que se me daba tan mal ofrecer apoyo y ternura? ¿Acaso no conformaban nuestra forma de ser las cicatrices, los secretos y las penas ocultas de nuestra infancia?

Cuando llegó el viernes por la noche quedó claro que Margaux iba a seguir un poco más con Patrick y Suzanne. Ella parecía necesitar su compañía y ellos la de mi hija. ¿Se habría quedado en casa Margaux de haber estado en París su madre? ¿La razón de que no estuviera conmigo era que yo no podía ayudarla ni consolarla? Odiaba formularme este tipo de preguntas, pero lo necesitaba. Las había esquivado durante demasiado tiempo.

Arno salió de su cuarto, como siempre, farfullando no sé qué de una fiesta por la noche y anunció su intención de volver tarde. Cuando le hablé de sus malas notas y del inminente boletín de calificaciones y le sugerí que debería estudiar un poco en vez de irse de fiesta, me fulminó con la mirada, puso los ojos en blanco y salió dando un portazo. Por un instante tuve la tentación de agarrarle por el pescuezo y patearle ese culo huesudo para que cayera rodando por las escaleras. Jamás había pegado a mis hijos. Es más, nunca había golpeado a nadie. ¿Me hacía eso mejor persona?

Me preocupaba ver tan apagado a Lucas, así que le preparé su cena preferida: un filete con patatas y ketchup, y helado de chocolate. Incluso le dejé beber Coca-Cola, tras hacerle prometer que no se lo contaría a su madre; una devota de la comida sana como ella habría puesto el grito en el cielo. Sonrió por primera vez en toda la tarde, al fin. Le agradaba la idea de compartir un secreto conmigo. Contemplé cómo devoraba la cena. Hacía mucho tiempo que no habíamos estado a solas de ese modo, porque siempre estaba enzarzado en una interminable pelea con Arno y Margaux. Deseaba atesorar y recordar esos momentos sencillos y despreocupados como auténticas joyas.

Apenas había pegado ojo la noche anterior, de modo que decidí acostarme temprano. Lucas también parecía agotado, y por una vez no se quejó cuando le sugerí que se fuera a dormir. Me preguntó si podía dejar abierta la puerta de su dormitorio y encendida la luz del pasillo, algo que no me había pedido desde hacía años. Accedí a su solicitud y me derrumbé en la cama suplicando que esa noche no me acosaran las visiones del rostro de la difunta Pauline, Suzanne vistiendo a su hija, mi madre durmiendo a la luz de la luna con una extraña en los brazos. Para mi sorpresa, caí dormido como un leño enseguida.

El timbre estridente del teléfono me despertó en plena noche. Busqué a tientas la luz y cogí el auricular. Cerca de la cama el despertador marcaba las 2.47 de la madrugada del sábado.

– ¿Es usted el padre de Arno Rey? -inquirió una cortante voz de hombre.

Me senté en la cama con la boca seca.

– Sí…

– Soy el comisario Bruno, del departamento de policía del distrito 10°. Debe venir ahora mismo, monsieur. Su hijo tiene un problema. Es un menor y no podemos ponerle en libertad sin su consentimiento.

– ¿Qué ha ocurrido? -pregunté con voz preocupada-. ¿Está bien?

– Lo tiene usted en una celda de borrachos, y sí, se encuentra bien, pero debe venir ahora mismo.

Me facilitó una dirección, el número 26 de la calle Louis Blanc, y colgó. Me levanté a trompicones y me vestí de forma maquinal, como un robot. Estaba en una celda de borrachos. ¿Significaba eso que estaba bebido? Después de todo, ¿no es ahí donde encerraban a los alcohólicos? «Su hijo tiene un problema…». ¿Qué clase de problema? ¿Debía telefonear a Tokio otra vez? ¿Para qué? No había nada que Astrid pudiera hacer desde donde estaba. «Oh, sí, colega -me dijo una voz interior-, ahora tú estás al mando, tú defiendes el fuerte contra los indios y sales al exterior cuando sopla el huracán, eres el que se enfrenta al enemigo, es tu trabajo, tú eres el padre. Ponte a ello, tío».

¡Ay, Lucas! No podía dejarle allí solo, ¿verdad? ¿Qué pasaría si se despertaba y encontraba la casa vacía? Debería llevarle conmigo. «No -me dijo la voz-, no puede acompañarte. ¿Qué ocurre si Amo está en mal estado? Está perturbado por la muerte de Pauline, imagínate qué daño podría hacerle ver así a su hermano. No puedes hacer eso. No es conveniente llevar a un frágil niño de once años a una comisaría de policía a medianoche porque han enchironado a su hermano en la celda de los borrachos. Piensa otra cosa».

Levanté el auricular y marqué el número de Mélanie. Me contestó con voz clara. Estaba tan despejada que me pregunté si no habría permanecido en vela. Le expliqué en pocas palabras la situación de Amo y le pregunté si podría venir a pasar el resto de la noche a nuestro apartamento y yo le dejaría la llave debajo del felpudo. No podía dejar solo a Lucas y no tenía a nadie más a quien recurrir.

– Por supuesto, pido un taxi y ahora mismo voy para allá -me contestó con calma y voz tranquila.

La comisaría se hallaba situada en algún lugar detrás de la estación de L'Est, cerca del canal Saint-Martin. París jamás se quedaba vacío el sábado por la noche. La plaza de la República y el bulevar Magenta estaban atestados de gente a pesar del frío, razón por la cual me llevó un buen rato llegar y encontrar un sitio para aparcar.

Me identifiqué ante el policía de la entrada como el padre de Arno Rey y él me dejó entrar con un asentimiento. El lugar mostraba un aspecto de abandono tan desalentador como la morgue de un hospital. Un hombre menudo y delgado con los ojos grises claros se acercó a mí y se presentó como el comisario Bruno.

– ¿Puede explicarme qué ha pasado? -le pedí.

– Su hijo y otros adolescentes han sido arrestados.

– ¿Por qué?

La cara de póquer del tipo me irritaba. Se tomaba su tiempo y disfrutaba mirando cada músculo de mi cara, o esa impresión me dio.

– Han saqueado un apartamento.

– No le entiendo.

– Su hijo y un par de amigos se han colado en una fiesta esta noche. La anfitriona de la fiesta es una joven llamada Émilie Jousselin. Vive en la calle Faubourg-Saint-Martin, en la esquina de al lado. Su hijo no estaba invitado y, una vez dentro, él y sus amigos han llamado a otros amigos por los móviles, y a base de meter a los amigos de los amigos se ha juntado dentro un verdadero ejército. Unas cien personas como mínimo. Y todos borrachos, porque han llevado alcohol.

– ¿Qué han hecho? -pregunté con el tono más calmado posible.

– Han arrasado la casa. Algunos han pintado grafitis en las paredes, otros han roto la porcelana o han hecho trizas la ropa de los padres. Ese tipo de cosas.

Tragué saliva.

– Es una sorpresa para usted, lo sé. Lo crea o no, esto sucede muy a menudo. Debemos enfrentarnos a este tipo de cosas una vez al mes por lo menos. Hoy día, los padres se ausentan un fin de semana y ni siquiera saben que sus hijos han planeado dar una fiesta. Esta joven tiene quince años y no se lo había dicho a sus padres. Sólo les había comentado que iban a pasarse por su casa un par de amigas.

– ¿Va al colegio de mi hijo?

– No, pero anunció la fiesta en su muro de Facebook y así ha sido como ha empezado todo.

– ¿Cómo sabe que Arno ha tomado parte en todo eso?

– Los vecinos nos avisaron cuando vieron que la fiesta se había salido de madre. Mis hombres han arrestado al mayor número posible de jóvenes, aunque muchos han logrado huir, pero su hijo apenas podía moverse: estaba demasiado bebido.

Miré a mi alrededor en busca de un asiento, pero no lo había. Clavé la mirada en los pies calzados con zapatos deportivos de cuero. Mi calzado de todos los días. Sin embargo, ese día me habían llevado a la morgue de un hospital para ver el cadáver de Pauline, luego al apartamento de mi hermana para saber la verdad que había causado el accidente y ahora hasta allí, de madrugada, a una comisaría, para hacer frente al hecho de que habían detenido borracho a mi hijo.

– ¿Quiere un poco de agua? -me ofreció el policía.

Vaya, el tipo era humano después de todo. Acepté su oferta y vi desaparecer la figura delgada del comisario, que regresó casi de inmediato y me entregó un vaso de agua.

Al cabo de un par de minutos aparecieron dos policías llevando a Arno a empujones. Él arrastraba los pies con el paso vacilante de los borrachos. Estaba pálido y tenía los ojos inyectados en sangre. No me miró. Se apoderó de mí una oleada de ira y vergüenza. ¿Cómo hubiera reaccionado Astrid? ¿Qué le habría dicho? ¿Le habría echado una bronca? ¿Le habría tranquilizado? ¿Le habría zarandeado?

Firmé un par de documentos. Mi hijo se mantenía en pie a duras penas. Apestaba a alcohol, pero yo estaba convencido de que conservaba la lucidez suficiente como para enterarse de todo lo que estaba sucediendo.

El comisario Bruno me advirtió de la conveniencia de buscar un abogado por si los padres de la joven presentaban cargos, que era lo más probable. Dejamos la comisaría, pero me negué a ayudar a Arno y dejé que caminara como pudiera hasta el coche. No le dirigí la palabra y tampoco le toqué. Me daba asco. Por primera vez en mi vida me avergonzaba de la carne de mi carne. Observé cómo se metía en el coche con torpeza y me pareció tan joven y frágil que sentí una pasajera punzada de pena, pero la repulsión volvió. Tanteó en busca del cinturón de seguridad e intentó abrocharse en vano. No puse en marcha el motor, esperé hasta que al final logró ponérselo. Respiraba de forma entrecortada por la boca, como cuando era pequeño, cuando era un buen chico, el niño que yo llevaba sobre los hombros y me miraba como todavía hacía Lucas, y no ese adolescente desgarbado y altanero con una mueca de desdén esculpida en el rostro. La ironía resultaba sorprendente: de la noche a la mañana nuestros hijos se transformaban en seres a quienes no conocíamos.

Las calles estaban semidesiertas a las cuatro de la mañana. Las luces de Navidad refulgían con alegría en la fría oscuridad ahora que no había nadie para verlas. Todavía no le había dicho una palabra a mi hijo. ¿Qué habría hecho mi padre en una situación semejante? No pude contener una sonrisa de sarcasmo. ¿Golpearme hasta hacerme fosfatina? Él me había pegado, y yo no lo había olvidado. Me había cruzado la cara en alguna ocasión, aunque no muy a menudo, porque yo era un adolescente apocado en vez del zafio y desafiante despojo que estaba sentado a mi derecha.

El silencio se instaló entre nosotros. ¿Le resultaba incómodo a Amo? ¿Tenía idea de lo que había pasado esa noche? ¿Me temía a mí o el inevitable sermón que iba a echarle? ¿O tal vez las consecuencias? Se habían acabado las pagas y el permiso para salir. Iba a tener que sacar mejores notas, portarse mejor, escribir a los padres de esa chica para pedirles perdón…

Llegamos a la calle Froidevaux. Salió del vehículo y se reclinó sobre la puerta del copiloto, donde pareció quedarse dormido. Le desperté de un codazo en las costillas. Recorrió con paso vacilante el trecho que nos separaba de las escaleras, pero no le esperé. Localicé las llaves debajo del felpudo y abrí la puerta. Nada más entrar vi a mi hermana hecha un ovillo en el sofá, leyendo. Se levantó para abrazarme. Luego, esperamos a que Arno cruzara la puerta haciendo eses. Dedicó a su tía una sonrisa torcida que le ensanchó el rostro, pero nadie se la devolvió.

– Venga, tíos, dadme una tregua -pidió quejumbroso.

Mi mano reaccionó y le crucé la cara con todas mis fuerzas. Sucedió muy deprisa, pero, por raro que parezca, fui capaz de ver mi movimiento a cámara lenta. Arno jadeó. Le dejé los dedos marcados en la mejilla, ahora de un rojo encendido. Y todavía no había pronunciado ni una palabra.

Él me miró indignado y yo le sostuve la mirada. «Eso es -me dijo la vocecita-, así se hace, tú eres el padre, el que dicta las normas, tus normas, le guste o no a ese gilipollas que tienes por hijo».

Le taladré con los ojos como nunca antes lo había hecho, y al final miró hacia el suelo.

– Venga, jovencito -dijo Mélanie con tono de eficiencia al tiempo que le aferraba por el brazo-. Ahora vas derechito a la ducha y luego a la cama.

Mi hermana le alejó de la entrada, y de mí. Me dolía el corazón y me faltaba el aliento hasta tal punto que apenas podía moverme. Me senté lentamente. Escuché correr el agua de la ducha y Mel regresó. Se sentó junto a mí y apoyó la cabeza sobre mi hombro.

– Creo que jamás te he visto tan enfadado -susurró-. Dabas miedo.

– ¿Cómo está Lucas?

– Roque.

– Gracias -murmuré.

Permanecimos allí sentados. Percibí su olor habitual a lavanda y especias.

– Cuántas cosas se ha perdido Astrid -comentó-: la muerte de Pauline, la nochecita de Arno, lo de nuestra madre.

Resultaba raro que no me viniera mi ex mujer a la cabeza, sino Angele. Me moría de ganas de tenerla allí, ansiaba su calor, su cuerpo flexible, su risa sarcástica, esa ternura que me desarmaba.

– No veas cómo te parecías a papá cuando has abofeteado a Arno -dijo Mel en voz baja-. Se ponía exactamente así cuando se enfadaba con nosotros.

– Nunca le había pegado antes.

– ¿Te sientes mal por ello?

Suspiré.

– No lo sé, de momento sólo tengo un cabreo enorme… Tienes razón, jamás había estado tan enfadado.

No admití delante de mi hermana que estaba enfadado conmigo mismo porque, en cierto modo, consideraba que la conducta de Arno era culpa mía. ¿Por qué había sido siempre un padre tan blando y transparente? ¿Por qué nunca me había impuesto y no había dictado las reglas, tal y como había hecho mi padre? ¿Por qué cuando Astrid me dejó lo único que me preocupaba era que mis hijos me quisieran menos si me ponía autoritario con ellos?

– Deja de pensar, Tonio -me instó la voz confortable de Mel-. Vete a la cama y descansa un poco.

Mélanie se fue al cuarto de Margaux y, como no estaba seguro de volver a conciliar el sueño esa noche, me entretuve un rato buscando el viejo álbum de fotos en blanco y negro donde estaban las imágenes tomadas en Noirmoutier. Contemplé las fotografías de mi madre y vi a una extraña. Acabé por conciliar un sueño agitado.


El domingo por la mañana, Lucas y Mélanie fueron a tomar un desayuno contundente a la calle Daguerre. Me duché y me afeité.

Aún no tenía nada que decirle a Arno cuando salió de su cuarto. Mi silencio pareció desconcertarle, pero centré mi atención en Le Journal du Dimanche y el café, y no levanté la vista por mucho que anduvo trasteando con estrépito. No necesitaba levantar la vista para saber que llevaba puesto el arrugado y sucio pijama de color azul marino y no una camiseta. No miré su espalda esquelética, en la que se le marcaban todas las costillas. Tampoco necesitaba verle la melena larga y grasienta ni los cuatro pelos rojizos que le crecían en la barbilla.

– ¿Pasa algo? -farfulló al final mientras masticaba con estruendo los Corn Flakes. Permanecí absorto en mi lectura, por lo que al final se quejó-: Al menos podrías hablarme.

Me levanté, doblé el periódico y me marché de la habitación. Necesitaba estar lejos de él físicamente. Notaba la misma repugnancia que la noche anterior. Jamás pensé que eso podría ocurrir. Siempre se había dicho que los niños sentían asco hacia sus padres, no a la inversa. ¿Era el único padre que experimentaba esa sensación con respecto a sus hijos? ¿La había sentido Astrid alguna vez? No, ella jamás sería capaz, los había llevado en su vientre, los había alumbrado.

Miré el reloj cuando oí el timbre de la puerta. Estaba a punto de ser mediodía, era demasiado pronto aún para que mi hermana y mi hijo estuvieran de vuelta. Probablemente sería Margaux, que se habría olvidado las llaves. Tuve una punzada de desazón sobre el mejor modo de tratar a mi hija, no sabía cómo expresarle todo mi cariño, toda mi preocupación hacia ese momento tan delicado y difícil en su vida. Abrí la puerta casi con miedo.

Pero en el umbral de la puerta no me esperaba la figura menuda de mi niña, sino una mujer alta con una chupa negra de cuero de la marca Perfecto, vaqueros negros y botas negras. Apoyaba el casco sobre la cadera. La abracé enseguida y la estreché con fuerza contra mí. Olía a cuero y almizcle, una combinación embriagadora. El crujido de la madera detrás de mí delató a Amo, pero no me importó. Él no me había visto jamás con otra mujer que no fuera su madre.

– Se me ocurrió que podría venirte bien un poco de terapia sexual -me murmuró al oído.

La arrastré al calor de la casa, donde Amo se había quedado de pie, inmóvil, como si fuera bobo. El adolescente impertinente había desaparecido. No le quitaba ojo de encima a la chaqueta Perfecto.

– Hola, me llamo Angele, la fan número uno de tu padre -se presentó ella mientras miraba a mi hijo de arriba abajo, despacio. Le tendió una mano y esbozó una de esas sonrisas lobunas suyas que dejaban al descubierto sus perfectos dientes blancos-. Creo que tú y yo ya nos conocimos este verano en el hospital.

El rostro de Amo era una mezcla perfecta de sorpresa, asombro, desagrado y placer. Estrechó la mano de Angele y se escabulló como un conejito temeroso.

– ¿Estás bien? -preguntó-. Pareces…

– Recién salido del infierno. -Hice una mueca.

– Te he visto más alegre, la verdad.

– Las últimas 48 horas han sido…

– ¿Interesantes?

La tomé entre mis brazos de nuevo y acaricié su melena.

– Devastadoras sería más adecuado. No sé por dónde empezar…

– Pues no empieces. ¿Dónde está tu dormitorio?

– ¿Qué?

Vi su sonrisa ávida.

– Ya me has oído. ¿Cuál es tu habitación?


Su fragancia seguía en mi piel cuando me tumbé en la cama y escuché cómo el rugido apagado de la moto rasgaba el silencio de la noche. Se iba tras haber pasado en casa todo el día, pero iba a volver, y esa perspectiva me reconfortaba. Angele parecía insuflar en mí una vitalidad renovada, igual que devolvía el color de la vida a sus «pacientes» con esas inyecciones. Y no me refería sólo al sexo, lo cual era una parte emocionante y fundamental en nuestra aventura, sino a cómo abordaba los temas más difíciles de mi vida, siempre con los pies sobre la tierra. Habíamos ido saltando de un tema a otro mientras estábamos abrazados en mi cama.

Margaux.

¿Visitaba a un terapeuta de duelo, alguien con quien pudiera hablar de la pérdida de una amiga cuya muerte había ocurrido ante sus propios ojos? La terapia de duelo era completamente necesaria en su caso. La idea era buena, y tomé nota de ella. Angele me habló de cómo reaccionaban los adolescentes ante la muerte: unos se quedaban alterados y perdidos, en estado de shock, mientras que otros maduraban al instante, pero adquirían una dureza de la que jamás se desprendían.

Arno.

Probablemente me sentía mejor después de haberle abofeteado, pero eso no iba a ayudar demasiado a la comunicación entre los dos. Debía llegar un momento en que me sentara a hablar con él, a hablar con él de verdad. Sí, él necesitaba límites, y sí, yo debía imponerme, pero debería atenerme a esa nueva inflexibilidad. Cuando dijo eso, le sonreí y le acaricié las caderas desnudas antes de preguntarle en susurros qué sabía ella de adolescentes, a no ser que tuviera uno por ahí oculto y hubiera olvidado mencionarlo. Tal vez no fue la mejor de las ideas. Se revolvió y vi cómo me fulminaba con la mirada a pesar de la escasa luz.

– ¿Qué sabes de mí? -replicó.

– No mucho -admití.

– Nada, aparte de mi trabajo.

Entonces me contó que tenía una hermana divorciada algo mayor que ella. Nadége vivía en Nantes con tres hijos adolescentes, de catorce, dieciséis y dieciocho. Su padre había vuelto a casarse y ya no estaba interesado ni se sentía obligado a echar un cable a sus hijos, y era ella quien lo hacía. Los ataba en corto, sí, pero era honesta y justa con ellos. Todas las semanas pasaba una noche en Nantes, en casa de su hermana, lo cual no le resultaba difícil, ya que el hospital de Le Loroux-Bottereau estaba a sólo veinte kilómetros. Ella adoraba a esos muchachos, a pesar de que a veces era infernal tratar con ellos.

– De modo que sí, lo sé todo sobre adolescentes y de primera mano, muchas gracias -concluyó.

Clarisse.

Le había enseñado las fotografías de mi madre.

– ¡Qué mujer tan guapa! ¡Es el vivo retrato de tu hermana!

Luego le conté por qué Mélanie había perdido el control del coche. Angele serenó el rostro de inmediato. Esa reacción me indicó que estaba buscando las palabras adecuadas. Estaba acostumbrada a tratar con la muerte y los adolescentes, y sabía hacerlo, pero ese tema en particular era un poco más espinoso. Permaneció en silencio un par de minutos. Yo había intentado describirle a mi madre, su franqueza y su sencillez, su educación rural, de la que no sabíamos nada, el contraste entre la prosperidad de la familia Rey y la infancia de una niña de pueblo, pero de pronto me encontré tartamudeando y sin palabras para traer de vuelta su imagen y explicarle a Angele quién era mi madre en realidad. Ése era el núcleo del problema de hecho, sí, se reducía a eso, nuestra madre era una extraña, eso era lo oscuro, e incluso más a raíz del recuerdo de Mélanie.

– ¿Qué tienes pensado hacer al respecto? -me había preguntado Angele.

– Cuando me encuentre preparado, y tengo la impresión de que va a ser bastante pronto, después del funeral o después de Navidades a lo sumo, quiero acompañar a Mélanie a hablar con la abuela.

– ¿Por qué?

– Estoy seguro de que sabe algo sobre mi madre y esa mujer.

– ¿Y por qué no lo hablas directamente con tu padre?

La pregunta era completamente lógica, pero me desconcertó.

– ¿Con mi padre?

– Sí, ¿por qué no? ¿Crees que él no sabe nada de eso? Después de todo, era su esposo.

Mi padre, el hombre de rostro avejentado y figura empequeñecida por los años, el hombre rígido y autoritario cuya presencia era como la de la estatua del comendador.

– Angele, tienes que entender algo: yo no le hablo a mi padre.

– Bueno, tampoco yo al mío -replicó, arrastrando las palabras-, pero eso es porque está muerto. Me vi obligado a sonreír-. ¿Quieres decir que tuvisteis una pelea y ya no os dirigís la palabra?

– No, yo nunca he hablado con mi padre -le confesé, aun a sabiendas de lo extraño que iba a resultarle aquello-. Yo nunca he tenido una conversación de verdad con él.

– Pero ¿por qué? -quiso saber, desconcertada.

– Porque así es como son las cosas. Mi padre no es el tipo de persona con quien puede mantenerse una conversación. Él jamás muestra amor ni afecto. Quiere ser el jefe todo el tiempo, y ya está.

– ¿Y tú se lo has permitido?

– Sí, lo hice porque era la salida fácil, porque él me dejó solo -admití-. En ocasiones, admiro las salidas de tono de mi hijo porque yo jamás tuve narices para enfrentarme a mi propio padre. En mi familia nadie habla con los demás. No nos han educado para eso.

Ella me besó en un lado del cuello.

– No dejes que eso te suceda con tus hijos, corazón.

Había sido la mar de interesante verla socializar con Mélanie, Lucas, Arno y Margaux, que acudió a casa ese domingo, por fin. Ellos podían haberse mostrado fríos con una desconocida, resentidos incluso por su presencia, especialmente en unos momentos tan peliagudos, donde habían sucedido tantos hechos desestabilizadores que nos habían rodeado de dolor, rabia y miedo, pero Angele desplegó sentido del humor, franqueza y calidez, y percibí que se sentían atraídos por ella.

Había habido un segundo de incomodidad al principio, cuando se dirigió a Mélanie y se presentó:

– Yo soy la famosa Morticia y estoy encantada de conocerte.

Pero mi hermana se partió de risa y la observó con verdadero placer. Margaux la interrogó acerca de su trabajo mientras tomaba una taza de café, momento que aproveché para salir con discreción de la cocina. Sólo una persona no parecía seducida por Angele: Lucas. Le hallé de morros en su habitación. No necesité preguntarle qué le pasaba, lo supe por intuición. Estaba siendo leal a su madre y le ofendía la presencia de otra mujer en nuestra casa, una mujer de la que yo estaba locamente enamorado. Me faltó valor para abordar el tema directamente, porque de momento ya iba bien servido de problemas, pero estaba dispuesto a encontrar una forma de hablar con él. No, no iba a ser como mi padre y cerrar los ojos a todo.

Cuando regresé a la cocina, Margaux lloraba en silencio y Angele le aferraba la mano. Me asomé por la puerta, sin saber qué hacer. Los ojos dorados de Angele se encontraron con los míos. Vi en ellos tristeza y sabiduría, como en los de una anciana. Me alejé de nuevo y fui al cuarto de estar, donde Mélanie estaba leyendo. Me senté junto a ella.

– Me alegra que haya venido -comentó mi hermana al cabo de un rato.

Y a mí, pero sabía que pronto se iría, más tarde, de noche, porque el camino a La Vendée era largo y frío, y entonces yo me pondría a contar los días que faltaban para poder verla de nuevo.


El lunes por la mañana, un día antes del funeral de Pauline, me reuní con el responsable de un renombrado sitio web de Feng Shui, Xavier Parimbert. La entrevista se había concertado hacía bastante tiempo y tuvo lugar en sus oficinas, próximas a la avenida Montaigne. Yo no le conocía en persona, aunque había oído hablar de él. Era un hombre de poca estatura, nervudo y enjuto. Le calculé sesenta y pocos años, llevaba el pelo teñido a lo Aschenbach y tenía el típico aspecto de alguien que controla su peso al miligramo. Le habían hecho en el mismo molde que a mi suegro, y la verdad es que yo me encontraba más que justo de paciencia para tratar con ese tipo de gente.

Me condujo a su espaciosa oficina de paredes blancas, donde todo era plateado. Despidió a un obsequioso ayudante con un gesto, me invitó a sentarme y fue directo al grano.

– He visto su trabajo, y en especial la guardería que diseñó para Régis Rabagny.

El corazón me habría dado un vuelco en cualquier otro momento de mi vida. Rabagny y yo no habíamos finalizado nuestra colaboración de forma cordial, por decirlo de una manera suave, y daba por supuesto que no me había hecho por ahí la mejor de las publicidades, pero desde entonces había muerto Pauline -a la que enterrábamos al día siguiente- y había regresado del pasado una verdad dura sobre mi madre, y eso sin mencionar el coqueteo con el vandalismo de Amo. Por eso, ahora el nombre de Rabagny me resbalaba por completo y me daba lo mismo si a ese atildado sexagenario se le llenaba la boca con observaciones negativas respecto a mi persona.

Sin embargo, no lo hizo. Me honró con una sonrisa sorprendentemente obsequiosa.

– La guardería me parece impresionante, pero no es sólo eso, hay otro aspecto que en mi opinión resulta aún más atractivo.

– Me pregunto qué podrá ser… ¿Misterios del Feng Shui?

Respondió con una amable risilla a mi ironía.

– Me refiero al modo en que ha tratado usted a monsieur Rabagny.

– ¿Puede ser un poco más concreto?

– No conozco a nadie más que le haya mandado a la mierda, salvo yo mismo.

Ahora me tocó a mí reír entre dientes al recordar ese día. Hubo un ataque final de lo más ofensivo por su parte sobre un asunto que, una vez más, no guardaba ninguna relación conmigo ni con mi gente, y el sonido de su voz me puso enfermo.

– Váyase al cuerno -le espeté. Y colgué el teléfono, para sorpresa de Florence.

Se me escapaba cómo podía haber llegado este incidente a oídos de Xavier Parimbert, pero él me sonrió como si estuviera dispuesto a darme una explicación de buen grado.

– Da la casualidad de que Régis Rabagny es mi yerno.

– ¡Menuda desgracia! -comenté.

Él asintió.

– Lo pienso muy a menudo, no crea, pero mi hija le quiere, y en lo tocante al amor…

Sonó el teléfono de su despacho. Alargó con elegancia el brazo y cogió el auricular con una de esas manos suyas tan cuidadas, porque evidentemente se hacía la manicura.

– ¿Sí? No, ahora no. ¿Dónde? Ya entiendo.

Volví los ojos hacia el despacho aparentemente sencillo cuando vi que se iba a prolongar la conversación. No tenía mucha idea de en qué consistía el Feng Shui, salvo que es un arte ancestral chino cuyo nombre significa «viento» y «agua» y que su propósito es utilizar las leyes del cielo y la tierra. Aquélla debía de ser la oficina más ordenada que había visto jamás. No había ningún objeto encima de otro ni pilas de papeles, y no había forma de hallar nada que molestara a la vista.

Toda una pared era un acuario donde un extraño pez negro de silueta serpenteante nadaba con languidez, dejando una ristra de burbujas tras él. En la esquina opuesta había unas plantas exóticas de grandes hojas. Unos pocos palitos de incienso ardían para impregnar el aire de un aroma relajante. Detrás de la mesa del despacho había una pared forrada de madera donde podían verse más y más fotografías de mi anfitrión con diferentes celebridades.

Parimbert colgó al fin el teléfono y centró toda su atención en mí.

– ¿Le apetecería tomar un té verde y unas pastas de harina integral? -sugirió con alegría, como si propusiera un lujo especial a un chiquillo renuente.

– Claro -repliqué, pues tuve el palpito de que una negativa iba a sentarle fatal.

Agitó una campanilla y apareció una delgada mujer oriental vestida de blanco con una bandeja. Mantuvo los ojos entornados y se inclinó de forma ceremoniosa mientras servía el líquido de una pesada y ornamentada tetera con movimientos gráciles y expertos. Mi anfitrión contempló la escena con expresión plácida. Me ofrecieron una cosa redonda y pesada que supuse que sería una pasta.

Hubo un momento de quietud mientras él comía y bebía, sumido en un silencio casi monacal. Yo le di un mordisquito a aquello y me arrepentí de inmediato. Ese engrudo tenía una consistencia similar a la del chicle. Parimbert hizo grandes aspavientos para tomar el té verde, y luego se relamió los labios. A mi parecer, el brebaje aquel estaba demasiado caliente para metérselo en el cuerpo con semejante entusiasmo.

Tras un último bocado, sonriente como el Gato de Cheshire, propuso:

– Y ahora vamos al negocio.

El té le había dejado en la boca un resto verdoso y era como si una selva intentara asomarle de entre los dientes. Quise echarme a reír, pero en ese mismo momento me di cuenta de que era la primera vez que estaba de humor para reír desde la muerte de Pauline. Se impuso la culpabilidad, aunque persistiera el motivo de la risa.

– Tengo un plan -empezó de forma un tanto misteriosa- y, de verdad, creo que es usted la única persona que puede llevarlo a cabo.

Aguardó mi reacción de forma ceremoniosa. Me limité a asentir. Él continuó:

– Deseo que se imagine la Cúpula Inteligente.

Pronunció esas dos últimas palabras con sobrecogimiento, como si hubiera dicho «Santo Grial» o «Dalai Lama». Yo asentí con cara de póquer y esperé a ver si lograba enterarme de qué rayos era la Cúpula Inteligente, rezando para mis adentros para no parecer tonto del culo.

Parimbert se levantó e introdujo las manos en sus impecables pantalones grises antes de ponerse a pasear por el pulido suelo de madera. Hizo una pausa teatral cuando llegó al centro de la estancia.

– La Cúpula Inteligente es el lugar adonde sólo llevaré a un reducido grupo de gente selecta, elegida con sumo cuidado, con el fin de reunimos y reflexionar en armonía. Ese lugar estaría ubicado aquí mismo, y se diseñaría bajo esas premisas. Deseo que recuerde a un iglú de inteligencia. ¿Lo entiende?

– A la perfección -repliqué, aunque el impulso de echarme a reír era irresistible.

– No he hablado con nadie de este proyecto. Deseo que tenga usted carta blanca. Es usted el hombre perfecto para este encargo, lo sé. Por eso le he elegido, y le pagaré en consonancia.

Mencionó una suma en apariencia generosa, aunque tampoco estaba claro: no tenía ni idea de lo grande que debía ser la Cúpula Inteligente ni de con qué materiales debía construirla.

– Quiero que vuelva con propuestas. Regrese en cuanto las haya consignado sobre el papel. Deje que fluya su energía positiva, sea atrevido y creativo. Apele a su fuerza interior. No necesita ser timorato en este lugar. La Cúpula Inteligente tiene que estar muy cerca de mi oficina, así que haga un boceto partiendo de las dimensiones de esta habitación.

Me despedí de él y me encaminé hacia la avenida Montaigne, donde las tiendas de artículos de lujo trabajaban a pleno rendimiento, dada la cercanía de las fechas navideñas.

Elegantes damas cargadas con bolsas de compras de diseñadores pasaban caminando sobre sus zapatos de tacón alto. El tráfico no cesaba en su cantinela. Pensé en Pauline mientras me dirigía de camino a la orilla izquierda, en ella y en su funeral, y en su familia. Y en Astrid, que en ese mismo momento estaba de camino, pues aterrizaba a última hora. Reflexioné sobre cómo, a pesar de la muerte de una adolescente, la Navidad no había detenido su avance inexorable, las mujeres seguían de compras en la avenida Montaigne y los hombres como Parimbert se tomaban demasiado en serio a sí mismos.


Iba al volante con Astrid a mi derecha y los chicos y Margaux en el asiento de atrás. Ésta era una de las primeras veces desde el divorcio en que viajábamos todos juntos en el Audi, como la familia que habíamos sido. Eran las diez de la mañana y el cielo estaba tan nublado como el día anterior. Astrid luchaba contra el jet lag y no hablaba mucho. A primera hora me había pasado por Malakoff para recogerla. Le pregunté si venía Serge y me contestó que no.

El viaje hasta Tilly, el pueblecito donde la familia de Suzanne poseía una casa, duraba en torno a una hora. Toda la clase de Pauline iba a estar allí. Al final, Lucas había decidido venir. Era su primer entierro. ¿Cuál fue el mío después del sepelio de mi madre? Probablemente el de Robert, mi abuelo, y luego el de un amigo cercano, víctima de un accidente de coche, y el de otro más que murió de cáncer. Entonces caí en la cuenta de que también era el primer entierro de Margaux y de Arno. Los miré de soslayo por el espejo retrovisor. Noté que no había ni un iPod en el coche. Tenían los rostros demacrados y pálidos. Nunca iban a olvidar ese día. Lo recordarían el resto de sus vidas.

Arno permanecía retraído desde lo del sábado. Todavía no habíamos tenido una charla como padre e hijo. Debía hacerlo cuanto antes, lo sabía, no tenía sentido diferirla. Astrid no estaba aún al tanto de lo de Arno. Debía decírselo, pero tenía pensado hacerlo después del funeral.

¿Serviría el sepelio para poner punto y final a algo? ¿Cómo iban a superarlo Suzanne y Patrick? ¿Sería capaz de reponerse Margaux, aunque fuera despacio? Los caminos vecinales silenciosos y vacíos discurrían por el típico escenario invernal lleno de árboles sin hojas ni vida. Ojalá asomara el sol y disipase toda esa negrura. Me encontré implorando por esa primera luz matinal y el roce cálido de los rayos del sol sobre la piel. «Dios o quienquiera que esté ahí arriba, haz que asome el sol durante el funeral de Pauline», imploré. «¡No creo en Dios! -había gritado mi hija con fiereza-. Dios no deja morir a nadie con catorce años».

Todo eso me hizo pensar en mi formación religiosa de misa todos los domingos en Saint-Pierre de Chaillot, mi primera comunión, la de Mélanie. ¿Me cuestioné la existencia de Dios a la muerte de mi madre? ¿Me enfadé con Él porque hubiera dejado morir a Clarisse? En cuanto rememoraba esos años de oscuridad descubría que recordaba entre poco y nada. Sólo venían oleadas de dolor y pena, y sí, también de incomprensión. Tal vez sentí que Dios me había abandonado, como mi hija el otro día, pero la diferencia era que Margaux podía decírmelo y no había habido forma de que yo se lo hubiera dicho a mi padre. Jamás me habría atrevido.

La pequeña iglesia se llenó. Estaban dentro toda la clase de Pauline, todos sus amigos y los profesores, y también amigas de otras clases y otros colegios. Jamás había visto reunida a tanta gente joven en un funeral. Todas las hileras de bancos estaban ocupadas por adolescentes vestidos de negro que llevaban una rosa blanca en la mano. Suzanne y Patrick aguardaban de pie en la puerta de la entrada para saludar a todos los asistentes. Me impresionó su valor. No nos imaginaba a Astrid y a mí en las mismas circunstancias, y tuve la impresión de que ella pensaba como yo mientras abrazaba a Suzanne. Ya estaba llorando cuando Patrick la besó.

Nos sentamos justo detrás de ellos. Los chirridos de las sillas raspando el suelo cesaron poco a poco. Entonces una voz femenina entonó uno de los himnos más puros y tristes que yo hubiera oído nunca. Procedía de algún sitio de la iglesia, pero no pude ver a la cantante. Entonces entró el ataúd, llevado a hombros por Patrick, su padre y sus hermanos.

Margaux y yo habíamos visto ya el cadáver. Sabíamos que estaba en ese féretro con la blusa rosa, los vaqueros y las zapatillas Converse, y también sabíamos cómo estaba peinada y el modo en que las manos descansaban sobre su regazo.

Un joven sacerdote de mejillas rubicundas empezó a hablar. Yo escuchaba su voz, pero era incapaz de entender sus palabras. Me resultaba insoportable permanecer allí. El corazón se me aceleró hasta tal punto que sentí un dolor físico. Observé la espalda de Patrick. ¿Cómo lograba permanecer tan entero? ¿De dónde sacaba la fortaleza? ¿Acaso iba de eso lo de creer en Dios? ¿Era el Todopoderoso la única ayuda a la hora de enfrentarse a un horror indescriptible?

El religioso continuó la ceremonia con voz monocorde y según sus indicaciones nos íbamos sentando y levantando. Y rezábamos. En un momento dado, pronunció el nombre de Margaux. Me quedé perplejo, pues ignoraba que mi hija fuera a pronunciar unas palabras durante la ceremonia. Astrid me lanzó una mirada inquisitiva y negué con la cabeza.

Margaux permaneció junto al féretro de su amiga durante un momento en el que reinó un silencio absoluto. Me pregunté con temor cómo iba a arreglárselas. ¿Sería capaz de hablar? ¿Lograría articular alguna palabra? Cuando empezó me sorprendió su brío. No era la voz de una adolescente tímida, sino la de una mujer joven segura de sí misma.


Parad todos los relojes, descolgad los teléfonos, dadle al perro un hueso jugoso para que no ladre. Silenciad los pianos y, al redoble de tambores enfundados, sacad el féretro y llamad a las plañideras.


Identifiqué al instante los versos de Parad los relojes, de Wystan Hugh Auden. Mi hija no necesitaba leer el papel. Pronunciaba los versos como si ella misma hubiera escrito el poema. Lo declamaba con voz dura, honda, llena de pena e ira contenidas.


Ella era mi norte y mi sur, mi este y mi oeste,

mi semana de trabajo y mi descanso dominical,

mi mediodía y mi medianoche, mi charla y mi canción.

Pensé que esa amistad sería eterna, pero me equivocaba.


La voz le falló por primera vez. Cerró los ojos. La iglesia permaneció sumida en un silencio absoluto. Astrid me apretó la mano con tanta fuerza que me hizo daño. Margaux respiró hondo y le volvió la voz, pero ahora fue un susurro tan bajo que apenas resultaba audible.


Ya no hacen falta estrellas, quitadlas todas,

guardad la luna y desmontad el sol,

drenad el mar y talad los bosques,

porque ya nunca puede venir nada bueno.


Mientras Margaux regresaba a su asiento, la iglesia se llenó de un silencio tenso y conmovedor que pareció prolongarse una eternidad. Astrid se aferraba a Lucas y Arno agarró el brazo de su hermana. Hasta el mismo aire parecía hinchado y vibrante a causa de las lágrimas.

Después volvió a sonar la voz del sacerdote y otros adolescentes intervinieron, pero de nuevo fui incapaz de distinguir las palabras. Mantuve la vista clavada en el suelo de piedra y esperé a que terminara todo con los dientes apretados. Descubrí que era incapaz de llorar. Recordé el torrente de lágrimas vertidas el día en que murió Pauline. Ahora era Astrid quien sollozaba en el asiento contiguo. Lo hacía como yo aquel día. La rodeé con el brazo y la atraje hacia mí. Se agarró a mí como si le fuera la vida en ello mientras Lucas nos miraba. No nos había visto así desde antes de nuestro viaje a la isla griega de Naxos.

En el exterior parecía que mis plegarias habían sido escuchadas, porque un sol blanquecino y débil se filtraba entre las nubes. Lentamente seguimos el féretro de Pauline hasta el cementerio contiguo a la iglesia. Éramos una verdadera multitud. Los lugareños nos contemplaban desde las ventanas, sorprendidos de ver tantos rostros jóvenes.

Margaux se adelantó para reunirse con sus compañeros en la cabeza del cortejo. Fueron los primeros en ver el ataúd una vez depositado abajo, en la tumba, donde, uno tras otro, arrojaron las rosas blancas. La mayoría de ellos lloraba abiertamente mientras padres y profesores se enjugaban las lágrimas. Aquello parecía que no iba a terminar jamás. Una joven se desmayó con un gemido. Se armó un revuelo alrededor, pero un profesor la recogió con suavidad y se la llevó de allí. Las manos de Astrid volvieron a buscar las mías.

Nos juntamos en la casa familiar después del funeral, pero la mayoría de los asistentes se marcharon, ávidos de volver a su vida cotidiana, a sus trabajos. Nosotros nos quedamos al almuerzo porque Margaux era la mejor amiga de Pauline. Sentíamos que era nuestro deber y también queríamos quedarnos. El cuarto de estar estaba lleno a rebosar de amigos cercanos y familiares. Conocíamos a la mayoría de ellos. Las cuatro adolescentes allí presentes eran amigas cercanas de Pauline. Formaban un grupo muy unido. Todos conocíamos a esas chicas: Valentine, Emma, Bérénice y Gabrielle, y también a sus padres. Observé sus semblantes de luto y supe lo que estaban pensando, lo mismo que pensábamos todos y cada uno de nosotros, que aquél podía haber sido el funeral de una de nuestras hijas, que podía habernos pasado a nosotros. Ese cuerpo del féretro cubierto de rosas blancas y enterrado en una tumba poco profunda podía haber sido el cadáver de una de nuestras pequeñas.

Nos marchamos a última hora de la tarde, cuando el anochecer oscurecía el cielo. Fuimos una de las últimas familias en irnos. Mis hijos parecían exhaustos, como si hubieran realizado un largo viaje. Nada más entrar en el coche cerraron los ojos y se durmieron. Astrid permaneció en silencio también. Mantuvo la mano sobre mi muslo, como solía hacer durante esos largos viajes en coche hacia la Dordoña.

Se oyó un chapoteo y el coche patinó sobre una gruesa capa de lodo en cuanto salimos a la carretera principal, la que conducía a la autopista. Eché un vistazo al suelo sin distinguir la sustancia que lo cubría. Un hedor sofocante logró filtrarse hasta el interior del vehículo y los chicos despertaron de golpe. Olía a pútrido. Astrid se cubrió la nariz con un Kleenex. Las ruedas seguían patinando a pesar de que conducía despacio. De pronto Lucas profirió un grito y señaló hacia delante, donde una forma sin vida yacía en mitad de la calzada. Un coche que iba delante de nosotros giró bruscamente para evitarla. Era un animal. Pude ver el suelo alfombrado de vísceras. Mantuve las manos firmes en el volante mientras luchaba por superar aquella pestilencia. Lucas volvió a gritar cuando de pronto apareció otra figura inerte: las extremidades amputadas de otro animal.

Nos detuvimos frente a las luces de un control policial, donde nos pusieron al corriente de la situación: uno de los camiones de un matadero cercano había perdido toda su carga. Durante cinco kilómetros vimos desperdigados por la carretera baldes llenos de órganos, pellejos, tejidos grasos, vísceras y restos de ganado sacrificado.

Era como una visión del infierno por la que cruzamos muy despacio, soportando un olor pútrido de lo más molesto, pero al final apareció la señal que anunciaba la autopista, y fue recibida con suspiros de alivio. Nos dirigimos a París a buena velocidad y los llevé a Malakoff. Al llegar, los dejé en la calle Émile Zola, justo delante de la puerta, y esperé con el motor en marcha a que se bajaran.

– ¿Por qué no te quedas a cenar? -sugirió Astrid.

Me encogí de hombros.

– ¿Por qué no?

Escuché los ladridos del feliz Titus al otro lado de la valla cuando los niños salieron del coche.

– ¿Está Serge ahí? -pregunté con tacto.

– No, no está.

No pregunté dónde se encontraba. Al fin y al cabo tampoco me importaba. Me alegraba su ausencia y punto, no lograba acostumbrarme a que ese tipo estuviera en mi casa, porque sí, aún sentía que eran mi casa, mi esposa, mi jardín, mi perro. Mi antigua vida.


Cenamos en la cocina americana diseñada por mí con tanto esmero, como en los viejos tiempos. Titas no cabía en sí de gozo. No apartó su húmeda boca de mi rodilla ni dejó de mirarme con extasiada incredulidad. Los chicos nos hicieron compañía un rato, pero al final subieron a acostarse. Me pregunté dónde andaría Serge. Esperaba verle aparecer por la puerta en cualquier momento, pero Astrid no le mencionaba, sólo hablaba de los chicos y los acontecimientos del día. Yo la escuchaba. ¿Cómo iba a contarle que en realidad estaba con la cabeza a años luz de allí? ¿Sucedió así cuando se produjo nuestro distanciamiento?

Encendí la chimenea mientras ella continuaba hablando; nadie lo había hecho en mucho tiempo a juzgar por la rejilla vacía y sucia, y la reserva de madera aún era la que había comprado yo hacía dos años. Astrid y Serge no habían tenido conversaciones íntimas al calor de la chimenea. Extendí las manos hacia las llamas. Astrid se sentó en el suelo junto a mí y apoyó la cabeza sobre mi brazo. Me abstuve de echarme un pitillo, sabedor de cuánto odiaba el tabaco. Observamos el fuego en silencio. Si alguien hubiera pasado por allí y hubiera mirado por la ventana, habría visto a una pareja feliz y habría pensado que éramos un matrimonio dichoso.

Le conté lo de nuestro hijo mayor y le describí lo sucedido en la comisaría, el estado de Arno y mi frialdad a la mañana siguiente. Le expliqué que aún no había hablado con él, pero que iba a hacerlo. Y también le dije que íbamos a necesitar un buen abogado. Ella me escuchó con consternación.

– ¿Por qué no me telefoneaste?

– Pensé hacerlo, pero ¿qué ibas a hacer tú desde Tokio? La muerte de Pauline ya te había alterado bastante.

Ella asintió.

– Tienes razón.

– Margaux tiene la regla.

– Lo sé, me lo ha contado. Me ha dicho que lo llevaste bastante bien para ser un padre.

Sentí una chispa de orgullo.

– ¿De verdad? Me alegra, porque no lo hice muy bien cuando murió Pauline.

– ¿Qué quieres decir?

– No me salían las palabras adecuadas. No fui capaz de consolarla, por eso sugerí que te llamáramos, y eso la indignó.

Estuve a punto de contarle lo de mi madre, pero al final me mordí la lengua, porque ése no era el momento, ese tiempo estaba reservado para nuestros hijos y nuestros problemas. Astrid fue a por un poco de limoncello del congelador y regresó con unos vasitos de cristal que yo había adquirido hacía una pila de años en un tenderete del rastro de Porte de Vanves. Lo bebimos a sorbos en silencio y luego le hablé de Parimbert y la Cúpula Inteligente. Le describí la oficina Feng Shui, el pez negro, el té verde y los bollos. Se rió. Los dos nos reímos.

No dejaba de preguntarme por el paradero de Serge. ¿Por qué no había vuelto a casa ya? Tuve la tentación de interrogarla a ese respecto, pero no lo hice, y hablamos de Mélanie y la rapidez de su recuperación. Después estuvimos conversando sobre el trabajo de Astrid, y también sobre las inminentes fiestas de Navidad.

– ¿Qué te parecería reunimos aquí para esas fechas? -me sugirió-. El año pasado era demasiado complicado.

Me habló de pasar la Nochebuena con ella y los niños. La muerte de Pauline había hecho que todo pareciera triste y precario.

– Bueno, sí, claro, ¿por qué no? -contesté.

Para mis adentros me pregunté otra vez dónde estaba Serge. No dije nada, pero ella debió de intuir por dónde iban mis pensamientos.

– Tu llamada a Tokio fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Serge.

– ¿Por qué?

– No es el padre de esos niños. No tiene ninguna obligación hacia ellos.

– ¿Y qué significa eso?

– Es más joven y no sabe cómo afrontar todo esto. -Las llamas crepitaron con alegría y Titus soltaba fuertes ronquidos. Esperé-. Se ha ido, necesita pensarse con calma las cosas. Ahora está con sus padres en Lyon.

¿Por qué no sentía una oleada de alivio en mi interior? En vez de eso, noté un aturdimiento y cierta cautela, lo cual me sorprendió.

– ¿Estás bien? -pregunté con amabilidad.

Volvió hacia mí un rostro marcado por la pena y el cansancio.

– En realidad no -admitió en un susurro.

Con esas palabras acababa de darme el pie para entrar, el momento para tomarla en mis brazos, el momento que había esperado durante tanto, tanto tiempo, la oportunidad de recuperarla, de recobrarlo todo.

Solía fantasear con ese instante durante las primeras noches en la casa de la calle Froidevaux, cuando me acostaba en la cama vacía y me sentía sin ninguna motivación para seguir vivo. Ése era el momento que había esperado desde el viaje a Naxos, desde que ella rompió, el momento que había imaginado con tanta claridad.

Pero no dije esta boca es mía, pues era incapaz de pronunciar las palabras que ella quería oírme decir. Estudió mi rostro y mis ojos con la mirada sin hallar en ellos lo que buscaba, así que se echó a llorar.

Le cogí la mano y se la besé con delicadeza. Sollozó un poco, pero luego se enjugó las lágrimas.

– ¿Sabes? A veces me gustaría recuperarlo como fuera -murmuró.

– ¿El qué? -pregunté.

– Recuperarte a ti, Antoine, nuestra antigua vida. -El llanto volvió a crisparle el rostro-. Quiero recobrarlo todo.

Empezó a besarme de forma febril. Ahí estaban sus besos salados, su calor, su aroma, pero nada; quería reclamarla a gritos, devolverle los besos, pero no podía. Algo más fuerte me retenía. Al final sí la besé, pero sin pasión, porque había desaparecido. Ella me acarició y me besó en el cuello y los labios, como si la última vez hubiera sido el día anterior y no hacía dos años. El deseo se removió por los viejos tiempos, por los recuerdos, pero luego se apagó, y la estreché entre mis brazos como a una hija, como a mi hermana, como hubiera abrazado a mi madre. La aferré de forma incondicional para besarla como un hermano besa a otro.

Se apoderó de mí una sensación de pasmo. ¿Cómo era posible? Ya no amaba a Astrid. Me preocupaba muchísimo por ella, pues era la madre de mis hijos, pero ya no la quería. Había ternura, respeto y bondad, pero no amor, no como antes. Y ella lo supo. Lo percibió. Y se terminaron los besos y las caricias insistentes. Retrocedió y se cubrió el rostro con manos temblorosas.

– Lo siento -se disculpó, y soltó un profundo suspiro-. No sé qué me ha pasado.

Se sonó la nariz. Hubo una larga pausa. Le concedí tiempo y la cogí de la mano.

– Lucas me contó lo de tu novia, la morena alta.

Загрузка...