– Angele.
– ¿Cuánto hace que la ves?
– Desde el accidente.
– ¿La quieres?
Me froté la frente. ¿Que si estaba enamorado de Angele? Por supuesto, pero no era el mejor momento de decírselo a Astrid.
– Me hace feliz.
Ella me sonrió con valentía.
– Eso está bien, es genial. Me alegro. -Se hizo otra pausa-. Escucha, de pronto se me ha venido encima todo el cansancio. Creo que voy a acostarme. ¿Te importaría sacar a Titus para que haga pis?
El perro ya me esperaba junto a la puerta moviendo el rabo. Me puse el abrigo y los dos salimos al frío cortante de la noche. El animal recorrió el jardín caminando despreocupado y de vez en cuando levantaba la pata. Entretanto yo me frotaba las manos para conservarlas calientes, muerto de ganas de regresar al calor de la casa.
A mi regreso, Astrid ya había subido las escaleras. Titus se dejó caer frente a las brasas del fuego y yo subí a despedirme. Lucas y Arno habían apagado la luz de sus cuartos, pero la de Margaux estaba encendida. Ella debió de escuchar mis pasos, ya que entreabrió la puerta de su habitación.
– Adiós, papá.
Acudió a mí como un fantasma, vestida con un camisón blanco. Me abrazó durante unos instantes y se marchó. Recorrí el pasillo de camino a lo que había sido mi viejo dormitorio. No había cambiado demasiado. Astrid se hallaba en el cuarto de baño y me senté en la cama a esperarla. Fue en esa habitación donde me dijo que quería el divorcio porque amaba a Serge y deseaba estar con él y no conmigo. Añadió que lo sentía mucho, pero que no soportaba mentir por más tiempo. Recordé la sorpresa y el dolor, agaché la cabeza y miré mi anillo de casado, pensando que no podía ser cierto. Esa noche había seguido hablando sobre cómo nuestro matrimonio se había convertido en algo cómodo, como unas zapatillas viejas cuando el uso las da de sí. Yo había torcido el gesto ante esa imagen, pues sabía a lo que se refería, pero ¿había sido culpa mía por completo? ¿Siempre había que imputárselo al esposo? ¿Por permitir que se apagara la chispa de nuestras rutinarias vidas? ¿Por no llevarle flores? ¿Por dejar que un gallardo príncipe más joven la pusiera lejos de mi alcance? A menudo me había preguntado qué había visto en Serge. ¿Juventud? ¿Ardor? ¿El hecho de que no tuviera hijos? Me puse a un lado en vez de luchar por ella como un poseso porque me había quedado como un balón deshinchado.
Una de mis primeras reacciones fue liarme con la ayudante de un colega en un rollo de una noche; fue una chiquillada que no me ayudó nada. No había sido un esposo infiel durante nuestro matrimonio. No era mi estilo, aunque a algunos hombres se les da bien. Eché una canita al aire durante un viaje de negocios con una atractiva mujer más joven justo después del nacimiento de Lucas. Me quedé hecho polvo. El peso de la culpa resultaba difícil de sobrellevar. Descubrí que el adulterio era de lo más complicado y me rendí.
Unos años después se produjo en nuestro matrimonio esa prolongada sequía previa a que yo me enterase de lo de Serge. Ya nada ocurría en nuestra cama y yo me había resignado, no me molestaba en investigar el porqué. Tal vez no deseaba saber la verdad o quizá ya sabía en lo más hondo de mí que ella amaba y deseaba a otro hombre.
Astrid salió del baño vestida con una camiseta larga. Soltó un suspiro de cansancio mientras se deslizaba dentro de la cama y luego alargó una mano hacia mí, y yo, que seguía completamente vestido pero yacía tumbado junto a ella, la acepté.
– No te vayas aún, espera a que me duerma -murmuró.
Apagó la lámpara de la mesilla. Al principio, la habitación pareció quedarse a oscuras, pero luego mis ojos se acostumbraron a la exigua luz de la calle que se filtraba a través de las cortinas y fui capaz de distinguir los contornos de los muebles. Me propuse esperar un poco más hasta que se quedara dormida y luego marcharme con sigilo. Entonces empezaron a dar vueltas en mi mente una serie de imágenes superpuestas: los cadáveres troceados del camino, el féretro de Pauline, la sonrisa del petulante Xavier Parimbert, mi madre y otra mujer unidas en un tierno abrazo…, y de pronto empezó a sonar un zumbido junto a mi oído y me hallé perdido, incapaz de determinar la hora ni el lugar donde estaba. La radio del despertador, que estaba sintonizada en France Info, retumbó como un trueno. Eran las siete de la mañana. La noche anterior debía de haberme quedado dormido.
Entonces, de pronto, noté las cálidas manos de Astrid sobre mi piel, y era una sensación demasiado placentera como para alejarla de mi lado. La somnolencia me tenía aún atontado y no podía abrir los ojos. «No -me alertó la vocecita-, no, no, no lo hagas». Astrid me quitó la ropa. «No, no, no». «Sí, sí-replicó la carne-, sí». «Vas a arrepentirte de esto. Ésta es la mayor estupidez que puedes cometer ahora, os herirá a los dos». Oh, la bendición de su toque de seda, ¡cuánto lo echaba de menos! «Aún estás a tiempo de impedirlo, Antoine. Puedes levantarte, vestirte y poner pies en polvorosa». Ella sabía exactamente cómo y dónde tocarme, no lo había olvidado. ¿Cuándo habíamos hecho el amor Astrid y yo por última vez? Había sido en esta misma cama, haría cosa de dos años largos. «Eres tonto de remate, necio, idiota». Todo sucedió muy deprisa y culminó en un espasmo de placer. Aferré su cuerpo y la retuve a mi lado con el pulso acelerado, pero no dije nada y ella tampoco. Ambos éramos conscientes de haber cometido un error. Me levanté despacio y le acaricié el pelo con torpeza. Recogí mis ropas y me escabullí al cuarto de baño, de donde regresé ya vestido. Astrid seguía acostada y permaneció de espaldas mientras yo abandonaba el dormitorio. Fui al piso de abajo, donde Lucas estaba desayunando; en su rostro se extendió una sonrisa de oreja a oreja al verme. Se me cayó el alma a los pies.
– ¡Papá, has pasado la noche aquí!
Le devolví la sonrisa, aunque por dentro me retorcía de dolor. Sabía que su sueño era vernos a su madre y a mí juntos otra vez. No se lo había guardado para él. Nos lo había dicho a Mélanie, a Astrid y a mí. En su opinión, todavía era posible.
– Sí, estaba reventado.
– ¿Has dormido en el cuarto de mamá? -preguntó con un brillo de esperanza en los ojos.
– No. -Me odié por mentirle-. Me he tumbado en el sofá. Sólo he subido al piso de arriba para ir al baño.
– ¡Vaya! -exclamó desilusionado-. ¿Vas a volver esta noche?
– No, amiguito, esta noche no, pero ¿sabes qué? Pasaremos todos juntos la noche de Navidad. Aquí, como en los viejos tiempos. ¿Qué te parece?
– ¡Chachi!
La noticia parecía alegrarle.
Aún era de noche en la calle y Malakoff estaba sumido en el sueño mientras yo conducía por la calle Pierre Larousse y luego directamente a París, subiendo por Raymond Losserand, que me dejaría en la calle Froidevaux. No deseaba pensar en lo que acababa de pasar. Lo sentía como una derrota, por placentera que pudiera ser. Ahora, incluso el placer se había desvanecido y no había dejado más que un poso amargo de tristeza.
La Nochebuena en Malakoff fue todo un éxito y Astrid resolvió todos los detalles de un modo magnífico. Acudieron Mélanie y mi padre, cuyo aspecto no era bueno, estaba tal vez incluso algo más cansado, y también Régine y Joséphine. Hacía mucho tiempo que no se congregaban tantos miembros de la familia Rey en una misma habitación.
Serge no estaba allí. Le pregunté a mi ex mujer cómo iban las cosas entre ellos y Astrid, tras suspirar, me contestó:
– Es complicado.
Despejamos la mesa después de cenar y abrimos los regalos. Luego, mientras todos se quedaban a charlar delante de la chimenea Astrid y yo subimos al despacho de Serge y mantuvimos una conversación acerca de los chicos, en lo que se estaban convirtiendo y en el hecho de que no ejercíamos ningún control sobre ellos y a cambio obteníamos desdén, falta de respeto y de afecto, nada de amor. Margaux parecía sumida en un mutismo absoluto cargado de desprecio y se había negado en redondo a seguir la terapia de duelo con el orientador que le habíamos encontrado. Arno había sido expulsado del liceo, tal y como temíamos, así que le matriculamos en un internado de lo más estricto no muy lejos de Reims. El abogado encargado de su caso esperaba poder echarle tierra al asunto con la entrega de una suma de dinero a la familia Jousselin, aunque todavía ignorábamos la cuantía de la suma. Por suerte no éramos los únicos padres metidos en ese berenjenal.
Todo debía de ser de lo más normal en los azares turbulentos de la adolescencia moderna, pero eso no nos lo hacía más llevadero a ninguno de los dos. Respiré aliviado cuando comprobé que ella lo estaba pasando tan mal como yo, e intenté hacerle comprender que no era sólo cosa suya.
– Tú no lo entiendes, es peor en mi caso -me replicó-. Yo los parí.
Hice lo posible por explicarle la aversión que sentí hacia Arno la noche de la detención. Ella asintió con una mezcla de alarma y entendimiento.
– No, si veo qué quieres decir, Antoine, pero en mi caso es peor, porque los tres vienen de mis entrañas. -Se llevó la palma de la mano al vientre-. Y siento lo mismo que tú, yo, que los he alumbrado… Durante años han sido unos niños adorables, y ahora esto…
– Lo sé, estaba allí cuando nacieron… -fue cuanto logré añadir, sin mucha convicción.
Ella esbozó una sonrisita de complicidad.
La ley antitabaco entró en vigor a principios de año en Francia, y, por raro que pudiera parecer, acatarla resultó más fácil de lo previsto. Había tantos ciudadanos como yo, capaces de desafiar el frío y plantarse delante de los edificios de oficinas y restaurantes para fumarse un cigarrito, que no pude evitar la sensación de formar parte de una conspiración, de ser uno de los señalados con el dedo acusador.
Me enteré por Lucas de que Serge había vuelto con Astrid. No pude evitar preguntarme si ella le habría contado algo sobre lo que ocurrió entre nosotros la noche del funeral, y cómo se lo habría tomado él.
Tampoco tuve tregua en la oficina. Parimbert había resultado ser un liante de cuidado, igualito que su repelente yerno. Mucha sonrisa encantadora y una apariencia de ser un cliente fácil de llevar, pero luego era de los que mandaba con mano de hierro. Negociar con él resultaba un castigo agotador que me dejaba sin un ápice de fuerza.
El único brillo en el cielo más bien apagado de mi firmamento fue la fiesta sorpresa de cumpleaños que me prepararon Héléne, Didier y Emmanuel. Se celebró en la casa de Didier, amigo y colega de profesión, pero la diferencia entre él y yo era que, aunque empezamos los dos más o menos al mismo tiempo, ahora él gravitaba en otra galaxia de éxito y prosperidad, lo cual no le había vuelto un pretencioso, y le sobraban motivos para sacar pecho. Sólo teníamos una cosa en común: su esposa le había dejado por un hombre más joven, uno de esos banqueros de la City, uno de esos arrogantes que los americanos llaman eurobasura. Su ex mujer, a quien yo le tenía mucho cariño, se convirtió en una clon de Victoria Beckham, y su destacada nariz de corte heleno parecía ahora una bujía eléctrica. Didier era un tipo alto y delgado de manos suaves y alargadas que relinchaba cuando se echaba a reír. Vivía en un loft espectacular en el distrito 20°, cerca de Ménilmontant, reformado a partir de un enorme y viejo almacén enclavado entre dos edificios desvencijados. Nos burlábamos de él cuando lo compró hace muchos años, nos reíamos a su costa diciendo que se pelaría el culo de frío en invierno y se lo cocería en verano, pero él nos ignoró y lentamente lo transformó en un lugar con calefacción central y aire acondicionado construido con vidrio y ladrillo. Ahora se nos ponen los dientes largos de envidia a todos.
No me había comido mucho la cabeza con la inminencia de mi cuadragésimo cuarto aniversario. Hubo un tiempo, cuando tenía una familia, en que era estupendo recibir regalos de mis hijos: esos dibujos toscos y esas creaciones de cerámica que eran un churro, pero yo ya no era un hombre de familia y sabía que iba a pasar solo la noche de mi cumpleaños, como el año anterior. Esa mañana recibí un mensaje de texto de Mélanie y otro de Astrid, y también me escribieron Patrick y Suzanne, que se habían ido a hacer un largo viaje por Oriente. Yo habría hecho lo mismo si hubiera perdido a mi hija. Por lo general, mi padre solía olvidarse de mi cumpleaños, pero para mi sorpresa esta vez me telefoneó a la oficina. Al oírle, me sorprendió lo baja y cansada que sonaba su voz, nada que ver con el tono del pasado, autoritario y estridente como una trompeta.
– ¿Te apetece venir a tomar algo para celebrar tu cumpleaños? Seremos sólo tú y yo. Régine tiene una cena en el club de bridge.
¡Uf! ¿Ir al piso de la avenida Kléber, con ese comedor de los años setenta pintado de naranja y marrón y las luces tan intensas, para encontrarnos mi padre y yo cara a cara sobre la mesa ovalada y para que me sirviera vino con esas manos temblorosas llenas de manchas? «Deberías ir, Antoine. Ahora es un anciano y probablemente se siente solo. Deberías hacer un esfuerzo y hacer algo por él, aunque fuera por una vez, sólo por una vez».
– Gracias, pero no puedo. Esta noche he quedado.
«Embustero. Cobarde».
Me abrumó la culpa en cuanto colgué el auricular. Debería haberle llamado para decirle que al final sí podía ir.
Regresé un tanto nervioso a mi ordenador, donde trabajaba en la Cúpula Inteligente. Me partí de risa cuando me surgió el proyecto, pero ahora me estaba exigiendo mucho trabajo, aunque, para mi sorpresa, también estaba resultando un encargo estimulante. Por vez primera en muchos años trabajaba en un proyecto que me gustaba, y mucho, además. Me había documentado acerca de los iglúes, su historia y sus especificidades; había examinado bóvedas y cúpulas y me había esforzado en recordar las más hermosas de cuantas había visitado en Florencia y en Milán. Había hecho un boceto tras otro y había terminado por dibujar formas y figuras que nunca imaginé que sería capaz de concebir y por alumbrar ideas de las que jamás me habría considerado capaz.
Un pitido me avisó de la entrada de un correo electrónico. Lo remitía Didier.
Necesito tu consejo sobre un negocio importante con un tipo con el que has trabajado antes. ¿Puedes dejarte caer esta noche a eso de las ocho? Es urgente.
Le contesté a vuelta de mail:
Sí, por supuesto.
No me esperaba nada en absoluto cuando llegué al umbral de su puerta. Didier me saludó con cara de póquer y me dejó entrar. Le seguí al interior del enorme cuarto central, sumido en una calma excesiva, como si un silencio extraño se hubiera apoderado del lugar, y entonces, de pronto, a mi alrededor hubo gritos y aullidos. Todavía sin salir de mi asombro, descubrí a Héléne y a su esposo, a Mélanie, a Emmanuel y a dos mujeres desconocidas, que resultaron ser las nuevas chicas de Emmanuel y Didier. Pusieron la música a todo volumen, corrió el champán y empezaron a pasar platos con tarama, sandwiches, ensaladas, frutas y un pastel de chocolate, después de lo cual vino la catarata de regalos. Yo estaba encantado por primera vez desde hacía años, estaba relajado, disfrutaba del champán y me gustaba ser el centro de atención.
Didier no le quitaba ojo al reloj de la muñeca sin que yo adivinase la razón, pero se puso en pie como movido por un resorte en cuanto sonó el timbre.
– Ah, la gran sorpresa -anunció.
E hizo un ceremonioso ademán al abrir la puerta.
Entró majestuosa, como caída del cielo. Lucía un largo vestido blanco, un vestido sorprendente para llevar en lo más crudo del invierno, con la melena castaña recogida hacia atrás y esbozando una sonrisa inescrutable.
– Happy birthday, monsieur Parisiense -canturreó a lo Marilyn Monroe, y luego vino a besarme.
Todos aplaudieron y dieron vivas. Por el rabillo del ojo capté un triunfal intercambio de miradas entre Mélanie y Didier, e intuí que habían sido ellos quienes habían urdido todo aquello a mis espaldas mientras yo estaba en Babia.
Nadie era capaz de apartar los ojos de Angele. Emmanuel se quedó impresionado y con la mayor discreción posible levantó jovialmente los pulgares en señal de aprobación. Estaba más que seguro de que las damas, Héléne, Patricia y Karine, se morían de ganas por hacerle preguntas acerca de su trabajo. A esas alturas, debía de estar más que acostumbrada a ser interrogada sobre ese tema.
– ¿Cómo puedes trabajar con muertos todo el día? -preguntó al final una de ellas un tanto tímida y sin frivolidad alguna.
– Porque ayuda a que otras personas sigan vivas.
Fue una velada maravillosa. Angele con ese vestido blanco parecía una princesa de nieve. En el precioso loft de nuestro anfitrión, con una claraboya en el techo asomada a la fría oscuridad de la noche, reímos, bebimos e incluso danzamos. Mi hermana aseguró que eran sus primeros bailoteos desde hacía mucho tiempo, y volvimos a aplaudir. Una mezcla de champán y alegría se me subió a la cabeza. Cuando Didier se interesó por Amo, le contesté:
– ¡Menudo desastre! -al tiempo que solté una imitación de ese carcajeo de hiena tan típico de mi hijo.
A continuación pasé a contarles la conversación de hombre a hombre que al final habíamos tenido mi hijo y yo cuando le echaron del colegio. Le leí la cartilla bien leída, pero con el corazón encogido ante lo mucho que me estaba pareciendo a mi padre al hablar en plan admonitorio mientras le reprendía severamente con el dedo en alto. Entonces me levanté e imité la postura de hombros caídos de Arno y puse el mismo ceño de contrariedad, incluso adopté, y exageré, el mismo tono de voz, identificable enseguida como el de un adolescente:
– Vamos, papuchi, no había Internet ni móviles cuando tenías mi edad. Vivíais en la Edad Media. A lo que voy, naciste en los sesenta. Venga, hombre, ¿cómo vas a entender el mundo moderno?
Eso provocó otra salva de vítores. Me sentí eufórico y exultante por una sensación nueva: hacía reír a la gente, una experiencia nueva en mi vida, pues en nuestra pareja Astrid solía ser la de los comentarios socarrones, la de la chispa y las ocurrencias graciosas, la que hacía reír a la gente hasta troncharse. Yo me había limitado a ser el espectador hasta esa noche.
– Deberíais oír a mi nuevo jefe, Parimbert -le dije a mi público.
Todos le conocían, por descontado, pues el tipo había pegado un cartel con su careto en todas las esquinas de París y era casi imposible encender la tele o el ordenador sin encontrarse con esa sonrisa suya del Gato de Cheshire. Empecé a imitar sus andares por la habitación con las manos metidas en los bolsillos y los hombros levantados. Luego, demostré lo bien que me salía la mueca que adoptaba Parimbert cuando le daba por pensar: un mohín de vieja dama seguido de un rápido movimiento de labios, levantando el superior y frunciendo el inferior hasta parecer una pasa arrugada. Entonces imité su forma de dar énfasis a ciertas palabras hablando en voz baja:
– Ahora, Antoine, recuerda: tu espalda debe tener la fuerza de la montaña* cada partícula a nuestro alrededor está viva, llena de energía e inteligencia. Nunca olvides que la purificación de tu yo interior es absolutamente necesaria.
Y luego les hablé de la Cúpula Inteligente, un encargo de lo más complicado, y cómo resultaba inspirador a pesar de ser una pesadilla. Parimbert estudiaba mis bocetos con ojos de miope, porque era demasiado vanidoso para llevar gafas. Mis propuestas nunca parecían complacerle ni disgustarle, le dejaban sin palabras, como si le provocaran una enorme preocupación. Yo había empezado a sospechar que la idea de la Cúpula Inteligente le gustaba mucho porque en realidad no tenía la menor idea de cómo debía ser.
– Recuerda, Antoine, la Cúpula Inteligente es una burbuja de potencia, una célula liberadora, un espacio cerrado con el conocimiento necesario para hacernos libres.
Se rieron a mandíbula batiente, y Héléne estaba literalmente llorando de risa. Luego saqué a colación el seminario al que me había invitado Parimbert; tuvo lugar en un moderno complejo de lo más chic situado en la zona oeste de la ciudad, y en el transcurso del mismo me había presentado a su equipo. Su socio era un oriental intimidante con un rostro imperturbable como una máscara y un sexo difícil de determinar. Todos sus empleados parecían drogadictos o al borde del colapso: tenían ojos vidriosos y cara de padecer algún tipo de intoxicación. Todos vestían de blanco o de negro. Los había muy jóvenes, de hecho algunos parecían recién salidos del colegio, y otros ya eran bastante talluditos, pero normal, remotamente normal, no había ni uno.
El estómago empezó a sonarme a eso de la una. Yo esperaba ir a comer, pero conforme pasaban los minutos veía con absoluta consternación que nadie mencionaba el almuerzo. Parimbert permanecía en la parte posterior de la habitación mientras las pantallas proyectaban desde detrás de su posición y él nos daba la vara con el éxito de su sitio web y con cómo iba a expandirse por el mundo entero. Con toda discreción, me acerqué a la mujer elegante, pero con cara de desnutrida, que se sentaba a mi lado y le pregunté sobre la comida. La tipa me miró como si le hubiera hablado de sodomía o de hacer una orgía.
– ¿Comida? -repitió en voz baja con un gesto de repulsión-. Nosotros no almorzamos nunca.
– ¿Y por qué no? -le pregunté consternado mientras volvían a sonarme las tripas.
Ella no se dignó contestarme. A las cuatro en punto nos sirvieron té verde y pastas con mucha ceremonia, pero yo tenía el estómago en los pies y me pasé todo el día desfallecido de hambre. Por eso, en cuanto pude escaparme, me fui pitando a una panadería y devoré a palo seco una barra de pan entera.
– ¡Qué divertido eres! No sabía que podías ser tan gracioso -observó Mélanie mientras nos marchábamos. Didier, Emmanuel y Hélène estuvieron de acuerdo, lo cual provocó en mí una mezcla de alegría y sorpresa.
Más tarde, mientras me quedaba dormido junto a mi princesa de nieve, me sentí dichoso. Era un hombre feliz.
El sábado por la tarde Mélanie y yo nos plantamos delante del enrejado de hierro forjado que protegía el acceso al edificio donde vivía la abuela. Habíamos telefoneado por la mañana para informar al tranquilo y bondadoso Gaspard de nuestro propósito de visitar a Blanche. Yo no había estado allí desde el verano, hacía unos seis meses. Mi hermana tecleó el código digital en el portero automático y entramos en el enorme hall alfombrado de rojo. El conserje nos miró desde detrás de la cortina de encaje de su garita y nos dirigió una señal de asentimiento al pasar. Prácticamente no había cambiado nada, salvo, tal vez, que la alfombra parecía un poco más gastada y que había un ascensor de hierro y cristal sorprendentemente silencioso en sustitución del antiguo.
Nuestros abuelos vivían allí desde hacía unos setenta años, desde su boda. Nuestro padre y Solange nacieron allí. En aquellos tiempos, la mayoría de los apabullantes edificios de Haussman eran propiedad del abuelo de Blanche, Émile Fromet, un acomodado propietario dueño de varias residencias en la zona de Passy, en el distrito 16°. Nos habían hablado a menudo de Émile Fromet durante nuestra infancia y había un retrato suyo sobre la repisa de la chimenea, donde se mostraba a un hombre implacable provisto de un mentón amenazador que, por suerte, Blanche no había heredado, aunque sí se lo había transmitido a su hija Solange.
Supimos desde muy jóvenes que el matrimonio Blanche y Robert Rey había sido un gran evento, pues suponía el enlace perfecto entre una dinastía de abogados y una familia de médicos y propietarios inmobiliarios. Se aunaban así respetables e influyentes personas de dinero y excelente consideración social. Se casaban personas que tenían la misma educación, los mismos orígenes y la misma religión. Probablemente, el matrimonio de nuestro padre con una sureña paleta había causado cierta conmoción en los años sesenta.
Una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro desigual de Gaspard cuando nos abrió la puerta. El hombre me daba lástima, no podía evitarlo. Debía de tener cinco años más que yo a lo sumo y estaba tan avejentado que podría pasar por mi padre. No tenía familia ni hijos, ni otra vida más allá de los Rey. Caminaba arrastrando los pies, siempre controlado por su madre, Odette, y parecía marchito incluso de joven. Odette había trabajado como una muía para nuestros abuelos hasta el mismo día de su muerte. Nos tenía aterrorizados de niños y nos obligaba a calzar pantuflas antes de caminar sobre el parqué recién pulido, y nos hacía callar siempre, pues madame estaba descansando y monsieur leía Le Fígaro en el despacho y no deseaba ser molestado. Nadie sabía quién era el padre de Gaspard. Y nunca oímos el menor comentario a ese respecto. Cuando Mel y yo éramos pequeños, él hacía todo tipo de chapucillas y recados para la casa y no parecía pasar mucho tiempo en la escuela. Su madre habría muerto hacía unos diez años y él se había hecho cargo del mantenimiento del lugar, lo cual le había dado una nueva importancia de la que se enorgullecía.
Nuestra visita era el plato fuerte de su semana. Cuando Astrid y yo acostumbrábamos a traer a los niños para que los viera su abuela, en los buenos viejos tiempos de Malakoff, el hombre alcanzaba el éxtasis.
Lo umbrío del lugar me afectaba en todas las visitas. Su orientación norte no ayudaba nada y lo cierto es que apenas entraba el sol en aquel piso de 450 metros cuadrados. Imperaba una oscuridad sepulcral incluso en pleno verano. Nos encontramos con la tía Solange cuando ya se marchaba. No la veíamos desde hacía tiempo. Nos saludó de forma rápida pero amistosa y dio unas palmadas a Mélanie en la mejilla, sin preguntar por nuestro padre. Hermano y hermana vivían en el mismo barrio, él en la avenida Kléber y ella en la calle Boissiére, se hallaban a cinco minutos de distancia el uno de la otra, pero nunca se veían ni se llamaban. Jamás lo harían, ya era demasiado tarde.
El apartamento era una sucesión continua de grandes techos altos con molde de escayola: el gran salón, que no se utilizaba nunca por ser demasiado grande y frío, el salón pequeño, el comedor, la biblioteca, el despacho, cuatro dormitorios, dos cuartos de baño decorados a la antigua usanza y al fondo del todo una cocina desfasada. Odette acostumbraba a empujar una mesa con ruedas cargada de comida por el interminable pasillo desde la cocina al comedor. Aún no había olvidado el chirrido de las ruedecillas.
Habíamos hablado sobre el mejor modo de entrarle a la abuela mientras íbamos de camino hacia allí. No podíamos soltarle a bocajarro: «¿Sabías que tu nuera se entendía con mujeres?», de modo que Mélanie sugirió otra táctica:
– Deberíamos echarle un vistazo al lugar.
– ¿Y eso qué significa? ¿Fisgonear?
– Eso mismo -respondió con una expresión tan cómica que tuve que sonreír.
Me embargó un entusiasmo extraño, como si me estuviera embarcando en una nueva aventura, y un tanto rarita.
– ¿Y qué hacemos con Gaspard? Vigila el sitio como un halcón.
– Eso no va a ser problema -me aseguró con un gesto de desenfado-. El problema real es saber dónde buscar.
Mientras yo aparcaba el coche en la avenida Henri-Martin me había comentado algo más con voz alegre:
– ¿A que no adivinas una cosa?
– ¿El qué?
– He conocido a un tío.
– ¿Otro viejo verde?
Ella había puesto los ojos en blanco.
– No, de hecho es un poco más joven que yo. Es periodista.
– ¿Y…?
– Pues eso.
– ¿Eso es todo?
– Por el momento sí -me había contestado.
Ya en el piso, descubrimos a una enfermera a la que no habíamos visto antes, aunque ella parecía saberlo todo acerca de nosotros, pues nos saludó por nuestros nombres y nos informó de que la abuela aún dormía. No convenía despertarla, porque había pasado una mala noche.
– ¿Les importaría esperar una hora más? Tal vez podrían tomar un café en algún sitio o ir de compras -nos sugirió con una sonrisa radiante.
Mi hermana se volvió para buscar a Gaspard. Éste se hallaba muy cerca, dando instrucciones a la señora de la limpieza.
– Voy a fisgar -anunció Mel en voz baja-. Mantenle ocupado.
Ella se escabulló y yo debí soportar por un tiempo que se me hizo eterno las quejas de Gaspard sobre la dificultad de encontrar buen personal, los precios por las nubes de la fruta fresca y el exceso de ruido que hacían los nuevos vecinos del cuarto. Mélanie volvió al fin y extendió los brazos en señal de impotencia: no había encontrado nada.
Decidimos regresar en una hora y cuando ya nos encaminábamos hacia la puerta Gaspard se apresuró a decirnos que sería un placer prepararnos un té o un café. Podíamos sentarnos en el salón pequeño y él nos lo traería. ¿Para qué salir con semejante frío cuando podíamos esperar cómodamente allí? Tenía tantas ganas de que nos quedáramos que no nos atrevimos a rehusar la invitación. Cuando pasábamos de camino al salón pequeño una señora de la limpieza estaba quitando el polvo del pasillo. Nos saludó con un gesto de la cabeza.
Ninguna habitación me traía tantos recuerdos como aquélla, por cuanto allí había: las cristaleras que daban a la terraza, el sofá de terciopelo verde oscuro, las sillas, una mesita baja con cubierta de cristal sobre la cual aún descansaba la pitillera plateada de Robert. Los abuelos se reunían allí a tomar café o a ver la televisión y entre esas cuatro paredes nosotros jugábamos a los acertijos mientras aguzábamos el oído para ver de qué nos enterábamos de la conversación de los adultos.
Gaspard regresó con una bandeja donde traía café para mí y un té para Mélanie. Nos sirvió las tazas con cuidado antes de entregarnos el azucarero y la jarrita de leche. Se sentó en una silla enfrente de nosotros con la espalda muy erguida.
Le preguntamos por la salud de nuestra abuela en los últimos tiempos.
– No anda demasiado bien. El corazón le está dando guerra otra vez y ahora se pasa el día durmiendo, cosa de la medicación, que la deja grogui.
– Se acuerda de mi madre, ¿verdad? -observó mi hermana de forma inesperada mientras daba un sorbito al té.
Una sonrisa le iluminó el rostro.
– Su madre, la joven madame Rey, sí, por supuesto que la recuerdo. Era imposible de olvidar.
«Chica lista», me dije para mis adentros.
– ¿Y qué recuerda de ella exactamente? -continuó Mel.
La sonrisa de Gaspard se hizo aún mayor.
– Era una persona amable, encantadora. Me hacía regalitos de vez en cuando: calcetines nuevos, chocolatinas y a veces flores. Me quedé destrozado cuando murió.
El piso se sumió en un silencio absoluto a nuestro alrededor. No hacía ruido ni la señora de la limpieza, que acababa de entrar para realizar sus quehaceres domésticos.
– ¿Cuántos años tiene? -quise saber.
– Cinco años más que usted, monsieur Antoine. Tenía quince por aquel entonces. ¡Qué pena tan grande!
– ¿Qué recuerda del día de su muerte?
– Fue terrible, terrible. Eso de ver cómo la sacaban en aquella camilla…
De pronto pareció muy incómodo, retorció las manos y se removió en el asiento. Había dejado de mirarnos y tenía los ojos fijos en la alfombra.
– Ah, pero ¿estaba usted en el piso de la avenida Kléber cuando sucedió? -preguntó Mélanie, sorprendida.
– ¿La avenida Kléber? -farfulló, confuso-. No recuerdo, no. Fue un día horrible. No me acuerdo.
Se apresuró a ponerse de pie y salió zumbando en dirección a la puerta, pero nosotros nos levantamos apenas un segundo después y nos lanzamos detrás de él.
– Gaspard -le interpeló Mel con firmeza-, ¿quiere hacer el favor de contestar a mi pregunta? ¿Por qué ha dicho usted que vio cómo se la llevaban?
Estábamos los tres solos en la entrada, en el lado oscuro de la sala. Las baldas de las estanterías parecían inclinarse hacia delante y los semblantes pálidos de los viejos retratos al óleo nos miraban expectantes con expresión atenta. ¡Hasta el busto de mármol parecía esperar nuestro siguiente movimiento!
Gaspard estaba temblando, tenía un nudo en la garganta, estaba rojo como un tomate, y la frente le relucía a consecuencia de unos sudores repentinos.
– ¿Qué ocurre? -inquirió Mélanie en voz baja.
Él tragó saliva de forma audible y la nuez de Adán subió y bajó. Luego retrocedió al tiempo que sacudía la cabeza.
– No, no, no puedo.
Le agarré por el hombro. Debajo de la tela barata del traje sólo noté huesos y unos músculos blandos.
– ¿Seguro que no tiene nada que decirnos? -pregunté, usando una voz más firme que la de Mélanie.
Se estremeció, se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y retrocedió otra vez.
– ¡Aquí no! -exclamó con voz ronca.
Mel y yo intercambiamos una mirada.
– Entonces, ¿dónde? -insistió ella.
Sus piernecitas de alambre temblaban, pero él ya se hallaba en medio del pasillo.
– En mi dormitorio dentro de cinco minutos. En la planta sexta -susurró antes de desaparecer.
De pronto alguien encendió la aspiradora y nos dio un susto tremendo. Nos miramos durante unos instantes y luego nos marchamos.
Una estrecha y tortuosa escalera sin ascensor conducía hasta las habitaciones del servicio. Los residentes menos adinerados del lujoso edificio habitaban la zona más elevada y debían subir aquellos empinados escalones todos los días. Cuanto más arriba, más descascarillada se veía la pintura y más desagradable era el olor, debido al hedor de las minúsculas habitaciones sin ventilación, a la promiscuidad y la falta de cuartos de baño dignos de tal nombre. En el descansillo imperaba la pestilencia de un servicio común. Nunca había subido hasta allí arriba, y Mélanie tampoco. Había un incómodo contraste entre la opulencia de los grandes apartamentos y esta zona sórdida y atestada escondida debajo del tejado.
Tuvimos que subir seis pisos y lo hicimos en silencio. No habíamos intercambiado ni una palabra desde que abandonamos el piso de Blanche. Las preguntas se arremolinaban en mi cabeza e imaginaba que también en la de Mélanie.
Adentrarnos en el piso superior fue como entrar en otro mundo. Docenas de puertas numeradas se alineaban a ambos lados de un pasillo sinuoso sin alfombrar.
Se oían el chirrido de un secador de pelo y voces muy altas de entonación metálica procedentes de un receptor de televisión. Algunas personas discutían en un idioma extranjero mientras sonaban de fondo el pitido de un móvil y el llanto de un bebé. Se abrió una puerta y una mujer se quedó mirándonos fijamente. Detrás de ella se veían un techo sucio e inclinado, unas cortinas asquerosas y unos muebles mugrientos. ¿Cuál era la habitación de Gaspard? Él no nos lo había dicho, ¿acaso se estaba escondiendo? ¿O le había entrado pánico? No tenía certeza alguna, pero intuía que nos estaba esperando hecho un flan, retorciéndose las manos mientras intentaba reunir un poco de valor.
Observé los pequeños hombros cuadrados de Mélanie que se adivinaban bajo el abrigo de invierno. Sus pasos eran atrevidos y confiados, porque quería saber y no tenía miedo. ¿Por qué yo sí estaba asustado y mi hermana no?
Gaspard nos aguardaba al final del pasillo, con el rostro aún ruborizado. Nos hizo pasar a toda prisa, como si no quisiera que nos vieran allí. Su pequeña habitación, cerrada, nos pareció sofocante después de haber recorrido las heladas escaleras. El calefactor eléctrico estaba puesto a toda potencia y dejaba oír un suave zumbido, además de remover por el cuarto el hedor a polvo y pelo quemados. La estancia era tan pequeña que no cabíamos de pie los tres. No nos quedó más remedio que sentarnos en la estrecha cama. Eché una ojeada a mi alrededor y examiné las superficies escrupulosamente fregadas, el crucifijo en la pared, el lavabo agrietado y el armario de cocina improvisado con una cortina de plástico. La vida de Gaspard quedaba expuesta allí en toda su pobreza. ¿A qué se dedicaba ese hombre cuando llegaba allí después de haber dejado a Blanche con la enfermera de noche? No había televisión ni libros, y sólo hallé una Biblia y una fotografía sobre una pequeña estantería. Miré con toda la discreción posible. Con un sobresalto, descubrí que era una foto de mi madre.
Gaspard se quedó de pie porque no tenía donde sentarse. Nos miraba alternativamente a uno y a otro, a la espera de que empezáramos a hablar. Se escuchaba una radio en la habitación contigua. Las paredes eran tan delgadas que captaba hasta la última palabra del boletín informativo.
– Puede confiar en nosotros, Gaspard -afirmó Mélanie-. Eso lo sabe.
Él se llevó un dedo a los labios enseguida, con los ojos dilatados de miedo.
– Debe hablar bajo, mademoiselle Mélanie -susurró-. ¡Cualquiera podría oírla! -Se nos acercó y percibí el hedor rancio de sus axilas. Me eché hacia atrás de forma instintiva-. Su madre… -murmuró- era mi única amiga, la única persona que realmente… me comprendía.
– Sí -dijo Mel, y me maravilló su paciencia, porque yo no tenía ningún interés por escucharle, sólo quería que fuera de una vez al asunto que nos concernía. Ella me puso una mano tranquilizadora en el brazo, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.
– Su madre era como yo, de origen humilde, procedente del sur, y no era nada complicada ni quisquillosa, sino simplemente una buena persona. Jamás pensaba en sí misma, porque era generosa y amable.
– Sí -repitió mi hermana, mientras yo apretaba los puños de pura impaciencia.
Alguien apagó la radio en el cuarto de al lado y el silencio inundó aquel pequeño lugar. Gaspard mostró de nuevo esa mirada angustiada y ansiosa. Se quedó mirando hacia la puerta, retorciéndose las manos. ¿Por qué estaba tan inquieto? Se agachó y sacó un pequeño transistor de debajo de la cama, y después buscó el mando para encenderlo, y no paró hasta que surgió la voz seductora de Yves Montand.
C'est si bon, de partir n'importe où,
bras dessus bras dessous…
Mélanie me hizo un gesto apaciguador para pedirme calma, pero al final no pude más y le solté:
– Cuéntenos de una vez qué sucedió el día que murió nuestra madre.
Por fin Gaspard reunió suficiente coraje para mirarme a la cara.
– Debe usted comprender, monsieur Antoine. Esto es… muy difícil para mí…
C'est si bon…, tarareaba Montand con tono desenvuelto y despreocupado. Esperamos a que Gaspard retomase la palabra, pero no lo hizo.
Mélanie le puso una mano sobre el brazo.
– No tiene nada que temer de nosotros -le susurró-. Nada en absoluto. Somos sus amigos y le conocemos desde que nacimos.
Él asintió, con la carne de sus mejillas temblando como si fuera de gelatina. Entrecerró los ojos y para horror nuestro su rostro se arrugó y comenzó a sollozar sin hacer ningún sonido. No podíamos hacer otra cosa que esperar. Yo aparté la mirada del lamentable espectáculo de su rostro pálido y devastado. Cuando finalizó la canción de Montand, comenzó otra melodía que me resultó familiar, aunque no recordé quién la cantaba.
– Lo que les voy a decir no se lo he contado a nadie. Nadie lo sabe. Nadie lo sabe y nadie ha hablado de ello desde 1974.
La voz de Gaspard sonaba tan baja que tuvimos que inclinarnos hacia delante para escucharle y la cama crujió.
Sentí un ligero escalofrío. ¿Era mi imaginación o realmente el miedo estaba reptando por mi columna? Gaspard se agachó y vi la parte superior de su cabeza con la calva que la coronaba.
– El día que murió -continuó, otra vez en susurros-, su madre había ido a ver a la abuela de ustedes. Era temprano y ella estaba tomando el desayuno. Monsieur no estaba en casa ese día.
– ¿Dónde se encontraba usted? -preguntó Mélanie.
– En la cocina, ayudando a mi madre a hacer zumo de naranja. A su madre le gustaba mucho el zumo de naranja recién hecho, el mío en especial. Le recordaba el Midi. -Sonrió con afecto, aunque pareció patético-. Estaba muy contento de verla esa mañana, pues no venía muy a menudo. De hecho, no había venido a ver a los abuelos desde hacía mucho tiempo, desde Navidad. Cuando abrí la puerta, fue como si hubiera entrado un rayo de sol en el descansillo. Yo no sabía que iba a venir, porque no había llamado con antelación y mi madre no estaba avisada. Se enfadó y protestó porque la joven madame Rey apareciera así, de cualquier modo. Llevaba puesto un abrigo rojo. ¡Qué guapa estaba con su largo pelo negro, aquella piel pálida y sus verdes ojos! ¡Qué belleza! Como usted, mademoiselle Mélanie. Usted se le parece mucho, tanto que causa dolor mirarla. -Las lágrimas aparecieron de nuevo, pero se las apañó para contenerlas. Respiró con lentitud, tomándose su tiempo-. Yo seguí en la cocina, limpia que te limpia. Era un precioso día de invierno. Tenía muchas tareas pendientes y las realicé a conciencia. De pronto mi madre entró con el rostro blanco. Tenía una mano apretada contra la boca como si fuera a vomitar y supe entonces que había ocurrido algo terrible. Yo sólo tenía quince años, pero lo supe.
Un escalofrío se deslizó por mi pecho hasta mis muslos, que empezaron a temblar. No me atrevía a mirar a mi hermana, pero percibí cómo ella se envaraba a mi lado.
De repente se oyó una tonta melodía y deseé que Gaspard apagara la radio.
Talk about pop musik.
Pop pop pop pop musik.
– Mi madre se quedó durante un momento sin habla, y entonces gritó: «¡Llama al doctor Dardel, rápido! ¡Busca su número en la libreta de direcciones de monsieur, que está en su estudio, y dile que venga corriendo!».
Me apresuré hacia donde me había dicho y telefoneé, temblando de pies a cabeza, hasta que el médico me dijo que vendría enseguida. ¿Quién se había puesto enfermo? ¿Qué era lo que había pasado? ¿Era madame? Tenía la tensión alta, eso lo sabía ya. De hecho hacía poco le habían cambiado la medicación, y tomaba un montón de pastillas durante las comidas.
El apellido del doctor, Dardel, me resultaba muy familiar. Era el amigo más cercano de mis abuelos y su médico personal. Murió a comienzos de los ochenta y era un hombre bajo y fornido, de pelo blanco, muy respetado.
Gaspard hizo una pausa. ¿Qué era lo que intentaba contarnos? ¿Por qué le estaba dando tantas vueltas al asunto?
New York , London, París, Munich,
everyone talk about pop musik.
– ¡Por el amor de Dios, continúe de una vez! -mascullé con los dientes apretados.
Él asintió con rapidez.
– Madame Blanche se hallaba en el salón pequeño, todavía vestida con la bata, y andaba de un lado para otro. Yo no veía a su madre por ninguna parte y tampoco entendía nada. La puerta estaba entreabierta y por allí vislumbré parte de un abrigo rojo en el suelo. Le había pasado algo a la joven madame Rey, algo que no me quería contar nadie.
Escuchamos unos pasos al otro lado de la puerta. Él se quedó callado y esperó hasta que el sonido se perdió a lo lejos. El corazón me latía tan fuerte que estaba seguro de que Gaspard y mi hermana podían oírlo.
– El doctor Dardel llegó corriendo y cerraron la puerta del salón pequeño. Luego escuché llegar una ambulancia y el sonido de unas sirenas justo en el exterior del edificio. Mi madre no quiso contestar a ninguna de mis preguntas, me dijo que cerrara la boca y me dio unos sopapos. Habían venido para llevarse a la joven madame y ésa fue la última vez que la vi. Parecía estar dormida, muy pálida, con el pelo negro extendido alrededor del rostro. Se la llevaron en una camilla y más tarde me dijeron que había muerto.
Mélanie se puso en pie con un gesto lleno de ansiedad, golpeando sin querer la radio con el pie, y ésta se apagó. Gaspard se tambaleó a su vez.
– ¿De qué está hablando, Gaspard? -le espetó, olvidando bajar la voz-. ¿Está diciendo que nuestra madre sufrió el aneurisma aquí?
Él se quedó petrificado y tartamudeó:
– Mi madre me ordenó que nunca mencionara el hecho de que la joven madame murió en este piso.
Ambos nos quedamos boquiabiertos al escuchar aquello.
– Pero ¿por qué? -logré decir.
– Mi madre me hizo jurar que no lo contaría, pero no sé el motivo. No lo sé. Jamás lo pregunté.
Pareció a punto de echarse a llorar de nuevo.
– ¿Qué ocurrió con nuestro padre? ¿Y el abuelo? ¿Y Solange? -inquirió mi hermana en voz baja.
Él sacudió la cabeza.
– Desconozco qué es lo que ellos saben, mademoiselle Mélanie. Ésta es la primera vez que he hablado de este tema con alguien. -Su cabeza se abatió como una flor mustia-. Lo siento. ¡Cuánto lo siento!
– ¿Le importa si fumo? -dije de repente.
– No, no, claro, por favor.
Me levanté, me acerqué a la pequeña ventana y encendí un pitillo. Gaspard cogió la fotografía de la estantería.
– Su madre confiaba en mí, ya ven. Yo era joven, sólo tenía quince años, pero ella confiaba en mí. Puso su fe en mí -comentó, mostrando un orgullo infinito-. Creo que yo era la única persona en la que confiaba de verdad. Solía venir a esta habitación para verme y hablar conmigo. No tenía ningún otro amigo en París, así que por eso charlaba conmigo.
– ¿Y qué fue lo que le contaba cuando subía aquí a verle? -preguntó Mélanie.
– Tantas cosas, mademoiselle Mélanie, tantas cosas maravillosas… Me habló de su infancia en las Cévennes, en aquel pequeño pueblo donde vivían, cerca de Le Vigan, al que nunca había regresado tras su matrimonio. Me contó que sus padres vendían fruta en el mercado y que los había perdido siendo muy joven. Su padre había sufrido un accidente y su madre tenía el corazón débil. La crió una hermana mayor, que era una mujer muy dura y a la que no le gustó ni un pelo que se casara con su padre, con un parisino. Algunas veces se sentía sola. Echaba de menos el sur, la vida sencilla de allí, el sol. Se sentía sola porque su padre se ausentaba a menudo por sus negocios. Me hablaba de ustedes, de que estaba orgullosa y de que eran el centro de su mundo.
Se hizo un nuevo silencio.
– Me comentó que haberles tenido a ustedes hacía que todo valiera la pena. Cuánto deben de echar de menos ustedes a una madre así, mademoiselle Mélanie, monsieur Antoine, cuánto… Mi madre jamás me mostró ningún tipo de afecto, pero la suya era todo amor. Nos daba a todos el amor que tenía.
No era necesario que le mirara para saber que tenía los ojos llenos de lágrimas y tampoco necesitaba mirar a Mélanie. Terminé el cigarrillo y lo tiré al patio desde la ventana. Una ráfaga de viento se coló por ella antes de que la cerrase. La música regresó en la habitación de al lado, sorprendentemente alta. Le eché una ojeada a mi reloj; las manecillas se acercaban a las seis de la tarde y ya era de noche.
– Necesitamos que nos lleve al apartamento de nuestra abuela -le dijo Mélanie con la voz algo temblorosa.
Gaspard asintió humildemente.
– Desde luego.
Nadie habló durante el descenso por las escaleras.
La enfermera nos condujo al interior del gran dormitorio. Había poca luz, pues las persianas estaban cerradas, así que apenas podíamos ver la cama de hospital con el respaldo ligeramente levantado donde reposaba la silueta diminuta de nuestra abuela. Le pedimos a la enfermera, en tono educado, que se marchara porque queríamos hablar con ella en privado, y nos obedeció.
Mel encendió la lámpara de la cama, de modo que al fin pudimos ver el rostro de la abuela. Blanche tenía los ojos cerrados y sus párpados se estremecieron cuando escuchó la voz de Mélanie. Tenía un aspecto cansado y envejecido, como si ya no le interesara la vida. Abrió los ojos lentamente y paseó la mirada entre el rostro de mi hermana y el mío, sin mostrar reacción alguna. ¿Acaso no nos recordaba? Mélanie la cogió de la mano y le habló, y de nuevo sus ojos pasaron de ella a mí en silencio. Su cuello marchito mostraba un apretado collar de arrugas, lo cual era lógico, pues, según mis cálculos, debía de andar cerca de los noventa y cuatro años.
Vimos que la decoración del dormitorio no había cambiado; seguían las mismas cortinas de color marfil, las tupidas alfombras, el peinador ubicado frente a la ventana y aquellos objetos familiares que habían estado allí desde siempre: un huevo de Fabergé, una cajita de rapé de oro, una pequeña pirámide de mármol. También permanecían las fotografías de toda la vida, acumulando polvo en los marcos plateados: nuestro padre y Solange de niños, Robert, nuestro abuelo, y luego Mel, Joséphine y yo. También había un par de fotos de mis hijos de cuando eran aún bebés, pero ninguna de Astrid, Régine o nuestra madre.
– Queremos hablar contigo de mamá, de Clarisse -le dijo Mélanie con toda claridad.
Sus párpados temblaron de nuevo, pero se mantuvieron cerrados, lo que parecía una especie de rechazo.
– Deseamos saber qué pasó el día de su muerte -continuó Mélanie, haciendo caso omiso de los párpados cerrados.
Sus ojos agostados se agitaron hasta abrirse y Blanche nos miró a ambos en silencio durante un rato muy largo. Estaba convencido de que no iba a decirnos ni una palabra.
– ¿Podrías contarnos qué fue lo que ocurrió el 12 de febrero de 1974, abuela?
Esperamos, pero no ocurrió nada. Quería decirle a Mélanie que no había nada que hacer, que aquello no iba a funcionar, pero de repente los ojos de Blanche parecieron abrirse un poco más y apareció en ellos una expresión peculiar, casi de reptil, que me inquietó. Tal vez su pecho marchito respirase pesadamente, pero sus ojos, dos manchas negras en un semblante consumido como el de una calavera, no pestañeaban, nos miraban fijamente, fulminándonos, desafiantes.
Conforme iban pasando los minutos, comencé a comprender que mi abuela jamás nos diría nada, que se llevaría lo que sabía a la tumba. Y yo la aborrecí por eso, odiaba cada centímetro de su piel arrugada y repulsiva, cada centímetro de lo que representaba Blanche Violette Germaine Rey, una Fromet de nacimiento, una parisina del distrito 16°, nacida para ser rica, próspera y excelente en todo.
Mi abuela y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro durante lo que pareció casi una eternidad. Mélanie apartó la mirada de ella y la dirigió hacia mí, desconcertada. Me aseguré de que Blanche recibiera todo mi aborrecimiento por completo, que lo sintiera como un golpe violento, frontal, y que se extendiera por todo su inmaculado camisón. Sentía por ella un desprecio tan grande que me temblaba todo el cuerpo, desde la cabeza hasta el último dedo del pie. Me picaban las manos por el deseo de agarrar una de aquellas almohadas bordadas y estamparla contra su rostro pálido para hacer desaparecer la arrogancia de aquellos ojos relampagueantes.
Esa fiera y silenciosa batalla entre ella y yo duraría para siempre. Oía el tictac del reloj de la mesilla de noche y los pasos de la enfermera justo al otro lado de la puerta, el rugido sofocado del tráfico que circulaba por la avenida flanqueada de árboles. Escuchaba también la nerviosa respiración de mi hermana, el resuello de los viejos pulmones de Blanche y el latido violento de mi propio corazón, igual que lo había oído en la habitación de Gaspard hacía un rato.
Al final Blanche cerró los ojos y arrastró por encima de la manta esa mano suya en forma de garra, marchita como un insecto disecado, hasta alcanzar el llamador y apretar un botón. Se oyó un pitido estridente.
La enfermera entró casi de forma instantánea.
– Madame Rey está cansada.
Salimos en silencio. No se veía a Gaspard por ninguna parte. Mientras bajaba las escaleras, ignorando el ascensor, pensé en mi madre saliendo por aquel mismo lugar en una camilla, vestida con el abrigo rojo. Sentí una opresión en el pecho.
Fuera hacía más frío que nunca y nos dimos cuenta de que no éramos capaces de articular palabra. Yo estaba destrozado, y Mel también a juzgar por la palidez de su rostro. Encendí un cigarrillo mientras ella conectaba el móvil y comprobaba las llamadas. Me ofrecí a llevarla a casa. Desde el Trocadero hasta la Bastilla el tráfico era intenso, como todos los sábados por la tarde. No nos dijimos nada, pero yo sabía que ella estaba pensando lo mismo que yo sobre la verdad de la muerte de nuestra madre. Algo tan monstruoso que de momento sólo podía controlarse no poniéndolo en palabras.
La ayudante personal de Parimbert se llamaba Claudia. Era una mujer con sobrepeso que escondía sus lorzas bajo un vaporoso vestido negro con aspecto de túnica. Me hablaba con condescendencia, de una forma amable e irritante al mismo tiempo. Su llamada fue lo primero que me encontré el lunes a primera hora la mañana, cuando comenzó a meterme presión sobre la fecha de entrega de la Cúpula Inteligente.
Parimbert había aceptado el proyecto, pero se estaba retrasando porque uno de mis abastecedores no había entregado a tiempo las pantallas luminosas especiales que había pedido. Éstas conformaban todo el interior de la cúpula y cambiaban de color constantemente. Cualquier otro día o en cualquier otro momento, yo me habría sentado sumisamente y la habría dejado regatear, pero eso ya se había acabado. Pensé en sus dientes manchados de cafeína, en su peludo labio superior, en ese perfume de pachulí que usaba y sus chillidos como los de la Reina de la Noche de Mozart. El disgusto, la impaciencia y la irritación rebulleron en mi interior hasta alcanzar la temperatura necesaria para estallar con la eficaz precisión de una olla a presión. Me despaché a gusto y me sentí tan satisfecho como después de practicar sexo. En la habitación contigua escuché jadear a Florence.
Colgué el teléfono de un golpe. Era hora de fumar un pitillo rápido en el patio helado. Me puse el abrigo y entonces sonó el móvil. Era Mélanie.
– Blanche ha muerto -me anunció, sin contemplaciones-. Ha sido esta mañana, acaba de llamarme Solange.
La muerte de la abuela no hizo mella en mí: ni la amaba ni la echaría de menos. Todavía tenía fresca en la mente la aversión experimentada el sábado junto a su cama. Sin embargo, era la madre de mi padre y pensé en él. Sabía que tenía que llamarle, y también a Solange, pero no lo hice. Salí afuera a fumarme el cigarrillo bajo el frío. Reflexioné sobre los difíciles días que se avecinaban con la herencia de Blanche y cómo se enzarzarían Solange y mi padre. Se pondría feo, de hecho ya había sucedido hacía un par de años a pesar de que Blanche no había muerto aún. A nosotros nos mantuvieron al margen del asunto y nadie nos contó nada, pero sabíamos que había problemas y complicaciones entre los dos hermanos. A Solange le parecía que François, su hermano, había sido el favorito y que siempre había disfrutado de todas las ventajas. Después de un tiempo habían dejado de verse y con nosotros también.
Mélanie me preguntó si quería pasarme más tarde para ver el cuerpo de Blanche. Le respondí que lo pensaría. Sentía un ligero distanciamiento entre mi hermana y yo, uno nuevo que no había estado antes y que no había sentido jamás. Sabía que ella no aprobaba mi actitud beligerante hacia Blanche, ni la forma en la que la había mirado el sábado ni la manera en la que le había mostrado mis sentimientos. Mélanie me preguntó también si ya había llamado a nuestro padre, y le dije que lo haría. Una vez más sentí su desaprobación. Me contó que iba de camino a verle, y por la forma en que lo dijo deduje que pensaba que yo debería hacer lo mismo. Y rápido.
Era ya casi de noche cuando llegué por fin a la casa de François. Margaux permaneció silenciosa en el coche, con los cascos puestos, los ojos clavados en el móvil y los dedos revoloteando sobre el teclado, enviando un mensaje tras otro. Lucas iba en la parte de atrás, absorto con su Nintendo. Me sentí como si fuera solo en el vehículo. Estos chicos modernos son de lo más silencioso que se haya visto nunca.
Mélanie nos abrió la puerta; mostraba un rostro pálido y triste; tenía los ojos llorosos. Me pregunté si amaba a Blanche o la echaba de menos. Apenas veíamos a nuestra abuela; sólo muy de vez en cuando. ¿Qué había significado para ella? Sin embargo comprendía que Blanche era la única abuela que nos quedaba. Los padres de Clarisse habían dejado de existir cuando ella era joven, y el abuelo había muerto hacía muchos años, cuando éramos adolescentes. Blanche era la única conexión que nos quedaba con nuestra infancia y ése era el motivo por el que lloraba mi hermana.
Mi padre ya se había acostado, lo cual me sorprendió. Eché una ojeada a mi reloj, sólo eran las siete y media. Mélanie me dijo en voz baja que estaba muy cansado. ¿Había reproche en su voz o me lo estaba imaginando yo? Le pregunté si le pasaba algo, pero me empujó a un lado cuando apareció Régine, muy arreglada y con aspecto triste. Nos abrazó de forma distraída y brusca y nos ofreció bebidas y galletitas. Le expliqué que Arno estaba en el internado, pero que iba a venir para estar presente en el funeral.
– No me hables del funeral -gruñó Régine, sirviéndose un vaso alto de whisky con mano insegura-. No quiero lidiar con todo eso. Nunca me llevé bien con Blanche, nunca le gusté, y no entiendo por qué debo tener nada que ver con su funeral, ¡por el amor de Dios!
Entró Joséphine con un aspecto más gracioso de lo habitual. Nos besó y se sentó al lado de su madre.
– Acabo de hablar con Solange -anunció Mélanie con voz firme-. Ella se encargará de todo lo relacionado con el sepelio. No tienes de qué preocuparte, Régine.
– Bueno, si Solange se hace cargo, entonces no es necesario que ninguno de nosotros haga nada, y menos aún vuestro pobre padre. Está demasiado cansado para enfrentarse con su hermana en estos momentos. Tanto Blanche como ella siempre se han comportado de modo grosero conmigo, todo el rato mirándome por encima del hombro porque o no tenía la figura apropiada o mis padres no eran lo suficientemente ricos -continuó Régine, al tiempo que se echaba más whisky en el vaso y se lo bebía de un solo golpe-. Siempre me mostraban que yo no era lo bastante buena para François, y que no tenía bastante clase para ser una Rey; eso hicieron la repugnante Blanche y su aún más repugnante hija.
Lucas y Margaux intercambiaron miradas de sorpresa mientras Joséphine respiraba entrecortadamente. Me di cuenta de que Régine estaba algo más que bebida. Sólo mi hermana mantenía los ojos en el suelo.
– Nadie era lo bastante bueno para ser un Rey -balbuceó Régine, con los dientes manchados de carmín-. Y bien que se aseguraron de que me quedara claro que no valía de nada venir de una familia de alcurnia y con dinero, ni siquiera de una familia de gente decente. Nada es lo bastante bueno para convertirse en un maldito Rey.
Comenzó a berrear y el vaso vacío resonó al caer sobre la mesa. Mi hermanastra puso los ojos en blanco y levantó a su madre con amabilidad, pero también con firmeza. Lo rutinario de sus movimientos me hizo comprender que ese numerito ocurría a menudo. Se la llevó mientras ella seguía sollozando.
Mélanie y yo nos miramos. Yo pensé en lo que me esperaba: la visita al dormitorio iluminado por velas en la avenida Henri-Martin; allí me aguardaba el cuerpo de Blanche.
Pero lo que me asustaba esa noche no era la visión del cadáver de mi abuela, puesto que ella ya estaba prácticamente muerta cuando la habíamos visto dos días antes, a pesar de sus horribles y relumbrantes ojos.
Me asustaba ir allí. Temía regresar al lugar donde mi madre había encontrado la muerte.
Mélanie se encargó de dejar a mis hijos en casa, pues ella ya había ido a presentar sus respetos al cuerpo de Blanche en compañía de Solange y nuestro padre. Regresé solo a la casa de los abuelos. Era ya tarde, casi las once, y yo estaba destrozado, pero sabía que mi tía me estaba esperando, puesto que yo era el único nieto varón y era mi deber estar allí.
Me llevé una buena sorpresa al ver el salón grande lleno de elegantes extraños bebiendo champán. Supuse que eran los amigos de Solange. Gaspard, vestido con un austero traje gris, me explicó que, ciertamente, eran sus amigos y habían venido a darle consuelo en esos momentos. Añadió en voz baja que debía hablar conmigo sobre algo importante. ¿Podía atenderle antes de marcharme? Le dije que así lo haría.
Siempre había pensado que mi tía era una mujer solitaria que vivía casi recluida, pero comprendí mi equivocación cuando vi la puesta en escena de esa noche, aunque por otro lado, en realidad, ¿qué sabía yo de mi tía? Nada. Ella jamás se había llevado bien con su hermano mayor y nunca se había casado. Había llevado su propia vida y la había visto muy poco después de la muerte de nuestra madre y los veraneos en Noirmoutier. Se había dedicado a cuidar de Blanche, sobre todo tras la muerte de Robert, su padre y mi abuelo.
Solange se me acercó en cuanto crucé el umbral. Llevaba un vestido bordado cubierto de adornos que parecía demasiado glamuroso para la ocasión y una gargantilla de perlas. Me cogió la mano. Tenía la cara hinchada y los ojos fatigados. ¿Cómo iba a ser su vida a partir de ese momento, sin una madre a quien cuidar ni enfermeras a las que contratar? Y encima debería hacerse cargo de ese enorme piso. Me llevó a la habitación de Blanche y no tuve otra opción que seguirla. Había varios desconocidos rezando alrededor del lecho. Alguien había encendido una vela y me quedé mirando la silenciosa figura colocada sobre la cama. Sin embargo sólo era capaz de imaginar aquellos ojos terribles fijos en mí. Aparté la mirada.
Acto seguido, mi tía me condujo al salón pequeño, en ese momento vacío, desde donde apenas se escuchaban el rumor de la charla y las voces sofocadas de los invitados. Cerró la puerta. Ese rostro de barbilla alargada que tanto me recordaba al de mi padre parecía haberse vuelto rígido, y la expresión era menos hospitalaria, eso desde luego. De pronto me di cuenta de que probablemente no me haría pasar un buen rato y, la verdad, el simple hecho de permanecer en esa habitación era ya incómodo de por sí. Mantuve la mirada fija en la alfombra. Allí era donde había caído el cuerpo de mi madre, justo allí, al lado de mis pies.
– ¿Cómo se encuentra François esta noche? -preguntó, mientras jugueteaba con el collar de perlas.
– No le he visto, estaba dormido.
Ella asintió.
– He oído que está siendo muy valiente.
– ¿Lo dices por cómo ha encajado lo de Blanche? -inquirí.
Echó mano al collar. La sala era tan silenciosa que se escuchaba el traqueteo de las perlas al chocar entre sí.
– No. Me refiero a lo de su cáncer.
Me quedé de piedra. Cáncer, claro. Cáncer. Mi padre tenía cáncer. ¿Desde cuándo lo padecía? ¿Cáncer de qué? ¿Era grave? En esta familia nadie contaba nada. Preferían el silencio, un silencio denso como el del cloroformo, un silencio sigiloso que lo cubría todo como una avalancha sofocante, mortal.
¿Se daría cuenta? ¿Sería capaz de adivinar a partir de la expresión de mi rostro que era la primera vez que oía mencionar lo de la enfermedad de mi padre, la primera vez que alguien me lo había contado?
– Sí-repuse sin sonreírle-, llevas razón, está siendo valiente.
– Debo regresar con mis invitados -concluyó por fin-. Adiós, Antoine. Gracias por venir.
Y entonces se marchó con la espalda bien erguida. Cuando me dirigí hacia la entrada, Gaspard salió del salón grande con una bandeja en las manos. Le hice una señal, indicándole que le esperaría al pie de las escaleras. Bajé y encendí un cigarrillo justo en la puerta del edificio.
Gaspard apareció unos minutos más tarde. Parecía tranquilo, aunque un poco triste, y fue derecho al asunto.
– Monsieur Antoine, necesito decirle algo. -Se aclaró la garganta y me dio la sensación de que se había tranquilizado respecto al otro día en su habitación-. Ahora su abuela ya está muerta. Me daba mucho miedo, mucho, ¿me comprende? Ahora ya no puede asustarme más. -Hizo una pausa y se estiró la corbata. Decidí no apresurarle-.
Un par de semanas después de la muerte de su madre vino una mujer a ver a madame. Fui yo quien le abrió la puerta. Era una señora americana, y su abuela perdió el control de sí misma nada más verla. Increpó a la visitante y yo le pedí que se marchara. Estaba furiosa, jamás la había visto tan llena de cólera. Salvo su abuela y yo, no había nadie en casa ese día, pues su abuelo estaba fuera y mi madre había salido a comprar.
Una mujer vestida con gran estilo y con un abrigo de visón se acercó a donde estábamos despidiendo olor a Shalimar. Permanecimos en silencio hasta que ella entró en el edificio. Después Gaspard se acercó a mí y continuó.
– La señora americana hablaba muy buen francés y le respondió a gritos a su abuela. Le dijo que quería saber por qué su abuela no había contestado a sus llamadas y por qué había hecho que la siguiera un detective privado. Y después, a pleno pulmón, aulló: «¡Será mejor que me diga de una vez cómo ha muerto Clarisse!».
Se me aceleró el pulso.
– ¿Qué aspecto tenía la americana? -pregunté.
– Debía de andar por la cuarentena. Tenía el pelo largo y rubio, casi blanco, y era muy alta, de tipo atlético.
– ¿Y qué fue lo que pasó entonces?
– Su abuela le dijo que si no se marchaba enseguida llamaría a la policía, y me ordenó que la acompañara a la puerta. Ella salió de la habitación y me quedé a solas con la americana. Entonces dijo algo en inglés que sonó horrible y cerró con un portazo sin dedicarme una sola mirada.
– ¿Por qué no nos contó eso el otro día?
Se ruborizó.
– No podía decirles nada hasta que su abuela dejara de existir. Éste es un buen trabajo, monsieur Antoine, y levo en él toda la vida. El salario es decente y siento respeto por su familia. No quería causar problemas.
– ¿Hay algo más que quiera decirme?
– Sí, lo hay -asintió, diligente-. Cuando la americana dijo aquello de un detective que la seguía, de repente me acordé de un par de llamadas telefónicas que recibió su abuela desde una agencia. No soy de naturaleza curiosa y esas llamadas no me parecieron extrañas, pero tras la pelea las recordé. Y al día siguiente de la aparición de la americana encontré algo… interesante en la papelera de su abuela. -Su rostro se puso aún más colorado-. Espero que no crea…
Esbocé una sonrisa.
– No, claro que no creo que haya hecho nada malo, Gaspard. Simplemente estaba vaciando la papelera, ¿acaso no es así?
Su expresión de alivio fue tan evidente que casi me eché a reír.
– Lo he guardado durante todos estos años -susurró.
Me dio un trozo de papel arrugado.
– ¿Por qué guardó usted esto, Gaspard?
Se irguió en toda su estatura.
– Por el bien de su madre, porque siempre la veneré y porque deseaba ayudarle, monsieur Antoine.
– ¿Ayudarme?
Su voz permaneció en un tono bajo y sus ojos adquirieron una expresión solemne.
– Ayudarle a comprender lo que ocurrió el día de su muerte.
Extendí el papel con cuidado. Era una factura expedida a mi abuela por la agencia Viaris, Investigadores Privados, con domicilio social en la calle Amsterdam, en el distrito 9o. Y por una bonita suma, según pude ver.
– Su madre era una persona encantadora, monsieur Antoine.
– Gracias, Gaspard -le dije, y le estreché la mano. Fue un gesto algo torpe, pero él pareció ponerse contento.
Le vi marcharse, con la espalda torcida y las piernas flacas, hasta desaparecer en el ascensor de cristal. Conduje hacia casa lo más deprisa que pude.
Una rápida comprobación en Internet confirmó mis temores: ya no existía la agencia Viaris. Se había fusionado con un grupo más grande llamado Rubis Detective. Servicios de Investigación Profesional, Vigilancia, Seguimiento, Operaciones Encubiertas, Control de Actividades y de Solvencia. No tenía ni idea de que esa clase de negocios aún existieran en la actualidad. Y según parecía, éste era floreciente, si se tenía en cuenta el moderno y elegante sitio web con sus ingeniosas extensiones. Tenía las oficinas cerca de L'Opera National y descubrí un correo electrónico. Decidí escribirles para ponerles en antecedentes y explicarles mi solicitud: necesitaba los resultados de una investigación que mi abuela, Blanche Rey, había encargado en 1973. Incluí además el número de la factura consignado en el papel y les dejé mi número del móvil. «¿Podrían contestarme lo antes posible? Es urgente, gracias».
Quería llamar a Mélanie para contarle todo esto, y estuve a punto de hacerlo, pero era ya cerca de la una de la madrugada. Me quedé en la cama durante mucho rato, dando una y mil vueltas hasta quedarme dormido, todo el tiempo pensando en lo mismo: el cáncer de mi padre, el inminente funeral de mi abuela y aquella americana alta.
«¡Será mejor que me diga de una vez cómo ha muerto Clarisse!».
A la mañana siguiente, nada más llegar a la oficina busqué el número de Laurence Dardel. Era la hija del doctor Dardel, que calculé que tendría cincuenta y tantos años. Su padre era aquel médico amigo íntimo de la familia que firmó el certificado de defunción de mi madre y que, según nos había contado Gaspard, fue el primero en llegar a la avenida Henri-Martin aquel día fatal de febrero de 1974. Laurence también era doctora y había asumido la mayor parte de la clientela de su padre y de sus familias. No la había visto desde hacía años y tampoco teníamos un trato demasiado cercano. Cuando la llamé a su consulta, me dijeron que estaba atendiendo a los pacientes del hospital donde trabajaba. Parecía que lo único que cabía hacer era pedir una cita. Me comunicaron que la fecha siguiente en que podía verla era a la semana siguiente y les di las gracias y colgué.
Según recordaba, su padre vivía en la calle Spontini, no muy lejos de la calle Longchamp, donde había instalado su consulta. La de ella se hallaba en la avenida Mozart, pero estaba bastante convencido de que Laurence seguiría viviendo en el mismo apartamento de la calle Spontini, que había heredado de su padre. Recordaba haber acudido allí cuando era un niño, después de la muerte de mi madre, a tomar el té con Laurence y su marido, cuyos hijos eran mucho más pequeños que nosotros. No me acordaba mucho de ellos, del mismo modo que tampoco recordaba el nombre del marido de Laurence. Había mantenido su nombre de soltera por motivos de trabajo, por eso no había forma de que pudiera comprobar si aún vivía en la calle Spontini sin ir a comprobarlo por mí mismo.
Después de una mañana de ajetreo en el trabajo, llamé a mi padre a la hora del almuerzo. Fue Régine quien se puso al teléfono y me dijo que estaba con su hermana, organizando el funeral de Blanche, que tendría lugar en la iglesia de Saint-Pierre de Chaillot, tal y como yo esperaba. La informé de que llamaría de nuevo por la noche, lo más temprano posible. A última hora de la tarde tuve una reunión, una de las últimas, con Parimbert en su oficina. La instalación de la Cúpula Inteligente estaba a punto de iniciarse y había que resolver unos cuantos detalles finales.
Cuando llegué, comprobé alarmado que Rabagny, su insoportable yerno, también estaba allí. Me quedé aún más estupefacto cuando se puso en pie de un salto para darme la mano con una sonrisa que mostró un asqueroso trozo de goma de mascar antes de decirme que había hecho un trabajo fantástico con la Cúpula Inteligente. Nunca me había sonreído. Parimbert mostraba su habitual mueca petulante y casi se le podía oír ronronear. Rabagny estaba completamente empapado por la transpiración, y las gotas de sudor le recorrían un rostro que se acercaba al color morado; casi se había puesto a tartamudear, para mi asombro. Estaba convencido de que la Cúpula Inteligente y su estructura de paneles de luz cambiantes era un concepto revolucionario de la mayor trascendencia artística y psicológica, y quería explotarlo, con mi permiso. «Esto va a ser grande», resolló, y luego aseguró que recorrería el mundo, que ya lo tenía todo planeado. Lo había pensado muy bien y quería que yo firmara el contrato, por supuesto después de que mi abogado le diera el visto bueno. Había que ponerse en marcha lo antes posible y, si todo iba bien, pronto me habría convertido en un multimillonario, igual que él. No había mucho que yo pudiera decir antes de que se detuviera para coger aliento, lo cual hizo, por fin, resoplando y poniéndose morado del todo. Yo mantuve una actitud distante, me guardé el contrato en el bolsillo y le dije en tono helado que me lo pensaría. Cuanto más frío me mostraba yo, más imploraba él. Finalmente me dejó, después de un momento terrorífico en que se me echó encima como un cachorro tan entusiasta que llegué a temer incluso que fuera a besarme.
Parimbert y yo retomamos el trabajo. Él no estaba del todo convencido con las áreas de descanso, que le parecían demasiado cómodas y no muy apropiadas para el tremendo esfuerzo intelectual que tendría lugar dentro de la Cúpula. Prefería asientos duros y ascéticos donde uno se viera forzado a mantenerse erguido como en la clase de un profesor inflexible. Nada que sugiriera ni tentara a la indolencia.
No importaba lo bajo que hablara, Parimbert era un cliente exigente y dejé su oficina mucho más tarde de lo previsto y completamente reventado. Decidí conducir directamente a la calle Spontini. El tráfico no era muy denso a esa hora, pero me llevó casi veinte minutos llegar hasta allí. Aparqué el coche cerca de la avenida Victor Hugo y me senté en un café para esperar aún un poco más. Todavía no sabía nada de la agencia Rubis. Barajé la idea de telefonear a mi hermana y contarle lo que había planeado hacer, pero en el momento en que saqué el móvil para llamarla comenzó a sonar. Era Angele y mi corazón dio un brinco como siempre que ella me llamaba. Estaba a punto de contarle lo de mi visita a la casa de Laurence Dardel, pero en el último minuto cambié de idea. Quería guardarme eso para mí solo, esta búsqueda o lo que fuera, quizá una misión para encontrar la verdad. Hablamos de todo un poco y del próximo fin de semana que íbamos a pasar juntos.
Después llamé a mi padre, cuya voz sonaba débil y en nada se parecía a la suya. Como era habitual, nuestra conversación fue corta y poco cariñosa. Parecía como si mi padre y yo estuviéramos separados por una elevada y sólida muralla y no había ningún tipo de intercambio, ni ternura, ni afecto, y tampoco cercanía a pesar de que conversáramos. Y así había sido durante toda nuestra vida. ¿Por qué iba a cambiar de pronto? Yo no hubiera sabido siquiera por dónde empezar. ¿Debía preguntarle por el cáncer? ¿Decirle que ya lo sabía y que me preocupaba? Imposible. Él no me había programado para hacer eso y, como era también habitual cada vez que colgaba después de haber hablado con mi padre, la desesperanza se apoderó de mí.
Eran casi las ocho de la tarde, de modo que probablemente Laurence Dardel ya estaría en casa, en el número 50 de la calle Spontini. No tenía el código para acceder al edificio, así que tuve que esperar fuera, fumando, paseando de un lado para otro para mantenerme en calor hasta que salió un vecino. El listado en el exterior de la puerta del conserje me informó de que la familia Fourcade-Dardel vivía en el tercer piso. Estos dignos edificios de la época de Haussman con sus alfombras rojas tenían todos el mismo olor, pensé mientras subía, una mezcla de los sabrosos aromas que emergían de sus ollas, abrillantador de cera de abeja y fragancias de plantas de interior.
Me contestó al timbre un joven de unos veinte años que llevaba unos auriculares. Le expliqué quién era y le pregunté si su madre se encontraba allí. Laurence Dardel apareció antes de que pudiera contestarme. Me miró fijamente y dijo con una sonrisa:
– Eres Antoine, ¿no? El hijo de François.
Me presentó a su hijo Thomas, que se marchó sin quitarse los auriculares. Ella me acompañó al salón. No había cambiado mucho con el paso del tiempo y su rostro seguía siendo como lo recordaba: pequeño, anguloso y apuntado, con las pestañas de color arena y el pelo recogido en un pulcro moño. Me ofreció un vaso de vino y acepté.
– He leído lo de la muerte de tu abuela en Le Fígaro -me dijo-. Debéis de estar todos muy apenados. Por supuesto, asistiré al funeral.
– No me sentía muy próximo a ella, la verdad -comenté.
Laurence alzó una ceja.
– Oh, creía que Mélanie y tú la adorabais.
– No exactamente.
Se hizo un silencio. La habitación donde nos habíamos sentado era burguesa y convencional. No había nada fuera de lugar y ni una sola mancha en la alfombra de color gris pálido, ni se veía una mota de polvo. Muebles tradicionales, pinturas sin imaginación y una fila tras otra de libros de medicina en las baldas. Sin embargo aquel apartamento tenía posibilidades de convertirse en una joya, lo noté cuando mi ojo experto descubrió los torpes falsos techos, los paneles superfluos y las puertas pesadas. Olí un aroma persistente a cocina, así que me di cuenta de que era la hora de cenar.
– ¿Qué tal está tu padre? -preguntó Laurence en tono educado.
Era médica después de todo, no necesitaba disimular.
– Tiene cáncer.
– Sí -afirmó ella.
– Lo sabías, ¿no?
– Lo sé desde hace muy poco.
– ¿Desde cuándo?
Se puso una mano debajo de la barbilla y frunció los labios.
– Me lo dijo mi padre.
Sentí una ligera presión en el pecho.
– Pero tu padre murió a comienzos de los ochenta.
– Sí-asintió ella-. En 1982.
Tenía la misma constitución recia de su padre y las mismas manos toscas.
– ¿Quieres decir que mi padre ya estaba enfermo en 1982?
– Sí, así es, pero entonces se sometió a tratamiento y ha estado bien, según creo, hasta hace poco.
– ¿Tú eras su doctora?
– No, pero mi padre lo fue hasta su muerte.
– Parece muy cansado -comenté-. A veces, exhausto incluso.
– Eso se debe a la quimio -me explicó ella-. Te deja hecho polvo.
– ¿Y está funcionando?
Ella me miró con ecuanimidad.
– No lo sé, Antoine. No soy su médico.
– Entonces, ¿cómo has sabido que estaba enfermo de nuevo?
– Porque le vi hace poco y lo comprobé a simple vista.
Así que ella también lo había notado, como la doctora Besson.
– Mi padre no nos ha hablado de su enfermedad ni a Mélanie ni a mí. Su hermana está al corriente, sólo Dios sabe cómo, ya que apenas se dirigen la palabra entre ellos. Ni siquiera sé qué tipo de cáncer tiene. No sé nada, porque no nos ha dicho nada.
Ella asintió, pero no hizo ningún comentario. Se terminó el vaso de vino y lo puso sobre la mesa.
– ¿Para qué has venido, Antoine? ¿En qué puedo ayudarte?
Antes de que pudiera contestarle, se abrió la puerta principal y entró un hombre calvo y fornido, que reconocí vagamente como su marido. Laurence le dijo quién era yo.
– Antoine Rey, ¡ha pasado tanto tiempo! Cada vez te pareces más a tu padre.
Odiaba que la gente me dijera eso. Recordé su nombre en ese momento, Cyril. Abandonó la habitación después de un ratito de charla, en la cual expresó su pésame por la muerte de Blanche. Me di cuenta de que ella miraba disimuladamente su reloj.
– No te ocuparé mucho tiempo, Laurence. Y sí, necesito tu ayuda. -Hice una pausa, durante la cual me miró con expectación. Era una mirada vigorosa, competente, que le prestaba cierta rudeza, casi como la de un hombre-. Quiero ver el expediente médico de mi madre.
– ¿Puedo preguntar el motivo?
– Deseo comprobar unas cuantas cosas. Como su certificado de defunción, por ejemplo.
Entrecerró los ojos.
– ¿Para qué quieres verlo exactamente?
Me incliné hacia delante y le dije con un tono cargado de doble intención:
– Quiero saber con exactitud cómo y dónde murió mi madre.
Ella parecía desconcertada.
– ¿Es necesario?
Su actitud me crispó los nervios y se lo mostré abiertamente:
– ¿Hay algún problema?
Mi voz había adquirido un tono más agudo de lo que había previsto y ella dio un respingo, como si la hubiera pinchado.
– No hay ningún problema, Antoine, no hay necesidad de enfadarse.
– ¿Cuándo puedes darme el archivo?
– He de buscarlo. No estoy segura de dónde puede estar. Va a llevarme un buen rato.
– ¿Qué quieres decir?
Miró el reloj de nuevo.
– Los archivos de mi padre están todos aquí, pero no tengo tiempo para dártelo ahora mismo.
– ¿Y cuándo tendrás tiempo?
Una vez más mi voz había mostrado un tono desagradable que fui incapaz de evitar. La tensión entre nosotros se fue incrementando hasta convertirse en una hostilidad palpable, lo cual me sorprendió.
– Lo buscaré lo antes posible. Te llamaré cuando lo haya encontrado.
– Bien -repuse, y me levanté con rapidez.
Ella se puso también en pie y su cara afilada había enrojecido. Alzó la mirada.
– Recuerdo bien el día en que murió tu madre. Fue un momento terrible para tu familia. Yo tenía unos veinte años, acababa de conocer a Cyril y estudiaba Medicina. Recuerdo que mi padre me llamó para decirme que Clarisse Rey había muerto de un aneurisma, que ya estaba muerta cuando llegó a su lado y que no había nada que pudiera hacer.
– Necesito ver ese expediente -insistí con firmeza.
– Remover el pasado no hace bien a nadie. Tienes edad suficiente para saber eso.
No repliqué nada. Busqué en mi bolsillo hasta encontrar una tarjeta y se la di.
– Aquí tienes mi número. Por favor, llámame tan pronto como hayas localizado esos papeles.
Me marché lo más rápido que pude, sin decir adiós, con las mejillas ardiendo. Cerré la puerta a mi espalda y descendí la escalera en silencio. No esperé siquiera a estar fuera para encender un cigarrillo.
A pesar del resentimiento y del miedo a lo que no sabía ni entendía, cuando corría hacia el coche en la fría oscuridad me sentí cerca de mi madre, más cerca de lo que me había sentido hacía muchos años.
La agencia Rubis me telefoneó el día siguiente a última hora. Una eficiente y encantadora mujer que se llamaba Delphine me comentó que no había inconveniente alguno en facilitarme el archivo solicitado, ya que habían pasado treinta y pico años. Todo cuanto me pedía era que me pasara por la oficina a fin de poder comprobar mi documento de identidad y firmar un papel.
Me llevó un rato ir de Montparnasse hasta los aledaños de L'Opéra National, atrapado en un tráfico muy denso. Escuché la radio, respiré profundamente y no me dejé dominar por la ansiedad. No había dormido bien las últimas semanas, había pasado noches interminables haciéndome un sinfín de preguntas. Me sentía empequeñecido ante algo incomprensible. Seguía con la idea de telefonear a mi hermana para ponerla al corriente de mis descubrimientos, pero al final no me decidí. Primero quería conocer la historia al completo, tener todas las cartas en la mano. Tenía casi en la punta de los dedos el expediente de la agencia Rubis y también el informe médico del doctor Dardel referente a mi madre. Y cuando los tuviera me parecía que sabría qué hacer y cómo contárselo a Mélanie.
Delphine me tuvo esperando diez minutos largos en una coqueta sala de espera decorada en marfil y escarlata. ¿Era allí donde las esposas que sospechaban del adulterio de sus cónyuges esperaban expectantes, dominadas por la angustia? A esa hora tardía no había ninguna por allí. Al fin apareció Delphine, una femenina criatura vestida de color rojo rubí, con una cálida sonrisa en los labios. En aquellos momentos los detectives privados ya no tenían el mismo aspecto que Colombo.
Firmé un formulario, le mostré mi carné de identidad y ella me dio un sobre grande de color beis, sellado con un espeso grumo de cera. Se veía que no lo habían abierto en años. Tenía mecanografiado el apellido Rey en grandes letras negras. Me dijeron que dentro estaban los originales de lo que se le había enviado a mi abuela. Me entraron ganas de abrirlo nada más subir al coche, pero me forcé a esperar.
Una vez en casa, me hice un café, encendí un cigarrillo y me senté en la mesa de la cocina. Inspiré profundamente.
Ya era hora de abrir el sobre, o bien no abrirlo nunca y dejar lo que había pasado en el olvido. Paseé la mirada en torno a la habitación, por la tetera puesta a hervir, las migas dispersas sobre la encimera y un vaso de leche bebido a medias. El apartamento estaba tranquilo, Lucas seguro que estaba dormido y Margaux sentada frente al ordenador. Aun así, esperé, esperé durante un buen rato.
Después cogí un cuchillo y abrí el sobre. El sello cedió y se rompió en dos. Estaba decidido.
Los primeros objetos en aparecer fueron un par de recortes de prensa sujetos con un clip de las revistas Vogue y Jours de France. Eran mis padres asistiendo a cócteles, eventos sociales, carreras, en 1967,1969,1971 y 1972. Monsieur y madame François Rey. Madame vestía trajes de Dior, Jacques Fath, Schiaparelli. ¿Quién se los había prestado? No la recordaba llevándolos. ¡Qué aspecto tan divino tenía, tan exuberante, tan bonita!
Había más recortes sujetos con clips, en esta ocasión de Le Monde y Le Figaro. Mi padre y el juicio del caso Vallombreux, que le había hecho famoso al comienzo de los setenta. Encontré dos recortes más: el anuncio de mi nacimiento y el de Mélanie en el «Carnet de Jour» de Le Figaro. Y después encontré otro sobre grande de papel manila. Dentro había tres fotografías en blanco y negro y dos a color, con mucho grano, de mala calidad. Sin embargo no tuve dificultad en reconocer a mi madre con una mujer alta de pelo largo color platino que parecía mayor que ella. Las tres fotografías habían sido realizadas en las calles de París. Mi madre tenía el rostro alzado y sonreía a la mujer rubia. No se daban la mano pero estaban muy cerca la una de la otra.
Era otoño o invierno y ambas llevaban abrigo. Las dos fotos a color estaban tomadas en un restaurante o en el bar de un hotel y ambas estaban sentadas a una mesa. La mujer rubia fumaba, y llevaba puesta una blusa de color púrpura y una gargantilla de perlas. El rostro de mi madre era sombrío, con los ojos bajos y la boca apretada. En una de las fotos, la rubia acariciaba la mejilla de mi madre.
Dejé con cuidado las instantáneas en la mesa de la cocina. Me quedé mirándolas un buen rato, formando un mosaico de mi madre y aquella extraña. Sabía que ésta era la mujer que Mélanie había visto en la cama de nuestra madre, la americana que había mencionado Gaspard.
Dentro del sobre también había una carta mecanografiada de la agencia Viaris dirigida a mi abuela. Estaba fechada el 12 de enero de 1974. Un mes antes de la muerte de mi madre.
Estimada madame Rey:
Siguiendo sus instrucciones, y de acuerdo con nuestro contrato, le remitimos la información que nos requirió referente a Clarisse Rey, Elzyére de soltera, y la señorita June Ashby. Esta última, de nacionalidad americana, nacida en 1925 en Milwaukee, Wisconsin, posee una galería de arte en Nueva York, en la calle 57 Oeste. Acude mensualmente a París por motivos de negocios y pernocta en el hotel Regina, en la plaza Des Pyramides, en el distrito Io.
En las semanas que fueron de septiembre a diciembre de 1973, la señorita Ashby y madame Rey se encontraron todas las veces que la señorita Ashby vino a París, un total de cinco. En cada una de esas ocasiones, madame Rey acudió al hotel Regina por la tarde y se dirigió directamente a la habitación de la señorita Ashby, de la cual salió al cabo de un par de horas. En una ocasión, la cuarta semana de diciembre, madame Rey apareció después de la cena y no abandonó el hotel hasta el amanecer del día siguiente.
Le hemos adjuntado su factura.
Agencia Viaris, Investigadores Privados
Me quedé mirando con detenimiento las fotografías de June Ashby. Era una mujer sorprendente. Parecía tener los ojos oscuros, pero las fotografías no eran de buena calidad, así que no podía asegurarlo. Tenía los pómulos altos y los hombros anchos como una nadadora, aunque no parecía masculina. Había algo intensamente femenino en ella, en aquellos largos y esbeltos miembros, en la gargantilla que llevaba puesta y en sus pendientes oscilantes. Me pregunté qué sería lo que habría dicho en inglés el día que tuvo el enfrentamiento con Blanche, aquello que le había sonado tan horrible a Gaspard, y me pregunté también dónde estaría en ese momento y si recordaría a mi madre.
Sentí un movimiento a mi espalda y me di la vuelta con rapidez. Allí estaba Margaux, justo detrás de mí, con la bata puesta. Tenía el pelo apartado de la cara, y eso la hacía parecerse a Astrid.
– ¿Qué es todo esto, papá?
Mi primera reacción fue la de ocultar las fotos en una maniobra llena de culpabilidad, embutirlas de nuevo en el sobre e inventarme alguna historia respecto a estar organizando viejos documentos, pero no me moví.
Era ya demasiado tarde para mentir. Demasiado tarde para continuar en silencio. Demasiado tarde para aparentar que no sabía nada.
– Me las acaban de dar esta noche.
Ella asintió.
– La morena se parece mucho a la tía Mélanie… ¿No es tu madre?
– Sí, ésa es mi madre, y la señora rubia era… su amiga.
Margaux se sentó y examinó cada fotografía con interés.
– ¿De qué va todo esto?
No más mentiras ni silencios.
– Mi abuela hizo que las siguiera un detective privado.
Margaux se quedó mirándome fijamente.
– ¿Y por qué haría eso? -Entonces, de pronto, se dio cuenta. Tenía sólo catorce años, después de todo-. ¡Oh! -exclamó con lentitud, ruborizándose-. Eran amantes, ¿no?
– Sí, así es.
Se quedó callada un momento. Entonces preguntó:
– ¿Tu madre tenía un lío con esta señora?
– Cierto.
Margaux se rascó la cabeza pensativa y luego susurró:
– ¿Esto es una especie de gran secreto familiar del que nadie habla nunca?
– Eso creo.
Cogió una de las fotos en blanco y negro.
– Se parece tanto a Mélanie… Es sorprendente.
– Sí, mucho.
– ¿Quién es la otra señora, su amiga? ¿Te has encontrado alguna vez con ella?
– Es americana y todo esto sucedió hace mucho. Si alguna vez la vi, no lo recuerdo.
– ¿Qué vas a hacer con todo esto, papá?
– No lo sé -contesté, y era cierto.
Sin esperarlo, tuve una visión del paso del Gois recorrido por lenguas de agua marina. Quedaba poco para que sólo los postes indicaran la existencia de una carretera bajo la superficie. Me inundó un sentimiento de ansiedad.
– ¿Estás bien, papá?
Margaux me rozó el brazo con la mano. El gesto era tan raro procediendo de ella que me sorprendió tanto como me conmovió.
– Estoy bien, cielo. Gracias. Vete a la cama, anda.
Me dejó que le diera un beso y se marchó.
Sólo quedaba una cosa más en el sobre, una fina hoja de papel, arrugada y luego alisada. Llevaba el membrete del hotel Saint-Pierre y la fecha era el 19 de agosto de 1973. La emoción de ver la letra de mi madre me golpeó. Leí las primeras líneas con el corazón latiéndome con fuerza.
Acabas de salir de tu habitación y aprovecho la ocasión para deslizar esta nota por debajo de la puerta en vez de dejarla en nuestro escondrijo de costumbre. Rezo para que la recojas antes de coger tu tren de regreso a París.
Tenía las ideas un poco más claras, aunque el corazón aún me latía dolorosamente, como hacía un par de días en la habitación de Gaspard. Fui hacia el ordenador y tecleé «June Ashby» en Google. La primera entrada que aparecía era la galería que llevaba su nombre, en la calle 57 Oeste de Nueva York, especializada en arte moderno y contemporáneo femenino. Busqué otros datos sobre ella en la web, pero no vi ninguno.
Regresé a Google y seguí bajando por la página, hasta encontrar esto:
June Henrietta Ashby murió en mayo de 1989 de un fallo respiratorio en el hospital Monte Sinaí, en la ciudad de Nueva York, a los sesenta y cuatro años de edad. Su renombrada galería en la calle 57 Oeste, fundada en 1966, se concentra en arte europeo moderno femenino, el cual presentó a los amantes del arte americanos. Actualmente la dirige su socia, Donna W. Rogers. La señorita Ashby era una activista a favor de los derechos de los homosexuales, cofundadora del Club Social de Lesbianas de Nueva York y el grupo de defensa de sus derechos Hermanas de la Esperanza.
Sentí una penetrante tristeza cuando me enteré de que June Ashby había muerto. Me hubiera gustado conocer a esa mujer a la que mi madre había amado y a la que había conocido en Noirmoutier en el verano de 1972. La mujer que había amado en secreto durante casi un año. La mujer por la que estaba dispuesta a enfrentarse al mundo y con la que le habría gustado criarnos. Demasiado tarde. Diecinueve años tarde.
Imprimí la entrada y la adjunté al resto de los documentos que había encontrado en el sobre. Busqué «Donna W. Rogers» y «Hermanas de la Esperanza» en Google. Donna, a sus setenta años, era una mujer avejentada con un rostro astuto y el pelo muy corto de color cobrizo. El Club Social de Lesbianas tenía una web entretenida e interesante. Navegué por ella y me enteré de sus encuentros, conciertos, reuniones. Lecciones de cocina y yoga, seminarios de poesía, conferencias políticas. Envié el enlace por correo electrónico a Mathilde, una arquitecta con la que había trabajado hacía un par de años. Su novia, Miléna, tenía un bar de moda en el Barrio Latino al que iba a menudo. A pesar de lo tarde que era, Mathilde estaba sentada delante de su ordenador y me respondió el correo. Tenía curiosidad por averiguar el motivo por el cual le había enviado la dirección. Le expliqué que el Club Social había sido fundado, entre otras, por una mujer que había sido amante de mi madre. Entonces sonó mi móvil. Era Mathilde.
– ¡Hala! No sabía que tu madre «entendía» -me dijo.
– Yo tampoco -repuse yo.
Se produjo un silencio, pero no fue incómodo.
– ¿Cuándo lo descubriste?
– No hace mucho.
– ¿Qué tal te sientes?
– Extraño, por decir algo.
– ¿Y sabe ella que tú lo sabes? ¿Te lo ha dicho ella misma?
Suspiré.
– Mi madre murió en 1974, Mathilde, cuando yo tenía diez años.
– Oh, lo siento -replicó con rapidez-. Perdona.
– Olvídalo.
– ¿Tu padre sabe que ella era lesbiana?
– No lo sé. No sé qué sabe mi padre.
– ¿Quieres pasarte por el bar y nos tomamos una copa y charlamos?
Me sentí tentado de hacerlo. Disfrutaba de la compañía de Mathilde y el bar de su novia era un local nocturno entretenido, pero esa noche estaba demasiado cansado. Me hizo prometer que me pasaría pronto, y así lo hice.
Más tarde, ya en la cama, llamé a Angele. Escuché su contestador automático, pero no le dejé mensaje. Lo intenté con el número de su casa, aunque no tuve mejor suerte. Hice el esfuerzo de no permitir que eso me molestara, sin embargo no lo conseguí. Yo sabía que veía a otros hombres, aunque era discreta. No quería que siguiera haciéndolo, y decidí decírselo pronto, pero ¿qué me respondería ella? ¿Que no estábamos casados? ¿Que era alérgica a la fidelidad? Que ella vivía en Clisson y yo en París y ¿cómo nos íbamos a apañar con eso? Sí, ¿cómo? No había forma de que ella se mudara a París, odiaba la polución, el ruido, y yo no me veía a mí mismo enterrado en aquella pequeña ciudad provinciana. Ella incluso podría echarme en cara, porque casi seguro que lo había adivinado, que alguna vez me había acostado con Astrid en los últimos meses y no se lo había contado.
La eché mucho de menos aquella noche, allí solo en mi cama vacía, con tantas preguntas dándome vueltas en la cabeza. Echaba de menos su perspicacia, la rapidez con la que trabajaba su cerebro. Echaba de menos su cuerpo, el aroma de su piel. Cerré los ojos y rápidamente me corrí pensando en ella. Eso me alivió un poco, pero no me sentí mejor. De hecho me sentí más solo que nunca. Me levanté para fumarme un cigarrillo en la oscuridad silenciosa.
Los finos rasgos de June Ashby volvieron a mi mente. Podía verla llamando al timbre de los Rey, alta y formidable en su furia y su pena. Y a Blanche y a ella, cara a cara. El Nuevo Mundo contra la Vieja Europa personalizada en el distrito 16° de París.
«¡Será mejor que me diga de una vez cómo ha muerto Clarisse!».
Nunca había escuchado su voz y nunca lo haría ya, pero me parecía que podía oírla esa noche, una voz profunda y fuerte, con el acento americano distinguiéndose rudo y vigoroso a través del refinado francés. Podía escucharla pronunciar «Clarisse» al estilo americano, enfatizando la última sílaba y suavizando la «r».
«¡Será mejor que me diga de una vez cómo ha muerto Clarisse!».
Más tarde, cuando por fin me quedé dormido, me agobió en sueños la inquietante visión del agua del mar cerrándose irremediablemente sobre el Gois.
Ya estaba hecho. Blanche yacía en el panteón familiar de los Rey, en el cementerio del Trocadero. Junto a las tumbas, bajo un cielo sorprendentemente azul, permanecimos un pequeño grupo de familiares: mis hijos, Astrid, Mélanie, Solange, Régine y Joséphine, algunos amigos cercanos, unos criados fieles y mi frágil padre, apoyado en un bastón que jamás le había visto usar. Me di cuenta de cómo había avanzado su enfermedad. Su piel, enfermiza y amarillenta, tenía la consistencia de la cera. Había perdido casi todo el pelo, incluidas las pestañas y las cejas. Mélanie estaba a su lado, y constaté que no se apartaba de él, cogiéndole del brazo, ofreciéndole consuelo como una madre a un hijo. Sabía que mi hermana tenía un novio nuevo, Eric, un joven periodista a quien aún no conocía; sin embargo, a pesar de tener un hombre de nuevo en su vida, mi hermana parecía absolutamente concentrada en nuestro padre y su bienestar. Durante la ceremonia, en la fría y oscura iglesia, su mano no había abandonado el hombro de nuestro padre. No sabría decir con exactitud lo preocupada o conmovida que estaba. ¿Por qué yo no sentía lo mismo? ¿Por qué la vulnerabilidad de mi padre sólo me daba pena? Mientras permanecía allí de pie no pensaba en mi padre ni en mi abuela, sino en mi madre, cuyo cadáver yacía en la tumba abierta, unos cuantos metros por debajo de mí. ¿Había ido June Ashby alguna vez allí? ¿Había estado en el mismo lugar en que yo me encontraba, mirando hacia la lápida con el nombre inscrito de Clarisse? Y si lo había hecho, ¿no la habían invadido las mismas preguntas que ahora me atormentaban a mí?
Después del entierro, nos reunimos en la avenida Henri-Martin para celebrar una fiesta en honor de Blanche, a la que acudieron varios de los amigos de Solange, la misma multitud elegante y adinerada que estaba la noche que había muerto Blanche. Mi tía me pidió ayuda para llevar flores al salón grande, abierto de forma excepcional para la ocasión. Gaspard y un par de empleados habían puesto un apetitoso bufé y observé cómo Régine, con las mejillas cargadas de colorete, atacaba el champán. Joséphine no se dio cuenta porque estaba muy ocupada charlando con un rubicundo y empalagoso caballero. Mi padre, muy quieto, se había sentado en una esquina con Mel.
Me quedé a solas con mi tía en el office, ayudándola a meter en unos jarrones unas azucenas de olor dulce y enfermizo; nuevos ramos llegaban cada vez que sonaba el timbre de la puerta. Sin pensarlo, la abordé mientras estaba concentrada arreglando las flores.
– ¿Te acuerdas de una mujer llamada June Ashby? -le pregunté a quemarropa.
Controló la expresión del rostro con tanto cuidado que no movió ni un solo músculo.
– Muy vagamente -murmuró.
– Una americana rubia y alta que tenía una galería de arte en Nueva York.
– Están llamando al timbre.
Observé cómo se cernían sus manos sobre los pétalos blancos, sus dedos regordetes y enjoyados con las uñas lacadas en escarlata. Solange nunca había sido una mujer guapa. No debía de haber sido fácil para ella tener una cuñada con la presencia física de Clarisse.
– June Ashby veraneó un par de años en el hotel Saint-Pierre cuando estábamos en Noirmoutier.
– Ya veo.
– ¿Recuerdas si se hizo amiga de mi madre?
Finalmente me miró y no había nada cálido en aquellos ojos castaños.
– No, no lo recuerdo.
Entró un camarero con una bandeja de vasos, así que esperé hasta que se marchó.
– ¿Tienes algún recuerdo de ella y mi madre?
Me dirigió otra vez aquella mirada pétrea.
– No. No recuerdo nada referente a ella y tu madre.
Si estaba mintiendo, se trataba de una mentirosa consumada. Me miraba directamente a los ojos, con un control férreo, y todo su ser mostraba serenidad y tranquilidad. Me enviaba un mensaje muy claro: «No hagas más preguntas».
Se irguió cuanto pudo y se marchó con las azucenas. Yo también regresé al salón grande, que ya estaba atestado de desconocidos, a los que saludó con toda educación.
Laurence Dardel, que llevaba un traje negro que la hacía parecer mucho mayor, me entregó discretamente un sobre marrón. El expediente médico. Lo puse al lado de mi abrigo, pero me picaban los dedos de las ganas que tenía de abrirlo. Los ojos de Mélanie me siguieron desde lejos y sentí una punzada de culpa. Pronto, me dije a mí mismo, compartiría todo con ella, lo que sabía de June Ashby, la pelea con Blanche y el informe de los detectives.
Noté que Astrid también se quedaba mirándome, sin duda preguntándose por qué yo parecía tan nervioso. Estaba ocupada consolando a Margaux, que lo había pasado fatal durante el funeral porque le había traído recuerdos dolorosos de Pauline.
Amo acudió a mi lado. Había salido del internado de forma excepcional para asistir al funeral de su bisabuela. Tenía el pelo más corto y limpio y se había afeitado.
– Hola, papá.
Me dio unas palmaditas en la espalda y luego fue hacia la mesa en la que estaban las bebidas y los canapés a servirse un zumo de fruta. Nuestra relación había mejorado algo después de un largo periodo sin hablarnos más que lo mínimo. Tenía la impresión de que los horarios estrictos, el tonificante sentido de la higiene y el intenso programa de deportes obligatorios del internado le estaban haciendo bien, y Astrid pensaba lo mismo.
Arno regresó con el zumo y me susurró:
– Margaux me lo ha contado. Ya sabes, lo de las fotografías.
– ¿Lo de mi madre?
– Me lo ha explicado. Lo de la carta de la agencia y todo lo demás. Un rollo duro.
– ¿Y cómo lo ves tú?
Él sonrió.
– ¿Te refieres a lo de tener una abuela lesbiana?
No pude evitar sonreír yo también.
– Pues bastante molón cuando te lo piensas -repuso-, aunque no creo que al abuelo le pareciera tan guay.
– No, yo tampoco lo creo.
– Eso es algo muy chungo para el orgullo de un hombre, diría yo. Ya sabes, ¿qué tal te sentaría que tu mujer prefiriera a las chicas?
Esa observación me pareció tan madura como aguda para proceder de un chico de dieciséis años. ¿Cuál habría sido mi reacción si Astrid hubiera tenido un lío con una mujer? ¿No era eso un golpe fatal para un hombre, la forma más humillante de adulterio? Desde luego, creía que era la manera más eficaz de que un hombre se sintiera cualquier cosa menos viril, pero cuando pensé en Serge y sus nalgas peludas en la cámara de Astrid, concluí que no había nada que pudiera ser peor.
– ¿Qué tal te va con Serge? -le pregunté, después de asegurarme de que nos encontrábamos fuera del alcance de los oídos de Astrid.
Arno se tragó de un bocado un relámpago [4] de chocolate entero.
– Viaja un montón.
– ¿Y tu madre? ¿Cómo lo lleva?
Arno me miró fijamente, sin dejar de masticar.
– Ni flores. Pregúntale a ella. Nos está mirando en este momento.
Gaspard se apresuró a acercarse con el champán en cuanto alcé mi copa.
– ¿Cuándo volverás a ver a Angele? -preguntó Arno.
El champán estaba helado y espumoso.
– Dentro de un par de semanas. -Y estuve a punto de añadir: «No puedo esperar más».
– ¿Tiene hijos?
– No. Sólo tres sobrinos de vuestra edad, según creo.
– ¿Vas a ir a Nantes?
– Sí. A ella no le gusta mucho París.
– Qué pena.
– ¿Porqué?
Enrojeció.
– Es guay.
Me eché a reír y le revolví el pelo como cuando era niño.
– Llevas razón, es guay.
Los minutos pasaron lentamente. Arno charlaba sobre la escuela y sus nuevos amigos, y yo escuchaba y asentía. Después Astrid se acercó para hablar con nosotros. Al rato, Arno se marchó en busca de más comida y nos dejó a los dos frente a frente. Astrid parecía más feliz, pues Serge y ella habían comenzado de nuevo. Me dio alegría escuchar eso y se lo dije. Ella quería saber cosas de Angele, tenía curiosidad, porque había oído hablar a los chicos mucho de ella.
– ¿Por qué no la traes a cenar a Malakoff un día de éstos?
– Ya me gustaría -le contesté-, pero Angele no viene mucho a París, prefiere quedarse en Vendée. Aquello le encanta.
De pronto, a pesar de la agradable conversación que sostenía con mi mujer, la clase de conversación que no habíamos sido capaces de sostener desde hacía mucho tiempo, sentí la necesidad ineludible de echar una ojeada, justo en ese momento, al expediente médico de mi madre. Ya no podía esperar hasta llegar a casa.
Murmuré algo acerca de que tenía que ir al baño, recogí el sobre sin llamar la atención, lo deslicé debajo de mi chaqueta y salí disparado hacia el cuarto de baño grande que había siguiendo el largo pasillo. Una vez dentro, con la puerta cerrada, lo abrí con gestos febriles. Laurence Dardel me había escrito una nota.
Querido Antoine:
Te adjunto el informe médico completo de tu madre. Son fotocopias, como podrás comprobar, pero no he omitido nada. Tienes aquí todas las anotaciones de mi padre. No creo que pueda serte útil, pero tienes derecho a ver el archivo como hijo de Clarisse Rey. Si tienes alguna pregunta más, estoy dispuesta a atenderte.
Con mis mejores deseos,
LD
– ¡Maldita esnob! -me descubrí diciendo en voz alta-. Nunca me gustó.
El primer documento era un certificado de defunción. Lo volqué para sacarlo y luego lo acerqué a la luz para verlo mejor. Ciertamente nuestra madre había muerto en la avenida Henri-Martin y no en la Kléber. La causa de la muerte era aneurisma. Me vino a la cabeza una idea inesperada. «Espera, espera un minuto», mascullé para mis adentros. El 12 de febrero de 1974 regresé de la escuela por la tarde con la canguro y mi padre me dijo en cuanto llegué que Clarisse había muerto de repente y que su cuerpo estaba en el hospital… Yo no pregunté dónde había muerto, supuse que había sido en la avenida Kléber, por supuesto. Por eso no lo pregunté nunca, ni Mel tampoco.
Sabía que había sido así. A Mélanie y a mí no nos lo contaron porque no preguntamos, como éramos tan pequeños… Estábamos aturdidos. Recuerdo claramente que nuestro padre nos explico qué era un aneurisma y cómo ocurría, una vena que estalla en el cerebro, y que Clarisse había muerto muy rápidamente sin dolor, pero eso era todo lo que nos había contado sobre su muerte. Y si Gaspard no hubiera cometido ese lapsus línguae, habríamos continuado pensando que nuestra madre había muerto en la avenida Kléber.
Estaba pasando las páginas del archivo cuando alguien comenzó a forcejear con el pomo de la puerta y me sobresaltó.
– ¡Ya voy! -exclamé. Doblé las páginas y las escondí dentro de mi chaqueta a toda prisa. Tiré de la cisterna, abrí el grifo y me lavé las manos. Cuando abrí la puerta, mi hermana me estaba esperando con los puños apoyados en las caderas.
– ¿En qué andas metido? -me preguntó.
Paseó con rapidez los ojos por el cuarto de baño.
– Sólo estaba pensando en un par de cosas -repuse mientras fingía estar ocupado secándome las manos.
– ¿Me estás ocultando algo?
– Claro que no. Estoy averiguando algo, para los dos, estoy juntando todas las piezas.
Ella dio un paso adelante, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta con suavidad a su espalda. Una vez más me sorprendió cuánto se parecía a nuestra madre.
– Escúchame, Antoine: nuestro padre se está muriendo.
Me quedé mirándola fijamente.
– ¿Te lo ha dicho él? ¿Te ha hablado de su cáncer?
Mi hermana asintió.
– Sí, me lo ha dicho. Hace poco.
– No me lo habías contado.
– Tampoco me lo has preguntado.
Me quedé boquiabierto, atontado. Después tiré la toalla al suelo, y la ira me inundó.
– Es indignante. Soy su hijo, ¡por el amor de Dios!
– Sé cómo te debes de sentir, pero es incapaz de hablar contigo, no sabe cómo hacerlo. Y tampoco es que a ti eso se te dé muy bien.
Me apoyé contra la pared y crucé los brazos sobre el pecho. La cólera seguía hirviendo en mi interior. Esperé a que se explicara, echando chispas.
– No le queda mucho tiempo, Antoine. Tiene cáncer de estómago. He hablado con su médico y las noticias no son nada buenas.
– ¿Qué es lo que estás intentando decirme, Mélanie?
Se acercó al lavabo, abrió el grifo y se mojó las manos. Vestía un traje de lana gris oscuro, medias negras y zapatos de charol también negros con hebillas doradas. Llevaba el pelo con mechas plateadas recogido con un lazo de terciopelo negro. Se inclinó para coger la toalla y se secó las manos.
– Sé que estás en pie de guerra.
– ¿En pie de guerra? -repetí.
– Sé lo que estás haciendo. Sé que le has pedido a Laurence Dardel que te dé el expediente médico de nuestra madre. -La seriedad de su voz me dejó sin palabras-. Y también sé que Gaspard te dio un documento, según me ha dicho él. Y que sabes quién es la mujer rubia. He oído cómo interrogabas a Solange ahora mismo.
– Espera, Mélanie -la interrumpí, ruborizado de pura mortificación ante la idea de que ella pensara que le estaba ocultando detalles importantes-, tienes que entender que te lo iba a contar todo, yo…
Alzó una esbelta mano blanca.
– Quiero que me escuches.
– Vale -repuse, incómodo, sonriendo con inquietud-. Soy todo oídos.
Ella no me devolvió la sonrisa. Se inclinó hacia delante hasta poner sus ojos verdes a escasos centímetros de los míos.
– Sea lo que sea lo que averigües, no quiero saberlo.
– ¿Qué? -musité.
– Ya me has oído. No quiero saber nada.
– Pero ¿por qué? Creí que sí querías saber, ¿te acuerdas? El día del accidente recordaste algo y luego me dijiste que estabas preparada para enfrentarte al dolor del conocimiento.
Abrió la puerta sin responderme y me temí que se marchara sin decir ni una palabra más, pero en el último momento se volvió y cuando se encaró conmigo vi que sus ojos estaban tan llenos de tristeza que me dieron ganas de abrazarla.
– Pues he cambiado de idea. No estoy preparada. Y cuando lo averigües…, sea lo que sea…, no se lo digas a papá. No se lo digas jamás.
Se le quebró la voz, agachó la cabeza y salió disparada. Yo me quedé allí parado, incapaz de moverme. ¿Cómo podía ser que un hermano y una hermana fueran tan distintos? ¿Cómo podía preferir el silencio a la verdad? ¿Cómo podía ella seguir viviendo sin saber la verdad? ¿Por qué no quería conocerla? ¿Por qué protegía a nuestro padre de esa manera?
Mientras yo permanecía allí desconcertado, con el hombro apoyado en el marco de la puerta, mi hija apareció por el pasillo.
– Hola, papá -me saludó, y luego me vio la cara-. ¿Tienes un mal día?
Asentí.
– Yo también -repuso ella.
– ¡Pues vaya dos!
Y para mi asombro, me abrazó con fuerza. Yo le devolví el abrazo y la besé en la coronilla.
No se me ocurrió la idea hasta más tarde, mucho más tarde, cuando ya había vuelto a casa.
Tenía la nota de mi madre destinada a June Ashby en las manos y la estaba leyendo por enésima vez. Entonces eché una ojeada al artículo que había impreso sobre la muerte de June Ashby. Allí figuraba el nombre de su asociada: Donna W. Rogers. Ya sabía lo que quería hacer, lo tenía clarísimo. Encontré su número de teléfono en el sitio web de la galería de arte y miré el reloj.
Eran las cinco de la tarde en la ciudad de Nueva York. «Adelante -me decía esa voz interior-, tú hazlo nada más. No tienes nada que perder. Quizá ni siquiera esté allí, o tal vez no recuerde nada sobre tu madre, o incluso puede que no quiera atender tu llamada, pero hazlo de todos modos».
Después de sonar el teléfono un par de veces, una jovial voz masculina me dijo:
– Galería de June Ashby. ¿En qué puedo ayudarle?
Tenía mi inglés algo oxidado, pues no lo había hablado desde hacía meses. Con una voz algo vacilante, pedí hablar con madame Donna Rogers.
– ¿Puedo preguntarle quién la llama? -inquirió la amigable voz.
– Antoine Rey, llamo desde París, Francia.
– ¿Y le puedo preguntar para qué desea hablar con ella?
– Por favor, dígale que es… un tema muy personal.
Me salió un acento francés tan acentuado que me moría de vergüenza. Me pidió que esperara.
Después escuché el firme tono de una mujer y supuse que sería ella, Donna Rogers. Me sentí incapaz de articular ni una palabra durante un par de segundos y después solté de corrido:
– Sí, hola… Me llamo Antoine Rey. La llamo desde París.
– Ya lo veo -comentó ella-. ¿Es usted uno de mis clientes?
– Oh, no -repliqué con torpeza-. No soy cliente suyo, madame. La llamo por otro asunto. La llamo por…, por mi madre…
– ¿Su madre? -se extrañó ella y después añadió con voz cortés-: Perdóneme, ¿cómo me dijo que se apellidaba?
– Rey, Antoine Rey.
Se produjo un silencio.
– Rey. ¿Y el nombre de su madre…?
– Clarisse Rey.
Se hizo un nuevo silencio al otro lado de la línea, tan largo que temí que se hubiera cortado.
– ¿Hola? -dije a modo de tanteo.
– Sí. Todavía estoy aquí. Usted es el hijo de Clarisse.
Era una afirmación, no una pregunta.
– Sí, lo soy.
– ¿Puede usted esperar un momento, por favor?
– Claro.
Escuché un par de palabras susurradas y algo que sonó como papeles arrastrados y arrugados. Y después otra vez la voz del hombre:
– Espere un momento, señor. Le paso a la oficina de Donna.
Finalmente, se volvió a poner al teléfono:
– Antoine Rey…
– ¿Sí?
– Debe usted de andar por los cuarenta, supongo.
– Cuarenta y cuatro.
– Entiendo.
– ¿Conoció usted a mi madre, madame?
– Jamás me encontré con ella. -Me quedé un poco intrigado por su respuesta, pero mi inglés estaba tan acartonado que no pude reaccionar con rapidez. Entonces ella explicó-: Bueno, mire usted, June me lo contó todo sobre su madre.
– ¿Qué fue lo que le contó sobre mi madre? ¿Podría decírmelo?
Se oyó un largo suspiro, y después ella respondió en voz baja, tan baja que tuve que aguzar el oído para oír sus palabras:
– Clarisse fue el gran amor de su vida.
Desde mi asiento veía pasar el campo, un borrón apagado de color marrón y gris. El tren iba demasiado rápido para que las gotas de lluvia se quedaran adheridas a los cristales de las ventanillas, pero yo sabía que estaba lloviendo, pues llevaba así toda la semana. Era un tiempo de invierno extremo, que lo dejaba todo chorreando. Echaba de menos la luminosidad mediterránea, donde todo era azul y blanco, el calor abrasador… ¡Oh, qué no habría dado por estar en algún sitio de Italia, en la costa de Amalfi, donde Astrid y yo habíamos ido hacía algunos años, donde el aroma pulverulento y seco de los pinos se mecía sobre las cuevas rocosas y la brisa salobre besada por el sol me daba con fuerza en la cara.
Era viernes por la tarde, de modo que el TGV a Nantes iba hasta los topes. El mío era un vagón muy intelectual, donde la gente leía libros o revistas, trabajaba en sus portátiles o escuchaba música por los auriculares. Enfrente de mí una joven escribía con gran aplicación en su cuaderno negro Moleskine. No pude evitar mirarla, era muy atractiva. Tenía un rostro perfectamente ovalado, un exuberante cabello castaño y la boca como una fruta. Tenía también unas manos exquisitas de dedos largos y afilados y muñecas delgadas. No levantó el rostro hacia mí ni una sola vez. Sólo pude atisbar el color de sus ojos cuando echaba una ojeada de vez en cuando por la ventanilla. Eran de color azul amalfitano. A su lado iba un tipo gordito vestido de negro enfrascado en su BlackBerry. Y junto a mí viajaba una señora de unos setenta años que leía poesía en un libro pequeño. El hirsuto pelo gris, la nariz aquilina, los dientes sobresalientes y aquellas manos y pies tan enormes le conferían un aire muy británico.
El viaje de París a Nantes apenas duraba dos horas, pero yo contaba los minutos, que parecían arrastrarse a paso de caracol. No había visto a Angele desde que vino a mi cumpleaños en enero y las ganas que tenía de encontrarme con ella me parecían infinitas. La señora que iba a mi lado se levantó y regresó del bar con una taza de té y unas galletitas saladas. Me dedicó una amable sonrisa y yo se la devolví. La chica guapa seguía escribiendo y el hombre finalmente apagó la BlackBerry, bostezó y se frotó la frente con un ademán de cansancio.
Pensé en la semana anterior y en la imprevista advertencia de Mélanie en el funeral de Blanche: «Sea lo que sea lo que averigües, no quiero saberlo». La hostilidad de Solange cuando mencioné el nombre de June Ashby: «No recuerdo nada referente a ella y tu madre». Y la emoción en la voz de Donna Rogers: «Clarisse fue el gran amor de su vida». Ese mismo día Donna me había pedido por teléfono mi dirección en París para enviarme un par de cosas que June tenía y que quizá me gustaría conservar a mí.
Recibí un paquete al cabo de pocas semanas. Contenía un atado de cartas, algunas fotografías y una película corta en formato Súper 8, además de una carta de Donna Rogers.
Querido Antoine:
June guardó todas estas cosas como algo precioso hasta su muerte. Estoy segura de que ella será feliz pensando que ahora están en su poder. No sé qué es lo que hay en la película, y ella nunca me lo reveló, pero estoy segura de que preferirá descubrirlo usted mismo.
Con mis mejores deseos,
Donna W. Rogers
Cuando abrí las cartas, me temblaron ligeramente los dedos y al comenzar a leer la primera pensé una y otra vez en Mélanie, porque hubiera deseado que ella estuviera allí conmigo, sentada a mi lado en la intimidad de mi dormitorio, compartiendo aquellos testimonios preciosos de la vida de nuestra madre. Leí el encabezado: 28 de julio de 1973, Noirmoutier, hotel Saint-Pierre.
Anoche te esperé en el malecón, pero no viniste. Refrescó y me fui al cabo de un rato; pensé que quizá esta vez te habría resultado difícil escabullirte. Les dije que necesitaba dar un paseo corto por la playa después de cenar y aún me pregunto si me creyeron. Ella me miró como si sospechara algo, aunque yo estoy segura, completamente segura, de que nadie sabe nada. Nadie.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y sentí que no podía soportar seguir leyendo. No importaba, porque podría leerlas más tarde, cuando me sintiera más fuerte. Las doblé de nuevo y las guardé. Las fotografías eran retratos en blanco y negro de June Ashby tomados en un estudio profesional. Estaba muy guapa, con aquel aspecto de fortaleza y aquellos rasgos deslumbrantes y los ojos escrutadores. En el reverso de las fotos mi madre había escrito con su letra redonda e infantil: «Mi dulce amor».
Había otras fotos, algunas en color de mi madre con un traje azul y verde que nunca le había visto puesto, de pie frente a un espejo de cuerpo entero, en una habitación que no reconocí. Les sonreía al espejo y al fotógrafo, que supuse que sería June. En la siguiente, mi madre estaba en la misma pose, pero totalmente desnuda. El vestido yacía a sus pies en una pila de color verde y azul. Sentí que me ruborizaba y aparté con rapidez los ojos del cuerpo de mi madre, que no había visto desnudo jamás. Me sentía como un mirón cualquiera. No quería mirar el resto de las fotografías, que mostraban la aventura de mi madre expuesta en toda su desnudez. ¿Habría habido alguna diferencia si June Ashby hubiera sido un hombre? Me obligué a pensar seriamente sobre el asunto. No, no lo creo. Al menos no para mí. ¿Aquello era más difícil de digerir para Mélanie por el hecho de tratarse de un amor lésbico? ¿Lo había hecho eso peor para mi padre? ¿Cuál era el motivo de que Mélanie no quisiera saber nada? Después de todo, me sentía aliviado de que mi hermana no estuviera allí conmigo y no tuviera que ver las fotos. Después cogí la cinta de Súper 8. ¿Realmente quería saber qué había en ella? ¿Y si mostraba intimidades que me resultaran insoportables? ¿Y si luego lamentaba haberla visto? La única manera de averiguarlo era convertirla a DVD. Me fue fácil encontrar un lugar donde lo hicieran en Internet. Si enviaba la película a primera hora de la mañana, la recibiría en un par de días.
En ese momento llevaba el DVD en la mochila. Lo había cogido justo antes de tomar el tren y todavía no había tenido tiempo de verlo. «Cinco minutos», rezaba la etiqueta pegada en la cubierta. Lo saqué de la mochila y lo manoseé con nerviosismo. ¿Cinco minutos de qué? La expresión de mi rostro mostraba tanta alteración que percibí que la chica me miraba. Tenía unos ojos inquisitivos, pero no desagradables. Luego apartó la mirada.
La luz del día fue desapareciendo conforme el tren avanzaba velozmente, balanceándose un poco cuando alcanzaba su velocidad máxima. Nos quedaba aún una hora para llegar. Pensaba en Angele, que me esperaba en la estación de Nantes, y después en el camino que nos aguardaba bajo la lluvia en la Harley hasta Clisson, a unos treinta minutos. Confiaba en que para entonces hubiera amainado la lluvia, pero a ella nunca parecía molestarle, llevaba siempre la ropa adecuada.
Saqué el expediente médico de mi madre de la mochila. Lo había leído con detenimiento, pero no había averiguado nada nuevo en él. Clarisse había comenzado a ver al doctor nada más casarse. Tenía frecuentes resfriados y migrañas; medía un metro cincuenta y ocho -era más baja que Mélanie- y pesaba 48 kilos. Una mujer menudita. Tenía todas las vacunas en orden y sus embarazos habían sido supervisados por el obstetra doctor Giraud en la clínica Belvedere, donde habíamos nacido Mélanie y yo.
De repente, se escuchó un golpe fuerte y el tren cabeceó con violencia, como si las ruedas hubieran tropezado con unas ramas o el tronco de un árbol. Algunas personas gritaron aterrorizadas. El expediente de mi madre se cayó al suelo y la taza de té de la señora inglesa se derramó en la mesa.
– ¡Menudo desastre! -exclamó, e intentó recoger el estropicio con una servilleta.
El tren aminoró la marcha y se detuvo con un frenazo. Todos esperamos en silencio, mirándonos unos a otros. La lluvia comenzó a aporrear los cristales de las ventanillas. Algunos se incorporaban para intentar ver algo en el exterior, y se alzaron murmullos de pánico en zonas distintas del tren. No ocurrió nada durante un buen rato. Un niño se echó a llorar y después se oyó una voz cauta que sonaba por los altavoces:
– Señoras y señores viajeros, nuestro tren se ha visto bloqueado por una dificultad técnica. Les informaremos en breve. Les rogamos que nos disculpen por el retraso.
El hombre corpulento que tenía enfrente exhaló un suspiro desesperado y volvió a coger su BlackBerry. Yo le escribí un mensaje de texto a Angele y le conté lo sucedido. Ella me devolvió otro de forma casi instantánea y sus palabras me dejaron helado.
Siento tener que decirte esto, pero no es una dificultad técnica, sino un suicidio.
La señora inglesa se llevó un susto cuando me levanté para dirigirme hacia la cabecera del tren. Nuestro coche estaba situado casi al principio, al lado de la locomotora. Los pasajeros de los vagones adyacentes estaban impacientes. Muchos de ellos hablaban por el móvil y el nivel de ruido se fue incrementando de forma considerable. Dos revisores aparecieron con sus uniformes oscuros y unos rostros evidentemente taciturnos.
Comprendí con todo el dolor de mi corazón que Angele llevaba razón.
– Perdonen… -les dije, arrinconándolos en el pequeño espacio entre dos vagones, al lado de los servicios-. ¿Pueden decirme qué está pasando?
– Problemas técnicos -masculló uno de ellos, secándose la frente húmeda con una mano temblorosa. Era joven y tenía el rostro espantosamente pálido.
El otro hombre era mayor y se le notaba mucho más experimentado.
– ¿Ha sido un suicidio? -pregunté.
El de más edad asintió apenado.
– Así es. Estaremos aquí un buen rato, y a mucha gente no le va a hacer gracia.
El más joven se apoyó sobre la puerta del baño con el rostro aún más pálido. Me compadecí de él.
– Es su primera vez -suspiró el veterano, que se quitó la gorra y se pasó los dedos entre el cabello que ya raleaba.
– La persona… ¿ha muerto? -logré preguntar.
El revisor de más edad me miró con socarronería.
– Bueno, eso es lo que suele suceder con los trenes de alta velocidad cuando van tan deprisa -gruñó.
– Era una mujer -susurró el joven con la voz tan baja que apenas le podía oír-. El conductor ha dicho que estaba arrodillada en las vías, de cara al tren, con las manos unidas como si estuviera rezando. No ha podido hacer nada, nada.
– Vamos, chico, contrólate -le instó el hombre mayor con firmeza mientras le daba unas palmaditas en el brazo-. Debemos anunciar a los setecientos pasajeros de este tren que vamos a tirarnos aquí un par de horitas.
– ¿Por qué tanto tiempo? -quise saber.
– Hay que recoger los restos del cuerpo uno por uno -comentó el inspector más viejo con sequedad-, y suelen estar diseminados por las vías a lo largo de varios kilómetros. Así que, por el aspecto que tenía la cosa, con la lluvia y todo, tenemos para rato.
El más joven se dio la vuelta como si fuera a vomitar. Di las gracias al hombre mayor y regresé a mi sitio. Encontré una botella pequeña de agua en la mochila y me la bebí de un trago, pero aun así tenía la boca seca. Le envié otro mensaje a Angele:
Tenías razón.
Me contestó:
Son los peores suicidios, los más desastrosos. Pobre de quien fuera.
– Debido a un suicidio en la vía, el tren experimentará un retraso considerable -anunciaron al fin por los altavoces.
La gente a mi alrededor comenzó a lamentarse y suspirar. La señora inglesa sofocó un sollozo y el gordo dio un golpe con el puño en la mesa. La chica guapa tenía puestos los auriculares y no había podido escuchar la noticia, así que se los quitó.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
– Alguien se ha suicidado y ahora estamos aquí atascados en mitad de la nada -se quejó el hombre de negro-. ¡Y yo tengo una reunión dentro de una hora!
Ella se quedó mirándole con sus ojos de un perfecto color azul zafiro.
– Perdone, pero ¿acaba de decir que alguien se ha suicidado?
– Sí, eso es lo que he dicho -replicó, arrastrando las palabras y enarbolando su BlackBerry.
– ¿Y se está usted quejando por llegar tarde? -siseó ella con la voz más fría que había oído en mi vida.
Él le devolvió la mirada.
– Tengo una reunión muy importante -masculló.
Ella le miró con una expresión mordaz. Después se levantó y se marchó al bar, pero antes se volvió y le dijo en voz tan alta que la escuchó todo el vagón:
– ¡Gilipollas!
La señora inglesa y yo compartimos un chardonnay para animarnos un poco. Era de noche y había dejado de llover. Unos grandes proyectores iluminaban las vías y acompañaban a un truculento espectáculo de policías, ambulancias y bomberos. Aún podía escuchar el golpazo del tren contra el cuerpo de aquella desdichada. ¿Quién era? ¿Cuántos años tenía? ¿Qué clase de desesperación la había llevado allí esa noche a esperar bajo la lluvia arrodillada sobre las vías con las manos unidas?
– Parece increíble, pero voy camino de un funeral -comentó la señora inglesa, cuyo nombre era Cynthia. Soltó una risita seca.
– ¡Qué triste! -exclamé.
– Era una vieja amiga mía, Gladys. Se celebra mañana por la mañana. Tenía toda clase de problemas de salud espeluznantes, pero los afrontaba con un coraje increíble. La admiraba mucho.
Su francés era excelente, con sólo una pizca de acento inglés. Cuando se lo comenté, sonrió de nuevo.
– He vivido en Francia toda mi vida, pues me casé con un francés -me explicó al tiempo que me guiñaba un ojo.
La chica guapa volvió del vagón cafetería y se sentó cerca de nosotros. Hablaba por el móvil, moviendo las manos de un lado para otro. Parecía agitada.
– Estaba buscando precisamente un poema para leerlo en el funeral de Gladys -continuó Cynthia- cuando chocamos con esa pobre mujer que decidió acabar con su vida.
– ¿Y lo ha encontrado? -le pregunté.
– Sí, así es. ¿Ha oído hablar alguna vez de Christina Gabriel Rossetti?
Hice una mueca.
– Me temo que no entiendo mucho de poesía.
– Yo tampoco, pero quería escoger algo que no fuera morboso ni triste y creo que al final lo he hallado. Christina Rossetti es una poetisa victoriana totalmente desconocida en Francia, según creo, y es una pena, porque en mi opinión tenía un gran talento* Su hermano Dante Gabriel Rossetti le robó toda la atención y se quedó con toda la fama. Tal vez haya visto alguno de sus cuadros. Estilo prerrafaelita. Era bastante bueno.
– Tampoco entiendo mucho de pintura.
– Oh, vamos, seguro que ha visto algo suyo, esas lúgubres señoras sensuales con flotantes cabellos de color caoba, labios llenos y largos vestidos.
– A lo mejor. -Me encogí de hombros, sonriendo ante la forma en que sus manos expresivas sugerían la presencia de grandes pechos-. ¿Y qué tal es el poema de su hermana? ¿Podría leérmelo?
– Vale, y podríamos pensar un poco en la persona que acaba de morir. ¿Por qué no?
– Era una mujer. Me lo han dicho los revisores.
– Entonces leeremos el poema en su memoria. Que Dios la acoja en su seno.
Cynthia sacó el libro de poesía del bolso, se puso las gafas -que hacían que sus ojos parecieran tan grandes como los de un búho- y comenzó a leer en voz alta, con entonación teatral. Todos los viajeros del vagón se volvieron para mirarla.
Cuando muera, querido mío,
no entones canciones tristes por mí,
no plantes rosas sobre mi cabeza
ni siquiera un umbroso ciprés.
Sé como la hierba verde que me cubra
húmeda por la lluvia y el rocío.
Y si quieres, recuérdame,
o si lo prefieres, olvídame.
Continuó leyendo, elevando la voz sobre el repentino silencio, y sobre los ruidos crispantes y chirriantes de lo que fuera que estuvieran haciendo allí fuera, y en lo que no quería pensar. Era un poema conmovedor, hermoso en su sencillez, y de alguna manera me devolvió la esperanza. Cuando terminó de leer, algunas personas murmuraron su agradecimiento y el rostro de la chica bonita estaba lleno de lágrimas.
– Gracias -le dije.
Cynthia asintió.
– Me alegro de que le haya gustado. Creo que era apropiado.
La chica se nos acercó con timidez. Le solicitó a Cynthia la referencia del poema y la anotó en su cuaderno. Le pedí que se uniera a nosotros y ella se sentó, agradecida. Nos dijo que esperaba que no la consideráramos grosera por lo que le había dicho al hombre vestido de negro un poco antes.
Cynthia hizo un ademán de burla.
– ¿Grosera? Querida, creo que has estado estupenda.
La chica sonrió con modestia. Era realmente guapa. Tenía una figura excepcional, con pechos erguidos apenas visibles bajo un jersey largo y suelto, caderas fluidas y piernas largas y unas nalgas redondas debajo de los ajustados Levis.
– Ya se lo imaginarán, no puedo evitar pensar en lo que ha pasado -murmuró-. Casi me siento responsable, como si yo misma hubiera matado a esa pobre persona.
– Eso no es lo que ha sucedido -comenté.
– Quizá, pero no lo puedo evitar. Todavía siento el golpe. -Se estremeció-. Y tampoco puedo evitar pensar en el conductor del tren… ¿Se lo imaginan ustedes? Aunque supongo que es imposible frenar a tiempo en estos trenes de alta velocidad. Y la familia de esa persona… Les he oído decir que es una mujer… Me pregunto si ya se lo habrán dicho. ¿La habrán identificado ya? Quizá no lo sepan aún. Quizá sus seres queridos no tengan ni idea de que su madre, hermana, hija, esposa o lo que sea ha muerto. No puedo soportarlo. -Comenzó a llorar de nuevo, muy suavemente-. Quiero salir ya de este tren horrible, ojalá que esto no hubiera ocurrido jamás. ¡Me gustaría que esa persona estuviera viva!
Cynthia la cogió de la mano. Yo no me atreví, porque no quería que esa criatura encantadora pensara que pretendía aprovechar la ocasión.
– Todos nos sentimos como tú -le dijo Cynthia con dulzura-. Lo que ha sucedido esta noche es espantoso. Horrible. ¿Cómo es posible que haya gente a la que no le afecte?
– Ese hombre…, ese hombre que no hacía más que decir que iba a llegar tarde -sollozó-, y también había otros, les he oído.
Yo estaba obsesionado por ese golpe, pero no se lo dije porque su sorprendente belleza tenía más fuerza que el odioso poder de la muerte. Esa noche me abrumaba la muerte. Jamás en mi vida la muerte había extendido sus alas a mi alrededor como el zumbido persistente de un mosquito. El cementerio al que daba mi apartamento. El funeral de Pauline. Los restos de animales sacrificados a lo largo de la carretera en el viaje de vuelta. El abrigo rojo de mi madre en el suelo del salón pequeño. Blanche. Las femeninas manos de Angele manejando cadáveres. Aquella mujer sin rostro, desesperada, aguardando al tren bajo la lluvia.
Y yo estaba contento, tan contento, incluso aliviado, por ser un hombre, sólo un hombre, que, ante la faz de la muerte, se sentía más inclinado a alargar la mano y manosear los bellos pechos de una extraña que a romper a llorar.
El dormitorio de Angele tenía un aspecto exótico del que jamás iba a cansarme. El techo de color oro azafranado y las cálidas paredes de color rojo canela suponían un contraste muy interesante con respecto a la morgue donde trabajaba. La puerta, los marcos de las ventanas y el zócalo en azul oscuro. Unos saris de seda bordada amarillos y naranjas colgaban de las ventanas. Las pequeñas linternas marroquíes arrojaban una temblorosa luz, como la de las velas, sobre la cama, cubierta con sábanas de lino beis. Esa noche había esparcido pétalos de rosa sobre las almohadas.
– ¿Y qué pasa contigo, Antoine Rey? -me aguijoneó ella, intentando desabrochar torpemente mi cinturón (y yo el suyo) -. Lo que pasa es que debajo de ese romántico y encantador exterior, esos vaqueros limpios, esas camisas blancas recién planchadas y esos jerséis Shetland verde militar, no eres más que una fiera sexual.
– ¿No lo somos todos los hombres? -pregunté, intentando soltar las hebillas de sus botas de motera negras.
– Muchos hombres lo son, pero algunos más que otros.
– Había una chica en el tren…
– ¿Hum? -repuso ella, desabotonando la camisa.
Las botas cayeron por fin al suelo con un golpe sordo.
– Sorprendentemente atractiva.
Ella sonrió abiertamente mientras se desprendía de sus vaqueros negros.
– No soy celosa, ya lo sabes.
– Ya, sí, lo sé, pero gracias a ella he logrado soportar esas atroces tres horas en el tren mientras recogían de entre las ruedas los restos de esa pobre señora.
– ¿Y puedo preguntar cómo pudo ayudarte a soportar esas tres horas la chica sorprendentemente atractiva?
– Leyendo poesía victoriana.
– Estoy segura de ello.
Se echó a reír, con esa risa sexy y algo ronca que me gustaba tanto, y la agarré, la apreté contra mi cuerpo y la besé con avidez. La follé como si no hubiera un mañana. Y los fragantes pétalos de rosa se mezclaron con su pelo y me entraron en la boca con su sabor un poco amargo. Me sentí como si no tuviera nunca suficiente de ella, como si ésa fuera nuestra última vez. Me puse frenético de pura lujuria y ansiaba decirle cuánto la amaba, pero las palabras no salieron de mi boca, sólo gestos, gruñidos y gemidos.
– ¿Sabes? Deberías pasar más tiempo encerrado en un tren -murmuró soñolienta cuando yacíamos sobre las arrugadas sábanas de lino, exhaustos.
– Y yo lo siento por todos esos muertos a los que arreglas. No tienen ni idea de lo buena que eres en la cama.
Luego nos duchamos y nos tomamos un tardío tentempié de queso, pan de Poilane y unos cuantos vasos de burdeos, más un par de cigarrillos. Después, más tarde, mucho más tarde, una vez que nos instalamos en el salón, con Angele confortablemente tumbada en el sofá, finalmente me preguntó:
– Cuéntamelo, cuéntame lo de June y Clarisse.
Saqué el expediente médico, las fotografías, las cartas, el informe del detective y el DVD de mi mochila. Ella me observó con el vaso en la mano.
– No sé por dónde empezar -le expliqué, despacio, confuso.
– Imagínate que estás contando una historia. Imagínate que no sé nada, nada en absoluto, que nunca me he encontrado contigo y me lo tienes que contar todo, con mucho cuidado, con todos los detalles correctos. Empieza como si fuera un cuento. «Erase una vez…».
Alargué la mano y cogí uno de sus cigarrillos Marlboro. No lo encendí, simplemente lo sostuve entre los dedos. Me quedé allí quieto, frente a la chimenea, con su luz moribunda y las brasas relumbrando rojas en la oscuridad. También me gustaba esa habitación, por su tamaño, las vigas y las paredes forradas de libros, la antigua mesa cuadrada de madera y el tranquilo jardín que se extendía más allá, aunque en ese momento no lo viera, pues los postigos estaban cerrados por la noche.
– Erase una vez, en el verano de 1972, una mujer casada que se fue de veraneo a la isla de Noirmoutier con sus suegros y sus dos hijos. Iba a pasar unas vacaciones de dos semanas, y su marido se reuniría con ellos los fines de semana, si no estaba demasiado ocupado. Ella se llamaba Clarisse, era encantadora y dulce, para nada una sofisticada parisina…
Hice una pausa. Me parecía muy raro hablar de mi madre con mis propias palabras.
– Continúa -me apremió Angele-. Vas muy bien.
– Clarisse procedía de las Cévennes y sus padres eran gente sencilla de campo, pero ella había emparentado con una rica y acaudalada familia parisina. Su marido era un joven abogado inconformista, François Rey, muy conocido por el caso Vallombreux a comienzos de los setenta. -Mi voz se desvaneció. Angele tenía razón, aquello era una historia, la historia de mi madre. Y jamás se la había contado a nadie. Seguí adelante después de hacer una pausa-. En el hotel Saint-Pierre, Clarisse conoce a una americana llamada June, mayor que ella. ¿Cómo se conocieron? Quizá tomaron una copa juntas un atardecer. O quizá en la playa, por la tarde. O en el desayuno, la comida o la cena. June tenía una galería de arte en la ciudad de Nueva York y era lesbiana. ¿Había acudido allí con una novia? ¿Estaba sola? Todo lo que sabemos es que… Clarisse y June se enamoraron ese verano. Y no fue sólo un lío ni un amor veraniego… No fue sólo sexo…, fue amor. Un inesperado amor con la fuerza de un tornado, de un huracán…, amor de verdad… De esa clase que sólo sucede una vez en la vida…
– Enciende el cigarrillo -me ordenó Angele-, te ayudará.
Yo seguí su consejo y luego inhalé profundamente. Tenía razón, me ayudaba.
– Claro, no tenía que enterarse nadie -continué-. Había demasiado en juego. June y Clarisse se vieron siempre que les fue posible durante el resto de 1972 hasta el comienzo de 1973, y no fueron encuentros muy frecuentes, porque June vivía en Nueva York, aunque, como solía visitar París por negocios una vez al mes, se veían en el hotel en que ésta se alojaba. Fue entonces cuando planearon pasar el verano de 1973 juntas en Noirmoutier. Y June y Clarisse no tenían las cosas nada fáciles ese verano. Aunque el marido de Clarisse no acudiera muy a menudo, porque debía trabajar y viajar, la suegra, Blanche, un día tuvo una horrible e inquietante sospecha. Intuyó todo y aquel día tomó una decisión.
– ¿Qué quieres decir? -me interrogó Angele, alarmada.
Yo no contesté. Continué con mi historia, concentrado, tomándome mi tiempo.
– ¿Cómo se enteró Blanche? ¿Qué fue lo que vio? ¿Fue una fugaz mirada de deseo que duró un poco más de lo que era prudente? ¿Una mano tierna acariciando un brazo desnudo? ¿O fue un beso prohibido? ¿Fue una silueta la que descubrió una noche mientras se deslizaba de una habitación a la otra? Fuera lo que fuese lo que Blanche vio, se lo guardó para ella. No se lo contó a su marido ni a su hijo. ¿Por qué? Porque habría sido una vergüenza demasiado grande. Tenía pánico al escándalo: su nuera, que ya llevaba el nombre de los Rey y era madre de sus nietos, tenía un lío y, para empeorarlo todo, con una mujer. ¡Habría que pasar por encima de su cadáver antes de ensuciar el prestigio de la familia Rey! Ella había trabajado demasiado duro para mantener su buen nombre, y no la habían traído al mundo para permitir tal ofensa. Ella, una Fromet de la Passy, casada con un Rey de Chaillot, no, eso era impensable. Era monstruoso. La aventura debía terminar de una vez por todas, y rápido.
Era extraño, me sentía muy tranquilo mientras contaba la historia, la historia de mi madre. No miré al rostro de Angele porque sabía que tenía que estar acongojada. Sabía a lo que le debía de sonar mi historia, con aquella fuerza, aquella potencia. Nunca la había puesto en palabras ni había pronunciado aquella secuencia exacta de frases y jamás había dicho lo que en ese momento estaba contando. Cada palabra surgía como si fuera un bebé en su nacimiento, sintiendo el impacto del aire frío en su cuerpo frágil y desnudo cuando se desliza fuera del útero.
– Blanche se enfrentó con Clarisse en Noirmoutier, en el hotel. Clarisse se echó a llorar, disgustada. La escena tuvo lugar en la habitación de Blanche, en la primera planta. Blanche lanzó una advertencia con un tono terrorífico, ominoso. La amenazó con revelar el asunto a su hijo, el marido de Clarisse. Le dijo también que le quitaría a los niños. Clarisse cedió sollozando: «Sí, sí, claro, no volveré a ver a June». Pero no logró evitarlo, el asunto se le fue de las manos. Volvió a verla una y otra vez y June se reía de su suegra cuando se lo contó, pues no temía a una vieja esnob. El día que June abandonaba el hotel de Noirmoutier para regresar a París, camino de Nueva York, Clarisse deslizó una carta de amor bajo la puerta de June, pero ésta nunca la recibió, porque fue interceptada por Blanche. Y ahí es donde empezó el problema de verdad.
Angele se levantó para atizar las brasas de la chimenea, porque la sala se había enfriado. Se había hecho tarde, muy tarde, no sabía cuánto, porque sólo era consciente del cansancio que me pesaba como plomo en los párpados, pero sabía que debía llegar hasta el final de la historia, a la parte que más me hacía sufrir, aquella que no deseaba traducir a palabras.
– Blanche se enteró de que June y Clarisse seguían siendo amantes. Gracias a la carta interceptada, supo que Clarisse había hecho planes de futuro con June y los niños. En algún momento y en algún lugar. Leyó la carta con aversión y repulsión. No, no habría un futuro para June y Clarisse, no había ningún futuro posible para ellas, al menos no en su mundo. Y desde luego no iba a consentir que sus nietos, que eran unos Rey, tuvieran nada que ver con eso.
»La dama se dirigió a un detective privado parisino y le explicó su encargo: quería que siguiera a su nuera, y pagó un montón de dinero con tal propósito. En ese momento tampoco le dijo nada a su familia y, por eso, Clarisse se creyó a salvo. Esperaba el momento en que June y ella pudieran ser libres. Ya había comprendido que debía dejar a su marido, sabía lo que eso supondría, y temía por sus hijos. Sin embargo, ella estaba enamorada y creía que al final el amor se abriría camino y le permitiría quedarse con sus hijos, que eran lo más preciado para ella, y con June. Le gustaba imaginar un lugar, un lugar seguro donde ella algún día podría vivir con June y sus hijos.
»Pero June tenía más años y era más sabia, y ella sí sabía cómo funcionaba el mundo; tenía muy claro que dos mujeres no podían vivir juntas como pareja y ser tratadas como personas normales. Eso podría ocurrir en Nueva York, allí quizá, pero no en París, y desde luego no en 1973. Y, por supuesto, menos aún en la clase de sociedad en la que vivía la familia Rey. Intentó explicárselo a Clarisse y le pidió que esperaran, que se tomaran su tiempo. Las cosas ocurrirían por sí solas, con calma, lentamente, cuando hubiera menos dificultades, pero Clarisse era más joven, y más impaciente. No quería esperar y no quiso darse ese tiempo.
La tristeza se acerca por fin, como un amigo peligroso pero familiar al que ves llegar con aprensión. Sentía un gran peso en el pecho, que me parecía demasiado pequeño para contener mis pulmones. Me detuve y di dos grandes bocanadas de aire. Angele acudió a mi lado, su cuerpo cálido se apretó contra el mío, y eso me dio fuerzas para continuar.
– Esas Navidades fueron espantosas para Clarisse. Nunca se había sentido más sola y echaba de menos a June con desesperación. Su amada tenía una vida ocupada, activa, en Nueva York, con su galería, sus obligaciones sociales, sus amigos, sus artistas. Clarisse sólo tenía a sus hijos y ningún amigo, salvo Gaspard, el hijo de la doncella de su suegra. ¿Podía confiar en él? ¿Qué podría contarle? Tenía sólo quince años, apenas unos años más que su propio hijo; era un joven encantador, de mente sencilla. ¿La entendería él? ¿Sabría él que dos mujeres podían enamorarse, que eso no las convertía en dos seres perversos e inmorales?
»Su marido vivía consagrado a su trabajo, los juicios, los clientes. Tal vez ella intentara contárselo y dejar pistas, pero él estaba demasiado ocupado para escucharla, ocupado subiendo peldaños en la sociedad, pavimentando su camino hacia el éxito. Él la había sacado de en medio de la nada, pues ella no era más que una muchacha de Provenza, tan falta de sofisticación que había dejado a sus padres alelados. Sin embargo era hermosa, era la más encantadora, exuberante y preciosa chica que había visto en su vida. A ella no le importaban su fortuna, el nombre de la familia, los Rey, los Fromet, los inmuebles, las propiedades, la clase social. Ella le hacía reír, y nadie había conseguido antes hacer reír a François Rey.
Los brazos de Angele se abrieron camino hasta enlazarse en torno a mi cuello y su boca cálida me besó la nuca. Yo relajé los hombros ahora que me aproximaba al final de la historia.
– Blanche recibió el informe del detective en enero de 1974. Allí estaba todo, absolutamente todo. Cuántas veces se habían encontrado, dónde, cuándo, y todo documentado con las pertinentes fotografías. Aquello le causó repulsión, la enloqueció. Estuvo a punto de contárselo a su marido, de lo enfurecida, molesta y consternada que estaba, pero no lo hizo. June Ashby se dio cuenta de que las estaban siguiendo y fue capaz de descubrir que el detective procedía de la residencia de los Rey. Llamó a Blanche para exigirle que se metiera en «sus jodidos asuntos», pero Blanche no contestaba sus llamadas, sólo conseguía hablar con la doncella o con su hijo. June le dijo a Clarisse que tuviera cuidado e intentó advertirla, explicarle que necesitaban frenar un poco, que la situación se tranquilizara y esperar, pero Clarisse no podía soportarlo. No podía soportar la idea de que la siguieran y sabía que Blanche la llamaría para mostrarle las fotos comprometedoras y que la obligaría a no volver a ver a June, que la amenazaría con quitarle los niños.
»Así que una mañana, una fría y soleada mañana de febrero, Clarisse esperó hasta que los niños estuvieran camino del colegio y su esposo se hubiera ido a la oficina, se puso un precioso abrigo rojo y se dirigió a la avenida Kléber desde la avenida Henri-Martin. Era un paseo corto que había recorrido a menudo con los niños o con su marido, pero no desde hacía tiempo, desde las Navidades, desde que se había enterado de que Blanche quería sacar a June de su vida. Caminó con rapidez hasta que se quedó sin aliento, y el corazón se le aceleró y latió muy rápido, demasiado rápido, pero no lo sabía y continuó con la intención de llegar a la casa de su suegra lo más pronto posible.
»Subió las escaleras y llamó al timbre con un dedo tembloroso. Gaspard, su amigo, su único amigo, le abrió y le sonrió. Ella dijo que quería ver a Blanche inmediatamente. Madame estaba en el salón pequeño, terminando de desayunar. Odette le preguntó si quería té o café y ella contestó que no quería nada, que sólo estaría un minuto, que sólo quería decirle algo a madame y se marcharía. ¿Estaba allí monsieur?
»-No, monsieur no está hoy.
»Blanche estaba sentada, leyendo la correspondencia. Llevaba puesto un kimono de seda y tenía los rulos puestos. Cuando levantó la mirada y se encontró con Clarisse, no pareció muy feliz de verla allí. Ordenó a Odette que cerrara la puerta y las dejara solas, y después se levantó. Blandió un documento bajo la nariz de Clarisse y rugió:
»-¿Sabes qué es esto? ¿Tienes la menor idea?
»-¡Sí, sí lo sé! -repuso Clarisse con calma-. Son fotos de June y yo juntas. Usted ha hecho que nos siguieran.
»Blanche sintió un inesperado ataque de cólera. ¿Quién se creía que era esa campesina? No tenía educación ni buena crianza, venía del arroyo. Una zafia, descuidada y grosera campesina.
»-Sí, tengo fotos de tu asquerosa aventura, las tengo todas aquí, déjame que te las enseñe. ¿Las ves? Está todo aquí, cuándo y dónde la ves. Y ahora van a ir directamente a François para que vea quién eres tú de verdad, para que comprenda que no mereces ser la madre de sus hijos.
»Clarisse replicó con mucha tranquilidad que no le tenía miedo, que Blanche podía mostrárselas a François, a Roben, a Solange y a todo el mundo. Ella y June se amaban, y querían pasar el resto de sus vidas juntas con los niños, y le aseguró que eso sería exactamente lo que iba a ocurrir, sin más mentiras y sin esconderse más. Que ella misma se lo contaría a François y que se divorciarían y se lo explicarían a los niños del mejor modo posible.
»-François es mi marido y yo misma se lo diré, porque le respeto.
»El veneno de Blanche explotó con violencia y de un modo desproporcionado. ¿Qué sabía ella de respeto? ¿Qué sabía ella de los valores familiares? No era más que una fulana y no le iba a permitir que manchara el nombre de la familia con sus repulsivos asuntos de lesbianas.
»-Dejarás de ver a esa mujer ahora mismo y harás exactamente lo que se te diga. Te mantendrás en tu sitio.
Me callé, pues mi voz se había convertido en apenas un graznido. Sentía la garganta reseca. Fui a la cocina y me serví un vaso de agua con manos temblorosas. Me lo bebí de un trago, y el cristal golpeó contra los dientes delanteros. Cuando regresé al lado de Angele, me asaltó la imagen más inesperada y molesta que podía concebir, como si fuera una diapositiva que alguien hubiera puesto allí contra mi voluntad.
Veía a una mujer arrodillada en las vías del tren en el crepúsculo, y veía la locomotora precipitarse hacia ella a toda velocidad. Esa mujer llevaba un abrigo rojo.
Odette permanecía junto a la puerta cerrada, donde se había quedado desde que madame le había ordenado que se marchara. Mantenía la oreja pegada al tablero, aunque realmente no era necesario, dado el volumen de los gritos. Lo oyó todo, toda la pelea, incluida la firme respuesta de Clarisse:
»-No. Adiós, Blanche.
»A continuación se oyeron los sonidos de una refriega, el eco de una corta lucha, una inhalación brusca de aire, una exclamación, aunque no pudo distinguir de quién procedía la voz, y después un golpe sordo y el sonido de algo pesado estampándose contra el suelo.
»-¡Clarisse, Clarisse! -exclamó madame, y luego añadió-: ¡Oh, Dios mío!
»Entonces se abrió la puerta y apareció el rostro de madame. Tenía un aspecto demacrado, parecía petrificada, y algo ridícula también con los rulos caídos. Necesitó dos minutos para poder hablar.
»-Ha habido un accidente, llama al doctor Dardel. Rápido. ¡Muévete!
»"Un accidente, pero ¿qué accidente?", pensó Odette para sus adentros mientras se apresuraba en busca de su hijo y le ordenaba llamar inmediatamente al doctor Dardel. Volvió corriendo al salón pequeño con sus piernas regordetas, donde madame aguardaba, abatida, sentada en el sofá. ¿Qué accidente? ¿Qué había ocurrido? Madame se explicó entre jadeos y con la voz estrangulada.
»-Hemos discutido y la he sujetado cuando se iba a marchar, pues yo no había terminado de hablar. Así que la he agarrado de la manga y ella se ha caído estúpidamente hacia delante y se ha dado un golpe en la cabeza con la esquina de la mesa. Mira -le dijo-: justo ahí, en todo el pico.
»Odette observó la esquina apuntada de cristal, y también miró a Clarisse, inerte sobre la alfombra, sin moverse ni respirar, con el rostro desprovisto de color.
»-¡Oh, madame, está muerta! -exclamó.
»Entonces llegó el doctor Dardel, el doctor de confianza de la familia, el viejo y fiel amigo. Examinó a Clarisse y pronunció las mismas palabras: «Está muerta». Blanche se retorció las manos y sollozó. Le dijo al doctor que había sido un horrible accidente, un accidente estúpido, monstruosamente estúpido.
»ÉL miró a Blanche y cuando fue a firmar el certificado de defunción, con la pluma ya apoyada sobre el papel, dijo:
»-Sólo se puede hacer una cosa. Sólo hay una solución, Blanche, pero debes confiar en mí.
Angele se volvió hacia mí con un gesto cariñoso, de modo que pudiera verle la cara. Me puso las manos en las mejillas y se quedó mirándome un buen rato.
– ¿Así fue cómo sucedió, Antoine? -me preguntó con mucha dulzura.
– He pensado mucho en el tema. Creo que es lo más próximo a la verdad.
Ella se dirigió a la chimenea y apoyó la frente contra la repisa de madera. Después me devolvió la mirada.
– ¿Has intentado alguna vez hablar con tu padre de este tema?
Mi padre. ¿Cómo habría podido hablar con él? ¿Cómo se podía describir la última vez que lo había intentado, hacía unos cuantos días? Me sentí obligado, aquella tarde, al salir de la oficina, a enfrentarme con él. No me importaba lo que Mélanie hubiera dicho. No me importaba lo mucho que ella, por sus propias razones, había intentado evitar que lo hiciera. Necesitaba hablar con él y no quería esperar más. No más adivinanzas. ¿Qué sabía sobre la muerte de Clarisse? ¿Qué era lo que le habían contado? ¿Qué sabía él de June Ashby?
Cuando llegué mi padre y Régine estaban cenando frente al televisor, viendo las noticias relativas a las inminentes elecciones presidenciales norteamericanas en las que se presentaba aquel hombre alto, delgado, apenas un poco mayor que yo, aquel al que llamaban el «Kennedy negro». Mi padre estaba callado, cansado y con poco apetito, pues tenía montones de pastillas que tragar. Régine susurró que aquella semana estaba citado para una hospitalización temporal. Se avecinaba una prueba muy dura. Sacudió la cabeza con desaliento. Cuando terminaron de comer y Régine fue a llamar por teléfono a una amiga desde otra habitación, le dije a mi padre, esperando que apartara la mirada de la televisión, que me gustaría hablar con él, si le parecía bien. Él asintió con una especie de gruñido que yo supuse que era una afirmación, pero cuando al final volvió sus ojos hacia mí estaban tan llenos de cansancio que me quedé callado de forma instantánea. Eran los ojos de alguien que sabe que se está muriendo y que ya no puede seguir viviendo más sobre la tierra. Esos ojos mostraban un sufrimiento en estado puro y también una tranquila aceptación que me conmovió. Allí no estaban ni el abogado inconformista ni el padre dictatorial ni el censor lleno de arrogancia. Sólo estaba mirando a un viejo enfermo de aliento nauseabundo que estaba preparado para morir y que no quería escucharme, ni a mí ni a nadie, nunca más.
Era demasiado tarde, demasiado tarde para que consiguiera conmoverle y contarle cuánto me preocupaba, demasiado tarde para contarle que sabía que tenía cáncer, que se estaba muriendo. También era demasiado tarde para preguntarle por Clarisse y June, para arriesgarme a entrar en ese terreno con él. Parpadeó lentamente, sin parecer nada intrigado, y esperó a que yo hablara. Y cuando vio que no iba a hacerlo, se encogió de hombros ligeramente y volvió la mirada al televisor. Ni siquiera me preguntó lo que quería. Sentí como si hubieran corrido un telón delante de un escenario. El espectáculo se había terminado. «Vamos, Antoine, es tu padre, alarga la mano y coge la suya, asegúrate de que sabe que estás aquí, y si no te sientes capaz de hacerlo, haz el esfuerzo, dile que te importa, díselo antes de que sea demasiado tarde. Míralo, se está muriendo, no le queda mucho tiempo. El tiempo se acaba».
Me acordé de cuando él era joven y su sonrisa brillaba como un faro en un rostro habitualmente severo. Entonces tenía el pelo oscuro y espeso, no las exiguas y escasas raíces de ese momento. Le recordaba cuando nos cogía en sus brazos y nos besaba con cariño, cuando Mélanie iba montada sobre sus hombros en el Bois de Boulogne y cuando su mano protectora me impulsaba hacia delante apoyada en mi cintura y hacía que me sintiera el chico más poderoso del mundo. También le recordaba después de la muerte de mi madre, cómo se cerró en sí mismo, y cesaron los besos cariñosos, cómo se volvió inflexible, exigente, y cómo me criticaba, me juzgaba y me hacía tan desdichado. Quería preguntarle por qué la vida lo había hecho tan áspero, tan hostil. ¿Había sido por la muerte de Clarisse, porque había perdido a la única persona que le hacía feliz? ¿O tal vez porque había descubierto al final que le había sido infiel y que amaba a otra persona, a una mujer? ¿Había sido eso, esa humillación final, lo que le había roto el corazón y partido el alma en dos?
Pero no le pregunté nada. Nada en absoluto. Me levanté y me dirigí hacia la puerta; él no se movió. La televisión siguió atronando, al igual que la voz de Régine en la habitación de al lado.
– Adiós, papá.
Él gruñó de nuevo, sin dedicarme siquiera una mirada. Me marché cerrando la puerta a mi espalda. En las escaleras no pude contener ni un momento más las lágrimas de remordimiento y pena que parecían abrasarme la carne.
No, no pude hablar con mi padre. Fui incapaz de hacerlo.
– No te culpes, Antoine. No te lo pongas más difícil.
La necesidad de dormir cayó sobre mí como una pesada manta que descendiera sobre mi cabeza. Angele me llevó a la cama y me maravillé de la ternura de sus manos, aquellas manos respetuosas y cariñosas que trataban a diario con la muerte. Me vi arrastrado a un duermevela inquieto, muy parecido a una inmersión en las profundidades de un mar turbio. Tuve unos sueños muy extraños: mi madre arrodillada ante el tren con el abrigo rojo; mi padre con aquella sonrisa feliz de otros tiempos escalando un traicionero pico empinado y nevado, con el rostro tostado por el sol; Mélanie con un largo vestido negro flotando en la superficie de una piscina negra, con los brazos extendidos y las gafas de sol fijas sobre la nariz; y también yo, andando a zancadas por un espeso bosque lleno de maleza con los pies desnudos sobre un suelo fangoso poblado de insectos.
Era ya de mañana cuando me desperté y durante un minuto, lleno de pánico, no supe dónde estaba. Y entonces recordé, estaba en la casa de Angele, en aquella magnífica casa remodelada del siglo XIX que antes había sido una pequeña escuela de primaria. Estaba situada a orillas de un río, en el corazón de Clisson, una pintoresca población cercana a Nantes de la que jamás había oído hablar antes de conocerla a ella. La hiedra trepaba por los muros de granito, y dos grandes chimeneas dominaban el tejado apuntado y un encantador jardín vallado, el viejo patio de juegos de la escuela. Estaba en la cómoda cama de Angele, pero ella no estaba a mi lado, su hueco estaba ya frío. Me levanté, bajé las escaleras al trote y me saludó el aroma apetitoso del café con tostadas. Un sol pálido, del color del limón, entraba por los cristales de las ventanas. Fuera, el jardín estaba cubierto por las delicadas gotas de la escarcha, como un pastel glaseado. Desde donde yo estaba podía vislumbrar la parte superior del castillo medieval de Clisson.
Angele estaba sentada en la mesa, abrazada a una rodilla, leyendo un documento con mucho interés. Tenía al lado un portátil encendido. Cuando me acerqué, vi que estaba estudiando el expediente médico de mi madre. Alzó la mirada y por los círculos que enmarcaban sus ojos comprendí que no había dormido mucho.
– ¿Qué estás haciendo? -le pregunté.
– Te estaba esperando. No quería despertarte.
Se levantó, me sirvió una taza de café y me la ofreció. Vi que ya estaba vestida, con sus habituales vaqueros, botas y jersey de cuello de cisne negros.
– Tienes aspecto de no haber descansado.
– He estado leyendo el expediente médico de tu madre.
El modo en que lo dijo hizo que le prestara más atención.
– ¿Has descubierto algo?
– Sí -respondió ella-. Así es. Siéntate, Antoine.
Me senté a su lado. La cocina era un espacio cálido y soleado, pero después de aquel sueño atormentado y aquellas angustiosas pesadillas tan vividas no creía que me pudiera enfrentar a nada más. Me abracé.
– ¿Qué es lo que has encontrado?
– No soy médico, ya lo sabes, pero trabajo en un hospital y veo la muerte a diario. También leo informes médicos y hablo de continuo con los doctores. He examinado el expediente médico de tu madre mientras dormías y he tomado notas. También he investigado por Internet y he enviado un par de correos electrónicos a amigos míos médicos.
– ¿Y? -pregunté, de repente incapaz de beberme mi café.
– Tu madre tuvo migrañas desde dos años antes de morir. No muy a menudo, pero bastante fuertes. ¿Las recuerdas?
– Una o dos. Cuando le daban, tenía que acostarse a oscuras y el doctor Dardel venía a verla.
– Un par de días antes de morir tuvo una, y la examinó el doctor. Mira, puedes leerlo aquí.
Me alargó una de las notas fotocopiadas con la letra sinuosa del doctor Dardel. La había visto antes, era la última de las notas antes de la muerte de Clarisse. «7 de febrero de 1974. Migraña, náusea, vómitos, dolor en los ojos. Visión doble».
– Sí, lo vi -afirmé-. ¿Y qué pasa con eso?
– ¿Qué sabes sobre el aneurisma cerebral, Antoine?
– Bueno, sé que es como una pequeña burbuja o una pequeña ampolla que se forma en la superficie de una arteria del cerebro. El aneurisma tiene una pared más delgada que la de una arteria cerebral normal y el peligro está en que se rompa esa pared más fina.
– Lo tienes bastante claro. Estupendo.
Se sirvió un poco más de café.
– ¿Por qué me preguntas esto?
– Porque creo que tu madre murió a consecuencia de la ruptura de un aneurisma cerebral.
La miré consternado en silencio. Finalmente mascullé entre dientes:
– ¿No crees entonces que hubo una pelea con Blanche?
– Te digo lo que creo que pasó, pero cuando lo haga te lo podrás tomar como quieras, Antoine. Tendrás que creer lo que de verdad pienses que es cierto.
– ¿Crees que estoy exagerando la historia? ¿Que me estoy imaginando cosas? ¿Que me estoy volviendo paranoico?
Ella me puso una mano tranquilizadora sobre el hombro.
– Claro que no. Tranquilo. Tu abuela era una vieja homófoba. Sólo escúchame, ¿vale? El 7 de febrero de 1974, el doctor va a ver a tu madre a la avenida Kléber porque tiene una migraña aguda. Está en la cama, a oscuras. Le da la medicina habitual en estos casos y se le pasa al día siguiente. O eso creen él y ella, es lo que todo el mundo cree, pero lo malo del aneurisma cerebral es que puede ir creciendo, lento pero seguro, y que quizá tu madre lo tuviera durante un tiempo sin que nadie lo supiera y que sus migrañas ocasionales procedieran de ahí. Cuando un aneurisma se engrosa, antes de estallar y sangrar, genera cierta presión sobre el cerebro o en lugares cercanos como los nervios ópticos, por ejemplo, o en los músculos del rostro o del cuello. «Migraña, náuseas, vómitos, dolor en los ojos. Visión doble». Si el doctor Dardel hubiera sido un poco más joven o algo más espabilado, con esos síntomas habría enviado a tu madre directamente al hospital. Dos doctores amigos míos me lo han confirmado por correo electrónico. Tal vez el doctor Dardel tuvo un día muy atareado, o tenía la cabeza en otros asuntos más urgentes, o quizá simplemente no lo encontró preocupante, pero el aneurisma en el cerebro de tu madre creció y reventó. Y eso sucedió el 12 de febrero de 1974, unos días más tarde.
– Cuéntame cómo crees que ocurrió.
– Sucedió esa misma mañana del día 12 mientras estaba con tu abuela. La historia es la misma, tu madre con el abrigo rojo caminó hacia la avenida Henri-Martin, pero es posible que no anduviera con tanta rapidez porque no se encontraba del todo bien. Todavía sentía algunas náuseas, incluso pudiera ser que hubiera vomitado esa mañana. Estaba mareada y su paso era inseguro. Lo más probable es que tuviera el cuello algo rígido, pero ella quería enfrentarse a tu abuela, pues para ella ése era el origen de sus migrañas. No estaría preocupada en absoluto por su salud, sino más bien por June y por tener que encararse con tu abuela.
Enterré el rostro entre las manos. La idea de mi madre avanzando penosamente por la avenida Henri-Martin, dolorida, sintiendo que los brazos y las piernas le pesaban toneladas, para enfrentarse a Blanche como un soldadito valiente camino de la batalla, era insoportable.
– Continúa.
– La historia sigue, más o menos, como la tuya. Gaspard abre la puerta, y quizá percibe lo lívido de su rostro y su respiración alterada, pero ella tiene un único objetivo, que es abordar a tu abuela. Quizá ella se dio cuenta también de que el rostro de Clarisse estaba alarmantemente pálido, que mostraba dificultad al hablar y que parecía que no podía sostenerse de pie, como si estuviera algo bebida. La conversación es la misma, Blanche exhibe las fotos y el informe del detective y Clarisse dice que no retrocederá, que no dejará de ver a June, ni de amarla. Y entonces ocurrió. De repente, como si la hubiera fulminado un rayo. Siente un dolor espantoso, como si alguien le hubiera disparado en la parte de atrás de la cabeza. Clarisse se tambalea con las manos en las sienes y cae al suelo. Quizá se golpeó también la cabeza en la esquina de la mesa, pero ya estaba muerta. No había nada que tu abuela pudiera hacer, ni tampoco el doctor. Éste se dio cuenta nada más llegar. Sabía que había cometido un error al no haberla mandado al hospital unos cuantos días antes. Probablemente tuvo que cargar con esa culpa toda su vida.
En ese momento comprendí por qué se molestó Laurence Dardel cuando le pedí ese expediente. Sabía que a un médico no le pasaría inadvertida la negligencia paterna.
Angele se sentó sobre mis rodillas, lo que no era fácil, teniendo en cuenta la longitud de sus piernas.
– ¿Te ayuda esto en algo? ¿Un poco? -me preguntó en voz baja.
La abracé y puse mi barbilla en el hueco de su hombro.
– Sí, creo que sí. Lo que me dolía era no saber lo que había ocurrido realmente.
Ella me acarició el pelo con suavidad.
– Cuando regresé aquel día del colegio, el día que mi padre se disparó, no había ninguna nota. No dejó nada y eso nos volvió locas, a mi madre en especial. Justo poco antes de morir, hace un par de años, me contó que lo más horrible de todo era no saber por qué se había matado, ni siquiera después de todos estos años transcurridos. No había otra mujer, ni problemas financieros, ni de salud. Nada.
La abracé con fuerza, imaginándomela a los trece años, cuando descubrió a su padre muerto, sin una nota ni explicación alguna. Me estremecí.
– Nunca lo supimos. Y tuvimos que vivir con eso. Aprendimos a hacerlo. No fue fácil, pero lo conseguimos.
Y colegí que eso era precisamente lo que tendría que aprender a hacer yo.
– Es la hora -anunció Angele con resolución.
Un sol inusualmente cálido entibiaba el patio adonde habíamos salido a comer. En ese momento, a los postres, tomábamos café. Estaba situado delante de la cocina y cerca del jardincillo, que revivía poco a poco, otro indicio de que la primavera no estaba lejos. La fragancia de la estación en ciernes cosquilleaba en mi nariz congestionada de parisino. Había un intenso olor a hierba, a humedad, a pureza.
La miré, sorprendido.
– ¿La hora de qué?
– La hora de irnos.
– ¿Adónde?
– Ya lo verás -repuso con una sonrisa-. A veces el viento engaña, así que ponte algo de abrigo.
– ¿Qué andas tramando?
– No te gustaría saberlo.
Durante los primeros viajes en la Harley Davidson había estado con los nervios a flor de piel. No tenía hábito de ir en moto y como buen urbanita no tenía muy claro hacia qué lado debía inclinarme al tomar las curvas. Es más, estaba convencido de que las motos eran demasiado peligrosas y poco fiables. Nunca había conducido una y tampoco había ido detrás de acompañante, y mucho menos con una mujer como piloto. Angele la usaba todos los días para ir de Clisson al hospital de Le Loroux, ya hiciera calor, soplase un huracán o cayeran chuzos de punta. Ella odiaba los coches y aborrecía la posibilidad de quedarse atrapada en un atasco. Se compró la primera Harley a los veinte años, y ya iba por la cuarta.
Una mujer guapa en una moto de época llama la atención, como muy pronto descubrí. Todos volvían la cabeza al oír el inconfundible sonido gutural del tubo de escape de la Harley, y luego veían al manillar a esa criatura curvilínea vestida de cuero negro. Montar detrás de ella resultó ser mucho más agradable de lo previsto. Me pegaba a ella en una postura casi sexual: la abarcaba con los muslos, pegaba la entrepierna a ese estupendo culo suyo y clavaba el pecho y el vientre en su espalda y sus caderas.
– ¡Vamos, monsieur Parisiense, no tenemos todo el día! -me chilló. El motor de la moto ronroneó de forma incitante mientras ella me lanzaba el casco.
– Ah, pero ¿nos esperan?
– ¡Pues sí! -contestó ella, exultante de alegría, y echó un vistazo al reloj-. Y vamos a llegar tarde como no muevas el culo.
Zigzagueamos por caminos llenos de baches que discurrían entre campos donde ya podía atisbarse la promesa mágica de la primavera. El sol calentaba lo suyo, pero la mordedura del aire seguía siendo helada. Condujo por la carretera en torno a una hora, pero no se me hizo largo en absoluto. De hecho, me sentía como en el séptimo cielo cuando iba pegado a Angele, notando la vibración del motor en las entrañas y la caricia del sol en la espalda.
No necesité ver cartel ni señal alguna para darme cuenta de que nos dirigíamos al paso del Gois. Jamás había tomado conciencia de lo cerca que estaba Noirmoutier de Clisson. El paisaje invernal me dejó impresionado, ya que predominaban los tonos pardos y alguna pincelada beis, sin una nota de verdor, al contrario que en el estío. La arena de la orilla también parecía más oscura y terrosa, pero no por ello menos bella. Me asaltó la impresión de ser saludado por el primer poste de rescate y de que las gaviotas que sobrevolaban en círculos por encima de nuestras cabezas gritaban como si se acordasen de mí. La playa de color marrón intenso se extendía a lo lejos junto al mar azul oscuro, centelleante bajo los rayos del sol, y sobre ella la desigual línea negra de conchas, caracolas, algas, escombros, corchos y trozos de madera.
No había vehículos en el Gois, cuyo flanco derecho ya estaba siendo acosado por la marea. Las primeras lenguas de agua habían empezado a cubrir el paso. El lugar estaba prácticamente desierto, no como en verano, cuando se congregaba un gentío para contemplar la conquista de la tierra por parte del océano.
Angele no ralentizó la marcha, antes bien al contrario, condujo más deprisa incluso. No tenía sentido gritar, pues su casco y el mío hacían casi imposible que nos oyéramos, así que tiré de su chupa de cuero para llamar su atención, pero ella pasó de mí olímpicamente y siguió dándole caña a la Harley. Los pocos testigos diseminados por los alrededores nos señalaban con expresiones de asombro mientras cruzábamos a toda pastilla. Casi podía oírles exclamar: «¿Van a cruzar el Gois?».
Tironeé de la chupa, esta vez con más fuerza. Alguien nos avisó a gritos del avance del océano, pero era demasiado tarde: las ruedas de la Harley Davidson levantaron a cada lado un surtidor al pasar sobre el agua marina que ya cubría el pavimento del pasaje. Esperaba que Angele supiera lo que hacía. Había leído de niño demasiadas historias sobre ahogamientos en el Gois durante la pleamar como para no saber que aquello era una locura. Habían muerto al menos una treintena de personas en los últimos cien años, y sólo Dios sabía cuántas víctimas más había habido con anterioridad. Me agarré a ella como si me fuera la vida en ello, y ya lo creo que me iba, y recé para que la moto no derrapara ni hiciera algún extraño que nos enviara derechitos al mar. Deseé que ninguna de esas olas heladas, más grandes a cada minuto que pasaba, alcanzara el motor. Angele condujo los cuatro kilómetros con habilidad, es más, iba tan sobrada y segura de sí misma que no hacía falta ser un genio para suponer que no era la primera vez que lo hacía.
El cruce del paso resultó ser una experiencia excitante y maravillosa. Me sentí a salvo y más seguro de lo que me había sentido jamás desde que mi padre me pasaba la mano por la espalda en ademán protector. Me abracé a ella mientras seguíamos adelante volando sobre las aguas y pasábamos por donde ya no había carretera y no era posible ver tierra. Me sentí a salvo cuando alcé la vista hacia delante, hacia la isla, y distinguí unos viejos conocidos: los postes de rescate que marcaban nuestro camino sobre la superficie centelleante del mar guiándonos a tierra igual que un faro orienta un barco hasta la seguridad de un puerto. Deseé que ese momento pudiera durar para siempre, que esa belleza y esa perfección no me abandonaran jamás.
Llegamos a nuestro destino entre los aplausos y las ovaciones de los transeúntes situados junto a la cruz que guardaba la boca del Gois.
Angele apagó el motor y se quitó el casco.
– ¿A que estás cagado de miedo? -preguntó con una ancha sonrisa en el rostro, y rió entre dientes.
– ¡No! -exclamé con la respiración entrecortada mientras tiraba mi casco al suelo para poder besarla como un poseso al tiempo que a nuestras espaldas se levantaba una salva de vítores y aplausos-. No estaba asustado. Confiaba en ti.
– Y bien que puedes. Hice esto por primera vez con quince años en la Ducati de un amigo.
– ¿Conducías una Ducati a los quince?
– Te sorprendería saber lo que hacía a esa edad.
– No estoy interesado -repliqué con cierta frivolidad-. ¿Cómo vamos a regresar? El paso ha desaparecido.
– Volveremos a casa por el puente, aunque sea menos romántico.
– Menos romántico, dónde va a parar, pero no me gustaría quedarme ahí colgado contigo, en uno de esos postes de rescate. Se me ocurren cosas mucho mejor que hacer en tu compañía.
La enorme giba del puente era visible desde nuestra posición a pesar de estar a cinco kilómetros de distancia. En ese momento ya no quedaba atisbo alguno del camino, devorado completamente por las aguas del inmenso y refulgente océano, que había recobrado su supremacía.
– Solía venir aquí con mi madre. Adoraba el Gois.
– Y yo con mi padre -repuso ella-. Veraneamos aquí un par de años cuando yo era una cría, pero no en el Bois de la Chaise, eso era demasiado elegante para nosotros, monsieur. Íbamos a la playa en La Guérinière. Mi padre nació en La Roche-sur -Yon, así que se conocía esta zona como la palma de la mano.
– Quizá de pequeños coincidimos algún día aquí, en el Gois.
– Puede ser.
Cerca de la cruz había un altozano alfombrado de hierba. Nos sentamos allí, hombro con hombro, y nos fumamos un cigarro a medias. Nos hallábamos cerca de donde había estado con Mélanie el día del accidente. Pensé en mi hermana, protegida en una burbuja de ignorancia por voluntad propia, y en todo cuanto yo sabía y ella ignoraría para siempre a menos que me preguntara. Cogí la mano a Angele y se la besé mientras reflexionaba sobre la larga cadena de casualidades necesarias para poder realizar ese gesto. Si no hubiera tenido la ocurrencia de organizar un viaje sorpresa para el cuadragésimo cumpleaños de Mélanie, si ésta no hubiera tenido ese flashback, si no hubiera sufrido el accidente, si Gaspard no se hubiera ido de la lengua, si no hubiera conservado esa factura… Quedaba todavía otro «si» peliagudo. ¿Qué habría pasado si el doctor Dardel hubiera enviado a mi madre al hospital el 7 de febrero, el día que tuvo una jaqueca tan espantosa? ¿Seguiría con vida? ¿Habría abandonado a mi padre para vivir con June? ¿En París? ¿En Nueva York?
– Déjalo ya -me aconsejó mi compañera.
– ¿Dejar el qué?
Ella apoyó el mentón sobre las rodillas y aunque fuera raro, de pronto, mientras contemplaba el mar con la mirada perdida y el viento le alborotaba el pelo, pareció tener muchos menos años.
– Busqué esa nota por todas partes, Antoine -dijo, hablando muy despacio-. La busqué antes de telefonear pidiendo ayuda y no cejé en el empeño aunque mi padre yacía sobre la mesa y su sangre y sus sesos estaban esparcidos por toda la cocina. Busqué la nota mientras chillaba todo lo que daban de sí mis pulmones, mientras lloraba a moco tendido y temblaba de los pies a la cabeza, la busqué por todas partes, registré esa casa maldita por Dios, y el jardín, y el garaje. No dejaba de pensar en que mi madre iba a regresar de la oficina donde trabajaba en cualquier momento y yo debía hallarla antes de que ella llegara, pero no lo conseguí. ¿Y sabes la razón? Porque no había ninguna nota. Fue entonces cuando surgió la pregunta, el monstruoso ¿por qué? ¿Qué le hacía tan desdichado? ¿Qué era lo que no habíamos sido capaces de ver? ¿Cómo podíamos haber estado tan ciegas mi madre, mi hermana y yo? ¿Qué habría ocurrido si yo hubiera notado algo o hubiera vuelto de la escuela un poco más pronto? O si no hubiera ido a clase ese día. ¿Se habría matado o seguiría con nosotras todavía? -Pude ver adonde quería ir a parar. Ella siguió hablando, pero subiendo el tono de voz, y pude percibir una nota vibrante de dolor que me emocionó-. Papá era uno de esos hombres tranquilos y callados, como tú. No era muy parlanchín, hablaba mucho menos que mi madre. Se llamaba Michel. Me parezco a él, tengo sus mismos ojos. Jamás parecía triste, no bebía, estaba sano, tenía una constitución atlética y le chiflaba leer. Todos los libros de mi casa son suyos, admiraba a Chateaubriand y a Romain Gary, le gustaban la naturaleza y la Vendée, y el mar, claro. Parecía un hombre tranquilo y feliz, o eso pensábamos todos.
»El día que le encontré muerto se había puesto su mejor traje -el gris, el que sólo llevaba para las grandes ocasiones, Navidad o Nochevieja-, se había anudado la corbata y calzaba su mejor par de zapatos, unos negros muy buenos. Jamás se vestía de ese modo a diario. Trabajaba en una librería y solía vestir con pantalones de pana y jerséis.
»Estaba sentado a la mesa cuando se voló la tapa de los sesos. Se me ocurrió que la nota podría estar debajo del cuerpo. Tal vez se había quedado debajo cuando él se derrumbó sobre la mesa, pero no me atreví a moverle porque en aquel entonces me daban miedo los muertos, no era como ahora. Tampoco encontraron nada cuando vinieron a llevarse el cuerpo. Entonces esperé la llegada de una carta. Tal vez nos había escrito una el día de su suicidio, pero no llegó nada.
»Empecé a superarlo poco a poco y de una forma totalmente inesperada cuando ya trabajaba como tanatopractora y me llegaron los primeros casos de suicidio, pero eso fue mucho después, al menos diez años más tarde. Reconocí mi angustia y mi desesperación en las de las familias de quienes se habían matado. Escuché sus historias, compartí su dolor y, a veces, incluso lloré con ellos. Muchos de ellos me explicaron las razones por las que sus seres queridos habían elegido morir, porque en bastantes casos sí lo sabían. Desesperación, angustia, miedo, enfermedad, un fracaso amoroso. Las razones eran de lo más variado. Y lo entendí al fin el día en que estaba atendiendo a un hombre de la edad de mi padre: se había pegado un tiro porque se sentía incapaz de soportar la presión de su trabajo. Ese tipo había muerto como mi padre y su familia sabía perfectamente las razones que le habían impulsado a apretar el gatillo, mientras que la mía nunca llegó a conocerlas, pero ¿acaso eso marcaba alguna diferencia? La muerte ya había tenido lugar, y dejaba un cuerpo para embalsamar, depositar en un féretro y enterrarlo. Se rezarían las oraciones y comenzaría el duelo. En cualquier caso, conocer el motivo por el que lo había hecho no me haría recuperar a mi padre. Tampoco iba a hacerme más llevadera su pérdida. La muerte nunca es fácil, aunque sepas las razones.
Descubrí una minúscula lágrima en la comisura de su ojo y se la enjugué con el pulgar.
– Eres una mujer maravillosa, Angele Rouvatier.
– Antoine, no te me pongas sensiblero, ¿vale? -me avisó-. Eso me revienta, y tú lo sabes. Vámonos, se está haciendo tarde.
Se levantó y echó a andar hacia la moto. La observé mientras se ponía el casco y los guantes. Arrancó con el pedal en un gesto desafiante. El sol ya no pegaba con tanta fuerza y empezaba a hacer fresco.
Preparamos la cena los dos juntos, codo con codo. Hicimos sopa de verduras con puerros, zanahorias y patatas, le echamos una pizquita de verbena y tomillo del jardín; de segundo, pollo con arroz basmati, y preparamos crocante de manzanas como postre. Acompañamos todo eso con una botella fría de chablis.
La casa era acogedora y cálida, y yo tenía conciencia de lo mucho que disfrutaba de su silencio y su quietud, de su tamaño y su bucólica sencillez. Ni se me había pasado por la cabeza que un urbanita como yo pudiera disfrutar en un entorno rural. ¿Era posible vivir allí con Angele? Era técnicamente viable en estos tiempos de ordenadores, móviles y trenes de alta velocidad. Pensé en mi futura carga de trabajo. Rabagny estaba a punto de conseguirme un lucrativo negocio relacionado con la patente de la Cúpula Inteligente. No iba a tardar en estar ocupado trabajando otra vez para él y Parimbert en un ambicioso proyecto europeo de lo más apasionante, y encima el asunto iba a darme bastante dinero. Aunque de momento no me quedaba ninguna cuestión pendiente con el suegro y el yerno. En cualquier caso, era una cuestión de organizarse bien y planificarlo todo con inteligencia.
Ahora bien, ¿quería Angele que me quedara? Recordé algunas de sus frases. «No soy una persona de familia». «Tampoco soy de las que se casan». «No tengo celos». «No te me pongas sensiblero». Tal vez una parte del encanto especial de Angele radicaba en el hecho de que ella jamás sería mía del todo, y bien que lo sabía yo. Podía hacerla enloquecer en la cama -era obvio lo mucho que ella disfrutaba- y la historia de mi madre la había conmovido, pero ella jamás iba a querer vivir conmigo. Era exactamente como el felino protagonista de uno de los cuentos de Precisamente así, de Rudyard Kipling: «El gato que caminaba solo».
Después de la cena, me acordé de pronto del DVD creado a partir de la cinta de Súper 8. ¿Cómo había podido olvidarlo? Estaba en el salón junto a las fotografías y las cartas. Me apresuré a buscarlo y se lo entregué a Angele.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella.
Le expliqué que me lo había enviado desde Nueva York Donna Rogers, la socia de June Ashby. Angele deslizó el DVD en el lector del portátil.
– Creo que esto debes verlo tú solo -murmuró.
Me acarició los cabellos, se echó la chaqueta Perfecto sobre los hombros y se escabulló en el oscuro jardín en medio de un soplo de frío aire campestre antes de que yo pudiera cambiar de idea sobre si ella debía o no estar presente.
Me senté delante del ordenador y esperé con ansiedad. Enseguida apareció una primera imagen parpadeante de mi madre. Tenía los ojos cerrados, como si durmiera, pero una sonrisa juguetona le curvaba los labios. Luego, muy despacio, abrió los párpados y se llevó una mano a modo de visera para proteger los ojos. Atónito, me asomé a esas pupilas con una mezcla de gozo y dolor. ¡Qué verdes eran! Más verdes aún que las de Mélanie. Eran unos ojos suaves y amables, serenos, luminosos, adorables.
Respiré con dificultad, embargado por la euforia y la emoción. Jamás había visto una película en la que apareciera mi madre, y ahora ahí estaba ella, en la pantalla del ordenador de Angele, milagrosamente resucitada. De pronto empezaron a rodarme unos lagrimones por las mejillas y me los enjugué a toda prisa.
Me sorprendía la gran calidad del filme. Esperaba unas imágenes toscas y unos colores de baja calidad, y no era el caso. Ahora ella corría por la playa. Se me aceleró el pulso cuando reconocí Plage des Dames, el malecón, el faro, las cabinas de madera y el mullido traje de baño naranja. Me asaltó la más extraña de las sensaciones cuando yo aparecí justo en una esquina de la imagen, atareado en la construcción de un castillo de arena. La llamaba, pero June, sin duda la persona que estaba detrás de la cámara, no estaba muy interesada en el castillo de arena de un niño. La película saltó de pronto a los postes de salvamento y la larga extensión del Gois. Distinguí a mi madre a lo lejos: una figura minúscula que cruzaba el paso durante la bajamar en un plomizo día de tormenta; vestía un pulóver blanco y unos pantalones cortos y el viento le alborotaba la melena. Al principio, la toma la mostraba muy lejos, pero se fue acercando poco a poco con esos inconfundibles andares suyos de paso ligero, como si bailara, con los pies hacia fuera y el cuello erguido. Tan grácil, tan ágil. Pasó exactamente por donde Angele y yo habíamos cruzado esa misma tarde, iba de camino hacia la isla, como nosotros, se dirigía hacia la cruz. Su rostro era todavía un poco borroso, pero se enfocó enseguida y pude ver que estaba sonriendo. Echó a correr en dirección a la cámara, se rió y se apartó de los ojos un mechón de cabellos. Esa sonrisa estaba llena de amor, toda ella refulgía de amor. Entonces se llevó una de esas manitas morenas a la altura del corazón, la besó y luego puso la palma de la mano delante de la cámara. La carne rosada de la palma de la mano era la última imagen del filme, la última que yo vi.
Me había impresionado muchísimo ver a mi madre con vida, contemplar cómo se movía, caminaba, respiraba y sonreía. Hice doble clic en el vídeo para verlo de nuevo. Una y otra vez, y así hasta perder la cuenta. No sé cuántas veces vi la película. La visioné hasta que el corazón me dijo que ella seguía ahí dentro, hasta que fui incapaz de verla otra vez porque el suplicio era insoportable, hasta que las lágrimas me emborronaron los ojos y me impidieron ver la pantalla, hasta que la eché tanto de menos que quise echarme a llorar sobre el irregular suelo de piedra. Mi madre jamás conocería a mis hijos ni sabría quién era yo ahora, en qué me había convertido al crecer, yo, su hijo, un hombre que vivía la vida como mejor sabía, que hacía todo lo posible por salir adelante, fuera como fuera. Algo se rompió en mi interior. Noté cómo se soltaba y se alejaba. El dolor se marchaba y dejaba en su lugar un entumecimiento, una molestia. Supe que ese vacío iba a permanecer ahí para siempre.
Detuve el vídeo, saqué el DVD y lo devolví al interior de la fundita. La puerta del jardín estaba entreabierta, así que me deslicé al exterior, donde el aire era dulce y frío. Las estrellas parpadeaban en el cielo y los perros aullaban a lo lejos. Angele estaba sentada sobre un banco de piedra contemplando el firmamento.
– ¿Quieres hablar de ello?
– No.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Sí.
Me senté junto a Angele. Ella se inclinó hacia mí, yo le pasé el brazo por los hombros y juntos compartimos la fría quietud de la noche, el aullido ocasional de algún perro en la lejanía y el destello de las estrellas encima de nuestras cabezas. Pensé en la Harley mientras cruzábamos el Gois, en la espalda vibrante de Angele contra mi pecho mientras sus manos enguantadas sujetaban el manillar con confianza, y volví a sentirme protegido, como esa tarde, y supe que esa mujer, con quien tal vez pasase el resto de mis días, o tal vez no, esa mujer que tal vez al día siguiente por la mañana me dijera que hiciera las maletas o tal vez se quedase conmigo para siempre, esa extraordinaria mujer cuyo trabajo era la muerte me había dado el beso de la vida.