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Libro I

In hoc signo vinces

(«Con este signo vencerás»)

Prólogo

Replicóles Pilato: «Pues ¿qué he de hacer de Jesús, llamado el Cristo?». Dicen todos: «Sea crucificado». Y siguió él: «Pero ¿qué mal ha hecho?». Mas ellos comenzaron a gritar más, diciendo: «¡Sea crucificado!».

Mateo, XXVII, 22-23


Dios tenía un hijo, y ese hijo murió. Lo clavaron en una cruz y murió. Esta es la historia de esa cruz y del hombre que partió en su busca en el año de gracia de 1187.

Después de la Crucifixión, nadie se había preocupado de la Vera Cruz. Hasta el año 312, cuando Constantino, en vísperas de la batalla del Puente Milvio, vio en sueños una gran cruz de fuego. «In hoc signo vinces», le murmuró el arcángel Gabriel. Constantino lo escuchó, colocó esta divisa y esta cruz sobre los escudos de sus soldados y consiguió la victoria. En 326, santa Elena, la madre de Constantino, realizó un viaje de peregrinación a Jerusalén para buscar el objeto que había soñado su hijo. De nuevo se apareció Gabriel y dijo a Elena mientras dormía: «Cava bajo el Gólgota y encontrarás la Vera Cruz». Elena hizo lo que el arcángel le había ordenado y desenterró el madero en el que Cristo había sido crucificado. Tras el hallazgo de la Santa Cruz, Constantino envió a sus mejores arquitectos a Jerusalén para ofrecerle el más hermoso de todos los relicarios: la iglesia del Santo Sepulcro.

Miles de peregrinos de todo el mundo afluyeron entonces a la ciudad santa para adorar la cruz. Sin embargo, algunos espíritus taciturnos no dejaron de señalar que se trataba de un instrumento de tortura. Temían que fuera un mal presagio, y desfilaban de rodillas por la ciudad cantando salmos y rezando. Querían retrasar a cualquier precio la llegada de la Jerusalén celestial -¡el advenimiento del Anticristo!-, que otros, en cambio, reclamaban con sus invocaciones: «¡Apresuremos el Apocalipsis -proclamaban estos impetuosos- para establecer cuanto antes el reino de Dios!».Y todos se flagelaban siguiendo la Santa Cruz…

Por desgracia, en 614 todo este tumulto atrajo la atención del rey de Persia, Cosroes, que envió su ejército al asalto de Jerusalén. Ahora bien, el general en jefe de Cosroes sentía un amor apasionado por su reina, una ferviente cristiana, y por eso se dirigió al Santo Sepulcro para apoderarse de la Vera Cruz y secuestrar al patriarca de Jerusalén, con intención de ofrecerlos a su soberana.

La ciudad agonizaba. Los hierosolimitanos se lamentaban: «Oh, Jerusalén, tú que eres tan bella, ¿a quién tienes para defenderte? ¿Quién te devolverá tu corazón, oh Jerusalén adorada?».

Heraclio I, emperador del Imperio bizantino, fue sensible a sus súplicas. Con sus elefantes derrotó al ejército de Cosroes y, no contento con eso, arrasó Ctesifonte. Temiendo por su vida, Cosroes preguntó a Heraclio I cómo podía aplacar su furor.

«¡Devuelve su alma a Jerusalén!», le respondió este.

Una semana más tarde, la Vera Cruz era restituida.

Jerusalén revivía. Sus habitantes festejaron el acontecimiento durante varios días, para descubrir después que el emperador bizantino se había llevado la Santa Cruz con él, a Constantinopla, y que Sofronio, su patriarca, no había sido liberado.

Así y todo, los hierosolimitanos se conformaron con la situación. En cualquier caso se felicitaban por pertenecer a una ciudad que indudablemente había nacido para la religión, como Venecia para el comercio, o París para la filosofía. Por desgracia para sus habitantes, esa era también la opinión del califa Ornar, que en 637 se apoderó de la ciudad santa en nombre de Alá. El califa respetó, con todo, el Santo Sepulcro y la libertad de los judíos y los cristianos, de manera que Heraclio no abandonó Constantinopla.

Pasaron casi cuatro siglos. El año mil se aproximaba, y una corriente incesante de peregrinos afluía a Jerusalén. En 1009, sin embargo, lo que resonó en la ciudad no fueron las trompetas del Apocalipsis, sino el ruido de los picos y piquetas que centenares de obreros descargaban contra las paredes del Santo Sepulcro mientras se desgañitaban proclamando: «Allah Akbar! ¡Alá es grande!».

Al-Hakim, sexto califa de El Cairo, príncipe de Babilonia, pilar de la religión, piedra angular del islam, asociado de la dinastía y muchas cosas más -de hecho, un fundamentalista, un Calígula de la época y Dios autoproclamado-, había decidido acabar de una vez por todas con el Santo Sepulcro, Pero una fuerza misteriosa despojaba de su vigor a los obreros que atacaban los cimientos. Los infieles murmuraban: oían una voz en el interior de la tumba. ¿Era Jesús? Al-Hakim, que no temía nada, se lanzó con todo su peso contra la puerta de la tumba. Se elevó un grito, se diría que humano. Al-Hakim palideció y anunció el fin de los trabajos; luego volvió a Egipto, donde desapareció en 1021.

Si en Jerusalén los cristianos agradecían a la providencia que hubiera preservado la Santa Cruz permitiendo que estuviera en Constantinopla, en Constantinopla el nuevo emperador decía que, si Dios había permitido que un infiel atacara el Santo Sepulcro, era precisamente porque la Santa Cruz ya no se encontraba en él. El emperador obtuvo de los descendientes de Al-Hakim la autorización para reparar la iglesia, a condición de financiar la operación y de emplear solo a mahometanos. Ante la importancia de los gastos, Constantinopla se dirigió a Roma, que rehusó participar en la financiación de los trabajos. Patriarcas y papas se enviaron bulas y diplomáticos, que al punto se hacían pedazos. Para acabar, en 1054, las dos iglesias se excomulgaron una a otra. El mismo año, astrólogos chinos descubrían en el cielo una nueva estrella.

La cristiandad se encontraba en muy mala situación el día en que la Santa Cruz fue restituida al Santo Sepulcro, finalmente reconstruido. Constantinopla, encargada del mantenimiento del lugar, aumentó las tarifas. ¡Había que recuperar los gastos! ¿Por una visita a la iglesia? Dos dinares. ¿Por una rápida ojeada a la cruz? Dos dinares más. ¿Cuánto por besarla? Cien dinares, y el doble si el peregrino venía de Roma. La visita se realizaba de noche. Los visitantes solo tenían derecho a un leve beso y luego volvían a su casa, con el paraíso en el bolsillo.

En Roma, el Papa estaba furioso. «La cruz -decía- no es un objeto de comercio.» En torno a él todos callaban, seguros de que Dios les proporcionaría un día los medios para castigar a Constantinopla. Y en efecto, unos años más tarde, los seléucidas invadieron el Imperio bizantino. «¡Ayudadnos!», imploró el emperador, enviando un cargamento de piedras preciosas a Roma. La cólera del Papa se aplacó, y con la mayor calma el pontífice anunció: «Sí, ayudaremos a nuestra hermana oriental… Pero no enseguida…».

En 1071, los seléucidas destrozaron al ejército bizantino en la batalla de Mantzikert. Palestina se encontraba amenazada. En 1089,Tiro cayó en manos del enemigo, y esta vez se produjeron ataques contra peregrinos, que fueron asesinados o vendidos como esclavos. En 1095, Roma reaccionó por fin.

Urbano II, príncipe de los apóstoles, santísimo padre, sucesor de Pedro, siervo de los siervos de Dios, etc., pidió a los soberanos cristianos que tomaran la cruz. Había llegado el momento de defender la tumba de Cristo y expulsar de ella a los infieles. Y el Papa empezó a prometer indulgencias plenarias y remisión de los pecados, antes de concluir su plegaria con un vigoroso: «¡Dios lo quiere!».

Primero partieron los pobres, la gente sencilla. Siguieron a Pedro el Ermitaño y a Gualterio Sin Haber, y cada día se sorprendían de la distancia a la que el Señor había colocado Jerusalén. El camino estaba sembrado de dificultades. Para animarse a avanzar, entonaban cánticos: «¡Que el Santo Sepulcro sea nuestra salvaguarda!». A pesar de todo, muchos sucumbían.

En Constantinopla se unieron a ellos Godofredo de Bouillon y otros caballeros. Juntos se apoderaron de numerosos territorios, donde fundaron principados y condados. Jerusalén, su futuro reino, estaba solo a unos días de marcha. Los cruzados continuaron avanzando valientemente, establecieron y disolvieron alianzas, corrompieron, traicionaron, mataron y rezaron.

Finalmente llegaron a Jerusalén y la sitiaron.

El 15 de julio de 1099, después de más de un mes de combates, Jerusalén volvió a ser cristiana. Su bautismo se realizó en la sangre: «El mejor de los cementos», aseguró Malecorne, uno de los sacerdotes presentes.

Enseguida, los caballeros emprendieron la búsqueda de la Vera Cruz, que los canónigos del Santo Sepulcro habían ocultado en la leprosería de San Lázaro. Los canónigos creyeron que nadie iría a buscarla allí, pero no habían contado con el impetuoso temperamento de Malecorne, que declaró: «¡Si no temo al diablo ni a los sarracenos, menos temeré a los leprosos!». Guiado por su instinto, el sacerdote entró en la leprosería y encontró la Vera Cruz bajo una cuna de paja oculta bajo una cama. «¡Como Cristo en su nacimiento! -exclamó Malecorne, que la besó y añadió-: Hemos venido a ti con la sola fuerza de nuestra fe y nuestra voluntad. ¡Que estemos aquí es un milagro, y aunque fueras tú quien desde lejos nos guiara, nosotros, solo nosotros, te hemos salvado!»

El sacerdote apretó la cruz contra su pecho y murmuró: «¡Pido humildemente que tus próximos milagros nos estén reservados a nosotros, los que te hemos liberado!».

Hay que creer que la Santa Cruz lo escuchó, porque en los años siguientes se sucedieron los prodigios.

En 1101, Balduino I, rey de Jerusalén, se vio obligado a partir al combate con solo dos mil hombres, frente a treinta mil egipcios. Las perspectivas eran tan negras que el rey pidió un milagro a Malecorne. «¡Un milagro! -exclamó Malecorne-. No es a mí, señor, a quien hay que pedirlo, sino a la Santa Cruz. ¡Confiadle vuestros pecados y ella os salvará la vida!» Balduino saltó de su caballo y se confesó ante sus soldados. Los hombres quedaron profundamente impresionados, y muchos se pusieron a llorar cuando Malecorne levantó en el aire la Vera Cruz, gritando: «¡Venceremos! ¡Dios lo quiere! ¡Venceremos!».Y todos creyeron ver brillar la cruz en el cielo, como un rayo de sol en medio de la noche.

Balduino volvió a montar y prometió a la cruz: «¡Juro ante Dios que si obtenemos la victoria, te cubriré con más riquezas de las que nunca haya podido soñar mujer alguna!».

Vencieron a los egipcios, y el tesoro reunido en el campo de batalla sirvió para cubrir la cruz con un ropaje de oro y perlas. En 1118, después de haber permitido a los francos vencer en Tell Danith, la Santa Cruz fue recompensada con la concesión de una guardia particular: doce valerosos caballeros, elegidos entre los mejores, que fueron conocidos como «los apóstoles».

Pero el uso que los reyes hacían de la Vera Cruz no gustaba a los religiosos. «¡Su lugar está en el Santo Sepulcro, no en los campos de batalla!», no dejaban de clamar. Los reyes no los escuchaban. Hasta el día en que el patriarca de Jerusalén tuvo problemas graves con una horda de jinetes mahometanos que querían cortarle la cabeza. Balduino II aprovechó la ocasión para volar en su socorro con la Vera Cruz. El rey ahuyentó a los infieles y devolvió la reliquia al patriarca, precisando: «La Santa Cruz no os pertenece. Vos tenéis solo el usufructo de la cruz, no la propiedad, que recae en todos los cristianos. Más que en una iglesia, su lugar está al lado de estos, dondequiera que se encuentren, siempre que estén en peligro». La santa Iglesia ya nunca volvió a criticar en Tierra Santa el uso que los reyes hacían de la Vera Cruz.

En el curso de los años, la reliquia dio tantas victorias al reino cristiano de Jerusalén que los sarracenos huían a su vista. En Montgisard, en 1177, Balduino IV, el pequeño rey leproso, se disponía a hacer frente a veinte mil infieles con solo quinientos hombres. El rey imploró la ayuda de la Santa Cruz. Y enseguida esta se elevó en los aires, irradiando un extraño resplandor. Todos los que se vieron bañados por la luz de la cruz se sintieron imbuidos de una fuerza prodigiosa. El ejército mahometano fue aplastado. Saladino pudo salvarse solo gracias al sacrificio de su guardia próxima. El caudillo musulmán nunca olvidó la afrenta sufrida aquel día; reclutó a mil magos y los conminó a encontrar un medio para contrarrestar los efectos de la cruz. Y, para que no pudieran tentarlos ni apartarlos de su objetivo, les hizo saltar los ojos y los encerró en el calabozo más profundo de su palacio de El Cairo.

Así, la cruz permitía vencer a los cruzados. Los éxitos se sucedían, y los francos ya se veían reinando sobre el mundo. Hasta ese día de julio de 1187, en Hattin.

1

Porque sé que quieres hacerme habitar en la muerte, en la casa donde han de reunirse todos los que viven.

Job, XXX, 23


Morgennes se despertó en medio de los muertos y miró alrededor. Se preguntó si estaba en la tierra o en el paraíso, aunque el infierno parecía corresponderse mejor con lo que tenía ante la vista: cuerpos mutilados, amputados por el filo de un sable o hundidos por un mazazo; cráneos abiertos, con el cerebro ennegrecido caído sobre la arena; sangre coagulada en las comisuras de una boca con las encías hendidas; un yelmo que encerraba para siempre el rostro sorprendido de un caballero que se había creído al abrigo de la muerte; corazas convertidas en ataúd que ejércitos de insectos revestían con un segundo caparazón; zumbidos de alas y élitros; maxilares y mandíbulas en acción; chasquidos de ganchos y pinzas; sobresaltos; vacilaciones; danzas de aguijones, labros y palpos; antenas, lenguas y trompas horadando, lamiendo, aspirando, entrando y saliendo de las heridas, de las cavidades de los muertos. Excitados por el festín, los cuervos saltaban de un cuerpo a otro, sin saber por qué manjar comenzar; luego uno de ellos se acercó a un arquero medio muerto para deleitarse con los humores de su ojo.

Morgennes se sintió mareado y cerró los ojos un instante. Permaneció tendido, tratando de rememorar los acontecimientos que lo habían llevado hasta allí. Pero no recordaba nada. Tenía los sentidos embotados. Solo sentía el peso de su cota de malla. Era increíblemente pesada, tan pesada que le molestaba para respirar. Sin embargo, tenía la impresión de flotar. Jadeando, tanteó con la palma de la mano para saber dónde se encontraba. La posición horizontal no era la de un hombre en medio de un combate. A menos que estuviera muerto. Lo que no era su caso, ahora estaba seguro de ello. Sentía en su mano enguantada de cuero la arena del campo de batalla, caliente por la sangre, negra y densa. De hecho, yacía tendido en un baño de sangre de tales proporciones que se preguntó si no era la propia tierra la que sangraba.

Extrañamente, aquello le dio nuevas fuerzas. Tenía que levantarse, levantarse de nuevo porque… sí, ahora lo recordaba: su caballo se había desplomado, mortalmente herido, y lo había arrastrado en su caída.

Morgennes sacó fuerzas de flaqueza, se apoyó con las dos manos en la arena húmeda y se incorporó. La cabeza le seguía dando vueltas, los sonidos le llegaban como ahogados. Se soltó el bacinete, lo lanzó un poco más lejos y, con los ojos cerrados, aspiró una bocanada profunda del aire ardiente y el acre olor de la batalla. Luego reflexionó. Debía de estar herido. Pasó la mano por la cota de malla y notó un profundo desgarrón en su flanco izquierdo. Algunas anillas de acero habían saltado, y su capa y su manto estaban rasgados. Solo tenía ligeras magulladuras en las costillas, pero la lanzada había rozado el corazón.

Al ver al arquero picoteado por el cuervo, Morgennes gritó, golpeó el suelo con el pie e hizo gestos amplios con los brazos. El pájaro salió volando pesadamente para ir a posarse a unos metros de allí, graznando de indignación.

Parecía que, con su ojo intacto, el arquero le diera las gracias. Pero el hombre estaba muerto, y aunque su boca esbozara una sonrisa, no iba dirigida a Morgennes.

El caballero recogió el escudo, luego a Crucífera, su espada, y partió en busca de los suyos. Emmanuel, su escudero, ¿seguiría con vida? Por desgracia, no sería su caballo quien lo ayudara a encontrarlo. Morgennes divisó los despojos del animal, que yacía cerca, destripado. Sobre su vientre zumbaban tantas moscas como estrellas tenía la noche.

Iría a pie, pues. Pero ¿hacia dónde? ¿Y en busca de quién?

Mirara donde mirara, no veía más que cadáveres, de sarracenos, de caballos, de caballeros, de arqueros, ballesteros y piqueros, de marinos, con sus ropas de lino basto, que habían ido a morir a tierra firme para ganar cuatro cuartos. Un gran número de turcópolos -auxiliares, cristianos en su mayoría, que los cruzados contrataban a precio de oro para aumentar sus efectivos- yacían tendidos en un mosaico informe. Sus túnicas disparejas, sucias, manchadas de polvo y sangre, se confundían con la tierra, que cubrían con un siniestro sudario. Morgennes era incapaz de decir dónde acababa el cadáver que tenía ante los ojos y dónde empezaba aquel otro del que distinguía, un poco más lejos, un trozo de pierna. Se diría que había un único muerto, un inmenso cúmulo de carnes putrefactas, tendido en un espacio de más de media legua. ¿Era posible que, de aquel ejército que había partido a ejecutar la voluntad de Dios, solo él hubiera sobrevivido? «Poco importa -se dijo-. Debo resistir. Resistir cueste lo que cueste.» Pero primero tenía que orientarse. ¿Reconocía aquellos parajes? ¿Qué colina era esa en la que crecían algunos tallos de hierba dispersos, secos y recios, donde se escalonaban unos raquíticos matorrales quemados por el sol?

Sí, era la colina de Hattin. La víspera, al atardecer, los francos se habían detenido allí después de una jornada cabalgando por el desierto. Habían pasado a lo largo de las cumbres nevadas de Türán y de al-Shajara y, tras dejar atrás los montes Lübiya y Khan Madín, habían franqueado las alturas de Meskana y avanzado luego apresuradamente hacia Tiberíades. La ciudad había sido ocupada ya, y el castillo asaltado por Saladino. Les quedaba media jornada de camino, pero la sed y la falta de avituallamiento habían alargado las distancias.

Con la garganta seca, Morgennes caminó hacia la colina, cuyas cimas -dos picos rocosos al pie de los cuales el rey de Jerusalén había plantado su tienda- se levantaban en el cielo del amanecer como los cuernos del diablo. Allí pensaba encontrar, si no a las tropas del rey Guido de Lusignan, al menos las del Temple y del Hospital. Y, quién sabe, tal vez a Emmanuel. De hecho, oía voces y un tintineo de armaduras.

El viento se puso a soplar. Venía del este y arrastraba una oleada de calor y de arena, henchida de vapores tórridos. Morgennes tosió ruidosamente. Le picaban los ojos. Cogió la keffieh de un sarraceno muerto y se la enrolló en torno al rostro.

Existe, en Sarmada, a medio camino entre Alepo y Antioquía, un viento terrible y temido por todos llamado el khamsin. Es un viento seco y cálido, cargado de gravilla. Cuando ruge, las ropas más delicadas se desgarran y el khamsin ataca la piel. No es raro que viajeros mal informados, o mal equipados, mueran con el cuerpo en carne viva, y a veces incluso con el hueso al descubierto, perfectamente limpio. Así, el khamsin se parece a las mujeres que, cuando no tienen lo que desean, muerden y arañan para haceros ceder. El viento que se abatía sobre Morgennes tenía la fuerza de un harén.

Morgennes utilizó su gran escudo en forma de almendra, que llevaba en la cara delantera la cruz blanca de ocho puntas de los hospitalarios, para ayudarse a avanzar. Plantó la base en la arena, se protegió detrás y esperó una encalmada. Pero los negros torbellinos del viento se encarnizaban con él, silbando, y trataban de morderlo, como un ejército de serpientes. Por más que Morgennes descargara violentos golpes con su espada para disiparlos, sus esfuerzos eran inútiles. Las serpientes se dividían al entrar en contacto con la hoja, se formaban de nuevo un poco más lejos y volvían al asalto. Morgennes trató de no hacer caso de ellas, se dijo que era víctima de un sortilegio y que nada de aquello era cierto. Permaneció inmóvil en medio de las ráfagas fuliginosas, impasible, como una roca, más fuerte que la borrasca, que sus zarpazos, que su locura. Luego, cuando el viento se calmó, se colocó de nuevo la correa del escudo en torno al cuello y volvió a ponerse en marcha.

En el campo de batalla, la acumulación de cadáveres era tan grande que, una y otra vez, Morgennes tropezaba con un cuerpo o patinaba sobre un escudo o una mancha de sangre. Si reconocía a un cristiano, murmuraba una corta oración y proseguía su camino. Ahora estaba seguro: la batalla había terminado. Los francos habían sido vencidos. Lo que ignoraba todavía era la magnitud de la derrota, no sabía aún cuántos hombres habían conseguido huir para volver a Jerusalén, a Tiberíades o a las llanuras más suaves de Séforis, desde donde habrían podido lanzar una contraofensiva.

La víspera, al atardecer, Raimundo III, conde de Trípoli, ya había predicho el desastre. «Es una locura atacar en estas condiciones -había dicho a Guido de Lusignan y a Gerardo de Ridefort, que mandaba la orden de los templarios-. No hay ni un solo punto de agua a menos de una jornada y media de marcha, y sin duda Saladino habrá situado allí a su ejército.» Algunos nobles, entre ellos los hermanos Hugo y Balian II de Ibelin, que se habían distinguido por su bravura en Montgisard, le habían dado la razón; pero Ridefort, cuyas opiniones siempre eran muy escuchadas por el rey, había hecho este comentario: «Sois un cobarde, Trípoli. No queréis enfrentaros a Saladino porque es vuestro amigo. Pero nosotros tenemos la fe, y la Vera Cruz está con nosotros: ¡Dios nos preservará de la sed!».

Entonces se habían girado hacia la Santa Cruz, que el obispo de Acre, Rufino, sostenía sin mucha convicción; y a continuación Lusignan, mirándola también, había dado la orden de ponerse en camino. «¡Dios está con nosotros!», había añadido para darse ánimos e imitar al breve linaje de los que lo habían precedido en el trono de Jerusalén.

Se hizo lo que el rey había ordenado, y al caer la noche las predicciones del conde de Trípoli se confirmaron: las tropas de Saladino rodeaban efectivamente el único punto de agua de la región. Incluso antes de entrar en combate, la cristiandad había perdido.

Los francos, extenuados por una jornada de marcha forzada y una noche sin beber, fueron recibidos de madrugada por la caballería mahometana, cuyos arqueros oponían a sus débiles asaltos una lluvia de flechas antes de salir disparados al son de los tambores de guerra.

La fe, el vigor y las espadas de los cristianos no sabían dónde golpear, y sus armas arrojadizas no llegaban a hacer mella en el cuero de los infieles.

Raimundo de Trípoli había intentado, entonces, una carga, pero las líneas sarracenas se habían separado ante él para dejarlo atravesar. «¿Dónde estará ahora? -se preguntó Morgennes-. ¡Espero que haya podido ponerse a salvo!»

De pronto se escuchó un estrépito más potente que los aullidos de la tempestad. Se acercaban voces entre un entrechocar de hierros. ¿Amigas o enemigas? Una orden en árabe se elevó por encima del tumulto:

– ¡Cogedlo! ¡No dejéis que escape!

¡Los sarracenos!

Un caballo pasó al galope ante Morgennes. Un chorro de bilis verdosa le manchaba el pecho, donde se habían aglutinado placas de arena y de sangre seca. Aterrorizado, el animal corría al viento en una huida caótica. Su silla negra con faldones dorados, bordados con hilos de oro y plata, llevaba sobre la perilla unas borlas de lana blanca. El arzón trasero tenía forma de cruz. Al obispo de Acre -pues aquella era su montura- le gustaba descansar el cuerpo contra él, pero, sobre todo, se trataba de un signo, de un símbolo: señalaba a los profanos la presencia de la Santa Cruz.

¡Y la silla estaba vacía!

La rabia, la vergüenza, la cólera, se apoderaron de Morgennes.

El obispo de Acre era la persona hacia la que todos se volvían en caso de dificultad. El obispo desempeñaba la función de un escudo espiritual y mostraba el camino que debían seguir, levantando bien alto la cruz para que todos pudieran verla, en todo momento, en cualquier punto del campo de batalla.

¡ La Santa Cruz había caído!

Una ráfaga de viento lanzó al caballo hacia una nube de polvo, y Morgennes se puso a caminar enseguida en dirección opuesta. Rufino debía de encontrarse allí.

El caballero se aventuró en medio de un tornado de ramitas ardientes que se le pegaban a la keffieh y amenazaban con inflamarla. Volutas de una humareda negra, tan densa como la pez, se aglutinaron sobre su cota de malla y su escudo, como si quisieran obligarlo a renunciar. Una capa de brasas calentó la sobrecota de malla de sus calzas y le quemó los pies. Pero Morgennes perseveró en su intento, reuniendo todo su coraje y las pocas fuerzas que le quedaban para avanzar. Encontraría al obispo y la cruz y los conduciría de vuelta a su campamento. Por nada del mundo debían caer en manos de los infieles. ¡Por Dios que no cedería hasta conseguirlo!

El aire se estremeció, la tierra se puso a temblar. ¡Se acercaban jinetes! El olor de ramaje y de alquitrán quemados se debilitó un poco. Morgennes se detuvo. Tendría que combatir. Los pliegues de su pesada capa negra flotaban tras él, azotando el aire con vigor y haciendo restallar la gran cruz blanca que la adornaba.

Ante Morgennes, las cortinas de humo negro parecieron apartarse por sí mismas, como dos puertas que se abren ante un huésped de postín.

Alguien se acercaba: un hombre con la cara y las manos rojas de sangre, desarmado, con las ropas desgarradas. Llevaba un vestido escarlata de mangas anchas y un lujoso jubón de cuero bordado de oro. Un crucifijo con piedras preciosas engastadas colgaba de su cuello, un fino estilete de plata pendía de su cinturón y un báculo labrado, que sostenía blandamente con su mano derecha, se arrastraba lastimosamente tras él. Era Rufino, el obispo de Acre. Había perdido su mitra. Aturdido, con la mirada ausente, parecía enajenado. Al distinguir a Morgennes, levantó los brazos al cielo gimiendo. Morgennes exclamó:

– ¡Monseñor! ¡Por aquí! Soy yo, Morgennes, guardián de la Vera Cruz…

Ante estas palabras, el rostro de Rufino recobró algo de vida.

– ¡Salvadla! -suplicó-. ¡Salvadla, la he perdido!

Morgennes se acercó, buscó la cruz con la mirada, pero no la vio por ningún lado. Sin embargo, por fuerza tenía que…

El obispo seguía avanzando, titubeando como si estuviera borracho, sin prestar ya atención a Morgennes. De vez en cuando tendía la mano hacia el suelo y levantaba un puñado de arena, que enseguida dejaba resbalar entre los dedos, llorando.

– ¡En realidad soy yo, yo, quien está perdido! -gritó, levantando un puño rabioso hacia el cielo cubierto de nubarrones.

En el mismo instante la tierra tembló violentamente. Morgennes apenas había tenido tiempo de pasar el brazo izquierdo por las enarmas de su escudo, cuando media docena de jinetes mahometanos surgieron de una nube de polvo, a solo unas varas de distancia.

Milhi vindicta! -aulló Morgennes para atraer su atención-. ¡Venganza!

Los jinetes lo oyeron y pasaron galopando a ambos lados del obispo. Morgennes pensó por un momento que tal vez hicieran caso omiso de su presencia. Pero el último jinete de la pequeña tropa cortó, con un amplio sablazo, la cabeza de Rufino, que rodó por la arena. Le había dado muerte sin odio, casi con indiferencia.

No ocurriría lo mismo con Morgennes. La cruz de su escudo lo señalaba como uno de los peores enemigos de Saladino. El formaba parte de esas órdenes de caballeros que eran objeto del más intenso odio por parte de los infieles. Era un soldado de Cristo, uno de esos milites Christi que habían jurado defender Tierra Santa costara lo que costase y morir por ella si era necesario.

Su experiencia de combate le había enseñado que no servía de nada precipitarse. De manera que se plantó firmemente sobre los pies, sujetó su escudo con fuerza y esperó pacientemente la carga de los mahometanos. «Muerto por muerto -se dijo (pues esa era su divisa)-, mejor pelear e ir hasta el final.»

Los jinetes se acercaban a galope tendido, y a su estela crecía una nube de polvo donde -detalle curioso- Morgennes vio volar algunos insectos; moscas, avispas o abejas, no hubiera sabido decirlo. Nunca antes había sido testigo de un fenómeno como aquel. Los infieles cabalgaban con aire decidido y sus rostros no revelaban ninguna emoción. Uno de ellos sostenía una lanza, que bajó mientras espoleaba a su caballo. Otros dos blandieron sus arcos y, de pie sobre los estribos, lanzaron una salva de flechas. Las primeras no alcanzaron a Morgennes, pero luego los disparos se hicieron más precisos. Las últimas se clavaron en su escudo, y el lancero se precipitó contra él.

La lanza golpeó a Morgennes con tal violencia que, tras rajar su escudo, lo proyectó cuatro varas hacia atrás. Un dolor vivísimo ascendió por su brazo izquierdo y se extendió por todo su cuerpo. La mano le empezó a temblar. Por suerte había caído sobre el cadáver de un obeso, y la grasa del hombre había amortiguado el impacto. Al ladearse en el último momento, Morgennes había evitado que lo ensartaran como un pollo.

El caballero volvió a levantarse, sin aliento, y cogió la tarja del difunto. Los sarracenos ya volvían al asalto.

Los arqueros giraron en torno a él y lo acosaron a flechazos. Aunque Morgennes no dejaba de moverse, por más que cambiara de paso y de dirección y blandiera su pequeño escudo, los proyectiles pasaban zumbando tan cerca de su rostro que podía distinguir el penacho de plumas negras del extremo.

Pater noster, qui es in coelis, sanctificetur nomen tuum…

Morgennes empezó a entonar un padrenuestro, lamentando no haber aceptado el sacramento de la extremaunción, que se administraba a los guerreros antes del combate.

Los jinetes caracoleaban buscando el ángulo de ataque ideal. Morgennes, a pesar de su sufrimiento, conservaba aún suficiente fuerza y voluntad para combatir y hacerles pagar lo más cara posible su captura o su muerte.

– … adveniat regnum tuum… -prosiguió, persuadido de que su última hora estaba próxima.

A una señal del jinete que había cargado la primera vez, dos sarracenos se lanzaron contra él con el sable desenvainado. Las hojas brillaban a pesar de la ausencia de luz, y Morgennes retrocedió para mantenerlas en su campo de visión.

– … fiat voluntas tua sicut in coelo et in terra! -se apresuró a terminar, no queriendo morir sin haber acabado su oración.

El primero de los jinetes descargó un golpe que Morgennes paró sin dificultad con su escudo, y el segundo recibió un tajo que le cortó el brazo a la altura del codo en el mismo instante en que se disponía a golpear. Demasiado seguro de sí mismo, había subestimado a Morgennes y no había visto en él más que a un caballero que se acercaba ya a la vejez.

El sarraceno lanzó un grito de dolor que se elevó a los cielos acompañando el sordo ruido del antebrazo al caer en la arena. Su mano, crispada sobre la empuñadura del sable, se contraía, presa de convulsiones.

Panem nostrum quotidianum da nobis hodie…

Llevados de su impulso, los jinetes se habían alejado. Morgennes aprovechó la circunstancia para deshacer su keffieh y secarse la sangre que lo había salpicado, sin perder de vista a sus adversarios. Se preparaba una nueva carga de dos jinetes, uno de los cuales blandía una poderosa maza que hacía girar por encima de la cabeza. Morgennes sujetó la tarja con más fuerza y se agachó ligeramente, preparándose para rodar de costado en el momento en que llegara el golpe. El hombre de la maza hundió las espuelas en los flancos de su caballo y se precipitó contra Morgennes.

En ese momento un sarraceno gritó:

– ¡No lo matéis! ¡Atrapadlo vivo! ¡Es un hospitalario! ¡Cincuenta dinares para el que me lo traiga atado de pies y manos! ¡Saladino, jefe de los ejércitos, Espada del Islam, lo ordena!

Los jinetes pararon en seco su carga y se miraron desconcertados. Extenuado, Morgennes apretó la empuñadura de Crucífera y se protegió detrás de su pequeño escudo. Habiéndose creído muerto ya hacía unos instantes, no tenía ningún deseo de rendirse y seguía decidido a vender cara su piel.

– … et dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimitimus debitoribus nostris…

En ese momento una oleada de dolor lo hizo vacilar. Tenía una flecha clavada en la espalda. La punta había sido especialmente estudiada para horadar las armaduras. El proyectil había atravesado dos capas de la cota de malla y se había hincado en su gambesón de tela acolchada.

Una segunda flecha le pasó por encima, luego una tercera, una cuarta, y fue como si hubieran tocado a rebato. De los seis infieles, cinco estaban indemnes, y juntos se precipitaron contra Morgennes, que en ese mismo instante confiaba su alma a Dios.

– … et ne nos inducas in tentantionem, sed libera nos a malo. Amen.

Había acabado. Podía morir.

Morgennes se sintió desfallecer. Tenía la sensación de que su corazón estaba a punto de estallar. Le dolían las articulaciones, le temblaban las rodillas, sus manos ya no tenían fuerza, su vista se nublaba. Quiso tragar, pero ya no tenía saliva.

«Se acabó -pensó, agotado-. ¿Puedo decir tan solo que he vivido bien?»

Más allá del sarraceno que cargaba, una nube de insectos se agitaba dispuesta a caer sobre él. Entonces un trazo luminoso hendió el espacio y atravesó el pecho del infiel. Durante un instante, Morgennes tuvo la impresión de que el tiempo ya no existía, de que ya no había sonidos, olores ni sufrimiento. Finalmente, como el mar que ataca de nuevo la costa con la marea alta, la vida volvió, ruidosa y colérica. La nube de insectos se disipó, y el infiel -cuyo caballo acababa de encabritarse- cayó de la silla, muerto, con una lanza sarracena atravesándole el cuerpo.

Un hombre se acercó al pequeño grupo formado por los cinco jinetes. El sarraceno, montado en una yegua blanca, los miró fijamente, hirviendo de cólera.

Su fino bigote lo señalaba como una persona distinguida; su vestimenta -un brial cortado en un tejido de brocado azul, un par de botas equipadas con espuelas de oro y un tocado de seda bordada con centenares de perlas pequeñas- revelaba a un personaje noble; su espada, una magnífica cimitarra con joyas engastadas en la guarda, encajada en un cinturón adornado con hilo de oro, indicaba que se trataba de un muqaddam, es decir, uno de los jefes del ejército sarraceno. La túnica que vestía estaba manchada de sangre en algunos lugares, pero no tenía ningún desgarrón, como si la mano de Dios (o de Alá) se hubiera interpuesto entre él y sus adversarios.

El recién llegado, que manejaba una lanza parecida a la que el sarraceno acababa de recibir en mitad del pecho, hizo trotar a su montura en dirección a Morgennes mientras decía a los jinetes en tono firme:

– Este hombre es mío, ya que vosotros no lo queréis. Saladino, que Alá lo guarde, ha pedido que se detenga la matanza y que se hagan prisioneros. Si Saladino, honor del Imperio, ornato del islam, lo pide, no seré yo, su sobrino, su humilde servidor, quien decida otra cosa. ¡Y vosotros debéis obedecerme, como yo obedezco a Saladino, que a su vez obedece a Alá, del que todos somos esclavos!

Los jinetes bajaron la cabeza sin rechistar, mientras Morgennes se preguntaba qué iba a hacer aquel hombre con él. Ya no se sentía con fuerzas para combatir, solo esperaba que le viniera una idea o que la gracia lo iluminara.

Pero fue el sobrino de Saladino quien, inclinándose desde lo alto de su caballo, le puso la mano en el hombro y le dijo con gran dulzura:

– Ahora puedes rendirte, no tiene sentido continuar.

– Es imposible -respondió Morgennes-. Soy un hospitalario.

– ¡Pero tu rey se ha rendido!

– Yo solo obedezco a mi orden.

– Todos los de tu orden han capitulado ya. Eres el último que combate. Incluso tu señor ha depuesto las armas.

– Solo Dios es mi señor -dijo Morgennes-.Y Dios no se rinde nunca.

Entonces, comprendiendo el desamparo de su prisionero, Taqi ad-Din -el más noble de los sobrinos de Saladino- extendió la mano en dirección al campo de batalla.

En aquel momento, como si la naturaleza lo obedeciera, se levantó un viento que expulsó la bruma, la niebla, el polvo y la humareda que envolvía las llanuras y la colina de Hattin, enrojecidas por la sangre. Lo primero que impresionó a Morgennes fue la luna, redonda y pálida. Su forma irregular se recortaba con tanta nitidez por encima del horizonte que podía distinguirse hasta la más pequeña mancha, hasta el menor cráter. Morgennes nunca la había visto así, y aún menos avanzada la mañana.

Luego vio las decenas, las centenas, los miles de soldados, todos cristianos, que los mahometanos habían hecho prisioneros. Morgennes divisó igualmente los estandartes del rey de Jerusalén, los de innumerables casas nobles, así como las banderas del Temple y del Hospital.

Debajo, hombres sentados en fila, con las lanzas y las espadas, inútiles, a su lado, eran encadenados por los soldados de Saladino.

Finalmente distinguió la Vera Cruz. Un infiel la paseaba del revés por el campo de batalla gritando:

– ¡Alá es grande! ¡Alá es único! ¡El es el único Dios!

Solamente entonces Morgennes rindió las armas.

2

Saladino, el rey de los reyes, el vencedor de los vencedores, es como los otros hombres, el esclavo de la muerte.

Inscripción de un estandarte en la cúspide de la tienda de Saladino


El día después de la derrota de Hattin, Saladino se encontraba en compañía de su estado mayor y de los más nobles de los prisioneros francos cuando fueron a anunciarle una noticia. Bajo el inmenso toldo de su tienda, tres emires se adelantaron para comunicarle la buena nueva: Nazaret ofrecía la rendición y Tiberíades había caído. Comprendiendo que las huestes de Jerusalén nunca acudirían a socorrerla, Eschiva de Trípoli había capitulado tras cinco días de resistencia. La condesa había abandonado el precario abrigo de su castillo con sus allegados y sus sirvientes -apenas una cincuentena de personas, entre ellas una docena de combatientes-, y bajo las miradas admirativas y compasivas de los infieles había cogido la ruta de Tiro, esperando encontrar allí a su marido, Raimundo de Trípoli, del que seguían sin tenerse noticias.

– ¡Traidor! -escupió Guido de Lusignan al oír este nombre.

Saladino se volvió hacia el rey de Jerusalén, se frotó la barba, corta y regular, y adoptando un aire avisado le preguntó:

– ¿Por qué esa indignación?

– Porque es vuestro amigo. La carga que dirigió solo tenía por objeto permitirle escapar. Él nunca ha tratado de causaros problemas. -Y añadió en un tono más bajo y casi acusador-: Habéis cerrado un acuerdo con Raimundo de Trípoli…

– No digo que lo haya hecho -respondió su interlocutor, enigmático-. Pero tampoco digo que no lo haya hecho.

Saladino observó a Lusignan, y una leve sonrisa iluminó por un instante su hermoso rostro, habitualmente grave y melancólico. El rey Guido creyó leer diversión en su mirada, pero lo que Saladino sentía estaba más próximo a la tristeza: el hombre que tenía ante sí no veía que su Dios lo había abandonado (pues no hay otro Dios que Alá); no veía que pronto todos los francos serían expulsados de Tierra Santa, que caerían bajo la espada o serían vendidos como esclavos. Ese hombre estaba ciego. Como estaban ciegos los que lo acompañaban y que se encontraban allí por ser cautivos de categoría, hombres cuyas familias deberían pagar un elevado rescate si querían volver a verlos: el condestable Amaury de Lusignan, hermano del rey de Jerusalén; Gerardo de Ridefort, maestre de la orden del Temple; el anciano marqués Guillermo III de Montferrat, de brazo tan valeroso como cuando había acompañado al rey LuisVII a Damasco; Unfredo IV de Toron, cobarde como una hiena a pesar de su sangre noble; algunos pequeños señores, como los de Yebail o de Boutron, y uno de los seres más viles que pudieran existir: Reinaldo de Chátillon, príncipe de Antioquía y señor de TransJordania. Los sarracenos lo llamaban «Brins Arnat», y lo odiaban porque, a pesar de las treguas, atacaba las caravanas de peregrinos que se dirigían a La Meca.

Los prisioneros habían sido despojados de sus armas y armaduras y vestían una simple túnica de tela cruda que les daba aspecto de pordioseros recién salidos de la cama. Con excepción de Reinaldo de Chátillon, todos temblaban de miedo ante la idea de ser entregados como alimento a las panteras de Saladino, que un mameluco de cara angulosa paseaba con aire despreocupado. De vez en cuando se escuchaba un bufido: un adolescente se divertía cosquilleando el morro de uno de los felinos con una pluma de avestruz. La bestia abría las fauces gruñendo, lanzaba un violento zarpazo y tiraba de la cadena en dirección al audaz. El mameluco hacía retroceder a la bestia; la cadena tintineaba y el animal se calmaba. El muchacho reía entonces a carcajadas y volvía a iniciar el juego.

– No temáis -dijo Saladino a sus invitados-. Estas panteras no le harán ningún daño. Lo conocen bien y lo dejan divertirse un poco. De hecho, las reservo a los posibles asesinos* (¡la peste caiga sobre ellos y sobre su jefe, Rashideddin Sinan!) que pudieran estar lo bastante locos, o drogados, para atreverse a entrar en mi tienda…


* Los asesinos (hashishin) eran una secta ismailí (chií) que usaba el asesinato de sus rivales como táctica política. Se decía que actuaban intoxicados por hachís, de ahí su nombre. (N. del E.)


El sultán se acercó a la mayor de las dos panteras y le acarició la cabeza entre las orejas. El animal ronroneó de placer y enseguida se tumbó en el suelo boca arriba para mostrar su vientre liso y negro a su amo.

– Como veis, son muy afectuosas. La primera, la que ahora se acerca al más joven de mis hijos (¡que es la niña de mis ojos, Dios lo guarde!), se llama Sahrazad. Estaba preñada de su hija cuando me la regalaron, y quise devolverla al desierto. Pero, como la heroína que le da nombre, se mostró tan encantadora que no pude resolverme a hacerlo. La segunda es la hija. La he llamado Maj-nun, nombre que se da a las personas poseídas por el demonio; pues, si de día es parecida a su madre, gentil y dócil, algo extraño le ocurre cuando cae la noche: entonces se transforma en un animal temible, y nadie, excepto yo, puede acercársele. Estas dos panteras son los únicos seres autorizados a permanecer en mi habitación cuando me acuesto.

Un silencio denso gravitaba en el aire, añadiéndose a las volutas de humo que surgían de las cazoletas de especias. La atmósfera era cada vez más pesada. Incómodos, los francos fingían encontrarse absortos en la contemplación de un pebetero o un tapiz de lana. La tienda era inmensa y albergaba a unas sesenta personas, la mayoría de las cuales se mantenían en la sombra. Solo algunos carraspeos y risas apagadas y el rumor de las conversaciones en voz baja señalaban su presencia. De hecho, los francos no llegaban a distinguir más que a una veintena de individuos: emires con lujosos vestidos de seda, muqaddam en cota de malla y brial de paño negro manchado con la sangre de los combates, mamelucos de la Jandáriyya de túnica de color amarillo azafrán, encargados de la protección personal de Saladino… Todos observaban a los prisioneros, disfrutaban con la contemplación de sus rasgos modelados por el miedo. Era un espectáculo penoso, pero Saladino lo prolongaba a voluntad; buscaba, a la vez, satisfacer a sus emires, gente cruel en su mayoría, y hacer comprender a los infieles que esta vez era el fin.

Con excepción de Chátillon, los francos lanzaban miradas en todas direcciones, buscando en el entorno de Saladino una razón para confiar aún, un indicio, una esperanza. Pero los mahometanos se mantenían imperturbables. El más fiel servidor de Saladino, el cronista Abu Shama -que, porque le gustaban las lenguas y conocía varias, ejercía el papel de traductor-, mantenía, por su parte, la cabeza baja. Él, de ordinario tan locuaz, charlatán como un loro, no apartaba la mirada de los motivos entrelazados de sus babuchas.

Cuando tuvo suficiente, después de haber saboreado a satisfacción su victoria, Saladino dio unas palmadas. Desde el fondo de la tienda se aproximaron una decena de sirvientes. El primero sostenía solemnemente un jarro de cristal decorado con suras del Corán y que contenía un líquido claro; el segundo, un par de candelabros; otros tres, platos decorados cargados de dátiles, pistachos, almendras y nueces, uvas secas e higos, y los últimos portaban instrumentos de música y empezaron a tocar. Un tañedor de ud -una especie de laúd- acompañaba a una pareja de tambores, mientras un cuarto músico extraía alegres sones de un arghul.

– Comed -dijo Saladino a sus huéspedes, invitándolos a ocupar un lugar sobre los cojines que cubrían el suelo de la tienda, recubierto de kilim.

Una joven bellísima salió de detrás de un biombo y se puso a bailar. Sus movimientos hechizadores cautivaron a la asistencia y la ayudaron a relajarse. A veces la bailarina jugaba con un pañuelo que pasaba ante sus ojos, y encantaba con la mirada, uno por uno, a los hombres presentes. Sus pequeños pies descalzos, decorados con hilos de oro, estaban dotados de una gracia y una ligereza fascinantes. ¿Era aquella joven una hurí descendida de su nube?, se preguntaba el viejo marqués de Montferrat, mientras la observaba boquiabierto. En cualquier caso, era la más hechizadora de las mujeres, y resultaba aún más sorprendente porque su piel era blanca, como la de las occidentales. Sin dejar de contemplarla, Saladino mojó sus labios en el jarro de cristal -lleno de agua de rosas refrescada por las nieves del Hermón- y luego lo pasó a Guido de Lusignan.

– Existe entre nosotros la noble costumbre de perdonar la vida a un cautivo que haya bebido y comido con su vencedor -dijo Saladino-. Bebed tanto como queráis, sé que estáis sediento.

Apenas había acabado de hablar el sultán, el rey de Jerusalén, después de haber bebido, pasó la copa de la paz a Chátillon, que la vació a grandes tragos.

Chátillon encontró el agua tan refrescante como si un canto de pájaros naciera en su pecho. Se sintió revivir a medida que el agua se deslizaba por su garganta y devolvía el vigor a sus miembros. Una luz nueva brillaba en sus ojos cuando su mirada se cruzó con la de Saladino.

El sultán lo observaba temblando, conteniendo a duras penas su cólera, apretando los puños y clavando en él sus ojos brillantes, de los que había desaparecido cualquier señal de benevolencia.

Sin saber por qué lo había ofendido, pero encantado de haberlo hecho, Chátillon sonrió a Saladino. Entonces este se levantó bruscamente y declaró, señalándolo con el dedo:

– Decid a este hombre que no he sido yo quien le ha dado de beber, sino Guido de Lusignan, rey de Jerusalén.

Había hablado en un tono tan violento que los músicos cesaron de tocar. Las panteras dejaron de roer los huesos que les habían tirado y levantaron la cabeza. La joven bailarina, por su parte, cerró los brazos en torno al cuerpo y retrocedió a las sombras de la tienda, donde desapareció.

Los francos se sintieron dominados de nuevo por la inquietud. No comprendían la reacción de Saladino. Se habían creído a salvo, y ahora el jefe de sus enemigos se indignaba porque uno de los suyos había bebido de la copa de la paz. El viejo marqués de Montferrat, que tenía algunos conocimientos de árabe, se acercó a Abu Shama y le preguntó en un tono lleno de aprensión:

– ¿Puedes decirme qué ocurre?

– Este hombre es un demonio -respondió Abu Shama mirando a Reinaldo de Chátillon-. Saladino (a quien Dios salve) se ha jurado que le haría pagar sus crímenes.

Todos sabían, en efecto, hasta qué punto se había hecho aborrecible Brins Arnat. Chátillon se había burlado a la vez de los hombres y de los dioses, cristianos o mahometanos, y solo había mostrado desdén y menosprecio por las treguas y la palabra dada. Se le debían numerosas guerras, innumerables actos de piratería, e incluso, unos años antes, el ataque a las ciudades de Medina y La Meca, cuyos arrabales había incendiado y saqueado. Igual que se recogen las espigas de trigo tupidas y cargadas de grano, Chátillon aprovechaba cada paz firmada entre Saladino y los reyes de Jerusalén para partir en campaña. Se dirigía entonces con sus mercenarios a sembrar la muerte y la desolación entre los más pacíficos, los que nunca tomaban parte en el combate, las mujeres, los niños, los viejos, los campesinos… Todos los que se esforzaban por vivir en buena armonía con los cristianos y encarnaban una promesa de paz entre las diversas comunidades. En realidad, a él se debía esta guerra -el ataque a Tiberíades por parte de Saladino-, y también había sido él quien, en contra de la opinión de Raimundo III de Trípoli, había animado a Ridefort para que convenciera a Lusignan de abandonar el oasis de Séforis, donde las huestes de los francos se habían instalado a la sombra de las palmeras.

Aunque era un hombre entrado en años, Reinaldo de Chatillon seguía manteniendo todo su vigor, su mal carácter y su insolencia. Chátillon era un fanático, uno de esos personajes de los que se piensa que la tierra iría mejor si un día desaparecieran. Un hombre que dirigía su violencia y su rabia contra todos los que se le oponían, golpeaba a los débiles igual que a los fuertes, y no respetaba nada, ni a su Dios ni a su rey ni a sus hermanos de armas, que a menudo habían tratado de devolverlo a la razón o de calmar sus ansias destructoras. Al tratarlo de demonio, Abu Shama se había quedado por debajo de la verdad: aquel hombre era el mismo diablo, por más que los mahometanos lo llamaran Brins Arnat y los cristianos el Lobo de Kerak, por el nombre de su fortaleza. Todo en él recordaba a ese animal abominado por todos: Chátillon tenía el cabello gris, la mandíbula prominente, la mirada acerada, la formidable musculatura y el paso vigoroso y ligero de esta alimaña. Para este hombre «de sangre y de violencia, patrón de todos los que viven de la muerte y la rapiña» (como se dice en Le Román de Renart), el mundo solo era una presa. Todos le temían, tanto sus enemigos como sus aliados. Chátillon no tenía amigos, nunca los había tenido, y tampoco los quería. Todo lo que quería era…, a decir verdad, no tenía ni idea de qué quería realmente. Y eso lo volvía loco de ira.

Saladino se acercó a Chátillon, que permaneció sentado, sosteniendo todavía en las manos la copa de la paz que el rey de Jerusalén le había alcanzado.

– Brins Arnat, príncipe de Antioquía y señor de Transjordania, viudo de Constanza (que Dios tenga en su santa guarda) y marido de Étiennette de Milly, dama de Kerak (que Alá tenga piedad de ella), ¿recordáis vuestras traiciones, vuestras exacciones, vuestra crueldad? ¿Conserváis en la memoria, desgraciado sire, vuestras rapiñas y vuestros pecados? ¿Sabéis que lo sé todo sobre las blasfemias (¡que el Altísimo os maldiga!) proferidas contra nuestro Profeta y que estoy al corriente de todas vuestras empresas sacrílegas contra las santísimas ciudades de La Meca y de Medina, de vuestros pillajes y violaciones? Ya que Alá os ha puesto en mi poder, responded a mi pregunta: ¿qué haríais de mí si me tuvierais en vuestras manos, como os tengo yo ahora en las mías?

– Sin duda te haría crucificar -respondió Chátillon con aplomo.

– ¡Insolente! -exclamó Saladino.

El sultán desenvainó uno de sus dos largos sables y golpeó a Chátillon en el hombro izquierdo. El sablazo casi le arrancó el brazo. La sangre manó de la herida y manchó el agua de rosas de la copa de la paz, que cayó al suelo y se vació.

– Acabas de elegir tu suplicio -dijo Saladino, volviendo a envainar su arma.

En los ojos de Chátillon brillaban dos llamas que el dolor no llegaba a extinguir. El Lobo de Kerak estaba tendido en el suelo, inmóvil, pero no había sucumbido al golpe infligido por Saladino; sus ojos permanecían fijos en el sultán, al que observaba mientras murmuraba palabras misteriosas.

Los francos se miraron atemorizados.

– Es justo que castigue tantos crímenes y cumpla mi juramento -dijo Saladino, sosteniendo la mirada de Chátillon-. Lo he jurado, recibirás la muerte por mi mano. ¡Prendedlo! -ordenó a sus mamelucos.

De nuevo se produjo un silencio. Saladino hizo que arrastraran a Brins Arnat por los pies y lo llevaran ante Guido de Lusignan. Al instante, el rey de Jerusalén padeció un violento ataque de tos, escupió algo en la mano y se excusó: «Un pistacho que se había quedado atascado…».

– Tranquilizaos -dijo Saladino-, un rey no mata a otro rey. Pero la perfidia de este hombre supera toda medida. En cuanto a ti, Brins Arnat, considera que no soy yo quien te castiga, sino Alá.

Los dos hombres se enfrentaron con la mirada y Chátillon comprendió instantáneamente la alusión. Unos años antes había atacado una caravana de peregrinos de camino hacia La Meca, y a los que le imploraban piedad les había respondido: «Pedid a vuestro Dios que os salve», antes de asesinarlos.

Saladino, en su noble papel de restaurador de la justicia en la tierra, se había jurado vengarlos.

De pronto una increíble pestilencia se extendió por la tienda. Tres hombres acababan de entrar. Vestidos enteramente de blanco, los recién llegados ofrecían un vivo contraste tanto con Saladino y su estado mayor, que vestían todos de negro, como con los mamelucos, que llevaban ropas de color amarillo azafrán y bordadas de oro. Aquellos hombres apestaban de tal modo que los francos se taparon la nariz con los dedos, mientras los mahometanos se esforzaban por mantener la compostura. Algunos esclavos de piel mate se apresuraron a doblar el número de pebeteros y los llenaron de mirra y cardamomo.

– ¿Por qué este retraso? -preguntó Saladino, aliviado al verlos llegar.

– La cabeza se resistía… -respondió lacónicamente uno de los hombres.

En su voz vibraban extraños chirridos de insecto, que intimaron a los ocupantes de la tienda a guardar un profundo silencio. Lo más curioso de todo eran sus ojos, blancos también, ya que carecían de pupilas.

Seguidamente el hombre mostró a Saladino un cofrecillo de forma piramidal, adornado en los costados con versículos en relieve del Corán. Al parecer, la arqueta se abría haciendo bascular hacia afuera una de las inscripciones. Eso hizo el hombre de blanco, y el cofrecillo se abrió, desvelando el rostro de Rufino.

El obispo de Acre dirigía a los invitados de Saladino una sonrisa boba, como si la locura que se había apoderado de él hacia el final del combate no lo hubiera abandonado, marcando sus rasgos para siempre. La cabeza tenía los ojos cerrados, igual que la boca, con los labios pintados de rojo, lo que resaltaba la palidez de las mejillas. Los francos vieron entonces que el hombre que sostenía el cofre era ciego.

– ¿Cómo lo habéis hecho? -le preguntó Saladino, observando a la vez la caja y la cabeza que se encontraba en su interior, estupefacto al ver que el cráneo de Rufino había cabido allí dentro a pesar de su tamaño.

– ¿Es una ilusión óptica? ¿Un truco de magia? -preguntó al-Afdal, el hijo menor de Saladino.

De hecho, por momentos le parecía ver cómo los contornos del rostro de Rufino se superponían a los de la arqueta.

– Es un misterio que no estoy autorizado a revelarte -respondió en tono enigmático el portador del cofrecillo, un místico reputado llamado Sohrawardi-. A menos que Saladino, tu padre (¡que la gracia sea con él!), sol de los méritos, sultán de Egipto, de Siria, del Yemen y de Nubia, me lo ordene, claro está…

– Conserva tus secretos -dijo Saladino, apartando la mano de su hijo del cofrecillo-. Que cada cual se ocupe de sus asuntos. Yo, de los hombres y de todo lo que se encuentra en la superficie del mundo; tú de los demonios y de todo lo que vive y respira bajo tierra.

Sohrawardi inclinó ligeramente la cabeza. Sus cabellos, peinados con elegancia, caían como una fina nieve sobre sus hombros, y su barba, también blanca, larga y untada de pomada, colgaba por encima de la arqueta.

– Gracias, ornato de la nación. Saludo tu sabiduría y aclamo tu grandeza de espíritu.

– Tu clarividencia me honra -repuso Saladino.

Sohrawardi le dirigió una amplia sonrisa, que descubrió una boca de dientes estropeados en la que faltaban la mitad de las piezas. El místico inclinó apenas la cabeza con aire de entendimiento. Ni Saladino ni él se llamaban a engaño.

En efecto, al contrario que Saladino, que era suní, Sohrawardi era de obediencia chií. El místico estaba persuadido de que el Corán tenía un sentido oculto, y trabajaba para descubrirlo. Pretendía reverenciar a los verdaderos imanes -y entre ellos el primero era Alí, el yerno de Mahoma-, apartados de la sucesión del Profeta por mentirosos y ambiciosos, ávidos de poder. No era raro que algunos chiíes entre los más sabios practicaran la astrología.

O peor aún, la nigromancia, como era el caso de Sohrawardi. A Saladino no le gustaba recurrir a hombres como aquellos.

Había entablado incluso una guerra feroz contra ellos. Pero en el combate que oponía a los cristianos, frente a una potencia como la de la cruz, había tenido que contemporizar. Había aceptado, pues, no hacer decapitar a Sohrawardi y a algunos de sus seguidores a cambio de sus servicios. Después de hacer que les saltaran los ojos, Saladino había ordenado que arrojaran a esos magos a las mazmorras de El Cairo, de donde los sacaba en ocasiones, cuando partía al combate.

Saladino sabía que eran peligrosos. Y, para mantenerlos bajo control, utilizaba ese sabio equilibrio entre bondad y crueldad que lo caracterizaba. Nunca los llevaba a todos juntos consigo, sino que prometía a los cautivos de El Cairo que ordenaría ejecutar a los que lo acompañaban si ellos no se comportaban como debían. Luego decía lo mismo a estos últimos, amenazándolos con mandar degollar a sus prisioneros si desobedecían. Aquella situación repugnaba a Saladino, que estaba decidido a hacerlos decapitar a todos una vez que hubiera concluido su misión: devolver Jerusalén al islam y librar a Tierra Santa de los francos. Por eso la captura de la Santa Cruz y la victoria de la víspera en Hattin lo alegraban tanto. Se acercaba el día en que por fin podría deshacerse de los brujos chiíes.

Y Sohrawardi lo sabía.

De todos los magos de Saladino, él era el más poderoso y el más temido.

Sohrawardi había nacido en Ispahan de la unión de una mujer y un macho cabrío, algo repugnante e insensato que, sin embargo, muchos relataban como un hecho cierto. Según decían, de ahí provenía su constitución excepcional, su superior resistencia a las enfermedades y los venenos, y aquella capacidad para no envejecer que tantos le envidiaban. De todos modos, los envidiosos se consolaban diciéndose que esas ventajas iban a la par con un desarreglo de las glándulas sudoríparas que lo hacía sudar de forma abundante y exhalar la pestilencia de su padre.

Sohrawardi no tenía edad. Aunque su barba y sus cabellos fueran blancos y su cara tuviera arrugas, había algo extrañamente joven en él. Algunos le atribuían una edad aproximada de ciento sesenta años, arguyendo que había seguido las enseñanzas de Avicena en Hamadan; otros pretendían que esas cuentas no eran correctas y afirmaban que había sido discípulo de Farabi, maestro de Avicena… Otros, en fin, más aventurados, se remontaban hasta Yehuti, portavoz y archivero de los dioses, y aseguraban que él era el único auténtico maestro de Sohrawardi.

Pero todos coincidían en reconocer que ningún otro mago sabía invocar a los yinn y someterlos mejor que Sohrawardi.

La leyenda explicaba que Sohrawardi había forzado al rey de los yinn a revelarle las palabras de poder que permitían hacer temblar la tierra, inflamar el aire, secar una fuente o emponzoñarla, lo que le había valido el sobrenombre de señor de los yinn.

Se murmuraba también que sabía hacer hablar a los muertos y deseaba el retorno de Ahrimán, el dios persa del Mal, aunque aquello no se había probado.

En cualquier caso se lo temía más de lo que se lo respetaba, y Saladino nunca lo dejaba solo: los dos hombres que se mantenían a su lado eran dos de sus más feroces mamelucos, y uno de ellos era el hijo de Tughril, su propio guardia de corps. Para hacerlos insensibles a cualquier posible sortilegio, les habían reventado los tímpanos, y para inmunizarlos contra el espantoso olor de Sohrawardi, habían destruido, por medio de brebajes y filtros, su sentido del gusto y del olfato.


– ¿Está todo listo? -preguntó Saladino.

Sohrawardi asintió con una pequeña sonrisa de satisfacción. Visiblemente, el cofre había reclamado toda su atención, y parecía contento del resultado.

– Pues vamos.

Cuatro mamelucos rodearon al sultán, mientras un quinto, el famoso Tughril, un coloso, se dirigía hacia la salida. Tughril era el más importante de todos los esclavos de Saladino. Era su jandár al-Sultdn, es decir, el jefe de su guardia, que por entonces contaba con más de tres mil mamelucos. Sus funciones incluían ser la «sombra» del sultán y precederlo en cada uno de sus movimientos para asegurarse de que el camino estaba libre. Era tan importante que Saladino lo había ennoblecido: a su muerte Tughril podría ceder el título a su hijo, quien, por su parte, no podría hacerlo a menos que fuese, a su vez, ennoblecido.

Los mamelucos mantenían una mano en la empuñadura de sus sables, sostenían una lanza en la otra y velaban por que nadie se acercara a Saladino.

Les seguían Sohrawardi y sus dos guardianes; después el estado mayor del sultán, que estaba compuesto esencialmente por el emir Darbas al-Kurdi, que tenía el mando de la al-Halqa al-Mansúra al-Sultániyya -la guardia particular de Saladino, formada por una cincuentena de jinetes curtidos-¡Moisés Maimónides, que era el médico personal del sultán; Ibrahim al-Mihrani, el síláhdárdn de Saladino, es decir, su escudero; Ibn Wásil, a la vez estratega, táctico y ayuda de campo, y el cadí Ibn Abi Asrun, que se ocupaba de todos los asuntos judiciales, civiles y religiosos del reino. Seguían toda clase de individuos a los que los francos vieron salir por primera vez de los rincones más oscuros de la tienda: mamelucos, muqaddam y emires diversos. Y cerraban la marcha mujeres vestidas con un simple taparrabo -cuya piel, frotada con grasa, olía a almizcle y brillaba en la penumbra-, que llevaban bandejas con jarras y vasos para ofrecer de beber a los invitados.

Abu Shama se acercó a Guillermo de Montferrat.

– Saladino me ha encargado que os escolte en la fiesta de esta noche -le dijo-. Os serviré de guía y de intérprete…

Y se inclinó, llevándose una mano al pecho.

Pero Gerardo de Ridefort, que sentía simpatía y admiración por el Lobo de Kerak, cogió a Abu Shama del brazo y, señalando a Chátillon, que agonizaba en un rincón de la tienda, le preguntó:

– ¿Y él? ¿Qué le ocurrirá? ¿Saladino lo abandona a sus panteras?

Porque, en efecto, Majnun se había acercado y sorbía a lengüetadas los charcos de sangre que empapaban las alfombras, ahora de color escarlata.

– Mi padre ha dado órdenes -intervino al-Afdal-. Ha dicho que lo haría crucificar. Hará honor a su palabra, podéis estar seguros…

– ¡Vamos! ¡Debemos apresurarnos! -cortó Abu Shama, que se impacientaba en la entrada de la tienda.

Guillermo de Montferrat tuvo un instante de vacilación. Buscó con la mirada a la joven que acababa de danzar para ellos y a la que había encontrado tan hermosa. Pero no aparecía por ningún sitio. ¿Se habría evaporado? ¿Habría vuelto al paraíso? Distinguió entonces un pedazo de tela negra que colgaba por encima de un biombo. ¡El pañuelo con el que los había seducido a todos!

Adivinando el objeto de su deseo, al-Afdal le propuso que lo cogiera.

– ¡Espero que os traiga suerte!

– Ella es lo más feliz que he vivido desde hace muchos años -dijo Guillermo con un suspiro, anudándose el pañuelo al cuello-. Ni siquiera era feliz antes de nuestra partida de Séforis. Desde la muerte de mi esposa, la tristeza y la melancolía no me han abandonado. Y temo que el espectáculo de este ángel danzando sea mi último momento de felicidad. Quisiera no olvidarlo nunca…

Guillermo de Montferrat suspiró de nuevo, tratando de invocar sus recuerdos. Pero no quería que al-Afdal comprendiera la naturaleza de su turbación, porque aquella joven le recordaba a alguien…

3

Por el nombre se conoce al hombre.

Chrétien de Troyes, Perceval


Habían sacado a Morgennes del cercado y dos mamelucos lo habían conducido luego a la cima de la colina de Hattin. Desde aquella altura, el caballero observó un extraño corredor de seda que, ondulando al viento, subía hacia él desde la llanura. La doble muralla estaba formada por una sucesión de telas cosidas entre sí, donde se representaban, bordados en hilos de oro, los más célebres episodios de la vida del rey de reyes, toda una serie de conquistas hechas en nombre de Alá por un kurdo: Saladino. En una de las páginas, Morgennes descifró cómo Saladino había crecido junto a su padre, Ayyub el Orgulloso, y su tío, Sirkuh el Voluntarioso; otra reflejaba la muerte del atabek de Alepo, Nur al-Din, en nombre del cual Saladino y los suyos habían conquistado Egipto; más lejos, Saladino testimoniaba su simpatía a la familia del difunto, y en otro lugar el sultán deponía y luego reemplazaba al último califa de El Cairo. Finalmente, la nación mahometana rendía homenaje a Saladino por ser el primero que había conseguido unificar Egipto y Siria, cogiendo de hecho en una tenaza al pequeño reino franco de Jerusalén. A punto de cumplir los cincuenta, el rey de los reyes, el vencedor de los vencedores, soñaba con incluir allí su página más bella: Jerusalén devuelta al islam.

Morgennes tenía la impresión de encontrarse en la última página de un libro inmenso, desplegado para permitir que sus héroes descendieran a recorrer el mundo. En comparación con la vida del sultán, la suya no era más que una puntada, un encaje con más vacíos que llenos. Recordaba vagamente haber estado en Egipto en la época en que Saladino realizaba sus hazañas, y buscó con la mirada el inicio del libro de seda. Los soldados alineados a lo largo de aquel relato gigantesco parecían prolongarlo hacia el exterior, como si las imágenes que el artista no había tenido derecho a representar -al prohibir el islam la representación de la vida- aparecieran dibujadas en el exterior. Esta impresión se veía reforzada por el hecho de que las telas, hinchadas por la brisa, se enrollaban en torno a los sarracenos y parecían querer absorberlos de nuevo. En suma, la historia los reclamaba. Inclinándose ligeramente, Morgennes pudo ver una tienda inmensa donde ondeaba un estandarte adornado con una inscripción ilegible a aquella distancia. Debía de ser la de Saladino. Luego un mameluco lo obligó a volver a su lugar, en el extremo del corredor de seda. Morgennes podía oír, a uno y otro lado de las colgaduras, cómo la multitud se apretujaba, impaciente y llena de murmullos.

Morgennes se preguntó qué querrían de él. ¿Tal vez hacerlo figurar también en una de las páginas de la vida de Saladino? Esbozó una sonrisa amarga y, como lo habían despojado de sus cadenas, se pasó las manos por las pantorrillas, allí donde habían pesado los hierros.

Observó el campo de batalla y sus innumerables cadáveres, las hogueras donde quemaban a los muertos, las pilas de túnicas, armas y armaduras. Espadas y cuchillos acompañaban a un caos de lanzas no lejos de un montón de mantos y escudos, todos con las armas del Temple y del Hospital. Más allá se veían cotas de malla, garnbesones de cuero, bragas y camisotes, cascos, bacinetes, una montaña de sillas y estribos, una miríada de arneses: ruina del ejército de Dios.

Al ver que las carretas no dejaban de llegar, alimentando el fuego de las hogueras, haciendo crecer las pilas de objetos, Morgennes se sintió invadido por una especie de embriaguez. El pulso le martilleó en las sienes hasta aturdido, le dio vueltas la cabeza, le flaquearon las piernas. Estaba a punto de desmayarse cuando un mameluco lo sujetó por el brazo. La presión de su mano había sido más amistosa que hostil; Morgennes se lo agradeció con una ligera inclinación de cabeza, pero el mameluco permaneció impasible.

Un movimiento en la llanura atrajo su atención. Un hombre vestido enteramente de negro, montado sobre un caballo del mismo color, arrastraba tras de sí a una treintena de pobres diablos atados que lo seguían con grandes dificultades. El jinete iba al paso, pero los cautivos estaban tan cansados que Morgennes podía ver cómo sufrían, agotándose en el intento de mantener la marcha.

Uno de ellos se derrumbó.

Dos de los prisioneros trataron de levantar al desgraciado, que se desplomó de nuevo. Entonces el jinete descendió del caballo, cogió un odre que llevaba atado a la silla, se acercó al hombre tendido en el suelo y le dio de beber, a él y a sus dos compañeros. Luego el jinete volvió a su montura, y la pequeña caravana continuó su camino.

Un clamor ascendió hacia el cielo. Venía de la parte baja de la colina, no lejos de la imponente tienda que Morgennes suponía que era la de Saladino. Una sesentena de nobles, oficiales y esclavos estaba saliendo al exterior. A su cabeza marchaba la Espada del Islam, seguido de su escolta y de Sohrawardi, al-Afdal, Abu Shama y algunos prisioneros francos. A su vista, el clamor ganó fuerza. Se escucharon aclamaciones, aullidos de alegría, que eran para Morgennes como sablazos que descargaran sobre él. Las exclamaciones atronaban; los sonidos reventaban como gotas enormes; se ahogaba en aquella marea de palabras, se asfixiaba, no podía respirar. Morgennes ya no oía nada. Bruscamente todo se volvió negro. En su cabeza solo resonaba una palabra. No, no una palabra, sino una necesidad: «¡Beber!».

Sus labios, secos y agrietados, parecidos a esa tierra que el sol poniente pronto bañaría con su luz, se torcieron para pedir agua. Pero de ellos no salió ningún sonido. Pronto haría dos días que no bebía nada, dos días durante los cuales había visto cómo algunos compañeros se volvían locos y otros se tragaban su orina o la de su caballo, y luego morían, riendo y llorando a la vez. Morgennes era solo aridez. El calor no le arrancaba ya ni una gota de sudor; el dolor, ni una lágrima.

La presión del mameluco sobre su brazo se acentuó, y Morgennes se incorporó, dispuesto a librar el que tal vez sería su último combate: su encuentro con Saladino.


El sultán avanzaba entre los lienzos de su vida, esas páginas de seda en las que sería envuelto cuando muriera y que constituirían el epílogo, la última puntada. Por el momento pasaba revista a los guerreros que se habían distinguido en Hattin. Saladino se acercaba a cada uno de sus bravos, los abrazaba y hacía que les entregaran un certificado que les permitiría ascender de grado, o recibir unas tierras o una renta si el soldado ya era viejo.

A veces el hombre recompensado se arrojaba a los pies del sultán y, deshaciéndose en lágrimas, se abrazaba a sus botas y las besaba con fervor. Enseguida un mameluco sujetaba al adorador para empujarlo violentamente hacia atrás: en 1176, un asesino había surgido de entre la multitud para asestar a Saladino un golpe en la cabeza con su daga. Por suerte, el sultán iba equipado con una cofia de mallas colocada bajo el fez, una protección que desde aquel día llevaría siempre. Hacía más de diez años que los ismailíes nizaritas multiplicaban las tentativas de asesinato. Los miembros de esta secta odiaban a Saladino, culpable a sus ojos de haber hecho caer el califato fatimí de Egipto, chií como ellos. Saladino era peor que aquellos perros cristianos. Era un traidor al que había que castigar a cualquier precio. El sultán, por su parte, les devolvía con creces ese odio, asediando una a una sus fortalezas en Siria. Un rumor afirmaba que se disponía a atacar la más poderosa entre ellas, situada en Persia: Alamut («el nido del águila»). Los mamelucos mantenían la mano en el pomo de la espada y Tughril examinaba a la multitud con la mirada; pero Saladino, por su parte, resplandecía. El sultán abrazó al último de sus hombres y se volvió hacia Morgennes con una mirada en la que brillaban la inteligencia y la curiosidad.


La luz era suave. El día se extinguía lentamente y en el cielo brillaban ya las primeras estrellas. Detrás de Saladino, antorchas blandidas por esclavos proyectaban sombras móviles sobre los rostros.

– De modo que… -empezó Saladino.

Pero apenas había abierto la boca cuando el resonar de unos cascos, acompañado de quejas y gritos, se dejó oír muy cerca. Los mamelucos desenvainaron sus sables y rodearon a Saladino, apartando a la multitud a empellones y golpeando a la gente con la hoja plana de la espada. Un jinete, con la cara sucia de hollín, se acercaba al galope.

El jinete saltó de su montura antes incluso de que el animal se hubiera detenido y se dirigió a grandes zancadas hacia Saladino. Un murmullo recorrió la multitud, que -temiendo que fuera un asesino- retrocedió asustada; entonces al-Afdal, el hijo menor de Saladino, exclamó:

– ¡Primo Taqi!

A pesar de su vestimenta, al-Afdal había reconocido a su primo: Taqi ad-Din, el sobrino preferido de Saladino. Taqi era un hombre de carácter fuerte, un original al que nunca faltaban recursos ni argumentos, y el sultán tenía una confianza ciega en él. Saladino le había confiado el gobierno de Egipto, e incluso lo había colocado al frente del Yazak al-Dá'im, una unidad especial formada por los mejores jinetes del ejército sarraceno que oficialmente no existía. Las misiones del Yazak eran tan importantes como variadas: preparar el terreno cavando pozos en los puntos avanzados de los futuros bivaques del ejército; envenenarlos o inutilizarlos si caían en manos del enemigo; vigilar al adversario para prever sus movimientos y cortarle el acceso a sus fuentes de aprovisionamiento y de información; lanzar contra él ataques sorpresa con objeto de evaluar sus fuerzas; infiltrar a un agente en sus filas y sacarlo luego; tenderle emboscadas; destruir sus víveres, dañar su material, robar sus caballos, secuestrar a sus oficiales…

Taqi ad-Din hincó la rodilla ante Saladino, le besó la mano, balbuceó una excusa, y luego se volvió hacia Morgennes, quien reconoció enseguida al hombre que le había salvado la vida, y que también, hacía un momento, había conducido a treinta prisioneros él solo y les había dado de beber.

Morgennes siguió observando a Taqi mientras este se lavaba la cara con un trapo blanco. El sobrino de Saladino vestía un brial de paño negro y, extrañamente, no llevaba armadura. En cuanto a su arma, era fácil de reconocer: era la suya, Crucífera, la espada que le había dado Balduino IV y que había sido antes del buen rey Amaury. Una hoja que había vertido mucha sangre y que Taqi, al parecer, encontraba de su gusto.

La montura de Taqi era la misma con que había combatido la víspera en Hattin: simplemente, la había embadurnado también de negro. Como el animal había transpirado mucho, en algunos lugares el hollín se había corrido, revelando una soberbia yegua blanca. Unas hermosas orejas salían oblicuamente de su cabeza nerviosa, rematada por un tupé de crines blancas. Solo su dueño podía cogerla de la brida sin que coceara. Taqi le susurró unas palabras al oído, y la yegua se alejó dócilmente hacia la llanura.

Luego Taqi se alisó el bigote y se giró hacia su tío.

– De modo -dijo Saladino- que este es el hombre cuyo coraje me alabaste tanto…

– Sí, es él -respondió Taqi.

– ¿Y quién es exactamente?

– Un valiente.

– ¿Es todo lo que puedes decirme de este individuo que me has pedido que separara de los suyos?

– Perdonadme, tío, pero no sois vos quien lo ha separado: él mismo lo ha hecho. Ha dado pruebas de mayor valor y tenacidad que ningún otro cristiano. Además, seguía queriendo batirse cuando la batalla hacía tiempo ya que había terminado.

– Sin embargo, se rindió.

– Yo lo convencí para que lo hiciera. Alegrémonos de tener vivo, por una vez, a uno de esos valientes que la muerte nos arrebata con tanta frecuencia.

– Mmm… -murmuró Saladino, indeciso-. ¿Quieres que lo honre porque sigue con vida?

– Mi muy querido tío, esplendor del islam, por desgracia somos incapaces de honrarlo como merece. Este hombre se ha honrado a sí mismo al mostrarse a la altura de sus ideales. Rindiéndole homenaje, nos honraremos a nosotros mismos.

– Basta -cortó Saladino, que empezaba a encontrar irritante a Taqi-. Ha llegado el momento de pedir su opinión a aquel de quien acabamos de hablar-concluyó, poniendo la mano en el hombro a Morgennes, que, vencido por la sed, se había derrumbado de nuevo.

– ¡Agua! -gimió.

– ¡Tu nombre! -ordenó Saladino.

– Se muere -se interpuso Taqi-. Hay que darle de beber.

– Que diga primero su nombre -bufó Sohrawardi frotándose las manos.

En torno a ellos el silencio era total. Todos aguzaban el oído. Conocer el nombre de aquel caballero franco se había convertido en algo tan importante para ellos como saber el nombre secreto de los yinn, el nombre que tendrían en el paraíso, aquel con que las huríes los invitarían a unirse a ellas en el lecho.

– ¡Agua! -repitió Morgennes con voz ronca.

– ¡Dinos tu nombre! ¡Si no, te corto las orejas y la lengua y se las doy a Majnun! -tronó Saladino.

El sultán sacó de su vaina una hoja larga y la sostuvo ante los ojos de Morgennes. En su mente atormentada, este había comprendido que alguien le preguntaba su nombre. Pero ¿qué era un nombre? No tenía ni idea. Le parecía que oía aquella palabra por primera vez. No recordaba siquiera que algún día hubieran podido darle un nombre

– Se llama Morgennes -dijo entonces una voz.

Saladino volvió su espada hacia el que había hablado: Guillermo de Montferrat. El viejo caballero arrugaba nerviosamente entre sus manos un pañuelo negro y lanzaba miradas inquietas alrededor. Nunca en su vida había suscitado semejante atención. «Nunca en mi vida -pensó entonces- he pronunciado una frase tan grave…» Lo que acababa de hacer podía condenar a Morgennes a muerte. Montferrat ya se arrepentía de su acción.

– ¿De modo que lo conoces? -siguió Saladino, acentuando la presión de los dedos en el hombro de Morgennes, en el lugar donde la víspera había penetrado una flecha.

– Es uno de nuestros caballeros, un pequeño noble, venido aquí hace más de veinte años… -respondió Montferrat, evasivo, con la cabeza inclinada en señal de deferencia.

Cada vez lamentaba más sus palabras.

– ¿Y vosotros? -preguntó Saladino a los otros francos-. ¿Lo conocéis?

– Es del Hospital -dijo Gerardo de Ridefort con una sonrisa cruel.

Un murmullo de cólera se elevó de la multitud.

– ¡Cómo! -se indignó Saladino, retirando bruscamente la mano del hombro de Morgennes-. ¡Quieres que recompense a un demonio!

– Tío… -dijo Taqi.

– ¡Estabas al corriente! ¡Además, es a ti a quien debe el estar con vida! ¡Mataste incluso a uno de los nuestros para salvarlo! ¡Mira su tonsura! ¡Y su barba! Hubiera debido adivinarlo: ¡todo en su porte revela al monje caballero!

– ¡Hay demonio en ti, lo sabía! -escupió Sohrawardi, pasando su mano arrugada sobre los párpados de Morgennes-. ¿De qué color era tu caballo?

– ¿Por qué esta pregunta? -inquirió Saladino.

– Invoqué a los yinn poco antes del inicio del combate. «San Jorge participará», me dijeron, los yinn no siempre dicen la verdad, pero la presencia del obispo de Lydda en el campo de batalla me incita a creerlo, pues en esta ciudad precisamente nació el culto a este santo. Allí descansa, allí le rezan con el máximo fervor:…

– ¿Es todo?

– Este Morgennes tiene el valor de san Jorge… Y, si tuviera su montura, no habría duda: este hombre y san Jorge serían una única persona.

– Si no puede ni decir su nombre, ¿por qué habría de decirnos el color de su caballo?

– Para salvar su vida…

– Respondería cualquier cosa. Por otra parte, es imposible verificarlo. Dime más bien por qué es tan importante para ti saber si Morgennes es san Jorge.

– Su sangre es poderosa -musitó Sohrawardi-. El que se baña en ella se hace invencible.

– ¡No os dejéis engañar por estas palabras! -intervino Taqi-. ¡Ya podéis ver que está herido! ¡Tiene una herida en el costado y otra en el hombro! -Se acercó a Saladino y le cogió la mano-. ¡Vuestra mano, tío, está cubierta de sangre! Al apoyaros sobre él, habéis vuelto a abrir la herida causada por la flecha… ¿Es esto un signo de invulnerabilidad?

– No recompensaré a este hombre -decretó Saladino, retirando su mano-. No sé si es o no san Jorge. En cambio, es un hecho incontestable que es del Hospital. Tengo un trato que proponer a estos caballeros, igual que a los del Temple, cuyos términos expondré mañana por la mañana, al salir el sol.

El sultán esperó un instante, y luego, viendo que Taqi se disponía a responderle, lo conminó a guardar silencio y, mirando a Morgennes, dijo:

– No tendrás recompensa, pero, de todos modos, tengo algo que darte. No es dinero, pues pronto no tendrás ya necesidad de él; no son tierras, de las que no podrías disponer; no es un título, pues ningún título tiene valor para quien cree en Dios; pero te concedo mi estima, ya que me pareces digno de ella -dijo mirando al rey de Jerusalén y a Gerardo de Ridefort-. Que lo lleven con los suyos. ¡Dadle de comer, pero, sobre todo, no de beber!

Saladino había hablado.

El sultán continuaba ya su camino hacia el terraplén situado en la cima de la colina de Hattin, donde había ordenado qué se construyera una pequeña estela conmemorativa, cuando la voz de Sohrawardi se elevó de nuevo tras él:

– ¡Pido ver la espada de este caballero!

– ¿Por qué? -tronó Saladino, visiblemente irritado.

– Si este hombre es san Jorge, la hoja de su arma estará hecha de un acero especial, particularmente ligero y resistente. O bien ocultará una reliquia en la empuñadura… En cualquier caso, hay que examinarla.

Una chispa de interés brilló en la mirada de Saladino.

– ¿Alguien sabe dónde se encuentra su espada?

Nadie respondió.

Taqi no decía nada, esperando que nadie se fijara en el arma que llevaba al cinto. El sobrino de Saladino contaba con el hecho de que la mayoría de las armas tomadas al enemigo se encontraban amontonadas al pie de la colina, a la espera de ser repartidas entre las tropas del sultán.

– Está ahí -dijo Morgennes con dificultad, tendiendo un dedo tembloroso hacia Crucífera.

La visión de su arma, el hecho de que hablaran de ella, le había proporcionado nuevas fuerzas. Lejos de ella languidecía, mientras que cerca de su espada la vida volvía a él.

– ¡Pero si habla! -se sorprendió Sohrawardi, encantado de haber suscitado una reacción en aquel cristiano que todos creían moribundo.

Saladino dirigió una mirada intensa a su sobrino.

– ¿De modo que la has cogido?

– Sí, tío.

– ¿Por qué?

– Me gustó. No sabía que fuera la suya…

– Pero ¿qué la hace tan especial?

A modo de respuesta, Taqi sacó la espada de su vaina. A contrario que las espadas que utilizaban los caballeros, su extremo no era redondeado. Así pues, el arma estaba destinada a servir tanto a un hombre de a pie, que golpea con la punta y con el filo, como a un caballero, que golpea solo con el filo. Por otra parte, su guarda, con una longitud de dos palmos y adornada con una cruz de bronce, permitía sostenerla con las dos manos y, por tanto, golpear con más fuerza, aunque en ese caso no podía utilizarse escudo.

– Es una espada de infante -constató Saladino-. No una espada de caballero…

– Mata igualmente bien -dijo su sobrino.

Taqi le tendió la espada, presentándola por la empuñadura, que estaba adornada con una medalla medio borrada por el tiempo. Saladino creyó distinguir, sin embargo, la forma de una luna rodeada por una serpiente.

– Ha derramado la sangre de nuestros guerreros. No quiero tocarla.

– Dame -dijo Sohrawardi clavando en Taqi sus ojos de ciego. Con manos febriles, el mago fue a sujetar el arma, pero Taqi lo rechazó.

– ¿Tiene un secreto? -preguntó Saladino a Morgennes.

– Sí -dijo Morgennes con un suspiro-. Como todas las espadas santas…

Todos los presentes lo miraron sorprendidos.

– ¿Cuáles? -inquirió Sohrawardi.

– Después de forjarlas -dijo Morgennes jadeando-, sus hojas se enfrían en una pila de agua bendita mezclada con sangre de demonio. Esto les abre el apetito…

Saladino se manoseó la barba y esbozó una sonrisa. Se preguntaba si Morgennes no estaría burlándose de ellos. Pero algunos miembros de la corte del rey de Jerusalén ya empezaban a murmurar. La atención que Saladino prestaba a ese hombre y a su arma irritaba a más de uno y despertaba los celos de los francos, que no habían olvidado cómo Balduino IV y Amaury habían preferido a Morgennes frente a otros muchos caballeros.

– ¡Patrañas! -objetó Ridefort.

– Nunca oí hablar de semejante costumbre -añadió Guido de Lusignan.

– Esta hoja es antigua -intervino Sohrawardi-. Digan lo que digan, no es de origen franco. No han podido forjarla… Es demasiado hermosa para eso.

– ¡Poco importa! -cortó Saladino, antes de ordenar en tono imperioso-: ¡Taqi! ¡Deshazte de esta espada! ¡Lánzala a un volcán, al fondo de los océanos, donde sea, pero no la conserves!

– Sí, tío -prometió Taqi bajando los ojos.

El sultán se dirigió hacia la cima de la colina. El momento de la oración se acercaba. Cuando Taqi pasó por delante de Sohrawardi, el viejo mago lo sujetó bruscamente por la manga, pero el sobrino de Saladino ocultó su sorpresa.

– Confíame esta arma -le espetó Sohrawardi.

– ¡Nunca! -replicó Taqi.

– ¡Obedece!

– No me provoquéis -lo previno Taqi-.Ya sabéis con qué tipo de sangre se alimenta esta espada…

El viejo mago lanzó un resoplido, soltó la manga de Taqi y fue a reunirse con Saladino.

4

¡Nuestros pasos nos conducirán ante tus puertas, oh Jerusalén!

Salmos, CXXII, 2


La cima de la colina de Hattin estaba excavada por una depresión, el cráter de un antiguo volcán. El ejército de Saladino, vestido enteramente de blanco, se apretujaba en la hondonada, ansioso por oír a su sultán. Era la hora del crepúsculo.

– Oremos -dijo Saladino.

Encaramados sobre el lomo de sus camellos, en minaretes de campaña, los muecines lanzaron la llamada ritual: -Allah Akbar! La illah ilaAllah!

Inclinados hacia La Meca, con la frente contra el suelo, recitaron la primera sura del Corán: «En nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso; alabado sea Dios, señor del universo, el compasivo, el misericordioso, el rey del día del juicio. A ti solo adoramos, a ti solo imploramos socorro. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado, no la de los que han incurrido en tu ira ni la de los extraviados».

Acabada la oración, hombres y mujeres se volvieron hacia Saladino. A pesar de sus vestiduras negras, el sultán brillaba más que la Kaaba en el centro de la multitud de los fieles.

Era el príncipe de los creyentes, la corona de los emires, el victorioso, el honor del Imperio, el glorificador de la dinastía, su buen augurio y su apoyo, el que posee las preeminencias, etc. Las palabras eran demasiado pequeñas para él; sin embargo, ninguna garganta era bastante profunda para pronunciarlas. Por más que se agotaran buscando una frase que lo ciñera, ningún hombre poseía el aliento necesario para decirla. No existían términos suficientes para honrarlo.

De modo que se engarzaban los comparativos más gastados para hacer de él un mito, un gigante, capaz de rivalizar con los héroes de la India, de Persia o de la Grecia antigua: sus ojos eran piedras preciosas y sus dientes perlas; sus encías y el interior de su boca eran de nácar y sus brazos de bronce; sus manos eran de oro; y sus dedos -¡ah, sus dedos!-, quién podría atreverse a compararlos con nada; sus piernas eran dos pequeños cedros; sus pies, un zócalo de mármol; su cólera, en fin, su fuerza, eran tan terribles que a su lado el khamsin parecía un capricho de niña, una broma. Su inteligencia, su astucia, harían triunfar la justicia y la verdad. Una palabra suya, y los malvados perecían.

Los sirios, los egipcios, los yemeníes servían al mayor de los conquistadores. Jerusalén ya les pertenecía. ¡Jerusalén! Dios, en su gran bondad, la ofrecía a Saladino. Ya no se trataba de tomarla, sino de aceptarla. Saladino, en un exceso de humildad que le era habitual, se preguntaba: «¿Somos dignos de ella?».

Sin duda era así.

El sultán levantó los brazos. Las mangas de su caftán se abrieron como las alas de un pájaro. Se hizo el silencio, apenas turbado por una brisa ligera y por el crepitar de las hogueras. En algún lugar graznaron unos cuervos. Más allá resonó la risa de una hiena. Qué importaba; los sarracenos no los oían. Todos escuchaban a Saladino, inmóviles, encapuchados en sus vestidos de lana color de luna.

Saladino abrió las manos, con las palmas tendidas hacia el cielo, y la luz de las antorchas que ardían tras él lo iluminó en ondas de carmín.

– ¡Concédenos la gracia, oh Señor, de expulsar a tus enemigos de Jerusalén! ¡Ofrécenos esta alegría! Jerusalén, la tres veces santa, está en manos de los infieles desde hace más de noventa años. Noventa espantosos años en los que nada se ha hecho por Ti en este lugar santo. Noventa años terribles en los que los infieles se han reforzado. Noventa penosos años en los que tus sirvientes, los que te estamos sometidos, no hemos hecho sino desgarrarnos entre nosotros. Yo sé por qué. Sí, sé por qué en noventa años ningún jefe mahometano ha conseguido reconquistar Jerusalén. Gabriel me lo ha revelado…

Se produjo un movimiento tras el sultán. Un cortejo de hombres morenos de rostro severo se acercó: eran religiosos, tocados con pequeños sombreros cónicos y hermosos mantos blancos de manga corta, sobre los que estaban inscritos en letras de oro versículos del Corán. Los hombres llevaban un bulto pesado, voluminoso, de aspecto vagamente humano. Los asistentes se preguntaron qué sería. ¿Un cadáver? ¿Un herido?

Los religiosos se detuvieron cerca de Saladino y, con un gesto uniforme, curvaron la espalda y levantaron los brazos. Una cruz se levantó en medio de ellos. La Vera Cruz. A pesar de su ropaje de oro y perlas, la Santa Cruz había perdido su luz y parecía más apagada que entre las manos de los francos. Entre la multitud se intercambiaron miradas: «¿Qué quiere el sultán?».

Entonces Saladino se acercó a la cruz y dijo acariciándola:

– ¡Esta cruz no es la menor de nuestras victorias!

Luego calló, dejando a los suyos tiempo para que se deleitaran con el espectáculo de la Santa Cruz.

– ¡A juzgar por la desolación de los francos, es la más importante de nuestras victorias! Más importante que la captura del rey de Jerusalén, de los maestres del Temple y del Hospital; más importante que la muerte de centenares de sus caballeros y de miles de sus soldados; más que todos los prisioneros y los rehenes que hemos hecho. ¡Más importante que todo, porque con ella hemos capturado a su Dios!

Los sarracenos se preguntaban: «¿Cómo es posible adorar esto?». Algunos reían, otros imitaban la crucifixión: burlonamente abrían los brazos, inclinaban la cabeza, sacaban la lengua en señal de agonía y se dejaban caer al suelo entre estertores. Los bromistas fueron expulsados a puntapiés.

– ¡Sin ella, en Montgisard, Balduino IV estaba perdido! -prosiguió Saladino-. ¡Sin ella, hoy los francos están perdidos!

Una tempestad de aclamaciones saludó sus palabras.

– ¡Alá es grande! ¡Alá es único! ¡Él es el único Dios!

Dios era incandescente. El calor había aumentado. Era como si el antiguo volcán de Hattin hubiera despertado para unir sus fuerzas a las de los mahometanos.

– Para que nuestra victoria nunca sea olvidada, he ordenado levantar una estela.

El sultán señaló con el dedo una pequeña construcción de forma circular, que habían empezado a edificar aquel día. La rodeaba un andamiaje. Sorprendentemente, aunque los muros no se habían levantado del todo, una cruz de madera se alzaba en lo alto de la edificación. Era más o menos tan ancha como alta era la Vera Cruz. Debajo de ella, dos hombres con capirotes negros, armados con mazos y clavos de hierro, aguardaban con los brazos cruzados sobre el pecho. Eran verdugos.

– Gabriel me ha dicho -continuó Saladino-: «Dios te esperaba». Me ha dicho: «Ninguna casa tiene más mérito que la tuya». Me ha dicho: «A los ayyubíes corresponde el honor de devolver Jerusalén al islam». Me ha dicho: «¡Y a ti, Saladino, corresponde unir a todos los mahometanos bajo una misma bandera!».

Los sirios, los egipcios, los yemeníes y los nubios entonaron el nombre de Saladino. Los otros, beduinos en su mayor parte, o los que venían de Bagdad, no dijeron nada. Una sombra había pasado sobre sus rostros. Entonces Saladino ordenó a Sohrawardi:

– ¡Diles lo que los yinn te han revelado!

– Tomarás la ciudad, oh esplendor del islam. ¡Pero perderás un ojo!

Un murmullo se elevó de la multitud.

– ¡Aunque me costara los dos ojos -declaró Saladino-, iría de todos modos!

Los hombres lo aclamaron. El sultán impuso silencio y prosiguió con una voz vibrante de cólera y emoción:

– ¡No todos los creyentes estaban ayer en Hattin! ¿Dónde estaban, pues? ¿Dónde estaban los verdaderos mahometanos? ¡Los que tardan en acudir en ayuda del islam no recogerán los frutos del paraíso! La yihad es el deber personal de todo mahometano. ¿Por qué la casa de los ayyubíes es la única en combatir?

Saladino recorrió con la mirada a los que consideraba como los suyos -sirios, egipcios, nubios, yemeníes-, vestidos con el uniforme blanco con versículos del Corán bordados a la espalda. A aquellos los amaba. Luego desafió con la mirada a los beduinos y a los que venían de Bagdad. Entre ellos se encontraban algunos jefes de tribus importantes. Pero muchos no habían acudido, esperaban a conocer el resultado de la batalla para desplazarse. Entre los más valerosos se encontraban Dahrán ibn Uwád, el joven jeque de los kharsa, una tribu de diez mil tiendas -no tenía aún trece años, pero ya gustaba mucho a las mujeres-; Náyif ibn Adid, el impetuoso jeque de los muhalliq, una tribu de tres mil tiendas -un gran amante del arte que por nada del mundo se hubiera perdido un combate-; Matlaq ibn Fayhán, el misterioso jeque de los zakrad, una tribu de ochocientas tiendas -que formaba a los mejores halconeros del mundo-, y finalmente, aunque hubiera llegado en el último momento, al final de las hostilidades, como era su costumbre, Rawdán ibn Sultán, el voluptuoso jeque de los maraykhát, una tribu de mil quinientas tiendas, que se desplazaba con muchas mujeres y bebía vino a raudales.

En cambio, al menos otras dieciséis tribus, que representaban unas treinta mil tiendas, habían hecho caso omiso de la llamada lanzada por Saladino el mes precedente. Para él, era un insulto. El sultán se encendió de ira.

– ¡Todos deben acudir junto a nosotros o perecer como perros en el desierto! ¡Id a decir a todas las tribus, a todas las casas, que se sumen a nuestras filas para que nos unamos en la gloria de Alá!

A pesar de su pequeña talla, Saladino irradiaba gran energía.

El sultán apretó contra su pecho a su hijo, al-Afdal, y respiró en su cabello el intenso olor del atardecer de que se había impregnado. Sus hijos eran todo su orgullo. Por ellos había erigido su imperio. Se sentía como el orgulloso Alejandro de otros tiempos, cuyo imperio era mayor que la mano de Alá, pero más pequeño que donde alcanza su mirada, porque su mirada alcanza el infinito.

Morgennes, que a pesar de su extrema fatiga había seguido con atención toda la escena, se sintió emocionado por la fe de Saladino y la vehemencia con que enardecía a su pueblo. A su lado, la figura de Guido de Lusignan palidecía. Ridefort era patético y Raimundo de Castiglione, el maestre del Hospital, era un hombre que no destacaba apenas. Ninguno de los tres tenía ese carisma, esa fuerza de convicción, ese don para mostrar a sus tropas el camino que debían seguir.

Una desesperación inmensa se adueñó del alma de Morgennes. Se preguntaba por qué los mamelucos no lo habían acompañado de vuelta al cercado. ¿Acaso el espectáculo no había terminado? Buscó con la mirada a Taqi ad-Din, pero había desaparecido. En cambio, la corte del rey de Jerusalén no estaba lejos. Parecía que no se preocupaban por él. De pronto, el viejo marqués de Montferrat se llevó un dedo a los labios para indicarle que estuviera dispuesto. Discretamente le dirigió un pequeño guiño y le mostró la gran cruz en lo alto de la estela. Al parecer, Montferrat tenía un plan. A menos que tratara de decirle que no perdiera la esperanza, que Jesús estaba allí, que velaba por él.

Morgennes se vio apartado de sus reflexiones por el concierto que ofrecían una cuarentena de palomas que revoloteaban a ras de suelo. Los pájaros arrullaban alegremente, felices de salir en misión. Matlaq ibn Fayhán les había atado bajo el vientre un rollo de pergamino para anunciar la victoria de Saladino a todas las tribus que hasta entonces se habían mostrado reacias a participar, a todas las ciudades que todavía no se habían incorporado a su causa; y para conminarlas a que se unieran a él, o al menos enviaran armas, dinero o víveres.

El vientre y las alas de las palomas habían sido pintados de color azul cielo; Solo les habían dado de comer una vez en todo el día, al alba, una mezcla especial de cebada y de mijo de la que la tribu de los zakrad poseía el secreto.

Agentes del Yazak habían penetrado la semana anterior, disfrazados de mendigos, mercaderes o ulemas, en el seno de cada ciudad, de cada tribu a la que Saladino quería enviar su mensaje. Y en cada caso llevaban consigo dos jaulitas. La primera contenía una pareja de palomas: un macho y una hembra; la segunda, un joven macho célibe. Posteriormente habían separado las parejas; los machos habían vuelto al campo de Saladino con uno de los agentes del Yazak, y las hembras habían sido introducidas, bajo la mirada de su compañero, en la jaula del palomo célibe. La naturaleza está hecha de tal modo que los machos, celosos y desgraciados, solo tenían un deseo: volver volando rápidamente junto a su amada.

Matlaq hizo un gesto en dirección a Saladino, y tres palomas volaron hacia él. Eran unos pájaros soberbios, de gran envergadura. Las aves se posaron a los pies del sultán, pavoneándose. Saladino cogió una de las palomas en sus manos, formando una copa, y se acercó al rey de Jerusalén.

– Esta es para vuestra mujer. Le informo de a cuánto asciende vuestro rescate… Así sabrá que estáis con vida. ¿Queréis añadir algo?

Lusignan, temblando ante la idea de que el Yazak se hubiera acercado tanto a su esposa, se contentó con murmurar:

– Decidle que pague, lo más rápido posible…

– Escribídselo vos mismo.

Dos ulemas le llevaron con qué escribir, y Guido de Lusignan comenzó a redactar su nota. Cuando hubo terminado, Saladino cogió un segundo pájaro. Esta vez se dirigió a Gerardo de Ridefort, maestre del Temple.

– Este mensaje es para el patriarca de Jerusalén, Heraclio -dijo el sultán-. Por desgracia para él, son muy malas noticias: la Vera Cruz está en nuestra posesión, y uno de sus hijos, Rufino, obispo de Acre, está… -Saladino lanzó una ojeada a la cabeza de Rufino, en la arqueta, y prosiguió-:… incapacitado para abrazar de nuevo a su padre. En cuanto al obispo de Lydda, Bernardo, su otro hijo, no lo hemos encontrado. ¿Está muerto? ¿Vive aún? Probablemente haya huido… A vos, pues, Gerardo de Ridefort, gran amigo de Heraclio, planteo esta pregunta: ¿queréis ser el hombre que lleve al patriarca de Jerusalén, y por tanto a la cristiandad, la noticia de que la Vera Cruz está en nuestra posesión?

– Se lo diré. Y añadiré también que haré cuanto esté en mi mano para recuperarla.

– Es decir, no gran cosa, me temo -concluyó Saladino volviéndose hacia la tercera y última paloma-. Esta es para Etiennette de Milly, futura viuda de Reinaldo de Chátillon, que aquí llega justamente…

Dos robustos mamelucos subían a caballo por un estrecho sendero arrastrando tras de sí a un hombre encadenado: Reinaldo de Chátillon. El Lobo de Kerak, reducido al estado de magma sanguinolento, se tambaleaba bajo el peso de sus cadenas. Jirones de carne se habían enredado con los eslabones, de modo que parecía imposible liberarlo sin arrancarle la mitad del cuerpo. Pero Chátillon no había perdido nada de su fiereza. Aún se tenía en pie, Dios sabe cómo, y en medio de los escupitajos, las injurias y los golpes, seguía avanzando. En sus ojos resplandecía un brillo demente y sus labios se elevaban en un rictus repulsivo que descubría sus caninos, enrojecidos por la sangre. El hecho de que aún siguiera vivo ya era en sí mismo un milagro. Lo impulsaban una cólera y una rabia tan vivas que a intervalos irregulares su organismo se veía acometido por temblores. Entonces reducía el paso, tensaba los músculos como si quisiera romper los hierros que lo sujetaban y frenaba la marcha de los caballos que tiraban de él. Ante sus esfuerzos, la multitud, espantada, retrocedía. Los mamelucos espoleaban a sus monturas, y Chátillon volvía a arrancar, como un roble brutalmente desenraizado.

Una vez llegados a la cima de la colina de Hattin, los mamelucos se dispusieron a izar a Chátillon al primero de los tres niveles del andamiaje. Los verdugos los ayudaron, sujetando el cuerpo por las axilas y pasando cuerdas bajo sus brazos, mientras desde abajo lo empujaban por las piernas gritando rítmicamente.

Un lamento fúnebre, un aullido que helaba la sangre, surgió de la garganta del Lobo de Kerak. Un largo grito de dolor y de rabia. Los sarracenos estaban ansiosos por acabar y clavar definitivamente en su cruz a aquel hombre infame. Mientras lo subían al segundo nivel del andamiaje, Saladino se dirigió a la multitud.

– Temo que Brins Arnat no esté en condiciones de escribir a su viuda. De modo que yo me encargaré de hacerlo. Así conocerá su epitafio.

El sultán blandió una placa de madera, sobre la que había hecho grabar, en árabe y en lingua franca, la inscripción: Reinaldo de Chátillon, príncipe de los francos de tierra santa.

– Usurpando el poder en toda ocasión, mofándose de Dios igual que de los hombres, cualquiera que fuera su rango, escuchándose solo a sí mismo, así era Brins Arnat. El es la imagen que conservaremos para siempre de los francos venidos a esta tierra: la de unos abominables saqueadores sacrílegos, violadores y embusteros, sin fe ni ley.

Cuando su ayudante hubo acabado de copiar el mensaje bajo su dictado, Saladino soltó a la paloma, que, con un breve aleteo, se reunió con sus congéneres. El jeque Matlaq ibn Fayhán acarició a los pájaros con la mirada, en una muda señal de aliento. Durante unos momentos las palomas trazaron círculos por encima de Hattin, y luego se dispersaron en la noche, llevadas unas por el viento y otras luchando contra él. Finalmente desaparecieron. Excepto un último pájaro, mucho mayor que los otros, que lanzó un grito estridente. Morgennes lo miró: era un magnífico halcón peregrino, el ave preferida de los reyes. Su plumaje gris oscuro mezclado de azul señalaba que era una hembra, cazadora temible, con reputación de indómita, que se había convertido en el emblema de los zakrad.

Poco después, los verdugos sacaron los brazos de Chátillon del amasijo de cadenas que los sujetaban y se los separaron para clavarle las manos. Los mamelucos estaban cada vez más nerviosos. Tughril los había dispuesto en círculo en torno a Saladino y la estela funeraria. Los guardias formaban un cordón tan apretado de cimitarras y lanzas que quien tratara de franquearlo padecería un infierno de hojas aceradas.

Se escuchó una inspiración profunda, seguida inmediatamente de un silbido horrible: el del metal hundiéndose en la madera. Chátillon no había despegado los labios.

Los sarracenos exultaban.

– ¡Sufre! -gritaban-. ¡Retuércete de dolor! ¡Sufre más! ¡Sufre siempre!

La vigilancia se había relajado ligeramente, y Montferrat, Plebano de Boutron y Unfredo IV de Toron se acercaron a Morgennes. En otras circunstancias, este lo hubiera encontrado más bien chusco, porque Unfredo de Toron era conocido por su cobardía -que por otra parte no negaba ni trataba de ocultar- y evitaba la compañía de los audaces. Los tres caballeros se esforzaban en adoptar un aire tan tranquilo como podían, pero sus sonrisas eran crispadas y en sus rasgos se reflejaba la tensión.

Guillermo de Montferrat dio unos pasos ante Morgennes, lo buscó con la mirada y, cuando lo hubo encontrado, desanudó su pañuelo. El chal de seda se deslizó de su cuello y cayó al polvo. Luego Montferrat bajó la cabeza, como si esperara algo, mientras sus labios articulaban un padrenuestro silencioso.

De pronto, un brusco movimiento de la multitud tuvo lugar del lado de la estela. Un franco de unos treinta años («¡Unfredo de Toron!», constató Morgennes, estupefacto) escalaba el andamiaje, con una decena de mamelucos tras sus talones.

– ¡Huid! -exclamó entonces Montferrat, dando un empellón al primero de los mamelucos que vigilaban a Morgennes, mientras Plebano de Boutron sujetaba al segundo.

Inmediatamente Morgennes se inclinó, cogió el pañuelo y huyó, aprovechando la aglomeración y la oscuridad para desaparecer. Montferrat lo vio escapar y no pudo evitar una última sonrisa antes de que los mamelucos se abalanzaran sobre él.

5

¡Que mi doctrina chorree como la lluvia, que mi palabra gotee como el rocío, como el aguacero en la hierba tierna, como la llovizna en la pradera!

Deuteronomio, XXXII, 2


El campamento de Saladino se extendía en un espacio de más de media legua entre Tiberíades y Kafr Sebt. Morgennes ascendió por la pendiente en el interior de la depresión y luego bajó la colina. Corrió, primero a cuatro patas, como un animal, magullándose las manos y los pies con las rocas, y luego se incorporó. Después de alcanzar el refugio de un bosquecillo, se detuvo cerca de un olivo y se enrolló el pañuelo negro en torno a la cabeza. Parecía un beduino.

Sus ropas estaban sucias y manchadas de sangre, con multitud de agujeros que dejaban ver su piel morena, tostada por el sol La huida había despertado en él recuerdos dormidos desde hacía mucho tiempo. Su infancia. Los juegos con su hermana, las partidas de escondite en la montaña, las carreras en la nieve, el viento helado sobre sus rostros, sus dedos entumecidos por el frío, los copos en su pelo, en sus ojos, en sus bocas, muy abiertas. En su boca, muy abierta… De hecho, no era el Morgennes adulto quien había corrido, sino el Morgennes niño. Había corrido como en otro tiempo había huido, al otro lado del río, hacia la capilla y el bosque… Antes de aquella carrera, no recordaba siquiera haber tenido una infancia. Como Ulises, aquel primo lejano que lo había precedido en la peregrinación, Morgennes había provocado la furia divina. Una maldición había borrado en parte su memoria. Desde entonces permanecía como un náufrago en Tierra Santa, condenado a seguir lejos de su hogar hasta que una mano caritativa lo devolviera allí.

¿Pero había en algún lugar una Penélope, un Telémaco? Ya no lo recordaba. En realidad, ni siquiera recordaba haber olvidado. Para él solo existía la prisión del presente.

Todo lo que Morgennes sabía de su pasado era o reciente o muy antiguo. Pero había olvidado hasta las razones de su ida a Tierra Santa, sus primeras hazañas -aunque se las hubieran relatado en más de una ocasión- y todo lo que hace que un hombre haya vivido. Morgennes se sentía, sin duda, con un pasado, con una historia, pero ¿era la suya? Si hubiera sido la de otro, no habría visto ninguna diferencia. En cierto modo, había nacido hacía menos de un año. Cuando lo habían nombrado guardián de la Santa Cruz. Otros caballeros del Hospital habían soñado con ser elevados a esta función. Él no. Él no era un político suficientemente hábil, y nunca se había encontrado a la cabeza de esa casta. Había gente que velaba por él, amigos. Gente que pensaba bien de él, que conocía su historia, las pruebas que había soportado, las hazañas que había realizado, la maldición que lo había golpeado. Otros, al contrario, estaban celosos de su persona, lo querían mal. Morgennes los irritaba: parecía indiferente a todo. Pero lo que en unos suscitaba exasperación, en los otros despertaba estima. Era como si el mundo, al entrar en contacto con él, se dividiera en dos. Estaban los que lo encontraban modesto y los que lo encontraban orgulloso. Estos decían que a menudo era triste y aquellos opinaban que estaba casi siempre alegre. Los que consideraban que se preocupaba poco por los demás se enfrentaban a los que alababan su capacidad de escuchar. Estos resaltaban su calma y su dominio de sí mismo. Aquellos deploraban su cólera y su impertinencia.

En el año de gracia de 1186, el maestre del Hospital, Roger des Moulins, había reunido a su consejo privado. Se trataba de saber qué hermano debería reemplazar al noble y buen hermano Montillet, guardián de la Vera Cruz, muerto en el combate. Se había mencionado el nombre del hermano Morgennes, lo que había dado lugar a una agitada discusión.

– ¡Es un individuo insulso, os digo!

– ¡Pues yo creo que tiene una fuerte personalidad!

– ¡Es un insolente!

– ¡Siempre se muestra muy respetuoso! -¡No deja de discutir!

– ¡Nunca habla demasiado, y siempre lo hace acertadamente!

Le encontraban innumerables defectos que compensaba un tesoro de virtudes. Valiente, audaz, eran calificativos que se repetían con frecuencia. Tímido, indeciso, también… Se sorprendían de que fuera hospitalario. Se discutía entonces sobre los rasgos de carácter que debía poseer un caballero del Hospital. Y todos coincidían en que debía reunir las tres virtudes propias de un buen monje, es decir, obediencia, pobreza y castidad; así como las de un buen caballero: lealtad, coraje y prudencia.

Hecho rarísimo, la discusión había acabado con altercados y gritos, a los que Roger des Moulins había puesto fin al declarar:

– Lo que es seguro es que al hablar demasiado de él, cualesquiera que sean sus méritos o sus defectos, nos perdemos. Lo que debe retener nuestra atención no es el noble y buen hermano Morgennes, sino Cristo, los pobres, los enfermos, la Santa Cruz, al servicio de los cuales estamos. Tengo la impresión, al escucharos, de que no habláis del mismo hombre; y no consigo saber cuántas personas es Morgennes. ¿Es dos, uno bueno y el otro malo? ¿Es muchos más que dos? Lo que es seguro es que, al querer delimitarlo demasiado bien, uno pierde la razón. Este debate me entristece, y nos aleja de nuestro tema: ¿el noble y buen hermano Morgennes es o no es digno, en vuestra opinión, del cargo de «apóstol» tal como nosotros lo entendemos?

De nuevo hubo discusiones para saber qué calificaciones debía tener quien era elevado a ese rango. ¿Debía poseer un temperamento fogoso y brutal, como Rolando de Jourdain, o debía ser, al contrario, dulce y piadoso?

El maestre del Hospital había zanjado la cuestión.

– Siendo noble Morgennes, y puesto que estamos de acuerdo en que sabe combatir y cabalgar muy bien, le confiaremos la guardia de la Santa Cruz. Id a buscar al hermano Morgennes a fin de que sea informado del honor que se le hace.

– Muy bien -declaró Morgennes al conocer la noticia.


Morgennes se había puesto a cubierto entre dos rocas. El hambre lo atormentaba, pero la idea de comer le daba náuseas. No había bebido nada desde hacía demasiado tiempo. De manera que se levantó y volvió a caminar hacia el lago Tiberíades, junto al que acampaba el ejército de Saladino. Iba hacia allí porque un hombre solo, en el desierto, sin caballo ni agua, no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. Morgennes caminó en la noche, confiando en su oído, tratando de adivinar de dónde provenían los ruidos de las banderas que flameaban al viento. Finalmente divisó unas luces, a un tiro de flecha. Unos braseros brillaban en las tinieblas como ojos de gatos salvajes. De pronto vio una forma que se movía, luego dos, y a continuación más de una docena.

Una jauría de perros de pelo corto, esas criaturas inmundas que son las sombras de los ejércitos, se atracaba con la carne de los cadáveres. Después de haber lamido las heridas aún tibias, los animales se habían puesto a devorar a los muertos empezando por las partes tiernas. Una hiena que sostenía una mano en la boca gruñó en dirección a Morgennes, que permaneció inmóvil. De ningún modo quería darle la impresión de que había ido a disputarle su comida. La hiena lo dejó tranquilo.

Un animal se apartó bruscamente del grupo y lo miró, con los ojos húmedos y la lengua colgando. No era un carroñero: tenía el pelo más largo, amarillo, casi rojizo. Era una perrita, mezcla de raposa y podenco. Los chacales y las hienas la rechazaban, amenazaban con morderla cada vez que se acercaba a un muerto.

Morgennes la observó. Estaba tan delgada que se le veían las costillas. Tenía el pelo chamuscado a trozos y en las patas se veían huellas de quemaduras. Seguramente había pertenecido a uno de los soldados del ejército franco, caído en el campo de batalla. Morgennes dirigió una mirada a los cuerpos hechos pedazos. ¿Habría sido su amo uno de ellos?

El hospitalario hizo ademán de seguir adelante, e invitó a la perrita a acercarse con un gesto. El animal ladró feliz y lo siguió. Con la perra pegada a los talones, Morgennes llegó al campamento sarraceno. Aquí y allá, fuegos que ardían bajo ollas colgadas de soportes horadaban la oscuridad de la noche, en la que Morgennes se fundía. La perra se puso frenética. Corrió hacia un caldero, de donde ascendía un olor delicioso, y fue acogida con gritos entusiastas. Los mahometanos le arrojaron algunos restos de pinchos de carne, amenazándola en broma con asarla a ella si no se los acababa. La perrita devoró alegremente lo que le tiraban al polvo. Un adolescente la cubrió de caricias y la llamó «mi amiguita». Luego miró alrededor, temeroso de que alguien fuera a reclamarla. Pero un viejo con la boca llena de dientes rotos y negros, agitando una ramita con la punta incandescente, le gritó:

– Puedes quedártela, ahora es tuya. ¡Son los perros los que eligen a sus amos, y no al revés!

El adolescente le dirigió una sonrisa radiante. El viejo se entretuvo soplando la brasa de su bastoncillo, y añadió:

– Ya tendrás tiempo de devolverla, cuando vengan a buscarla. Incluso podrás pedir unos dinares por haberte ocupado tan bien de ella…

– Mientras tanto hay que encontrarle un nombre -concluyó el adolescente.

Morgennes había seguido toda la escena en la sombra.

«Ingrata», pensó. Y luego se marchó, ansioso por encontrar algo con que calmar su sed: mirara a donde mirara, veía a alguien bebiendo. Agua, té, leche, zumos de frutas e incluso alcohol. Algunos soldados, vestidos todavía con sus gambesones de tela acolchada, bebían a grandes tragos un vino perfumado con el que se emborrachaban. Les decían:

– No bebáis alcohol, está prohibido.

Y ellos respondían:

– ¿Es alcohol? No lo sabíamos, era de los francos (¡la maldición caiga sobre ellos!)…

– ¡Los francos ya no tenían nada que beber! -les replicaban.

Y ellos reían a carcajadas y seguían emborrachándose.

Por todas partes se oían gritos, llamadas. Soldados que transportaban haces de leña se sentaban sobre ellos para celebrar interminables partidas de az-zhar. Los que habían comido demasiado se envolvían en una estera y se dejaban caer al suelo, borrachos de hartura.

Morgennes se alejaba discretamente hacia un rincón más tranquilo, cuando un grito atrajo su atención. Se agazapó detrás de un barrilito de pescado fresco, cuyo olor le dio náuseas, y arriesgó una mirada. Dos hombres habían sacado sus cuchillos y se insultaban. La razón de su disputa era imprecisa, pero al parecer tenía relación con el color de las banderas mahometanas. Los hombres se dirigían miradas crueles y se trataban el uno de pagano y el otro de politeísta. Sus armas despedían destellos. El pagano trató de morder al politeísta lanzando unos abominables gritos de hiena.

Morgennes comprendió entonces a qué parte del campamento de Saladino lo había conducido el azar: se encontraba en la zona que ocupaba la más terrible de las tribus aliadas a Saladino, la de los maraykhát, que eran a los hombres lo que los carroñeros a los perros. Los maraykhát nunca participaban realmente en los combates, sino que esperaban a ver por quién se inclinaba la victoria… Y después saqueaban a los vencidos. Saladino, que siempre hacía acampar a su ejército en orden de marcha, les había ordenado que plantaran sus tiendas atrás.

Morgennes hubiera podido darse cuenta antes; en numerosos lugares, los estandartes amarillos de la tribu de los maraykhát acompañaban a los del sultán.

Rawdán ibn Sultán, el jeque de los maraykhát, era un buen representante de su pueblo: cruel y pérfido, siempre estaba dispuesto a venderse al mejor postor. Saladino lo sabía bien, pues ya en dos ocasiones le había ofrecido tales cantidades de dinero que, después de haber prometido su apoyo a los francos, Rawdán se había vuelto contra ellos. Los maraykhát combatían con armas de un género especial, con una hoja curva que causaba heridas que no se cerraban. A menudo las untaban con un veneno contra el cual estaban inmunizados y que tenía la particularidad de impedir que la sangre se coagulara. Ocurría así, en ocasiones, que uno de sus enemigos saliera vencedor de un combate para morir poco después de una herida que no dejaba de sangrar. Todo el mundo, de los mahometanos a los francos, odiaba y temía a los maraykhát. Se compraban sus servicios a precio de oro por miedo a que el campo enemigo hiciera lo propio.

Esos hombres se daban a sí mismos el nombre de «señores de las serpientes y los escorpiones», pero de hecho tenían una relación muy lejana con ambos animales y se comportaban más bien como ratas.

Aunque era ya muy tarde, los maraykhát seguían divirtiéndose. Algunas mujeres bailaban lascivamente con un compañero que imitaba sus gestos, con las manos colocadas sobre sus nalgas. Los más audaces -o los más borrachos- depositaban besos voluptuosos en el cuello de las bailarinas, que reían a carcajadas. Las manos se aventuraban sobre los senos, las bocas sobre las bocas, los sexos se rozaban.

Morgennes se cargó al hombro el barrilito de pescado fresco y se acercó a una hoguera pequeña que los juerguistas habían abandonado. En medio de los restos de provisiones, se veían algunos cantarillos dispersos. El hospitalario se apoderó subrepticiamente de uno de los recipientes y se alejó como si tal cosa.

En aquel momento una voz exclamó tras él:

– ¡Eh, tú, allí! ¿Adonde te llevas el barril? ¡Es nuestro, déjalo!

Lentamente, Morgennes dejó el barril en el suelo y prosiguió su camino.

– ¡Detente!

Morgennes se detuvo, pero no se giró.

– Muéstranos tu cara. ¿Quién eres?

El hombre estaba a solo unos pasos y lanzaba exabruptos contra los zakrad. Morgennes dirigió una mirada rápida a los alrededores para evaluar la situación. Comensales dormidos obstaculizaban el paso; dos soldados borrachos caminaban dándose el brazo, zigzagueando; algunos niños se divertían persiguiéndose y se tiraban a la cara puñados de arena, huesos de pollo o restos de pastelillos; finalmente, pasaban jinetes a todo galope, saltando por encima de las hogueras, volcando las ollas y asustando a los juerguistas, que se indignaban con su audacia. Menudeaban las peleas, y se reñía por una mujer, un pedazo de carne, un vaso de licor, o por el gusto de hacerlo. Un poco más allá había gente cantando, bebiendo. De modo que Morgennes dejó que el hombre se acercara, y luego se volvió bruscamente y le rompió el cantarillo en el cráneo. El recipiente explotó con la violencia del impacto; el maraykhát retrocedió titubeando, y acto seguido se derrumbó inconsciente.

– ¡Cogedlo! -exclamó una voz que venía de más lejos.

Morgennes no lo pensó dos veces y salió a escape en dirección al campamento de los zakrad. Su jefe, Matlaq ibn Fayhán, había sido el primero de todos los nómadas en seguir a Saladino. Era un hombre justo y bueno, o al menos tenía esa reputación.

– ¡Es un espía de los zakrad! -gritó otra voz.

Una intensa agitación se propagó por el campamento de los maraykhát. Morgennes corrió tan deprisa como pudo, con una horda de perseguidores pisándole los talones. Podía oír cómo vociferaban, se atrepellaban y desenvainaban sus armas. A aquel escándalo pronto se añadió un ruido de caballos: una decena de jinetes galopaban tras él. Sacando fuerzas de flaqueza, Morgennes aceleró el paso y se precipitó hacia una tienda inmensa donde ondeaba el estandarte de los zakrad.

La irrupción de centenares de maraykhát entre los adiestradores de aves no pasó inadvertida. Sin preocuparse por aquel individuo con la cara envuelta en un pañuelo, numerosos zakrad corrieron hacia los bárbaros para expulsarlos, porque aquellos dos pueblos se odiaban. Mamelucos montados en recias cabalgaduras trataron de separar a los beligerantes, y al ver que recibían golpes de ambos lados, hicieron restallar sus látigos. Locos de rabia, los maraykhát se lanzaron contra ellos para derribarlos de la silla. Se entabló un cuerpo a cuerpo brutal, se enarbolaron armas y corrió la sangre.

De pronto un grito estridente resonó en el cielo, y un relámpago azul grisáceo golpeó a uno de los maraykhát en el pecho. El hombre se llevó la mano al corazón y la miró. Estaba manchada de una sangre espesa. No tuvo tiempo de sorprenderse y se derrumbó muerto. Los aullidos se hicieron ensordecedores, y un nuevo grito llegó del cielo.

Un halcón peregrino trazaba círculos bajo la bóveda celeste y escrutaba la tierra con sus ojos de oro. El ave abrió el pico, en busca de una nueva presa, extendiendo sus alas por encima de los combatientes. Generalmente aquellos pájaros no volaban de noche. ¿Estaría encantado el halcón?

Los zakrad enmudecieron. Los maraykhát se miraron con inquietud y volvieron a su campamento. Morgennes, que se había ocultado en medio de una hilera de caballos trabados, esperó un rato para hacerse olvidar. Estaba recuperando la respiración cuando escuchó un tintineo de campanillas. ¿De dónde procedía? No lejos de él, rodeada por una decena de tiendas más pequeñas, se veía una gran carpa de tela cuadrada: probablemente la tienda de Matlaq ibn Fayhán. Una ráfaga de viento levantó la cortina de pelo de camello de la entrada y dejó a la vista una mesita baja con unos vasos encima, y también una garrafa de cristal. Luego la cortina volvió a caer. El corazón de Morgennes se puso a palpitar con violencia. A unos pasos tenía con qué apagar su sed. «Demasiado fácil», se dijo.

Se escuchó de nuevo el tintineo. Morgennes volvió la cabeza y vio acercarse a una joven montada en una camella. El animal, originalmente blanco, había sido embadurnado de negro con el hollín recogido de la base de un caldero. Sobre el pecho llevaba una campanita de bronce que sonaba al ritmo de su marcha bamboleante.

La túnica de la camellera era de seda negra y brillaba en la oscuridad. La tela reflejaba todo lo que refulgía alrededor: resplandores de braseros o de antorchas, que se consumían en sus pliegues.

El pájaro de presa chilló otra vez. La joven levantó la mirada, lo buscó entre las estrellas y, cuando lo hubo descubierto, tendió el brazo. El ave se lanzó en picado hacia ella y se posó sobre el puño cerrado, abrazándolo con delicadeza. Su ama le habló entonces en una extraña lengua, hecha de sones guturales y notas agudas, de silbidos y susurros. El halcón la escuchaba inclinando la cabeza, y respondía a veces, tan dócil como un canario. La joven y el pájaro se entendían tan bien que parecían de la misma raza, de la misma sangre.

El viento expulsó las nubes y una claridad lunar los iluminó con un aura vaporosa. La campanita resonó por tercera vez. Morgennes tenía la impresión de asistir a una ceremonia religiosa y de estar, violando un interdicto. Aprovechando el retorno de las nubes, se deslizó a escondidas al interior de la tienda de Matlaq ibn Fayhán.


La tienda era profunda, con un mástil de marfil en el centro. Una luminaria en forma de palmera difundía una luz cobriza. El mobiliario era sencillo: algunos cojines bordados, una mesa baja, un arca, un biombo. Todos decorados con versículos del Corán. El biombo estaba compuesto por tres paneles de boj esculpidos: unos soberbios grabados representaban un águila gigantesca, el pájaro Roc, cuyas hazañas se relataban en Las mil y una noches. En uno de los paneles, el pájaro Roc transportaba a un elefante por los aires para abandonarlo en la cima de la montaña más alta de Arabia.

Cuando Morgennes entró, un pavo real que hacía la rueda plegó su cola y, con un graznido, huyó hacia el fondo de la tienda, lanzando reflejos coloreados sobre la tela. Aquella imagen reavivó la sed de Morgennes. Sus ojos no se apartaban de la garrafa de cristal. Tenía tanta sed que un frasco de alcohol de lana hubiera sido ambrosía para él. Morgennes cogió la garrafa y la inclinó hacia uno de los vasos. ¡Vacía! Su mano empezó a temblar. Poco faltó para que retorciera el cuello al pavo real y se saciara con su sangre. Sentía unas ansias asesinas que no podía explicarse. Miró los vasos; también estaban vacíos. Rabioso, barrió la mesa con el dorso de la mano. Vasos y garrafa se rompieron contra el suelo en medio de un silencio absoluto. Las espesas alfombras de lana habían amortiguado la caída.

Un ruido atrajo su atención: llegaba gente. Morgennes se deslizó precipitadamente tras el biombo, donde se había refugiado el pavo real, y un hombre con una voz que le era conocida invitó a una mujer a entrar en la tienda.

– Me envía a Bagdad con una camella cargada de trofeos -dijo la mujer en árabe, con un ligero acento franco-. Quiere que convenza al califa de que le envíe nuevas tropas, dinero y víveres. Si no, dijo, será toda la Umma la que se vea condenada a la desaparición, vencida por los francos.

– Me sorprendería mucho -replicó Taqi-. Los francos están demasiado atrapados en sus propias disputas para preocuparse por nosotros. No se moverán.

– Desengáñate -replicó la joven en tono disgustado-. Cuando sepan que la Santa Cruz está en vuestras manos, miles de soldados realizarán la travesía para acudir en su socorro.

– ¡Que vengan! Los venceremos, y luego iremos a llevar la palabra del Profeta hasta vosotros. París tendrá por fin su catedral, ¡pero será una mezquita!

Morgennes, que los había observado por una rendija del biombo, había reconocido a la joven del halcón peregrino y a Taqi ad-Din, el sobrino de Saladino. Sorprendido de volver a verlo, atribuyendo a la providencia el hecho de haberlo encontrado con tanta frecuencia en su camino, Morgennes pensó por un instante en salir de su escondite. Pero ya la joven volvía a tomar la palabra. Había visto los vasos en el suelo.

– No lo entiendo. Había pedido que nos trajeran agua fresca y lo han tirado todo…

Taqi se agachó, colocó la mano sobre la alfombra y la miró: estaba mojada.

– Probablemente un animal -dijo.

– Debe de haber sido mi pavo real. Por cierto, ¿dónde está? Normalmente siempre viene a hacerme zalamerías…

Morgennes se estremeció. ¿De qué agua hablaba? Él había visto la garrafa, la había tenido entre sus manos: ¡y estaba vacía! «Me estoy volviendo loco», pensó. Con manos febriles, apretó el cuello del pavo real y todo se puso a dar vueltas. Ya no sentía los brazos, no sentía su cuerpo. Solo sentía una opresión, y aquella obsesión continua: «Beber, beber, beber, beber…».

Un roce atrajo su atención. Al mirar de nuevo por la rendija del biombo, vio que Taqi se despojaba de su brial negro. Debajo llevaba una camisa bordada, cubierta de inscripciones árabes, pentágonos y signos cabalísticos. Tenía el aspecto ajado de la ropa que se ha llevado demasiado. Cuando Taqi se la sacó, apareció su torso, cubierto de tatuajes. La mayoría eran transcripciones dé versículos del Corán; otros eran pentagramas, símbolos alquímicos. Muchos eran incomprensibles, pero recordaban los dibujos de la camisa trazados del revés. Como si la prenda hubiera desteñido.

La joven también se había desnudado. Morgennes sabía que hubiera debido apartar la mirada, pero el espectáculo de sus senos lo hipnotizaba. Otra forma de sed se despertó en él, una sed cuya llamada no había escuchado desde hacía años, una sed que había creído extinguida desde… Ya no llegaba a recordar cuándo. Por otra parte, Taqi también debía de sentirla, porque adelantó una mano hacia el pecho de la joven para acariciarlo. Ella lo dejó hacer un momento, y luego lo invitó a detenerse.

– No tenemos tiempo.

Taqi siguió contemplándola, trazando distraídamente sobre su espalda inscripciones en árabe. Morgennes vio así cómo se dibujaban y luego desaparecían frases cortas donde podía leerse «te amo» y «Dios te guarde». Luego ella lo rechazó gentilmente y se puso la camisa de Taqi. Sus movimientos estaban tan llenos de gracia que producían la impresión de un estandarte flotando delicadamente al viento, en vísperas de un combate. La joven llevaba, además, numerosas joyas: brazaletes, zarcillos, talismanes, collares, aros y anillos adornados con piedras preciosas, peines de marfil prendidos en el pelo, hilos de oro en los tobillos y en la cintura… Parecían joyas antiguas. «No hay tantas en el tesoro de los templarios», pensó Morgennes. De su cuello colgaba el más célebre de los amuletos de la suerte del islam, la mano de Fátima.

– ¡Eres tan hermosa, prima! Estos adornos no te embellecen, sino tú a ellos. Tú les das su brillo, su belleza…

– Taqi -dijo la joven con un suspiro-, para, me incomodas.

– ¿Te incomodo? Pero si solo me acerco a tu verdad; llamarte hermosa es decir poco. Eres un atisbo del paraíso, y entreverte significa ya estar salvado. Eres el más precioso de los relicarios.

Incapaz de dejar de mirarla, Morgennes lo corrigió sin siquiera darse cuenta: «O, más exactamente, la más preciosa de las reliquias…».

Finalmente la joven, después de haberse vestido con la camisa de Taqi y de haberse puesto sus propias ropas encima, se dirigió hacia un mueble y sacó un cofre, el mismo que Morgennes había visto aquella mañana en manos del ciego que apestaba a macho cabrío. La joven mantuvo el cofrecillo apretado contra su cuerpo, con una expresión triste y resuelta en el rostro que Morgennes no podía explicarse.

– ¿Dispuesta? -preguntó Taqi.

Ella asintió con la cabeza, y los dos se fueron.

Morgennes decidió seguirlos. Esperó unos instantes, y luego salió también, dejando atrás a un pavo real erizado de espanto.

6

Es posible que tengáis aversión a una cosa que es un bien para vosotros.

Corán, II, 216


Morgennes avanzaba en la noche, sombra entre las sombras, manteniéndose a distancia de las antorchas. Siguiendo los pasos de Taqi ad-Din y de la joven a la que había dado el nombre de «la Reliquia», se introdujo en el seno del campamento de los zakrad con la discreción de un zorro, ocultándose detrás de un caballo, una tienda, un camello.

Los dos jóvenes llegaron a una zona del campamento donde una cuarentena de camellos montados por beduinos los esperaban impacientes. Mientras las antorchas se apartaban para dejarlos pasar, un hombre viejo, de unos sesenta años, que llevaba un cayado en la mano, se acercó a la Reliquia y a Taqi. El hombre levantó el cayado y se hizo el silencio.

– Escuchadme -dijo el anciano con mirada febril-. ¡Si no lleváis a buen término la misión que Saladino (la paz sea con él) os ha encomendado, estaremos acabados! ¡Los dioses de las antiguas naciones tiemblan! ¡Los herejes están acorralados! ¡Se rebelarán y se aliarán con los cristianos (que la peste caiga sobre ellos)! ¡Hordas de demonios surgirán de los infiernos para combatiros! ¡Pero no hay más Dios que Alá, Él es el único Dios! Su victoria será total, está escrito. Pero antes quiere poneros a prueba: obstáculos terribles se levantarán en vuestro camino.

Y, señalando a Taqi, dijo con una voz que retumbaba como la tempestad:

– En el tuyo, noble Taqi ad-Din Umar, gobernador de Egipto, sobrino de Saladino, los cristianos y los chiies tratarán de detenerte, de hacerte tropezar… Pero vencerás, porque eres un hombre fuerte, intrépido e inteligente. Sabrás desenmascarar los disfraces de los que se presenten ante ti y ver el mal bajo la máscara del bien. A ti corresponderá decidir luego las acciones que debas emprender.

Y, girándose hacia la Reliquia, murmuró:

– En el tuyo, Casiopea, noble y querida hija que adoptamos como una segunda Fátima, se levantarán tantos obstáculos como astros en la constelación cuyo nombre llevas. Los peores vendrán de ti, de tu propio corazón, de tus dudas, de tu pasado. Y tendrás que hacer lo que siempre te has negado a hacer: afrontar tu destino.

– Lo afrontaré… -respondió la Reliquia, cuyo auténtico nombre acababa de conocer Morgennes.

– No lo dudo -prosiguió el anciano-. Si consigues llevar esta camella a Bagdad y obtener del jefe de los creyentes (que Alá lo proteja y lo guarde) que nos envíe refuerzos, habremos contraído contigo una deuda eterna. Estos desafíos que Dios, en su grandísima misericordia, ha colocado en vuestro camino os convertirán en héroes. Precisamente porque os ama y porque sois sus hijos preferidos será tan arduo. Alá nunca facilita la labor a sus elegidos. En nombre del conjunto de los hijos del desierto que han seguido a Saladino desde el anuncio de la yihad, seáis benditos los dos. ¡Que los yinn os sean favorables! ¡Que Dios os guarde!

Aquel anciano con aspecto de pastor era, en realidad, el jeque de la tribu de los muhalliq: Náyif ibn Adid. Del caudillo muhalliq se ponderaba menos su valor en el combate, su fidelidad, su paciencia y su coraje, que su amor por la guerra y su pasión por las intrigas: amorosas, políticas, militares… Porque a Náyif ibn Adid le horrorizaba la posibilidad de aburrirse, y hubiera matado a su padre y a su madre para acabar con la rutina. Gastaba fortunas para atraer a pintores, narradores, cantantes, bailarinas, músicos… de los cuatro extremos de Arabia, e incluso de la India, Persia y Europa. Su corte, aunque de tamaño modesto, era conocida por albergar a algunos de los más grandes artistas cristianos, judíos y mahometanos del mundo. Cuando se trataba de arte, a Náyif ibn Adid no le preocupaba ya la religión. Allí podían encontrarse en gran número poetas y trovadores de todas las confesiones. En 1178, el propio Chrétien de Troyes había residido en ella con ocasión de un viaje a Tierra Santa que había realizado en compañía del conde de Flandes, Felipe de Alsacia, su protector. En su casa, los artistas eran considerados héroes, y el pueblo los adoraba. Porque distraer al jeque de los muhalliq no era tarea fácil. Náyif ibn Adid se parecía a las princesas de Las mil y una noches, y se aburría mortalmente.

Como ellas, Náyif ibn Adid seguía célibe y sin descendencia legítima. Su harén le había proporcionado algunos placeres, numerosos bastardos y aún más preocupaciones -en suma, todo lo que acarrean las mujeres-, pero no una esposa oficial. Algunos decían que soñaba con casarse con Casiopea; pero ella rechazaba sus avances, como los de todos los demás.

Se decía que la joven todavía era virgen. Los niños no la querían; sus madres eran menos duras. Las mujeres tenían celos de ella. Y muy pocos hombres se atrevían a abordarla. Los que se arriesgaban a hacerlo galleaban ridículamente o se ponían a farfullar. Casiopea era una mujer altiva y severa a la que miraban con respeto, y también con cierto temor. Decían que buscaba un hombre, al personaje de una narración. Pero, según otro rumor, había hecho un voto y se había jurado que no aceptaría esposo mientras no lo hubiera cumplido. Todos admiraban su gracia, su belleza, su talle esbelto y su porte de reina. Impresionaba el hecho de que supiera combatir tan bien como bailaba, y más de uno no se atrevía a alabarla por temor a su reacción. La joven tenía para la gente que se dirigía a ella (excepto para Taqi, aparentemente) palabras que helaban la sangre. Con una sentencia, un gesto, una mirada, los devolvía a la infancia de donde creían haber salido y les hacía comprender que siempre serían unos mequetrefes, que frente a ella ningún hombre daba la talla, si bien ella misma no era tan mayor, por más que su rostro pareciera haber sido siempre el de un adulto. A su lado, no eran nada.

Casiopea había subido a su camella blanca, con los flancos todavía negros de hollín. Conforme a la tradición, que también exigía que fuera una mujer la que montara la camella, habían pasado en torno al cuello del animal la famosa «campana de la llamada», atada a una cuerdecita de pelo de cabra. Cuando la campana tintineó, los hombres se pusieron a gritar: «¡Refuerzos! ¡Refuerzos! ¡Refuerzos!». Era la costumbre: todos los que la oían sonar debían unirse a su portador y ofrecerle su ayuda.

Morgennes se prometió que, una vez restablecido, organizaría una expedición que se encargara de perseguir a Casiopea a través del desierto. Había que impedir a toda costa que llegara a Bagdad, ['ero antes debía encontrar algo de beber. No muy lejos divisó un campo donde varias cabras y cabritillos habían sido instalados para la noche. Las ubres de las cabras estaban cargadas de leche. Morgennes entró sigilosamente en el cercado y trató de atrapar alguna. Pero los animales huían ante él, balando con todas sus fuerzas.

Cansado de perseguirlas, esperó sin moverse. Las cabras se calmaron, y Morgennes se fue acercando a una de ellas hasta que estuvo bastante cerca para poder tocarla. Tenía la blancura de los hábitos de oración, y sus pezones rozaban los escasos tallos de hierba. Morgennes se disponía a quitarse la keffieh cuando un perro ladró con furia.

– ¡Otra vez tú! -exclamó Morgennes al ver a la perra que había salvado de las hienas.

El animal gruñía en su dirección, azorado, girando a su alrededor mientras arañaba la tierra con las patas traseras, como si tratara a la vez de proteger las cabras y de prevenirlo de un peligro: tres siniestros individuos acababan de saltar la cerca y se acercaban rápidamente a Morgennes. Los hombres habían desenvainado sus kandjar, unos finos cuchillos de hoja curvada. La cabra salió a escape. La perrita ladró con todas sus fuerzas, y dos brazos vigorosos sujetaron a Morgennes por detrás para inmovilizarlo.

Uno de los sarracenos tenía el rostro picado de viruela y un brazo amputado: era el maraykhát a quien Morgennes había cortado el brazo derecho la víspera.

– ¿Quién eres tú? -chilló el soldado alargando su mano útil hacia la keffieh de Morgennes.

Pero este bajó la cabeza para impedir que se la quitaran.

– ¿Qué ocurre? -preguntó entonces una voz femenina llena de autoridad, mientras el repiqueteo de una campana tintineaba en la noche.

– Un ladrón ha entrado en el cercado de las cabras… -explicó uno de los maraykhát.

– Quiero verlo.

Morgennes fue empujado hacia la cerca, detrás de la cual se encontraba Casiopea montada en su camella. La joven había iniciado su ruta acompañada por una treintena de camelleros, entre los cuales Morgennes reconoció al adolescente que se había encaprichado de la perra. Cuando Morgennes estuvo cerca de ella, Casiopea se inclinó para palpar la keffieh.

– Este pañuelo es mío -dijo-. ¿Dónde lo has encontrado?

Los hombres de Casiopea habían sacado sus armas, unos largos sables afilados. Una sonrisa se dibujaba en sus rostros. Cortar la mano o la cabeza a los ladrones era solo una formalidad para ellos.

– Me lo han dado -respondió Morgennes.

– Devuélvemelo. Y podrás volver con los que te han capturado. No me corresponde a mí juzgarte, sino devolverte a los que te han hecho prisionero. Solo te estoy pidiendo uno de mis bienes.

La mujer tiró del pañuelo para desenrollarlo, desvelando así el rostro de Morgennes. Se elevaron gritos:

– ¡El franco!

Pero aquella agitación no era nada comparada con la turbación de Casiopea, que tuvo que sujetarse a la silla para no caer. La joven observó a Morgennes con aire grave, a la vez confusa y turbada. ¿Había visto un fantasma? Luego, viendo que descargaban una lluvia de golpes sobre Morgennes, levantó un látigo de tres puntas y lo dejó caer sobre los maraykhát.

– ¡Basta! -gritó-. Este hombre es de Saladino. ¡Solo él puede castigarlo!

Las correas de cuero, provistas de ganchos de bronce, laceraron el rostro de uno de los soldados, que retrocedió, con. la piel arrancada y un ojo reventado. Sus aullidos inmovilizaron a la multitud, cuyo furor se esfumó como por ensalmo.

– ¡Llevadlo al cercado de los hospitalarios! -ordenó Casiopea-. ¡Vivo!

Luego se anudó el pañuelo al cuello y continuó su camino a la cabeza de su escolta. Morgennes se levantó, destrozado, con el hombro ardiendo y el cuerpo molido a golpes. Entonces uno de los maraykhát le susurró al oído:

– Le hemos prometido que te llevaríamos vivo, pero no hemos dicho en qué estado…

Los maraykhát discutieron sobre el castigo que debían infligirle. El manco quería que le cortaran un brazo; el tuerto, que le saltaran un ojo, y en cuanto a los otros, no tenían preferencias; pero el quinto señaló:

– No podremos hacerlo todo…

Decidieron echarlo a suertes, y el tuerto tuvo que hacer trampa para ganar. Conforme a la tradición, que exigía que le reventaran el ojo derecho para que la víctima no pudiera llevar ya el escudo sin tapar la totalidad de su campo de visión, el maraykhát acercó su kandjar a Morgennes, tanto que este pudo ver, finamente grabada en la hoja de doble filo del puñal, la inscripción:

es posible que tengáis aversión a una cosa que es un bien para vosotros.

Morgennes se preguntó cuántas víctimas antes que él habían tenido tiempo de leer aquella extraña frase. Trató de debatirse, pero los maraykhát, dejando caer todo su peso sobre él, le mantenían los brazos y las piernas pegados al suelo. Un largo grito escapó de su garganta. Morgennes aullaba su futuro dolor, como si el aullido pudiera llevarlo lejos de allí o devolverlo al combate de la víspera, antes de su caída, de su rendición.

Luego el maraykhát hundió la hoja de su arma en el ojo de Morgennes.

7

El brazo que no puedas romper, bésalo, y reza a Dios para que lo rompa.

Proverbio de la región de Hosn el-Akrad


El agua caía a raudales sobre Morgennes. El caballero abrió el ojo izquierdo (el derecho no era más que una llaga) y miró alrededor. Se encontraba en el cercado de los monjes caballeros. El lugar hervía de murmullos, de tintineos de cadenas y de los ecos del grito que acababa de lanzar. ¿O había sido el día anterior? No lo sabía.

Todo estaba borroso, perdido en un caos de sensaciones, formas vagas y sonidos. Unos hombres rezaban a su lado, formando una capilla humana por encima de su cuerpo. Había tomado por agua sus palabras, que caían como lluvia sobre su alma, como un bálsamo aplicado a su dolor. Los caballeros encomendaban a Dios a Morgennes. Los maraykhát lo habían arrastrado inconsciente hasta ellos y les habían ordenado: «Cuidadlo. Si muere, será por culpa vuestra». La mayoría de los hermanos del Hospital habían recibido una formación para el cuidado de los enfermos, y sabían vendar, escarificar y suturar; habían aprendido a poner sanguijuelas, reducir fracturas, entablillar, serrar un miembro cuando estaba gangrenado, componerlo si estaba destrozado, cauterizar un principio de lepra y calmar a los que arrojaban por la boca o tenían arrebatos de frenesí; finalmente, y sobre todo, podían ayudar al paciente a expulsar a sus demonios en el sufrimiento (porque sufrir acercaba a Dios). Pero Morgennes se encontraba en un estado tan lamentable que sus camaradas juzgaron que no se podía estar más cerca de Dios sin estar muerto.

– Por fin despiertas -dijo Chéneviére al ver que volvía en sí-.Temíamos que murieras…

– ¿Cómo te sientes? -preguntó Sibon.

– Sediento -respondió Morgennes, cuyo ojo derecho era todo dolor.

El caballero observó a sus amigos y reconoció a Keu de Chéneviére, del Hospital, y a Reinaldo de Sibon, del Temple. Pero no conseguía hacer coincidir totalmente el recuerdo que conservaba de aquellos valientes caballeros con esos pobres desgraciados de rostro demacrado, con esos hombres devorados por la sed, enflaquecidos por las pruebas sufridas, aureolados de desdicha en la luz rasante del alba.

En aquel momento, varios centenares de jinetes vestidos de blanco cabalgaron hacia ellos. Volvían de la oración y, por un sorprendente efecto óptico, parecían arrastrar a su estela una luna jorobada, pues el astro ascendía en el cielo al ritmo de su cabalgada. La luna estaba tan baja, era tan enorme, que daba la impresión de que las montañas extendían sus sombras sobre ella. Los caballeros la contemplaron santiguándose, inquietos por aquella extraña aparición.

– Dios nunca nos perdonará la pérdida de la Vera Cruz -susurró un joven templario.

Se santiguaron de nuevo; y luego Morgennes se frotó el ojo derecho con la punta de los dedos y dijo articulando con gran esfuerzo:

– Desde nuestra derrota, siento curiosas sensaciones. Como si la locura se hubiera apoderado del mundo o las aguas del tiempo se encontraran atrapadas en un torbellino y se fundieran unas con otras.

– Deberías descansar… -le aconsejó Chéneviére.

– ¿Para qué? -replicó Morgennes-. De todos modos, dentro de poco estaremos muertos.

– Qué importa. Un caballero debe conservar sus fuerzas; porque, aunque no pueda ya combatir, al menos puede rezar…

– Nunca he rezado tanto -dijo Morgennes incorporándose sobre un codo-. Recé mientras huía, mientras buscaba agua… Mi cuerpo entero es una oración: mi garganta reza por que le den de beber, mis brazos rezan por combatir, mis piernas rezan por correr y mi trasero reza por descansar sobre una silla… Mis labios forman padrenuestros sin que sea consciente de ello, pasajes de la Biblia cruzan por mi cabeza sin que yo lo quiera; por no hablar de mi ojo derecho, que ha visto el Corán de tan cerca que se ha cerrado para siempre… Creo que es rezar bastante.

Los caballeros callaron y lo miraron. Lo creían loco. Con un pie en este mundo y el segundo en la otra orilla. Luego los sarracenos llegaron hasta ellos con gritos de «Allah Akbar! La íllah ila Allah!». En medio de un número impresionante de soldados había algunos ulemas, tan excitados como jovencitos a punto de perder la virginidad. Los doctores de la ley dirigían a los prisioneros miradas llenas de altivez y arrogancia. Muchos blandían un sable por primera vez. Daba pena verlos. Los más cobardes se reconocían por el hecho de que gritaban más fuerte que los otros y agitaban su espada con mayor energía aún. Los monjes caballeros no podían evitar estremecerse al contemplarlos; pero eran estremecimientos de piedad más que de miedo, hasta tal punto el entusiasmo que mostraban los ulemas al agitar sus sables iba unido a la ignorancia más total sobre lo que significaba matar, sobre lo que significaba vivir.

Los monjes soldados se levantaron y se dirigieron hacia Saladino, tropezando con sus cadenas. Los que no tenían fuerzas para desplazarse se apoyaron en el hombro de un amigo o fueron sostenidos por sus camaradas. Aunque a veces habían sido derrotados o habían tenido que batirse en retirada-después de que el resto de las tropas se encontrara a salvo-, los templarios y los hospitalarios nunca habían mostrado debilidad, nunca habían flaqueado. Los mahometanos los odiaban por su valor, que consideraban locura temeraria y calificaban de «suicida». Los caballeros del Temple y del Hospital eran una abominación de la que había que desembarazarse a cualquier precio. Era imposible corromperlos, imposible convertirlos en uno de los suyos o conmoverlos. Al contrario, a veces conseguían incluso ganarse el corazón de los sarracenos por la forma en que sabían mostrarse caritativos con aquellos que se encontraban animados por una justa piedad. Saladino había llegado a pensar que era preferible enfrentarse con mil Reinaldos de Chátillon antes que con esos monjes soldados animados por una fe que él sentía, por su parte, hacia Alá, una fe llena de amor y de temor. Luchando contra ellos, Saladino peleaba contra su alter ego; y consideraba que no había adversario más temible. Ellos también combatían en una guerra santa. Ellos también peleaban en nombre de Dios. En el campo de batalla, su caballería era la primera en lanzarse al ataque, y penetraba en las filas enemigas como esas rejas de arado que se acababan de inventar. La mayoría de las veces, los sarracenos no esperaban al impacto de la carga: huían. Entonces una lanza les atravesaba el pecho y morían, con los ojos desorbitados de terror, arrastrados por el campo de batalla por el galope de un caballo al que nada podía detener. Espantada, la infantería desaparecía sin esperar al choque. Los caballeros más hábiles ensartaban a un par de desgraciados, y luego dejaban la lanza y sacaban la espada, para crear en torno a ellos un gran vacío sonoro, poblado solo por los gritos de agonía.


Los sarracenos rodearon a los caballeros, y los ulemas pusieron pie a tierra, escoltados por numerosos hombres armados. Saladino, su estado mayor y sus invitados -entre los que se encontraba el rey de Jerusalén y la flor y nata de la nobleza franca- observaban la actitud de los ulemas: parecían raposas en un gallinero, pero raposas enviadas por el propio campesino. Morgennes oyó murmurar al joven templario:

– ¡Dios sea conmigo! ¡Debo ser fuerte! Gloria, laus et honor Deo in excélsis!

El pobre estaba tan blanco como el vientre de una doncella. Recibir la muerte desarmado, sin combatir y a manos de civiles era, para un monje soldado, la peor de las humillaciones.

«Saladino habló de un trato en el curso de la ceremonia», recordó Morgennes. Recorrió la multitud de jinetes con la mirada, esperando descubrir a Taqi ad-Din y a Casiopea, pero no los vio por ninguna parte. En cambio, entrevió a Guido de Lusignan, a Gerardo de Ridefort y a algunos otros nobles francos, aunque no al viejo marqués de Montferrat, ni a Plebano de Boutron, ni a Unfredo IV de Toron. ¿Habrían perdido la vida en el curso de la estratagema organizada para favorecer su evasión? Morgennes sintió una punzada de dolor en su interior o, mejor, un dolor que se instalaba en su corazón y lo petrificaba.

Más extraña era la ausencia de Tughril, el jandár al-Sultán de Saladino, que nunca abandonaba a su amo. ¿Qué podía haberle ocurrido? ¿Estaría muerto? En ese caso Saladino habría tenido que nombrar a uno nuevo, lo que no parecía ser el caso.

Pero si un nuevo misterio había surgido, otro más antiguo encontraba ahora explicación. Los que se habían preguntado qué había sido de Raimundo de Castiglione, el maestre del Hospital, acababan de encontrar la respuesta: allí estaba, encadenado, tirado como un cadáver sobre el lomo de un mulo.

Saladino se mostraba exultante. Cuando bajó del caballo, la atención del millar de sarracenos presentes se concentró en su persona y la engrandeció. Fue como si las miradas hubieran esculpido el aire en torno a él y le hubieran conferido una dimensión mística sin relación con su talla real. Saladino era un gigante, y podía comprenderse la inquietud del califa de Bagdad, que veía cómo la gloria del sultán crecía a medida que la suya disminuía.

Dos mamelucos, montados en purasangres, hicieron caer al suelo a Castiglione. El caballero trató de incorporarse, se enredó los pies en las cadenas y cayó cuan largo era en el polvo. Al contrario que los otros prisioneros, Castiglione llevaba todavía su hábito de hospitalario. Pero su manto estaba tan sucio de arena y de sangre que apenas se distinguía la cruz de la orden. ¿Se trataba de su propia sangre, o era la sangre de los sarracenos a los que había matado en el combate? Nadie hubiera sabido decirlo. Castiglione se arrodilló para rezar.

Saladino ordenó que lo dejaran tranquilo y, después de que el maestre del Hospital hubo encomendado su alma a Dios, le preguntó:

– ¿Tienes sed?

– Sí -respondió Castiglione-. Pero la única agua que aceptaré será la que Cristo me sirva cuando me encuentre a su diestra.

– Como gustes -dijo Saladino.

– Padre -intervino al-Afdal-, ¿qué significa esta cruz sobre el manto de este hombre?

– Es el símbolo de su orden -respondió Saladino-. Se trata de la cruz de ocho puntas de los hospitalarios.

– ¿Por qué tiene ocho puntas y no cuatro, como la de los templarios?

Saladino dejó que Castiglione lo explicara.

– Porque la cruz de Jesucristo no se extiende solo del septentrión al mediodía, y de oriente a poniente, sino en todas direcciones, comprendidas las espirituales. Esta cruz es el signo de que la gloria de Nuestro Señor afecta a todos los hombres, sin que importen su rango, su época, su país o su fe.

– ¿Y por qué es blanca y no roja, como la de los templarios? ¿Es para subrayar el hecho de que vosotros conocéis tan bien el arte de cerrar las heridas como el de abrirlas?

– No -dijo Castiglione-. Nuestra cruz es blanca para ayudarnos a mantenernos en el camino de la pureza. Y la de nuestros hermanos del Temple es roja para que nunca se olvide la sangre que Cristo derramó.

– ¡Y es la sangre de vuestro orgullo! -exclamó Saladino-. ¡Estos hombres son el diablo y llevan en sí la mentira! Es bueno que los exterminemos. Pero incluso los demonios pueden salir del infierno, y no se dirá que yo no lo he intentado. ¡Convertíos o morid!

– ¡Nunca! -se indignó Castiglione.

– Como gustes -dijo Saladino.

Con un silbido metálico, su sable surgió de la vaina y decapitó al maestre del Hospital. Saladino había sido tan rápido que el cuerpo de Raimundo de Castiglione permaneció algunos instantes horriblemente petrificado en actitud de plegaria. Luego se deslizó lentamente al suelo, donde su sangre se mezcló con el polvo.

Guido de Lusignan, Gerardo de Ridefort y todos los caballeros, horrorizados, se dispusieron a entregar su alma a Dios. En la luz del alba, las banderas de los abasíes y los ayyubíes azotaban el aire con su seda negra. A Morgennes le recordaron las serpientes de arena contra las que había luchado la víspera. Serpientes de polvo que nada conseguía deshacer y que parecían dotadas de conciencia.

Los ulemas circularon entre los caballeros, los obligaron a arrodillarse y les pasaron por el cuello collares de metal unidos por largas cadenas. Los prisioneros estaban tan débiles que no opusieron ninguna resistencia. Muchos, abrasados por la sed, cerraron los ojos y se mordieron los labios por miedo a reclamar agua contra su propia voluntad.

Morgennes fue atado entre el joven templario, que se llamaba Arnaldo de Roquefeuille, y Keu de Chéneviére, y luego ataron a Sibon a este último.

– Recemos, hermanos -dijo Sibon-. ¡Pronto estaremos a la vera de Dios!

– Tiene que haber una escapatoria -dijo Morgennes-. Sin duda Dios tiene otros proyectos para nosotros que no sea nuestra muerte.

– Ya estamos muertos -murmuró Chéneviére, pálido a pesar de tener la piel tostada por el sol.

– Deberíais haberme dejado morir… -dijo Morgennes.

– Nuestro deber era salvarte la vida -replicó Chéneviére entre dos oraciones-. El tuyo es salvar tu alma.

Morgennes no respondió. Vio cómo Saladino volvía a montar a caballo y desfilaba en medio de sus tropas. Los ulemas no se andaban con remilgos a la hora de tratar a los prisioneros, cuyas tonsuras y barbas constituían una injuria a sus ojos. A menudo se mostraban inútilmente brutales y maltrataban a los que encadenaban. Los collares de metal se cerraban sobre las barbas arrancándoles los pelos, antes de ser apretados con tanta fuerza que ahogaban a aquellos que debían guardar. Se descargaban golpes con la hoja plana del sable por puro placer, y los caballeros menos dóciles tenían la cabeza hundida en la arena, lo que causaba un gran desorden entre sus cantaradas ya que los más próximos caían arrastrados también. Al final no hubo más que una larga línea de monjes soldados encadenados juntos. Y Morgennes, viendo que eran tan numerosos, sintió gran vergüenza por estar vivo todavía.

Uno tras otro, los prisioneros se negaban a convertirse, y presentaban su cabeza a los verdugos. Entonces un ulema se arremangaba, levantaba su sable y lo abatía sonriendo sobre su nueva víctima. La cabeza caía en la arena, donde dos chorros de sangre cavaban dos pequeños cráteres. Esta escena se repetía luego de forma idéntica, como si el tiempo girara en círculo y el mismo muerto -interrogado varias veces- se levantara para repetir incansablemente: «¡Fidelidad a Cristo!». Poco a poco, los muertos superaron a los vivos. Morgennes veía cómo la hilera de los caídos se alargaba, como un ancla gigante lanzada al mar. «¡Únete a mí!», decía. Ninguno había renegado. Ninguno se mantenía en pie, erguido y blanco como la nieve, en medio del llano de los suyos. ¿Por qué morían? Por amor a Cristo, sí. Pero también para mostrar a esos infieles que la única fe verdadera era la fe cristiana. Sin preocuparse en lo más mínimo por eso, los ulemas se entregaban alegremente a la matanza, decapitando prisioneros a mansalva. Algunos, más torpes, tenían que repetir la operación varias veces, porque ajustaban tan mal sus golpes que la hoja apenas penetraba en la carne. Los más inhábiles entre ellos tuvieron que ser reemplazados. Sus víctimas habían rodado por los suelos, y allí gemían, con la boca llena de polvo y las uñas hundidas en la arena, suplicando que acabaran con ellas.

Saladino galopaba de un extremo a otro de la fila de prisioneros vociferando:

– ¡Adelante, adelante! ¡Quiero que una erupción de sangre surja de estos chacales y que sus aullidos sean tan agudos que lleguen hasta el paraíso para alegrar el oído de nuestros mártires!

Una granizada de golpes se abatió sobre los prisioneros; enardecidos, los verdugos se animaban mostrando el color de su espada, se embriagaban matando a aquellos caballeros indefensos, a los que su fe condenaba a muerte. Cuando solo quedaron ya un puñado de monjes soldados vivos, la excitación de los ulemas llegó al extremo. Entonces torturaron a los muertos. Les quemaron la barba y el bigote. Sus miembros fueron arrancados y arrojados a los animales; sus cabezas fueron clavadas en la punta de una lanza y enarboladas como un estandarte.

Finalmente, un ulema tan obeso que los pliegues de su carne ondulaban bajo la piel, preguntó a Roquefeuille:

– ¿Qué prefieres? ¿Abrazar la Ley o permanecer fiel a tu Dios? -«abrazar la Ley» o «gritar la Ley» eran los términos empleados por los ulemas para decir «convertirse al islam».

– Aún eres joven -le susurró Morgennes-. Puedes continuar el combate. ¡Sálvate!

– Es lo que haré -respondió Roquefeuille-: Mea culpa por mis pecados, Señor. Mea máxima culpa… ¡Acógeme en tu reino!

Y ofreció su cabeza a los verdugos. Un sable se la separó del cuerpo, y cayó, con los labios apretados en una mueca horrible, justo delante de Morgennes, al que los ulemas observaron riendo burlonamente. El obeso hizo crujir los dedos, pasó la hoja de su espada por el cuello de Morgennes y le espetó:

– ¡Es tu turno, hijo de perra! ¿Qué eliges? ¿Gritar la Ley? ¿Permanecer fiel, como él? -dijo señalando con su espada el afligido rostro de Roquefeuille.

Morgennes bajó los ojos y se tomó tiempo para reflexionar. Dios no era cruel hasta ese punto. Existía una escapatoria, Morgennes estaba seguro. Comprobó la solidez de sus ligaduras, sondeó la determinación del ulema que lo interrogaba, observó la larga hilera de cuerpos a su derecha y se perdió en la mirada ausente de Roquefeuille…

El contacto de la hoja sobre su nuca se hizo más insistente. El ulema se impacientaba. Amenazaba con matarlo sin esperar la respuesta. Pero una voz retumbó por encima de ellos, y Saladino ordenó:

– ¡Déjalo! Me pertenece.

Morgennes recordó entonces la forma en que Taqi ad-Din lo había salvado en el campo de batalla, y se dijo que Dios le había enviado a Saladino para permitirle escapar sin tener que hundirse en la deshonra. Pero Dios tenía otros proyectos, porque el sultán le preguntó con voz imperiosa:

– Caballero, ¿qué eliges? ¿Abrazar la Ley o seguir fiel a Cristo?

Morgennes seguía esperando una señal de Dios, pero allí, en el campo de batalla, en medio de los sarracenos, no había nada, nada, excepto la Vera Cruz. Y de pronto todo estuvo claro. Morgennes inspiró profundamente y declaró con una voz que en adelante le resultaría ajena:

– Abrazar la Ley.

– En ese caso, repite la shahada conmigo: «Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta…».

Su lengua era una llama, su garganta un horno, pero encontró fuerzas para repetir:

– «Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta…»

– ¡Traidor! -exclamó Chéneviére, justo al lado de Morgennes.

– «Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta…» -prosiguió Saladino, como si no hubiera ocurrido nada.

– «Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta…» -repitió Morgennes, con una voz desgarrada, vibrante de emoción.

– ¡Arderás en el infierno! -le espetó Sibon.

– «Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta…» -continuó Saladino, imperturbable.

– «Atestiguo que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta…» -repitió Morgennes, agotado.

– ¡Escupe sobre la cruz! -ordenó Saladino, indicando a los mamelucos que acercaran la reliquia.

Morgennes temblaba de arriba abajo. Sus labios, que tantas veces habían besado la Santa Cruz, trataban de reproducir, a su pesar, lo que tantas veces habían hecho antes.

– ¡Escupe a la cruz! -gritó Saladino- ¡Si no, le daré a beber tu sangre!

– Agua -dijo Morgennes-.Tengo la garganta seca como una roca…

Saladino dudó un instante, y luego sonrió ampliamente.

– Te lo has merecido -declaró-. ¡Para felicitarte, te serviré yo mismo!

Mientras iba a buscar agua, Morgennes se volvió hacia Chéneviére y Sibon.

– Perdonadme -murmuró en un susurro…

– ¡Miserable traidor! -se indignó Sibon.

Chéneviére, en cambio, prefirió callar. Pero su mirada rebosaba odio; el mismo odio que Morgennes había podido leer, la víspera, en los ojos de los maraykhát. Poco después, Saladino volvió con un vaso y lo acercó a los labios de Morgennes.

– ¡Los denarios de Judas! -exclamó Sibon-. ¡Te arrepentirás de esto!

Morgennes bebió a placer, perdiéndose en aquel sorbo largo y lento que le llenaba el cuerpo de una dulzura incomparable. Cuando hubo acabado de beber, Saladino le ordenó:

– ¡Obedece!

Morgennes escupió contra la Santa Cruz. Un rumor se elevó de la muchedumbre. Los mahometanos dieron rienda suelta a su alegría lanzando multitud de gritos de «Allah Akbarh!».

– ¡Lo que no obtiene una espada -dijo Saladino a los suyos-, lo proporciona un vaso de agua!

El sultán se volvió hacia Chéneviére y Sibon para ofrecerles agua, pero Sibon declaró:

– Nada de lo que tú puedas darnos nos saciaría.

Los dos hombres fueron ejecutados rápidamente. Poco después, Morgennes creyó ver que llevaban la Vera Cruz hasta un grupito de caballeros de la orden del Temple. Enseguida, uno de ellos se izó sobre los estribos y levantó la Vera Cruz.

A esta señal, los mahometanos prendieron fuego a una pila de hábitos de soldados del Temple y del Hospital y lanzaron al montón la tienda roja del rey de Jerusalén. Ante este espectáculo, el propio Saladino vertió algunas lágrimas. El sultán ordenó que dejaran de jugar con los cadáveres de los monjes soldados, sacaran sus cabezas de las picas, fueran a buscar los restos de sus cuerpos que habían arrojado a los animales y los lanzaran al fuego.

Mientras una lluvia de cenizas grises caía sobre la llanura de Hattin, ensombreciendo a los misteriosos caballeros del Temple que se alejaban hacia el sur con la Vera Cruz, un penacho de humo negro se elevó arremolinándose en un cielo cargado de nubes. Los dos nubarrones se fundieron en un manto negro y gris, siniestra parodia del estandarte de los templarios y los hospitalarios.

Finalmente, una imponente columna formada por varias decenas de miles de prisioneros se dirigió hacia el norte bajo una poderosa escolta.

– ¿Adonde van? -preguntó Morgennes.

– A Damasco -respondió Saladino-. Al mercado de esclavos, donde te venderán a ti también.

Morgennes no dijo nada. Contempló el campo, que poco a poco se vaciaba de sus ocupantes y que los carroñeros vaciarían de sus muertos.

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