LIBRO III

Memento finis

(«Piensa en tu muerte»; «Piensa en tu fin»)

Divisa de los templarios

19

La Verdadha llegado, el error ha desaparecido. ¡El error debe desaparecer!

Corán, XVII, 81


Galopando sin tregua ni descanso, agotando a sus monturas, cubrieron a la velocidad de los yinn distancias extraordinarias. No se dirigieron hacia oriente ni hacia el mediodía, sino hacia el norte, conforme a las indicaciones de Taqi.

– ¿Sabes? -le había dicho a Morgennes-, mi tío (la paz sea con él) nunca hubiera corrido el riesgo de confiarme lo que vosotros, los dhimmi, llamáis la Vera Cruz. No porque en mis manos pudiera correr un peligro mayor que en las de otro, sino porque pensó que era preferible ponerla a resguardo de todas las manos, fueran cuales fueran.

Morgennes le preguntó entonces dónde había escondido Saladino la Santa Cruz.

– No debería decírtelo, pero, como me has salvado la vida, te responderé: nunca se ha movido de su sitio. Por otra parte, mi tío pronto volverá a buscarla…

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Sencillamente lo que acabo de decir: nunca se ha movido. Y, como te he prometido, te conduciré hasta lo que vosotros llamáis la Vera Cruz.

Morgennes, irritado por la manía de Taqi de llamar a los cristianos «vosotros», le espetó con cierta brusquedad:

– ¿Qué diferencia estableces entre «la Vera Cruz» y lo que «nosotros» llamamos la Vera Cruz?

– Es bien evidente -respondió Taqi-.Vosotros, los dhimmi, inventáis cerraduras para casas que no tienen puertas y, cuando alguien llega con una llave falsa, os extrañáis al ver que se abren.

– ¿Podrías, por favor, ser un poco más claro?

– Es muy sencillo. La cruz truncada que os arrebatamos en Hattin se componía de dos partes: el relicario y el travesaño en que Jesucristo fue crucificado. Yo partí con el relicario, y el travesaño se quedó en Hattin. Después no resultó muy difícil colocar un pedazo de madera de sicómoro en el interior del relicario y engañar a los pocos templarios que quedaban, felices por tener una buena excusa para rendirse. Fue un juego de niños. Como decimos nosotros: «Muchas astucias valen más que una tribu». Pero todo esto solo fue posible porque el Altísimo así lo quiso, ¿comprendes, dhimmi?

Morgennes comprendía. Sí, comprendía perfectamente. Sin saber muy bien por qué, redujo el paso y dijo a Taqi:

– Deja de llamarme dhimmi. Sabes muy bien que he renegado de mi fe para abrazar la tuya…

– ¿Sabes lo que decimos nosotros? -replicó Taqi-. «Besa la mano que no puedas morder.» Tengo un gran respeto por ti, dhimmi, pero no me pidas que crea en tu conversión. Tal vez hayas conseguido engañar a los míos, tal vez hayas conseguido engañar a los tuyos y tal vez hayas llegado a engañarte a ti mismo, pero a mí no me has engañado. No he olvidado tus palabras, dhimmi: «Dios no se rinde nunca». Eras tú quien tenía razón. Tu Dios no se ha rendido: ¡os ha abandonado!

Dicho esto, se alejó en compañía de Casiopea, dejando a Morgennes con Simón.

– ¿Qué ha querido decir? -preguntó este.

Morgennes le dirigió una mirada glacial.

– Solo esto: la Vera Cruz nunca ha salido de Hattin.

Simón reprimió un escalofrío, como si volviera a ver pasar ante él días enteros consagrados a la adoración de un falso Dios. En cuanto a Morgennes, de hecho no había respondido a su pregunta, de modo que precisó:

– Noble y buen sire, perdonadme, pero ¿fue sincera vuestra conversión?

– Así lo creía -dijo Morgennes-.Ahora ya no lo sé.

Simón no insistió. E hizo bien, porque Morgennes se encontraba de un humor sombrío. A decir verdad, su conversión a la fe mahometana, aunque sincera en el momento -o, mejor dicho, aceptada, consentida-, tenía algo de artificial. Morgennes se daba perfecta cuenta de ello. Pero ¿qué otra cosa podía hacer, si quería servir a Dios y cumplir su misión hasta el final, si no era renegar de sí mismo? Había traicionado, sí, se había condenado, sin duda, pero lo había hecho por Dios, por Dios únicamente. Aunque debiera pagar el precio.

Morgennes se sentía un poco confuso, y su turbación no dejaba indiferente a Simón: para él, los hombres se dividían en valientes y pusilánimes, pero Morgennes no parecía pertenecer a ninguna de las dos categorías.

Taqi, con sus palabras, había devuelto a Morgennes a su camino. Se habían acabado las ilusiones, la idea de que todo podría ser preservado, su inocencia y su misión, su fe en Dios, su lugar en el paraíso. Oh, su lugar en el paraíso. ¡Lo hubiera cambiado al instante por la Vera Cruz si hubiera podido! ¿Y no era eso lo que había hecho? Entonces, ¿qué importaba que actuara, que razonara, por orgullo… si al final encontraba la Vera Cruz?

Seguiría siendo mahometano mientras Saladino no lo desligara de su juramento. Seguiría buscando la Vera Cruz, tal como había prometido a Alexis de Beaujeu, y sobre todo tal como se lo había prometido a sí mismo cuando había visto pasar la montura de Rufino en el campo de batalla, en Hattin.

Decididamente, siempre volvía a aquel funesto combate en el que la muerte lo había esquivado en varias ocasiones, donde había sido -para su gran vergüenza- el último soldado en rendirse, y donde había renegado de su fe. ¡Cuántas pruebas atravesadas desde entonces, cuánto camino recorrido! Morgennes tenía la impresión de vivir una pesadilla.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Simón, que ya se impacientaba.

– ¿Qué quieres hacer? -dijo Morgennes.

Simón esbozó un gesto en dirección a las dos siluetas que cabalgaban a lo lejos. Cierto, una era Casiopea, pero desde que habían salido de La Féve no le había dirigido una palabra, ni una mirada, y solo parecía preocupada por su halcón.

– Están lejos, podemos irnos -soltó, desesperado, sabiendo que eso significaba abandonar a Casiopea.

– ¡Y dejar la Vera Cruz! -se indignó Morgennes.

– ¡ La Vera Cruz! Soy el primero en querer encontrarla, pero volveremos más tarde, con un ejército.

– ¿Con cuál? ¿Con el de Conrado de Montferrat, que no quiere moverse de Tiro? ¿Con el de los hospitalarios, en plena recomposición, o con el del Temple, diezmado? Te recuerdo que las fuerzas del reino fueron completamente masacradas en Hattin.

– ¡Quedan los templarios blancos! -exclamó Simón.

– Los templarios blancos… -Morgennes lanzó un suspiro-. ¿Puedes decirme qué esperabas encontrar entre ellos? ¿No te bastaba ser un manto blanco? ¿Necesitabas más? ¿Y si te dijeran que los templarios blancos son una sociedad secreta creada según el modelo de los nizaritas?

– ¿Y qué sabéis vos de eso? -replicó Simón-. ¡Si ni yo sé nada!

– ¿Ah, no? Y ese hombre, con su ballesta…

– ¡El enviado del santísimo padre! -se indignó Simón-. ¿Cómo os atrevéis…?

– ¿Que cómo me atrevo? Simplemente, planteando preguntas, mostrándome curioso. Y no creo que sea un pecado. Solo lo es para las personas a las que molestan estas preguntas. En el fondo, supongo que no sabes gran cosa de los templarios blancos. Por otra parte, tampoco debes de saber demasiado sobre el Temple.

– ¡Conozco la regla!

– Desde luego. Estoy seguro de que te la sabes de memoria. Pero ¿conoces su historia?, ¿sus principios, sus costumbres, sus errores, sus defectos, sus zonas de sombra y de luz? ¿Sabes lo que son un templario, un hospitalario o incluso un nizarita?

– Los dos primeros son soldados de Cristo. El otro es un ismailí, es decir, un mahometano que no se reconoce en el poder que tiene su sede en Bagdad.

– ¿Y eso qué significa? ¡Palabras! ¡Solo palabras! ¡Palabras y más palabras, palabras y plegarias, palabras, cantos, responsos, oraciones y qué sé yo qué más! ¡Palabras y viento! No es difícil hablar. En lo que a mí se refiere, ser un soldado de Cristo es obedecer a Cristo, responder a su mensaje, que es ante todo un mensaje de amor, y servirlo, ¡a Él antes que al Temple, al Hospital o al Papa!

– Blasfemáis -protestó Simón-. Os recuerdo que el Papa es el vicario de Cristo, que estamos a sus órdenes y que san Bernardo nos dio una regla, no muy alejada de la vuestra, que nos preserva del pecado de homicidio y nos mantiene en el recto camino.

– Que tú acabas de abandonar al venir con nosotros -indicó Morgennes en tono cansado.

– No más que vos al abjurar -replicó Simón.

Morgennes no respondió. Desde hacía dos meses lo había abandonado todo, su alma, su fe, su honor y a los suyos, por una sola razón: encontrar la Vera Cruz. Estaba cansado de combatir, cansado de tener que explicarse y justificarse ante personas que no entendían nada de aquello. Para acabar, dijo a Simón:

– Haz lo que quieras. No tengo ganas de considerarte como un enemigo ni como mi prisionero. Si quieres ser mi escudero, te acepto a mi servicio. Si quieres irte, vete. Pero, si quieres seguirme, has de saber que por ahora confío en Taqi. Aunque con ello deba perder, un poco más aún, mi honor, mi alma y mi vida.

Simón estaba perplejo. Tenía la extraña sensación de encontrarse en falta. Sin embargo, era él quien estaba en lo cierto, ¿no?

Aquel hombre, no sabía cómo decirlo…, decididamente no era como los otros.

Es verdad que no era la primera vez que Simón se encontraba confundido de aquel modo. Antes de Morgennes, sus hermanos, y luego Wash el-Rafid y Reinaldo de Chátillon, habían dejado en él su huella. Pero Morgennes era, entre todos, el más enigmático, el más sorprendente. En cierto modo, todos tenían rasgos comunes. Hablaban poco, actuaban con rapidez y determinación, y cada uno de ellos proyectaba la imagen de una personalidad fuerte, incorruptible. Pero en el caso de Morgennes existía una fisura. Y aquella fisura había emocionado a Simón.

Llevado por un terrible presentimiento, sintiendo que las lágrimas le asomaban a los ojos, dijo simplemente:

– Acepto seguiros.

– Me alegro de ello -dijo Morgennes.

Y ambos espolearon sus monturas para alcanzar a Casiopea y Taqi. Aunque ya no podían ver sus caballos, todavía podía leerse el rastro de su paso en el suelo, en las bostas y las huellas de herraduras.

– ¿Me diréis por fin cómo murió mi hermano? -preguntó Simón.

– Pidió a Dios que le perdonara sus faltas y lo acogiera en su casa-respondió Morgennes-. Y estoy seguro de que está en ella ahora. Pero un poco antes de morir dijo una frase en latín: Gloria, laus…

– … et honor Deo in excelsis! Fueron las últimas palabras que pronunció nuestro padre cuando nos encargó una misión, a nosotros, sus cinco hijos, para determinar quién sería más digno de ser su heredero.

– ¿Una prueba?

Simón respondió con una sonrisa:

– Nos encargó que le lleváramos la Vera Cruz.

– ¿No le bastaba un fragmento?

– Tendrá que conformarse…

– ¡Esperémoslo!

Casiopea, profundamente marcada por las pruebas que había soportado, casi no decía palabra, como si estuviera obsesionada por algún misterio. En cuanto a Taqi, echaba de menos a Terrible; además, la yegua en la que ahora cabalgaba no tenía la potencia ni la resistencia de su compañera de tantos años.

– Si hay un paraíso para los humanos -decía a Casiopea-, tiene que haber uno para los caballos como Terrible. Valía más que muchas personas a las que he conocido…

Casiopea no escuchaba a su primo. Se sentía feliz por haberlo encontrado, y se alegraba de que la hubieran arrancado de las garras de los templarios, pero se planteaba algunas preguntas acerca de Morgennes. Porque era a él a quien buscaba. Ahora estaba segura. Y pronto se lo diría. Había llegado el momento de volver a Francia, y para Morgennes, de abandonar las órdenes. Lo que no debía ser difícil de conseguir: el Hospital ya le había entregado la carta de exclusión. Sin embargo, Morgennes era tan imprevisible… ¿Quién podría decir lo que haría dentro de un año, de un mes o al día siguiente?

Casiopea, por su parte, ni siquiera habría apostado por la hora siguiente. No porque Morgennes fuera un veleta, sino porque su destino escapaba a los hombres. Como todo el mundo, Morgennes buscaba algo. Ella no habría sabido decir qué, pero tenía el convencimiento de que lo perseguía con tanta avidez, ambición y pasión como los que se agotaban corriendo tras la gloria, las mujeres, el poder o el dinero. Si Morgennes parecía inconstante, era porque no se veía el camino por el que transitaba. De hecho, estaba claro que caminaba solo, dramáticamente solo.


Las llanuras, las casas, los campos y los huertos abandonados se sucedían, devastados por completo. Finalmente, cuando las cumbres del monte Tabor se difuminaban tras ellos, una gran llanura dorada se extendió hasta el horizonte. Sus monturas levantaban en ella un fino polvo claro, más pálido aún que la arena del desierto. El polvo volaba con el viento, que empezó a soplar, primero suavemente y luego cada vez con más fuerza. Al elevarse, se pegaba al pecho de los caballos, se aglutinaba sobre sus flancos, se deslizaba entre las mallas y los pliegues de las ropas de los cuatro jinetes. En cuanto a Babucha, prácticamente había desaparecido en un torbellino de arena. Por eso Morgennes la levantó como a un gato, por la piel del cuello, para sentarla sobre su silla contra él. Casiopea y Taqi habían reducido la marcha, e invitaron a sus compañeros a imitarlos. Avanzaban con sus monturas tan pegadas unas a otras que un animal no hubiera podido escurrirse entre ellas. Para franquear aquellas vastas extensiones de tierra, tuvieron que cabalgar el doble de tiempo que para llegar a ellas. Pronto los abrasó la sed. Pero beber hubiera sido inútil, ya que a cada trago podía sucederle una bocanada de arena. Lo mejor era continuar, con el rostro protegido por una keffieh.

Si hacía falta, se detendrían.


Aquel extraño viaje los llevó no lejos de Tiberíades. El viento los había depositado en las orillas del lago. Al oeste, los montes escarpados de la colina de Hattin se escalonaban hacia el cielo, encuadrando el pequeño monumento construido por Saladino para celebrar su victoria.

Los cuatro jinetes desenrollaron sus keffieh y las sacudieron en la brisa de la tarde para expulsar la arena; luego se fueron a beber al lago, donde unos meses antes había acampado el ejército de Saladino. A continuación Taqi se lanzó en dirección a los Cuernos de Hattin, haciendo amplios gestos con el brazo para llamar a Morgennes.

– ¡Por aquí, dhimmi, por aquí!

Morgennes espoleó a Isobel, temblando a la vez de excitación y de miedo. Se preguntaba si era posible que por fin se encontrara tan cerca de la meta. ¿No iba a engañarlo Dios una vez más, como lo había engañado tantas veces, allí mismo, jugando con su sed y con su vida?

– Hay que cavar allá -indicó Taqi.

Y señaló una superficie de tierra blanda, no lejos de un macizo de adelfas. Morgennes contempló el terreno un breve instante y volvió la mirada hacia el lugar de la batalla, donde numerosos montículos de huesos blanqueados formaban un curioso paisaje. Desde abajo no los había visto, pero desde aquellas alturas se hubiera dicho que eran cráteres, un sembrado de manchas y de costras que daba a la llanura un aspecto lunar. Numerosos cuerpos parecían intactos y otros estaban resecos. Pantorrillas que ya no tenían pierna salían de calzas hechas jirones; esqueletos con la caja torácica hundida habían sido vaciados por los buitres y por enjambres de gruesas moscas. Sus huesos rotos brillaban al sol, como una maraña resplandeciente en medio de la arena. En algún lugar, entre ellos, se encontraban sus antiguos compañeros, y también Arnaldo de Roquefeuille, al que Simón buscó llamándolo por su nombre.

Dejándose caer de rodillas más que arrodillándose, Morgennes empezó a escarbar en el suelo, primero con las manos y luego con ayuda de su cuchillo. Simón, Casiopea y Taqi lo ayudaron. Cavaron con una mezcla de impaciencia y de precaución bajo la asombrada mirada de Babucha, que descansaba, con la lengua colgando, a la sombra de la gran cruz donde habían crucificado a Reinaldo de Chátillon.

Finalmente Morgennes tropezó con su cuchillo con algo que parecía madera, despejó el conjunto con las manos y sacó de la tierra una plancha con una longitud de un poco más de seis palmos por uno de anchura.

– ¡ La Vera Cruz!

Simón lloró, derramando abundantes lágrimas sobre la Santa Cruz, que Casiopea miraba con aire indiferente. Morgennes se levantó y abrazó a Taqi.

– Verdaderamente eres la persona más noble que conozco. ¿Cómo podré agradecértelo?

– Soy yo quien te da las gracias -respondió Taqi-. Porque nos haces un favor inmenso, dhímmi. Mi tío (la paz sea con él) no se equivocaba: la Vera Cruz os divide más de lo que os une. Ahora los templarios y los hospitalarios pelearán hasta que no quede ninguno para saber quién la ha encontrado realmente…

– ¿Cómo? -saltó Morgennes-. ¡No me dirás que no es esta!

Taqi suspiró. Luego cruzó los brazos y se apoyó contra la chambrana de piedra del pequeño monumento.

– Entra conmigo, ¿quieres? Hoy dormiremos aquí. La noche trae consejo.

– Yo no dormiré. Quiero pasar la noche rezando, junto a la Vera Cruz.

– ¿Ya no tienes la fe verdadera?

– Sí -dijo Morgennes-. Pero ya no es la tuya.

– Mi tío no te ha desligado de tu juramento. ¿Renegarás de tu palabra?

Morgennes no respondió nada. Su mirada se perdió en la llanura de Hattin, pasó de montículo en montículo y luego se dirigió a la gran cruz del monumento de Saladino.

– Vosotros también erigisteis esta cruz -dijo.

– Tal vez -convino Taqi-. Pero no la adoramos. Era para matar a uno de los tuyos e infligirle el justo castigo elegido por él mismo. Por lo que sé, los cristianos no tienen el monopolio de la cruz.

– ¿Cuándo veré a Saladino?

– Tal vez esta noche, tal vez mañana. Acaba de dejar Tiro, que renuncia a asediar, por otra ciudad.

– ¿Puedo saber cuál?

– Jerusalén.

Morgennes volvió a guardar silencio. Simón apretó los puños, con los ojos llenos de lágrimas de rabia y de inquietud. De impotencia, sobre todo.

Ese fue el momento elegido por Taqi para decir a Morgennes:

– Esta cruz es realmente la «Vera Cruz» que vosotros adoráis. Pero no es, desde mi punto de vista, la Vera Cruz.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Morgennes-. ¿Cómo es posible que esta cruz sea y no sea a la vez la Vera Cruz?

– Quiero decir que el Corán es muy claro al respecto: «Dios elevó a Jesús hacia él e hizo caer el parecido sobre el que iba a buscarlo. El cual en vano dijo que no era Jesús, y fue crucificado en su lugar». Esta cruz tal vez sea la que paseáis desde hace no sé cuántos años por los campos de batalla, la que vuestra santa Elena inventó, pero no es la cruz en la que Jesús fue crucificado, ya que no fue crucificado. Esta cruz que adoráis es la de Judas.

Simón lo escuchaba boquiabierto, mientras Casiopea, con un interés mezclado con cierto desapego y una fina sonrisa en los labios -como si hubiera oído aquella historia, aquellos hechos, aquella polémica, más de mil veces-, se preocupaba ahora más por Morgennes que por la Vera Cruz, a pesar de que las reliquias de toda clase fueran su pasión.

– ¡No es cierto! ¡Mientes! -se indignó Simón-. ¡Esta cruz es la Vera Cruz, la de Cristo! ¡La cruz por la que murió mi hermano! ¡Y voy a probarlo!

Y el joven se clavó el cuchillo en el vientre pasándolo por un defecto de la cota de malla con tanta rapidez que ninguno de sus compañeros pudo impedírselo.

– ¡Imbécil! -exclamó Morgennes-. ¿Por qué has hecho eso?

– Tendedme sobre ella -balbuceó Simón-. Si esta cruz es la Vera Cruz, Dios no permitirá que muera. De otro modo, no deseo vivir.

Morgennes tendió al joven sobre la cruz truncada, mientras Casiopea y Taqi se apresuraban a vendarle la herida.

– Eres realmente idiota -declaró Taqi-. Una vaca es más inteligente que tú. Después de todo, ¿qué diferencia hay si tu padre y los tuyos creen que es la Vera Cruz? Y, por otro lado, admitámoslo, si eso te complace: es la Vera Cruz. Te pido perdón, he hablado demasiado. Una vez más hubiera hecho mejor en retener mi aliento. El que habla demasiado no vale más que el imbécil.

Simón lo miró y luego se desvaneció.

– ¿Qué mosca le ha picado? -preguntó Taqi a Morgennes.

– Supongo que es a causa de los poderes que se atribuyen a la Vera Cruz -respondió Casiopea-. Dicen que santa Elena, cuando la encontró en la cima del Gólgota, tendió sobre ella a un leproso. La curación de ese hombre fue la prueba que buscaba.

– Conoces bien la historia de la Vera Cruz -dijo Morgennes.

– Conozco bien toda clase de historias -respondió Casiopea.

– ¿Y tú qué piensas? -preguntó Taqi, dubitativo, a Morgennes.

– Es la cruz, sí. La reconozco… En cuanto al leproso, no creo en ello.

– ¿Por qué?

– Porque en ese caso Balduino IV no hubiera tenido necesidad de mis servicios, ni yo de partir en busca de un medio para curar su lepra, y la mía…


En el curso de la noche, mientras velaban a Simón a la espera de Saladino, Morgennes les explicó lo poco que recordaba de su vida.

Morgennes había sido durante mucho tiempo el agente encargado de las operaciones secretas del padre de Balduino IV, Amaury I de Jerusalén. Con ocasión de las numerosas expediciones de este último a Egipto, Morgennes había aprendido a conocer y a amar ese bello país, cuya lengua hablaba fluidamente. Más tarde, al declararse la enfermedad de Balduino y hacerse evidente que el mal se agravaba a medida que crecía, se había hecho urgente encontrar un remedio, ya que los esfuerzos de Guillermo de Tiro, preceptor y médico del pequeño rey leproso, se revelaban inútiles.

Debido a su valentía y a su conocimiento de Oriente, Morgennes fue elegido para partir en busca de una reliquia mahometana de la que se afirmaba que curaba la lepra: las lágrimas de Alá, cuyo aspecto era desconocido por todos.

Para tener la absoluta seguridad de que Morgennes cumpliría su misión hasta el final sin desfallecer y asegurarse del poder de la reliquia, le dieron a beber un tazón de sangre mezclada con pus del pequeño rey leproso. Unas semanas más tarde contrajo la horrible enfermedad. Y unos meses más tarde, al término de una aventura que se mantuvo en secreto, pero que unos pocos iniciados trataban de reconstruir explicándose fragmentos, Morgennes había logrado finalmente encontrar la reliquia. El enviado de Balduino IV la había escondido entonces en el pomo de Crucífera, la espada que Amaury y él habían descubierto en una antigua tumba de la ciudad de Lydda.

Mientras Casiopea iba a buscar algunas ramas y Taqi encendía un fuego con la ayuda de un pedernal, Morgennes miró uno por uno a sus nuevos amigos: Casiopea, Taqi… e incluso Simón.

– Me han ayudado mucho -dijo después de haber acercado las manos a la llama-. Tanto como me han traicionado, y no es decir poco. Masada, ese mercader judío que Casiopea conoce… -La joven asintió con la cabeza-… me dio informaciones preciosas, pero al final trató de robarme. Al no conseguirlo, prefirió denunciarme al Temple, que, celoso de los poderes que obtendría el Hospital si llegaba a curar a Balduino IV, me tendió una emboscada, en la que caí. Gravemente herido, deliré durante muchos días, perdí la memoria y olvidé hasta mi propio nombre… Hasta el mismo nombre de Dios… -prosiguió Morgennes recordando las últimas palabras de Raimundo de Trípoli-. Confieso que todavía hoy no he recuperado totalmente el conjunto de mis recuerdos. Vivo en una especie de niebla. No sé de dónde vengo, aunque sepa que soy francés. En fin, el hecho es que todo eso provocó que llegara tarde a la cabecera de Balduino IV, que había muerto durante mi convalecencia. Nunca me he recuperado de este fracaso, y nunca me recuperaré. Ya en aquella época, el Hospital me juzgó severamente, condenándome a la pérdida del hábito durante un año… Aquella misión debía permanecer secreta, y, según creo, para agradecerme precisamente que nunca hubiera hablado de ella, algunas personas situadas en puestos elevados intercedieron en mi favor para que alcanzara el rango de apóstol de la Vera Cruz, honor que no había pedido, pero que me daba una ocasión de redimirme, o al menos así lo creía yo. Lo más curioso, pienso, es lo que ocurrió con Masada. Al querer robarme las lágrimas de Alá, impidió la curación de Balduino IV y, a la vista de los acontecimientos actuales, precipitó al reino a su pérdida. No puede decirse que haya sido recompensado por ello, porque en Damasco pude ver que también él había contraído la lepra. ¿Cuándo y cómo ocurrió eso? ¿Y por qué no ha muerto de la enfermedad? No sabría decirlo, pero se trata probablemente de uno de esos milagros de los que la historia está llena.

Casiopea y Taqi habían escuchado a Morgennes con gran atención, dejando que el crepitar del fuego reemplazara a sus palabras cuando callaba en busca de sus recuerdos. A menudo, durante su relato, se habían contenido para no intervenir aportando una precisión a un tema que había permanecido oscuro para Morgennes, o pidiéndole que desarrollara tal punto o tal otro; los dos se decían: «Cada cosa a su tiempo. Ya llegará nuestro momento de hablar».

Al final de su historia, Taqi y Casiopea abrieron la boca, casi al mismo tiempo, para decir más o menos esto: «¡Hay otro milagro que no conoces!».

Los dos se miraron, boquiabiertos, confusos por haber hablado en el mismo momento, molestos por haberse interrumpido el uno al otro. Finalmente, Taqi hizo un gesto en dirección a su prima para invitarla a expresarse. Casiopea dijo:

– Morgennes, sé quién eres. Lo presentí la primera vez que te vi, en Hattin, porque te parecías a la descripción que me habían hecho de ti algunos de tus amigos, que habían permanecido en Francia y en Flandes, y especialmente uno de ellos, un hombre llamado Chrétien de Troyes.

Morgennes la miró, estupefacto.

– ¿Te dice algo este nombre? -preguntó Casiopea.

– Realmente no -respondió Morgennes, a la vez incómodo e intrigado.

– Sin embargo, es tu mejor amigo. Juntos, me han dicho, erais más temibles que una banda de canónigos sueltos por las calles de París…

(Ninguno de los tres había visto cómo, en el momento en que Casiopea pronunciaba el nombre de Chrétien de Troyes, Simón abría unos ojos como platos. El joven escuchaba a Casiopea petrificado, con la mirada fija, bebiendo sus palabras como si fueran un potente filtro.)

– Chrétien siempre ha escrito pensando en ti. Tú has inspirado la mayoría de sus obras, de Erec y Enida Lancelot o el Caballero de la Carreta , pasando por Yvain o el Caballero del León. Hoy, Chrétien envejece. La obra que empezó hace cinco años, inspirándose en tus aventuras egipcias y tu búsqueda de las lágrimas de Alá, ha permanecido inacabada a causa de tu desaparición. Ahora entiendo lo que pasó. Caíste en esa emboscada tendida por los templarios. Sufriste y lo olvidaste. Vuelve, Morgennes, para que pueda acabar su obra y Felipe de Abacia esté contento…

Morgennes no respondió nada. Durante un breve instante, el fuego de ramaje iluminó su rostro con reflejos escarlata, dando un brillo dorado a su rala cabellera.

– ¿Cómo se titula esa obra? -preguntó Morgennes.

Perceval o el cuento del Grial.

– ¿Yo me llamo Perceval?

– No, tú te llamas Morgennes. Pero eres, si Chrétien dice la verdad, «el Hijo de la Viuda que tenía por dominio la Gaste Fóret»…

– La Gaste Fóret… Ese nombre no me dice nada, o casi nada. Recuerdo un puente…

Casiopea cogió la mano de Morgennes y la apretó con fuerza. Parecía sorprendentemente emocionada.

– Tu búsqueda ha terminado, Perceval. Has encontrado tu grial. Ahora hay que volver.

– No tengo derecho a hacerlo. No ahora. Todavía debo llevar la Vera Cruz a mi orden y encontrar a Crucífera. Sin ella, mi lepra se declarará, roerá mi cuerpo y me dejará como esos huesos, ahí afuera…

Taqi se levantó, se sacudió el polvo de su túnica de templario, se alisó el bigote con un gesto elegante y, cuando estuvo seguro de haber conquistado la atención de su auditorio, dijo:

– ¡Sé dónde encontrar a Crucífera y el medio de curarte!

– ¿Dónde? -preguntó Morgennes.

– En el oasis de las Cenobitas.

– ¡El lugar del que me habló Femia! ¿Sabes dónde está?

– Sí, creo que sí. Pero no lo conocía por ese nombre. Para nosotros, en el Yazak, es el reino de Zenobia, la reina de las amazonas. Se trata de un lugar encantado que, según dicen, se encuentra habitado por el demonio. Incluso los yinn temen ir allí. Como en el caso de Sohrawardi, esas mujeres conocen remedios para muchas enfermedades. Pero de todo se saca partido… No me atrevo a imaginar, Morgennes, lo que habrá que pagar para curarte de la lepra…

– No me atrevo a imaginar -añadió Morgennes- lo que Masada habrá pagado, si son ellas las que han impedido que su enfermedad progresara…

– ¿Y aceptarán ayudarnos? -preguntó Casiopea, preocupada.

– Al fin y al cabo, son cristianas -señaló Taqi-. Tal vez un fragmento de la Vera Cruz pudiera persuadirlas…

Morgennes dirigió la mirada a la Santa Cruz, que Simón seguía velando, medio desvanecido, y se concentró en la contemplación de esa reliquia tras la que tanto había corrido. Así desnuda, sin su ropaje de oro y perlas, le pareció más bella, más humana. Una voz, la de Casiopea, se elevó:

– Morgennes, hoy es el día de la Exaltación de la Cruz. ¿No crees que hay que ver ahí un signo? ¿Que Dios te ha concedido, por fin, la curación?

– Eso espero -respondió Morgennes.

Tras estas palabras, se durmieron, excepto Morgennes, que plantó su espada en el suelo, no lejos de la Vera Cruz, y pasó la noche rezando, como en otro tiempo, cuando era guardián de la cruz. A la mañana siguiente, sin embargo, se arrodilló de nuevo junto a Taqi para la oración del alba.

Cuando se levantaron, tuvieron la sorpresa de ver que la tierra se ondulaba a lo lejos: El viento soplaba con mucha fuerza, empujando en su dirección potentes torbellinos de arena que volaban hacia el cielo como largos estandartes de color pajizo, se desgarraban y luego ascendían aún más, atrapados por la altura. Taqi, Casiopea y Morgennes miraban fascinados aquel espectáculo, incapaces de apartar la mirada, cuando Simón dijo:

– La tierra tiembla…

Se volvieron hacia él y observaron que, en el curso de la noche, su herida se había cerrado un poco. Ya se encontraba mejor.

– Gracias a mis remedios -dijo Casiopea.

– Gracias a la noche -afirmó Taqi.

– Gracias a la Vera Cruz -replicó Simón.

– Aún no está curado -observó Morgennes.

– ¡Mi tío ha llegado! -exclamó Taqi.

Con la mano señaló una columna de arena, que se desgarró, se abrió como si fuera un pórtico y dejó pasar primero a los infantes, luego a la caballería y finalmente a toda la vanguardia del ejército de Saladino.

La tierra temblaba con el eco de sus pasos. Gritos, relinchos, bramidos de camellos, tintineos de armaduras se respondían entre sí, añadiéndose a la discordancia del batir de los tambores y las llamadas del cuerno que marcaban el ritmo de la marcha de los soldados. Al acabar la mañana, el ejército de Saladino había llenado la llanura como el Nilo su valle.

20

Parásitos y costras terrosas cubren mi carne, mi piel se agrieta y supura.

Job, VII, 5


– Aquí está tu cabeza -dijo Saladino a Morgennes, que acababa de entrar en su tienda.

Morgennes observó el cráneo, cuya órbita derecha llevaba todavía la señal de un golpe de cimitarra, y el sultán prosiguió:

– Es la cabeza del hombre que las tropas del cadí Ibn Abi As-run decapitaron por error en Damasco. No se te parece demasiado, ¿no crees? Pero la he conservado porque me divertía tenerla, mientras esperaba a reemplazarla por la verdadera…

El cráneo volvió a su lugar en la colección de Saladino, junto a otras cabezas desconocidas para Morgennes, con excepción de la de Raimundo de Castiglione, que lo miraba fijamente con sus ojos vidriosos.

– Sohrawardi me ayuda a conservarlas. Conoce el arte que permite evitar que las carnes se descompongan y las fórmulas para volver a darles vida. De vez en cuando, charlo con esta o aquella. ¿Quieres probar? ¿Saludar, tal vez, a tu antiguo maestre?

– No, gracias -dijo Morgennes, antes de añadir-: ¿A qué se debe que no tengáis la de Chátillon?

– ¡La peste caiga sobre él! -se enfureció Saladino-. Ese hijo de marrana consiguió escapar, no sé cómo. Sin duda traidores ganados para su causa esperaron a la noche para degollar a los guardias y apoderarse de él. El día siguiente a su suplicio, al alba, había un cuerpo en la cruz, pero no era el suyo. Sin embargo, desde lejos la ilusión era perfecta: las marcas de golpes, las heridas, las cadenas, no faltaba nada. No me explico qué pudo pasar. En fin, Ibn Abi Asrun también lo está investigando.

– Tal vez sea a él a quien habría que interrogar -señaló Morgennes.

– Ya pienso en ello -dijo Saladino-. Pero cada cosa a su tiempo. ¡Ahora es el momento de la conquista, de la yihad. Dentro de unos días todo habrá acabado. Entonces llegará el momento de ocuparse de los traidores y de desenmascararlos.

– ¿Qué ha sido de los que me ayudaron a huir, de Guillermo de Montferrat, Unfredo de Toron, Plebano de Boutron?

– Los dos últimos murieron dignamente, a manos de mis mamelucos. En cuanto al primero, el viejo marqués de Montferrat, lo tengo de momento en mi palacio de El Cairo. Su hijo, Conrado, ahora príncipe de Tiro, desearía que lo liberara a cambio de un rescate. Estamos discutiendo las modalidades… Ah, pero aquí están nuestros amigos…

En efecto, Casiopea y Taqi entraban en la tienda, y Saladino los apretó contra su pecho. Los recién llegados explicaron al sultán lo que les había ocurrido. Casiopea relató su secuestro por una tropa de maraykhát que trabajaba para los asesinos, mientras se dirigía montada en su camella a Bagdad, y Taqi refirió cómo sus hombres y él mismo habían caído en una emboscada, tendida por Chátillon y un misterioso sarraceno enviado por el Papa, sin duda con el apoyo -una vez más- de los maraykhát.

– Las predicciones de Náyif ibn Adid se han realizado en parte -dijo Taqi-. Por más que, habiendo visto el mal bajo la máscara del bien, no haya podido sino ir a afrontarlo…

Al enterarse de la muerte de su fiel Tughril, Saladino lloró largamente y ordenó que remitieran al hijo del noble mameluco varios cofrecillos de oro y joyas. Luego se volvió hacia Morgennes.,

– ¿Qué puedo hacer para darte las gracias por haber salvado a mi sobrina y a mi sobrino?

– ¿A cuántos favores tengo derecho, noble Saladino? -preguntó Morgennes, divertido porque el sultán quisiera mostrarle su agradecimiento por haber salvado a dos seres hacia los que él mismo estaba en deuda.

– A tantos como quieras.

– Para empezar, me gustaría que Maimónides examinara a mi escudero. Sé que no ha habido mejor médico en la tierra desde Avicena y que sabrá recuperarlo enseguida.

– Así se hará. Y le diré también que te examine a ti. ¿Es eso todo lo que deseas?

– No, Espada del Islam. Pero no sé si debo…

– Habla, te escucho.

– Quisiera que me desligarais de mi juramento de fidelidad a la «verdadera fe».

– Hum… Me pides casi que te castigue.

– Os lo suplico, esplendor del islam; considerad, si os parece, que no merezco ese honor. No se puede convertir en pájaro a un pez.

– La pérdida para el islam de un hombre como tú será enorme.

– ¿Y mi propia pérdida, eminencia?

– De ella se trata precisamente…

Dos finos hilillos de lágrimas se deslizaron de los ojos de Saladino. En torno a él, Taqi, Casiopea, Morgennes, Abu Shama y al-Afdal observaban, sorprendidos, sin comprender.

– ¿Por qué lloráis, padre? -se inquietó al-Afdal.

– ¡Lloro porque este hombre -dijo Saladino señalando a Morgennes-, a quien han arrastrado por fuerza al paraíso, pide salir de él! Verdaderamente me pregunto: ¿qué hay que hacer para llevar a los dhimmi a abrazar la Ley? Por no hablar de los paganos…

Todos observaban a Morgennes en silencio, y él mismo se sentía incómodo, turbado por la importancia que revestía su conversión, como cualquier conversión, para Saladino.

– Si no hubiera salvado a Casiopea -dijo finalmente Morgennes-, Reinaldo de Chátillon os la hubiera cambiado por la Vera Cruz, porque sabía que el oro no os interesaba. Esto formaba parte de su estrategia… Sabía que cederíais.

– Y tenía razón; pues mi sobrina (la paz sea con ella) vale mucho más que doscientos mil besantes de oro… -convino Saladino haciendo referencia al trato que los hospitalarios habían querido proponerle-. Por más que Casiopea te haya ayudado, tu valor y abnegación han sido determinantes. Sin ti, quién sabe, tal vez Taqi estuviera muerto… Dicho esto, consiento en acceder a tu petición. Pero se tratará de un don con contrapartida. Te desligo de tu juramento. Y, a cambio, me deberás un favor. No sé aún cuál. Pero un día te pediré que me lo reembolses. Espero que para entonces el Altísimo (alabado sea su nombre) te haya colmado de favores, porque tengo intención de reclamar mucho…

– Será para mí un placer satisfaceros -dijo Morgennes- Pero, otra cosa aún, oh rey de reyes: quisiera que me permitierais llevarme esta reliquia, la Vera Cruz.

– ¡Cómo! -exclamó Saladino¡-. ¡Si soy yo quien te lo suplica! Desde luego, cógela. Y sobre todo no la pierdas: llévala deprisa a los tuyos. Que la envíen a Roma, a vuestro Papa, y que todos vean que no existe una Vera Cruz y que no hay otro Dios sino Alá. ¡Ve!

– ¿Puedo considerarme desligado de mi juramento?

– Puedes. A la espera del día en que Dios te abra los ojos…


Antes de partir, Morgennes fue examinado por el médico personal de Saladino: Moisés Maimónides. Maimónides había huido de Córdoba, donde las persecuciones de los almohades contra los judíos -y el médico era uno de sus más eminentes representantes- se hacían cada vez más violentas. Y desde entonces había permanecido junto al sultán.

Moisés acababa de visitar a Simón. Le había aplicado sobre la herida un electuario que, según aseguraba, haría que estuviera recuperado «antes de la puesta de sol». «En cuanto a los enormes chichones que tiene en la frente, acabarán por reabsorberse por sí mismos.» El médico se lavó las manos en un lebrillo de agua clara.

– En fin -añadió girándose hacia Morgennes para examinarlo-, es una suerte que este joven sea tan torpe manejando el cuchillo. Espero por vos que lo utilice mejor contra sus enemigos. Aunque, bien mirado, no veo la ventaja… Después de todo, sus enemigos son mis amigos…

Morgennes estudió a aquel hombre ya mayor, sin apartar los ojos de sus manos salpicadas de manchas que corrían como gacelas sobre su epidermis, palpando aquí y allá, apoyando sobre un costado, apretando un trozo de carne entre el pulgar y el índice, pinzando la piel para evaluar cómo quedaba marcada, y examinándolo tan bien que tenía la impresión de ser un libro del que Maimónides iba girando las páginas en busca de su alma.

– ¡Todo va bien! -dijo el viejo judío, dándole unas palmaditas en la mejilla como si fuera un niño-.Aparte de esta fea herida en el ojo, que, en cualquier caso, ha sido muy bien curada, estas marcas de quemaduras en la cara, que de todos modos han cicatrizado muy bien, y estas señales de golpes, comunes en los soldados de vuestra edad, os encontráis en un excelente estado de salud. Muchos jóvenes no pueden decir tanto. Vivís marcha atrás: se diría que la edad os rejuvenece. Aprovechaos de ello, es un don raro… Ya podéis vestiros.

Morgennes lo miró, estupefacto, sin comprender que el médico no hubiera visto nada. ¿Sería a causa de su edad? De hecho, Maimónides apenas superaba los cincuenta; sin duda, eran años, pero no muchos más de los que tenía él.

– ¿Cuánto tiempo me queda? -preguntó Morgennes.

– ¿Os queda? ¿Cómo voy a saberlo? -refunfuñó el viejo-. ¿Y antes que nada, para qué?

– Cuánto tiempo me queda -repitió Morgennes en un tono que pretendía ser imperioso- para que la lepra se declare e invada mi cuerpo…

– ¿La lepra? ¡Vaya idea! -gruñó Maimónides, sin detectar, aparentemente, la fría altivez de Morgennes-. Os aseguro que vuestra salud es perfecta. Es verdad que he visto algunas manchas pardas que son antiguas señales de lepra, pero estáis, afortunadamente, curado por completo. ¡Es incluso milagroso! Deberíais dar gracias a Dios (sea siempre loado)…

– Mi pulgar -dijo Morgennes-. Mirad, he perdido la uña del pulgar de mi mano derecha.

– Eso no es nada -lo tranquilizó Maimónides-. Una lesión que os habréis hecho al sacar la espada de la vaina. Mirad: ya se está volviendo a formar. Y, además -dijo cogiéndole la mano-, fijaos en vuestros otros dedos: la uña es sólida, brillante, con una bonita media luna en la unión con la piel.

El viejo médico le soltó la mano y, percibiendo la inquietud de Morgennes, le preguntó:

– ¿Tenéis algún motivo para haberla cogido de nuevo?

– Lo ignoro -dijo Morgennes, que no se atrevía a hablar de la pérdida de Crucífera.

– Vamos, deberíais saberlo… ¿Habéis estado en contacto con sangre, humores o pus de personas que tuvieran la lepra?

– No.

– ¿Habéis estado recientemente en una leprosería?

– Tampoco.

– ¿Creéis que habéis sido envenenado? ¿Habéis bebido agua de un pozo contaminado?

– No lo creo.

– Entonces todo va bien -concluyó Moisés Maimónides-. La habéis tenido, no hay duda. Pero ya no la tenéis. Y nunca se ha visto un caso en que la enfermedad de la lepra volviera por sí misma después de haber desaparecido… Por otro lado, se han visto muy pocos casos de curación. Pero vos, puedo asegurároslo, estáis curado.

– Sin embargo, todavía la siento en mí. Me roe, está ahí…

– ¡Eso es porque está en vuestro cráneo, pero no en vuestro cuerpo! -vociferó Maimónides-.Y en ese caso, por desgracia, queda fuera de mi especialidad…

Morgennes se incorporó, se colocó la cota de malla, se ciñó el talabarte, se embutió en sus calzas de malla y se dirigió hacia la entrada de la tienda del viejo judío, que lo miró con los ojos brillantes mientras se frotaba su barba de chivo.

– Gracias por todo -murmuró Morgennes.

– Que Dios os guarde -respondió Maimónides-.Y no lo olvidéis: «Dios es el mejor de los que se sirven de la astucia para alcanzar su meta».


Para que la Vera Cruz estuviera bien guardada, Saladino había autorizado a Taqi a permanecer junto a ella. Por su parte, la misión de Casiopea pronto habría acabado: en cuanto Morgennes hubiera encontrado su espada y entregado la Vera Cruz, podría partir con él.

La ruta que conducía al oasis de las Cenobitas pasaba no muy lejos de Damasco, hacia el sudeste de la ciudad. En el fondo no era más que un pequeño rodeo de unas horas, antes de llegar al Krak de los Caballeros. Como mucho, de un día.

En cuanto hubieron abandonado el campamento de Saladino, dejando a este la tarea de enviar a los muhalliq a castigar a los maraykhát, Taqi dijo a Morgennes:

– Desconfío de este Simón. ¿Crees que podemos fiarnos de él? ¿No deberíamos encadenarlo?

– Esta cruz lo mantendrá ocupado con mayor seguridad que una cadena -dijo Morgennes señalando a Simón, que llevaba la Vera Cruz orgulloso como un pavo.

– Tienes razón. ¿Sabes en qué pienso?

Y, sin dar tiempo a Morgennes a responder, continuó:

– Los romanos llamaban al sendero que conduce a la fortaleza de Masada «el camino de la serpiente». En cierto modo, es el que seguimos…

– ¿Y cómo acabó para ellos?

– Para los romanos, muy bien, desde luego. Pero para los celotes que se habían refugiado en Masada, más bien mal: todos se suicidaron, prefirieron morir por su propia mano antes que a manos de los legionarios. Con excepción de dos o tres, que se ocultaron para no perecer.

– ¡Es espantoso!

– Espantoso, sí. Y, por desgracia, auténtico. En fin, si lo que explica Flavio Josefo es cierto…

Taqi sonrió, y espoleó enérgicamente a su montura, que partió al galope. Así cogió una ventaja de dos o tres arpendes sobre sus compañeros. La costumbre de dirigir a sus tropas y de cabalgar como explorador estaba tan viva en él como la que Morgennes tenía de mantenerse siempre en guardia, con la lanza sobre el muslo, listo para cargar; Simón, la de ir pegado con su montura a la estela de alguien mayor que él, y Casiopea, la de hacer pequeños recorridos de ida y vuelta de un extremo a otro del grupo para asegurar su cohesión. Con excepción de Morgennes, que montaba a Isobel, todos tenían caballos nuevos, más ligeros y rápidos que los de los templarios. Y la yegua de Taqi tenía el mismo color de capa que Terrible, blanco.

Simón sostenía con delicadeza la cruz truncada, como si fuera un recién nacido.

Morgennes se la había dejado encantado; ya podía cansarse si eso era lo que deseaba. Y ya podía tener también el honor de ser el hombre que llevara la Santa Cruz cuando volvieran con los hospitalarios: «Al menos -se dijo Morgennes-, esto le valdrá la estima, si no la benevolencia, de los caballeros del Krak…».

Morgennes se preguntó cómo lo juzgarían los suyos a su vuelta. Y qué haría él. ¿Volvería a Francia con Casiopea para acabar sus días en las páginas de un libro, o bien iría a pudrirse a un monasterio, según prescribía su condena? Después de todo, nada le impedía dejar que Simón fuera solo al Krak, e ir, por su parte, con Casiopea, al encuentro de Chrétien de Troyes. Morgennes contuvo un estremecimiento. ¿De qué tenía miedo?

– ¿Por qué vamos al oasis de las Cenobitas si tenemos la Vera Cruz? -preguntó Simón, que cabalgaba justo detrás de él.

– Para encontrar mi espada -respondió Morgennes.

– Pero ¿qué tiene de especial?

Morgennes dejó pasar un instante antes de responder. Aquella espada era casi tan preciosa a sus ojos como la Santa Cruz. Por otra parte, sin que pudiera explicar por qué, Crucífera y la Vera Cruz eran, para él, indisociables.

– Es un arma santa -se limitó a decir-. Fue forjada hace varios siglos para permitir a los cristianos defenderse contra los demonios. Guillermo de Tiro afirmaba que su hoja había sido bañada en la sangre de un dragón, lo que le daba inteligencia, ligereza y solidez.

– ¿Inteligencia?

– Sí -confirmó Morgennes-. Como Durandal, Joyeuse o Excalibur, esta espada tiene una personalidad. Amaury pasó años buscándola con la ayuda de los consejos de Guillermo de Tiro, y enviándome en misión a todos los lugares donde parecía que podía encontrarse.

– ¿Dónde la hallasteis finalmente?

– En Lydda, en una antigua tumba que un terremoto descubrió en 1170.

– ¿Se sabe de quién era la tumba?

– No estamos seguros, pero en los muros de esa sepultura había unos frescos que hacían pensar que podía ser la de san Jorge. Se veía un soldado con armadura combatiendo a un poderoso dragón.

– Así, ¿sería la espada de un santo?

– Sí, aunque la idea de un santo manejando la espada siempre me haya repelido.

Simón se entregó entonces a reflexiones que prefirió no formular. Para él, la santidad solo podía conquistarse con las armas en la mano, exponiéndose a los mayores peligros y venciendo a los enemigos de la fe o pereciendo. Al parecer, no era esa la opinión de Morgennes.

– ¿Por qué os incorporasteis al Hospital -preguntó Simón- si la idea de un guerrero santo os era insoportable hasta ese punto?

– No es la santidad lo que me molesta, ni el hecho de combatir -respondió Morgennes-. Es el hecho de asociarlos. Mira, yo soy un guerrero, pero no tengo nada de santo. Y me parece perfecto. En sus orígenes, la Iglesia se negaba a honrar a los que morían con las armas en la mano, fuera por la razón que fuese. Luego, en 314, un año después del edicto de Milán, que autorizaba el cristianismo en el Imperio romano, el concilio de Arles condenó a la excomunión a los que se resistían a llevar armas para defender a ese mismo Imperio, y por tanto, a la cristiandad. Más tarde llegó san Agustín, la caída de Roma y los ataques de los sarracenos en España, Sicilia, Provenza…, y este fenómeno no ha dejado de ampliarse. ¿Hasta dónde llegará? Entré en el Hospital porque es una orden difícil, que tiene por vocación el cuidado de los enfermos, mientras que el Temple es una orden estrictamente militar. De todos modos, durante mucho tiempo para los hospitalarios solo fui un mercenario, un auxiliar, una especie de parte vergonzosa que hay que ocultar. Para el Hospital, aceptar a un soldado era más un mal necesario que una bendición, al menos al principio. Mi verdadera recepción en la orden, como caballero, es mucho más reciente. Tiene menos de una decena de años.

– ¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

– Pronto hará un cuarto de siglo. Tenía más o menos tu edad cuando llegué. Entonces era…

Se interrumpió. Le fallaba la memoria. Iba a decir: «Entonces era un caballero muy joven», pero se dio cuenta de que tal vez no fuera aún un caballero. De hecho, debía reconocerlo, si había pensado en ello era porque el propio Simón había sido armado caballero. En otros tiempos, en otras circunstancias, Simón hubiera debido esperar todavía uno o dos años antes de poder serlo. Pero la derrota de Hattin y una necesidad apremiante de sangre nueva habían precipitado las cosas.

Simón, por su parte, pensaba, mientras miraba a Morgennes, que este era en cierto modo un monje que había reemplazado el silencio de la meditación por el estrépito de las armas. Y que había aceptado pagar el precio. Para Morgennes no había paraíso.

Era exactamente lo contrario de lo que se enseñaba a los otros hospitalarios, a los templarios, a los asesinos, a los soldados de la yihad; en fin, a todos los que combatían y estaban ansiosos por morir precisamente porque estaban seguros de ir directos al paraíso. De no ser así, ¿habrían defendido sus ideas con la misma fe?

Simón lo dudaba. En el fondo, esos hombres no estaban dispuestos a dar, solo querían recibir. ¿Morían como mártires porque morían persuadidos de actuar por la buena causa y de ganarse así el paraíso? Desde luego que no. Esa gente era incapaz del menor sacrificio; todo lo que hacían era vengarse, de sí mismos y de los demás, exponiendo a la vista de todos su miedo, su pequeñez y su cobardía. Pero no su amor, y sin duda no su amor a Dios. Por Dios solo sentían desprecio.

Simón tuvo la sensación de que algo se rompía en su interior.

Luego un movimiento en el cielo atrajo su atención. Levantó la cabeza y siguió con la mirada al noble pájaro de Casiopea. «Es curioso -pensó-. Nosotros dejamos rastros en la arena; él los deja en el cielo.»

Simón observó con atención a Casiopea, sus holgadas vestiduras claras, esa manera de estar allí y a la vez en otra parte, ese aire indiferente y, sin embargo, interesado. «Curiosa mujer -se dijo-. ¿Qué edad tendrá?» Debía de ser solo un poco mayor que Berta de Cantobre. ¡Y sin embargo, qué carácter! De hecho, Simón ya no creía en la pureza de Berta; igual que empezaba a dudar de la impureza de Casiopea. Sí, ella había sido violada por los maraykhát, y luego, con los asesinos, por Rachideddin Sinan, y sin duda incluso por los fidai encargados de entregarla a los templarios blancos, en El Khef, a cambio del oro arrebatado a los hospitalarios. Ahora tenía la íntima convicción de que la inocencia no era una cosa adquirida que se podía perder, sino, al contrario, una cualidad que debía ganarse, y que no podía perderse ya después, una vez adquirida. A sus ojos, Casiopea era una santa. Sí, mil veces más que la pequeña Berta, que sin duda iría ya por su cuarto embarazo y viviría en la mugre de un castillo de Borgoña.

Ciertamente, a sus ojos, Casiopea valía mil veces más que doscientos mil besantes de oro. ¡Esa mujer era en verdad, como decía Morgennes, una reliquia! ¡Cómo comprendía que Saladino hubiera reconocido -en lo que él había considerado al principio una confesión de debilidad- que la hubiera cambiado por la Vera Cruz, aunque la Santa Cruz fuera uno de los elementos clave de su política en Tierra absoluta!

Simón puso su caballo al galope y corrió hacia Casiopea, sintiendo batir en su pecho el olifante que había cogido a los hospitalarios. Entonces se sonrojó y redujo la marcha. En el repicar del cuerno que golpeaba contra su escudo le parecía reconocer los mandobles que había asestado a aquel caballero franco que ni siquiera se había defendido antes de morir.

Casiopea se había girado al oír acercarse un caballo a trote corto. Vio al joven templario y le sonrió. Aunque aquella sonrisa lo hizo sentirse incómodo, Simón se esforzó en poner buena cara.

– Pronto llegaremos -le dijo Casiopea-. No tendrás que soportar su peso mucho rato…

Hacía alusión a la cruz truncada, que Simón sostenía intentando no mostrar demasiado a las claras su satisfacción. Al fin y al cabo, Dios les había dejado ver a todos que lo había escogido a él para llevarla: lo había curado. Poco importaba que fuera por el contacto de la Santa Cruz, por los cuidados de Casiopea, por la noche o por la llegada de Maimónides, cuyos vendajes le comprimían el torso y le evitaban sufrimientos. Los caminos del Señor eran tan infinitos como inescrutables.

– Oh -dijo Simón-, sin su relicario no es tan pesada…

– Ya veo. De todos modos, qué honor llevar este madero que el propio Cristo no consiguió cargar.

– ¿Y eso?

– ¿No has leído los Evangelios?

– Sí.

– Entonces sabrás que, para al menos tres de ellos, Jesús no llevó su cruz. En todo caso, no solo.

– No. No lo sabía.

– ¿Sabes que los sarracenos consideran que no fue Jesús el crucificado (Dios lo amaba demasiado para eso) sino Judas? Que para otros fue Simón de Cirene el que llevó la cruz en lugar de Jesús…

– No, no lo sabía…

– Pues deberías interesarte en ello, mi buen Simón…

El joven se sonrojó, bajó los ojos, turbado por el poder de la mirada de Casiopea, y preguntó para cambiar de tema:

– ¿Cómo es que Saladino solo nos ha proporcionado a un hombre, su sobrino, para escoltarnos?

– Porque es un sabio, y el Profeta dijo: «El mejor número de compañeros es cuatro».


Cabalgaban desde hacía varias horas cuando Taqi volvió hacia ellos a todo galope, envuelto en una nube de polvo, y les preguntó:

– ¿Habéis bebido bastante?

– Sí -respondieron a coro.

– ¡Entonces, vamos!

Con un gesto, señaló una vasta franja de arena ardiente tras de la cual brillaba, como una esmeralda en un ombligo, un suave resplandor verde.

– ¡El oasis de las Cenobitas! -declaró pomposamente-. Solo se ve a ciertas horas, poco antes del ocaso. Hoy no rezaré: no tenemos tiempo. Si perdemos de vista esta luz, estamos muertos.

Taqi espoleó vigorosamente los flancos de su caballo y se adentró en el desierto. Pronto desapareció detrás de una duna, y los otros lo siguieron.

Para avanzar había que fijar la vista en la joya al otro extremo del desierto, que se situaba en su campo de visión como el objetivo último, aquel al que apunta el arquero cuando lanza su flecha. De hecho, Morgennes se sentía a la vez trayectoria, arco, flecha y diana, hasta tal punto todo en él tendía hacia este único objetivo: encontrar a Crucífera, acabar con sus aventuras, poder, por fin, descansar.

Una alegría inmensa creció en su interior. «¡Dios mío, perdóname por haber dudado!» Le parecía, en efecto, que Dios le permitía encontrar a la vez la Vera Cruz, la quietud y a Crucífera.

Cuando la sed empezaba a atormentarlos -aunque no se atrevían a beber todavía, antes de haber llegado o de haberse perdido-, apareció el contorno de un oasis temblando en el aire como un espejismo, amenazando a cada instante con desaparecer. No obstante, la imagen permaneció, quieta y atrayente, y en la luz declinante del atardecer semejaba un monumento de frescor, un lugar aparte, fuera del tiempo y de la vida.

Aquel oasis de las Cenobitas, como Femia lo había llamado, era, según Taqi, los restos de Gomorra; otros decían que no era sino el oasis de las Cenobitas, ahora reducido a lo esencial: una inmensa hendidura bordeada de palmeras blancas. A menos que se tratara de la antigua Ctesifonte, destruida, después de la muerte de Mahoma, por jinetes encargados de propagar su palabra. El lugar habría sido, así, en otro tiempo, la capital del antiguo Imperio parto, aniquilada porque su belleza hacía sombra a Babilonia. Los partos la habían fundado más de setecientos años antes, y había sido una de las más bellas y más antiguas ciudades que la historia hubiera conocido nunca. Pero todo aquello ya no existía. La ciudad había sido saqueada, abandonada, y luego se había convertido en ruinas, antes de ser olvidada.

Hasta el día en que Saladino se había enterado de que una reina había establecido allí su reino, y que ese reino, cristiano, era el de las mujeres. El sultán había enviado un ejército de espías, de los que solo había vuelto uno, pero aquello le había bastado para saber que las mujeres llevaban allí una vida de disciplina que se parecía mucho a la de los monjes soldados del Temple o del Hospital, y que los hombres estaban desterrados de su reino, salvo cuando había que reemplazar a alguna de ellas, muerta en combate. Entonces se realizaban salidas para capturar a los machos más «atléticos», para que «fueran pasto» de las más bellas de las amazonas.

Saladino se había dicho que esos espías no tendrían motivo para quejarse, al menos al principio, de la suerte que les tenía reservada Zenobia, la reina de las amazonas. Lo que venía después ya era harina de otro costal, porque las mujeres del oasis no tenían precisamente fama de tiernas: tras haber copulado, arrancaban con sus dientes los testículos de los machos que las habían fecundado y los reducían a la esclavitud o los enviaban a perderse en el desierto.

Después de haber promovido al rango de jefe de los eunucos al único de los espías que había sobrevivido, Saladino envió al reino de las amazonas al cadí Ibn Abi Asrun, a la cabeza de una embajada poderosamente armada. El cadí era portador de un mensaje en el que se advertía a las amazonas que, si no se comportaban en todos los puntos como las gentes del Libro -como dhimmi- y se obstinaban en negarse a satisfacer el impuesto, el sultán se vería obligado a aniquilar su reino.

Zenobia respondió con una caravana de cincuenta camellos cargados de oro y piedras preciosas; así como con la promesa de no interferir nunca en los asuntos del emir, siempre que las dejaran en paz.

Saladino le aseguró su benevolencia, le envió en correspondencia algunos presentes, y no se habló más del asunto. Cada año llegaban camellos al oasis para recoger su cargamento de oro y luego se volvían a El Cairo. Allí este tesoro se añadía al de Saladino, antes de dirigirse -disminuido- hacia Bagdad.


Morgennes estaba tan concentrado en la mancha verde del horizonte que fue necesaria toda la fuerza de los ladridos de Babucha para sacarlo de su ensimismamiento. Pero, por más que la llamara, la perrita no le hacía caso. Babucha se dirigía en línea recta hacia el sur, cuando el oasis se encontraba al este. Presionando con la rodilla el flanco de Isobel, Morgennes se lanzó en persecución de la perra y no tardó en alcanzarla. Los contornos del oasis ya empezaban a difuminarse.

– ¡Babucha, aquí!

Babucha no lo escuchaba y, cuando Morgennes acercó la mano para sujetarla por el cuello, la perra retrocedió, rascando la tierra con las patas traseras y gruñendo.

– ¿Qué te pasa? ¿Olfateas algún peligro?

Babucha ladró y se alejó un poco más. Morgennes dirigió, como a disgusto, una última ojeada al oasis de las Cenobitas. Prácticamente había desaparecido. Ya solo veía un vago resplandor, tan grueso como el blanco en la base de la uña. Si no se apresuraba, no tendría ninguna esperanza de llegar al oasis y se vería condenado a morir de sed.

– Me voy.

Pero la perra no le hizo ningún caso, y siguió rascando el suelo y retrocediendo cada vez que Morgennes hacía el gesto de aproximarse. Si no hubiera cargado con la armadura, se habría lanzado en su persecución y se habría inclinado a un lado para sujetarla por la piel del cuello. Pero, por desgracia, su cota de malla pesaba tanto que no podía llevar a cabo aquella maniobra sin peligro. Por otra parte, hubiera debido realizarla con la mano izquierda, debido a su ojo ciego, y no se sentía con fuerzas para eso.

– ¡Adiós, Babucha!

Normalmente, cuando se veía sola, la perrita se acercaba con el vientre pegado al suelo. Pero esta vez no se movió, se contentó con observar a Morgennes con ojos tristes. Morgennes hizo el gesto de marcharse en dirección al oasis, y Babucha se adentró aún más en el desierto. Pronto desapareció tras una duna y Morgennes dejó de oírla. Ahora solo se escuchaba el ruido del viento; el fragor sordo de la arena rodando cuesta abajo por las dunas que los beduinos llaman el «canto del desierto».

Morgennes dio unos pasos con Isobel y la puso al trote corto, dudando entre galopar para aprovechar los últimos rayos del sol o volver atrás para intentar atrapar a Babucha, cuyo comportamiento le intrigaba. Le hubiera gustado tener un punto de referencia, poder hacer las dos cosas. Pero era imposible. Si no se decidía, en aquel mismo momento, por una solución u otra, se perdería en el desierto. Morgennes detuvo a Isobel para darse tiempo para reflexionar, beber y orar. Cogió un odre de su alforja y bebió un largo trago de agua de Tiberíades. Después de secarse la boca con el dorso de la mano y tras guardar el odre en su lugar, pidió a Dios que le enviara una señal. Recibió dos.

Por una parte, Babucha se había puesto a ladrar con todas sus fuerzas, rematando cada uno de sus ladridos con un gruñido sordo; y por otra, el potente chillido de un pájaro vibró en el aire: como cada tarde, a la hora del crepúsculo, Casiopea enviaba a su halcón peregrino a volar por los cielos.

«Por otro lado -se dijo Morgennes-, también lo hace así en caso de peligro.»

Sin pensarlo dos veces, Morgennes hizo describir un giro a Isobel y volvió a todo galope en dirección a los ladridos, seguro de tener una referencia estable gracias a los largos vuelos del halcón. Remontó una duna, tirando de las riendas de su montura para evitar que descendiera la pendiente al galope, y se reunió con Babucha. La perrita tenía un objeto en la boca.

– ¡Dame! -dijo Morgennes tendiendo la mano.

La perra se acercó ¡y dejó en el suelo una pantufla decorada con motivos árabes!

– ¡Por todos los cielos, es la de Yahyah!

La perra ladró al oír mencionar el nombre del muchacho y rascó de nuevo con las patas en el desierto, levantando una niebla de polvo amarillo. Morgennes saltó de la silla y se acercó a Babucha, que dio unos pasos de lado y mordió un trozo de tejido blanco que sobresalía de la arena. Morgennes liberó rápidamente lo que resultó ser una keffieh y encontró a Yahyah inconsciente, con la cara quemada por el sol.

– ¡Isobel!

La yegua se acercó y Morgennes cogió su odre. Después de haber derramado un poco de agua en el hueco de su mano, humedeció el rostro del joven, al que Babucha no dejaba de dar lengüetazos. Yahyah abrió los ojos, luego la boca, pero no pudo pronunciar nada inteligible. Morgennes le indicó que callara, hizo que se sentara en la arena y le dio de beber a pequeños tragos. Poco a poco, el muchacho se fue recuperando. Se encontraba en un estado lamentable. Sus ropas estaban completamente destrozadas e iba descalzo.

– ¿Cómo te sientes? -preguntó Morgennes cuando le pareció que el chico se había repuesto.

Por toda respuesta, Yahyah tosió, miró a Morgennes con los ojos húmedos de agradecimiento y dijo:

– ¡Por Alá (sea siempre loado), me has salvado la vida!

Morgennes le pasó la mano por el pelo para sacudirle la arena, y respondió:

– Será mejor que des las gracias a Babucha; es ella quien te ha salvado. Sin ella, solo serías un puñado de polvo más en el desierto.

Uniendo el gesto a la palabra, Morgennes cogió en la mano un poco de arena y la dejó volar al viento.

– Tenemos que irnos -continuó-. Te subiré a mi grupa, y me explicarás lo que te ha ocurrido y dónde está Masada.

– ¡Esa serpiente! -exclamó Yahyah-. Si no tuviera tanto miedo de que me falte agua, escupiría al suelo. ¡Puaj, qué personaje infecto! ¡Cuando pienso en lo que hizo con sus precedentes esclavos!

Mientras cabalgaban a la luz de las primeras estrellas, Yahyah explicó a Morgennes cómo Masada había escapado, dejando que Reinaldo de Chátillon y Gerardo de Ridefort se fueran con la Vera Cruz. Femia había aullado, implorando a Masada que se quedara, diciendo que no podían abandonar a Morgennes, pero Masada había respondido: «¡Solo tiene lo que merece!».

Masada les había contado todo a Chátillon y a Wash el-Rafid, poniendo en su conocimiento el pacto hecho con los hospitalarios del Krak de los Caballeros, y cómo estos habían recurrido a Morgennes y a su conocimiento íntimo de Oriente para encontrar la Vera Cruz.

Chátillon se había jurado que acabaría con Morgennes, pero no antes de hacerle escupir todos sus secretos, y especialmente los concernientes a sus famosas expediciones a Egipto en la época de Amaury. Brins Arnat estaba persuadido de que Morgennes conocía el emplazamiento de muchos tesoros, de muchas reliquias; y Masada no lo había desengañado. Además, Wash el-Rafid había oído hablar de Morgennes al obispo de Preneste, Paolo Scolari, que era gran amigo de Heraclio, patriarca de Jerusalén y enemigo feroz de Raimundo III de Trípoli y de los hospitalarios.

Para ellos, Morgennes era el enemigo, la serpiente que hay que aplastar después de haberle hecho escupir su veneno. Pero la serpiente había escapado, desconocedora de su naturaleza de serpiente e ignorando también hasta qué punto se encontraba acosada por sus adversarios. Hasta el momento, Morgennes solo había temido el juicio de los suyos. Hubiera debido saber que el juicio de sus enemigos debía inspirarle mayor temor.

– ¿Y Masada? ¿Dónde está?

– Me habló del oasis, explicándome entre risitas burlonas que allá todo iría mejor para él. No dejaba de acariciar a Crucífera y al cofre donde está encerrado Rufino, diciendo que sacaría un buen precio…

– ¿Te dijo para qué necesitaba el dinero?

– A causa de un mal que lo corroe -dijo Yahyah enigmáticamente.

– El muy imbécil. ¡Les venderá la espada, cuando es justamente lo que necesita! ¡Apresurémonos!

Morgennes espoleó de nuevo a Isobel, que partió a todo galope. Se guiaba por el halcón peregrino, sombra sobre las sombras del cielo. La velocidad de su carrera a través del desierto, añadida al frescor de la noche, había helado los miembros de Yahyah, que temblaba en brazos de Morgennes.

– ¡Allá! -gritó de pronto el niño, en el mismo momento en que la perra se ponía a gruñir.

– ¿Qué hay? -preguntó Morgennes.

La ausencia de su ojo derecho se hacía sentir penosamente cuando la noche aplanaba las formas, y tuvo que pedir al niño que le describiera lo que veía.

– Un ojo inmenso, blanco, mirando hacia el cielo…

– ¡¿Qué?! -exclamó Morgennes, estupefacto.

– ¡No! No es eso… Son, es… ¡Centenares de palmeras blancas!

¡Palmeras blancas! Morgennes nunca las había visto. De lejos, la fronda de palmas ondulaba como tentáculos de anémonas de mar movidas por la corriente. Ahora olía su aroma aceitoso y oía cómo el viento acariciaba las hojas, sumando su aliento a las curvas del pájaro. Unas plantas verdes muy altas daban la impresión de ser inmensas vainas de donde surgían las palmeras.

– ¡Están tan apretadas que no se puede pasar! -exclamó Yahyah.

– Tiene que haber un modo…

Babucha ladró. En una palmera, no lejos de donde estaban, una oscilación agitó las ramas con un ruido misterioso: una pareja de monitos blancos, con la cabeza aureolada por una pelambrera sedosa, había trepado al árbol y miraba hacia ellos rascándose el mentón con aire pensativo.

– ¡Qué calor tan agradable! -dijo Morgennes sonriendo-. ¿Te has fijado en que el aire también es cada vez más húmedo? Debe de haber una fuente de origen volcánico en algún sitio…

En efecto, Una fina columna de humo blanco se elevaba por encima de las palmeras y se perdía, vaporosa y ligera, en el cielo crepuscular.

– Es el oasis de la Mano -dijoYahyah.

– ¿Cómo lo llamas? -preguntó Morgennes-. Los otros lo llamaban el oasis de las Cenobitas…

– Es el oasis de la Mano, el oasis de las Palmeras Blancas… Masada lo llamaba así. Porque parece una mano con los dedos tendidos hacia el cielo…

– Pues yo solo veo palmeras rodeadas de hierbas…

– Justamente, son los dedos. El manantial, las viviendas, se encuentran en la palma, en una especie de depresión.

– ¿Y cómo se llega allí?

– Masada habló de un camino. Dice que el oasis está recorrido por senderos que son como las líneas de la mano…

– ¿Y cuál hay que coger?

– El de la línea de la vida.

Morgennes estudió la palma de su mano, y observó, pensativo, los surcos que se entrecruzaban, se prolongaban o se dividían.

– Es muy extraño -señaló Yahyah-. Tu línea de la vida se detiene en un punto, desaparece un instante y vuelve a prolongarse un trecho corto. ¿No es curioso?

Morgennes lo miró con aire indiferente.

– No sé nada de esas cosas -respondió-.Ven, demos la vuelta al oasis. Tratemos de encontrar el lugar que sirve de entrada.

Rodearon, pues, el oasis, que efectivamente tenía el perfil de una mano. Al cabo de un rato se detuvieron ante un camino estrecho, en pendiente, que parecía hundirse en un abismo de verdor. Babucha ladró. Desde lo alto de los árboles, una decena de monos blancos los observaban, inmóviles, con las manos cruzadas sobre el vientre, como viejos sabios, y una especie de sonrisa.

– ¡Es como si estuvieran asistiendo a un espectáculo! -dijo Yahyah echándose a reír.

Manteniéndose en guardia, Morgennes condujo a Isobel a lo largo de la pendiente, que descendía, a menudo abruptamente, entre los estrechos troncos de las altas palmeras entrelazadas. Aquí y allá, algunos bejucos cortados daban testimonio del reciente paso de Taqi, Simón y Casiopea. Un poco más lejos, un tronco hundido en el fango y rastros paralelos de ruedas salpicados de agujeros marcados por unos pequeños cascos constituían los vestigios de la llegada de Masada. Los chillidos de los loros, de los que distinguían a veces -durante una fracción de segundo- un confuso plumaje blanco, llenaban el aire. Y los monos les respondían, de tarde en tarde, con una voz casi humana. Ahora había decenas, que seguían furtivamente a Isobel, deslizándose detrás de un tronco o aplastándose entre la vegetación en cuanto Morgennes o Yahyah miraban hacia ellos. Se hubiera dicho que se encontraban en plena jungla, y Morgennes recordó, efectivamente, haber atravesado lugares similares. Luego la humedad se intensificó hasta hacerse sofocante. Poco a poco las palmeras fueron sustituidas por densos bosquecillos de flores exóticas, en una exuberancia renovada sin cesar de blanco, rosa y amarillo. Muchas servían de percha a los loros, que no dudaban en posarse sobre ellas en largas filas, a veces al alcance de la mano, a un lado y a otro de Morgennes y Yahyah, de manera que estos tenían la curiosa impresión de estar pasando revista a un batallón de aves.

– Morgennes…

Esta vez Yahyah temblaba de miedo. Morgennes lo apretó contra sí, cuando, de repente, Babucha ladró: estaban cercados. Una veintena de guerreras con armaduras de bronce, equipadas con arcos largos, espadas cortas y finos venablos, los amenazaban con sus armas. Semejantes a hamadríades, las amazonas habían surgido de todos lados a la vez de entre la jungla. Algunas iban montadas sobre gacelas marfileñas y los miraban con animosidad. Las que les apuntaban con sus arcos tenían la inmovilidad de las piedras y, si no se hubieran desplazado para ajustados mientras ellos avanzaban, hubieran podido tomarlas por estatuas.

– Seguidnos -dijo una de ellas en un tono poco tranquilizador.

Morgennes espoleó suavemente a Isobel y, poco tiempo después, llegaron al oasis propiamente dicho. ¡Era un lugar magnífico! ¡Decir que algunos habían hablado de Damasco como de un paraíso, cuando el paraíso estaba allí! El oasis era los jardines sin Babilonia, el Edén sin Adán, la manzana sin Lucifer. Imaginad una inmensa hendidura en forma de delta invertida. Arcos cubiertos de musgo enlazan las alturas, donde, incrustadas como esmeraldas, una miríada de grutas rebosan de verdor. Estas cavidades desempeñan la función de salas comunes, viviendas, talleres, almacenes, observatorios y capillas… Galerías pegadas a la roca y escaleras talladas en la piedra permiten circular de sala en sala y vigilar el oasis. Aquí y allá, como corrientes de lava reverdecidas por el tiempo, jardines suspendidos escalonados en terraza prolongan las grutas hasta el fondo de la hendidura, donde un río salta entre las piedras. Morgennes no veía el origen del pequeño torrente, perdido en la niebla, pero río abajo sus aguas se precipitaban en una anfractuosidad de la tierra, por donde escapaban silbando entre un despliegue de vapores.

Realmente, el oasis era la mano de Dios.

Después de haberlos hecho desmontar, las mujeres con casco y armadura, con mirada fiera, los condujeron bajo un techo verdeante. Algunos bejucos colgaban de él, contribuyendo a la belleza del lugar; una guerrera cortó uno con su sable y lo utilizó para atarles las manos.

– ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? -preguntó luego con voz clara.

Tenía los rasgos de una adolescente. Pero en su cara se reflejaba una dureza real, reforzada por las líneas aceradas de su casco, coronado por una cabeza de hiena.

– Me llamo Morgennes, y este es Yahyah -respondió Morgennes-. Hemos venido en paz para recuperar un bien que me pertenece y encontrar a nuestros amigos.

– ¿De qué y de quién habláis?

– De una espada, y de dos hombres y una joven que han debido de llegar poco antes que nosotros.

– Son nuestros prisioneros. No queremos tener contacto con nadie. Dadnos una buena razón para que no os convirtamos en nuestros esclavos…

Morgennes reflexionó. Pensó en hablar de Masada, pero no sabía en qué términos se encontraba con las cenobitas y prefirió no hacerlo. Entonces vio, sobre el pecho de una de las guerreras, un medallón en forma de palmera idéntico al que Femia le había entregado poco antes de morir.

Buscando bajo su cota de malla con las manos atadas, dijo a las jóvenes:

– Esperad, mirad esto.

Con esfuerzo consiguió sacar la joya de Femia y se la mostró. La alhaja brillaba suavemente a la luz de las antorchas de las cenobitas.

– ¿De dónde habéis sacado esto? -preguntó otra guerrera.

– Me lo dio una amiga -respondió Morgennes.

– ¡Su nombre!

– Femia.

Un rumor pasó de cenobita en cenobita. Las mujeres hablaban una lengua extraña, llena de silbidos y entonaciones variadas.

– ¡Seguidme! -dijo la primera guerrera.

Después de haberlos liberado, la soldado condujo a Morgennes y a Yahyah por un dédalo de escaleras estrechas que serpenteaban de terrazas a grutas y de grutas a terrazas, subiendo cada vez más alto, atravesando salas donde las cenobitas se afanaban junto a hornos, forjas y crisoles, bastidores para tejer, alambiques, atanores o tornos de alfarero. Parecía una colmena humana, con celdillas tan misteriosas como insondables, que hervían de actividad.

– ¡Entrad ahí! -ordenó la guerrera.

Morgennes y Yahyah penetraron en una sala de techo bajo, con la entrada cerrada por una cortina. Estaban en una gruta pequeña, con los muros blanqueados con cal, con manchas de humedad en algunos lugares y pinturas ingenuas que representaban cazadoras. Al extremo de una alfombra de lana con motivos que figuraban escenas sáficas, se encontraba sentada una joven guerrera de rasgos adolescentes.

Morgennes se arrodilló, pensando que se trataba de Zenobia, la reina de las amazonas.

– Levantaos -dijo la mujer-. No soy quien creéis: la veréis mañana. Me llamo Eugenia. Soy la hermana de Femia.

Morgennes se estremeció y se llevó la mano al corazón, como para ocultar el medallón que pendía de su cuello. En ese momento algo se movió tras ellos, y una voz masculina, la voz de un anciano, declaró:

– Ah, aquí está…

Morgennes se volvió hacia el hombre que acababa de entrar. Y estuvo a punto de desvanecerse: Guillermo de Tiro estaba allí, vivo, ante él.

21

Nuestro fin estaba próximo, nuestros días cumplidos; sí, nuestro fin había llegado.

Lamentaciones, IV, 18


– ¡Os creía muerto! -exclamó Morgennes, hincando la rodilla en el suelo para besar la mano del anciano arzobispo.

– Por Dios -dijo Guillermo sonriendo-, tengo algunos dolores en las articulaciones, pero estoy bien vivo…

Unos instantes más tarde, Guillermo los invitaba a compartir su cena.

– Cenamos tarde, aquí -dijo Guillermo mientras iban a buscar a Casiopea y a Taqi-. Hay tanto que hacer y los días son tan cortos…

El anciano no tenía ni una arruga más, ni había perdido uno solo de sus numerosos y largos cabellos blancos. Su jovialidad no se había empañado nada en absoluto desde que Morgennes lo había dejado, seis o siete años antes, cuando había partido en busca de las lágrimas de Alá para curar a Balduino IV.

– ¡Qué alegría! -dijo Morgennes-. En Jerusalén todos os creían muerto.

– Imagino -respondió Guillermo- que la mayoría se alegraba de ello.

– Los del partido del rey Guido de Lusignan, de Gerardo de Ridefort y de Heraclio, sí. Sin duda. Los otros todavía os lloran. Y son los más numerosos.

– Pero, por desgracia, no los más fuertes -dijo Guillermo sonriendo con tristeza.

El arzobispo cogió la mano de Morgennes y la apretó afectuosamente, palpándola y mirándola con gran interés.

– De modo que lo habéis conseguido -constató-. Se lo dije a Balduino: «Morgennes no puede fracasar. Es el mejor, el más fuerte de todos». A menudo vuelvo a pensar en la mirada del pequeño rey cuando me pedía noticias vuestras, cuando sus fuerzas disminuían: una mirada que se vaciaba de vida, a la vez dulce y resignada. Cada día, y luego cada hora, hacia el final, Balduino me preguntaba: «¿Ha vuelto Morgennes?». Debo confesaros que en algún momento creí que habíais abandonado, derrotado, y que habíais huido, o que habíais muerto. Entonces Balduino me tranquilizaba: «No os preocupéis, volverá… Vos mismo lo dijisteis: «"No puede fracasar"». En aquellos momentos me pregunté si no debería…

La voz del anciano se perdió en un murmullo incomprensible, en una frase que lamentó haber pronunciado casi al instante de hacerlo.

– ¿Si no deberíais qué? -insistió Morgennes.

Guillermo levantó la cabeza y clavó su mirada en la de Morgennes, para decir con voz grave:

– Hacer como ese Masada, que (ahora lo sé) venía aquí a buscar un remedio que estabilizara su enfermedad. ¡Pero a qué precio!

– ¿Cómo que a qué precio? ¿No teníais acceso al tesoro del reino? ¿Tan caro era ese remedio?

– El oro no lo era todo -precisó Guillermo mirando a Yah-yah-.También había que traer a un niño, cuyas carnes trituradas, mezcladas a una teriaca, asegurarían al enfermo algunas semanas, como mucho algunos meses, de tregua. Ni Balduino ni yo estábamos dispuestos a pagar ese precio.

– ¡Ah! -dijo Morgennes-. De modo que así ha sobrevivido Masada…

– Sí. Las cenobitas más ancianas conocen secretos que se cuentan entre los mejor guardados del mundo. Ellas saben… Pero hablaremos de ellas un poco más tarde. Vayamos a reunimos con vuestros amigos.

Morgennes y el arzobispo se dirigieron, pues, a la vivienda de Guillermo, que vivía en una gruta pequeña no lejos de la cima del oasis. En su terraza, una palmera curvó la copa para acogerlos, con los tallos cargados de pesados racimos de dátiles blancos que colgaban como paquetes de huevos.

Guillermo dispuso que les sirvieran una comida al modo de las cenobitas. Los invitó a tenderse en un diván, y luego les presentaron, sobre una mesa baja, una bandeja que contenía carne de gacela, cuyos cuernos decoraban el plato, servida con arroz del reino del preste Juan. Comieron a la luz de las estrellas, con los dedos, y luego se lavaron las manos en jofainas de agua de rosas antes de atacar el siguiente manjar: un puré de dátiles blancos acompañado de queso fresco. Los monos se volvían locos por aquel plato, y a menudo uno o varios juntos venían a reclamar su parte a los invitados, tirándoles de la manga o de los calzones.

– Qué desgracia que fuéramos traicionados -dijo Morgennes a Guillermo-.Yo, por Masada, y vos por no se sabe quién… La suerte del reino de Jerusalén hubiera cambiado. Pero Dios no quiso que fuera así. Probablemente no lo merecíamos…

– Dejad a Dios y a los merecimientos fuera de este asunto -dijo Guillermo dando un dátil a un mono-. Nosotros no teníamos, en Europa, el apoyo de los reyes ni el de Roma. De los reyes, porque estaban demasiado ocupados en pelear entre ellos; de Roma, porque Balduino IV era leproso, y para los papas eso era un signo de que no era amado por Dios. Seguramente sabéis que yo mismo fui a defender, en vano, la causa de los leprosos en 1179, con ocasión del tercer concilio ecuménico de Letrán. Digo en vano porque los leprosos le van bien a la Iglesia: nadie como ellos toca a llamada a los fieles. Con su carraca empujan a más gente a los confesionarios de la que las campanas nunca podrán atraer. En cuanto a Balduino, en realidad si no era apreciado por Roma (y estoy seguro de que sí era amado por Dios, pues si no, no hubiera salido vencedor en la batalla de Montgisard), no era a causa de su lepra, no, ¡sino a causa del amor que le profesaba su pueblo! ¡Un pueblo adorando a su rey! ¡Aquello no se había visto en Occidente desde los tiempos del rey Arturo! Había que destronarlo y devolver a Jerusalén al seno de Roma. Igualmente, en Oriente, el Temple y el patriarca nunca nos han perdonado, a Balduino IV, a Raimundo de Trípoli y a mí mismo, que intentáramos tejer lazos de confraternidad con los mahometanos. Taqi es testimonio de ello. Sin embargo, el entendimiento era posible. Al menos era necesario. ¡Pobre Balduino! A su muerte, partí a defender la causa de una nueva expedición a Tierra Santa, pero no pude llegar a los oídos de los reyes: ¡me asesinaron antes!

Al oír estas palabras, todos se estremecieron, y súbitamente encontraron un regusto amargo al pastel de carne de gacela que acababan de tragar.

– Sí -continuó Guillermo-. Esa es la triste verdad. Después de mi asesinato, mi cuerpo quedó sumergido en un profundo letargo. Si hoy os hablo es porque una decocción de hierbas, que constituye un secreto de las cenobitas, añadida a cada una de mis comidas, me permite vivir en el estado en que la muerte me encontró. Sin la ayuda del monje que me acompañaba, y que me trajo hasta aquí, habría sido pasto de los gusanos… ¡Y, vista la dosis de veneno que tenía en la sangre, pienso que no les hubiera ido mucho mejor que a mí! De modo que no hablemos de merecimientos, no hablemos de Dios. La paz era posible, creo, si hubieran dejado a Dios tranquilo…

Morgennes observó a Guillermo, que tosió suavemente y se secó las comisuras de los labios con una servilleta de paño blanco.

– Bien -concluyó Guillermo-, después de esta conversación tan elevada, os propongo que tomemos un delicioso licor de dátiles, una especialidad del lugar, o que roamos una raíz de palmera, lo que resulta de lo más apaciguador, creedme…

Guillermo se levantó, entregó a los hombres un poco de jabón para que se limpiaran el bigote y pasó a una pequeña sala contigua, donde había lo necesario para preparar una comida. Morgennes, que lo había seguido, le preguntó:

– ¿Vivís solo?

– ¿Solo? -dijo Guillermo-. Si puede llamarse vivir solo a vivir en medio de bellas mujeres, de monjes y de Dios, sí, en ese caso vivo solo. Pero no tengo motivos para quejarme.

– ¿Cómo vinisteis a parar aquí?

– Os lo he dicho. Yemba, el monje que me acompañaba en mi periplo a Roma, me trajo hasta aquí. Hacía ya algunos años que estábamos secretamente en contacto con una importante comunidad de monjes agustinos, fundada en 1099 por un antiguo guardián del Santo Sepulcro. Este guardián, cuyo nombre no ha conservado la historia, había confesado bajo tortura dónde había escondido la Vera Cruz en la toma de Jerusalén por los primeros cruzados. Liberado, caminó mucho tiempo por el desierto para expiar su falta y acabó, gracias a la providencia, por llegar aquí. Finalmente, en 1169, cuando Saladino hizo ejecutar a todos sus esclavos negros, después de una rebelión, algunos vinieron también a refugiarse a este lugar. Pudieron quedarse a cambio de la promesa de hacerse monjes y de no volver a tocar un arma. Promesa que han mantenido. Desde entonces viven en paz con las amazonas y trabajan cultivando los árboles y las plantas o en la mina.

– ¿Son importantes las minas?

– Más de lo que creéis -respondió Guillermo con una leve sonrisa-. Pronto os diré por qué. Mientras tanto alegrémonos de estar juntos y de poder hablarnos.

– ¡Y decir que para mí estabais muerto!

– En cierto modo lo estoy. Igual que vos lo estabais para mí.

Los dos hombres entrechocaron sus vasos, bebieron cada uno a la salud del otro y brindaron:

– ¡Por la vida!

Luego volvieron a la terraza, donde Simón y Taqi discutían, mientras Casiopea hacía de árbitro y Yahyah jugaba con Babucha.

Una joven con un vestido largo llegó súbitamente, hincó la rodilla ante el arzobispo y anunció:

– Su majestad os reclama.

– ¿Ahora? -preguntó Guillermo, un poco sorprendido.

– ¡Inmediatamente! -confirmó la enviada de Zenobia, que al instante se levantó y los invitó a que la siguieran.

Mientras caminaban tras ella, Guillermo preguntó:

– ¿Se puede saber por qué?


– La Emparedada ha hablado -empezó la reina en tono grave.

Zenobia se había levantado de su trono de oro y marfil y se había adelantado hacia ellos con una ligereza sorprendente para una mujer que parecía haber superado hacía tiempo los cien años.

Pero Morgennes ya había oído decir que las amazonas conservaban durante toda su vida la apariencia de una muchacha de dieciséis años. En lo relativo a sus senos-se contaba que, para tirar mejor con el arco, se cortaban el derecho en cuanto les empezaban a crecer-, Morgennes apreció una ausencia casi total más que un pecho deformado. Sin duda se fajaban con cintas que mantenían sus senos estrechamente comprimidos.

Zenobia se encontraba rodeada de su guardia personal, una docena de cenobitas con armadura de bronce, casco con cabeza de hiena en la cabeza y lanza de un tipo nuevo, equipada con un hierro en cada extremo. Sus ojos maquillados con kohl miraban fijamente al frente, sin pestañear.

– ¿Qué ha dicho la Emparedada, majestad? -preguntó humildemente Guillermo.

– Que el día en que el asno, el caballo, el pájaro, el perro y el muerto vengan, los elefantes seguirán, y con ellos el fin de este reino. Sin duda ya es demasiado tarde, pero exijo que vuestros amigos se vayan. ¡Que salgan de aquí! En cuanto a nosotras, no queremos seguir teniendo tratos con Masada, no importa lo que nos ofrezca a cambio de nuestros remedios. Que coja su espada y su cabeza parlante y se largue también. ¡Si no, os haré ejecutar a todos!

La reina fue a sentarse de nuevo en su trono, recogiéndose los pliegues de su grueso manto de plumas de loro.

– Majestad -prosiguió Guillermo-, ¿puedo encargar una misión a nuestros amigos?

– ¿Cuál?

– Poner a resguardo los más preciosos de nuestros escritos. Vos sabéis cuan antiguos son, y sería una lástima que se destruyeran. Mis amigos son guerreros valerosos, yo respondo de su honor…

– Hacedlo. Pero que se marchen esta misma noche.

– Majestad…

El arzobispo abandonó la sala del trono caminando hacia atrás para no dar la espalda a la reina. Cuando sus otros cinco compañeros se disponían a hacer lo mismo, Zenobia exclamó de pronto mirando a Morgennes:

– ¡Un momento!

Morgennes se detuvo.

– ¡Acércate!

Morgennes dio un paso hacia Zenobia, sin atreverse a levantar los ojos más arriba de la pierna de la reina. La piel de sus pequeños pies, calzados con sandalias, era sorprendentemente lisa y brillante. «¿Cuántos niños -pensó Morgennes reprimiendo un escalofrío- se habrán necesitado para obtener este resultado?»

– Vamos -añadió la reina, a quien le parecía que no iba lo bastante deprisa.

– Perdonadme, majestad, no conozco bien vuestras costumbres…

– Dame el medallón -ordenó Zenobia en tono brusco.

Morgennes tuvo un momento de duda, que la reina percibió y -en contra de lo que había esperado- pareció apreciar.

– ¿Tanto te importa esta joya? -inquirió Zenobia.

– Me es más preciosa que…

Pero no encontró una comparación que permitiera explicar el valor que la alhaja tenía para él.

– Es una larga historia, majestad. Temo que nos falte tiempo.

– Cuéntamela. Te interrumpiré…

Morgennes le narró, pues, sus aventuras, empezando por Hattin y explicando luego cómo Femia le había salvado la vida al dar -a su pesar- sus joyas para comprarlo, en Damasco.

– «Di a mis hermanas que lamento haberlas dejado», fueron sus últimas palabras -murmuró Morgennes-. Entonces no comprendí a quién iban dirigidas esas palabras. Ahora lo sé…

– Femia era la más bella de nuestras hermanas -dijo la reina-. Abandonó nuestra morada para irse a la aventura con ese Masada del que inexplicablemente se había prendado. Sin embargo, Femia lo había prevenido, y lo que ella temía más que a nada sucedió: lejos de este oasis su belleza se esfumó, y con ella el amor de su marido. A medida que la atrapaban los años, que las hierbas de que se alimentaba aquí mantenían antes apartados de ella, Masada se alejaba de Femia, lo que la hundió en. una infelicidad aún mayor.

– Hubiera podido volver -dijo Morgennes.

– ¿Para agravar su sufrimiento? Pero, claro, tú no puedes saber lo que es haber sido la más hermosa de una comunidad y volver a ella siendo la más fea… No, Femia nos había abandonado por amor, y ese amor la perdió, como nos pierde hoy…

– Lo siento muchísimo -murmuró Morgennes.

– Tú no tienes la culpa de nada. Pero quiero que sepas lo que representa este medallón. Es la belleza ajada de Femia, es su vida perdida, su amor imposible, su maldición. Nuestra pérdida.

Morgennes colocó la mano sobre su medallón.

– ¿Lo queréis?

– Sí.

Morgennes se sacó el collar con delicadeza y lo depositó con reverencia en la mano de la reina; una palma perfecta, lisa como un huevo, suave como la piel de un bebé. En cierto modo, Femia había vuelto a casa.

– Llévalo a su hermana -ordenó Zenobia a una de sus guardias, que se inclinó, cogió el collar y salió enseguida.

– Ahora -prosiguió la reina- ve a reunirte con Guillermo. Te espera. Mantén, de momento, una absoluta reserva sobre lo que vas a ver. Hemos preservado el secreto durante más de cinco siglos. Un día, sin duda, querrás transmitirlo. Elige bien a quién se lo confías. ¡Que Dios te guarde! -concluyó la reina.

– Que Dios os guarde también -murmuró Morgennes.

Y abandonó la sala del palacio semisubterráneo, cuyas columnas y estilo evocaban una época aún más remota que la Grecia antigua.


La noche era suave, tibia, cuajada de olores deliciosos que perfumaban la atmósfera y daban al oasis aires olímpicos. La naturaleza y la ciudad se mezclaban en él en un tierno abrazo. Los árboles y las piedras se enlazaban estrechamente; la tierra y el agua hacían lo propio, uniendo sus fronteras en piscinas en cuyo fondo se veían pinturas antiguas, viejos mosaicos. A menudo, la entrada de una gruta estaba oculta por un árbol cuyas raíces servían de escalera. En otro lugar, los nenúfares formaban, en una depresión, un estanque ornamental donde retozaban los flamencos blancos, con delicadas cerámicas que servían de abrevadero. Aquí y allá brincaban algunas gacelas montadas por niñas. Los animales levantaban con sus pezuñas finas estrellas de agua, cometas de arena. Una gata, bajo una palmera, limpiaba a lametones a sus pequeños.

– ¡Qué lugar! -exclamó Morgennes-. ¡Se diría que estamos dentro de una fábula! Todo es tan maravilloso aquí…

– Es bien, cierto eso que dices -replicó Guillermo-. La leyenda afirma, de hecho, que la forma tan particular de este oasis se debe a que fue en otro tiempo el jardín del Edén. La mano de Dios, al colocar a Adán en la tierra, habría marcado para siempre el desierto… Así, en sus contornos crecieron árboles, y un manantial surgió en su centro, todo en un instante… El fruto del árbol del Conocimiento sería, pues, uno de estos sabrosos dátiles blancos con que nos hemos deleitado hace un momento…

Una antorcha colocada en una hornacina les proporcionó la poca luz que necesitaban.

Mientras caminaban, pasando entre muros por donde se extendían plantas trepadoras, Morgennes preguntó:

– ¿Por qué os quedáis aquí? Podríais volver a Tiro, que sigue estando en manos cristianas…

– ¿Por cuánto tiempo? -objetó Guillermo-.Y, de todos modos, esa cuestión no se plantea, ya que tengo necesidad de absorber cada día esa mezcla de hierbas que solo las cenobitas saben elaborar. Sin ellas moriría. Por otra parte, prefiero considerarme como muerto, pues lo cierto es que desde que estoy aquí no he envejecido ni un día. Además, los vivos se han acostumbrado a mi desaparición. Ni siquiera los que me aman comprenderían mi retorno. Ni siquiera Josías…

– Estoy seguro de que constituiría para él la mayor de las alegrías -respondió Morgennes-.Y Raimundo de Trípoli…

– Raimundo de Trípoli también es viejo. El reino de Jerusalén era hasta tal punto su propia carne, tanta fe tenía en él, que no sobrevivirá a su caída. En cuanto a Josías, no. Yo sería un estorbo. Él es joven. Que haga su vida, y que triunfe allí donde yo fracasé.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Morgennes.

– De mi gran obra.

– ¿Vuestra Historia rerum in partibus transmarinis gestarum? Pero si la habéis acabado…

– No, yo hablo de impulsar a los reyes de Francia y de Inglaterra a tomar la cruz.

Guillermo inspiró profundamente y se apoyó en Morgennes para ayudarse a continuar, como si volver a hablar de aquellos acontecimientos fuera penoso hasta el punto de debilitarlo.

– Verdaderamente -prosiguió-, no sé si el fin es o no para mañana, pero me parece que cada día hay que considerarlo próximo. Lo que clamaba Pedro el Ermitaño era cierto: «El fin está próximo»; pero en cierto modo lo sabemos. Aunque no se trata forzosamente del fin del mundo, sino del nuestro en particular. Y, después de todo, ¿qué diferencia hay para el que muere?

– Una cosa es morir, y otra es morir sabiendo que nadie nos sobrevive…

– ¿Nadie? Eso no es lo mismo que nada. En fin, dejemos a otros el trabajo de debatirlo… Sea como fuere, yo no voy a moverme. Me bastará con saber que pondréis a resguardo lo que os confiaré.

– ¿De qué se trata?

– Paciencia, Morgennes, paciencia…

Guillermo y Morgennes se dirigieron hacia un gigantesco edificio con columnatas que tenía todo el aspecto de un templo griego. La edificación se levantaba en el otro extremo de la hendidura, tallada en el acantilado, bajo una fronda de bejucos. Una ligera llovizna la envolvía, proveniente de una cascada que dos enormes manos de piedra apartaban por encima de la construcción.

– El corazón del oasis -anunció orgullosamente Guillermo-.Venid…

Ascendieron por una escalera que conducía a un propileo titánico, ceñido por varias cúpulas que sobresalían a medias del acantilado. Al escalar los altos peldaños, Morgennes tuvo la impresión de que los habían construido para unos pies que no eran humanos, hasta tal punto era extenuante la ascensión. Finalmente, después de una hilera de finos pilares de mármol blanco, llegaron a una puerta inmensa, que Guillermo golpeó vigorosamente con la aldaba. Casi al instante, uno de los batientes se abrió con un ruido de succión sobre un profundo túnel en forma de nave.

Un africano, que medía casi dos varas de alto y parecía tan fuerte como un buey, se sacó una raíz de palmera de la boca y les dirigió una cálida sonrisa.

– ¡Yemba! -saludó Guillermo-. Justamente quería verte. Este es Morgennes, el caballero de quien tanto te he hablado…

– ¡Messire Morgennes! -exclamó Yemba-. ¿De modo que sois vos el caballero que siempre tiene prisa en llegar a donde debe ir, nunca está en el lugar donde se encuentra y casi no descansa?

Morgennes sonrió un poco incómodo, sin saber qué responder a aquella extraña descripción.

– Soy yo -acabó por conceder Morgennes-. ¿Quién ha trazado este retrato de mi persona? ¿Guillermo?

– ¡Ja, ja, ja! -rió sorprendentemente el monje-. No, de ningún modo, es vuestro «amigo» Rufino. ¡A decir verdad, no os tiene en graaaan estima!

– ¡Rufino! Pero ¿qué hace él aquí? -se sorprendió Morgennes.

– ¿Cómo? ¿No lo sabéis? ¿No os han explicado nada? Lo trajo Masada. La verdad, tengo que reconocer que, junto con Crucífera, es la más bella de las reliquias que nunca haya ofrecido como pago por nuestros cuidados… Al principio Rufino no me hablaba mucho; luego, cuando descubrió que yo había conocido bien a su padre, Heraclio el crápula, empezó a soltar la lengua. Y después ya no había forma de detenerlo. Está maldito, ¿sabéis? Por vuestra culpa, me ha dicho…

– Me gustaría entrevistarme con él.

– ¡Proooonto! ¡Muy proooonto!

De nuevo estalló en carcajadas, y con un gesto amplio invitó a Guillermo y a Morgennes a que entraran en una profunda galería con aires de catedral. En cada pilar brillaban velas colocadas ante un espejo que reflejaba la luz multiplicándola. Era un lugar tan fantástico que Morgennes se preguntó qué clase de Dios se adoraba allí.

– ¿Adonde queréis ir? -preguntó Yemba.

– Para empezar -respondió Guillermo-, me gustaría llevarlo al árbol. Luego iremos a la mina. Que sus amigos se nos unan allí. Saldrán por el pasaje secreto.

– Comprendido -dijo el monje-.Voy a avisar a las cenobitas para que vayan a buscar a vuestros amigos…

Dicho esto, Yemba se puso a masticar de nuevo su raíz y desapareció detrás de una cortina; Guillermo y Morgennes aún oyeron resonar su risa durante un rato.

El arzobispo prosiguió su camino. El túnel parecía prolongarse mucho más allá de los muros del templo tal como se veían desde el exterior, hundiéndose bajo la superficie del desierto. Se cruzaron con otros monjes de piel oscura, que iban a rezar mascullando entre dientes. A Morgennes le parecieron siniestros. Con su ropa oscura parecían fetiches. Uno de ellos, que llevaba un cántaro y un pan, les pasó tan cerca que Morgennes creyó ver a un demonio.

– Le lleva la comida -explicó Guillermo.

– ¿A quién?

– A la Emparedada…

– ¿Quién es?

– Es la mayor y la más respetada de las mujeres del oasis. Su piel está tan arrugada que se niega a salir de su habitación. Además, ha pedido que la encierren en ella. Le dan de comer por una abertura practicada en el muro que han levantado ante su puerta y por ella recuperan el cubo de sus humores. A veces, de forma completamente imprevisible, emite un oráculo…

– Como el del asno, el caballo, el pájaro y el perro…

– Exactamente -asintió Guillermo.

– Pero no comprendo: si el asno y el caballo son Masada y Taqi, y el pájaro y el perro, Casiopea y Yahyah, ¿quién es el muerto?

– ¿Vos, tal vez? -sugirió Guillermo.

– Eso es lo que temo.

– También podría hacer referencia a Simón o a Rufino, cualquiera sabe… En cualquier caso, se trata solo de un símbolo. El muerto, de todos modos, es probablemente Cristo, representado por la Vera Cruz. Y vos no sois Cristo, como Masada no es un asno, Taqi un caballo, Casiopea un pájaro ni Yahyah un perro…

Morgennes sonrió. Habían llegado a una puerta tan alta que desaparecía en la bóveda del corredor.

– Ya estamos -anunció Guillermo,

Con una mano empujó el batiente derecho, que no tenía picaporte ni pomo.

– Después de vos.


Era una sala inmensa, iluminada por centenares de cirios que ardían en grandes candelabros de oro. La cúpula que coronaba la estructura tenía una única abertura, por donde entraba un rayo de luna y un fino hilillo de agua. Los muros estaban cubiertos de mosaicos medio comidos por la hiedra. Lo más sorprendente eran los tres largos cables metálicos que bajaban del techo y retenían por la base y por cada uno de los extremos de su patibulum una gran cruz de madera. La cruz colgaba por encima de ellos, casi horizontalmente, a la manera de un hombre que se lanza al vacío.

Morgennes se quedó estupefacto.

Aquella cruz se parecía punto por punto a la que ellos habían recuperado en Hattin, a no ser porque estaba entera, patibulum y poste incluidos.

Una luz extraña emanaba de los maderos, parecida a la de las aureolas que los pintores colocan a veces por encima o en torno a la cabeza de los santos que representan. Finalmente, una calma extraordinaria reinaba en el lugar. No había duda, era la Vera Cruz.

Morgennes cayó de rodillas y se echó a llorar. Guillermo le puso la mano en el hombro.

– Yo sentí lo mismo la primera vez que la vi…

– ¿De verdad es ella?

– Para ser sincero -repuso Guillermo con un suspiro-, no podría decirlo. Pero me gusta pensar que sí… Mirad…

Con su antorcha, se dirigió hacia el muro situado a la izquierda de la entrada e iluminó un primer mosaico. Se veía, representado de forma primitiva, a Cristo llevando su cruz, ayudado por Simón de Cirene. La escena siguiente lo mostraba crucificado. En otra aparecía representado sobre la piedra de la unción, poco después del descendimiento de la cruz, y así sucesivamente. A lo largo de todo el muro las escenas se sucedían, explicando la historia de la Vera Cruz tal como se conocía en la época en que la Santa Cruz había sido llevada allí.

– Aquí estamos en el corazón de lo que en otro tiempo fue la residencia privada de la reina Meyem, o María, esposa de Cosroes, el poderoso rey de los persas, y ferviente cristiana.

Morgennes admiró los detalles de los mosaicos, que en la última parte ilustraban cómo la reina María había convencido a Cosroes y a su general en jefe Chahrbaraz de que atacaran Jerusalén para coger la Vera Cruz y las otras reliquias.

Se veía, cosa sorprendente, al militar torturando a un eclesiástico -el patriarca Sofronio, sin duda- para hacerle decir dónde había ocultado la Vera Cruz y los instrumentos de la Pa sión. Pero lo más extraordinario de todo eran los tres últimos mosaicos, que explicaban en tonos brillantes cómo Chahrbaraz, después de haber abandonado el servicio de la reina María, había sido reemplazado en su corazón por ese mismo patriarca Sofronio que había padecido el martirio. Este había aconsejado a la soberana que hiciera fabricar una réplica de la Vera Cruz de la misma madera que la del árbol a partir del cual había sido tallada en la época de la Crucifixión: «A fin de que la Vera Cruz permanezca para siempre oculta y nadie tenga la idea de partir en su busca».

La penúltima escena mostraba, pues, al emperador Heraclio recibiendo una «falsa» Vera Cruz, y la última a Sofronio y a María pasando días felices en el santuario que la reina había hecho habilitar en un lugar apartado de todos, el oasis de la Mano, a resguardo de los hombres.

– Zenobia es la descendiente directa de la reina María -prosiguió Guillermo-.Y durante mucho tiempo he pensado que la Emparedada no era sino la propia María, aunque la verdad es que no tengo la certeza de que sea así.

– ¿Cómo podemos estar seguros de que es realmente la Vera Cruz?

– Temo que eso no sea posible. Por otra parte, es algo secundario. Venid a ver…

Morgennes se preguntaba qué podría mostrarle ahora Guillermo, qué increíbles misterios le serían revelados aún.

El antiguo arzobispo de Tiro se dirigió a una pequeña puerta de madera situada en el cuarto superior izquierdo de la sala, entre dos mosaicos donde, en uno, santa Elena descubría la Vera Cruz en la cima del monte Calvario y, en el otro, Constantino daba la orden de construir allí el Santo Sepulcro.

La puerta giró sobre unos goznes que tenían varios siglos con un ligero chirrido debido a la humedad: la madera se había hinchado. La pequeña habitación en la que se disponían a entrar estaba bañada en vapores que escaparon con un ruido agudo a la primera sala. La antorcha que sostenía Guillermo chisporroteó, pero no llegó a apagarse. Simplemente, una bruma densa ahogó su luz, confiriéndole un aspecto irreal.

Morgennes entró y enseguida se vio rodeado de humedad. Finas gotas de agua resbalaron sobre su cota de malla, haciendo más pesadas las partes de cuero y de algodón picado.

Una forma vaga se destacaba en medio de la habitación, cuyos muros y techo se perdían en una niebla oscura. Era un árbol, un sicomoro, inmenso, grueso, que parecía dolorosamente lastimado. Sus ramas tropezaban contra las paredes y el techo, abriendo en algunos lugares fisuras donde sus extremos desaparecían. Su edad, su peso, hacían que se inclinara hacia el suelo, cubierto de hojas. El sicomoro tenía algo de Atlas, el titán condenado por Zeus a cargar el cielo.

– El árbol del que se hizo la Vera Cruz -declaró Guillermo.

El antiguo arzobispo pasó la mano por las formas del viejo árbol, mostrando dónde había sido tallado y de qué forma había cicatrizado. El molde de una cruz aparecía vaciado en el tronco y las ramas, formando en ellos una herida profunda de la que supuraba un hilillo de savia. Con el tiempo la llaga se había agrandado en lugar de obstruirse, como una mano que se abre en lugar de cerrarse.

– ¿Habéis oído hablar de los agotes? -preguntó Guillermo, con la palma pegajosa por la sangre del árbol.

– No, creo que no…

– Son los descendientes de los judíos que hicieron la Vera Cruz. Carpinteros, como José. Pero este fue bendecido por Dios, mientras que ellos están malditos…

– ¿Por haber montado la Vera Cruz?

– Sí, y no haber utilizado este árbol más que para una sola cruz, sin que se sepa muy bien por qué. Se dice que creció a partir de una de las ramas del árbol del Conocimiento. Que el rey Salomón hizo un puente con él, y que la reina de Saba, tras haber tenido una visión de la Pasión de Cristo, vino a adorarlo varios siglos antes de su nacimiento… Originalmente la cruz estaba destinada a Barrabás. Algunos dicen que su corteza había sido tratada de forma especial, y que la madera recibió la propiedad de devolver a la vida a los que se tendían sobre ella… ¿Tal vez los agotes fueron magos poderosos, partidarios de Barrabás en lucha contra los romanos? Esta estratagema hubiera tenido entonces como objetivo salvar a Barrabás de la crucifixión, pero Barrabás no fue crucificado. En su lugar crucificaron a Jesús, que por eso se benefició de las propiedades mágicas del árbol… Si es que fue él el crucificado; pues todavía hoy muchos creen que tampoco Cristo fue clavado en la cruz, sino que fue Judas, o Simón de Cirene, una apariencia de Cristo, o el propio Barrabás… Los elcesianos, por ejemplo, afirman que fue un Cristo terrenal el clavado en la cruz, pero que el verdadero Cristo, el Cristo celestial, fue llamado al cielo por su Padre. Los merintianos, en el siglo I de nuestra era, pensaban más o menos lo mismo. La historia está llena de interpretaciones de todo tipo.

– Y vos ¿qué creéis?

– Creo que todo esto no tiene demasiada importancia. Que fuera Simón de Cirene, Barrabás, Judas, una apariencia de Mesías o alguna otra cosa, permitiría explicar de forma racional la Resu rrección. Pero fundamentalmente esto no cambia nada en el mensaje de Cristo, incluso aunque él no hubiera existido. Esto no disminuye en nada su valor. Por mi parte, he encontrado aquí escritos que hablan de hechos igualmente extraordinarios. Os los mostraré enseguida, cuando vayamos a la mina. En fin, la Vera Cruz, la que buscabais, está en la habitación de al lado, y el árbol de donde surgió está aquí…

– Así, ¿este árbol tendría hoy más de mil años? ¿Cómo puede creerse algo así?

– Este árbol es como el Fénix, o Prometeo. Renace de su cepa… Pero no es el único. Existe, por ejemplo, en Atenas, un olivo cuyo origen se remonta a la fundación de la ciudad y que sigue pareciendo joven. En otro terreno, algunas mujeres, aquí, tienen más de un centenar de años y siguen aparentando dieciséis. Zenobia tiene más de doscientos años y la Emparedada conoció a Mahoma. El mundo rebosa de maravillas.

– Pero… -dijo Morgennes-, ¿cómo explicar entonces los milagros de la Vera Cruz, la que siempre hemos conocido? Se han contado tantas cosas…

– Yo mismo fui testigo de ello -confirmó Guillermo-. Es cierto. Es posible que en ese momento, debido a que todos creían en ella y oraban a Cristo con toda su alma, la Vera Cruz estuviera efectivamente en medio de ellos… De hecho, poco importa la reliquia, con tal de que se tenga fe.

Morgennes no sabía qué pensar.

¿Cuántas «Veras Cruces» debía de haber?

– ¿Sabéis? -prosiguió Guillermo-. Las reliquias que reciben el nombre de «Vera Cruz» son ya incontables. Desde el principio, santa Elena sacó cuatro fragmentos para llevarlos a Roma, y lanzó uno al mar para calmar la tempestad donde se encontraba atrapado su navío. Luego parece que la Vera Cruz se multiplicó según la necesidad que los pueblos tenían de ella. Se dice que Carlomagno tenía una, con la que lo enterraron. El emperador Otón III hizo abrir la tumba de Carlomagno para cogerla. Recientemente los templarios recibieron un fragmento de la Vera Cruz como prenda de un préstamo. Enrique el Liberal dio un pedazo a la capilla de Saint-Laurent de Provins. ¿Qué creer entonces? Si se juntaran todos los fragmentos de Vera Cruz que se encuentran en todas las Sancta Crux del mundo, habría con qué crucificar a mil Cristos. Pero son estos últimos los que cuentan. Y, por otra parte, ¿donde se los podría encontrar?

Aquella observación dejó pensativo a Morgennes.

– Pero, entonces, ¿desde el principio he ido en busca de un objeto que no existe?

– Existe -afirmó Guillermo- porque vos creísteis en él. Eso es lo que cuenta. El resto, bah, ¿quién puede saberlo? Tal vez seáis vos quien tiene razón… Y yo esté equivocado. Tal vez ambos estemos en lo cierto. ¿Quién sabe?

– ¿Dónde está la verdad? Tengo necesidad de saber.

– ¿Y a quién le preocupa?

– A mí. Lo prometí. Me lo prometí, y me comprometí a ello con mi orden.

– Pero, de hecho, habéis tenido éxito. Habéis recuperado la Vera Cruz, ¿no? La que Roma pide…

– La Vera Cruz está aquí.

– Tal vez. Pero Roma no querrá saber nada de esta.

– Habrá que convencerlos.

– No lo conseguiréis.

– Lo conseguiré.

– Es imposible. Demasiado complicado, demasiado incierto.

– ¡Señor! -exclamó Morgennes-. ¿Por qué vine a este lugar?

– A causa de vuestra espada, ¿no?

– Sí, desde luego, pero ¿por qué aquí?

– ¡Dios lo ha querido!

En ese momento alguien golpeó con tanta fuerza la puerta del arboretum que esta se abrió de golpe. Yemba, sin aliento, con una bolsa a la espalda, un bastón en la mano y la cara cubierta de sudor, anunció:

– ¡Ya llegan! ¡Ya llegan!

– ¿Quiénes? -preguntó Guillermo.

– ¡Los elefantes!

22

Así aparecieron en mi visión los caballos y sus jinetes: estos llevaban corazas de fuego, de jacinto y de azufre, y las cabezas de los caballos eran como de leones, y sus bocas escupían fuego, humo y azufre.

Apocalipsis, IX, 17


Al someter lo que él tomaba por la Vera Cruz al examen atento de Heraclio y de su hijo Bernardo -el obispo de Lydda-, Reinaldo de Chátillon no había esperado oír un comentario como aquel.

– ¡No es esta, habéis fracasado! -vociferó Heraclio, el patriarca de Jerusalén.

Reinaldo, que estaba sentado en una silla de ruedas, estalló en cólera. Pidió explicaciones, clamó que «esto no era posible», que «lo sabía», ¡que «lo había sentido»! ¡Que tenía que ser ella porque él la había cogido!

– Lo siento -bufó Heraclio-, pero mi hijo y yo estamos seguros de lo que decimos. La madera de esta cruz es demasiado buena, demasiado nueva, demasiado limpia. Parece una plancha de ataúd. ¡Dicho de otro modo, no nos sirve de nada!

Con un gesto brusco, el patriarca de Jerusalén cogió la madera despojada de su vaina de oro y perlas y la lanzó al fuego. Luego salió con pasos pesados de la habitación de alquimia que ocupaba en lo alto de la torre de David, donde ondeaba una bandera negra adornada con una calavera. Bernardo de Lydda lo siguió, después de haber dirigido una mirada contrita a Reinaldo.

Cuando se hubo quedado solo con Wash el-Rafid y Gerardo de Ridefort, el Lobo de Kerak les dijo que se ocuparía personalmente de los responsables de aquella bribonada.

– ¡Se han reído de mí! ¡Yo también me reiré al verlos aullar en la hoguera! ¡En cuanto a Morgennes, hubiera debido ocuparme de él yo mismo, en lugar de confiar su suerte a ese joven imbécil de Simón!

– Poco importa la reliquia -dijo Wash el-Rafid sacando del fuego el trozo de madera que empezaba a consumirse- con tal de que Su Santidad crea en ella.

Y lanzó el contenido de una copa de vino al trozo de madera medio calcinado para apagar las brasas.

– ¡La sangre de Cristo! -exclamó en el momento en que la cruz se aureolaba de humo-. Ahora volvamos a colocarla en su vestido de oro y perlas.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Ridefort.

– Porque es la Vera Cruz.

Chátillon y Ridefort lo miraron, sorprendidos, estupefactos. Y luego Chátillon estalló en una carcajada.

– ¡Es ella, en efecto!

Cogiendo de manos de Wash el-Rafid la plancha carbonizada, Reinaldo de Chátillon la introdujo en el relicario. Parecía más verdadera que al desnudo.

– ¡Aleluya! -se extasió Chátillon.

– Creía que necesitábamos esta funda de oro para pagar a los maraykhát -se quejó Ridefort.

– El Viejo de la Montaña sabrá motivarlos -dijo Wash el-Rafid, con la mirada perdida en el vacío.

Chátillon hizo rodar su silla hasta Ridefort.

– Que tus hombres envíen esta cruz a Roma. ¡Aunque de la Vera Cruz solo tenga la apariencia, desafío a Urbano III a que reconozca algo que no ha visto nunca!

De nuevo hizo girar su silla y se acercó a Wash el-Rafid, que declaró:

– Si Morgennes y Taqi ad-Din todavía están vivos, los traeré aquí atados de pies y manos. En cuanto a la Vera Cruz, aún no he dicho mi última palabra…

Sentándose en la mesa de alquimia, junto a un alambique borboteante, Wash el-Rafid añadió:

– Hay que encontrar a Masada. Seguramente ese gusano sabrá lo que les ha ocurrido a Morgennes y a la Vera Cruz.

– De hecho -tronó Chátillon-, nunca hubiéramos debido dejar marchar a ese gusano…

– ¿Cómo haremos para saber dónde está? -preguntó Ridefort.

– Puedo preguntar a mi informador entre los hospitalarios -propuso Chátillon.

Pero Wash el-Rafid conocía medios mucho más seguros para saber si Morgennes, Taqi ad-Din y Casiopea todavía estaban con vida y enterarse de dónde se escondía Masada.

– ¡Solo hay que interrogar a los yinn!

Normalmente a Wash el-Rafid no le gustaba implicar a Sohrawardi, porque suponía exponerse a grandes peligros y poner en peligro la vida de los magos chiíes de El Cairo. Además, Chátillon, que debía a las teriacas del nigromante el haber sobrevivido a su crucifixión, se resistía a recurrir a sus poderes, temiendo aumentar su deuda hacia él. Pero esta vez lo que estaba en juego era demasiado importante.

– ¡Dile que se ponga al trabajo, no hay tiempo que perder! -rugió Chátillon.

Gracias a hombres infiltrados en las filas del ejército de Saladino -y especialmente gracias a los dos mamelucos encargados de vigilar al mago-,Wash el-Rafid obtuvo con mucha rapidez las informaciones deseadas.

Sohrawardi tragó hipérico, seseli y veneno de crótalo; se cortó las venas de la muñeca, hizo manar su sangre en un lebrillo de cobre donde flotaban en su placenta las entrañas de un feto y consultó a los yinn.

Normalmente los yinn, furiosos por haber sido invocados por los hombres, se divertían proporcionándoles respuestas alambicadas, informaciones que había que interpretar, con el riesgo de error que eso comportaba. Pero, por una vez, la respuesta fue sorprendentemente límpida.

– ¡En el oasis de las Cenobitas!


Rawdán ibn Sultán estaba exultante. El jeque de los maraykhát y sus hombres recorrían la región desde hacía varias lunas, en busca de pueblos y de refugiados que saquear, cuando supieron que Rachideddin Sinan quería mostrarles su agradecimiento.

En Masyaf, en su poderosa fortaleza del Yebel Ansariya, el jefe de los asesinos de Siria donó a Rawdán ibn Sultán diez elefantes, y también una cría que había seguido a su madre desde el valle del Panjab y de la que no habían conseguido deshacerse.

– Casiopea los valía de sobra -dijo Sinan a Rawdán ibn Sultán, antes de añadir, lamentando casi haber tenido que entregarla a los templarios blancos-: Espero que te ocuparás tan bien de ellos como yo de ella…

El jeque de los maraykhát, que se había unido a las filas de los asesinos poco después de la batalla de Hattin, mostró a Sinan todos sus dientes mellados en una gran sonrisa, y aseguró a su «señor» su profunda gratitud y su absoluta entrega.

– Me ocuparé de vuestros diez elefantes mejor de lo que vos os ocupáis, de vuestras mujeres -prometió Rawdán a Sinan contoneándose, como si eso pudiera contribuir a realzar su celo.

Un destello de sorpresa y disgusto cruzó por la mirada de Sinan, pero el jeque de los maraykhát, concentrado en sus proyectos de pillaje, no lo vio. El rostro de Sinan se ensombreció. El asesino acarició con gesto ensimismado la empuñadura de uno de sus largos sables y despidió rápidamente a Rawdán ibn Sultán. Decididamente, aquellos beduinos tenían más grasa en la cabeza que en el cuerpo, lo que no era decir poco. No servían sino para ejecutar el trabajo sucio y chupar huesos de dátil.

Después de la partida de Rawdán, Sinan llamó a uno de sus fidai y le ordenó que fuera a buscarle una muchacha. Aquellos últimos tiempos el jefe de los asesinos hacía un consumo desmesurado de ellas. Más de una docena pasaban cada día por su cama. Y mientras tanto no podía dejar de pensar en Casiopea. Los templarios se la habían comprado por doscientos mil besantes de oro, el rescate de un rey. Aquellos endemoniados templarios, a los que pagaba cada año un tributo de tres mil besantes de oro, se habían vuelto por fin hacia él. Dios sabía, sin embargo, que eran peores que un vómito de hiena y más temibles que la Hidra: no servía de nada amenazarlos, y, aunque se matara a su jefe, otro igualmente temible lo reemplazaba enseguida. Además, su fanatismo no tenía nada que envidiar al de los asesinos. ¡Hubiera debido exigir diez veces más! Casiopea no tenía precio.

De modo que Sinan había necesitado recurrir a Rawdán ibn Sultán para apoderarse de la sobrina de Saladino, pues los maraykhát estaban acostumbrados a recorrer grandes distancias por el desierto. Los hombres de Rawdán le habían preparado una emboscada cuando se dirigía a Bagdad, habían asesinado a su escolta, se habían apoderado de ella y luego la habían entregado al Viejo de la Montaña.

Pero los maraykhát no le habían llevado solo a la muchacha: también se habían presentado con la cabeza del antiguo obispo de Acre, Rufino. Sinan los había entregado a ambos a los templarios blancos en señal de obediencia. «De este modo -había pensado- su vigilancia se relajará y me granjearé su favor mientras siga necesitándolos.»

Pero antes Sinan se había divertido con Casiopea y había tratado de modelar su espíritu para convertirla, sin saberlo ella, en un instrumento de su política. ¿Cuánto tiempo había tenido antes de que los templarios acudieran para cogérsela? Dos o tres semanas. No más de un mes.

No era mucho, pero casi lo bastante para hacer de ella una fiel convertida a su culto (o al menos, eso pensaba Sinan). De ella y del obispo del Acre, ese Rufino que tanto le intrigaba.

Tras salir de Masyaf, Rawdán ibn Sultán se reunió inmediatamente con sus hombres, instalados en la llanura, y les encargó una primera misión: encontrar el forraje necesario para los elefantes, para que pudieran pasar el otoño con seguridad.

Luego ya se vería. (En el peor de los casos, comerían su carne, y sus colmillos podrían convertirse en bellos objetos.)

Rawdán se frotó las manos, enrojecidas por la sarna. Se deleitaba por adelantado con los numerosos suplicios que podría infligir a sus enemigos, los zakrad, los muhalliq y las otras tribus, que se burlaban de su falta de nobleza y de sus maneras rústicas. Les enseñaría de qué eran capaces los verdaderos hijos del desierto, las serpientes, los escorpiones. Ya no podía soportar el carácter altanero y las miradas desdeñosas que le lanzaban los zakrad y los muhalliq, cuando ninguno de sus soldados combatía tan bien como los suyos. Poco después de Hattin, furioso por la forma en que los mamelucos habían tratado a sus nobles guerreros tras la incursión de un intruso en su campamento, Rawdán el Sultán había abandonado el ejército del sultán. Había renunciado a la yihad porque aquello implicaba librar batalla junto a semejante cerdo. Luego se había presentado en el Yebel Ansariya, en Masyaf, y había prometido a Rachideddin Sinan que lo ayudaría a restablecer la verdadera fe -la de los ismailíes- en Egipto, en Siria, en Persia… En fin, en todos los lugares donde le pareciera oportuno. Sinan le había ordenado entonces que se aliara con ciertos templarios conocidos por el nombre de «templarios blancos», que también querían restaurar la verdadera fe (su verdadera fe). Aquellos hombres eran, a su modo, como los asesinos, guardianes de la pureza: los templarios blancos querían que el reino de Jerusalén se constituyera en estado religioso, e incluso en estado del papado.

Aunque sus objetivos divergieran, tanto a medio como a largo plazo, tenían un poderoso enemigo común: Saladino. Mientras viviera el sultán -el hombre que había deshecho el poder chií de los fatimitas en Egipto, para instaurar el suyo, y que había atacado ya en dos ocasiones Masyaf, aunque en vano (que Dios sea alabado)-, su combate no tendría tregua.

Su determinación era absoluta.


Algún tiempo después de haber respondido a la invitación de Sinan, Rawdán había promovido a uno de sus hombres, un manco llamado Yaqub, al rango de muqaddam. Porque Yaqub había combatido gloriosamente en Damasco, junto a los templarios blancos, contra aquel demonio cristiano que les había causado tanto daño en Hattin. Porque estaba bien visto por los asesinos, a los que su brazo derecho mutilado impresionaba. Y porque había mostrado en el combate una rabia y un encarnizamiento que Rawdán quería proponer como ejemplo a todos los maraykhát, sobre todo a los más jóvenes, que eran como pequeños escorpiones a los que hay que enseñar desde la infancia a servirse de su dardo.

Y finalmente, una noche, mientras se estaba relajando como de costumbre en compañía de jóvenes bailarinas apenas nubiles, Rawdán ibn Sultán recibió en su tienda la visita de un hombre vestido completamente de negro: el enviado del Papa, Wash el-Rafid, un ismailí que fingía haberse convertido al cristianismo. De hecho, Rawdán era uno de los pocos que había comprendido su juego con claridad: ese perro sarnoso no hacía más que ajustarse a las recomendaciones de la taqiyya, principio del disimulo que autorizaba a los mahometanos para que, en ciertas condiciones (particularmente de debilidad o de inferioridad), abandonaran por un tiempo los deberes de su culto y simularan una fe que no era la suya, con objeto de engañar a sus enemigos. A veces ese tiempo podía durar toda una vida; las leyendas chiíes estaban llenas de esos héroes que se sacrificaban adoptando los usos y costumbres de sus peores adversarios para golpearlos mejor llegado el momento, una vez borrada su desconfianza.

– Es un buen regalo el que te ha hecho nuestro señor (la paz sea con él) -dijo Wash el-Rafid en referencia a los elefantes de Sinan, trabados en el exterior.

– La paz sea con él -respondió Rawdán ibn Sultán-. Nunca recibí otro mejor.

– Ni tampoco lo hiciste… -ironizó el ismailí.

Rawdán lo miró con desconfianza, preguntándose qué ocultaba aquella frase (en realidad, una injuria). Después de todo, él había merecido aquellos elefantes: sus hombres y él habían corrido grandes riesgos para capturar a Casiopea.

– ¿Qué esperáis de mí?-preguntó Rawdán con desconfianza.

– Sinan ha decidido ofrecerte un nuevo presente, y te autoriza a agradecérselo.

– Qué gran honor me hace -dijo Rawdán ibn Sultán con ira contenida-. Dile a tu señor que su bondad me abruma. No sé si soy digno de ella.

– Lo eres -le aseguró el-Rafid-.Y, por otra parte, lo podrás probar. Si sabes mostrarte a la altura de sus bondades, te enviará otros diez elefantes cargados de oro y piedras preciosas. Si no, los enviará a tus enemigos, los zakrad y los muhalliq…

– ¿Y por qué a ellos?

– Para motivarte -respondió el-Rafid empezando a pelar una naranja con su cuchillo.

Rawdán rabiaba por dentro. ¡Sinan no confiaba en él! Lo trataba como a los otros: intentaba someterlo a su voluntad como a un vil mercenario (lo que en el fondo era), amenazándolo con hacerlo exterminar por sus enemigos si no obedecía. Cuando una simple petición de su parte habría supuesto tal honor para Rawdán que con gusto hubiera dado su vida por él. O, en todo caso, la vida de los suyos.

– Sabes que haría lo imposible por Sinan -susurró Rawdán en tono meloso-. Dime lo que agradaría a tu señor, que yo tendré el indecible honor de satisfacerlo.

– Casiopea ha huido. A Sinan (la paz sea con él) le gustaría que la recuperaras. Esta vez no tendrás derecho a tocarla y deberás entregárnosla tan deprisa como sea posible, intacta. Si no, te ahogaré personalmente en los excrementos de tus elefantes. Además, infortunadamente nos hemos enterado de que hemos sido engañados por esos descreídos de Taqi ad-Din y Saladino (que sus cadáveres alimenten los fuegos del infierno). La cruz que arrebatamos no es la verdadera. Pagarán por esto. ¡Quiero que los masacres! Quiero que tus elefantes aplasten sus cuerpos, que los reduzcan al estado de lienzos entre los que me deslizaré de noche para dormir.

El-Rafid tiró las mondas en una copa dorada y mordió con fuerza su naranja.

Rawdán encontró audaz el proyecto; la misión lo seducía.

Al final, aunque aborreciera los métodos algo expeditivos de Sinan, aceptó de buen grado. Se dijo que tendría ocasión de divertirse y de enriquecerse. El señor aprendería a apreciarlo, o si no… aprendería también él, en su propia carne, lo que significaba la cólera de un maraykhát.

Cuando Wash el-Rafid le dijo adonde debía ir, Rawdán se echó a reír y salió apresuradamente de su tienda para ordenar a sus tropas que se pusieran en camino: ¡no había tiempo que perder! ¡Atacarían el oasis de las amazonas! Oh, qué caro les haría pagar a esas perras los hombres que le habían robado antes de soltarlos, castrados, en el desierto, donde los encontraban los suyos… a veces. Medio deshidratados y completamente locos.


Dos días más tarde, los maraykhát atacaron el oasis.

Las cenobitas, prevenidas por la Emparedada, los esperaban a pie firme. Se habían revestido con una coraza de piel de serpiente hervida -una protección particularmente ligera que no estorbaba sus movimientos-, se habían encasquetado una cabeza de hiena vaciada e iban equipadas con un pequeño escudo de cuero de hipopótamo. Aquel atavío les confería un aspecto terrorífico de criaturas fantásticas.

La primera línea de defensa de las cenobitas se había apostado al borde del oasis, bajo el mando de Eugenia, la hermana de Femia. La amazona no dejaba de escrutar el cielo, observando los movimientos del halcón de Casiopea. De pronto, el pájaro salió disparado para ocultarse en la luz del sol: el enemigo se acercaba.

Eugenia, encaramada a una plataforma oculta en las palmeras, colocó en su arco una larga flecha con barbas, de las que perforaban las armaduras y no podían extraerse sin arrancar la carne.

Luego el desierto se puso a temblar, se hinchó, orlado de arrugas opacas. Pronto de esos torbellinos surgieron jinetes que parecían no tocar el suelo, como llevados por los yinn. Los guerreros azotaban el aire con sus sables de hoja curvada, aullaban audaces imprecaciones que enseguida dispersaba el viento. Detrás de ellos, una decena de elefantes cargaban barritando, con la trompa levantada hacia el cielo, emborronando el horizonte con una sombra polvorienta.

Cuando el enemigo estuvo a tiro, las cenobitas lanzaron una primera salva de flechas. Segados en medio de su carrera, varios jinetes rodaron por la arena con sus caballos. Pero otros, a los que la caída de sus hermanos pareció revigorizar, los reemplazaron.

Cuando esta segunda oleada se lanzó contra las cenobitas, Eugenia ordenó el repliegue: la lucha era demasiado desigual. Los maraykhát eran cinco veces más numerosos. Los hombres lanzaban mandobles al azar, golpeando los árboles, los bejucos, destripando incluso a los monos, que huían chillando a las palmeras, donde dejaban grandes regueros de color rojo.

Muy pronto los maraykhát alcanzaron el fondo del oasis, donde tropezaron con el grueso de las fuerzas de las cenobitas, que, mal que bien, consiguieron contenerlos.

Mientras seguía animando a sus guerreras a resistir, Zenobia, montada sobre una gacela, miró hacia la entrada de su pequeño reino: si Eugenia conseguía impedir que los elefantes pasaran, tal vez tendrían una posibilidad de vencer.

Pero los paquidermos, que los maraykhát habían drogado para que no sintieran miedo ni dolor, arrancaron las palmeras con su trompa, hicieron caer a las cenobitas que se encontraban en ellas y las pisotearon.

Un elefante daba caza a Eugenia, persiguiéndola por entre los matorrales. Herida, la amazona se dirigió cojeando hacia un foso que habían cavado la víspera, esperando atrapar al animal en la trampa. Cuando estuvo solo a unos pasos del foso disimulado con palmas, sacando fuerzas de flaqueza, Eugenia dio un último salto y consiguió pasar al otro lado. El elefante se precipitó en el agujero cubierto de púas aceradas y solo quedaron a la vista sus servidores, que bramaban montados sobre su lomo mientras intentaban torpemente apuntar a Eugenia para lanzarle un venablo. Justo en ese momento, un segundo elefante se dirigió hacia ellos, aplastándolos a su paso. Sin haber tenido tiempo de recuperar el aliento, Eugenia cerró los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho antes de ser aplastada.


Sin esperar a Simón, Taqi ad-Din y Casiopea se unieron a las cenobitas. Zenobia había gritado una orden. Las mujeres cerraron filas para no dejarse desbordar y opusieron a las cargas de los jinetes la doble hoja de su lanza, que se esforzaron en clavar en los ollares de los caballos. Uno de ellos se derrumbó, alcanzado en el cerebro, y aplastó a su jinete bajo su peso.

Las amazonas recuperaban las esperanzas. Sus líneas resistían: los maraykhát no conseguían romperlas y, gracias a sus hermanas encaramadas en las grutas y en lo alto de los arcos, todavía dominaban la ciudad. Entonces, un estruendo de berridos y cascabeleos resonó no lejos de ellas: ¡los elefantes!

La vegetación se tiñó de rojo al paso de esos monstruos, que derribaron las palmeras y quebraron los troncos, arrollando a las cenobitas sin siquiera detenerse. De todo el bosque se elevaron miles de pájaros, que alcanzaron con un rápido vuelo el refugio del cielo. El pecho de los elefantes era como el espolón de un navío, que traza su ruta en un mar agitado sin preocuparse por la tempestad, porque él es la tempestad. Sus patas eran mazos de titán que manchaban su piel gris con motivos horribles cuando aplastaban a las amazonas, cuya sangre surgía en una espuma hirviente. Sus colmillos eran dos formidables sables, y muchos debían sacudir la cabeza para deshacerse de las cenobitas que quedaban empaladas en ellos. Las bestias, en fin, avanzaban impávidas, y tras ellas marchaba el resto de los maraykhát, la odiosa infantería armada de picas dentadas que habían dejado empapar en excrementos durante tres noches para envenenarlas.

Alejándose lo más deprisa posible de aquel tumulto, Yahyah recorrió las grutas en busca de Morgennes. ¡Había que prevenirlo! ¿Por dónde habría ido? Bruscamente, mientras el combate se hacía más encarnizado, tropezó de cara con Masada, que iba escoltado por dos cenobitas. Aunque el comerciante de reliquias estaba encadenado, las mujeres se mantenían bien pegadas a él.

– ¡Vos! -exclamó Yahyah.

– ¡Tú! -dijo Masada.

Babucha (que había seguido a Yahyah) gruñó, giró nerviosamente en torno a Masada y le mordisqueó los tobillos.

– ¡Yahyah! -imploró Masada-.Tienes que comprenderme, no tenía elección. Yo…

Yahyah le escupió a la cara:

– ¡No quiero veros más! ¡Ni siquiera quiero oír hablar de vos, para mí ya no existís!

Luego cogió a Babucha en brazos y se deslizó hacia abajo por una escalera de cuerdas.

– ¡Espera! -aulló Masada-. ¡No me dejes con ellas! ¡No sabes lo que son capaces de hacer! ¡Yo las conozco!

Pero el muchacho ya no lo oía. Sin embargo, Masada continuó:

– ¡Soy débil! ¡Soy cobarde, es verdad! Tuve miedo, lo reconozco, ¡¡¡pero no quiero morir!!!

Una de las cenobitas lo hizo caer al suelo golpeándolo violentamente con su lanza entre las piernas.

– ¡Silencio! -le gritó.

Masada se incorporó de nuevo penosamente sobre sus doloridas rótulas y se miró las manos. La piel se había oscurecido, las uñas habían caído. Al reconocer los primeros síntomas de la enfermedad, se echó a llorar.

Morgennes siguió a Yemba y a Guillermo a las profundidades del templo, donde las galerías se hundían en la roca como las raíces de un árbol gigantesco.

– ¿Llegaremos pronto a la mina? -preguntó Morgennes.

– ¡Cada cosa a su tiempo! -respondió Guillermo.

– Como se dice en Mateo -añadió Yemba-: «Quien no toma su cruz y me sigue no es digno de mí».

Luego, para dar mayor peso a su réplica, le dio una palmada en el hombro, en el lugar de su antigua herida, y también en el lugar donde Morgennes había apoyado la pesada cruz de madera, la Vera Cruz, que acababan de desatar.

Un mecanismo disimulado en un detalle del último mosaico -detrás de las manos juntas de Sofronio y de María- permitía, mediante un ingenioso sistema de engranajes, poleas y cuerdas, hacerla descender. Morgennes la había recuperado. La cruz era muy pesada, como si el peso de los años se hubiese añadido a su masa.

Pero aquella no era la única preocupación de Morgennes.

– ¡Mi espada! -decía-. ¡No puedo partir sin ella!

– La tendréis -lo tranquilizó Guillermo.

– Quiero mostrároslo… -prosiguió Morgennes-. Lo conseguí, quiero que veáis las lágrimas de Alá…

– Pero si os creo. De otro modo no estaríais curado… Y, en cualquier caso, tengo fe en vos.

– ¡Ya hemos llegado! -exclamó Yemba.

Morgennes miró alrededor: se encontraban en una inmensa biblioteca. El techo desaparecía en alturas insondables, accesibles únicamente mediante escaleras a lo largo de las cuales se deslizaban agustinos suspendidos de cables.

– ¡¿Qué?! -dijo Morgennes-. ¿Es esto la mina?

– Sí -respondió Guillermo-. ¿Por qué? ¿Es que no lo parece?

Morgennes no respondió. Se contentó con apoyar la cruz contra un inmenso panel de madera, horadado con miles de aberturas que albergaban pergaminos. Una etiqueta atada con un cordel permitía identificar de una ojeada la naturaleza del rollo, su origen y su contenido. Más allá se veían jarras llenas, no de vino, sino de otros pergaminos. Y un poco más lejos, en vagonetas colocadas sobre raíles, se amontonaban libros de páginas grises y cubiertas de cuero.

– ¡Es magnífico! -dijo Morgennes-. Pero entonces, las minas de oro y de plata, todo eso, ¿no es más que una leyenda?

– No -respondió Guillermo-. Es un punto de vista… El oro y la plata de las cenobitas provienen, de hecho, de este lugar. Del saber contenido en estos escritos. Aquí se encuentran recetas de afrodisíacos; allá, preparaciones para curar el ardor de estómago; más lejos, remedios para el dolor de cabeza, los callos, las verrugas, el mal aliento, los resfriados, el reumatismo, los panadizos, la podridura púrpura del pene, la fiebre de los pantanos, las escrófulas… Sin contar las fórmulas que permiten fabricar cremas y ungüentos para precaverse contra el envejecimiento o diferentes pecados, como la avaricia, el orgullo, la lujuria, la envidia, la cólera, la pereza… Por lo que hace a la gula, por desgracia no tiene remedio… Tal vez un día…

– Es increíble -dijo Morgennes.

Luego Yemba los condujo hacia otras galerías de menor altura, donde las antorchas estaban prohibidas y solo podían desplazarse con linternas de capuchón cerrado. Lo que Morgennes acababa de ver no era más que la primera parte de una larga serie de túneles que en todos los casos parecían prolongarse hasta el infinito.


Taqi descargó violentos golpes con el sable a su derecha y se cubrió el flanco izquierdo con el escudo. Rawdán ibn Sultán le pisaba los talones, acosándolo como un animal rabioso. El jefe de los maraykhát era, como Taqi, un jinete sin par. Ya estaba a punto de golpear al sobrino de Saladino con su espada envenenada cuando un venablo de oro le atravesó la boca y lo hizo caer de la silla, Zenobia, montada sobre una gacela enjaezada de oro, había librado de su perseguidor a Taqi, que se lo agradeció con un gesto. La reina inclinó la cabeza y, antes de dirigirse hacia otros adversarios, le gritó:

– ¡No debéis permanecer aquí! ¡Tienen gente tras de vos! ¡Huid! ¡Es una orden!

Pero Taqi no podía decidirse a batirse en retirada. Ya volvía a combatir encarnizadamente, haciendo volar en todas direcciones su sable adornado con piedras preciosas, mientras paraba los golpes con su pequeño escudo en forma de corazón.

Casiopea, por su parte, había saltado de la silla, al recibir su montura una violenta lanzada en el pecho, y había alcanzado el refugio de una garita elevada, desde donde utilizaba su ballesta contra los maraykhát. A su lado, algunas cenobitas lanzaban bolas de honda de un tipo muy particular, ya que explotaban y extendían una nube de polvo vomitivo o soporífero que forzaba a los maraykhát a interrumpir el combate, incapacitados por la fatiga, o hacía que cayeran desplomados. (Las amazonas, por su parte, estaban inmunizadas contra él.) De pronto, Casiopea divisó a Simón, que corría como un loco furioso, con la Vera Cruz en las manos.

Desde el mismo inicio del combate, Simón se había precipitado hacia la habitación donde las cenobitas habían guardado la Vera Cruz, o al menos la que él llamaba así (de hecho, la cruz de Hattin). Era una ocasión única para probarla en el combate, y, ya que las cenobitas eran cristianas, Simón había pensado que la visión de la Santa Cruz las inspiraría. Estaba seguro: gracias a ella vencerían a esos bárbaros, a esos odiosos esbirros de Lucifer. Porque los maraykhát eran unos cobardes. Combatían, no con coraje, sino con una especie de locura que los mantenía alejados de la muerte y del temor que esta inspira. En cuanto apareciera la cruz en el campo de batalla, los maraykhát huirían. También se había dicho que posiblemente su vestimenta de templario blanco les impresionaría, que los desestabilizaría.

El fragor del combate redoblaba en intensidad cuando Simón salió, armado únicamente con la cruz truncada, que sostenía con las dos manos como una espada de caballero. Al pasar no muy lejos de Casiopea, gritó:

– ¡Dios lo quiere!

Una fuerza prodigiosa desbordaba de su ser. En cuanto estableció contacto con el enemigo, un formidable tumulto de sones y olores lo asaltó. A los lamentos de los moribundos se añadían los gritos de los vencedores, el tañido de las cuerdas de los arcos, el zumbido de las bolas de las hondas, el estruendo de los impactos, el tronar de los cascos y, por todas partes, un olor a sudor y a sangre, mezclado con miedo, un olor de rayo cargado de violencia, que lo embriagó.

Lejos de aterrorizar a los maraykhát, la visión de la Vera Cruz hizo que se lanzaran sobre Simón, quien, lleno de temeraria locura, la levantó gritando:

– ¡Montjoie! ¡Montjoie!

Luego se abalanzó contra los que cargaban y lanzó un golpe tan violento contra el pecho de un jinete que lo hizo saltar de los estribos.

Gloria, laus et honor Deo in excelsis! -aulló Simón lleno de alegría.

El joven se había alejado de Casiopea, que, al ver un elefante que corría hacia él, exclamó:

– ¡Qué idiota! ¡Conseguirá que lo maten!

Simón, ignorante de todo en medio de su victoria, no oyó al elefante que se acercaba por el flanco. Curiosamente, no había podido resistirse a la tentación de mirar hacia arriba, a la cruz. Aislado del resto del mundo, no pensaba más que en Cristo. Ya no había ningún ruido, ningún olor; solo estaba Dios, Jesús y una pluma de loro.

¿Una pluma de loro?

Simón se rehízo y vio volar, entre un formidable rumor de alas, a los últimos loros del oasis, uno de los cuales había perdido una pluma. Siguiéndola con la mirada, Simón divisó, a dos lanzas de distancia, un rectángulo gris coronado por una especie de cesto de paja trenzada, desde donde tres arqueros lanzaban flechas. Una de ellas se clavó en la madera de la Vera Cruz, que vibró en sus manos. El elefante ya solo estaba a unos pasos. Finalmente, el animal levantó la trompa para barritar y la descargó brutalmente contra Simón, que se derrumbó aturdido por el golpe. La cruz le cayó sobre la cabeza y le hizo un tercer chichón en medio de la frente. Simón tendía la mano para recuperarla, cuando el elefante enrolló la trompa en torno a ella y la levantó para partirle el cráneo.

– ¡El diablo! -exclamó Simón, rodando de lado-. ¡Es el diablo!

Se incorporó con la energía de la desesperación y, aunque se encontraba desarmado, se lanzó hacia el elefante. Quería escalarlo para recuperar la Vera Cruz, que creía en manos de Lucifer. Sobre el lomo del elefante, de pie en el howdah, tres maraykhát lo esperaban, amenazándolo con sus kandjar. Los soldados llevaban un extraño tatuaje en las manos: una tela de araña blanca que representaba en filigrana la mano del imán que, más allá de la muerte, guía a sus hijos hacia la gloria y el paraíso.

En ese momento Simón sintió que tiraban de él hacia atrás. Negándose a ceder antes de haber alcanzado la cima de aquel demonio y haberle vuelto a arrebatar la Vera Cruz, el joven se sujetó con fuerza a las correas que mantenían la barquilla firme sobre el elefante.

– ¡Imbécil! ¡Soy yo! -dijo una voz a su espalda. Era Taqi ad-Din.

Simón se soltó y se dejó caer hacia atrás. Taqi lo sujetó por la cota de malla y, con un impulso del brazo que denotaba una fuerza realmente increíble, lo alzó hasta la silla y partió al galope.

– ¡ La Vera Cruz! -gimió Simón, mientras el elefante se servía del patibulum para golpear a derecha e izquierda a las cenobitas que lo atacaban.

– ¡Más tarde! -gritó Taqi.

El sobrino de Saladino espoleó vigorosamente su caballo y pronto dejó al elefante muy atrás, mientras Casiopea cubría su retirada disparando con la ballesta, apuntando a los arqueros que se encontraban de pie en el howdah más que al propio elefante.

Guillermo registró un pequeño cofre lleno de frascos con todos los colores del arco iris y al fin tendió uno verde a Morgennes.

– Bebedlo cuando combatáis a los maraykhát. Esto impedirá que vuestra sangre fluya…

Luego le dio otra poción, esta vez amarilla, y añadió:

– Esta cura del veneno. Es un brebaje parecido al que me mantiene con vida, salvo por el hecho de que no es necesario tomarlo cotidianamente si se traga en el momento que sigue al envenenamiento.

Guillermo ya bajaba la tapa del cofre de las pociones cuando dudó un momento y volvió a levantarla bruscamente.

– También podríais necesitar esta…

De color azul, el brebaje cicatrizaba las heridas y daba fuerzas. Guillermo había cerrado casi la tapa y se disponía a abrirla otra vez, cuando finalmente la cerró con un golpe seco.

– ¡Va, cogedlo todo! No tengo tiempo de explicaros para qué sirven las otras pociones, pero en el interior encontraréis un pergamino con todas las informaciones que les conciernen. ¡Cuidadlas bien, son preciosas!

Guillermo tendió el cofrecillo a Morgennes, que, cargado con la cruz, no podía sujetarlo.

– Dejad, lo llevaré por vos -dijo Yemba con una gran sonrisa-. Así tendré una excusa para irme…

Morgennes se lo agradeció calurosamente, y le preguntó:

– ¿Abandonáis el oasis?

– ¿Por qué no?

– ¡Apresurémonos, amigos, apresurémonos! -cortó Guillermo-. ¡Aún no hemos acabado!

Los tres se precipitaron hacia un nuevo corredor, cerrado por una pesada puerta de bronce. Guillermo registró su limosnera, sacó un gran manojo de llaves e introdujo una en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido a una pequeña gruta sombría donde se encontraba una carreta de mano cargada de tinajas de tierra.

– Ya hemos llegado -dijo Guillermo-. Estas tinajas están selladas herméticamente. Deberían poder resistir el paso del tiempo. Prometedme que las pondréis en lugar seguro…

– Pero ¿dónde? -inquirió Morgennes.

– En una red de cavernas situada al norte del Mar Muerto. Estos textos son extremadamente importantes para la historia de la cristiandad. Pero también peligrosos. Hay que mantenerlos a resguardo de Roma, que sin duda los haría quemar si les pusiera las manos encima. En algunos de estos documentos se habla de un Señor de Justicia que sería anterior a Nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien…

Morgennes era todo oídos.

– Ahora bien -prosiguió Yemba-, las palabras pronunciadas por ese Señor de Justicia parecen haber sido recogidas por Jesús. ¡Cristo tenía conocimiento de estos escritos! ¿Se inspiró, tal vez, en ellos? En cualquier caso, lo cierto es que ponen en cuestión la originalidad de su mensaje.

– Pero no su valor -volvió a tomar la palabra Guillermo-. Desgraciadamente, no hemos acabado el estudio de estos textos, que están, por otra parte, en muy mal estado. Muchos se encuentran en forma de fragmentos imposibles de unir entre sí. Otros me parecen demasiado peligrosos para poder ser estudiados ahora sin despertar antiguas fuerzas maléficas. Un día, tal vez los hombres puedan inclinarse sobre estos misterios. Pero solo podrán hacerlo si estas tinajas llegan hasta ellos…

A continuación se dirigieron a una galería más ancha y muy húmeda, tallada en la roca. Apenas podían ver nada a la luz de la linterna que sostenía Guillermo. Finalmente llegaron a un terraplén que dominaba un acantilado, al pie del cual corría un río. Isobel se encontraba allí, con la carreta de Masada y los otros caballos.

– ¿Qué lugar es este? -preguntó Morgennes, maravillado.

– Este es el lugar donde el río al-Assi, el que fluye al revés, inicia su último viaje -respondió Guillermo-. Su parte subterránea, que lo lleva Dios sabe dónde. Ninguno de nosotros, de hecho nadie, ha remontado nunca su curso hasta la fuente. Siguiéndolo en sentido contrario llegaréis al desierto, no lejos de aquí. He hecho que os proporcionen antorchas y provisiones para varios días -explicó mientras se acercaba a la carreta de Masada-.Y también esto -dijo levantando un toldo bajo el que se encontraba Crucífera

– ¿Cómo podré agradecéroslo? -preguntó Morgennes.

– Proteged las tinajas -respondió Guillermo.

– Os lo prometo.

Los dos amigos se abrazaron largamente, sabiendo que nunca volverían a verse. Luego llegaron dos cenobitas, una que llevaba a Isobel y Carabas de la brida, y la otra, a Masada al extremo de una cadena. El hombrecillo no dejaba de sollozar, lamentándose de su suerte, llorando por Jerusalén, cuyo nombre repetía incansablemente.

– ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Jerusalén!

Cuando divisó a Morgennes, Masada cayó de rodillas, le besó los pies, le pidió perdón, le imploró que tuviera con él la clemencia de Dios.

– Pide perdón a Dios -dijo Morgennes-, no a mí.

Masada levantó hacia él su cara bañada en lágrimas. Parecía que la lepra había cavado en su rostro nuevos surcos, más profundos, que no dejaban libre ni una pulgada de su piel. El judío estaba casi irreconocible.

– ¡Perdón! ¡Perdón, perdón, perdón!

– ¡Si Dios quiere que te cures, te curarás! -soltó fríamente Morgennes-. Pero por ahora solo me mereces desprecio…

Cuando Morgennes se volvía para verificar su equipo y conversar por última vez con Guillermo, un ladrido resonó en la caverna: ¡Babucha! La perrita iba seguida por Yahyah, que llevaba a Rufino en sus brazos.

– ¡Morgennes! – exclamó el niño-. ¡Creí que no os encontraría nunca!

– ¿Y Casiopea? -preguntó Morgennes.

– Está con Simón y Taqi…

Morgennes miró al niño y luego a las cenobitas.

– Nuestra reina les ha dicho que partan -explicó una de ellas-. Pero no hacen caso a nadie y no quieren abandonar el campo de batalla.

– Vamos a buscarlos -dijo Morgennes.


Como la lepra o la sarna, los maraykhát invadieron las galerías y las grutas de las cenobitas, sembrando el desorden y la muerte en cada sala, en cada corredor. Al ver que se acercaban a la plataforma donde se encontraban Casiopea y las amazonas armadas de sus hondas, Simón saltó de la silla, dejando a Taqi la tarea de hacer desviar al elefante, lo que este hizo con mayor facilidad al tener que cargar su caballo con menos peso.

– ¡Por aquí! -gritó Simón gesticulando-. ¡Conmigo!

Casiopea lo divisó y saltó al suelo, pero algunos maraykhát se dirigieron hacia ella. ¡Tenían que apresurarse! Al ver a una gacela que corría sin jinete, Simón la cogió por la brida, la montó y la condujo hacia su amiga, a la que perseguían varios maraykhát, que, sin embargo, no trataban de matarla.

La joven saltó a la grupa de la gacela, y Simón espoleó con energía al animal.

– ¡Rápido! -resopló-. ¡Vamos a alcanzar a Taqi!

En torno a ellos silbaron flechas que no llegaron a tocarlos. Simón se inclinó hacia adelante, tratando de hacerse lo más ligero posible, mientras Casiopea se sujetaba a él gritando:

– ¡Es la gacela de Zenobia! ¡La reina de las amazonas ha muerto!

Había reconocido la silla ribeteada de oro de la reina.

– ¡Razón de más para escapar!

Pero a los esfuerzos de los maraykhát, que los perseguían a caballo, se unieron ahora los de un gigantesco elefante blanco, probablemente el macho dominante. Aquel monstruo llevaba en su trompa el cuerpo desmadejado de una amazona, reducido a una abominable papilla de huesos, carne y sangre, que utilizaba para golpear todo lo que se ponía a su alcance. Y en su howdah, protegido por los escudos, Casiopea vio con horror al hombre cuyo rostro había lacerado en Hattin. El mismo hombre que la había violado en varias ocasiones con sus camaradas.

– ¡Los mataré! -exclamó la joven.

Por desgracia, su aljaba estaba vacía.

Los maraykhát habían adornado a su elefante en honor al islam, y especialmente a los nizaritas. El animal llevaba amuletos y cascabeles pinchados en sus flancos, una gran mano pintada en el pecho y unos paños de seda roja cosidos a sus patas que parecían unas calzas de gigante. Los hombres del howdah lanzaron violentas carcajadas, con los ojos saliéndose de sus órbitas, y golpearon al elefante en la cabeza con un bastón equipado con un aguijón para hacerlo avanzar más deprisa, lo injuriaron, le machacaron el cráneo hasta herirlo. La sangre le corrió por la trompa. Finalmente, uno de los maraykhát, más loco aún que sus dos comparsas, se entretuvo sacudiendo el howdah en todos los sentidos, amenazando con hacerlos volcar.

«Su forma de actuar es la de los asesinos», pensó Casiopea.

La joven contuvo un estremecimiento. La imagen furtiva de Sinan había cruzado por su mente. Aborrecía a aquel hombre. No contento con abusar de ella, Sinan había tratado de manipular su mente. Por suerte, no creía haberse visto afectada por ello. Pero se había salvado solo gracias a su fuerza de carácter y al poco tiempo que había estado en su poder, ya que los templarios blancos habían acudido a buscarla antes de lo previsto. Además, el Viejo de la Montaña había concentrado sus esfuerzos en el pobre Rufino, al que había oído aullar en varias ocasiones en los laboratorios de El Khef.

– ¡Más deprisa! -gritó a Simón.

– ¡Hago lo que puedo! -replicó él, echando una ojeada por encima del hombro-. ¡Por san Jorge! ¡Mira qué curiosa vestimenta lleva ese!

Casiopea volvió la cabeza y se dio cuenta de que la camisa que llevaba el manco era precisamente la que Taqi le había prestado antes de su salida hacia Bagdad, cubierta de pentágonos y de signos cabalísticos.

– ¡Me lo pagarán! -exclamó.

En aquel instante un grito en el cielo atrajo su atención. Levantó los ojos y vio a su halcón. Volaba por encima de ellos, indiferente a las flechas que los maraykhát lanzaban a veces contra él. El pájaro se movía en dirección al templo adonde había ido Morgennes.

– ¡Por allí! -dijo la joven señalando la edificación, cuyas cúpulas sobresalían a medias de la bruma.

– Pero ¿y Taqi? -replicó Simón-. ¿Y la Vera Cruz? ¡No podemos dejarlos!

– Yo me ocupo de eso -dijo Casiopea-. ¡Tú ve a ver a Morgennes! ¡Rápido!

Simón dudó un momento, y luego declaró:

– No. ¡Me quedo contigo!

– ¡Taqi! ¡Taqi! -aulló entonces Casiopea.

Simón también se puso a gritar hasta desgañitarse:

– ¡Taqi!

Pero solo les respondía el fragor de las armas, los clamores de la batalla. Aquí y allá, manchas brillantes disipaban por un instante la niebla del combate, como relámpagos surgiendo en medio de la noche. Casiopea y Simón se dirigían hacia esas manchas de luz, pero a menudo eran solo los resplandores metálicos de unos arreos.

El enorme elefante había ganado terreno, y ya sentían a su espalda el calor de su aliento lleno de miasmas fétidas. Simón trató de acelerar. Por desgracia, montando dos en una gacela, no podían avanzar muy rápido. Al ver que el elefante blanco amenazaba con alcanzarlos, Simón tuvo una idea: se llevó el cuerno a la boca y sopló… El penetrante sonido rasgó la bruma y atrajo hacia ellos toda clase de formas, como insectos atraídos por una llama. Primero las cenobitas montadas en gacelas, que parecían huir del enemigo -aunque de hecho trataban de reagruparse-, luego una maraña de amazonas y maraykhát que los adelantó como un enjambre de abejas furiosas, demasiado ocupados en combatir para preocuparse por ellos.

De pronto, una sombra desmesurada cubrió a Casiopea y Simón, y una voz que venía de lo alto les gritó:

– ¡Subid!

¡Era Taqi! Había conseguido apoderarse de un elefante, que hacía correr al lado de sus compañeros. Tras llevar a la gacela, que empezaba a agotarse, junto al paquidermo, Simón ordenó a Casiopea:

– ¡Sujétate a su arnés!

Casiopea trepó ágilmente desde el lomo de la gacela al del elefante, y dijo a Simón:

– ¡Ahora tú!

Pero Simón resbaló, se sujetó en el último instante a las correas del howdah y fue arrastrado un trecho, con las calzas de malla rozando el suelo. Casiopea se inclinó hacia él y, tendiéndole la mano, lo ayudó a subir, no dudando en sujetarlo por las axilas y en agarrarlo luego por las nalgas para hacerlo caer boca abajo dentro del howdah.

El elefante blanco, que solo se había detenido un instante para pisotear a la gacela, se encontraba ahora justo tras ellos. Si hubiera querido, habría podido atrapar la cola de su elefante.

Lejos de preocuparse por eso, Taqi sonrió y mostró a sus amigos la cruz de Hattin, que había conseguido recuperar al mismo tiempo que se hacía con el paquidermo, entre proezas que prometió narrarles más adelante.

– ¡Vamos a reunimos con Morgennes! -concluyó con un guiño.

Una vez que hubo llegado al pie de la escalera del templo, su elefante reventó los escalones ya maltratados por el tiempo, hizo vacilar las columnas, cargó contra la pesada puerta, la hundió con un poderoso testarazo y penetró bajo la bóveda de luz dorada. Un bramido atronador los alertó: el elefante blanco, furioso, los seguía de muy cerca.

Morgennes y Guillermo, que en aquel mismo instante salían del túnel, se quedaron desconcertados por un momento, y luego reconocieron a sus amigos, que se apresuraron a poner pie en tierra.

– ¡Taqi! -exclamó Morgennes, y se precipitó hacia él para estrecharlo calurosamente entre sus brazos.

Después hizo lo mismo con Casiopea, y a continuación, tras un breve instante de duda por una y otra parte, abrazó también a Simón.

– Ahora puedes dejarla -dijo Morgennes a Simón, señalando la cruz que llevaba en sus brazos-. ¡He encontrado la auténtica!

– ¡Pero si esta es la auténtica! -se indignó Simón.

– ¡No perdáis tiempo! -intervino Guillermo-. ¡Apresuraos! ¡Apresuraos! ¡Vamos, vamos!

Apenas había acabado de hablar cuando el gigantesco elefante blanco cargó contra un pilar, que se tambaleó. El pequeño grupo corrió hacia la galería que conducía al río subterráneo. Algunas flechas volaron en su dirección, y Guillermo gritó:

– ¡Huid!

Luego lanzó un frasco de vidrio en medio del túnel, donde explotó levantando una nube de polvo destinada a cubrir su huida. Ya el segundo elefante forzaba al primero a avanzar, mientras, en el howdah, Yaqub y sus acólitos aullaban que iban a destruir aquel lugar impío y aparentemente se disponían a bajar para destripar a sus adversarios en un combate cuerpo a cuerpo.

– ¡Por allí! -señaló Guillermo.

Antes de que Morgennes pudiera preguntarle por qué, el anciano lo empujó junto con sus amigos hacia una galería más alejada y cerró sólidamente la pesada puerta de bronce tras ellos. Los elefantes seguían allí, estorbándose mutuamente en su progresión, haciendo temblar el suelo y los muros con su paso de legión. Entonces Guillermo lanzó un frasco rojo al corredor. La botellita estalló con un ruido ensordecedor. Los elefantes barritaron con mayor fuerza aún y se inclinaron con toda su masa contra las columnas, amenazando con romperlas. Al ver a los maraykhát, que habían bajado de su howdah y se acercaban a él con paso vacilante, Guillermo se plantó ante ellos y lanzó un último frasco, que explotó con el ruido de un trueno. Un montón de cascotes cayeron con estruendo de la bóveda y aplastaron a maraykháts y elefantes.

Morgennes y sus amigos acababan de alcanzar las profundidades de la mina. Con excepción de Masada, todos murmuraron una plegaria por el descanso del anciano, que se había sacrificado por ellos.

De hecho, Guillermo había tenido tiempo de correr hacia la pequeña sala donde se encontraba el árbol de la Vera Cruz. Mientras el templo se hundía, él se había refugiado en el hueco dejado por la cruz, se había acurrucado en él y había cerrado los ojos, esperando que el mundo acabara de hundirse.

Luego se había dormido, con una sonrisa en los labios.


Era el fin.

Tal como había predicho la Emparedada, los elefantes habían causado la muerte de las amazonas. La hendidura cerró su gigantesca boca y el oasis desapareció bajo tierra. Había doblado sus pétalos, como una flor al atardecer.

Al cabo de apenas una hora de marcha en la oscuridad, Morgennes y los suyos encontraron una galería que ascendía a la superficie. La siguieron, dejando el río al-Assi tras ellos, y salieron de nuevo al aire libre cuando el sol despuntaba en el horizonte.

Un joven elefantito los observaba. El animal levantó la trompa y se acercó tranquilamente barritando.

23

En el mes de Rajab, asediaron Jerusalén.

Ibn al-Athie, Historia perfecta


Alexis de Beaujeu colocó solemnemente la mano sobre la Vera Cruz.

– Gracias, Morgennes -dijo con los ojos empañados de lágrimas-. De todos los hermanos que partieron en su busca, tú has sido el único en volver. Sé que Dios es más clemente contigo que los hombres. Dime lo que puedo hacer para ayudar a atenuar el sufrimiento que estos te han causado.

Morgennes permaneció largo rato pensativo, sin encontrar nada que decir. Y luego declaró:

– Ya no sé quién soy. Casiopea me ha hablado de un tal Chrétien de Troyes, al que apenas recuerdo. Taqi es mahometano, y no por eso deja de ser un amigo fiel. Durante mucho tiempo creí que Guillermo de Tiro había muerto, pero estaba vivo. Un pasado olvidado, un infiel, un muerto que sigue vivo… ¡Qué extraño cortejo! ¿No estará hecho a mi imagen? Hoy ya no tengo certidumbres sobre nada, si es que alguna vez las tuve. Sé que debéis juzgar a Masada, pero no corresponde al tribunal de penitencia de los hospitalarios el hacerlo. Me gustaría que lo dejarais marchar. Necesita cuidados…

– Pero ¿y las lágrimas de Alá?

– Las devoró un elefante.

Alexis de Beaujeu miró a Morgennes, extrañado.

– Explícame qué ocurrió.

Morgennes contó, pues, a Beaujeu cómo, habiendo salido del oasis de las Cenobitas, la pequeña banda compuesta por Masada, Yahyah, Yemba, Taqi, Casiopea, Simón, él mismo, varias reliquias (entre ellas una cabeza parlante) y un buen número de animales (perro, caballo, asno, elefante, halcón), decidió avanzar hacia poniente, a fin de alcanzar tan pronto como fuera posible el Krak de los Caballeros, desde donde pensaban volver a partir hacia el sur para mantener la promesa hecha a las cenobitas y a Guillermo de poner a resguardo sus preciosos pergaminos.

– A lo largo de todo el trayecto -continuó Morgennes-, Masada no dejó de rezar, de gemir, de llorar, de lamentarse de su suerte y de la de Jerusalén, la ciudad santa, su amada, la ciudad donde nosotros, los cristianos, le habíamos prohibido habitar.

– Evidentemente -señaló Alexis-. ¡Cada vez que la ciudad estaba amenazada, los judíos entregaban las llaves a sus enemigos!

– En resumen:-continuó Morgennes-, armó tanto escándalo que acabé por sentir lástima de él. No podía olvidar lo que nos había hecho a nosotros, los hospitalarios, al pequeño rey Balduino, a su mujer, a sus jóvenes esclavos, lo que había querido hacer a Yahyah… Pero fue más fuerte que yo. No quería ser quien lo condenara a muerte, habiendo escapado yo mismo a esta condena del modo que sabes… De manera que abrí el pomo de Crucífera para extraer las lágrimas de Alá. Hacía años que no las había visto, y puedo asegurarte que estaban exactamente igual que el día que las descubrí.

Morgennes había tendido la reliquia a Masada, que se había puesto a temblar de alegría al verla. No se había atrevido a cogerla enseguida. Y luego, cuando por fin se había decidido, en el mismo momento en que la alcanzaba, ¡una larga trompa gris se había adelantado y se la había arrancado de la mano! Un instante después, la reliquia había desaparecido en la garganta del pequeño elefante, que la masticó con una mueca de contento innegable, con esa sensación de plenitud que solo aporta la contemplación, o la apropiación, de las cosas santas.

– ¿Cómo? -se indignó el comendador del Krak-. ¿Y se lo permitisteis?

– ¿Y cómo íbamos a evitarlo? -exclamó Morgennes-.Yo no soy más fuerte que un elefante, aunque sea joven. En cuanto a matarlo para recuperarlas…, ya las había triturado.

– ¡Se las comió…! En fin -dijo Beaujeu con un suspiro-, lo hecho hecho está. Habrá que creer que eres más clemente que Dios, que no perdona a quien tú has perdonado.

– Yo no se lo he perdonado -lo corrigió Morgennes-. Pero es cierto que sentí compasión por él.

– Está aún peor ahora…

Los dos hombres se miraron con aire grave un cierto tiempo.

Luego dejaron escapar una leve risa y se sirvieron un poco más de vino de Damasco, de un cargamento que los hospitalarios acababan de interceptar en la ruta de Homs.

– Está claro que Dios te tiene bajo su santa protección -señaló Beaujeu-. No me gustaría tenerte por enemigo, y quisiera que encontráramos una estratagema… sé que peco al decir esto… que te permitiera, noble y buen hermano, escapar a tu castigo.

– No habrá vuelta atrás sobre esa decisión -dijo Morgennes.

– No, pero se puede revisar en parte… No eres tú quien merece perdernos, Morgennes; somos nosotros los que somos indignos de conservarte.

El comendador del Krak se levantó, reflexionó un instante y soltó:

– ¿Y si no hubieras entregado la Vera Cruz?

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Morgennes.

– ¿Qué estás diciendo?

– Perdóname, noble y buen hermano, me he expresado mal. Deja que te lo explique: tú tenías derecho a cuarenta días para traérnosla, y no has necesitado ni diez. Has realizado una hazaña digna de los más grandes héroes de la Antigüedad. A decir verdad, no conozco hombre con más méritos que tú en Tierra Santa…

Morgennes no oyó lo que Alexis dijo a continuación. Las palabras del comendador del Krak se perdían en una niebla espesa. Morgennes no escuchaba. Estaba totalmente perdido en sus reflexiones, volcado hacia su pasado. Antes de conversar con Casiopea, no le había parecido que un hombre tuviera que tener un pasado. O bien lo había olvidado. Pero al verla -como la veía ahora, caminando a lo largo de los caminos de ronda del Krak en compañía de Simón-, se preguntó qué podía haber sido lo que lo había alejado de ese pasado. ¿Y su madre, la Viuda de la Gaste Fóret? En su memoria no se dibujaba ningún rostro, ningún rasgo, ni un sonido, ni un olor, ni un hecho. Era un fantasma perdido en las zonas borrosas de su vida. ¿Reaparecería algún día? ¿Y lo deseaba él? No habría sabido decirlo.

Absorbido en la contemplación de los rasgos de Casiopea, Morgennes se amonestó por haber deseado impedir, en Hattin, que cumpliera su misión. Y ese joven, ese Simón, ¿se parecía a él cuando era más joven? ¿Un hombre lleno de ardor y determinación, seguro de tener a Dios de su lado y de encontrarse en el camino recto?

Morgennes recordó unas palabras recientes de Guillermo: «Importa bastante poco, Morgennes, que seas justo, con tal de que te esfuerces en serlo. Que estés preocupado por la justicia basta para distinguirte de la masa de los hombres. Lo mismo ocurre con la verdad. Búscala. No la encontrarás nunca, porque no es de este mundo. Pero al menos te acercarás a ella. Porque si es difícil alcanzar la verdad, en cambio, es fácil alejarse de ella. Y el que se mantiene apartado de la verdad lo sabe…».

Otra cara se superpuso a la de Guillermo: el rostro, más joven, de Alexis de Beaujeu; sus rasgos demacrados y su mirada inquieta hablaban de los graves pensamientos que lo ocupaban y de las grandes responsabilidades que pesaban sobre sus hombros.

Morgennes volvió a la realidad justo a tiempo para oír las últimas palabras del discurso de Alexis.

– Lo que empieza en Jerusalén termina en Jerusalén.

– ¿Cómo? -dijo Morgennes.

Beaujeu dio unos pasos por la habitación, yendo de una ventana a la otra, lanzando rápidas ojeadas al exterior, y luego se volvió hacia su amigo.

– No escuchabas, ¿verdad?

– Debo confesar que no.

– Hum…

El comendador estaba acostumbrado a las ausencias de Morgennes. ¿A qué podían deberse? Él las atribuía a su estancia en prisión y a su posterior huida, poco después de haber recuperado las lágrimas de Alá, muchos años atrás. Desde entonces Morgennes había cambiado.

Alexis se sorprendía por su aparente falta de sensibilidad. Sin embargo, Dios sabía que Morgennes tenía corazón. Pero vivía como retirado de sus sentimientos, que recuperaba solo en raros momentos. El resto del tiempo era una fortaleza. Morgennes era como el Krak de los Caballeros, encaramado en lo alto de su montaña.

– Este es mi plan -anunció Beaujeu-. Me gustaría que llevaras la Vera Cruz a Jerusalén.

– Pero… ¿y Roma?

Alexis hizo un gesto con la mano.

– Roma, Roma… Roma no tendrá motivo de queja; ella también tendrá su Vera Cruz.

El comendador del Krak se inclinó hacia la Santa Cruz que Morgennes había llevado consigo del oasis de las Cenobitas.

– ¿Es posible que durante todos estos años la Vera Cruz haya estado escondida allí, a espaldas de todos? En ese caso solo habríamos adorado a un falso Dios, a un ídolo…

– No -dijo Morgennes.

– ¿Y eso?

– Dios se encarna donde a Él le place. La Santa Cruz que nosotros hemos adorado hasta ahora era tan verdadera como la del oasis. En cierto modo es la adoración la que hace la cruz, no la madera.

– Comprendo. Pero, entonces, ¿cuántas Veras Cruces puede haber?

– Una infinidad. Tantas como creyentes, en cualquier caso… Beaujeu se apoyó pensativamente en la ventana con pesadas cortinas de lana blanca y contempló la montaña.

– ¡Qué belleza!

Morgennes observó con él las quebradas y los montes escarpados del Yebel Ansariya, que se extendían hasta el horizonte, más allá del cual se adivinaba el mar, o al menos su reflejo.

– Sin embargo, hay en estas montañas tantas cosas diferentes… Fortalezas en manos de los asesinos, plazas fuertes templadas, nosotros mismos, pastores…

Beaujeu volvió al centro de la sala, su habitación, que se situaba tradicionalmente en lo alto de la más reducida de las trece torres del Krak.

– No, tu misión no ha terminado aún. Llevarás la cruz truncada a Jerusalén, que la necesita más que Roma. Y Roma, por su parte, tendrá esto…

Y tocó con el dedo la Vera Cruz, la de las cenobitas.

– Si Dios quiere que Roma reconozca en ella a la cruz en que Cristo fue crucificado, pues bien, que así sea. Si no…

Morgennes terminó la frase por él.

– El Temple habrá ganado.

Beaujeu apretó el puño y lo descargó contra la mesa, haciendo saltar las copas.

– ¡Vive Dios que eso no sucederá!

Su mirada febril no se apartaba de Morgennes.

Unos instantes más tarde, Morgennes y Beaujeu bajaron a la sala principal para tomar su cena en compañía de los otros caballeros de la casa. Una treintena de pobres, llegados de las comarcas circundantes, compartían la comida de los hospitalarios, conforme al uso que quería que, a la muerte de un hermano, se alimentara a un pobre en su nombre durante un número de días que dependía de su rango.

Todos comían en un silencio que solo interrumpía la lectura de los Evangelios. Cada uno se aplicaba a acabar su caldo, pinchando un trozo de carne con la punta de su cuchillo, llevándose a la boca la yema de un huevo cocido con su cáscara, lamiéndose los dedos, en tanto que un aguador llenaba los vasos. Mientras compartía el pan del hermano comendador, Morgennes detectó varias miradas orientadas discretamente en su dirección. La mayoría de los hermanos sentados junto a ellos eran desconocidos para Morgennes, y todos le parecían muy jóvenes. Tenían -como Simón- la tez pálida de los recién llegados.

– Estos jóvenes bisoños no tardarán en foguearse -murmuró Beaujeu, que había adivinado sus pensamientos.

– Si no mueren antes -respondió en un susurro Morgennes.

De hecho, dos rostros trabajados por el tiempo y las emociones habían atraído su atención. El primero era el de un hombre de unos cuarenta años, que debía de ser italiano, y muy rico, a juzgar por sus vestiduras. El otro no era un desconocido. Morgennes ya se había cruzado con él, en otro tiempo, estando en compañía de Balian II de Ibelin, pues aquel hombre era el valeroso escudero de Balian, Ernoul. Explicaban de él que ya había rechazado por dos veces ser nombrado caballero: «No tengo más ambición que seguir siendo escudero de Balian y servirlo como mejor pueda», decía.

Al acabar la comida, mientras los hermanos abandonaban la sala para dejar su lugar al segundo servicio, Alexis de Beaujeu invitó a Morgennes a inspeccionar las murallas con él.

– Hemos montado nuevas catapultas, capaces de lanzar piedras de un centenar de libras hasta a seis arpendes. Con ellas aplastaremos a los ejércitos de Saladino si algún día se atreven a acercarse a nuestros muros.

Otros invitados se unieron a ellos, y entre estos se encontraban Ernoul y el misterioso italiano que había llamado la atención de Morgennes. Alexis se lo presentó.

– Morgennes, este es Tommaso Chefalitione, un veneciano que nos ha prestado grandes servicios. Él ha conducido a Josías de Tiro a Palermo y luego a Ferrara…

Morgennes, que había oído hablar mucho de Josías a Guillermo, aprovechó para pedir noticias de él.

– Por lo que sé -dijo Chefalitione-, se encontrará ahora en camino hacia la corte del rey de Francia. Felipe Augusto debe disponerse a recibirlo, y podéis apostar que lo escuchará con atención. A pesar de su juventud, este Josías tiene mucho talento. No dudo de que triunfará donde tantos otros antes que él fracasaron. Si llega a convencerlos, de aquí a principios de año tres poderosos ejércitos, sin contar con el del rey de Sicilia, vendrán a reforzar las defensas de Jerusalén. La ciudad estará salvada.

– Temo que tengan que volver a tomarla, si no llegan pronto -precisó Ernoul.

Todos se volvieron hacia él. Su rostro preocupado constituía el más elocuente de los discursos. Ernoul entrelazó sus manos de largos dedos y, con una voz sorprendentemente delicada para su corpulencia, añadió:

– Saladino ha abandonado Tiro. Su ejército pronto acampará bajo las murallas de Jerusalén. Necesitamos tropas. Y las necesitamos ahora, no dentro de seis meses ni dentro de seis semanas.

Se había expresado con gran suavidad, pero también con mucha firmeza. Morgennes observó a Ernoul. Tenía bajo los ojos unos profundos cercos negros que daban peso a su mirada y a sus palabras; sus cabellos se erizaban en remolinos que se resistían a aplastarse y revelaban un carácter ansioso, empeñado en alcanzar su objetivo. Porque, desde principios del mes de septiembre, Ernoul no había dejado de recorrer Tierra Santa buscando ayuda desesperadamente. Los templarios, sin embargo, no estaban preparados, y los hospitalarios se reagrupaban, preparándose para partir hacia Tiro, donde el marqués de Montferrat plantaba cara valientemente a Saladino mientras esperaba unos improbables refuerzos.

– Al llegar a Jerusalén -continuó Ernoul-, el conde y yo mismo sufrimos una gran sorpresa al ver el desorden que imperaba en la ciudad. Todo estaba patas arriba, con gentes que corrían a refugiarse en ella y otras que se apresuraban a abandonarla. Privada de su rey, desposeída de su principal reliquia, Jerusalén agonizaba, como tantas otras veces en la historia. Los hierosolimitanos vieron en Balian el milagro que todos esperaban: un jefe enviado por Dios que iba a salvarlos.

Pero a Balian lo retenía la promesa que había hecho a Saladino de no permanecer en la ciudad más que una sola noche. Al día siguiente a su llegada debía abandonar Jerusalén con su mujer y sus hijos, que Heraclio había ocultado en los sótanos de la torre de David, ordenando a los templarios blancos que prohibieran el acceso a Balian.

«Te desligo de tu juramento», había dicho Heraclio.

«Lo he prometido», había respondido Balian.

Era evidente que los dos hombres no estaban hechos para entenderse. Heraclio despreciaba la palabra dada; Balian permanecía fiel a sus compromisos. Ya circulaban rumores: lo trataban de cobarde. Decían de él: «Se ha vendido a los infieles».

Aquellas habladurías calaron tanto que Balian envió a Ernoul a explicar la situación a Saladino y a suplicarle que le permitiera permanecer en la ciudad para defenderla. Conmovido por las palabras que Ernoul había sabido encontrar, Saladino escribió a Balian: «Quedaos mientras podáis, si ese es vuestro deseo».Y dio incluso a Ernoul una escolta de mamelucos para que luego acompañaran a la mujer de Balian, a sus hijas y a su sobrino a Tiro, donde estarían seguros.

– En esta conducta reconozco el sentido del honor de Saladino -comentó Morgennes.

– ¿Lo conocéis, pues? -inquirió Ernoul.

– Conozco su clemencia.

– Y su crueldad -añadió Beaujeu.

Los cuatro hombres se dejaron mecer por el viento sobre las altas murallas del Krak. El aire estaba cargado de ruidos diversos, de los gritos de los soldados que se ejercitaban, el entrechocar de sus armas, y la algarabía de los albañiles que reforzaban las fortificaciones o los carpinteros que montaban las máquinas de guerra.

– Formaremos tres grupos -dijo Beaujeu-. Para liberar a Morgennes de sus obligaciones para con las cenobitas, una patrulla de hospitalarios escoltará a Yemba hasta las orillas del Mar Muerto, donde podrá poner a resguardo esas preciosas tinajas. El capitán Chefalitione volverá a La Stella di Dio, en Tortosa; en cuanto a ti, Morgennes, acompañarás a Ernoul hasta Jerusalén con tus compañeros. Tu misión acabará justo después. Una vez salvada Jerusalén, volveréis aquí con la Vera Cruz.

Poco después Ernoul los dejó para ir a presentar sus respetos a Raimundo de Trípoli, cuyo estado no dejaba de agravarse.

Morgennes y Beaujeu se quedaron solos con Chefalitione, que les explicó lo que había visto en Europa, donde la nobleza se había apresurado a olvidar la suerte de sus primos establecidos en Tierra Santa. Como si volver a tomar el Santo Sepulcro fuera más importante que conservarlo; la hazaña, más importante que la duración.

Pero Tommaso decía aquello sin animosidad, con un punto de tristeza y sin dejar de sonreír ni un momento. De hecho, las costumbres de sus contemporáneos le divertían tanto como lo irritaban.

Desde su viaje a Occidente, el capitán veneciano tenía el aspecto feliz de la gente a la que la vida ha colmado con sus dones. Sus rasgos se habían suavizado, como pulidos por la mano de un ángel, lo que era el caso, ya que desde que se habían encontrado, en julio, Fenicia y él no se habían separado.

– Fenicia, que había partido hacia Provenza cuando yo era un extraño para ella, volvió aquí conmigo a pesar de los riesgos que esto representa. Ya no podemos separarnos. Extrañamente, a pesar de que solo nos conocemos desde hace unos meses, es como si hubiéramos pasado toda nuestra vida juntos. Algunas mujeres pueden modificar nuestro futuro. Esta ha cambiado mi pasado. Me ha abierto a mí mismo.

Morgennes y Alexis sonrieron, conmovidos por la ingenuidad y la belleza de estas palabras, y sorprendidos de oírlas en boca de un personaje como aquel.

– ¿Qué habéis venido a hacer aquí? -preguntó Morgennes.

Tommaso miró a Alexis de Beaujeu, que lo tranquilizó:

– Hablad sin temor, no tenemos nada que ocultar a Morgennes. A él debemos la alegría y el honor de haber encontrado de nuevo la Vera Cruz.

Chefalitione sujetó entonces la mano de Morgennes, la besó y la apretó contra su corazón.

– Santa Madonna! -exclamó-. ¿A vos debemos haber reencontrado a Dios? ¿Cómo agradecéroslo? ¡Todo el oro del mundo no bastaría para ello!

– Preguntaos más bien si no os habré privado eternamente de Dios -dijo Morgennes con un suspiro-. Lo cierto es que… en realidad no sé con certeza si lo que he hecho es un bien o un mal. En fin, la verdadera Vera Cruz, que nadie sabía perdida, ha sido reencontrada, y también la cruz de Hattin. Podría pensarse que todo va de maravilla, ¿no?

Tommaso no apartaba la mirada de Morgennes. Para el veneciano, convertido al mismo tiempo al amor y a la religión, Morgennes era un icono viviente. Un objeto de adoración.

– Habría que escribir vuestra historia -dijo.

– Uno de mis amigos se ocupa de ello -explicó Morgennes-. En fin, eso creo…

– ¡Bravo! Leeré su libro con interés. Encargaré copias.

Beaujeu interrumpió la conversación.

– Nadie aparte de nosotros debe saber que la Vera Cruz, la auténtica, ha de partir a Roma en las calas de La Stelladi Dio. Os invito a que imaginéis un medio para hacerla llegar a bordo. Un medio discreto. Tenemos hasta esta noche. No quiero guardar demasiado tiempo esta cruz aquí. No me gusta la idea de tenerla en una plaza fuerte militar y, además, no quisiera ser la persona a quien se la roben, si es que habrá un robo…

Morgennes y Tommaso asintieron. Comprendían perfectamente lo que Beaujeu quería decir. Si el honor de reencontrarla era grande, el deshonor de perderla de nuevo sería infinito.

Los tres hombres descendían los escalones que llevaban al patio de la capilla, cuando de pronto las campanas tocaron a alerta.

Morgennes y Beaujeu salieron a paso vivo a informarse de lo que ocurría.


– Lo que empieza en Jerusalén termina en Jerusalén -respondió Saladino al más joven de sus hijos, al-Afdal, que le preguntaba cuándo acabaría su guerra de reconquista.

– Entonces -preguntó al-Afdal-, ¿será pronto?

Saladino posó una mano en la cabeza de su hijo y le acarició los cabellos. Tenían la suavidad de la seda, y recordaban al sultán el pelo de sus panteras, juiciosamente acostadas en un rincón de la tienda con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras.

– Pronto, sí. ¡Si Dios lo quiere! -añadió Saladino.

– Pero entonces, padre, ¿por qué no se van? ¿Prefieren morir? ¿Son como esos caballeros impíos que capturamos en Hattin y que prefirieron morir antes que abrazar la Ley?

– ¿Quién sabe? Tal vez preferirán rendirse. En cualquier caso, siempre podemos incitarlos a hacerlo. Es solo una cuestión de tiempo…

En realidad Saladino ardía de impaciencia y hubiera dado su vida, y la de sus cuatro hijos, por reconquistar la ciudad aquella misma noche. Pero el sultán se esforzaba en refrenar sus sentimientos, manteniendo a distancia a las voces que lo apremiaban a actuar. Para él, la guerra era una tarea larga que exigía paciencia. Así como en el ardor de la acción actuaba sin darse tiempo a reflexionar, no quería ahorrar ni un minuto de preciosa reflexión antes de dar la orden de ataque. Sin embargo, tenía prisa por acabar. Como decía el Profeta, «la contemporización es excelente, excepto cuando la ocasión se presenta».

Pero ¿hacia dónde había que dirigir el primer asalto? ¿En qué momento? ¿Con qué tropas? ¿Con qué preparativos? ¿Con qué objetivos? ¿Durante cuánto tiempo?

El sultán debía encontrar respuesta a todas estas cuestiones en compañía de su estado mayor, de su ayuda de campo, IbnWásil, y del cadí Ibn Abi Asrun. Juntos estudiarían todos los datos. Cantidad, tipo, calidad y moral de las fuerzas civiles y militares de la ciudad, cantidad y tipo de alimentación disponible, facciones a las que se podía incitar a la rendición o empujar a la sedición, rehenes, chantajes y manipulaciones posibles, emplazamiento de los depósitos de víveres y de municiones, puntos débiles de las fortificaciones, posibles trabajos de zapa, previsiones meteorológicas y astrológicas; a todo se pasaba revista hasta en el menor detalle. Saladino repetía a quien quisiera oírle el antiguo proverbio: «A menudo una estratagema es más eficaz que el valor». Así, poco antes de abandonar Tiro había liberado a Guido de Lusignan, sacándolo de su prisión en Naplusa pero prohibiéndole recuperar el trono. En contrapartida, había autorizado a la reina Sibila, su mujer, a reunirse con él con armas y bagajes. Jerusalén se encontraba, pues, sin reina ni rey, y solo tenía para asumir su defensa a Balian de Ibelin y a su patriarca, Heraclio. Con un poco de suerte, aquellos dos no tardarían en detestarse. Podría ser incluso que, cansados uno de otro, cometieran alguna torpeza, al preferir Balian, al yugo de un cristiano odioso, la tutela de un sultán conocido por su tolerancia y su bondad. Aquel sistema había funcionado perfectamente cuando Saladino había sacado partido de sus lazos de amistad con Raimundo de Trípoli para minar la comunidad cristiana de Tierra Santa.

Pero el sultán debía actuar deprisa. A sus hombres, el tiempo empezaba a hacérseles largo. Muchos querían volver con los suyos, sobre todo porque les había prohibido el pillaje. Los chacales maraykhát ya habían cometido traición. Y había dado orden de vigilar mejor a los beduinos, a los que necesitaba, ya que Bagdad no había enviado los refuerzos esperados.

Saladino había establecido su campamento al norte de la ciudad, no lejos de la Puerta de Damasco, que los francos llamaban Puerta Saint-Etienne. Del otro lado, los tejados naranja de la iglesia de Santa María Magdalena parecían desafiarlo. Saladino se prometió convertirla en mezquita una vez que Jerusalén estuviera en su poder.


Unos días antes, presintiendo que Saladino iba a atacar, algunos burgueses habían solicitado un encuentro. Aquel se encontraba entonces en Ascalón. Hábiles negociadores, los hierosolimitanos habían obtenido del sultán condiciones que les parecían favorables, pero en el instante en que iban a entregarle las llaves de la ciudad había tenido lugar un eclipse de sol. Lanzando gritos de espanto, asustados por lo que interpretaban como un signo de la cólera divina, los burgueses de Jerusalén habían implorado a Saladino que olvidara su gestión y no la tuviera en cuenta. Una vez más, el sultán había tenido un buen gesto; había dicho que comprendía y les había ofrecido una escolta para que pudieran volver a Jerusalén con toda seguridad y cargados de regalos. La maniobra era tan hábil como sincera su generosidad: al verlos volver cubiertos de oro y de vestidos lujosos, muchos hierosolimitanos habían encontrado a Saladino más caritativo que el destino y habían pedido que se lo recibiera con los brazos abiertos.

Chátillon había hecho capturar y perecer bajo la tortura a algunos de los que murmuraban estas palabras, para que en la ciudad se escuchara solo una frase: «Resistir o morir».

Para los curiosos acodados en las almenas de las murallas, adonde la población subía día y noche montones de piedras y toneles de aceite, era como si el crepúsculo se prolongara indefinidamente. En efecto, cuando el sol acababa de ocultarse, sus resplandores quedaban prendidos en los hierros de las lanzas mahometanas, tan numerosas que mantenían la noche alejada, lo que se confirmaba cuando todas las hogueras del campamento sarraceno se encendían, haciendo palidecer el campo de estrellas que inundaba el cielo. Las banderas restallaban a centenares, movidas por el viento nocturno, invisibles en su ropaje negro pero visibles por la forma en que ocultaban los fuegos, con palpitaciones de luz.

Los habitantes de Jerusalén contemplaban este espectáculo temblando, a la vez excitados e inquietos, preguntándose cuándo daría el asalto Saladino.

– ¡Es hermoso, de todos modos! -exclamó, a su pesar, un burgués.

Pero enseguida se elevaron voces:

– ¡No os detengáis! ¡Al trabajo! ¡Al trabajo!

Los que gritaban eran los templarios blancos, a quienes Heraclio y Balian habían confiado el mando de las tropas. A falta de soldados en número suficiente, había habido que reclutar entre los civiles, movilizar a los burgueses, armar caballeros a los jóvenes nobles, dar a los escuderos el mando de pelotones, formar en el manejo de las armas a los habitantes capaces de empuñarlas. Si faltaban armas, se daban a los hombres horcas, palas, picos o martillos, y a las mujeres, escobas, tijeras, largos alfileres o sartenes. Tizones al rojo estaban dispuestos en hogueras situadas en las encrucijadas de las calles. Algabaler y Daltelar, los dos últimos caballeros de Jerusalén, hombres ya ancianos en los que la acritud y la holgazanería competían con el vicio y el miedo, se encerraron en sus casas. Para hacerlos salir tuvieron que amenazar con arrasar sus viviendas y colgarlos de las almenas para mostrar a los sarracenos el destino que esperaba a los perezosos. Los dos caballeros fueron encargados de los trabajos de defensa. Se pensó, con acierto, que nadie mejor que ellos tomaría las precauciones que se imponían para impedir que entraran los sarracenos. Los caballeros hicieron levantar ante las puertas de Jerusalén gruesos muros de ladrillo, material que consiguieron derribando las casas medianeras. A los que protestaron porque se destruían sus viviendas, se les propuso que se quedaran para servir de mortero.

Los látigos restallaban sobre las cabezas de la multitud para llamarla al orden y motivarla. Los hombres transportaban piedras; las mujeres, cubos llenos de agua o de arena; los niños, las raciones que alimentaban a estos aprendices de albañil, y los viejos daban consejos que exasperaban a todo el mundo. No dejaban de repetir: «Ya os lo habíamos dicho…».

Aquello ya no eran muros, sino un amontonamiento de materiales heterogéneos, y todos pensaban en lo que se les podía añadir. Carretas con las ruedas rotas, camas viejas, armarios, ropa usada, restos de animales, basura doméstica, paredes de una tumba; todo lo que podía pesar y obstruir. Las murallas de Jerusalén eran como un manto doble en previsión del invierno. Algunos ocultaron en ellas animales domésticos, pretextando que el hambre y la oscuridad los volverían locos, y que así se lanzarían a la cara de los asaltantes si estos conseguían entrar.

– Y si el sitio se prolonga y llega el hambre, ¿qué comeremos? -protestaron algunas almas sensibles yendo a recuperar, cuando aún podían hacerlo, a su gato o a su perro.

Heraclio y Balian se habían repartido las tareas de modo que tuvieran que verse lo menos posible. A Heraclio, el sur de la ciudad, con sus barrios armenio y germánico; a Balian, el norte, con los barrios francés, hospitalario y, en otro tiempo, judío. Uno y otro se alegraban de esta elección, que colocaba al patriarca a resguardo y a Balian en posición de combate. Porque, desde que la ciudad existía, no se sabía de un asalto que hubiera procedido del mediodía, donde aún subsistían vestigios del antiguo recinto romano. En cuanto a la explanada del Templo, estaba defendida por los templarios blancos y algunos valientes armados con hoces.

Heraclio y Balian también se habían repartido las poderosas armas de asedio; Balian, haciendo valer la extrema vulnerabilidad de sus posiciones, había conservado para sí las dos catapultas que poseía la ciudad, y los dos onagros y los cuatro escorpiones se habían distribuido equitativamente. Mientras que Heraclio había agrupado el conjunto de sus defensas en lo alto de la torre de David para proteger la ciudadela y el palacio del rey de Jerusalén, Balian había diseminado las suyas a lo largo de sus posiciones, colocando aquí una catapulta, allá un onagro, esforzándose, siempre que era posible, en hacer que los tiros se cruzaran. Del mismo modo, mientras Heraclio había concentrado los víveres en los sótanos de su palacio, Balian había creado dispensarios donde había almacenado lo suficiente para alimentar a todo un barrio durante dos o tres meses, duración estimada del asedio antes de la llegada de los refuerzos esperados.

El día de San Eustaquio, Saladino lanzó el primer asalto contra la Puerta de Damasco.

– ¡Qué lástima! -dijo un burgués colocado no lejos de Balian en las almenas-. Empezaba a habituarme al sitio…


En el Krak de los Caballeros repicaban las campanas y por todas partes estallaban gritos.

– ¡Raimundo de Trípoli ha muerto!

– ¡Lo han asesinado!

– ¡Tengo al culpable! -exclamó un hospitalario, haciendo avanzar a Casiopea ante él bajo la amenaza de su espada.

La joven caminaba en silencio, con la espalda encorvada, sostenida por dos robustos hermanos sargentos y escoltada por cuatro turcópolos y un hermano caballero. Morgennes se precipitó hacia ella. Casiopea le dirigió una mirada que no reconoció.

– ¿Dónde está Simón? ¿Qué ha pasado? -le preguntó Morgennes.

Casiopea no contestó. La prisionera fue conducida a las mazmorras del Krak de los Caballeros, adonde acudió enseguida a verla Alexis de Beaujeu. Morgennes tenía la impresión de que un torbellino lo arrastraba. Las campanas de la pequeña capilla habían cambiado de ritmo, y ahora tocaban a muerto.

¡Había que encontrar a Simón! Poco antes de la comida, estaba en las murallas con Casiopea. ¿Y ahora? Morgennes corrió hacia la escalera que conducía a la torre de los invitados y se cruzó con dos mujeres que descendían de ella. Ambas tenían un porte real y la piel tostada de los habitantes de la región, pero una tenía los cabellos negros mientras que la otra era rubia.

¡Eschiva de Trípoli! Morgennes se acercó a la mujer de cabellos rubios mezclados con blanco y la apretó contra sí, dejándola llorar unos instantes sobre su hombro.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

Eschiva sacudía la cabeza, incapaz de responder. La mujer que la acompañaba, y que Morgennes no conocía, dijo:

– Perdonadme, caballero, pero la condesa aún se encuentra demasiado impresionada. Temo que no pueda responderos por el momento…

Un hombre surgió entonces de los aposentos del conde Raimundo de Trípoli. Era Ernoul. El escudero se acercó al pequeño grupo y exclamó:

– ¡Qué tragedia!

Morgennes lo sujetó por el brazo y se lo apretó hasta hacerle daño.

– ¡Ernoul, debéis decirme qué ha ocurrido! Acusan, a Casiopea de haber matado a Raimundo, ¡es absurdo!

– Estoy de acuerdo con vos, Morgennes -convino Ernoul-. Pero ella es la última que ha visto al conde vivo… Además, no quiere hablar.

– ¿Y qué? -dijo Morgennes-. ¿Significa eso, acaso, que lo ha matado?

– No, pero graves sospechas recaen sobre ella. Sé que es difícil de creer, pero es así.

Morgennes sentía que todo se derrumbaba a su alrededor.

– Casiopea -murmuró con aire perdido-, Casiopea… ¡Tengo que verla, tengo que hablar con ella!

Al ver que daba media vuelta para marcharse, la mujer que acompañaba a Eschiva lo interpeló:

– Perdón, messire, pero he oído a ese bravo Ernoul llamaros Morgennes. ¿No seréis acaso el caballero que ha encontrado la Vera Cruz?

– Sí, soy yo.

– Entonces confío en vos. Si afirmáis que la joven no es culpable, es porque es inocente. Encontraréis al culpable, hombre o mujer, estoy segura.

– ¿Sois la madre de Josías, la compañera de Tommaso Chefalitione?

– Sí.

– El capitán es un buen hombre y me alegro por ambos. Solo lamento que hayamos tenido que encontrarnos en estas tristes circunstancias. Espero que un día tengamos ocasión de conocernos mejor.

– También yo lo deseo -dijo Fenicia.

Y, después de dirigirle una inclinación de cabeza, se alejó con la condesa de Trípoli.

Morgennes se encontró a solas con Ernoul, que preguntó:

– ¿Puedo hacer algo por vos?

– ¿Sabéis qué aspecto tienen mis amigos? ¿Taqi ad-Din, el sobrino de Saladino? ¿Simón de Roquefeuille, un joven caballero? ¿Yemba, un monje de piel negra?

– Sí, creo que sí -respondió Ernoul.

– ¡Encontradlos! Decidles que se reúnan conmigo en las habitaciones de Raimundo de Trípoli. ¡Rápido!

– Enseguida -dijo Ernoul.

Morgennes dio las gracias al bravo escudero, y decidió dirigirse a las habitaciones de Raimundo de Trípoli antes de que le prohibieran la entrada.


Casiopea no se movía. Estaba tendida en su celda, sobre una paca de paja.

A su lado, Beaujeu se esforzaba en hacerla hablar. Pero la joven permanecía silenciosa. Se contentaba con mirarlo con aire triste, con las lágrimas corriéndole por las mejillas y los labios misteriosamente sellados.

– Escuchadme -empezó Beaujeu-. Os voy a ser franco. No creo que seáis vos quien ha matado al conde. Por otra parte, ¿por qué hubierais debido hacerlo? No teníais ningún interés en ello…

Fue a buscar un taburete y se sentó junto a ella.

– Os voy a hacer unas preguntas -continuó-. No sé por qué razón mantenéis la boca cerrada, pero tal vez podáis decir sí o no con la cabeza, ¿no os parece?

Casiopea se incorporó, con un brillo en la mirada. Lentamente, penosamente, asintió con la cabeza.

– Bien, ya es un principio… Solo hace falta que respondáis así. ¿De acuerdo?

Casiopea asintió de nuevo.

– ¿Tenéis algo que ver con la muerte de Raimundo de Trípoli?

Casiopea se estremeció de arriba abajo, como si se encontrara en un estado de desesperación extrema, y luego asintió con la cabeza. Sin permitir que sus sentimientos se reflejaran, Beaujeu prosiguió con su interrogatorio.

– ¿Habéis matado a Raimundo de Trípoli?

Esta vez Casiopea respondió más deprisa, con un signo de negación.

– ¿Sabéis quién lo ha matado?

De nuevo hizo que no con la cabeza.

– ¿Seguís sin poder decirme nada?

Ella lo miró a los ojos, sorprendida. ¿Había comprendido lo que le ocurría?

– Si pudierais, ¿hablaríais?

Casiopea asintió.

Beaujeu se levantó y se frotó pensativamente la barbilla.

– ¿Qué os lo impide?

Pero Casiopea no podía o no quería responder a esta pregunta. Se contentó con encogerse de hombros con aire evasivo, y luego se tocó la garganta.

– Perdón -continuó Beaujeu-. ¿Tenéis una idea de qué es lo que os lo impide?

Casiopea inclinó la cabeza.

– ¿Y sabéis quién ha atentado contra la vida de Raimundo de Trípoli?

Una vez más, la respuesta fue positiva.

– ¿Los templarios?

– ¡Los asesinos! -soltó Casiopea, como a su pesar.

La respuesta había surgido espontáneamente de su boca, pero sus labios ya volvían a cerrarse. Un gran dolor se revelaba en su rostro, como si en su cabeza se desarrollara un combate en que se enfrentaran pensamientos contradictorios.

La puerta de la celda se abrió detrás de Beaujeu, y Morgennes entró, acompañado de Yemba, Simón y Taqi.

– Noble y buen hermano -empezó Morgennes-, puedes liberarla: ella no es culpable.

– ¿Quién entonces? -preguntó Beaujeu.

– El -dijo Morgennes mostrando al comendador la cabeza de Rufino-. Acaba de confesarlo todo.

Unos instantes más tarde todos se encontraban en el reservado de la sacristía del Krak.

– ¿Podéeeeis secaaaarme los ojos, poooor favor? -imploró Rufino-. No tengo braaazos, y eeeestas lágrimas me moleeeestan…

Morgennes secó el rostro de Rufino con ayuda de un trapo que había al lado del cofrecillo.

Taqi examinó la habitación, un reducto particularmente sombrío, sin ventana, tallado en la roca, lleno de cofrecillos y objetos diversos, entre los cuales se distinguían varios centenares de velas decoradas con motivos extraños.

– Aquí guardamos las vestiduras sacerdotales, las barricas de vino de misa, los ornamentos y los vasos sagrados -explicó Beaujeu.

– Veo que disponéis de un número de cirios considerable -comentó Yemba divertido-.Y también he podido notar que, curiosamente, las inscripciones con que están decorados no tienen nada de latín…

– Efectivamente -convino Beaujeu-. Pero no creo que signifiquen nada en particular. Solo son adornos decorativos.

– Eso no es exacto -dijo Taqi cogiendo uno de los cirios-. Están escritos en una lengua muy antigua, venida de Persia, en los primeros tiempos del Profeta (la gracia sea con él). En este pone: «¡Muerte a los cristianos!».

Todos se estremecieron, como si súbitamente la temperatura de la habitación hubiera descendido varios grados. Taqi volvió a dejar el cirio en su sitio.

– Tenéis una cantidad enorme -observó Simón-. ¡Todos estos cirios! ¿Qué hacen aquí?

– No sabía que tuviéramos tantos -confesó Beaujeu.

– Dejaaaadme que os expliiiique -continuó Rufino con su voz cavernosa-. ¡Tooodo es tan… complicaaado!

La cabeza se puso a hablar y, como de costumbre, se mostró inagotable. Estuvo discurseando durante más de una hora, explicándoles al detalle cómo Casiopea y él mismo habían sido secuestrados por los asesinos, en el Yebel Ansariya, y luego condicionados por Rachideddin Sinan. Bastante mal, por suerte.

– ¡No sabíiiiamos siquieeera lo que tendríiiiamos que hacerrr!

De hecho, desde su llegada al Krak, Rufino había sido confiado al hermano enfermero para que lo examinara, tratara de comprender los prodigios que permitían animarlo y decidiera si era obra del diablo o de Dios. Era indudablemente obra del diablo, y mientras Rufino y el hermano enfermero discutían ásperamente, una oleada de palabras hipnóticas había salido de pronto de la boca de Rufino. El conjuro había conminado al hermano enfermero a que se presentara sin tardanza en la sacristía, cogiera uno de los numerosos cirios que había allí y lo llevara a la habitación de Raimundo de Trípoli; lo que una investigación adicional confirmó más tarde, pues Eschiva de Trípoli recordó que, efectivamente, el hermano enfermero se había presentado con un cirio: «Para vuestras veladas invernales», le había dicho antes de marcharse. Pero el invierno de Raimundo de Trípoli, ya muy enfermo, debía llegar prematuramente: de manos de una joven. Cuando Casiopea había visto la vela en la habitación de Raimundo de Trípoli y había reconocido los dibujos, no había podido evitar encenderla. Luego se había sentado, silenciosa, inmóvil, y había mirado, incapaz de hablar porque el humo que ascendía de la vela empezaba a actuar, paralizándole las cuerdas vocales.

– ¿Qué había que mirar? -preguntó Beaujeu.

– ¡Una serpieeeente! -respondió Rufino.

– ¿Es decir? -insistió Beaujeu.

– ¡Esto! -dijo Morgennes.

Y, desenvainando a Crucífera, cortó uno, dos, luego tres, y finalmente toda una serie de cirios. Cada uno ocultaba en su interior un áspid enrollado sobre sí mismo.

– ¡Sacrilegio! -exclamó Beaujeu-. Pero ¿qué es esto?

Taqi recogió algunos pedazos de cirios cortados en dos, los observó y se los enseñó a Beaujeu.

– ¡Mirad! Las serpientes se introducen en la cera, donde se adormecen. El calor de la llama las despierta. Entonces salen de sus velas y van a morder al primero que encuentran. ¡Es un milagro que Casiopea haya podido escapar de ellas! El Krak está lleno de estas serpientes. Por suerte las hemos encontrado -dijo, aplastando con el talón a las que habían caído sobre las losas del reservado, todavía aturdidas.

Rufino lloraba a lágrima viva. Le pidió a Morgennes que le «sonaaara la nariiiiz».Y, después de haber soplado en el trapo con toda la fuerza de sus inexistentes pulmones, continuó:

– ¡Es Siiiinan! ¡Tiene aliiiiiados aquí! ¡Poderoooosos!

– Eso parece -dijo Beaujeu-. Para empezar, ¿cómo es posible que estos cirios…?

Estaba tan encolerizado que no pudo acabar la frase. Abrió furiosamente la puerta de la sacristía y llamó a los guardias:

– ¡Que vayan a buscar al hermano capellán!

El primer guardia había salido cuando Beaujeu volvió a abrir la puerta y añadió:

– ¡Y al hermano enfermero!

Interrogados, los dos hombres revelaron -por boca del hermano capellán- que los cirios eran donaciones hechas por pobres que les agradecían las comidas ofrecidas. Al parecer, los fabricaban ellos mismos.

– ¡Se acabaron las comidas para los pobres! ¡Se acabaron los pobres en el Krak de los Caballeros!

Y, resistiéndose a mostrarse tan duro, el comendador añadió:

– ¡Les tiraremos la comida desde lo alto de las murallas!

El hermano capellán tomó la resolución de ayunar durante cuarenta años seguidos, es decir, hasta el fin de sus días. En cuanto al hermano enfermero, confesó:

– Qué puedo deciros: ¡fue esa cara diabólica, me hechizó con sus bellas palabras! ¡Todavía tengo la cabeza como un caldero, aún me zumban los oídos, y mis pies, ay mis pies!

El pobre hombre se sujetaba la cabeza con las manos y golpeaba con el pie contra el suelo. Rufino lo observaba lanzando grandes «¡Ooooh!», como si encontrara que exageraba.

– Pero, en fin, Rufino -preguntó Beaujeu-, ¿qué os prometió Sinan para que hicierais esto?

– ¡Un cueeeerpo! -dijo Rufino entre sollozos.

Y tuvo que volver a sonarse con el trapo de Morgennes.


Aquella misma noche, el asunto había quedado zanjado.

Detuvieron a todos los pobres que se encontraban en el Krak para registrarlos. Algunos llevaban, encima cirios que ocultaban áspides, y fueron ejecutados inmediatamente. Muchos defendieron en vano su inocencia, afirmando: «¡Nos pidieron que os los diéramos, no es culpa nuestra!». Pero era imposible saber si decían la verdad y se optó por no correr riesgos. Fueron ejecutados como los otros. Casiopea, que salía poco a poco de su hechizo, dio también su. versión de los hechos: «Las inscripciones trazadas a lo largo de los cirios eran fórmulas mágicas cuya potencia se reforzaba con el olor que desprendía la cera al quemarse. La primera orden recibida era encender la vela. Luego ya era imposible moverse o hablar».

Casiopea, paralizada, había visto, pues, con horror cómo el áspid se desprendía de su vaina de cera, como un pajarillo saliendo de su cáscara, y avanzaba despacio hacia ella. Pero, curiosamente, no había sido mordida. (En ese momento Taqi esbozó una sonrisa y contempló los numerosos tatuajes de su prima. Algunos tenían la reputación de alejar a las serpientes. Sin duda la explicación debía de encontrarse ahí.) A continuación el reptil se había dirigido hacia el conde de Trípoli, que se encontraba dormido, y lo había mordido.

Al examinar el cuerpo de Trípoli, encontraron la marca de la mordedura. Y, al registrar la habitación, apareció el áspid.

– Los acontecimientos se precipitan -observó Morgennes-. De otro modo, Sinan hubiera esperado a la Navidad para mataros a todos en la capilla, en el momento en que utilizarais los cirios para las fiestas.

– Pero ¿qué interés tiene él en atacarnos? -preguntó Beaujeu.

– No solo os golpea a vos -respondió Morgennes-. Sinan no puede hacer gran cosa contra el Hospital. Pero el Krak es la única fortaleza de esta región que todavía se le resiste, ya que los templarios están conchabados con él. Con el conde de Trípoli muerto, sus tierras quedarán desorganizadas. En estos períodos de turbulencias, ocuparse de la sucesión del conde no será tan sencillo. De este modo Sinan ha propinado un duro golpe al Hospital, que, de todas las facciones de Tierra Santa, es la que más se le opone y la menos desorganizada.

Como habían hecho correr riesgos enormes a la casa, el hermano capellán y el hermano enfermero fueron condenados a presentarse ante el tribunal de penitencia al acabar la semana. El hermano capellán prefirió la condenación eterna al deshonor y, cuando lo conducían bajo una fuerte escolta a su habitación, se lanzó por una ventana que daba a un precipicio. El hermano enfermero, por su parte, se benefició de la clemencia del tribunal. Después de todo, el Krak lo necesitaba. Era el único médico de la fortaleza. Además, al haberse suicidado el hermano capellán, todas las sospechas recayeron sobre el muerto.

Sin embargo, hubieran debido exculparlo, pues, aunque era un hombre duro -de corazón, de espíritu-, su dureza le impedía justamente traicionar a aquellos cuyas costumbres desaprobaba. Nadie vio al hermano enfermero alegrarse en la misa que se celebró, en el Krak de los Caballeros, en honor de Raimundo de Trípoli. Nadie lo vio frotarse las manos de gusto, y nadie lo oyó murmurar en voz baja, con los ojos perdidos en el vacío, palabras de odio.


Al día siguiente, al alba, los tres grupos constituidos por Alexis de Beaujeu se pusieron en camino, con Morgennes a cargo de Rufino, ahora amordazado. Simón no apartaba los ojos de Casiopea, mostrando en todo momento una deferencia ejemplar.

En cuanto al féretro de Trípoli, la caja partió con Tommaso Chefalitione, Fenicia, la condesa de Trípoli y sus hijos, ya que el conde había pedido que lo enterraran en Provenza.

La estratagema era sutil. En plena noche, Morgennes, Chefalitione y Beaujeu habían sacado a Raimundo de Trípoli de su ataúd para reemplazarlo por la Vera Cruz. Luego, su cuerpo había sido enterrado bajo una losa anónima, en el pequeño cementerio situado detrás de la capilla, y la Vera Cruz había sido separada en dos, con el patibulum y el poste tendidos uno junto a otro en la caja.

Morgennes se extrañó al ver que las dos partes cabían, pues se había dicho: «El poste no aguantará». Y de hecho descubrieron serrín en sus guantes de cuero. La Vera Cruz empezaba a desintegrarse.

24

Luego dice al hombre: «El temor del Señor, he ahí la sabiduría; apartarse del mal, he ahí la inteligencia».

Job.XXVIII,28


Un poco después de haber entrado en lo que constituía todavía, menos de tres meses antes, el reino franco de Jerusalén, Yemba y Morgennes se separaron. El primero fue hacia oriente y el segundo al oeste, al otro lado del Jordán. Poco antes de dejar a su amigo, mientras lo abrazaba en una despedida que sabía definitiva, Yemba le preguntó, tocando su cota de malla con un resto de raíz blanca:

– ¿Te ha sido muy útil?

– No demasiado -respondió Morgennes.

– ¿Ah, no? -se extrañó Yemba.

– Al parecer, Dios me preserva de los combates. Desde Hattin solo he tenido que soportar una andanada de flechas. Por lo demás, no creo que haya llegado a derramar sangre…

– Mmm… -murmuró Yemba, sorprendido-. Es muy extraño. Debes de ser uno de los pocos en este país que pueden afirmar algo así.

– Durante mucho tiempo no tuve armas. Luego me hice con unas grandes tenazas. Pero no las he utilizado… No han faltado ocasiones, pero las cosas han ido así. Ahora tengo a Crucífera -dijo acariciando la cruz de bronce que adornaba la empuñadura de su espada-. ¡Pero en realidad solo ha salido de su vaina para cortar velas!

Yemba sonrió y dirigió un último gesto de despedida a su amigo, mientras gritaba:

– ¡Dios te guarda!

– ¡Y a ti! -dijo Morgennes.

– ¡No era un deseo, sino una constatación! -replicó Yemba. Luego mordisqueó su raíz y se alejó riendo. Ernoul se acercó a Morgennes.

– Curioso personaje, siempre bromeando… -dijo-. Se diría que la destrucción del oasis de las Cenobitas no lo ha afectado…

– No es eso -explicó Morgennes cuando Yemba y su. escolta de hospitalarios desaparecieron detrás de una colina-. Pero no lo exterioriza. Yemba solo muestra de la vida lo que a él le gustaría ver siempre: alegría.

Como si quisiera saludarlos, cuando se disponía a pasar también al otro lado de la colina, el pequeño elefante levantó la trompa y barritó por última vez. Finalmente, Morgennes y los suyos llegaron hasta la barcaza, manejada por soldados de Saladino. Gracias a Taqi, pudieron cruzar sin tropiezos.

El extraño grupo siguió su ruta hacia poniente, antes de desviarse ligeramente hacia el mediodía. Ernoul marchaba junto a Morgennes, con Taqi. Yahyah, montado sobre un potro, los seguía con Babucha. Luego venían Casiopea y Simón con la cruz truncada; antes Simón había deslizado un pequeño fragmento en su limosnera. En cuanto a Masada, que lloraba la partida de Carabas -pues el asno se había ido con Yemba hacia el Mar Muerto-, apestaba a carroña. La lepra había ganado terreno. Pronto tendría que resignarse a coger una carraca y envolverse con vendas. Como un terreno falto de agua, sus brazos, sus piernas y su torso estaban cubiertos de grietas. Sus miembros se habían hinchado; sus articulaciones estaban salpicadas de placas cobrizas; sus dedos desaparecían en concreciones grisáceas, prefiguración de lo que a todos nos espera: el polvo. Masada se moría a pedacitos y se sumía en profundos monólogos con Rufino, que, al estar amordazado, lo escuchaba pero no podía responderle si no era guiñando los ojos. A menos que lo hiciera a causa de la arena.

Masada hablaba a menudo de su mujer, a la que echaba terriblemente en falta.

– Desde que se fue, yo me voy igualmente. Es más fuerte que yo.

Muerta, Femia aparecía a sus ojos adornada con todas las cualidades, volvía a ser la mujer que lo había enamorado en otra época. La mujer con quien se había casado. Aquellos últimos tiempos, ella no había sido ya para él más que un traje viejo, una capa un poco pesada, de tejido grueso, que se ha llevado demasiado. Lo que lo había conducido a cambiar de actitud había sido, sobre todo, la llegada de Casiopea. Masada se aburría en su tenderete cuando había visto un halcón en el cielo. Entonces había dado unos pasos hacia la calle para ver mejor al pájaro, que describía círculos como en busca de una presa.

El ave se había posado sobre el toldo de su tienda.

– Sin duda atraído por los colores rojo y amarillo -explicó Masada a Rufino-. Algunos curiosos levantaban la cabeza para admirar a aquel magnífico pájaro que acababa de elegir mi negocio como percha. Agarrando un largo bastón, que vendía como si fuera el utilizado por Moisés para abrir el mar Rojo, me disponía a echarlo de allí cuando una voz me dijo: «¡No lo toquéis!».

»Miré alrededor y vi a una joven soberbia. A pesar de mi pequeña estatura, no era mucho más alta que yo. Castaña y de ojos azules, de su persona emanaba una fuerza increíble, un encanto fantástico. En cierto modo, era como si solo ella hubiera acabado de ser creada. Su belleza era secundaria: si hubiera sido fea, la más fea de todas, no habría cambiado nada. Era extraordinaria. Sus movimientos eran gráciles, de una elasticidad animal. Algunas personas siguen el camino, otras, más raras, dan la impresión de trazarlo. Ella es el camino. El que a uno le gustaría seguir hasta el final. La observé, fascinado, más emocionado que si el pájaro me hubiera hablado. Entonces me dijo, apuntando al halcón con la mirada:

«"Podría heriros."

»El pájaro saltó del toldo a su puño, y la joven añadió:

»"Dicen que sois el mejor comerciante de reliquias de toda Tierra Santa. ¿Es cierto?"

»"Sí, desde luego", respondí yo.

«"Entonces aconsejadme."

«Hice todo lo que pude, presentando a esa mujer demasiado sorprendente para ser real los mejores artículos de mi almacén. Me compró una cantidad enorme de reliquias, todas falsas. Prefería las más pequeñas, para poder llevárselas. "Una por cada persona que he matado para llegar hasta aquí", me dijo, sin que yo supiera si decía la verdad. Pero ¿quién era yo para preguntarle sobre eso? De modo que le vendí algunas pepitas de la manzana que Eva dio a Adán, el cuchillo de Abraham, un denario de Judas, plumas del gallo que oyó cantar Pedro, los signos que Jesús trazó con su dedo en la arena antes de ser apresado y muchas otras maravillas… Ella las colocó en bolsitas, en su cintura, en sus cabellos, como broche, en torno a los brazos, las pantorrillas, incluso en el ombligo…

«"Pocas personas", le dije, "compran tantas. Generalmente basta con una."

«"Temo", dijo ella con un suspiro, "que todas las reliquias de la tierra no puedan devolverme la inocencia perdida en mi búsqueda."

»"¿Qué buscáis?"

»"A un hombre."

»"¿No estáis casada? Yo puedo divorciarme, si queréis…"

»"No lo busco para casarme, sino para hacerlo aparecer en un libro, como personaje."

»"Yo soy un personaje fabuloso."

»"No lo dudo, pero necesito un caballero…"

»"Es cierto", proseguí yo, "que yo representaría mejor el papel de lacayo…"

»"Os prometo que hablaré de vos a Chrétien de Troves."

»Una vez que la joven se hubo marchado, vi por el resquicio de la puerta la mirada de Femia. Ella también había abandonado en otro tiempo a los suyos para venir hacia mí… En ese momento, precisamente, se me hizo insoportable contemplarla. Con todo lo que había sacrificado por mí… No he sabido mostrarme digno de ella…

Rufino miraba a Masada, incapaz de responder, soltando de vez en cuando pequeños «hum, hum» para indicar que escuchaba. Y Masada seguía hablando, tan inagotable como un Rufino desamordazado.


Un día, el halcón peregrino se posó en el puño de Simón. Era la primera vez. Simón había llamado al pájaro y había tendido su mano enguantada de cuero hacia el cielo, como Casiopea le había enseñado. Después de trazar círculos en el aire y descender bruscamente en picado, la rapaz se había vuelto a colocar en posición horizontal, con un breve batir de alas, para aferrar con delicadeza el puño del joven caballero. Casiopea aplaudió con ambas manos, estorbada por el travesaño de la cruz que sostenía por él. -¡Bravo! -dijo-. ¡Lo has logrado!

Simón, orgullosísimo, galopó hacia adelante para mostrar su éxito a Morgennes.

– Felicidades -dijo Morgennes-. Y ahora ¿cómo harás para que se vaya volando?

– Es la segunda lección -respondió Simón-. Aún no sé muy bien cómo se hace. Pero probaré.

Levantó el brazo y tendió la mano hacia el cielo, esperando que el pájaro levantara el vuelo. Pero el halcón peregrino siguió aferrado a su guante y no se movió. El animal clavó sus ojitos amarillos en Simón, preguntándose por qué se agitaba de aquel modo. ¿Qué demonios podía querer?

El grupo se rió mucho con los problemas de Simón, que no conseguía desembarazarse del halcón de Casiopea. Pero esta lo llamó con un chasquido de la lengua, y la rapaz voló ágilmente a posarse en su puño, lanzando de vez en cuando una mirada ofendida a Simón, indignada por haber sido confiada a un alumno tan incompetente. Morgennes sacudió la cabeza, divertido.

– Os doy las gracias por acompañarnos -le dijo Ernoul-. Espero que no sea demasiado tarde y tengamos tiempo de llevar la Santa Cruz a los hierosolimitanos…

Sus miradas se dirigieron a Taqi, quien les dijo:

– No os preocupéis, mi tío ha dado su palabra. Y, si la Vera Cruz puede atenuar los sufrimientos de los vuestros, probablemente la dejará entrar. Dependerá de cómo se presente la batalla.

– ¿Es decir? -preguntó Morgennes.

– Pues bien -dijo Taqi-, si tiene dificultades para tomar la ciudad, sin duda no querrá dejar que entre en ella, para no ofender a Alá. Si las cosas van bien, en cambio, solo podrá aceptar, siendo Dios el Clemente. Nadie querría ofender a Dios, aunque fuera solo a través de sus reliquias.


Heraclio echaba chispas. «¡No comprendo -decía- por qué Saladino no ataca por este lado!» Contra lo que pudiera esperarse, se estaba refiriendo al suyo. Su gente lo observó, sorprendida de oírle proferir aquellas palabras. El motivo que las suscitaba eran los éxitos de Balian, que ya había conseguido hacer retroceder una vez al ejército del sultán.

Aquello no podía explicarse, pensaba Heraclio, si no era por la ayuda de Dios. Ayuda de la que también a él le hubiera gustado enorgullecerse.

Sin embargo, resistir no había sido fácil, y aquel primer éxito se debía tanto al talento de Balian, a la suerte y a su capacidad de caudillaje como a la ayuda del cielo.

Al alba del 20 de septiembre, hacía de aquello más de una semana, cerca de seis mil hombres, infantes, arqueros, piqueros y soldados zapadores, habían marchado contra la ciudad. Los estandartes amarillo y negro del sultán flotaban al viento como velos de huríes; las finas hojas de los sables y las lanzas del Yemen lanzaban destellos, acompañados por él fragor atronador de las enormes rocas que las máquinas de guerra de Saladino lanzaban contra las murallas de Jerusalén. Pero la ciudad resistía. Algunos defensores se habían precipitado al vacío debido al hundimiento de un lienzo de muralla; pero detrás se levantaba otro igualmente sólido, construido recientemente por la gente de Algabaler y de Daltelar. Los sitiados se animaban cantando salmos, especialmente el de Ultramar: «¡Que el Santo Sepulcro sea nuestra salvaguardia!». Alababan al Señor y bebían grandes tragos de vino directamente de los toneles izados a lo alto de los recintos. E insultaban a los sarracenos: «¡Chacales! ¡Cerdos! ¡Gusanos!». Pero los mahometanos no oían las injurias. Arrastrados por el son de los tambores y las flautas, subían al asalto de las murallas en filas apretadas.

De rodillas entre dos almenas, los hierosolimitanos rezaban, decididos a permanecer firmes como rocas bajo la lluvia de flechas enemigas. Desgraciadamente, sus cuerpos eran acribillados por multitud de proyectiles, que los atravesaban de parte a parte y los hacían caer desplomados. Otros hombres acudían entonces a reemplazarlos, aunque muchos encontraban más prudente tapar las almenas con escudos adornados con una cruz.

¡In hoc signo Vinces!, repetía sin desmayo Balian II de Ibelin, animando a su ejército improvisado a llevar este símbolo al campo de batalla. Y todos lo lucían, algunos en el cuello, otros bordado en la ropa y otros pintado en el escudo.

– ¡No olvidéis por quién combatís! -gritaba a sus hombres-. ¡Los sarracenos no pasarán!

Balian ordenó a las catapultas que concentraran sus disparos en las más lentas entre las tropas enemigas.

– ¡No serán los jinetes los que nos harán daño, sino estos que van armados con picas pesadas, los que llevan escaleras bastante altas para alcanzarnos o empujan largas galerías!

Galerías con enrejados de madera que los sitiados veían avanzar hacia ellos, como techos deslizándose sobre ruedas.

Saladino había enviado a algunos zapadores al asalto de las murallas, y Balian quería evitar que esos hombres pudieran aproximarse. Si los jinetes que permanecían más atrás, con sus brillantes armaduras, parecían los picos nevados del Hermón, los infantes eran colinas en marcha que había que aplastar bajo las rocas.

Balian agitó una pesada bandera roja, dando a sus hombres la señal de liberar la tensión que mantenía en el suelo las cajas cargadas de piedras. Bruscamente, con un ruido enorme, los proyectiles volaron hacia el cielo, ascendieron en el firmamento y estallaron en varios fragmentos que cayeron como una lluvia de cometas sobre los sarracenos.

Una decena de piedras abrieron otros tantos agujeros profundos en los arrabales de Jerusalén, enterrando para siempre a algunos soldados, e incluso destrozaron una de las galerías que los asaltantes empujaban hacia las murallas.

Luego les llegó el turno de volar a dos largas lanzas, una de las cuales atravesó a un caballero y su montura, clavándolos definitivamente en el suelo -como a un insecto en una plancha de madera-, mientras la otra se perdía en el cielo.

El onagro había sido colocado en medio del mercado, vaciado de sus puestos de venta. Para acabar de completar la carga, los servidores habían añadido a las rocas sus basuras, pues ese era ahora el único modo de hacerlas salir de la ciudad.

Así, carretadas de inmundicias se lanzaron al asalto del cielo antes de caer como un aguacero pestilente sobre las cabezas de los sarracenos.

Los esfuerzos de estos últimos se prolongaron durante toda la jornada. A los gritos de «Allah Akbar», miles de infantes corrieron al asalto de las murallas y se estrellaron contra ellas, empujados por las filas siguientes. Al abrigo de sus escudos, los asaltantes trataban de alcanzar los muros, aprovechando el más pequeño ángulo muerto o no tan bien defendido. Algunos llegaban a plantar sus escaleras o a acercar pesadas torres de madera, contra las que los defensores lanzaban flechas inflamadas. Pero las torres se habían protegido con pieles de animales y cordajes rociados con vinagre, y el fuego prendía con dificultad. Una de ellas, sin embargo, que había recibido en su cima la piedra de una catapulta, se inclinó hacia atrás y se derrumbó. Aterrorizados por el estruendo de los maderos que se quebraban, los sarracenos que la servían se lanzaron al vacío y se empalaron en las picas de sus compañeros. Centenares de arqueros a caballo hacían llover una nube de flechas sobre las murallas de Jerusalén; pero estas no eran, como los hombres, capaces de retroceder. Permanecían inmóviles, y si sus protectores morían -con minúsculas alas negras plantadas en el pecho-, otros ocupaban su lugar enseguida, lanzando grandes gritos, escupiendo injurias, babeando como animales, haciendo gestos obscenos, lanzando piedras, sacos, sillas, bancos; en fin, todo lo que tenían a mano, incluidas sus ropas, camisa, botas, sombrero, cinturón. A veces, en un ataque de locura, lanzaban incluso por encima de las murallas a un camarada, que caía aullando si solo estaba herido, silencioso si estaba muerto. Los que no lanzaban nada tiraban con sus arcos o sus ballestas, y los que no tenían nada que arrojar, para no quedarse atrás, escupían por encima de las almenas o trepaban a ellas para mostrar sus nalgas a los sarracenos.

Al caer la noche, las tropas de Saladino retrocedieron sin haber conseguido cruzar la Puerta de Damasco. Aunque algunos bravos guerreros habían llegado a poner el pie en las murallas, los hierosolimitanos, con largas perchas, habían hecho volcar sus escalas. Aquellos valientes habían perecido como mártires, tratando de llevarse en su muerte al mayor número posible de cristianos, y habían dejado un círculo de cadáveres a su alrededor.

El propio Balian, a pesar de sus heridas, había cortado de un mandoble la garganta a uno de aquellos audaces.

– ¿Cuántas guerras, cuántos combates habré de ver aún antes de morir? -se lamentaba.

Estaba cansado de aquellos combates.

Sentía cierto desdén por los hombres por los que se batía. Muchos estaban gordos y no defendían, como él, la ciudad de Dios, sino más bien su comercio, su casa, su familia. «Y, después de todo, ¿por qué no?», se decía Balian, que, sin embargo, pensaba: «Un comercio, una casa, una familia son cosas que se desplazan. El Santo Sepulcro no».

No aceptaba que se pudiera tener por una tienda el mismo amor que él sentía por el lugar donde Cristo había sufrido tanto.

Al ver retroceder a las tropas de Saladino, Balian dio orden de detener el combate. Y, cuando el sol se puso, comprendió un hecho de extrema importancia que explicaba -en parte- el fracaso de los mahometanos: habían combatido todo el día con el sol en los ojos. Sus adversarios solo habían sido para ellos manchas oscuras sobre un tablero luminoso. Así era más complicado ajustar el tiro, más difícil acertar a los hombres, más arduo calcular las distancias. Y, sobre todo, el combatiente guiñaba los ojos en el peor momento, cuando había que mirar recto adelante para evitar un proyectil o una espada.

«Saladino ha cometido un error; no lo cometerá dos veces.»


En su tienda, Saladino rumiaba. Alejandro, cuyos escritos había leído, ya lo había dicho: «En la guerra, arréglatelas para que el sol y el viento estén contigo y no contra ti». Demasiado impaciente, casi convencido de que Dios estaba de su lado y de que la ciudad pediría la rendición en cuanto atacaran sus tropas, Saladino había querido hacer una entrada triunfal por la Puerta de Damasco. Pero Dios lo había decidido de otro modo, y había opuesto al asalto de sus tropas la resistencia de un corazón valeroso.

«¿Por qué Dios me prueba así? ¿Seré para él como ese pobre Job? ¿No conoce acaso mi piedad, el amor que le profeso? ¿No valora hasta qué punto hago todo esto por su gloria? ¿Qué falta he cometido para que me retire así su apoyo?»

Luego comprendió. Al atacar de manera tan torpe, tan precipitada, tan orgullosa, había querido forzar la mano a Dios. Obligarlo a que lo ayudara. Hubiera hecho mejor en escuchar las palabras del Profeta (la paz sea con él): «Aquel que subestima al enemigo se hace ilusiones sobre sus propias fuerzas, y esto es ya una debilidad».

Lentamente, con infinitas precauciones, Saladino desenrolló su alfombra de la oración y pidió a Alá que lo perdonara; prometiendo que el próximo asalto sería el bueno, y que esta vez libraría una batalla digna de cada uno de los noventa y nueve nombres de Dios.

Una vez acabada la oración, Saladino se sintió con el alma en paz. De nada servía precipitarse. Dios lo había previsto todo. El sultán acarició con mano distraída el pelaje de Majnun, su pantera, y se sirvió otra taza de té para ayudarse a reflexionar. Sorbió un trago de líquido ardiente, preguntándose qué debía hacer. Si volvía a empezar, al día siguiente, en el mismo sitio, las tropas de Balian seguirían tan bien organizadas como hoy. No, Dios quería otra cosa. Un proyecto inédito. Tenía que encontrar un nuevo sector por donde atacar. El sur lo colocaba en un plano demasiado inferior, lo que no era una posición adecuada para un sitio. El oeste estaba fuertemente defendido por la torre de David y la ciudadela de los reyes de Jerusalén; en cuanto al este, aunque allí se alzaba el monte de los Olivos, que lo situaba en altura en relación con la ciudad, un profundo barranco lo separaba de las murallas.

Pensativo, convocó a su estado mayor y estuvo discutiendo toda la noche la táctica que deberían adoptar. Había que cambiar de posición, ¿pero para ir adonde?


Balian, por su parte, no estaba descontento de sus éxitos. Hombres de Heraclio, que habían acudido a apoyarlo (de hecho, a espiarlo), habían celebrado incluso su valor y su ingenio. A los que le preguntaban cuál era su secreto, Balian les respondía: «Lanzarse ciegamente al combate reconforta el corazón».Y a todos les parecían palabras muy sabias. No sabían que Balian se contentaba con citar al Profeta y con seguir sus recomendaciones. Pues este no había sido solo un formidable conductor de hombres y un gran jefe de Estado, sino, antes que nada, un soldado. Un conquistador cuyos pensamientos se habían consignado en varias obras a las que los mahometanos se referían siempre. Balian había juzgado esencial conocerlas, y se las había hecho traducir en dos ejemplares por Guillermo de Tiro, uno para él y otro para su amigo Guillermo de Montferrat.

El día siguiente transcurrió sin un. nuevo asalto de las tropas de Saladino, al esperar el sultán un signo del Altísimo. Solo las armas de asedio martillearon la ciudad a intervalos regulares, interrumpidos por períodos de calma en el momento de las oraciones. Los sarracenos no dudaban en enviar, al mismo tiempo que piedras y toneles de pez, cadáveres de cristianos recuperados bajo las murallas -que rebotaban sobre los tejados- o los excrementos de sus tropas, recogidos en recipientes que se vaciaban en toneles y se cargaban luego en los brazos de las catapultas.

Jerusalén sufría. Los muertos se contaban por millares. Hubo que deplorar varios incendios, así como el aplastamiento de una joven pareja por una roca que había atravesado el techo de su habitación mientras hacían el amor. Como los jóvenes todavía no estaban casados, el incidente aterrorizó a los que -en la proximidad de la muerte- habían deseado conocer los placeres de la carne sin unirse primero ante Dios.

Por otra parte, los canónigos apremiaban a los hierosolimitanos a renunciar a toda actividad sexual, ya que no complacía a Dios que se fornicara en la adversidad.

El día que siguió a la segunda noche, el 22 de septiembre por tanto, después de una jornada que había transcurrido más o menos como la precedente, Balian fue invitado a cenar a la torre de David. Se presentó allí con Algabaler y Daltelar, de los que finalmente se había sacado lo mejor que podían dar.

La comida que se sirvió era suntuosa, y, si no hubiera sido por el estruendo de las piedras en los barrios septentrionales, habrían podido creerse en. tiempo de paz. Heraclio preguntó a Balian por las razones de su éxito.

– En materia de sitios -explicó Balian-, no puede hablarse de un verdadero éxito hasta que el adversario se retira, lo que está lejos de ser el caso. Aunque también es cierto que hubiera podido esperarse lo peor, dado lo reducido de las fuerzas de que disponemos. Pero he tenido ocasión de comprobar por mí mismo el fervor de los cristianos que suben a las almenas. Rezan padrenuestros, cantan avemarias, que bien valen lo que las flechas enemigas, y dan más alegría a los corazones que daños provocan estas.

– ¿Y qué hay de Dios en todo esto? -preguntó Heraclio, con un punto de perversidad en la mirada.

– ¿Dios? Dios está de nuestra parte, ya que todavía estamos aquí. Sin su apoyo es evidente que la ciudad habría caído. ¿Será suficiente para permitirnos alcanzar la victoria? No lo sé. A menos que los refuerzos lleguen rápidamente, os confieso que no veo una salida favorable para la situación en que nos encontramos actualmente.

– ¿Qué necesitamos? -preguntó Heraclio.

– Un milagro -respondió Balian.

– ¿Y quién hace los milagros -intervino bruscamente Chátillon- sino las reliquias? Los hombres que hemos enviado en busca de la Vera Cruz… sarracenos, es verdad…, siguen sin volver. Temo que hayan sido vencidos por las amazonas. Tengo una solución que proponeros -dijo mirando a Heraclio- que no es peor que la que pensábamos ejecutar en otro tiempo…

– ¿En qué estáis pensando? -preguntó Balian.

– En salir, en hacer una carga de caballería con las tropas que nos quedan, ahora que aún tenemos medios para ello. ¡En causar la máxima destrucción entre las filas de estos demonios de piel color de arena y morir con la espada en la mano!

– Es demasiado arriesgado -señaló Balian-. Enviáis a una muerte cierta a muchos de nuestros valientes, que tal vez salvarían la vida si esperáramos los refuerzos o llegáramos a un trato con Saladino.

– ¡Cómo vamos a tratar con él! -tronó Chátillon-. ¡Ese hombre es un demonio, el diablo encarnado! ¡Asmodeo!

Reinaldo de Chátillon trató de levantarse pero volvió a caer pesadamente sobre su silla: las piernas seguían sin responderle. Entonces Kunar Sell se acercó y lo ayudó a ponerse en pie. Era un espectáculo muy curioso el de este hombre que hubiera debido morir más. de cien veces y que, sostenido por un templario con la frente tatuada con una cruz, pasaba por entre las sillas de los invitados de Heraclio para incitarlos a abrazar una muerte de la que siempre habían huido: el destino hacia el que él siempre había corrido y que una y otra vez lo había esquivado.

– ¡Hay que provocar a Dios! -gritó Chátillon-. ¡Obligarlo a elegir su campo! ¡Si no quiere defendernos cuando peleamos por su causa, pues bien, que muera con nosotros!

– No creo que se pueda obligar a Dios a nada -observó Balian secándose la boca con el borde del mantel-.Yo llamo a eso locura y nada más.

Un gran silencio se hizo en torno a la mesa, y cada uno de los invitados se concentró en la contemplación de los alimentos que tenía sobre el pan.

– A mí me parece, al contrario, que es una idea excelente -declaró Ridefort-. Si no lo hacemos, no somos dignos de ser hombres, y aún menos caballeros.

– Es justo lo contrario -objetó Balian-. Lo que nos proponéis no es más que un suicidio. No solo este proyecto es una locura, sino que es además estúpido y pretencioso.

Guiado por Kunar Sell, Chátillon se lanzó contra Balian y lo abofeteó con todas sus fuerzas. La cabeza del anciano salió despedida hacia atrás y el golpe lo hizo caer de la silla. Balian se incorporó penosamente, llevándose la mano a la mejilla dolorida. En torno a él, algunos invitados habían sacado la espada de la vaina para defenderlo y replicar a Chátillon, pero Balian los detuvo.

– Es inútil que hagamos correr más sangre cristiana de la que los mahometanos derramarán cuando entren en la ciudad… Por mi parte, ya no tengo nada que hacer aquí.

Dicho esto, abandonó la sala, seguido por Algabaler y Daltelar, que dejaron a disgusto una mesa cargada de vituallas que ellos mismos habían debido racionar.


Acabada la comida, Heraclio permaneció ensimismado en la contemplación de la fina cruz de oro con piedras engastadas que colgaba de su cuello.

– Vuestro proyecto es seductor -le dijo al cabo a Chátillon-, pero ¿no es un poco prematuro?

Durante el día, el patriarca había pasado a contemplar los tesoros del Santo Sepulcro y se había preguntado si no habría medio de salvarlos. ¿Qué ganaría resistiendo? Nada. ¿Podría salvar Jerusalén? No. ¿Su alma? Demasiado tarde. ¿Su tesoro? Sí, tal vez…

Partiría con Paques de Rivari, su compañera, y se dirigiría a Tiro, o a Italia. Podría incluso ser papa, si sabía maniobrar. Después de todo había conseguido que lo eligieran a él patriarca de Jerusalén -aun sin saber latín- en lugar de a Guillermo de Tiro. Manipular los corazones, hablar a la multitud, cortejar a las damas, ganarse su amor y conservarlo; eso sabía hacerlo bien. Igual que sabía envenenar. Las losas del cementerio podían dar testimonio de ello.

Lo que había querido, lo que soñaba, era ir un atardecer -a la hora en que los ladrillos de los tejados se enrojecen, cuando el sol abrasa con mil fuegos las agujas de las iglesias- a pasearse por las murallas de la ciudad con la Santa Cruz en la mano. ¡Oh, cómo les habría hablado a todos! ¡Cómo habría sabido conducirlos al combate, y cómo -estaba absolutamente convencido- habría sabido seducir hasta a los ángeles!

¡Su nombre habría resonado entonces por toda la eternidad, aureolado de una gloria junto a la cual la de Balduino no era nada!

¿No había oído hablar de ese milagro que había dado brillo a la primera expedición de los cruzados a Tierra Santa? Un tal Pedro Barthélemy había tenido una visión en la que san Andrés le decía dónde debía cavar para encontrar la Santa Lanza. Registrando el suelo de una antigua catedral, según las indicaciones, Barthélemy había descubierto un viejo hierro oxidado, que pronto fue bautizado como «el hierro de la Santa Lanza». A pesar de algunos escépticos, a los que habían convencido amenazándolos con la horca, los cruzados habían recuperado la moral y se habían lanzado al asalto de Antioquía y, luego, de los turcos concentrados en Kurboqa.

Cada vez la victoria había estado de su lado.

En realidad, Heraclio no sabía qué pensar de aquella historia. El mismo había dado, a cambio de mucho dinero, demasiados certificados de reliquias falsas para creer en todas aquellas habladurías. Pero qué importaba eso: el efecto sobre la multitud era innegable. Necesitaba la reliquia de la Vera Cruz, no para abrir la puerta de los infiernos, como deseaba Chátillon, sino para ganar a la multitud para su causa, ¡y entronizarse como jefe de la resistencia!

Un héroe.

– Chátillon -empezó con una voz que quería ser autoritaria-, ¿qué hicisteis con el relicario de la Santa Cruz que dejé en mi laboratorio la última vez que nos entrevistamos? No consigo encontrarlo… ¿Se lo habrá llevado al cielo un ángel?

– Monseñor -respondió Chátillon, que dudaba entre confesar o mentir-, no sé si debería explicároslo.

– Tal vez vos no lo sepáis, pero yo os lo diré: ¡hacedlo, y rápido!

Chátillon se sintió dominado por las dudas, que le impidieron hablar durante unos instantes. Wash el-Rafid, muy oportunamente, lo sacó de su indecisión interpelando a Heraclio.

– ¿Para qué la necesitáis? Sabéis que todo lo concerniente a este campo es de la incumbencia de Roma, de la que soy aquí el representante eminente.

– Para enardecer a la multitud -respondió Heraclio.

– Pero no se trata de la Vera Cruz -dijo Wash el-Rafid en tono dulzón.

– Nadie tiene por qué saberlo. La gente está acostumbrada, desde hace casi un siglo, a su atavío de oro y perlas. Me bastará mostrarlo, acompañado de cualquier madero. Esto nos permitirá ganar tiempo mientras esperamos los refuerzos. Quién sabe, tal vez incluso venzamos antes de que lleguen…

Chátillon, Ridefort y Wash el-Rafid intercambiaron una mirada.

– No queremos deber nuestra salvación a esa mentira -dijo Chátillon.

– Más vale mentir que morir -replicó Heraclio con irritación.

Chátillon miró a Kunar Sell y le dijo:

– Levántame. Llévame hasta Sang-dragon, ya no soporto seguir aquí.

– ¿Adonde vamos? -preguntó el que se había convertido en su escudero.

– Al Templo.

De este modo Chátillon comunicaba a Heraclio que lo abandonaba a su suerte e iba a reunirse con sus compañeros -los templarios blancos- en la explanada del Templo, al este de la ciudad.

– ¡Esperad! -protestó Heraclio-. ¡No podéis marcharos así!

El viejo patriarca estaba obligado a llegar a un arreglo con Chátillon. Sin él, no tenía hombres con experiencia de la guerra.

– ¿Qué me proponéis? -preguntó Reinaldo.

– ¿Qué deseáis?

– Las reliquias negras.

– Son vuestras.

Chátillon se volvió hacia Kunar Sell:

– Condúceme a mi cama, me quedo.

Kunar Sell lo sujetó por debajo de los brazos y se dispuso a llevarlo a su habitación. Al pasar ante Wash el-Rafid, que se mantenía impasible, con la ballesta en la mano, y como esperando una orden, Chátillon le susurró:

– Pon nuestro plan en ejecución. Creo que es lo mejor que podemos hacer.

Wash el-Rafid le obsequió con una reverencia exagerada, y pareció volar -más que correr- hacia la puerta del comedor. Durante mucho tiempo sus pasos resonaron en la escalera, que descendió para llegar a la calle y desaparecer.


Las reliquias negras no eran la Vera Cruz, pero a ojos de Chátillon tenían tanto valor como ella. A ojos de Ridefort también; al igual que a los de Wash el-Rafid, para quien no tenían precio.

Aquellas reliquias eran los instrumentos que habían servido para atormentar a Jesús el día de la Crucifixión. Formaban parte de ellas el Látigo y las Cañas con las que Jesús había sido flagelado, la Corona de Espinas y la Santa Lanza. En cierto modo, la Santa Cruz era la principal, pero las que Chátillon había reclamado a Heraclio eran las dos primeras: el Santo Látigo y las Santas Cañas.

Estas reliquias le conferirían un poder increíble: el de proceder a su humillación. Reinaldo de Chátillon temblaba de excitación ante la idea de interpelar a Dios a través de ellas y decirle: «¿Dejarás que tus peores enemigos te inflijan un mal que yo puedo evitarte? ¿Te obstinarás mucho tiempo más en no mostrarte? ¿Quieres que un Dios impío te dicte su ley? ¿Que conviertan tus iglesias en mezquitas? ¿Que decapiten a tus sacerdotes y violen a tus monjas?».


Poco después de la mitad de la noche, cuando acababan de tocar a maitines, Heraclio y Bernardo de Lydda entraron en el Santo Sepulcro llevando sobre unos cojines de seda roja las reliquias negras.

Un poco más de doscientas personas, todas vestidas de negro, esperaban en la nave como si asistieran a un entierro. Sacerdotes que habían colgado los hábitos, y también viejas monjas locas, beatos seniles, templarios blancos, algunos soldados, comerciantes ávidos o arruinados, curiosos, pervertidos, indecisos, perdidos, prostitutas acompañadas de sus clientes, ladrones de niños, desolladores, y todos los mendigos de la ciudad, calvos, contrahechos, tartamudos, ciegos, y desde luego los leprosos: toda la canalla, todos los perturbados y desgraciados de Jerusalén se habían reunido en el Santo Sepulcro respondiendo a la invitación de Heraclio de humillar las reliquias.

«¡Es demasiado bonito para ser verdad!», decían algunos, a los que no se había impuesto el silencio, sino que, al contrario, se había animado a hablar en voz bien alta. «Por fin voy a poder saldar cuentas», decía, riendo entre dientes, una vieja que se levantaba las faldas para mostrar que le faltaban las piernas, reemplazadas por muletas.

Se asistió entonces, entre gritos de «¡Aparece! ¡Sálvanos!», al más espantoso de los espectáculos. Reinaldo de Chátillon abrió la sombría ceremonia. Avanzando a caballo hacia el ónfalos, se acercó al altar donde se habían depositado las reliquias y, con un violento golpe de su espada, las hizo caer a las losas. Luego las aplastó bajo los cascos de Sang-dragon y dejó caer sobre ellas la sangre que goteaba de sus heridas; todavía en carne viva, que Sohrawardi se obstinaba, como a propósito, en curar mal. Un perro levantó la pata sobre las Cañas y mordisqueó el Látigo; tuvieron que sacárselo de la boca para que dejara algo a los demás. Siguieron las prostitutas, que se decían hijas de María Magdalena y reclamaban como compensación ser alojadas y alimentadas por la ciudad. Las mujeres se metían las Cañas y el Látigo en la vagina, hacían temblar con ellas el trasero de sus clientes y se iban después de comulgar; Heraclio les dio la absolución, bajo la forma de una hostia empapada en vino en el que su hijo y Paques de Rivari habían escupido.

Finalmente, cuando la oleada de gentes enloquecidas pareció calmarse y las reliquias ya habían quedado hechas trizas, el patriarca aulló:

– ¡Os pido que os detengáis!

Se elevaron protestas. Entonces los templarios blancos desenvainaron sus espadas, y Ridefort llegó incluso a hundir la suya en el vientre de una niña a la que su madre había llevado a contemplar el edificante espectáculo.

Se hizo el silencio.

– ¡Escuchadme! -continuó Heraclio, acercándose con su hijo a recoger lo que quedaba de las reliquias para volver a colocarlas sobre los pequeños cojines de seda roja-. ¡Señor! -dijo mirando fijamente la tumba de Jesús, situada justo frente a él, al otro lado del coro-. ¿Dejarás hacer a esos impíos que acampan ahí afuera, bajo nuestros muros? ¿Permitirás que te digan: «Alá es el más grande»?

El patriarca dedicaba mil caricias a las reliquias, las cubría de besos, las abrazaba y les hablaba como si fueran criaturas.

– ¿Dejarás que lo hagan?

– ¡Nooooo! -respondía la multitud chillando.

– ¿O bien, al contrario, es eso lo que deseas oír: «Alá es el más grande»?

– ¡Alá es el más grande! -repetían los fieles, algunos bromeando y otros en serio.

– ¡Alá es el más grande! -decía Heraclio deambulando bajo la nave, con los cojines levantados sobre su cabeza.

Allah Akbar! -aulló entonces Gerardo de Ridefort.

Allah Akbar! -repitió la grey.

Heraclio echó la cabeza hacia atrás en un rapto extático. Solo se le veía el blanco de los ojos, y de las comisuras de sus labios rezumaba un chorro de bilis negra.

La multitud seguía bramando con todas sus fuerzas:

Allah Akbar!

Reinaldo de Chátillon había conseguido un éxito que iba más allá de sus esperanzas. La muchedumbre invitada a comulgar en el aborrecimiento a Dios había respondido a su llamada, y se abandonaba ahora a unas manifestaciones de odio desencadenado que sin duda no dejarían insensible a Dios y lo harían reaccionar.

¡No podía ser de otro modo! Nunca se había visto una explosión semejante de delirio y de rabia. ¡Ah, si hubieran tenido la Vera Cruz! ¡Seguro que Jesús habría salido de su tumba para exterminarlos!

– ¡Amigos míos! -prosiguió Heraclio clavando en la multitud sus ojos desorbitados-. ¿Qué más podemos hacer? ¡Dios no quiere respondernos! ¡A nosotros, que lo amamos tanto! ¿Qué podemos hacer para probarle nuestro amor e incitarlo a que nos escuche?

– ¡Lancémoslas al infierno! -aulló Chátillon desde lo alto de su montura.

– ¡Al infierno! -gritó la multitud-. ¡Al infierno!

Heraclio advirtió de repente que la atmósfera cambiaba. A alguien que le preguntó si se encontraba bien, le contestó hipócritamente:

– ¡Hace calor!

A la vez excitado y asustado por el giro que tomaban los acontecimientos, Heraclio tuvo una duda: ¿no existía un riesgo en amenazar a Dios con el infierno?

¿Y dónde estaba el infierno? La tradición hierosolimitana ofrecía una respuesta a esta pregunta: no lejos de los subterráneos del antiguo Templo construido por el rey Salomón, que los templarios habían convertido en sus cuadras, capaces de albergar a más de dos mil caballos. Se accedía al lugar por galerías que formaban una red tan compleja que era difícil no perderse en ella. La leyenda afirmaba que los templarios habían escondido allí su tesoro, en una sala sin puertas, tan seguros estaban de que nunca nadie se aventuraría a entrar. Además, siguiendo determinados caminos cuya construcción se remontaba a tiempos inmemoriales -y no parecía ser obra de los hijos de Adán-, se llegaba a una gran gruta, en medio de la cual se encontraba una de las nueve puertas que conducían a los infiernos. De hecho, la puerta se situaba de forma muy exacta bajo la roca de la famosa Cúpula de la Roca, donde se decía que habitaban las almas de los que no habían podido alcanzar el paraíso pero no merecían ser condenados.

En efecto, nueve puertas permitían ir de la tierra a los infiernos, y una de ellas se encontraba en Jerusalén.

Hacia esta se precipitó, pues, la multitud -por más que en el fondo la mayoría desconociera su localización exacta-, bajo las miradas algo sorprendidas de Heraclio y Bernardo de Lydda. Heraclio estaba viviendo su sueño -aunque no fuera exactamente el que había acariciado- y se preguntaba cuándo despertaría. Y sobre todo se preguntaba si aquello no iba a transformarse en pesadilla porque la multitud había sustituido los gritos de «Lancémoslas al infierno» -a instigación de Chátillon, que lo había gritado el primero- por «¡Lancemos a Dios al infierno!».

Habían jugado a aborrecer a Dios y, al remedar este aborrecimiento, habían acabado por odiarlo de verdad.

Heraclio se estremeció, y tembló aún más al ver que su hijo y su compañera, Paques de Rivari, seguían también el cortejo, agitados por convulsiones. ¿Y dónde se habían metido los cojines de seda roja? Miró por todas partes, mientras la multitud se precipitaba a la calle, y los vio en manos de Kunar Sell y de Gerardo de Ridefort, que dirigían la ruidosa procesión como el flautista de Hamelín.

Heraclio no quiso abandonarlos. Con ellos se iba su sueño. Así pues, se arremangó el hábito y los siguió corriendo, primero por la calle de David y luego por la del Templo, que terminaba en las altas murallas de la explanada y el Muro de las Lamentaciones.

Heraclio jadeaba. Lo ahogaba la grasa. El clamor de la multitud hacía temblar las casas, cuyos postigos se abrían aquí y allá dejando ver una silueta que enseguida se retiraba de nuevo a la oscuridad. Era una visión horripilante la de aquella masa de gente en marcha hacia la explanada del Templo, pasando entre los cascotes y los muertos.

En el cruce de la calle de los Germanos se produjo un incidente. Una procesión de monjes y de monjas de la iglesia de Santa María de los Alemanes, que volvía de rodillas de un viacrucis efectuado para pedir clemencia a Dios, tropezó con la multitud enfurecida. Esta, para que todo alcanzara cumplimiento, violó a las mujeres y humilló a los hombres, antes de despedazarlos y devorar sus miembros. Fue una apoteosis. Aún debía haber otra, pero a esa no asistiría la multitud; Chátillon tenía otros planes para ella.

Al ver cómo los monjes eran despedazados, Heraclio ya no tuvo ninguna duda: ¡era el Apocalipsis!

Pensando en el oro que había ocultado y en los tesoros de la Iglesia, exclamó levantando un puño tembloroso:

– ¡Ya que os gusta tanto el infierno, id a disfrutarlo!

Y, abandonando a su hijo a su destino, cogió a su compañera por el brazo y salió corriendo, tan rápido como lo permitían sus cortas piernas, en dirección a la torre de David. Allá embalaría sus riquezas y haría preparar su carruaje.


La multitud se acercaba al puente que conducía a la Puerta Es pléndida de la explanada del Templo, cuando Reinaldo de Chátillon dijo a sus lugartenientes:

– ¡No carguemos con los pordioseros!

– ¡Podríamos hacerlos salir! -sugirió Kunar Sell.

– Por la Puerta de Saint-Étienne -precisó Ridefort.

– ¡Excelente! -dijo Chátillon, entusiasmado, espoleando a su montura mientras pensaba: «¡Menos gente a la que alimentar cuando sea el amo de la ciudad!».

En el momento en que el cortejo pasaba por la Puerta de Saint-Étienne, después de aniquilar a los guardias, Balian se inquietó.

– ¿Qué es este escándalo?

– ¡Son gentes conducidas por Ridefort y Chátillon, que van a combatir a los sarracenos! -respondió Algabaler.

– ¿Soldados? -preguntó Balian.

– No están armados -explicó Daltelar-. Pero tienen las manos llenas de sangre, y algunos la boca llena.

– Tafures -indicó Balian.

Y Daltelar añadió:

– ¡Santo Dios!

Los tafures eran supervivientes de los primeros cruzados, campesinos en su mayor parte, que en Constantinopla se habían unido a los jefes militares y combatían armados, en el mejor de los casos, con un bastón. Después se lanzaban sobre los cadáveres de sus víctimas para alimentarse con su carne. Muchos eran unos brutos medio locos. Los jefes de los cruzados los enviaban a la vanguardia para que el enemigo huyera o, sencillamente, los masacrara.

– Mi caballo y una bandera blanca -exclamó Balian vistiéndose-. ¡Voy a salir!

Los auxiliares se apresuraron a obedecer sus órdenes. Ensillaron su montura, le entregaron una bandera blanca, que era más bien un pañuelo sucio, y Balian abandonó, solo, Jerusalén por la poterna de Santa María Magdalena. A su izquierda, los penitentes, como si despertaran de una larga pesadilla, huían ante los jinetes mahometanos, que los aniquilaban sin piedad con sus sables. Uno de los jinetes sujetó a una prostituta por los cabellos, la decapitó y se llevó su cabeza a los labios para besarla luego. Algunos jóvenes, que todavía tenían fuerzas -y ánimo- suficientes, se precipitaron hacia la pesada Puerta de Saint-Étienne, pero la encontraron cerrada. Golpearon tanto y con tanta energía el portalón que hicieron agujeros que todavía hoy pueden verse. A continuación los sarracenos los aplastaron con un ariete, inmovilizándolos en espantosos bajorrelieves.

Balian apartó la mirada, asqueado, y agitó su trapo blanco al ver que una patrulla de mamelucos se aproximaba.

Había pensado que lo conducirían al norte de los arrabales de Jerusalén, pero la patrulla lo llevó al monte de los Olivos, donde Saladino había establecido su campamento.

El sultán se encontraba de un humor excelente, pues había recibido de Dios la señal que esperaba. Bajo la forma de su sobrino Taqi.

– Taqi, Taqi -decía acariciando las mejillas de su sobrino-. ¡Ni siquiera los océanos tienen más agua que la que derramarían mis ojos si debiera llorar de alegría, tan feliz me siento de volver a verte!

Taqi, Morgennes y la Vera Cruz habían llegado al comenzar el día. La primera decisión que había tomado Taqi, al ver el campamento de Saladino, había sido hacerlo cambiar de posición.

– Tío, deberíais instalaros en la cima del monte de los Olivos. Desde allí dominaréis la ciudad. Pensad, además, en cómo complacerá a Dios que toméis en primer lugar los dos edificios más caros a su corazón: la mezquita al-Aqsa y Qubbat al-Sakhra, la Cúpula de la Roca.

– Tienes mil veces razón -respondió Saladino-.Verdaderamente Dios te ha enviado para abrirme los ojos. No quiero que vuelvas a alejarte. ¡Eres como un hijo para mí!

Cuando el jeque de los muhalliq, Náyif ibn Adid, le había explicado cómo había sido destruido el oasis de las Cenobitas, que había desaparecido en una nube de arena tragándose al ejército de los maraykhát, Saladino había creído que Taqi había muerto, y Casiopea con él.

Al verlos llegar, su corazón había reencontrado la alegría, y su boca la sonrisa. Morgennes y Simón, en cambio, no podían decir lo mismo. Desde que estaba con su tío, Taqi los tenía un poco olvidados. Además, les estaba prohibido el acceso a la ciudad. Morgennes había tenido que ocultar a Crucífera y, en cuanto a la Vera Cruz, «Cada cosa a su tiempo», había dicho Saladino, centrado solo en la alegría de haber vuelto a encontrar a su sobrina y a su sobrino. Como buen táctico, Taqi había indicado a su tío el emplazamiento ideal para las catapultas: los huertos de Getsemaní. Al saberlo, Simón lloró amargamente y preguntó a Morgennes: -¿Creéis que hemos hecho todo esto en vano? ¿Qué esperanzas tenemos de salvar a Jerusalén y de llevar a sus habitantes la Vera Cruz?

– Pero ¿qué dices? -se sorprendió Morgennes-. Sabes muy bien que la Vera Cruz no es la que sostienes.

– Me ordenasteis que no dijera nada sobre eso.

– En efecto, pero conmigo no es lo mismo. Mira las fuerzas de Saladino: ¿crees que la ciudad será capaz de resistir?

– No. No sin la ayuda de Dios.

– ¿Y crees que El se la prestará?

– No lo sé -repuso Simón con un suspiro.

Morgennes lo miró, bajando la cabeza para ocultar una sonrisa. Simón había aprendido, por fin, lo que era la duda, la modestia. ¡No todo estaba perdido!

– Veré lo que puedo hacer -anunció Morgennes alejándose.

– ¿Adonde vais?

– A ver a Saladino.


Morgennes encontró a Saladino en compañía de Ernoul, Taqi, Balian, el cadí Ibn Abi Asrun, que se estremeció al verlo entrar, y Abu Shama, que recogía por escrito, con ayuda de un cálamo, todo lo que decía el sultán.

Balian había ido a negociar la rendición de la ciudad.

– Sultán, te conjuro a que nos salves -suplicó-.Te costará muy poco y te dará mucho.

– ¡No! -replicó Saladino-. Me he prometido, animado por un espíritu de equidad y para que no pueda decirse que solo los cristianos son unos locos, que tomaré la ciudad del mismo modo que ellos lo hicieron: matando a todos sus habitantes y provocando tal baño de sangre que esta llegará hasta las rodillas de mis soldados.

En efecto, las crónicas cristianas -como la de Raimundo de Ágiles- explicaban lo que todos tenían aún en la memoria, el modo como los primeros cruzados se habían apoderado de Jerusalén: «Se vieron cosas admirables… En las calles y en las plazas de la ciudad se veían montones de cabezas, manos y pies. Los hombres y los jinetes se movían en todas partes en medio de los cadáveres… En el Templo y en el Pórtico se cabalgaba en la sangre, que alcanzaba hasta la rodilla del jinete y la brida del caballo… Justo y admirable juicio de Dios que quiso que este lugar recibiera la sangre misma de aquellos cuyas blasfemias lo habían mancillado durante tanto tiempo».

Saladino había prometido a Abu Shama que un día podría escribir lo mismo desde el punto de vista de los mahometanos.

– Aunque comprenda tu cólera, Espada del Islam, permíteme, sin embargo -prosiguió Balian-, qué te recuerde dos cosas: la primera es tu grandeza, que no tiene igual. No permitas que se extravíe, no dejes que digan de ti lo que ni siquiera nosotros, tus enemigos, diremos nunca ni dejaremos nunca que se diga. La segunda es la tenacidad de los habitantes de Jerusalén. No creas que son tan diferentes de los francos, que en otro tiempo la tomaron. Si quieres hacernos la guerra, haremos como los judíos en Masada: mataremos a nuestras mujeres y nuestros hijos, y luego nos degollaremos unos a otros. Pero no creas que empezaremos por eso. Antes derribaremos cada piedra de las mezquitas de la ciudad, la de al-Aqsa, la Cúpula de la Roca, y lanzaremos ante vuestros ojos desde lo alto de las murallas a todos nuestros prisioneros: a los mahometanos que residen en Jerusalén, algunos de los cuales son muy piadosos. Sálvanos y los salvaremos.

Balian había discurrido tan bien que Saladino se frotó la barba y respondió:

– Balian II de Ibelin, has hablado y te he escuchado. Te pido un día de reflexión. Mañana por la noche, en la hora del Magreb, te daré a conocer mi decisión. Por el momento, vuélvete en paz.

Balian se levantó, saludó al sultán y se dirigió hacia la salida de la tienda. En ese momento, Morgennes interpeló a Saladino.

– Un instante, Espada del Islam.

– ¿Sí?

– ¿Puedo pedirte un favor?

– Olvidas que eres tú quien me debe uno -replicó Saladino.

– No creas que lo olvido, y en su momento saldaré mi deuda. Pero me gustaría entrar en la ciudad con Balian de Ibelin, acompañado de Ernoul, de Simón y de la Vera Cruz.

– No, Morgennes, no -respondió Saladino riendo de buena gana-.Tal vez sea generoso, pero mi bolsa no es grande hasta ese punto. Queda excluido por completo que un guerrero como tú, entre en la ciudad… En contrapartida, con un inmenso placer dejaré que entre la Vera Cruz, ¡para que todos vean que vuestro Dios os ha abandonado y que no hay otro Dios sino Alá!

Así el plan de Morgennes solo se cumplió a medias, y Balian pudo volver a Jerusalén con Ernoul y la Vera Cruz.

– Gracias -dijo Balian al recibir la Vera Cruz de manos de Morgennes-Vale más que todos los ejércitos de los reyes de Francia y de Inglaterra. Y, si Dios nos ama todavía, tal vez nos conceda la gracia de enviarnos algunos milagros…

– Eso espero -dijo Morgennes, estrechando las manos de Balian-. Sinceramente.

Y lo vio partir hacia la poterna de Santa María Magdalena, con Ernoul llevando en sus brazos la cruz truncada. Al verlos cabalgar así a los dos en la noche, hacia Jerusalén, Morgennes se dijo que sin duda debía de haber una parcela de verdad en aquella cruz. Luego volvió, a su vez, hacia la tienda de Saladino, donde el sultán iba a dar una cena en honor de Taqi.

Por todas partes, en el campamento, corría el rumor de que aquella noche, como después de la victoria de Hattin, Casiopea bailaría.

Cuando Morgennes quiso entrar en la tienda del sultán, los mamelucos le impidieron el paso.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Morgennes, sorprendido.

Pero los mamelucos no le respondieron, lo que despertó en él penosos recuerdos.

Se reunió entonces con Simón, que hablaba tranquilamente con Masada y Rufino, bajo las miradas curiosas de los servidores de los maganeles de Saladino.

Morgennes se sentó bajo un olivo y contempló el cielo. En ese instante, una decena de palomas volaron hacia el horizonte y desaparecieron en el poniente, ensombrecido por grandes nubes. Aquella noche le recordaba la de su huida, tres meses antes. Una colina, una ladera, la luna, las estrellas. El paisaje era más o menos el mismo, salvo que ya no tenía nada de que huir. Su misión había terminado. Roma recibiría la Vera Cruz; Jerusalén también tendría la suya, mientras los refuerzos llegaban.

Quedaba únicamente su deuda con Saladino.

Y luego tendría que elegir su destino: volver a Francia con Casiopea y retomar los hilos del pasado, o aislarse en un monasterio conforme a la sentencia del tribunal de penitencia de los hospitalarios. «A menos que Alexis de Beaujeu me libre de ella», pensó Morgennes.

De pronto un hombre de negro se acercó.

– Saladino te reclama.

El hombre, con un atavío tan oscuro que la luz se perdía en sus pliegues, no era sino Taqi, que se había cambiado de ropa.

– Te veo muy bien vestido, Taqi. ¿Puedo saber en honor de quién?

– Vuelvo al combate.

– Creía que Saladino no atacaba.

– La situación es diferente. Y, además, ¿quién ha dicho que mi tío conducirá el asalto?

– Si él no conduce el asalto, ¿quién lo hará?

– Tú -respondió Taqi.

Morgennes lo miró, sorprendido.

– Sígueme -prosiguió Taqi, dirigiéndose hacia la tienda del sultán-. Por fin ha llegado la hora de pagar tu deuda.

25

Pues quien quisiere salvar su vida la perderá, mas quien perdiere su vida a causa mía la encontrará.

Mateo, XVI, 25


– No me pedís sino que os dé la ciudad -dijo Morgennes.

– No -respondió Saladino-, te pido solamente que me traigas de vuelta a mi hijo, y te ofrezco también una oportunidad de salvar a los tuyos. Encuentra a mi hijo y yo perdonaré a los hierosolimitanos. Si no lo haces, los aniquilaré a todos.

Morgennes observó con aire grave al sultán. Saladino estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una alfombra de seda persa y lo contemplaba con una mirada penetrante, casi inmóvil. Sin los dos finos hilillos de lágrimas que brillaban en sus mejillas, Saladino hubiera podido ser de piedra. Tenía la tez gris, los miembros rígidos, y hablaba apenas lo necesario.

Había envejecido veinte años.

De hecho, hasta aquel instante había sido el cadí Ibn Abi Asrun quien había hablado por él, o a veces Abu Shama, su consejero.

El propio Saladino no había podido decir palabra. Sobre su cara bailaba la luz de las velas, que se consumían en silencio y difundían una suave luz dorada. El aire se llenaba de vapores aromáticos que se elevaban de incensarios de oro.

– ¿Podríais, os lo ruego, repetirme los hechos y explicármelos en detalle?

El cadí Ibn Abi Asrun estudió a Morgennes, buscando, sin duda, lo que había permitido a este hombre sobrevivir a tal sucesión de golpes de la fortuna. Escrutó el pliegue de sus párpados cuando reflexionaba, las arrugas de su frente, la forma en que se separaban sus labios para hablar o el modo como sus mejillas acompañaban a la sonrisa, a la aflicción.

– Cuando nos disponíamos a iniciar el festejo -empezó Ibn Abi Asrun-, el sultán (la paz sea con él) se preocupó por la ausencia de su hijo (la paz sea también con él). No lo habían visto desde el final del día, justo después de la oración del crepúsculo. Una escolta que se envió a su tienda volvió sin haberlo encontrado, y señaló solo la presencia de dos tortas de trigo colocadas sobre su almohada y una nota; aquí la tenéis.

El cadí se inclinó y tendió a Morgennes un fino rollo de pergamino. Morgennes lo desenrolló y leyó: «Que tu ejército se retire de Jerusalén antes de la oración de As Soubh, o al-Afdal morirá. Que tus hombres no causen ningún mal a ninguno de los mil magos, o al-Afdal morirá». El mensaje era claro y no necesitaba comentario. La oración de As Soubh tenía lugar al alba. Quedaba, pues, poco tiempo para encontrar a al-Afdal. Unas horas como máximo.

– ¿No está firmado? -preguntó Morgennes.

– Las tortas de trigo candeal, colocadas justo al lado, son el sello de quien nos lo ha enviado. Pero, con tales reivindicaciones, hubiera podido prescindir de él.

Morgennes miró a Saladino, intrigado.

– Sohrawardi. Los asesinos… Ya no pueden atacarme a mí, de modo que atacan a mi hijo… -dijo el sultán con un suspiro-. Sin embargo, debería alegrarme -continuó, esforzándose por sonreír-. De aquí a poco tiempo, al-Afdal alcanzará el paraíso. ¿Qué podría esperar mejor que eso?

– ¿No levantaréis el sitio? -preguntó Morgennes.

– Aunque tuviera que perder a mis otros tres hijos, tomaría Jerusalén. Por eso tu acción no cambiará nada… Puedes ir con el corazón en paz. La ciudad caerá, está escrito. Ni siquiera yo podría cambiarlo. En cuanto a los mil magos de El Cairo, morirán hoy mismo.

Había pronunciado la sentencia en un tono de absoluta calma.

– Pero yo preferiría -prosiguió Saladino- tomarla y no perder a al-Afdal. De manera que me plegaré a lo que está escrito en el mensaje. Daré orden a las tropas de batirse en retirada. Mientras tanto, tú irás a la ciudad, discretamente, para buscar a mi hijo. Eres un cristiano. Nadie desconfiará de ti…

– ¿Qué interés tienen los asesinos en impedir que toméis Jerusalén?

– Perjudicarme, eso es todo. Volver a tomar la ciudad a los cristianos para devolverla a Dios ha sido el proyecto de mi vida. Sinan no quiere que puedan decir: «Ha triunfado allí donde los nizaritas fracasaron». Además, imagino que tiene otros proyectos… Si es que es él el responsable.

Morgennes miró al sultán, preguntándose si calibraba la dificultad de la tarea. Por otra parte, ¿de qué manera podían asegurarse de que al-Afdal estaba realmente en Jerusalén y no en otro lugar?

El cadí Ibn Abi Asrun habló con voz lenta, resaltando cada una de las palabras para hacerse entender bien.

– Seguramente os preguntáis cómo es posible que estemos al corriente de que al-Afdal se encuentra en Jerusalén. De hecho, solo es una suposición. Pero, después de su desaparición, mis hombres y los del Yazak realizaron las correspondientes investigaciones. Así pudimos ver que Sohrawardi faltaba a la llamada, al igual que algunos mamelucos… entre ellos los que lo vigilaban, incluido el propio hijo de Tughril. Por otro lado, ya resulta pesado ver que los mamelucos siguen rebelándose. Deberían comprender que eso no tiene salida… Finalmente, sus huellas…

– … se dirigían directamente hacia la muralla, al oriente de la ciudad -lo interrumpió Taqi-. No tuvimos ninguna dificultad en seguirlas: somos exploradores habituados a acosar a los peores depredadores en los terrenos más difíciles. Encontrarlos fue un juego de niños; más aún porque no hacían demasiado por esconderse y porque Sohrawardi sembraba unos efluvios… ¿cómo decirlo?…

– Imposibles de ocultar… -concluyó Morgennes.

– En efecto. Por otra parte, después de su partida, el campamento parecía aliviado. No me atrevo a imaginar cómo deben de estar ahora esos pobres hierosolimitanos.

– Tal vez se trate de una pista falsa -observó Morgennes.

– Si ese es el caso, mi hijo está muerto -replicó Saladino.

Morgennes se levantó, se frotó las rodillas doloridas, se llevó la mano al corazón y se inclinó para declarar:

– Encontraré a vuestro hijo.

– Voy contigo -propuso Taqi.

– No -dijo Morgennes-. Podrías descubrirnos. En cambio, no hay inconveniente en que venga Simón.

– ¿Y Casiopea? -inquirió Taqi.

– Se queda contigo. Sobre todo, que no haga nada…

– Es como pedirle al khamsin que no sople…

– Iré a convencerla yo mismo. Quiero saludarla, al igual que a Masada, antes de irme. Id a buscar a Simón y conducidnos a las puertas de la ciudad. Conozco una poterna no lejos de la tumba de la Virgen…

– No hace falta -lo cortó Taqi-. Nosotros te haremos entrar por un camino que nadie más conoce y que descubrimos por azar haciendo trabajos de zapa junto a las murallas. Allá esperaremos tu retorno. Y si mañana por la mañana no has vuelto…

– Os lanzaréis al asalto; lo he comprendido.

De hecho, aquello no era del todo exacto, ya que el acuerdo propuesto por Balian de Ibelin estipulaba que la ciudad aceptaba rendirse si Saladino renunciaba a saquearla. El sultán había pedido a Balian un día de reflexión, pero en realidad su decisión ya estaba tomada: si le devolvían a su hijo vivo, aceptaría las condiciones de los cristianos. Así salvaría muchas vidas, de infieles y de mahometanos. Solo faltaba que Balian convenciera a Heraclio y a los burgueses para que aceptaran las exigencias de Saladino: se hablaba de un rescate de diez dinares por cada hombre, de cinco por cada mujer y de uno por cada niño.


– ¡Avanza y calla!

Un violento puntapié lanzó al suelo a al-Afdal, que se arañó las manos al caer.

El hijo menor de Saladino se levantó sin un grito, una vez más, rabiando por dentro. No había pronunciado una palabra desde que lo habían secuestrado, y se había prometido no decir nada a sus raptores. Nunca.

Arguyendo que iba a llevarlo junto a su padre, Malek -el hijo de Tughril- había ido a buscarlo con otro mameluco de su compañía. Después los dos hombres lo habían golpeado a traición, lo habían dejado inconsciente y lo habían transportado, en una caja para municiones, hacia la parte trasera del campamento. Allí lo habían atado, amordazado y revestido con el hijab, para disfrazarlo de mujer. Luego había caminado ya no sabía cuánto tiempo, en medio de un olor fétido reconocible entre mil: el de Sohrawardi.

El viejo ciego se expresaba haciendo rechinar los dientes, lo que exasperaba a al-Afdal. El discurso del mago era parecido a los chirridos de los insectos: le revolvía el estómago.

A este respecto, al-Afdal esperaba que las hienas estuvieran muy hambrientas cuando las lanzaran entre las filas de los magos retenidos como rehenes en El Cairo. En aquellos momentos, las palomas mensajeras ya debían de haber partido hacia la capital, llevando bajo su vientre la orden de aniquilarlos. Sohrawardi estaba completamente loco.

Después de haber caminado mucho tiempo en medio de la noche, al-Afdal sintió que el terreno cambiaba bajo sus pies. De mullido, se fue convirtiendo en cada vez más duro. Estaban en unos subterráneos. Los sonidos resonaban de un modo diferente, el aire no tenía la misma textura, el espacio vibraba a su alrededor devolviendo ecos misteriosos. A veces oía un ruido extraño, venido de un lugar situado más abajo, en las entrañas de la tierra: como el sonido de una flauta de Pan o de otro instrumento. Tuvo la sensación de que debía de ser muy antiguo, y se preguntó si los otros lo habían oído. ¿Adonde lo llevaban? Tratando de mirar por entre las mallas de la rejilla que le tapaba la cara, al-Afdal distinguió sobre los muros semblantes monstruosos. Muchos expresaban sufrimiento, remordimientos. Solo los ojos parecían humanos; el resto estaba deformado, torturado. En la agonía.

Por el ruido de los pasos y las conversaciones, al-Afdal calculó que había tres o cuatro soldados, no más. Como de costumbre, los mamelucos que se rebelaban eran pocos para poder llevar a cabo un auténtico golpe de Estado. Algún día, tal vez… De momento, dos de ellos debían de guiar a Sohrawardi. El otro, o los otros, se encargaban de vigilarlo. No era mucho, y al-Afdal se preguntó si debía alegrarse o, al contrario, ofenderse.

«Si consigo escabullirme -pensó-, tendré una oportunidad de escapar…»

El problema eran aquellas ropas, que le impedían correr, y sus ligaduras, que le sujetaban las manos. Llegaron a un cruce y los mamelucos se detuvieron. Parecían perdidos.

– ¿Y bien? -chilló Sohrawardi-. ¿No hay nadie?

– No, señoría -respondió Malek-. Nadie todavía. ¿Hay que esperar?

– Vosotros dos, id a ver por allá si Chátillon ha llegado…

Al-Afdal oyó cómo dos hombres se alejaban y sus pasos se perdían en un dédalo de galerías. Entonces, en un arranque de valor, se lanzó como mejor pudo contra el guardia que quedaba para tratar de derribarlo. Sorprendido, el mameluco se tambaleó hacia atrás y soltó la antorcha, cuyo resplandor rojizo vaciló, sumergiéndolos en la oscuridad.

Sohrawardi lanzó un gruñido y el mameluco se levantó. El hombre trató de sujetar a al-Afdal, pero este ya había salido disparado. El niño había huido por una galería que había distinguido un poco antes, dejando su suerte en manos de Alá. Corriendo tan deprisa como podía, al-Afdal siguió con el hombro una pared que lo hizo girar varias veces, conduciéndolo lejos de sus perseguidores, cuyos pasos se perdían tras él. Agotado, asustado, se detuvo un momento para recuperar el aliento, y luego volvió a seguir adelante, a ciegas, en otra dirección. En aquel momento el suelo desapareció bajo sus pies y al-Afdal se deslizó en una noche más negra que la precedente.


Morgennes y Taqi se separaron a la entrada de las minas cavadas por los zapadores bajo las murallas, al este de Jerusalén. Por encima de, ellos se elevaban las altas formas de la Puerta Dorada, que daba, hacia el interior, a la explanada del Templo, al que Taqi llamaba el Haram al-Sharif. Por allí entraría un día el Mesías esperado por los judíos, algo que parecía absurdo, dado que la venida de Cristo ya había tenido lugar. En cualquier caso, la puerta permanecía habitualmente cerrada, ya que solo daba a un barranco; durante el día los zapadores de Saladino se habían esforzado en profundizar aún más el barranco con el fin de que las murallas acabaran por derrumbarse en él.

A una palabra de Taqi, prenderían fuego a los numerosos toneles de azufre y de salitre colocados en puntos estratégicos bajo los cimientos. La estratagema, si daba resultado, permitiría abrir la ciudad al este y ofrecería una vía de acceso a las tropas de Saladino, ya que los hombres podrían pasar sobre los restos de las murallas, que habrían rellenado la hondonada situada por debajo.

– Espera que volvamos antes de hacerlo saltar todo -propuso Morgennes.

Taqi rió de buena gana.

– ¡La paz sea contigo, hermano! ¡Espero que triunfes en tu expedición!

– Gracias, hermano.

Los dos amigos se despidieron con un abrazo, y a continuación Morgennes y Simón penetraron bajo la ciudad. A la entrada de la mina, dos guardias muertos mientras patrullaban daban testimonio del reciente paso de los mamelucos de Sohrawardi. Taqi y los suyos los habían colocado uno junto a otro contra la pared de la galería cavada en el subsuelo de Jerusalén, que sería su tumba.

Simón tenía en las manos la cabeza de Rufino, que, al enterarse de sus proyectos, había insistido en acompañarlos: «¡Yo séeee adóooonde van los subterráaaaneos que han encontraaaado!».

En efecto, mientras los zapadores cavaban trincheras profundas y las apuntalaban con contrafuertes a los que prenderían fuego llegado el momento, habían sacado a la luz corredores muy antiguos con las paredes decoradas con dibujos de épocas remotas. Muchos parecían bastante anteriores a la venida de Cristo e ilustraban escenas en las que los héroes eran dioses antiguos: hipopótamos con manos humanas llevando antorchas, enanos con crines a modo de cabellos, mujeres dotadas de brazos en forma de serpientes, caballos sin cabeza de pie sobre dos patas, cabras cuyas ubres habían sido reemplazadas por manos, esfinges que sonreían burlonamente… A su vista, los zapadores se habían apresurado a besar la mano de Fátima que llevaban en un medallón colgado al cuello y habían vuelto a salir manteniendo la máxima reverencia, es decir, a toda velocidad.

– ¡Los subterráaaaneos de Mooooria no tienen secreeeeetos para mí! -añadió Rufino.

Moria. Así se llamaba la colina sobre la que habían construido la Cúpula de la Roca y, hacía mucho tiempo, el Templo del rey Salomón, donde ahora vivían los templarios. La leyenda decía que allí habían descubierto los más sagrados tesoros de la humanidad, entre ellos el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley. Se afirmaba también que el monte estaba recorrido por centenares de pozos y galerías que se entrecruzaban a distintos niveles, de manera que se necesitaban hasta siete días para atravesarlo de lado a lado, y una vida entera apenas era suficiente para penetrar sus misterios.

– Es el mejooor meeedio de entrar en la ciudaaaad, síiii -farfulló Rufino-. Pero es tambiéeen el más peligrooooso, seguuuuro… Está lleno de traaaampas. Poooozos sin foooondo, estaaacas envenenaaaadas, malefiiiicios, tooooda claaase de cooosas maaaalas…

Ya se marchaban, cuando Masada se acercó cojeando a Morgennes. Tenía un regalo para él.

– Es un mechón de pelos de Carabas que había guardado… Espero que te traiga suerte -dijo con una voz impregnada de tristeza.

Simón saludó a Masada de lejos, mientras Morgennes cogía el mechón de pelos y lo metía en su limosnera.

– Gracias, Masada.

De forma absolutamente inesperada, Morgennes apretó al hombrecillo contra su pecho, y añadió:

– Me traicionaste, hiciste muchas cosas innobles, pero hoy ya has pagado… Ve en paz, si puedes…

Luego se fue. Masada miró cómo se alejaba, con los ojos llenos de lágrimas. Entonces ejecutó un gesto irreprimible, del que no fue consciente en el mismo momento: la señal de la cruz.


– No comprendo qué le ha pasado por la cabeza a Heraclio… -dijo Ridefort.

– Sus sueños de gloria -respondió Chátillon-. Pero, como siempre ocurre en su caso, su cobardía ha acabado por imponerse. En fin, ahora tenemos la Vera Cruz, y eso es lo esencial. Recordadme que se lo agradezca a Morgennes.

En efecto, a su lado, Kunar Sell sostenía en sus brazos la Vera Cruz, o al menos la que Morgennes había entregado a Balian de Ibelin.

Poco después de haber entrado en la ciudad, y a pesar de la hora tardía, Balian había convocado inmediatamente a los principales notables de Jerusalén, y entre ellos a Heraclio y Chátillon. Al ver la Santa Cruz en los brazos de Ernoul, Heraclio había palidecido de envidia: ¡el objeto que tanto había ansiado, que tanto había buscado, se encontraba en manos de otro! Y, lo que era peor aún, ¡en manos de un hombre que nunca había soñado en nada mejor que ser un escudero durante toda su vida!

El patriarca se las había compuesto para que Balian aceptara finalmente entregarle la Vera Cruz, para restituirla a su lugar de origen: el Santo Sepulcro.

– ¡Esa es su casa! ¡La única, la verdadera! -había exclamado Heraclio con voz chillona.

Así todos los hierosolimitanos podrían contemplarla y saber que Dios no los había abandonado completamente.

– Yo me encargo de escoltarla hasta allí -había propuesto Chátillon-. ¡Mis hombres son los más indicados para eso, podéis confiar en nosotros!

Heraclio no se había atrevido a protestar y había dejado que Chátillon se apoderara de la Santa Cruz. Luego, cansado, sintiendo que de todos modos Dios se había apartado de él, había vuelto a sus preocupaciones iniciales: organizar su huida. Ahora que se sabía que muy probablemente Saladino los dejaría abandonar la ciudad con vida, ya era solo una cuestión de horas, y de dinero.

«¡Al menos -pensaba Heraclio-, estaré lejos cuando ese loco de Chátillon vaya a despertar a los infiernos!»

Pero en aquello se equivocaba. El «loco» iba a poner en ejecución su plan inmediatamente.


Una sonrisa socarrona se dibujó en los labios de Reinaldo de Chátillon, que se hundía en las entrañas del monte Moría con ayuda de un montacargas accionado por una rueda inmensa que hacían girar cuatro de sus hombres. Chátillon iba acompañado por Gerardo de Ridefort, Bernardo de Lydda, Wash el-Rafid, dos ballesteros y seis templarios blancos, entre ellos Kunar Sell. Así pues, eran doce los hombres que realizaban este viaje a lo más profundo de los subterráneos de la colina, desde donde ascenderían, en compañía de al-Afdal, hacia la Cúpula de la Roca. Allí, sobre la piedra donde Dios había detenido el brazo de Abraham antes de que sacrificara a su hijo, degollaría la posesión más preciosa de la Espada del Islam. Y, si Dios no apreciaba aquel gesto, haría algo peor un poco más abajo, en otros subterráneos.

Chátillon los había recorrido varias veces, en compañía de Heraclio, de sus hijos y de Gerardo de Ridefort. Bernardo de Lydda aprovechó la ocasión para explicar:

– Las iglesias, las mezquitas construidas en la superficie de la explanada, solo son reedificaciones de templos más antiguos aún, donde se rezaba a dioses hoy olvidados. Es sorprendente ver hasta qué punto nuestros edificios religiosos se comunican entre sí por pasajes secretos, anteriores a ellos… y no posteriores, contrariamente a lo que se cree. Por ejemplo, un corredor permite ir desde el subsuelo de la Cúpula de la Roca al del Templo del rey Salomón, donde se encuentran los templarios. Otro une, según dicen, el Santo Sepulcro con la mezquita de Omar… ¿No resulta divertido pensar que en el Santo Sepulcro una roca lleva la huella del Hijo de Dios, mientras que bajo la Cúpula de la Roca otra lleva, vaciada, la huella del pie del enviado de Alá? En cierto modo, Nuestro Señor Jesucristo y el Profeta son los dos pilares en los que se apoya Dios…

Wash el-Rafid sonrió y, acariciando las palancas de su ballesta, siempre cargada, repuso:

– Tal vez tenga dos piernas, pero hay un solo Dios. Nosotros lo vemos con nuestros pobres ojos humanos. De modo que forzosamente tenemos de El una visión múltiple. Pero Dios es único, solo hay un Dios…

– Hablas como un mahometano -lo interrumpió Chátillon.

El-Rafid no respondió, se contentó con mirar fijamente a Chátillon, que le desafiaba también con la mirada. Ninguno de los dos había bajado jamás los ojos ante nadie. Y no iban a empezar ahora.

Los pedernales habían cumplido su función y habían permitido encender tres antorchas, que lanzaban contra las paredes del pozo una luz tenue, demasiado fría para calentarlo. Su descenso a las profundidades del monte Moria se efectuó en un silencio solo interrumpido por la respiración ronca de los hombres y los ruidos de las cuerdas y las poleas, que trabajaban para hacerlos progresar lentamente en el interior de una tumba cada vez más negra. Poco a poco se extinguieron todos los sonidos, con excepción de una sorda pulsación que seguía dejándose oír. Un latido que palpitaba en sus oídos como si procediera de ellos mismos.


De vuelta al campamento de Saladino, Taqi se dispuso a buscar a Casiopea. Escrutó el cielo con la esperanza de descubrir a su halcón, pero solo se veían grandes nubes que se acumulaban en la oscuridad y hacían el aire húmedo y pesado, cargado de cólera. Las tormentas del fin del rajab se acercaban. Con un puñado de hombres del Yazak, Taqi fue de hoguera en hoguera preguntando a los soldados si habían visto a una joven acompañada de un halcón. Pero las únicas mujeres a las que habían visto eran prostitutas que seguían a los ejércitos en campaña; contaban con las guerras para ganar un poco de dinero. Ni rastro de Casiopea.

Al divisar a Yahyah, que conversaba con Dahrán ibn Uwád, el joven jeque de los kharsa, a quien narraba enfáticamente sus aventuras, Taqi le preguntó:

– Perdona que interrumpa un relato tan fantástico, pero ¿no sabrás por casualidad dónde se encuentra Casiopea?

Por toda respuesta Yahyah abrió los brazos con expresión algo avergonzada. Taqi señaló entonces a la perrita amarilla, que roía una costilla de cordero.

– ¿Crees que Babucha sabría encontrarla?

– Desde luego -dijo Yahyah-. Si no está demasiado lejos, y si tenemos alguna prenda que hacerle olfatear.

Taqi condujo a Babucha y a Yahyah hacia el lugar donde acampaban los zakrad, mientras los kharsa, inquietos por la desaparición de Casiopea, registraban el campamento y los alrededores. Entre los zakrad, Matlaq ibn Fayhán, el Señor de los Pájaros en persona, dedicó una calurosa acogida al sobrino de Saladino y lo guió personalmente hasta la tienda que ocupaba Casiopea cuando les hacía el honor de visitarlos. A su llegada, el pavo real huyó piando de indignación. Taqi y Yahyah revolvieron una colección de briales, vestidos y calzas hasta escoger una camisa de seda negra a la que Casiopea era muy aficionada.

Babucha olisqueó el tejido moviendo la cola, sin comprender lo que le pedían: «¡Busca! ¡Busca a Casiopea! ¡Busca!».

El pobre animalito no había sido entrenado para aquello, y giraba en círculo por la habitación con aire inquieto, las orejas bajas y la cola entre las piernas, sin saber lo que esperaban de él con tanta impaciencia.

Taqi miraba alrededor, receloso. Al distinguir el biombo tras el que se vestía Casiopea, pasó al otro lado y allí encontró las ropas que había llevado durante el día. En cambio, el maniquí sobre el que acostumbraba colocar su armadura estaba vacío. ¡Casiopea se había vestido para ir al combate!

– ¡Es incorregible! -refunfuñó Taqi.

El sobrino de Saladino salió precipitadamente de la tienda y contempló el cielo de Jerusalén, y en concreto el de Haram al-Sharif, la explanada del Templo. Entonces le pareció distinguir una minúscula mancha de sombra que oscilaba por encima de Qubbat al-Sakhra y parecía arrastrar hacia allí un espeso sudario de nubes de tormenta.

– ¡Esta mujer es la peste! -exclamó-. ¡Es incapaz de estarse quieta, siempre de un lado para otro!

Salió corriendo hacia su yegua y pidió a sus hombres que lo siguieran.

– ¡Vamos a Jerusalén! ¡Y tanto peor si los hierosolimitanos nos descubren! ¡Los mataremos antes de que hayan tenido tiempo de dar la alerta!

Lanzando un grito, Taqi espoleó su montura y galopó en dirección a las murallas. Estaba furioso. «Ha debido de sorprender nuestra conversación cuando hablábamos en la tienda de mi tío… -se decía-. ¡Y no ha podido dejar de actuar!»

Dejaba atrás la tumba de la Virgen, a su derecha, cuando oyó:

– ¡Taqi! ¡Taqi!

¡Aquella voz! ¡Era la de Masada! Pero en ella ya no había ninguna tristeza, nada ronco ni muerto. Al contrario, parecía jovial, joven y viva. Taqi se giró sobre su silla, y vio que el viejo mercader judío corría hacia él cojeando, tan deprisa como se lo permitían sus cortas piernas. ¿Qué le pasaba?

– ¡Taqi! ¡Taqi!

Taqi tiró de la brida de su caballo y le hizo dar media vuelta para alcanzar a Masada rápidamente.

– ¿Qué ocurre? ¡Habla rápido, tengo prisa!

– ¡Estoy curado! ¡Estoy curado!

Masada bailaba y giraba sobre sí mismo, levantando los brazos para que Taqi viera sus dedos.

Taqi llamó a uno de sus hombres, que llevaba una antorcha.

– ¡Tú, acércate! ¡Ilumíname a este individuo!

El soldado del Yazak bajó la llama hacia Masada, mostrando a todos aquel rostro horrible. Pero lo que interesaba a Taqi no era que estuviera enfermo: era que la enfermedad remitía. Sus dedos ya habían adquirido un color sonrosado, sobre su rostro las llagas empezaban a cerrarse y sus labios eran más carnosos.

– ¡Por las barbas del Profeta! -exclamó Taqi-. ¿Cómo es posible?

– Es Morgennes -dijo Masada-. Es Morgennes. ¡Me ha tocado! ¡Me ha cogido entre sus brazos y me ha curado!

Taqi se despertó, como de un largo sueño, y dijo a sus hombres:

– ¡Adelante! ¡No tenemos tiempo que perder!

Los hombres del Yazak se desvanecieron en la oscuridad de las murallas de Jerusalén. Masada se alejó, divagando, mirando cómo las nubes se agrupaban en el cielo.

El judío no lo sabía todavía, pero se había convertido.


– Giraaaad a la dereeeecha -vociferó Rufino cuando llegaron a una bifurcación, la novena desde que erraban por las profundidades de la ciudad en busca de una escalera que les permitiera salir de nuevo a la superficie.

Simón sentía que el cofre vibraba en sus manos con cada una de las palabras de Rufino, lo que encontraba sumamente desagradable. Además, estaba cansado y desorientado. Tenía la sensación de que no hacían más que girar en círculos.

– ¿No hemos pasado ya por aquí? -preguntó inquieto.

– Noooo, es la primeeeera vez…

Sin embargo, le parecía que ya había visto aquellos grabados, aquellos bajorrelieves. Por todas partes aparecían las mismas procesiones de cuerpos inmundos, sacerdotes humanos de otros tiempos a los que habían unido ahí una cabeza de toro, allí una de halcón, de gato o de ibis. Tenían unos ojos sorprendentemente relucientes, y siempre aquellas expresiones de las que resultaba difícil decir si infundían terror o lo manifestaban.

– Rufino -dijo Morgennes-, hace varias horas que estamos dando vueltas. ¿Estás seguro de saber adonde vas?

– Seguuuuro -dijo Rufino-. Si es laaaargo es porque…

Pero no tuvo tiempo de acabar la frase. Morgennes había distinguido, en lo alto de una pirámide de esqueletos, una forma que se destacaba, inmóvil y oscura.

Era una mujer, totalmente vestida de negro. Morgennes caminó hacia ella, apartando las osamentas con su espada. Crucífera brillaba en la oscuridad, haciendo retroceder las sombras. Morgennes escaló la funesta colina ayudándose con su hoja como si fuera un bastón, clavándola aquí en un cráneo y más allá en una caja torácica.

Los esqueletos eran de lo más inquietante. Restos de ropas se encontraban adheridos a sus miembros y un musgo extraño -una vegetación de las profundidades- tapizaba sus partes cóncavas. Filamentos de color pardo recubrían en parte los huesos y se agitaban bajo los pasos de Morgennes como bajo una brisa otoñal, dispersando un fino velo de partículas a medida que avanzaba. Cuando hubo llegado a la cima, puso la mano sobre la espalda de la joven y un estertor surgió del hijab.

¿Una mahometana? ¿Qué hacía allí?

– ¿Estáis bien?

Morgennes se preguntaba por qué sortilegio habría llegado a aquel lugar. Un gemido le proporcionó dos informaciones de la mayor importancia: aquella mujer vivía, y no era una mujer.

– ¿Al-Afdal?

Más jadeos roncos, esta vez más fuertes, seguidos de un temblor del cuerpo. ¡Desde luego, la suerte estaba de su parte! De otro modo no podía explicarse. La suerte y Dios. Mientras buscaban el camino para llegar a la ciudad, acababan de tropezar con el que buscaban. Así pues, los habitantes de Jerusalén se salvarían. ¡Morgennes podría volver a casa! No podía haber salido mejor.

Morgennes se volvió hacia Simón, que se había quedado en la base de la montaña de muertos.

– ¡Simón! ¡Por aquí!

Simón dejó a Rufino a sus pies y emprendió la escalada de la macabra pirámide.

Rufino, que se había quedado solo, miró alrededor. Los muertos estaban por todas partes. Conocía aquella sala. Le daban el nombre de «gran cámara mortuoria», aunque los subterráneos tenían varias, y algunas de ellas eran cien veces más vastas. Numerosas galerías permitían a los sacerdotes que oficiaban aquí en otro tiempo asistir a ceremonias fúnebres consagradas a dioses sin nombre. «Hacían sacrificios a demonios que no son Dios, a dioses que no conocían», se dijo. Estos sacerdotes eran probablemente judíos que habían vivido poco antes de Abraham, o poco después. Renegados, de todos modos.

Simón trepaba trabajosamente, tropezando a cada paso en una maraña de miembros dispersos mientras hacía rodar cráneos y reventaba pechos de donde se evaporaban minúsculas nubes de polvo marrón. A la luz temblorosa de su antorcha, veía cómo se encendían y desaparecían tan deprisa como habían aparecido, semejantes a luciérnagas. Hizo un esfuerzo para no estremecerse y mantuvo los ojos fijos en Morgennes, que empezaba a bajar hacia él con una joven en brazos. Simón distinguió entonces una abertura en forma de pozo en el techo; y luego la vio aún mejor porque acababan de dejar caer una antorcha.

La antorcha cayó con un ruido sordo en la cima del montón de cuerpos, donde siguió ardiendo y arrojando chispas que inflamaron algunos jirones de ropa, aunque el efímero resplandor murió enseguida.

Morgennes se volvió hacia la antorcha y distinguió a su vez el pozo en el techo, tan próximo que casi hubiera podido tocarlo con la punta de una lanza. Hasta él llegaban ecos de voces que hablaban en lingua franca. Morgennes se llevó un dedo a los labios para ordenar a Simón que callara, y trató de impedir que al-Afdal hablara, lo que era difícil, pues el pobre deliraba.

– He creído ver una luz -dijo una voz que venía de lo alto.

Morgennes no se movió. Su única fuente de luz era la antorcha de Simón, ya que había devuelto a Crucífera a la vaina para coger en brazos a al-Afdal.

– No puede ser -dijo una segunda voz-. Será el reflejo de tu propia antorcha…

– ¿Por quién me tomas? -contestó la primera voz-. No estoy loco, ¿sabes? Si he tirado mi antorcha a ese pozo, era para mirar: he oído voces. ¿Y si fuera el chico que buscamos?

– ¡Claro, claro! ¡Seguro!

– ¡Te digo que he visto luces!

– ¡Esto mejora! -dijo la segunda voz en tono irónico.

Simón tuvo entonces la pésima idea de apagar su antorcha aplastándola en un tórax, lo que desencadenó una avalancha de esqueletos que descendieron con estruendo el montículo de muertos. Rufino se vio rodeado de osamentas.

– Bueeenos días… -le dijo a un cráneo que había caído justo frente a él.

Era también un modo de ocultar su miedo ante aquella invasión de semejantes, de hermanos de hueso a los que solo faltaba el don de la palabra.

El estrépito había sido tan grande que Simón se dijo: «¡Estamos perdidos!».

Morgennes lo miró sin moverse, y luego, con un silbido, la antorcha se apagó. Quedaron sumergidos en una oscuridad que se parecía a la nada. Esperaron pacientemente a que un ruido llegado de lo alto les indicara la partida del enemigo. Pero no sucedía nada. ¿Se habían marchado los hombres enviados en persecución de al-Afdal?

¿Cuánto tiempo esperaron?

Simón no habría sabido decirlo. En cuanto a Morgennes, seguía cargando con al-Afdal sin hacer un solo movimiento, tratando de olvidar el dolor que se extendía por sus brazos, pues el niño parecía volverse más y más pesado a medida que pasaba el tiempo. Se preguntó si no debería desenvainar a Crucífera y su cuchillo de combate y luchar, o bien parlamentar. Después de todo, los hombres que había oído tal vez no fueran templarios blancos.

Pero, en cuanto depositó al niño en el suelo, tres formas suspendidas de cuerdas descendieron por el pozo. Una sostenía una antorcha y las otras dos una ballesta, que apuntaban hacia adelante.

Al ver a Morgennes, una voz exclamó:

– ¡Aquí está!

Entonces Morgennes y Simón desenvainaron sus espadas y se lanzaron al combate.

Dos cuadrillos salieron disparados silbando. El primero se clavó en la armadura de Morgennes, pero no pudo atravesarla, y el segundo acertó a Simón a la altura del estómago. El joven se derrumbó; se sujetaba el vientre con las manos y la sangre se filtraba entre sus dedos.

Morgennes levantó su espada para descargarla sobre uno de los asaltantes, pero un cuarto hombre se dejó caer en la sala y gritó:

– ¡Ríndete!

Era Wash el-Rafid.

Morgennes lo miró y respondió:

– ¡Jamás!

El persa apuntó su pesada ballesta de dos tableros hacia Simón y dijo lentamente:

– ¡Deja tu arma o es hombre muerto!

Morgennes miró a Simón y luego a Wash el-Rafid, tratando de adivinar si estaba dispuesto a hacer lo que decía.

– ¡Morgennes, no! -exclamó Simón.

Demasiado tarde. Morgennes había soltado a Crucífera.


Tras varias horas de marcha, Wash el-Rafid los condujo al interior de una gran sala circular. La mayor parte del espacio estaba ocupado por un pozo inmenso, abierto a ras de suelo, en el que la luz no conseguía penetrar. Sin embargo, un centenar de cirios similares a los que Morgennes había podido ver en el Krak de los Caballeros iluminaban el lugar. Su resplandor se reflejaba en decenas de cruces metálicas incrustadas en los muros, que sujetaban unas pesadas colgaduras blancas. Una miríada de chispas revoloteaban en el aire y parecían cubrir los cirios con un halo vaporoso.

Ocho columnas de basalto sostenían una descomunal bóveda convexa. Parecían ocho grandes dedos de piedra tendidos hacia un seno gigante de piel morena, con protuberancias engastadas en su superficie. Morgennes supo enseguida de qué se trataba: era el reverso de la roca sobre la que Abraham había aceptado sacrificar a su hijo. La roca desde donde Mahoma había realizado su «viaje nocturno», de la que se decía que había sido tocada por Gabriel. Morgennes había podido admirar en otro tiempo el lado opuesto de la roca: un agujero en forma de casco, testimonio de la potencia con que al-Burak, la yegua de Mahoma, se había lanzado hacia el cielo al encuentro de Moisés, Abraham y Jesús.

Era el año 620, y hasta 630 -fecha de la toma de La Meca por Mahoma- la roca había sido para los mahometanos el centro del mundo, el lugar hacia donde se giraban en la hora de la oración. En esa época la Cúpula de la Roca, que los cristianos llamarían más tarde Templum Domíni, el templo del Señor, todavía no existía. No se construiría hasta después de la muerte de Mahoma. Su arquitecto, Abd el-Malik, era un griego ortodoxo medio loco que se había convertido al islam para satisfacer las exigencias del califa Ornar ibn al-Khattab, segundo sucesor del Profeta, que le había encargado los trabajos. Abd el-Malik había recibido la orden de imaginar un edificio cuyo esplendor eclipsara al del otro lugar santo de Jerusalén: el Santo Sepulcro. El arquitecto había multiplicado, pues, al infinito las complicaciones de los ornamentos y decoraciones de la Cúpula. Para complacer a los mahometanos -apasionados por la geometría- e irritar a los cristianos -que en aquella época amaban la simplicidad-, se había esforzado en transmitir, mediante una arquitectura altamente simbólica derivada de las rotondas funerarias bizantinas, la idea de que el visitante se encontraba en la antesala de la muerte, en la entrada del paraíso. Con sus entrelazamientos de motivos árabes, esa construcción en forma de martyrium, adornada con numerosos mosaicos con fondo de oro y columnas con capiteles, respiraba lo divino, el fin de la humanidad.

Una escalera permitía descender a una gruta situada bajo la roca, llamada el Pozo de las Almas. Pero lo que Morgennes no sabía era que otras tres escaleras partían de esa gruta hacia los subterráneos del monte Moria, enlazando entre sí los tres edificios sagrados más importantes de Jerusalén: la iglesia de Santa María Magdalena, la iglesia del Santo Sepulcro y la mezquita al-Aqsa.

Morgennes observó atentamente la piedra que servía de suelo a la Cúpula de la Roca y de techo al Pozo de las Almas, y vio que en su superficie podía distinguirse una marca en forma de mano; igual que por encima se encontraba la huella de al-Burak, debajo se encontraba la de Gabriel. «Entonces -se dijo Morgennes-, las chispas que centellean por encima del pozo son las almas de los muertos en suspenso, a las que Gabriel impide alcanzar el paraíso antes de que Dios haya emitido su juicio.»

Lanzó un profundo suspiro: todo aquello no prometía nada bueno. Luego miró a Simón, que los seguía cojeando, con una mano en el vientre. Si hubiera llevado su alforja, Morgennes hubiera podido curarlo, pero uno de los templarios blancos se la había quitado.

Un reflejo atrajo la mirada de Morgennes, que examinó el pozo. «No parece estar vacío…» En efecto, de vez en cuando, una especie de destellos irisados brillaban en la superficie, recubierta de un aceite opaco.

«¿Será pez?», se preguntó Morgennes. Pero parecía demasiado fluido para eso. De hecho, tenía el aspecto de un gigantesco ojo negro, líquido y ligeramente abombado. A veces la roca se reflejaba en él, confiriéndole la apariencia de una pequeña luna negra.

«¿Será la puerta de los infiernos?»

– ¿Dónde estamos? -preguntó Morgennes.

– En la matriz de todas las iglesias -respondió Reinaldo de Chátillon.

Chátillon acababa de entrar en la gruta por la escalera diametralmente opuesta. Realzado por el brillo de decenas de cirios, Sang-dragon parecía escarlata. Varios hombres a pie lo seguían, entre ellos los templarios blancos. Uno de los templarios, Kunar Sell, sostenía la cruz truncada que Morgennes había entregado a Balian de Ibelin. De pronto, la yegua resopló y golpeó las losas con sus cascos. Chátillon la calmó con una caricia, murmurando:

– ¡Paciencia, preciosa, paciencia!

Luego se volvió hacia Morgennes y. continuó:

– ¿Crees que este lugar pertenece a los mahometanos? ¡Vamos, si ni siquiera pertenece a los cristianos! Aunque aquí precisamente venían a ocultarse los primeros sacerdotes cuando querían escapar de las persecuciones de los romanos, los judíos o los paganos… Desde su nacimiento, la cristiandad ha tenido que refugiarse en las catacumbas. Este era el mejor lugar para que los dejaran tranquilos: ¡las puertas del infierno de todas las religiones!

– Entonces, todo sigue como el primer día -dijo Morgennes-. Tenéis al emisario del Papa, a los templarios de corazón puro e incluso la Vera Cruz…

– ¡Y te lo agradezco! También tenemos al cordero del sacrificio -añadió Chátillon haciendo un gesto hacia al-Afdal-. Pues, en mi gran bondad, he decidido conceder una última oportunidad a Dios: ofreciéndole lo que más aprecia su peor enemigo, le doy la ocasión de redimirse ¡acudiendo a salvarnos!

– Dios no vendrá -dijo Morgennes.

– ¡Entonces lanzaremos la Vera Cruz al infierno!

– Y será el Apocalipsis, ¿no es eso?

– ¡El fin de los tiempos! ¡La venida de la Jerusalén celestial, por fin! Adveniat regnum tuum! ¡Que tu reino llegue! Fiat voluntas tua Sicut! ¡Que se haga tu voluntad! Y que todos los demonios de los infiernos ataquen la tierra. Entonces se verá quiénes son los valientes y quiénes los cobardes. Se verá quién es amado de Dios y quién no lo es.

– ¡Deja marchar al niño! -lo increpó de pronto Simón, acercándose peligrosamente-. ¡Se os respetará la vida!

– Pero si ya estamos muertos, mi buen Simón. Tú, yo, Morgennes, el niño, su padre… Place tanto tiempo que ya no deberíamos estar aquí… ¿No lo ves? Estamos en otro mundo…

– Entonces, ¿por qué no comenzar por el final, por el Apocalipsis justamente? -lo desafió Morgennes-. ¡Si te interesa tanto ser juzgado, si no temes a la muerte, pruébalo, muere! ¡O lanza la Vera Cruz al infierno! Y si no ocurre nada, abandona.

Chátillon hizo dar unos pasos a su montura y se acercó a Kunar Sell.

– ¿Es eso lo que quieres, Morgennes? ¿Que lance la Vera Cruz al infierno? ¿Tampoco a ti te asusta el Apocalipsis?

– No temo el juicio divino.

– De acuerdo -dijo Chátillon-. Si no sucede nada, renunciaré a mis proyectos.

Reinaldo de Chátillon cogió la cruz truncada de manos de Kunar Sell y se adelantó hacia el pozo de negrura que llamaba la puerta de los infiernos. Un silencio sorprendente reinaba en la caverna, donde todos habían dejado de respirar. Wash el-Rafid había soltado a al-Afdal, que se había desplomado, inconsciente.

En el momento en que Chátillon escrutaba el líquido en busca de un signo, de una ondulación que señalara su apetito, Simón -al que dos templarios blancos sostenían por los brazos- ya no pudo contenerse y exclamó:

– ¡No es la Vera Cruz!

Morgennes lo miró, furioso. ¿Se había vuelto loco? Simón bajó los ojos, incapaz de afrontar su mirada.

– ¿Qué estás diciendo? -replicó Chátillon, sorprendido.

– ¡No es la Vera Cruz! ¡No despertaréis nada de este modo! -dijo Simón-. La Vera Cruz ha partido hacia Roma, ¡habéis fracasado!

– ¿Qué me prueba que dices la verdad? Simón miró fijamente a los ojos a Chátillon, apretó los puños y declaró:

– ¡Es la cruz de Hattin! ¡Morgennes ha querido engañaros!


Taqi se incorporó y volvió hacia su yegua. Según las huellas marcadas en el suelo, Morgennes y Simón se habían dirigido a la inmensa sala que distinguía en el borde extremo de las antorchas que sostenían sus hombres.

– ¡Por aquí! -exclamó.

El terreno era tan desigual que avanzaban llevando a sus monturas de la brida. Numerosas galerías se habían hundido, y ya habían tenido que dar media vuelta varias veces, obligados a elegir caminos que Morgennes y Simón no habían recorrido, tal vez porque ellos se habían abierto paso arrastrándose o porque el techo se había hundido tras su paso. «¡Señor, haced que los encuentre!», rogaba Taqi en su fuero interno. Pero tenía la convicción de que volvería a verlos. Morgennes y él no podían separarse de aquel modo.

Después de conducir al puñado de hombres que lo seguían hacia la gran sala que habían divisado ante ellos, Taqi contempló estupefacto la pirámide de esqueletos que se levantaba en el centro. Algunos de sus guerreros intercambiaron a media voz palabras que hacían referencia a ogros magos y efrit. Muchos se llevaron a los labios la mano de Fátima para besarla; pero ninguno pensó ni por un momento en huir. Permanecerían con su jefe.

Un explorador que había entrado poco antes en la. gran cámara mortuoria volvió junto a Taqi.

– Han pasado por aquí, señor, no cabe duda. Estos huesos han cambiado de posición recientemente, y… a menos que se hayan movido solos, la única explicación que…

De pronto un cráneo giró sobre sí mismo y clavó sus órbitas vacías en el soldado del Yazak. Este retrocedió instintivamente al mismo tiempo que Taqi, que confesó:

– Me ha asustado. Me ha parecido que…

Pero una voz se elevaba ya del cráneo, una voz que decía:

– ¡Señor Taaaaqi! ¡Estooooy taaaan contento de veeeeros de nueeevo!

Los hombres del Yazak se estremecieron, desenvainaron sus cimitarras y avanzaron por la cripta precedidos por Taqi.

– Conozco esa voz -afirmó este último.

La voz se dejó oír de nuevo con fuerza:

– ¡Poooor aquíiiii!

Taqi lanzó un violento puntapié a una caja torácica, que salió volando por los aires. Los huesos habían estado ocultando a Rufino, que exclamó al verlo:

– ¡Poooor fin aaaalguien con quieeen hablaaar!


Sohrawardi surgió por una tercera escalera con sus hombres.

– ¡No le creáis! -gritó-. ¡Este muchacho miente! Lo noto en su voz. ¡Miente, miente! ¡Es realmente la Vera Cruz!

Pero Chátillon se negó a escuchar al mago.

– Conozco a este muchacho -explicó-. Es incapaz de mentir. Podrá traicionarnos, abandonarnos, a nosotros, sus hermanos. Pero mentir no. Aunque quisiera no podría hacerlo… ¡Tiene demasiado miedo de acabar en el infierno!

Simón permanecía con la cabeza baja. No sabía qué hacer. Había mentido, sí. Y no. En todo caso, no era lo que ellos creían. Para él, no había duda posible: no era solo la fe la que hacía la autenticidad del objeto, como decía Morgennes. Era el propio Morgennes. Si él se había tendido, herido, sobre la cruz que ahora sostenía Chátillon y se había curado, no había sido únicamente a causa de la fe o la Vera Cruz. Fue también a causa de Morgennes, que lo había dado todo para salvar esa cruz, incluidos su honor y su alma. Simón le debía más que la vida. Le debía el haberle abierto los ojos. Le debía la verdadera fe. Aquella cruz era verdadera porque era la de Morgennes y porque él, Simón, le había ayudado a llevarla; como en otro tiempo Simón de Cirene había ayudado a Cristo a llevar la suya. La historia se repetía, eso era todo.

Si Chátillon la tiraba al pozo, sería el Apocalipsis.

«No es momento de desfallecer, no es momento para tener miedo», pensó Simón, esforzándose en no apartar los ojos de Chátillon, en mantener la mirada recta como una lanza, tan dura como el acero que formaba su hierro. Y al parecer tuvo éxito, porque Chátillon se mostró confundido y murmuró:

– ¿Que no es la Vera Cruz? Así, ¿nos habéis mentido desde el principio? ¿Habéis mentido incluso a los habitantes de Jerusalén?

Sohrawardi se acercó entonces a la cruz truncada y tendió la mano para palparla, pero Kunar Sell se lo impidió.

– ¡No la toquéis!

Wash el-Rafid, señalando la cruz con su ballesta de dos tableros, preguntó:

– ¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué tenemos que temer? O es ella, y no hay ningún problema, o no es ella, y en ese caso solo se habrá perdido un pedazo de madera. ¡Tiradla al pozo!

– ¡Dádmela! -insistió Sohrawardi, acercándose con pasos lentos, sostenido como siempre por sus dos mamelucos.

Seducido por el razonamiento del persa, Chátillon hizo girar la cruz truncada por encima de su cabeza, mientras Simón aullaba:

– ¡Noooo!

Pero Chátillon soltó la cruz hacia la puerta de los infiernos.

En ese momento un disparo la alcanzó en pleno vuelo e hizo que se desviara. La cruz truncada rebotó sobre las losas, no lejos de Morgennes. Todos miraron, estupefactos, hacia los peldaños de la escalera que conducía al piso superior de la Cúpula de la Roca, desde donde Casiopea los desafiaba con su ballesta.

– Yo, de vosotros, me olvidaría de ella…

En ese instante, Wash el-Rafid ordenó a sus hombres:

– ¡Cogedla!

Pero era demasiado tarde: Casiopea ya había desaparecido.

– ¡No! -aulló Chátillon-. ¡Abatidla!

Wash el-Rafid miró al Lobo de Kerak con un resplandor maligno en los ojos.

– ¡Cogedla viva! -ordenó.

– ¡Matadla! -dijo a su vez Chátillon.

Los mantos blancos se miraron, sin saber a quién obedecer. Entonces Wash el-Rafid lanzó sus dos cuadrillos metálicos contra Chátillon. Los dardos lo alcanzaron en el pecho, de donde brotaron dos chorros rojos. Pero el Lobo de Kerak no vaciló, y desenvainó su poderosa espada vociferando:

– ¡Demonio! ¡No serás tú quien me mate!

Y se lanzó contra Wash el-Rafid.

Kunar Sell había sacado su pesada hacha danesa y llamaba al combate a los templarios blancos, pervertidos por Wash el-Rafid, mientras Bernardo de Lydda y Gerardo de Ridefort se refugiaban en la oscuridad de los subterráneos del monte Moria.

Aprovechando la confusión, Morgennes lanzó un vigoroso codazo al guardia que lo sujetaba y corrió hacia la cruz truncada. Pensaba utilizarla como arma, como había hecho Simón en el oasis de las Cenobitas. Fue una buena idea, porque, antes que él, otro soldado había querido recuperarla; pero Morgennes la alcanzó primero. Tras apoderarse de ella, propinó un potente golpe con la cruz al templario y se volvió hacia Simón.

Wash el-Rafid y Chátillon estaban enzarzados en un combate a muerte. El persa se batía con Crucífera, que había arrebatado a Morgennes. Retrocedía, esquivaba, fintaba, se agachaba, sintiendo cien veces el aliento de la muerte junto a su cara, cien veces el roce de la espada bastarda de Chátillon. Crucífera brillaba con una luz extraña, como si la proximidad de la puerta de los infiernos la excitara.

– ¡La veo, es ella! -exclamó Sohrawardi lleno de excitación-. ¡La espada de san Jorge! ¡Su luz resplandece!

Su cuerpo exudó enseguida un olor a macho cabrío tan potente que numerosos templarios blancos retrocedieron dominados por las náuseas. Pero Chátillon no parecía sensible al olor, como si su resurrección, o la cólera, lo hubieran privado del olfato. Y luchaba con más rabia aún porque acababa de ser traicionado, descargando golpes tan poderosos que su espada arrancaba a Crucífera chispas, las cuales se sumaban a las de las almas de los muertos.


Tras haber dejado fuera de combate a un segundo guardia con la cruz truncada, Morgennes recuperó su alforja, extrajo de ella un frasco con un líquido azul oscuro y se lo tendió a Simón.

– ¡Trágalo, esto debería curarte!

Simón cogió la poción y se la bebió. Un agradable calor lo envolvió y se sintió revigorizado. Rápidamente se apoderó del escudo y la espada del guardia caído a sus pies y se lanzó al combate.

Wash el-Rafid había acorralado a Chátillon, cuya montura no podía ya seguir retrocediendo sin caer al Pozo de las Almas. El Lobo de Kerak intentaba contraatacar, pero el persa esquivaba todos los golpes. Detrás de ellos, Sohrawardi murmuraba conjuros, y todos se preguntaban qué estaría preparando.

¿Invocaba, tal vez, a los yinn?

Acabado el sortilegio, las losas cedieron bajo los cascos de Sang-dragon, que empezó a resbalar hacia la puerta de los infiernos. El persa sostenía a Crucífera con las dos manos, parando cada uno de los golpes que asestaba el Lobo de Kerak sin tratar de golpear él mismo, cuando Sang-dragon cayó al Pozo de las Almas y sus patas traseras desaparecieron por completo en su interior. El animal tuvo un sobresalto, trató de levantarse, pero una parte de él ya no existía. Su mirada reflejaba un terror loco.

Poco antes de que el pozo se lo tragara, el Lobo de Kerak saltó de la silla y se arrastró frenéticamente por el suelo. Pero el-Rafid no lo dejaba acercarse, lo empujaba con el pie o con la parte plana de la espada cada vez que conseguía alejarse del abismo. A pesar de sus esfuerzos, Chátillon estaba demasiado débil para resistirse a la magia que lo atraía hacia el infierno, un infierno que, por la incandescencia de su mirada, parecía estar ardiendo ya en sus ojos.

– ¡Malditos seáis! -chilló.

Ya solo se veían su torso y sus brazos, lanzados como amarras a una tierra que se alejaba. Luego sus manos se deslizaron también en la nada, y solo quedó de él una boca que aulló:

– ¡Volveré!

También ella desapareció en la negrura, imperturbable y silenciosa. Ni una sola onda agitó la superficie del ojo de las tinieblas. Wash el-Rafid saludó al Lobo de Kerak con su espada y fue a apoyar a los otros combatientes, que tenían que enfrentarse a la resistencia feroz que les oponían Casiopea, Kunar Sell, Morgennes y Simón.

Los hombres que se habían lanzado en persecución de Casiopea aún no habían vuelto a bajar, y Kunar Sell, con la espalda apoyada contra un pilar, peleaba contra tres templarios, a los que mantenía a distancia con su gran hacha. Como si estuviera dotado de vida, el tatuaje en forma de cruz de su frente se agitaba como una serpiente, fascinando a sus adversarios.

En cuanto a Morgennes y Simón, se habían colocado espalda contra espalda, y se defendían con rabia.

– ¡Sohrawardi! -aulló de pronto Simón.

Morgennes dirigió una rápida ojeada al mago, y vio que recitaba nuevos conjuros.

– ¡Repleguémonos hacia la escalera! -propuso Morgennes.

Los dos hombres trataron de abrirse camino a través del caos de armas que los rodeaba, pero eran tantos los golpes que se veían obligados a parar que no podían atacar a su vez. Sus enemigos eran demasiado numerosos, y además el-Rafid peleaba con increíble habilidad, obligando a Morgennes a utilizar la cruz truncada como un escudo.

– ¡Por aquí! -gritó una voz.

¡Era Casiopea! La joven, al matar a uno de los soldados, había conseguido abrir una brecha entre sus asaltantes. Simón se escurrió por ella.

– ¡Morgennes! -aulló-. ¡Date prisa!

Por primera vez en su vida, acababa de tutear a Morgennes, y ni siquiera se había dado cuenta. Morgennes no respondió nada, estaba demasiado ocupado en defenderse.

Sohrawardi se encontraba ahora envuelto en llamas. ¿Se había inflamado su cuerpo porque en el tumulto había caído alguna antorcha, o tal vez porque ese había sido su deseo? En cualquier caso, el fuego había prendido en sus ropas y el mago se había convertido en una hoguera viviente. Sohrawardi pareció saltar contra las colgaduras que adornaban la sala y la tela se inflamó también. Poco a poco el aire se había vuelto irrespirable. Hacía tanto calor como en un horno, y los hombres empezaban a retirarse de la pelea para retroceder en busca del frescor de la escalera.

La temperatura era tan alta que los cirios se fundieron y de la cera salieron serpientes parecidas a las del Krak. Silbando, reptando, los ofidios mordieron a todo aquel que se puso a su alcance, contribuyendo a la confusión. Y en ese momento, cuando Morgennes tenía ya menos adversarios contra los que combatir, ¡una tea que había caído de la pared se enganchó en la cruz y empezó a devorarla!

– ¡Morgennes! -gritó Casiopea-. ¡Suelta tu cruz!

¿La había oído Morgennes? En todo caso, no respondió.

Casiopea se precipitó al interior de la sala. Repelió a los guardias que trataban de impedir que se acercara y se dirigió hacia Morgennes, que luchaba con un templario. Al buscar con la mirada a Wash el-Rafid, vio que apuntaba a Morgennes con su ballesta.

– ¡Morgennes! -aulló-. ¡Cuidado, a tu izquierda!

¡Demasiado tarde! Wash el-Rafid había disparado contra la cruz truncada y la había clavado contra Morgennes.

– ¡Morgennes! -gritó Simón, horrorizado.

Morgennes trató de separar la cruz de su armadura, pero no lo consiguió. Tambaleándose, se acercó peligrosamente al ojo negro del centro de la sala, y lo increíble se produjo: mientras el fuego se extendía por el conjunto de la caverna y el combate se trocaba en un desorden indescriptible, una mano negra surgió del Pozo de las Almas y lo agarró.

– ¡Apocalipsis! -gritó una voz de ultratumba-. ¡Apocalipsis!

¡Reinaldo de Chátillon! El Lobo de Kerak había mantenido su promesa. Volviendo del fondo de los infiernos, trataba de arrastrar a ellos a Morgennes. Loca de rabia, Casiopea se lanzó contra Wash el-Rafid y lo obligó a retroceder en dirección al Pozo de las Almas, golpeando y golpeando sin descanso, con una fría determinación. Simón se unió a ella, y combinando sus esfuerzos consiguieron que Wash el-Rafid se encontrara finalmente acorralado al borde del pozo. Uno de sus pies resbaló al interior, y luego el otro. Pero el persa resistió y consiguió liberarse.

Entonces una segunda mano surgió de las tinieblas y se cerró sobre su tobillo.

– ¡Apocalipsis! -gritó de nuevo Chátillon.

Su puño era un ancla, una pesada cadena de metal que tiraba de Morgennes y Wash el-Rafid, inexorablemente, hacia el Pozo de las Almas.

– ¡Simón -aulló Casiopea-, hay que salvar a Morgennes!

Entre los dos trataron de arrancarle la cruz, pero parecía formar un solo cuerpo con su coraza.

– No lo conseguiréis -dijo Morgennes.

– No, no -exclamó Simón-. ¡No puede ser!

La cruz estaba ardiendo y les quemaba los dedos. Algunas ascuas corrieron por sus ropas; la barba de Morgennes se chamuscaba ya y empezaba también a inflamarse.

– ¡Salvaos! -dijo Morgennes.

– ¡Nunca! -replicó Casiopea.

– Marchaos, no estoy solo… -dijo Morgennes, como aliviado.

– ¡Nunca! -dijo Simón.

– Simón, tenías razón… Esta cruz es, sin duda, la Vera Cruz. Simón estalló en sollozos, y trató desesperadamente de salvarlo. Pero Chátillon era el más fuerte. Por más que Morgennes se resistiera, se veía arrastrado hacia el Pozo de las Almas, donde las chispas crepitaban cada vez con más fuerza, ansiosas por acogerlo.

– ¡Marchaos, deprisa! -insistió Morgennes, con llamas en la boca.

Cuando la sala amenazaba ya con derrumbarse, mientras bloques de piedra caían del techo y las columnas temblaban, una voz ordenó:

– ¡Haced lo que os dice!

– ¡Taqi!

Taqi y sus hombres entraron a caballo en la Caverna de las Almas, surgiendo de todos lados a la vez. Al verlo sobre su caballo blanco, Bernardo de Lydda exclamó, acobardado:

– ¡Por san Jorge!

– ¿Quién diablos eres tú? -le preguntó Taqi.

– ¡Eeees mi hermaaaano! -respondió Rufino.

Taqi se volvió hacia Bernardo de Lydda, amenazándolo con su cimitarra.

– ¡No me toquéis! ¡Soy un eclesiástico! -vociferó el obispo, levantando los brazos en señal de rendición.

– ¡Precisamente! ¡Hace mucho tiempo que deberías haber muerto! -replicó Taqi, atravesándole el corazón con su cimitarra.

– ¡Su cueeeerpo! -bramó Rufino al ver caer a su hermano-. ¡Su cueeeerpo!

Pero nadie lo escuchaba, ocupados como estaban en poner a salvo a al-Afdal y en matar a los templarios que aún no habían huido. Lenguas de fuego recorrían la sala como serpientes ígneas. Parecían dotadas de vida, como si una inteligencia las animara. Los sarracenos estaban persuadidos de que se trataba de Sohrawardi reencarnado en llamas.

Aquella hoguera tenía, sin embargo, una ventaja: atacaba también a los áspides, que morían rápidamente. Pero el calor se hacía sofocante y nubes de humo acre invadían la caverna.

– ¡Crucífera!-aulló Morgennes, con el rostro en llamas.

Todo había acabado. No lo salvarían. Entonces, tras una última mirada, Simón y Casiopea retrocedieron, abandonando al hombre que habían aprendido a conocer y a amar en el curso de aquellos últimos días, y corrieron hacia Crucífera, que Wash el-Rafid había soltado cuando Chátillon lo había atrapado.

Apenas había recuperado Casiopea la espada santa, el persa desapareció en el infierno, con los ojos desorbitados por el terror.

– ¡La tengo! -exclamó Casiopea blandiendo la espada.

– ¡Amén! -dijo Morgennes con una voz irreconocible.

Y cerró el ojo.

Las dos manos de Chátillon se habían cerrado sobre sus tobillos y Morgennes había desaparecido a medias en el Pozo de las Almas. A su contacto, la cruz inflamó la superficie, que ardió con un fuego extraño. Una humareda acida, negra, densa, brotó de aquel sol negro, en el interior del cual Morgennes se debatía en vano.

¡Aguanta, dhimmi! -aulló Taqi.

Y dejando atrás a Simón y Casiopea, a los que dirigió un violento «¡Largo de aquí!», se lanzó hacia Morgennes y desapareció entre el humo.

Casiopea tosió, dudó, pero Simón la cogió por el brazo, obligándola a retroceder.

– Ven -le dijo-.Ya no se puede hacer nada…

Las columnas cedieron. Con un crujido formidable, se partieron y arrastraron en su caída la roca de Abraham, que obstruyó el Pozo de las Almas; pero miles de chispitas habían conseguido salir volando en la noche.

¿Se habrían salvado algunas almas?

«Poco importa», pensó Simón.

Miró a su alrededor. Todo le parecía vacío. Los hombres de Taqi ya no se movían y Kunar Sell había dejado caer su hacha; había muchos prisioneros y todavía más muertos. En cuanto a Casiopea, difícilmente se podía estar más pálido. La joven había soltado a Crucífera y se había girado hacia la caverna, con algo de Morgennes en la mirada.

Загрузка...