Epílogo

¡No digáis de los que han caído por Dios que han muerto! No, sino que viven. Pero no os dais cuenta.

Corán, II, 154


Extenuados, Casiopea y Simón llevaron a al-Afdal al campamento de Saladino, donde los sarracenos encerraron en prisión a Kunar Sell y los saludaron como a los verdaderos liberadores de la ciudad, algo de lo que no supieron si debían alegrarse o entristecerse. Poco después, los habitantes de Jerusalén empezaron a rendirse. Saladino les perdonó la vida, tal como había prometido. Bajo una lluvia torrencial, interminables columnas de cristianos salieron por la Puerta de David para dirigirse a poniente, con la esperanza de coger un barco que los llevara a Provenza, a Italia, a uno de esos países, en fin, de los que la mayoría eran originarios pero que con frecuencia no habían visto jamás. Muchos de esos desgraciados no tenían con qué pagar su rescate, de modo que Balian dio cuanto poseía para liberar al mayor número posible. En cuanto a Heraclio, partió con los tesoros del Santo Sepulcro, rechazó dilapidarlos en la liberación de los indigentes, quienes, de todos modos, según decía, «no merecen, ¡qué digo!, no desean que estos preciosos tesoros que constituyen nuestra gloria sean entregados a los mahometanos».

– Con este sacrificio -explicaba-, prueban que son dignos de entrar en el paraíso. Ojalá los mahometanos se muestren clementes con ellos…

Su carreta quedó cubierta de inmundicias, lodo y escupitajos que le lanzaban tanto el ejército del sultán como los hierosolimitanos. Llovieron los insultos, los gritos de rabia y de cólera. Y Saladino tuvo que intervenir personalmente para que no destriparan al senil patriarca, quien, perdido en sus preocupaciones, no veía ni oía nada. Heraclio apretaba contra su pecho un incensario de oro, que acariciaba entre murmullos, llamándolo «mi pequeño» y «corazón mío». Paques de Rivari, su compañera, conducía el carruaje, que no llevaba toldo. Cubierta por completo de porquería, la mujer miraba fijamente el camino, con mirada apagada, sin atreverse a volver los ojos, sin mover una ceja, bajo las piedras y las chanzas.


Aquel día Saladino lloró mucho, de tristeza y de alegría.

De alegría porque al-Afdal se había salvado. De alegría también porque aquel 27 del rajab, aniversario del día en que el Profeta había visitado la ciudad en sueños para ser transportado al cielo, Jerusalén se había rendido por fin a los mahometanos.

De tristeza porque Morgennes y Taqi estaban muertos, aunque sintiera cierto consuelo al imaginarlos juntos. Dos hombres de su valor no permanecerían mucho tiempo en el infierno. Sin duda encontrarían un medio de escapar.

– Alá no aceptaría que no hiciéramos nada. Debemos ayudarlos.

Un ulema propuso rezar por ellos, pero Saladino replicó:

– Que diez hombres valerosos se presenten. ¡A ellos corresponderá recorrer el mundo y hacer salir de los infiernos a los que cayeron en el abismo por error!

Más de un centenar de hombres se ofrecieron, y entre los elegidos se incluyó a Yahyah, porque traía suerte.

– Lo conseguiréis -dijo Simón a Yahyah, poniéndole la mano en la cabeza y acariciando suavemente sus cabellos.

– ¿Y tú? -preguntó Yahyah-. ¿Adonde vas?

– A Francia, con Casiopea.

– ¿Volverás?

– ¡Desde luego!

Babucha ladró, y Yahyah exclamó riendo: -¡Que ese día llegue pronto! ¡Si puedo, iré con vosotros! Casiopea besó la mano de Fátima que colgaba de su cuello y dijo:

Khamsa!

Khamsa! -repitió Yahyah.

En homenaje a Morgennes, Saladino permitió que diez hospitalarios se quedaran en Jerusalén para cuidar a los leprosos. Masada fue autorizado a trabajar con ellos: la lepra ya no le asustaba. El antiguo comerciante de reliquias irradiaba un fuego interior, como si una luz habitara en él. Si le preguntaban por su buen humor cuando ningún acontecimiento en particular parecía justificarlo, explicaba:

– Después de todo lo que he vivido, ya no puede ocurrirme nada malo. ¡Estoy condenado a la felicidad, y me parece magnífico!

Cualquiera hubiera dicho que hablaba Yemba. Su entusiasmo, su alegría, lo habían transformado. Todo el mundo buscaba su compañía, todos le preguntaban su opinión sobre diferentes asuntos y disfrutaban paseando o trabajando con él. Sobre todo se consideraba un honor ser autorizado a alimentar a Carabas, que Yemba había traído de vuelta, y asistir a la comida de aquel asno que tenía… ¡en fin, que tenía muchísimos años! Pasados los cincuenta, Masada había nacido.

Algabaler y Daltelar, que tanto habían ayudado a defender la ciudad, se sentían ya demasiado mayores para abandonarla. Antes habrían preferido morir. Saladino se mostró generoso con ellos y les ofreció alojamiento, poniendo a su disposición una de las casas más hermosas de Jerusalén para que acabaran allí sus días en paz. Los dos ancianos no cabían en sí de contento. En el fondo, les importaba poco que aquella ciudad estuviera dirigida por cristianos o por mahometanos, con tal de que no se preocuparan por sus almas.

Finalmente, mientras se dirigían a la Cúpula de la Roca, tras haber apagado el incendio y purificado las salas con grandes cubos de agua de rosas, el cadí Ibn Abi Asrun había dicho a Saladino:

– Ya ves, excelencia, que la profecía de Sohrawardi no se ha cumplido. Has entrado en Jerusalén y no has perdido un ojo.

– Te equivocas -respondió Saladino-. Porque he perdido lo que me era más precioso.

– ¿Y qué es? -preguntó el cadí.

– He perdido a Taqi ad-Din.

Sorprendido por esta respuesta, el cadí se volvió hacia el sultán, que lloraba desconsoladamente.


A la mañana siguiente, al alba, Casiopea y Simón abandonaron la ciudad, se deslizaron como ladrones por la poterna de Santa María Magdalena y no dijeron adiós a nadie. Llevaban a Rufino en una alforja, con la boca tapada por una gruesa mordaza. Sentían un peso en el corazón, pero no querían mostrar su pena. Equipados con un salvoconducto y con dos bolsas que les había ofrecido Saladino (una llena de oro y la otra de diamantes), se dirigieron hacia el norte para coger el primer barco que atravesara el Mediterráneo. Ni Casiopea ni Simón tenían ganas de quedarse mucho tiempo en Tierra Santa. Sin embargo, decidieron pasar antes por el Krak de los Caballeros para saludar a Alexis de Beaujeu. Tuvieron que cabalgar tres días, bajo lluvias torrenciales, para llegar al Yebel Ansariya.

Una vez en presencia de Alexis de Beaujeu, cuyos soldados se esforzaban en proteger a las poblaciones del condado de Trípoli y no podían trasladarse a Tiro en número suficiente para ayudar a Conrado de Montferrat, le contaron el fin de Morgennes. Beaujeu, con el rostro cubierto de lágrimas, dijo que alimentaría a un pobre en su nombre durante todo un año, lo que constituía el mayor homenaje que pudiera rendirse a un hospitalario muerto.

Luego se dirigieron a Trípoli, de donde partieron para efectuar una travesía marcada por terribles tempestades. Ironías del destino, viajaban en uno de los diez navíos que habían transportado las tropas del famoso Caballero Verde, quien comandaba los refuerzos enviados a Tierra Santa por el rey de Sicilia, Guillermo II.

Tras llegar a Italia, poco antes del final del mes de octubre, pidieron audiencia al Papa, pero les respondieron que ya no había pontífice, ya que el último sucesor de Pedro había alcanzado su última morada: el cielo.

– ¿Qué podemos hacer, pues? -inquirió Simón al arzobispo que los había recibido.

– Esperar…

Lo había dicho con una calma desconcertante, pero así era la vida en Roma: los papas morían, y los asuntos se acumulaban durante un tiempo; luego se elegía a un nuevo papa y todo volvía a su curso. De momento los obispos esperaban, permaneciendo mano sobre mano o rezando, cuando no conspiraban. Y, a juzgar por el aspecto de su interlocutor y por el modo en que hacía girar los pulgares mientras mantenía cruzadas las manos, enguantadas de rojo, el hombre debía de formar parte de los que conspiraban, preocupados por lo que les reservaba el porvenir. ¿Camarero de Su Santidad? ¿Protonotario apostólico? ¿Nuncio? ¿Vicelegado? Legado tal vez…

Al expresar Simón su sorpresa por la contigüidad del fallecimiento de Urbano III y la caída de Jerusalén y preguntar si no habría ahí una relación de causa y efecto, el arzobispo respondió, en tono plácido, que, efectivamente, apenas Su Santidad había sido puesto al corriente de este drama, Dios lo había llamado a su lado.

Urbano III había muerto de pena.

Poco antes de morir, el Papa había tenido tiempo de dictar una bula que ponía fin a la orden de los templarios y distribuía sus bienes a medias entre la Iglesia y el Hospital.

– ¡Así, el Hospital ha ganado! -exclamó Simón.

– No, al contrario, ha perdido -respondió Montferrat, que les había dado la noticia.


Habían encontrado al marqués Conrado de Montferrat, por azar, en una confortable posada de los alrededores de Roma. Era un edificio de un piso, con un techo de caña que ya empezaba a cubrirse de nieve, pues el invierno había sido particularmente precoz aquel año. El marqués recorría Europa en busca de apoyos y paseaba por todas las cortes una pintura que representaba el Santo Sepulcro hollado por un jinete sarraceno que hacía encabritar a su caballo.

– Se diría que es Taqi -señaló Casiopea.

– Es un simple jinete -respondió el marqués-. No pedí el retrato de nadie en particular.

Sin embargo, todos los detalles hacían pensar en Terrible y en Taqi: la capa blanca del caballo, el brial de brocado azul del guerrero, su cimitarra con diamantes engastados, su mirada de un azul intenso, su porte noble y orgulloso.

– Sin duda el pintor a quien encargué este cuadro ya lo había visto antes -dijo Montferrat-. Si queréis se lo preguntaré.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Simón.

– Hassan Basras. Es un artista de la corte del jeque de los muhalliq. ¿Os es familiar este nombre?

Respondieron que no.

– Yoooo lo conoooozco -dijo Rufino, al que acababan, de sacar la mordaza.

El antiguo obispo de Acre los contemplaba desde el otro extremo de la habitación. Cuando Montferrat había visto aquel prodigio por primera vez, poco antes de la cena, se había resistido a creer en la existencia de semejante fenómeno y había querido palpar, con la punta del dedo, la textura de la piel de Rufino. Pero al ver que Rufino fruncía el ceño, temiendo que Montferrat lo hiriera, Casiopea había preferido quitarle la mordaza y dejar que se explicara por sí mismo. Aquello les había valido varias horas de parloteo, insultos y recriminaciones sobre el modo como le habían tratado en el curso del viaje.

– Es uuuuno de los máaas brillaaantes artiiiistas de Tierrrra Saaanta. Un verdadeeeero geeeenio…

– Muy bien. Entonces iremos a verlo cuando volvamos -declaró Casiopea.

– Si el Temple ha ganado, ¿cómo es posible que recompensen al Hospital? -preguntó Simón a Montferrat.

– Con su fracaso, el Hospital ha demostrado que era la menos temible de las dos órdenes. Roma desconfiaba cada vez más de los monjes caballeros. Una de las dos órdenes debía desaparecer, y en ese caso mejor que fuera la más poderosa. Dicho de otro modo, la de los templarios.

– ¡De modo que se honra a los perdedores y se castiga a los vencedores! ¡Y, sin embargo, ha sido el Hospital el que ha encontrado la Vera Cruz!

– ¡Justamente! -confirmó Montferrat-. Por otro lado, no veo por qué os quejáis.

Luego, mirando por encima del hombro con aires de conspirador, prosiguió en voz baja:

– ¡Escuchad, sobre todo no habléis de esto absolutamente a nadie! Un hombre ha sido encarcelado por orden del Papa…

– ¿Quién? -preguntó Casiopea.

– Tal vez hayáis oído hablar de Tommaso Chefalitione.

– Lo conocimos -precisó Simón-. Debía llevar a Roma la Vera Cruz, en secreto…

– En efecto, y lo cierto es que llevó un ataúd al Papa, a Roma, pretendiendo que en su interior se hallaba la Vera Cruz…

Simón y Casiopea contenían la respiración. ¿Qué iba a revelarles Montferrat?

– De hecho, el féretro estaba lleno de serrín. Apenas si se distinguían aquí y allá algunos fragmentos, astillas muy grandes, apenas del grosor de un dedo.

Por haberse burlado de Cristo y de la religión, Chefalitione había sido azotado más de cien veces antes de ser encerrado en una celda, en lo más profundo de los sótanos del Vaticano.

– La Iglesia busca a su compañera -siguió Montferrat-. Pero Fenicia ha encontrado refugio con Eschiva de Trípoli. Dicen que se han dirigido a Provenza, a las tierras de los Ibelin.

Montferrat tosió, bebió un trago de vino y añadió:

– Las relaciones entre Venecia y Roma están envenenadas. Se teme incluso una guerra. Los templarios están furiosos. Habían prevenido al Papa de que, si no se echaba atrás en su decisión, la muerte se abatiría sobre él. Lo que efectivamente sucedió poco después.

Simón observó largamente a Montferrat, desconcertado, estupefacto. Luego deslizó la mano en su bolsillo y la cerró sobre su fragmento de la cruz de Morgennes.


Al alba, las campanas de las iglesias tocaron a vuelo. ¡Un nuevo papa había sido elegido! Su nombre: Alberto di Morra. Y aquel con el que ejercería sus funciones: Gregorio VIII.

Aquel papa era un hombre sabio, y le escribieron pidiendo ser recibidos lo más pronto posible junto con Montferrat.

La respuesta llegó: era positiva. Su Santidad les concedería audiencia poco antes de Navidad. Por el momento estaba redactando una encíclica dirigida a los soberanos europeos, en la que los animaba a escuchar a Josías de Tiro y a tomar la cruz. Gregorio VIII acariciaba, según decían, el proyecto de uno de sus predecesores, Gregorio VII: encabezar él mismo esa nueva expedición si los reyes no querían hacerlo. Así quedaría demostrada ante todos la cobardía de los soberanos europeos y el poco interés que concedían a la tumba de Cristo.

Casiopea y Simón vagaron por Roma, la ciudad eterna que no tenía rival en el mundo ni en la historia. Simón aprovechó la situación para hacer la corte a Casiopea, y ella para perfeccionar su aprendizaje de la cetrería. Así, a mediados de diciembre, Simón consiguió que el halcón le obedeciese.

– Habrá que pensar en darle un nombre -dijo un día Simón.

– No ahora -dijo Casiopea.

– ¿Por qué?

– Porque, después de todo, tal vez ya tuviera uno… Cada cosa a su tiempo.

A Simón le pareció que estaba oyendo a Morgennes.


Un tiempo más tarde, los acontecimientos se precipitaron. El día de Santo Tomás, Gregorio VIII también falleció. Los guardias del palacio les explicaron que lo había mordido una serpiente. Nadie sabía de dónde había salido, pero todos vieron en ello la intervención del diablo. Dos días más tarde, el obispo de Preneste, Paolo Scolari, fue elegido papa. Bajo el nombre de Clemente III.

El nuevo papa empezó por redactar una primera bula con la que ponía fin al proyecto de Gregorio VIII de tomar la cruz, y luego otra por la que la Iglesia devolvía al Temple todos sus bienes.

«La Iglesia tiene dos espadas, una temporal y otra espiritual. Pero cada una de estas espadas tiene dos filos. Los de la espada temporal tienen por nombre: el Hospital y el Temple. Y no deseamos privarnos de uno ni de otro.»

Clemente III justificaba así su decisión de no cambiar nada, y sin duda había que ver en ello el mantenimiento de un statu quo que a muchos les parecía saludable, mientras que otros lo condenaban con vigor: «Si Roma no se dota de un brazo armado suficientemente poderoso, Tierra Santa nunca será reconquistada y Jerusalén nunca volverá a ser cristiana», clamaban los detractores de este proyecto.

En cualquier caso, era evidente que aquel papa no los recibiría. Aprovechando la invitación de Montferrat a que lo acompañaran en su gira por las cortes europeas, Simón y Casiopea fueron a Francia pasando antes por el norte, donde Casiopea tenía asuntos que resolver..

El condado de Flandes, donde Felipe de Alsacia residía entonces, dependía a la vez del rey de Francia y del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Allí tuvieron ocasión de ver ciudades magníficas, como Brujas, Arras y Douai, que debían su riqueza al comercio de los paños. Como la época de las grandes ferias de otoño había pasado, la mayoría de las calles estaban vacías, pues los habitantes preferían el humo de las posadas a las brumas invernales.

Felipe de Alsacia, que había encargado a Casiopea que fuera a ultramar en busca de Morgennes, y a quien ella explicó el fin de este último, se afligió por su pérdida y encargó dos estelas de granito que se colocarían a la entrada del feudo del hospitalario. La inauguración de aquel monumento debía tener lugar en primavera, pero Simón preguntó entonces:

– ¿Por qué dos estelas? ¿Tiene dos entradas el dominio de Morgennes?

Felipe de Alsacia se ofreció a acompañarlos al lugar. Sin embargo, aquella mañana les pareció que era el halcón el que los guiaba volando por encima de sus cabezas, a la vez protector y cómplice. La niebla era tan densa que no veían nada, de modo que tuvieron que orientarse por los gritos del pájaro. Finalmente, cuando los cascos de los caballos resonaron sobre unas planchas de madera y de todas partes les llegó el rumor de las aguas de un río, Felipe de Alsacia declaró:

– Es aquí…

Pusieron pie a tierra y examinaron el lugar. Franqueando un río casi completamente helado, se levantaba un puente de madera con pilares de piedra, con una longitud de un poco menos de un arpende y lo bastante ancho para que dos carretas pudieran cruzarse. Aunque normalmente el río podía vadearlo -el agua llegaba apenas a las cinchas de los caballos-, sufría extraños desbordamientos cuando llovía, se convertía en un torrente cuando se fundían las nieves y se encontraba casi seco en verano. Además, su fondo era solo arena y grava, y como nadie se había ocupado de su mantenimiento desde hacía mucho tiempo, estaba intransitable.

– El dominio de Morgennes… -dijo Casiopea con un suspiro-.Tengo la sensación de que conozco este lugar.

– Él mismo construyó el puente -dijo Felipe de Alsacia-. Con sus propias manos… Es una hermosa obra, ¿no os parece?

Miraron el puente. Parecía que siempre hubiera estado allí. Se imaginaron a Morgennes metido en el agua helada trabajando en la construcción de su puente para unir las dos orillas…

Desde luego, la imagen era un poco ridícula, porque sin duda no habría trabajado en invierno. Sin embargo, era así como lo veían.

El dolor y la pena de Felipe de Alsacia palidecieron ante otro dolor y otra pena incomparablemente más vivos. Los de Chrétien de Troyes. El artista, que por entonces tenía más de cincuenta años, se encontraba en uno de esos períodos de la vida en que la soledad crece hasta hacerse total. Cuando se enteró de la muerte de Morgennes, Chrétien de Troyes cayó gravemente enfermo. Una gripe fuerte, se creyó primero, pero el mal degeneró, y el litterato murió en Navidad.

No había acabado su obra. La última palabra que pronunció antes de cerrar los ojos fue:

– ¡Perceval!

En su mente febril había confundido a Morgennes y al héroe de su libro, como si el muerto fuera este último: un personaje de ficción y no una persona de carne y hueso. Lo que lo mantenía atado a la vida se había extinguido por sí mismo. Perceval se había ido; había llegado el momento de morir.

Felipe de Alsacia, en cambio, no opinaba lo mismo. Una historia debía vivir con independencia de los que la habían inspirado, y también de aquellos que habían empezado a escribirla. De modo que hizo llamar a Casiopea y le dijo en tono grave:

– Si no salvasteis al hombre, salvad al menos la obra. Y, ya que sois por el momento su principal depositaría, seréis vos quien acabe la historia.

– ¿Yo, una mujer, autora de una obra literaria?

– Puede ser una continuación anónima.

Y así Casiopea emprendió la redacción de una Continuación y fin de Perceval, que Chrétien de Troyes no había podido realizar por sí mismo y que ella no terminaría hasta muchos años más tarde. Descubrieron igualmente que otros se habían consagrado a esta labor, entre los que se contaban Wauchier de Denain, Manessier y Gerberto de Montreuil. Por respeto a su trabajo, y por discreción, Casiopea decidió no firmar su versión.

Mientras buscaba cómo continuar la historia de Perceval, una mujer les proporcionó un principio de solución: la madre de Casiopea, Guyane de Saint-Pierre. Cuando estaban a punto de dejar el condado de Flandes para ir a Borgoña, se cruzó en su camino un extraño mensajero, que se dirigió hacia ellos con la cara oculta por una máscara. El personaje dijo a Casiopea:

– Sé quién sois. Vuestra madre me confió esta carta, hace mucho tiempo, y me pidió que os la entregara a vuestra vuelta. Creí que no os encontraría nunca. Afortunadamente, Felipe de Alsacia me comunicó que partíais hoy para Borgoña…

Luego se marchó tan misteriosamente como había llegado.

¿Qué decía el mensaje? Dos cosas. En primer lugar que, cansada de esperar la vuelta de su hija y deseando verla por última vez antes de entrar en el convento, Guyane de Saint-Pierre había ido a buscarla a Tierra Santa, donde había perdido ya a un marido: el padre de Casiopea. Y a continuación, y sobre todo, que no se había revelado a Casiopea una información de la mayor importancia cuando había partido en busca de Perceval. Algo lógico, ya que ni Chrétien de Troyes ni Felipe de Alsacia sabían nada de aquello, pero el hecho era que Perceval, el marido de Guyane de Saint-Pierre y el padre de Casiopea eran una única persona: Morgennes.

Al enterarse, Casiopea cayó en un estado de letargo profundo, del que las palabras de Simón solo con gran esfuerzo consiguieron arrancarla. Durante algún tiempo dejó por completo de alimentarse, y no hablaba más que para murmurar oraciones. ¿Qué pedía? Que Dios protegiera a su madre y ofreciera una esperanza a su padre, una salida. Se había prometido que encontraría a Morgennes, aunque tuviera que dejar la vida en el empeño. Su vuelta a Tierra Santa se había convertido en algo más que un proyecto, ahora era una certeza. Ya era solo cuestión de semanas. Montferrat les había propuesto que partieran con él, y los había citado en Marsella, con Josías de Tiro. Pero antes debían acudir a la cabecera del padre de Simón.

Simón no sabía, al acercarse al castillo, si su padre vivía todavía; pero la presencia de Casiopea a su lado lo reconfortó, al igual que los gritos del halcón, que daban un poco de animación a las tierras de Roquefeuille, aparentemente desiertas de vida animal.

El dominio se encontraba en un estado de gran abandono. La avenida que conducía al castillo, antes bien cuidada, estaba invadida por matorrales que no se habían cortado desde hacía meses. Tras escuchar unos ruidos a su derecha, Simón y Casiopea divisaron, en medio de un lago helado, a dos siervos que pescaban furtivamente en el lugar. Habían cortado el hielo y colocado algunas cañas. Al verlos, los campesinos se asustaron, pero Simón los tranquilizó. No les harían ningún daño ni hablarían a nadie de aquello.

– Solo quiero algunas informaciones -explicó.

Uno de los siervos, el de más edad, se acercó a Simón y lo observó con detenimiento. ¿Quizá lo reconocía? No era probable. Su cara había cambiado mucho desde su partida y, además, una barba corta le daba un aire adulto que entonces no tenía. De todos modos, el propio Simón era incapaz de decir si había conocido en otra época a aquel pobre hombre.

– ¿Quién es el señor de estos lugares? -preguntó Simón.

– El conde Etienne de Roquefeuille, messire -respondió el campesino.

Hacía tanto frío que, cuando hablaba, nubes de humo blanco salían de su boca. El siervo tiritaba.

– ¿Y sus hijos? -se atrevió a preguntar Simón.

– Muertos en Tierra Santa -dijo el hombre santiguándose.

Le dieron unos restos de carne para agradecerle la información y se dirigieron hacia la entrada del castillo. Las murallas estaban medio derruidas y el tejado se encontraba cubierto de nieve. De las ventanas colgaban carámbanos como estalactitas, que daban al edificio un aspecto sepulcral. Cuando se acercaron a la entrada, un sirviente vestido con un grueso manto, al que Simón no reconoció, salió a su encuentro. Simón le explicó quién era, pero el criado no quiso creerle.

– El conde Etienne de Roquefeuille no tiene ninguna duda.

Sus cinco hijos han muerto. Dice que es una gran desgracia, se acusa de haberlos matado y se pasa el día llorando. Confieso que yo no sé nada de todo este asunto, pero… Interrumpiéndolo, Simón ordenó:

– Id a decirle que su hijo pequeño está aquí, y que ha vuelto de ultramar.

El sirviente se alejó por una puerta lateral, que conducía a la sala principal del castillo, y volvió poco después:

– El conde os recibirá.

Entraron en una gran sala abovedada, donde habían corrido unas cortinas oscuras de manera que no llegara ninguna luz, con excepción de la que procedía de la chimenea. Hundido en un sillón había un hombre anciano, tan cerca del fuego que se hubiera dicho que su barba estaba revestida de llamas y que él mismo salía de la chimenea. Los leños crujían, interrumpiendo el espeso silencio con su reconfortante sonido.

Aquel anciano de tez macilenta, con una barba hirsuta que le caía sobre el pecho y le cubría la camisa, era el padre de Simón. El hombre no hizo ningún gesto cuando se acercaron, y siguió mirando el fuego fijamente, sin desviar la mirada. Entonces vieron sus ojos: dos globos completamente blancos, sin pupilas; dos ausencias de ojos. La edad, o el dolor, lo habían vuelto ciego. Simón le cogió la mano y la colocó contra su mejilla. Extrañamente, los dedos del anciano estaban helados, y, sin saber por qué, Simón los besó, desesperadamente, para calentarlos.

– Padre, soy yo -le murmuró al oído.

– ¿Simón? -preguntó el anciano con voz temblorosa.

– Sí -dijo Simón-. Simón el corto, el pequeño… Simón, vuestro hijo más joven…

La mano del padre se cerró sobre la de Simón, calentándose poco a poco a su contacto y bajo sus besos. Con su mano libre, el conde acarició la cara de su hijo, tratando tal vez de descifrar sus rasgos.

– Simón, cómo has cambiado… Ahora ya te pareces a tus hermanos…

– Sí -dijo Simón-.Y a vos cuando erais joven…

– Ah, hijo mío, deja que te estreche contra mi pecho, y di a la joven que te acompaña que venga más cerca…

Casiopea se acercó al anciano Roquefeuille, que le acarició suavemente el rostro sin decir palabra, con una leve sonrisa en los labios. Finalmente, después de haber dejado que su mano se perdiera un rato en los cabellos de Casiopea, declaró, como sorprendido:

– Soy feliz…

– Padre -preguntó Simón-, ¿no queréis saber…?

El anciano tendió las manos hacia el hogar, adelantándolas casi hasta el centro de las llamas, de modo que pareció que se inflamaban.

– ¿Saber si has triunfado? Has triunfado, hijo mío, lo sé. En cuanto a mí, he tenido cinco años de soledad, sin mis hijos, para saber que me había equivocado. Os he echado en falta.

– Partimos por vos, padre. Aún hoy, aunque estén muertos, mis hermanos y yo estamos unidos y seguimos amándoos.

– ¿Y yo? ¿Puedo morir en paz?

A modo de respuesta, Simón registró su bolsillo en busca del fragmento de la cruz truncada. Después de encontrarlo, lo puso en la mano de su padre y le cerró el puño sobre él.

– Aaah… -exclamó el anciano-. ¿Es la cruz de Cristo?

Simón dudó un momento antes de responder. Miraba a Casiopea, cuyos ojos y cabellos reflejaban el resplandor del fuego. Luego ella inclinó la cabeza, invitándolo a decir la verdad.

– Ahora es la vuestra -dijo Simón-. Pero antes era la mía y la de un hombre llamado Morgennes.

– Pero ¿me valdrá el paraíso?

– Sin duda.

– ¿Sí? ¿Y por qué?

– ¡Ah! -dijo Simón-, es una larga historia, larga y difícil de explicar.

– Tengo tiempo de sobra.

– Muy bien. Esta es, pues, la historia de esta cruz y del hombre que partió en su busca…

Un leño crujió en el hogar. Simón se interrumpió y pareció perderse en sus pensamientos, absorbido por una profunda tristeza. Después de unos instantes, su padre rompió el silencio.

– A ese hombre, Simón, ¿qué le ocurrió?

– Lo clavaron en una cruz y murió.

Inspirando profundamente, sujetando la mano de su padre y apretando con fuerza la de Casiopea, Simón empezó su relato:

– Dios tenía un hijo, y ese hijo murió…

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