Epílogo

A MOLLY le encantaba vivir en el rancho. Le encantaba estar con los perros, con los caballos y con las vacas, le encantaba hacer correr a las gallinas, le encantaba buscar a los gatitos que había escondido su madre, le encantaba la gente que vivía por allí y que la quería un montón.

Lo único que le daba un poco de miedo era el abuelo, que estaba siempre sentado en su mecedora y le gruñía. Mamá decía que era su manera de reírse, pero Molly no estaba tan segura.

El abuelo le recordaba al oso del cuento que papá le había leído y, siempre que iba a la habitación del bebé, no le quedaba más remedio que pasar por dónde estaba el abuelo.

¡El bebé!

Sabía que se suponía que tenía que quererlo, pero todavía no las tenía todas consigo. Había intentado hablar con él, pero no decía mucho. Desde luego, no hablaba como ella porque ella era una chica grande que la próxima semana cumpliría dos años.

Papá y mamá le habían dicho que iba a tener una maravillosa fiesta de cumpleaños.

Llevaba viviendo en el rancho desde que había nacido el bebé, con papá y con mamá. Al principio, los llamaba Callie y Grant, pero aquellos nombres eran difíciles. Ella prefería llamarlos papá y mamá.

– Bebé bueno, bebé bueno -dijo Molly tocándole la tripita a su hermano.

– Ten cuidado, no le hagas daño, no le des fuerte -le dijo mamá retirándole la mano.

Molly la miró dolida. No le estaba dando fuerte. No le quería hacer daño.

– Los bebés son muy delicados -le explicó su madre abrazándola-. Tenemos que tener mucho cuidado para no hacerle daño porque es muy fácil hacérselo aunque no sea ésa nuestra intención.

Molly asintió. Lo entendía. Los bebés eran muy especiales y había que cuidarlos bien. Sin embargo, ¿su mamá quería más al bebé que a ella?

No le dio tiempo de contestarse a aquella pregunta porque papá la levantó por los aires y comenzó a besarla.

– ¡Gorila, gorila! -exclamó Molly.

– ¿Quieres besos de gorila? -sonrió papá.

Molly gritó encantada.

– Muy bien -dijo papá besándola por las mejillas y por el cuello con la lengua.

Aquello hizo que Molly se riera a carcajadas.

– Shh, que el bebé está dormido -los reprendió mamá.

Papá la dejó en el suelo y Molly frunció el ceño. Así estaban todo el día, diciendo que no había que despertar al bebé que, por otra parte, se pasaba el día entero durmiendo.

Qué aburrido.

Papá estaba besando a mamá y mamá estaba besando a papá, lo que llenaba a Molly de felicidad.

– Soy el hombre más feliz del mundo -comentó papá, por lo visto tan feliz como ella-. Bendito el día en el que casi me matas con aquella orquídea.

– Desde luego -rió mamá-. Gracias a aquel día, tenemos un matrimonio, una hija y un hijo.

– Grant Carver VII -dijo papá con orgullo y satisfacción mirando al bebé-. Lo hemos hecho muy bien.

Papá y mamá eran felices. Maravilloso. Molly tenía la vaga sensación de que echaba a alguien de menos. Mamá le hablaba constantemente de Tina, su primera mamá, que se había ido al cielo porque Dios la necesitaba allí, a su lado.

Molly se estaba aburriendo. Le pareció oír maullar a la gata, así que salió de la habitación del bebé y se dirigió al recibidor.

Al cruzar frente a la habitación del abuelo, aguantó la respiración con la intención de pasar a toda velocidad, pero, entonces, vio algo que la maravilló.

Allí, en una estantería al lado del abuelo, había una caja con una piruleta roja.

Le encantaban aquellos caramelos, pero hacía mucho tiempo que no los comía porque mamá decía que no eran buenos para los dientes.

Molly se moría por tener aquel caramelo a pesar de que la empresa era delicada porque el abuelo podría despertase en cualquier momento.

Sin embargo, decidió arriesgarse y, así, en un abrir y cerrar de ojos, entró en la habitación y volvió a salir con la piruleta en la mano.

A continuación, se dirigió a la habitación de su hermano. Papá y mamá ya se habían ido. Molly le quitó el papel al caramelo, se asomó a la cuna del bebé y se lo dio.

– ¡No! -gritó alguien a sus espaldas.

Molly se giró asustada.

Era Ana, una de las empleadas de servicio.

¿Qué le pasaba? ¿Por qué gritaba tanto? ¿Y por qué la estaba retirando de la cuna como si hubiera hecho algo malo?

Al instante, aparecieron papá y mamá. Papá la tomó en brazos y le explicó que el bebé era muy pequeño para comer caramelos.

De repente, Molly sintió unas tremendas ganas de llorar.

– No te preocupes, pequeña, no pasa nada -la consoló papá besándola.

– Se me ha ocurrido una idea -dijo mamá rebuscando en una bolsa-. Mira -añadió mostrándole un chupete rojo-. Es el chupete de Grant. De ahora en adelante, tú te vas a encargar de guardarlo y de ponérselo cuando yo te lo diga. ¿Qué te parece?

Molly asintió, muy orgullosa.

– La próxima semana es tu fiesta de cumpleaños y te prometo que entonces tendrás todas las piruletas de fresa que quieras -le dijo papá.

Callie volvió a asentir, le pasó los brazos por el cuello y lo abrazó. Ahora, era una niña grande. Estaba aprendiendo muchas cosas y eso estaba bien porque su hermanito iba a tener que aprender mucho de ella.

– Te queremos mucho, Molly -le dijo papá.

Molly asintió. Ya lo sabía. Ella también los quería mucho.

Incluso al bebé.

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