CAPÍTULO 08

Elliott se quedó tres días más en Warren Hall antes de regresar a Finchley Park. Y fue justo durante esos tres días cuando comenzó a considerar seriamente la idea de casarse con la señorita Margaret Huxtable.

Las tres hermanas Huxtable necesitaban con desesperación cierto lustre urbano, aunque en realidad sus modales eran mucho más refinados de lo que se temió en un principio, y también ciertas relaciones sociales adecuadas a su nuevo estatus. Y lo necesitaban sin pérdida de tiempo, ese mismo año, para la temporada social. Una temporada social que comenzaría de lleno después de Pascua.

De momento las tres tenían cierto aire rústico e ingenuo que las convertía en presas fáciles para los libertinos sin escrúpulos como Con Huxtable.

Con dejó Warren Hall el día posterior a la pelea que evitó la señora Dew. Comentó las noticias de su partida durante la cena y, tras escuchar el coro de protestas que se alzó por parte de sus primos, les aseguró con insistencia que tenía negocios urgentes que atender en otro lado. Se marchó sin fanfarrias, al amanecer y antes de que los demás se levantaran.

Para Elliott fue un alivio tremendo. Aunque no se fiaba de que Con se mantuviera alejado. A los que había que alejar de Warren Hall, al menos de forma temporal, era a los Huxtable, que necesitaban aprender a moverse entre la alta sociedad.

Durante los días que siguieron a la marcha de Con, los observó con atención. Y lo que vio de la señorita Huxtable le gustó mucho. Margaret Huxtable aprendía rápido a manejar los asuntos domésticos de una propiedad tan grande, gracias a las frecuentes consultas que les hacía tanto a la cocinera como al ama de llaves. Se tomaba su responsabilidad muy en serio.

Era una mujer inteligente y sensata.

Y, además, era guapísima. Solo necesitaba arreglarse un poco más, cosa que lograría una vez que estuvieran en Londres, para que su belleza fuera deslumbrante.

Llegó a esa conclusión de forma desapasionada. Ni siquiera la deseaba. Claro que nunca había esperado sentir deseo carnal por su futura mujer. La gente se casaba por motivos que nada tenían que ver con la pasión.

El matrimonio con la señorita Huxtable sería conveniente por numerosas razones. Y era absurdo alentar la leve tristeza que le provocaba la idea. En realidad, el simple hecho de pensar en el matrimonio lo entristecía. Pero por desgracia era algo necesario, algo que no debía demorar más.

Dejó Warren Hall sin haber tomado una decisión definitiva al respecto, pero considerándolo muy seriamente.

El joven conde de Merton se esmeró más por aprender los deberes que conllevaba su título una vez desaparecida la distracción que suponía la presencia de Con. Aunque saltaba a la vista que le apenaba haber perdido a un hombre al que admiraba tanto. Samson y él congeniaron de inmediato, un detalle favorable ya que el administrador era la persona ideal para enseñarle a su señor todo lo que debía saber. Elliott ya había comentado con el muchacho la necesidad de contratar a un tutor para que le enseñara el resto. Lo mejor sería contratar a dos tutores, uno que lo enseñara a ser un aristócrata y otro que lo aleccionara en cuestiones académicas a fin de llegar preparado a la universidad. La sugerencia de que debía proseguir con su plan de estudios pareció horrorizarlo, pero Elliott le señaló que todo caballero que se preciara de serlo debía contar con una buena educación. La señorita Huxtable estuvo de acuerdo con él, de modo que Merton claudicó.

En realidad, el muchacho no había decepcionado a Elliott en ningún sentido.

George Bowen estaba en Londres realizando entrevistas a los aspirantes al puesto de tutor y también al de ayuda de cámara. Merton le había asegurado que no necesitaba un sirviente personal, ya que estaba acostumbrado a encargarse de sus necesidades. No obstante, esa era una de las primeras lecciones que debía aprender. Un conde debía demostrar su rango cuando aparecía en sociedad, tanto en lo referente a su conducta como a sus modales, y también en lo referente a su atuendo. ¿Quién mejor que un ayuda de cámara con amplia experiencia para encargarse de este último aspecto?

A la postre Elliott lo dejó todo más o menos solucionado para poder pasar unos días en Finchley Park. Quería regresar a casa. Quería reflexionar sobre el tema que había rechazado de plano cuando George lo sugirió unas cuantas semanas antes. Sin embargo, tenía la impresión de que acabaría proponiéndole matrimonio a la señorita Huxtable.

Solo había un detalle que le hacía dudar. Si se casaba con ella, la señora Dew se convertiría en su cuñada.

La idea le resultaba deprimente.

Bastaba para agriarle el carácter de por vida.

La mujer le había sonreído alegremente durante los tres últimos días, como si lo considerara una especie de chiste.

Se alegraba mucho de estar de nuevo en casa.

La primera persona que salió a su encuentro fue su hermana pequeña. Salía de casa cuando él llegó, vestida con un precioso traje de montar. Lo saludó con una sonrisa cariñosa y echó la cabeza hacia atrás para recibir un beso en la mejilla.

– ¿Y bien? -le preguntó-. ¿Cómo es?

– Yo también me alegro mucho de verte, Cecé -repuso con sequedad-. ¿Te refieres a Merton? Es alegre, inteligente y tiene diecisiete años.

– ¿Es guapo? -Quiso saber su hermana-. ¿De qué color tiene el pelo?

– Rubio.

– Prefiero a los hombres morenos -señaló Cecé-. Pero da igual. ¿Es alto? ¿Delgado?

– ¿Que si es un adonis? -repuso él-. Eso tendrás que decidirlo tú sólita. Estoy seguro de que mamá te llevará a Warren Hall dentro de poco. Sus hermanas están con él.

Las noticias lograron alegrarla aún más.

– ¿Hay alguna de mi edad? -preguntó.

– Sí, creo que la más pequeña -respondió-. Como mucho, será dos años mayor que tú.

– ¿Y es guapa?

– Mucho -reconoció-. Pero tú también lo eres. Y ahora que ya tienes el halago que buscabas, puedes irte. Espero que no vayas a montar tú sola…

– ¡Por supuesto que no! -Exclamó ella con un mohín-. Me acompañará uno de los mozos de cuadra. He quedado con los Campbell. Me invitaron ayer y mamá me dio permiso, siempre y cuando no lloviera.

– ¿Dónde está mamá? -le preguntó él.

– En sus aposentos.

Al cabo de unos minutos, Elliott estaba cómodamente sentado en uno de los mullidos sillones del gabinete privado de su madre, con una taza de café que ella misma le sirvió.

– Deberías haberme comunicado que ibas a traer a la tres hermanas de Merton a Warren Hall, Elliott -le reprochó después de que le resumiera las noticias, tras un breve abrazo y las consabidas preguntas sobre la salud-. Cecily y yo habríamos ido a hacerles una visita ayer o anteayer.

– Era evidente que necesitaban un poco de tiempo a solas para adaptarse a su nuevo hogar y a las nuevas circunstancias, mamá -adujo-. Throckbridge es un pueblecito muy pequeño que apenas recibe visitantes. Vivían casi en la pobreza, en una casita con techo de paja. La hermana pequeña daba clases en la escuela.

– ¿Y la viuda? -preguntó su madre.

– Vivía en Rundle Park, la propiedad de su suegro, un baronet -contestó-. Pero no era un sitio grande, y sir Humphrey Dew es un hombre tontorrón y charlatán, aunque actúa sin maldad; es una buena persona. Dudo mucho que haya salido del pueblo alguna vez.

– Por lo visto, todas ellas van a necesitar un buen pulido -apostilló su madre.

– Desde luego -convino él con un suspiro-. Esperaba traer solo a Merton de momento. Sus hermanas podían haberlo seguido después, preferiblemente muchísimo después.

– Pero son sus hermanas -le recordó su madre, que se puso en pie para servirle otra taza de café-. Y solo es un muchacho.

– Gracias, mamá -dijo al tiempo que aceptaba la taza-. Qué tranquilidad hay siempre en casa.

Ojalá no tuviera una hermana que presentar en sociedad, porque así su madre estaría libre y él se ahorraría…

No obstante, tendría que casarse. Ese mismo año.

– ¿Son una familia muy bulliciosa? -preguntó su madre, enarcando las cejas.

– ¡No, no, en absoluto! -Suspiró otra vez-. Es que me sentía un poco…

– ¿Responsable? -sugirió ella-. Elliott, has hecho todo lo que ha estado en tu mano desde que heredaste esa responsabilidad. ¿Es inteligente ese muchacho? ¿Serio? ¿Está dispuesto a aprender?

– Muy inteligente, sí-contestó-, aunque me parece que tiene un carácter un poco inquieto. De repente, se ha visto con alas y desea extenderlas con desesperación, aunque no tiene mucha idea de cómo hacerlo.

– En ese caso, es igual que todos los muchachos a esa edad -le aseguró su madre con una sonrisa.

– Supongo que tienes razón -dijo. Pero de momento ha demostrado sentir interés por sus tierras y por todo el trabajo que conllevan, y también por las responsabilidades que implicará ser un par del reino cuando alcance la mayoría de edad. Ha accedido a continuar con sus planes de asistir a Oxford este otoño. Admito que posee mucho encanto. Creo que la servidumbre de Warren Hall ya lo adora, Samson incluido.

– Entonces no será una pérdida de tiempo ni de esfuerzo para ti -repuso su madre-. ¿Y las damas? ¿Será muy difícil quitarles el aura rústica? ¿Son vulgares? ¿Duras de mollera?

– En absoluto. -Apuró el café y soltó un suspiro de contento mientras estiraba las piernas, todavía con las botas puestas, tras lo cual dejó la taza junto al apoyabrazos del sillón-. Creo que se adaptarán sin dificultad. Pero, mamá, alguien tendrá que llevarlas a Londres esta primavera y acompañarlas para que adquieran un guardarropa adecuado, para presentárselas a las personas adecuadas, para introducirlas en la alta sociedad y… En fin, es que no sé cómo se hace. Yo no puedo hacerlo. En el caso de las tres damas me encuentro atado de manos.

– Desde luego -convino su madre.

– Y tú tampoco puedes -señaló-. Este año es la presentación de Cecily. -Le lanzó una mirada esperanzada.

– Cierto -repuso ella.

– He pensado que tal vez la tía Fanny o a la tía Roberta… -dijo.

– ¡Elliott! -Lo interrumpió su madre-. No estarás hablando en serio, ¿verdad?

– No -reconoció-. Supongo que no. Y la abuela está demasiado mayor. George dice que debería casarme y dejar que mi mujer las amadrine.

Su madre pareció alegrarse por la solución, aunque acabó frunciendo el ceño.

– Después de las Navidades me dijiste que te casarías este año -le recordó-, antes de cumplir los treinta. Me alegro mucho de que lo hayas decidido, de verdad, pero espero que no elijas a tu futura esposa movido por motivos fríos y racionales, sin tener en cuenta las razones del corazón.

– Sin embargo, los matrimonios concertados y cuidadosamente planeados suelen resultar más felices que las uniones por amor, mamá -protestó.

Y se arrepintió nada más decirlo. El matrimonio de su madre había sido concertado. No obstante, aunque en aquella época su madre era joven y hermosa -de hecho todavía lo era a esas alturas-, su matrimonio no había sido feliz. Su padre se había mantenido fiel a su amante y a la familia que había creado con ella mucho antes de casarse y de crear una nueva familia con su esposa.

La vio sonreír sin apartar la mirada de su taza.

– George sugirió que me casara con la señorita Huxtable -dijo, observándola con mucha atención.

Su madre dejó a medio camino la taza que se estaba llevando a los labios.

– ¿Con la hermana mayor? -le preguntó.

– Por supuesto -respondió.

– ¿Con una joven criada en el campo que ha pasado toda la vida viviendo en una casita de techo de paja? -Frunció el ceño mientras dejaba la taza en el platillo-. ¿Con una joven a quien apenas conoces? ¿Cuántos años tiene?

– Rondará los veinticinco, creo -contestó-. Es una mujer sensata y de modales exquisitos, a pesar de su humilde infancia en la vicaría del pueblo. Es bisnieta y hermana de un conde, mamá.

– Te lo ha sugerido George -dijo su madre-. ¿Qué opinas tú al respecto?

Se encogió de hombros.

– Ya es hora de casarme y de tener hijos -respondió-. Ya me había resignado a contraer matrimonio antes de finales de año, y esperaba ser padre lo antes posible después de la boda. No tenía en mente a ninguna joven en concreto. Supongo que la señorita Huxtable es tan adecuada como cualquier otra.

Su madre apoyó la espalda en el respaldo del sillón y guardó silencio un instante.

– Jessica y Averil han contraído matrimonios muy ventajosos -le recordó a la postre-. Pero, Elliott, lo más importante es que ambas sentían afecto por sus maridos antes de casarse. Es lo que espero que encuentre Cecily este año o el próximo. Es lo que siempre he deseado para ti.

– Ya hemos hablado de esto antes. -Le sonrió-. Mamá, no soy un hombre romántico. Espero casarme con una mujer con quien pueda tener una relación cómoda y agradable, e incluso afectuosa con el paso de los años. Pero lo más importante es elegir con sensatez.

– ¿Y crees que la señorita Huxtable es una elección sensata? -le preguntó su madre.

– Eso espero -respondió Elliott.

– ¿Es guapa?

– Mucho -le aseguró.

Su madre colocó la taza y el platillo en la mesa que tenía al lado.

– Ya va siendo hora de que Cecily y yo hagamos una visita a Warren Hall -anunció-, para saludar al nuevo conde de Merton y a sus hermanas. Deben de pensar que somos muy negligentes por no haberlo hecho antes. ¿Constantine sigue allí?

– Se marchó hace tres días. -Apretó los dientes.

– A Cecily le apenará saberlo -repuso su madre-. Lo adora. Aunque supongo que el nuevo conde de Merton bastará como aliciente para convencerla de que me acompañe. Me ha hecho mil preguntas sobre él, para las cuales no tenía respuesta, claro. Le echaré un buen vistazo a la señorita Huxtable. ¿Estás decidido a proponerle matrimonio?

– Cuanto más lo pienso, más me convence la idea -respondió.

– ¿Y ella te aceptará?

No veía por qué no iba a hacerlo. La señorita Huxtable era soltera y por su edad corría el riesgo de quedarse para vestir santos. Sus motivos para no contraer matrimonio hasta el momento le parecían lógicos, aunque con su belleza debían de haberle llovido las propuestas matrimoniales incluso en un lugar tan remoto y perdido como Throckbridge. Sin embargo, le había hecho una promesa a su padre y la había mantenido. Aunque ya no había motivos para que siguiera al frente de la familia. Sus dos hermanas habían dejado muy atrás la adolescencia, y Merton seguiría disfrutando de la compañía de ambas, además de contar con su tutor y con su hermana mayor como vecinos.

En realidad, sería un arreglo muy oportuno. Para todos.

– Eso creo -contestó.

Su madre se inclinó hacia delante y le tocó la mano.

– Iré a ver a la señorita Huxtable -dijo-. Mañana.

– Gracias. Me gustaría mucho conocer tu opinión.

– Mi opinión no debería ser relevante, Elliott -replicó ella-. Si es la mujer con la que quieres casarte, deberás estar dispuesto a mover cielo y tierra para llevarla al altar. -Enarcó las cejas, como si estuviera esperando que le confesara sentir una pasión eterna por la señorita Huxtable.

Elliott cubrió la mano de su madre con la que tenía libre y le dio unas palmaditas antes de ponerse en pie.


La vizcondesa de Lyngate y su hija fueron de visita a Warren Hall al día siguiente.

Una visita que pilló totalmente por sorpresa a sus habitantes.

Stephen entró en la biblioteca procedente del despacho del administrador, donde se encontraba con el señor Samson, y les dijo a sus hermanas que el carruaje del vizconde de Lyngate acababa de aparecer por la avenida. Sin embargo, las noticias no eran en absoluto alarmantes. El vizconde les informó antes de marcharse el día anterior de que los visitaría con frecuencia. Más concretamente, de que visitaría a Stephen.

Margaret estaba examinando los libros de cuentas domésticos, que había pedido a la señora Forsythe. Vanessa, que acababa de escribir una carta a lady Dew y a sus cuñadas, estaba ojeando los libros encuadernados en cuero que se alineaban en los estantes mientras pensaba que esa estancia se parecía bastante al paraíso.

Y en ese momento entró Katherine en tromba procedente del establo, y anunció la llegada del carruaje y la del vizconde, que viajaba a caballo.

– ¿Quién viene en el carruaje, entonces? -preguntó Margaret un tanto alarmada, al tiempo que cerraba el libro y lo dejaba en el escritorio, tras lo cual se pasó las manos por el pelo.

– ¡Ay, Dios! -exclamó Katherine mientras se echaba un vistazo. Tenía un aspecto muy desaliñado, ya que había estado tomando clases de montar con uno de los mozos de cuadra-. ¿Crees que será su madre? -Y salió volando de la biblioteca, presumiblemente para lavarse la cara y las manos, y para adecentarse un poco.

Margaret y Vanessa no tuvieron esa oportunidad. Oyeron que el carruaje se detenía frente a la puerta principal, justo bajo las ventanas de la biblioteca, y después les llegaron voces desde el vestíbulo. Stephen había salido para recibir a las visitas, que en efecto eran la vizcondesa y su hija. El vizconde de Lyngate las acompañó sin pérdida de tiempo a la biblioteca, para realizar las presentaciones.

A Vanessa le parecieron muy elegantes. Sus vestidos, sus pellizas y sus bonetes debían de ser el último grito. De repente, se sintió como un ratoncillo de campo, razón por la que le lanzó al vizconde una mirada de reproche, ya que debería haberlas avisado con antelación de la visita. Ni siquiera se había quitado el delantal que se había puesto sobre el vestido gris para no mancharse con el polvo de las estanterías. Tanto Margaret como ella se habían recogido el pelo de la forma más sencilla, y hacía horas que no veían un cepillo.

El vizconde la miró y enarcó las cejas, y Vanessa tuvo la sensación de que podía leerle el pensamiento. Las verdaderas damas, parecía decirle su desdeñosa expresión, estaban siempre preparadas a esa hora del día por si aparecía alguna visita inesperada. Como de costumbre, lord Lyngate iba hecho un pincel. Y estaba tan guapo y tan viril como siempre.

– Les agradezco el detalle de su visita -escuchó que decía Margaret, la cual no parecía haberse inmutado por lo inesperado de la misma-. Acompáñenme al salón, allí estaremos más cómodos. La señora Forsythe nos servirá el té.

– Merton, me alegré muchísimo cuando Elliott me comentó que había insistido usted en venir acompañado por sus hermanas -dijo lady Lyngate mientras subían por la escalinata-. Esta casa es demasiado grande para que un caballero viva solo.

– Si él no hubiera insistido, lo habría hecho yo -terció Margaret-. Stephen solo tiene diecisiete años, y aunque se empeñe en repetir que es un adulto en casi todos los aspectos, yo no habría disfrutado de un solo momento de tranquilidad si le hubiera permitido venir con la única compañía del vizconde Lyngate y del señor Bowen.

– Es comprensible -asintió lady Lyngate.

Stephen pareció sufrir un repentino ataque de timidez mientras la señorita Wallace lo observaba con interés.

– A primera vista yo no le echaría diecisiete años -comentó la joven-. Parece usted mayor que yo, y eso que tengo dieciocho.

Stephen respondió al comentario con una sonrisa de oreja a oreja.

Katherine se reunió con ellos en el salón al cabo de unos minutos. Su aspecto era correcto y limpio, ya que acababa de lavarse la cara. Estaba preciosa, como siempre. Sin embargo, al lado de la señorita Wallace parecía un tanto pueblerina, concluyó Vanessa después de observarla con cariño, pero con ojo crítico.

– Merton -dijo el vizconde-, si te parece, dejaremos que las damas tomen el té sin nosotros. Quiero saber en qué has estado ocupado desde ayer.

La expresión de la señorita Wallace se tornó desilusionada, pero no tardó en prestarle toda su atención a Katherine.

– Elliott dice que irá a Londres después de Pascua para ser presentada en sociedad -comentó-. Yo también seré presentada este año. Así nos haremos compañía. Me encantaría tener el pelo tan rubio como usted. Esos reflejos dorados son preciosos.

La señorita Wallace era muy morena. Como su hermano. Saltaba a la vista que no habían heredado de su madre, cuyo aspecto era muy griego, con su pelo negro veteado de canas y sus rasgos elegantes pero fuertes.

– Gracias -respondió Katherine-. Confieso que estoy disfrutando mucho de la estancia en Warren Hall, pero no estoy segura de querer ir a Londres. Aquí me queda mucho por explorar, hay mucha belleza que contemplar. Además, estoy aprendiendo a montar a caballo.

– ¿Está aprendiendo a montar? -preguntó la señorita Wallace con incredulidad.

– Pues sí -respondió Katherine-. Meg aprendió cuando papá aún estaba vivo, porque en aquella época teníamos un caballo. Nessie montaba en Rundle Park después de casarse con Hedley, nuestro cuñado. Pero yo nunca he tenido la oportunidad de aprender. Constantine me dio unas cuantas lecciones antes de marcharse, hace ya unos días, y ahora es el señor Taber, el encargado de los establos, quien me está ayudando.

– Estoy disgustadísima con la marcha de Con -afirmó la señorita Wallace-. Últimamente no va nunca a Finchley Park y mamá no me permite venir sola a Warren Hall. Adoro a Con. ¿A que es el hombre más guapo del mundo?

Katherine sonrió y lady Lyngate enarcó las cejas.

– De cualquier forma -prosiguió su hija-, debe venir a Londres durante la temporada social. He traído una revista de bocetos de moda; la he dejado en el carruaje. ¿Me permite enseñársela? Hay algunos diseños muy novedosos que le sentarían estupendamente con su figura, tan alta y tan delgada. En realidad, estoy convencida de que todos le sentarían estupendamente.

– Kate -dijo Margaret-, si te parece, puedes irte con la señorita Wallace a la biblioteca para echarle un vistazo a la revista y disfrutar con los bocetos sin que nadie os moleste.

Se marcharon juntas, de modo que Margaret y Vanessa se quedaron a solas con la vizcondesa. Mientras les llevaban la bandeja del té, la dama les sonrió con elegancia pero también con afecto, y conversaron sobre los temas habituales.

– Deben hacer su presentación en sociedad esta temporada -les aconsejó-. Las tres. Aunque entiendo que la idea les parezca aterradora. Su hermano es demasiado joven para circular libremente entre sus pares; todavía le faltan unos cuantos años para poder hacerlo. Sin embargo, la alta sociedad querrá echarle un vistazo. La figura del conde de Merton lleva mucho tiempo ausente de los círculos sociales. Jonathan era un niño y de todas formas no podía salir de Warren Hall.

– Es muy triste que haya muerto tan joven -comentó Vanessa-. Era su sobrino, ¿verdad, señora?

– El hijo pequeño de mi hermana, sí -respondió la vizcondesa-. Es muy triste, sí. Sobre todo porque ella murió poco después de dar a luz. Pero Jonathan fue un niño muy feliz, ¿saben? Tal vez toda esa felicidad haya sido suficiente compensación por disfrutar de una vida tan corta. Me gusta creer que es así. Además, murió de forma repentina y tranquila. Sin embargo, su hermano es ahora el dueño de Warren Hall y me parece un muchacho encantador.

– Nosotras así lo vemos, sí -convino Vanessa.

– Sabemos que entre sus posesiones cuenta con una casa en Londres -comentó Margaret-. Así que si decidimos marcharnos, no tendremos problema en ese sentido. Aunque sí en muchos otros, tal como usted imaginará solo con mirarnos, milady.

– Cuenta usted con una gran belleza -afirmó lady Lyngate mirando a Margaret, por supuesto.

– Gracias. -Margaret se ruborizó-. Pero eso no es lo importante.

– No, desde luego -convino la vizcondesa-. Pero si una de ustedes estuviera casada, se solucionaría el problema.

– Mi marido está muerto, señora -terció Vanessa-. De todas formas no se movía en los círculos más exquisitos de la aristocracia, aunque mi suegro es un baronet.

Lady Lyngate la miró un instante con afabilidad antes de volverse hacia Margaret.

– No -dijo-, dicho marido tendría que estar muy bien situado en la alta sociedad. Debería ser alguien con posición e influencia. Y después de una presentación formal en la corte, con el guardarropa apropiado y un poco de lustre, usted podría amadrinar a sus hermanas e incluso encontrarles esposo.

Margaret se llevó la mano al pecho mientras se ruborizaba de nuevo.

– ¿Se refiere a mí, milady? -preguntó.

– Lleva usted muchos años cuidando a sus hermanos -adujo la vizcondesa-. Un comportamiento admirable, pero sus años de juventud se han esfumado. Sigue siendo preciosa, y posee una elegancia natural que le facilitará mucho sus relaciones con la aristocracia. Sin embargo, querida, ya va siendo hora de que se case. Por su bien y por el de sus hermanas.

– Meg no tiene que casarse por mi bien -replicó Vanessa mirando a Margaret, cuyo rubor había desaparecido ya que en esos momentos se había quedado blanca.

– No -convino lady Lyngate-. Pero usted ya ha tenido su oportunidad, señora Dew. No así su hermana mayor. Y su hermana menor necesitará tener la suya dentro de poco. Es mayor que Cecily. Perdónenme. Pensarán que esto no es de mi incumbencia, y tienen toda la razón, por supuesto. No obstante, han admitido que necesitan ayuda y consejo. Este es mi consejo, señorita Huxtable. Cásese lo antes posible.

Margaret había recuperado el buen color de cara y el consejo pareció hacerle gracia.

– Acabo de acordarme de la antigua cuestión sobre la gallina y el huevo -dijo-. Necesito casarme para que mis hermanas puedan disfrutar de una presentación en sociedad adecuada, pero convendrá usted, milady, en que para casarme primero debería ser presentada en sociedad.

– No necesariamente -le aseguró la vizcondesa-. Tal vez haya un candidato interesado, muy adecuado, más cerca de lo que cree.

Dejó la cuestión ahí, sin explicar nada más, y les preguntó si habían pensado en buscar una doncella que las pusiera al día en cuestiones de vestuario y que pudiera aconsejarlas en cuanto a peinados. Les dijo que podían contar con ella para contratar a alguien adecuado para el puesto.

– Se lo agradecería mucho -dijo Margaret-. Solo hay que mirarlas a usted y a la señorita Wallace para saber cuánto debemos aprender.

Fue mucho después, mientras paseaban por la terraza para disfrutar de la vista de los jardines que se extendían a sus pies y mientras aguardaban la llegada del carruaje y de sus dos hijos, cuando la vizcondesa volvió a hacer alusión al tema que había dejado caer antes.

– Elliott ha decidido casarse este año -dijo-. Será un partido estupendo para cualquier dama, como es evidente. Además de los atributos más obvios de su persona, también posee un corazón fiel; yo diría que incluso tierno, aunque él no se ha dado cuenta de ese detalle. Sin embargo, la mujer adecuada logrará que lo descubra. Su intención, y mi esperanza, es que encuentre una dama de carácter y principios firmes. La belleza y la elegancia no estarían de más, claro está. Tal vez no tenga que buscar mucho para hallar lo que busca.

Mientras hablaba mantuvo la vista clavada en los parterres desnudos que tenían a los pies, como si estuviera pensando en voz alta.

Vanessa no fue la única en interpretar correctamente el velado mensaje. El carruaje se puso en marcha al cabo de unos minutos, y el vizconde de Lyngate se alejó a caballo. Katherine y Stephen se marcharon hacia el establo, ya que habían planeado ir cabalgando al pueblo para hacerles una visita a los Grainger, de modo que Vanessa y Margaret se quedaron a solas en la terraza.

– Nessie -dijo Margaret al cabo de unos minutos de silencio, cuando el sonido de los cascos de los caballos se perdió en la distancia-, ¿lady Lyngate acaba de decir lo que yo creo que acaba de decir?

– Parece que está intentando auspiciar un compromiso entre su hijo y tú -contestó.

– ¡Pero eso es absurdo! -exclamó Margaret.

– Yo no lo veo así -la contradijo-. El vizconde ha llegado a una edad en la que lo normal es buscar una esposa. Todos los caballeros con título y posesiones deben casarse, no sé si lo sabes, sea cual sea su opinión al respecto. Y tú eres una candidata muy adecuada. Además de seguir soltera, de ser guapa y de poseer unos modales exquisitos, eres la hermana de un conde, precisamente del conde de quien es tutor lord Lyngate. ¿Se te ocurre algo más conveniente que una boda entre vosotros?

– ¿Conveniente para quién? -replicó Margaret.

– Y el vizconde es un gran partido -prosiguió Vanessa-. Hace solo dos semanas nos llevamos una gran impresión porque se había alojado en la posada del pueblo sin previo aviso y porque asistió al baile. Es un hombre con título y con dinero, joven y guapo. Y tú misma le has expuesto a la vizcondesa lo precario de nuestra posición, ya que no contamos con la ayuda de una dama que nos amadrine para presentarnos en sociedad.

– ¿Y si yo me casara crees que podría asumir ese papel con respecto a ti, a Kate y a mí misma? -le preguntó Margaret con un estremecimiento mientras regresaban a la casa.

– Sí-contestó Vanessa-. Supongo que podrías hacerlo. Disfrutarías de tu presentación en la corte tal como ha explicado lady Lyngate, y después podrías hacer lo que te pareciera mejor. De esa forma, el vizconde de Lyngate podría ayudarnos todo lo posible sin que nadie lo considerara incorrecto. Si él fuera tu marido, no habría nada impropio en que nos prestara su apoyo.

La idea le resultó espantosa por algún motivo. Margaret y el vizconde de Lyngate… Intentó imaginárselos juntos. En el altar, durante la boda, sentados el uno junto al otro frente al fuego en una escena de lo más hogareña, o en el… ¡No! No pensaba imaginárselos en ningún otro sitio. Sacudió la cabeza con suavidad para alejar la imagen.

Margaret se detuvo al llegar junto a la fuente. Colocó una mano en el borde de piedra como si necesitara apoyo.

– Nessie -dijo-, no estás hablando en serio.

– La cuestión es si hablaba en serio la vizcondesa -repuso su hermana-. Y si es capaz de convencer al vizconde para que considere en serio la idea.

– Pero ¿crees que habría dejado caer una insinuación tan… evidente sin que él estuviera al tanto de todo? -Preguntó Margaret-. ¿Cómo iba a ocurrírsele algo así a lady Lyngate si el vizconde no le hubiera comentado algo previamente? Ella no nos había visto hasta esta tarde. Tal vez haya venido con la intención de echar un vistazo a una posible candidata.

El hecho de que haya dicho lo que ha dicho indica que aprueba la elección de su hijo. Pero ¿cómo es posible que el vizconde haya tomado esa decisión? ¡Mi aspecto es totalmente pueblerino! ¿Cómo es posible que se le haya pasado por la cabeza siquiera? Nunca ha dejado entrever que estuviera interesado en formalizar un compromiso conmigo. Nessie, ¿no estaré sufriendo una disparatada pesadilla?

Comprendió que Margaret tenía razón. El vizconde de Lyngate sabía desde el primer momento que si las tres hermanas acompañaban a Stephen a Warren Hall, supondrían un enorme problema. Era muy probable que hubiera decidido solventarlo en parte casándose con Margaret. Y, según su madre, ya había decidido con anterioridad casarse ese año.

– Pero en el caso de que te proponga matrimonio, no puedes decir que no, Meg -afirmó-. ¿Te gustaría hacerlo?

– ¿Negarme? -Margaret frunció el ceño y guardó silencio unos instantes.

¿No estaría sufriendo una disparatada pesadilla?, se repitió.

– ¿Dudas por Crispin? -le preguntó Vanessa en voz baja.

Era la primera vez que el nombre de Crispin surgía entre ellas desde hacía muchísimo tiempo.

Margaret volvió la cabeza con brusquedad para mirarla un instante, aunque su hermana alcanzó a ver las lágrimas que tenía en los ojos.

– ¿A quién te refieres? -la oyó preguntar-. ¿Conozco a alguien con ese nombre?

La voz de Margaret destilaba tanto dolor y tanta amargura que no supo qué contestar. De todas formas, era obvio que se trataba de una pregunta retórica.

– Si alguna vez conocí a alguien con ese nombre -dijo Margaret a la postre-, ya no lo recuerdo.

Vanessa tragó saliva al escuchar ese comentario. Ella también estaba al borde de las lágrimas.

– Si me casara -comentó Margaret-, siempre y cuando lord Lyngate me propusiera matrimonio, claro, le facilitaría las cosas a Kate, ¿verdad? Y a ti también. Y a Stephen.

– Pero no puedes casarte para facilitarnos las cosas -repuso Vanessa, horrorizada.

– ¿Por qué no? -Margaret la miró en ese momento con una expresión vacía y desolada-. Os quiero a todos. Sois mi vida. Sois mi razón para vivir.

Las palabras de su hermana la dejaron espantada. Nunca la había escuchado hablar con semejante desesperación. Siempre parecía tranquila y alegre, era el ancla del que dependían todos. Aunque en el fondo siempre había sabido que en su interior guardaba un corazón destrozado, nunca había imaginado hasta qué punto esa herida había dejado vacía el alma de Margaret. Y debería haberlo adivinado.

– Pero ahora ya no estás obligada a cuidarnos como antes -le recordó-. Gracias a su posición, Stephen puede cuidarnos y asegurarse de que no nos falta nada. Lo único que necesitamos de ti es tu amor, Meg. Y tu felicidad. No hagas esto. Por favor.

Margaret sonrió.

– Estoy convirtiendo esta situación en un melodrama de tres al cuarto, ¿verdad? Sobre todo cuando ni siquiera sabemos si lady Lyngate me ha elegido como posible novia de su hijo. Y tampoco sabemos qué opina el interesado del tema, o si lo ha pensado siquiera. Nessie, qué humillante sería después de todo esto que no viniera a proponerme matrimonio. -Soltó una alegre carcajada, pero su expresión seguía siendo desolada.

Vanessa tuvo un desagradable presentimiento mientras regresaban al interior de la casa, a la biblioteca, donde ya habían encendido el fuego, cuyo calor recibieron con gusto.

Crispin jamás volvería en busca de Margaret. Pero si se casaba con el vizconde de Lyngate para seguir protegiéndolos, la vida dejaría de tener sentido para ella.

Porque, en realidad, ellos no eran su razón para seguir viviendo. Margaret dependía de la esperanza para seguir adelante, aunque pareciera haberla perdido por completo después de los cuatro años de ausencia de Crispin.

La esperanza era lo que daba sentido a la vida de todo el mundo.

Margaret no podía casarse con el vizconde de Lyngate. Era posible que él ni siquiera se lo propusiera, claro estaba, pero Vanessa tenía la espantosa certeza de que lo haría. Y en ese caso, mucho se temía que Margaret aceptaría.

La posibilidad la asustaba.

¿Por lo que pudiera suponer para su hermana?

La pregunta cobró forma en su mente y la sorprendió hasta el punto de afectarle. ¿Qué objeción personal podía tener para temer un matrimonio entre Meg y el vizconde? ¿O entre cualquier otra mujer y el vizconde? Era cierto que había estado en un tris de enamorarse de él en el baile de San Valentín. Pero incluso entonces era consciente de que el carácter de lord Lyngate le causaba más antipatía que admiración.

Razón por la que no era justo que fuese tan guapísimo.

De todas formas, concluyó, aunque estuviera enamorada de él (que no lo estaba), ella sería la última mujer con la que se le ocurriría casarse.

Eso sí, no podía permitir que le propusiera matrimonio a Meg. Porque su hermana era capaz de aceptarlo.

Tenía que haber alguna forma de impedírselo. Y ella tendría que encontrarla antes de que fuera demasiado tarde, decidió.

Sin embargo, se le había ocurrido una posible solución. Que más bien era del todo imposible.

Загрузка...