CAPÍTULO 21

Vanessa pensaba que la tarea de introducir a sus hermanas en la alta sociedad sería hercúlea. Al fin y al cabo, ella conocía tan poco de la alta sociedad como sus hermanas, aunque estuviera casada con un vizconde, con el heredero de un ducado. Podría decirse que prácticamente no sabía nada ni conocía a nadie.

Sin embargo, no resultó ser difícil en absoluto. Solo hacía falta tener una posición respetable como la esposa de un caballero perteneciente a ese selecto grupo. Elliott superaba con creces ese requisito.

Las Huxtable se convirtieron en una especie de curiosidad. En su caso, porque acababa de casarse con uno de los solteros más codiciados de toda Inglaterra. En el caso de Margaret y de Katherine, porque eran las hermanas del nuevo conde de Merton, que había resultado ser un muchacho muy joven, muy apuesto y muy atractivo pese a su falta de sofisticación, o tal vez precisamente por eso. Además, Margaret y Katherine contaban con el interés añadido de su considerable belleza.

La alta sociedad, descubrió pronto Vanessa, ardía constantemente en deseos de conocer caras nuevas, de escuchar historias nuevas y de enterarse de nuevos escándalos. La historia de que el flamante conde de Merton y sus hermanas habían estado escondidos en un pueblecito recóndito, viviendo en una casa más pequeña que el cobertizo de un jardín (por que la alta sociedad también tenía la tendencia de exagerar mucho), había capturado la imaginación colectiva y avivado las conversaciones de salón durante más de una semana. Al igual que el hecho de que una de sus hermanas hubiera conseguido la mano, si no el corazón, del vizconde de Lyngate ni más ni menos. Como no era una belleza, no tildaban la unión de matrimonio por amor, aunque si era un matrimonio de conveniencia, resultaba extraño que el vizconde no se hubiera casado con la hermana mayor. Y el interés se avivó muchísimo cuando corrió la noticia de que la señora Bromley Hayes había dejado de ocupar el puesto de amante del vizconde de Lyngate de manera fulminante después de que fuera vista por Hyde Park acompañada de la vizcondesa.

El prestigio de la flamante vizcondesa de Lyngate aumentó de manera considerable.

Los Huxtable recibían invitaciones a todos los eventos frecuentados por la flor y nata de la alta sociedad: a bailes, a veladas, a conciertos, a comidas al aire libre, a desayunos al estilo veneciano, a cenas, al teatro… La lista era interminable. De hecho, podrían estar de fiesta desde la mañana hasta la noche. En fin, tal vez no «la mañana» en el sentido estricto de la expresión. La mayoría de la aristocracia se levantaba después del mediodía, ya que se pasaba buena parte de la noche bailando, jugando a las cartas, charlando o entreteniéndose de cualquier otra forma.

De modo que una invitación a desayunar era en realidad una invitación a un almuerzo a media tarde. Vanessa no entendía cómo muchas de esas personas estaban encantadas de comenzar sus jornadas por la tarde y concluirlas al amanecer.

¡Qué pérdida de horas de luz y de sol!

Acompañó a sus hermanas a un buen número de eventos sociales, pero no tuvo que esforzarse para presentarles personas de cuyo nombre no solía acordarse, ni para buscarles grupos en los que integrarse o parejas de baile. Tal como Elliott había predicho, se encontraban con la misma gente en casi en todos los eventos a los que acudían, y los nombres, las caras y los títulos se hicieron más familiares.


Margaret y Katherine pronto entablaron amistades e hicieron un grupo de conocidos, y no tardaron en tener su propia corte de admiradores… al igual que le sucedió a ella, para su total asombro. Caballeros a quienes apenas recordaba la invitaban a bailar o se ofrecían a llevarle algún refrigerio o a acompañarla a dar un paseo por los jardines o alrededor de la pista de baile. Algunos incluso la invitaron a pasear en carruaje o a caballo por Rotten Row.

No era nada inusual, por supuesto, que las mujeres casadas contaran con sus chichisbeos. Y recordó que Elliott le dijo en el teatro que era normal que una mujer casada apareciera en público con un caballero que no fuera su esposo.

A su entender, eso decía mucho de la naturaleza de los matrimonios de la alta sociedad, aunque ella no tenía ningún deseo de amoldarse a sus costumbres. Si Elliott no podía acompañarla, prefería la compañía de sus hermanas o de su suegra a la de un caballero desconocido.

Durante las semanas que siguieron a su presentación en la corte no fue infeliz.

Tampoco fue especialmente feliz.

Entre Elliott y ella existía cierta tirantez desde el día que se enfrentó a él para hablar de la señora Bromley Ha estaban distanciados. La acompañaba a muchos eventos, sobre todo por la noche. Conversaba con ella a la menor oportunidad. Le hacía el amor todas las noches. Dormía en su cama.

No obstante, había… algo. Una especie de tensión.

Aunque confiaba en Elliott, se sentía dolida. No le afectaba el hecho de que hubiera tenido una amante antes de casarse, porque eso habría sido irracional. Pero sí se sentía un poco dolida por que hubiera visitado a su antigua amante después de casarse con ella, una visita que habría ignorado si no se hubiera enterado por su cuenta. Y también se sentía un poco dolida porque la señora Bromley Hayes era una criatura muy hermosa, al menos físicamente.

Su matrimonio iba muy bien, se repetía una y otra vez, de hecho, iba fenomenal. Tenía un marido que le prestaba atención, que le era fiel, que le había jurado fidelidad eterna. Era muy afortunada. ¿Qué más podía pedir? ¿Su corazón?

Si ya tenía la luna y las estrellas, ¿debería ser avariciosa y querer también el sol?

Tal parecía que la respuesta era un sí.

Katherine trataba a su corte de admiradores como había hecho en Throckbridge. Sonreía con amabilidad e indulgencia a todos, les concedía los mismos favores, le caían todos muy bien. Pero cuando se le preguntaba, admitía que ninguno le resultaba especial.

– ¿No quieres a una persona especial en tu vida? -le preguntó Vanessa una mañana mientras daban un paseo por un parque casi desierto.

– Claro que sí -respondió su hermana con lo que parecía un suspiro-. Pero ahí está la cuestión, Nessie. Tiene que ser especial de verdad. Estoy llegando a la conclusión de que esa persona no existe, de que estoy buscando un imposible. Pero eso no es verdad, ¿a qué no? Hedley era especial para ti, y lord Lyngate lo es. No sabes cómo te envidié cuando os vi bailar el vals juntos en el baile de presentación de Cecily. Si a ti te ha pasado dos veces, ¿es demasiado pedir que me pase a mí una sola vez?

– Ya te pasará -le aseguró ella, y la cogió del brazo y le dio un apretón-. Me alegro de que no te conformes con algo menos que el amor. ¿Qué me dices de Meg?

Su hermana no estaba con ellas. Había ido a la biblioteca de Hookham con el marqués de Allingham.

– ¿Te refieres al marqués? -Preguntó Katherine-. Creo que la está cortejando formalmente.

– ¿Y lo aceptará? -quiso saber.

– No lo sé -contestó su hermana-. Parece gustarle mucho. Y no le presta atención a nadie más, aunque hay varios caballeros muy agradables que están muy interesados por ella. Pero Meg no se comporta como si estuviera enamorada, ¿verdad?

Era cierto. Meg estaba más pendiente de controlar las idas y venidas de Stephen, de animar a Kate a disfrutar todo lo posible y de asegurarse de que Vanessa fuera feliz que de forjarse una nueva vida.

Aun así, el marqués, que era un hombre muy agradable, se mostraba muy solícito con ella.

Y Crispin Dew estaba casado. No tenía sentido seguir languideciendo por él. ¡Qué fácil se veía desde fuera!, pensó.

– Meg nunca hablará de sí misma, ¿verdad? -Preguntó Katherine-. Antes no me fijaba en esas cosas, pero es cierto. Supongo que por eso nunca me enteré de lo de Crispin Dew. Nessie, ¿lo quería mucho?

– Me temo que sí-respondió-. Pero tal vez con el tiempo encuentre a otra persona. Tal vez esa persona sea el marqués de Allingham. Parece disfrutar de su compañía.

Sin embargo, esa esperanza no tardó en quedar hecha añicos.

Una semana después Vanessa llegó a Merton House una mañana y se encontró con Stephen en el vestíbulo, esperando a Constantine. Iban a las carreras. Su hermano fruncía el ceño.

– ¡Diantres, Nessie! -Exclamó Stephen-. ¿Cuándo se va a enterar Meg de que es mi hermana y no mi madre? ¿Cuándo se va a enterar de que tengo diecisiete años, casi dieciocho, y de que ya no tengo edad para que me lleven de la mano?

– Ay, cariño, ¿qué ha pasado? -preguntó.

– Allingham ha venido esta mañana y me ha pedido hablar en privado. Ha sido muy amable de su parte, porque yo solo tengo diecisiete años y seguro que él me dobla la edad y Meg tiene veinticinco. Me pidió permiso para proponerle matrimonio a Meg.

– ¡Stephen! -Exclamó ella, llevándose las manos al pecho-. ¿Y…?

– Y claro que le dije que sí-contestó su hermano-. Estaba encantado. Tal vez no tenga el mejor sastre del mundo y sus botas no estén a la última, pero es un jinete espectacular y dicen que es un caballero de los pies a la cabeza. Además, aunque no sea demasiado alto, tiene mucha presencia. Y Meg ha pasado mucho tiempo en su compañía estas últimas semanas. ¡Por Dios! Digo yo que lo normal es que el hombre pensara que iba a darle el sí.

– ¿No ha sido así? -preguntó.

– Lo ha rechazado de plano -contestó Stephen.

– Vaya -dijo ella-. Después de todo, no le tenía tanto afecto.

– No tengo ni idea -confesó su hermano-. Se niega a decirme nada. Asegura que eso no es importante. Que le hizo la dichosa promesa a papá y que piensa mantenerla hasta que yo cumpla los veintiún años y Kate esté casada, ¡por Dios!

– ¡Y por todos los santos! -exclamó ella-. Pensaba que se había dado cuenta de lo mucho que han cambiado las cosas.

– ¡Desde luego que han cambiado! -Estalló Stephen-. Ahora soy Merton, Nessie. Tengo tierras, fortuna y una vida. Tengo nuevos amigos. Tengo un futuro. Quiero a Meg, de verdad que sí. Y le estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho por mí desde que papá murió. Nunca lo olvidaré y siempre le estaré agradecido. Pero me molesta mucho tener que darle cuentas de todo lo que hago, al detalle. Y me molesta que me ponga de excusa para rechazar la mejor proposición de matrimonio que seguramente le harán. Si no le gusta, me parece estupendo. Aplaudo que tenga los arrestos para rechazar su proposición. Pero no se trata de eso… Si fuera solo por mí… Ah, ese debe de ser Constantine.

La expresión de su hermano se tornó radiante.

Ella, en cambio, no tenía el menor deseo de hablar con su primo. Le dio unas palmaditas a Stephen en el brazo.

– Voy a ver qué me dice Meg -dijo-. Que te diviertas.

– Desde luego -le aseguró él-. Constantine es un tipo genial. Y Lyngate también lo es, Nessie. Cierto que no me quita ojo, pero no intenta llevarme de la mano a todas partes.

Stephen salió de la casa antes de que Constantine pudiese siquiera llamar a la puerta.

Margaret no soltó prenda y se negó a hablar cuando Vanessa entró en el salón y le dijo que acababa de hablar con Stephen.

– El problema de nuestro hermano es que cree que sus nuevas circunstancias le han añadido cuatro años a su vida -declaró Margaret-. Pero la verdad es que sigue siendo un muchacho, Nessie, y un muchacho cada vez más díscolo.

– Un muchacho que tal vez necesite una mano más suave en las riendas -sugirió.

– ¿Tú también? -exclamó Margaret, exasperada-. Debería estar en Warren Hall con sus tutores.

– Y pronto estará allí-le aseguró-. Pero también necesita conocer el mundo que le espera cuando alcance la mayoría de edad. No nos peleemos por él, por favor. ¿El marqués de Allingham te ha pedido matrimonio?

– Ha sido muy amable de su parte -respondió Margaret-. Pero he rechazado su proposición, por supuesto.

– ¿Por supuesto? -Enarcó las cejas-. Creía que te estabas encariñando con él.

– Pues creíste mal -replicó su hermana-. Tú mejor que nadie deberías saber que nunca me casaré hasta ver cumplido el deber que asumí hace ya ocho años.

– Pero Elliott y yo vivimos muy cerca de Warren Hall -le recordó-. Y Kate será mayor de edad dentro de unos cuantos meses. Stephen se pasará los próximos años en la universidad. Para entonces ya será un adulto.

– Pero todavía no ha llegado ese momento -señaló Margaret.

Vanessa ladeó la cabeza y observó a su hermana mayor con detenimiento.

– ¿No quieres casarte, Meg? -le preguntó-. ¿Nunca?

Crispin Dew era culpable de muchas cosas, pensó.

Margaret extendió las manos sobre su regazo y clavó la vista en ellas.

– Si no lo hago, algún día tendré que vivir en Warren Hall con la esposa de Stephen como la señora de la casa. O en Finchley Park contigo. O con Kate y su marido en alguna parte. Supongo que algún día tendré que casarme con el hombre que me haga el favor de proponerme matrimonio. Pero ese momento todavía no ha llegado.

Vanessa siguió mirando a la cabizbaja Meg.

– Meg -dijo después de un largo silencio-. Es muy posible que Stephen no sepa… lo de Crispin, a menos que Kate le haya dicho algo. Cree que has rechazado al marqués de Allingham por culpa suya.

– Y él es el motivo -repuso Margaret.

– No, no lo es -la contradijo ella-. Es por Crispin.

Margaret levantó la cabeza para mirarla con el ceño fruncido.

– Stephen tiene que saberlo -dijo ella-. Tiene que saber que no es él quien te mantiene apartado de la felicidad.

– Stephen es mi felicidad -apostilló Margaret con ferocidad-. Al igual que lo sois Kate y tú.

– Así nos cargas a todos con la culpa -le recriminó-. Te quiero con locura, Meg. También quiero muchísimo a Kate y a Stephen, pero no os describiría a ninguno como «mi felicidad». Mi felicidad no puede proceder de otra persona.

– ¿Ni siquiera de lord Lyngate? -Preguntó Margaret-. ¿Ni de Hedley?

Negó con la cabeza.

– Ni siquiera de Hedley ni de Elliott -contestó-. Mi felicidad debe proceder de mi interior; de lo contrario, sería demasiado frágil para que me sirviera y representaría una carga demasiado pesada para beneficiar en algo a mis seres queridos.

Margaret se puso en pie y se acercó a la ventana para echarle un vistazo a Berkeley Square.

– No lo entiendes, Nessie -dijo su hermana-. Nadie lo entiende. Cuando le hice la promesa a papá, sabía que era un compromiso de doce años, hasta que Stephen alcanzara la mayoría de edad. Ya van ocho años. No voy a desentenderme de los cuatro años restantes solo porque hayan cambiado las circunstancias, solo porque estés felizmente casada, porque Kate esté siendo cortejada por un sinfín de buenos partidos y porque Stephen esté deseando probar sus alas. O porque yo haya recibido una buena proposición de matrimonio y pueda partir hacia Northumberland para comenzar una nueva vida, dejando a Kate y a Stephen a tu cargo y al de lord Lyngate.

Esto no tiene nada que ver con Crispin Dew. No tiene nada que ver con nada, salvo con una promesa que hice libremente y que estoy dispuesta a cumplir. Os quiero a todos. No voy a rehuir mi deber aunque a Stephen le resulte irritante. No lo haré.

Se acercó a Meg y le rodeó la cintura con un brazo.

– ¿Por qué no vamos de compras? -sugirió-. Ayer vi el bonete más maravilloso del mundo, pero era azul marino y a mí no me sentaría nada bien. Pero a ti te quedaría perfecto. ¿Por qué no le echamos un vistazo antes de que lo compre otra persona? Por cierto, ¿dónde está Kate?

– Ha salido a dar un paseo en carruaje con la señorita Flaxley, lord Bretby y el señor Ames -contestó Margaret-. Tengo más bonetes de los que me harán falta en toda la vida, Nessie.

– En ese caso, ¿qué más da otro? -replicó-. Vamos.

– Ay, Nessie… -Margaret soltó una trémula carcajada-. ¿Qué iba a hacer yo sin ti?

– Tendrías más sitio en el armario, desde luego -respondió ella, y las dos se echaron a reír.

Sin embargo, Vanessa regresó a Moreland House un par de horas después con el alma en los pies. La infelicidad de los seres queridos solía ser mucho más difícil de sobrellevar que la propia, pensó… y saltaba a la vista que Meg era infeliz.

Por supuesto que ella misma no era infeliz. Sin embargo…

Sin embargo, había disfrutado de una felicidad delirante durante su luna de miel y también durante unos cuantos días antes y después de su presentación. Y esa felicidad la había llevado a desear más.

Era incapaz de contentarse con un matrimonio que marchara bien y que fuera agradable.

Además, estaba casi segura de estar embarazada. Tal vez eso marcaría una diferencia en su relación. Pero ¿por qué iba hacerlo? Tan solo estaba cumpliendo la misión por la que Elliott se había casado con ella.

Pero… ¡estaba embarazada de Elliott, por Dios! Llevaba a su hijo en su seno. Deseaba con desesperación volver a ser feliz. No solo feliz consigo misma, a pesar de lo que le había dicho a Meg. Quería ser feliz con él. Quería que él estuviera delirante de felicidad cuando le comunicara las noticias. Quería que…

Bueno, quería el sol, por supuesto. ¡Qué tonta era!

No disfrutaban de muchas noches libres. De hecho, cuando se presentaba una les parecía un raro respiro.

Durante una de esas noches Cecily se fue al teatro con un grupo de amigas, acompañadas por la madre de una de ellas. Elliott se refugió en la biblioteca después de la cena. La vizcondesa viuda, que se quedó en el salón para charlar con Vanessa mientras tomaban el té, fue incapaz de contener los bostezos hasta que por fin se retiró, aduciendo que estaba agotada.

– Creo que podría dormir una semana entera -le dijo mientras Vanessa le daba un beso en la mejilla.

– Estoy segura de que bastará con una buena noche de sueño -le aseguró-. Pero si no basta con eso, yo acompañaré mañana a Cecily a la fiesta y usted podrá descansar. Buenas noches, madre.

– Qué buena eres -le dijo su suegra-. Me alegro muchísimo de que Elliott se casara contigo. Buenas noches, Vanessa.

La joven se quedó sentada un rato, leyendo. Sin embargo, comenzó a experimentar la ya acostumbrada y leve melancolía, lo que la distrajo de las aventuras de Ulises en su intento por regresar a Itaca y a su Penélope.

Elliott estaba en la biblioteca de la planta baja y ella estaba allí arriba, durante una de las escasas noches en las que se quedaban en casa. ¿Sería así la rutina de toda su vida de casados?

¿Iba a permitir ella que lo fuera?

Tal vez Elliott subiese si supiera que su madre se había acostado y que ella estaba sola.

Tal vez le molestara que ella bajase.

Y tal vez, pensó a la postre mientras se ponía en pie con decisión y marcaba con un dedo la página por la que iba, debería bajar y averiguarlo. Al fin y al cabo, era su casa y estaba hablando de su marido. Y no estaban distanciados. No habían discutido. Si su relación acababa enfriándose, ella tendría parte de culpa por no bajar e intentar arreglar las cosas.

Llamó a la puerta de la biblioteca y la abrió sin esperar a que él le diera permiso para entrar.

El fuego crepitaba en el hogar, aunque no hacía frío. Elliott estaba sentado en un sillón orejero de piel junto a la chimenea, con un libro en las manos. Le encantaba la biblioteca con sus altas estanterías, llenas de libros encuadernados en cuero, que cubrían tres de las cuatro paredes, y con el antiguo escritorio de roble, tan grande como para que tres personas pudieran tenderse encima. Era muchísimo más acogedora que el salón. No le extrañaba que Elliott decidiera encerrarse allí por las tardes. Esa noche parecía mucho más acogedora que nunca. Y Elliott parecía estar muy a gusto, repantingado en el sillón con un pie apoyado en la rodilla contraria.

– Tu madre estaba cansada -le dijo-. Se ha acostado. ¿Te importa si me siento aquí contigo?

Elliott se puso en pie a toda prisa.

– Espero que lo hagas -contestó al tiempo que le señalaba el sillón situado frente al suyo.

Un leño crepitó en la chimenea, lanzando una lluvia de chispas hacia arriba.

Vanessa se sentó, le sonrió y, dado que no se le ocurría nada que decir, abrió el libro, carraspeó y comenzó a leer.

Elliott hizo lo mismo, salvo que él no carraspeó. Ya no estaba repantingado en el sillón. Tenía los dos pies en el suelo.

El sillón era demasiado profundo para ella. O se sentara muy recta con la espalda apoyada en el respaldo y los pies colgando a unos centímetros del suelo, o lo hacía con los pies apoyados en el suelo y la espalda doblada para lograr apoyar al menos los hombros. O lo hacía con la espalda recta y sir apoyarla de ninguna forma.

Al cabo de unos minutos, durante los cuales probó las tres posturas y descubrió que ninguna le resultaba cómoda, Vanessa se quitó los escarpines, subió los pies al asiento, y después de cubrírselos con las faldas, apoyó la cabeza en una de las orejas del sillón. Clavó la vista en el fuego antes de mirar a Elliott.

Que la estaba mirando.

– Sé que no es muy apropiado -se disculpó-. Mis padres me repetían a todas horas que debía sentarme como una dama. Pero soy bajita y casi todos los sillones son grandes para mí. Además, así estoy muy a gusto.

– Parece que estés a gusto, sí -convino él.

Vanessa volvió a sonreírle, y por algún motivo ninguno de los dos retomó la lectura. Se limitaron a mirarse el uno al otro.

– Háblame de tu padre -le pidió ella en voz baja.

Recordaba a todas horas el comentario de su suegra cuando le dijo que esperaba que Elliott fuera diferente a su padre. Pero Elliott nunca hablaba de él.

Siguió mirándola un buen rato. Después, clavó la vista en el fuego y dejó el libro en la mesita que tenía al lado.

– Lo adoraba -confesó él-. Era mi héroe, el centro de mi mundo. Era mi modelo a seguir cuando creciera. Todo lo que hacía lo hacía para complacerlo. Él solía estar mucho tiempo fuera de casa. Yo me pasaba los días deseando que regresara. Cuando era muy pequeño, durante las horas muertas me plantaba en las puertas de la propiedad, a la espera de ver aparecer su caballo o su carruaje; y en las pocas ocasiones en las que estaba allí cuando él llegaba, me subía a la silla y disfrutaba de su presencia a solas antes de que mis hermanas y mi madre tuvieran su oportunidad. Cuando fui mayor y Con y yo empezamos a meternos en líos, siempre me veía coartado por el miedo a decepcionar a mi padre o a despertar su furia. Durante mis locuras de juventud siempre me preocupaba por la posibilidad de no estar a su altura, de no poder convertirme en el hombre que él esperaba que fuese.

Elliott guardó silencio un instante. Ella no dijo nada. Sabía que le quedaban cosas por decir. Tanto sus ojos como su voz revelaban un enorme dolor, y tenía el ceño fruncido.

– Nunca hubo una familia más unida y más feliz que la nuestra -prosiguió él-. Nunca hubo un marido más devoto ni un padre más entregado. La vida, en muchos aspectos, era idílica pese a sus prolongadas ausencias. Estaba llena de amor. Deseaba más que nada en el mundo tener un matrimonio y una familia como la suya. Quería disfrutar de su aprobación. Quería que la gente dijera: «De tal palo, tal astilla».

Vanessa cerró el libro sobre su regazo sin marcar la página por la que iba leyendo y se abrazó con fuerza, aunque no debería sentir frío cuando estaba sentada tan cerca de la chimenea.

– Y hace un año y medio murió de repente en la cama de su amante -concluyó Elliott.

Sus palabras la dejaron tan conmocionada que fue incapaz de hablar.

– Llevaban juntos más de treinta años, un poco más de lo que llevaba casado con mi madre -añadió él-. Tenían cinco hijos, el más pequeño de quince años, un poco más joven que Cecily, y el mayor de treinta, un poco mayor que yo.

– ¡Oh! -exclamó ella.

– Había dejado bien situada a su amante en caso de que él muriese antes -continuó Elliott-. Les había buscado buenos trabajos, muy lucrativos, a dos de sus hijos. El tercero seguía en un buen colegio. Había elegido buenos maridos, respetables y de buena situación económica, para sus dos hijas. Había pasado tanto tiempo con esa otra familia como con la mía.

– Ay, Elliott… -dijo ella, tan consciente del dolor que él sentía que se le llenaron los ojos de lágrimas.

Él la miró.

– Lo más gracioso de todo es que yo estaba al tanto de que mi abuelo tenía otra familia. La que fuera su amante durante más de cuarenta años murió hace diez. También nacieron hijos de esa relación. Incluso sabía que era una especie de tradición familiar seguida por los Wallace, una forma de reafirmar nuestra masculinidad y superioridad sobre nuestras mujeres, supongo. Pero ni se me pasó por la cabeza que tal vez mi padre hubiera seguido dicha tradición.

– Ay, Elliott… -No se le ocurría qué más decir.

– Creo que todo el mundo debía de saberlo menos yo -prosiguió él-. Aunque no entiendo cómo es posible que lo ignorara. Pasé mucho tiempo en la ciudad después de salir de Oxford, bien lo sabe Dios, y creía estar al tanto de todo lo que sucedía en la alta sociedad, incluso de los trapicheos más desagradables. Pero nunca escuché un solo rumor acerca de mi padre. Mi madre lo sabía, siempre lo supo. Incluso Jessica lo sabía.

Intentó imaginarse el momento en el que Elliott vio cómo su mundo se desintegraba hacía poco más de un año.

– Todo -dijo él, como si le hubiera leído el pensamiento-. Todo lo que sabía, todo lo que había vivido y en lo que creía, absolutamente todo era una ilusión, una mentira. Creía que teníamos el amor incondicional de nuestro padre. Tal vez yo creyera que era especial porque era el varón, el heredero, el que ocuparía su puesto en el futuro. Pero tenía un hijo mayor que yo, otro casi de la misma edad y otros tres más. Me costó mucho asimilar ese hecho. Todavía me cuesta. Mi madre solo fue su esposa legal, la que le había proporcionado un heredero, durante todos esos años. Y yo solo fui ese heredero.

– Ay, Elliott… -Bajó los pies del sillón, se levantó sin percatarse siquiera de que el libro caía al suelo y se acercó a él. Se sentó sobre su regazo, lo abrazó por la cintura y apoyó la cabeza contra su hombro-. Eso no lo sabes. Eras su hijo. Tus hermanas eran sus hijas. No tenía por qué quererte menos solo por el hecho de haber tenido otros hijos. El amor no es algo finito con una capacidad limitada. Es infinito. No dudes de su amor ni un instante. Por favor, no lo dudes.

– Todas esas mentiras… -dijo él al tiempo que apoyaba la cabeza en el sillón-. Sobre lo ocupado que estaba en Londres, sobre lo mucho que detestaba dejarnos y sobre lo mucho que nos había echado de menos, sobre lo solo que había estado sin nosotros, sobre lo contento que estaba de regresar a casa… Solo eran mentiras, unas mentiras que seguro que le repetía a su otra familia cuando regresaba con ellos.

Vanessa levantó la cabeza para mirarlo a la cara y le soltó la cintura para poder peinarle el pelo con los dedos.

– No -repuso-. No dudes de todo, Elliott. Si tu padre dijo que te quería, si tú te sentías querido, no lo dudes, era verdad.

– Lo gracioso es que no es tan raro -continuó él-. Podría enumerarte un sinfín de casos similares sin tener que hacer mucha memoria. Es el resultado de vivir en una sociedad en la que la cuna, la posición y la fortuna lo son todo y en la que los matrimonios acordados son la norma. Es muy habitual buscar el placer sensual y el consuelo emocional en otra parte. El problema era que yo no sabía que eso sucedía con mi padre, ni siquiera lo sospechaba. De repente, me había convertido en el vizconde de Lyngate casi sin estar preparado para todos los deberes y las responsabilidades que recayeron sobre mí… Culpa mía, por supuesto. Había estado dando tumbos demasiado tiempo. Y de pronto era el tutor legal de Jonathan. Tenía que ocuparme de un sinfín de asuntos que habían recaído sobre mí de repente y sin previo aviso. Era el hijo de mi padre, al fin y al cabo. Sin embargo, también de repente y sin previo aviso me vi…

– ¿Privado de tus recuerdos? -sugirió ella cuando Elliott dejó la frase en el aire.

– Sí. Me vi obligado a asimilar que todo era mentira, un espejismo -dijo él-. Me quedé a la deriva en un mundo desconocido.

– Y toda la alegría, el amor y la esperanza desaparecieron de tu vida.

– Todo ese idealismo estúpido e ingenuo -la corrigió-. Me convertí en un realista en un abrir y cerrar de ojos, casi de la noche a la mañana. Aprendí la lección al punto.

– ¡Ay, qué tontorrón eres! -exclamó ella-. El realismo no excluye el amor ni la alegría. Se basa en esos sentimientos.

– Vanessa, todos deberíamos ser tan inocentes y optimistas como tú. -Levantó una mano para acariciarle la mejilla con el dorso de los dedos por un instante-. Yo lo era hasta hace año y medio.

– Todos deberíamos ser tan realistas como yo -lo corrigió ella-. ¿Por qué el realismo siempre se ve de forma tan negativa? ¿Por qué nos cuesta tanto confiar en algo, por qué solo esperamos desastres, violencia y traiciones? La vida es buena. Aunque algunas buenas personas mueran demasiado jóvenes y algunos mayores nos traicionen, la vida es buena. La vida es lo que nosotros hagamos con ella. Tenemos la opción de elegir qué tipo de vida queremos.

Lo besó con mucha ternura en los labios. Sin embargo, no iba a menospreciar el dolor que Elliott aún no había purgado, aunque hubiera pasado más de un año.

– ¿Y después perdiste a tu mejor amigo? -Preguntó en voz baja-. ¿Perdiste a Constantine?

– Esa fue la gota que colmó el vaso, sí-admitió él-. Supongo que yo tuve parte de culpa. Me planté en Warren Hall, obsesionado por cumplir con mi deber respecto a Jonathan, preparado para pasar por encima de cualquiera que tuviese que ver con él si era necesario. Tal vez habría aprendido a controlar ese exceso de celo si todo hubiera sucedido como debía haber sucedido. Pero no fue así. No tardé en averiguar que mi padre lo había dejado todo en manos de Con y de que este se había aprovechado de esa confianza.

– ¿Cómo? -quiso saber ella mientras le tomaba la cara con las manos.

Elliott suspiró.

– Robándole a Jonathan -contestó-. Había joyas. Herencias de familia. De valor incalculable, aunque estoy seguro de que alcanzaban una bonita suma. La mayoría de las joyas habían desaparecido. Jonathan no sabía nada de ellas cuando le pregunté, aunque recordaba que su padre se las había enseñado en una ocasión. Con no admitió habérselas llevado, pero tampoco lo negó. Puso una cara un tanto extraña cuando le pregunté por ellas, una cara que yo conocía muy bien: medio guasona, medio desdeñosa. Y esa expresión me dijo, más claro que cualquier palabra, que se las había llevado él. Pero yo no tenía pruebas. No se lo dije a nadie. Era una vergüenza familiar que me sentí obligado a ocultarle al mundo. Tú eres la primera en saberlo. No era un amigo digno de mi confianza. Me había engañado toda la vida al igual que me había engañado mi padre. No es una persona agradable, Vanessa.

– No -convino ella con voz triste.

– Dios, ¿por qué he tenido que cargarte con un asunto tan sórdido? -se preguntó él.

– Porque soy tu esposa -le recordó-. Elliott, no debes renunciar al amor aunque creas que todas las personas a las que has amado te han traicionado. De hecho, solo son dos personas de todas las que conoces, por mucho que las quisieras. Y no debes renunciar a la felicidad aunque todos tus recuerdos felices te parezcan espejismos. El amor y la alegría te están esperando.

– ¿En serio? -La miró a los ojos con expresión cansada.

– Y la esperanza -añadió-. Siempre debemos tener esperanza, Elliott.

– ¿Siempre? ¿Por qué?

En ese momento, mientras lo miraba sin apartar las manos de su cara, vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas y empezaban a resbalar por sus mejillas.

Elliott se zafó de sus manos y soltó un improperio que debería haberla escandalizado.

– ¡Maldita sea! -exclamó a continuación, bajando un poco el tono. Se puso a buscar un pañuelo hasta dar con él-. ¡Por el amor de Dios, Vanessa! Discúlpame.

En ese momento intentó quitársela de encima, apañarla de su regazo para alejarse de ella. Pero ella se negó a permitírselo. Le echó los brazos al cuello y lo obligó a apoyar la cabeza sobre su pecho.

– No me alejes de ti -dijo contra su pelo-. No sigas apartándome, Elliott. No soy tu padre ni Constantine. Soy tu esposa. Y nunca te traicionaré.

Volvió la cabeza para apoyar la cara en su coronilla mientras Elliott lloraba desconsolado, sin ser consciente de sus sentidos sollozos.


Iba a sentirse muy avergonzado cuando terminase, pensó ella. Seguramente llevara años sin derramar una sola lágrima. Los hombres eran muy tontos al respecto. Llorar era una afrenta para su hombría.

Le dio un beso en la coronilla y otro en una sien. Le peinó el pelo con los dedos.

– Amor mío -murmuró-. Ay, amor mío…

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