Nadie se había levantado todavía en Rundle Park cuando Vanessa acabó de desayunar a la mañana siguiente, salvo sir Humphrey, que se estaba preparando para cabalgar hasta el pueblo a fin de hacerles una visita al vizconde de Lyngate y al señor Bowen en la posada. Según le dijo a Vanessa mientras se frotaba las manos más contento que unas pascuas, iba a invitarlos a cenar.
– Si quieres, Nessie -añadió-, en vez de ir a caballo, ordeno que preparen el carruaje y así le haces una visita a tu hermana. Sé que es tan madrugadora como tú.
Vanessa aceptó sin dudarlo. Estaba deseando comentar el baile con Margaret. Había sido una velada maravillosa. Por supuesto, se había pasado media noche en vela, rememorando la pieza inicial. Cosa en absoluto sorprendente. Nadie le había permitido olvidarla después. Porque el vizconde bailó con ella… y solo con ella.
Mucho antes de que la orquesta comenzara a tocar, Vanessa había decidido que no se mantendría callada, subyugada e impresionada por su persona. Sin embargo, y al cabo de unos minutos, se hizo evidente que el vizconde no tenía intención de conversar con ella, aunque cualquier caballero que se preciara habría hecho el esfuerzo por educación. Saltaba a la vista que no era un caballero muy educado. Otro defecto que había descubierto en él sin conocerlo. Así que fue ella quien inició la conversación.
Y acabaron bromeando el uno con el otro, ¡casi coqueteando! Tal vez, claudicó a regañadientes, el hombre tuviera algo bueno después de todo. ¡Por Dios! Nunca había coqueteado con un hombre. Y ningún hombre había coqueteado con ella.
No obstante, una sola pieza de baile con ella lo había asustado, de tal modo que no había invitado a ninguna otra dama. Se pasó el resto de la velada en la sala de juegos. Habría sido bastante humillante si le importase lo que ese hombre pensara de ella. Tal como estaban las cosas, su actitud solo había provocado la decepción de las mujeres que intentaron llamar su atención para que las invitara a bailar.
En cualquier caso, habían sido sus palabras y no el resto de lo sucedido lo que la había mantenido en vela. Porque le resultaron extrañas durante el baile, y siguieron pareciéndole extrañas después, cuando las analizó en profundidad. Se preguntaba qué pensaría Margaret al respecto.
– El vizconde de Lyngate y el señor Bowen son unos caballeros muy simpáticos, ¿no te parece, Nessie? -le preguntó sir Humphrey ya en el interior del carruaje.
– Desde luego, padre.
El señor Bowen resultó ser un hombre muy agradable. Bailó todas las piezas con distintas damas, y en los descansos y durante la cena conversó con todas ellas y con el resto de los presentes. Vanessa sospechaba que el vizconde de Lyngate no se había divertido en absoluto. Y él era el único culpable en ese caso, porque había asistido con la predisposición de aburrirse. Su actitud le había resultado obvia desde el principio. En ocasiones, uno encontraba lo que iba buscando.
– Nessie -dijo su suegro después de reír alegremente-, creo que el vizconde te ha echado el ojo. Fuiste la única con quien bailó.
– Pues yo creo que le echó el ojo a las cartas en vez de echármelo a mí o a las demás invitadas -replicó ella, devolviéndole la sonrisa-. Se pasó casi toda la noche en la sala de juegos.
– Eso fue todo un detalle por su parte -señaló sir Humphrey-. La gente mayor apreció el gesto de que jugara con ellos. Rotherhyde le desplumó veinte guineas y estoy seguro de que será su único tema de conversación durante un mes por lo menos.
No estaba lloviendo, aunque el cielo amenazaba lluvia. Además, hacía mucho frío. El cochero la ayudó a bajar delante de la casa de sus hermanas, tras lo cual dio las gracias a su suegro por haberla acompañado en el carruaje.
Katherine estaba en casa, al igual que Margaret, ya que los pequeños no tenían colegio ese día. Stephen también estaba, pero se encontraba en su dormitorio, afanándose por traducir un texto en latín, pues Margaret le había dicho durante el desayuno que no podría salir hasta que acabase.
Vanessa abrazó a ambas y tomó asiento en su sillón preferido de la salita, junto al fuego. Hablaron de la fiesta, por supuesto, mientras Margaret cogía la aguja para hacer algunos remiendos.
– Nessie, me alegré muchísimo cuando te vi entrar en el salón con lady Dew, Henrietta y Eva -dijo su hermana-. Pensaba que ibas a echarte atrás en el último momento. Pero más me alegró verte bailar todas y cada una de las piezas. Me dejaste agotada solo con mirarte.
Margaret, en cambio, solo había bailado dos piezas.
– Yo tampoco me senté en toda la noche -terció Katherine-. ¿A que fue una velada maravillosa? Claro que la mayor conquista fue tuya, Nessie. Bailaste la primera pieza con el vizconde de Lyngate, nada más y nada menos. Es tan guapo que estoy segurísima de que todas las damas presentes sufrieron palpitaciones durante toda noche. Si no hubieras venido esta mañana, yo habría ido andando a Rundle Park. ¡Cuéntanoslo todo!
– No hay mucho que contar. Bailó conmigo porque mi suegro no le dejó otra alternativa -confesó-. Mis encantos no lo sedujeron, desde luego, y si su intención era la de buscar novia, abandonó la búsqueda nada más bailar conmigo. Bastante humillante, la verdad.
Las tres rieron entre dientes.
– Nessie, te estás menospreciando -dijo Margaret-. No vi que se mantuviera distante contigo. Estuvisteis hablando mientras bailabais.
– Porque yo lo obligué -le aseguró-. Me dijo que era increíblemente guapa.
– ¡Nessie! -exclamó Katherine.
– Y después afirmó lo mismo del resto de las damas presentes, sin excepción -añadió Vanessa-. Lo cual desmintió de forma efectiva su halago, ¿no os parece?
– ¿Por eso te pusiste a reír a carcajadas? -Le preguntó Margaret a su vez-. Les arrancaste una sonrisa a todos y estoy segura de que les habría encantado pegar la oreja. ¿Lo obligaste a decir esas bobadas? ¿Cómo lo conseguiste? Siempre has tenido el don de hacer reír a la gente. Hasta Hedley reía contigo cuando estaba… muy enfermo.
Vanessa había hecho acopio de sus reservas de energía y las había utilizado durante las últimas semanas de vida de su esposo para hacerlo reír, para mantenerlo en todo momento con una sonrisa en los labios. Después se derrumbó. Se pasó postrada en la cama las dos semanas posteriores al funeral.
– ¡Bueno! -Exclamó mientras parpadeaba para librarse de las lágrimas-. Fue el vizconde de Lyngate quien me hizo reír, no al contrario.
– ¿Te explicó por qué ha venido a Throckbridge? -le preguntó Katherine.
– No -respondió-. Pero me dijo algo muy curioso. Me preguntó por la tercera de las Huxtable, porque ya le habían presentado a dos. ¿Mi suegro me mencionó mientras realizaba las presentaciones?
– No, que yo recuerde -contestó Margaret, que había alzado la vista de la funda de almohada que estaba zurciendo.
– No lo hizo -le aseguró Katherine con seguridad-. Tal vez le dijera algo mientras se alejaba de nosotras, o cuando le presentó a Stephen. ¿Qué le respondiste?
– Le dije que la tercera Huxtable era yo -contestó-. Y él comentó que no le habían informado de que una de nosotras había estado casada. Después cambió el tema de conversación y me preguntó por Hedley.
– Muy curioso, sí -convino Katherine.
– Me pregunto qué está haciendo el vizconde de Lyngate en Throckbridge -dijo Vanessa-. Creo que no está de paso. Le dijo a mi suegro que había venido por negocios. ¿Cómo sabía que había tres hermanas Huxtable? ¿Y por qué debería serle de interés ese detalle?
– Supongo que por simple curiosidad -aventuró Margaret-. ¿Qué es lo que hace Stephen para rasgar las costuras de todas las fundas de almohada que le pongo? -Cogió otra y comenzó a zurcirla con la aguja y el hilo.
– Tal vez no se deba solo a la curiosidad -objetó Katherine, y se puso en pie de un brinco con los ojos clavados en la ventana-. Vienen hacia aquí. ¡Los dos! -Exclamó de tal forma que su voz sonó como una especie de graznido.
Margaret se apresuró a soltar la costura mientras que Vanessa volvía la cabeza hacia la ventana para comprobar que, efectivamente, el vizconde de Lyngate y el señor Bowen estaban atravesando la verja del jardín y que continuaban caminando hacia la puerta principal. La visita de su suegro debía de haber sido la mar de breve, cosa muy inusual.
– ¡Caray! -Oyeron que gritaba Stephen mientras bajaba en tromba la escalera, encantado de contar con una excusa que lo alejara un rato de sus estudios-. ¿Meg? Tenemos visita. Ah, ¿estás aquí, Nessie? Me parece que anoche hechizaste al vizconde con tus encantos y viene a proponerte matrimonio. Lo someteré a un exhaustivo interrogatorio para asegurarme de que es capaz de mantenerte antes de darle mi consentimiento. -Sonrió y le guiñó un ojo.
– ¡Por Dios! -Exclamó Katherine al oír que llamaban a la puerta-. ¿Qué se le dice a un vizconde?
Los dos caballeros habían ido a Throckbridge por un asunto relacionado con ellos, comprendió Vanessa de repente. Ellos eran el «negocio» al que se refería el vizconde. Sabía de ellos antes de llegar al pueblo, aunque no le habían dicho que una de las hermanas había estado casada. ¡Qué misterio más raro y más emocionante!, pensó. Estaba muy contenta de haber decidido visitar a sus hermanos.
Esperaron a que la señora Thrush abriera la puerta. Y después esperaron a que se abriera la puerta de la salita, formando un silencioso cuadro lleno de dramatismo que parecía sacado de una obra teatral. Al cabo de un momento, que más bien pareció una eternidad, la puerta se abrió y se anunció la llegada de los dos caballeros.
El vizconde entró en primer lugar.
Esa mañana no había hecho la menor concesión al entorno rural en el que se encontraba, reparó Vanessa al punto. Llevaba un abrigado gabán hasta la rodilla, cuya esclavina debía de tener al menos siete u ocho capas, un sombrero de copa que ya se había quitado, unos guantes de cuero de color beis que estaba quitándose en ese preciso momento y unas botas negras de montar que debían de haberle costado una fortuna. Parecía más alto, más imponente, más serio (y diez veces más guapo) que la noche anterior mientras paseaba la mirada por la salita antes de clavarla en Margaret. Tenía el ceño fruncido, como si la visita no fuera de su agrado. Esa mañana no parecía muy dispuesto a bromear ni tampoco a coquetear.
¿Por qué había ido a casa de sus hermanos? ¿¡Por qué!?
– Señorita Huxtable -le dijo a Margaret, y después procedió a saludar a los demás-. Señora Dew. Señorita Katherine. Señor Huxtable.
El señor Bowen los saludó con una inclinación de cabeza y una alegre sonrisa mientras decía:
– Señoras, caballero…
Vanessa se dijo con total convencimiento, tal como hiciera la noche anterior, que no iba a dejarse impresionar por un gabán elegante, por unas botas carísimas ni por un título nobiliario. Ni tampoco por esa cara de tez morena, rasgos cincelados y ceño fruncido.
¡Por el amor de Dios!, exclamó para sus adentros. Ni que su suegro fuera un don nadie… ¡Era un baronet!
Aunque en el fondo se sentía muy impresionada. El vizconde de Lyngate parecía estar muy fuera de lugar en la humilde, que no destartalada, salita de Margaret. Su presencia la empequeñecía. Parecía haber aspirado la mitad del aire de la estancia.
– Milord, señor Bowen… -correspondió Margaret, que mantuvo la compostura de forma admirable mientras los invitaba a ocupar los dos sillones emplazados frente a la chimenea-. ¿Les apetece sentarse? Señora Thrush, por favor, prepare un poco de té.
Todos se sentaron mientras la señora Thrush, visiblemente aliviada al ver que podía marcharse, desaparecía en dirección a la cocina.
El señor Bowen halagó el toque pintoresco de la casa y añadió que estaba seguro de que el jardín sería un cuadro de color y belleza en verano. También elogió a todo el pueblo en general por el éxito del baile, que según les aseguró lo había ayudado a pasar una noche muy agradable.
El vizconde de Lyngate volvió a hablar después de que la señora Thrush regresara con la bandeja y sirviera el té.
– Soy el portador de ciertas noticias que les conciernen a todos -anunció-. Me entristece tener que informarles del reciente fallecimiento del conde de Merton.
Todos lo miraron un momento.
– Unas noticias muy tristes, desde luego -asintió Margaret, poniendo fin al silencio-. Le agradezco muchísimo que nos lo haya comunicado en persona, milord. Creo que estamos emparentados con la familia del conde, pero no mantenemos relación alguna con sus miembros. Nuestro padre no se sentía cómodo hablando de esa rama de la familia. Tal vez Nessie conozca mejor el parentesco exacto que nos une. -Miró a la aludida con expresión interrogante.
Vanessa había pasado mucho tiempo con sus abuelos paternos durante la infancia y siempre escuchaba embelesada las interminables anécdotas de su juventud. A Margaret nunca le habían interesado esas historias.
– Nuestro abuelo era el benjamín del conde de Merton -dijo-. Cortó toda relación con la familia después de que le prohibieran continuar con su disipado estilo de vida, lo que incluía a la novia que había elegido, nuestra abuela. No volvió a verlos jamás. Solía decirme que papá era primo hermano del conde. ¿Es él quien ha muerto, milord? En ese caso, seremos primos segundos de su hijo.
– ¡Caray! -Exclamó Stephen-. Pero si somos familia cercana y yo ni siquiera sabía de ese parentesco. Desde luego que le agradecemos que haya venido a comunicarnos las noticias, milord. ¿Le ha pedido el nuevo conde que nos busque? ¿Está interesado en promover una reconciliación? -preguntó, mucho más animado.
– No sé si estoy dispuesta a reconciliarme con ellos después de que le dieran la espalda al abuelo por casarse con la abuela -terció Katherine con vehemencia-. De haberlos obedecido, nosotros no existiríamos.
– De todas formas, escribiré una nota dándoles el pésame al nuevo conde y a su familia -dijo Margaret-. Es lo correcto. ¿No crees, Nessie? Si fuera tan amable de entregársela al conde en persona, milord…
– El difunto conde era un muchacho de dieciséis años -la interrumpió el vizconde-. Su padre murió hace tres. Asumí el papel de su tutor y de albacea de sus bienes desde que mi padre murió el año pasado. Por desgracia, nunca gozó de buena salud y no esperábamos que llegara a cumplir la mayoría de edad.
– ¡Oh, pobrecillo! -murmuró Vanessa.
Los penetrantes e inquietantes ojos azules del vizconde se clavaron en ella un instante, logrando que retrocediera hasta pegar la espalda en la silla.
– El conde, como es lógico, no tenía hijos -prosiguió él, desviando la mirada hacia Stephen-. Ni tampoco hermanos que puedan sucederle. Ni tíos. La búsqueda de un heredero nos ha hecho investigar otras ramas de la familia, y nos ha llevado hasta su tío abuelo. Y me refiero al abuelo de todos ustedes. Y a sus descendientes, por supuesto.
– ¡Caray! -exclamó Stephen mientras Vanessa se dejaba caer por completo contra el respaldo y Katherine se llevaba las manos a las mejillas.
El abuelo solo tuvo un descendiente. Su padre.
– Lo que nos ha llevado hasta usted, por supuesto -señaló el vizconde de Lyngate-. He venido a informarle, señor Huxtable de que es usted el nuevo conde de Merton y el nuevo dueño de Warren Hall, en Hampshire, así como de otras propiedades igual de prósperas. Lo felicito.
Stephen se limitó a mirarlo en silencio. Su rostro había perdido el color.
– ¿Conde? -Murmuró Katherine-. ¿¡Stephen!?
Vanessa se aferró a los apoyabrazos del sillón.
Margaret parecía una estatua de mármol.
– Felicidades, muchacho -dijo el señor Bowen, que procedió a ofrecerle la mano en un despliegue de buen humor.
Stephen se levantó para estrechársela.
– Es una lástima que su educación no lo haya preparado para la vida que debe asumir, Merton -señaló el vizconde de Lyngate-. El título conlleva mucho trabajo y un gran número de responsabilidades y deberes, además del rango y de la fortuna, claro está. Necesitará prepararse a fondo y recibir una educación adecuada; yo me encargaré de que así sea con mucho gusto. Tendrá que mudarse a Warren Hall sin demora. Ya estamos en febrero. Lo ideal sería que estuviera preparado para presentarse en Londres después de Pascua. La alta sociedad se reúne en esas fechas para celebrar la temporada social que coincide con las sesiones parlamentarias. Esperarán conocerlo, pese a su juventud. ¿Estará listo para marcharse mañana por la mañana?
– ¿Mañana por la mañana? -Repitió Stephen, que soltó la mano del señor Bowen para mirar atónito al vizconde-. ¿Tan pronto? Pero es que…
– ¿Mañana por la mañana, milord? -preguntó Margaret con más firmeza.
Vanessa reconoció el tono acerado de su voz.
– ¿¡Solo!?
– Es necesario, señorita Huxtable -adujo el vizconde de Lyngate-. Ya hemos malgastado varios meses mientras intentábamos dar con el paradero del nuevo conde de Merton. En Pascua…
– Stephen tiene diecisiete años -señaló Margaret-. Es imposible que se vaya solo con usted. Y además… ¿mañana? Ni hablar. Tendremos que preparar un sinfín de cosas. La alta sociedad puede esperar para conocerlo.
– Señorita, soy consciente de que… -replicó el vizconde.
– ¡Creo que no es usted consciente de lo más importante! -Lo interrumpió Margaret mientras Vanessa y Katherine miraban a uno y a la otra con fascinación, y Stephen volvía a sentarse en la silla como si estuviera al borde del desmayo-. Mi hermano nunca se ha alejado tanto de su casa y ¿espera que se marche solo con usted, un perfecto desconocido, mañana por la mañana, para vivir en una casa nueva, entre gente nueva, y para asumir una nueva vida que lo ha pillado totalmente desprevenido y para la cual no ha recibido educación?
– Meg… -protestó Stephen, cuyas mejillas se habían sonrojado de repente.
– Cuando mi padre estaba en su lecho de muerte hace ya ocho años -prosiguió Margaret, que había levantado una mano para acallar a su hermano sin dejar de mirar al vizconde-, le hice la solemne promesa de que criaría a mis hermanos hasta que fueran mayores, de que los cuidaría hasta que se valieran por sí mismos. Esa promesa es sagrada para mí. Stephen no se irá mañana a ningún sitio, ni pasado mañana, ni el otro. Al menos, no se irá solo.
El vizconde de Lyngate enarcó las cejas y adoptó una expresión muy arrogante.
– Señorita -dijo, con el cuerpo tenso por la impaciencia-, le aseguro que a su hermano no le faltará de nada bajo mi tutela. Es uno de los hombres más ricos del reino y es imperativo que…
– ¿¡Bajo su tutela!? -Lo interrumpió Margaret-. Le pido disculpas, milord. Stephen seguirá estando bajo mi custodia aunque sea de repente más rico que Creso y que el rey de Inglaterra.
– Meg… -dijo Stephen al tiempo que se pasaba una mano por el pelo, cuyos rizos recuperaron el aspecto desordenado en cuanto alejó los dedos. Parecía muy avergonzado-. Meg, tengo diecisiete años, no siete. Y soy el conde de Merton a menos que todo esto sea una broma muy pesada. Creo que es mejor que me vaya para ver de qué se trata todo esto y también para aprender a hacer mi trabajo como es debido. Sería muy humillante conocer a mis pares sin tener la menor idea de lo que tengo que hacer. Estaréis de acuerdo conmigo en eso, ¿verdad? -Las miró a todas, una a una.
– Stephen… -protestó Margaret.
Sin embargo, él levantó una mano y volvió la cabeza para hablar al vizconde.
– Verá, milord -dijo-, somos una familia muy unida, como ya habrá comprobado. Le debo muchísimo a mis hermanas, pero sobre todo a Meg. Es evidente que tendrán que venir conmigo si me marcho, y he decidido que me iré. Deben venir porque insisto en que así sea. De hecho, no me iré sin ellas. ¿Qué voy a hacer yo solo en una casa solariega tan grande? Porque supongo que Warren Hall es grande, ¿no?
El vizconde inclinó la cabeza mientras Meg miraba a Stephen muy sorprendida.
– Además -prosiguió Stephen-, ¿qué clase de conde adinerado e influyente sería si dejo que mis hermanas sigan viviendo en una casita como esta después de haber sacrificado hasta el último penique de su herencia para enviarme a la universidad cuando cumpla los dieciocho años dentro de unos meses? No, lord Lyngate. Meg y Kate vendrán conmigo. Y Nessie también, si así lo desea o si podemos convencerla. Sé que no le gustará seguir viviendo en Rundle Park si nosotros nos marchamos de Throckbridge.
¿Iban a marcharse todos y a dejarla sola?, pensó Vanessa, horrorizada. ¿Iba a perder a su familia de un plumazo? ¡Por supuesto que se marcharía con ellos!
– Elliott -terció el señor Bowen-, no se puede decir que sea una propuesta descabellada. El muchacho ha tomado una decisión firme, y si sus hermanas lo acompañan, disfrutará de una vida familiar estable. Eso le vendrá muy bien. Además, ahora son las hermanas de un conde. Sería mucho más adecuado que la familia al completo residiera en Warren Hall y no aquí.
El vizconde de Lyngate paseó la mirada por la estancia y por cada uno de ellos, con las cejas enarcadas.
– A su debido tiempo, sí -convino-, pero no ahora. Todas necesitarían preparación, un nuevo guardarropa y mil cosas más. Tendrían que ser presentadas en la corte y después habría que introducirlas en la alta sociedad. Sería una tarea monumental.
Vanessa tomó una lenta bocanada de aire. Aunque la noche anterior el vizconde había conseguido redimirse un poco ante sus ojos, con ese comentario su opinión sobre él cayó en picado. Porque los veía a todos, a todos (incluso a Meg) como una responsabilidad monumental. Como un incordio. Como si no fueran nada. Un grupo de paletos. Tomó aire para hablar.
Sin embargo, Stephen no parecía haber visto ni escuchado nada fuera de lo común… quizá ni siquiera hubiera escuchado al vizconde. Acababa de imponer su opinión, acababa de probar de forma tentativa las alas de su hombría, recién descubierta gracias al increíble anuncio que le habían hecho. Aunque no por eso dejaba de ser un muchacho lleno de entusiasmo.
– ¡Caray! -Se puso en pie de nuevo y los miró a todos con una sonrisa de oreja a oreja-. Meg, nos vamos a Warren Hall. Disfrutarás de una presentación en sociedad en Londres, entre la alta sociedad, Kate. Y volverás a vivir con nosotros, Nessie. ¡Es fantástico! -Se frotó las manos antes de acercarse a Katherine para abrazarla.
Vanessa no fue capaz de arruinarle el momento. Sin embargo, cuando miró al vizconde de Lyngate sin disimular la irritación que la embargaba, descubrió que él la estaba mirando con las cejas enarcadas.
Así que apretó los labios con fuerza.
Aunque no lo hizo durante mucho tiempo, porque después sonrió y se echó a reír cuando Stephen tiró de ella para ponerla en pie, tras lo cual la levantó en vilo y giró con ella en brazos.
– ¡Esto es fantástico! -exclamó su hermano de nuevo.
– Desde luego que lo es -convino con ternura.
– Será mejor que vayamos a Rundle Park a decírselo a sir Humphrey y a lady Dew -dijo-. Y a la vicaría, para decírselo al vicario. Y a… ¡Dios mío! -Se dejó caer de repente en una silla, otra vez blanco como la pared-. ¡Dios mío!
El vizconde de Lyngate se puso en pie.
– Les dejaremos para que asimilen las noticias -dijo-. Pero volveremos esta tarde para acordar ciertos detalles. No tenemos tiempo que perder.
Margaret también se había puesto en pie.
– Y no perderemos el tiempo, milord -le aseguró con firmeza-. Pero no espere que estemos preparados para marcharnos mañana, ni pasado mañana, ni dentro de tres días. Nos iremos en cuanto estemos listos. Hemos vivido en Throckbridge toda la vida. Nuestras raíces en este pueblo son tan profundas como las que usted tiene en su casa. Tendrá que concedernos un poco de tiempo para trasplantarlas.
– Señorita… -replicó el vizconde, al tiempo que le hacía una reverencia a Meg.
Vanessa comprendió que su intención había sido la de utilizar su poder y su autoridad a fin de obnubilarlas y llevarse a Stephen al día siguiente para que comenzara su nueva vida. Sin sus hermanas.
Qué tontos eran los hombres.
El vizconde de Lyngate le hizo una reverencia que ella correspondió con una sonrisa. Su Ilustrísima iba a descubrir que los paletos no eran tan fáciles de manipular como los sirvientes a los que debía de estar acostumbrado a dominar.
Ni siquiera Stephen, pensó mientras ambos caballeros salían de la salita y después abandonaban la casa. Stephen era un conde.
¡El conde de Merton!
– El conde de Merton -le oyó decir, haciéndose eco de sus pensamientos-. Por favor, que alguien me pellizque.
– Solo si tú me pellizcas antes a mí -repuso Katherine.
– ¡Por el amor de Dios! -Exclamó Margaret, cuya mirada iba sin descanso de un lado a otro de la estancia-. ¿Por dónde empiezo?
– ¿Por el principio? -sugirió Vanessa.
– Ojalá supiera dónde está -repuso Margaret con voz apesadumbrada.
Sin embargo, Stephen tomó de nuevo la palabra. Había recuperado el color y tenía los ojos brillantes.
– ¡Caray! -exclamó-. ¿Os dais cuenta de lo que significa esto? Significa que no tendré que esperar a acabar mis estudios universitarios, que no tendré que esperar años para hacer lo que siempre he soñado hacer. No tendré que esperar para poder manteneros a todas. No tendré que esperar ni un solo minuto más. Soy el conde de Merton. Tengo muchas propiedades. Soy un hombre rico. Y gracias a mí, vais a tener una casa grandiosa y una vida muchísimo más grandiosa. En cuanto a mí… bueno…
Saltaba a la vista que se había quedado sin palabras.
– ¡Ay, Stephen! -susurró Katherine con cariño.
Vanessa se mordió el labio superior.
Y Margaret se echó a llorar.