FEBRERO, MARZO , ABRIL, MAYO, JUNIO

Hay esa porquería de luz de junio, mala, entrando por la vidriera. Estoy inclinado sobre la mesa, haciendo deslizar el taco, listo para tirar. La colorada y la blanca -mi bola es la de punto- están del otro lado de la mesa, cerca del rincón. Tengo que golpear suavecito, para que mi bola corra muy despacio, choque primero con la colorada, después con la blanca y pegue después en la baranda entre la colorada y la blanca: la colorada va a golpear contra la baranda lateral, antes de que mi bola choque contra la baranda del fondo, hacia la que tiene que ir en línea oblicua después de chocar contra la blanca. Así: suavecito, mi bola va a despedir a la colorada -la cual va a chocar contra la baranda lateral- y va a rebotar hacia la blanca, mientras la colorada viene a su vez hacia la blanca desde la baranda lateral, en línea recta. Mi bola va a formar un triángulo imaginario. La colorada va a recorrer la base de ese triángulo, de una punta a la otra. Si el cálculo no es exacto la colorada no va a tener tiempo de recorrer una determinada parte del trayecto hacia la blanca. La colorada tiene que haber pasado ya determinado punto de la mesa -viniendo desde la baranda lateral- antes de que mi bola choque contra la baranda del fondo y vuelva para abajo otra vez, despacito, en línea oblicua.

Por la vidriera entra esa luz de porquería que no calienta nada. Hace más frío que no sé qué. Hace falta un sol como la gente, no una luz aguachenta como ésta, que para lo único que sirve es para mostrar cómo el cigarro que él acaba de tirar sobre las baldosas está todavía encendido, porque sube una columnita de humo que va disgregándose -azul- y después desaparece. Parecen siempre la misma columnita y siempre la misma zona de disgregación -tan lento es todo-, y no un humo que fluye continuo y después se disgrega, en medio del bloque imaginario de luz. Bloque, qué va a ser un bloque, esa luz de porquería: no sé de qué sol podrido puede estar llegando. No tiene nada que hacer aquí; no sirve para nada. Que se vaya y se dedique a entrar por la vidriera de algún bar en algún otro planeta, un planeta de hijos de malas madres. Que no venga aquí. Aquí hace falta otra luz: una luz ciega, caliente, árida, al rojo blanco. Porque hace mucho frío. Hace un frío de la madona. Un frío del carajo hace. El casquete polar debe ser un poroto comparado con esto. En la Antártida, en comparación, uno podría andar en pelotas lo más tranquilo. Es la locura. Aquí uno echa un gallo y cae un cachito de hielo sobre la vereda. Todo el mundo anda escupiendo escarcha. Antes de ayer sin ir más lejos un tipo que andaba por calle San Martín abrió la boca para saludar a un amigo que pasaba por la vereda de enfrente y no la pudo volver a cerrar porque se le llenó de escarcha. Tuvieron que aplicarle un soldador para que pudiese volver a cerrarla, porque el frío que le estaba entrando por la boca abierta había empezado a congelarle la sangre. Si esto sigue así, en la primera de cambio me meto en la cama con noventa frazadas y no asomo la nariz hasta el mes de enero.

Ahora que tiró el cigarro no hace más nada. Está ahí parado, inmóvil, con el taco en la mano. Mira cómo sacudo mi taco, lentamente, apuntando. No parece ver. Ha de estar pensando en otra cosa, seguro. Vaya a saber en qué está pensando. Lo más probable es que esté pensando en un par de tetas, porque es uno de esos tipos que todo lo que tienen en el cerebro lo tienen atrás, contra la nuca, aplastado por un par de tetas grandes que ocupan el ochenta por ciento o más del volumen del cerebro. Hay tipos que incluso no tienen más que el par de tetas dentro de la cabeza. El par de tetas y después más nada. Hay tipos a los que incluso puede vérseles salir la punta de los pezones por los ojos. Son esos tipos que tienen las pupilas moradas. Uno lo verifica enseguida viéndoles el color de las pupilas: son moradas. Capaz que no piensa en eso: capaz que piensa que la semana que viene, una noche, va a sentarse a la luz de la lámpara y de un tirón va a escribir algo que cambie el mundo. Hay montones de esos tipos que se la pasan pensando que de una semana para la otra, zas, dan vuelta el mundo como un guante. No necesitan más que levantar la mano, según ellos, dignarse levantar la mano, y ya han llenado de bendiciones la faz de la tierra. Puede estar pensando también que el cigarro le ha hecho arder la boca y que conviene comenzar a remover y a juntar saliva con la lengua para refrescarse la boca y después escupir, o que ahora va a retirar la mano derecha del taco y va a metérsela en el bolsillo derecho del pantalón. En una de esas no piensa en nada: en una de esas, hasta las tetas han desaparecido y ahora no hay nada adentro, nada más que texturas, las paredes negras, áridas, corroídas por el orín que han dejado viejos recuerdos y pensamientos, un negro húmedo, verdusco, sin zonas iluminadas, ni el eco de la luz pálida ni el del sonido brumoso que es el horizonte de ruido que rodea el cono iluminado por la lámpara cuya luz se despliega sobre la mesa de billar, el cono iluminado en cuyo interior no estamos más que nosotros dos -él casi en el límite-, y las tres bolas, los tacos y la mesa. Parado, inmóvil, mirando inclinado mientras sacudo el taco, lentamente, apuntando. Mira pero no sé si ve. ¿Quién podría jurar que ve? Yo no. Si alguno quiere jurar que ve, que se adelante y jure. Yo no juro. Yo lo único que sé es que después de tirar el cigarro ha girado la cabeza en dirección al lugar en el que yo estoy inclinado sobre la mesa haciendo deslizar el taco; que hay una luz de junio muy mala entrando por la vidriera del café, una luz exangüe, y que mi proyecto traba y detiene todo lo que se desborda desde el exterior en dirección a la mesa, para inundarla. Mi proyecto, vale decir que mi bola corra despacio en dirección a la colorada, choque con ella, se dirija después hacia la blanca y vuelva a chocar, subiendo después y volviendo a chocar contra la baranda del fondo, bajando otra vez en línea oblicua, en sentido contrario, dando tiempo para que la colorada -que ha chocado a su vez contra la baranda lateral- vuelva en línea recta hacia la blanca reuniéndose con ella, de tal manera que mi bola, que ha pasado por detrás de la colorada, quede en posición de privilegio para el proyecto de la próxima carambola.

– Seis -dije yo. Pero todavía no era la sexta: la bola iba corriendo muy cerca de la baranda, después de haber chocado con suavidad contra la de punto, que era la de Tomatis, y ahora se dirigía recta hacia la colorada. Cuando chocó contra ella, yo estaba dirigiéndome hacia el otro extremo de la mesa y Tomatis permanecía de pie, sosteniéndose en el taco que apoyaba en el piso de mosaicos, contrastando nítidamente contra la claridad de febrero que restallaba en un rectángulo amarillo por el ventanal del bar. La corpulenta figura de Tomatis se llenaba de sombra por el contraste, pero una especie de nimbo luminoso bordeaba todo su contorno. Cuando la bola blanca se detuvo, después de haber golpeado a la colorada, me incliné otra vez hacia ella y apunté con el taco. Aunque yo estaba concentrado en mi golpe, sabía que Tomatis no me prestaba la menor atención; permanecía de pie, aferrando con las dos manos el taco apoyado en el suelo, mirando el mosaico, o la punta de sus zapatos, rodeados por el nimbo de claridad de febrero.

– Creo que no hay ninguna experiencia que venga con la madurez -dijo-. ¿O debo decir ninguna madurez que venga con la experiencia?

Doy el golpe, esta vez por la colorada, y por baranda, y después de pegar a la colorada y a la baranda, mi bola atraviesa en diagonal la mesa verde y se dirige hacia la de punto.

– Siete -digo.

– Mucho -dice Tomatis, felicitándome, sin siquiera mirar la mesa.

La bola blanca choca contra la de punto y el golpe resuena con su sonoridad peculiar en el gran salón plagado de ruidos, de murmullos, de gritos y de voces. El cono de luz artificial que cae sobre la mesa verde nos aísla como en el interior de una carpa. Hay varios conos luminosos a lo largo del salón. Cada uno de ellos está tan aislado de los otros, y moviéndose con tan perfecta autonomía, que parecen planetas con su sitio fijado en un sistema, girando en él, ignorando cada uno la existencia de los otros. Tomatis está parado en el límite mismo de esa carpa de luz, y tiene detrás la gran claridad de febrero, porque nuestra mesa es la que está más próxima a la ventana.

Me preparo para tirar la octava carambola. Me inclino sobre la mesa, apoyo parte de la palma de la mano derecha sobre el paño, y tres de los dedos, introduzco el taco en una especie de puente que formo con el pulgar y el índice y con la mano izquierda sacudo el taco desde su base. Mi mirada va, alternativamente, del punto de mi bola en el que el extremo del taco tiene que golpear al punto de la bola colorada contra el que va a chocar mi bola y al lugar en el que está la bola de punto, o sea la contraria y, en este caso, la de Tomatis.

– Muy bien apuntada -dice Tomatis, que ni mira. No presta la menor atención al juego, y yo ya he hecho treinta y seis carambolas y él únicamente dos. Las dos que ha hecho las ha hecho de pura casualidad y la impresión que da al tirar es que quiere errar su tiro lo antes posible para ponerse a un costado de la mesa y hablar. Da la impresión de que para él, cuantas más carambolas haga el contrario, mejor, ya que eso le permitirá vocalizar un párrafo más largo. No parece ser torpe, sino simplemente no prestar atención. Yo hasta diría que maneja el taco bastante bien -uno se da cuenta por la forma en que lo agarran- en relación con muchos otros tipos que se ponen a jugar al billar de sobremesa. Pero, teniendo en cuenta que revela bastante experiencia en el juego, que siempre es él el que invita a jugar y que todos los tipos a los que invita -Horacio Barco, por ejemplo- juegan más que él, la conclusión que he sacado es que Tomatis usa el juego de billar para hablar todo el tiempo él solo y a sus anchas. Después agrega:

– A menos que uno sea un tipo fuera de serie, pero ésos no cuentan para la humanidad.

Alzo la cabeza antes de tirar y le digo: -He aquí un demócrata.

– Me he hecho famoso por pasarme por las bolas a la pendejada piola que me quiere agarrar de punto -dijo Tomatis, riéndose.

Y así por el estilo. Entré a trabajar en el diario el siete de febrero gracias a él, y me encomendaron la sección Tribunales y la sección Estado del Tiempo. Él hacía información general y corregía la página literaria de los domingos. Mi relación con Tomatis databa de un año atrás. Yo acababa de leer uno de sus libros y una vez me lo encontré en la calle y lo seguí hasta que me le puse a la par. Él fumaba un cigarro y no se dio cuenta de que yo estaba al lado suyo hasta que se detuvo frente a una agencia de lotería y se puso a mirar el extracto.

– Usted es Carlos Tomatis, ¿no es cierto? -le dije.

– Así dicen -dijo él.

– Quería hablar con usted porque me ha gustado mucho uno de sus libros -le dije yo.

– ¿Cuál de ellos? -dijo Tomatis-. Porque tengo más de tres mil.

– No -dije yo-. Uno de los que ha escrito. El último.

– Ah -dijo Tomatis- Pero no es el último. Es apenas el segundo. Pienso escribir otros.

Después se puso a mirar el extracto mordiendo su cigarro.

– Dos cuarenta y cinco, dos cuarenta y cinco, dos cuarenta y cinco -canturreó mirando la lista de números-. Ni figura, el dos cuarenta y cinco.

Me saludó y se fue. Pero después nos vimos varias veces, y si bien nunca pudimos hablar de su segundo libro, cuando murió mi padre y me quedé solo con mi madre, fui a verlo para preguntarle si me podía conseguir trabajo. Yo conocía otras personas, mucho más influyentes que él, para ir a pedirles que me consiguieran algún trabajo, pero quería pedírselo a él. Quería que él me diera algo. Y me lo dio, porque no sé de qué manera, el siete de febrero a las diez de la mañana yo estaba con el viejo Campo, el antiguo encargado de la sección, que estaba a punto de jubilarse, recorriendo las oscuras galenas de los Tribunales, subiendo y bajando las escaleras de mármol pulido, entrando y saliendo en unas oficinas desoladas de techo altísimo, atestadas de expedientes.

– Éste -me decía el viejo Campo, arrugando su nariz de mono- es el Juzgado Civil de la Segunda Nominación, y aquél es el secretario. Ahí está el Colegio de Abogados. Por cualquier duda que tengas vas al segundo piso donde está la Oficina de Prensa, que ahora está cerrada por la feria judicial, y pedís hablar con el encargado, un señor Agustín Ramírez, que él va a prestarte toda su colaboración.

Marcaba con lentitud algunas palabras como "Nominación", "feria judicial", "Prensa", "Ramírez", esperando que yo tratara de grabármelas. Yo ni lo escuchaba. Mientras la cara de mono del viejo Campo (un mono pacífico, dulce, ajeno a este mundo) gesticulaba poniendo en movimiento todos sus pliegues arrugados, yo paseaba mi mirada distraída por los corredores oscuros en que las siluetas borrosas de litigantes y funcionarios entraban y salían, los altos armarios de expedientes que evocaban en mí la imagen fácil de Kafka, las escaleras de mármol que ascendían hacia el primer piso con una curva amplia y anacrónica, el sol de febrero que penetraba en el vestíbulo a través de la gran puerta de entrada.

En cuanto a la sección Estado del Tiempo, ahí mi función era aproximadamente la de Dios. Yo tenía que ir cada tarde, alrededor de las tres, a la terraza del edificio del diario y tomar los datos de los aparatos de observación meteorológica. Nunca los entendí. De modo que cuando fui a preguntarle a Tomatis, que había comenzado también haciendo esa sección en el diario, me dijo que tampoco él los había entendido nunca y que a su juicio lo más razonable era inventar o copiar. Usé los dos métodos. Durante veinte días, en el mes de febrero, pasé al taller la misma información sobre el estado del tiempo, que copié en forma textual de la aparecida el día anterior a mi entrada en el diario. Durante veinte días según los aparatos de observación del diario La Región, las condiciones meteorológicas de la ciudad fueron las siguientes: a las ocho de la mañana presión atmosférica, setecientos cincuenta y seis con ochenta; temperatura, veinticuatro grados dos décimas, y humedad relativa sesenta y cuatro por ciento; a las tres de la tarde: presión atmosférica; setecientos cincuenta y cuatro con cuarenta; temperatura, treinta y seis grados una décima y humedad relativa ochenta y dos por ciento. Encontré un título ingenioso para la noticia, gracias a la ayuda de Tomatis: “Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta”. El veintisiete de febrero una lluvia puta me hecho a perder todo el trabajo. Por desgracia; yo ya había pasado toda la información, porque me las tomé antes de hora, de modo que cuando llegué a la oficina del director llevaban ya llovidos ciento cincuenta milímetros desde el mediodía del día anterior, y eran apenas las once de la mañana. El director tenía sobre el escritorio el paquete de diarios del mes de febrero y todas las secciones Estado del Tiempo aparecían en cada ejemplar señaladas con un furioso círculo rojo hecho a lápiz.

– No vamos a echarte -dijo el director-. Vamos a suspenderte por cinco días. No por bondad. No queremos problemas con el sindicato. Pero el día que yo llegue a sentir que está más fresco que de costumbre y que me parezca que sopla alguna brisa, aunque más no sea porque me he levantado de buen humor, y aunque el sol esté partiendo la tierra, y esa sensación mía no aparezca registrada al detalle en la crónica meteorológica, no te van a alcanzar las dos piernas para llegar a la calle.

Así que decidí inventar. Al principio me guiaba por las opiniones de los miembros de la redacción, y anotaba las cifras de acuerdo con sus expresiones. Durante la primera semana se las llevaba al director para que él las supervisara. Después dejé de hacerlo, cuando me volví a ganar su confianza, o quizá por comprobar que más que supervisarlas, el director se limitaba a echarles una mirada rapidísima y a ponerles un visto bueno con el lápiz rojo, ya totalmente apaciguado. Después ya no me conformé con cifrar las opiniones sobre el tiempo que emitían mis colegas de redacción. Me pareció que era mejor inventar, y de acuerdo con las cifras que aparecían cada día en las columnas del diario, la ciudad se oprimía, sudaba, se sentía rejuvenecer con temperaturas primaverales, experimentaba lluvias de sangre detrás de los ojos y golpeteos furiosos y sordos en los tímpanos por los efectos de la presión atmosférica que yo había creado. Era una verdadera fiebre. Y me detuve y volví a inventar con prudencia cuando me di cuenta que Tomatis, que estaba al tanto de todos los detalles de mi empresa, empezaba a proponerme variantes cada vez más exageradas. Fue el seis de marzo, la noche de la comida que le hicieron al viejo Campo porque acababa de jubilarse. (Después de la comida, el viejo Campo fue a su casa y se envenenó.) Durante el discurso del director, Tomatis comenzó a sugerirme que inventara lluvias que no habían sucedido, por ejemplo lluvias que se suponía hubiesen caído de madrugada, y que poca gente hubiese estado en condiciones de confirmar o negar. Me di cuenta de que quería perderme. Al mismo tiempo comprendí que no me había conseguido el trabajo en el diario por compasión ni por ninguna otra razón humanitaria, sino por tener con quien conversar en la redacción o a quien pedirle prestado, de vez en cuando. Se lo dije. Y él se echó a reír y recitó:

I thought him half a lunatic, half knave,

and told him so, but friendship never ends.

Y tenía razón. Pero yo me mantuve firme y murmuré:

– La sección Estado del Tiempo es mía. Yo soy el que decide si llueve o hace sol.

– Sin embargo -dijo Tomatis- yo soy el autor de la idea y entiendo que puedo tener voz en la cuestión.

Fumaba un cigarro, mordiéndolo y entrecerrando los ojos mientras me echaba el humo en la cara.

– Te voy conociendo -le dije-. Empezás por proponerme que difunda un chaparrón que nunca ocurrió y vas a terminar por inducirme a anunciar una lluvia de fuego.

– ¿Y por qué no? -dijo Tomatis, masticando las palabras a través del cigarro-. No estaría mal. Van a sentirse achicharrados como si el fenómeno hubiese ocurrido. Y además, Sodoma era Disneylandia en comparación con esta ciudad podrida.

Después se levantó, en medio del discurso del director, y salió del restaurante. Siempre hacía eso, por distracción, supongo. Había oído hablar de que tales cosas Tomatis no las hacía por distracción, sino simplemente por hijo de puta. Así que al otro día, en el velorio de Campo, fui y se lo pregunté.

– Tomatis -le dije-. ¿No te diste cuenta de que estaba hablando el director en el momento en que te levantaste?

– Sí -me dijo.

– ¿Y por qué te levantaste? -le dije.

– Me paga un sueldo para que escriba su diario, no para que oiga sus discursos -dijo.

Así que no lo hacía por distracción. Salimos del velorio de Campo y fuimos a un café.

– ¿Estás escribiendo? -le dije.

– No -dice Tomatis.

– ¿Traduciendo? -le dije.

– No -dice Tomatis.

Estaba mirando fijamente algo que se hallaba detrás de mí, por encima de mi cabeza. Me di vuelta. No había más que una pared desnuda, pintada de gris.

– ¿En qué estás pensando? -le dije.

– En el viejo Campo -dijo-. ¿No te dio la impresión de que parecía estar riéndose de nosotros? No, no lo digo en sentido literario. No me refiero al cadáver. Digo anoche, en la despedida. No debió haber ido a la fiesta. Debió haberse matado antes. Nos ha puesto en ridículo a todos. Ha sido siempre un viejo hijo de puta.

Yo le dije que a mí más bien me había parecido una buena persona.

Pero él ya no me estaba escuchando. Miraba la pared gris por encima de mi cabeza.

– Creo que se mató contra todos nosotros -dijo después.

Durante los cinco días de la suspensión, no salí de mi casa. Recién el cinco de marzo me afeité y salí. Me pasé los cinco días tirado en la cama, leyendo, sentado en un sillón de mimbre en la galería, al atardecer, o corriendo a la mañana cien vueltas de trote alrededor del paraíso del patio. De noche me sentaba en medio del patio, en plena oscuridad, con un espiral encendido para protegerme de los mosquitos, de cara a las estrellas. A las dos o tres de la mañana, a veces entraba mi madre. Yo la veía abrir la puerta de calle, mostrar su silueta negra durante un momento contra el hueco de la puerta, y después desaparecer en la oscuridad y con suavidad hasta el dormitorio. Oía el chirrido gradual de la puerta al abrirse y al cerrarse y después nada más. Ella creía que yo estaba durmiendo. Yo no volvía a remirar con normalidad hasta no sentirme seguro de que ella estaba completamente dormida. Después encendía un cigarrillo, me llenaba un vaso de ginebra con hielo en la cocina, me lo traía al patio, me desnudaba, y me sentaba a fumar y tomar ginebra de a cortos tragos. Me quedaba así hasta que empezaba a percibirse el primer destello de claridad diurna. A veces me masturbaba. La noche del cuatro de marzo, en que mamá no había salido, yo estaba con mi vaso de ginebra en una mano y el cigarrillo en la otra y de golpe se encendió la luz de la galería y vi a mamá contemplándome desde la puerta del dormitorio. Me miraba sorprendida. Yo me había tomado más de media botella. Me puse de pie de un salto.

– Salud -le dije, alzando el vaso hacia ella y mandándome un trago.

Ella estuvo parpadeando durante unos segundos, inmóvil, mirándome de arriba abajo. Después volvió a entrar en su dormitorio, dando un portazo, sin apagar la luz. Recién cuando estuvo adentro me di cuenta de que yo estaba completamente desnudo y con el pito parado.

A partir de ese día las cosas empezaron a andar mal entre Nosotros. Cosa de nada, al principio, pero cuando estábamos juntos nos poníamos de mal humor. Mi madre andaba alrededor de los treinta y seis años, por esa época, y se conservaba bastante bien. Era alta y muy bien formada y se vestía bien a la moda. Tal vez no tenía mucho gusto, porque prefería la ropa ajustada. Una idea aproximada del aspecto que ella tenía para esa época puede darla el hecho de que una vez que yo estaba con un tipo que había hecho la escuela secundaria conmigo y pasó mi madre por la vereda de enfrente y me llamó y me dio un beso, cuando volví el tipo me dijo que él conocía a esa mujer, que la había visto hacer strep-tease en un cabaret de Córdoba el año anterior. Yo le dije que era mi madre y que él debía estar confundido, porque mi madre por lo menos hacía siete años que no iba a Córdoba, y que de eso yo estaba bien seguro. Antes de que hubiese terminado la frase, el tipo ya había desaparecido. Yo creo que mi madre hubiese sido mucho más atractiva si se hubiese dejado el cabello oscuro, en vez de teñírselo de rubio al mes siguiente de que murió mi padre. Platinada no quedaba bien. Mi padre, mientras estuvo enfermo de cáncer en la cama, sabía discutir con ella por lo mucho que ella salía, y yo lo vi francamente enojado cuando ella le comunicó su deseo de teñirse el cabello. Mí padre dijo que no iba a permitírselo mientras él estuviera vivo. Mi madre le dijo que, después de todo, no estaba lejos el tiempo en que ella iba a poder decidir sola.

Así que yo salía mucho de casa, sobre todo si había alguna pelea por alguna razón. Yo salía especialmente de día, porque era de noche cuando ella no estaba en casa. Cuando dejaba el diario me daba unas vueltas por el centro o me iba a ver el río, y si no tenía plata para comer algo volvía a casa alrededor de las diez y media -hora en que seguro mi madre ya no estaba- y me mandaba cualquier cosa que encontraba en la heladera. Después me daba un baño y me sentaba a leer. Durante los cinco días de suspensión, en los que no salí de casa, leí La montaña mágica, que me gustó muchísimo; Luz de agosto, fabulosa; un libro verde que se llamaba Lolita, una verdadera mierda; El largo adiós, obra francamente genial, y dos novelas del tarado de Ian Fleming. Yo leo muy rápido, y me parece que entiendo bastante bien. Después de que mi madre me encontró desnudo en el patio, con el pito parado, ya me fue más difícil moverme tranquilo en la casa; de modo que era de noche, cuando ella no estaba, que me sentía mejor. A veces iba a tomar una copa con Tomatis, hasta que llegaran las diez, y si al aproximarme a la casa veía luz, todavía me demoraba en algún bar del barrio hasta estar seguro de encontrar la casa sola.

Marzo y abril fueron un infierno. Mi madre estaba hecha una pantera. Al principio opté por no darme por aludido y tomármelas apenas la cosa amenazaba desencadenarse, pero no siempre lo conseguía. Y al fin terminó por sacarme de las casillas a mí también. Si, por ejemplo, yo me sacaba la camisa y la colgaba en la percha del baño sobre su salto de cama -salto de cama que cualquier persona con el menor sentido de la higiene no tocaría ni con una caña- ella aparecía en mi dormitorio, se paraba en el hueco de la puerta con las piernas abiertas y empezaba a murmurar con una voz furiosa:

– Te he dicho una y mil veces que no pongas tus camisas mugrientas sobre mi ropa.

Yo me levantaba, iba al cuarto de baño, sacaba la camisa de la percha y la tiraba en el canasto de la ropa sucia. Ella me seguía durante todo el trayecto. Cuando yo terminaba de dejar la camisa en el canasto de la ropa sucia y me volvía hacia el dormitorio, ella estaba interceptándome el paso en la puerta del baño. Diciéndome:

– No hagas un bollo con la ropa que yo no soy tu sirvienta y no tengo por qué andar cuidándotela. Ya sos bastante grande para darte cuenta de cómo se debe tratar la ropa.

Yo no decía una palabra y volvía a mi cuarto. Ella me seguía todo el trayecto, y acompañaba mis movimientos con la mirada, desde que yo me sentaba hasta que recogía el libro y recomenzaba la lectura. Ella se volvía a su dormitorio y antes de media hora ya estaba de vuelta.

– ¿Vas a estar todo el día encerrado ahí adentro? -decía-. Vaya a saber las inmundicias que te estarán trabajando en la cabeza.

– ¿Inmundicias? ¿Cabeza? -decía yo extrañado, alzando la cabeza del libro y mirándola, sin entender nada.

Ella me miraba con furia, el cigarrillo le colgaba de los labios.

– Cualquier cosa te puedo permitir, menos que te hagas el estúpido -decía.

Después desaparecía otra vez. Una tarde me pegó porque le dije, de la manera más suave posible, que no me gustaba que atendiera al lechero en bikini. Vino directamente y me dio una cachetada. Yo le apreté el brazo tan fuerte, para impedirle que me diera la segunda, que le clavé sin querer una uña y la hice sangrar, y le dejé una marca negra que le duró como un mes. Cuando vi la manchita de sangre sobre su brazo blanco y redondo la solté y dejé que me pegara hasta cansarse. Me dio todo lo que quiso y después se fue a llorar y se metió en su dormitorio y no salió hasta la noche. Todo ese día estuve tranquilo hasta el amanecer, pero a eso de las diez ella me trajo un plato de pan y queso y un vaso de vino y después desapareció. Estaba vestida para salir, con un vestido amarillo que le quedaba que era una locura. Ni siquiera se molestó cuando vio que yo había hecho con mi camisa blanca un trapo que utilizaba para secarme el sudor del cuerpo.

Recién para fin de marzo llegó el otoño, aunque el veintiuno yo hice un pequeño comentario en mi sección Estado del Tiempo sobre el cambio de temperatura, las prendas de olor a naftalina, y las hojas doradas cayendo de los árboles y formando un colchón crujiente en el suelo. Cuando la leyó, Tomatis se echó a reír a carcajadas y me preguntó si había estado leyendo otra vez a los modernistas. Con el otoño, se acabaron para mí las noches estrelladas y el vaso de ginebra en medio del patio, así que me sentaba en mi pieza, en un sillón, con la luz de un velador, hasta que llegaba la mañana. Mi madre entraba a la madrugada, haciendo sonar sus tacos altísimos sobre el mosaico rojizo de la galería. Ya no le importaba si yo la oía entrar; incluso hasta parecía tener especial interés en que yo la oyera. A veces hasta se asomaba a mi cuarto y decía, con cierta hosquedad: "Ah, estás leyendo todavía", o bien, "Se ve que no es él el que paga la cuenta de la luz", y después desaparecía. Yo sabía que mi madre estaba por llegar porque oía primero el motor de un auto al detenerse y después al arrancar y alejarse. Después se oía el ruido de la puerta de calle y después el taconeo. Una vez sola entró en mi pieza después de haber ido al cuarto de baño y después de haber entrado en el dormitorio e incluso haber apagado la luz. Yo estaba seguro de que ella ya se había acostado y estaba completamente absorto en la lectura de El largo adiós, que leía ya por tercera vez en un mes y pico, cuando de golpe se abrió la puerta y apareció mi madre, en camisón y descalza. La expresión de su cara revelaba una mezcla de perspicacia y desilusión. Me miró un momento y, por decir algo murmuró: "No leas tanto que eso va a ponerte mal de la cabeza". Después cerró la puerta y se fue. Yo me había puesto de pie de un salto, sobresaltado. Por suerte, estaba completamente vestido.

El veintitrés de abril se armó la tremolina. Llovió todo el día y ni mi madre ni yo salimos esa noche. Mi madre, que por lo común sabe estar hecha una pantera, esa noche parecía el tipo especial de pantera que ya ha probado carne humana y se ha cebado con ella. Yo le he admitido siempre cualquier cosa, pero lo que no he podido sufrir nunca es que ande paseándose semidesnuda por la casa, en especial cuando hay gente extraña. Una cuestión de honor que ha habido siempre entre nosotros, por otra parte, es la cuestión de las botellas de ginebra y los cigarrillos. Hemos dado siempre por sentado, en especial desde que murió el viejo, que cada cual tiene su ginebra y cada cual su paquete de cigarrillos, y el que se queda sin ellos, sencillamente sale y va a comprar. Y a eso de las once, con una lluvia que era la locura, voy a la heladera a buscar mi botella de ginebra, comprada el día anterior y de la cual no había tomado ni dos dedos, y descubro que se la han llevado. Camino por la galería sin apuro (llovía a cántaros), sin el menor fastidio, sino más bien lo contrario y me detengo ante la puerta, de su dormitorio y golpeo.

– ¿Quién es? -pregunta mi madre, como si en la casa estuviesen viviendo cincuenta personas.

– Yo. Ángel -digo.

Vacila un momento y me dice que pase. Está echada en la cama, leyendo una revista de historietas, con un cigarrillo que le cuelga de los labios y la botella de ginebra, una cubetera y un vaso sobre la mesa de luz. He visto muchos basurales, y todos me han parecido siempre más limpios que el dormitorio de mi madre. Si hubiese estado desnuda, siempre habría tenido un aspecto más decente que el que le daba la ropa íntima que llevaba puesta. Vi que en la botella no quedaban ya ni tres dedos.

– Mamá -le dije-. ¿No tendrías inconveniente en que me sirva un vasito de ginebra? No hay más que esa botella.

– Creo que habíamos decidido de común acuerdo que el que quiere ginebra va y se compra su botella -dice mi madre.

– Es verdad -digo yo-. Pero ¿no te parece que con este tiempo y a estas horas se hace un poco cuesta arriba salir a buscar un almacén donde se pueda comprar una botella de ginebra?

– Eso debiste pensarlo a su debido tiempo -dice mi madre-. No es cuestión mía.

– Está bien -le digo yo-. Lo único que te pido es que me des un vasito de ginebra y que trates de mirar para otro lado cuando me dirigís la palabra, porque me puedo desmayar en cualquier momento.

– No estarás tratando de decir que estoy borracha, supongo -dice mi madre.

– No estoy tratando de decir nada -digo yo.

– Además -dice mi madre-, nunca he visto bien que tomes alcohol.

– Tampoco yo nunca he visto muy bien que digamos que mi madre me reciba poco menos que en pelotas -digo yo.

– No soy yo la que anda en pelotas toda la noche, en el medio del patio -dice mi madre.

– En la oscuridad y solo, soy dueño de andar como más me guste. Cosa muy distinta sería si supiera que me andan espiando -digo yo.

Mi madre hace como que no me oye y sigue leyendo la revista de historietas. Después alza la vista y comprueba que yo sigo ahí.

– ¿Llueve, todavía? -dice.

– Sí -le digo.

Mi madre me mira un momento, parpadeando. Apaga el cigarrillo en el cenicero, estirando el brazo hacia la mesa de luz, incorporándose levemente, sin dejar de mirarme.

– Además -le digo, sosteniendo la mirada- es mi botella. Te has tomado mi botella.

Veo que la cara blanca y pulida de mi madre se pone roja de golpe, pero ella queda inmóvil unos segundos más. Después deja la revista sobre la cama y se levanta, con gran lentitud, sin dejar de mirarme. Camina hacía mí, sin rabia ni apuro, mirándome a los ojos, y se planta a medio metro de distancia. La ola de rubor que le manchó la cara va borrándosele gradualmente. Mi madre alza la mano y me da dos cachetadas, una en cada mejilla. Se queda mirándome, probablemente las dos manchas rojas que ahora están en mis mejillas y no en las de ella, como si fuesen las mismas. Después de unos segundos de miradas sin parpadeos alzo la mano y doy dos cachetadas, una en cada mejilla. Las manchas rojas que han de estar borrándose en mis mejillas, aparecen en las de ella. Le saltan las lágrimas. No es que esté llorando; le han saltado por alguna razón fisiológica inexplicable, porque nadie que llore puede tener una expresión tan pétrea en la cara. Alrededor de la boca apretada se le forma un círculo pálido.

– Debí morirme en lugar de tu padre para no ver esto -dice mi madre,

– No sólo por esto -digo yo-. Desde todo punto de vista hubiese sido más conveniente.

Ella me dio otra cachetada y entonces me enceguecí y empecé a pegarle y a darle empujones, la tiré sobre la cama, me saqué el cinto y hasta que no empezó a llorar a gritos no dejé de pegarle. No trató de defenderse siquiera. Cuando vi que no hacía más que llorar, volví a ponerme el cinto tranquilamente y me serví un vaso de ginebra, poniendo cuidado en que quedara un poco para ella. Le eché dos cubos de hielo al vaso y me fui para mi habitación.

Ya no pude concentrarme en la lectura, porque le había dicho por lo menos una cosa injusta. Me refiero a haber admitido la conveniencia de que ella hubiese muerto en lugar de mi padre. Eso era algo injusto desde todo punto de vista, porque mi padre era un hombre tan insignificante que la más pequeña hormiga del planeta que hubiese muerto en su lugar habría hecho notar su ausencia más que él. Llegó a subjefe en una oficina pública porque era demasiado torpe como para tener la responsabilidad de cualquier empleado, y demasiado débil de carácter como para estar en condiciones de darle órdenes a nadie. No fumaba ni tomaba alcohol, ni se sentía desdichado ni tampoco había experimentado ninguna alegría en su vida que pudiera recordar con algún agrado. Se había salvado del servicio militar por un defecto en la vista (contaba eso cincuenta veces por día, con todos los detalles y con tanto ardor como si hubiese sido el general San Martín contando la batalla de San Lorenzo), pero no era un defecto tan grave como para que le recetasen anteojos. Era delgado, pero no demasiado delgado; callado, pero no muy callado; tenía buena letra, pero a veces le temblaba el pulso. No tenía ningún plato preferido, y si alguien le pedía su opinión sobre un asunto cualquiera, él invariablemente respondía: "Hay gente que entiende de eso. Yo no". Pero no había un gramo de humildad en su respuesta, sino absoluta convicción de que ésa era la verdad. De modo que cuando mi padre murió, el único cambio que hubo en mi casa fue que en el lugar que él ocupaba en la cama (durante los últimos seis meses ya no se levantó) ahora había aire. Creo que ésa fue la modificación más notoria que produjo en su vida: dar espacio. Dejar un espacio libre de un metro setenta y seis de estatura (porque también era de estatura mediana) y cierto espesor, de modo que lo que él interrumpía con su cuerpo volviera a convertirse otra vez en sustancia respirable para beneficio de la humanidad.

Cuando al otro día fui al diario y me enteré de que Tomatis había viajado a Buenos Aires y no volvía hasta el veintinueve me sentí mal. Había pensado contárselo todo. No sé bien por qué, ya que Tomatis rara vez demuestra escuchar, pero de todos modos es el tipo al cual más confianza le tenía y tal vez podía entender el hecho de que yo le hubiese pegado a mi madre. En cuanto a ella, dejó de dirigirme la palabra, y cuando no tenía más remedio que hacerlo me trataba de usted. No nos veíamos casi nunca, y ahora que el tiempo estaba más fresco (en abril llovió casi todos los días, lo que me permitió repetir varias veces la misma información meteorológica sin que nadie se diese cuenta) mamá ya no andaba semidesnuda, como acostumbraba hacerlo en el verano. En rigor de verdad, se ponía unos suéters chillones que a un fakir le habrían quedado bastante ajustados, pero ése era su gusto para vestir y yo tenía que admitirlo aunque no me gustase. Ella seguía saliendo de noche y cuando volvía se acostaba sin pasar por mi habitación. Yo me levantaba tarde y me iba al diario a las diez de la mañana y no volvía hasta la noche, y a veces ni eso. Recuerdo muy bien que la pelea por la ginebra fue el veintitrés de abril porque el día siguiente cumplí dieciocho años. Pedí un adelanto en la administración y me fui a comer un asado. Apenas si probé la comida, pero me tomé un litro de vino. No sentía rabia ni nada, sino simplemente ganas de tomar vino, por el gusto de tomarlo, y la seguridad de saber que siempre podía tener la copa llena para vaciármela de un trago, y que si la botella se terminaba podía llamar al mozo y pedirle otra de las largas hileras que se exhibían en las paredes, me hacía sentir extraordinariamente bien. Después vacilé entre el cine y una prostituta y elegí la prostituta. No tuve que esperar ni nada. Me hicieron pasar a un vestíbulo donde no había más que un sillón doble de madera y una percha de pie, después me guiaron por una galería y por fin me metieron en una cocina donde había dos mujeres. Las dos eran rubias. Estaban tomando mate y ni siquiera se pusieron de pie. Una de ellas tenía una revista de historietas en la mano. Elegí a la otra. Eran tan parecidas (las dos de pantalones negros y suéters blancos) que ahora vacilo y no sé en realidad si me encamé con la de la revista o con la otra porque pueden haberse pasado la revista una a la otra sin que yo me diese cuenta, o la de la revista puede haberla dejado sobre la mesa en el momento de entrar yo y agarrarla la otra de un modo automático y sin que yo pudiese prestarle atención. Además, mi elección no fue tan precisa, ya que me limité a hacer un movimiento de cabeza en dirección a la que me pareció que no tenía la revista en la mano, y ya no sé bien cuál de ellas es la que se adelantó primero. La que vino conmigo -la de la revista, la otra, ya no sé bien- me guió por un traspatio hacia una habitación de la que recuerdo el olor a creolina y que estaba tan limpia y ordenada que de inmediato pensé en la de mi madre, por contraste. Cuando se desnudó vi que tenía el tajo de una operación en el vientre, una cicatriz como una medialuna, atravesada por las rayitas de los costurones. Después me acosté con ella y me fui a dormir.

Tomatis llegó el treinta a la mañana, eufórico, fumando cigarrillos norteamericanos. Entró a la redacción con pasos enérgicos y se sentó frente a su máquina. Se veía que estaba recién bañado y afeitado. Le dije que tenía problemas con mi madre y que quería hablar con él.

– Anda a comer a mi casa, esta noche. Lleva vino -dijo, y se puso a trabajar.

Después salí y me fui para Tribunales. Caía una llovizna fina, de modo que ese día pasé al taller el parte meteorológico del día anterior. El edificio gris de los Tribunales parecía más gris en la llovizna, pero de un gris que deslumbraba. Las anchas escaleras de mármol del portal estaban sucias de un barro aguachento. Habían regado de aserrín el vestíbulo, que estaba lleno de gente. Pasé por el Colegio de Abogados y después vi al Chino Ramírez, de la Oficina de Prensa. Ramírez me hizo servir un café que parecía haber sido exprimido del barro aguachento que manchaba el umbral. En vez de dientes Ramírez tenía dos finísimas sierras marrones. No sé qué peste podía habérselos podrido tanto. Se reía a medias para ocultarlos.

– El juez de Crimen quiere verlo -me dijo-. Anduvo preguntando por usted.

– No he matado a nadie -dije.

– Nunca se sabe -dijo Ramírez.

– Es la pura verdad -dije. Señalé el pocillo con la cabeza levantándome:

– Vigile al personal, Ramírez. Se han confundido y están sirviendo el café de los presos.

Se hubiese reído más, de habérselo permitido la dentadura. Me dio los papeles que me había preparado y salí de la oficina. Ernesto estaba con su dichosa traducción de Wilde. La llevaba a todas partes. Cuando me vio entrar en la oficina cerró el diccionario y dejó señalada la página de The picture of Dorian Gray con su lápiz rojo.

– Te has perdido -me dijo.

Algo en su cara le daba el aire de Stan Laurel, únicamente que era un poco más gordo.

– No he podido llamarte porque he tenido mil problemas con mi familia -le dije. Señalé el libro de Wilde.

– ¿Cómo marcha esa traducción? -dije.

– Bien -dijo. Se sonrió-. Únicamente a mí se me ocurre traducir algo que ya ha sido traducido un millón de veces.

Sobre la mesa había un expediente. Alcancé a leer la palabra homicidio.

– ¿Has mandado muchos hombres a la cárcel? -dije.

Entornó los ojos antes de responder y se derrumbó en el sillón.

– Muchos -dijo.

– ¿Has estado en la cárcel alguna vez? -dije.

– De visita. Algunas veces -dijo.

Adivinó lo que yo estaba pensando.

– Es igual, estar libre, o en la cárcel -dijo-. Todo es absolutamente igual. Vivos, muertos, todo es exactamente igual.

– No comparto -dije.

– Estamos en un país libre -dijo, riéndose.

– Ramírez me dijo que me estabas buscando-dije.

– Quería saber cómo estabas y si estás libre mañana a la noche -dijo.

– ¿Mañana a la noche? -dije-. ¿Qué es mañana?

– Puedo perdonarle todo a la juventud, menos la coquetería -dijo-. Mañana es primero de mayo.

Debo haber enrojecido.

– Sí -dije-. Estoy libre.

– ¿Querés venir a comer a casa? -dijo, levantándose.

Dije que sí, así que a la noche siguiente fui a su casa. Empezó a lloviznar a eso de las nueve, después de un día acerado, frío. Estuve caminando desde la casa de Tomatis, en la otra punta de la ciudad, en el norte, de modo que atravesé todo el centro y llegué al sur. El centro estaba desierto y eran exactamente las nueve cuando pasé frente al edificio del Banco Provincial, porque vi el reloj redondo empotrado en la pared sobre la puerta de entrada. En la galería tomé un cognac y seguí viaje. Ya lloviznaba. Salí a San Martín y recorrí silbando unas calles oscuras que reflejaban en las esquinas las luces débiles del alumbrado público. Después pasé delante de los Tribunales, atravesé en diagonal la Plaza de Mayo frente al edificio de la Casa de Gobierno, y retomé otra vez San Martín donde ya no es más que una calle curva y ciega, sin vereda de enfrente, con la arboleda de! Parque Sur verdeando en la oscuridad al otro lado de la calle. Después que toqué el timbre, me di vuelta y vi las aguas del lago refulgir fugazmente entre los árboles. La puerta se abrió y me di vuelta de golpe.

– Se te esperaba -dijo Ernesto. Sacudí la cabeza.

– Llovizna -dije.

Subimos la escalera y fuimos derecho a su estudio. Ernesto descorrió las cortinas que cubrían el amplio ventanal y después sirvió dos whiskies. Sobre su escritorio estaban el libro de Oscar Wilde, el diccionario y el cuaderno Laprida con la dichosa traducción manuscrita. Me incliné sobre el escritorio y observé la letra: era tan chica y apretada que resultaba imposible distinguir las vocales unas de otras. Ernesto me alcanzó el vaso.

– Es indescifrable -dijo.

– Pareciera -murmuré, continuando mi observación-. ¿Por dónde vas? Ernesto recitó:

– Yes, Harry, I know what you are going to say. Something dreadful about marriage. Don't say it. Dorít ever say things of that kind to me agian. Two days ago I asked Sibyl to marry me. I am not going to break my word to her. She is to be my wife. Exactamente estoy en la palabra wife.

Me tomé todo mi whisky de un trago, sintiendo sobre mi cara la mirada de Ernesto. Después me acerqué al ventanal. Se veía el lago por encima de los árboles del parque, cuyo follaje verdeaba en la oscuridad. Era una locura.

– Me gusta tu casa. Es confortable -le dije.

– Es, sí -dijo-. Es confortable.

Me miraba fijamente.

– Tendrías que venir más seguido -dijo.

– Hago lo que puedo -dije y crucé la habitación para servirme más whisky.

Yo me sentía exactamente como esos muñecos que venden en la calle, a los cuales el tipo que los vende los maneja con un hilo invisible, un hilo oscuro que él disimula y que nadie más ve: "Siéntese, Pedrito", y Pedrito aplasta su culo de cartón sobre las baldosas. El hilo era su mirada, y yo me sentía atrapado en su campo visual, en esos metros a la redonda iluminados por las lámparas cálidas del estudio, y cuando me encaminaba hacia la mesa de las bebidas o hacia el ventanal, me parecía que la tensión de su mirada llegaría en cualquier momento a su extremo y yo iba a verme detenido de golpe de espaldas a él, chocando contra el límite. Pero Ernesto hablaba con suavidad, aunque trataba honradamente de no ocultar lo que pensaba. Tal vez eso me parece a mí solamente, y no era honrado. Porque como tenemos patrones fijados de antemano para determinar lo bueno y lo malo, el hecho de que Ernesto reconociera que él era capaz de hacer algo que yo tenía calificado como "malo", no me daba ninguna seguridad de que al admitirlo estuviese obrando honradamente, ya que bien podía valerse de eso habitualmente considerado como "malo" para ocultar algo todavía peor. Pero esto lo pienso ahora y no en aquel momento, la noche del primero de mayo, porque la noche del primero de mayo yo pensaba que Ernesto era honrado porque era capaz de reconocer lo malo que había en él.

Después pasamos al comedor y en el momento en que nos sentábamos a la mesa (serían las once), sonó el teléfono. La sirvienta le dijo a Ernesto que lo llamaban de la guardia de Tribunales. Ernesto dejó su vaso de whisky sobre la mesa (estábamos de pie todavía, conversando) y desapareció en el estudio, cerrando la puerta. No oí nada. Durante unos cuantos minutos hubo un silencio perfecto en toda la casa, así que cuando Ernesto abrió la puerta de su estudio regresando al comedor, el ruido sonó no solamente en el momento de producirse sino que siguió resonando durante todo el tiempo en que Ernesto demoró en atravesar el largo corredor oscuro que separa el estudio del comedor. Se esfumó cuando la figura de Ernesto reapareció en la arcada del comedor. Tenía una expresión pétrea y estaba pálido. Nos sentamos a la mesa. Comimos el primer plato en silencio. A pesar de que era más bien corpulento, Ernesto comía poco y de a bocados insignificantes. Yo, en cambio, devoraba lo que la mujer iba sirviendo en mi plato. Durante el segundo plato -un pollo que era la locura-, Ernesto abrió por fin la boca para otra cosa que no fuese mandarse esos bocados que habrían dejado con hambre a un gorrión.

Me había mirado muy poco durante la comida, de modo que ahora alzó la vista y suspiró.

– Un hombre mató a tiros de escopeta a su mujer hace un rato, en Barrio Roma -dijo-. Querían que yo le tomara declaración esta noche, porque no tienen donde alojarlo en Jefatura. Les dije que esperaran hasta mañana a la tarde.

– ¿Por qué la mató? -dije yo.

– No sé nada -dijo Ernesto-. Sé que la mató a tiros de escopeta, en el patio de un almacén.

– ¿Vas a tomarle declaración mañana? -dije yo.

– A la tarde, probablemente. Tengo otras audiencias a la mañana -dijo Ernesto.

– ¿Puedo estar presente? -dije.

– Ya veremos -dijo Ernesto.

Después volvimos al estudio, y Ernesto puso el tocadiscos. Sirvió whisky y nos sentamos a escuchar el disco predilecto de Ernesto, el Concierto para violín y orquesta (opus 36) de Arnold Schönberg. No hablamos una sola palabra mientras duró el concierto. Yo pensé en muchas cosas. Pensé en un amor que había tenido dos años antes, que duró un año entero. Se llamaba Perla Pampiglioni. La primera vez que la vi estaba en la parada del colectivo, cerca del puente colgante, en la vereda de la estación de trenes, para ser más exactos. Me volví loco apenas la vi: estábamos a dos metros de distancia, parados los dos en el borde de la vereda, y nos mirábamos de reojo. Ella tenía puesto un vestido amarillo que dejaba ver sus brazos, su cuello, y sus piernas tostadas por el sol. El pelo parecía una lámina lisa de cobre. Tomamos el mismo colectivo y por suerte había un solo asiento doble desocupado, así que me senté al lado de ella, dándole el lugar de la ventanilla. Ella simulaba mirar por la ventanilla pero de vez en cuando me echaba una mirada de reojo. Yo hacía lo mismo. Por el espejo delantero del colectivo le miraba las rodillas. Hicimos más de veinte cuadras juntos, y en un momento dado, el brazo de ella rozó el mío. Después, en el centro, se levanto y se bajó. Yo pensé bajarme en la misma esquina que ella y dirigirle la palabra en la calle, pero tenía la impresión de que todo el pasaje me estaba vigilando, así que decidí bajarme una cuadra más adelante. Cuando volví a la esquina en que ella bajó, ya había desaparecido. Durante tres días comencé a rondar los alrededores de la estación de trenes, con la esperanza de volverla a ver, pero no olí ni rastro de ella. La volví a ver a la semana. Yo estaba en el bar de la galería tomando un café con un tipo que había sido compañero mío en el Nacional y que estaba estudiando medicina en Córdoba desde hacía seis meses, cuando la veo avanzar desde el corredor iluminado de la galería hacia el bar, otra vez con su vestido amarillo, y las láminas de cobre del cabello golpeándole sobre los hombros. Me gustaban sus tetitas bien paradas y me di cuenta de que me había visto porque empezó a hacerse la desentendida. Se puso a mirar la vidriera de una juguetería. No estaba ni a cinco metros de nuestra mesa. Entonces Amoldo Pampiglioni se para, va hasta donde está ella, le da un beso y se ponen a conversar. Estaban a cinco metros y el hijo de mil putas no fue capaz de invitarla a tomar un café a la mesa, y me dejó como quince minutos esperándolo. Después ella se volvió -no sin antes echarme una mirada rápida de reojo- y se alejó por el corredor de la galería hacia la calle, moviendo el culito más redondo y apretado -perfecto, ésa es la palabra- que he visto en mi vida. Amoldo se sentó otra vez y dijo: "Perlita se viene salvando, nada más que porque es mi prima". Respiré otra vez. Le pregunté quién era y cómo se llamaba. "Es Perlita Pampiglioni", me dijo Amoldo. "Se recibió de maestra este año." Me dijo dónde vivía y todo. Después se volvió para Córdoba. Al otro día inicié las operaciones. Guiado por la dirección que me dio Amoldo busqué el teléfono en la guía y encontré lo que buscaba. Su padre se llamaba José Pampiglioni, y vivía en Guadalupe. También figuraba un José Pampiglioni en pleno centro con el rubro "Artículos para el hogar", de modo que me aposté frente al negocio del padre en plena calle San Martín una tarde entera, hasta que vi salir a todos los empleados, y por último, media hora más tarde del cierre del comercio, a un hombre de unos cincuenta años que cerró con llave la puerta de calle, dejando el negocio iluminado por dentro.

Al otro día, a eso de las once, entré en el local y pregunté el precio de una aspiradora eléctrica, si podía comprarse a crédito, y si el crédito podía figurar a mi nombre, que era menor de edad, pero que deseaba darle una sorpresa a mi madre. El empleado me preguntó si yo trabajaba y le respondí que sí, y que además yo recibía puntualmente una pensión mensual de doscientos dólares que me enviaba un hermano de mi madre, un señor Phillip Marlowe, desde Los Ángeles, California. El empleado me dijo que le parecía que era posible que yo pudiese completar la operación, pero que de todos modos debía conseguir la garantía de una persona mayor, con propiedades inmuebles. Estábamos en eso cuando de pronto siento algo raro a mis espaldas, me doy vuelta, y la veo entrar: estaba con unos pantalones blancos, muy ajustados, y una blusa blanca. Dejó un perfume suave al pasar hacia el fondo del local y meterse en los escritorios, desapareciendo adentro. Desgraciadamente ya estábamos al final de las conversaciones, y vi con claridad que el empleado estaba tratando de despacharme hasta que yo volviera con algo más seguro. Le dije si podían darme una solicitud de crédito y si no convenía que yo le planteara mi caso al dueño, pero e! empleado me llevó hasta el mostrador del fondo, me dio una solicitud, y me dijo que no valía la pena plantearle la cuestión al dueño, que la situación era absolutamente normal desde que yo no tenía dificultad en encontrar una persona mayor de edad, con propiedades inmuebles, que saliera de garantía. Le pedí que pusiera en funcionamiento la aspiradora, que quería ver otra vez cómo funcionaba. El empleado me dijo que ya no había más que ver, que me había mostrado todos los dispositivos y posibilidades del artefacto, y que si volvía con la solicitud en regla y pagaba el anticipo, iba a poder llevar la aspiradora a mi casa y hacerla funcionar todo lo que quisiera.

Así que salí y me puse a esperar en la esquina. Estuve ahí mucho más de media hora, en pleno sol. A eso de las doce y cuarto, después que se fueron todos los empleados, la vi salir con el padre. Tomaron hacia la esquina contraria, pero en el momento en que el padre se detuvo a cerrar con llave la puerta de calle advertí que ella miraba en mi dirección, muy fugazmente, y que se daba por enterada de mi presencia. Empecé a seguirlos, a unos treinta metros de distancia. El padre la llevaba del hombro. Llegaron hasta la primera esquina por San Martín, doblaron hacia la derecha en dirección a 25 de Mayo, pasando frente al edificio del Banco Provincia], en cuyo reloj redondo vi que eran las doce y dieciséis, y después siguieron hacia el parque del Palomar, de donde arranca la avenida del Puerto. El viejo tenía el coche estacionado en la playa del parque. Era un auto celeste, ancho, largo, y debía de tener por lo menos dos o tres ambientes y baño instalado. Hablaron un momento antes de subir al coche (yo me había parado en la esquina y fingía esperar un colectivo) y al fin vi que el viejo le daba las llaves y ella se sentaba al volante, no sin echar una mirada de reojo hacia el punto en que yo estaba antes de entrar en el coche. Al fin se fueron.

Quedé medio loco. Me di cuenta de que contaba con algo más que su cuerpo, que su cuerpo era algo imperfecto respecto de un nuevo elemento que acababa de aparecer: su automóvil. Y entonces empezó el gran período en el que yo esperaba verla aparecer en su automóvil; lo esperaba con tanta fuerza, con tanta convicción, que la vi aparecer dos veces. Una vez fue en la costanera, una tarde de lluvia: yo estaba acodado en la baranda, mirando cómo caía la lluvia sobre el río guarecido apenas bajo un árbol, pensando "Ahora va a llegar ella con el automóvil y va a llevarme. Ahora", y me di vuelta de golpe para ver el gran coche azul que avanzaba desde Guadalupe por la gran costanera desierta, lentamente. Tardó muchísimo en llegar, creciendo gradualmente desde el horizonte gris, y a medida que se aproximaba yo podía ver el movimiento regular del limpiaparabrisas arrasando las gotas que caían sobre el parabrisas enturbiando el rostro que vigilaba el camino a través del vidrio. Pasó de largo y no era ella. Y la segunda vez, una siesta de enero, yo cruzaba una calle también completamente desierta, y en el momento en que pienso "Ahora el coche de ella va a doblar en la esquina y va a venir hacia aquí", oí el chirrido de unos frenos y vi aparecer desde la esquina el coche azul a toda velocidad, bramando sobre el asfalto hirviente. También pasó de largo, y tampoco era ella. Pero me di cuenta de que estaba empezando a manejar el poder de evocar ese coche azul y traerlo hasta donde yo estaba, desde doquiera que el coche estuviese.

La vi cinco veces más en ese año, siempre a pie. De todas las largas guardias que hacía por los alrededores de su casa logré verla una vez sola. Salió de su casa, cruzó la calle corriendo, y entró en una casa de la vereda de enfrente. Estaba con los pantalones blancos y la blusa blanca. Esperé tres horas que volviera a salir pero no reapareció. Durante esas tres horas anocheció. Vi tantos manchones blancos cruzar la oscuridad fugazmente, entre los árboles negros, que la millonésima vez que me pareció verla decidí que estaba haciendo el papel de imbécil y me fui a dormir. La segunda vez fue en un cine: entré en la oscuridad y me senté y cuando se encendieron las luces vi que ella estaba en la butaca de al lado. Tenía un sacón de piel y el cutis más blanco, porque era pleno invierno. Me pareció que enrojecía cuando se dio cuenta quién era el tipo que tenía al lado. Después que apagaron las luces estuvimos toda la película rozándonos el codo en el apoyabrazos de la butaca y si a la salida alguien me hubiese preguntado cómo se llamaba la película que vi y de qué se trataba me habría quedado más mudo que una piedra. Diez minutos antes de que la película terminara ella se levantó y se fue. La tercera vez fue en el bar de la galería: llegamos juntos a la caja, ella desde el patio, yo desde la calle, y le cedí el lugar para que sacara el vale de consumición, aunque yo había llegado a la caja un segundo antes. Ella pidió una naranja Crush y un perro caliente. Se los llevó a la mesa y yo me quedé tomando mi café en el mostrador, echándole de vez en cuando alguna mirada disimulada, pero ella estaba de espaldas, de modo que no me veía. Cuando me di vuelta por última vez para mirarla, comprobé que había desaparecido. La cuarta vez que la vi, yo pasaba en colectivo y ella estaba parada en una esquina. La miré por el vidrio trasero hasta que desapareció de mi vista. Un mes después era yo el que estaba parado en una esquina y ella la que pasó en colectivo. Después no la vi más por muchos meses, y al fin me olvidé de ella.

Cuando el concierto para violín terminó, dejé de pensar en Perla Pampiglioni y me encaminé al ventanal. Ernesto apagó el tocadiscos.

– Qué silencio -dijo.

Estábamos en un cubo iluminado. Afuera estaban la llovizna, los árboles negros, y el lago del parque. Tuve la sensación, por un momento, de que el cubículo de luz flotaba en el vacío, sin derramar un solo rayo de su luz gélida hacia el espacio negro, dotado de una claridad sin titilaciones, y moviéndose en un lento errabundeo. Ernesto se sentó.

– ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? -dijo.

Me volví desde el ventanal y me senté frente a él.

– Nada -dije.

– ¿Has leído? -dijo Ernesto.

– Sí -dije.

– ¿Has hecho el amor? -dijo Ernesto.

– Sí -dije.

– Yo en cambio no he hecho más que tratar de traducir este maldito libro -dijo Ernesto.

– Y habrás mandado varios hombres a la cárcel, también, supongo -dije.

– No. En este tiempo, a ninguno -dijo Ernesto.

Después hicimos silencio otra vez, por unos diez minutos. Durante ese tiempo, Ernesto no dejó de mirarme ni un segundo. Estaba tan hundido en el sillón que me pareció que no iba a poder levantarse más. Que iba a quebrarse en dos y morirse ahí sentado. Lo contemplé con una especie de extrañeza; tenía los ojos entrecerrados y el vaso de whisky en la mano, y de pronto hizo un movimiento leve y el hielo tintineó contra las paredes del vaso. Ese tintineo me llenó de horror; no supe por qué, pero tuve un ataque de horror súbito y deseé hablar, decir algo para que ese tintineo se perdiera entre el sonido de las palabras. Ernesto me escuchaba, pero parecía ausente.

– He pasado un mal verano -le dije-. Muy mal verano. Me he quedado noches enteras sentado en el patio, mirando las estrellas, y he visto cosas extrañas en el cielo. He visto unos signos en el cielo que me llenaron de miedo. No se lo he dicho a nadie todavía. Es la primera vez que se lo cuento a alguien. He visto que las estrellas se movían y una noche vi la luna llena de tigres y de panteras que se hacían pedazos y ensangrentaban el cielo todo alrededor de la luna. Después vi una carroza que bajaba del cielo al infierno, cargada de gente conocida que todavía no ha muerto.

No había visto nada de eso, pero había esperado verlo. Lo único que había visto era un millón de mujeres desnudas flotando en el espacio negro y emitiendo un resplandor azulado.

– Se ven cosas todavía peores, y no precisamente en el cielo -dijo Ernesto, incorporándose algo en el asiento y tomando un trago de whisky.

Estuve una hora más en su casa y después me fui a dormir. Todavía lloviznaba. Atravesé una ciudad muerta y negra y cuando crucé en diagonal la Plaza de Mayo vi otra vez el edificio de Tribunales convertido en una masa negra llena de refulgencias. Los zapatos se me llenaron de un barro rojizo y tuve que secarme la cara y la cabeza y los píes húmedos cuando me acosté entre las sábanas heladas. Tirité durante media hora, sin poder conciliar el sueño, y me masturbé para entrar en calor. Lo único que conseguí fue manchar las sábanas, porque seguí helado. No sólo no había panteras y tigres en la luna, sino tampoco mujeres desnudas emitiendo una fosforescencia azulada en el espacio negro. Había solamente una negrura gélida, y lo único que podía ubicar en su centro -si es que tenía centro- era el cubículo iluminado errabundeando dentro, con Ernesto sentado en un sillón, haciendo tintinear apagadamente el hielo contra las paredes del vaso. Encendí la luz. Reconocí mi habitación y volví a oprimir la perilla para quedar otra vez en la oscuridad.

Pero yo no sabía eso cuando salí de los Tribunales el día anterior, alrededor de mediodía. Tenia que pasar todavía una tarde, una noche, y todo un día y parte de una noche para que yo comenzara a secarme la cabeza en mi habitación y me metiera después entre las sábanas heladas con la imagen del cubículo iluminado errabundeando en el espacio negro y vacío de mi mente. Toda la plaza estaba impregnada de la refulgencia gris de la llovizna y unos hombres borrosos y encogidos la atravesaban lentamente. Volví al diario y encontré a Tomatis tomando un café con el jefe de redacción, un tipo alto, de lentes, que nunca tragué. Tomatis puede andar bien con todo el mundo, porque no le importa nada de nadie. Con los fumadores de cigarros, él fuma cigarros; con los que toman el café con crema, él toma café con crema; con los que comen sin sal, él come sin sal. Pero no es un tipo acomodaticio, por mucho que parezca lo contrario. Da la impresión más bien de que no hay cosa en el mundo que pueda llegar a interesarle de verdad, siquiera mínimamente. Pienso que no le interesa nada, absolutamente nada. Y de ese modo, puede hacer cualquier cosa. Es la locura.

Cuando sale del despacho del jefe de redacción, Tomatis viene y me dice:

– Te desafío a una carambola y a dos rayas después de la comida.

– Hecho -le digo.

En el salón de billares, Tomatis sale con la lisa y me deja la de punto, era el tiro de salida y me carga con el trabajo de hacer todas las carambolas, para ponerse a hablar a sus anchas. Revuelve interminablemente su pocillo de café, de pie junto a una mesita. El enorme salón está lleno de conos de luz que hacen refulgir el paño verde de las mesas y llenan de reflejos las bolas que corren y chocan entre sí con su sonido peculiar. Cuento las carpas de luz: son seis. Después me inclino y apunto mi primera carambola.

– ¡Oiga! -grita Tomatis. Me doy vuelta sorprendido. Ha llamado a un vendedor de lotería: es un hombre canoso al que le falta una pierna y avanza haciendo sonar su muleta contra el mosaico.

– ¿Tiene el extracto? -dice Tomatis.

– Los diez primeros premios, únicamente -dice el vendedor de lotería.

– ¿Figura el dos cuarenta y cinco? -dice Tomatis.

El hombre saca una lista de números del bolsillo y se la da a Tomatis, que la estudia un momento.

– Nada -dice, devolviendo la lista.

El hombre se va. Tiro mi primera carambola y me preparo para la segunda. Tomatis mira la calle a través del ventanal.

– Va a llover todo el año -dice.

Termino el partido en seis boladas: una de doce, una de catorce, una de nueve, una de siete y una de ocho carambolas. La de catorce la hago en un rincón, porque Tomatis ha dejado las dos bolas contrarias juntas -creo que deliberadamente- y yo no dejo que se separen hasta la carambola número catorce. Cuando voy a tirar la número quince, el taco pifia por falta de tiza, y erro. Inmediatamente, el taco de Tomatis pifia y hago nueve carambolas más. No creo que el partido haya llegado a durar más de quince minutos. Creo que Tomatis no vio una sola de las carambolas que hice, y alguna de ellas no habría salido, muy deslucida en cualquier certamen internacional. La mirada de Tomatis pasaba del rectángulo del ventanal a deslizarse vagamente por el gran salón lleno de ruidos y de ecos.

– En Buenos Aires -dice- estuve todo el tiempo sin salir del hotel. Me hice subir una caja de cigarrillos norteamericanos y cada vez que venía el productor yo salía de una especie de marasmo que me daba apenas me quedaba solo. El productor venía acompañado del director. Me agarraban entre los dos, me desnudaban, me daban un baño, me ponían un pijama y un lápiz en la mano y me sentaban frente a una mesa. De vez en cuando, el director me abofeteaba. "Use la imaginación", me decía. "Está todo el equipo de filmación esperando. Hemos traído tres técnicos de los Estados Unidos", decía el productor. "Bueno", decía yo. "Qué es lo que quieren."Usted tiene que escribir un diálogo entre Fulano y Mengano; tiene que terminar ese diálogo", decía el director. "¿Dónde dejé?", decía yo. "Exactamente en la palabra dinero", decía el director. "Dinero", decía yo. "Sí, exactamente, dinero", decía el productor. En eso una rubia salía del dormitorio en salto de cama, con dos botellas vacías, una en cada mano. "¿No te he dicho una y mil veces que no dejes las botellas vacías en mi valija?", decía. A veces pasaba totalmente desnuda. Pero ni yo, ni el productor, ni el director, ni siquiera la mirábamos. Creo que ni la veíamos. "Dinero", decía yo. "Perfecto, dinero." Y empezaba a rascarme la cabeza pensando por qué razón había puesto la palabra dinero, el día anterior, y sobre qué cuernos trataba la película. "Denme el material que ya he escrito" decía yo. "Despídase de ese material" decía el productor. "Lo tiene el jefe de producción." La última frase decía algo así como: Necesito dinero. "El dinero no se nombra nunca", decía yo, con gran convicción, "se usan eufemismos para hacer referencia a él: se lo llama guita, cierta suma, ayuda material. Nunca se dice dinero. Yo no puedo haber escrito eso". El productor me daba entonces dos bofetadas: "No teorice, Tomatis. No le pago para que teorice, sino para que escriba un guión de cine". Por fin nos poníamos de acuerdo: Fulano le pedía dinero a Mengano y Mengano se lo prestaba con la siguiente condición: Fulano debía dejar el campo libre con cierta señorita. Escribíamos el diálogo. El productor, al salir, tropezaba en la puerta con la mucama que traía la primera botella del día. Me dirigía la palabra, y yo podía distinguir algo entre el canto de la rubia que llegaba desde el cuarto de baño, y el ruido de la ducha caliente cayendo sobre la bañera llena, lista para el baño de inmersión. Decía aproximadamente algo así: "Usted es un buen tipo, Tomatis. Un tipo piola. He visto muchos tipos piola, pero ninguno tan piola como usted. Si yo no tuviese montada una industria de doscientos millones de pesos, de la que viven tipos piolas como usted, y pudiera bastarme con mis dos fábricas y mi ganado vacuno, me pasaría el tiempo charlando con usted. Estoy seguro de que nos divertiríamos como locos. Incluso he pensado seriamente en asignarle una pensión vitalicia para que escriba sus novelas y me las mande por correo. Pero le juro por las cenizas de mi madre que nunca más una película que yo produzca va a llevar un guión escrito por usted". Después se iba. Yo me echaba a reír, sacudía la cabeza, y me zambullía en la bañera. Entre la rubia y yo la hacíamos rebalsar, y a veces nos divertíamos escupiendo chorritos en el traste de la mucama.

Después volví al diario y Tomatis dijo que iba no sé dónde. Del taller me pidieron un titular para la sección Estado del Tiempo, que me había olvidado de pasar, y después de dar mil vueltas alrededor del asunto, me decidí por el siguiente: "Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta". Lo pasé al taller y me fumé un cigarrillo tranquilo, sin que nadie se acercara a molestarme. Después bajé a la sala de máquinas y cuando salieron los primeros ejemplares, saqué uno para mí y me fui a leerlo al bar de la galería. Estaba repleto de gente, y cuando llegué a la última página del diario -la de las historietas y los avisos clasificados- eran ya más de las siete y media. Había oscurecido y seguía lloviznando. Los letreros luminosos se reflejaban sobre el pavimento y como era demasiado temprano para ir a lo de Tomatis y no tenía interés en encontrarme con mi madre en casa decidí seguir al primer tipo que me resultara sospechoso, por puro entretenimiento. Elegí uno vestido a la moda, con un impermeable blanco y un paraguas negro y finísimo que llevaba plegado y usaba como bastón. Tendría alrededor de treinta años.

Yo me había parado en una de las entradas de la galería, protegido de la llovizna que caía sobre la vereda, y vi venir al tipo por San Martín, de sur a norte. Se paró un momento frente a la vidriera de una zapatería y después entró a la cigarrería que divide los dos pasillos de la galería bien sobre el filo de la vereda. Compró tabaco para pipa y después salió. Empecé a seguirlo. Anduvo cuatro cuadras por San Martín hacia el norte dobló a la derecha hacia 25 de Mayo, y después de dar la vuelta manzana penetró otra vez en San Martín y retomó el camino de norte a sur, esta vez por la vereda de enfrente. Yo lo seguía a unos cuarenta metros de distancia, sin perderle pisada. En el umbral de un negocio iluminado se resguardó de la lluvia y encendió una pipa, dándole tres o cuatro chupadas profundas para asegurarse de que estaba bien encendida. Yo me detuve a no más de dos metros de distancia, simulando mirar la vidriera del negocio en cuyo umbral él se había detenido. Cuando advertí que se trataba de un comercio de ropa interior femenina, me separé bruscamente de la vidriera y me adelanté unos metros, pero me volví a detener porque el tipo andaba tan despacio que ya le llevaba como diez metros de ventaja. Esperé en la esquina y él pasó a mi lado, deteniéndose un momento para desplegar su paraguas negro, porque la lluvia estaba poniéndose cada vez más densa. El tipo siguió por San Martín de norte a sur unas seis cuadras, y después volvió de sur a norte, por la vereda de enfrente. Yo no le perdí pisada durante todo el trayecto. Caminaba tan despacio que era la locura. Volvió a pasar delante de los pasillos iluminados de la galería y en la primera esquina dobló en dirección a la estación de ómnibus. En la boca de los andenes se detuvo, se sacó la pipa que venía mordiendo todo el tiempo y contempló con la boca abierta el edificio de Correos en la vereda de enfrente, cuyas ventanas se hallaban completamente iluminadas. El tipo lo reconoció de arriba abajo con la mirada, siempre con la boca abierta, alzando tanto la cabeza que en un momento dado me pareció que se iba a caer de espaldas. Después fue a la ventanilla de los ómnibus que van a Rosario y sacó un pasaje. Me acerqué a la ventanilla y me puse lo bastante cerca como para oír que el pasaje era para el día siguiente, a las ocho y diez de la mañana. Después el tipo salió a los andenes, desplegó otra vez el paraguas, cruzó a la vereda de enfrente y empezó a recorrer la calle en sentido inverso. En la esquina de 25 de Mayo se detuvo frente a las vidrieras del bar Montecarlo y miró el interior, curioseando. Al parecer no vio nada interesante, ya que se dio vuelta y siguió caminando por 25 de Mayo hacia el norte. Al llegar a la esquina, plegó el paraguas y entró en el hotel Palace. Entré detrás de él. El hall del hotel estaba extraordinariamente iluminado y limpio. No tenía felpudo, y sin embargo no había huellas de barro o agua en el piso. El tipo fue hasta el mostrador del conserje y yo lo seguí.

– Doscientos doce -dijo el tipo.

El conserje le dio la llave. El tipo se volvió, sin siquiera mirarme, y se metió en el ascensor. Yo me quedé mirándolo a través de la reja del ascensor, mientras la caja de metal enrejado ascendía hasta que desapareció. Entonces el conserje me preguntó qué deseaba.

– Quisiera saber si se encuentra alojado en este hotel el señor Phillip Marlowe. Se lo esperaba esta mañana -dije.

– ¿Señor cómo? -dijo el conserje.

– Phillip Marlowe -dije yo.

El conserje comenzó a revisar el registro de pasajeros.

– ¿De qué procedencia? -dijo.

– Los Ángeles, California -dije yo.

El conserje revisó con sumo cuidado el registro de pasajeros.

– No ha llegado, señor -dijo.

– Gracias -dije yo, y salí a la calle.

El reloj de Casa Escassany toco nueve campanadas. Pasé por una rotisería, compré dos botellas de vino tinto y me fui para lo de Tomatis. Ahora había dejado de llover, pero había una humedad que era la locura. Tomé un taxi en la esquina del Mercado Central y le di la dirección de Tomatis. Cuando Tomatis lo invita a uno a su casa, quiere decir que uno debe ir a un departamento muy chico que ha alquilado para trabajar, en un barrio apartado, encerrado entre dos avenidas. Cuando dice que uno pase "por la casa de mi madre", quiere decir la casa en la que vive con su madre y su hermana, en el centro. A decir verdad, me gusta mucho más el cuarto que Tomatis tiene en la terraza de la casa de su madre, porque consta de un sofá-cama, un escritorio, una biblioteca chiquita y una reproducción del Campo de trigo de los cuervos sobre el sofá-cama, en la pared amarilla. El departamento de las afueras es más cómodo, pero en él rara vez se lo encuentra. Lo más probable es que no conteste las llamadas por estar trabajando o encamado. A veces me ha hecho ir hasta allí y no lo he encontrado. Por las ventanillas del taxi veía desfilar una ciudad oscura, llena de agua. La vereda de la casa de Tomatis estaba más negra que el fondo del océano, pero se colaba un resquicio de luz por debajo de la puerta. Toqué dos veces el timbre y esperé largo rato antes de que abrieran la puerta. El que atendió era Horacio Barco. Ocupaba la entrada con su corpachón, enfundado en un pulóver borravino de cuello alto y unos pantalones de franela que le pienso pedir prestados el día que decida salir a pedir limosna.

– Hola-dijo.

Me dio paso y atravesé el umbral y entré. Él cerró la puerta y me siguió hasta la primera pieza iluminada. Había dos sillones y varias sillas desparramadas, una biblioteca y un escritorio. Una cama turca servía como diván, y me di cuenta de que Barco había estado allí, porque solamente un tipo de esas dimensiones podía haber formado un hueco semejante en la cama. En el suelo estaba el diario de la tarde, totalmente desordenado. Dejé las botellas de vino sobre la mesa y le pregunté a Barco si tenía alguna idea de dónde podía estar Tomatis.

– Tengo la plena seguridad de que está en alguna parte -dijo Barco.

– Me invitó a cenar -dije yo. Barco extendió el brazo.

– Creo que hay algo en la cocina -dijo.

– Puedo esperar un rato todavía -dije yo.

Barco hizo un gesto que no significaba absolutamente nada y se tiró en la cama. Se estiró bocarriba y dos minutos después roncaba. Yo me acerqué al escritorio de Tomatis y vi un cuaderno abierto, lleno de garabatos en el margen, y un texto manuscrito que decía lo siguiente:

Para acorralar a la liebre, tiene que haber un

punto más adelante del cual

la liebre no pueda avanzar;

para que esté cansada, tiene que haber un campo

por el que haya corrido;

para que tenga que morir, tiene que haber un

sitio, a campo raso, o en una gruta de ramas,

donde pueda encontrar su muerte.

Únicamente la lucecita que él llevaba consigo

adentro era irreal.

Después seguían hojas en blanco; las hice deslizar con el pulgar; entre ellas había una hoja suelta, manuscrita, que decía:

El débil caserío fue borrándose, moviéndose hacia

atrás,

las habitaciones estrechas cálidamente iluminadas

en las que hombres de rostro pálido caminan

desde la mesa a la ventana,

las camas llenas de un olor animal,

los bares melancólicos de sucias baldosas en los

que resuena una música turbia,

la casa de gobierno y el cuartel de policía, el

palacio de justicia,

los parques abandonados a la lluvia,

mujeres tendidas bocabajo sobre alfombras con

arabescos de musgo,

el pavimento y el humo de las tristes chimeneas,

mezclado a la llovizna,

el municipio blanco, con sus ventanas apagadas

los lentos colectivos recorriendo la pasarela vacía

de las calles,

el rumor de un millón de mentes en continuo

ronroneo,

en lenta disgregación.

El ruido de la puerta de calle me sobresaltó y me hizo guardar el pedazo de papel entre las hojas del cuaderno. Dejé el cuaderno abierto sobre la mesa, tal como lo había encontrado. Tomatis apareció en la puerta de la habitación seguido de voces masculinas y femeninas. Oí el taconeo de zapatos femeninos en el pasillo. Tomatis se detuvo sorprendido al verme. Me di cuenta de que se había olvidado de la invitación, pero la recordó enseguida. Después echó una rápida ojeada a la mesa y a la cama, y al ver el cuaderno abierto me dirigió una mirada sospechosa y fue y lo cerró. Detrás de él entraron inmediatamente tres mujeres jóvenes y un tipo de lentes vestido con un saco azul y unos pantalones de franela. A las mujeres las conocía de vista. Al tipo no lo había visto en la perra vida. Llevaba una impermeable en la mano. Las mujeres estaban terminando de plegar sus paraguas y una de ellas, que llevaba un vestido verde que era la locura, se sacó un pañuelo de la cabeza y empezó a sacudirse el pelo, echándoselo para atrás. Tomatis fue y sacudió a Barco. Éste se sentó en la cama y miró a su alrededor; después se pasó varias veces las manos por la cara y se levantó. Una de las mujeres, que tenía un impermeable blanco ajustado en la cintura, traía un bolso de paja en la mano. Tomatis se lo quitó y lo puso sobre la mesa. Lo abrió y empezó a sacar cosas: dos botellas de whisky y un montón de latas de alimento en conserva. Del fondo del bolso sacó un pan casero. Dos de las mujeres desaparecieron en el interior de la casa y Tomatis las siguió, así que en la habitación no quedamos más que Horacio Barco, la chica de vestido verde, y el tipo con el impermeable doblado en el brazo. El tipo estaba parado cerca de la puerta, Barco al lado de la cama, con las manos en los bolsillos, yo con una mano apoyada sobre la mesa, cerca de las latas de conserva y las botellas de whisky, y la chica del vestido verde en medio de la habitación, con el paraguas verde en una mano y el pañuelo y la cartera en la otra. Yo estaba por decir algo, porque nadie hablaba y la situación se estaba poniendo algo difícil, pero en ese momento reaparecen Tomatis y las otras dos mujeres y empiezan a cargar las latas y las botellas y se las llevan para la cocina. Barco cruza la habitación detrás de ellos y desaparece, de modo que quedamos el tipo de saco azul con el impermeable doblado en el brazo, la chica de vestido verde, y yo.

– ¿Llovizna otra vez? -digo yo.

– Un poco -dice la chica de vestido verde.

El tipo de lentes mira pero no dice nada. Después de un momento, señalo la cama y las sillas y digo:

– ¿Nos sentamos?

La chica de verde se encoge de hombros y se sienta en un sillón, sin soltar el paraguas, ni la cartera ni el pañuelo. El tipo de lentes queda tan inmóvil en su lugar como si hubiese sido de piedra. Yo me siento en el borde de la mesa. Saco mi paquete de cigarrillos y ofrezco sin que nadie me acepte. Entonces enciendo un cigarrillo para mí y me guardo el paquete. Muerdo el filtro, con los labios separados y la cabeza algo alzada para impedir que el humo me vaya a los ojos. Si no tienen filtro para morder, los cigarrillos no me interesan. Lo que me gusta de verdad es morder el filtro, no fumar. La chica de verde me mira con los ojos muy abiertos. Yo estoy sentado sobre el borde de la mesa, con las piernas estiradas, las manos metidas en los bolsillos del impermeable, y mordiendo el filtro del cigarrillo. Tengo los ojos entrecerrados y la cabeza alzada. El otro tipo sigue parado inmóvil y yo estoy tentado de sacudirlo para ver si no se ha muerto. Entonces entra Tomatis, con un vaso en la mano.

– Pónganse cómodos -dice. Me mira-. Preferiría que no pongan el culo sobre la mesa.

La chica se echa a reír.

– Carlitos -dice- ¿Dónde has conseguido este sillón?

– Lo heredé de mi abuela -dice Tomatis. Va y le da una palmada a la estatua del tipo de impermeable sobre el brazo-. No estés ahí parado.

El tipo obedece y va y se sienta.

– Pueden ir a la cocina y servirse lo que quieran -dice Tomatis-. Gloria y la Negra están preparando la comida y Barco está empezando a comérsela. Siempre tiene hambre. Una vez se comió una vaca entera.

– No puedo creerlo -dice la chica de verde.

– Bueno, dejó los cuernos y la cola -dice Tomatis. Me señala con la cabeza- Angelito es compañero mío en el diario. Hace la sección Estado del Tiempo. Él es el responsable de esta lluvia que no quiere parar.

La mujer del impermeable blanco entró y empezó a desabotonarse el impermeable. Debajo tenía una pollera azul marino y un suéter del mismo color. Terminó de sacarse el impermeable y lo tiró sobre la cama. Vi que tenía vello en las sienes y en las muñecas y me pregunté si desnuda no sería demasiado peluda.

– En diez minutos comemos -dijo, antes de volver.

– Negra -dijo la chica de verde-. Puedo ir a ayudar si necesitan.

– Barco está ayudando -dijo la Negra y desapareció.

Sentado y todo, el tipo de lentes seguía con el impermeable doblado sobre el brazo. Estaba en el borde de la silla, inclinado hacia adelante, el impermeable doblado sobre el brazo y el brazo apoyado sobre el muslo. No se le movía un solo músculo de la cara. Pensé que si iba por detrás y le sacaba la silla, el tipo iba a quedar exactamente en la misma posición, en el aire. Tomatis sigue parado con el vaso en la mano. La barba le ha crecido algo desde la mañana y sus mejillas emiten unos reflejos azulados, metálicos. Su nariz ganchuda brilla en el arco.

– ¿Dónde estábamos? -dice.

– En que había dejado los cuernos y la cola-dice la chica de verde.

– Entonces estábamos hablando del demonio -dice Tomatis.

La chica de verde se echa a reír. Tomatis deja el vaso sobre la mesa y recoge las hojas del diario de la tarde, acomodándolas y doblándolas.

– Recién será viejo mañana -dice, y se incorpora con la cara enrojecida por el esfuerzo que le ha costado agacharse.

Horacio Barco entra y cubre el hueco de la puerta con su cuerpo. Viene masticando algo, y trae un vaso de vino en la mano.

– Carlos -dice-. No hay sal.

– Imposible -dice Tomatis.

Pero Barco ha desaparecido ya en dirección a la cocina. Tomatis sale detrás de él.

– ¿Usted también es escritor? -dice la chica de verde.

– No-le digo.

– ¿A qué se dedica, aparte del diario? -dice.

– A nada. A veces hago algún trabajo para la policía, pero muy esporádicamente -digo yo.

– ¿Qué tipo de trabajo? -dice la chica de verde.

– Seguir a alguien, algún allanamiento. Cosa de nada -digo yo.

– Apasionante -dice la chica de verde.

– No crea -digo yo-. Me aburro, muchas veces.

– Si, es verdad -dice la chica de verde, pensativa-. Todo resulta muy aburrido a la larga.

Tomatis entra en el momento en que yo estoy alzando su vaso de whisky para mandarme un trago. Espera hasta que tomo y después me saca el vaso.

– Hay dos botellas, en la cocina -dice.

Después se acerca al tipo del impermeable doblado sobre el brazo, que ya debe haber muerto.

– Podes servirte algo en la cocina, Nicolás -dice.

El tipo se levanta sin decir palabra y sale, llevando el impermeable en el brazo. Cuando desaparece me dirijo a Tomatis:

– ¿Lo tiene cosido al brazo? -pregunto.

– ¿Qué cosa? -dice Tomatis.

– El impermeable -digo yo.

Tomatis se ríe sin ganas y me dice que vaya a la cocina si quiero tomar algo, y que avise cuando esté lista la cena.

– No -digo yo-. Por ahora no quiero tomar nada. Con la comida, en todo caso.

– Ángel es todo un carácter -dice Tomatis.

– Pareciera -dice la chica de verde, mirándome con alguna curiosidad.

Tiro el cigarrillo al suelo y salto de la mesa aplastándolo con el zapato. El suelo está lleno de manchas de barro, y desde el centro de la habitación a la puerta que lleva para la cocina hay un rastro intrincado de huellas aguachentas. La chica de verde tiene las piernas abiertas y la pollera recogida dejando ver la mitad de unos muslos redondos que son la locura. Trato por todos los medios de no mirar en esa dirección, pero una fuerza loca me hace girar la cabeza una y otra vez. Ella ni siquiera se da cuenta. Incluso tengo la impresión de que apenas si sabe que estoy allí, y las preguntas que me hace salen en forma mecánica de sus labios, como si las formulara cada vez que está en presencia de alguien cuya cara no le resulta del todo familiar. La última mirada que me ha echado ha sido la más viva de todas, pero la ha dejado deslizar sobre mi cara con una levedad que me produjo una débil irritación.

– A usted le veo cara conocida -le digo.

– Puede ser -dice ella-. En esta ciudad, todo el mundo se conoce.

– No -le digo-. Tengo la impresión de que hemos estado hablando otra vez antes de ahora.

– Puede ser -dice ella-. Yo hablo tanto. Y con tanta gente.

– Pero tengo la sensación de que hemos hablado íntimamente -digo yo.

No surte el menor efecto. Hace un gesto de extrañeza y se encoge de hombros, admitiendo la posibilidad. Tomatis me mira muy fijamente. En ese momento entra el tipo de impermeable doblado en el brazo con un vaso de whisky en la mano libre. Se queda parado cerca de la puerta, inmóvil. Tiene unos zapatos marrones enormes, con una suela de goma tan gruesa que parecen ortopédicos.

– Te has munido de combustible, Nicolás, por lo visto -dice jovialmente Tomatis.

– Podemos pasar a la mesa -dice entonces Nicolás. De modo que habla. Es una gran cosa, teniendo en cuenta el aspecto enteramente humano que presenta. Pensé que existía la posibilidad de que fuese un objeto de material plástico al que Barco le hubiese improvisado rápidamente en la cocina un dispositivo destinado a permitirle formular la expresión: "podemos pasar a la mesa". O que Tomatis mismo emitió la respuesta, como un ventrílocuo. La chica de verde se levantó y salió.

– No te afanes, Ángel -me dijo Tomatis-. Pupé no tiene sexo. Ha venido así al mundo. Pero es muy divertida y resulta útil si uno tiene ganas de hablar de algo. De cualquier cosa: ella de todos modos no entiende de nada.

La comida resultó horrible. Habían abierto como cincuenta latas de arvejas y las habían puesto a hervir con cebollas, de modo que de todo eso salió un potaje verdoso y aguachento que no tenía gusto a nada. No sé quién convenció al tal Nicolás que dejara el impermeable en el respaldo de la silla, pero el brazo le quedó todo el tiempo en la misma posición en que lo había tenido mientras cargaba con el impermeable, de modo que su actitud no varió mucho. Como las sillas no alcanzaban, Gloria comió sentada en las rodillas de Barco, en el mismo plato que él. Se ve que habían intimado durante la preparación de la comida, o probablemente se conocían ya de antes. La tal Gloria tenía unos pantalones negros muy ajustados y el pelo recogido en una cola de caballo. Tenía un cuello delgado y largo como un palo, y Barco la sostenía por la espalda para que no se cayera. Yo me senté entre Tomatis y la Negra -Pupé estaba sentada del lado de Tomatis- y tuve la oportunidad de comprobar que el vello de la Negra crecía también detrás de las orejas. Me juego la cabeza de que era peluda como un mono. Cuando probó el primer bocado, Tomatis dijo que tal vez con cebollas podridas el potaje habría salido un poco mejor, pero que todavía estaban a tiempo de sacar algún condimento del tacho de la basura y agregárselo. Después dijo que un productor de cine es fácil de reconocer a primera vista por el grosor de su cigarro, pero que con un director la cosa se vuelve más difícil porque detrás del hueso frontal un director de cine no tiene más que aire, y se lo reconoce por eso. Después discutió con Barco que decía que Otelo no era un hombre celoso, que Yago no hacía más que presentarle evidencia de la traición de Desdémona, y que a lo sumo se trataba de una persona demasiado influenciable. Lo que saltaba a la vista, según Barco, era más bien su masoquismo, y la rudeza de Shakespeare empeñado en construir una tragedia en base al criterio popular de que todos los turcos son celosos e impulsivos. De ahí saltó a decir que la flema de los ingleses era producto de la gran humedad ambiente. Tomatis admitió que Otelo no era un hombre celoso, pero se burló de los argumentos de Barco, afirmando que saltaba a la vista que Otelo no era celoso porque su conducta no era la conducta habitual de un hombre celoso, ya que es archisabido que el hombre celoso no mata a puñaladas a la mujer que lo engaña sino que se dedica a calcular las dimensiones de su plantación de bananos y a contemplar cómo va corriéndose la sombra de la pilastra sudoeste de la galería de su bungalow. "Es elemental", gritaba Tomatis, dando puñetazos en la mesa. "Ningún celoso mata a su mujer a puñaladas. Eso es psicología barata. Un verdadero celoso es un maniático del detalle. Y la vez que sentí verdaderos celos en mi vida, experimenté el impulso irrefrenable de conseguir un metro de carpintero y salir a tomar las medidas de la cama de dos plazas donde yo suponía que se perpetraba el engaño."

A mi modo de ver, Tomatis exageraba, pero la teoría era original. Barco le respondió que mejor le hubiese valido usar el metro de carpintero para medir el objeto por el cual la mujer había sustituido a Tomatis. "Si es necesario desplegar todo el metro de carpintero para medirlo, ahí está la causa del engaño", dijo. Después dejaron de gritar y se hizo un silencio que duró más de cinco minutos durante el cual yo golpeaba el borde de mi plato con una cucharita. Como el silencio terminó por molestarme, me levanté y fui a orinar. Crucé un patiecito de mosaicos, que daba a un terreno lleno de árboles sin hojas, detrás de cuyas ramas negras vi, en el cielo, un montón de nubes que corrían rápidamente dejando ver el resplandor de la luna y una porción de cielo estrellado. Pero en el patio no había viento, y las ramas desnudas, negras, permanecían inmóviles. Ni siquiera llegué al baño. Oriné en el patio, parado sobre la franja de cemento que separaba el mosaico rojo del piso de tierra. Cuando volví a la cocina me pareció que habían estado hablando de mí, porque noté un silencio sospechoso, que no era el mismo que yo había dejado al salir al patio.

– Fui a cambiar el agua de las aceitunas -dije, cuando entré y noté el silencio. Tomatis me pidió que fuese hasta la pieza delantera a buscarle un paquete de cigarrillos del cajón de la mesa. Fui y abrí el cajón y vi que había dos cajas de cigarrillos norteamericanos. Me metí un paquete en el bolsillo y saqué otro para Tomatis. Cuando se lo di, Tomatis lo abrió y ofreció a todo el mundo, incluso a mí. Mordí el filtro y lo encendí, echando una bocanada de humo al centro de la mesa. Alcé la cabeza y entrecerré los ojos, con el filtro bien agarrado entre los dientes.

Después nos fuimos todos a la pieza delantera. Gloria y Barco se tiraron en el diván, en sentido inverso, de modo que Barco le decía a cada rato que le sacara los pies de la cara. El tal Nicolás se sentó en el borde de una silla y ahí quedó como muerto, sin abrir la boca y probablemente sin respirar. Yo estaba por sentarme otra vez en el borde de la mesa, pero Tomatis me detuvo diciendo: "No me gusta que las visitas pongan el culo donde yo trabajo", de modo que me senté en una silla y Tomatis se quedó parado contra la biblioteca. La Negra y Pupé ocuparon los dos sillones. Advertí que Pupé no se cuidaba para nada de mostrar las piernas, y que en cambio la Negra no hacía más que estirarse las polleras para cubrirse hasta las rodillas, de modo que mi convicción de que era más peluda que un chimpancé crecía cada vez más. Gloria se quejaba a cada rato de que Barco no le dejaba lugar en la cama, y que estaba a punto de venirse al suelo. Tomatis dijo que en el hotel donde había estado parando en Buenos Aires había una mucama tan alta que no entraba en el ascensor, y que una vez que él bajó a la administración ("porque la única vez que bajé de mi piso fui a la administración a pedir que me arreglaran el teléfono interno que se había descompuesto", dijo) abrió el ascensor y la encontró acuclillada en un rincón. "Le pregunté al administrador si no era demasiado trastorno tener una mucama de su altura", dijo Tomatis, "pero el tipo me contestó que limpiaba el cielo raso como ninguna y que era la amante del gerente, un tipo que se volvía loco por las mujeres altas". Pupé le preguntó si estaba escribiendo alguna cosa y Tomatis sacudió la cabeza varias veces, entrecerrando los ojos y dijo: "Sí. Alguna cosa estoy escribiendo". Pupé le preguntó qué era. "No sé bien, todavía", dijo Tomatis. "No llevo escritas más que trescientas páginas." "Pero es una novela ¿o qué?", dijo Pupé. "Hay un solo género literario", dijo Tomatis. "No hay más que un solo género literario, y ese género es la novela. Hicieron falta muchos años para descubrirlo. Hay tres cosas que tienen realidad en la literatura: la conciencia, el lenguaje, y la forma. La literatura da forma, a través del lenguaje, a momentos particulares de la conciencia. Y eso es todo. La única forma posible es la narración, porque la sustancia de la conciencia es el tiempo." Yo aplaudí. Pupé sacudió la cabeza dos o tres veces, y el tal Nicolás abrió la boca por segunda vez en toda la noche. "Según Valéry", dijo, "ante ciertos estados interiores la disertación y la dialéctica deben ser reemplazadas por el relato y la descripción". "Exactamente", dijo Tomatis, "y lo dice a propósito de Swedenborg y el estado místico. Lo cual nos da ya un campo más amplio para la narración. Y digo yo, si el estado místico, el estado extático por excelencia, es pasible de relato y descripción, ¿qué pasa entonces con las impresiones fugaces de la conciencia y las aprehensiones de los sentidos? Y en cuanto la disertación y la dialéctica dejan de ser verdad científica o filosófica, se convierten en la narración del error y de la perspectiva de la conciencia que las imaginó".

Aplaudí otra vez. En cuanto al tal Nicolás, me convencí más que nunca de que se trataba de un robot de plástico, tamaño natural, ideado por Tomatis para hacerlo decir: "La cena está servida", e intercalar en la conversación la frase de Valéry como apoyatura a su disertación.

Al fin Barco logró tirar a Gloria de la cama y cuando ésta se levantó se sentó otra vez en el borde, junto a Barco y comenzó a darle golpecitos en la cara con la mano abierta. Su largo cuello se inclinaba hacia Barco, y al mover la cabeza la cola de caballo se sacudía locamente golpeándole los hombros. Me di cuenta de que era la mujer más completa de las que estaban presentes. No me podía olvidar de la advertencia de Tomatis respecto de Pupé, y en cuanto a la Negra la idea de acostarme en la oscuridad con una mona peluda me hacía estremecer de terror. Los pantalones ajustados de Gloria le marcaban un culito que era la locura y cuando vi que a Barco le estaba permitido pasarle la mano lo más orondamente por las caderas, la espalda, y todo eso, me di cuenta de que de un momento a otro me iba a encontrar con el pito parado. Me vuelvo loco cuando veo una mujer con pantalones. Pueden pasar un millón de mujeres desnudas emitiendo una fosforescencia azulada delante de mis ojos, y yo vacilaré con cuál acostarme primero, pero si entre el millón llega a andar una de pantalones soy capaz de lanzarme como un rayo sobre ella. Gloria le levantaba la cabeza a Barco y le daba whisky en la boca, de a cortos tragos, y después tomaba ella. En una hora de las dos botellas no quedaba ni rastro. De golpe Barco se paró y dijo que se iba. Tomatis ni siquiera se despidió de él. Creo que no cruzaron una sola palabra en toda la noche, y por lo que yo sé, desde que nacieron no han dejado de verse un solo día. La Negra le preguntó si iba para el centro y Barco le dijo que sí iba, y entonces le pidió que la esperara. Fue hasta el fondo de la casa, supongo que a echar una meada, y después se puso el piloto blanco que le quedaba bastante bien y debía servirle para camuflar esa pelambre negra de mona que con toda seguridad le cubría todo el cuerpo. "Nicolás", dijo Tomatis. "Ellos van para el centro. En todo caso te arriman a la estación de ómnibus, porque ya son las doce y media. Mañana es primero de mayo y más tarde va a haber dificultad para encontrar transporte." Nicolás se puso de pie, recogió su impermeable, doblándolo sobre el brazo, y se fue con Barco y la Negra.

Cuando quedamos los cuatro solos fui y me tiré en la cama con la esperanza de que Gloria viniese a darme whisky en la boca, pero ella se quedó sentada en el sillón que antes había ocupado la Negra, escuchando a Tomatis contar la historia del productor, el director y la rubia en el hotel de Buenos Aires. Si no oí mal, en la nueva versión las rubias eran dos, idénticas, hermanas mellizas que se paseaban las dos desnudas por la habitación del hotel mientras él y los tipos del cine trataban de escribir los diálogos de la película. De pronto, Gloria se quedó dormida. Tomatis y Pupé estuvieron hablando en voz baja cerca de diez minutos, no sé bien de qué, y después se levantaron y se fueron para el fondo de la casa. Me quedé dormido, cosa de diez minutos. Cuando abrí los ojos, encontré a Gloria acuclillada junto a la cama mirándome atentamente. Tomatis y Pupé no habían vuelto todavía. -Te estaba mirando -dijo Gloria. Me incorporé.

– Parecías muerto -dijo Gloria. Tenía una cara delgada, con algunas pecas. Todo su cuerpo era delgado, apretado, salvo ese culito sensacional. El pelo recogido bien ceñido al cráneo le redondeaba la cabeza. En la mejilla izquierda le divisé un lunar. -He resucitado -le dije. Me senté sobre el borde de la cama. -Voy a cambiar el agua de las aceitunas -dije. Salí de la habitación y al pasar frente al dormitorio oí la voz apagada de Pupé. La puerta estaba entreabierta y la habitación estaba tenuemente iluminada por el resplandor de un velador.

– Nos hemos desnudado y nos hemos metido en la cama -dijo la voz de Pupé-. ¿Y qué hemos ganado con eso?

Salí al patio. Se había nublado otra vez y hacía frío, pero no lloviznaba. Cuando regresé traté de no hacer ruido y me paré a escuchar al lado de la puerta,

– Uno debe probarlo todo -decía Tomatis-. ¿Cómo puede no gustarte?

– No me gusta, simplemente -decía la voz de Pupé.

Yo estaba pegado a la pared, escuchando, y de pronto alcé la cabeza y vi que Gloria me contemplaba desde el otro extremo del pasillo, con los brazos en jarras y sacudiendo la cabeza. Avancé hacia ella y entré con ella en la habitación.

– No puede convencerla -dije.

– Lo supongo -dijo Gloria.

Después reaparecieron Pupé y Tomatis y cuando yo me estaba por ir Tomatis me dijo que podía dormir allí si quería. Gloria y Pupé se fueron y Tomatis las acompañó. Tomatis me dijo que durmiera en el diván, que él iba a acostarse en el dormitorio. Me desvestí y me metí en la cama. Antes de irse, Gloria me dio un beso en la mejilla. Yo le dije al oído que se quedara y ella se echó a reír, y no dijo una palabra, pero se fue. Le dije a Tomatis que quería conversar con él antes de dormir, pero no lo oí volver. Cuando abrí los ojos nuevamente eran las diez de la mañana y Tomatis estaba sentado a la mesa, escribiendo. Una luz gris entraba a través de los vidrios de la ventana que daba a la calle. Era una claridad opaca y tensa.

Me quedé largo rato contemplando a Tomatis, sin que él se diera cuenta de que yo me había despertado. La habitación estaba completamente limpia y ordenada y Tomatis se había puesto un pulóver gris del que asomaba el cuello blanco de la camisa, y unos pantalones de franela. Parecía perfectamente limpio y tranquilo. Miraba el recuadro gris de la ventana, con los ojos muy abiertos, sin verlo, y después se inclinaba para escribir. Yo tenía los ojos entrecerrados para que él no me descubriera mirándolo si daba vuelta la cabeza hacia mí. Durante el largo rato en que estuve contemplándolo, habrá escrito unas veinte palabras. Después hablé y él se sobresaltó.

Volvió bruscamente la cabeza hacia mí. La barba le había crecido un poco desde la noche anterior, afinándole los rasgos.

– No sabía que estabas despierto -dijo. -Recién desperté -le dije. -Hay café hecho en la cocina -dijo. Me levanté y me vestí. Tomatis volvió a fijar la vista en el recuadro gris de la ventana. Después se inclinó y escribió dos o tres palabras. Salí de la habitación y oí que Tomatis cerraba la puerta detrás de mí. Fui al baño; estuve un rato sentado leyendo un diario viejo que había sobre el bidé; busqué la sección Estado del Tiempo y descubrí el titular "Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta". Después miré la fecha: era del quince de marzo. Después me lavé la cara y me peiné y fui para la cocina.

El café estaba frío, de modo que tuve que esperar que se calentara. Me serví una taza y la tomé. Después me serví otra. De una lata negra que había en un armario saqué unas masitas dulces y las fui sumergiendo en el café y después me las llevaba a la boca, donde se deshacían apenas se depositaban sobre la lengua. Me comí todas las masitas, y cuando sumergí la última en la taza de café, la saqué seca a medias porque la taza estaba vacía. Volví a la habitación delantera, y me detuve un momento delante de la puerta cerrada, vacilando. Por fin entré. Tomatis ni siquiera se volvió: miraba el rectángulo gris de la ventana, con los ojos ahora entrecerrados y la boca abierta. No sé qué cosa veía ahí que le llamaba tanto la atención. Me acerqué a la mesa para sacar un cigarrillo.

– ¡No lo toques! -gritó.

Pegué un salto. Tomatis se echó a reír.

– Perdón -dijo-. Estaba distraído. Se quedó mirándome sin hablar. Encendí un cigarrillo, mordí el filtro, y eché una bocanada de humo.

– Estoy por terminar -dijo Tomatis-. Media hora más y termino.

Salí de la habitación y cerré la puerta. Fui al patio a terminar de fumar el cigarrillo. Era un día gris, y un aire liso y frío, muy leve, me enrojeció la cara. El cielo estaba cubierto por una capa gris, densa y lisa. Cuando terminé el cigarrillo entré en la cocina y tomé más café. En el fondo de la cafetera no quedó más que un sedimento negro, y cuando bebí el último trago tuve que escupir un montón de borra. Después me levanté y abrí la puerta del dormitorio de Tomatis. Gloria estaba echada en la cama, con la cara aplastada contra la almohada. Se había desatado la cola de caballo y el pelo salía en mechones oscuros por encima de las frazadas. El pantalón negro y el suéter gris que había llevado la noche anterior colgaban de una silla. En el suelo, a los pies de la cama, estaban sus zapatitos negros. Me acerqué en punta de pie y me paré cerca de la cabecera; tenía la boca abierta aplastada contra la almohada, y al lado de la boca, sobre la funda, podía divisarse una manchita húmeda. Pisé algo blando y me incliné; eran unos calzones, pequeñísimos y negros. Tenían que ser los de ella, a menos que Pupé se hubiese olvidado los suyos la noche anterior.

Me encogí de hombros y volví a la cocina, cerrando la puerta del dormitorio. Casi en el mismo momento en que yo me sentaba en una de las sillas que rodeaban la mesa, Tomatis reapareció. Estaba eufórico, con ese tipo de euforia asordinada que yo le había observado la mañana anterior en el diario. Lavó la cafetera y puso a hervir agua para preparar más café. Me preguntó si había dormido bien. -Perfectamente -dije.

– ¿Qué te pareció la reunión? -me dijo.

– Oh, muy divertida. Faltaba un cadáver -dije.

– Y las chicas, ¿qué te parecieron? -dijo Tomatis.

– La Negra me llamó la atención, pero tengo miedo de que sea peluda -dije-. En las otras no me fijé mucho. Tomatis se llevó un dedo a los labios y cabeceó hacia el dormitorio.

– Ojo que Gloria está aquí -dijo.

– No sabía -dije.

Tomatis preparó el café y me ofreció una taza.

– Estoy lleno de café hasta la campanilla -dije. Me metí las manos en los bolsillos y aferré el paquete de cigarrillos que había sacado del cajón de la mesa la noche anterior. Estaba perfectamente cerrado y había ido achatándose. Lo apreté muy fuerte. Tomatis se sentó con la taza de café en la mano y comenzó a tomarlo de a traguitos.

– Hace una semana que quiero contarte algo que me está pasando, y no puedo lograr que me escuches -le dije.

– No hay que esperar demasiado de los demás -dijo Tomatis-. Por otra parte, yo no tengo la culpa de que le hayas pedido a Gloria que se quede, y ella no haya querido quedarse. Es ella la que decide si se queda o no, y con quién se queda, ¿no te parece?

Así que ella le había dicho. Me enceguecí durante un minuto y oía la voz de Tomatis, pero no sé qué decía. Sentí un temblor en el estómago y después le pedí a Tomatis un cigarrillo, por decir algo, porque él se había quedado otra vez en silencio, y si hay algo que yo no puedo soportar cuando estoy con otra persona es el silencio. Tomatis fue hasta su habitación y volvió con dos paquetes de cigarrillos norteamericanos. Tiró uno sobre la mesa.

– Te lo regalo -dijo.

Después me extendió un cigarrillo de su paquete. Encendí el cigarrillo, y después le conté todo el asunto de mi madre. "A mi modo de ver", le dije,"ella es injusta conmigo. La razón está de mi parte. Puedo admitirle que se vista como quiera, pero no que reciba poco menos que en pelotas a gente extraña. No me importa que sea mi madre ni nada. Pero no está bien. Pienso incluso que el lechero, por ejemplo, no debe sentirse nada cómodo cuando mi madre le abre la puerta en bikini para recibir la botella de leche. Además, está el asunto de la ginebra. Desde el vamos ella sabía que se trataba de mi botella, y no había ninguna razón para simular que era la de ella y era yo el que me encontraba en infracción. Por otra parte, aun cuando la botella hubiese sido de ella, entiendo que ella debió hacer la vista gorda, porque sabe muy bien que me roba cigarrillos de a montones y que me saca dinero, y yo hago como si no pasara nada. Otra cosa: ¿tiene derecho a venir a decirme a cada rato que mi imaginación se va a pudrir con tanta lectura, cuando ella no hace más que leer el libro de oro de El Tony y un montón de revistas verdes? Después de todo, yo no tengo la culpa si ella encendió la luz y me encontró con el pito parado. Yo no la llamé. No tengo la costumbre de llamar a mi madre para que venga a ver cada vez que se me para el pito. He estado haciendo la vista gorda desde que se enfermó mi padre, cada vez que ella hacía alguna de sus incursiones nocturnas quién sabe a dónde, de modo que me parece que no es exigir demasiado que ella respete mis derechos así como yo respeto los suyos. No tenía por qué venir y encender la luz de repente pensando que me iba a encontrar haciendo vaya a saber qué cosa y con quién. No me parece que haya oído algún ruido raro y haya salido encendiendo la luz de repente para sorprender a algún ladrón. O cosa por el estilo. No: la idea era espiarme a mí y sorprenderme infraganti en no sé qué delito imaginario que ella supone que yo cometo cada noche. Otra cuestión: ¿cómo va a venir y pegarme porque yo le diga que la botella de ginebra que ella tiene en su dormitorio y de la que se ha tomado ya dos tercios, no es de ella en realidad sino mía? Ella sabía muy bien que la botella era mía. No debió levantarse de la cama y venir y darme dos cachetadas. Yo me enfurecí y se las devolví. Entonces ella vuelve a darme dos cachetadas y yo no aguanto más, me saco el cinto, y empiezo a darle cintazos y trompadas hasta que ella no quiere más guerra y se queda echada en la cama llorando y todo y no mira ni nada ni dice nada cuando yo me sirvo un trago de ginebra en el vaso y me lo llevo para mi habitación".

– De modo que le has dado una paliza a tu madre -dice Tomatis.

– Exactamente -digo yo.

Como Tomatis no dice nada, agrego:

– Me estaba haciendo la vida imposible. Me pareció el mejor camino para conseguir que me dejara tranquilo.

– Tengo la impresión de que no asumiste la decisión con tanta serenidad como estás tratando de dármelo a entender ahora -dice Tomatis.

– Probablemente no haya estado pensando en el futuro cuando le pegué -dije.

– Sí -dijo Tomatis-. Ésa es la impresión que tengo.

– Y en cuanto a mi madre, ¿qué pasa? -dije yo-. ¿Te parece normal haberse enfurecido hasta el punto de cambiar toda nuestra relación el hecho de haberme encontrado en medio del patio con el pito parado?

– ¿Qué edad tiene tu madre? -dijo Tomatis.

– Treinta y seis, creo -dije yo.

– Deberías cuidarte más, en tu casa -dijo Tomatis. Después apareció Gloria y Tomatis le dijo que hiciera la comida. Gloria me miró y sonrió débilmente, pero parecía que no se había despertado del todo todavía, porque tenía ese rostro áspero y los ojos hinchados de los que recién se levantan de dormir, y no podía fijar la vista en nada. Tomatis sacudió la cabeza y me indicó que lo siguiera a la habitación de adelante, pero para eso yo ya me había olvidado de la cuestión de mi madre y tenía deseos de quedarme en la cocina para ver el culito de Gloria mientras ella se volvía a preparar la comida sobre el fogón. Se veía bien que Tomatis quería demostrarme interés en mis problemas, después de haberme hecho esperar más de veinticuatro horas para escucharme, pero cuando llegamos a la pieza delantera ya no tuve más ganas de hablar, y me puse a mirar la calle por la ventana. No pasaba un alma, y los ligustros que bordeaban las veredas estaban ateridos. El gris tenso del cielo parecía todavía más tenso y más gris sobre el esqueleto de una casa en construcción, en la vereda de enfrente. Tomatis esperó que yo decidiera hablar, y cuando comprendió que yo estaba dispuesto a quedarme todo el tiempo con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y mirando por la ventana, dijo:

– No pienso darte ningún consejo, Angelito. No acostumbro. Pero supongo que querrás encontrarle alguna explicación a lo que pasa. Si analizamos los hechos, capaz que podemos dar con alguna.

– Es una vieja puta -dije yo.

– En primer lugar, no es vieja -dijo Tomatis.

– No estarán hablando de mí, supongo -dijo Gloria entrando de golpe en ese momento.

– En lo de vieja, no -dije yo.

– Dame un cigarrillo, Carlos -dijo Gloria. Tomatis le alcanzó un cigarrillo y se lo encendió. Yo tenia un paquete cerrado en cada bolsillo del pantalón, y los apretaba con las manos.

– Pueden pasar a comer, si quieren -dijo Gloria, y desapareció.

Quedamos en silencio un momento, y yo sentía el ruido de los pasos de Gloria alejándose por el pasillo en dirección a la cocina. Se veía bien que había despertado completamente, y la cara delgada y llena de pecas, con el lunar en la mejilla y, los labios ligeramente curvados hacia arriba, había tomado otra vez la forma suave de la noche anterior.

Cuando fuimos hacia la cocina y empecé a oler cebolla frita al aproximarme me espanté pensando que íbamos a tener que comer otra vez el asqueroso potaje de arvejas en latas y cebolla, pero Gloria había cambiado esta vez las arvejas por unos pedazos de hígado de vaca que ya debían haber estado podridos cuando la vaca permanecía todavía viva. Si hubiese cocinado la fritanga con nafta de aviación en vez de aceite comestible, no me habría caído tan pesada. Y ella y Tomatis se lo tragaban todo con tanta naturalidad y con tanto gusto como si hubiesen estado comiendo puré de rosas. Me pareció que Gloría no sabía hacer nada, aparte de dejarse toquetear toda la noche por un tipo, y después meterse desnuda en la cama con otro. No podía sacarme de la cabeza el momento en que la había visto un par de horas antes con la cara aplastada contra la almohada, la boca abierta y la manchita redonda de saliva sobre la funda blanca. Pero sabía algo más que tener las piernas abiertas toda la noche, la podrida. Jugaba al poker mil veces mejor que Carlitos y yo, y nos ganó arriba de mil pesos a cada uno en menos de una hora, cuando nos fuimos a jugar una partida a la pieza delantera, después de comer, Y después que nos ganó y dijo que de no haber estado todo cerrado por ser primero de mayo habría comprado un kilo de bombas de crema para tomar con el té, se puso a leer en inglés, y en voz alta, unos poemas que había en una antología en lengua inglesa que Tomatis acababa de comprar en Buenos Aires. El libro tenía un olor particular, que no puedo recordar sin estremecerme. Ella me lo hizo notar. Cuando lo agarró por primera vez vi que se lo llevaba a la nariz y lo olía cerrando los ojos, y pensé que lisa y llanamente se estaba mandando la parte. Pero después me lo alcanzó para que lo oliera y comprobé que el olor era una locura. Después leyó un pedazo de Pompilia, de Robert Browning. The chambered nautilus, de Oliver Wendell Holmes, This Bread I Break de Dylan Thomas, To waken an old lady, de William Carlos Williams, Vacillation, de Yeats, Journey ofthe Magi, de Eliot, A study in aesthetics, de Ezra Pound, y medio millón más. Se veía que conocía bien todo, la tarada, y que tenía buen gusto. Eso me enfureció todavía más y entonces dije que no leyeran en inglés que yo no entendía una papa (pero yo había ido cuatro años a la Cultural Inglesa y leía inglés de corrido) y Tomatis se echó a reír.

– Está enojado porque me dijiste que te había pedido que te quedaras con él, anoche -dijo.

Salvaron su vida por un pelo, porque yo no llevaba encima una pistola cuarenta y cinco y media docena de balas dumdum. Ella se echó a reír y dejó el libro y vino y me dio un beso en la mejilla y me dijo que yo era un buen chico. Después se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón y se puso a mirar el cielo gris por la ventana. Tomatis estaba echado en la cama, con la espalda apoyada en la pared y las piernas colgando en el aire, y yo parado como un imbécil cerca de la mesa apretando los paquetes de cigarrillos en el interior de los bolsillos. Para vengarme de Tomatis le dije que me parecía que su teoría de que la novela es el género literario por excelencia (cosa que me había parecido cierta cuando Tomatis lo dijo) era un disparate y que en realidad todo era teatro, que el teatro era el único género que existía, y que el Discurso del Método era un largo monólogo en el cual hablaba un personaje que asumía el papel de filósofo y usaba un lenguaje que no tenía nada que ver con el lenguaje que hablaba todos los días, que al hablar se creía un filósofo y esperaba que los demás también se lo creyeran. Pero a Tomatis eso no lo molestó ni nada sino que le pareció interesante y vino y me dio una palmada y me dijo que yo era un tipo inteligente, que iba a llegar muy lejos. Después dije que yo no había leído el Discurso del Método, y él me respondió que no importaba, que él lo había leído y que la cuestión era más o menos así como yo la había planteado. Al fin me convenció y cuando Gloria fue y preparó té y lo trajo humeando hasta la pieza delantera, ya la rabia se me había pasado.

Oscureció y encendimos la lámpara. El cielo parecía una lámina de acero. La pieza estaba llena de humo pero no estaba sucia ni nada, porque Gloria había ido limpiando los ceniceros y las tazas a medida que los ensuciábamos. Estuvimos como media hora sentados, mirándonos unos a otros y me dio la impresión de que ellos querían que yo me hiciese humo, pero como no estaba muy seguro me quedé hasta cerca de las ocho. Me di cuenta de que no tenían ningún problema en que me quedara porque Tomatis me dijo que yo podía dormir allí otra vez si quería, pero yo le contesté que prefería irme a mi casa. Después Tomatis dijo que iba a tirarse un rato y Gloria lo siguió. Durante unos quince minutos oí sus voces y sus risas ahogadas y después todo quedó en silencio. Saqué el paquete que me había guardado la noche anterior; lo volví a dejar en el cajón de la mesa, y después grité desde el pasillo hacia el dormitorio que me iba. Gloria contestó que uno de esos días íbamos a volver a vernos y yo salí.

Caminé alrededor de treinta cuadras. Me costó unas diez llegar al bulevar, tomé después 25 de Mayo y cuando llegué a la esquina del Banco Provincial, en cuyo reloj eran exactamente las nueve, entré en San Martín. Tomé un cognac en la galería y después salí otra vez de San Martín y volví a entrar en ella cruzando en diagonal la Plaza de Mayo, frente a la cual el edificio de Tribunales estaba sombrío y negro, como una masa más densa de oscuridad aplastada sobre el cielo negro. Estuve en la casa de Ernesto hasta mucho después de medianoche, y después me fui a dormir.

El dos de mayo amaneció lluvioso, y me quedé en la cama hasta tarde, en una especie de entresueño, pensando en el doble. Desde la noche de la cuestión de la ginebra con mamá, no había vuelto a pensar en él. Me había olvidado completamente en los últimos diez días. Lo vi por primera vez el cinco de marzo, después de haber estado cinco días sin salir de mí casa. Tomé el colectivo a eso de las nueve de la mañana, y cuando el colectivo dobló por una transversal cruzando San Martín, al pasar la bocacalle vi a alguien con cara muy conocida que salía de una óptica. Su cara me resultaba muy familiar. Cuando el ómnibus llegó a la otra esquina salté del asiento y me bajé. Me había dado cuenta de que era yo mismo.

Cuando llegué a la esquina, no había rastro de él. Entré en la óptica y me quedé parado junto al mostrador, esperando que alguno de los empleados me reconociera. Se acercó uno solo para preguntarme si necesitaba algo, pero no pareció reconocerme. Le dije que venía a buscar unos lentes que habían traído para que les cambiaran uno de los vidrios, a nombre de un tal Phillip Marlowe, y el tipo buscó entre un montón de sobres llenos de anteojos que tenían el nombre del dueño escrito a lápiz en el dorso, pero no encontró el que buscábamos. Le dije que debía haberme equivocado de óptica y salí. Recorrí toda la cuadra y di dos vueltas a la manzana, pero no volví a verlo. Entonces me fui al diario.

Lo vi por segunda vez dos días después, saliendo de los Tribunales. Yo estaba bajando la escalinata de mármol de la entrada y veo un tipo en mangas de camisa esperando junto a un taxi que bajara un pasajero que en ese momento le estaba pagando al conductor. El tipo en mangas de camisa me daba la espalda, pero yo veía algo en él que me resultaba familiar. No lo relacioné con el que había visto salir dos días antes de la óptica, y cuando el pasajero bajó y el tipo se metió en el auto, yo estaba mirando el cielo porque no había hecho todavía la nota sobre el estado del tiempo, y hacía un calor que era la locura. Cuando bajé la vista, el taxi arrancaba y vi el perfil del tipo en el asiento de atrás, diciéndole algo al chofer. Era yo mismo. Empecé a gritar, bajando la escalinata. Lo único que me salía era la palabra taxi. El chofer, sin frenar ni nada, asomó la cara por la ventanilla y me gritó: "¿No ves que voy ocupado, pastenaca?". El tipo del asiento de atrás me echó una mirada fugaz (yo vi algo de maligno en ella) y después ya no le pude ver la cara, porque el automóvil aceleró, dobló en la esquina, y desapareció de mi vista. Corrí hasta la esquina, pero cuando llegué el coche había desaparecido. Me quedé como media hora en la esquina, duro como un poste, mirando en la dirección en que el coche se había perdido. No sé cómo no me insolé. Ese día puse en la sección Estado del Tiempo que había hecho 46 grados a la sombra, y no me equivoqué, porque según el informe meteorológico que dieron por la radio, había hecho, cuarenta y cuatro y ocho décimas. Después volví al diario y encontré a Tomatis hablando por teléfono. "Hágame el favor", le decía al tipo que hablaba con él del otro lado de la línea. "Fíjese en el extracto si figura el dos cuarenta y cinco." Cuando colgó se volvió hacia mí y debo haber tenido una cara muy extraña, porque me preguntó qué me pasaba.

– Me he visto a mí mismo dos veces por la calle -le dije.

– No seas narcisista, Ángel -dijo Tomatis, sin darle importancia, y se puso a escribir a máquina.

La tercera vez él no me vio y yo pude seguirlo durante dos cuadras. Fue para carnaval. Había un millón de personas mirando las murgas y el desfile de mascaritas y el tipo estaba en el borde de la vereda, tratando de cruzar la calle. Yo estaba metido entre la gente con el fin de hacer alguna nota pintoresca sobre el corso, cosa de ganarme un sobresueldo, y lo vi desde la vereda de enfrente, en el momento mismo en que el tipo empezaba a cruzar hacia mí. Me maravilló ver que llevaba un cigarrillo en la boca, apretando el filtro con los dientes y alzando la cabeza y entrecerrando ligeramente los ojos para que el humo no se los irritara. Sentí que mi corazón comenzaba a golpear, tan derecho caminaba el tipo en dirección hacia donde yo estaba parado. Pero no se detuvo, y al parecer no me vio, pero pasó tan cerca de mí que me rozó el hombro con el suyo. Yo estaba inmóvil, y me puse rígido cuando me tocó. Sentí una cosa rara en el estómago. Era tan igual a mí -estaba vestido con una camisa azul descolorida y un pantalón blanco, exactamente iguales a los que yo llevaba- que en el brazo derecho que dejaba descubierto la camisa de mangas cortas alcancé a descubrir una cicatriz idéntica a la mía, una mancha alargada y blancuzca que el sol del verano no había podido socarrar. Empecé a seguirlo. Sin dificultad, primero, porque el tipo caminaba arrimado a la pared y toda la gente se agolpaba hacia el borde de la vereda para ver mejor el paso de las mascaritas, dejando una pasarela vacía entre la mitad de la vereda y la pared. No había entre nosotros más de diez metros. El tipo se detuvo de golpe, porque una bombita de agua pasó por encima de su cabeza, estrellándose contra una vidriera y salpicándolo. Instintivamente, me llevé la mano a la cara para sacudirme las gotas. El tipo sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara y parte de la cabeza, y después volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón. Yo lo observaba y empecé a caminar detrás de él cuando reanudó la marcha. Vi en la parte trasera de su pantalón, a la altura del bolsillo derecho, dos manchas oscuras. Comprendí que eran las dos manchas de tinta que yo me había hecho al guardar mi lapicera, un par de meses atrás, en el bolsillo trasero derecho del pantalón que llevaba puesto. El tipo cruzó la calle y yo lo seguí. En la otra cuadra decidí apurar el paso para hablar con él -no sabía bien qué le iba a decir, pero quería hablar con él- y ya iba acortando la distancia cuando de golpe algo me dejó ciego por un momento. Sentí un torrente de agua -un millón de litros o cosa así- que me dio en la cara. Por medio minuto no supe si estaba en la calle San Martín o en el fondo del Pacífico, y cuando abrí los ojos vi una mocosa de pantalones que me miraba desde el umbral de una puerta con un balde vacío entre las manos, y que cuando vio mi cara -Mr. Hyde debía haber parecido Joselito al lado mío, en ese momento- se metió volando dentro de la casa. Cuando alcé la vista escurriéndome la camisa y secándome la cara, el tipo ya no estaba más.

Registré mentalmente la dirección de la casa porque pensé que al vampiro de Dusseldorf podría interesarle, y después me fui para mi casa. Volví a ver a mi doble a mediados de abril, pero no lo seguí por miedo de que en el momento de alcanzarlo, al cruzar una calle, me llevase un camión por delante. Y además, porque estaba seguro de que no lo iba a alcanzar.

El dos de mayo pensé en todo eso, antes de levantarme. Me pregunte si el hecho de haber visto a mi doble varias veces por la calle, y al doble de mi camisa azul descolorida y al doble de mi pantalón blanco con dos manchas de tinta sobre el bolsillo trasero derecho, no había sido producto del sol enloquecedor de febrero dándome de lleno en la cabeza. Porque había sido un verano enloquecedor. Los techos de las casas se resquebrajaban y había que pasar el secador de los pisos por las paredes, de donde caían chorros de agua. Millones de mosquitos se comían vivos a los tipos que iban a hacer vida deportiva a la orilla del río -pondría contra la pared a todos los tipos que hacen vida deportiva y empezaría a disparar la ametralladora- y el pavimento de las calles se ponía negro en las esquinas por los cascarudos que chocaban contra las lámparas del alumbrado y caían al suelo con las alas rotas. Alrededor de los árboles, en pleno enero, había un colchón de hojas calcinadas, y el tipo que se quedaba más de una hora al sol terminaba por incendiarse. Pero yo estaba seguro, porque él me había rozado el hombro al pasar, la noche del corso. Existía, estaba seguro. Entonces imaginé a mi doble moviéndose en un círculo limitado, como era el círculo mismo en el que yo me movía. Nuestros círculos nunca se rozaban, salvo por algún accidente inesperado que había ocurrido tres veces. El círculo de él y el mío limitados como eran, iban corriéndose si uno se aproximaba al otro, y el campo de él era un campo para mí desconocido, pero familiar. Yo sabía que los hechos que a él pudiesen ocurrirle dentro de su círculo podían ser diferentes a los que ocurrían dentro del mío, pero eran semejantes. Y si tenían la apariencia de ser idénticos -que él levantara la mano para mirarse el dorso el siete de abril a las 10.35 de la mañana, por ejemplo, en el mismo momento en que yo efectuaba la misma acción- eran, sin embargo, hechos diferentes. Capaz que él me seguía a mí dentro de su campo, en un corso duplicado e invertido, en el que yo me hallaba traspapelado, la misma noche de carnaval en que yo lo seguí a él dentro de mi propio círculo. O tal vez vivíamos vidas diferentes. De una sola cosa estaba seguro: de que nuestros espacios -nuestros círculos- eran cerrados y sólo se tocaban por accidente. Podía suceder también que todo tuviese su doble: Tomatis, Gloria, mi madre, mi cuaderno, mi sección Estado del Tiempo, el diario La Región, el cubículo iluminado de Ernesto en el que resuena el Concierto para violín de Arnold Schônberg. De ser así, algo distinto debía suceder en el círculo del otro mundo, porque una réplica exacta me parecía absurda y enloquecedora, sobre todo porque amenazaba con una multiplicación infinita. No podía haber una cama idéntica repetida hasta el infinito en la que un tipo como yo, repetido también hasta el infinito, pensara en la posibilidad de que el tipo y la cama estén repetidos al infinito. Una cosa así era la locura. Pero al levantarme pensé que no era menos locura que hubiese una sola cama y un solo tipo, y que lo único terrible en la cuestión de mi doble era la posibilidad de que él estuviese viviendo una vida que yo no podía vivir. Así que me di un baño caliente y me fui para Tribunales.

Ramírez dijo que lloviznaba tanto por efecto de las manchas solares, las que a su vez se habían producido debido a las explosiones atómicas. Le dije que las manchas solares y las explosiones atómicas debían ser las que echaban a perder el café que se servía en la Oficina de Prensa, y Ramírez se rió lo mejor que pudo pero no logró ocultar esas dos sierras ínfimas y marrones que eran todo lo que quedaba de su dentadura podrida. Después fui a la oficina de Ernesto y pregunté por él. El secretario me dijo que el juez estaba en una audiencia. Le dije que le dijera que estaba el cronista de La Región y que le preguntara cuándo iba a tener esa indagatoria de la que me había hablado. El secretario volvió enseguida.

– Dice el juez que mañana a las cuatro de la tarde, porque antes tiene que conversar con los testigos -dijo.

Así que me fui para el diario. Redacté una información de Tribunales que Ramírez me había dado en una copia en papel transparente, pasé el titular de la sección Estado del Tiempo -"Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta"- y después me fui a comer. No vi rastro de Tomatis en el diario, pero cuando pasé por la administración a cobrar mi sueldo me dijeron que Tomatis había pasado a cobrar esa mañana y después se había ido no sabían dónde. Cuando volví, Tomatis estaba abriendo correspondencia dirigida al "Director de la Página Literaria".

– Desgraciadamente, todo el mundo tiene sentimientos -dijo-. Por lo tanto todo el mundo hace literatura,

– Conozco a un tipo que no tiene sentimientos y sin embargo hace literatura -dije yo.

– Ha de ser un buen escritor -dijo Tomatis.

– Escribe con el pito -dije yo-. Moja el pito en el tintero y escribe.

– Ha de tener trazos gruesos, su caligrafía -dijo Tomatis.

– No sé. Nunca vi sus originales-dije.

– Gloria te manda saludos -dijo Tomatis-. Dice que va a llamarte por teléfono una de estas tardes para jugar un poker y después invitarte a cenar con lo que te gane. Dijo además que no debiste pisotearle el calzón y que estaba esperando que te atrevieras a correr las cobijas para darte una cachetada.

– Algún día voy a meterles una bala en la cabeza a cada uno, a ustedes dos -dije yo.

Tomatis se echó a reír.

– Angelito viejo y peludo -dijo.

No me gusta escupir a la gente en la cara, de modo que me fui hasta el escritorio del cronista de policiales y le pregunté si sabía algo de un tipo que había matado a su mujer en Barrio Roma, la noche antes.

– Sí -dijo el tipo, y me leyó el parte en el que decía que un tipo le había destrozado la cara a su mujer a tiros de escopeta.

– Mañana a las cuatro es la indagatoria -dije yo-. Me lo dijo el Juez de Crimen.

– Parece que habían ido a cazar y de vuelta tuvieron una pelotera en un despacho de bebidas -dijo el tipo de la sección policiales.

– Así entiendo yo que se debe tratar a las mujeres -dije yo.

– No comparto -dijo el tipo de policiales-. Hay que darles una muerte lenta. Ya vas a casarte y saber.

– No voy a casarme -dije yo.

– Nunca se sabe -dijo el cronista de policiales.

Volví al escritorio de Tomatis y lo encontré sacudiendo la cabeza ante una hoja en la que había un poema escrito a máquina.

– Un tipo le metió dos balazos en la cara a la mujer -dije.

– ¿Quién es ese precursor? -dijo Tomatis, sin levantar la vista de la hoja de papel.

– No sé. Fue en un despacho de bebidas de Barrio Roma. Un tal Luis Fiore -dije yo.

– Conozco a un Fiore -dijo Tomatis.

Después fui y redacté la sección Estado del Tiempo. A las cinco me fui del diario; estaba por oscurecer. Fui a una librería y compré tres libros: La conducta sexual de la mujer, Técnicas sexuales modernas y El homosexual en el mundo moderno. A eso de las ocho me fui para casa con dos botellas de ginebra y, me instalé en mi cuarto. No habré estado ni dos minutos sentado, que me levanté y me fui para el dormitorio de mi madre.

– Mamá -dije-. ¿Puedo pasar?

Mi madre respondió enseguida.

– Un momento -dijo. Esperé en la puerta, y oí ruido de papeles y pasos dados con los pies desnudos sobre el piso de madera. Después oí crujir la cama y la voz de mi madre sonó nuevamente.

– Pase -dijo.

Mi madre estaba metida en la cama con las frazadas hasta el cuello.

– Lo recibo así porque estoy desnuda. Espero que no lo moleste. Me estaba cambiando para salir-dijo.

– No voy a entretenerte -le dije-. Vine por un minuto.

Hicimos silencio. El cuarto de mi madre era el mismo basural que yo había visto la noche de la pelea, sólo que con un poco más de basura. Yo no había vuelto a entrar desde entonces,

Yo no me atrevía a hablar.

– Usted dirá -dijo mi madre.

– Te he traído un regalo -le dije-. Pasé por el almacén y, como vi que no quedaba ginebra en la heladera, te traje una botella.

– Podía haber elegido una forma menos directa de llamarme borracha -dijo mi madre.

– No veo mal que tomes, ni siquiera que andes desnuda, si es tu gusto -dije yo.

– No sé por qué tendría que verlo mal -dijo mi madre-. No sé quién es usted para verlo mal. No creo que yo tenga que rendirle cuentas a usted de cómo me visto y que tomo.

– Quería decirte eso, únicamente -dije yo-. Una de las botellas es tuya. Está en la heladera, para cuando quieras usarla.

Volví a mi cuarto y seguí leyendo. La oí moverse por su dormitorio durante un largo rato y me quedé absorto oyendo los sonidos que producían sus tacos, el roce de sus vestidos, los crujidos de la cama, y los chirridos de la puerta de su ropero. Me distraje completamente de la lectura. Después la oí taconear hacia el cuarto de baño, encender la luz, y en el silencio que siguió yo la imaginé inclinada hacia el espejo, pintándose cuidadosamente la cara y colocándose pestañas postizas. Después oí que apagaba la luz del baño, y el golpeteo de sus tacos resonó más nítido al pasar frente a la puerta de mi cuarto, por la galería y fue desvaneciéndose mientras ella se alejaba hacia el dormitorio. Al entrar en él, el sonido, viniendo desde la madera, cambió de cualidad. Se hizo más profundo, menos seco que cuando venía desde el mosaico. Después oí que apagaba la luz y cerraba la puerta de su dormitorio y salía a la calle. Me tiré en la cama, con la luz encendida, y cerré los ojos, dejando previamente el vaso con ginebra al pie de la cama. De vez en cuando me incorporaba y tomaba un trago. Habré estado así cosa de una hora. Nunca sentí tanto silencio en mi casa. No crujía una sola madera, y la llovizna caía tan silenciosa que más parecía una niebla fina, en lenta rotación, girando sobre la ciudad negra. Salí a la galería y encendí la luz. Al resplandor de la lámpara de la galería la llovizna era una masa densa, blanquecina, de partículas en suspensión. Me quedé con los ojos fijos en ella durante unos minutos. Después fui y entré en el cuarto de mi madre.

La puerta estaba sin llave y eso me extrañó, porque yo tenía la idea de que ella la cerraba siempre con llave antes de salir. Moví el picaporte y enseguida estuve adentro. Sin ella, su olor seguía siendo el mismo, pero menos vivo. Encendí la luz y eché una mirada a mí alrededor: la cama estaba desordenada, con las frazadas y las sábanas retorcidas y medio caídas sobre el piso. Donde ella había estado acostada quedaba un hueco, del mismo modo que sobre la almohada en el sitio donde ella había apoyado la cabeza. Las dos mesas de luz, entre las que se extendía la cama de dos plazas, estaban llenas de botellas de remedios y de frascos de cosméticos, de vasos con cucharitas dentro que tenían un fondo de borra reseca. Había de cada lado un cenicero lleno de puchos y ceniza. Toqué el hueco de la cama y comprobé que todavía estaba tibio. Después fui al ropero y lo abrí. De las perchas colgaban un montón de vestidos de todos colores, y abriendo una puerta lateral vi un compartimiento con cuatro cajones y un pasador en el que había tres o cuatro pantalones doblados. En la parte interior de la puerta había un cordón sostenido con dos clavos, del que colgaban moños y cintas de colores. Sobre el cordón, pegado con cuatro chinches, había un retrato de Cary Grant que había sido recortado de una revista. Abrí uno de los cajones y vi un paquete de cartas, una estampita de San Cayetano, toda ajada, las perlas imitación de un viejo collar, desperdigadas en el fondo del cajón, un artefacto completamente indescriptible, de nácar o carey, que no era para el pelo pero que era demasiado estrecho como para haber sido una pulsera. Debajo del paquete de cartas descubrí un libro al que le faltaban las primeras páginas. Era una edición viejísima, ajada y amarillenta. Al leer el primer párrafo me di cuenta de que era un libro pornográfico -probablemente había pertenecido a mi padre- y al hojearlo comprobé que tenía ilustraciones. Cerré el primer cajón y abrí el otro. Estaba lleno de fotografías: en una de ellas estaba yo de primera comunión, con pantalones cortos. En otra mi padre me tenía sentado en sus rodillas y mi madre me miraba sonriendo. En una tercera, mi madre, muy joven, casi irreconocible, estaba con un traje de baño agarrada del pasamanos curvo de la escalera de una pileta de natación, saliendo del agua. Cerré el segundo cajón. Fui y me senté en el borde de la cama y me puse a imaginar a mi viejo leyéndole todas las noches un capítulo del libro a mi madre, en la cama, antes de hacer el amor. Me puso tan absorto esa imagen que acabé recostándome y mirando el cielo raso que tenía unas manchas de humedad en uno de los rincones. Después me levanté y abrí el tercer cajón. Estaba lleno de corpiños y calzones y lo cerré sin tocar nada. Después apagué la luz y salí, cerrando la puerta.

Me serví un vaso de ginebra, le eché hielo y me senté a leer el libro sobre la conducta sexual de la mujer. A la décima página estaba tan excitado y había aprendido tan poco sobre la conducta sexual de la mujer que fui al baño y me mojé la cabeza con agua fría y estuve un buen rato sin secarme para que se me fuese la calentura. Pero apenas me disponía a salir del baño me di cuenta de que estaba mucho más excitado que al entrar, de modo que me masturbé para no manchar las sábanas en la cama, porque sabía que después de todo iba a hacerlo apenas me metiera en la cama. Al fin empecé a tomar ginebra directamente de la botella y sé que me acosté porque al otro día cuando me desperté estaba en la cama, vestido, y con la luz encendida. Si la bomba atómica hubiese caído en mi dormitorio en vez de haber caído en Nagasaki, la cabeza me habría dolido menos. Me arrastré hasta el baño y me metí bajo la ducha caliente. Después me tomé una taza de café y me sentí mejor. Cuando fui a mirarme en el espejo para hacerme el nudo de la corbata vi que tenía barba de tres días y me afeité. Después me fui para el diario. Tomatis escribía a máquina, y se veía que también se acababa de afeitar. Me senté frente al escritorio, alcé el teléfono y le dije al telefonista que me comunicara con los Tribunales. Cuando atendieron del otro lado, pedí hablar con el juez de Crimen. Atendió el secretario y me comunicó con Ernesto.

– No pude atenderte ayer, Ángel -dijo Ernesto-. Tenía una audiencia.

– No es nada-dije yo-. ¿Se hace esta tarde la indagatoria?

– Sí, es a las cuatro. Estoy interrogando a los testigos -dijo Ernesto-. No creo que puedas venir. Está prohibido. Hice silencio. Ernesto tampoco habló del otro lado, durante un momento. Después oí su voz.

– Estás haciendo algo así como chantaje -dijo-. Chantaje emocional. Venite a las cuatro. Voy a ver qué puedo hacer.

Cortamos. Tomatis seguía escribiendo a máquina. Ni siquiera me miraba.

– Traté de hablar con mi madre -le dije-. Creo que la cosa va a ir mejor.

– Me alegro -dijo Tomatis, sin dejar de mirar el teclado.

– Le regalé una botella de ginebra y todo -dije yo.

– Buena medida -dijo Tomatis con voz distraída, mirando el teclado y revisando después con la vista lo que llevaba escrito.

– Conversamos un buen rato, anoche -dije yo.

– ¿Has visto? Todo tiene arreglo -dijo Tomatis, sin mirarme, con gran seriedad, y golpeando el teclado.

Ni me escuchaba. Así que pasé información al taller durante un largo rato y después me fui a comer. Tomatis me siguió y me alcanzó en la escalera.

– ¿Jugamos un billar, después de la comida? -dijo.

– Hoy no puedo -dije yo.

– Bueno -dijo Tomatis-. Comamos juntos. Así que comimos juntos. Después de comer me sentí como un rey. Tomatis fumó un cigarro y me dijo que fuese a visitarlo más seguido. Después me dijo que si se le hacía un programa para la noche iba a pasar por mi casa a avisarme.

– Probablemente yo esté en otro lado, pero anda, de todos modos -dije.

Después de comer volví al diario y le dije al director que había una indagatoria criminal importante en los Tribunales y que iba a ir a presenciarla. El director estaba leyendo el diario de la tarde anterior, marcando con un recuadro rojo las noticias que le interesaban por alguna razón; ni siquiera levantó la mirada cuando yo le expliqué por qué me iba a las tres y media en vez de irme a las cinco, como todos los días. Dijo que me fuese y que no dejara de cumplir con mis obligaciones, siempre, cualquiera fuese la situación, que eso me iba a foguear en la vida e iba a hacer de mí un hombre de bien. Lo dijo sin levantar una sola vez la cabeza hacia mí, recorriendo febrilmente con la mirada las páginas del diario y haciendo un recuadro rojo de tanto en tanto, con una energía loca. La impresión que tengo es que ni siquiera supo quién era yo ni qué me estaba diciendo. A las cuatro menos cuarto yo estaba en la oficina de Ernesto. Con él había un tipo rubio, de unos treinta y cinco años, de bigote rubio y cara de judío.

– El doctor Rosemberg-dijo Ernesto-. Un periodista.

El tipo me dio la mano.

– El doctor Rosemberg es el abogado de Fiore -me explicó Ernesto. Después se volvió hacia él-. Apenas él declare la incomunicación quedará levantada. De modo que puede esperar por aquí, si quiere.

– ¿Lo traen a las cuatro, verdad, doctor? -dijo el tipo rubio.

– A las cuatro, sí -dijo Ernesto.

– ¿A qué hora piensa terminar la indagatoria, doctor? -dijo el tipo rubio.

– Con una hora va a ser suficiente -dijo Ernesto.

El tipo rubio se paró. Era bajo y delgado.

– En una hora estoy aquí, entonces -dijo.

Me dio la mano y se fue.

– Es inusual que un extraño esté presente en la indagatoria -dijo Ernesto-, pero yo he arreglado la cuestión. De más está decir que el acusado no tiene que saber que vos no perteneces al personal de Tribunales. No debes tomar notas ni nada por el estilo.

– No quiero tomar nota -dije yo-. Lo que quiero es ver. Nunca he visto a un asesino de cerca, ésa es toda la cuestión.

– Por alguna especie de curiosidad malsana, supongo -dijo Ernesto.

– Supongo que sí -dije yo.

Quedamos en silencio un momento. Después me aproximé a la ventana. Nunca lo había hecho. Eran cuatro vidrios oblongos, más bien grandes, separados por una cruz negra de madera. Abajo estaba la Plaza de Mayo, y las palmeras inmóviles se lavaban en la lenta llovizna que volvía más lisas y tersas las grandes hojas afiladas. Una mujer cruzaba la plaza en diagonal, sobre el sendero rojizo de polvo de ladrillo, protegiéndose con un paraguas de un azul vivo. Desde el tercer piso, yo veía el círculo azul del paraguas y las piernas de la mujer achatadas contra el camino rojo. Podía sentir la mirada de Ernesto clavada en mí. Me di vuelta hacia él.

– ¿Dónde va a ser la indagatoria? -dije. -Aquí -dijo Ernesto.

En ese momento golpearon la puerta. Ernesto sacudió la cabeza hacia mí y después hacia la puerta, para indicarme que la abriese, pero en ese momento la puerta fue abierta desde el exterior. Asomó el secretario, un tipo con el pelo veteado de gris.

– Traen al acusado -dijo. -Quédese nomás, Vigo -dijo Ernesto. El secretario entró y dejó abierta la puerta que daba al corredor. Después fue y se sentó a la máquina y se puso a introducir un largo papel blanco en el rodillo, hasta que terminó su tarea y se recostó sobre el respaldo del asiento, cruzándose de brazos. Ernesto examinaba las hojas escritas a maquina, de modo que yo me volví a asomar a la ventana. La mujer del paraguas azul había desaparecido y en sentido inverso, cruzando en diagonal la plaza, otra mujer, esta vez protegiéndose con un paraguas lila, avanzaba lentamente, resbalando en el barro rojizo. Oí pasos que avanzaban hacia la oficina por el corredor y me di vuelta. El hueco de la puerta dejaba ver un fragmento de corredor vacío, y, más allá del espacio del tragaluz oval, el corredor de enfrente y una puerta cerrada. El secretario seguía con los brazos cruzados sobre el pecho, y en el momento en que yo iba a decirle no sé qué cosa, un policía uniformado se asomó, haciendo una venia ligera.

– Permiso, doctor -dijo. Traía unos papeles en la mano y cuando Ernesto le hizo una seña con la cabeza el vigilante entró y los dejó sobre el escritorio. Ernesto los revisó, mientras el policía lo contemplaba inclinado respetuosamente hacia él.

– Tráigalo -dijo Ernesto. El policía salió. Después Ernesto me hizo sentar del otro lado del escritorio, más allá de él y del secretario. Desde donde estaba podía observar bien todo, especialmente el perfil del secretario y después el de Ernesto. En el momento en que yo me sentaba entró el tipo con el vigilante.

Entró primero, esposado, y detrás lo seguía el vigilante. Tenía la barba de por lo menos una semana, y los ojos apagados. Se veía bien que hacía por lo menos tres días que no se lavaba la cara. Tenía un pulóver que dejaba ver una camisa de lana por debajo del cuello en forma de v corta, y unos pantalones arrugados y sucios, no sé de qué color. Los zapatos estaban llenos de barro seco.

– Sáquele las esposas -dijo Ernesto.

El vigilante le sacó las esposas. El tipo ni lo miró, y cuando tuvo las manos libres dejó que colgaran como muertas a lo largo del cuerpo. Si miraba algo, miraba el cielo gris por la ventana. Pero no estoy seguro de que haya estado mirándolo. Más bien no miraba nada.

– Arrímele una silla -dijo Ernesto-. Ahí. Frente al escritorio.

El vigilante trajo una silla común, con asiento de esterilla, y la puso al lado del escritorio, frente a Ernesto. El tipo se quedó parado donde estaba, hasta que el vigilante le dio un golpecito en el hombro con las puntas de los dedos amontonados, y el tipo fue y se sentó. Ahora estaba más cerca de mí y del secretario, y estaba frente a Ernesto. Yo era el que estaba más lejos de todo, pero alcanzaba a verlo bien. Lo único, que la cara estaba oculta por ese montón de barba negra que emitía unos destellos rojizos. El tipo me echó una mirada, o por lo menos volvió la cabeza en la dirección en que yo estaba.

– Cuando termine lo llamo, agente -dijo Ernesto.

El vigilante hizo una venia y salió, cerrando la puerta. Ernesto revisó durante un momento los papeles que tenía sobre el escritorio y después alzó la cabeza hacia el tipo.

– Su nombre es Luis Fiore, ¿verdad? -dijo Ernesto.

El tipo no dijo nada. Los ojos parecían cubiertos por una pátina de un material transparente, una especie de laca sin brillo que los opacaba y los dejaba como ciegos. Ernesto estuvo mirándolo durante un momento, sin parpadear, directamente a los ojos, esperando. El secretario se había inclinado sobre la máquina de escribir y esperaba con las manos en el aire, los dedos separados apuntando hacia las teclas. La mirada del tipo -si a eso se podía llamar una mirada- estaba clavada en la de Ernesto, pero no se le movía un músculo de la cara.

– Le repito la pregunta: ¿es o no su nombre Luis Fiore? -dijo Ernesto.

El tipo sacudió la cabeza, pero tan débilmente y con expresión tan distraída-su mirada o como quiera llamarse a eso permanecía fija en el punto en el que hasta un momento antes habían estado los ojos de Ernesto- que era difícil considerar eso como una respuesta a algo.

– El acusado responde en forma afirmativa -dijo el secretario inclinando un poco más la cabeza entrecana y comenzando a golpear la máquina. Por un momento no se oyó en la habitación más que el golpe de las teclas y el estruendo de la máquina hasta que el secretario dejó de escribir y volvió el silencio. El secretario se refregó las manos durante unos segundos y después quedó otra vez inmóvil. Yo me incliné más hacia el tipo deslizándome sobre el asiento de la silla hasta quedar en el borde.

Ernesto escribió dos o tres palabras sobre un papel; pareció reflexionar sobre algo y después dijo:

– ¿Sabe de qué se lo acusa, Fiore?

La cara del acusado emitió una sonrisa débil, picara, y pude ver cómo las proximidades de los ojos se le llenaron de arrugas y de patas de gallo. Pero sus ojos no alcanzaron a brillar. O tal vez no se trataba de una sonrisa sino de la expresión facial de un esfuerzo de comprensión. Traté de adivinar la edad del tipo. Después me acordé que en el parte que me había leído el cronista de policiales decía que tenía treinta y nueve años. Lo miré atentamente y pensé que podía haber tenido treinta y nueve o un millón. Después abrió la boca y se vieron unos dientes blancos bajo los labios rojizos y la barba negra. El tipo quedó con la boca abierta pero no dijo nada. Ernesto entrecerró los ojos y se inclinó hacia él.

– ¿Sabe de qué se lo acusa, Fiore? -dijo.

Los tres -Ernesto, el secretario, yo- estábamos pendientes de él. Ahora también el tipo se inclinó hacia Ernesto y entrecerró los ojos. Tenía los dientes apretados, como si estuviese haciendo un gran esfuerzo y yo comprendí que la expresión anterior no había sido una sonrisa, o si lo había sido en ese momento se había convertido en otra cosa, más turbia e indefinible. Cuando habló su voz sonó delgadísima, casi en falsete, y muy débil.

– Juez -dijo.

Ernesto no respondió. El tipo se inclinó todavía más y yo vi que sus ojos estaban ya cerrados y apretados.

– Juez -repitió, con su voz en falsete.

Comenzó a sacudir lentamente la cabeza.

– Los pedazos -dijo-. No se pueden juntar.

Después saltó. Ninguno de los tres -Ernesto, el secretario, yo- se movió hasta que se oyó el estruendo de los vidrios y el tipo desapareció de la habitación. Nos paramos los tres al mismo tiempo, pero el tipo ya no estaba; quedaban los vidrios rotos y las astillas del marco de la ventana, y en el silencio que quedó después -lleno todavía del eco del estruendo del cuerpo al chocar contra la ventana y desaparecer- el pedazo de vidrio que se descolgó y cayó en la habitación haciéndose polvo me hizo volverme más rápidamente que si el tipo hubiese reaparecido en la ventana, regresando desde el vacío. Entonces el secretario se puso a correr por la habitación, diciendo "Dios mío" a cada momento. Ernesto le dio un empujón cuando el secretario le cortó el paso mientras él avanzaba lentamente hacia la puerta del corredor. El secretario cayó sobre un sillón y empezó a echar espuma por la boca. Ernesto abrió la puerta y salió. Yo me acerqué al secretario y lo vi abrir los ojos, oyéndolo decir "Dios mío", dos veces, débilmente. Después salí al corredor y bajé los tres pisos en un segundo. Cuando llegué a la calle un círculo de tipos se había formado en la vereda de los Tribunales, debajo de la ventana. Otros venían corriendo desde la plaza. El doctor Rosemberg hablaba con Ernesto. Yo me abrí paso entre el círculo y me puse en primera fila. En el centro del círculo estaba el cuerpo del tipo, boca abajo, y tan encogido que parecía un enano, las baldosas amarillas estaban manchadas de sangre. El tipo no se movía. Me di cuenta de que cuando un tipo se estrella así contra una ventana y después vuela por el aire y va a dar contra el suelo desde el tercer piso, no se rompe nada en el momento de chocar contra los vidrios y caer, y chocar contra la vereda; nada, como no sea una cáscara vacía. Porque el tipo ya está hecho pedazos desde antes de tirar lo que queda de él, la cáscara vacía. El tipo se había estado pelando hasta el hueso y había tirado la cáscara por la ventana. La llovizna caía sobre la cáscara y el círculo de caras pálidas que la miraban sin hablar. Me abrí paso y me metí otra vez en Tribunales. Alejados del grupo, Ernesto y el doctor Rosemberg hablaban en voz baja. Los dos policías comenzaban a dispersar la gente a empujones. Cuando entré en el hall del tribunal fui derecho al cuartucho del telefonista. El telefonista me preguntó qué había pasado y yo le conté. Se levantó para salir, pero le dije que marcara el número del diario, antes. Me dio la comunicación y salió corriendo. El cronista de policiales me dijo que la página ya estaba cerrada y que iba haber que esperar hasta el otro día. Después dijo que salía para Tribunales. Cuando salí del cuartucho del telefonista atravesé el hall hacia la salida y en la escalinata me crucé con Ernesto y el doctor Rosemberg que venían subiendo rápidamente los escalones, de dos en dos. Toqué el brazo de Ernesto.

– Mañana. Mañana-dijo Ernesto, sin siquiera detenerse. El otro tipo ni me miró.

Cuando salí a la calle vi que el grupo de curiosos se había duplicado. Los vigilantes ya no se divisaban; me abrí paso y los vi en el centro del grupo, que se apretaba cada vez más en torno del cuerpo. Los vigilantes hacían espacio a empujones. El tipo seguía boca abajo, más encogido todavía. Ya ni parecía una cáscara; no parecía nada. Cuando salí otra vez del grupo apretado de tipos que tendía a cerrarse cada vez más sobre el cuerpo, vi al secretario solo, cerca de la pared. Se había puesto un impermeable y me miró.

– ¿Está muerto? -dijo.

– Creo que sí -dije yo.

Sobre el bigote entrecano tenía unas manchitas de espuma. Parecía que le hubiesen dado una mano de cal sobre la cara. Tenía los ojos muy abiertos.

– ¿El juez subió? -dijo.

– Sí-dije yo.

– Ni lo vi saltar -dijo el secretario-. Oí el ruido de los vidrios y ya no estaba más.

– Fue todo muy rápido -dije yo.

– Yo no oí más que el ruido de los vidrios -dijo el secretario.

– No sé cómo pudo haber hecho para saltar tan rápido -dije yo.

– El cuerpo no lo vi en ningún momento -dijo el secretario-.

Sentí el ruido, pero el cuerpo no lo vi. Oí cómo saltaron los vidrios. Saltaron los vidrios. Los oí cómo saltaron, y ya no estaba más en la oficina. Ha de estar lloviéndose todo ahora, adentro.

Se apoyó contra la pared.

– Estará todo lleno de vidrios -dijo.

Estaba oscureciendo. Era un crepúsculo azulado, sin sol. Me despedí del secretario y me fui al bar de la galería. Cuando llegué ya había oscurecido y en la galería las luces estaban encendidas. Tomé dos cognacs, pero no vi a nadie. El centro estaba casi desierto. Alrededor de las siete me fui para mi casa. La luz del dormitorio de mi madre estaba encendida. Un rectángulo de claridad emergía de la banderola. Fui a mi pieza y encendí la luz. Casi enseguida apareció mi madre.

– Vino a buscarlo un tal Tomatis -me dijo.

– ¿Le preguntaste qué quería? -dije yo.

– No. Como usted no estaba, se fue -dijo mi madre.

Después volvió a su habitación. Yo me metí en la cama y apagué la luz. No hubo forma de calentar las sábanas en toda la noche. Parecía metido entre dos barras de hielo. A eso de las diez y media oí salir a mi madre, y cuando me di cuenta de que estaba bien solo en la casa me sentí peor. Fui al dormitorio de mi madre y me metí en su cama, en la oscuridad. Estaba un poco más tibia que la mía, pero tuve que hacer unos esfuerzos terribles para no dormirme, por temor de que ella me encontrase allí a la vuelta. Estuve metido en su cama como dos horas, y después me volví a la mía. Fue como meterse en el congelador de una heladera. Si alguien me hubiese serruchado los pies no lo habría sentido. Podía habérmelos cortado y tirado a la basura y yo no me hubiese dado cuenta de nada hasta la mañana siguiente, en el momento de ponerme los zapatos. Después dormí lo suficiente como para ver caer un millón de veces el cuerpo encogido del tipo y oír un millón de estruendos de vidrios rotos en la oficina de Ernesto. Cuando me desperté eran las cinco de la mañana -prendí la luz y miré la hora- y estaba más helado que al acostarme. Fui a la cocina y me preparé una taza de café y me la traje para la cama. Dos minutos después lo estaba vomitando. Me di cuenta de que estaba enfermo y que ese día no iría a trabajar. Me puse el termómetro en el sobaco y lo dejé ahí cinco minutos; cuando lo saqué vi que marcaba treinta y ocho grados dos décimas. Me quedé con los ojos fijos en la banderola de la puerta, viendo cómo iba cambiando su color -del negro al azul, después a un verdoso pálido, hasta que por fin se volvió gris y quedó en eso- hasta que amaneció. Dormité. Cuando volví a despertarme la habitación estaba envuelta en una claridad débil y el rectángulo gris de la banderola relumbraba. Oí andar a mi madre por la cocina y pensé que me iba a morir. Eran las diez de la mañana. Llamé a mi madre.

– Tengo fiebre -le dije cuando entró.

Estaba con unos pantalones rojos y un suéter negro. Se había puesto un pañuelo en la cabeza. Tenía un cigarrillo colgando de los labios y la cara oval completamente lavada.

– Ha estado mojándose -dijo. Después quedó un momento en silencio-. ¿Estuvo en mi dormitorio, anoche?

– Fui a ver si encontraba algún antigripal -dije.

– No deje sus pañuelos mugrientos en mi cama -dijo mi madre.

– ¿Hay algún remedio contra la fiebre? -dije.

Mi madre no contestó y salió. Al rato volvió con una pastilla rosada y un vaso de agua. Me incorporé y me tragué la pastilla y dos o tres sorbos de agua. Tuve un par de arcadas pero no devolví ni el agua ni la pastilla. Mi madre vio mis vómitos en el piso y salió, regresando con un trapo y un balde de agua. Se inclinó y limpió las manchas. Después arregló mi cama y desapareció.

A la una en punto me trajo un plato de sopa. Apenas sí la probé. Le dije que llamara al diario y avisara que yo estaba enfermo. La oí salir cuando fue hasta el almacén de la esquina a hablar por teléfono. Cuando volvió y abrió la puerta de mi dormitorio la oí perfectamente, pero me hice el dormido. Había comenzado a sudar y la cama se estaba calentando bastante, de modo que una hora más tarde, cuando sentí la ropa pegada al cuerpo, volví a llamar a mi madre, le pedí una toalla, me sequé todo, y me puse ropa limpia. Volví a meterme el termómetro en el sobaco, y cuando lo saqué cinco minutos después comprobé que ya no tenía fiebre. A las seis oí el timbre de la puerta de calle y después oí la voz de mi madre aproximándose por la galería hacia mi habitación, hablando con alguien que refregaba las suelas de los zapatos contra el felpudo de alambre. La puerta de mi dormitorio se abrió y entró Tomatis, seguido por mi madre. Tomatis arrimó una silla y se sentó muy cerca de mi cama.

– Vengo a escuchar tus últimas palabras y a convencerte para que me incluyas en tu testamento -dijo Tomatis.

– Pueden irse todos a la mierda. Ésas son mis últimas palabras -dije yo.

– No seas grosero, Angelito -dijo mi madre.

– A eso llamo yo descuidar la posteridad -dijo Tomatis.

– ¿Qué va a tomar, señor Tomatis? -dijo mí madre.

– No se moleste. Nada -dijo Tomatis.

– Tome un café, señor Tomatis. No me cuesta nada hacerlo -dijo mi madre. Salió.

– Me ha tuteado -dije yo, en voz baja-. Hasta hace un momento me trataba de usted.

– ¿Qué es lo que te pasa? -dijo Tomatis-. Si ayer estabas lo más bien.

– No pude dormir en toda la noche y esta mañana amanecí con fiebre -dije yo.

Tomatis me puso la mano sobre la frente.

– Ya no tenés -dijo, retirando la mano.

– No. Se me ha ido -dije yo.

– Gloria está por venir -dijo Tomatis-. Teníamos que encontrarnos en el centro y le dije que estabas enfermo y que venía a verte, y entonces me dijo que ella también iba a pasar por acá.

– No vendrán con la intención de sacarme de la cama para meterse ustedes y empezar a hacer porquerías como acostumbran -dije yo. Tomatis se echó a reír.

– De ningún modo, Angelito -dijo.

– El tipo se tiró por la ventana -dije yo-. Pegó un salto y desapareció de la faz de la tierra.

– Me dijeron -dijo Tomatis-. ¿Qué estabas haciendo, si se puede saber?

– Me colé en la indagatoria. Quería verlo de cerca -dije yo.

– Fantasioso romántico -dijo Tomatis-. ¿Y cómo hiciste para entrar en la indagatoria, si está prohibido?

– Le dije al juez que el diario estaba muy interesado en el asunto y que corno yo estudiaba derecho y pensaba especializarme en penal, tenía por lo tanto un doble interés en presenciar la indagatoria -dije yo.

– ¿Y lo convenciste? -dijo Tomatis.

– Por lo visto, parece que sí -dije yo.

– ¿Quién es el juez? -dijo Tomatis.

– López Garay -dije yo.

– Sí -dijo Tomatis-. Lo conozco.

– ¿Así que Gloria va a pasar por aquí? -dije yo-. ¿No le has dicho que ésta es una casa decente?

– Se lo he dicho -dijo Tomatis-. Raro que López Garay te haya dejado entrar en la indagatoria porque sí nomás.

– Se tragó la píldora -dije yo.

– No es tonto -dijo Tomatis.

– No. Parece que no es -dije yo. Mi madre entró en el dormitorio.

– ¿Va a tomar una copita de ginebra con el café, señor Tomatis -dijo.

Se había pintado y se había cambiado de ropa. Tenía puesta una pollera ajustada y una blusa de todos los colores.

– Eso ni se pregunta -dije yo.

– Le pregunté al señor Tomatis, no a vos -dijo mi madre.

– Si no es molestia -dijo Tomatis.

– Ninguna. Todo lo contrario -dijo mi madre, y salió. En ese momento sonó el timbre y apareció el culito más extraordinario del mundo, acompañado de Gloria. Gloria traía el diario de la tarde y estaba vestida exactamente igual que en lo de Tomatis, pero traía un paraguas azul en la mano, ya plegado. Me acordé de la mujer del paraguas azul que había visto cruzar la Plaza de Mayo en diagonal, la tarde anterior. Me dio un beso y después sacó un paquete de la cartera y me lo entregó.

– Es un regalo -dijo.

Lo abrí. Era una edición barata de Tonto Kroeger, de Thomas Mann.

– Vacilé entre eso y un manual de urbanidad -dijo Gloria-. Pero al fin me decidí por esto porque llegué a la conclusión de que ya no hay forma de educarte.

– Raro que no me hayas traído un libro verde -dije yo.

– No quiero seguir pudriendo tu imaginación -dijo Gloria.

– Habla igual que mi madre -dije, mirando a Tomatis.

– Todas tienen un poco de madre, y un poco de puta -dijo Tomatis.

– No ha parado de llover en todo el día -dijo Gloria.

– Ya oscureció -dijo Tomatis.

Mi madre sirvió café y ginebra para Gloria y Tomatis, y ginebra sola para ella y a mí me trajo una taza de leche caliente. Estuvo con nosotros más de media hora y después se fue para su dormitorio. Gloria propuso que jugáramos al poker y yo me incorporé en la cama y me corrí hacia la pared y ellos arrimaron sus sillas y usarnos la cama como mesa y jugamos. Gloria volvió a ganar. A eso de las nueve, Tomatis dijo que iba a comprar algo para comer, pero se encontró con mi madre en la galería y mi madre le dijo que ella estaba preparando algo, de modo que Tomatis se fue con ella para la cocina y después de un rato volvió con un plato lleno de queso y otro que tenía un montón de sardinas. Mi madre apareció detrás de él con un pan y una botella de vino. Después mi madre anunció que ella iba a salir y dijo que cualquier cosa que hiciese falta podía encontrarse en la heladera. Después la oírnos despedirse desde la galería y yo alcancé a distinguir el ruido de la puerta de calle.

– Se está portando bien -dijo Tomatis.

– Está mejorando -dije yo.

– Deberías darle una paliza de vez en cuando -dijo Tomatis.

Después se paró y dijo que se iba. Gloria pareció sorprendida.

– Yo me voy -dijo Tomatis.

– Pensé que nos quedábamos un rato más -dijo Gloria.

– No he dicho que vos también tengas que irte -dijo Tomatis, con cierta dureza.

– He dicho que soy yo el que se va.

Le pedí a Gloria que se quedara. Gloria se encogió de hombros y dijo que podía quedarse un rato más, siempre y cuando yo consiguiera para ella un poco más de ginebra. Le dije que había dos botellas en la heladera, de modo que ginebra no le iba a faltar. Tomatis le dio un beso y antes de irse me preguntó si iba a levantarme al otro día.

– Creo que sí -dije yo.

– Te espero en el diario, entonces -dijo. Y se fue. Gloria lo acompañó hasta la puerta y quedé solo durante un momento. Los oí hablar en el corredor, pero no entendí lo que decían. Después Gloria volvió y se sentó en el borde de la cama.

– Puedo ir a buscarte la ginebra -le dije.

– No por ahora -dijo Gloria.

– Estuviste fenomenal trayéndome este libro -le dije, cabeceando hacia su regalo.

– Fue pura casualidad -dijo.

– Gloria -dije yo-. No estoy enojado ni nada porque te hayas quedado con Tomatis. Yo no estaba enterado de que pasaban cosas entre ustedes.

– Hasta esa noche no pasaba nada -dijo Gloria-. Y ahora no pasa casi nada.

– Nunca puede haber mucho con Tomatis -dije yo-. No se puede esperar mucho de él, ¿no es cierto?

– Eso es lo que él dice -dijo Gloria.

– Creo que está bien que la gente sea así -dije yo. Le agarré la mano y Gloria se soltó.

– No empieces, Ángel -me dijo. Después me preguntó si quería que ella me leyera trozos del libro. Le dije que sí.

– Abro al azar y leo -dijo.

Me leyó durante una hora. Después dejó el libro y dijo que estaba cansada y que se iba.

– Voy a quedarme solo y la fiebre va a subirme otra vez -dije.

– No si dormís de una vez por todas -dijo Gloria, y desapareció.

Me quedé un momento pensando, y después apagué la luz. Sentí durante cierto tiempo la sensación de no estar en ningún lugar preciso y después vi el desfile lento y nítido de todos los que me rodeaban y vivían conmigo lo que yo estaba llamando mí vida desde hacía cierto tiempo, y esa lenta procesión la cerraba yo mismo avanzando desde las zonas negras de mi mente hacia un círculo de claridad para internarme después en otra zona negra más allá del círculo iluminado y desaparecer. Después me dormí y me desperté casi al alba. El rectángulo de la banderola era ya de un color verde pálido. Me sentía eufórico. Fui a la cocina y me preparé una taza de café. Todavía lloviznaba. Volví al dormitorio, me metí en la cama, y me puse a leer Tonio Kroeger. Cuando lo terminé eran las nueve y media, y hacía rato que mi madre se había levantado. La oí andar por la casa, pero no entró en mi dormitorio. Me afeité, me di un baño, y me fui para el diario. No encontré a Tomatis, y el cronista de policiales me preguntó si yo había leído la noticia del tipo que se había tirado por la ventana del tribunal y me preguntó si era correcta. Le dije que no había leído el diario.

– Dicen que te enfermaste del julepe -dijo el cronista de policiales.

– Estuve engripado -dije yo.

– ¿Te cambiaste los calzoncillos? -dijo el cronista de policiales.

No le di una trompada porque lleva anteojos, pero le pregunté si él se creía Phillip Marlowe.

– ¿Quién? -dijo él.

– Un tío mío que anda siempre mezclado en toda clase de asesinatos.

Se encogió de hombros y me fui para Tribunales. No pude hablar con Ernesto, porque estaba declarando por lo de la tarde anterior, pero encontré al secretario en el corredor.

– El juez está muy ocupado -me dijo.

– ¿Arreglaron la ventana? -dije yo.

– No todavía -dijo el secretario-. ¿Vio cómo saltó ese bárbaro y rompió todos los vidrios?

– Vi, sí -dije yo.

Ramírez me recibió con una taza de café que ya había azucarado para él y me dijo que el juez de Crimen estaba de muy mal humor por el asunto del tipo de la ventana. Que todo el mundo hablaba de eso en Tribunales. Tomé ese menjunje asqueroso que Ramírez llamaba café y me fui. Encontré a Tomatis en pleno centro, frente a un extracto de lotería. Cuando me vio llegar me preguntó si conocía algún tipo de peor suerte que él.

– Viene y sale el dos cincuenta y cinco a la cabeza -dijo-. Y del dos cuarenta y cinco, ni noticia.

Almorzamos y jugamos al billar. Durante la partida Tomatis me preguntó si me había acostado con Gloria la noche anterior y cuando le dije que no se echó a reír.

– No has insistido lo suficiente -me dijo.

Se salvó de que lo matara con el taco del billar porque estaba del otro lado de la mesa. Después me dijo que mi madre era una buena persona y que yo tenía que portarme mejor con ella.

– No te hagas el niño terrible -dijo-. Ya no estás en edad para eso.

– Gloria te va a dar una puñalada por la espalda en cualquier momento, y yo voy a salir de testigo en favor de ella diciendo que fue en defensa propia -dije yo.

– Gloria está enamorada de mí, y me permite cualquier cosa -dijo Tomatis-. Por otra parte, no es mejor que yo, ni que nadie.

– ¿Has estado escribiendo? -dije yo.

– Algo -dijo Tomatis.

– Inmundicias, seguramente -dije yo.

– Algo por el estilo -dijo Tomatis.

Hice lo posible por dejarme ganar, pero no lo conseguí. Después volvimos al diario, y ya no cruzamos palabra esa tarde, salvo un saludo a la hora de salida. Anduve dando unas vueltas por el centro, tomé un cognac en el bar de la galería, y alrededor de las ocho me fui para mi casa. Mi madre estaba en la cocina, llenando un vaso de ginebra.

– ¿Vas a salir? -le dije.

– Sí -dijo.

Poco más y se echa la botella entera en el vaso.

– Tengo hambre -dije.

– Hay queso en la heladera -dijo mi madre.

– Hambre de comida. Comida caliente, como Dios manda-dije yo.

– Tengo que darme un baño y después irme -dijo mi madre.

Salió llevando su vaso y yo me quedé en la cocina. Abrí la heladera y saqué un pedazo de queso y la botella de ginebra. Mi madre se metió en el baño y al rato oí el murmullo de la ducha. La vi pasar después, envuelta en una toalla, caminando rápidamente. Su imagen atravesó la galería ante la puerta de la cocina y después desapareció. Estaba maravillosa. Cuando terminé mi queso me eché más ginebra en el vaso y me fui para su dormitorio. Le pedí permiso para entrar. Se había puesto su hermoso vestido amarillo y se estaba pintando los ojos delante del espejo.

– Deberíamos ir a comer juntos una de estas noches -dije.

– Ya veremos -dijo mi madre, con una débil hosquedad.

– Es hora de que empecemos a llevamos mejor -dije yo.

– Así espero -dijo mi madre. Después me fui para mi dormitorio, y al rato la oí salir. Me senté frente a la mesa, saqué mí cuaderno de notas, abrí el Tonio Kroeger en la última página y copié lo siguiente en mi cuaderno: "Miro al interior de un mundo inédito y en bosquejo, el cual reclama que se lo ordene y forme; veo un remolino de figuras humanas que me hacen señas para que las liberte y redima; son figuras ridículas algunas, y trágicas las otras; y no pocas son al mismo tiempo trágicas y cómicas… Y a estas últimas las estimo por encima de todo". Después cerré el libro y el cuaderno. No tenía ganas de quedarme en mi casa. Quería salir a la calle y estar con alguien, y si era posible con todo el mundo. La procesión de la noche anterior apareció patente ante mis ojos cuando salí a la galería y encendí la luz. La luz iluminó el patio en el que la llovizna flotaba en una masa blanca y lenta. No parecía caer, sino estar suspendida en el mismo lugar desde hacía muchos días. Pensé que casi ni le había dado importancia me sentí culpable. Había estado pasando algo en este mundo -la llovizna- que era de por sí un misterio y que a la vista se presentaba hermosa y llena de tristeza, y yo no la había ni siquiera mirado. Después recordé el cuerpo encogido sobre las baldosas amarillas, en la vereda del tribunal, y me pregunté qué cosas tan graves podían suceder como para obligar a un hombre a hacer de su cuerpo una cáscara vacía y tirarlo por la ventana de un tercer piso, para hacerlo pedazos contra el suelo. Había anochecido sobre su cuerpo: un crepúsculo azul y sin sol. Me puse el impermeable y salí a la calle. No se veía un alma. Caminé hasta el centro y entré en la galería. No había nadie. La cajera de guardapolvo verde miraba el vacío, con la mano puesta sobre la manija de la caja registradora. Tomé una ginebra sin separarme del mostrador y volví a salir. Anduve dos cuadras por San Martín y hacia el norte, y después doblé. Pasé frente al Banco Provincial y en su reloj circular vi que eran las once. Después llegué al parque del palomar y anduve un rato bajo los árboles cargados de agua. Pensé que estaba en una ciudad desierta, a la que todos habían abandonado. Se habían ido todos, dejándome solo. ¡Y qué bien se estaba! Andaba a mis anchas, en la oscuridad, y atravesaba las luces de las esquinas, unas esferas de claridad débil entorpecida por la llovizna, y después me internaba otra vez en las calles oscuras. Cuando menos me di cuenta estaba en la esquina de la casa de Tomatis. Se veía la gran claridad que arrojaba la ventana en la pieza delantera en la vereda. Me acerqué lentamente. La persiana estaba completamente alzada y a través de los vidrios se veía la habitación iluminada, con sus sillones, su biblioteca, la mesa y las sillas, Gloria estaba sentada en el diván, leyendo. Estaba con su ropa de siempre, la espalda apoyada contra la pared y las piernas estiradas hacia adelante. Sostenía la antología de poesía de habla inglesa en una mano, y en la otra un cigarrillo que humeaba. Vi que murmuraba lo que leía porque sus labios se movían. Estuve contemplándola durante un largo rato sin que ella se diese cuenta. Después me acerqué a la puerta y probé el picaporte, tratando de no hacer ruido. La puerta se abrió. Recorrí en puntas de pie el pasillo negro y entré en la pieza delantera. Estaba a tres metros de Gloria, frente a ella, en el hueco de la puerta, y ella todavía no había notado mi presencia. Un segundo después alzó la vista de golpe y dio un grito. Me eché a reír.

– No te asustes -dije-. Soy yo. Te vi por la ventana y entré.

Gloria estaba pálida.

– Carlitos no está -dijo.

– Espléndido -dije yo-. Voy a cambiar el agua de las aceitunas y vengo.

Salí de la habitación y comencé a recorrer el pasillo. Al pasar frente a la puerta entreabierta del dormitorio de Tomatis vi que salía una luz por ella y oí patente la voz de Tomatis, pero no escuché lo que decía, porque sonó demasiado débil. Me detuve de golpe, y abrí la puerta. Estaban los dos desnudos sobre la cama, Tomatis y mamá. El vestido amarillo de mamá estaba en el suelo hecho una pelota. Cerré la puerta tan de golpe que el ruido sonó como una explosión. Cuando salí corriendo le di un empujón a Gloria, que había salido de la habitación delantera al pasillo y me miraba, y después salí a la calle. Creo que Gloria me llamó, pero no me detuve. Ni siquiera miré cuando pasé delante de la ventana iluminada.

Las primeras tres cuadras las recorrí a toda velocidad. Después fui aminorando la marcha. A la quinta o sexta cuadra, andaba lo más tranquilo. La ciudad era un cementerio, y salvo las luces débiles de las esquinas, el resto estaba enterrado en la oscuridad. Cuando me puse a cruzar una esquina en diagonal, bajo la luz que dejaba ver las masas blanquecinas de la llovizna suspendidas en el aire, vi venir una figura humana en mi dirección. Fue emergiendo lentamente de la oscuridad, y al principio apareció borrosa por la llovizna, pero después fue haciéndose más nítida. Era un hombre joven, vestido con un impermeable que me resultó familiar. Era igual al mío. Venía tan derecho hacia mí que nos detuvimos a medio metro de distancia, exactamente bajo el foco de la esquina. Traté de no mirarle la cara, porque me pareció saber de antemano de quién se trataba. Por fin alcé la cabeza y clavé la mirada en su rostro. Vi mi propio rostro. Era tan idéntico a mí que dudé de estar yo mismo allí, frente a él, rodeando con mi carne y mis huesos el resplandor débil de la mirada que estaba clavando en él. Nunca nuestros círculos se habían mezclado tanto, y comprendí que no había temor de que él estuviese viviendo una vida que a mí me estaba prohibida, una vida más rica y más elevada. Cualquiera hubiese sido su círculo, el espacio a él destinado a través del cual su conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería tanto del mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no podía alzar a la llovizna de mayo más que una cara empavorecida, llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza.

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