Hay tres maneras de ganar al poker, hijo, me sabía decir mi abuelo en los años de su vejez. Con mucho resto, sabiendo jugar muy bien, o con las cartas marcadas. Pero el resto, por grande que sea, siempre termina por acabarse. Y por muy bien que uno juegue, siempre hay algún otro en este ancho mundo capaz de jugar mejor. Por lo tanto, el método más seguro es marcar las cartas. Así acostumbraba hablar mi abuelo en los años de su vejez, que fue muy larga.
Mi abuelo sabía. Murió a los ochenta y dos años. Los mocovíes lo habían llamado padre. Dos meses antes de cada elección, mi abuelo se sentaba en el escritorio de su almacén de ramos generales en San Javier, y esperaba. Los jefes políticos iban llegando, uno por uno. Mi abuelo los escuchaba sin abrir la boca, mascando su cigarro y escupiendo a la vereda unos gargajos de flema parda. Los jefes políticos se retiraban después de haber hecho su propuesta, sin esperar que mi abuelo dijese esta boca es mía. Una semana después mandaba llamar a uno de ellos. A veces era durante dos o tres elecciones seguidas el jefe del mismo partido, a veces el partido cambiaba de elección en elección. Conversaba diez minutos con el jefe político -escupiendo sus gargajos de flema parda a la vereda- y después se hacía preparar su volanta y salía a recorrer los ranchos de los mocovíes. Ese año, el jefe político que había sido mandado llamar ganaba la elección.
Así hizo mi abuelo alguna fortuna. El año cuarenta y cinco, en la elección de febrero, mi abuelo perdió un ojo.
Había mandado llamar al jefe radical, y después recorrió los ranchos de los mocovíes que lo llamaron padre, le pidieron remedios para la diarrea y lo acompañaron hasta la salida del rancherío, saludando la volanta hasta que la polvareda arenosa que levantó se esfumó completamente en el aire. Pero ganaron la elección los peronistas. A la madrugada, mi abuelo, que vivía solo en el inmenso galpón con su escritorio a la vereda donde tenía el almacén, oyó que llamaban a la puerta. Preguntó quién era y le dijeron que había un enfermo grave. Fue a abrir y desde la oscuridad recibió un tiro de revólver que le vació el ojo y de milagro no lo mató.
Así mí abuelo se retiró de la política, vendió el almacén, y se vino para la ciudad, a casa de mi madre. Me sabía tener en sus rodillas en San Javier, cuando yo era chico, pero cuando vino a la ciudad en el cuarenta y cinco, yo ya hacía rato que me afeitaba. Puso toda su fortuna a nombre de mi madre, diciendo que pronto se iba a morir. Pero en el cincuenta, mi madre, que era viuda de un hombre que yo no conocí, y que supongo fue mi padre, mi madre, que jamás había estado enferma de nada, estaba en la mesa sirviendo la sopa y dijo que iba hasta la cocina a buscar una cuchara que faltaba, y nunca más volvimos a verla viva. Como demoraba, me levanté para buscarla y la encontré muerta. Había tenido tiempo de abrir el cajón, pero no de sacar la cuchara, porque no tenía ninguna cuchara en la mano, ni había rastro de cuchara en toda la cocina, como no fuese en el cajón de los cubiertos.
Yo tenía entonces veintitrés años, y quedé solo con mi abuelo. El cincuenta y dos me recibí de abogado, y el cincuenta y cinco me casé. El sesenta quedé viudo. Yo había empezado a jugar alrededor del cincuenta y seis cuando salí de la cárcel. Me casé el dieciséis de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Acababa de decir que sí al jefe del Registro Civil, y salía a la puerta con mi mujer para sacarme unas fotografías con los testigos y con ella frente al edificio, cuando llega el Negro Lencina y me dice que hay una manifestación que quiere tomar la CGT. Le pregunto si hay tiempo de sacar la fotografía y me dice que no. Entonces dejo la ceremonia y me voy para la CGT.
Entramos por los techos. Bajamos al patio embaldosado de amarillo. Eran las diez de la mañana. Apenas si se dispararon tres o cuatro tiros, y no hubo ningún herido, salvo un tipo que tropezó con el cordón de la vereda cuando salió disparando al oír el primer tiro, y se vino al suelo, partiéndose la cabeza. Después llegó el ejército y nos metieron a todos presos.
Me largaron a los nueve meses. Mi mujer me esperó vestida con la ropa que había llevado en el civil la mañana del casamiento, y estaban todos los testigos, unos parientes, y mi abuelo. Yo invité por mi parte al Negro Lencina y a Fiore, de los molineros, que habían estado conmigo en el sur, durante nueve meses. Se habían pasado todo el tiempo diciéndome que salíamos a los nueve meses y yo iba a llegar a mi casa el día del nacimiento de mi primer hijo. Yo les decía que no había habido tiempo.
Empecé a jugar un mes después, en un asado que se hizo en La Fraternidad para celebrar la libertad de cinco ferroviarios que habían estado presos. Después del asado nos pusimos a jugar al siete y medio. Es un juego sencillo y familiar, y se juega con cartas españolas. Las negras valen medio punto; las blancas, del uno al siete, lo que marcan. El punto más alto es siete y medio. Una persona banca y reparte las cartas, dando una a cada uno, tapada. Uno empieza a pedir cartas para sumar el punto más alto, siete y medio. Se corre el riesgo de pasarse. Cuando uno ha recibido una negra, que vale medio punto, la destapa de modo tal que todos la vean y pide otra carta; si viene de cinco para arriba, uno generalmente se planta; si viene una menor, pide otra. A veces se pide hasta con seis y medio, porque es la banca la que da el valor de las cartas, llevando siempre medio punto de ventaja, de modo que si la banca tiene siete, pagará a los jugadores que tengan siete y medio. Los que tienen menos de siete y medio, deben pagar a la banca. Cuando uno se pasa, queda fuera de combate y debe pagar a la banca. Se entiende por pasarse excederse del puntaje máximo, siete y medio. Un dos y un seis, por ejemplo, hacen ocho. Si el jugador tiene un dos y pide una carta, y recibe un seis, paga a la banca.
Gané setenta pesos. No era nada. Pero me llamó la atención que yo pudiese ir previendo las cartas que iba a recibir. Me bastaba desearlas mucho para que vinieran. Si recibía una negra, y después un dos, me concentraba pensando: ahora tiene que venir un cinco, y venía. Llegué incluso a pedir cartas con seis y medio -punto altísimo en el cual cualquier jugador normalmente debe plantarse- por tener la seguridad de que vendría el as. Y el as venía.
Supe entonces que el juego me gustaba. Esperé dos días y averigüé donde se jugaba por sumas mayores. Me pasaron la información de que en un club del centro yo podía jugar al monte con puerta, en otro al punto y banca, y en un tercero a los dados. Elegí los dados. Saqué cinco billetes de mil pesos, comí algo en una parrilla, y me fui para el club. Había un montón de jugadores apretados alrededor de una mesa de pase inglés. El pase es un juego simplísimo: con dos dados y un cubilete el jugador tira los dos dados y después se pone a buscar el número que ha salido; si el primer tiro ha salido el seis, busca el seis en tiros sucesivos; si sale el siete antes que el seis, pierde. Pero si el siete o el once salen en el primer tiro, significa que ha echado buena y gana sin necesidad de buscar ningún número; y si echa tres, dos o doce en el primer tiro, quiere decir que ha echado mala y no tiene chance para buscar. Un tipo que estaba parado cerca de la mesa, sin jugar, me explicó el juego. Cuando el cubilete llegó donde yo estaba, puse dos mil pesos en la banca; tiré, y eché un siete; los dos mil pesos se hicieron cuatro. Volví a tirar y eché otro siete. En el tercer tiro, eché once; en el cuarto, once otra vez; en el quinto, otra vez once; en el sexto siete. Dejé el cubilete, retiré ciento veintiocho mil pesos de la banca, de los que me descontaron el interés, y me fui para mi casa. En el trayecto pensé que el pase inglés no era mi juego; que el caos lo regía, y que esos dados moviéndose en el interior del cubilete y corriendo después sobre el paño verde de la mesa, dependían demasiado del azar. Yo deseaba un juego en el que hubiese un mínimo de orden, un juego en que el azar estuviese ya congelado de antemano, aunque yo desconociese su ordenación. Necesitaba un pasado ya hecho.
Iba a encontrar ese pasado ya hecho en el punto y banca. De los ciento y pico de mil pesos que había ganado a los dados, a la noche siguiente separé veinte y me fui a jugar al punto y banca. Esta vez se trataba de una mesa larga, y los tipos estaban sentados en sillas alrededor. Sacaban cartas de un sabó que guardaba cinco mazos previamente mezclados, le daban dos al punto, y dos a la banca. Se jugaba con cartas francesas. Las negras y el diez valían cero. El que se aproximaba más a nueve, ganaba.
Mi ganancia llegó a los ochenta mil pesos, pero no fue tan fácil como a los dados. Tuve que trabajar mucho para ganar. No fui perdiendo en ningún momento, pero durante más de una hora no pude ir ganando más de cuatro o cinco mil pesos, hasta que el sabó llegó donde yo estaba y me tocó tirar la banca. Eché nueve pases, todos de nueve. No tenía más que pensar: Ahora echo un nueve, y echaba un nueve. Era fácil. No había más que saber desear, y creer en lo que se deseaba. De modo que a la segunda noche de haber empezado a probar suerte en el juego, ya me había hecho un capital.
No se lo conté a mi mujer, pero sí a mi abuelo. Hijo, me dijo, lo que viene fácil se va fácil. Es una perspetiva. (Mi abuelo decía perspetiva, no perspectiva, comiéndose la c, y usaba mucho esa palabra.) No niego que es una perspetiva. Pero la única forma segura de ganar es haciendo trampa.
Un tiempo después comprobé que él tenía razón. Los doscientos mil pesos que había ganado se fueron de una semana para la otra. Pero yo estaba embarcado. Iba a mi casa a la madrugada, solamente para dormir. Fui abandonando poco a poco mi profesión, y poco a poco también fui perdiendo la fortuna que mi abuelo había hecho en el escritorio de su almacén de ramos generales, desde donde ordenaba que prepararan su volanta para ir a recorrer las rancherías de los mocovíes.
Dos años después ya no tenía nada, salvo la casa, y un montón de deudas. Por suerte mi mujer resultó estéril, de modo que no tuve hijos que mantener. Mi mujer tampoco aprobaba que yo jugara; y lo que sucedió en el mes de junio del año sesenta puede servir como prueba. No lo aprobaba en absoluto, como va a quedar demostrado.
Yo estaba jugando al poker desde la noche anterior, a la vuelta de mi casa. Nos habíamos sentado para jugar una hora a las once de la noche, y eran las tres de la tarde del día siguiente. Llaman en eso a la puerta. Va el dueño de casa a atender, y vuelve diciéndome: Sergio, es tu abuelo. Le mando decir que pase. Para esa fecha estaba ya muy viejo y algo chiflado, y tenía un aspecto extravagante con un ojo de menos y los bigotes todos manchados de tabaco. Chicaba el santo día. Se inclina hacia mí y me dice al oído: Hijo, dice tu mujer que si no vas antes de media hora, se envenena. Dígale que se envenene, digo yo. Mi abuelo se va y vuelve treinta y cinco minutos después. Se inclina otra vez y me dice al oído: Hijo, se ha envenenado. De modo que pido permiso a la mesa para levantarme antes de la hora fijada, y voy a casa y la encuentro muerta. Se había arrepentido después de tomar el veneno de modo que salió del dormitorio en la planta alta y se paró en el borde de la escalera, llamando a mi abuelo. Pero ya era tarde, y mi abuelo estaba un poco sordo. La encontré al pie de la escalera, en la planta baja.
Un año después murió mi abuelo. Echó su último gallo pardo y se fue al otro mundo. Últimamente, no servía ni para los mandados. Yo le llevaba un paquete de toscanitos de vez en cuando. Él cortaba los toscanitos en dos o tres pedazos, con una tijera, y se ponía a mascarlos. Se sentaba en el umbral y escupía sobre la vereda. Una vez le escupió sin querer el pantalón a un tipo que pasaba y yo tuve que salir en su defensa. Otra vez vinieron de la Municipalidad a decirnos que debíamos conservar la vereda en condiciones más higiénicas. Entonces cambió de ubicación y se fue a la puerta de la cocina, que daba al patio trasero de la casa, de modo que con el tiempo la galería se llenó de unas manchas oscuras que no hubo forma de borrar. Murió sentado en el sillón mirando la higuera del fondo, al atardecer. Si vienen esta noche, diciendo que tienen un enfermo grave, no les abras, me dijo. Después murió. Cuando vinieron los del fúnebre, a eso de las nueve de la noche, me exigieron un adelanto de cinco mil pesos para iniciar el servicio. Yo no los tenía. Les dije que me esperaran hasta las dos de la mañana. En rigor de verdad no tenía un centavo. Fui a una mesa de juego y esperé hasta que alguno me tirara una ficha. Nadie me la tiró. Entonces me incliné a hablarle al oído a un tipo que estaba ganando cientos de miles. Le dije que me llevara mil pesos en su apuesta. Con eso le quería decir que en su apuesta de diez mil pesos, yo iba jugando mil. Si yo perdía tenía que entregarle los mil pesos. Si ganaba, él me daba los mil pesos a mí. Se suponía que yo tenía una ficha de mil en alguna parte para responder, en caso de que viniera la banca. Fue un golpe de audacia, porque esos tipos que van ganando no quieren saber nada de chistes de esa clase. Fue un golpe de audacia, y salió bien. Después fue tan fácil como bajar por un tobogán. A los diez minutos ya tenía para el adelanto del servicio fúnebre. No me hubiese gustado nada tener a mi abuelo sentado a la puerta de la cocina, muerto durante meses y meses.
Así que me quedé solo en la casa. No tenía que pagar alquiler, porque la casa era mía, y la electricidad y los impuestos eran charamusca. De vez en cuando comía. Salvo leer y jugar, no hacía otra cosa. Después empecé a escribir mis ensayos.
Creo que el título global con que pensaba agruparlos fue lo que más me costó. Primero los titulé Ensayos sobre el hombre contemporáneo, después Claves para la comprensión de nuestro tiempo, y más tarde, Momentos fundamentales del realismo moderno. Elegí el último, sin estar del todo satisfecho. Me pareció que las palabras momentos, fundamentales y moderno, no significaban nada. Cada vez que uno quería llenar una conversación, y redondear una frase de modo de hacerla parecer profunda, podía usar cualquiera de esas palabras, o algunas otras como dinámica, concreto y estructura. Pero todo eso podía pasar. La cosa grave se me planteaba con la palabra realismo. La palabra significaba algo: una actitud que se caracteriza por tomar en cuenta a la realidad. De eso estaba seguro. Me faltaba, únicamente, saber qué era la realidad. O cómo era, por lo menos.
Con cada uno de los seis ensayos resultó más fácil, porque los fui concibiendo estimulado por diversas lecturas. Cada uno de ellos tomaba como motivo las reflexiones que me sugerían los temas principales o los personajes más representativos de los textos que me encontraba leyendo. Me entregaba a la lectura con una actitud de total disponibilidad, tratando de hallar nexos secretos en las cosas que leía. Creo que el primer ensayo fue el mejor, porque lo concebí en forma inesperada y lo escribí de un tirón, en una tarde. Y el título, Murciélago y Robín: confusión de sentimientos, si bien en parte está tomado de una obra de Stephan Zweig, resume a mi juicio bastante bien el núcleo del problema.
El profesor Nietzsche y Clark Kent fue el segundo y creo que se resiente por hallar una analogía tal vez demasiado fácil entre dos célebres personajes homónimos de la imaginación moderna. Pero si tiene algún valor, a mi juicio ese valor está dado por la observación que juzgo la más inteligente del texto: la de que el fundamento ideológico que rigió la elaboración de los dos mitos es el mismo.
El realismo mágico de Lee Falk lo escribí persuadido de reencontrar en el mundo de Falk las pautas estéticas de la novela latinoamericana moderna. Los otros tres ensayos casi no merecen llamarse así. Son notas breves, comentarios de un par de páginas que fijan un tema preciso casi sin detenerse en comentarios. El primero, Flash Gordon y H. G. Wells, me parece el mejor. Los otros dos no me terminan de convencer. Tarzán de los monos: una teoría del buen salvaje, se aplica más a Juan Jacobo que a Rice Burroughs, porque a mi modo de ver las ideas más ricas sobre la cuestión ya están en Rousseau, y en cuanto a Evolución ideológica de Mickey Mouse, ni sé bien por qué lo escribí. No obstante el espesor psicológico de Mickey, creo que se trata de una obra menor, y al ensayista puede interesarle apenas desde un punto de vista: como expresión sistemática del pensamiento liberal norteamericano. Pero que eso lo exalten más bien los liberales, si es de su gusto.
Al año de morir mí abuelo, empecé a sentirme solo en la casa, así que puse un aviso en el diario buscando una mujer que se encargara de la limpieza y los mandados. Tomé a una chiquilina de catorce años, que vino con su madre. Eran del lado de la costa, y eso me gustó todavía más, porque yo había pasado toda mi infancia en ella. A la madre le faltaban todos los dientes, y era tan gorda que tuvo que ponerse de costado para poder entrar La hice sentar en un sofá doble y la chica quedo parada cerca de ella, sin abrir la boca. Le expliqué que yo vivía solo y que necesitaba una persona que estuviese dispuesta a vivir en la casa y a cobrar por mes. La madre me dijo que justamente eso era lo que ella quería. Dijo que tenía las cosas de la chica en la estación de ómnibus y que si nos poníamos de acuerdo en el sueldo, ella misma iba a ir a buscarlas. Al fin transamos en cierta cantidad, con la condición de que yo tenía que escribir una carta al pueblo una vez cada dos meses, para informar cómo estaba la chica. La chica acompañó a la madre a la estación y volvió en una hora. Traía un paquete envuelto en papeles de diario. Era muy delgada y no parecía sucia. Estaba empezando a desarrollarse y clavaba en mí los ojos de tal manera que me hacía desviar la mirada.
En dos años nunca había estado la casa tan limpia como al día siguiente del que ella llegó. Yo la había estado haciendo limpiar con sirvientas ocasionales, pero eso no era limpieza. Revolvió todo y el teléfono blanco, una chifladura de mi madre con la moda de los años cuarenta, que había estado tomando en los últimos años el mismo color de los gallos de mi abuelo, volvió a brillar. Ella misma se bañaba todas las noches, antes de acostarse. No cruzaba una palabra conmigo. Como no sabía leer ni escribir, una noche que tuve una ganancia grande en el punto y banca le compré una radio, pero que yo sepa nunca la encendió. Cuando terminaba la limpieza se iba a la cocina, se paraba con los brazos cruzados y el vientre apoyado contra el borde del fogón, y se quedaba mirando por la ventana hasta que oscurecía. Había otras ventanas mejores en la casa para mirar por ellas, la de mi escritorio, que daba a la calle, por ejemplo, pero ella miraba por la de la cocina, que daba al patio trasero. A través de ella no se veían más que unas pocas ramas de la higuera, el techo de paja medio podrida de una especie de lavadero, y, entre las ramas de la higuera, y especialmente en invierno, cuando estaba sin hojas, porciones de cielo. La chica se llamaba Delicia. Cada dos meses, yo le preguntaba qué quería mandar a decir en la carta a su madre, y ella me respondía: Que estoy bien.
En realidad, nos veíamos poco. Yo me levantaba muy tarde, generalmente después de mediodía, y comía lo que encontraba. Después me encerraba en mi estudio hasta el anochecer; salía para la cena y comíamos juntos lo que ella había preparado. Después me iba a jugar, y volvía a la madrugada.
Jugaba especialmente al punto y banca, porque allí tenía a mi disposición un pasado hecho. Está bien que a veces se lo podía modificar, pero era un terreno más firme que la loca agitación de los dados en el interior del cubilete y su carrera ulterior, ciega y sin sentido, hasta quedar inmóviles en algún punto del paño verde. Mi corazón se sacudía más que los dados cuando yo agitaba el cubilete y lo volcaba sobre la mesa. No se puede apostar al caos. Y no porque no se pueda ganar, sino porque no es uno el que gana, sino el caos el que consiente.
En el punto y banca yo veía otro orden, análogo al de las apariencias de este mundo, porque un mundo en el que en el reverso de cada presente no hubiese más que caos, y en el que el caos, al reiniciarse, borrase los presentes ya consumados y que eso fuese todo me parecía horrible. Eso sentía al sacudir el cubilete. En el punto y banca, mis ojos seguían minuciosamente los movimientos de los empleados que mezclaban las cartas, guardándolas después en el sabó. Primero las desparramaban en desorden y después iban acomodándolas en montoncitos de altura pareja que organizaban en tres o cuatro hileras. Después encimaban todos los montones hasta hacer una pila única con los cinco mazos, las doscientas sesenta cartas y las guardaban en el sabó. Ahí empezaba la partida. Había que considerar primero las cartas guardadas en el sabó. En el punto y banca, cuando el jugador de punto recibe un cinco, formado por una negra y un cinco, un tres y un dos, un nueve y un seis, o cualquier otra combinación, decide libremente si pide otra o no para mejorar su puntaje. Si el jugador pide, toda la disposición del sabó se modifica. He dicho que en el punto y banca yo tenía un pasado ya hecho. ¿No debí decir mejor un futuro hecho? Desde el punto de vista objetivo, las cartas guardadas en el sabó son en realidad un pasado. Para mí, que desconocía su ordenación, iban haciéndose presente y después pasado a medida que aparecían los pases, de dos en dos. Eran por lo tanto un futuro. Y las decisiones del jugador de punto al recibir cinco, y pedir o abstenerse, lo modificaban, ya sea como futuro, o como pasado. Pero era necesario e¡ presente para que esa modificación pudiese tener efecto.
Así que el sabó, con sus cartas ya ordenadas que una decisión subjetiva podía reorganizar completamente con sólo pedir una carta, era al mismo tiempo un pasado hecho y un futuro hecho, y al mismo tiempo hecho y modificable según los jugadores de punto pidieran otra carta o se abstuvieran al recibir el cinco.
Cada pase era un presente, pero con el sabó puesto allí delante, en el centro de la mesa, también el pasado y el futuro estaban presentes. Coexistían los tres. Estaban los tres juntos sobre la mesa. Una vez jugado, las dos cartas del pase iban a parar a un montón de cartas apiladas bocarriba a un costado del sabó, las cartas que iban utilizándose en los pases ya jugados. Formaban, de hecho, otro pasado. Había entonces varios pasados objetivos: el pasado de las cartas ya usadas o sea el montón de cartas bocarriba apiladas a un costado del sabó; el pasado del sabó, que era también futuro, los pasados de las modificaciones sufridas por el sabó según los jugadores de punto pidieran o se abstuvieran al recibir el cinco. Pidiendo, lo modificaban pero esa modificación no operaba como tal hasta que no se jugaba el pase siguiente y comenzaban las nuevas combinaciones de cartas.
También coexistían varios futuros: el futuro del sabó ordenado tal como al principio; y a cada modificación, según el punto pidiera o se abstuviese al recibir cinco, los futuros que iban creándose. Como la perspectiva de pedir el punto con cinco era siempre presente, siempre futura hasta el momento de pedir, absteniéndose, puede decirse que había también una modificación.
Cada pase era entonces una especie de puente, una encrucijada por la que pasaban, entrecruzándose, los distintos pasados y futuros, y en cuyo centro se condensaban también todos los presentes: el presente del pase mismo, fugaz, transitorio; el presente del pasado de la pila de pases ya utiliza-dos y el presente del pasado del sabó tal como había recibido su ordenamiento en el principio; el presente del futuro del sabó, ya que, objetivamente, el sabó era al mismo tiempo un pasado hecho y un futuro hecho, y al mismo tiempo un pasado y un futuro pasibles de modificación.
También a través del pase se concentraban y fluían los diferentes pasados y futuros: por ejemplo, las cuatro cartas básicas del pase, dos para el punto y dos para la banca, número que podía modificarse y llegar hasta seis si el punto y la banca no reunían el puntaje mínimo, cuatro, pertenecían al pasado, o futuro, del sabó; no tenían otro origen más que las doscientas sesenta cartas ordenadas en el interior del sabó. Y la pila de cartas acomodadas bocarriba a un costado del sabó, estaba formada con las cartas que tenían su origen en el sabó, y que por un momento habían sido el pase, el presente absoluto y condensador, que mis ojos habían visto sobre la mesa. Una relación estrecha unía por lo tanto todos los estados.
Había también un caos preexistente, un caos coexistente, y un caos futuro. Los tres eran coexistentes, en acto o en potencia. El caos preexistente era coexistente con el ordenamiento sufrido por las cartas en el sabó, y se materializaba otra vez con el caos coexistente representado por las pilas de cartas apiladas bocarriba al costado del sabó, con el que era coexistente. Y ese caos sería sometido otra vez a una operación similar a la del origen, en la que los dos empleados mezclarían todas las cartas, las ordenarían en varias hileras de pilas parejas y las amontonarían finalmente en un solo mazo de doscientas sesenta cartas antes de meterlas en el sabó. El caos preexistente era presente en acto, ya que el ordenamiento del sabó había surgido de el. El caos futuro, en acto y en potencia, ya que se formaría del caos de las barajas apiladas bocarriba al costado del sabó y desde luego formaba en sí parte de él, ya que no podría surgir más que de él, y permanecería indiferenciado respecto de él. Permanecería indiferenciado también del caos preexistente, ya que el caos es de por sí indiferenciado, y en esencia, uno solo. Todos los caos eran también el caos futuro, y el ordenamiento del sabó, y el presente transitorio del pase formaban parte también del caos futuro, ya que iban a convertirse en el. Por otra parte, los tres caos, coexistentes entre sí, eran coexistentes con el ordenamiento del sabó, el presente del pase, y todos los entrecruzamientos de pasado y futuro que se condensaban en él.
Al recomenzar cada sabó, después de pasar por el caos de origen, en que las manos distraídas de lo- empleados dispersan las barajas en un montón sin sentido sobre la mesa, se produce un nuevo ordenamiento. Hay tantas posibilidades de ordenamiento como posibilidades de ordenación entre las doscientas sesenta barajas, partículas del caos de origen que se someten a un ordenamiento bajo las manos reflexivas de los empleados. A mi modo de ver ningún ordenamiento puede ser igual a otro, y si en dos de ellos las doscientas sesenta cartas estuviesen colocadas en el mismo orden, de todas maneras el ordenamiento no sería el mismo, por la siguiente razón: sería, de hecho, otro. Por otro lado, no parecería el mismo. No habría modo de verificarlo. La tarea de hacerlo desalentaría desde el principio, por su aridez y su inutilidad. Y al mismo tiempo, únicamente el ordenamiento inicial sería parecido al otro ordenamiento. Es decir, un trayecto o parte del proceso, se parecería a un trayecto o parte del proceso del ordenamiento anterior.
Porque los otros trayectos o partes, no serían iguales. Para que eso pudiese suceder, tendrían que producirse las siguientes semejanzas: primero, el modo de mezclar de los empleados tendría que ser exactamente el mismo de la vez anterior, y el proceso de ordenamiento debería producirse por las mismas vías. Un cinco de diamante que apareciese en el sabó entre un tres de diamante y un ocho de trébol, debería ir a ocupar su lugar siguiendo el mismo itinerario, pasando por encima de un cuatro de pique, un rey de diamantes, por debajo de una dama de trébol, entre un as de corazón y un dos de corazón, por ejemplo, que la vez anterior, cosa que, desde luego, es imposible de verificar.
Segundo: la opción de cada jugador de punto que recibe el cinco debería ser la misma en cada caso, en uno y otro ordenamiento. Teniendo en cuenta que hay jugadores que tienen como norma abstenerse, jugadores que tienen como norma pedir, jugadores que tienen corno norma pedir una vez sí y una vez no, y jugadores que tienen como norma seguir su pálpito en el momento de dar vuelta las cartas, la perspectiva de repetición se vuelve prácticamente imposible.
Tercero: la pila de cartas bocarriba amontonadas al costado del sabó tendría que ir acomodándose de la misma manera que la pila formada con los pases del ordenamiento anterior. Pero esa acomodación es inverificable, ya que nadie la controla.
De modo que en el juego de punto y banca la repetición es imposible.
En cuanto a las barajas, tienen también su particularidad. Son al mismo tiempo significantes e insignificantes, y no tienen siempre la misma significación. Podemos decir que su significación varía según el contexto en que aparecen. Las cartas son significantes en el anverso, e insignificantes en el reverso. El rayado del reverso, idéntico en todas, no tiene significación, o tiene por lo menos una sola: la de su insignificancia respecto de las significaciones del anverso. A su modo, la insignificancia del reverso es un signo.
En cuanto a la significación del anverso, es variable. Los distintos valores, uno, cuatro, nueve, seis, cero, adquieren significación distinta según estén colocados. Un as tiene una significación distinta según esté con un ocho, o con un nueve. Con un ocho, significa nueve, con un nueve, cero. Un cero, con un nueve, significa nueve, con un cero, cero. De algún modo, el cero es el número capital, no el nueve. Se trata del cero: se sabe que el nueve es nueve desde el punto de vista del cero: hay nueve cuando el nueve, por sucesivas adiciones, va colmando el cero del que ha partido. Y el nueve, por otra parte, está en el borde del cero. Después del nueve no hay nada salvo el cero; y el cero, después del nueve, opera una anulación total, de modo que es necesario comenzar a contar nuevamente.
Ejemplo: un siete y un seis, sumados, hacen normalmente trece. En el juego del punto y banca no hacen más que tres. Cuento: seis, siete, ocho, nueve. He sacado tres del siete, agregándolos al seis, y he hecho nueve. Después no sigue diez, sino cero. Cuando he llegado al punto máximo, nueve, se opera la aniquilación y caigo otra vez en el cero. He usado cuatro puntos del siete; me quedan tres. Estos tres comenzarán a contar a partir del cero y llegarán hasta tres, sin exceder uno solo. Toda la significación de los anversos significantes pasa entonces a través del significado principal, que es el cero. El cero es el número capital en el juego del punto y banca. Da origen al número máximo, que es el nueve: pero toda vez que los números excedan el nueve, deberán pasar otra vez por el cero, anulando lo que ya se ha consolidado, y volver a recomenzar.
En pocas palabras, éste es el aspecto objetivo del juego. El aspecto subjetivo tiene también su importancia. Pero antes falta describir el lugar en el que se juega.
Es una mesa larga, rectangular, con dos pequeñas con-
cavidades en el centro, una frente a la otra, ubicadas como dos paréntesis enfrentados por la parte convexa. Frente a cada una de esas concavidades, en sillas colocadas sobre tarimas, a una altura mayor que las de los jugadores, se sientan los empleados, uno frente al otro. El sabó se coloca en el centro de la mesa. En algunos lugares se lo hace girar, pasando a cada jugador en el momento de tirar la banca, y siguiendo al jugador que se halla inmediatamente a su derecha cuando la banca del jugador anterior termina. Aquí queda en el centro de la mesa y uno de los empleados distribuye las cartas, sacándolas del sabó. Saca primero una para el punto, después una para la banca, después otra para el punto, y después una segunda para la banca. El punto recibe sus dos cartas primero, desconociendo las cartas de la banca. Todo el juego transcurre sobre la mesa, alrededor de la cual, en todo su perímetro, se hallan sentados los jugadores. Todo lo que pasa en el exterior de la mesa, en el espacio que la desborda, no atañe al juego. Las cartas deben darse vuelta sobre la mesa. El lugar donde se juega es ése y ningún otro. En la ciudad, en la misma noche, funcionan ocho o diez mesas de punto y banca, en distintos lugares. Lo que ocurre en uno de los lugares, en una de las mesas, no significa nada para el otro. Cada lugar está, por así decirlo, cerrado en sí mismo. Aun cuando dos mesas estuviesen pegadas una a la otra, lo que ocurriese en una no significaría nada para la otra. A cada mesa corresponde un orden de acontecimientos diferentes, con distinto ritmo, distinta duración, distinto valor y distinto significado.
Una persona que pudiese observar tres mesas al mismo tiempo, advertiría esas diferencias de estado. Aun cuando las tres se iniciasen en el mismo momento y terminasen a la misma hora, su desarrollo sería diferente. Después del primer pase, se hallarían las tres en distintos momentos de desarrollo. En la primera la dilación de los jugadores por hacer las apuestas, estoy dando un ejemplo, retardaría algo el proceso. En la segunda, lo retardaría un empate. En la tercera, un juego rápido y un triunfo por lo que se llama clavada, es decir, que el punto o la banca reciban de entrada ocho o nueve, lo que no da derecho al competidor a recibir otra carta si su punto es menor, haría que cuando en la tercera mesa se está tirando ya el segundo pase, en la primera no ha empezado todavía a tirarse el primero y en la segunda se ha tirado un pase de empate que obligará a los jugadores a replantear su apuesta.
Si yo estuviese jugando en dos mesas diferentes, a punto, por ejemplo, la cifra recibida en una de las mesas no tendría ningún valor en la otra, y viceversa. Por lo tanto, vistas desde el exterior, desde el espacio en el cual ya no rigen las leyes de la mesa, las significaciones internas se borran por completo.
Por otra parte, la mesa, si bien tiene todo el aspecto de una mesa de juego, fácilmente reconocible desde el exterior, no significa nada y en ella no pasa nada mientras el sabó no haya sido acomodado según el proceso que ya he descripto. Mientras las cartas no salgan del sabó y muestren su significado, en la mesa no pasa nada. No hay nada que valga. Sin el brillo fugaz de las cartas al volverse, hacerse patentes en su significación y después desaparecer, la mesa está como ciega e inerte. De por sí no es nada. Está ahí, eso es todo.
Falta ahora la parte subjetiva del juego. Tiene sus complicaciones. La única relación real que existe es la relación del jugador con el pase, una vez que el pase ha sucedido. El resto es todo especulación.
Esta relación del jugador con el pase tiene dos fases: la hipótesis y la verificación. La verificación es siempre posterior a la hipótesis. Digamos que en el nivel de las facultades humanas, la hipótesis corresponde a lo que se llama imaginación; la verificación, a lo que se llama percepción.
El jugador debe apostar según se lo indica su imaginación. Apuesta a la posibilidad de que lo que ha imaginado, que puede suceder, suceda. Percibe el pase en el momento de mostrarse, no en el de suceder. Porque una vez que las cartas han sido acomodadas en el sabó, el pase ya ha sucedido. Puede modificarse si en el transcurso de las jugadas anteriores el punto ha recibido cinco y ha pedido otra carta, pero esa modificación del ordenamiento interno del sabó es siempre anterior al momento en que el jugador lo percibe. Si el jugador observa que el punto ha pedido una carta al recibir el cinco, sabe que un cambio se ha producido, pero no sabe qué cambio.
La evidencia, por lo tanto, en el juego del punto y banca es un accesorio del acaecer, no el acaecer mismo. Es, además, subjetiva. El hecho se hace evidente para mí, pero no era menos real mientras permanecía oculto. El pase no cambia porque yo lo vea. Soy yo el que cambia. Cuando desaparece, volviendo a la pila indiferenciada acomodada a un costado del sabó, yo retengo su evidencia y también la evidencia de que había permanecido oculto y sin embargo era real por haber ya sucedido antes de que yo pudiese percibirlo. Manifiesta, entonces, una evidencia doble.
El jugador no puede percibir entonces más que el pase cuando se muestra. No puede, tampoco, hacer otra cosa que reconocer que lo único real para él es esa percepción tardía del acontecimiento. Pero el pase, no obstante, no vale nada para él en el momento de mostrarse. Es necesario que haga su apuesta a ciegas, o que invente un sistema de referencia para vertebrar en él cierto número de pases.
Durante el juego pueden suceder cosas muy diferentes, dentro de cierta rigidez absoluta de posibilidades. Ese esquema rígido, genérico, radica en que, en cada pase, no puede venir más que punto, banca, o un empate de punto y banca. Si viene el empate, el pase se tira de nuevo. Es como si no hubiese sucedido nada. En realidad, ha sucedido algo, pero yo hago como que no ha sucedido nada, simplemente porque nadie ha ganado ni perdido. Aquí se ve bien que el interés del jugador varía según los acontecimientos, y que el le asigna valor diferente a cada uno.
Las otras dos posibilidades que interesan al jugador son el punto y la banca. Apuesta a cualquiera de los dos1 según su interés. Juega, supongamos, mil pesos a punto. Si el punto alcanza la cifra más alta, gana. La cifra más alta es la que más se aleja del cero, o, por decirlo de un modo optimista, la que más se aproxima a nueve.
¿Que es lo que hace que un jugador apueste a una cosa y no a otra? Las razones que hacen que un jugador apueste a una cosa y no a otra, pueden ser de dos clases diferentes. Primero: razones irracionales. Segundo: razones racionales.
Pongamos mi caso: cuando hago una apuesta irracional significa que he hecho una apuesta fundándome en un pálpito de cualquier índole. Factores emocionales pueden incidir grandemente. No me gusta la cara del tipo que esta tirando la banca; juego, por lo tanto, a punto. Deseo fuertemente que salga la banca, y me siento seguro de que va a salir. Juego a banca. Le debo un favor al tipo que va a dar vuelta las cartas del punto. Eso hace que juegue a punto. Tengo la norma de que debe seguirse al ganador; el ganador ha tirado ya seis pases de banca. Corresponde, sostengo, jugar a banca, y juego a banca. Puede venir punto o banca, si descontamos el empate. No hay otra variante. Mi emoción ha predominado en las razones de mi apuesta. He hecho por lo tanto una apuesta irracional.
Pasemos ahora a las razones racionales. Establezco un esquema ideal de acontecimientos; si salió punto, seguirá saliendo punto. Debo apostar a la seguidilla de puntos. De salir banca, apuesto a la seguidilla de banca. Si sale un punto y una banca, un punto y una banca, etcétera, apuesto al juego llamado uno y uno, y juego alternativamente a punto y banca. Si observo que están saliendo dos puntos y dos bancas, juego dos veces a punto, y después dos veces a banca, y así sucesivamente.
Hay una segunda razón racional que me hace apostar, por ejemplo, a banca. Cuando han salido, supongamos, diez puntos seguidos, la lógica me hace suponer que corresponde que venga banca. Tiene ya más posibilidades el punto que la banca, porque en el pasado, la abrumadora mayoría de los casos ha demostrado que hay un límite para las seguidillas. Entonces, después del décimo pase de punto, juego a banca.
Siempre, mi referencia es el pasado. Cada jugada, sin embargo, preparada en el borde del futuro, sale hacia el pasado, atravesando la evidencia fugaz del presente. Cada presente es único. Ningún presente se repite; puede, a lo sumo, parecerse a algún otro presente ya confinado en el pasado, tener alguna semejanza con él. Creemos que porque en el pase anterior la banca le ganó al punto por nueve a seis, en este pase va a ocurrir lo mismo. Porque han salido ya veinte puntos; y tenemos la experiencia de que en el pasado jamás ha habido una seguidilla de puntos tan grande, que en el pasado siempre las seguidillas de punto son cortadas en una cifra prudencial por la aparición de una banca, en esta seguidilla de puntos, donde se han dado ya veinte, cifra completamente loca, una banca prudencial va a aparecer a tiempo para cortar la seguidilla.
Porque se han dado ya dos bancas, nuestra lógica nos dice que tiene, necesariamente, que darse una tercera. Porque ha habido cuatro pases de uno y uno, estamos seguros de que tiene que haber cuatro más.
Estas son las razones racionales por las que juego al punto y banca. Pero ya sabemos que la repetición no existe. Existe, a lo sumo, el parecido, la semejanza. Y de este modo, después de veinte puntos seguidos, pueden salir veinte más, treinta, cincuenta, mil, un millón mas de pases de punto. Puede suceder que diez generaciones de jugadores atónitos contemplen, transmitiéndose el fenómeno de padres a hijos, una seguidilla de puntos que dure mil años. Eso no impedirá que el jugador racional siga jugando a banca. Y puede suceder, también, que después de la seguidilla de un millón de pases de punto el jugador racional aprenda por fin y aproveche su experiencia, jugando a punto, y aparezca el pase de banca prudencial que han venido esperando diez generaciones.
En el juego de uno y uno jugaré a punto, después que ha salido banca, y a banca, después que ha salido punto. Eso no significa que no pueda venir banca después de banca, y punto después de punto. Al darme vuelta, viendo que el juego de punto se repite, jugaré a punto, lo cual no impide que aparezca otra vez la banca, reiniciándose otra vez el uno y uno. Que yo pueda seguir un juego durante diez pases, no significa que el pasado se esté repitiendo, sino que mi gesto, simplemente, ha coincidido con la realidad. Como cuando disparo un tiro al aire sin levantar la cabeza, y cae un pato salvaje.
Lo antedicho demuestra que, en el juego de punto y banca, todas las razones que rigen mis apuestas, tanto las racionales como las irracionales, son irracionales.
La singularidad de este juego reside en que se trata de un juego de naturaleza compleja que me impide desde todo punto de vista una conducta racional, un juego en cuyo interior, un espacio limitado, debo moverme con los manotazos de ciego de mi imaginación y mi emoción y en el que la única certeza que puedo verificar por medio de mis sentidos, se presenta ante mis ojos con un relumbrón rápido, cuando ya no me sirve porque he debido apostar a ciegas, y enseguida desaparece.
De esta manera, todas las apuestas, al punto y banca, son apuestas desesperadas. La esperanza es un accesorio edificante, pero inútil.
En su esfera, la experiencia no se capitaliza. Cada destello de evidencia está separado de cada destello de evidencia por un abismo, y la relación que existe entre ellos permanece fuera del alcance de nuestro conocimiento. No quiero decir que no haya una relación, sino sencillamente que no podemos conocerla. Digo que toda apuesta es desesperada, porque apostamos por un solo motivo: para ver. Dejamos en el lugar en que el espectáculo se manifiesta todo lo que tenemos porque, aunque ya no nos sirve, tenemos curiosidad por saber cómo era, qué había oculto detrás en el momento en que apostamos. Si la realidad coincide con nuestra imaginación, tenemos como premio un montón de excremento: dinero. No es raro que al salir de un pozo ciego traigamos con nosotros, adheridos a nuestra ropa de exploradores, cuajarones de mierda.
El primero de marzo llamé a Delicia al escritorio. Le dije que iba a pagarle la mensualidad. No dijo nada. Recogió los billetes de sobre el escritorio y se fue para la cocina. No hacía ni dos meses que había cumplido los quince años. Ahora tenía que usar unas blusas más amplias en la parte delantera y debajo de la espalda la pollera se le combaba. Me quedé hasta el anochecer en el escritorio, escribiendo mi séptimo ensayo: Sivana y la ciencia moderna: ¿conocimiento puro o compromiso? Al anochecer salí y me fui para la cocina.
Hacía calor. Delicia había terminado la limpieza y miraba el patio trasero a través de la puerta de tela metálica. Me preguntó si quería comer algo y le dije que era demasiado temprano. Después le pregunté si tenía en vista en qué iba a gastar su mensualidad. Me dijo en nada. Delicia, le dije entonces. ¿Me harías el favor de prestarme esos tres mil pesos hasta mañana? No dijo una palabra, fue hasta la pieza que ocupaba en la planta alta, un altillo, y volvió con una lata de té. Se paró al lado del fogón y la abrió.
Había un montón de billetes de mil adentro. Los contó, uno por uno, estirándolos, porque algunos estaban enrollados y otros hechos una pelota. Los fue amontonando en una pila y después los volvió a contar, humedeciéndose previamente el índice y el pulgar con la punta de la lengua. Eran cincuenta y cuatro mil pesos. Había trabajado durante dieciocho meses sin gastar un solo centavo. Se vestía con la ropa vieja de mi mujer que había quedado en el ropero desde el día de su muerte, sin que yo la hubiese siquiera tocado. Supuse que tendría puestos sus corpiños y sus calzones.
Me extendió el montón de billetes de mil y me dijo que podía usar lo que necesitara. Le pregunté cómo se las había arreglado durante dos años para vivir sin gastar ni siquiera diez centavos, y ella me contestó que no era así, que ella se había traído setecientos pesos que le habían quedado de un empleo anterior que había tenido. Después hice memoria y me acordé que en esos dieciocho meses no se había enfermado, no había salido más que hasta el mercadito de la esquina a hacer las compras, no había hablado con nadie que no fuese yo, salvo el carnicero o el panadero, y no había escuchado la radio o leído una revista (no sabía leer) ni había hecho otra cosa que no fuese limpiar la casa durante el día y pararse a mirar el patio trasero por la ventana de la cocina al atardecer. Le pregunté si no necesitaba la plata y me dijo que no. Entonces le dije que con diez mil pesos me alcanzaba y le devolví el resto. Me dio la caja con todo el dinero y me dijo que yo la guardara en el escritorio y que fuese poniendo allí todos los meses los tres mil pesos de su sueldo.
Después me dio de comer. No cruzamos una palabra durante la comida. Cuando me levanté, pasé al lado de ella y le acaricié la cabeza. Está en mi casa la más hermosa de todas las criaturas, le dije, y me fui para la partida.
Perdí los diez mil pesos, y diez mil más que prometí pagar al otro día. Me levanté a las dos de la tarde y fui derecho para el estudio, leí una historieta completa del Capitán Marvel, tildé los cuadros más importantes, y después me puse a escribir. Hacía todavía más calor que el día anterior. Sentía los párpados pesados, y la camisa hecha sopa, pegada a la espalda. Me quedé dormido sobre el escritorio. Cuando me desperté estaba anocheciendo. Fui y me di un baño y después me dirigí a la cocina. Delicia estaba sentada frente a la puerta de tela metálica. Miraba las manchas oscuras en el mosaico de la galería, las manchas que ni siquiera ella había podido borrar y eran la huella imperecedera de los gallos pardos de mi abuelo.
Delicia, le dije. He decidido enseñarte a leer y escribir. Todos los días a esta hora, vamos a dar una clase de lectura y escritura. ¿Te parece bien? Me dijo que le parecía bien. De acuerdo, Delicia, le dije. Manos a la obra, entonces. Fui al escritorio, traje un cuaderno y unos lápices, y los puse delante de ella. Tuve que enseñarle como se agarraba el lápiz. Con letra grande y muy prolija dibujé, más que escribí, el abecedario completo. Delicia miraba los trazos que yo iba dejando grabados sobre el papel rayado. Después hice una línea de separación debajo, y, dejando un renglón, dibujé la letra a. Ésta es la letra a, le dije. Llena ahora dos renglones con la letra a. Mientras tanto, dijo Delicia, vaya y aféitese.
Hacía tres días que no me afeitaba. Fui y me afeité. Cuando volví, Delicia había llenado dos renglones con la letra a. Algunas eran irreconocibles. Nadie hubiese dicho que algunas de ellas eran la letra a. No parecían la letra a de ningún modo. Después dibujé la letra b. Ésta es la letra b, le dije a Delicia. Llena ahora dos renglones con esta letra. Delicia se inclinó hacia el cuaderno y comenzó a dibujar, con gran aplicación y cuidado, la letra b. He sabido jugar cincuenta mil a una carta, y eran los últimos cincuenta mil que tenía. Y no deseé tan fuertemente que viniera mi carta como estaba deseando en ese momento que Delicia pudiese dibujar la letra b. Sacaba la lengua y se la mordía, y estaba tan inclinada sobre el cuaderno que pensé que en un momento dado su cara iba a chocar contra la hoja llena de garabatos. Por fin dibujó la primera. Debe haber demorado lo menos un minuto para hacerlo. Un minuto o más. Pero por fin la escribió. Y después se puso a llenar dos renglones con la letra b. Pensé que tenía tiempo de ir a darme un paseo por la otra punta de la ciudad y volver al otro día, y la iba a encontrar todavía llenando los dos renglones con la letra b.
Después le dije que por ese día bastaba y que me diera de comer. Durante la comida me preguntó sí no iba a darle deberes, de modo que cuando terminé de comer dibujé la letra c, dejé dos renglones en blanco y dibujé la letra d. Le dije que me llenara dos renglones de cada una para el otro día.
Fui al escritorio, saqué los cuarenta y cuatro mil pesos que quedaban, y me fui a jugar. Pagué los diez mil pesos que debía y perdí los otros treinta y cuatro mil. Esa noche no tuve crédito, así que me volví temprano y me fui a la cama. Al otro día temprano, salí al centro y gestioné una hipoteca sobre la casa. Cuando salí de la Inmobiliaria, encontré a Carlos Tomatis en la esquina del Banco Provincial. Estaba hablando con un vendedor de lotería. Me dio la mano y me preguntó si no jugaba a la lotería, y le dije que no jugaba contra Dios.
Estás cada día más flaco, Sergio, me dijo.
Le dije que podía tratarse de una opinión subjetiva de él, porque yo lo encontraba cada día más gordo.
Dijo que era posible. Después dijo que Dios no tenía nada que ver con el azar, que el Nuevo Testamento decía que Dios era capaz de ver hasta el último de los cabellos del último de los hombres. Y dijo que no uno por vez sino todos al mismo tiempo, y al mismo tiempo, uno por vez. Dije que todo eso era francamente aterrorizador, que no podía concebir que Dios lo estuviese vigilando tan al detalle. Pero que de todos modos, Dios tenía la pequeña desventaja de no poder jugar a la lotería. Vengo siguiendo el dos cuarenta y cinco desde hace un año, dijo después.
Yo le dije que por mi parte estaba fundido. Y que acababa de hipotecar mi casa.
Ideal para tirarte la manga, dijo Tomatis.
Después fuimos a un café a tomar un aperitivo. Tomatis insistió en ir al bar de la galería, así que caminamos hasta allá. Doblamos por San Martín y le dimos para el norte. El reino del azar es el reino del demonio, Sergio, hay que convencerse, me dijo Tomatis durante el trayecto.
Sergio. Es extraño, dije yo. Hace meses que nadie me llama Sergio.
Deberíamos vernos más seguido, dijo Tomatis.
En el bar de la galería me preguntó si había vuelto a escribir algún ensayo.
Estoy escribiendo uno, justamente, dije yo. Le conté de mi trabajo sobre Sivana. Tomatis sostuvo la tesis de que al lado de Sivana el Capitán Marvel era un personaje secundario. Que ya Superman había agotado la línea.
Le respondí que en parte tenía razón, y en parte estaba equivocado. Le dije que si analizábamos la cuestión desde el punto de vista ideológico, él podía tener razón pero que, de algún modo, los poderes de Superman, tenían un no sé qué de antihumanos. El hecho de que él venga de Cripton ya lo convierte en sapo de otro pozo. Cierra la puerta a las posibilidades humanas de cambio, dije yo. El Capitán Marvel, en cambio, se vale de la palabra. Es la apoteosis del poder de la palabra. Es la palabra mágica, Shazam, la que permite el alcance de los poderes. Está bien que la palabra Shazam no significa nada. Pero desde el punto de vista del comienzo del lenguaje, ninguna palabra significa nada. Shazam es al mismo tiempo una palabra mágica, y todas las palabras. En ese sentido, el Capitán Marvel es un personaje simbólico.
¿Y qué pasa con Sivana?, dijo Tomatis.
Sivana representa la ciencia moderna. El ansia de poder disimulada detrás del cuento de la ciencia pura, dije yo. Yo pongo en el título del ensayo un interrogante: ¿ciencia pura o compromiso? La tesis del ensayo es que Sivana simula estar por la ciencia pura, pero que estar por la ciencia pura es un compromiso, y un compromiso activo. Se trata de una coartada ideológica.
Inteligente. Mucho, dijo Tomatis. Después agregó que estaba citando.
Tomamos un aperitivo, y después otro. Después de pagar los aperitivos, Tomatís sacó del bolsillo un billete de cinco mil pesos y me lo extendió. Me dijo que era a cuenta de lo que me debía, pero, que yo supiese, no me debía nada.
Nos separamos e-n la esquina de Casa Escassany, justo cuando el reloj daba la una. Le dije que me llamara por teléfono una de esas tardes, que cuando tuviese listo el ensayo se lo iba a leer. Me contestó que iba a llamarme y se fue para el diario.
Hacía todavía más calor que los días anteriores. Había un sol matador. Las hileras de casas no proyectaban un centímetro de sombra. Compré unas uvas en una verdulería y me fui para mi casa. Cuando llegué Delicia me preguntó si quería comer y yo le dije que para eso llevaba las uvas. Las puse en el congelador de la heladera para que se pusiesen bien frías, me lavé la cara, y me fui para el escritorio. Estuve unos diez minutos releyendo unas tiras de Superman, porque la conversación con Tomatis me había dejado algunas dudas. Después llame a Delicia. Cuando entró, le dije que se sentara. Sentía que mi cara ardía, y no del calor.
Delicia, le dije. He estado jugando con tus cincuenta y cuatro mil pesos, y los he perdido.
Delicia permaneció callada. Me pareció notar una expresión de extrañeza en su rostro. Pensé que ella no sabía que yo jugaba, y que debí habérselo dicho antes de pedirle prestado. Pero no dijo ni una palabra.
Sí, Delicia, dije yo. Perdí todo, hasta el último centavo.
Ha tenido mala suerte, dijo Delicia.
Muy mala suerte,?, dije yo.
¿Y ahora no tiene más nada para jugar?, dijo Delicia. Tengo cinco mil pesos, dije yo. Me los ha prestado un amigo. Pero no pienso jugarlos sino ponerlos en tu caja de ahorros.
Abrí la caja, saqué el billete del bolsillo, y lo dejé caer en el interior de la caja. Después cerré la caja. No los guarde, dijo Delicia. Juéguelos.
¿Que juegue los cinco mil pesos, después de haber perdido todos tus ahorros?, dije yo.
Si se los di es porque pensé que me los pedía para jugarlos, dijo Delicia.
Así que ella sabía que yo jugaba. Debió haber escuchado alguna conversación telefónica, porque, que yo supiese, desde que ella entró a trabajar, nadie había pisado mi casa. Había limpiado mi casa enteramente, salvo las manchas oscuras de los gallos pardos de mi abuelo, imborrables, cobrando la mísera suma de tres mil pesos mensuales, sin gastar un centavo durante dieciocho meses, y después me había dado todos sus ahorros para que yo los perdiera en dos horas. Me levanté y le di un beso en la frente.
Que Dios te bendiga, le dije. Que Dios bendiga cada uno de tus cabellos y te tenga en la gloria, por toda la eternidad.
Delicia se echó a reír y después dijo que se iba a dormir la siesta. Le dije que comiera unas uvas, que las había comprado para ella, y que no lustrara la chapa de la puerta, que no valía la pena.
Es trabajo inútil, le dije.
Delicia dijo que no era inútil que todo estuviese limpio y después se fue. Oí el ruido de la puerta de la heladera, al abrirse, y después al cerrarse. Me puse a trabajar. Leí otra vez toda la tira de Superman, y releí los cuadros tildados del Capitán Marvel. Después rebusqué en el archivo y saqué una tira completa de Mary Marvel. Trasladada a un personaje femenino, la historia no tenía ningún atractivo. Mary Marvel no inspiraba ningún respeto, con su aire de universitaria norteamericana. La sospechaba machorra. Después me pregunté si Clark Kent y Luisa Lane se acostarían juntos. Me pregunté por la sexualidad de Superman, durante horas sin llegar a ninguna conclusión. Se veía que Clark sentía afecto por Luisa, pero no pude apreciar si ese afecto llegaba a ser atracción sexual. Al fin, sin saber por qué, me expedí por la negativa.
A las cinco, Delicia me trajo mate amargo. Sabía que yo tomaba mate a esa hora, pero nunca me había traído. Tomé el primero y le dije que me había retrasado tres días en enviar la carta bimensual a su madre, de modo que le pregunté si quería mandar a decir algo. Supuse que los últimos acontecimientos podían variar su mensaje, que durante los dieciocho meses había sido: Que estoy bien, pero me dijo exactamente lo mismo. Después le dije que me dejara la pava y el mate y escribí durante una hora.
Al anochecer nos ocupamos de la letra e y de la f. Ahora, Delicia escribía un poco más rápidamente, y los renglones de letras iban haciéndose más parejos y las letras más parecidas unas a otras. Después comí y me fui a jugar.
Llevaba el billete de cinco mil pesos hecho una pelota en el bolsillo del pantalón. Cuando llegué a la partida, acababa de comenzar. Un montón de jugadores parados se inclinaban hacia la mesa por encima de las cabezas de los jugadores sentados en primera fila. Me hice lugar detrás de uno de los empleados y me puse a contemplar la partida. Por las dudas, miré el cartón de anotaciones del jugador que se hallaba sentado a la izquierda del empleado. Acababan de salir dos bancas. Pensé que tenía que salir banca otra vez, pero me abstuve de jugar, y vino punto. Apreté el billete en el interior del pantalón y lo hice una pelota todavía más compacta y achatada. Mi mano sudaba, y la consistencia dura del billete, crocante, iba desapareciendo para convertirse en una cosa blanda y húmeda.
Pensé que si hacía diferencia a mi favor con los cinco mil pesos, iba a anular la hipoteca.
En el próximo pase vino la banca. La razón me dijo lo siguiente: se ha declarado un juego de dos pases de banca y uno de punto. Tiene que venir una banca más para que después venga el punto. Si viene la banca en el próximo pase, entonces, en el siguiente, corresponde jugar a punto.
Cuando vino la banca, tal como yo lo había calculado, cambié el billete de cinco mil por cinco fichas rojas de mil pesos. Puse tres a punto, y vino una tercera banca.
Por lo tanto, el juego de dos bancas, un punto, se había quebrado en favor de la banca. Puse las dos fichas de mil pesos a banca, y vino banca. Cobré los cuatro mil y esperé.
Vinieron otras dos bancas. Se habían dado, por lo tanto, seis bancas. Eran demasiado bancas. A mi juicio, correspondía jugar a punto. Por lo tanto, jugué los cuatro mil pesos a punto, y vino punto, de modo que cobré los ocho mil.
El próximo fue un empate de seis. La tradición dice que después del empate de seis, viene banca. Jugué cinco mil a banca. No vino banca, sino un empate de siete, y como la tradición dice que después del empate de siete no viene banca, sino punto, retiré lo que había puesto a banca, y los puse a punto. Vino banca.
Después jugué los tres mil pesos a banca, y vino banca, y enseguida jugué cinco mil a banca y vino otra vez banca. Tenía en la mano una ficha amarilla, ovalada, de cinco mil pesos, y seis fichas rojas rectangulares de mil pesos. Fui hasta el bar, tomé una taza de té, y volví a la mesa diez minutos más tarde. Me abrí paso entre los tipos parados alrededor de la mesa y me ubiqué otra vez detrás del empleado, inclinándome hacia la mesa por encima de su hombro izquierdo.
Ni siquiera miré el cartón del tipo que estaba sentado a la izquierda del empleado. Ahora tengo que jugar a punto, pensé. Jugué los once mil pesos a punto. Vino punto. El empleado me entregó una ficha rectangular, verde, que tenía grabada en el centro la cifra de diez mil, en números dorados. Me dio además una ficha ovalada de color amarillo y siete rectángulos rojos.
Si llego a treinta mil, pensé, anulo la hipoteca de la casa
Ahora tenía que venir punto otra vez. Algo me decía en el corazón que iba a venir punto por segunda vez, jugué ocho mil, entregándole al empleado la ficha amarilla, de forma ovalada, y tres fichas rectangulares de color rojo. Si viene punto, pensé mientras se las daba, hago con estos ocho treinta mil, y anulo la hipoteca de la casa. Algo volvía a decirme en el corazón que iba a haber un tercer punto. No es nada más que un tercer punto, no es demasiado pedir que venga. Hubo un empate de ocho, y después vino punto. Durante el empate pensé retirar las fichas que había puesto, pero algo me dijo que tenía que tener paciencia, y confiar. El empleado me dio una ficha verde, rectangular, con el número diez mil grabado en cifras doradas, una ficha amarilla ovalada, y un rectángulo rojizo. Yo tenía en la mano dos fichas con la cifra grabada en dorado, una ovalada amarilla, y cinco rectángulos rojizos. Me alejé de la mesa y me fui para el bar. Tomé una segunda taza de té. Saqué una ficha de mil del bolsillo del pantalón y pagué el té. Recibí el cambio en efectivo y me lo guardé en el otro bolsillo.
Sentía la camisa pegada a la espalda, y toda la cara húmeda. Cuando me incliné hacia la taza de té, una gota de sudor cayó de mi frente y se diluyó en el té. Cuando terminé de tomar el té, sudándolo en el acto, de modo que el sudor me corría por toda la cara y toda la camisa estaba hecha sopa, cuando dejé la taza vacía sobre la mesa y me entretuve un momento mirando las figuras extrañas que formaban las hojas en el fondo de la taza, ya había tomado una decisión, de modo que volví a la mesa de juego.
Hablan de vicios solitarios, y de vicios que no lo son. Todos los vicios son solitarios. Todos los vicios necesitan de la soledad para ser ejercidos. Asaltan en soledad. Y al mismo tiempo, son también un pretexto para la soledad. No digo que un vicio sea malo. Nunca puede ser tan malo como una virtud, trabajo, castidad, obediencia, etcétera. Digo sencillamente cómo es y de qué se trata.
Llegué a la mesa exactamente en el momento en que el tipo sentado a la izquierda del empleado se levantaba dejando la silla libre y haciendo una pelota con su cartón de anotaciones. Me senté en su lugar, saqué las fichas del bolsillo y las puse sobre el paño, contra el borde de la mesa. Las coloqué en orden: primero, apoyándose en el borde, una de diez mil, después la otra, después la ovalada de cinco mil y después los cuatro rectángulos rojizos. El empleado me dijo que era mi turno para la banca. Puse el óvalo amarillo. Mi plan era dejar en el casillero de la banca el óvalo amarillo hasta que se pudriera. Significaba que, después del primer pase, habría diez mil pesos, después del segundo, veinte, después del tercero, cuarenta, después del cuarto, ochenta, después del quinto, ciento sesenta, y así sucesivamente.
Cuando el punto dio vuelta las cartas, se vio que era un rey de diamante y una dama de trébol. Vale decir que tenía cero. Di vuelta las mías, y se vieron un ocho de corazones y un cuatro de diamante. Por lo tanto tenía dos, dos veces más que cero. Le dieron una tercera carta al punto, y se vio que era un as.
Yo le llevaba mil metros de ventaja. Con todas las cartas del mazo ganaba, salvo el nueve, con el que empataba, y el ocho, con el que hacía cero (dos más ocho, cero). Me dieron el ocho. Así que la banca pasó al próximo jugador, el tipo que estaba a la derecha de! empleado. Tengo que llegar otra vez a treinta mil, pensé, para anular mañana la hipoteca de la casa.
Erré cuatro paradas seguidas de cinco mil: en la primera, jugué a banca y vino punto, en la segunda volví a jugar a banca y volvió a venir punto, en la tercera, jugué a punto y vino banca, y en la cuarta jugué a banca, me arrepentí porque hubo un empate de siete, lo cual marcaba la posibilidad de que viniese punto, retiré la ficha de banca, la puse a punto, y vino banca.
Estaba sudando tanto, que en las orejas sentía unas gotas de sudor que vistas desde fuera debían parecer lágrimas. De vez en cuando, unas gotas caían sobre el paño y dejaban un redondel húmedo que después se evaporaba. Los cuatro últimos rectángulos rojizos no habían quedado apilados contra el borde de la mesa sino desparramados sobre el paño. Yo los juntaba, sin mirarlos, y los volvía a desparramar. No los miraba. Con los dedos de la mano izquierda realizaba la misma operación una y otra vez. Por fin me separé de ellos, apilándolos prolijamente y haciéndolos deslizar por el paño hasta las manos del empleado. A punto, dije.
Y vino banca. Pensé en la caja de té de Delicia, donde había estado guardando sus ahorros de dieciocho meses y decidí que no había la menor diferencia entre su conducta y la mía. Era exactamente lo mismo. Únicamente que uno lo cambiaba por unas figuras geométricas de nácar, de todos colores, y la otra los guardaba en una caja de tata. Me levanté, crucé la sala en dirección a la salida. En la escalera metí la mano en el bolsillo del pantalón y palpé los billetes que me habían dado como cambio de la ficha de mil. Me detuve en medio de la escalera, saqué los billetes del bolsillo, y los conté. Había novecientos cincuenta pesos. Todavía quedaban unas monedas en el bolsillo; eran todas de diez, y sumaban sesenta pesos. Tenía en total mil diez pesos. Así que volví a subir las escaleras. Fui directamente a la caja y cambié los mil pesos, entregando los novecientos cincuenta pesos en billetes y las cinco monedas de diez. Pedí fichas de quinientos. El cajero me dio dos redondeles plateados, del tamaño de monedas de veinticinco pesos. Ese plateado era un lujo, porque eran charamusca. Pura vistosidad. Por cabala, las guardé en el bolsillo superior de la camisa, en vez de guardarlas en el bolsillo del pantalón, como había hecho con las otras. Mi corazón golpeaba tan fuerte, que mientras caminaba hacia la mesa pensé que al dar sobre las fichas, que estaban en el bolsillo izquierdo, iba a hacerlas tintinear. Al primer pase ya no hubo peligro de que tintinearan, porque quedó una sola. Di la vuelta y me ubiqué detrás del empleado, jugando por encima de su hombro izquierdo. De modo que estaba exactamente en el punto opuesto del que había estado un rato antes.
Durante cinco o seis pases no jugué ni a punto ni a banca. No jugué a nada. Ni siquiera miré qué estaba pasando con las barajas. Me limité a esperar mi pálpito. Dejo que mi mente se vacíe, de todo, abro el tapón y dejo que todo se vaya al resumidero. Todo: recuerdos, deseos, cálculos, razones. Todo por el resumidero al pozo negro, de modo que la mente quede vacía como la hoja vacía en la que Delicia escribió su primera letra. Únicamente que el pálpito se escribe a sí mismo, se graba con letras de fuego capaces de horadar la roca, en el vacío de la mente. Si uno sabe vaciar la mente del todo, y sobre todo no engañarse, y sentirse capaz de esperar, el pálpito llega. Al llegar, dijo banca, así que saqué el redondel plateado del bolsillo de la camisa y le dije al empleado que lo jugara a banca. Recibí dos redondeles plateados y enseguida volví a jugarlos a banca; me devolvieron dos rectángulos rojos. Después jugué uno a banca y me devolvieron dos. Jugué dos, y me devolvieron cuatro. Tenía por lo tanto cinco rectángulos rojos. Iba a jugarlos, y en ese momento se cortó la luz.
Hicimos cola en la caja, y cambiamos nuestras fichas a la luz de un sol de noche. Recibí un billete de cinco mil pesos, tan arrugado y húmedo que pensé que era el mismo que yo había cambiado por fichas al llegar. Después bajé las escaleras, guiado por la linterna de un empleado, y salí a la calle. Atravesé la ciudad oscura y me fui a dormir, alumbrándome con fósforos para abrir la puerta de calle y encontrar mi dormitorio.
Al otro día me despertó Delicia golpeándome la puerta y diciendo que me llamaban por teléfono. Debía hacer seis meses que no recibía una llamada. Y creo que la última, seis meses antes, había sido un tipo que se había equivocado de número. Era Marquitos Rosemberg. Me dijo que quería hablar conmigo esa misma mañana. Le dije que se viniera para mi casa, colgué, y me di un baño. Hacía todavía más calor que los tres días anteriores.
Marquitos llegó media hora después, cuando yo estaba comiéndome las últimas uvas que habían quedado del día anterior. Estaba en mangas de camisa y traía un portafolios negro en la mano. Me di cuenta de que venía de Tribunales. En la Inmobiliaria me habían pedido referencias y yo había dado su nombre. Hacía tres años que no lo veía, y vivía a ocho cuadras de mi casa. La última vez nos habíamos encontrado de pasada, en la calle. Él iba por una vereda y yo por la otra, en dirección contraria. Nos saludamos sonriendo y alzando la mano. Eso había sido todo.
Lo llevé a mi escritorio y le alcancé unas uvas en un plato. No eran más de cinco o seis, y me privé de ellas para ofrecérselas. Marquitos fue tragándoselas una a una, escupiendo la cáscara y las semillas en el plato. Yo tenía en el bolsillo del pantalón el billete de cinco mil, hecho una pelota húmeda.
Así que vas a hipotecar la casa, dijo Marquitos, cuando terminó la última uva.
Le dije que efectivamente, así era.
Prueba de que estás muy mal, dijo Marquitos.
Le contesté que sí, que estaba muy mal. Que nunca, que yo recordase, había estado peor. Pero que no sabía de nadie que estuviese mejor que yo a menos que se hubiese vuelto loco, o acabara de morir. Después llamé a Delicia y le dije que, si tenía tiempo, nos hiciera café.
Marquitos me dijo que iba a tratar de encontrar algún medio de ayudarme. Le contesté que el único medio de ayudarme era darme medio millón de pesos.
¿Medio millón?, dijo Marquitos. Abrió los ojos y se inclinó hacía adelante. El sillón crujió.
Medio millón, sí, dije yo. Mi casa está en el centro, es nueva, y tiene dos plantas. Vale cinco millones de pesos, o más. La pongo de garantía. Quiero medio millón de pesos, y todo arreglado.
Medio millón de pesos, dijo Marquitos. ¿Para qué querés medio millón de pesos, Sergio?
Para jugar al punto y banca, dije yo. Marquitos se apoltronó en el sillón y se echó a reír. Como chiste, dijo, es de gusto dudoso. Será de gusto dudoso, dije yo, pero no es un chiste. He dicho que quiero medio millón de pesos para jugar a punto y banca y no lo he dicho por hacer un chiste. Desde luego, dijo Marquitos.
Me he jugado hasta los ahorros de dieciocho meses de mi sirvienta, dije yo.
No pretenderás que te haga un cheque por medio millón de pesos para que vayas a jugarlo. Ni que dé buenas referencias tuyas para que hipoteques tu casa, dijo Marcos.
No pretendo nada, dije yo. Estoy llegando a los cuarenta años. No tengo hijos ni parientes de ninguna clase. Vivo en una propiedad que no he robado con argucias a ninguna anciana paralítica incapaz de defenderse. ¿Soy o no dueño de hipotecarla, si se me da la gana?
Dueño, absolutamente, dijo Marquitos. Muy bien, dije yo. ¿Qué pasa entonces? El juego es autodestrucción, dijo Marquitos. Le dije que no había dado su nombre como referencia para que viniera a mi casa a mostrarme los progresos que había hecho en el Ejército de Salvación. Después entró Delicia con los cafés. Marquitos la miró. No le sacó la vista de encima hasta que desapareció de la habitación.
Te has jugado los ahorros de esa criatura, dijo después, mirándome.
Ella misma me los dio para que los jugara, dije yo.
La habrás engañado de alguna manera, dijo Marquitos.
No la engañé, dije yo. fui honradamente y le pedí que me prestara tres mil pesos y ella me dio todo lo que tenía diciéndome que hiciera lo que quisiese y que yo mismo se los guardara.
Marquitos se limitó a sacudir la cabeza y a echarle azúcar a su café. Durante algunos minutos no dijimos una palabra. Después lo miré a la cara.
¿Vas a dar o no esas referencias?, le dije.
Sí, dijo Marquitos, voy a darlas.
Después abrió el portafolios. Sacó el talonario de cheques.
No quiero nada, dije yo. Sos el segundo tipo que quiere darme plata en dos días, aparte de Delicia. Y no insistas, porque no puedo darme el lujo de vacilar demasiado en recibirlo.
Pequeño burgués podrido, dijo Marquitos.
Es mejor un pequeño burgués podrido que un pequeño burgués sano, dije yo. Es mejor una manzana podrida, que una sana, porque la manzana podrida está más cerca de la verdad que la manzana sana. La manzana podrida es un espejo en el que pueden mirarse un millón de generaciones antes de reventar.
Aforismo que no te honra, dijo Marquitos.
Probablemente, dije yo.
Después le dije que necesitaba que la hipoteca se arreglara lo antes posible. Me preguntó si estaban todos los papeles en regla y le respondí que sí.
Supongo que como todo jugador, tendrás la ilusión de algún método seguro para ganar, dijo Marquitos.
No tengo ningún método seguro para ganar, dije yo. Tengo incluso certeza de que voy a perder. Pero quiero jugar. Si tuviese algún método seguro para ganar, no jugaría más.
No entiendo nada, dijo Marquitos.
No juego para ganar. Mientras tenga para comer y pagar la luz, me alcanza y sobra. Y así tenga que alumbrarme a vela y comer una vez a la semana, voy a seguir jugando. El finado mi abuelo sostenía que la única manera segura de ganar al poker era haciendo trampas. En eso se ve que era hombre de otra generación. Y sobre todo, que no le gustaba el juego. Yo jugaría incluso contra un tipo que me esté haciendo trampas, si la trampa que hace me permite alguna chance. He jugado al poker contra tres tipos que estaban en combinación y habían pasado un mazo de cartas marcadas, y les he ganado. No hay trampa que valga cuando un tipo tiene la suerte de su lado. Y yo he optado por considerar la trampa como un margen mayor de suerte contraria, nada más. Quiero ese medio millón de pesos para estar tranquilo al menos durante quince días y gozar del juego sin angustiarme a cada momento durante la partida pensando de dónde voy a sacar plata para jugar al otro día, si me secan. Si yo anduviese buscando un buen pasar no jugaría: me dedicaría al comercio o seguiría siendo penalista.
No creo que la cuestión de la hipoteca pueda arreglarse antes de quince días, dijo Marquitos. Y eso porque yo conozco muy bien a los tipos de la Inmobiliaria, y me deben favores.
Ya lo sé, dije yo. Por eso recurrí a ellos.
Voy a tratar de que salga lo antes posible, dijo Marquitos.
Te lo agradecería, dije yo.
Marquitos guardó el talonario de cheques, cerró el portafolios, y se paró. Yo también me paré. Estuvimos mirándonos unos segundos sin parpadear.
Sergio, dijo Marquitos. Tendríamos que vernos de vez en cuando. Tendríamos que salir a tomar una copa.
Nos aburriríamos, dije yo. Después traté de sonreír. Seguirás en el partido, supongo, dije.
Sigo, sí, dijo Marquitos.
Es un vicio, como cualquier otro, dije yo.
Marquitos volvió a sacudir la cabeza. Se dio vuelta y avanzó hacia la puerta. De pronto se detuvo, quedó un momento de espaldas, y volvió a mirarme. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Pensé que se debía al dolor, que tenía los ojos enrojecidos y sudaba. Pero no, estaba llorando. No propiamente llorando, sino con los ojos llenos de lágrimas.
Habrás leído los diarios, la semana pasada, supongo, dijo, vacilando ante cada palabra.
Le dije que hacía años que no leía un diario.
César Rey, dijo Marcos. Se mató. En Buenos Aires.
¿El Chiche?, dije yo. No podía esperarse otra cosa de él.
No, dijo Marcos. Fue un accidente. Resbaló en el andén del subterráneo y lo pisó un tren.
Estaría borracho, supongo, dije yo.
Marquitos se pasó el dorso de la mano por los ojos. Ya no lagrimeaba.
¿Y Clara?, dije yo.
Está aquí otra vez, dijo Marcos.
Después se fue. Lo acompañé hasta la puerta y me quedé, viéndolo alejarse muy pegado a la pared, para aprovechar la franja de sombra que iba estrechándose a medida que avanzaba la mañana. Me quedé parado en la puerta hasta que dobló la esquina. También yo hubiese lagrimeado de llegar a enterarme que al tipo que se fugó con mi mujer lo pisó el subterráneo, y mi mujer está en vísperas de volverse para casa. Habría llorado a gritos, más que lagrimear. No porque el tipo haya sido mi íntimo amigo, sino porque mi mujer está por volver a casa. Lo habíamos pasado bastante bien con Marquitos y el Chiche, muchos años antes. Al Chiche hacía pilas de años que no lo veía. También él sabía jugar.
A la noche me fui otra vez para el club, después de enseñarle un par de letras más a Delicia y comer algo. Durante el día no trabajé nada. Después que Marquitos se fue me metí en la cama y dormí hasta el atardecer. En el club, perdí los cinco mil pesos y no conseguí un centavo de crédito. Al otro día me levanté tarde y me fui derecho para el escritorio. Delicia me trajo mate a las cinco.
Delicia, le dije. He notado que no escuchas la radio. ¿Puedo saber a qué se debe?
Delicia dijo que no le gustaba.
¿Estás segura de que no va a empezar a gustarte de ahora en adelante?, dije yo.
Dijo que estaba completamente segura.
Voy a llevarla para que le den una revisada, entonces, dije yo.
Así que envolví la radio con unos diarios viejos, a los que até con un hilo grueso, y salí a venderla. En dos horas fui a tantas casas de electricidad y la envolví y desenvolví tantas veces, que ya no quedó papel. Mi pretensión de venderla como nueva se desmoronó, así que fui directamente a una casa de empeños. Me dieron mil setecientos pesos por ella. Compré dos kilos de uvas blancas y me volví para casa. Fui pellizcando los racimos durante el trayecto, y cuando llegué encontré a Delicia en la cocina. Miraba en el corredor del patio trasero las manchas oscuras de los gallos de mi abuelo.
No salen con nada, dijo. Las hizo mi abuelo, y ya murió, dije yo. Esa noche, en el club me dieron tres fichas plateadas, redondas. Las perdí una detrás de la otra. No pude ni tener la satisfacción de decir después que había acertado una sola parada. Tampoco pude entretenerme a la salida, durante el trayecto de vuelta a mi casa, en las posibilidades que pudieron haberse dado en algún momento de la jugada. Erré los tres tiros consecutivos que jugué. No hubo ninguna posibilidad. Me acosté hecho sopa por el sudor, pero dormí de un tirón hasta después de mediodía. Hacía un calor matador. Me di un baño y me fui para el escritorio. Estuve dos horas hojeando una colección completa de Blondie, que había recortado o hecho recortar de la revista Vosotras durante los últimos quince años. Recortaba cada semana la tira completa, que salía en la última página, y la pegaba en una hoja de carpeta. Después pasaba la hoja por los cordones de una carpeta escolar y la archivaba. Las últimas tiras estaban recortadas, pero no las había pegado a ninguna hoja de carpeta. Estaban entre la última página de la carpeta y la tapa, encimadas unas a otras. Eran como cincuenta.
Después me quedé horas sin hacer nada, con todas las tiras desparramadas sobre el escritorio. Estuve todo el tiempo mirando un punto impreciso del vacío, sin verlo. De vez en cuando carraspeaba, entrecerraba los ojos, y nada más. A las cinco, Delicia entró con el mate. Reconocí en el vestido que llevaba puesto un viejo batón de entrecasa de mi mujer, floreado y todo descolorido. Vi que acababa de lavarse y peinarse, porque tenía el pelo húmedo y estirado hacia atrás, y una gota de agua le caía por la frente. El vestido le quedaba demasiado grande todavía, pero un tiempo más y tal vez le quedaría estrecho.
Delicia, le dije. Un par de días más, y voy a comprarte un libro de lectura.
Me dijo que primero tenía que aprender a leer, y yo le expliqué que un libro de lectura era justamente para aprender a leer. Después se fue y me dejó solo. Diez minutos después me puse a recorrer la casa, buscando qué vender. Encontré un revólver Ruby, treinta y ocho largo, que había sido de mi abuelo. Salí a venderlo y volví al anochecer, con el revólver metido en la cintura. No disparaba. Cuando entré a mi casa fui derecho al teléfono. Busqué el número de Marquitos Rosemberg y lo llamé. Atendió él mismo.
Marquitos, le dije. Sergio.
Sí, dijo Marquitos. He hablado justamente esta mañana con los tipos de la Inmobiliaria. Van a entregarte el dinero el cinco de abril.
¿El cinco de abril?, dije yo.
Sí, dijo Marquitos. El cinco de abril. Iba a llamarte justamente en este momento para avisarte. Supuse que estarías esperando mis noticias, o algo así.
Sí, dije yo. Pero no te llamaba por eso.
¿No?, dijo Marquitos. ¿Y por qué me llamabas?
Por la cuestión del cheque que ibas a darme ayer, dije yo.
¿Qué pasa con ese cheque?, dijo Marquitos.
Nada, dije yo. Lo estoy necesitando. ¿Por cuánto pensabas hacerlo?
No había decidido nada, dijo Marquitos. Iba a preguntarte cuánto necesitabas, y después lo iba a hacer.
¿Podes hacerlo por treinta mil pesos?, dije yo.
¿Treinta mil?, dijo Marquitos. Sí. Puedo. Mañana de mañana sin falta te lo llevo.
No, dije yo. Lo quiero ahora.
¿Ahora?, dijo Marquitos. Estoy propiamente en pelotas, y a punto de meterme en la bañadera.
Puedo pasar a buscarlo, dije yo.
Marquitos vaciló y después me dijo que iba a ser mejor encontramos en un bar del centro. Propuso el de la galería. Después colgué. Le di la lección de escritura a Delicia y después me fui al centro. Cuando llegué al bar de la galería eran las nueve. Marquitos estaba sentado a una mesa y tenía el cheque en la mano. Había una taza vacía de café sobre la mesa. El cheque estaba al portador y era por treinta mil pesos. La firma de Marquitos era un garabato ininteligible.
Está muy bien, dije yo, recibiendo el cheque. Faltaba resolver ahora un último problema: quién va a cambiármelo.
Eso es fácil, dijo Marquitos. Dame el cheque.
Se lo entregué y se levantó, fue hasta la caja, y se puso a hablar con la cajera. La cajera sacudió la cabeza, y Marquitos volvió, diciendo que el dueño del bar no estaba. Quedo parado cerca de la mesa, pensativo, con el cheque en la mano derecha y un llavero que hacía tintinear en la izquierda. Después dijo que volvía enseguida, y desapareció por quince minutos. Volvió con tres billetes de diez mil hechos un rollo, en la mano derecha. Mientras se sentaba los dejó sobre la mesa. Yo los recogí y los guardé en mi bolsillo. Marquitos me miraba con fijeza, con una especie de mueca alegre y asombrada en la cara.
Si no tuvieses la piel tan oscura, de nacimiento, dijo, la gente se daría cuenta al verte de que el sol del verano ni te ha rozado. Estás muy flaco, Sergio.
Después me preguntó si había comido y le dije que no, y entonces me invitó a comer.
Tenías un compromiso, dije yo.
Lo suspendí, dijo Marquitos.
Has hecho mal, dije yo. Vamos a aburrirnos.
Yo voy a encargarme de sacar adelante la conversación, dijo Marquitos.
Fuimos a una parrilla y nos sentamos en una de las mesas del patio. Desde donde yo estaba sentado, podía ver el fuego de la parrilla y el asador que manipulaba con el fuego y la carne sin acercarse demasiado a ellos. Cada vez que realizaba una tarea junto al fuego, se volvía hacia una especie de mostrador en el que atendía a los mozos y de vez en cuando se mandaba un trago de vino. Estuve mirando todo el tiempo lo que hacía. Después empecé a especular sobre si tomaría o no el vaso de vino cada vez que se volvía. Pensaba en qué momento el hecho iba a producirse: si después de haber atendido a un mozo, después de remover las brasas o después de retirar de un gancho que colgaba cerca de la parrilla una tira de carne, salarla y estirarla sobre la parrilla. Mentalmente, comencé a tratar de adivinar en qué momento preciso su mano se iba a estirar hacia el vaso de vino para agarrarlo y mandarse un trago. Acerté seis veces y erré dos. Marquitos me preguntó qué me pasaba, que no decía una palabra, y yo le dije que me sentía lo más bien y que estaba contento de que hubiésemos salido a comer. En el patio de la parrilla, el calor no se notaba. Corría una especie de brisa, y el humo de la parrilla espantaba a los mosquitos.
Marquitos me preguntó se había leído El jugador de Dostoievski, y cuando le dije que sí me preguntó qué opinaba. Le dije que me había parecido bueno. Terminamos de comer y fuimos a tomar un café al centro, en el auto de Marquitos. Era un coche chico, de color celeste. Tomamos un café en el bar de la galería, pero ya ni siquiera Marquitos trató de hablar. Me preguntó si quería ir a alguna parte y le dije que si iba de camino me dejara en la puerta del club. Cuando llegamos, Marquitos detuvo la marcha y apagó las luces del coche. Dijo que quería verme en acción y que bajaba conmigo. Le dije que se iba a aburrir pero me contestó que de todos modos no había posibilidad de que se aburriera más que durante la comida, y salió del coche. Cuando llegué al pie de la escalera que llevaba a la sala de juego, yo ya había empezado a sudar. Le dije a Marquitos que me esperara cerca de la mesa y fui a la caja. Entregué un billete de diez mil y me dieron un óvalo amarillo y cinco rectángulos rojizos. Los puse en el bolsillo superior de mi camisa y fui donde estaba Marquitos. Ni siquiera me oyó llegar: tenía los ojos clavados en el centro de la mesa.
No había una sola silla desocupada, y los jugadores se apretaban en torno de la mesa. Tuve que ponerme en segunda fila y ver lo que pasaba por encima de los hombros de los tipos parados detrás de las sillas. Comprobé que Marquitos estaba en puntas de pie, y que se balanceaba levemente. Tenía los ojos muy abiertos. Le pregunté qué había sido el último pase y me dijo que había sido banca. Por encima del hombro de uno de los tipos parados en segunda fila, me incliné hacia la mesa y tiré al centro el óvalo amarillo para jugarlo a banca. Después esperé el pase y vino punto. Marquitos me miró con desaliento. Al próximo pase, tiré los cinco rectángulos rojos, a punto. Vino punto. Dejé los diez mil a punto, y en el tercer pase vino banca.
Fui a la cola, cambié el segundo billete por dos óvalos amarillos, y volví a la mesa. Marquitos me miraba. Yo simulé no verlo. Desvié la mirada. Durante unos segundos supe que me estaba contemplando, aunque yo estaba mirando hacia el centro de la mesa. Después dejó de mirarme, se puso otra vez en puntas de pie, y fijó la mirada en el centro de la mesa. Yo tenía los dos óvalos amarillos en la mano derecha, apretándolos mucho. Estaban húmedos. Estaba por tirar uno al centro de la mesa, cuando vi que Marquitos se abría paso entre los dos tipos parados contra la mesa, y desaparecía; me asomé por entre los tipos y vi que acababa de sentarse. Me llamó y me dijo que me parara al lado de la silla. La cara rubia se le había enrojecido levemente. Pensé que estaba algo turbado. Me incliné hacia él y le dije qué pensaba hacer.
Ver todo un poco más de cerca, dijo.
Después tiré los dos óvalos amarillos a la vez, a punto. Fui a la caja, cambié el billete de diez mil por un rectángulo verde con la cifra grabada, en el centro, en números dorados, y volví a pararme al costado de la silla de Marquitos, abriéndome paso a codazos entre los tipos parados detrás de él. Me incliné hacia Marquitos y le pregunté cómo veía la cosa.
Oscura, me dijo. Su cara rubia había vuelto a empalidecer.
No volví a hablar con él durante por lo menos quince minutos. Defendí como pude mi rectángulo verde, pero al final me lo llevaron. Con los últimos cinco mil apelé al palpito, pero por más que vacié mi mente durante un minuto seguido, sin interrupción, no vino nada a ella para llenarla y tiré el óvalo amarillo a ciegas. No pasó nada. Me lo llevaron. Exactamente en ese momento, Marquitos se dio vuelta y me hizo inclinar hacia él. Me preguntó si había terminado y le dije que sí. Entonces me dijo si podía cambiar un cheque allí mismo. Le dije que se podía. Se paró, inclinó la silla sobre el borde de la mesa, para reservarla, y fue conmigo hasta la caja. Le dije al cajero que Marquitos quería cambiar un cheque. Le presenté a Marquitos y me mantuve a distancia. Marquitos habló dos o tres palabras con el cajero, se inclinó sobre la mesa, llenó un cheque y se lo extendió. El cajero le dio diez rectángulos verdes. Marquitos se los guardó en el bolsillo del pantalón y me miró, sacudiendo la cabeza para indicar que lo siguiera. Volvimos a la mesa y me dijo que me sentara. Por su tono, más bien me lo ordenó. Él se quedó parado a mi derecha. Después dejó caer tres rectángulos verdes sobre el paño, ante mis ojos. Alcé la cabeza y vi que miraba el centro de la mesa con una sonrisa malévola, pero que movía sin parar la pierna izquierda, golpeando con e! talón el suelo.
Le pregunté a qué quería que jugara.
No tengo ninguna clase de preferencia, dijo Marquitos.
Así que puse el primer rectángulo a punto, y vino punto. Dejé los dos rectángulos a punto y me devolvieron cuatro. Marquitos se inclinó hacia mí, me preguntó sí yo había visto lo fácil que era, y después recogió los seis rectángulos verdes y se los guardó en el bolsillo. Después empezó a alejarse de la mesa. Me levanté, incliné la silla para reservarla, y lo seguí. Iba en dirección a la caja. Lo alcancé a mitad de camino. Le pregunté qué estaba haciendo.
Voy a cambiar a la caja, dijo Marquitos. Llegó a la caja, pidió que le devolviesen el cheque, y lo cambió por diez rectángulos verdes de diez mil. Después entregó los tres últimos rectángulos y recibió tres billetes rojizos de diez mil pesos. Se guardó el cheque y me extendió los billetes.
Son los tuyos, me dijo.
Recibí los billetes y me los guardé en el bolsillo. Le pregunté a Marquitos si quería esperarme o si se iba, y él me dijo que se iba. Lo acompañé hasta la punta de la escalera y me quedé mirándolo cuando bajaba. Después le grité que me apurara el asunto de la hipoteca y volví para la mesa. Un tipo se había sentado en la silla que yo había reservado, así que le di un golpecito en el hombro derecho con la punta de los dedos y el tipo me dejó el lugar. No jugué un centavo hasta que llegó mi turno para la banca y en el momento en que iba a poner los primeros diez mil en la banca, terminó la partida. Así que me fui para mi casa y me acosté a dormir.
Los treinta mil de Marcos me duraron unos ocho días así que para alrededor del quince yo estaba seco. Me había defendido bastante bien, pero al fin me los llevaron. No alcancé ni siquiera a comprar el libro de lectura de Delicia, pero comida no nos faltó, y cada par de días yo me iba hasta el mercado central y elegía dos o tres kilos de las uvas últimas, que son dulces y duras, y tienen mejor gusto porque ya no va a haber más hasta el otro año. Venía pellizcando los racimos durante el trayecto desde el mercado hasta mi casa, y después las guardaba en el congelador. Después iba y me encerraba en el escritorio. El quince, a eso de las cinco de la tarde, mi séptimo ensayo estaba terminado. Decidí llamar a Carlitos Tomatis para leérselo.
Pero esperé todavía dos o tres días más, y el diecisiete, fue Tomatis el que me llamó, preguntándome si por fin había conseguido juntarme con el dinero de la hipoteca. Le dije que podían venir los bomberos a revisar mi casa que no iban a encontrar un solo centavo en ella. Y que la hipoteca la iba a cobrar recién el cinco de abril. Tomatis dijo que era una lástima, y estaba por cortar, cuando yo le conté que había terminado el ensayo sobre Sivana y que tenía deseos de leérselo.
Una de estas noches paso por tu casa, entonces, Sergio, dijo Tomatis.
Es raro que yo esté de noche, dije yo. La tarde es mi hora fácil.
Dijo que le parecía perfecto, que ya iba a venir a verme una de esas tardes, y cortó. Me quedé en el escritorio hasta el anochecer. Cuando oscureció abrí la ventana que daba a la calle de par en par, y apagué la luz. Estuve horas en la oscuridad, hasta que Delicia me golpeó la puerta y me dijo que fuera a comer.
Desde el quince hasta el cinco de abril fui a jugar al club una sola vez, la noche del día veintidós de marzo, en que vendí la máquina de escribir. Pasé a máquina el ensayo sobre Sivana, y después fui a venderla. Había usado esa máquina siete veces en los últimos tres o cuatro años: una por cada vez que terminaba un ensayo y los pasaba. Hacía tres copias de cada uno, y los guardaba en una carpeta rosada, de las que yo había hecho imprimir especialmente para mi estudio de abogado. La carpeta tenía un membrete en el ángulo inferior derecho, que decía: Doctor Sergio Escalante, abogado. Me dieron dieciocho mil por la máquina, y me duraron dos noches. Después ya no quedó nada que vender. A gatas si comíamos. Me pasaba las horas en el escritorio, revisando mi colección de tiras cómicas. Delicia venía a las cinco y me traía el mate. A las cinco en punto. No sé cómo lograba calcular la hora, porque, salvo mi reloj pulsera, no había otro en la casa, y yo lo llevaba siempre en mi muñeca. No necesitaba mirar la hora para saber que eran las cinco, cuando ella golpeaba la puerta del escritorio, y entraba con la pava de aluminio y el mate con su soporte plateado. Sabía que eran las cinco en punto. No llegaba ni un minuto antes, ni un minuto después. No; llegaba a las cinco en punto. Yo le había pedido la primera vez que me trajese el mate alrededor de las cinco, que siempre, alrededor de esa hora, me gustaba tomar unos amargos. Y en todo ese tiempo, ella no había dejado un solo día de golpear la puerta a las cinco. El veinticuatro de marzo yo no tenía un centavo así que el veinticinco vendí también mi reloj pulsera. No me dieron ni mil pesos por él. Con unas monedas que encontré en el fondo del cajón de la cómoda de mi mujer, que yo no había abierto desde el día en que tomó raticida y vino rodando por la escalera hasta la planta baja, complete mil pesos para poder canjearlos por dos redondeles plateados que me llevaron enseguida. Después, entre el veinticuatro de marzo y el cinco de abril, llegó el otoño.
Vino con mucha agua, pero no puede decirse que haya hecho demasiado frío. No hizo frío hasta mayo. El veintiocho fui a la Inmobiliaria a firmar un montón de papeles y el empleado me aseguró que el cinco iba a tener el cheque por medio millón. Cuando volví a mi casa, era más de mediodía, y encontré a Delicia en la cocina, comiendo unas galletas marineras que untaba con picadillo de carne. Untó una y me la ofreció, pero yo le dije que no tenía hambre, y me fui para el escritorio. Al anochecer salí y fui para la cocina. Le pregunté a Delicia si había para comer algo esa noche, y me dijo que no. Le pregunté si tenía hambre. Me dijo que no tenía. Después estuve pensando durante un rato y le dije que iba a enseñarle algo nuevo. Que por unos días íbamos a suspender las lecciones de lectura y escritura (Delicia aprendía rápidamente al principio, pero después empezó a volverse lerda hasta que me di cuenta de que había perdido todo el interés) para aprender otra cosa. Le pregunté si estaba de acuerdo y me dijo que sí. Entonces fui hasta el escritorio, saqué cinco mazos de cartas francesas del último cajón, alcé unas hojas de papel y un lápiz, y volví para la cocina.
Aprendió enseguida. Lo que más me costó fue enseñarle cómo, pasando el nueve, se caía otra vez en el cero y había que empezar a contar otra vez. Todo lo demás fue muy fácil. Primero hacíamos apuestas verbales, por poca cantidad, y las cantidades fueron creciendo, y haciéndose cada vez más complicadas, hasta que decidí comenzar a anotarlas en una de las hojas de papel. Delicia no controlaba mis anotaciones. Se limitaba a esperar la preparación del pase, y estaba de acuerdo por completo en la cantidad que yo fijaba para la apuesta. Después del pase, yo anotaba. No lo hacía poniendo hileras de cantidades parciales una debajo de la otra, cantidades que sumaría al final, sino que sumaba mentalmente la cantidad actual a la anterior, tachaba la anterior, y escribía la cantidad nueva, en la que había incorporado la apuesta actual o la había restado en caso de que Delicia o yo, según a quien correspondiese la cantidad, hubiésemos perdido la apuesta. Había por lo tanto dos hileras de cifras tachadas, que ocupaban una angosta franja vertical de la hoja, y que culminaban siempre en una cifra legible. A cada apuesta, esta cifra legible era a su vez tachada, y debajo de ella aparecía una nueva cifra, jugamos tantos pases la primera noche, que Delicia y yo éramos titulares de hileras de cifras tachadas que ocupaban el anverso y el reverso de dos hojas. Después abandonamos el sistema de apuestas, y nos limitábamos a adivinar.
Nos turnábamos para proponer. El que acertaba, seguía eligiendo. Cuando erraba, el derecho de elección pasaba al otro. Delicia no erraba nunca. Viéndola adivinar con absoluta naturalidad cada pase, adivinar incluso con qué cifra ganaría, y una vez incluso el color de los palos con que ganaría la cifra, y una vez con qué cartas iba a hacerse la combinación me acordé de Marcos y pensé que era necesario estar afuera para ver con claridad y acertar. Pero, para el que jugaba, no se podía estar afuera. No podía hacer apuestas infalibles y ocasionales. Tenía que someterse a un ejercicio continuo, desde el comienzo hasta el final, sin posibilidad de tomar distancia mediante alejamientos ocasionales. El distanciamiento podía servir para algún pase aislado, que en el conjunto de la jugada, o incluso de la vida entera del jugador, no tenía ningún valor. Para acertar siempre, había que estar fuera siempre. Pero, por otra parte, acertar siempre significaba jugar siempre, y el que jugaba siempre no podía, por el mismo ritmo de los acontecimientos, ponerse fuera. Era un círculo, aunque el que jugaba tendía a concebirlo como una espiral. No, de ninguna manera. No es una espiral, sino un círculo.
Por fin llegó el cinco de abril. Estuve en la Inmobiliaria a las ocho de la mañana, firmando papeles hasta después de las once. El empleado, de vez en cuando, me ofrecía café. Yo no aceptaba. Desde el hall de la Inmobiliaria, un quinto piso, se veía la ciudad hacia el río, por un ventanal. Cada vez que terminaba de firmar una tanda de papeles, me acercaba al ventanal y contemplaba la ciudad. Aparte de los cinco o seis edificios de más de cinco pisos, todo era chato. Pero había cierta armonía en todas esas terrazas de baldosas rojizas en las que de tanto en tanto se veía cruzar con pasos lentos alguna mujer diminuta, y en las que la llovizna lavaba incansable montones de objetos abandonados y estragados por la intemperie. Hacia el otro lado estaban el puerto, con sus dos diques, paralelos uno al otro, y más allá el río y todos los riachos que lo entrecruzaban, formando islas bajas en el medio. La llovizna borraba el horizonte. A las doce menos cuarto me llamaron por última vez a la administración y me dieron el cheque. Estaba mi nombre escrito, y debajo decía quinientos mil pesos. La cifra estaba escrita también en la esquina superior derecha de la franja de papel, pero en números. Doblé el cheque, lo guardé en el bolsillo de mi impermeable, me despedí del empleado, y salí al pasillo. Cuando salí del ascensor en la planta baja, y comencé a caminar hacia San Martín pensé que ya debían haber cerrado los bancos. Fui a mi casa y guardé el cheque en la lata de té que Delicia me había dado. Me encerré en el escritorio, y no salí hasta el anochecer. Cuando Delicia me trajo el mate, yo me dedicaba a tildar cuadros de Blondie. Después agarré una lapicera y escribí con letra lenta y pareja: Se dice que la comedia es superficial porque elude las evidencias de la tragedia. Pero no hay en sí tragedia. No hay más que comedia, en el sentido en que la realidad es superficial.
La tragedia es puramente imaginaria. Me pareció algo perfecto, pero cuando volví a leerlo, su sentido se había esfumado. Abrí el cajón del escritorio y saqué la lata. El cheque estaba todavía adentro. Lo extendí sobre la hoja escrita. Estuve mirándolo durante un buen rato. Comparé su letra con mi propia letra. Por un momento, sentí una especie de extrañamiento. Ese papel valía medio millón de pesos. Yo iría con él al banco, al otro día, y me darían un montón de papeles, todos completamente diferentes al papel del cheque, algunos parecidos entre sí, que valdrían también medio millón de pesos. Durante la noche, yo podría cambiar los papeles recibidos en el banco por los rectángulos verdes y los óvalos amarillos, y los rectángulos rojizos y los redondeles plateados. Todas esas figuras geométricas valían también medio millón de pesos. Pero su radio de acción era limitado. Las fichas no servían más que para la mesa de juego, el cheque, para el Banco de la Provincia, el dinero en efectivo, para el país. Es necesario creer en ciertos símbolos para que tengan valor. Y para creer en ellos, hay que estar dentro de su radio de acción. No puede creerse en ellos desde afuera. Incrédulo, el cajero del banco me creería loco si yo le llevase mis redondeles plateados y mis óvalos amarillos para canjearlos por dinero en efectivo. Esos círculos cerrados que trazan los símbolos al girar en torno de su radio de acción es posible que lleguen a tocarse a través de nuestra imaginación, pero en la realidad ni siquiera se rozan. Cuando salí, encontré a Delicia en la cocina. Me dijo que había pedido crédito en el mercadito, en mi nombre, y que se lo habían dado. Comimos carne frita, y papas. Después nos pusimos a jugar al punto y banca hasta la madrugada.
Durante cuatro días, el cheque estuvo intacto en la caja de té, pero el nueve de abril, alrededor de las dos de la tarde, llegó Tomatis. Dijo que venía a escuchar mi ensayo sobre Sivana. Cuando terminé de leérselo dijo que estaba muy bien, pero que yo estaba envenenado de trotzkismo, y yo le dije que no podía estar envenenado de trotzkismo, porque yo era peronista, no trotzkista, pero después me di cuenta de que me había dicho eso por decir algo, que ni siquiera había escuchado durante la lectura del ensayo. Sabía que había estado pensando en otra cosa, y cuando habló más tarde, supe en qué.
Me preguntó si había cobrado la hipoteca, y le dije que sí, y entonces me pidió veinticinco mil pesos prestados. Yo emití una sonrisa seca, abrí la caja de té, y le mostré el cheque. Tomatis lo miró con unos ojos grandes como monedas de veinticinco pesos. Después silbó.
Aparte de esto, dije yo, no hay en toda la casa una chirola.
Se encogió de hombros.
Por lo menos, dije yo, hubieses escuchado la lectura.
Me dijo que la había escuchado.
No la escuchaste, dije yo.
Escuché en partes, dijo Tomatis,
Ni en partes, dije yo. Mientras yo leía, pensabas en cómo ibas a hacer para pedirme los veinticinco mil.
Puede haber algo de verdad en eso, dijo Tomatis.
Me reí, y él se rió a su vez. Después dijo que no estaba de ánimo para escuchar nada, salvo el crujido particular de los billetes de diez mil. Porque tienen un crujido particular, distinto a todos, ¿no es así?, dijo.
Además, emiten un resplandor, dijo. Están como rodeados por un nimbo. Brillan con luz propia. Dondequiera que vayan los sigue esa claridad.
Rebordes por donde se derrama el significado, dije yo.
Sí, dijo Tomatis.
Nos reímos a carcajadas.
Pero queda un problema, dijo Tomatis. ¿Cómo hago para juntarme con la vigésima parte de ese cheque?
Voy a cambiarlo mañana a la mañana, dije yo.
Así que el diez a la mañana saqué el cheque de la caja de té y lo cambié en el banco. Me dieron cincuenta billetes de diez mil, y los metí en la caja de té. A las cinco de la tarde en punto, sé que eran las cinco porque Delicia entró en el escritorio con la pava y el mate, llegó Tomatis. Afuera lloviznaba. Como Tomatis no tenía vuelto, tuve que darle treinta mil. Me dijo que iba a devolvérmelos a fin de mes, cuando volviese de Buenos Aires, donde iba a trabajar en un guión de cine. Le dije que no los quería, pero que en cualquier momento, en el futuro, yo no sabía cuándo, estuviese preparado porque podía caer a pedírselos.
No quiero excusas cuando llegue ese momento, le dije. Si es que te los pido, es que ya no tengo de dónde sacar un centavo.
Trato hecho, dijo Tomatis. Después hizo un momento de silencio. Ahora estoy en condiciones de escuchar ese ensayo, dijo. Ahora has perdido tu oportunidad, dije yo. Ya te lo leí una vez, y no lo escuchaste.
Cuando Carlitos Tomatis se fue, salí del escritorio y llamé a Marcos.
Cobré la hipoteca, le dije, ¿Cómo puedo hacer para devolverte los treinta mil?
No te los di para que me los devuelvas, dijo Marquitos, No te pregunté para qué me los diste sino cómo puedo hacer para devolvértelos, dije yo.
Puedo esperar todo el tiempo que quieras, dijo Marquitos. No necesito esa plata.
¿Paso esta noche por tu casa y te los dejo?, dije yo. No es necesario, dijo Marquitos. En todo caso, voy a verte uno de estos días.
Le dije que tratara de que fuese lo antes posible y colgué. Después llamé a Delicia al escritorio. Saqué seis billetes de diez mil y se los extendí.
Aquí están los cincuenta y cuatro mil pesos que me diste, más tres mil del mes de marzo, y tres mil adelantados sobre el mes de abril, lo que hacen sesenta, dije yo.
Delicia dijo que los guardara en la caja de té. Saqué el resto de los billetes de la caja. Después guardé la caja en el primer cajón del escritorio.
No tiene llave, dije. Cuando quieras sacarlos, en cualquier momento, a cualquier hora del día o de la noche, están ahí.
Después guardé el resto de los billetes en el segundo cajón. Para entonces, ya había oscurecido. Seguía lloviznando. Más tarde comimos. Cuando salí a la calle, eran más de las diez. Llevaba dos billetes de diez mil en el bolsillo. La noche estaba borrosa debido a la llovizna. Cuando llegué al club subí las escaleras lentamente y al llegar a la sala de juego comprobé que la partida no había empezado todavía. Había varias sillas desocupadas, de modo que fui hasta la caja, recibí dos óvalos amarillos y diez rectángulos rojos y me senté a la derecha de uno de los empleados. Apilé las fichas sobre el paño, frente a mí, y pedí un cartón. En el momento en que un empleado me lo alcanzaba, los dos de la mesa comenzaron a revolver los cinco mazos sobre el paño. Movían las manos al azar, preferentemente en círculo, y ponían especial cuidado en desordenar las barajas. Los doscientos sesenta reversos rayados, insignificantes, se mezclaban bajo las manos de los empleados. Después comenzaron a hacer las hileras de pilas bajas. Por último, las encimaron en una sola pila y el empleado me extendió el mono para que cortara. Tenía, entonces, que asumir la primera decisión a ciegas. Recorrí el borde de la pila, rozándolo en el filo del mono, y al final lo inserté. El empleado invirtió el orden de las dos porciones del mazo, en que yo lo había dividido al insertar el mono, poniendo la superior debajo de la inferior. Después guardó el mazo dentro del sabó y empezó la partida.
El primer pase no jugué a nada. Vino punto. El segundo pase tampoco jugué, y volvió a venir punto. En el tercer pase jugué, por lo tanto, a punto. Hubo un empate de ocho, y después volvió a venir punto. Había puesto un óvalo amarillo, de modo que me devolvieron dos. Volví a ponerlos a punto y volví a ganar. Me devolvieron, en vez de los dos óvalos amarillos, dos rectángulos de los grandes, color verde. Esperé un pase y ganó la banca. Entonces puse uno de los rectángulos verdes a banca y vino banca. Dejé los dos rectángulos a banca y me devolvieron cuatro. De los cuatro, jugué dos a banca y me devolvieron cuatro. Esperé un pase, y vino punto. Después puse dos rectángulos verdes a punto, y vino punto. Dejé los cuatro a punto, y volvió a venir punto. Me dieron ocho rectángulos verdes.
Esperé. Me sentía como debió de haberse sentido Jesucristo caminando sobre las aguas. Exactamente igual que él. Al caminar sobre las aguas, probó que era el hijo de Dios. Pero reinó sobre sus leyes. Por lo tanto obró contra Dios. Él era Dios también, pero yo no era más que Sergio Escalante, abogado. Yo podía caminar sobre las aguas, sin necesidad de que Dios me apadrinara. Sobre!a superficie expectante. En mi caso, era una simple coincidencia: las aguas no querían tragarme, Pero a esas coincidencias excepcionales las llamarnos milagros. Y nos llenan de asombro y alegría.
Así que esperé, y mientras yo esperaba, vino banca. Puse entonces tres rectángulos verdes a banca, y vino banca. Dejé los seis a banca, y vino banca. Me devolvieron los seis y volví a esperar. Vino otra vez banca. No había perdido, pero era una mala señal, una grieta sobre la superficie del agua que yo debía vigilar para no poner el pie sobre ella.
Durante todos los pases que esperé el juego se mezcló y se desarrolló sin orden de ninguna clase. Después comenzó a insinuarse un juego en favor de la banca, y cuando comprobé que se mantenía firme, jugué treinta mil a banca y vino banca. Dejé los sesenta, y volvió a venir banca.
Mientras recibía los doce rectángulos verdes, que tenían grabada la cifra en el centro, con números dorados, pensé que en el pase siguiente el juego iba a cambiar, y después puse cinco rectángulos verdes a punto. Vino punto. Me devolvieron diez. Volví a dejar cinco a punto, y volvieron a entregarme diez. Tenía un montón tan grande de rectángulos verdes y óvalos dorados, que cuando colocaba sobre ellos las palmas abiertas de las manos, con los dedos muy separados, no los podía cubrir.
Ahora van a venir tres puntos más, y después dos bancas, pensé. Voy a jugar cinco fichas por pase, y después del quinto me levanto y me voy.
Gané los tres primeros pases de punto, y en el cuarto jugué a banca. El tipo que daba vuelta las cartas las puso bocarriba sobre la mesa, y se vio que tenía nueve. Pensé entonces que la banca debía tener nueve. La banca dio vuelta las cartas y mostró un ocho y un as. Después del empate, vino banca, y enseguida volvió a venir. Ahora todo el círculo de jugadores miraba el montón de mis fichas verdes y amarillas. Empecé a ordenarlas y cuando tuve el montón listo me paré. Me estaba volviendo hacia la caja, con los bolsillos llenos de fichas y todavía un montón más en las manos cuando noté que un tipo parado al lado mío giraba bruscamente la cabeza hacia la escalera. Me di vuelta. Entonces vi que había entrado la policía.
Eran más de veinte, y tres o cuatro de ellos llevaban ametralladoras. Rodearon la mesa ordenando que nadie debía moverse. Detrás de uno que parecía el jefe, saltó un fotógrafo y sacó dos instantáneas, haciendo estallar el resplandor de los flashes. Después nos hicieron poner de espaldas a la larga pared del salón y nos empezaron a llamar a uno por uno. Cuando llegó mi turno, me sacaron hasta la última ficha y me tomaron el nombre y la dirección. Después me mandaron otra vez a la pared.
Cuando volví, uno de los empleados estaba hablando con un grupo de jugadores. Decía que era mejor tener una araña pollito en el bolsillo que la palabra de la policía. Después nos hicieron bajar por la escalera, en fila india, y nos metieron en un ómnibus que esperaba en la puerta del club. Apenas si entró la tercera parte de los jugadores el resto se quedó esperando en el hall. Nos llevaron a la jefatura de policía y nos metieron en una pieza de techo alto, con piso de madera. Un tipo iba haciendo una lista a máquina con nuestros nombres y direcciones. Cuando llegó mi turno, el tipo me preguntó si quería dejar algo en deparo. Le dije que no.
Cuando llegaron las otras dos tandas de jugadores, los hicieron poner en fila y les tomaron el nombre y la dirección. Después empezaron a distribuirnos en las seccionales. Me tocó ir a una comisaría de barrio, con otros cuatro tipos. Uno era un gordo que tenía un solo diente y era adicionista en el cabaret Copacabana. Otro era uno de los empleados que atendían la mesa, un tipo que no decía una sola palabra. El tercero era un vendedor de máquinas de escribir. El cuarto, ya ni recuerdo quién fue. Llegamos al alba a la comisaría, y nos distribuyeron por todo el edificio porque se suponía que estábamos incomunicados.
El vigilante que me encerró me dijo que si necesitaba algo golpeara las rejas. La puerta de la celda daba a un patio en el que había un motor para sacar agua. Detrás del tapial, se veía la parra sin hojas de la casa vecina. El borde del tapial estaba lleno de vidrios rotos de botellas. Cuando se fue el vigilante, me tiré en el piso de Pórtland me quedé dormido. Desperté porque alguien me estaba sacudiendo. Era un vigilante, pero distinto del de la mañana. Tenía anteojos. Me dijo que había venido a verme un familiar y que preguntaba si necesitaba algo. Le dije que ya salía. Salí detrás de él al patio y esperé ahí. Miré hacia la galería delantera del edificio, pero no pude ver ninguna cara conocida. Después el vigilante volvió y me habló en voz muy baja, diciendo que esperara un minuto. Volví a la celda. La puerta de reja estaba abierta. Enseguida volvió el vigilante y me dijo que lo siguiera.
Llegué a la galería delantera, detrás del vigilante, y lo seguí adentro de una oficina. Detrás de un escritorio había un oficial. Me dijo que habían venido a visitarme y que aunque estaba prohibido me iban a permitir hablar unos minutos con la visita. Dijo que yo estaba incomunicado, y que por lo tanto no debía comentar con nadie que me habían dado permiso. Me llamó doctor, de modo que supuse que me conocía de alguna parte. Me metieron en otra habitación y adentro estaba Marquitos, sentado en una silla. Sobre una mesa había una frazada doblada y un paquete envuelto en papel blanco. Marquitos me dio la mano y me preguntó cómo estaba.
Preso, dije yo.
Me dijo que en el paquete había pan y un pollo frío y me dijo que estaba tratando de sacarme. Le pregunté qué día era.
Sábado, dijo.
Le dije que no se molestara, que hasta el lunes no había nada que hacer y que le avisara a Delicia.
No le digas que estoy preso, dije.
¿Te parece que no es una razón demasiado boluda como para caer preso?, dijo Marquitos.
Le dije que todas las razones eran boludas, para caer preso. Que si él se abstenía de sermonearme, yo iba a soportar mejor el hecho de estar preso. Marquitos me dijo que yo tenía mala cara.
Perdí la buena al punto y banca, hace tiempo, dije yo.
Te confieso que no entiendo nada de tu vida, dijo Marquitos.
Le dije que le agradecía la frazada. Esta noche, a última hora, voy a volver para ver cómo marcha todo, dijo Marquitos.
Alcé la frazada y el paquete envuelto en papel blanco y me dirigí hacia la puerta. Ahí me detuve y me volví.
Lamento mucho no poder darte el gusto de estar en mi lugar, dije, y salí.
Cuando abrí la frazada para extenderla sobre el piso de portland vi que un libro caía de adentro. Lo alcé y comprobé que era El Jugador de Dostoievski. Dejé la frazada y el paquete y me senté cerca de la puerta, a leerlo. Al anochecer se encendió una lamparita. Como estaba refrescando, me envolví en la frazada y me senté en un rincón, cerca de la luz. A eso de las ocho ya había terminado de leerlo. Hablaba mucho de la codicia, la ambición, la debilidad, los rusos, los franceses, los ingleses. Hablaba, incluso, de jugadores. Pero del juego no decía una palabra. Al parecer, tenía demasiado claro de qué se trataba como para perder el tiempo hablando de él. O, como mi abuelo, era un hombre de otra generación. La última página me pareció lo mejor del libro. Después se apagó la luz. Cuando el vigilante vino a hablarme le pregunté qué hora era y me dijo que ya eran las diez. Me dijo que habían venido a verme. Yo le dije que dijera que no me había podido despertar. Durante la noche, me desperté varias veces, helado. Cuando abrí los ojos al otro día ya no lloviznaba y estaba saliendo el sol. Iba a hacer un día agradable. En el suelo, vi el paquete intacto envuelto en papel blanco. Lo abrí, le arranqué una pata al pollo, y empecé a comérmela. Después golpeé la reja y cuando vino el vigilante le dije que quería ir al baño. Era el mismo vigilante de la mañana anterior. Me preguntó cómo había pasado la noche y yo le dije que la había pasado durmiendo. Antes de las nueve, llegó Marcos. Me hicieron pasar otra vez a la habitación donde él me esperaba. Sobre la mesa había otro paquete envuelto en papel blanco y un termo anaranjado. Me preguntó cómo había dormido. Sentado, dije yo.
Fui a avisarle a la nena, dijo Marcos. En ese termo hay café con leche.
¿Qué te dijo?, dije yo.
Nada, dijo Marquitos. Le pregunté si necesitaba algo, y me dijo que no, que estaba bien.
Ella siempre dice que está bien, dije yo.
Sí, parece ser de esa clase de gente, dijo Marquitos.
Después le dije que no me trajera más de comer, que con ese pollo me alcanzaba y me sobraba.
¿No querés afeitarte?, dijo Marquitos.
No, dije yo.
De todos modos no te ofenderás si vuelvo esta tarde a preguntar cómo van las cosas, ¿no es cierto?, dijo Marquitos.
En absoluto, dije yo. A propósito, si volvés, ¿podrías hacerme el favor de traerme dos o tres revistas de historietas? El Tony, si fuese posible. Y si es posible, algún cuaderno, o cosa así, y un lápiz.
Sí, dijo Marquitos. El Tony, ¿no?
Eso, sí. El Tony, dije yo.
Después Marquitos se fue, y yo me volví al calabozo. Me serví dos vasos de café con leche y después cerré el termo. Por pura curiosidad abrí el segundo paquete y comprobé que estaba lleno de bollitos. Volví a envolverlos, y dejé el paquete en el suelo, junto al del pollo. Después me senté cerca de la puerta, y me puse a mirar el sol de la mañana.
Así que los dos círculos se habían tocado. Mientras yo iba duplicando mis rectángulos verdes, ellos hablaban por teléfono, se preparaban, recogían las ametralladoras, salían de jefatura, entraban en los automóviles, avanzaban hacia el club. Bajaban de los coches, subían las escaleras, entraban en la sala de juego. En ese momento yo me estaba parando. Había acertado un último pase a banca, un penúltimo, también a banca, había jugado un empate, y tres pases de punto. Hacia atrás, podía ir comparando el desarrollo interno de los dos círculos y ver cómo coincidían uno con otro, sin que no obstante no hubiese entre ellos ninguna relación. Cuando ellos llegaron, el allanamiento ya había sucedido. Pero había sucedido para ellos, no para nosotros. Gané todos los pases chicos, los de diez, veinte, cincuenta mil. Pero el pase más grande, el que me llevó todo, lo perdí. Ése era el pase que estaba jugándose esa noche, y yo aposté a ciegas por el contrario. De modo que perdí. Ellos atravesaron por un momento la superficie de nuestro círculo, pasaron como un vendaval, y bastó para que yo perdiera todo.
Cuando a las dos de la tarde Marcos volvió con las revistas, el cuaderno y el lápiz, le dije que no viniese más. Leí las revistas, pero no usé ni el lápiz ni el cuaderno.
Me largaron al otro día al anochecer, después de haber prestado declaración ante el secretario del juzgado. El secretario me conocía y me dijo que iba a ver cómo arreglaba la cuestión del proceso. Dijo también que todos éramos humanos.
Algunos más que otros, dije yo. Probablemente. Sí, dijo el secretario. Cuando un tipo no sabe qué hacer para hincharle las pelotas al prójimo, hay que recomendarle que se meta en la policía. No se preocupe, doctor, acá va a hacerse todo con discreción.
Le pregunté por qué había que tener discreción. Me miró, pero no me dijo nada. Yo le soporté la mirada. Cuando salimos de jefatura, el adicionista del cabaret me dio la mano y me dijo que fuera a visitarlo una de esas noches, para tomar una copa. Le dije que yo no tomaba.
Encontré a Delicia en la cocina, con su cuaderno abierto. Había empezado a dibujar otra vez la letra a. Le conté que había estado preso, y que hacía tres días que no me lavaba la cara. Después subí al baño, me afeité y me bañé. Mientras me afeitaba tuve oportunidad de mirarme en el espejo. Sí, estaba mucho más delgado, y la barba estaba comenzando a encanecer. También tenía algunas canas en el cabello. Pero para mí, yo seguía siempre igual. Eran los otros los que notaban los cambios, cuando ya habían sucedido. Así que estaba envejeciendo. Iba a pasar una vez más enteramente, hasta desaparecer. Alguien más que quería saber algo iba a sentir el apagón súbito, desapareciendo cuando apenas había entrevisto la posibilidad de encontrar un camino. Podía vivir treinta, cuarenta, cincuenta años más.
Daba lo mismo. Había llegado al punto en el cual se podía comprender que la zona que yo me había dedicado a esclarecer era desentrañable. Desde fuera, yo pasaba como un meteoro, dejando una cola verde que empezaba a esfumarse en el mismo momento de comenzar a arder. Un apagón, y todo iba a quedar en la oscuridad. Del relumbrón fugaz de la chispa, a lo negro. Me miré en el espejo. Ese soy yo, pensé. Soy yo. Yo.
Después me desnudé y me metí bajo la ducha. Cuando bajé, Delicia estaba preparando la comida. Nos habíamos sentado a comer, cuando sonó el timbre de la puerta de calle. Era Marquitos. Le dije que comiese algo y empezó a pelar una naranja. Me preguntó cómo estaba. ¿Realmente estás tan preocupado?, le dije. Terriblemente, me dijo. Bueno. No estés, dije yo.
Hay algo de autodestrucción en todo esto, Sergio, dijo Marcos. Estoy francamente preocupado.
No tengo alcohol, dije yo. Puedo ofrecerte un café. Acepto, dijo Marquitos.
Fuimos al escritorio, donde yo había dejado las revistas que Marquitos llevó a la comisaría. Las saqué de en medio y me senté. Marquitos se sentó en un sofá.
Ahí está tu frazada y el resto de tus chirimbolos, dije. Después que tomamos el café, dijo que quería dar una vuelta. Lo acompañé. Subimos al coche celeste, enfilamos para el centro, recorrimos San Martín hacia el sur, rodeamos toda la Plaza de Mayo, pasando frente a la Casa de Gobierno y al edificio de los Tribunales, y después volvimos a recorrer San Martín, esta vez hacia el norte. Pasamos delante de los corredores de la galería, y en la esquina doblamos hacia la estación de ómnibus. Enfrente estaba el Correo, todo iluminado. Después tomamos la avenida del puerto, en la que las palmeras brillaban a la luz de los globos del alumbrado, y llegamos al puente colgante. En la costanera nos detuvimos. Bajamos. Nos apoyamos en la baranda de cemento y miramos el río.
Ha de hacer dos años que no vengo por aquí, dije yo
– Sergio, dijo Marcos. Si no estás ni a veinte cuadras. Es verdad, dije yo. Pero no he venido. Noté que me estaba mirando fijamente. Hay algo en todo esto, algo… heroico, dijo Marquitos. No fabules, dije yo. Y algo de… de…, dijo Marquitos. Estúpido, dije yo.
No. No es eso, dijo Marquitos. Algo de… de-Absurdo, dije yo. No. De locura, dijo Marquitos. Sobre el río caía un haz de claridad, que lo dividía. Había esa franja amarillenta, quebradiza, y agua negra de los dos lados. Pero el agua no es nunca la misma, dijo Marquitos, cuando se lo hice observar. Por lo tanto, tampoco el reflejo es el mismo.
Es verdad, dije yo.
Me llevó de vuelta por el bulevar. En 25 de Mayo doblamos hacia el sur, y en el reloj del Banco Municipal, redondo, con números romanos, comprobé que eran las doce y veinticinco. Doblamos en Primera Junta, pasando frente al edificio donde estaba la oficina de la Inmobiliaria. El reloj de Casa Escassany dio las doce y media cuando pasamos delante de él. Cuando llegamos a la puerta de mi casa bajé del coche y le dije a Marquitos que me esperara un momento. Fui al escritorio, abrí el segundo cajón, y saqué tres billetes de diez mil pesos. Se los llevé a Marquitos y se los pasé por la ventanilla. Los agarró, diciéndome que no los necesitaba. Después me dijo que extrañaba a Rey. El Chiche fue siempre un rufián, dije yo. No, dijo Marcos. Era otra cosa. Siempre había que perdonarle todo, dije yo. ¿A quién no?, dijo Marcos.
Pensé que era una alusión a mi persona. Después puso en marcha el motor y se fue. Cuando me metí en la cama me acordé de que había visto una franja de luz por debajo de la puerta de la cocina. Me vestí otra vez y bajé. Al abrir la puerta vi a Delicia con los cinco mazos de naipes puestos sobre la mesa. Del otro lado del mazo había un montón de barajas bocarriba, en desorden. Delicia sacaba de dos en dos, y después daba vuelta las dos primeras para ver la cifra.
Dos días después me enteré de que tiraban dados en un club de las afueras. Era una partida clandestina. Me llamó por teléfono ese empleado del club que no hablaba nunca. Me dejó la dirección y me dijo que empezaba a las diez de la noche. Estuve yendo dos o tres veces por semana, y siempre perdía. No llevaba sumas muy grandes. Veinte, treinta mil. Mi corazón se ponía a palpitar cada vez que agarraba el cubilete y empezaba a sacudirlo. Sabía que el caos estaba golpeando contra las paredes de cuero, y era el caos el que rodaba por el paño verde bajo la forma de dos diminutos cubos amarillos. Después el caos cuajaba un momento, en una inmovilidad transitoria, y las manos del empleado que no hablaba nunca, borraban ese momento de estabilidad recogiendo los dados. Era como una fuerza loca emitiendo un grito y volviendo otra vez al ruido impreciso. Pensaba en los dados cuando miraba las nubes en el cielo. Tomaban una forma que duraba un segundo, y después, de golpe, bajo una apariencia de lentitud que confundía al ojo, eran otras. Perdí siempre. El veintitrés de abril, en plena lluvia, a las doce de la noche, tomé un taxi desde el club, fui hasta mi casa, y saqué tres billetes de diez mil. Ya había perdido tres. Volví en el mismo taxi. La ciudad se perdía en un montón de manchas brillantes, vista a través de los vidrios del taxi que chorreaban agua. El veintiocho de abril me quedaban cien mil pesos, aparte de los sesenta de Delicia que estaban guardados en la caja de té. El veintinueve, a las tres de la tarde, el empleado de la partida me llamó por teléfono. Me dijo que el dos de mayo iba a haber una partida clandestina de punto y banca.
Le pregunté si me estaba invitando. Lo estoy invitando, doctor, me dijo el empleado. Pero es una partida muy grande. Vienen cinco personas de afuera. Con usted serían seis.
Le dije que iba a ir. Sin embargo, no colgó. Tengo que hacerle una advertencia, doctor, dijo el empleado. Para tener derecho a entrar en la partida, hay que fichar cien mil pesos. ¿Cuánto?, dije yo.
Cien mil pesos, doctor, dijo el empleado. ¿Cien mil pesos?, dije yo. ¿Quién va a bancar? ¿Anchorena?
El empleado se rió.
Es la condición, doctor, dijo. Yo lo siento mucho pero me han dado órdenes.
Déme la dirección, dije yo.
No puedo dársela por teléfono, doctor, dijo el empleado. Venga a mi casa entonces, dije yo. Estuvo en casa a la media hora, y me dio la dirección. Le dije que tomara un café y se sentó en el sillón del escritorio. Eran unos tipos del Mercado de Abasto de Rosario, que iban a venir especialmente a jugar. Uno era un tal Capúa. Otro, un tal Méndez. Después nombró a otros tres que eran de Esperanza. Se juega sin límite, dijo el empleado. Se juega por millones de pesos.
Le pregunté si había garantías con la cuestión de la policía, y me dijo que de no haber garantías, ellos no iban a hacer la partida. Pero que de todos modos me iba a llamar el dos de mayo para darme la confirmación. Después se fue. Dejó un olor a colonia que no pude borrar con nada durante toda la tarde, y que duró hasta el otro día. No pude borrarlo ni siquiera abriendo la ventana. Me pareció que toda la casa se impregnaba con él. Me quedé mirando la llovizna por la ventana, hasta que Delicia me trajo el mate. Tenía puesto un suéter de mi mujer, color negro. Ya le estaba quedando estrecho. Me preguntó si no pensaba afeitarme y yo le dije que era muy posible que uno de esos días me afeitase. Después amago irse, y yo le dije que se quedara. Me preguntó para qué.
Simplemente, para que te quedes, dije yo.
Me miró fijamente y tuve que desviar la mirada. Después empecé a hablar.
Delicia, le dije. Sabrás que el juego es mi obsesión. Que si no puedo jugar, no puedo vivir. No sé si eso es malo o bueno, pero es así. Me han invitado a una partida grande de punto y banca. Con suerte, puedo ganar millones de pesos. Tengo algunos métodos, y si bien no es algo muy seguro, tengo tantas posibilidades de ganar como cualquiera de los otros. Depende de mi suerte. Ahora bien: de lo que me han dado por la hipoteca, mi último recurso, por otra parte, no me quedan más que cien mil pesos. Desgraciadamente, para poder entrar a esa partida tengo que fichar lo menos cien mil pesos. Eso significa que no puedo ir a jugar con menos de cien mil pesos, pero significa también que si ponen como mínimo cien mil, ésa es la cifra que se supone sirve para arrancar y nada más. Pienso que tengo que llevar ciento cincuenta, o más. Prácticamente, todo lo que pueda reunir de aquí al dos de mayo. Y lo único que puedo reunir de aquí a esa fecha son los cien mil pesos que me quedan de la hipoteca. Están también tus sesenta mil en la caja de té. Son tuyos. No tenés obligación de ninguna clase conmigo. Mi deseo es pedírtelos prestados. Para ser honrado, si los pierdo, me va a resultar algo difícil devolvértelos. Yo diría que hasta imposible. Puede pasar lo siguiente: que rematen mi casa, se cobren la hipoteca y me den el sobrante. Pero antes de que ocurra eso, va a pasar mucho tiempo. En esas condiciones, ¿estarías dispuesta a prestarme tus sesenta mil pesos? Te repito: va a ser algo difícil que yo pueda devolvértelos en caso de perderlos.
Yo le dije a usted que los guardara y usara lo que quiera en caso de necesitar, dijo Delicia.
Me paré y le di un beso en la frente. Criatura, le dije. Dios te guarde. Así que me puse a esperar el dos de mayo. Salvo el primero, lloviznó todo el tiempo. Y el primero, a eso de las nueve de la noche, también se puso a lloviznar. Me entretuve escribiendo mi octavo ensayo: Chic Young, un héroe de nuestro tiempo. Me basé especialmente en Blondie, pero saqué también mucho material de El Coronel Pipón y doña Cata. Mi tesis era que, teniendo en cuenta las observaciones que Young había hecho acerca de la vida cotidiana de la clase media, otro en su lugar se habría suicidado, o elegido el camino más fácil: la tragedia. Puse como acápite del ensayo la frase que había escrito unos días antes, acerca de la comedia y la tragedia. Estuve todo el primero de mayo pasándolo en limpio, y cuando llegó la noche, me sentí eufórico. Le pregunté a Delicia si no tenía ganas de comer afuera y me dijo que era un disparate, que estaba lloviznando. Que podíamos comer muy bien en la cocina, como de costumbre, sin ninguna necesidad de andar sacando la mesa a la galería. Estaba por explicarle que no me refería a eso, pero me pareció que no valía la pena. Que, después de todo, ella tenía razón.
Después de la comida la ayudé a lavar los platos. Cuando todo estuvo limpio, traje los cinco mazos de cartas, los mezclé, puse el nombre de Delicia y el mío en el borde superior de una hoja en blanco, y los separé con una raya vertical. Estuvimos adivinando los pases toda la noche y con tanta precisión que pasaba mucho tiempo antes de que llegara el momento de cedernos mutuamente el derecho de adivinar. Cuando nos dimos cuenta era la madrugada. Nos fuimos a dormir.
Al otro día me despertaron golpes en la puerta. La voz de Delicia me dijo que había un señor que me buscaba. Pensé que era el empleado de la partida. Le dije que lo hiciera esperar en el escritorio. Me vestí, me lavé la cara, y bajé. Cuando entré en el escritorio vi a un tipo gordo, con todo el cabello veteado de gris. Estaba de espaldas y yo le veía la piel oscura del cuello. Miraba la llovizna por la ventana. Cuando me oyó entrar se dio vuelta. Era el Negro Lencina. Estuvimos mirándonos un momento sin parpadear.
Engordaste, Negro, le dije.
Nos dimos la mano.
Luisito mató a la mujer, dijo el Negro.
Le dije que se sentara en el sofá de cuero. Yo me senté detrás del escritorio. Le pregunté si quería un café y me dijo que no. Entonces lo miré.
Está muy bien. Luisito mató a la mujer, dije. Pero ¿qué Luisito?
Luisito, dijo el Negro. Luisito Fiore.
¿Fiore?, dije yo. ¿Y cuándo?
Anoche, en Barrio Roma, dijo el Negro. Le metió dos chumbos en la cabeza. Está loco, de remate.
Insistí para que tomara café y al fin aceptó. Me asomé a la puerta del escritorio y le grité a Delicia que mandara café. Después volví a sentarme detrás del escritorio.
¿Dos tiros?, dije yo. ¿En la cabeza?
En la cabeza, sí, dijo el Negro. Le metió dos chumbos en la cabeza.
No supe qué decirle. Al fin encontré algo.
Gracias por venir a avisarme, dije.
No vine a avisarte, dijo el Negro. Vine para que lo defiendas en el Tribunal.
Yo ya no ejerzo la profesión, dije.
Estoy viendo, dijo el Negro.
¿Seguía en el sindicato?, dije yo.
Ya no, dijo el Negro. Trabajaba en el molino, pero no seguía en el sindicato.
Lástima, dije yo.
Yo sabia que iba a terminar así, dijo el Negro. Yo sabía. Yo le decía.
Se paró otra vez y se puso a mirar la llovizna por la ventana. Desde la calle entraba una luz gris. Después el Negro se volvió hacia mí.
Yo le decía. Siempre, dijo. Le dije que se tranquilizara.
Volvió a sentarse en el sillón de cuero. El sillón crujió bajo su cuerpo tenso, oscuro. Lo encontré tan saludable que por un momento me pregunté con qué diablos se alimentaba. Me miraba con los ojos muy abiertos. Su pelo entrecano estaba volviéndolo venerable. En otras épocas el Negro tomaba dos copas y se ponía a tocar el acordeón a piano.
¿Todavía tocas el acordeón a piano?, dije. De vez en cuando, dijo el Negro. Me miró severamente. Antes defendías a los trabajadores, dijo. Sí, antes sí, dije yo.
Me han dicho que vivís del juego, dijo el Negro. Es al revés, dije yo.
Después le pedí que me contara lo de Fiore. Me dijo que había ido a cazar con la mujer y la nena a Colastiné Norte, en la camioneta del molino. Que de vuelta habían parado en un despacho de bebidas. Que a la salida, después de una discusión, le pegó dos tiros. Le pregunté si la discusión había sido violenta. Me dijo que no sabía bien. Me dijo que le había tirado con la escopeta de caza.
En cierto sentido, dije yo, es un atenuante. Le van a dar lo menos veinte años, dijo el Negro. Va a estar cómodo en la cárcel, más cómodo que afuera, dije yo. En todo sentido siempre se está más cómodo en la cárcel.
El Negro me miraba sin parpadear. Tenía la piel del rostro gruesa y muy estirada, y de la base de la nariz arrancaban dos cordones curvos que bordeaban las comisuras de los labios para ir a morir a la mandíbula.
Nunca creí que iba a encontrarte así, dijo el Negro.
Vamos, Negrito, dije yo. Somos pocos y nos conocemos. Dame todos los detalles que puedas, que no te estoy preguntando por curiosidad.
Le pregunté si Fiore y la mujer se llevaban mal, y me dijo que peleaban de vez en cuando. Lo normal, dijo el Negro. Si sabía ir a cazar seguido y si siempre iba con la mujer y llevaba la escopeta. El Negro me dijo que le parecía que sí. Le pregunté si la mujer lo engañaba. Me dijo que le parecía que no y agregó que Fiore se emborrachaba seguido últimamente. Luisito es un buen muchacho, pero yo siempre le decía, dijo el Negro. Después le pregunté cuánto tiempo hacía que Fiore había dejado la secretaría del sindicato. Mucho tiempo, dijo el Negro. Empezó a andar cada vez más mal, hasta que dejó del todo. Le pregunté si lo habían sancionado y me dijo que no.
Chupar y cazar. Era todo lo que hacía, dijo el Negro.
Después me miró y me preguntó si iba a defenderlo.
No, le dije.
Se levantó para irse, y en ese momento entró Delicia con el café. Poco más y se llevan por delante. Al ver a Delicia, el Negro vaciló.
Voy a recomendarte un abogado, dije. Un abogado mejor que yo.
Se quedó parado cerca del escritorio. Delicia dejó la bandeja con el café y salió, cerrando la puerta. Puse azúcar en el café del Negro, lo revolví, y se lo alcancé. Me tomé el mío amargo. El Negro empezó a tomar su café; su piel era casi del color del café; sus grandes ojos brillaban mucho.
El doctor Rosemberg, dije yo.
¿Es compañero?, dijo el Negro.
No. Camarada, dije yo.
¿Se puede confiar en él?, dijo el Negro.
Completamente, dije yo.
El Negro volvió a sentarse, con el pocillo de café en la mano, haciendo crujir el sillón. Le dije que iba a llamarlo por teléfono y salí del escritorio. Disqué el número de Marquitos y atendió una voz de mujer. Dije quién era yo.
Ah, dijo la mujer. Habla Clara.
Clara, dije yo. Años que no oía tu voz.
Marcos no está, dijo Clara. Ha ido al Tribunal.
Su voz sonaba como ronca.
En todo caso, lo llamo más tarde, dije yo.
A mediodía, dijo Clara. Seguro viene a comer.
Bueno, hasta luego, dije yo.
Chau, dijo Clara.
Colgamos. Volví al escritorio, y encontré al Negro mirando la llovizna por la ventana. No se dio vuelta y yo me acerqué a él.
Estará incomunicado, supongo, dije.
Sí, dijo el Negro.
Después le pregunté si él también seguía en el Molino. Me dijo que no, que tenía un reparto de soda a domicilio. Dijo que tenía un camioncito. Le pregunté si tenía teléfono y me dijo que no, pero que podía llamarlo al almacén de la esquina. Anoté el número y le dije que lo iba a llamar a la una.
Ya no son los mismos tiempos de antes, me dijo el Negro, mirándome y sacudiendo la cabeza.
Le dije que efectivamente, no eran los mismos tiempos. Me preguntó si iba a ir al velorio de la mujer de Fiore y le dije que no. Me dijo que de todos modos me dejaba la dirección, y que si quería ir al cementerio, la enterraban al otro día a las diez de la mañana.
Luisito es muy cabeza dura, dijo en la puerta. Yo siempre le decía.
Después se fue. Lo acompañé hasta la puerta, y volví al escritorio. Me paré exactamente en su lugar, frente a la ventana, y me puse a mirar la llovizna en la calle. No era la misma llovizna, seguro, pero era difícil notar la diferencia. Estaba la misma vereda gris, la calle asfaltada, la vereda de enfrente con su árbol lleno de hojas verdes y lustrosas la casa en la vereda de enfrente con sus dos balcones de celosías y baranda de bronce. La llovizna parecía también la misma.
Después de las doce llamé a Marcos y le expliqué. Me dijo que le avisara al Negro que pasara a las tres de la tarde por su casa. Llamé al almacén y pedí hablar con el Negro Esperé diez minutos y al fin la voz del Negro se oyó, jadeante. Le di el mensaje de Marcos y la dirección y colgué. Después me metí en la cama y dormí una siesta. A las cinco Delicia me llevó el mate al escritorio, y a las seis me llamó el empleado de la partida. Me confirmó la dirección y me dijo que iba a empezar a las diez clavadas. Me quedé en el escritorio hasta después de las ocho y cuando salí encontré a Delicia tendiendo la mesa. Había olor a guiso en la cocina. Delicia se había lavado el suéter negro de mi mujer, que estaba quedándole estrecho; le venía muy bien. Por primera vez noté que tenía unas manos de dedos larguísimos, oscuras. No cruzamos una sola palabra durante la comida. Después me levanté de la mesa, saqué los ciento sesenta mil pesos del escritorio, y me fui para la partida.
Era en pleno centro, a la vuelta de San Martín, de modo que fui caminando en dirección a San Martín, doblé en la esquina de Casa Escassany a las diez menos cuarto y avancé por San Martín tres cuadras hacia el norte. Pasé frente a las pizarras de La Región y me paré a leerlas, pero no decían nada de lo de Fiore. Doblé en la primera esquina hacia el este, hice una cuadra y media, crucé a la vereda de enfrente y no tuve necesidad de buscar el número porque el empleado de la partida estaba parado en la oscuridad, en el umbral de una casa. Lo reconocí por el olor de su colonia. Me dio mano y me dijo que entrara.
No sé por qué, pero la habitación en la que entramos parecía un escenario. Había una mesa larga, cubierta con carpeta bordó de terciopelo, y cinco tipos sentados alrededor. Había también dos sillas vacías. En un rincón, sobre una mesita de madera, estaba la caja de las fichas y un tipo estaba revisándola. Detrás había una cortina descolorida, que cubría una arcada. Probablemente fue eso lo que me dio la sensación de escenario. Los tipos tenían montones de fichas en la mano. Me senté en una esquina, dando la espalda a la cortina. Llamé al fichero y le pedí cien mil pesos. El tipo me trajo diez rectángulos verdes. Metí la mano al bolsillo para darle el dinero, y el tipo me dijo que arreglábamos al final. Después me preguntó si quería tomar whisky, y yo le dije que no tomaba.
El empleado se sentó en una de las sillas vacías en el medio de la mesa, y comenzó a mezclar las cartas. Uno de los cinco tipos, al que le vi cara vagamente conocida, insertó el mono en el mazo que le ofrecía el empleado y cortó. El empleado separó las dos porciones del mazo, colocó abajo la que estaba arriba, y después metió el mazo en el sabó. Después anunció el remate de la banca.
Ofrecí diez mil, y el tipo que había cortado ofreció veinte. Así que dejé que se la llevara. Entonces puse veinte mil a punto y me preparé para recibir las cartas. Eran la dama y el nueve de corazón, y cuando se vio que el tipo tenía dos negras el empleado me tiró los cuatro rectángulos verdes. Volví a jugarlos a punto y vino punto. Dejé los ocho a punto y vino punto. Me dieron dieciséis rectángulos verdes, espere. Volvió a venir punto, pero en el próximo pase me correspondía la banca. Puse cuatro rectángulos verdes, cuando me dieron las cartas comprobé que tenía un nueve trébol y un nueve de diamante. El punto no tenía más. Eché tres bancas más; cuando llegaba el cuarto pase di suite. El empleado pidió cambio; el fichero trajo las plaquetas doradas, grandes, de cincuenta mil. El empleado me dio diez de ellas, y unos ocho o nueve rectángulos verdes. El tipo que había cortado pidió doscientos mil a la caja y recibió cuatro plaquetas doradas. Su cara vagamente conocida me distraía de tanto en tanto, fugazmente.
Remató la banca por cuarenta mil y puse los cuarenta a punto, de modo que me dieron las dos cartas. Empatamos en seis. Como después del empate de seis se supone que viene banca, pensé retirar las cuatro fichas de diez mil, pero me pareció descortés hacerlo teniendo en cuenta lo que iba ganando. Vino punto.
¿Se da cuenta?, dijo el tipo cuya cara me resultaba conocida. Echa cuatro pases de banca, da la suite, después juega a punto, y viene punto.
No habló con nadie en particular. Pensó en voz alta. Eso fue todo lo que dijo. Después de eso vinieron cuatro puntos más, una banca, otro punto, y el turno de la banca llegó otra vez a mi lugar. Eché cinco pases, y di la suite, y volví a jugar a punto y vino punto. A las once y media yo iba ganando tres millones de pesos. Parecía que a nadie le quedaba un solo centavo más en la mesa, salvo a mí. Todos tenían el aire de andar necesitando diez pesos para el colectivo. Entonces el tipo al que yo le había visto cara conocida se paró, se inclinó a la derecha del empleado, y le habló al oído. El empleado escuchó durante un momento y después de sacudir la cabeza me miró, preguntándome si yo aceptaría cheques. Dije que aceptaba cheques. Entonces el tipo de cara conocida me preguntó hasta qué suma aceptaría en cheques. Yo le dije que aceptaba cualquier suma, siempre que los cheques tuviesen fondos. El tipo me dijo que los cheques tenían fondos, pero que a esa hora iba a resultar un poco difícil de comprobar, ya que para hacerlo iba a haber que llamar por teléfono al jefe de cuenta comentes del Banco Provincial de Rosario, levantarlo de la cama, pedirle que se fuera hasta el banco y buscara su cuenta personal en el fichero. Le dije que prefería creerle antes que gastar ciento cincuenta pesos en una comunicación telefónica a Rosario. Entonces el tipo sacó una libreta de cheques del bolsillo interior de su saco, se sentó, y llenó un cheque. Después me lo extendió. Debo haber enrojecido algo. Era por un millón. Conté fichas, rectángulos dorados de cincuenta mil, y le alcancé veinte, guardándome el cheque. El tipo puso dos rectángulos dorados en su banca y yo copé la parada.
Echó seis bancas. Después dio la suite. Dos tipos que estaban quedándose completamente secos, le cambiaron cheques al que me había dado el del millón. A los diez minutos estábamos trenzados los cuatro en la partida más encarnizada que me ha tocado jugar en mi vida. A la una, yo no tenía una ficha, salvo los ciento sesenta en el bolsillo, de los que debía cien, y el cheque por un millón. Entonces le devolví el cheque al tipo que me lo había dado y el tipo me entregó veinte rectángulos dorados. Después él tuvo que devolver un cheque de trescientos que acababa de cambiar, y recibió seis rectángulos dorados. Los rectángulos verdes habían prácticamente desaparecido de la mesa. Servían para las propinas.
Las fichas fueron amontonándose frente a un tipo vestido de gris, que tenía un reloj de oro cuya pulsera le iba demasiado grande, de modo que cada vez que movía la mano izquierda el reloj se deslizaba hasta el borde de la muñeca. Era el que había recuperado el cheque de trescientos. Echó doce bancas seguidas, y después que giró toda la rueda y llegó su turno otra vez echó otras once. Cuando me acordé, no tenía más que los ciento sesenta en el bolsillo. Entonces pedí cien mil más en fichas, y los perdí.
Me levanté y me incliné a la izquierda del empleado hablándole al oído. Le dije que estaba debiendo cuarenta mil y que quería cien mil más. El empleado me contestó que podía dármelos, siempre y cuando yo dejara un cheque para la mañana siguiente. Le dije que no sólo no tenía cheques, sino que ni siquiera tenía cuenta en el banco, pero que para la tarde podía conseguírselos. Al final me dijo que sí. Terminé de perderlos, le dejé los billetes al cajero, y salí a la calle. Me vi envuelto en una llovizna fina y empecé a caminar lentamente. La llovizna me refrescó la cara. En la esquina me detuve, de golpe. La cara del tipo conocido se llenó de significado. Me había pedido doscientos pesos para comer, una noche, a la salida de una partida.
Volví. Entré sin hacer ruido y crucé el pasillo negro en puntas de pie. Podía oler la colonia del empleado antes de tantear la puerta. En el momento de hacer girar el picaporte y comenzar a empujar la hoja, comencé a oír la voz del empleado y risas. Cuando la puerta se abrió del todo vi la escena completa. Ya no jugaban. No había una sola ficha sobre la mesa. Estaban todos de pie, inclinados hacia el centro de la mesa. El empleado tenía todos mis billetes y los estaba repartiendo.
Oigan, muchachos, dije yo. ¿Por qué no salen de gira por los teatros del interior?
Se dieron vuelta todos al mismo tiempo y se quedaron inmóviles. Yo avancé. El tipo del reloj de oro me miraba con una especie de semisonrisa. Los otros estaban mudos y serios. Entonces el empleado metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una pistola. No por eso yo dejé de avanzar. Me estaba interfiriendo el paso.
Siempre terminan mal, estas cosas, doctor, dijo el empleado. Siempre terminan mal.
Ni siquiera me detuve para darle la cachetada. Iba a pegarle con el puño cerrado, pero no lo hice por dos razones: la primera, para no lastimarlo. La segunda, porque si le pegaba con el puño cerrado para hacerle daño y no lo conseguía, me iban a dar entre todos, hasta matarme. La cachetada surtió efecto, y el hecho de ni detenerme siquiera para pegarle, reforzó el efecto. La pistola cayó de su mano y él se hizo a un lado. Los otros rodeaban la mesa en semicírculo. Los billetes de diez mil estaban todos desparramados. Los junté con calma, los conté, y me los metí en el bolsillo. Cuando estaba saliendo, oí que el empleado decía: Siempre terminan mal, no hay nada que hacerle. Di un portazo, y en un segundo estuve en la calle. La llovizna me envolvió, otra vez. Caminaba tan despacio, que le puse más de media hora para llegar a mi casa. Entré en la oscuridad y fui hasta el escritorio. Encendí la luz, abrí el primer cajón y sacando la lata de té, guardé en ella los sesenta mil de Delicia. Después dejé mis cien mil dentro del cajón. Guardé la lata y lo cerré. Apagué la luz y comencé a subir las escaleras. Fui al baño, me desnudé, y me mojé la cabeza. Después entré en el dormitorio, en plena oscuridad, y me metí en la cama. Apenas estuve adentro comprendí que Delicia estaba allí, despierta, con los ojos abiertos, esperándome. No dijo una sola palabra. Cuando la toqué me di cuenta de que no tenía ninguna ropa puesta. Temblaba.
Juegan con trampas, Delicia, dije yo. No se atreven, y juegan con trampas. Mi abuelo sabía.
Después nos revolcamos hasta el amanecer, en silencio. Cuando desperté, era más de mediodía. Me di un baño, y bajé. Encontré a Delicia en la cocina. Estaba mirando las manchas oscuras de la galería, fijamente.
Alguna forma habrá de hacerlas salir, dijo. Le dije que me parecía difícil, y me fui para el escritorio. No hice nada de nada. Me puse a hojear mi colección de revistas, pero no encontré nada en qué pensar. Después releí el ensayo sobre Chic Young, y lo encontré algo presuntuoso. A las cinco, Delicia trajo el mate. Le dije que en el cajón estaban sus sesenta mil pesos, dentro de la caja de té. Que podía sacarlos cuando quisiera. Cuando anocheció, me fui para la cocina, comí algo, y después volví a encerrarme en el escritorio. Antes de medianoche me fui a dormir. Delicia estaba en la cama. Nos revolcamos como una hora, y después me quedé dormido. Me desperté antes del amanecer. Delicia dormía. Me levanté y fui a lavarme la cara.
Después bajé a la cocina y me preparé mate. Fui al escritorio y me puse a tomar mate mirando la llovizna por la ventana hasta que amaneció. El aire fue cambiando de color. Primero fue azul, después adquirió un tinte verdoso, y finalmente se inmovilizó en un gris acerado, que no se borró en todo el día. A las ocho busqué el número del Negro Lencina y lo llamé. Me atendió el almacenero y me dijo que esperara. Estuve como diez minutos sin oír nada, hasta que por fin la voz del almacenero sonó otra vez. Me dijo que el Negro estaba en un velorio. Yo le dije que no podía ser, que el entierro había sido el día antes. Pero el almacenero me dijo que él tenía entendido que no se trataba del mismo velorio, sino de otro, y cortó.