"Debe matarme el primero que me encuentre." Me despierto. Quedo con los ojos cerrados. Estoy echado de costado, con las frazadas hasta el hombro. Al abrir los ojos veo la luz. Gris, se cuela por los intersticios de la ventana. Está el ropero con su espejo ovalado. Ella está en la cama, despierta, a mis espaldas. Oigo su respiración.
– ¿No tendrías ya que haberte levantado y preparado todas las cosas, si es que vamos a salir? -digo.
– Estás ahí haciéndote la que duerme -digo. Me incorporo. Quedo bocarriba. Está el techo, alto en penumbra, porque los rayos que se cuelan por los resquicios de la ventana no llegan hasta allí. Inclino la cabeza en su dirección. Está de espaldas a mí, echada de costado. Sus hombros suben y bajan, por la respiración.
– Estás haciéndote la dormida -digo. Se sacude.
– No te sacudas -digo-. No te sacudas porque sé muy bien que estás más despierta que yo y estás queriendo que yo tire la bronca.
Pongo la mano sobre su hombro y comienzo a zamarrearla. De golpe, se sienta en el borde de la cama. Gira la cabeza hacia mí. El pelo le cae sobre la cara y tiene los ojos entrecerrados.
– ¿Cómo vamos a salir a cazar si está lloviendo? -dice. -¿Quién dijo que está lloviendo? -digo.
– Hace una semana que está lloviendo. ¿Va a parar hoy, justamente? -dice.
– Anoche no llovía -digo yo.
Sale. Vuelve enseguida, dejando abierta la puerta que da al patio. Entra un resplandor gris. -No. No llueve -dice.
– Y qué te parece si en vez de ir a cazar nos quedamos en casa -dice-. ¿Vamos a cargar todo y salir, como los húngaros?
– Al pedo no he pedido la camioneta -digo yo-. He tenido que hablar con el gerente para que me la presten. El día que podemos aprovechar la camioneta no nos vamos a quedar en casa.
Se encoge de hombros y sale otra vez. Estoy echado bocarriba, en el dormitorio. Está el techo, al que la luz gris de la puerta del patio ahora ilumina un poco más. Las vigas se entrecruzan por debajo del zinc. Entra la nena. -Nos vamos a cazar -digo yo. -Vamos a ir a Colastiné y vamos a traer un montón de patos -digo.
– ¿Vamos a andar en canoa? -dice la nena. -Seguro que sí -digo yo.
La nena sale, rápidamente. Me siento en el borde de la cama. Ahora estoy reflejado en el espejo ovalado. Me paro y me visto. Salgo al patio. Hay una luz gris. Ella sale del cuarto de baño.
– ¿Vas a afeitarte? -dice.
– No -digo-. Hoy es el día de los trabajadores. Soy dueño de no afeitarme, si no quiero.
– No pienso salir, si no te afeitas -dice.
– He dicho que hoy es el día de los trabajadores -digo. Se va. El patio está vacío, sin un solo yuyo. Están los muñones negros de los dos árboles que he arrancado. He alisado otra vez el terreno donde estaban enterrados los árboles. Queda la tierra lisa del patio, el tapial ciego de ladrillos sin revocar, y los dos troncos mutilados. Voy al baño. Hago mis necesidades y después me lavo la cara y me peino. Salgo otra vez al patio.
– ¿Puedo tomar unos mates, antes de salir? -digo. Ahí están los muñones negros de los dos árboles que he arrancado. La lluvia ha caído sobre ellos durante la última semana. El suelo está alisado por el agua. No se ve una sola huella. Ahora no queda más que el patio vacío. -¿Puedo, o no? -digo.
– Mil cosas a la vez es imposible hacer -dice la voz de ella, desde la cocina.
– ¿Voy a tener que preparármelos yo, entonces? -digo. Ella se asoma a la puerta de la cocina.
– No soy tu sirvienta -dice.
En las manos tiene un paquete envuelto en papel de diario. Esta terminando de envolverlo.
– Te he dicho que no me gusta que envuelvas la comida en papel de diario -digo.
Me tira con el paquete, que golpea contra mi brazo. El papel se rompe y caen al suelo -los ladrillos de la galería, el barro del patio- cuatro panes. Ella quiere que yo la mate. Quiere eso. Me mira furiosa desde la puerta de la cocina. Es una furia que se muestra en los ojos porque la boca se ríe con una especie de mueca. Quiere eso. Me agacho y recojo los panes. El que ha caído sobre el barro está manchado, y ha dejado una marquita sobre el patio. Arrojo el pan al aire, en dirección al tapial. El pan atraviesa el aire gris, rígidamente, oscureciéndose a medida que se aleja, y después desaparece detrás del tapial.
– Tranquila, Gringa -digo.
Recojo el papel, pero está completamente destrozado. Ya no sirve. Me voy para la cocina. Ella entra detrás. Después entra la nena. Envuelvo los panes, y los guardo en la bolsa de lona de la comida. Después voy a buscar la escopeta y la cartuchera, que tengo lista desde anoche. La escopeta no tiene funda. Pesa, cuando la levanto. La tercio en mi espalda y llevo la cartuchera, con todos los cartuchos, en la mano. Vuelvo a la cocina. Entre ella y la nena están preparando unos envoltorios en repasadores blancos que después meten dentro de la bolsa de lona. Veo que han puesto la pava al fuego y que el mate y la bombilla están sobre el fogón. Dejo la cartuchera con los cartuchos sobre la mesa y lleno el mate de yerba.
Cuando la pava comienza a echar vapor por el pico, la saco del calentador y me la llevo para el patio. Dejo la escopeta apoyada contra la pared y me siento en la silla baja de la galería. Pasan a cargar las cosas en la camioneta. Ella delante, llevando la bolsa, y detrás la nena, con un paquete. Ahora el patio en su dirección está vacío. También está vacío hacia la parte trasera, salvo los muñones negros, mojados por!a lluvia de toda la semana, que están tirados uno cerca del otro. Dejan un espacio suficiente como para que uno pueda acostarse entre ellos y tocar uno con la coronilla de la cabeza y el otro con la planta de los pies. Ella reaparece, viniendo desde la calle.
– ¿Nos vamos, o no? -dice. -Vamos -digo.
Dejo el mate sobre la tapa invertida de la pava, que está en el suelo, alzo la escopeta apoyada contra la pared, y me levanto.
– ¿Llevaron los cartuchos? -digo. -Sí. Están ahí -dice.
En la calle está la camioneta. La nena espera en el interior de la cabina. Mira por el parabrisas la calle, delante. Está el terraplén del ferrocarril, que cruza la calle y la ciega. Hay árboles y zanjas de los dos lados, y están las casas, incrustadas entre el follaje y separadas por los baldíos.
Ella sube a la camioneta y sienta a la nena en su falda. Cruzo el puentecito y entro en la cabina de la camioneta por el otro lado. Entre los intersticios de los desechos de construcción con que han apisonado la calle se filtra un barro rojizo que me mancha los zapatos.
Pongo en marcha el motor y salimos. Damos vuelta en la esquina, trabajosamente, y después comenzamos a marchar en sentido inverso hasta que llegamos a la Avenida del Oeste. Avanzamos por la avenida hasta el bulevar, y enfilamos derecho en dirección al puente colgante. No se ve un alma. En la boca del puente hay una garita gris. Cruzamos el puente haciendo vibrar el maderamen, y oímos su estruendo.
– En cualquier momento se larga a llover -dice ella. Dejamos atrás el puente y empezamos a marchar por la carretera lisa, azul, dividida por una raya blanca que por momentos corre a la izquierda de la camioneta, por momentos a su derecha, y por momentos entre sus ruedas delanteras, hacia atrás.
– Dame la botella de ginebra -digo. -Dame la botella de ginebra, te digo -digo. -Te digo que me des esa botella -digo. Por fin desenrosca la tapa de lata y me da la botella. Aminoro la marcha y me tomo un trago, directamente del pico. Ella conserva la tapa en la mano. Le alcanzo la botella, sin dejar de mirar el camino delante, y después me aferró al volante con las dos manos. Cruzamos una alcantarilla. Los pilares de hierro y cemento se deslizan rápidamente hacia atrás, bailoteando. Ella se toma también un trago de ginebra, del pico, y después tapa la botella.
– Ni vas a ver los patos, de la borrachera -dice.
No digo nada.
– ¿Vamos a andar en canoa, papá? -dice la nena.
– Seguro que vamos a andar -digo yo.
– Cállese la boca -dice ella.
– Deja que la nena diga lo que quiera -digo yo-. No molesta a nadie.
Viene una segunda alcantarilla. Otra vez los pilares de hierro y cemento pasan rápidamente para atrás, bailoteando, y la raya blanca se interrumpe al comenzar la alcantarilla y recomienza cuando la alcantarilla queda atrás.
A los costados están los cañadones, con sus esteros y sus árboles enanos y la pajabrava que no se mueve ni esto. Los cañadones vacíos, hasta donde la tierra se toca con el cielo. Los esteros lisos ni siquiera relumbran. Por los dos costados, hasta que uno se canse de mirar. Le pongo el pie al acelerador, hasta que el pedal toca el piso.
– Un coche con más de treinta años y anda como un reloj -digo- Tiene un pique de primera. Los de hoy día son pura lata.
– Allá va una bandada de siriríes -dice ella.
Señala el cielo con el dedo, estirándolo hasta que la punta del dedo toca el parabrisas. La nena sentada sobre sus rodillas, se inclina hacia el parabrisas para mirar. Yo hago algo parecido, disminuyendo la velocidad. Contra el cielo gris, hacia el norte, una bandada de puntos negros, en ángulo, con el guía en el vértice, se desplaza aleteando lentamente, alejándose. Digo aleteando, pero no veo ningún aleteo. Veo únicamente el ángulo de puntos negros, desplazándose, y el cielo vacío.
– En cualquier momento se pone a llover -dice ella.
– No va a llover -digo.
Sigo inclinado, y vuelvo a mirar la bandada. Alto, el ángulo de puntos negros, ahora un poco más abierto, con el guía adelante, se desplaza hacia el norte, en el gran cielo vacío.
Pasamos el control caminero, donde se bifurca el camino. La línea blanca toma la curva, en dirección a la balsa, y se separa de nosotros. La camioneta sigue ahora por la cinta recta de camino azulado, lisa, sin raya blanca. Recorremos lo menos dos kilómetros, entre árboles sin hojas y campos quemados. Después, frente al edificio chato de un motel, desviamos. Salimos del asfalto, y la camioneta pega un salto al cruzar el borde que separa el asfalto del gran espacio arenoso que hay frente al motel. Pasamos al costado de un círculo de paraísos de hojas amarillas y nos internamos en un sendero de arena blanqueada y apisonada por la lluvia. Al principio, de los dos lados del sendero, hay algunas casas medio cubiertas por el follaje, pero después no queda más que el sendero que se angosta internándose en el campo. A veces macizos de plantas saltan delante de la camioneta y el sendero los elude con una curva brusca. De golpe, una tranquera nos para. Bajo de la camioneta, saco el gancho de la tranquera y la abro. Atravieso el hueco de la abertura con la camioneta, vuelvo a parar, y bajo otra vez; cierro la tranquera y subo, reanudando la marcha. Adelante no quedan más que el campo vacío, y hacia el fondo, un gran monte de eucaliptus. Avanzamos por el sendero, con los grandes espacios de campo vacío a nuestros costados. La camioneta adelanta trabajosamente, dando bandazos. Por fin llegamos y paramos al costado del monte, sobre el lado que veníamos viendo. Del otro lado hay un gran pastizal, más allá la laguna -que no puede verse-, y más allá de la laguna, y algo más alta, la ciudad. Pueden verse los mástiles del puente colgante, a la izquierda, y a la derecha las torres de la iglesia de Guadalupe. El cielo gris está límpido, pero tenso. Bajamos.
Ella da unas vueltas cortas, cerca de la camioneta, y después hurga en la cabina y saca dos fotonovelas. Se sienta en el estribo y se pone a hojearlas. Me ciño la cartuchera a la cintura y saco la escopeta de la cabina.
– Papi -dice la nena-. ¿Cuándo vamos a andar en la canoa?
– Después -digo, y me alejo.
Comienzo a caminar por el pastizal, en el que no hay senderos. Mis zapatos hacen chasquear los pastos. De vez en cuando, tropiezo con algunos charcos y me hundo en ellos. Me paro y me doy vuelta, viendo todavía la camioneta a corta distancia. Ella está sentada en el estribo, leyendo y la nena se ha trepado a la caja, mirando en mi dirección. Me hace señas con la mano. Me doy vuelta otra vez y sigo caminando.
Tuerzo el camino hacia la derecha, avanzando sin embargo en dirección a la laguna, así que cuando he recorrido un trecho no muy largo la camioneta ha desaparecido detrás del monte de eucaliptus. Camino todavía un poco más y después me quedo parado, inmóvil.
Me acuclillo. Apoyo la culata de la escopeta en el suelo, y toco el caño frío, de acero azul, con la mejilla. Por encima de los pastos, que por momentos entorpecen mi visión, como una bruma, miro en dirección a la ciudad. Hacia la izquierda, por donde se distinguen vagamente las chimeneas de la estación de trenes, se levantan dos columnas de humo negro. Está como inmóvil, fijo, el borde superior de las columnas más ancho y más desvanecido que la parte inferior. Del otro lado están las torres de la iglesia de Guadalupe, y un caserío diminuto, que se adivina, más que verse, se agolpa contra la franja de la costanera. Después, durante un momento, no veo más nada. Miro sin ver. No sé cuánto tiempo pasa. Estoy acuclillado, con la escopeta entre las piernas, la mejilla apoyada contra el caño frío, mirando sin ver. Cuando me incorporo, tengo las piernas acalambradas.
Cargo la escopeta y después comienzo a avanzar lentamente, medio agachado, en dirección a la laguna. Está frente a mí, visible ahora, a unos trescientos metros. De golpe, a la altura de mis ojos, a unos diez metros, sale algo de entre el pastizal. Aletea y comienza a tomar altura. Apunto, siguiendo lentamente el vuelo del pato con la mira de la escopeta. Como va tomando altura, elevo la mira cada vez más. Adelanto ligeramente la mira al cuerpo del pato y oprimo el gatillo. La explosión, cargada de olor a pólvora, hace una pequeña nube de humo y golpea levemente contra mi hombro, pero el pato sigue su vuelo. Vuelvo a apuntar, adelantando ligeramente la mira en relación al cuerpo del pato, y oprimo el gatillo. Erró otra vez. Un hilo de humo sale del caño de la escopeta, y al tocar el caño compruebo que está caliente. Queda el olor a pólvora. Saco los cartuchos vacíos y los guardo en la cartuchera. Las bases doradas de los cartuchos, sobresaliendo de las vainas de la cartuchera, se extienden parejas e idénticas a lo largo de mi cintura. Los dos que he vuelto a guardar en las vainas vacías, ya martillados, están llenos de machucaduras y el detonante aparece aplastado. Saco dos cartuchos intactos, dejando las vainas vacías, y cargo la escopeta. Después pongo el caño en su lugar y sigo avanzando en dirección a la laguna.
El pato ha desaparecido del cielo gris. Ha volado en sentido contrario a la ciudad, en dirección al monte de eucaliptus. Sigo avanzando hacia la laguna. Oigo el chasquido de los pastos que aplasto con los zapatos embarrados. Me paro y me doy vuelta. Ahora el monte de eucaliptus se ha reducido mucho, y no veo más que la masa verde -una franja verde, más transparente en el borde superior- de las hojas. Sigo avanzando hacia la laguna.
Ando más de una hora. Más. A veces me acuclillo, apoyando la culata de la escopeta en el suelo y tocando una y otra vez el caño de acero con la mejilla, y miro sin ver. Fijo la mirada en un espacio limpio, en el suelo, donde hay pasto ralo, y miro las hojas amarilleadas de la gramilla, pero sin verlas. A veces me detengo en una hoja, viendo cómo los bordes van siendo comidos y descoloridos por la quemazón del frío, más comidos cuando más expuestos están al aire destructor, en el espacio. Me he ido aproximando y alejando de la orilla de la laguna, sin llegar nunca hasta ella. Por fin llego, hasta que el agua casi me toca los pies. Desde ahí, la ciudad está como al alcance de la mano, y el monte de eucaliptus no se ve. El agua está lisa, gris.
Giro la cabeza, bruscamente, viendo a mi derecha cómo un pato levanta vuelo de entre los pastizales, en dirección opuesta a la laguna. Apunto y voy siguiéndolo con la mira, y adelantando ligeramente y rápido la mira lo espero una fracción de segundo y aprieto el gatillo. Lo veo estremecerse todo, retorcerse, aletear, y parar su vuelo de golpe, como si hubiese chocado contra una pared invisible, en el espacio. Después cae rectamente al suelo, a unos quince metros de donde estoy parado. Cuando llego, removiendo los pastos, todavía palpita y pega dos o tres aleteos. Después estira la pata y queda inmóvil. Le he dado en el cogote, y sobre las plumas azuladas del cuello tiene unas manchas sanguinolentas. Lo alzo de las patas y me lo llevo.
Ahora camino de espaldas a la ciudad y a la laguna, en dirección al monte de eucaliptus. Tengo que marchar mucho y después ir torciendo gradualmente a mi derecha, para poder ver la camioneta. Por fin reaparece, detrás del monte. Cuando voy llegando, distingo que ella está en la cabina y la nena viene a mi encuentro. Me arrebata el pato.
– ¿Está muerto? -dice.
– Completamente -digo.
Me siento en el estribo, dejando la escopeta en el suelo, a mis pies.
– Pásame la ginebra -digo.
Hablo en voz alta, dando la espalda a la cabina y mirando en dirección a la ciudad.
Después de un momento siento que me golpea suavemente en la cabeza con la base de la botella. Por la cantidad que queda en la botella, veo que ella ha estado tomando.
– Que no tenga que llevarte a la rastra, después -digo.
– Tengo hambre -dice la nena.
Deja el pato en la caja de la camioneta. Lo empuja por entre los tablones de la baranda. Después se pone a deletrear en voz alta el letrero pintado sobre una madera, entre los tablones.
– Mo-li-no ha-ri-ne-ro ese a -dice.
– Gringa -digo yo-. Esta chica tiene hambre. Y yo también. ¿Qué trajiste?
– Mierda -dice ella.
– Ya sé -diga yo-. ¿Pero cómo? ¿A la milanesa? ¿Estofada? ¿Cómo?
– Ladrón -dice-. Ladrón de sindicatos.
Ella quiere eso. Veo bien que quiere eso.
– Bueno, Gringa. Tranquila -digo.
– A ver -digo-. ¿Qué clase de mierda trajimos para comer?
– Ladrón de sindicatos -dice ella. -Mo-li-no ha-ri-ne-ro ese a -dice la nena.
Tomo un trago de ginebra, largo. Cierro los ojos. Me hago un buche largo con la ginebra, y después la dejo caer en el estómago. Me quema, al bajar. Mientras tanto, cierro la tapa a rosca. Después dejo la botella en el suelo, cerca de la escopeta.
– Gringa -digo. -Qué -dice ella.
– No vuelvas a decir eso del sindicato, que yo me enojo. No hagas que me enoje. ¿No estamos pasándola bien? Estamos pasando un día en el campo, en familia, lo más bien. ¿No es así? Pórtate bien y baja de la camioneta que llegó la hora de comer -digo.
– Hay milanesas y queso y un montón de cosas -dice. La oigo moverse en el interior de la cabina y después bajar, por la puerta del otro lado. Pasa delante de mí y se inclina sobre los tablones de la caja. Saca la bolsa de lona y viene a sentarse en el estribo. La nena viene y se sienta en el suelo, frente a nosotros.
– Cuidado con esa escopeta -digo.
Recojo la escopeta y la pongo entre mis piernas. Ella saca dos o tres paquetes de la bolsa de lona y los deja en el suelo, y después saca una botella de vino.
– Me olvidé el sacacorchos -dice.
Extiende un repasador blanco en el suelo y comienza a abrir los envoltorios de repasadores sobre él. Hay milanesas frías, queso, un salamín, y media docena de huevos duros. Están también los tres panes que yo envolví en la cocina.
Golpeo el culo de la botella de vino contra el suelo, hasta que el corcho salta. Con él sale un chorro de vino que nos salpica a todos. Nos reímos.
– Es alegría -digo.
Comemos y tomamos la botella de vino.
– Volvamos -dice.
– ¿Ya? -digo-. Quiero ver si cazo algún otro pato, antes.
– Va a llover -dice.
– No sigas con eso de que va a llover, porque no va a llover nada -digo yo.
– Quiero que me lleves a dar una vueltita en canoa, papi -dice la nena.
– Cállese la boca -digo.
– Anoche soñé que ibas a cazar este pato -dice la nena-. Soñé que mami y yo nos quedábamos aquí en la camioneta y que vos ibas para la laguna y se oían tres tiros, y después volvías con el pato. Lo soñé todo.
Doy un golpe suave, con el puño, contra la puerta de la camioneta.
– Máquina poderosa -digo.
– Si vas a cazar ese pato, anda de una vez -dice ella-. Voy a volverme loca aquí si me quedo una hora más.
– Estabas loca antes de llegar -digo yo-. Antes de nacer.
– Bueno -dice-. Anda de una vez.
– ¿Te acordas, Gringa, la vez que fuimos a Buenos Aires, aquel primero de mayo? -digo- Había un millón de trabajadores, por lo menos.
– Por la parte baja -dice.
Eructo y me paro.
– Capaz que traigo otro pato -digo.
Alzo la escopeta y apunto los cañones hacia ella.
– ¿Aprieto el gatillo? -digo.
– Saca de ahí. No te hagas el estúpido -dice. Desvío los cañones.
– Si van a callarse la boca y no van a hacer ruido, pueden venir conmigo -digo.
– Sí. ¿Y quién cuida las cosas? -dice ella.
– No pasa nadie por aquí -digo.
– ¿Vamos a dar una vuelta en canoa, papi? -dice la nena.
– Y bueno, vamos -dice ella, encogiéndose de hombros.
Nos ponemos a caminar por el pastizal, en dirección a la laguna, desviándonos, de modo que cuando avanzamos un par de centenas de metros la camioneta no se ve más, oculta por el monte de eucaliptus.
Avanzo adelante. Detrás vienen ella y la nena. Oigo el chasquido que hacen nuestros zapatos al aplastar el pasto. Por momentos, el pastizal nos llega más arriba de la rodilla, y a veces nuestros pies se hunden entre los charcos que se nos aparecen de repente, ocultos por la maleza.
– Esto es una porquería -dice su voz, detrás.
– Mientras menos abras la boca, mejor -digo, sin detenerme y sin mirar para atrás.
– Soy dueña de abrir la boca todo lo que quiero -dice.
Al pararme y darme vuelta, los cañones apuntan hacia ella. Los bajo, de modo que apunten hacia la tierra.
– Dije que para venir conmigo había que tener la boca cerrada -digo.
La Gringa hace una mueca, pero no dice nada. Llegamos hasta el borde mismo de la laguna, sin que se nos haya cruzado un solo pato. Ella y la nena se quedan con la boca abierta, mirando la ciudad.
– Allá está la iglesia de Guadalupe -dice ella.
– Y el puente colgante -dice la nena.
Caminamos a lo largo de la orilla. Ahora, ellas van adelante. De pronto se paran, mirando otra vez en dirección a la ciudad. Me dan la espalda. Están a unos cinco metros de distancia. Los cañones apuntan hacia ellas. Estoy un momento como absorto, mirándolas. No pasa nada. Está la laguna que refulge, más allá la ciudad, y más acá las siluetas de ellas, recortadas nítidas contra el gran espacio abierto. Me pregunto si hay algo capaz de borrarlas. Después de todo, aunque más tarde se borren, siempre van a estar ahí. No hay manera. Van a estar siempre ahí. Pero no puedo bajar los cañones. Están paradas, solitarias, en medio del espacio abierto. Sus contornos relumbran, nítidos. Están inmóviles.
Me acuclillo, dejando descansar la culata contra el suelo y apoyando la mejilla en el caño helado. Después ellas se dan vuelta y se dirigen hacia mí.
– ¿Qué estás mirando ahí como un idiota? -dice ella.
– Nada -digo.
– Nada, no. Ya veo -dice ella.
– No hay ninguna canoa por aquí -dice la nena.
– Después. Más tarde -digo yo, incorporándome.
Llegan hasta donde yo estoy, avanzando en sentido contrario a la laguna. La nena se inclina y recoge un caracol de sobre la franja de tierra rojiza húmeda que antecede inmediatamente al agua y sobre la que se imprimen nuestras huellas.
Después la nena se inclina y recoge otro caracol, y después corre unos metros más allá y recoge otro. La veo correr, nítida, dejando unas huellas pequeñas sobre la franja rojiza, y después curvarse hacia la tierra como si hubiese sido golpeada por algo, levantarse otra vez y volver a corretear, alejándose un poco más, disminuyendo ligeramente de tamaño, y después volver a curvarse. Y después venir rápido en dirección a nosotros, creciendo de tamaño, con los tres caracoles en la mano. Ella le pega en la mano y los caracoles saltan por el aire, cayendo otra vez sobre la franja de tierra rojiza.
– Deje esa porquería y no ande ensuciándose -dice.
– No hace mal a nadie, juntando caracoles -digo yo.
– No sos vos el que tiene que ir después y lavarle la ropa toda sucia, no -dice ella.
Me inclino y recojo los caracoles y vuelvo a dárselos a la nena, que junta las manos y los recibe en el hueco formado por las dos palmas.
– Si no me llevan en la canoa como me dijeron, no los suelto y me ensucio toda -dice la nena.
– Dale todos los caprichos -dice ella.
– Por una vez que junte tres caracoles no va a pasar nada ni nadie se va a morir -digo yo.
Ella se da vuelta y se pone a mirar en dirección a la ciudad.
– ¿No son los galpones del ferrocarril, aquéllos? -dice.
– Sí -digo yo-. Son los galpones. Y aquellos que se ven más allá son los elevadores de granos del puerto.
– ¿Y aquella no es la Municipalidad? -dice.
Señala una masa blanca, borrosa, que se eleva por encima del montón abigarrado de construcciones y follaje.
– No estoy seguro -digo yo.
– Bueno -dice ella-. ¿Volvemos o nos vamos a quedar aquí hasta el año que viene?
– Quedémonos, papi -dice la nena-. Hasta el año que viene.
– Eso -digo yo-. Nos quedamos hasta el año que viene.
– ¿Qué te parece, Gringa? -digo-. ¿Nos quedamos o no hasta el que viene?
– ¿Eh? -digo-. Hasta el año que viene. ¿Eh? ¿Qué te parece?
– Bueno -digo-. No pongas esa cara.
– No pongas esa cara, que no es más que una broma -digo.
Me acerco a ella y le toco la cara con la palma de la mano. Echa la cabeza para atrás, haciendo una mueca, y después da un saltito y queda fuera de mi alcance.
– No te hagas el vivo -dice.
– Bajamos un pato más y nos vamos -digo yo.
– ¿Puedo guardarme los caracoles, mami? -dice la nena.
– Está bien. Guárdeselos -dice ella-. Pero cuidadito con andar ensuciándose la ropa porque si no va a cobrar.
Me doy vuelta. Detrás, lejos, está la franja verde del monte de eucaliptus, y antes, anchísimo, el pastizal. Avanzamos en dirección contraria al río, hacia la izquierda de los eucaliptus. Ella y la nena vienen detrás. Puedo sentir el chasquido de sus zapatos contra los pastos. De golpe, aleteando, a unos doce metros, un pato se levanta del pastizal. Aletea ruidosamente, tomando altura, pero después sube en línea recta, como una bala. Apunto. El cuerpo negro, compacto, del animal se desliza oblicuamente en el aire gris sin salirse un milímetro de la muesca de la mira. Aprieto el gatillo, sintiendo en el hombro la sacudida de la explosión. El pato sigue deslizándose en línea oblicua hacia la altura. Vuelvo a insertarlo en la muesca de la mira, ya más lejano, y aprieto por segunda vez el gatillo. Por un momento da la impresión de estar clavado contra algo en el espacio, porque aletea un momento desesperadamente, sin progresar ni caer. Después se viene a pique como en tirabuzón, aleteando y moviendo las patas, y desaparece en el pastizal. Vamos los tres rápidamente, rastreándolo, haciendo chasquear los pastos con nuestra corrida. Ella jadea, mientras la nena se nos adelanta. Nos detenemos en el punto en que nos ha parecido verlo caer, y comenzamos a girar en redondo, separando las matas con los pies. Los pastos cimbran y se quiebran, y por momentos nos hundimos en ellos hasta las rodillas.
– No se puede venir a cazar sin perros -digo yo-. Es completamente al pedo.
– Ya va a aparecer -dice ella-. Tiene que estar en alguna parte.
– Se ve que le di con todo -digo yo.
– ¿Estás seguro de que cayó por acá? -dice ella.
– Segurísimo -digo yo.
– Vi patente que cayó por acá. Volaba en dirección a la laguna y fue por acá donde le di -digo.
– Capaz que se alejó caminando -digo.
– Donde lo agarre le retuerzo el pescuezo -dice ella- para que aprenda a no hacerse el vivo.
Seguimos girando en redondo, haciendo chasquear los pastos con nuestros zapatos. Cada cual traza su propio círculo en medio del espacio abierto, y por momentos los círculos se rozan. Entran uno en el otro, y se confunden.
– Tengo las piernas a la miseria -dice ella.
– ¿Lo dejamos? -digo yo.
– ¡Acá está! -dice la nena, agachándose y medio desapareciendo entre el pastizal.
Corremos hacia ella, dificultosamente, enredándonos con los pastos más altos. Al llegar nos inclinamos. Oigo el jadeo de ella contra mi oreja izquierda. El pato está echado, vivo, bajo una mata de pajabrava, mirándonos con desconfianza. Sacudo la cabeza hacia él.
– ¿Querías escaparte, eh? -digo. Tiene un ala rota. Le he dado justo en la articulación y muestra las plumas desgarradas y unas manchas de sangre que las tiñen cerca de la raíz.
– Pobrecito -dice ella.
Cuando estiro la mano hacia él, el animal aletea. Lo agarro de las patas y lo levanto; se retuerce desesperadamente, aleteando y tirando unos débiles picotazos furiosos.
– Yo lo llevo, papi -dice la nena, tirando los caracoles y sacudiéndose las manos.
– Con cuidado -digo yo.
Se lo entrego. Lo agarra de las patas y lo levanta hasta su cara para verlo mejor.
– ¿Viste, papi, los ojos que tiene? -dice.
– Bueno, ya tenemos el segundo pato -dice ella-. ¿Nos vamos o no nos vamos?
– No -digo yo-. Quedémonos hasta el año que viene.
– Hacete el gracioso -dice ella.
– Vamos a tomarnos una ginebrita que nos la hemos ganado -digo yo.
– Ya está él con su ginebrita -dice ella, riéndose.
– Papi, y si lo llevo del cuello, ¿qué pasa? -dice la nena.
– No pasa nada -digo yo-. Pero cuidadito con dejarlo escapar que si no soy capaz de sacarte la cabeza.
– No -dice la nena.
– Capaz que a esta altura ya nos han robado todo de la camioneta -dice ella.
– Por mucho que teníamos -digo yo.
– Estaban los platos y los repasadores y el reloj tuyo que yo puse en la guantera -dice ella.
– Vayan ustedes adelante, que yo las sigo -digo yo.
Ella me mira con desconfianza.
– ¿Vas a tenernos ahí hasta la noche, esperándote? -dice.
– Te digo que voy enseguida -digo.
– En un minuto estoy con ustedes -digo.
– Bueno, pero un minuto. Si pasa de un minuto, agarro a la nena y me voy caminando -dice.
– Está bien, Gringa -digo yo, riéndome.
Comienzan a alejarse en dirección al monte de eucaliptus. No avanzan en línea recta, sino oblicua. Van cortando desde el extremo izquierdo del pastizal hasta el borde derecho del monte de eucaliptus, detrás del cual está la camioneta. Las veo moverse dificultosamente en el gran espacio abierto, ella comida por momentos hasta la cintura por el pastizal, y la nena completamente. Después me agacho, bajándome los pantalones, y hago mis necesidades. Me limpio con unos pastos. Después me quedo acuclillado, mirando un punto fijo entre los pastos, sin verlo. La escopeta está tirada en el suelo, a mi costado. La culata de madera está pulida por el uso, y el peso de la escopeta aplasta el pasto. Cuando me incorporo, abrochándome los pantalones, recojo la escopeta y avanzo hacia el monte de eucaliptus, viendo las diminutas figuras de ella y la nena, en la distancia, estremecer el pasto hundiéndose en él, y reaparecer por momentos enteramente en las zonas en que el pasto es más ralo. A veces parecen debatirse en el mismo lugar, sin progresar. Son lo único móvil en el espacio inmóvil. No oigo ni siquiera los chasquidos de mis propios zapatos sobre los pastos. Una o dos veces me detengo, la primera para cargar la escopeta, la segunda para mirar en dirección a la laguna y, más allá, a la ciudad. El cielo está perdiendo luminosidad. El color gris se ha vuelto más humoso, y algunas nubes redondas aparecen ribeteadas de negro. Cuando me faltan unos trescientos metros para llegar al monte de eucaliptus, un pájaro negro sale de entre los pastos, volando en mi dirección y cambiando de rumbo enseguida, con un giro brusco, hacia la izquierda del monte, al verme. Apunto e inserto su figura negra, veloz, en la muesca de la mira. Aprieto el gatillo y lo veo caer de golpe, en la línea recta, sin un solo aleteo, como una piedra, aunque la piedra hubiese producido un tumulto de astillas al recibir las municiones, seguramente. Miro hacia el punto en que cayó y vacilo un momento, pero después sigo caminando en dirección al monte. Cuando llego la nena está sentada en la cabina, maniobrando con el volante, y ella lee una fotonovela, sentada en el suelo.
– Murió, papi -dice la nena, al verme llegar.
Voy y me tiro en el suelo al lado de ella. Ella ni siquiera alza la cabeza de la revista. La nena baja de la camioneta y viene hacia mí con el pato muerto. Lo pone delante de mi cara. El pato cuelga en el aire, sostenido del cogote por la mano de la nena.
– Murió, ¿viste? -dice.
Lo hace colgar delante de mi cara, sosteniéndolo del cuello. Le doy un manotazo y el pato muerto vuela en el aire y cae al suelo con un ruido seco, opaco.
– Vas a mancharme toda la ropa -digo.
La nena recoge el pato y lo tira en la caja de la camioneta, introduciéndolo entre los dos tablones y dejándolo caer. Ella vuelve una y otra vez las hojas de su revista para verificar el sentido de lo que ha leído anteriormente y empalmarlo con el sentido de la página que se encuentra leyendo. Después lee enteramente la página y da vuelta la hoja, disponiéndose a seguir con la siguiente.
– Dame esa ginebra, Gringa -digo.
– Sí -dice ella, con voz distraída, sin dejar de leer y sin hacer otro movimiento que el de girar lentamente la cabeza, siguiendo el orden de la lectura.
– Dame -digo yo.
– ¿Eh? -dice ella, sin levantar la cabeza de la revista.
Está a mi costado, al alcance de mi mano. Yo estoy estirado en el suelo, bocarriba. La botella verde está más allá, entre ella y la camioneta. La nena está detrás, matando el tiempo por la parte trasera de la camioneta.
– Que me des esa botella, digo -digo yo.
– Estoy podrido de decirte que me alcances esa botella de ginebra, Gringa -digo yo.
– ¿Me la vas a alcanzar, o no? -digo.
Le doy un manotazo a la revista, que vuela por el aire, sonoramente, y cae sobre el estribo de la camioneta, y después al suelo. Doy un giro brusco a tiempo, cuando la mano de ella va a caer sobre mi cara. La mano golpea en el suelo. Ruedo por el pasto, alejándome de ella.
Ella gatea hacia mí.
– Que no te agarre -dice.
– Fue una broma, Gringuita -digo, riéndome. Me incorporo. Ella también se levanta y comienza a correrme. Doy fáciles vueltas en redondo, y gambetas, riéndome. Cuando vuelvo la cabeza hacia ella, sin dejar de correr, alcanzo a distinguir su expresión furiosa. Marcho en dirección a la parte trasera de la camioneta, y me escudo detrás de la nena. Ella se acerca, corriendo. Me apoyo en los hombros de la nena y la empujo suavemente hacia ella. Ella se enreda en la nena, se desliga dándole un empujón, y después me persigue alrededor de la camioneta. Por fin se sienta en el estribo y recoge otra vez su revista jadeando. Yo me acerco, también jadeando y sonriendo. Me acuclillo delante de ella, recogiendo la botella verde.
– Bueno -digo-. Me dejo dar un coscorrón en la cabeza. Pero uno solo, ¿eh? No aprovecharse.
Cierro los ojos, esperando, pero no pasa nada. Cuando vuelvo a abrirlos, ella está mirándome con los ojos muy abiertos, extrañados. La furia se le ha ido.
Alzo la botella de ginebra y la miro en la luz gris que ya comienza a declinar.
– Apenas si has dejado un traguito -digo. Desenrosco la tapa y me tomo todo el contenido de la botella. Después me paro, camino unos pasos alejándome de la camioneta y tiro la botella con todas mis fuerzas, en dirección al pastizal. La botella verde hace una curva rígida en el aire, disminuyendo de tamaño a medida que se aleja, y después cae entre los pastos y desaparece.
Ella sigue leyendo. Me siento a su lado, en el estribo, y le rodeo los hombros con el brazo. Ella no parece ni siquiera darse cuenta de que tiene mi brazo rodeándole los hombros. Comienzo a hacer presión, tratando de inclinar su cuerpo pesado hacia mí.
– Venga aquí, conmigo -digo. -Venga, Gringuita -digo.
– Déjame -dice ella. -Que me dejes, te digo -dice.
– ¿Vas a dejarme o no? -dice.
Pero después se afloja y cae sobre mi hombro. Delante está el pastizal, extendiéndose hacia la laguna. Está vacío. Mi brazo se desliza desde el hombro hasta el cuello blanco, redondo. La boca de ella se aprieta, abierta, contra mi mandíbula dura. Siento la humedad de sus labios blandos contra la mandíbula. Difícil de borrar.
– Vamos a quedarnos despiertos hasta tarde, esta noche -dice, en voz muy baja.
– Sí -le digo.
Todo su cuerpo blando, cubierto con la ropa de lana, está aplastado contra mi costado.
– Vámonos -dice.
– Sí -digo.
– Ahora. Enseguida. Vámonos -dice.
– Sí -digo.
Se separa, bruscamente.
– Estoy cansada -dice.
Me paro. La escopeta está en el suelo. La recojo. Saco el cartucho vacío, lo guardo en la cartuchera, y pongo en su lugar otro intacto. Miro el cielo.
– Antes de un rato -digo- va a anochecer.
– Va a largarse a llover en cualquier momento -dice ella.
– A esta hora empiezan a caer los patos en la laguna -digo-. ¿Querés que vayamos a ver?
Le hago una mirada de inteligencia, muy fugaz. Ella está mirándome a los ojos. Después echa también ella una mirada fugaz en dirección a la nena.
– Va a oscurecer -dice, medio riéndose.
– Vamos -le digo.
Se da vuelta en dirección a la nena, que se ha trepado a la parte trasera de la camioneta y mira el horizonte, inmóvil, en dirección al pastizal.
– Su papá y su mamá van hasta la laguna y vuelven enseguida -dice-. Usted no se mueve de acá y se porta bien, ¿entendido?
– Voy yo también -dice la nena.
– No -dice ella-.
Su papá y su mamá tienen que hablar. Vos te quedas aquí en la cabina, que nosotros volvemos enseguida.
La nena sube a la cabina, con la revista en la mano. Comenzamos a caminar otra vez en dirección a la laguna. Ella va adelante. Se recorta nítida contra el cielo gris, que se va volviendo de un color parecido al de los cañones de la escopeta. La veo nítida, dos metros delante de mí. No hay más nada, salvo el pastizal que se extiende a nuestro alrededor y más allá la laguna, todavía invisible, y la ciudad, un poco más alta, borrándose ya en la bruma del crepúsculo. Llevo la escopeta bajo el brazo izquierdo, apuntando hacia la tierra. Nuestros zapatos hacen chasquear los pastos. Lentamente, voy levantando los, cañones, hasta que apuntan al centro de su espalda. Su cuerpo se recorta con tanta nitidez sobre el crepúsculo gris que por momentos me obliga a desviar la mirada. Se para de golpe, y se da vuelta bruscamente.
– No nos alejemos mucho que se va hacer de noche y está la nena sola -dice.
Mira de pasada los cañones de la escopeta. Me acuclillo. Apoyo la culata de la escopeta contra la tierra y dejo deslizar mi mejilla contra el acero azul de los cañones. Ella se sienta en el suelo, mirando con desconfianza a su alrededor. Ella está diciendo algo ahora, pero no sé qué es. Miro un punto fijo en el suelo, sin verlo.
– Aquí está bien -dice.
Se echa bocarriba y se levanta las polleras hasta la cintura. Sus piernas gordas, muy blancas, están atravesadas por unas débiles venas azules. Después se saca los calzones, dejándolos a un costado sobre la tierra, y puedo ver su sexo en el vértice de las piernas entreabiertas.
– Aquí está bien. Vení -dice.
Dejo la escopeta y me echo sobre ella
– Ahora Si. Eso. Bueno. No. -dice
– Ya Basta. No. Cuidado. Ahora. -dice
– Despacio. Pronto. No. Bueno. -dice
Un poco mas allá de su cabeza miro fijamente una mata de pasto Las hojas están amarilleadas ya por los primeros fríos, mas atacadas cuando mas expuestas están al aire. Oigo sus lamentos y su voz contra mi oreja. Después me incorporo. Ella queda echada, las piernas abiertas, cubriéndose los ojos con el dorso de la mano derecha. Me paro, abrochándome. Después recojo la escopeta. En el fondo esta la laguna, y la ciudad detrás, lanzando hacia la altura dos o tres columnas de humo que se borronean en un cielo cada vez mas oscuro Ella se limpia con sus propios calzones y después se los pone Se acomoda rápidamente la ropa y el cabello. Distraída, no me mira
– Gringa -le digo
– Que -dice
– Nada -le digo
Me doy vuelta y comienzo a caminar en dirección al monte de eucaliptus Siento sus pasos detrás, siguiéndome. Ella estará mirándome desde detrás, recortado contra el horizonte oscuro de los árboles. Ha de estar viendo mis contornos nimbados por el resplandor del atardecer Camino, moviendo primero la pierna derecha, después la izquierda, la derecha, la izquierda, la derecha Me paro de golpe, y me doy vuelta Ella también se detiene
– ¿Que pasa? -dice
– Nada -digo
– Pasa algo -dice
– No -digo- Me pareció sentir un aleteo. Pero no…
– Basta de patos -dice- Vámonos de una vez. Estoy podrida.
Se pone a la par mía y caminamos juntos durante un trecho Por momentos nos hundimos en el pastizal hasta las rodillas, y a veces chapoteamos entre los charcos. La luz decae cada vez más rápidamente. Ahora vemos con claridad únicamente a nuestro alrededor, a unos pocos metros a la redonda. El resto esta envuelto en una penumbra azulada. Los eucaliptus son una franja negra. Cuando llegamos junto a la camioneta, la oscuridad es total. La nena espera en el interior de la cabina.
– Hay que juntar las cosas -dice la voz de ella
– ¿Cazaron otro pato, papa? -dice la nena
– No Ninguno -digo yo. Oigo que ella abre la portezuela de la camioneta -¿Donde esta mi bolso? -dice
– Aquí esta -dice
– Espera que ya voy con la linterna -dice
– Estoy aquí parado. No estoy haciendo nada -digo.
La oigo cerrar la portezuela otra vez, con un golpe. Después oigo sus pasos y, bruscamente, la luz de la linterna me da en la cara
– ¿Estabas ahí? -dice
– Tenés una cara de bestia, con esa barba -dice
– Apaga esa linterna de una vez -digo.
Estoy con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y los dientes apretados. Me tiene como clavado en el suelo con la luz.
– Te digo que apagues esa linterna -digo
– Apaga esa linterna, Gringa, o te pego un tiro -digo. Ella se ríe.
Cuando martillo la escopeta dispuesto a gatillar -se oye nítidamente el ruido metálico por encima del fondo de su risa que es por otra parte lo único que resuena en el silencio total- la luz se apaga. No la risa. Se convierte en una tos. Y después en su voz nítida, que resuena en la oscuridad
– Ayudame a buscar todas estas porquerías -dice.
El círculo de luz se proyecta en el suelo ilumina la botella de vino, unos repasadores retorcidos, la revista, contra el fondo de los pastos ralos que arrojan una sombra móvil que va desplazándose y estirándose en dirección opuesta al recorrido del circulo de luz. El círculo de luz se quiebra después contra el guardabarro de la camioneta y recorre el letrero cuyas letras blancas, sobre fondo azul, brillan y se llenan de reflejos. Ella va inclinándose y recogiendo las cosas y tirándolas en la caja de la camioneta. Después veo cómo el círculo de luz de la linterna lame el techo de la camioneta y va a incrustarse detrás, en la altura, contra el follaje de los eucaliptus. Algunos rayos atraviesan la primera hilera de eucaliptus y se quiebran en el interior del monte. De golpe la luz se apaga, y cuando comienzo a moverme en la oscuridad en dirección a donde supongo está la puerta de la camioneta, la luz vuelve a dar contra mi cara. Ella quiere eso. Quiere que yo… La luz se apaga, y oigo la risa de ella en la oscuridad. Estoy seguro de que quiere eso.
Tanteo en la oscuridad hasta que toco la chapa de la puerta y oigo la voz de la nena.
– Lo venía trayendo del cuello, y se murió -dice.
Palpo el picaporte y abro la puerta. Subo. La nena está sentada al volante.
– Correte -le digo, empujándola.
– ¿Qué mierda es lo que tenés ahí? -digo.
– Los patitos -dice la nena.
– ¿Tenés que andar llevando a todos lados esa porquería? -digo.
Enciendo la luz del tablero y pongo el motor en marcha.
– Eh, no me dejen -dice la voz de ella, desde detrás de la camioneta.
Acelero, sin hacer el cambio, para calentar el motor. Tengo los dientes apretados. El motor brama. El pedal del acelerador toca el piso de la cabina. Estoy así durante un momento, con los dientes apretados y los ojos cerrados, y después disminuyo gradualmente la acelerada. Arranco, moviendo la palanca de cambios, y empiezo a dar la vuelta.
– Cuidado, que yo estoy aquí -dice la voz de ella, viniendo desde algún punto en la oscuridad.
– Ya sé que estás ahí -digo.
Doy la vuelta. Avanzo muy lentamente hacia ella, que está parada con la linterna encendida apuntando hacia el suelo. El círculo de luz ilumina sus pies juntos, calzados con los zapatos llenos de barro. Hace un movimiento disponiéndose a subir, creyendo que voy a detenerme.
– -¿Dónde vas? -dice.
Paso de largo junto a ella. Los faros iluminan el sendero arenoso, entre cuyas huellas crece un pasto ralo. El sendero se interna en el campo, tortuosamente.
– ¿Dónde vas? -dice otra vez.
Avanzo unos treinta metros y me detengo. Cuando oigo que sus pasos se aproximan vuelvo a arrancar. Otros treinta metros más, y vuelvo a detenerme. La nena se ríe. Cuando oigo otra vez sus pasos, vuelvo a arrancar pero me detengo enseguida, antes de haber recorrido siquiera diez metros. Ella llega jadeando.
– Me la vas a pagar -dice.
Me tira un golpe a través de la ventanilla, alcanzándome en el hombro.
– Subí de una vez o te dejo -digo. Me tira otro golpe a través del hueco de la ventanilla y acelero, con el cambio en punto muerto. Ella pasa delante de los faros, trastabillando, rápidamente, y después desaparece otra vez en la oscuridad. Abre la puerta del otro lado y sube a la cabina. Apenas si se ha sentado que empiezo a marchar. La camioneta va dando bandazos a lo largo del sendero arenoso que va saliendo tortuosamente del pastizal.
– Me la vas a pagar -dice.
– Un día de éstos me la vas a pagar -dice.
– Ya vas a ver quién soy -dice.
– Me la vas a pagar como que hay Dios en el mundo -dice.
– Ésta, y muchas otras -dice.
Los faros iluminan el sendero arenoso y descubren bruscamente la tranquera. Freno de golpe, y nos vamos todos hacia adelante, bamboleándonos y entrechocándonos mutuamente.
Bajo. La tranquera se abre hacia adentro, y la trompa de la camioneta está demasiado cerca de su radio de acción, así que vuelvo a subir, doy marcha atrás y vuelvo a frenar con brusquedad. Bajo otra vez y abro la tranquera del todo. Después subo otra vez a la camioneta y atravieso el hueco de la tranquera. Sigo sin detenerme.
– ¿No vas a volver a cerrar la tranquera? -dice.
– Estás borracho -dice.
– El señor se cree dueño del mundo y no es más que un ladrón de sindicatos -dice.
– Tranquila, Gringa -le digo.
Porque ella quiere que yo la… Ahora hay un caserío escaso a los costados del sendero, y después veo en el cielo negro el resplandor verde y rojo del letrero luminoso del motel. Llego a la carretera y enfilo para la ciudad. Pasamos el control caminero y seguimos adelante, la raya blanca que divide en dos el camino ora a la izquierda, ora a la derecha, ora bajo las ruedas de la camioneta.
– Bajá la velocidad -dice.
– Bajá la velocidad -dice-. ¿No ves que está la nena?
– ¿No ves que está esta pobre criatura? -dice.
– ¿Es que ni de esta pobre criatura sos capaz de compadecerte? -dice.
– ¿Ni de esta pobre criatura? -dice.
Después se calla. Entro en el puente colgante, y a la salida tengo que frenar de golpe para no chocar contra un coche que me sale al cruce desde la costanera. Después seguimos recto por el bulevar hasta la Avenida del Oeste, doblamos por la avenida, entramos en la transversal, y después me meto en la calle rellenada con desechos de construcción. Freno de golpe. La casa está oscura.
– Bajen que tengo que ir a entregar la camioneta -digo.
– Mentira. ¿Dónde vas? -dice.
– Digo que bajen -digo.
– No me bajo -dice.
– Quiero bajarme -dice la nena.
– Cállese la boca -dice ella.
– Quiero hacer pis -dice la nena.
– Deja bajar esa criatura y llévala para adentro -digo.
– Yo no me bajo -dice ella.
– Me estoy haciendo pis, mami -dice la nena.
Saco las llaves del bolsillo de mi pantalón y se las doy a la nena.
– Toma -le digo-. Hace pichí y acostate.
La nena baja.
– Bajá de una vez -digo.
– No me bajo nada -dice ella.
Arranco y comienzo a avanzar a toda velocidad. Doblo en la primera esquina y sigo recto tres cuadras, sobre la calle apisonada con desechos de construcción. De golpe, veo luz que se cuela por la puerta del almacén de Jozami. Aminoro, cruzo el puentecito y atravieso la camioneta en el patio. Palpo buscando la escopeta y encuentro los patos sobre el asiento. Recojo los patos y la escopeta -el caño está frío- y bajo. Ella se ha bajado también.
– Hubieras dicho que querías tomar una copa, sin necesidad de hacer tanto lío -dice.
La luz que se cuela por la puerta entreabierta es muy débil. Resbalo en el barro y después tanteo con el pie hasta encontrar el sendero de ladrillos que lleva hasta la puerta. Ella va adelante. Entramos.
En el interior del almacén están el turco Jozami, don Gorosito, y dos mujeres. Toco a la Gringa en el brazo y le digo en voz baja:
– Ojo cómo te portas y con lo que decís.
– Ya vas a pagármelas -dice.
Saludamos en voz alta. Pido dos cañas. Dejo la escopeta y los patos encima del mostrador, cerca de la punta, y me quedo parado ahí. Veo nítidamente todo.
– ¿Anduvieron de caza? -dice Jozami.
– Saben salir muchos patos en esta época -dice don Gorosito-. Solíamos salir a cazar patos con los muchachos, en otros tiempos, y volvíamos con las bolsas llenas. Comíamos pato hasta cansarnos y todavía nos quedaba para repartirle a todo el barrio.
– Lo que es hoy -dice ella- no nos alcanza ni para nosotros. Mi marido anda mal del pulso, últimamente.
– ¿Por dónde fueron? -dije Jozami.
– Fuimos para el lado de Colastiné -dice ella.
Jozami sirve las dos cañas. Viene y deja la mía cerca de los patos y la culata de la escopeta.
– El pato al horno es muy sabroso -dice don Gorosito.
– Para usted, don Gorosito, ya irán quedando pocas cosas sabrosas en esta vida -dice una de las mujeres.
Ella me da la espalda. Los otros tres están parados en semicírculo, más allá de ella, de frente hacia mí. Jozami tiene las dos manos apoyadas sobre el mostrador.
– Pero vaya a saber lo que habrá sido don Gorosito en su juventud -dice la otra.
– Pregunte y le van a decir quién era Pedro Gorosito -dice don Gorosito.
– Lo que es los hombres de ahora -dice ella- no valen nada.
– Es la pura verdad -dice la mujer que habló primero.
– Es lo que yo siempre digo -dice la otra, que está parada más cerca del mostrador, casi rozando con su hombro el hombro de don Gorosito.
– Acérquese, amigo Fiore -dice don Gorosito-. Venga a compartir esta amable rueda con nosotros.
– Cuídese que anda con toda la bronca -dice ella.
– Es lo que yo siempre digo -dice otra vez la mujer que está parada cerca de Gorosito-. Los hombres, hoy día, no sirven para nada.
– No sirven más que para andar atrás de las negras -dice ella-. Coma éste que está atrás: todo el santo día corriendo atrás de las negras.
– Oh, ya va a ver qué le dicen, si pregunta quién fue Pedro Gorosito -dice don Gorosito-. No es jatancia, pero yo sabía empilchar muy bien en esa época, y no hay que olvidar que he sido goleador del Progreso en los años cuarenta.
– Anda todo el día corriendo atrás de las negras, como si yo no fuera tan hembra como cualquiera -dice ella-. Como cualquiera, y más todavía.
Tomo un trago de caña y dejo el vaso sobre el mostrador. La otra mujer, la que está cerca de la pila de latas de conserva, mira en dirección a donde yo estoy, mientras ella no para de hablar. Quiere eso, y me doy cuenta por el tono de su voz aunque esté de espaldas. Está de espaldas, del lado del mostrador. Si giro la cabeza en dirección a la pila de latas de conserva, y cierro un ojo, la borro. Ahora no oigo más que su voz, porque la he borrado. Abro el ojo, y reaparece. Vuelvo a cerrar el ojo, con la cara vuelta ligeramente hacia la pila de latas de conserva, y la vuelvo a borrar. Porque ella quiere eso, lo está buscando. No entiendo lo que dice. Sé que habla de mí. Para mí.
– Ahora hay que desconfiar mucho de los hombres -dice la mujer que está parada cerca de Gorosito-. Son muy interesados y no saben más que mentir.
– Éste que tengo atrás mío -dice ella- se vuelve loco cuando ve una negra. Se enloquece. La negra más sucia es capaz de hacerlo dejar todo. Capaz de hacerlo robar, cualquier cosa. Como si yo no fuese tan o más mujer que cualquiera.
La vuelvo a borrar, girando ligeramente la cabeza hacia la pila de latas de conserva, y cerrando el ojo derecho. Voy abriendo el ojo lentamente, y la imagen turbia se precisa cada vez más, hasta que ella reaparece moviendo los hombros y gesticulando.
– Yo he tenido un departamento en pleno centro, por ahí por donde ahora está la Municipalidad. Puede ir y preguntar en ese barrio quién es Pedro Gorosito -dice don Gorosito.
Veo la cabeza de ella moviéndose mientras habla. La nuca y la espalda acompañan sus movimientos, y alza los brazos y después los deja caer a lo largo del cuerpo.
– No les basta con una sola -dice la mujer que está parada cerca de Gorosito.
– Por una parte hacen bien -dice la otra, mirándome.
– Servirme otra ginebra, che, Jozami -dice don Gorosito.
– Van hacer bien -dice ella-. Son todos unas porquerías, eso es lo que son.
– A ver si te callas de una vez, Gringa -digo yo.
– No piensan más que en chupar y en polleras -dice ella-. Y éste que tengo atrás es el peor de todos.
– Callate la boca, Gringa -digo yo.
– Después la quieren hacer callar a una, cuando una les empieza a sacar los trapitos al sol -dice ella.
– Gringa -digo yo.
– Tranquila -digo.
Se vuelve hacia mí, sonriendo. Yo me sonrío.
– Está bien, corazón -dice.
Abre el bolso y saca la linterna. De golpe, mis ojos se llenan de luz. Cierro los ojos y echo atrás la cabeza. Enciende y apaga la linterna, la enciende y la apaga. Veo bien que quiere eso. Veo bien que está tratando de dármelo a entender.
– Apaga esa luz, Gringa, o ya sabes lo que te espera -digo.
La apaga. La escena reaparece ante mis ojos, plagada de astillas de luz y de manchas rojizas, hasta que todo vuelve a estar ahí como antes, nítido.
– Lo tengo así -dice ella-. A raya. Me da mala vida.
– Ya sabes lo que te espera -digo.
– Me da muy mala vida -dice.
– Vámonos -digo yo.
– La juventud de ahora no se acuerda, pero el nombre de Pedro Gorosito estaba en boca de todos, años atrás -dice don Gorosito.
Termino mi caña de un trago y dejo un billete de cincuenta pesos sobre el mostrador.
– Termina esa caña y vamos -digo.
– Soy dueña de quedarme, si quiero -dice ella.
– No. Vámonos -digo yo.
Ella toma su caña, de un modo lento, deliberado, para hacerme tirar la bronca. Tiene la linterna en la mano. Después recoge el bolso de sobre el mostrador y se apresta a salir. Alzo la escopeta y los patos.
– Buenas noches a todos -dice ella.
Saludo. Salimos. Ahora llovizna.
– ¿No dije yo que iba a llover? -dice ella.
– Sí. Dijiste -digo yo.
– Cuando yo digo una cosa, sé por qué la digo -dice.
Percibo en la oscuridad que se ha parado, interceptándome el paso hacia la camioneta.
– Camina de una vez -le digo.
– ¿Acaso no dije una y mil veces que iba a llover? -dice.
– Sí -digo-. Marcha de una vez.
– Cuando yo digo que una cosa se va a cumplir, se cumple -dice.
Llevo la escopeta bajo el brazo derecho, los patos en la mano izquierda.
– No marcho nada -dice.
Sigue parada entre mi cuerpo y la camioneta. Percibo su respiración en la oscuridad, y los tintineos y chasquidos de su bolso y la linterna. Por un momento no hago nada.
Después avanzo hacia ella y la toco, empujándola, y la siento trastabillar. Hace una exclamación y después enciende la linterna. El círculo de luz brillante estalla y me busca hasta que por fin, después de lamerme las manos, el pecho y el cuello, me da de lleno en la cara. Es un destello cegador, lleno de astillas brillantes que llamean alrededor de un núcleo de luz blanca que las expande, inmóvil. Me deja como clavado en la oscuridad.
– ¿No dije yo que iba a llover? -dice la voz de ella- ¿No dije? ¿Acaso no oíste lo que yo dije?
Entonces alzo los cañones de la escopeta, que queda en posición oblicua, apuntando hacia arriba No tengo mas que apretar los gatillos, uno después del otro, y cuando lo hago las explosiones resuenan una tan inmediatamente después de la otra que la segunda parece una vacilación de la primera, el eco algo demorado de la primera que llena el aire lluvioso de unos sonidos retumbantes impregnados de olor a pólvora En el momento de oprimir los gatillos mi mano izquierda se afloja y los patos caen al suelo. También la linterna cae al suelo, el círculo de luz proyectándose sin sentido en cualquier dirección y quedando después inmóvil. El haz de luz choca contra algo y se interrumpe, y después continua, quebrado en dirección a la calle oscura. Sorteo la linterna y subo a la camioneta.
Hago una maniobra brusca, paso el puentecito, y doblo en la esquina. El motor brama. Cuando llego a la avenida compruebo que he venido todo el trayecto con la puerta abierta, que ha estado golpeándose locamente contra el marco de metal. En la avenida encuentro un bar abierto y detengo la camioneta. Bajo y tomo dos ginebras en el mostrador, una atrás de la otra. Después salgo y me voy para mi casa. Dejo la camioneta estacionada en la oscuridad y entro en la casa, llevando la escopeta. Enciendo la luz del dormitorio de la nena. Esta dormida. Me acerco a su cama, y levanto la escopeta apuntando derecho a su cabeza. Gatillo, pero no se oye mas que un sonido metálico Entonces voy a mi dormitorio. Esta el ropero, con su espejo oval, que me refleja al pasar. Dejo la escopeta sobre la cama, me saco la cartuchera, y la dejo al lado de la escopeta. Después voy al patio, recojo la pava y el mate, fríos, de donde los he dejado a la mañana, y me voy para la cocina. Vacío el mate de la yerba vieja, le pongo yerba nueva, y cuando la pava comienza a chillar me la llevo con el mate y la bombilla a la galena. Me siento en la silla baja.
La llovizna cae sobre los árboles mutilados, negros, que están sobre el patio liso. La luz del patio los ilumina débilmente Deslumbran, sin embargo La corteza atravesada de hendiduras se llena de agua, y también algunas porciones del patio liso emiten de golpe algunos reflejos. Deslumbran. Cierro los ojos durante un momento, apretándolos fuertemente. Cuando los abro, los muñones mojados y el patio liso están todavía ahí.
Entonces comprendo que he borrado apenas una parte, no todo, y que me falta todavía borrar algo, para que se borre por fin todo.
NAM OPORTET HAERESES ESSE