Siempre me había considerado una persona recatada y, cuando miro hacia atrás, al principio de nuestra relación, lo era. Pero conforme ésta avanzaba, mi manto de recato se desintegró. Y me volví osada. Llena de pasiones y necesidades que nunca había imaginado poseer. Lo anhelaba. Anhelaba sus caricias, sus besos, el tacto de su piel…, como me imagino que un drogadicto anhelaría su droga.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Todo, en el interior de Daniel, se quedó helado. Un viento glacial parecía soplar por el agujero que las palabras del comisario habían producido en su cuerpo. Un silencioso «¡No!» resonó por toda su mente. Un «no» que, seguramente, habría gritado en voz alta si hubiera podido tomar el aliento suficiente. Un peso insoportable le apretó el pecho aplastando sus pulmones y estrujando su corazón.
«Carolyn… ¡Santo cielo, Carolyn no!»
– El cadáver de lady Crawford fue descubierto en las caballerizas que hay detrás de la casa de lady Walsh justo antes del amanecer -explicó Rayburn.
Las palabras del comisario se filtraron poco a poco a través del shock paralizante que envolvía a Daniel como una niebla negra. Frunció el ceño y, a continuación, parpadeó.
– ¿Ha dicho… lady Crawford?
– Sí, milord. Por lo visto, la golpearon hasta la muerte. Todavía llevaba puesto el disfraz. Una especie de vestido de damisela en apuros. No llevaba muerta mucho tiempo cuando un exterminador de ratas la encontró.
El profundo alivio que Daniel experimentó por el hecho de que la muerta no fuera Carolyn, lo dejó prácticamente mareado. Entonces las repercusiones de la noticia del comisario acerca de Blythe, lady Crawford, penetraron en su mente.
– ¡Santo cielo! -exclamó, llevándose las manos a la cara-. ¿Han capturado al responsable?
– No, milord. Acabamos de empezar nuestras pesquisas.
Daniel contempló al señor Mayne.
– ¿Usted lo está ayudando?
– Me ha contratado la familia de lady Crawford. El señor Rayburn me ha permitido, amablemente, estar presente durante sus indagaciones. -Contempló a Daniel con una mirada firme y unos ojos tan oscuros que resultaba imposible distinguir la pupila del iris-. Usted conocía a lady Crawford.
– Así es.
– Íntimamente.
Más que una pregunta, se trataba de una afirmación. Daniel mantuvo una expresión impasible y estudió a Gideon Mayne. Con sus adustas facciones, su ropa ligeramente arrugada y su oscuro cabello, que necesitaba un recorte, no podía considerarse guapo desde un punto de vista convencional, aunque tampoco podía decirse que no fuera atractivo. Sin embargo, tenía un aire intimidatorio que sugería que no dudaría en utilizar su considerable tamaño y su fuerza en caso necesario. La verdad era que parecía que acabara de tumbar a una docena de hombres y que no le importaría hacerlo otra vez. Empezando por él.
– No tengo por costumbre hablar de mis relaciones íntimas, señor Mayne.
– Estamos ante una investigación por asesinato, lord Surbrooke, no buscando carne de cañón para posibles cotilleos -declaró el detective manteniendo su adusta expresión.
Sin hacer caso de la actitud de aquel hombre, Daniel, de una forma deliberada, contó mentalmente hasta diez antes de contestar.
– Blythe y yo somos… éramos viejos amigos.
¡Cielos, no era posible que estuviera muerta!
– ¿Y qué tipo de amigos eran? -insistió Mayne.
– No veo qué importancia tiene este hecho -declaró Daniel-. A menos que… -Enarcó una ceja y trasladó su mirada a Rayburn-. A menos que yo sea un sospechoso.
Mayne no lo negó y Rayburn lanzó una rápida y ceñuda mirada al detective.
– Estamos formulando las mismas preguntas a todos los asistentes a la fiesta por si alguien vio algo que nos conduzca al asesino. -Rayburn sacó una libretita del bolsillo interior de su chaqueta y preguntó-: ¿Vio usted algo o a alguien que pueda considerarse sospechoso?
Daniel reflexionó durante varios segundos y negó con la cabeza.
– No. Como de costumbre, la fiesta era muy concurrida. No vi nada fuera de lo común. ¿Tienen alguna razón para sospechar que el culpable era uno de los invitados?
– En este momento, no tenemos ninguna razón para creer nada, salvo que nos encontramos ante el asesinato de una mujer -interrumpió Mayne-. Un testigo ha declarado que usted estuvo hablando con lady Crawford ayer por la noche.
– Así es. Intercambiamos algunas palabras.
– ¿En la terraza? -preguntó Rayburn.
Cuando Carolyn se fue, Daniel se quedó en la terraza durante cerca de media hora, perdido en sus pensamientos. Blythe se acercó a él sacándolo de sus solitarias reflexiones.
– ¿De qué estuvieron hablando?
– De nada importante. Del tiempo, la fiesta… Sobre una velada musical a la que nos habían invitado a los dos la semana que viene…
– ¿Durante cuánto tiempo estuvieron juntos?
– No más de cinco minutos. El aire era fresco y húmedo y ella cogió frío. La acompañé de vuelta al interior y me fui.
– ¿A qué hora abandonó usted la fiesta?
– No estoy seguro, pues no consulté mi reloj, pero yo diría que eran cerca de las dos de la madrugada.
– ¿Y adónde fue?
Daniel arqueó las cejas.
– Aquí. Volví a casa.
– ¿Puede alguien corroborarlo? -intervino Mayne-. ¿Su cochero o alguno de sus sirvientes, quizá?
– Me temo que no. Cuando llegué a la fiesta le dije a mi cochero que podía irse y regresé caminando a casa. Cuando llegué mis empleados estaban durmiendo.
– ¿Incluso su mayordomo y su ayuda de cámara?
– Me temo que sí. Barkley y Redmond ya no son jóvenes. No les exijo que me esperen despiertos.
Rayburn realizó unas anotaciones en su libretita y levantó la mirada.
– ¿Conoce a alguien que quisiera hacerle daño a lady Crawford?
– No. Era una mujer agradable y encantadora. Seguro que su asesino era un atracador.
– Es posible -contestó Rayburn-, aunque está claro que el robo no era el motivo de su muerte.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó Daniel.
– Porque lady Crawford conservaba todas sus joyas. Llevaba puesta una singular gargantilla de perlas.
La imagen de tres ristras de perlas exactamente iguales cruzó la mente de Daniel.
– ¿La gargantilla tenía un cierre con diamantes y rubíes?
El interés iluminó los ojos de Rayburn.
– Sí, ¿cómo lo sabe?
Como no tenía nada que esconder y, de todos modos, ellos podían descubrirlo con facilidad a partir de distintas fuentes, incluido el joyero, Daniel declaró:
– Podría ser una gargantilla que le regalé a Blythe.
– Una joya muy cara para regalarla a una simple amiga -señaló Mayne-. ¿Cuándo se la regaló?
– A finales del año pasado. Y sí, era bastante cara. Quizás el asesino quería robársela pero algo lo asustó antes de que pudiera hacerlo.
– Es posible -contestó Rayburn mientras realizaba otra anotación en su libreta-. ¿Sabe si lady Crawford tenía una… relación con algún hombre en la actualidad?
Daniel había oído un vago rumor acerca de que lord Warwick, alguien a quien ni admiraba ni le gustaba, era la última conquista de Blythe, pero como no tenía por costumbre repetir los cotilleos infundados, declaró:
– No estoy seguro. Ayer mismo llegué a la ciudad, después de una larga estancia en el campo. Sólo puedo asegurarles que no tenía ninguna relación íntima conmigo.
– En la actualidad -recalcó Mayne.
Daniel dirigió su atención al detective y sólo le dedicó una fría mirada. No tenía intención de mentir, pero de ningún modo diría algo que pudiera manchar la memoria de una difunta. Y mucho menos a aquel detective insolente que lo miraba con hostilidad como si él hubiera cometido el asesinato. Su aventura con Blythe había durado menos de dos meses; unas cuantas semanas tórridas que se habían inflamado con rapidez y, después, se habían apagado. Daniel no tardó mucho en darse cuenta de que debajo de su deslumbrante belleza se escondía una mujer egoísta, vanidosa y no especialmente agradable. Era posible que tuviera enemigos, pero él no sabía quiénes eran. Por otro lado, ella no se merecía morir de aquella manera tan espantosa.
– ¿Alguna otra cosa? -preguntó Daniel.
– Su disfraz -declaró Rayburn-. ¿Puede usted describírnoslo?
– Era muy sencillo. Camisa negra, pantalones ajustados, botas, máscara y una capa larga y negra.
– El exterminador de ratas vio a alguien vestido con una capa negra que salía de las caballerizas justo cuando él llegaba.
Daniel arqueó las cejas.
– Yo no era el único invitado a la fiesta que vestía una capa negra. Quizás el exterminador de ratas es el desalmado que están buscando.
– Quizá -contestó Mayne, pero con un tono de voz que dejaba claro que no lo creía.
Sin duda, todo en su actitud indicaba que consideraba a Daniel sospechoso.
– Esto es todo, milord -declaró Rayburn.
– Por ahora -añadió Mayne.
Daniel se levantó y los condujo al vestíbulo.
– Gracias por su tiempo, milord -declaró Rayburn cuando llegaron a la puerta.
– De nada. Por favor, avísenme si puedo ayudarlos en algo más.
– Así lo haremos -contestó Mayne, cogiendo su sombrero de manos de Barkley.
A continuación Mayne se despidió de Daniel con una leve inclinación de cabeza y salió seguido de Rayburn. Nada más cerrarse la puerta tras ellos, Samuel entró en el vestíbulo.
– ¿Y bien? -preguntó con sus manos enguantadas apretadas en sendos puños y la cara pálida y demacrada-. ¿M'están buscando a mí?
– No. -Daniel contó a Samuel y a Barkley la conversación que había mantenido con Rayburn y Mayne y terminó diciendo-: No puedo creer que esto haya sucedido. No me entra en la cabeza que Blythe esté muerta. Y que muriera de una forma tan horrible.
Samuel arrugó el entrecejo.
– Será mejor que vaya con cuidado, milor. Está claro que husmean en su dirección por este asesinato.
Daniel asintió de forma pensativa.
– A mí también me ha dado esa sensación. Sobre todo por Mayne, quien daba la impresión de que lo que más quería en este mundo era enviarme a la horca. Pero me han dicho que están interrogando a todos los que asistieron a la fiesta. Yo no soy el único que llevaba una capa negra o que habló con Blythe la noche pasada.
Ni tampoco era el único hombre con el que lady Crawford había tenido una aventura.
Sin embargo, en lugar de parecer aliviado, Samuel se vio todavía más preocupado.
– Pero el collar que llevaba puesto se lo regaló usté y sé cómo son esos hombres de la ley, milor. Se les mete una idea en la cabeza y no les importa mucho si están equivocados. Los he visto arrestar a más d'un inocente.
Daniel esbozó una sonrisa forzada.
– No hay por qué preocuparse. Sólo están realizando su trabajo de una forma concienzuda. La buena noticia es que sus indagaciones no tienen nada que ver contigo.
La rígida postura de Samuel se relajó un poco.
– Desde luego son buenas noticias.
Daniel consultó el reloj de aleación de cinc y cobre de la pared y se dio cuenta, aliviado, de que ya no era demasiado temprano.
– Voy a salir un rato. Cuando regrese, estaré dispuesto a conocer a Pelón.
Mientras tanto, tenía que ir a visitar a una diosa. Y ahora por una razón mucho más apremiante que hablar sobre su encuentro en la terraza. Con un asesinato sin resolver, tenía que asegurarse de que Carolyn estaba bien protegida.
Carolyn, con los pies clavados en el suelo de mármol blanco y negro del vestíbulo de su casa, contempló cómo Nelson cerraba la puerta detrás del señor Rayburn y el señor Mayne. El breve interrogatorio al que la habían sometido la había impresionado.
Sintiéndose todavía aturdida, regresó con paso lento al salón mientras intentaba asimilar la increíble y espantosa noticia de que lady Crawford estaba muerta. Asesinada.
Un escalofrío recorrió su espalda. No eran amigas íntimas, apenas unas conocidas, pero sí que conocía a la atractiva viuda. Carolyn les contó, al señor Rayburn y al señor Mayne, todo lo que sabía, que era prácticamente nada, y respondió a todas sus preguntas, aunque en ningún momento dejó de pensar que tenía que haberse cometido un terrible error.
Después de entrar en el salón y cerrar la puerta tras ella, Carolyn cruzó la alfombra turca hasta su escritorio y se sentó. Cogió la pluma e intentó reanudar la tarea que se disponía a realizar cuando el comisario y el detective de Bow Street llegaron: escribir una nota a lady Walsh agradeciéndole la encantadora fiesta del día anterior. Pero, como antes, lo único que consiguió fue contemplar la hoja de papel de vitela, que estaba en blanco. Y recordar.
A él.
El sonido de su voz. El roce de sus manos. El olor de su piel. El sabor de su beso. El calor que la había embargado hasta que creyó que iba a derretirse formando un charco a sus pies.
Con una exclamación de desagrado, dejó la pluma y se levantó de la silla. Recorrió la habitación de un lado a otro, se detuvo delante de la chimenea y levantó la vista para contemplar el hermoso rostro y los bonitos ojos verdes del esposo al que había amado tanto.
La noche anterior, nada más llegar a casa, se dirigió a aquella misma habitación, donde permaneció hasta el amanecer contemplando el retrato de Edward mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y un sentimiento de culpabilidad la consumía. No sólo se sentía culpable por lo que había hecho, sino por cómo lo había disfrutado y porque se había dado cuenta, con gran pesadumbre, de que una parte de ella misma deseaba que su encuentro con lord Surbrooke no hubiera terminado de una forma tan brusca. Que hubiera continuado. En un lugar más privado.
Sin embargo, otra parte de sí misma quería olvidar el encuentro desesperadamente y hacer desaparecer la vergonzosa e inesperada pasión que él despertaba en su interior. Pero no podía dejar de pensar en él. Incluso mientras contemplaba el amado rostro de Edward, lord Surbrooke se infiltraba en sus pensamientos. Se colaba en sus recuerdos de los valses y los besos que había compartido con Edward. Y, por esa razón, sentía un profundo rencor hacia él. Sin duda, había demostrado ser un salteador de caminos, pues había robado su sentido común y sus recuerdos íntimos con su marido.
Mientras amanecía y unas franjas de color malva se filtraban en la tranquila habitación, Carolyn finalmente subió la escalera que conducía a su dormitorio convencida de que veía aquel episodio de una forma más objetiva. Lo inusual de su sentido común se debía al anonimato que le había proporcionado la máscara. De no haber sido por el disfraz, ella nunca se habría comportado de una forma tan inusitada. Era Galatea, no Carolyn Turner, vizcondesa de Wingate, quien había perdido la cabeza. Ahora que se había despojado de su falsa identidad, no volvería a cometer semejante error. Quería continuar con su vida, pero como una viuda sobria, no como una aventurera en busca de placeres sensuales.
Por suerte, lord Surbrooke no sabía que ella era la mujer a la que había besado. Sólo tenía que borrar de su mente aquel encuentro y hacer ver que nunca había sucedido. Seguro que en uno o dos días lo habría olvidado.
En aquel momento, después de unas cuantas horas de sueño y con la luz del sol entrando a raudales por la ventana, de algún modo aquel episodio le parecía un sueño. Un sueño febril que sin duda estaba alimentado por sus ávidas lecturas de las Memorias. La lectura de aquella obra había despertado, de una forma inesperada, unas necesidades sensuales que ella creía haber enterrado mucho tiempo atrás. Unas necesidades que nunca esperó volver a experimentar.
Su mirada se posó en el cajón superior de su escritorio y lo abrió poco a poco. Desplazó a un lado varias hojas de papel de escritura y el ejemplar negro, delgado y encuadernado en piel apareció a la vista. Carolyn deslizó los dedos por las letras doradas que adornaban la cubierta. Memorias de una amante.
Aquella misma mañana había deseado quemarlo en la chimenea e intentó hacerlo, pero algo la contuvo. La misma inquietante sensación que le había impedido rechazar la invitación a bailar de lord Surbrooke. O su sugerencia a salir a la terraza. Se trataba de una sensación que no podía definir ni ignorar. Algo que la inquietaba profundamente.
Sacó el libro del cajón y lo abrió por una página elegida al azar.
… él profundizó el beso. Su lengua se acopló lentamente a la mía en una fricción embriagadora que me hizo anhelar el momento en que, por fin, su cuerpo se hundiera…
Exhaló un gemido y cerró el libro de golpe, produciendo un agudo restallido que resonó en la silenciosa habitación. Soltó un suspiro tembloroso, agarró el libro, levantó la barbilla y se dirigió con pasos resueltos y decididos a la chimenea.
Se detuvo frente a ésta apretando el libro contra su pecho. El suave fuego la calentó a través de su vestido matutino. Su mente exigía que lanzara el libro a las llamas, pero ella titubeaba.
Soltó un gemido y apoyó la barbilla en el borde del libro. ¿Por qué, por qué había tenido que leerlo? Antes de hacerlo, no se cuestionaba su vida. Ni sus decisiones. Sabía con exactitud quién era, la viuda de Edward. Vivía una existencia tranquila, comedida y circunspecta y, aunque algunos podían considerarla falta de emoción, a ella le iba bien. A la perfección. Tenía su rutina. Su correo. Su hermana y sus amigas. Sus bordados… aunque tenía que reconocer que odiaba bordar.
Pero entonces leyó aquel… libro maldito. Carolyn levantó la cabeza, lanzó una mirada furiosa al ofensivo libro y lo agarró con tanta fuerza que sus nudillos empalidecieron. Desde que lo había leído, en lo único en lo que podía pensar era en… aquello.
Aquello y lord Surbrooke.
Apretó los párpados y una imagen de él se materializó de inmediato en su mente. Pero no de él disfrazado de oscuro y seductor salteador de caminos, sino de él mismo, como era en la fiesta que se celebró en la casa de Matthew. Con sus ojos azul oscuro clavados en ella y su encantadora boca curvada en aquella mueca torcida típicamente suya. Con un mechón de su pelo, espeso y oscuro, cayendo sobre su frente.
El corazón de Carolyn se aceleró y ella abrió los párpados con lentitud. Contempló las danzarinas llamas naranja y doradas de la chimenea y se obligó a encarar la verdad. La atracción que sentía hacia lord Surbrooke había enraizado en ella mucho antes de que leyera las Memorias. Las semillas se plantaron durante la fiesta en la casa campestre de Matthew y ahora…, ahora habían florecido en algo totalmente inesperado. Totalmente indeseado. Y, aun así, totalmente innegable.
Y rotundamente inaceptable.
¡Santo Dios! Si tenía que experimentar atracción hacia un hombre, algo que, a decir verdad, nunca creyó posible, ¿por qué tenía que ser él? Tenía que admitir que, desde un punto de vista puramente físico, era muy atractivo. Pero ella nunca se había sentido atraída por un hombre sólo por su aspecto. Lo cierto era que, debido a la educación que había recibido, solía evitar a los hombres de aspecto imponente. Ella enseguida se sintió atraída por Edward quien, para ella, era extremadamente guapo, pero no de una forma aparente. Su belleza era discreta. Contenida. Como su ternura. Ella se enamoró de su comedido sentido del humor, de su integridad e inteligencia, de su profunda amabilidad y gentileza.
Lord Surbrooke, por su parte, con su aspecto deslumbrante, sus miradas apasionadas y su reputación de granuja encantador no era, en absoluto, el tipo de hombre que ella habría elegido.
Una vez más, contempló el libro que apretaba entre sus manos. Aunque las Memorias no hubieran encendido la llama de su indeseada atracción, sin duda la alimentaban con sus relatos sensuales e inculcando imágenes lujuriosas en su mente. Imágenes en las que lord Surbrooke tenía un papel sobresaliente. Imágenes que ella quería, desesperadamente, hacer desaparecer.
Estaba claro que librarse de aquel libro era el primer paso hacia ese objetivo y el segundo sería evitar a lord Surbrooke. Seguro que eso no le resultaría muy difícil, pues, sin duda, docenas de mujeres estaban pendientes de todas y cada una de sus palabras y ocupaban su tiempo. Mujeres con las que compartía todo tipo de intimidades. Mujeres a las que besaba con pasión en los bailes de disfraces…
Un estremecimiento ardiente recorrió su espina dorsal y, a continuación, se le formó un extraño nudo en el estómago que le produjo una molesta tensión que se parecía mucho a… los celos.
Carolyn arrugó el entrecejo. ¡Santo cielo! ¿A ella qué le importaba si él besaba a otras mujeres? ¿Si les hacía el amor? No le importaba. En absoluto. Como él no tenía ni idea de a quién había besado la noche anterior, sin duda sólo se había tratado de otro encuentro impersonal para él. Un encuentro que, probablemente, ya había olvidado. Además, gracias a Dios, había tenido el sentido común de interrumpir el beso. Seguro que ella misma lo habría interrumpido si él no lo hubiera hecho. Seguro que, si se hubieran besado durante unos segundos más, ella se habría apartado de él.
Su molesta voz interior recobró vida y murmuró algo que, sospechosamente, sonaba como «¡Ni por asomo!». Carolyn consiguió, aunque con algo de esfuerzo, ignorar aquella voz.
Sin embargo, una parte de ella, diminuta y opuesta a la anterior, estaba emocionada por haber despertado en él una reacción tan apasionada. Ella no sabía que era capaz de provocar semejante reacción en un hombre. Aunque Edward siempre había sido muy fogoso, ella nunca había causado en él semejante… falta de contención. Y desde luego nunca en una fiesta, ni en ningún otro lugar en el que pudieran ser descubiertos.
Una oleada de vergüenza la invadió ante estos pensamientos, que sólo podía considerar desleales. Era injusto y ridículo que comparara a Edward, quien había sido amable y educado sin límite en todos los aspectos de su vida, con un hombre al que apenas conocía y que, por lo poco que sabía de él, era capaz de un comportamiento poco menos que indecoroso.
Sin duda, la soledad que la había estado atormentando últimamente la empujó a actuar, durante la fiesta, de una forma por completo desacostumbrada en ella. Como no pensaba repetir aquellos actos, no tenía sentido que guardara algo que podía empujarla a volver a salir del confortable capullo que había tejido a su alrededor.
Inspiró hondo, se acuclilló delante del fuego y alargó poco a poco la mano en la que sostenía las Memorias. «Suéltalas -la apremió su mente-. ¡Échalas al fuego!»
Eso era lo correcto. Su sentido común, su buen juicio lo sabían.
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron y Carolyn se levantó de golpe. Un sentimiento de culpabilidad encendió sus mejillas y, aunque no estaba segura de cuál era la causa, enseguida escondió el libro debajo de uno de los cojines de brocado del sofá.
– ¡Adelante! -contestó.
Nelson abrió la puerta y se acercó a Carolyn con una bandeja de plata en la que había una tarjeta.
– Tiene usted una visita, milady -declaró el mayordomo tendiéndole la pulida bandeja.
Carolyn cogió la tarjeta y leyó el nombre impreso. Su corazón dio un complicado salto acrobático y se puso a latir con fuerza y rapidez.
¡Santo cielo! ¿Qué estaba haciendo él allí?
«¿Está usted en casa, milady?»
Carolyn tragó saliva.
– Sí, puede usted hacer entrar a lord Surbrooke.
Estas palabras salieron de su boca sin que ella pudiera evitarlo, pues en el fondo sabía que lo que tendría que haber dicho era justo lo contrario.
Nelson inclinó la cabeza y se retiró. En cuanto salió de la habitación, Carolyn corrió hacia el espejo que colgaba de la pared más lejana y, al ver su imagen, apenas pudo contener un ¡ay! de horror. No necesitaba pellizcarse las mejillas para tener algo de color, pues un color escarlata coloreaba su cutis haciendo que pareciera que acababa de meter la cabeza en un horno. ¡Cielo santo! Incluso sus ojos estaban enrojecidos, y también hinchados, debido a lo mucho que había llorado y lo poco que había dormido. O quizá sólo se trataba de un reflejo de sus acaloradas mejillas.
Apretó los labios y frunció el ceño. ¿Qué importancia tenía el aspecto que tuviera? ¡Ninguna en absoluto! No sentía ningún deseo de impresionar a lord Surbrooke. ¡Ninguno en absoluto!
Se oyeron unos pasos en el pasillo y Carolyn soltó un soplido y se alejó del espejo a toda prisa. Se detuvo frente a la chimenea y apenas tuvo tiempo de secar las húmedas palmas de sus manos en su vestido cuando Nelson apareció en la puerta.
– Lord Surbrooke -anunció Nelson.
Tras realizar una rápida reverencia, Nelson se apartó a un lado y lord Surbrooke apareció en el umbral. El corazón de Carolyn volvió a dar otro intrincado salto.
¡Vaya, el hombre era realmente atractivo! Como siempre, iba impecablemente arreglado. Desde la chaqueta de corte transversal de color azul oscuro que hacía juego con sus ojos y acentuaba la amplitud de sus hombros, pasando por su camisa blanca como la nieve, por su fular, que caía en cascada desde el perfecto nudo, por sus pantalones beige que se ajustaban a sus musculosas piernas y hasta sus botas negras y lustrosas.
Lord Surbrooke avanzó despacio hacia ella y Carolyn no pudo hacer otra cosa salvo mirarlo, enmudecida por la gracia de sus movimientos predatorios. ¡Cielos! Caminaba bien. Bailaba bien. Besaba… extraordinariamente bien.
El calor invadió el cuerpo de Carolyn, quien tuvo que realizar grandes esfuerzos para no abanicarse con la mano. Contemplar a lord Surbrooke la hacía sentirse como si estuviera junto a un fuego abrasador. «¡Estás junto a un fuego abrasador!», le recordó su voz interior.
Al recordarlo, Carolyn se sintió aliviada y se alejó varios pasos de la chimenea. Claro que se sentía acalorada. No le extrañaba que hiciera tanto calor en aquella habitación. Pero ése no tenía nada que ver con su visitante.
Por encima del hombro de lord Surbrooke, vio que Nelson cerraba la puerta de la habitación. Si hubiera estado atenta, le habría dicho que la dejara abierta, pero, por lo visto, no estaba nada atenta. Y además se había quedado sin habla.
Lord Surbrooke se detuvo dejando una respetable distancia entre ellos. Distancia que Carolyn sintió la penosa tentación de acortar.
Él dijo algo. Carolyn lo supo porque sus labios se movieron, pero sus palabras no llegaron a ella porque el recuerdo de su beso la embargaba de tal modo que lo único que podía oír eran los latidos de su propio corazón.
¡Vaya! Los labios de lord Surbrooke volvían a moverse. Aquellos labios bonitos y masculinos, de aspecto firme y tacto maravilloso. Aquellos labios… aquellos labios… ¡Cielo santo, había perdido por completo el hilo de la conversación! Por no mencionar la cabeza…
Apartó la mirada de la boca de lord Surbrooke, la fijó en sus ojos y se aclaró la garganta para encontrar su voz perdida.
– ¿Disculpe?
– Decía que temía que fuera demasiado temprano para una visita. Gracias por recibirme.
– De hecho, no es usted la primera visita del día.
– ¡Vaya! -Su mirada se agudizó a causa del interés-. ¿Sus otras visitas no serían, por casualidad, el señor Rayburn y el señor Mayne?
Carolyn asintió con la cabeza…
– Sí. ¿También lo han visitado a usted? Me comentaron que pretendían interrogar a todos los asistentes a la fiesta.
– Salieron de mi casa no hace mucho. La muerte de lady Crawford es algo impactante y terrible.
– ¡Espantoso! Espero que atrapen pronto al asesino.
– Yo también. Pero hasta entonces, debe usted extremar sus precauciones. No vaya a ningún lugar sola.
– No suelo hacerlo.
– Estupendo.
Se hizo el silencio. Carolyn buscó en su mente con desesperación algo que decir, tarea que le resultó muy difícil, pues ver a lord Surbrooke en su salón de algún modo le vaciaba la mente. Y, curiosamente, a pesar de lo espaciosa que era la habitación, su presencia parecía reducirla al tamaño de una caja.
Al final fue él quien rompió el silencio.
– ¿He interrumpido algo?
De repente, ella se acordó de lo que estaba haciendo cuando Nelson anunció la llegada de lord Surbrooke. Estaba a punto de lanzar las Memorias al fuego. Dirigió la mirada al sofá y se sintió desfallecer. Uno de los extremos del libro sobresalía del cojín.
– Nada -respondió ella con rapidez y quizá con un tono de voz un poco demasiado alto-. No ha interrumpido nada. Sin embargo, siento curiosidad por conocer la causa de su visita.
«¡Sí, por favor, dígamela. Deprisa. Y después, váyase. Para que pueda empezar a olvidarlo.»
Una sonrisa curvó una de las comisuras de los labios de lord Surbrooke.
– ¿Puedo sentarme?
«¡No! Cuénteme la razón de su visita y váyase. Y deje de sonreír.»
– Claro.
Le indicó el sillón, pero él se acomodó en el sofá. Justo encima de las Memorias. Carolyn contempló, alarmada, el cojín. Alarma que se convirtió en pesadumbre cuando se dio cuenta de que la entrepierna de lord Surbrooke había atraído, de una forma irremediable, su mirada. Su absolutamente fascinante entrepierna.
Carolyn soltó un respingo y levantó la mirada. Y vio que él la examinaba de tal modo que dejaba claro que la había pillado mirándolo. Mirando su fascinante entrepierna.
¡Santo cielo! Aquella visita apenas había empezado y ya era un auténtico desastre. Bueno, al menos no podía ser peor.
Carolyn recobró la compostura, se sentó en el otro extremo del sofá y consiguió decir en un tono de voz perfectamente sereno:
– ¿Por qué deseaba verme, lord Surbrooke?
– Quería darle una cosa.
Lord Surbrooke le tendió un frasco de cristal sellado con cera y lleno de una sustancia de color ámbar.
Carolyn contempló el regalo sorprendida. ¿De dónde lo había sacado? Era evidente que lo llevaba en la mano desde que entró y ella no se había dado cuenta.
«Porque estabas ocupada contemplando sus labios. Y sus ojos. Y su fascinante entrepierna.»
Carolyn aceptó el frasco y lo sostuvo contra la luz.
– Parece miel.
El sonrió.
– Probablemente porque se trata de miel. De mis propias abejas. Conservo unas cuantas colmenas en Meadow Hill, la finca que poseo en Kent.
– Yo… Gracias -declaró Carolyn, incapaz de ocultar la sorpresa que sentía-. Me encanta la miel.
– Lo sé.
– ¿Lo sabe? ¿Cómo?
– Lo mencionó usted durante una de nuestras conversaciones en la fiesta de Matthew.
– ¿Ah, sí? -murmuró ella mucho más complacida de lo que debería sentirse por el hecho de que él recordara aquel pequeño detalle-. No me acuerdo.
– Yo quería regalarle algo, pero no estaba seguro de qué. Entonces usted me dijo que preferiría un regalo que me recordara a usted. Y la miel me recuerda a usted -declaró él con suavidad-. Es del mismo color que su pelo.
Carolyn frunció el ceño. Seguro que ella no le había dicho algo tan… directo.
– ¿Cuándo le dije eso?
Él alargó el brazo y tocó con delicadeza un tirabuzón del cabello de Carolyn. Y a ella, aquel gesto tan íntimo le cortó la respiración.
– Ayer por la noche. En la terraza. -Su mirada pareció traspasar la de Carolyn-. Galatea.
Carolyn sintió cómo la sangre abandonaba, materialmente, su cabeza dejando sólo un zumbido en sus oídos. ¡Cielo santo! ¿No había creído, un minuto antes, que la visita no podía ser peor? Sí, sí que lo había creído.
Y, obviamente, se había equivocado mucho. Pero mucho.