Antes de llegar a un acuerdo con lord X, yo creía que conocía bien lo que era el placer físico. Sin embargo, después del primer beso sospeché que no sabía tanto como creía. Y después del segundo estaba convencida de no saberlo; porque nunca había deseado un tercer beso con tanto anhelo.
Memorias de una amante,
por una Dama Anónima
Al ver que el color desaparecía del cutis de Carolyn, la mandíbula de Daniel se puso en tensión. Resultaba evidente que estaba atónita, y no de una forma placentera. La decepción lo invadió seguida, de inmediato, por un agudo ataque de celos. Y algo más que no pudo identificar con exactitud aparte de saber que lo hacía sentirse como si le hubieran arrancado un pedazo del corazón. A juzgar por la reacción de Carolyn, ella no sabía que había sido él a quien había besado.
¡Maldición! ¿Quién demonios creía que era el salteador de caminos? Daniel no lo sabía, pero estaba decidido a averiguarlo. Sin embargo, antes de que pudiera preguntárselo, ella se humedeció los labios y esa visión momentánea de su lengua lo distrajo. Apenas se había recuperado cuando ella le preguntó:
– ¿Cómo sabía que Galatea era yo?
– No me resultó difícil. Por su forma de comportarse, la curva de su barbilla, su risa. Usted es… inconfundible.
Durante varios y largos segundos, ella lo examinó a través de aquellos bonitos ojos suyos que a Daniel le recordaban un cielo de verano sin nubes. Entonces, sin pronunciar una palabra, ella se levantó y se dirigió a la chimenea. Tras dejar el frasco de miel sobre la repisa, se mantuvo de espaldas a Daniel y pareció contemplar las llamas.
– ¿Desde cuándo sabía que era yo? -preguntó Carolyn con calma.
Él titubeó. Su orgullo, herido por el hecho de que ella no lo reconociera en la fiesta, exigía que no admitiera que él sí que la había reconocido a ella desde el principio y que le dijera que no lo había adivinado hasta después de haberla besado. Si ella fuera cualquier otra mujer, esta mentira habría salido de sus labios sin ningún reparo. La seducción no era más que una serie de juegos intrincados que él sabía muy bien cómo jugar. De la misma forma que sabía reservarse la opinión y revelar lo menos posible de sí mismo a sus amantes. En el juego del amor, la información era como la munición. El hombre que daba a una mujer demasiada información sobre sí mismo se arriesgaba a que le pegaran un tiro.
Pero tratándose de Carolyn la mentira se quedó atascada en la garganta de Daniel, negándose a ser pronunciada. Por el bien de su maltratado orgullo, Daniel incluso tosió en un intento de desatascar su garganta, pero ésta se negó a obedecerlo dejándolo con una única opción: contarle la verdad desnuda. Eso era inusual en él, pero, sencillamente, no tenía otra alternativa. Daniel no conseguía comprender por qué se sentía de esa manera, por qué no tenía ninguna otra opción y la verdad era que odiaba sentirse tan confuso. Pero como ésa era la mano que le había tocado, no tenía más remedio que jugarla. ¡Mierda, no le extrañaba que nunca le hubieran gustado los juegos de cartas!
Se puso de pie y se acercó a la chimenea deteniéndose justo detrás de Carolyn. La piel de ella despedía un suave aroma a flores que incitó sus sentidos y Daniel inhaló hondo. ¡Cielos, qué bien olía! Como un jardín en un día soleado.
La mirada de Daniel se quedó clavada en la nuca de Carolyn. Aquella columna de piel cremosa flanqueada por dos tirabuzones de color miel, artísticamente separados de su cabello recogido, se veía tan suave, tan vulnerable… ¡Tan apetecible al tacto…!
– Supe que era usted en cuanto la vi -reconoció Daniel en voz baja.
Incapaz de resistirse, tocó con la yema de un solo dedo la tentadora piel de Carolyn, disfrutando al descubrir que era tan suave como parecía.
Saboreó el súbito respingo que realizó ella así como el ligero temblor que la recorrió.
– Era completamente consciente de que era usted con quien hablaba -continuó Daniel mientras deslizaba con delicadeza la yema de su dedo por la suave curva de la nuca de Carolyn-. Usted con quien bailaba. -Avanzó hasta que la parte frontal de su cuerpo rozó la espalda de ella y deslizó los labios por la piel que su dedo acababa de explorar-. A usted a quien besaba.
Ella permaneció totalmente inmóvil, de hecho, parecía que había dejado de respirar. Una profunda satisfacción invadió a Daniel. Excelente. Por culpa de Carolyn él comprendía perfectamente aquella sensación. Cada vez que pensaba en ella, las imágenes sensuales que le inspiraba hacían que, durante varios segundos, sintiera que sus pulmones habían dejado de funcionar.
Le rodeó la cintura con los brazos y la acercó levemente a su cuerpo mientras deslizaba los labios por su cuello e inhalaba… despacio, profundamente, ahogando sus sentidos en su suave aroma floral, en la excitante y casi dolorosa sensación de tenerla en sus brazos. Y, como le ocurría cada vez que estaba cerca de ella, su refinamiento se esfumó sumergiéndolo en una lucha contra la necesidad imperiosa de apretarla con fuerza contra su cuerpo, de acorralarla contra la pared más cercana… o inclinarla sobre la silla más próxima… o acostarla en el sofá o, simplemente, tumbaría en el suelo. Cualquier cosa que le permitiera satisfacer aquel fuego ardiente que lo abrasaba cada vez que la tocaba. Un fuego que ardía todavía con más intensidad ahora que había probado su sabor.
El esfuerzo que realizó para no ceder al deseo que lo consumía hizo que se echara a temblar, así que cerró brevemente los ojos obligándose a recobrar el dominio de sí mismo. ¡Por el amor de Dios, si apenas la había tocado! Nunca había experimentado una necesidad tan apremiante de poseer a una mujer. Sin embargo, su voz interior le advertía que no fuera demasiado rápido con Carolyn, pues corría el riesgo de asustarla, como había ocurrido la noche anterior.
Se apartó un poco y la hizo girarse con suavidad para mirarla a la cara. Al ver el vivo color de su piel y su expresión sofocada, no albergó la menor duda de que ella estaba tan alterada como él. ¡Gracias a Dios!, porque la próxima vez que la besara ella sabría con toda certeza que era él quien lo hacía.
Alargó el brazo y deslizó con dulzura los dedos por su suave mejilla.
– ¿Quién creía usted que la había besado ayer por la noche? -preguntó, formulando la pregunta que llevaba resonado en su mente desde el día anterior, aunque odió tener que formularla.
Ella lo examinó con una expresión indescifrable y él deseó con todas sus fuerzas poder leer sus pensamientos. Entonces, como si acabara de darse cuenta de que estaban tan cerca el uno del otro y de que las manos de él reposaban en su cintura, Carolyn se apartó poniendo varios centímetros de distancia entre ellos, centímetros que él tuvo que esforzarse para no acortar.
– Un osado salteador de caminos -respondió ella por fin-. Me temo que me vi arrastrada por la excitación y el anonimato de la máscara y…
Su voz se fue apagando y desvió la mirada al fuego de la chimenea. Aunque Daniel se sentía decepcionado por el hecho de que ella no supiera ni hubiera adivinado su identidad, experimentó un gran alivio cuando ella no mencionó a ningún otro hombre.
– ¿Y cedió a sus deseos? -sugirió él con suavidad al ver que ella permanecía en silencio.
Carolyn negó con la cabeza.
– No, cometí un error.
Se volvió hacia él y, por primera vez, Daniel se dio cuenta de que el borde de sus párpados estaba enrojecido y de que tenía unas leves ojeras bajo los ojos. Signos, sin duda, de haber pasado la noche en vela, de no haber dormido. Y, quizá, de haber vertido lágrimas. La idea de Carolyn llorando le causó un dolor que no pudo definir y despertó en él la necesidad de dar consuelo y protección, una necesidad que no había experimentado en mucho, mucho tiempo. Una necesidad que creía que había muerto en él mucho tiempo atrás.
Necesitó hacer acopio de toda su voluntad para no abrazarla.
– No fue un error -declaró Daniel con voz calmada pero implacable.
Un brillo de determinación y de algo más – ¿angustia, quizás?- apareció en la mirada de Carolyn, quien levantó la barbilla.
– Le aseguro que fue un error, lord Surbrooke. Yo no quería…
– Daniel.
Carolyn titubeó y, después, continuó:
– Yo no pretendía que las cosas fueran tan lejos. No debí acompañarlo, bueno, al salteador de caminos, a la terraza. Sólo puedo decirle que cometí un error. Y pedirle perdón.
– Te aseguro que no hay nada que perdonar. -Sin poder reprimirse más, Daniel se acercó a ella. Se preguntó si ella se apartaría, pero se alegró al comprobar que ella no se movió-. Supongo que yo también debería pedirte perdón, pero me temo que no puedo. No siento lo que ocurrió. De hecho, lo único que siento es que te marcharas de una forma tan repentina.
Carolyn sacudió la cabeza.
– Lord Surbrooke, yo…
– Daniel. Por favor, llámame Daniel. -Sonrió con la esperanza de que ella le devolviera la sonrisa-. Después de lo que ocurrió entre nosotros ayer por la noche, creo que podemos tutearnos. Al menos eso espero… ¿lady Wingate?
Como, a pesar del tono exagerado de su pregunta, ella no lo invitó a que la tuteara, que era lo que él esperaba, Daniel añadió:
– Al menos eso espero… mi querida ¿lady Wingate?
Animado por la leve curva que realizaron las comisuras de los labios de Carolyn, Daniel continuó:
– Mi extremadamente encantadora y muy querida… ¿lady Wingate?
Una chispa minúscula de diversión se reflejó en los ojos de Carolyn.
– ¿Hasta cuándo piensa seguir en esta línea?
– Tanto como sea preciso, mi extremadamente encantadora, muy querida y sumamente talentosa lady Wingate.
Carolyn arqueó una ceja.
– ¿Sumamente talentosa? Está claro que no me ha oído cantar nunca.
– No. -Daniel se llevó las manos al pecho en una pose dramática-. Pero estoy seguro de que su voz rivaliza con la de los ángeles.
– Sólo si las voces de los ángeles suenan como las ruedas chirriantes y desafinadas de un carruaje.
Daniel realizó un chasquido con la lengua.
– Me temo que no puedo permitir que menosprecie a mi amiga, la extremadamente encantadora, muy querida, sumamente talentosa y enormemente divertida lady Wingate.
– A este paso, al final del día tendré más títulos que toda la familia real junta.
– Estoy convencido de que así será, mi extremadamente encantadora, muy querida, sumamente talentosa, enormemente divertida y extraordinariamente inteligente lady Wingate.
Carolyn le lanzó una mirada medio divertida y medio exasperada a la vez.
– Está claro que no se ha dado cuenta, milord, pero intento mantener un poco de compostura en nuestra relación.
– Daniel. Y sí, sí que me he dado cuenta. -Daniel sonrió abiertamente y levantó y bajó las cejas-. Pero está claro que tú sí que no te has dado cuenta de que me gustaría que dejaras de hacerlo.
– Creo que hasta un ciego se habría dado cuenta. Sin embargo, también intento librarme de una situación embarazosa de una forma educada. De una forma que nos permita olvidar nuestra pérdida momentánea de juicio de ayer por la noche y seguir disfrutando de la franca camaradería que establecimos en la fiesta de Matthew.
– ¿Eso es lo que de verdad crees que pasó ayer por la noche? ¿Que perdimos momentáneamente el juicio?
– Sí, y no tengo intención de repetirlo.
Carolyn no pronunció estas palabras de una forma hiriente. De hecho, Daniel percibió con claridad una disculpa en sus ojos, una petición de comprensión.
El problema era que él no lo comprendía. Ni quería una disculpa.
– ¿Puedes explicarme por qué no quieres repetirlo? -preguntó él mientras su mirada buscaba la de ella-. Es evidente que disfrutaste del beso tanto como yo.
El rubor cubrió las mejillas de Carolyn, y Daniel se maravilló de que una mujer de más de treinta años, una mujer que ya había estado casada, siguiera ruborizándose.
– Eso no cambia nada.
– No estoy de acuerdo. Entre nosotros hay una atracción. Una atracción que siento desde… hace mucho tiempo.
La sorpresa y algo más que Daniel no consiguió identificar antes de que desapareciera, brillaron en los ojos de Carolyn.
– ¿Ah, sí?
«Desde que te vi por primera vez. Hace diez años.»
– Sí. Y es algo que me gustaría explorar. A menos que… me digas que estoy equivocado y que la atracción es unilateral.
El rubor de Carolyn se acentuó.
– Cualquier mujer con sangre en las venas pensaría que es usted muy atractivo.
– No me importa lo que piensen las otras mujeres. Sólo me importa lo que piensas tú.
– Mi opinión sobre si es o no atractivo no tiene importancia, milord.
– Daniel. Y la verdad es que tu opinión es muy importante para mí. -Daniel realizó una mueca-. Aunque, en realidad, lo único que quiero es que estés de acuerdo conmigo.
Carolyn soltó una carcajada de sorpresa que intentó ocultar con una tos, y Daniel se dio cuenta de que se la veía algo más relajada. Una chispa de picardía brilló en los ojos de Carolyn.
– ¿Desea que esté de acuerdo en que es usted atractivo? Supongo que se da cuenta de lo engreída que suena su pretensión.
– No, espero que estés de acuerdo en que existe una atracción entre nosotros. Y que te gustaría explorarla tanto como a mí.
Ella enseguida volvió a ponerse seria, apretó los labios y desvió la mirada. A continuación, exhaló un suspiro y volvió a mirarlo a la cara.
– Me siento muy halagada, pero…
Daniel apoyó con suavidad los dedos en los labios de Carolyn.
– ¿Por qué no lo dejamos, por ahora, en «Me siento muy halagada»? -Esbozó una sonrisa rogando para que no se viera tan forzada como él la sentía y bajó la mano-. La verdad es que las frases que siguen a la palabra «pero» no suelen ser muy alentadoras.
– Pero ésta es, exactamente, la cuestión. Aunque comprendo que mis acciones de ayer por la noche pueden indicar lo contrario, no deseo alentarlo.
– ¿A mí en particular o a los hombres en general?
– A los hombres en general, pero, sobre todo, a usted.
Daniel se estremeció.
– ¡Vaya! Ese estrépito que acabas de oír es mi ego masculino rompiéndose en pedazos.
Carolyn apoyó la mano, brevemente, en el brazo de Daniel. Si, en aquel momento, Daniel hubiera sido capaz de actuar con frivolidad, se habría echado a reír por la ráfaga de calor que recorrió su cuerpo a causa del inocente gesto de Carolyn.
– Me malinterpreta usted. Digo que sobre todo no deseo alentarlo a usted porque… me gusta. Y no quiero hacerle daño.
Daniel enarcó una ceja.
– ¿Acaso pretendes golpearme con una sartén de hierro? ¿O un atizador de fuego? ¿O una piedra pesada? ¿O pretendes empujarme escaleras abajo?
Carolyn realizó una mueca.
– ¡Claro que no!
– Entonces no entiendo cómo podrías hacerme daño.
Carolyn se volvió hacia el cuadro que colgaba encima de la chimenea y Daniel siguió su mirada. Edward sonreía desde la tela, con sus hermosas facciones congeladas en el tiempo. Un fantasma de tamaño natural capturado en una pintura al óleo.
Daniel apartó la mirada del cuadro para dirigirla a Carolyn.
– Comprendo. Ya me has comentado antes que sientes devoción hacia Edward y que no quieres volver a casarte y lo comprendo.
Pero, aunque afirmaba que la comprendía y sus sentimientos no le molestaban, sencillamente, no podía comprender la profundidad de su amor, el tipo de amor que era dueño de la totalidad del alma y el corazón de una persona.
– Tienes miedo de herir mis sentimientos más íntimos porque tu corazón no está libre.
Carolyn lo miró de frente y asintió con la cabeza.
– Aun a riesgo de parecer terriblemente engreída, sí. No deseo hacer daño a ninguno de los dos.
– Aun a riesgo de parecer terriblemente engreído, te diré que yo no permito que mis sentimientos más íntimos se vean involucrados en mis aventuras amorosas. -Daniel esbozó una mueca rápida-. De hecho, la historia ha demostrado que carezco de sentimientos íntimos, así que no tienes por qué preocuparte. Y, como tú, yo tampoco deseo casarme.
Carolyn arqueó las cejas.
– ¿Y qué ocurrirá con su título?
Daniel se encogió de hombros.
– Supongo que algún día no tendré más remedio que ponerme los grilletes, pero no tengo intención de considerar esta posibilidad hasta que esté chocheando. Y, aunque me muera sin tener descendencia, la verdad es que tengo dos hermanos menores.
Otra capa de rubor cubrió las mejillas de Carolyn, y Daniel tuvo que apretar los puños para no coger su cara entre sus manos y besarla hasta que ninguno de ellos pudiera respirar.
– ¿Me está sugiriendo que tengamos una aventura?
«¡Demonios, sí! Empezando inmediatamente, sino antes.»
– Te estoy sugiriendo que averigüemos adónde nos conduce el beso de ayer por la noche -contestó él con cautela, pues no deseaba que Carolyn saliera corriendo de la habitación presa del pánico-. Aunque admito que tengo muy claro adónde nos conducirá.
– A tener una aventura.
– Exacto.
El destello de calor que despidieron los ojos de Carolyn le indicó a Daniel que ella se sentía tentada. Pero entonces Carolyn contempló el retrato de Edward y negó con la cabeza.
– Yo nunca he… No puedo. -Volvió a negar con un movimiento de la cabeza-. Lo siento.
Él le cogió las manos con dulzura.
– Sé cuánto lo amabas… Y todavía lo amas. Él era, en todos los sentidos, un hombre digno de admiración. ¿No crees que querría que continuaras con tu vida?
– Sí, pero…
Sus palabras se fueron apagando y Daniel vio con claridad que se sentía destrozada.
– Yo no te pido tu corazón. La verdad es que no lo deseo en absoluto.
La confusión nubló la vista de Carolyn.
– Entonces, ¿qué es lo que quiere?
– ¿Acaso no es obvio? ¡Te quiero a ti! Tu compañía, tu risa. -Le apretó con suavidad las manos-. Te quiero como amante. En mi cama. O en la tuya. Dondequiera que nos lleven nuestros encuentros. Puedes quedarte con tu corazón, como yo me quedaré con el mío. Sin embargo, tu cuerpo…
Su mirada se deslizó con lentitud por la figura de Carolyn.
– ¿Sería de usted? -preguntó ella en un grave susurro.
– Sí. -Volvió a posar su mirada en la de ella-. Como el mío sería tuyo.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Tanto como lo deseáramos. Hasta que uno de nosotros ya no quisiera continuar con la relación.
– Sólo una aventura temporal y despreocupada, fundada, sólo, en el placer físico.
La voz de Carolyn sonó escéptica e intrigada a la vez.
– Sí, pero has olvidado mencionar la discreción. Nadie lo sabría salvo nosotros dos.
– ¿Cómo sé que no se lo contaría a nadie más?
– En primer lugar, porque te doy mi palabra de honor de que no lo contaré. Y, en segundo lugar, porque no me gusta compartir. No me gusta compartir nada, pero, menos aún, los detalles íntimos de mi vida.
– Entiendo.
– Te protegería en todos los sentidos. Incluso de un posible embarazo.
Carolyn bajó la vista momentáneamente.
– Eso… Eso no sería necesario. Después de siete años de matrimonio sin hijos, al final acepté que soy estéril.
La tristeza de su voz era evidente, y Daniel le dio otro suave apretón de manos.
– Eres una mujer fascinante y atractiva. Y también apasionada, algo que, por lo que percibí en tu reacción a nuestro beso, creo que has perdido de vista.
Carolyn frunció levemente el ceño.
– Me temo que está usted deduciendo demasiado de aquella situación. Mi reacción fue el resultado de un arrebato.
– No, no lo fue.
– Sí, sí que lo fue.
– Ya veo que, sencillamente, tendré que demostrarte que estás equivocada.
A continuación, Daniel recorrió la distancia que los separaba en un solo paso y tras unir sus labios a los de Carolyn cayó de inmediato en el mismo abismo de deseo y necesidad en el que se había sumergido la noche anterior. Se trataba de un lugar sombrío y salvaje en el que sólo existían ellos dos. Un lugar que no quería abandonar nunca.
Daniel se obligó a sí mismo a actuar con una calma deliberada que contrastaba por completo con la urgencia que bombeaba en su interior. Soltó las manos de Carolyn y le rodeó la cintura con los brazos, acercándola a él hasta que sus cuerpos se tocaron desde el pecho hasta las rodillas. Durante varios segundos, ella permaneció rígida, pero después exhaló un suave gemido, rodeó el cuello de Daniel con sus brazos y entreabrió los labios.
Si la necesidad que lo consumía no fuera tan apremiante, Daniel podría haberse dedicado a saborear aquel triunfo, pero, en lugar de hacerlo, abrazó a Carolyn con más fuerza y profundizó su beso mientras su lengua exploraba la deliciosa y suave calidez de la boca de ella. A cada segundo, se sentía más y más atraído hacia un remolino carnal del que no había escapatoria. Claro que, en realidad, él no quería escapar. ¡Cielos, no! De hecho, Carolyn y él ni siquiera estaban tan cerca como él habría deseado.
Daniel exhaló un gemido y deslizó una mano hasta la parte baja de la espalda de Carolyn. Presionó con la palma la base de la espina dorsal de ella y extendió los dedos sobre la curva de sus nalgas apretándola más contra él. Su erección pulsó junto al cuerpo de ella y sus caderas se flexionaron de una forma involuntaria en un lento bombeo que extrajo un gruñido de puro deseo de su garganta.
Daniel perdió la noción del tiempo. Lo único que sabía era que no importaba cuánto tiempo estuviera besándola, pues siempre le parecería insuficiente. Con el corazón golpeándole en el pecho, de algún modo encontró las fuerzas para levantar la cabeza, pero sólo lo suficiente para deslizar sus labios por la mandíbula de Carolyn y por la curva de su fragante cuello. Sin dejar de absorber, en todo momento, los dulces y eróticos sonidos que emanaban de los labios de ella, Daniel deslizó la lengua por el lateral del cuello de Carolyn saboreando su piel cálida y aromática. Después succionó con suavidad el punto en el que su pulso latía aceleradamente. Nunca una mujer le había sabido tan bien.
Al final, con gran esfuerzo, levantó la cabeza y contuvo un gemido de intenso deseo ante la visión que lo esperaba.
Con los párpados entrecerrados, las mejillas encendidas y los labios entreabiertos e hinchados por el beso, a Carolyn se la veía deliciosa y totalmente excitada. Conservando uno de sus brazos alrededor de la cintura de Carolyn para mantenerla apretada a él, Daniel levantó una mano algo temblorosa y rozó con el dorso de sus dedos la cálida y suave mejilla de Carolyn.
Ella abrió los párpados del todo y Daniel contempló la profundidad azul de sus ojos. Y sintió que se ahogaba otra vez.
– ¿Todavía crees que lo de anoche fue un arrebato momentáneo? -preguntó él con voz grave y áspera debido a la excitación.
Daniel no supo identificar la expresión que flotaba en las facciones de Carolyn, pero resultaba evidente que no era de felicidad. Más bien parecía de derrota.
– Por lo visto no fue un arrebato -accedió ella-, pero…
El la interrumpió con un rápido beso.
– ¿Recuerdas lo que te dije antes acerca de que las frases que siguen a la palabra «pero» no me resultan nada alentadoras?
Carolyn abrió la boca con la intención de replicar, pero en aquel mismo instante alguien llamó a la puerta. Durante varios segundos, ella se quedó paralizada. Después, soltó un respingo, se separó de Daniel como si se estuviera quemando y se alisó el pelo y el vestido con gestos nerviosos.
– Te ves bien -la tranquilizó él mientras se arreglaba la chaqueta-. Aunque con «bien» quiero decir «perfecta».
¡Y por todos los santos que era cierto! Se la veía perfectamente besada, decidió Daniel mientras maldecía mentalmente la interrupción. Aunque quizá se había producido en el momento ideal. Acababan de compartir lo que él describiría como otro beso extraordinario y ella no había tenido tiempo de presentar ninguna objeción. Sin duda, debía aprovechar aquella oportunidad para irse y dejarla con el recuerdo de lo increíble que había sido aquel beso. Y deseando más. Al menos eso esperaba él.
– ¡Adelante! -contestó Carolyn.
La puerta se abrió y el mayordomo de cara adusta que había acompañado a Daniel hasta el salón entró sosteniendo una bandeja de plata con tres tarjetas de visita.
– Tiene visita, milady. Lady Walsh, lady Balsam y la señora Amunsbury. ¿Está usted en casa?
Carolyn miró a Daniel.
– Debo irme -manifestó él con rapidez-. Tengo varias citas programadas.
Carolyn asintió con la cabeza y se dirigió al mayordomo.
– Puede acompañar a lord Surbrooke a la salida y, después, haga entrar a las damas, Nelson.
– Muy bien, milady.
Carolyn se volvió hacia Daniel.
– Gracias por la miel.
– De nada. ¿Asistirá usted a la velada de esta noche en casa de lord y lady Gatesbourne?
Daniel suponía que ella asistiría, pues lady Julianne, la hija de los Gatesbourne, era una de sus mejores amigas.
Carolyn titubeó.
– Todavía no lo he decidido.
En aquel instante, Daniel supo que él era la razón de que ella no estuviera segura de si asistiría o no a la fiesta. Evidentemente, Carolyn no sabía si quería volver a verlo otra vez. Su decisión de acudir o no a la casa de los Gatesbourne le revelaría mucha información, decidió Daniel.
Obligándose a no tocarla, Daniel realizó una reverencia formal.
– Espero verla allí, milady. Y, por favor, recuerde ser prudente y no salir sola.
A continuación, salió por la puerta y siguió a Nelson sin volver la vista atrás.
En el vestíbulo, intercambió saludos con Kimberly, lady Balsam y la señora Amunsbury, quienes lo observaron con curiosidad.
– ¿Y qué le ha traído a la casa de lady Wingate? -preguntó lady Balsam, apartando una de las plumas de pavo de su turbante que había caído sobre su mejilla.
Daniel esbozó una sonrisa forzada. La hermosa y altiva condesa era una de las chismosas más conocidas de la sociedad londinense.
– Sólo se trata de una visita entre vecinos, pues yo vivo a sólo dos casas de aquí. Tras oír la impactante noticia de la muerte de lady Crawford, decidí asegurarme de que lady Wingate estaba bien.
– Como un caballero de resplandeciente armadura -comentó Kimberly mientras lo observaba con expresión divertida-. ¿Y ella se encuentra bien?
– Me alegra informarles de que así es. Y también me alegro de ver que ustedes están bien. -Aguijoneado por la curiosidad sobre la razón de su visita, pues sabía que ninguna de las damas era amiga íntima de Carolyn, Daniel preguntó de una forma casual-: ¿Y qué las ha empujado a ustedes a ir de visita en un día tan encantador como éste?
– Nos dirigíamos a Regent Street para ir de compras cuando lady Walsh nos sugirió que le preguntáramos a lady Wingate si deseaba unirse a nosotras -informó la señora Amunsbury. Tenía la nariz tan levantada que Daniel se preguntó si, de vez en cuando, la cabeza no se le caía hacia atrás-. ¡Estamos todas tan contentas de que vuelva a incorporarse a la sociedad!
– Pero ahora tenemos que preocuparnos por ese asesino que anda suelto -declaró lady Balsam soltando un soplido.
Daniel tuvo que esforzarse para no levantar la vista hacia el techo. ¡Dios no permitiera que nada se interpusiera entre la condesa y las tiendas!
– Que la hayan asesinado es ciertamente terrible -continuó lady Balsam-, pero, la verdad, ¿en qué estaría pensando lady Crawford para merodear por las caballerizas? Que una dama se aventure a pasear por esos lugares a solas es buscarse problemas.
Aunque Daniel estaba de acuerdo con su afirmación, no tenía ganas de seguir hablando de aquel tema, así que, tras realizar una reverencia a las damas, se marchó. Mientras bajaba los escalones de piedra y recorría el corto sendero que conducía a la verja de hierro forjado de la entrada, reflexionó sobre las palabras de lady Balsam y se preguntó quién o qué había llevado a Blythe a las caballerizas. Su espíritu aventurero no era del tipo que la llevaría a exponerse en zonas poco seguras. En consecuencia, o esperaba encontrarse con alguien allí, alguien que no se había presentado dejándola a merced de quien la había asesinado, o no había ido sola a las caballerizas y su acompañante la había asesinado, lo que significaba que el asesino también había asistido a la fiesta de disfraces. Como los demás, Daniel sólo podía esperar que cogieran pronto al culpable y lo llevaran ante la justicia. Y que Rayburn y, sobre todo, Mayne desviaran su atención de él para centrarse en encontrar al verdadero asesino.
Y, aunque el misterio que rodeaba la muerte de Blythe rondaba por su mente, en lo más hondo de su ser otra pregunta lo atormentaba.
¿Acudiría Carolyn a la velada de los Gatesbourne?
Daniel supuso que la respuesta dependía de otra pregunta que estaba seguro que lo perseguiría durante todo el día.
¿Sería Carolyn valiente y admitiría que lo deseaba a él tanto como él a ella?