Mario Vargas Llosa
Conversación En La Catedral

UNO

I

DESDE la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín. El era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución. Ve una larga cola en el paradero de los colectivos a Miraflores, cruza la Plaza y ahí está Norwin, hola hermano, en una mesa del Bar Zela, siéntate Zavalita, manoseando un chilcano y haciéndose lustrar los zapatos, le invitaba un trago. No parece borracho todavía y Santiago se sienta, indica al lustrabotas que también le lustre los zapatos a él. Listo jefe, ahoritita jefe, se los dejaría como espejos, jefe.

– Siglos que no se te ve, señor editorialista -dice Norwin-. ¿Estás más contento en la página editorial que en locales?

– Se trabaja menos -alza los hombros, a lo mejor había sido ese día que el Director lo llamó, pide una Cristal helada, fría reemplazar a Orgambide, Zavalita?, él había estado en la Universidad y podría escribir editoriales ¿no, Zavalita? Piensa: ahí me jodí-. Vengo temprano, me da mi tema, me tapo la nariz y en dos o tres horas, listo, jalo la cadena y ya está.

– Yo no haría editoriales ni por todo el oro del mundo -dice Norwin-. Estás lejos de la noticia y el periodismo es noticia, Zavalita, Convéncete. Me moriré en policiales, nomás. A propósito ¿se murió Carlitos?

– Sigue en la clínica, pero le darán de alta pronto -dice Santiago-. Jura que va a dejar el trago esta vez.

– ¿Cierto que una noche al acostarse vio cucarachas y arañas? -dice Norwin.

– Levantó la sábana y se le vinieron encima miles de tarántulas, de ratones -dijo Santiago-. Salió calato a la calle dando gritos.

Norwin se ríe y Santiago cierra los ojos: las casas de Chorrillos son cubos con rejas, cuevas agrietadas por temblores, en el interior hormiguean cachivaches y polvorientas viejecillas pútridas, en zapatillas, con varices. Una figurilla corre entre los cubos, sus alaridos estremecen la aceitosa madrugada y enfurecen a las hormigas, alacranes y escorpiones que la persiguen. La consolación por el alcohol; piensa, contra la muerte lenta los diablos azules. Estaba bien, Carlitos, uno se defendía del Perú como podía.

– El día menos pensado yo también me voy a encontrar a los bichitos -Norwin contempla su chilcano con curiosidad, sonríe a medias-. Pero no hay periodista abstemio, Zavalita. El trago inspira, convéncete.

El lustrabotas ha terminado con Norwin y ahora embetuna los zapatos de Santiago, silbando. ¿Cómo iban las cosas por última Hora?, ¿qué se contaban esos bandoleros? Se quejaban de la ingratitud, Zavalita, que viniera alguna vez a visitarlos, como antes. O sea que ahora tenías un montón de tiempo libre, Zavalita, ¿trabajabas en otro sitio?

– Leo, duermo siestas -dice Santiago-. Quizá me matricule otra vez en Derecho.

– Te alejas de la noticia y ya quieres un título -Norwin lo mira apenado-. La página editorial es el fin, Zavalita. Te recibirás de abogado, dejarás el periodismo. Ya te estoy viendo hecho un burgués.

– Acabo de cumplir treinta años -dice Santiago-. Tarde para volverme un burgués.

– ¿Treinta, nada más? -Norwin queda pensativo-. Yo treintaiséis y parezco tu padre. La página policial lo muele a uno, convéncete.

Caras masculinas, ojos opacos y derrotados sobre las mesas del Bar Zela, manos que se alargan hacia ceniceros y vasos de cerveza. Qué fea era la gente aquí, Carlitos tenía razón. Piensa: ¿qué me pasa hoy?

El lustrabotas espanta a manazos a dos perros que jadean entre las mesas.

– ¿Hasta cuándo va a seguir la campaña de "La Crónica" contra la rabia? -dice Norwin-. Ya se ponen pesados, esta mañana le dedicaron otra página.

– Yo he hecho todos los editoriales contra la rabia -dice Santiago-. Bah, eso me fastidia menos que escribir sobre Cuba o Vietnam. Bueno, ya no hay cola, voy a tomar el colectivo.

– Vente a almorzar conmigo, te invito -dice Norwin-. Olvídate de tu mujer, Zavalita. Vamos a resucitar los buenos tiempos.

Cuyes ardientes y cerveza helada, el "Rinconcito Cajamarquino" de Bajo el Puente y el espectáculo de las vagas aguas del Rimac escurriéndose entre rocas color moco, el café terroso del Haití, la timba en casa de Milton, los chilcanos y la ducha en casa de Norwin la apoteosis de medianoche en el bulín con Becerrita que conseguía rebajas, el sueño ácido y los mareos y las deudas del amanecer. Los buenos tiempos, puede que ahí.

– Ana ha hecho chupe de camarones y eso no me lo pierdo -dice Santiago-. Otro día, hermano.

– Le tienes miedo a tu mujer -dice Norwin-. Uy; qué jodido estás, Zavalita.

No por lo que tú creías, hermano. Norwin se empeña en pagar la cerveza, la lustrada, y se dan la mano. Santiago regresa al paradero, el colectivo que toma es un Chevrolet y tiene la radio encendida, Inca Cola refrescaba mejor, después un vals, ríos, quebradas, la veterana voz de Jesús Vásquez, era mi Perú.

Todavía hay embotellamientos en el centro, pero República y Arequipa están despejadas y el auto puede ir de prisa, un nuevo vals, las limeñas tenían alma de tradición. ¿Porqué cada vals criollo sería tan, tan huevón? Piensa: ¿qué me pasa hoy? Tiene el mentón en el pecho y los ojos entrecerrados, va como espiándose el vientre: caramba, Zavalita, te sientas y esa hinchazón en el saco. ¿Sería la primera vez que tomó cerveza? ¿Quince, veinte años atrás? Cuatro semanas sin ver a la mamá, a la Teté. Quién iba a decir que Popeye se recibiría de arquitecto, Zavalita, quién que acabarías escribiendo editoriales contra los perros de Lima. Piensa: dentro de poco seré barrigón. Iría al baño turco, jugaría tenis en el Terrazas, en seis meses quemaría la grasa y otra vez un vientre liso como a los quince. Apurarse, romper la inercia, sacudirse. Piensa: deporte, ésa es la solución. El parque de Miraflores ya, la Quebrada, el Malecón, en la esquina de Benavides maestro. Baja, camina hacia Porta, las manos en los bolsillos, cabizbajo, ¿qué me pasa hoy? El cielo sigue nublado, la atmósfera es aún más gris y ha comenzado la garúa: patitas de zancudos en la piel, caricias de telarañas. Ni siquiera eso, una sensación más furtiva y desganada todavía. Hasta la lluvia andaba jodida en este país. Piensa: si por lo menos lloviera a cántaros. ¿Qué darían en el Colina, en el Montecarlo, en el Marsano? Almorzaría, un capítulo de "Contrapunto”, que iría languideciendo y lo llevaría en brazos hasta el sueño viscoso de la siesta, si dieran una policial como "Rififí", una cowboy como "Río Grande".

Pero Ana tendría su dramón marcado en el periódico, qué me pasa hoy día. Piensa: si la censura prohibiera las mexicanadas pelearía menos con Ana. ¿Y después de la vermouth? Darían una vuelta por el Malecón, fumarían bajo las sombrillas de cemento del Parque Necochea sintiendo rugir el mar en la oscuridad, volverían a la Quinta de los duendes de la mano, peleamos mucho amor, discutimos mucho amor, y entre bostezos Huxley. Los dos cuartos se llenarían de humo y olor a aceite, ¿estaba con mucha hambre, amor? El despertador de la madrugada, el agua fría de la ducha, el colectivo, la caminata entre oficinistas por la Colmena, la voz del Director, ¿preferías la huelga bancaria, Zavalita, la crisis pesquera o Israel? Tal vez valdría la pena esforzarse un poco y sacar el título.

Piensa: dar marcha atrás. Ve los muros ásperos color naranja, las tejas rojas, las ventanitas con rejas negras de las casas de duende de la Quinta. La puerta del departamento está abierta, pero no aparece el Batuque, chusco, brincando, ruidoso y efusivo. ¿Por qué dejas abierta la casa cuando vas al chino, amor? Pero no, ahí está Ana, qué te pasa, viene con los ojos hinchados y llorosos, despeinada: se lo habían llevado al Batuque, amor.

– Me lo arrancharon de las manos -solloza Ana-. Unos negros asquerosos, amor. Lo metieron al camión. Se lo robaron, se lo robaron.

La besa en la sien, cálmate amor, le acaricia el rostro, cómo había sido, la lleva del hombro hacia la casa, no llores sonsita.

– Te llamé a La Crónica" y no estabas -Ana hace pucheros-. Unos bandidos, unos negros con caras de forajidos. Yo lo llevaba con su cadena y todo. Me lo arrancharon, lo metieron al camión, se lo robaron.

– Almuerzo y voy a la perrera a sacarlo -la besa de nuevo Santiago-. No le va a pasar nada, no seas sonsa.

– Se puso a patear, a mover su colita -se limpia los ojos con el mandil, suspira-. Parecía que entendía, amor. Pobrecito, pobrecito.

– ¿Te lo arrancharon de las manos? -dice Santiago-. Qué tal raza; voy a armar un lío.

Coje el saco que ha arrojado sobre una silla y da un paso hacia la puerta, pero Ana lo ataja: que almorzará primero rapidito, amor. Tiene la voz dulce, hoyuelos en las mejillas, los ojos tristes, está pálida.

– Ya se enfriaría el chupe -sonríe, le tiemblan los labios-. Me olvidé de todo con lo que pasó, corazón. Pobrecito el Batuquito.

Almuerzan sin hablar, en la mesita pegada a la ventana que da al patio de la Quinta: tierra color ladrillo, como las canchas de tenis del Terrazas, un caminito sinuoso de grava y, a la orilla, matas de geranios. El chupe se ha enfriado, una película de grasa tiñe los bordes del plato, los camarones parecen de lata. Estaba yendo al chino de San Martín a comprar una botella de vinagre, corazón, y de repente frenó a su lado un camión y se bajaron dos negros con caras de bandidos, de forajidos de lo peor, uno le dio un empujón y el otro le arranchó la cadena y antes de que ella se diera cuenta ya lo habían metido a la perrera, ya se habían ido. Pobrecito, pobre animalito. Santiago se pone de pie: esos abusivos lo iban a oír. ¿Veía, veía? Ana solloza de nuevo también él tenía miedo de que lo mataran, amor.

– No le harán nada corazón -besa a Ana en la mejilla, un sabor instantáneo a carne viva y a sal-.

Lo traigo ahorita, vas a ver.

Trota hasta la farmacia de Porta y San Martín, pide prestado el teléfono y llama a "La Crónica". Contesta Solórzano, el de judiciales: qué carajo iba a saber dónde quedaba la perrera, Zavalita.

– ¿Se llevaron a su perro? -el boticario adelanta una cabeza solícita-. La perrera queda en el Puente del Ejército. Vaya rápido, a mi cuñado le mataron su chihuahua, un animalito carísimo.

Trota hasta Larco, toma un colectivo, ¿cuánto costaría la carrera desde el Paseo Colón hasta el Puente del Ejército?, cuenta en su cartera ciento ochenta soles. El domingo estarían ya sin un centavo, una lástima que Ana dejara la Clínica, mejor no iban al cine a la noche, pobre Batuque, nunca más un editorial sobre la rabia. Baja en el Paseo Colón, en la Plaza Bolognesi encuentra un taxi, el chofer no conocía la perrera señor. Un heladero de la Plaza Dos de Mayo los orienta: más adelante, un letrerito cerca del río, Depósito Municipal de Perros, era allí. Un gran canchón rodeado de un muro ruin de adobes color caca -el color de Lima, piensa, el color del Perú-, flanqueado por chozas que, a lo lejos, se van mezclando y espesando hasta convertirse en un laberinto de esteras, cañas, tejas, calaminas. Apagados, remotos gruñidos. Hay una escuálida construcción junto a la entrada, una plaquita dice Administración. En mangas de camisa, con anteojos, calvo, un hombre dormita en un escritorio lleno de papeles y Santiago golpea la mesa: se habían robado a su perro, se lo habían arranchado a su señora de las manos, el hombre respinga asustado, carajo esto no se iba a quedar así.

– Qué es eso de entrar a la oficina echando carajos -el calvo se frota los ojos estupefactos y hace muecas-. Más respeto.

– Si le ha pasado algo a mi perro la cosa no se va a quedar así -saca su carnet de periodista, golpea la mesa otra vez-. Y los tipos que agredieron a mi señora lo van a lamentar, le aseguro.

– Cálmese un poco -revisa el carnet, bosteza, el disgusto de su cara se disuelve en aburrimiento beatífico-. ¿Recogieron a su perrito hace un par de horas? Entonces estará entre los que trajo ahorita el camión.

Que no se pusiera así, amigo periodista, no era culpa de nadie. Su voz es desganada, soñolienta como sus ojos, amarga como los pliegues de su boca: jodido, también. A los recogedores se les pagaba por animal, a veces abusaban, qué se le iba a hacer, era la lucha por los frejoles. Unos golpes sordos en el canchón, aullidos como filtrados por muros de corcho.

El calvo sonríe a medias y sin gracia, abúlicamente se pone de pie, sale de la oficina murmurando. Cruzan un descampado, entran a un galpón que huele a orines. Jaulas paralelas, atestadas de animales que se frotan unos contra otros y saltan en el sitio, olfatean los alambres gruñen. Santiago se inclina ante cada jaula, no era ése, explora la promiscua superficie de hocicos, lomos, rabos tiesos y oscilantes; aquí tampoco. El calvo va a su lado, la mirada perdida, arrastrando los pies.

– Compruebe, ya no hay donde meterlos -protesta, de repente-. Después nos ataca su periódico, qué injusticia. La Municipalidad afloja miserias, tenemos que hacer milagros.

– Carajo -dice Santiago-. Tampoco aquí.

– Paciencia -suspira el calvo-. Quedan cuatro galpones más.

Salen de nuevo al descampado. Tierra removida, hierbajos, excrementos, charcas pestilentes. En el segundo galpón una jaula se agita más que las otras, los alambres vibran y algo blanco y lanudo rebota, sobresale, se hunde en el oleaje: menos mal, menos mal.

Medio hocico, un pedacito de rabo, dos ojos encarnados y llorosos: Batuquito. Todavía estaba con su cadena, no tenían derecho, qué tal concha, pero el calvo calma, calma, iba a hacer que se lo saquen. Se aleja a pasos morosos y, un momento después, vuelve seguido de un sambo bajito de overol azul: a ver, que se sacara al blanquiñoso ése, Pancras. El sambo abre la jaula, aparta a los animales, atrapa al Batuque del pescuezo, se lo alcanza a Santiago. Pobre, estaba temblando, pero lo suelta y da un paso atrás, sacudiéndose.

– Siempre se cagan -ríe el sambo-. Su manera de decir estamos contentos de salir de la prisión.

Santiago se arrodilla junto al Batuque, le rasca la cabeza, le da a lamer sus manos. Tiembla, gotea pis, se tambalea borracho y sólo en el descampado. Comienza a brincar y a hurgar la tierra, a correr.

– Acompáñeme, vea en qué condiciones se trabaja -toma a Santiago del brazo, ácidamente le sonríe-. Escríbase algo en su periódico, pida que la Municipalidad nos aumente la partida.

Galpones malolientes y en escombros, un cielo gris acero, bocanadas de aire mojado. A cinco metros de ellos una oscura silueta, de pie junto a un costal, forcejea con un salchicha que protesta con voz demasiado fiera para su mínimo cuerpo y se retuerce histérico: ayúdalo, Pancras. El sambo bajito corre, abre el costal, el otro zambulle adentro al salchicha. Cierran el costal con una cincha, lo colocan en el suelo y el Batuque comienza a gruñir, tira de la cadena gimiendo, qué te pasa, mira espantado; ladra ronco. Los hombres tienen ya los garrotes en las manos, ya comienzan uno-dos a golpear y a rugir, y el costal danza; bota, aúlla enloquecido, uno-dos rugen los hombres y golpean. Santiago cierra los ojos, aturdido.

– En el Perú estamos en la edad de piedra, mi amigo -una sonrisa agridulce despierta la cara del calvo-. Mire en qué condiciones se trabaja, dígame si hay derecho.

El costal está quieto, los hombres lo apalean un rato más, tiran al suelo los garrotes, se secan las caras, se frotan las manos.

– Antes se los mataba como Dios manda, ahora no alcanza la plata -se queja el calvo-. Escríbase un articulito, amigo periodista.

– ¿Y sabe usted lo que se gana aquí? -dice Pancras, accionando; se vuelve hacia el otro-. Cuéntaselo tú, el señor es periodista, que proteste en su periódico.

Es más alto, más joven que Pancras. Da unos pasos hacia ellos y Santiago puede verle al fin la cara: ¿qué? Suelta la cadena, el Batuque echa a correr ladrando y él abre la boca y la cierra: ¿qué?

– Un sol por animal, don -dice el sambo-. Encima hay que llevarlos al basural donde los queman. Apenas un sol, don.

No era él, todos los negros se parecían, no podía ser él. Piensa: ¿por qué no va a ser él? El sambo se agacha, levanta el costal, sí era él, lo lleva hasta un rincón del descampado, lo arroja entre otros costales sanguinolentos, vuelve balanceándose sobre sus largas piernas y sobándose la frente. Era él, era él. Cumpa, le da un codazo Pancras, ándate a almorzar de una vez.

– Aquí se quejan, pero cuando salen en el camión a recoger se pasan la gran vida -gruñe el calvo-. Esta mañana se cargaron al perrito del señor que tenía correa y estaba con su ama, conchudos.

El sambo alza los brazos, era él: ellos no habían salido esta mañana en el camión, don, se las habían pasado tirando palo. Piensa: él. Su voz, su cuerpo son los de él, pero parece tener treinta años más. La misma jeta fina, la misma nariz chata, el mismo pelo crespo. Pero ahora, además, hay bolsones violáceos en los párpados, arrugas en su cuello, un sarro amarillo verdoso en los dientes de caballo. Piensa: eran blanquísimos. Qué cambiado, qué arruinado. Está más flaco, más sucio, muchísimo más viejo, pero ése es su andar rumboso y demorado, ésas sus piernas de araña. Sus manazas tienen ahora una corteza nudosa y hay un bozal de saliva alrededor de su boca. Han desandado el canchón, están en la oficina, el Batuque se refriega contra los pies de Santiago. Piensa: no sabe quien soy. No se lo iba a decir, no le iba a hablar.

Qué te iba a reconocer, Zavalita, tenías ¿dieciséis, dieciocho? y ahora eras un viejo de treinta. El calvo pone papel carbón entre dos hojas, garabatea unas líneas de letra arrodillada y avara. Recostado contra el vano, el sambo se lame los labios.

– Una firmita aquí, mi amigo; y en serio, dénos un empujoncito, pida en "La Crónica, que nos aumenten la partida -el calvo mira al sambo-: ¿No te ibas a almorzar?

– ¿Se podría un adelanto? -da un paso y explica, con naturalidad-. Los fondos andan bajos, don.

– Media libra -bosteza el calvo-. No tengo más.

Guarda el billete sin mirarlo y sale junto a Santiago. Un río de camiones, ómnibus y automóviles atraviesa el Puente del Ejército, ¿qué cara pondría si?, en la neblina los montones terrosos de casuchas de Fray Martín de Porres, ¿se echaría a correr?, se divisan como en sueños. Mira al sambo a los ojos y él lo mira:

– Si me mataban a mi perro, creo que yo los mataba a ustedes -y trata de sonreír.

No, Zavalita, no te reconoce. Escucha con atención y su mirada es turbia, distante y respetuosa. Además de envejecer se habría embrutecido también. Piensa: jodido, también.

– ¿Se lo recogieron esta mañana al lanudito? -un brillo inesperado estalla un instante en sus ojos-. Sería el negro Céspedes, a ése no le importa nada. Se mete a los jardines, rompe las cadenas, cualquier cosa con tal de ganarse su sol.

Están al pie de la escalera que sube a Alfonso Ugarte; el Batuque se revuelca en la tierra y ladra al cielo ceniza.

– ¿Ambrosio? -sonríe, vacila, sonríe-. ¿No eres Ambrosio?

No se echa a correr, no dice nada. Mira con expresión anonadada y estúpida y, de pronto, hay en sus ojos una especie de vértigo.

– ¿Te has olvidado de mí? -vacila, sonríe, vacila-. Soy Santiago, el hijo de don Fermín.

Las manazas se alzan, ¿el niño Santiago, don?, se inmovilizan como dudando entre estrangularlo y abrazarlo, ¿el hijo de don Fermín? Tiene la voz rota de sorpresa o emoción y parpadea, cegado. Claro, hombre ¿no lo reconocía? Santiago en cambio lo reconoció apenas lo vio en el canchón: qué decía, hombre: Las manazas se animan, pa su diablo, viajan de nuevo por el aire, cuánto había crecido Dios mío, palmean los hombros y la espalda de Santiago, y sus ojos ríen, por fin: qué alegría, niño.

– Parece mentira verlo hecho un hombre -lo palpa, lo mira, le sonríe-. Lo veo y no me lo creo, niño.

Claro que lo reconozco, ahora sí. Se parece usted a su papá; también su poquito a la señora Zoila.

¿Y la niña Teté?, y las manazas van y vienen, ¿emocionadas, asustadas?, ¿y el señor Chispas?, de los brazos a los hombros a la espalda de Santiago, y sus ojos parecen tiernos y reminiscentes y su voz porfía por ser natural. No eran grandes las casualidades? ¡Dónde venían a encontrarse, niño! Y después de tanto tiempo, pa su diablo.

– Este trajín me ha dado sed -dice Santiago-. Ven, vamos a tomar algo. ¿Conoces algún sitio por aquí?

– Conozco el sitio donde como -dice Ambrosio-. "La Catedral", uno de pobres, no sé si le gustará.

– Si tienen cerveza helada me gustará -dice Santiago-. Vamos, Ambrosio.

Parecía mentira que el niño Santiago tomara ya cerveza, y Ambrosio ríe, los recios dientes amarillo verdosos al aire: el tiempo volaba, caracho. Suben la escalera, entre los corralones de la primera cuadra de Alfonso Ugarte hay un garaje blanco de la Ford, y en la bocacalle de la izquierda asoman, despintados por la grisura inexorable, los depósitos del Ferrocarril Central. Un camión cargado de cajones oculta la puerta de "La Catedral". Adentro, bajo el techo de calamina, se apiña en bancas y mesas toscas una rumorosa muchedumbre voraz. Dos chinos en mangas de camisa vigilan desde el mostrador las caras cobrizas, las angulosas facciones que mastican y beben, y un serranito extraviado en un rotoso mandil distribuye sopas humeantes, botellas, fuentes de arroz. Mucho cariño, muchos besos, mucho amor, truena una radiola multicolor, y al fondo, detrás del humo, el ruido, el sólido olor a viandas y licor y los danzantes enjambres de moscas, hay una pared agujereada -piedras, chozas, un hilo de río, el cielo plomizo, y una mujer ancha, bañada en sudor, manipula ollas y sartenes cercada por el chisporroteo de un fogón. Hay una mesa vacía junto a la radiola, entre la constelación de cicatrices del tablero se distingue un corazón flechado, un nombre de mujer: Saturnina.

– Yo ya almorcé, pero tú pide algo de comer -dice Santiago.

– Dos Cristales bien fresquitas -grita Ambrosio, haciendo bocina con sus manos-. Una sopa de pescado, pan y menestras con arroz.

No debiste venir, no debiste hablarle, Zavalita, no estás jodido sino loco. Piensa: la pesadilla va a volver. Será tu culpa, Zavalita, pobre papá, pobre viejo.

– Choferes, obreros de las fabriquitas de por aquí- Ambrosio señala el rededor, como excusándose-. Se vienen desde la avenida Argentina porque la comida es pasable y, sobre todo, barata.

El serranito trae las cervezas, Santiago sirve los vasos y beben a su salud niño, a la tuya Ambrosio, y hay un olor compacto e indescifrable que debilita, marea y anega la cabeza de recuerdos.

– Qué trabajo tan fregado te has conseguido, Ambrosio. ¿Hace mucho que estás en la perrera?

– Un mes, niño, y entré gracias a la rabia, porque estaban completos. Claro que es fregado, a uno le sacan el jugo. Sólo es botado cuando se sale a recoger en el camión.

Huele a sudor, ají y cebolla, a orines y basura acumulada, y la música de la radiola se mezcla a la voz plural, a rugidos de motores y bocinazos, y llega a los oídos deformada y espesa. Rostros chamuscados, pómulos salientes, ojos adormecidos por la rutina o la indolencia vagabundean entre las mesas, forman racimos junto al mostrador, obstruyen la entrada. Ambrosio acepta el cigarrillo que Santiago le ofrece, fuma, arroja el pucho al suelo y lo entierra con el pie.

Sorbe la sopa ruidosamente, mordisquea los trozos de pescado, coge los huesos y los chupa y deja brillantes escuchando o respondiendo o preguntando, y engulle pedacitos de pan, apura largos tragos de cerveza y se limpia con la mano el sudor: el tiempo se lo tragaba a uno sin darse cuenta, niño. Piensa: ¿por qué no me voy? Piensa: tengo que irme y pide más cerveza: Llena los vasos, atrapa el suyo y mientras habla, recuerda, sueña ó piensa, observa el círculo de espuma salpicado de cráteres, bocas que silenciosamente se abren vomitando burbujas rubias y desaparecen en el líquido amarillo que su mano calienta.

Bebe sin cerrar los ojos, eructa, saca y enciende cigarrillos, se inclina para acariciar al Batuque: cosas pasadas, qué carajo. Habla y Ambrosio habla, las bolsas de sus párpados son azuladas, las ventanillas de su nariz laten como si hubiera corrido, como si se ahogara, y después de cada trago escupe, mira nostálgico las moscas, escucha, sonríe o se entristece o confunde y sus ojos, a ratos, parecen enfurecerse o asustarse o irse; a ratos tiene accesos de tos. Hay canas entre sus pelos crespos, lleva sobre el overol un saco que debió ser también azul y tener botones, y una camisa de cuello alto que se enrosca en su garganta como una cuerda. Santiago ve sus zapatones enormes: enfangados, retorcidos, jodidos por el tiempo. Su voz le llega titubeante, temerosa, se pierde, cautelosa, implorante, vuelve, respetuosa o ansiosa o compungida, siempre vencida: no treinta, cuarenta, cien más. No sólo se había desmoronado, envejecido, embrutecido; a lo mejor andaba tísico también. Mil veces más jodido que Carlitos o que tú, Zavalita. Se iba, tenía que irse y pide más cerveza. Estás borracho, Zavalita, ahorita ibas a llorar. La vida no trataba bien a la gente en este país, niño, desde que salió de su casa había vivido unas aventuras de película. A él tampoco lo había tratado bien la vida, Ambrosio, y pide más cerveza. ¿Iba a vomitar? El olor a fritura, pies y axilas revolotea, picante y envolvente, sobre las cabezas lacias o hirsutas; sobre las crestas engomadas y las chatas nucas con caspa y brillantina, la música de la radiola calla y regresa, calla y regresa, y ahora, más intensas e irrevocables que los rostros saciados y las bocas cuadradas y las pardas mejillas lampiñas, las abyectas imágenes de la memoria están también allí: más cerveza. ¿No era una olla de grillos este país, niño, no era un rompecabezas macanudo el Perú? ¿No era increíble que los odriístas y los apristas que tanto se odiaban ahora fueran uña y carne, niño? ¿Qué diría su papá de esto, niño? Hablan y a ratos oye tímidamente, respetuosamente a Ambrosio que se atreve a protestar: tenía que irse, niño.

Está chiquito e inofensivo, allá lejos, detrás de la mesa larguísima que rebalsa de botellas y tiene los ojos ebrios y aterrados. El Batuque ladra una vez, ladra cien veces. Un remolino interior, una efervescencia en el corazón del corazón, una sensación de tiempo suspendido y tufo. ¿Hablan? La radiola deja de tronar, truena de nuevo. El corpulento río de olores parece fragmentarse en ramales de tabaco, cerveza, piel humana y restos de comida que circulan tibiamente por el aire macizo de "La Catedral", y de pronto son absorbidos por una invencible pestilencia superior: ni tú ni yo teníamos razón papá, es el olor de la derrota papá. Gentes que entran, comen, ríen, rugen, gentes que se van, y el eterno perfil pálido de los chinos del mostrador. Hablan, callan, beben, fuman, y cuando el serranito aparece allí, inclinado sobre el tablero erizado de botellas las otras mesas están vacías y ya no se escucha la radiola ni el crujido del fogón, sólo al Batuque ladrando, Saturnina. El serranito cuenta con sus dedos tiznados y ve la cara urgente de Ambrosio adelantándose hacia él: ¿se sentía mal, niño? Un poquito de dolor de cabeza, ya estaba pasando. Estás haciendo un papelón, piensa, he tomado mucho, Huxley, aquí lo tienes al Batuque sano y salvo, me demoré porque encontré a un amigo. Piensa: amor. Piensa: párate, Zavalita, ya basta. Ambrosio mete la mano al bolsillo y Santiago estira los brazos: ¿estaba cojudo, hombre?, él pagaba. Trastabillea y Ambrosio y el serranito lo sujetan: suéltenme, podía solo, se sentía bien. Pa su diablo, niño, no era para menos, si había tomado tanto. Avanza paso a paso entre las mesas vacías y las sillas cojas de "La Catedral", mirando fijamente el suelo chancroso: ya está, ya pasó. El cerebro se va despejando, va huyendo la modorra de las piernas, van aclarándose los ojos. Pero las imágenes están siempre ahí. Entreverándose en sus pies, el Batuque ladra, impaciente.

– Menos mal que le alcanzó la plata, niño. ¿De veras se siente mejor?

– Estoy un poco mareado, pero no borracho, el trago no me hace nada. La cabeza me da vueltas de tanto pensar.

– Cuatro horas, niño, no sé qué voy a inventar ahora. Puedo perder mi trabajo, usted no se da cuenta. En fin, se lo agradezco. Las cervecitas, el almuerzo, la conversación. Ojalá pueda corresponderle alguna vez, niño.

Están en la vereda, el serranito acaba de cerrar el portón de madera, el camión que ocultaba la entrada ha partido, la neblina borronea las fachadas y en la luz colar acero de la tarde fluye, opresivo e idéntico, el chorro de autos, camiones y ómnibus por el Puente del Ejército. No hay nadie cerca, los lejanos transeúntes son siluetas sin cara que se deslizan entre velos humosos. Nos despedimos y ya está, piensa, no lo verás más. Piensa: no lo he visto nunca, nunca he hablado con él, un duchazo, una siesta y ya está.

– ¿De veras se siente bien, niño? ¿No quiere que lo acompañe?

– El que se siente mal eres tú -dice, sin mover los labios-. Toda la tarde, las cuatro horas te has sentido mal.

– Ni crea, tengo muy buena cabeza para el trago -dice Ambrosio, y, un instante, ríe. Queda con la boca entreabierta, la mano petrificada en el mentón. Está inmóvil, a un metro de Santiago, con las solapas levantadas, y el Batuque, las orejas tiesas, los colmillos fuera, mira a Santiago, mira a Ambrosio, y escarba el suelo, sorprendido o inquieta o asustado. En el interior de "La Catedral" arrastran sillas y parece que baldearan el piso.

– Sabes de sobra de qué estoy hablando -dice Santiago-. Por favor, deja de hacerte el cojudo.

No quiere o no puede entender, Zavalita: no se ha movido y en sus pupilas hay siempre la misma porfiada ceguera, esa atroz oscuridad tenaz.

– Por si quería que lo acompañe, niño -tartamudea y baja los ojos, la voz-. ¿Quiere que le busque un taxi, es decir?

– En "La Crónica" necesitan un portero -y él también baja la voz-. Es un trabajo menos fregado que la perrera. Yo haré que te tomen sin papeles. Estarías mucho mejor. Pero, por favor, deja un ratito de hacerte el cojudo.

– Está bien, está bien -hay un malestar creciente en sus ojos, parece que su voz fuera a rasgarse en chillidos-. Qué le pasa, niño, por qué se pone así.

– Te daré todo mi sueldo de este mes -y su voz se entorpece bruscamente, pero no solloza; está rígido, los ojos muy abiertos-. Tres mil quinientos soles. ¿No es cierto que con esa plata puedes?

Calla, baja la cabeza y automáticamente, como si el silencio hubiera desatado un inflexible mecanismo, el cuerpo de Ambrosio da un paso atrás y se encoge y sus manos se adelantan a la altura del estómago, como para defenderse o atacar. El Batuque gruñe.

– ¿Se le ha subido el trago? -ronca, la voz descompuesta-. Qué le pasa, qué es lo que quiere.

– Que dejes de hacerte el cojudo -cierra los ojos y toma aire-. Que hablemos con franqueza de la Musa, de mi papá. ¿él te mandó? Ya no importa, quiero saber. ¿Fue mi papá?

Se le corta la voz y Ambrosio da otro paso atrás y Santiago lo divisa, agazapado y tenso, los ojos desorbitados por el espanto o la cólera: no te vayas, ven.

No se ha embrutecido, no eres un cojudo, piensa, ven, ven. Ambrosio ladea el cuerpo, agita un puño, como amenazando o despidiéndose.

– Me voy para que no se arrepienta de lo que está diciendo -ronca, la voz lastimada-. No necesito trabajo, sépase que no le acepto ningún favor, ni menos su plata. Sépase que no se merecía el padre que tuvo, sépasela. Váyase a la mierda, niño.

– Ya está, ya está, no me importa -dice Santiago-. Ven, no te vayas, ven.

Hay un rugido breve a sus pies, el Batuque mira también: la figurilla oscura se aleja pegada a las paredes de los corralones, destaca contra los ventanales lucientes del garaje de la Ford, se hunde en la escalerilla del Puente.

– Ya está -solloza Santiago, inclinándose, acariciando la rolita tiesa, el hocico ansioso-. Ya nos vamos, Batuquito.

Se incorpora, solloza de nuevo, saca un pañuelo y se limpia los ojos. Unos segundos permanece inmóvil, su espalda apoyada contra el portón de "La Catedral", recibiendo la garúa en la cara llena de lágrimas de nuevo. El Batuque se frota contra sus tobillos, le lame los zapatos, gruñe bajito mirándolo. Echa a andar, despacio, las manos en los bolsillos, hacia la Plaza Dos de Mayo, y el Batuque trota a su lado. Hay hombres tumbados al pie del monumento y a su alrededor un muladar de colillas, cáscaras y papeles; en las esquinas la gente toma por asalto los ómnibus maltrechos que se pierden envueltos en terrales en dirección a la barriada; un policía discute con un vendedor ambulante y las caras de ambos son odiosas y desalentadas y sus voces están como crispadas por una exasperación vacía. Da la vuelta a la Plaza, al entrar a la Colmena detiene un taxi: ¿su perrito no iría a ensuciar el asiento? No, maestro, no lo iba a ensuciar: a Miraflores, a la calle Porta. Entra, pone al Batuque en sus rodillas, esa hinchazón en el saco. Jugar tenis, nadar, hacer pesas, aturdirse, alcoholizarse como Carlitos. Cierra los ojos, tiene la cabeza contra el espaldar, su mano acaricia el lomo, las orejas, el hocico frío, el vientre tembloroso. Te salvaste de la perrera, Batuquito, pero a ti nadie vendrá a sacarte nunca de la perrera, Zavalita, mañana iría a visitar a Carlitos a la Clínica y le llevaría un libro, no Huxley. El taxi avanza por ciegas calles ruidosas, en la oscuridad oye motores, silbatos, voces fugitivas. Lástima no haberle aceptado a Norwin el almuerzo, Zavalita. Piensa: él los mata a palos y tú a editoriales. El era mejor que tú, Zavalita. Había pagado más, se había jodido más.

Piensa: pobre papá. El taxi disminuye la velocidad y él abre los ojos: la Diagonal está ahí, atrapada en los cristales delanteros del taxi, oblicua, plateada, hirviendo de autos, sus avisos luminosos titilando ya. La neblina blanquea los árboles del Parque, las torres de la iglesia se desvanecen en la grisura, las copas de los ficus oscilan: pare aquí. Paga la carrera y el Batuque comienza a ladrar. Lo suelta, lo ve cruzar la entrada de la Quinta como un bólido. Oye adentro los ladridos, se acomoda el saco, la corbata, oye el grito de Ana, imagina su cara. Entra al patio, las casitas de duende tienen iluminadas las ventanas, la silueta de Ana que abraza al Batuque y viene hacia él, por qué te demoraste tanto amor, qué nerviosa había estado, qué asustada amor.

– Entremos, este animal va a enloquecer a toda la Quinta -y la besa apenas-. Calla, Batuque.

Va al baño y mientras orina y se lava la cara oye a Ana, qué había pasado corazón, por qué se había tardado así, jugando con el Batuque, menos mal que lo encontraste amor, y oye los dichosos ladridos. Sale y Ana está sentada en la salita, el Batuque en sus brazos. Se sienta a su lado, la besa en la sien.

– Has estado tomando -lo tiene cogido del saco, lo mira medio risueña, medio enojada-. Hueles a cerveza, amor. No me digas que no, has estado tomando ¿no?

– Me encontré con un tipo que no veía hacía siglos. Fuimos a tomarnos un trago. No pude librarme, amor.

– Y yo aquí, medio loca de angustia -oye su voz quejumbrosa, mimosa, cariñosa-. Y tú tomando cerveza con tus amigotes. ¿Por qué al menos no me llamaste donde la alemana, amor?

– No había teléfono, nos metimos a una cantina de mala muerte -bostezando, desperezándose, sonriendo-. Y además no me gusta molestar a la loca de la alemana todo el tiempo. Me siento pésimo, me duele una barbaridad la cabeza.

Bien hecho, por haberla tenido con los nervios rotos toda la tarde, y le pasa la mano por la frente y lo mira y le sonríe y le habla bajito y le pellizca una oreja: bien hecho que duela cabecita, amor, y él la besa. ¿Quería dormir un ratito, le cerraba la cortina, corazón? Sí, se pone de pie, un ratito, se tumba en la cama, y las sombras de Ana y del Batuque trajinan a su alrededor, buscándose.

– Lo peor es que me gasté toda la plata, amor. No sé cómo vamos a llegar hasta el lunes.

– Bah, qué importa. Menos mal que el chino de San Martín me fía siempre, menos mal que es el chino más bueno que hay.

– Lo peor es que nos quedamos sin cine. ¿Daban algo bueno, hoy?

– Una con Marlon Brando, en el Colina -y la voz de Ana, lejanísima, llega como a través del agua-. Una policial de ésas que te gustan, amor. Si quieres, me prestó plata de la alemana.

Está contenta, Zavalita, te perdona todo porque le trajiste al Batuque. Piensa: en este momento es feliz.

– Me prestó y vamos al cine, pero me prometes que nunca más te vas a tomar cerveza con tus amigotes sin avisarme -se ríe Ana, cada vez más lejos.

Piensa: te prometo. La cortina tiene una esquina plegada y Santiago puede ver un retazo de cielo casi oscuro, y adivinar, afuera, encima, cayendo sobre la Quinta de los duendes, Miraflores, Lima, la miserable garúa de siempre.

II

POPEYE Arévalo había pasado la mañana en la playa de Miraflores. Miras por gusto la escalera, le decían las chicas del barrio, la Teté no va a venir. Y, efectivamente, la Teté no fue a bañarse esa mañana. Defraudado, volvió a su casa antes del mediodía, pero mientras subía la cuesta de la Quebrada iba viendo la naricita, el cerquillo, los ojitos de Teté, y se emocionó: ¿cuándo vas a hacerme caso, cuándo Teté? Llegó a su casa con los pelos rojizos todavía húmedos, ardiendo de insolación la cara llena de pecas. Encontró al senador esperándolo: ven pecoso, conversarían un rato. Se encerraron en el escritorio y el senador siempre quería estudiar arquitectura? Sí papá, claro que quería. Sólo que el examen de ingreso era tan difícil, se presentaban montones y entraban poquísimos. Pero él chancaría fuerte, papá, y a lo mejor ingresaba. El senador estaba contento de que hubiera terminado el colegio sin ningún curso jalado y desde fin de año era una madre con él, en enero le había aumentado la propina de una a dos libras. Pero aun así, Popeye no se esperaba tanto: bueno, pecoso, como era difícil ingresar a Arquitectura mejor no se arriesgaba este año, que se matriculara en los cursos de Pre y estudiara fuerte, y así el próximo año entrarás seguro: ¿qué le parecía, pecoso? Bestial, papá, la cara de Popeye se encendió más, sus ojos brillaron. Chancaría, se mataría estudiando y el año próximo seguro que ingresaba.

Popeye había temido un verano fatal, sin baños de mar, sin matinés, sin fiestas, días y noches aguados por las matemáticas, la física y la química, y a pesar de tanto sacrificio no ingresaré y habré perdido las vacaciones por las puras. Ahí estaban ahora, recobradas, la playa de Miraflores, las olas de la Herradura, la bahía de Ancón, y las imágenes eran tan reales, las plateas del Leuro, el Montecarlo y el Colina, tan bestiales, salones donde él y la Teté bailaban boleros, como las de una película en tecnicolor. ¿Estás contento?, dijo el senador, y él contentísimo. Qué buena gente es, pensaba, mientras iban al comedor, y el senador eso sí, pecoso, acabadito el verano a romperse el alma- ¿se lo prometía?, y Popeye se lo juraba, papá.

Durante el almuerzo el senador le hizo bromas, ¿la hija de Zavala todavía no te daba bola, pecoso?, y él se ruborizó: ya le estaba dando su poquito, papá. Eres una criatura para tener enamorada, dijo su vieja, que se dejara de adefesios todavía. Qué ocurrencia, ya está grande, dijo el senador, y además la Teté era una linda chiquilla. No des tu brazo a torcer, pecoso, a las mujeres les gustaba hacerse de rogar, a él le había costado un triunfo enamorar a la vieja, y la vieja muerta de risa. Sonó el teléfono y el mayordomo vino corriendo: su amigo Santiago, niño. Tenía que verlo urgente, pecoso. ¿A las tres en el Cream Rica de Larco, flaco? A las tres en punto, pecoso. ¿Tu cuñado iba a sacarte la mugre si no dejabas en paz a la Teté, pecoso?, sonrió el senador, y Popeye pensó qué buen humor se gasta hoy. Nada de eso, él y Santiago eran adúes, pero la vieja frunció el ceño: a ese muchachito le falla una tuerca ¿no? Popeye se llevó a la boca una cucharadita de helado, ¿quién decía eso?, otra de merengue, a lo mejor lo convencía a Santiago de que fueran a su casa a oír discos y de que llamara a la Teté, sólo para conversar un rato, flaco. Se lo había dicho la misma Zoila en la canasta del viernes, insistió la vieja. Santiago les daba muchos dolores de cabeza últimamente a ella y a Fermín, se pasaba el día peleando con la Teté y con el Chispas, se había vuelto desobediente y respondón. El flaco se había sacado el primer puesto en los exámenes finales, protestó Popeye, que más querían sus viejos.

– No quiere entrar a la Católica sino a San Marcos -dijo la señora Zoila-. Eso lo tiene hecho una noche a Fermín.

– Yo lo haré entrar en razón, Zoila, tú no te metas -dijo don Fermín-. Está en la edad del pato, hay que saber llevarlo. Riñéndolo, se entercará más.

– Si en vez de consejos le dieras unos cocachos te haría caso -dijo la señora Zoila-. El que no sabe educarlo eres tú.

– Se casó con ese muchacho que iba a la casa -dice Santiago-. Popeye Arévalo. El pecoso Arévalo.

– El flaco no se lleva bien con su viejo porque no tienen las mismas ideas -dijo Popeye.

– ¿Y qué ideas tiene ese mocoso recién salido del cascarón? -se río el senador.

– Estudia, recíbete de abogado y podrás meter tu cuchara en política -dijo don Fermín- ¿De acuerdo, flaco?

– Al flaco le da cólera que su viejo ayudara a Odría a hacerle la revolución a Bustamante -dijo Popeye-. Él está contra los militares.

– ¿Es bustamantista? -dijo el senador-. Y Fermín cree que es el talento de la familia. No debe ser tanto, cuando admira al calzonazos de Bustamante.

– Sería un calzonazos, pero era una persona decente y había sido diplomático -dijo la vieja de Popeye-. Odría, en cambio, es un soldadote y un cholo.

– No te olvides que soy senador odriísta -se rio el senador-. Así que déjate de cholear a Odría, tontita.

– Se le ha metido entrar a San Marcos porque no le gustan los curas, y porque quiere ir donde va el pueblo -dijo Popeye-. En realidad, se le ha metido porque es un contreras. Si sus viejos le dijeran entra a San Marcos, diría no, a la Católica.

– Zoila tiene razón, en San Marcos perderá las relaciones -dijo la vieja de Popeye-. Los muchachos bien van a la Católica.

– También en la Católica hay cada indio que da miedo, mamá -dijo Popeye.

– Con la plata que está ganando Fermín ahora que anda de cama y mesa con Cayo Bermúdez, el mocoso no va a necesitar relaciones -dijo el senador-. Sí, pecoso, anda nomás.

Popeye se levantó de la mesa, se lavó los dientes, se peinó y salió. Eran sólo las dos y cuarto, mejor iba haciendo tiempo. ¿No somos patas, Santiago?, anda, dame un empujoncito con la Teté. Subió por Larco pestañeando por la resolana y se detuvo a curiosear las vitrinas de la Casa Nelson: esos mocasines de gamuza con un pantaloncito marrón y esa camisa amarilla, bestial. Llegó al Cream Rica antes que Santiago, se instaló en una mesa desde la que podía ver la avenida, pidió un milk-shake de vainilla. Si no lo convencía a Santiago de que fueran a oír discos a su casa irían a la matiné o a timbear donde Coco Becerra, de qué querría hablarle el flaco. Y en eso entró Santiago, la cara larga, los ojos como afiebrados: sus viejos la habían botado a la Amalia, pecoso. Acababan de abrir la sucursal del Banco de Crédito, por las ventanas del Cream Rica, Popeye veía cómo las puertas tumultuosas se tragaban a la gente que había estado esperando en la vereda. Hacía sol, los Expresos pasaban repletos, hombres y mujeres se disputaban los colectivos en la esquina de Shell. ¿Por qué habían esperado hasta ahora para botarla, flaco? Santiago encogió los hombros, sus viejos no querían que él se diera cuenta que la botaban por lo de la otra noche, como si él fuera tonto. Parecía más flaco con esa cara de duelo, los pelos retintos le llovían sobre la frente.

El mozo se acercó y Santiago le señaló el vaso de Popeye, ¿también de vainilla?, sí. Por último qué tanto, lo animó Popeye, ya encontraría otro trabajo, en todas partes necesitaban sirvientas. Santiago se miró las uñas: la Amalia era buena gente, cuando el Chispas, la Teté o yo estaban de mal humor se desfogaban requintándola y ella nunca nos acusó a los viejos, pecoso. Popeye removió el milk-shake con la cañata, ¿cómo te convenzo de que vayamos a oír discos a tu casa, cuñado?, sorbió la espuma.

– Tu vieja le fue a dar sus quejas a la senadora por lo de San Marcos -dijo.

– Puede ir a darle sus quejas al rey de Roma -dijo Santiago.

– Si tanto les friega San Marcos, preséntate a la Católica, qué más te da -dijo Popeye-. ¿O en la Católica exigen más?

– A mis viejos eso les importa un pito -dijo Santiago-. San Marcos no les gusta porque hay cholos y porque se hace política, sólo por eso.

– Te has puesto en un plan muy fregado -dijo Popeye-. Te las pasas dando la contra, rajas de todo, y te tomas demasiado a pecho las cosas. No te amargues la vida por gusto, flaco.

– Métete tus consejos al bolsillo -dijo Santiago.

– No te las des tanto de sabio, flaco -dijo Popeye-. Está bien que seas chancón, pero no es razón para creer que todos los demás son unos tarados.

Anoche lo trataste a Coco de una manera que no sé cómo aguantó.

– Si a mí no me da la gana de ir a misa, no tengo por qué darle explicaciones al sacristán ése -dijo Santiago.

– O sea que ahora también te las das de ateo -dijo Popeye.

– No me las doy de ateo -dijo Santiago-. Que no me gusten los curas no quiere decir que no crea en Dios.

– ¿Y qué dicen en tu casa de que no vayas a misa? -dijo Popeye-. ¿Qué dice la Teté, por ejemplo?

– Este asunto de la chola me tiene amargo, pecoso -dijo Santiago.

– Olvídate, no Seas bobo -dijo Popeye-. A propósito de la Teté, por qué no fue a la playa esta mañana.

– Se fue al Regatas con unas amigas -dijo Santiago-. No sé por qué no escarmientas.

– El coloradito, el de las pecas -dice Ambrosio-. El hijito del senador don Emilio Arévalo claro. ¿Se casó con él?

– No me gustan los pecosos ni los pelirrojos -hizo una morisqueta la Teté-. Y él es las dos cosas. Uy, qué asco.

– Lo que más me amarga es que la botaran por mi culpa -dijo Santiago.

– Más bien di culpa del Chispas -lo consoló Popeye-. Tú ni sabías lo que era yobimbina.

Al hermano de Santiago le decían ahora sólo Chispas, pero antes, en la época en que le dio por lucirse en el Terrazas levantando pesas, le decían Tarzán Chispas. Había sido cadete de la Escuela Naval unos meses y cuando lo expulsaron (él decía que por haberle pegado a un alférez) estuvo un buen tiempo de vago, dedicado a la timba y al trago y dándoselas de matón. Se aparecía en el óvalo de San Fernando y se dirigía amenazador a Santiago, señalándole a Popeye, a Toño, a Coco o a Lalo: a ver, supersabio, con cuál de ésos quería medir sus fuerzas. Pero desde que entró a trabajar a la oficina de don Fermín se había vuelto formal.

– Yo sí sé lo que es, sólo que nunca había visto -dijo Santiago-. ¿Tú crees que las vuelve locas a las mujeres?

– Cuentos del Chispas -susurró Popeye-. ¿Te dijo que las vuelve locas?

– Las vuelve, pero si se le pasa la mano las puede volver cadáveres, niño Chispas -dijo Ambrosio-. No me vaya a meter en un lío. Fíjese que si lo chapa su papá, me funde.

– ¿Y te dijo que con una cucharada cualquier hembrita se te echaba? -susurró Popeye-. Cuentos, flaco.

– Habría que hacer la prueba -dijo Santiago-. Aunque sea para ver si es cierto, pecoso.

Se calló, atacado por una risita nerviosa y Popeye se rió también. Se codeaban, lo difícil era encontrar con quién, excitados, disforzados, ahí estaba la cosa, y la mesa y los milk-shakes temblaban con los sacudones: de locos eran, flaco. ¿Que le había dicho el Chispas al dársela? El Chispas y Santiago se llevaban como perro y gato y vez que podía el Chispas le hacía perradas al flaco y el flaco al Chispas perradas vez que podía: a lo mejor era una mala pasada de tu hermano, flaco. No pecoso, el Chispas había llegado hecho una pascua a la casa, gané un montón de plata en el hipódromo, y lo que nunca, antes de acostarse se metió al cuarto de Santiago a aconsejarlo: ya es hora de que te sacudas, ¿no te da vergüenza seguir virgo tamaño hombrón?, y le convidó un cigarro. No te muñequées, dijo el Chispas, ¿tienes hembrita?, Santiago le mintió que sí y el Chispas; preocupado: es hora de que te desvirgues, flaco, de veras.

– ¿No te he pedido tanto que me lleves al bulín? -dijo Santiago.

– Te pueden quemar y el viejo me mata -dijo el Chispas-. Además, los hombres se ganan su polvo a pulso, no pagando. Te las das de sabido en todo y estás en la luna en cuestión hembras, supersabio.

– No me las doy de sabido -dijo Santiago-. Ataco cuando me atacan. Anda, Chispas, llévame al bulín.

– Y entonces por qué le discutes tanto al viejo -dijo el Chispas-. Lo amargas dándole la contra en todo.

– Sólo le doy la contra cuando se pone a defender a Odría y a los militares -dijo Santiago-. Anda, Chispas.

– Y por qué estás tú contra los militares -dijo el Chispas-. Y qué mierda te ha hecho Odría a ti.

– Subieron al gobierno a la fuerza -dijo Santiago-. Odría ha metido presa a un montón de gente.

– Sólo a los apristas y a los comunistas -dijo el Chispas-. Ha sido buenísimo con ellos, yo los hubiera fusilado a todos. El país era un caos cuando Bustamante, la gente decente no podía trabajar en paz.

– Entonces tú no eres gente decente -dijo Santiago-: Porque cuando Bustamante tú andabas de vago.

– Te estás rifando un sopapo, supersabio -dijo el Chispas.

– Yo tengo mis ideas y tú las tuyas -dijo Santiago-. Anda, llévame al bulín.

– Al bulín, nones -dijo el Chispas-. Pero te voy a ayudar a que te trabajes una hembrita.

– ¿Y la yobimbina se compra en las boticas? -dijo Popeye.

– Se consigue por lo bajo -dijo Santiago-. Es algo prohibido.

– Un poquito en la Coca-cola, en un hot-dog -dijo el Chispas-, y esperas que vaya haciendo su efecto. Y cuando se ponga nerviosita, ahí depende de ti.

– ¿Y eso se le puede dar a una de cuántos años, por ejemplo, Chispas? -dijo Santiago.

– No vas a ser tan bruto de dársela a una de diez -se rió el Chispas-. A una de catorce ya puedes, pero poquito. Aunque a esa edad no te lo va a aflojar, le sacarás un plan bestial.

– ¿Será de verdad? -dijo Popeye-. ¿No te habrá dado un poco de sal, de azúcar?

– La probé con la punta de la lengua -dijo Santiago-. No huele a nada, es un polvito medio picante.

En la calle había aumentado la gente que trataba de subir a los atestados colectivos, a los Expresos. No hacían cola, eran una pequeña turba que agitaba las manos ante los ómnibus de corazas azules y blancas que pasaban sin detenerse. De pronto, entre los cuerpos, dos menudas siluetas idénticas, dos melenitas morenas: las mellizas Vallerriestra. Popeye apartó la cortina y les hizo adiós, pero ellas no lo vieron o no lo reconocieron. Taconeaban con impaciencia, sus caritas frescas y bruñidas miraban a cada momento el reloj del Banco de Crédito, estarían yéndose a alguna matiné del centro, flaco. Cada vez que se acercaba un colectivo se adelantaban hasta la pista con aire resuelto, pero siempre las desplazaban.

– A lo mejor están yendo solas -dijo Popeye-. Vámonos a la matiné con ellas, flaco.

– ¿Te mueres por la Teté, sí o no, veleta? -dijo Santiago.

– Sólo me muero por la Teté -dijo Popeye-. Claro que si en vez de la matiné quieres que vayamos a oír discos a tu casa, yo de acuerdo.

Santiago movió la cabeza con desgano: se había conseguido un poco de plata, iba a llevársela a la chola, vivía por ahí, en Surquillo. Popeye abrió los ojos, ¿a la Amalia?, y se echó a reír, ¿le vas a regalar tu propina porque tus viejos la botaron? No su propina, Santiago partió en dos la cañita, había sacado cinco libras del chancho. Y Popeye se llevó un dedo a la sien: derechito al manicomio, flaco. La botaron por mi culpa, dijo Santiago, ¿qué tenía de malo que le regalara un poco de plata? Ni que te hubieras enamorado de la chola; flaco, cinco libras era una barbaridad de plata, para eso invitamos a las mellizas al cine.

Pero en ese momento las mellizas subieron a un Morris verde y Popeye tarde, hermano. Santiago se había puesto a fumar.

– Yo no creo que el Chispas le haya dado yobimbina a su enamorada, inventó eso para dárselas de maldito -dijo Popeye-. ¿Tú le darías yobimbina a una chica decente?

– A mi enamorada no -dijo Santiago-. Pero por qué no a una huachafita, por ejemplo.

– ¿Y qué vas a hacer? -susurró Popeye-. ¿Se la vas a dar a alguien o la vas a botar?

Había pensado botarla, pecoso, y Santiago bajó la voz y enrojeció, después estuvo pensando y tartamudeó, ahí se le había ocurrido una idea. Sólo para ver cómo era, pecoso qué le parecía.

– Una estupidez sin nombre, con cinco libras se pueden hacer mil cosas -dijo Popeye-. Pero allá tú, es tu plata.

– Acompáñame, pecoso -dijo Santiago-. Es aquí nomás, en Surquillo.

– Pero después vamos a tu casa a oír discos -dijo Popeye-. Y la llamas a la Teté.

– Conste que eres un interesado de mierda, pecoso -dijo Santiago.

– ¿Y si se enteran tus viejos? -dijo Popeye-. ¿y si el Chispas?

– Mis viejos se van a Ancón y no vuelven hasta el lunes -dijo Santiago-. Y el Chispas se ha ido a la hacienda de un amigo.

– Ponte que le caiga mal, que se nos desmaye -dijo Popeye.

– Le daremos apenitas -dijo Santiago-. No seas rosquete, pecoso.

En los ojos de Popeye había brotado una lucecita, ¿te acuerdas cuando fuimos a espiarla a la Amalia en Ancón, flaco? Desde la azotea se veía el baño de la servidumbre, en la claraboya dos caras juntas e inmóviles y abajo una silueta esfumada, una ropa de baño negra, qué riquita la cholita, flaco. La pareja de la mesa vecina se levantó y Ambrosio señala a la mujer: ésa era una polilla, niño, se pasaba el día en "La Catedral" buscando clientes. Vieron a la pareja salir a Larco, la vieron cruzar la calle Shell. El paradero estaba ahora desierto, Expreso y colectivos pasaban semivacíos. Llamaron al mozo, dividieron la cuenta, ¿y por qué sabía que era polilla? Porque además de bar restaurant, "La Catedral" también era jabe, niño, detrás de la cocina había un cuartito y lo alquilaban dos soles la hora. Avanzaron por Larco, mirando a las muchachas que salían de las tiendas, a las señoras que arrastraban cochecitos con bebes chillando. En el parque, Popeye compró "Ultima Hora" y leyó en voz alta los chismes, hojeó los deportes, y al pasar frente a "La Tiendecita Blanca" hola Lalo. En la alameda Ricardo Palma arrugaron el periódico e hicieron algunos pases hasta que se deshizo y quedó abandonado en una esquina de Surquillo.

– Sólo falta que la Amalia esté furiosa y me mande al diablo -dijo Santiago.

– Cinco libras es una fortuna -dijo Popeye-. Te recibirá como a un rey.

Estaban cerca del cine Miraflores, frente al mercado de quioscos de madera, esteras y toldos, donde vendían flores, cerámica y fruta, y hasta la calle llegaban disparos, galopes, alaridos indios, voces de chiquillos: "Muerte en Arizona". Se detuvieron a mirar los afiches: una cowboy tela, flaco.

– Estoy un poco saltón -dijo Santiago-. Anoche me las pasé desvelado, debe ser por eso.

– Estás saltón porque te has desaminado -dijo Popeye-. Me invencionas, no va a pasar nada, no seas rosquete, y a la hora de la hora el que se chupa eres tú. Vámonos al cine, entonces.

– No me he desanimado, ya se me pasó -dijo Santiago-. Espera, voy a ver si los viejos se fueron.

No estaba el carro, ya se habían ido. Entraron por el jardín, pasaron junto a la fuente de azulejos, ¿y si se había acostado, flaco? La despertarían, pecoso. Santiago abrió la puerta, el clic del interruptor y las tinieblas se convirtieron en alfombras, cuadros, espejos, mesitas con ceniceros, lámparas. Popeye iba a sentarse pero Santiago subamos de frente a mi cuarto. Un patio, un escritorio, una escalera con pasamanos de fierro. Santiago dejó a Popeye en el rellano, entra y pon música, iba a llamarla. Banderines del Colegio, un retrato del Chispas, otro de la Teté en traje de primera comunión, linda pensó Popeye, un chancho orejón y trompudo sobre la cómoda, la alcancía, cuánta plata habría. Se sentó en la cama, encendió la radio del velador, un vals de Felipe Pinglo, pasos, el flaco: ya estaba, pecoso. La había encontrado despierta, súbeme unas Coca-colas, y se rieron: chist, ahí venía, ¿sería ella? Sí, ahí estaba en el umbral, sorprendida, examinándolos con desconfianza. Se había replegado contra la puerta, una chompa rosada y una blusa sin botones, no decía nada. Era Amalia y no era, pensó Popeye, qué iba a ser la de mandil azul que circulaba en la casa del flaco con bandejas o plumeros en las manos. Tenía los cabellos greñudos ahora, buenas tardes niño, unos zapatones de hombre y se la notaba asustada: hola, Amalia.

– Mi mamá me contó que te habías ido de la casa -dijo Santiago-. Qué pena que te vayas.

Amalia se apartó de la puerta, miró a Popeye, cómo estaba niño, que le sonrió amistosamente desde la calzada, y se volvió a Santiago: no se había ido por su gusto, la señora Zoila la había botado. Pero por qué, señora, y la señora Zoila porque le daba la gana, haz tus cosas ahora mismo. Hablaba y se iba aplacando los pelos con las manos, acomodándose la blusa. Santiago la escuchaba con la cara incómoda. Ella no quería irse de la casa, niño, ella le había rogado a la señora.

– Pon la charola en la mesita -dijo Santiago-. Espera, estamos oyendo música.

Amalia puso la charola con los vasos y las Cocacolas frente al retrato del Chispas y quedó de pie junto a la cómoda, la cara intrigada. Llevaba el vestido blanco y los zapatos sin taco de su uniforme, pero no el mandil ni la toca. ¿Por qué se quedaba ahí parada?, ven siéntate, había sitio. Cómo se iba a sentar, y lanzó una risita, a la señora no le gustaba que entrara al cuarto de los niños, ¿no sabía acaso? Sonsa, mi mamá no está, la voz de Santiago se puso tensa de repente, ni él ni Popeye la iban a acusar, siéntate sonsa. Amalia se volvió a reír, decía eso ahora pero a la primera que se enojara la acusaría y la señora la resongaría. Palabra que el flaco no te acusará, dijo Popeye, no te hagas de rogar y siéntate. Amalia miró a Santiago, miró a Popeye, se sentó en una esquina de la cama y ahora tenía la cara seria. Santiago se levantó, fue hacia la charola, no se te vaya a pasar la mano pensó Popeye y miró a Amalia: ¿le gustaba cómo cantan ésos? Señaló la radio, ¿regio, no? Le gustaban, bonito cantaban. Tenía las manos sobre las rodillas, se mantenía muy tiesa, había entrecerrado los ojos como para escuchar mejor: eran los Trovadores del Norte, Amalia. Santiago seguía sirviendo las Coca-colas y Popeye lo espiaba, inquieto. ¿Amalia sabía bailar? ¿Valses, boleros, huarachas? Amalia sonrió, se puso seria, volvió a sonreír: no, no sabía. Se arrimó un poquito a la orilla de la cama, cruzó los brazos. Sus movimientos eran forzados, como si la ropa le quedara estrecha o le picara la espalda; su sombra no se movía en el parquet.

– Te traje esto para que te compres algo -dijo Santiago.

– ¿A mí? -Amalia miró los billetes, sin agarrarlos-. Pero si la señora Zoila me pagó el mes completo, niño.

– No te la manda mi mamá -dijo Santiago-. Te la regalo yo.

– Pero usted qué me va a estar regalando de su plata, niño -tenía los cachetes colorados, miraba al flaco confusa-. ¿Cómo voy a aceptarle, pues?

– No seas sonsa -insistió Santiago-. Anda, Amalia.

Le dio el ejemplo: alzó su vaso y bebió. Ahora tocaban "Siboney", y Popeye había abierto la ventana: el jardín, los arbolitos de la calle iluminados por el farol de la esquina, la superficie azogada de la fuente, el zócalo de azulejos destellando, ojalá que no le pase nada, flaco. Bueno pues, niño, a su salud, y Amalia bebió un largo trago, suspiró y apartó el vaso de sus labios semivacío: rica, heladita. Popeye se acercó a la cama.

– Si quieres, te enseñamos a bailar -dijo Santiago-. Así, cuando tengas enamorado, podrás ir a fiestas con él sin planchar.

– A lo mejor ya tiene enamorado -dijo Popeye-. Confiesa Amalia, ¿ya tienes?

– Mírala cómo se ríe, pecoso -Santiago la cogió del brazo-. Claro que tienes, ya te descubrimos tu secreto, Amalia.

– Tienes, tienes -Popeye se dejó caer junto a ella, la cogió del otro brazo-. Cómo te ríes, bandida.

Amalia se retorcía de risa y sacudía los brazos pero ellos no la soltaban, qué iba a tener, niño, no tenía, les daba codazos para apartarlos, Santiago la abrazaba por la cintura, Popeye le puso una mano en la rodilla y Amalia un manazo: eso sí que no, niño, nada de tocarla. Pero Popeye volvió a la carga: bandida, bandida. A lo mejor hasta sabía bailar y les había mentido que no, a ver confiesa: bueno, niño, se los aceptaba. Cogió los billetes que se arrugaron entre sus dedos, para que viera que no se hacía de rogar nomás, y los guardó en el bolsillo de la chompa. Pero le daba pena quitarle su plata, ahora no tendría ni para la matiné del domingo.

– No te preocupes -dijo Popeye-. Si no tiene, los del barrio hacemos colecta y lo convidamos.

– Como amigos que son, pues -y Amalia abrió los ojos, como recordando-. Pero pasen, aunque sea un momentito. Disculparán la pobreza.

No les dio tiempo a negarse, entró a la casa corriendo y ellos la siguieron. Lamparones y tiznes, unas sillas, estampas, dos camas deshechas. No podían quedarse mucho, Amalia, tenían un compromiso. Ella asintió, frotaba con su falda la mesa del centro de la habitación, un momento nada más. Una chispa maliciosa brotó en sus ojos, ¿la esperarían un ratito conversando?, iba a comprar algo para ofrecerles, ya volvía.

Santiago y Popeye se miraron asustados, encantados, era otra persona, flaco, se había puesto loquita. Sus carcajadas resonaban en todo el cuarto, tenía la cara sudada y lágrimas en los ojos, sus disfuerzos contagiaban a la cama un escalofrío chirriante. Ahora ella también acompañaba la música dando palmadas: sí, sí sabía. Una vez la habían llevado a Agua Dulce y había bailado en un sitio donde tocaba una orquesta, está loquísima pensó Popeye. Se paró, apagó la radio, puso el tocadiscos, volvió a la cama. Ahora quería verla bailar, qué contenta estás bandida, ven vamos, pero Santiago se levantó: iba a bailar con él, pecoso. Conchudo, pensó Popeye, abusas porque es tu sirvienta, ¿y si la Teté se aparecía?, y sintió que se le aflojaban las rodillas y ganas de irse, conchudo. Amalia se había puesto de pie y evolucionaba por el cuarto, sola, dándose encontrones con los muebles, torpe y pesada, canturreando a media voz, girando a ciegas, hasta que Santiago la abrazó. Popeye apoyó la cabeza en la almohada, estiró la mano y apagó la lamparilla, oscuridad, luego el resplandor del farol de la calle iluminó ralamente las dos siluetas. Popeye las veía flotar en círculo, oía la voz chillona de Amalia y se metió la mano al bolsillo, veía que sí sabía bailar, niño?

Cuando terminó el disco y Santiago vino a sentarse a la cama Amalia quedó recostada en la ventana, de espaldas a ellos, riéndose: tenía razón el Chispas, mírala cómo se ha puesto, calla conchudo. Hablaba, cantaba y se reía como si estuviera borracha, ni los veía, se le torcían los ojos, pecoso, Santiago estaba un poco saltón, ¿y si se desmaya? Déjate de bobadas, le habló al oído Popeye, tráela a la cama. Su voz era resuelta, urgente, la tenía al palo, flaco, ¿y tú no?, angustiada, espesa: él también, pecoso. La calatearían, la manosearían: se la tirarían, flaco. Medio cuerpo inclinado sobre el jardín, Amalia se balanceaba despacito, murmurando algo, y Popeye divisaba su silueta recortada contra el cielo oscuro: otro disco, otro disco. Santiago se incorporó un fondo de violines y la voz de Leo Marini, terciopelo puro pensó Popeye, y vio a Santiago ir hacia el balcón. Las dos sombras se juntaron, lo invencionó y ahora lo tenía tocando violín en gran forma, esta perrada me la pagarás, conchudo. Ni se movían ahora, la cholita era retaca y parecía colgada del flaco, se la estaría paleteando de lo lindo, qué tal concha, y adivinó la voz de Santiago, ¿no estás cansadita?, estreñida y floja y como estrangulada, ¿no quería echarse?, tráela pensó. Estaban junto a él, Amalia bailaba como una sonámbula, tenía los ojos cerrados, las manos del flaco subían, bajaban, desaparecían en la espalda de ella y Popeye no distinguía sus caras, la estaba besando y él en palco, qué tal concha, sírvanse niños.

– Les traje estas cañitas, también -dijo Amalia-. Así toman ustedes?no?

– Para qué te has molestado -dijo Santiago-. Si ya nos íbamos.

Les alcanzó las Coca-colas y las cañitas, arrastró una silla y se sentó frente a ellos; se había peinado, se había puesto una cinta y abotonado la blusa y la chompa y los miraba beber. Ella no tomaba nada.

– No has debido gastar así tu plata, sonsa -dijo Popeye.

– No es mía, es la que me regaló el niño Santiago -se rió Amalia-. Para hacerles una atención siquiera, pues.

La puerta de calle estaba abierta, afuera comenzaba a oscurecer y se oía a veces y a los lejos el paso del tranvía. Trajinaba mucha gente por la vereda, voces, risas, algunas caras se detenían un segundo a mirar.

– Ya están saliendo de las fábricas -dijo Amalia-. Lástima que el laboratorio de su papá no esté por aquí, niño. Hasta la avenida Argentina voy a tener que tomar el tranvía y después ómnibus.

– ¿Vas a trabajar en el laboratorio? -dijo Santiago.

– ¿Su papá no le contó? -dijo Amalia-. Sí, pues, desde el lunes.

Ella estaba saliendo de la casa con su maleta y encontró a don Fermín, ¿quieres que te coloque en el laboratorio?, y ella claro que sí, don Fermín, donde sea, y entonces él llamó al niño Chispas y le dijo telefonea a Carrillo y que le dé trabajo: qué papelón, pensó Popeye.

– Ah, qué bien -dijo Santiago-. En el laboratorio seguro estarás mejor.

Popeye sacó su cajetilla de Chesterfield, ofreció un cigarrillo a Santiago, dudó un segundo, y otro a Amalia pero ella no fumaba, niño.

– A lo mejor sí fumas y nos estás engañando como el otro día -dijo Popeye-. Nos dijiste no sé bailar y sabías.

La vio palidecer, no pues niño, la oyó tartamudear, sintió que Santiago se revolvía en la silla y pensó metí la pata. Amalia había bajado la cabeza.

– Es una broma -dijo, y las mejillas le ardían-. De qué te vas a avergonzar, ¿acaso pasó algo, sonsa?

Ella fue recobrando sus colores, su voz: no quería ni acordarse, niño. Qué mal se había sentido, al día siguiente todavía se le mezclaba todo en la cabeza y las cosas le bailaban en las manos. Alzó la cara, los miró con timidez, con envidia, con admiración: ¿a ellos las Coca-colas nunca les hacían nada? Popeye miró a Santiago, Santiago miró a Popeye y los dos miraron a Amalia: había vomitado toda la noche, no volvería a tomar Coca-cola nunca en su vida. Y, sin embargo, había tomado cerveza y nada, y Pasteurina y tampoco, y Pepsi-cola y tampoco, ¿esa Coca-cola no estaría pasadita, niño? Popeye se mordió la lengua; sacó su pañuelo y furiosamente se sonó. Se apretaba la nariz y sentía que el estómago le iba a reventar: se había terminado el disco, ahora sí, y sacó rápido la mano del bolsillo de su pantalón. Ellos seguían fundidos en la media oscuridad, vengan vengan, siéntense un ratito, y oyó a Amalia: ya se había acabado pues la música, niño. Una voz difícil, por qué había apagado la luz el otro niño, aleteando apenas, que la prendieran o se iba, quejándose sin fuerzas, como si un invencible sueño o aburrimiento la apagara, no quería a oscuras, así no le gustaba. Eran una silueta sin forma, una sombra más entre las otras sombras del cuarto y parecía que estuvieran forcejeando de a mentiras entre el velador y la cómoda. Se levantó, se les acercó tropezando, ándate al jardín pecoso, y él qué tal raza, chocó con algo, le dolió el tobillo, no se iba, tráela a la cama, suélteme niño. La voz de Amalia ascendía, qué le pasa niño, se enfurecía, y ahora Popeye había encontrado sus hombros, suélteme, que la soltara, y la arrastraba, qué atrevido, qué abusivo, los ojos cerrados, la respiración briosa y rodó con ellos sobre la cama: ya estaba, flaco. Ella se rió, no me haga cosquillas, pero sus brazos y sus piernas seguían luchando y Popeye angustiosamente se rió: sal de aquí pecoso, déjame a mí. No se iba, por qué se iba a ir, y ahora Santiago empujaba a Popeye y Popeye lo empujaba, no me voy a ir, y había una confusión de ropas y pieles mojadas en la sombra, un revoloteo de piernas, manos, brazos y frazadas. La estaban ahogando, niño, no podía respirar: cómo te ríes, bandida. Quítese, que la soltaran, una voz ahogada, un jadeo entrecortado y animal, y de pronto chist, empujones y grititos, y Santiago chist, y Popeye chist: la puerta de calle, chist.

La Teté, pensó, y sintió que su cuerpo se disolvía. Santiago había corrido a la ventana y él no podía moverse: la Teté, la Teté.

– Ahora sí nos vamos, Amalia -Santiago se paró, dejó la botella en la mesa-. Gracias por la invitación.

– Gracias a usted, niño -dijo Amalia-. Por haber venido y por eso que me trajo.

– Anda a la casa a visitarnos -dijo Santiago.

– Claro que sí, niño -dijo Amalia-. Y salúdela mucho a la niña Teté.

– Sal de aquí, párate, qué esperas -dijo Santiago- Y tú arréglate la camisa y péinate un poco, idiota.

Acababa de encender la lámpara, se alisaba los cabellos, Popeye se acuñaba la camisa en el pantalón y lo miraba, aterrado: salte, salte del cuarto. Pero Amalia seguía sentada en la cama y tuvieron que alzarla en peso, se tambaleó con expresión idiota, se sujetó del velador. Rápido, rápido, Santiago estiraba el cubrecama y Popeye corrió a desenchufar el tocadiscos, sal del cuarto idiota. No atinaba a moverse, los escuchaba con los ojos llenos de asombro y se les escurría de las manos y en eso se abrió la puerta y ellos la soltaron: hola, mamá. Popeye vio a la señora Zoila y trató de sonreír, en pantalones y con un turbante granate, buenas noches señora, y los ojos de la señora sonrieron y miraron a Santiago, a Amalia, y su sonrisa fue disminuyendo y murió: hola, papá. Vio, detrás de la señora Zoila, el rostro lleno, los bigotes y patillas grises, los ojos risueños de don Fermín, hola flaco, tu madre se desanimó de, hola Popeye, ¿estabas aquí? Don Fermín entró al cuarto, una camisa sin cuello, una casaca de verano, mocasines, y tendió la mano a Popeye: cómo está, señor.

– ¿No estás acostada, tú? -dijo la señora Zoila-. Son más de las doce ya.

– Estábamos muertos de hambre y la desperté para que nos hiciera unos sandwich dijo Santiago ¿No se iban a quedar a dormir en Ancón?

– Tu madre se había olvidado que tenía invitados a almorzar mañana -dijo don Fermín-. Las voladuras de tu madre, cuándo no.

Con el rabillo del ojo, Popeye vio salir a Amalia con la charola en las manos, miraba el suelo y caminaba derechita, menos mal.

– Tu hermana se quedó donde los Vallarino -dijo don Fermín-. Total, se me malogró el proyecto de descansar este fin de semana.

– ¿Ya son las doce, señora? -dijo Popeye-. Me voy volando. No nos dimos cuenta de la hora, creí que serían las diez.

– Qué es de la vida del senador -dijo don Fermín-. Siglos que no se lo ve por el Club.

Salió con ellos hasta la calle y allí Santiago le dio una palmadita en el hombro y Popeye le hizo adiós: chau, Amalia. Se alejaron en dirección a la línea del tranvía. Entraron a "El Triunfo a comprar cigarrillos; hervía ya de borrachines y jugadores de billar.

– Cinco libras por las puras, un papelón bestial -dijo Popeye-. Resulta que le hicimos un favor a la chola, ahora tu viejo le dio un trabajo mejor.

– Aunque sea, le hicimos una chanchada -dijo Santiago-. No me arrepiento de esas cinco libras.

– No es por nada, pero estás tronado -dijo Popeye-. ¿Qué le hicimos? Ya le diste cinco libras, déjate de remordimientos.

Siguiendo la línea del tranvía, bajaron hasta Ricardo Palma, y caminaron fumando bajo los árboles de la alameda, entre filas de automóviles.

– ¿No te dio risa cuando dijo eso de las Coca-colas? -se rió Popeye-. ¿Tú crees que es tan tonta o se hacía? No sé cómo pude aguantarme, me orinaba de risa por adentro.

– Te voy a hacer una pregunta -dice Santiago-. ¿Tengo cara de desgraciado?

– Y yo te voy a decir una cosa -dijo Popeye – ¿Tú no crees que nos fue a comprar las Coca-colas de puro sapa? Como descolgándose, a ver si repetíamos lo de la otra noche.

– Tienes la mente podrida, pecoso -dijo Santiago.

– Pero qué pregunta -dice Ambrosio-. Claro que no, niño.

– Está bien, la chola es una santa y yo tengo la mente podrida -dijo Popeye-. Vamos a tu casa a oír discos, entonces.

– ¿Lo hiciste por mí? -dijo don Fermín-. ¿Por mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco.

– Le juro que no, niño -se ríe Ambrosio-. ¿Se está haciendo la burla de mí?

– La Teté no está en la casa -dijo Santiago-. Se fue a la vermouth con amigas.

– Oye, no seas desgraciado, flaco -dijo Popeye-. ¿Me estás mintiendo, no? Tú me prometiste, flaco.

– Quiere decir que los desgraciados no tienen cara de desgraciados, Ambrosio -dice Santiago.

III

EL TENIENTE ni siquiera bostezó durante el viaje; estuvo todo el tiempo hablando de la revolución, explicándole al sargento que manejaba el jeep cómo ahora que Odría había subido al poder entrarían en vereda los apristas, y fumando unos cigarrillos que olían a guano. Habían salido de Lima a la madrugada y sólo se detuvieron una vez, en Surco, para mostrar el salvoconducto a una patrulla que controlaba los vehículos en la carretera. Entraron a Chincha a las siete de la mañana. La revolución ni se notaba aquí: las calles estaban alborotadas de escolares, no se veía tropa en las esquinas. El Teniente saltó a la vereda, entró al café-restaurant "Mi Patria?, escuchó en la radio, con un fondo de marcha militar, el mismo comunicado que oía hacía dos días. Acodado en el mostrador, pidió un café con leche y un sandwich de queso mantecoso. Al hombre en camiseta y de cara avinagrada que lo atendió, le preguntó si conocía a Cayo Bermúdez, un comerciante de aquí. Lo iba a, revolvió el hombre los ojos, meter preso? ¿Era aprista el tal Bermúdez? Qué iba a ser, no se metía en política. Mejor, la política era para los vagos, no para la gente de trabajo, el Teniente lo buscaba por un asunto personal.

Aquí no lo iba a encontrar, no venía nunca. Vivía en una casita amarilla, detrás de la Iglesia. Era la única de ese color, sus vecinas eran blancas o grises y había también una marrón. El Teniente tocó la puerta y esperó y oyó pasos y una voz quién es.

– ¿Está el señor Bermúdez? -dijo el Teniente.

La puerta se abrió gruñendo y se adelantó una mujer: una indiota con la cara negruzca y llena de lunares, don. La gente en Chincha decía quien te viera y quien te ve. Porque de muchacha era presentable. El día y la noche le digo, qué cambiazo, don. Tenía los pelos revueltos, el chal de lana que le cubría los hombros parecía un crudo.

– No está -miraba de través, con unos avarientos ojitos recelosos-. Qué se le ofrece. Soy su señora.

– ¿Volverá pronto? -el Teniente examinó a la mujer con sorpresa, con desconfianza-. ¿Puedo esperarlo?

Ella se apartó de la puerta. Adentro, el Teniente se sintió mareado entre los muebles macizos, los jarrones sin flores, la máquina de coser y las paredes consteladas de sombritas o agujeros o moscas. La mujer abrió una ventana, entró una lengua de sol. Todo estaba gastado, sobraban cosas en el cuarto. Cajones arrumados contra los rincones, pilas de periódicos. La mujer murmuró permiso y se esfumó en la boca oscura de un pasillo. El Teniente oyó silbar en alguna parte a un canario. ¿Si era su mujer de veras, don? Su mujer ante Dios, claro que sí, una historia que sacudió Chincha.

¿Que cómo comenzó, don? Una punta de años atrás, cuando la familia Bermúdez salió de la hacienda de los de la Flor. La familia, es decir el Buitre, la beata doña Catalina y el hijo, don Cayo, que por entonces estaría gateando. El Buitre había sido capataz de la hacienda y cuando se vino a Chincha la gente decía los de la Flor lo han botado por ladrón. En Chincha se dedicó a prestamista. A alguien le faltaba plata, iba donde el Buitre, necesito tanto, qué me das en prenda, este anillito, este reloj, y si uno no pagaba él se quedaba con la prenda y las comisiones del Buitre eran tan bárbaras que sus deudores iban muertos. El Buitre por eso, don, vivía de los cadáveres. Se llenó de platita en pocos años y la cerró con broche de oro cuando el gobierno del general Benavides comenzó a encarcelar y deportar apristas; el sub-prefecto Núñez daba la orden, el capitán Rascachucha metía en chirona al aprista y corría a la familia, el Buitre le remataba sus cosas y después entre los tres se repartían la torta.

Y con la plata el Buitre se volvió importante, don, hasta fue Alcalde de Chincha y se lo vio con tongo en la Plaza de Armas, en los desfiles de Fiestas Patrias. Y se llenó de humos. Le dio porque su hijo se pusiera siempre zapatos y no se juntara con morenos. De chicos ellos jugaban fútbol, robaban fruta en las huertas, Ambrosio se metía a su casa y al Buitre no le importaba. Cuando se volvieron platudos, en cambio, lo botaban y a don Cayo lo reñían si lo pescaban con él. ¿Su sirviente? Qué va, don, su amigo, pero sólo cuando eran de este tamaño. La negra tenía entonces su puesto cerca de la esquina donde vivía don Cayo y él y Ambrosio se la pasaban mataperreando. Después los separó el Buitre, don, la vida. A don Cayo lo metieron al Colegio José Pardo, y a Ambrosio y a Perpetuo, la negra, avergonzada por lo del Trifulcio, se los llevó a Mala, y cuando volvieron a Chincha don Cayo era inseparable de uno del José Pardo, el Serrano. Ambrosio lo encontraba en la calle y ya no le decía tú sino usted. En las actuaciones del José Pardo don Cayo recitaba, leía su discursito, en los desfiles llevaba el gallardete. El niño prodigio de Chincha, decían, un futuro cráneo y que al Buitre se le hacía agua la boca hablando de su hijo y que decía llegará muy alto, decían. Lo cierto es que llegó ¿no, don?

– ¿Cree que tardará mucho? -el Teniente aplastó su cigarrillo en el cenicero-. No sabe dónde está?

– Y yo también me casé -dice Santiago-. ¿Y tú no te has casado?

– A veces vuelve a almorzar tardísimo -murmuró la mujer-. Si quiere, deme el recado.

– ¿Usted también, niño, siendo tan joven? -dice Ambrosio.

– Lo esperaré -dijo el Teniente-. Ojalá no se demore mucho.

Ya estaba en el último año del Colegio, el Buitre lo iba a mandar a Lima a estudiar para leguleyo y don Cayo era pintado para eso, decían. Ambrosio vivía entonces en la ranchería que estaba a la salida de Chincha, don, yendo hacia lo que fue después Grocio Prado.

Y ahí lo había pescado una vez, y ahí mismo captado que se había hecho la vaca, y ahí mismo pensado quién es la hembrita. ¿Montándosela? No, don, mirándola con ojos de loco. Se hacía el disimulado, el que aguaitaba los chanchos, el que esperaba. Había dejado sus libros en él suelo, estaba arrodillado, los ojos se le torcían hacia la ranchería y Ambrosio decía cuál es, cuál sería. Era la Rosa, don, la hija de la lechera Túmula. Una flaquita sin nada de particular, entonces parecía blanquita y no india. Hay criaturas que nacen feas y después mejoran, la Rosa comenzó pasable y terminó cuco. Pasable, ni bien ni mal, una de ésas a las que un blanco les hace un favor una vez y si te vi me olvidé. Las tetitas a medio salir, un cuerpo jovencito y nada más, pero tan sucia que ni para misa se arreglaba. Se la veía por Chincha arreando el burro con las tinajas, don, vendiendo poronguitos de casa en casa. La hija de la Túmula, el hijo del Buitre, imagínese el escandalazo, don. El Buitre tenía ya una ferretería y un almacén y dicen que decía cuando el muchacho vuelva de Lima de doctor levantará los negocios como espuma. Doña Catalina paraba en la Iglesia, íntima del cura, tómbolas para los pobres, Acción Católica. Y el hijo dándole vueltas a la hija de la lechera, a quién le iba a caber en la cabeza. Pero fue así, don.

Le llamaría la atención su manerita de caminar o algo, hay quien prefiere los animalitos chuscos a los finos dicen. Pensaría la trabajo, mojo y la dejo, y ella se daría cuenta que el blanquito babeaba por ella y pensaría dejo que me trabaje, dejo que moje y lo cojo. El caso es que don Cayo cayó, don: ¿qué se le ofrecía? El Teniente abrió los ojos, se puso de pie de un salto.

– Disculpe, me quedé dormido -se pasó la mano por la cara, tosió-. ¿El señor Bermúdez?

Junto a la horrible mujer había un hombre de cara reseca y ácida, cuarentón, en mangas de camisa, con un maletín bajo el brazo. La boca tan ancha del pantalón le cubría los zapatos. Un pantalón de marinero, alcanzó a pensar el Teniente, de payaso.

– Para servirlo -dijo el hombre, como aburrido o disgustado-. ¿Hace mucho que me espera?

– Vaya haciendo sus maletas -dijo el Teniente, jovialmente-. Me lo llevo a Lima.

Pero el hombre no se inmutó. Su cara no sonrió, sus ojos no se sorprendieron ni alarmaron ni alegraron. Lo observaban con la misma monotonía indiferente de antes.

– ¿A Lima? -dijo despacio, las pupilas sin luz-. ¿Quién me necesita a mí en Lima?

– Nada menos que el coronel Espina -dijo el Teniente, con una vocecita triunfal-. El Ministro de Gobierno, nada menos.

La mujer abrió la boca, Bermúdez no pestañeó.

Permaneció inexpresivo, luego un amago de sonrisa alteró el soñoliento fastidio de su rostro, un segundo después sus ojos volvieron a desinteresarse y aburrirse. Le patea el hígado, pensó el Teniente, un amargado de la vida, con la mujer que se ha echado encima se comprende. Bermúdez tiró el maletín al sofá:

– De veras, ayer oí que Espina es uno de los Ministros de la Junta -sacó una cajetilla de Inca, ofreció un desganado cigarrillo al Teniente-. ¿No le dijo el Serrano para qué quiere verme?

– Sólo que lo necesita con urgencia -¿el Serrano?, pensó el Teniente-. Y que me lo lleve a Lima aunque tenga que ponerle una pistola en el pecho.

Bermúdez se dejó caer en un sillón, cruzó las piernas, arrojó una bocanada de humo que nubló su cara y cuando el humo se desvaneció, el Teniente vio que le sonreía como haciéndome un favor, pensó, como burlándose de mí.

– Está difícil que salga hoy de Chincha -dijo, con una disolvente flojera-. Hay un negocito que está por cerrarse en una hacienda de acá.

– Si a uno lo llama el Ministro de Gobierno, no se ponen peros -dijo el Teniente-. Hágame el favor, señor Bermúdez.

– Dos tractores nuevos, una buena comisión -explicaba Bermúdez a las moscas o agujeros o sombras-. No estoy para paseos a Lima, ahora.

– ¿Tractores? -el Teniente hizo un ademán irritado-. Piense un poco con la cabeza, por favor, y no perdamos más tiempo.

Bermúdez dio una pitada, entrecerrando los ojitos fríos, y expulsó el humo sin apuro.

– Cuando uno anda agobiado por las letras, no hay más remedio que pensar en los tractores -dijo, como si no lo oyera ni viera-. Dígale al Serrano que iré un día de éstos.

El Teniente lo miraba consternado, divertido, confundido: a este paso iba a tener que sacar la pistola y ponérsela en el pecho, señor Bermúdez, a este paso se iban a reír de él. Pero don Cayo, como si nada, don, se tiraba la vaca y caía por la ranchería y las mujeres lo señalaban, Rosa, se secreteaban y se le reían, Rosita, mira quién viene. La hija de la Túmula andaba sobradísima, don. Imagínese, que el hijo del Buitre se viniera hasta ahí para verla, creidísima. No salía a conversar con él, se respingaba, corría donde sus amigas, pura risa, puro coqueteo. A él no le importaba que la muchacha le hiciera desplantes, eso parecía calentarlo más. Una sabida de película la hija de la Túmula, don, y su madre ni se diga, cualquiera se daba cuenta pero él no. Aguantaba, esperaba, volvía a la ranchería, la cholita caería un día, negro, él fue el que cayó, don. ¿No ve que se le sobra en vez de agradecerle que se fije en ella, don Cayo? Mándela al diablo, don Cayo. Pero él como si le hubieran dado chamico, ahí detrás correteándola, y la gente comenzó a chismear.

Hay la mar de habladurías, don Cayo. A él qué mierda, él hacía lo que le mandaba el estómago, y el estómago le mandaba tirarse a la muchacha, claro. Muy bien, quién se lo iba a reprochar, cualquier blanquito se encamota de una cholita, le hace su trabajito y a quién le importa ¿no, don? Pero don Cayo la perseguía como si la cosa fuera en serio, ¿no era locura? Y más locura era que la Rosa se daba el lujo de basurearlo.

Aparentaba que se daba el lujo, don.

– Ya pusimos gasolina, ya avisé a Lima que llegaríamos a eso de las tres y media -dijo el Teniente-. Cuando usted quiera, señor Bermúdez.

Bermúdez se había cambiado de camisa y llevaba un terno gris. Tenía en la mano un maletín, un sombrerito ajado, anteojos de sol.

– ¿Ese es todo su equipaje? -dijo el Teniente.

– Faltan cuarenta maletas -gruñó Bermúdez, sin abrir la boca-. Partamos, quiero regresar a Chincha hoy mismo.

La mujer miraba al sargento, que medía el aceite del jeep. Se había sacado el mandil, el apretado vestido dibujaba su vientre combado, las caderas que se derramaban. Perdóneme por, le dio la mano el Teniente, robármelo a su esposo, pero ella no se rió. Bermúdez había subido al asiento trasero del jeep y ella lo miraba como si lo odiara, pensó el Teniente, o no fuera a verlo más. Subió al jeep, vio a Bermúdez hacer a la mujer un vago adiós, y partieron. El sol ardía, las calles estaban desiertas, un vaho nauseabundo ascendía desde el pavimento, los vidrios de las casas destellaban.

– ¿Hace mucho que no va a Lima? -trató de ser amable el Teniente.

– Voy dos o tres veces al año, por negocios -dijo sin afecto, sin gracia, la vocecita remolona, mecánica, descontenta del mundo-. Represento algunas firmas agrícolas aquí.

– No llegamos a casarnos pero yo también tuve mi mujer -dice Ambrosio.

– ¿Y cómo es que no van bien sus negocios? -dijo el Teniente-. ¿No son ricachos los hacendados de aquí? ¿Mucho algodón, no?

– ¿Tuviste? -dice Santiago-. ¿Te peleaste con ella?

– En otras épocas iban bien -dijo Bermúdez; no es el hombre más antipático del Perú porque todavía está vivo el coronel Espina, pensó el Teniente, pero después del coronel quién sino éste-. Con el control de cambios, los algodoneros dejaron de ganar lo que antes, y ahora hay que sudar sangre para venderles una lampa.

– Se me murió allá en Pucallpa, niño -dice Ambrosio. Me dejó una hijita.

– Bueno, por eso hemos hecho la revolución -dijo el Teniente, de buen humor-. Se acabó el caos. Ahora, con el Ejército arriba, todo el mundo en vereda. Ya verá que con Odría las cosas van a ir mejor.

– ¿De veras? -bostezó Bermúdez-. Aquí cambian las personas, Teniente, nunca las cosas.

– ¿No lee los periódicos, no oye la radio? -insistió el Teniente, risueño-. Ya comenzó la limpieza. Apristas, pillos, comunistas, todos en chirona. No va a quedar un pericote suelto en plaza.

– ¿Y qué fuiste a hacer a Pucallpa? -dice Santiago.

– Saldrán otros -dijo ásperamente Bermúdez-. Para limpiar el Perú de pericotes tendrían que lanzarnos unas bombitas y desaparecernos del mapa.

– A trabajar, pues, niño -dice Ambrosio-. Mejor dicho, a buscar trabajo.

– ¿Eso va en serio o en broma? -dijo-el Teniente.

– ¿Mi viejo sabía que tú estabas allá? -dice Santiago.

– No me gusta bromear -dijo Bermúdez-. Siempre hablo en serio.

El jeep atravesaba un valle, el aire olía a mariscos y a lo lejos se divisaban colinas terrosas, arenales. El sargento manejaba mordisqueando un cigarrillo y el Teniente tenía hundido el quepi hasta las orejas: ven, se tomarían unas cervecitas, negro. Habían tenido una conversación de amigos, don, me necesita había pensado Ambrosio, y por supuesto se trataba de la Rosa. Se había conseguido una camioneta, un fundito, y convencido a su amigo el Serrano. Y quería que también lo ayudara Ambrosio, por si había lío. ¿Qué lío podía haber, a ver? ¿Acaso tenía padre o hermanos la muchacha? No, sólo a la Túmula, basura. Él encantado de ayudarlo, sólo que. No lo asustaba la Túmula, don Cayo, ni la gente de la ranchería, ¿pero y su papá, don Cayo? Porque si el Buitre se enteraba a don Cayo sólo le caería su paliza, pero ¿y a él? No se iba a enterar, negro, se iba a Lima por tres días y cuando volviera la Rosa estaría en la ranchería de nuevo. Ambrosio se había tragado el cuento, don, lo ayudó engañado.

Porque una cosa era que se robara a la muchacha por una noche, se sacara el clavo y la soltara, y otra ¿no, don? que se casara con ella. El bandido de don Cayo los había hecho tontos a él y al Serrano, don. A todos, menos a la Rosa, menos a la Túmula. En Chincha decían la que salió ganando fue la hija de la lechera, que de repartir leche en burro pasó a señora y nuera del Buitre. Todos los demás perdieron: don Cayo, sus padres, hasta la Túmula porque perdió a su hija. O sea que la Rosa fue una resabida de coliseo. Quién hubiera dicho, don, tan poquita cosa, la muy sapa se sacó la lotería y más. ¿Que qué tenía que hacer Ambrosio; don? Ir a la plaza a las nueve, y había ido y esperado y lo recogieron, dieron vueltas y cuando la gente se metió a dormir, cuadraron la camioneta junto a la casa de don Mauro Cruz, el sordo. Don Cayo estaba citado ahí con la muchacha a las diez. Claro que vino, qué no iba a venir. Se apareció, don Cayo se le adelantó y ellos se quedaron en la camioneta. El le diría algo, o ella adivinaría algo, el hecho es que de repente la hija de la Túmula se echó a correr y don Cayo a gritar alcánzala. Así que Ambrosio corrió, la alcanzó y se la echó al hombro y la trajo y la sentó en la camioneta. Ahí había pescado las mañas de la Rosa, don, ahí visto que se las traía. Ni un grito, ni un ay, sólo carrentas, rasguñitos, puñetitos. Lo más fácil era ponerse a chillar, hubiera salido gente, se les hubiera venido encima media ranchería ¿no? Quería que se la robaran, estaba esperando que se la robaran, una loba ¿no es cierto, don? Qué iba a estar muerta de miedo qué iba a haber perdido la voz. Pataleó y arañó cuando la tenía cargada y en la camioneta se hacía la que lloraba porQue se tapaba la cara, pero Ambrosio no la sentía llorar. El Serrano metió el fierro a fondo, la camioneta se desbocó por la trocha. Llegaron al fundito y don Cayo se bajó y la Rosa, sin que hubiera necesidad de cargarla, derechita se metió a la casa ¿veía don? Ambrosio se fue a dormir pensando qué cara pondría al día siguiente la Rosa, y si le contaría a la Túmula y si la Túmula a la negra y si la negra lo molería. Ni se sospechaba lo que iba a pasar, don. Porque la Rosa no volvió al día siguiente, ni don Cayo tampoco, ni al siguiente ni al siguiente. En la ranchería la Túmula era puro llanto, y en Chincha doña Catalina puro llanto, y Ambrosio no sabía dónde meterse. Al tercer día llegó el Buitre y dio parte a la policía y la Túmula había dado parte también. Imagínese las murmuraciones, don. Si el Serrano y Ambrosio se veían en la calle ni se hablaban, él también andaría saltoncísimo. Sólo se aparecieron a la semana, don. No lo habían obligado, nadie le había puesto un revólver en el pecho diciéndole a la iglesia o a la tumba. Se había buscado su cura por su propia voluntad. Dicen que los vieron bajar de un ómnibus en la Plaza de Armas, que él llevaba a la Rosa del brazo, que los vieron entrar a la casa del Buitre como si volvieran de un paseo.

Se le presentarían ahí de repente, juntos, figúrese, don Cayo sacaría su certificado y le diría nos hemos casado, ¿se da cuenta qué cara pondría el Buitre, don, qué era ese lío?

– ¿Están cazando ahí pericotes, Teniente? -con una sonrisa desabrida, Bermúdez señalaba el Parque Universitario-. ¿Qué pasa en San Marcos?

Barreras militares cerraban las cuatro esquinas del Parque Universitario y había patrullas de soldados con cascos, guardia de asalto y policías a caballo. Abajo la Dictadura, decían unos cartelones colgados de los muros de San Marcos; Sólo el Aprismo Salvará al Perú. La puerta principal de la Universidad estaba cerrada, y crespones de luto oscilaban en los balcones, y en los techos unas cabezas diminutas espiaban los movimientos de soldados y guardias. Las paredes del recinto universitario transpiraban un rumor que crecía y decrecía entre salvas de aplausos.

– Unos cuantos apristas andan metidos ahí desde el 27 de octubre -el Teniente hacía señas al oficial que comandaba la barrera de la avenida Abancay. Los búfalos no escarmientan.

– ¿Y por qué no les meten bala? -dijo Bermúdez-. ¿Así es como el Ejército ha comenzado la limpieza?

Un alférez de Policía se acercó al jeep, saludó, examinó el salvoconducto que le alcanzó el Teniente.

– ¿Cómo van esos subversivos? -dijo el Teniente, señalando San Marcos.

– Ahí, metiendo bulla -dijo el Alférez-. A ratos tiran sus piedritas. Pueden pasar, mi Teniente.

Los guardias apartaron los caballetes y el jeep atravesó el Parque Universitario. Sobre los ondulantes crespones había unas cartulinas blancas, Estamos de Duelo por la Libertad, y unas tibias y calaveras dibujadas con pintura negra.

– Yo les metería bala, pero el coronel Espina quiere rendirlos por hambre -dijo el Teniente.

– ¿Cómo andan las cosas en provincias? -dijo Bermúdez-. En el Norte habrá líos, me imagino. Ahí los apristas son fuertes.

– Todo tranquilo, eso de que el Apra controlaba el Perú era un gran cuento -dijo el Teniente-. Ya vio, los líderes corrieron a asilarse en las embajadas. Nunca se ha visto una revolución más pacífica, señor Bermúdez. Y esto de San Marcos se despachaba en un minuto si la superioridad quisiera.

No había despliegue militar en las calles del centro. Sólo en la plaza Italia aparecieron de nuevo soldados encasquetados. Bermúdez bajó del jeep, se desperezó, dio unos pasos, esperó al Teniente mirándolo todo con abulia.

– ¿No ha entrado nunca al Ministerio? -lo animó el Teniente-. El edificio es viejo pero hay oficinas elegantísimas. La del coronel tiene cuadros y todo.

Entraron y no habían pasado dos minutos cuando la puerta se abrió como si hubiera habido un terremoto adentro, y don Cayo y la Rosa salieron dando tumbos, y el Buitre detrás, sapos y culebras y embistiendo como un toro, algo macanudo dicen, don. Su furia no era contra la hija de la Túmula, a ella parece que no le pegaba, sólo a su hijo. Lo tumbaba de un puñetazo, lo levantaba de un patadón, y así hasta la Plaza de Armas. Ahí lo agarraron porque si no lo mataba. No se conformaba de que se le hubiera casado así, y siendo mocoso, y sobre todo con quién. Ni se conformó nunca, por supuesto, ni volvió a ver a don Cayo, ni a darle medio. Don Cayo tuvo que empezar a ganarse los frejoles para él y para la Rosa. Ni siquiera el colegio terminó el que el Buitre decía será el futuro cráneo. Si en vez del cura los hubiera casado un alcalde, el Buitre en un dos por tres arreglaba el asunto, pero ¿qué arreglo había con Dios, don? Siendo doña Catalina la beata que era, además. Consultarían, el cura les diría no hay nada que hacer, la religión es la religión y hasta que la muerte los separe. Así que al Buitre no le quedó más remedio que desesperarse. Dicen que le dio una paliza al curita que los casó, que después no querían darle la absolución y que de penitencia le hicieron pagar una de las torres de la nueva iglesia de Chincha.

O sea que hasta la religión sacó su lonja de este asunto, don. A la parejita el Buitre no la vio más. Parece que cuando se sintió morir preguntó ¿tengo nietos?

Tal vez si hubiera tenido lo hubiera perdonado a don Cayo, pero la Rosa no sólo se le había vuelto un cuco, don, para colmo no se llenó nunca. Dicen que para que su hijo no heredara, el Buitre comenzó a botar lo que tenía en borracheras y limosnas, que si la muerte no lo agarra desprevenido también hubiera regalado la casita que tenía detrás de la Iglesia. No le dio tiempo, don. ¿Que por qué siguió tantos años con la indiota?

Eso le decía todo el mundo al Buitre: se le pasará el camote y la mandará de nuevo donde la Túmula y usted recuperará a su hijo. Pero no lo hizo, por qué sería.

Por la religión no creo, don Cayo no iba a la iglesia.

¿Por hacer rabiar al padre, don? ¿Porque lo odiaba al Buitre, dice usted? ¿Para defraudarlo, para que viera cómo se hacían humo las esperanzas que tenía puestas en él? ¿Joderse para matar de decepción al padre? ¿Usted cree que por eso, don? ¿Hacerlo sufrir costara lo que costara, aunque sea convirtiéndose él mismo en basura? Bueno, yo no sé, don, si usted cree será por eso.

No se ponga así, don, si estábamos conversando de lo más bien, don. ¿Se siente mal? Usted no está hablando del Buitre y don Cayo sino de usted y del niño Santiago ¿no don? Está bien, me callo, don, ya sé que no está hablando conmigo. No he dicho nada, don, no se ponga así, don.

– ¿Cómo es Pucallpa? -dice Santiago.

– Un pueblito que no vale nada -dice Ambrosio-. ¿No conoce, niño?

– Me he pasado la vida soñando con viajar y sólo he ido hasta el kilómetro ochenta, una vez -dice Santiago-. Tú has viajado un poco, siquiera.

– En mala hora, niño -dice Ambrosio-. Pucallpa sólo me trajo desgracias.

– Quiere decir que te ha ido mal -dijo el coronel Espina-. Peor que al resto de la Promoción. No tienes un cobre y te has quedado de provinciano.

– No he tenido tiempo para seguirle la pista al resto de la Promoción -dijo Bermúdez, calmadamente, mirando a Espina sin arrogancia, sin modestia-. Pero, claro, a ti te ha ido mejor que a todos los demás juntos.

– El mejor alumno, el más inteligente, el más chancón -dijo Espina-. Bermúdez será Presidente y Espina su ministro decía el Tordo. ¿Te acuerdas?

– Ya entonces querías ser Ministro, de veras -dijo Bermúdez, con una risita agria-. Ya está, ya eres. ¿Estarás contento, no?

– No lo he pedido, no lo he buscado -el coronel Espina abrió los brazos con resignación-. Me lo han impuesto y lo he aceptado como un deber.

– En Chincha decían que eras un militar apristón, que habías ido a un coctail que dio Haya de la Torre -siguió sonriendo Bermúdez, sin convicción-. Y ahora, fíjate, cazando apristas como pericotes. Así decía el tenientito que me mandaste. Y, a propósito, ya va siendo hora de que me digas por qué tanto honor conmigo.

La puerta del despacho se abrió, entró un hombre de rostro circunspecto haciendo venias, con unos papeles en las manos, ¿podía, señor Ministro?, pero el coronel después doctor Alcibíades, lo inmovilizó con un gesto, que no los interrumpiera nadie. El hombre hizo otra venia, muy bien señor Ministro, y salió.

– Señor Ministro -carraspeó Bermúdez, sin nostalgia, mirando letárgicamente en torno-. Me parece mentira. Como estar sentado aquí. Como que seamos cincuentones ya los dos.

El coronel Espina le sonreía con afecto, había perdido mucho pelo pero los mechones que conservaba no tenían una cana, y su cobriza cara se mantenía lozana; paseaba despacio sus ojos por el rostro curtido e indolente de Bermúdez, por el cuerpo avejentado y ascético encogido en el vasto sillón de terciopelo rojo.

– Te fregaste por ese matrimonio absurdo -dijo, con voz dulzona y paternal-. Fue el gran error de tu vida, Cayo. Yo te lo previne, acuérdate.

– ¿Me has mandado buscar para hablarme de mi matrimonio? -dijo sin ira, sin ímpetu, la mediocre vocecita de siempre-. Una palabra más y me voy.

– Sigues igual, no aguantas pulgas -se rió Espina-. ¿Cómo está Rosa? Ya sé que no has tenido hijos.

– Si no te importa, vamos al grano de una vez -dijo Bermúdez; una sombra de fatiga veló sus ojos, su boca estaba fruncida con impaciencia. Techos, cornisas, azoteas, basurales aéreos se recortaban sobre nubes obesas, por las ventanas, detrás de Espina.

– Aunque nos hayamos visto poco, tú has seguido siendo mi mejor amigo -casi se entristeció el coronel-. De chicos, yo te estimaba, Cayo. Más que tú a mí. Te admiraba, hasta te tenía envidia.

Bermúdez escrutaba al coronel, imperturbable. El cigarrillo que tenía en la mano se había consumido, la ceniza caía sobre la alfombra, las volutas de humo rompían contra su cara como olas contra rocas pardas.

– Cuando estuve de Ministro de Bustamante toda la Promoción me buscó, menos tú -dijo Espina-¿Por qué? Estabas en mala situación, habíamos sido como hermanos. Yo hubiera podido ayudarte.

– ¿Vinieron como perros a lamerte las manos, a pedirte recomendaciones y a proponerte negociados? -dijo Bermúdez-. Como yo no vine, dirías éste anda rico o ya se murió.

– Sabía que estabas vivo, pero medio muerto de hambre -dijo Espina-. No me interrumpas, déjame hablar.

– Es que todavía eres muy lento -dijo Bermúdez-. Hay que sacarte las palabras con tirabuzón, como en el José Pardo.

– Quiero servirte -murmuró Espina-. Dime qué puedo hacer por ti.

– Dame movilidad para regresar a Chincha -susurró Bermúdez-. El jeep, un pasaje en colectivo, lo que sea. Por este paseíto a Lima puedo perder un negocito interesante.

– Estás contento con tu suerte, no te importa llegar a viejo de provinciano y sin un medio -dijo Espina-. Ya no eres ambicioso, Cayo.

– Pero todavía soy orgulloso -dijo Bermúdez, secamente-. No me gusta recibir favores. ¿Eso es todo lo que querías decirme?

El coronel lo observaba, como midiéndolo o adivinándolo, y la sonrisita cordial que había estado flotando en sus labios se esfumó. Juntó las manos de uñas enceradas, adelantó la cabeza:

– ¿Al pan pan y al vino vino, Cayo? -dijo, con súbita energía.

– Ya era hora -Bermúdez aplastó la colilla en el cenicero-. Me estabas cansando con tantas declaraciones de amor.

– Odría necesita gente de confianza -el coronel contaba las sílabas, como si su seguridad y desenvoltura se vieran de pronto amenazadas-. Aquí todos están con nosotros y nadie está con nosotros. "La Prensa” y la Sociedad Agraria sólo quieren que suprimamos el control de cambios y protejamos la libertad de comercio.

– Como ustedes les van a dar gusto, no hay problema -dijo Bermúdez-. ¿No?

– "El Comercio" llama a Odría el salvador de la Patria sólo por odio al Apra -dijo el coronel Espina-. Esos sólo quieren que tengamos a los apristas a la sombra.

– Ya es cosa hecha -dijo Bermúdez-. Tampoco hay problema por ahí ¿no?

– Y la International, la Cerro y demás compañías sólo quieren un gobierno fuerte que les tenga tranquilos a los sindicatos -continuó Espina, sin escucharlo-. Cada uno tira para su lado ¿ves?

– Los exportadores, los antiapristas, los gringos y además el Ejército -dijo Bermúdez-. La platita y la fuerza. No sé de qué se puede quejar Odría. No se puede pedir más.

– El Presidente conoce la mentalidad de estos hijos de puta -dijo el coronel Espina-. Hoy te apoyan, mañana te clavan un puñal en la espalda.

– Como se lo clavaron ustedes a Bustamante -sonrió Bermúdez, pero el coronel no se rió-. Bueno, mientras los tengan contentos, apoyarán al régimen. Después, se conseguirán otro general y los sacarán a ustedes. ¿Siempre no ha sido así en el Perú?

– Esta vez no va a ser así -dijo el coronel Espina-. Nosotros vamos a guardarnos las espaldas.

– Me parece muy bien -dijo Bermúdez, ahogando un bostezo-. Pero yo qué pito toco en todo esto.

– Le he hablado al Presidente de ti -el coronel Espina consideró un momento el efecto de sus palabras, pero Bermúdez no había cambiado de expresión; el codo en el brazo del sillón, la cara sobre la palma abierta, escuchaba inmóvil-. Estábamos barajando nombres para la Dirección de Gobierno y el tuyo se me vino a la boca y lo solté. ¿Hice una estupidez?

Calló, un gesto de contrariedad o fatiga o duda o pesar, torció su boca y achicó sus ojos. Permaneció unos segundos con una expresión ausente y luego buscó la cara de Bermúdez: estaba allí, idéntica, absolutamente quieta, esperando.

– Un cargo oscuro, pero importante para la seguridad del régimen -añadió el coronel-. ¿Hice una estupidez? Ahí necesitas alguien que sea como tu otro yo, me advirtieron, tu brazo derecho. Y tu nombre se me vino a la boca y lo solté. Sin pensar. Ya ves, te hablo francamente. ¿Hice una estupidez?

Bermúdez había sacado otro cigarrillo, lo había encendido. Chupó encogiendo un poco la boca, se mordió apenas el labio inferior. Miró la brasa, el humo, la ventana, los muladares de los techos limeños.

– Yo sé que si quieres tú eres mi hombre -dijo el coronel Espina.

– Ya veo que tienes confianza en tu viejo condiscípulo -dijo, al fin, Bermúdez, tan bajo que el coronel avanzó la cabeza-. Haber elegido a este provinciano frustrado y sin experiencia para ser tu brazo derecho, es todo un honor, Serrano.

– Déjate de ironías -Espina dio un golpecito en la mesa-. Dime si aceptas o no.

– Una cosa así no se decide tan rápido -dijo Bermúdez-. Dame unos días para darle vueltas.

– No te doy ni media hora, vas a contestarme ahora mismo -dijo Espina-. El Presidente me espera a las seis en Palacio. Si aceptas, vienes conmigo para que te lo presente. Si no, puedes regresarte a Chincha.

– Las funciones de Director de Gobierno me las imagino -dijo Bermúdez-. En cambio, no me imagino el sueldo.

– Un sueldo básico y unos gastos de representación -dijo el coronel Espina-. Unos cinco o seis mil soles, calculo. Ya sé que no es mucho.

– Es bastante para vivir modestamente -sonrióapenas Bermúdez-. Como yo soy un hombre modesto, me alcanzaría.

– Ni una palabra más, entonces -dijo el coronel Espina-. Pero todavía no me has contestado. ¿He hecho una estupidez?

– Eso sólo puede decirlo el tiempo, Serrano -sonrió otra vez Bermúdez, a medias.

¿Si el Serrano nunca reconoció a Ambrosio? Cuando Ambrosio era chofer de don Cayo subió al auto mil veces, don, mil veces lo había llevado a su casa. Tal vez lo reconocería, pero el caso es que nunca se lo demostró, don. Como él era Ministro entonces, se avergonzaría de haber sido conocido de Ambrosio cuando no era nadie, no le haría gracia que Ambrosio supiera que él estuvo enredado en el rapto de la hija de la Túmula. Lo borraría de su cabeza para que esta cara negra no le trajera malos recuerdos, don. Las veces que se vieron trató a Ambrosio como a un chofer que se ve por primera vez. Buenos días, buenas tardes, y el Serrano lo mismo. Ahora que le iba a decir una cosa, don. Es verdad que la Rosa se puso indiota y se llenó de lunares, pero en el fondo su historia daba compasión ¿no, don? Después de todo era su mujer ¿no es cierto? Y la dejó en Chincha y ella no pudo gozar de nada cuando don Cayo se volvió importante. ¿Que qué fue de ella todos estos años? Cuando don Cayo se vino a Lima ella se quedó en la casita amarilla, a lo mejor todavía sigue ahí ahuesándose. Pero a ella no la abandonó como a la señora Hortensia, sin un medio.

Le pasaba su pensión, a Ambrosio le dijo muchas veces hazme recuerdo que tengo que mandarle plata a Rosa, negro. ¿Qué hizo ella todos estos años? Quién sabe, don. Su vida de siempre sería, una vida sin amigas ni parientes. Porque desde el matrimonio no volvió a ver a nadie de la ranchería, ni siquiera a la Túmula.

Se lo prohibiría don Cayo, seguro. Y la Túmula se las pasaba maldiciendo a su hija porque no la recibía en su casa. Pero ni por ésas, don; no entró a la sociedad de Chincha, qué esperanza, quién se iba a estar juntando con la hija de la lechera aunque fuera mujer de don Cayo y se pusiera zapatos y se lavara la cara a diario. Si todos la habían visto arreando el burro y repartiendo porongos. Y, además, sabiendo que el Buitre no la reconocía como nuera. No tuvo más remedio que encerrarse en un cuartito que tomó don Cayo detrás del Hospital San José, y llevar vida de monja. No salía casi nunca, de vergüenza, porque en la calle la señalaban, o de miedo al Buitre quizá. Después ya sería por costumbre. Ambrosio la había visto algunas veces, en el mercado, o sacando una batea a la calle y fregando ropa, arrodillada en la vereda. Así que de qué le sirvió tanta viveza, don, tanta mañosería para pescar al blanquito. Ganaría un apellido y mejoraría de clase, pero se quedó sin una amiga y hasta sin madre. ¿Don Cayo, don? Sí, él tenía amigos, los sábados se lo veía tomándose sus cerveciolas en el "Cielito lindo", o jugando sapo en el Jardín El Paraíso, o en el bulín y decían que se metía siempre al cuarto con dos. Rara vez salía con la Rosa, don, hasta al cine se iba solo. ¿En qué trabajó don Cayo, don? En el almacén de los Cruz, en un banco, en una notaría, después vendía tractores a los hacendados. Pasó como un año en el cuartito ése, cuando mejoró se mudó al barrio Sur, Ambrosio en ese tiempo ya era chofer interprovincial y paraba poco en Chincha, y en una de ésas que llegó al pueblo le dijeron se murió el Buitre y don Cayo y la Rosa se han ido a vivir con la beata. Doña Catalina se murió cuando el gobierno de Bustamante, don. Cuando a don Cayo le cambió la suerte, con Odría, en Chincha decían ahora la Rosa se hará casa nueva y tendrá sirvientas. Nada de eso, don. Comenzaron a lloverle visitas a la Rosa, entonces. En "La voz de Chincha” salían fotos de don Cayo que decían Chinchano ilustre y quién no le caía a la Rosa para pedirle un puestecito para mi marido, una bequita para mi hijo y que a mi hermano lo nombren profesor aquí, subprefecto allá. Y las familias de apristas y apristones a llorarle que don Cayo suelte a mi sobrinito o deje volver al país a mi tío. Ahí vino la venganza de la hija de la Túmula, don, ahí pagaron los que le hicieron desaires. Dicen que los recibía en la puerta y que a todos les ponía la misma cara de idiota. ¿Estaba preso su; hijito? Ay, qué pena. ¿Un puesto para su entenadito? Que fuera a Lima y le hablara a su marido y hasta lueguito. Pero todo esto Ambrosio sólo lo sabía de oídas, don, ¿no ve que entonces ya estaba en Lima, también? ¿Quién lo había convencido a él que se viniera a buscar a don Cayo, don? La negra, Ambrosio no quería, decía dicen que a todos los chinchanos que van a pedirle algo los larga. Pero a él no lo largó, don, lo ayudó y Ambrosio se lo agradecía. Sí, odiaba a los chinchanos, quién sabe por qué, ya ve que no hizo nada por Chincha, ni una escuelita hizo construir en su tierra. Cuando pasó el tiempo y las gentes comenzaron a hablar mal de Odría, y volvieron a Chincha los apristas desterrados, dicen que el sub-prefecto puso un policía en la casita amarilla para proteger a la Rosa, ¿no ve que don Cayo era tan odiado, don? Pura tontería, desde que él estaba en el gobierno ni vivían juntos ni se veían, todos sabían que si la mataban a la Rosa con eso no le hacían daño a don Cayo, más bien un favor. Porque no sólo no la quería, don, sino que hasta la odiaría, por habérsele puesto tan fea, ¿no cree usted?

– Ya ves qué bien te recibió -dijo el coronel Espina-. Ya has visto qué clase de hombre es el General.

– Necesito poner en orden mi cabeza -murmuró Bermúdez-. La tengo hecha una olla de grillos.

– Anda a descansar -dijo Espina-. Mañana te presentaré a la gente del Ministerio y te pondré al tanto de las cosas. Pero dime al menos si estás contento.

– No sé si contento -dijo Bermúdez-. Como borracho, más bien.

– Bueno, ya sé que ésa es tu manera de darme las gracias -se rió Espina.

– He venido a Lima sólo con este maletín -dijo Bermúdez-. Pensaba que era cuestión de unas horas.

– ¿Necesitas dinero? -dijo Espina-. Sí, hombre, te presto algo ahora, y mañana hacemos que te den un adelanto en la caja.

– ¿Qué desgracia te pasó en Pucallpa? -dice Santiago.

– Voy a buscarme un hotelito cerca de aquí -dijo Bermúdez. Vendré mañana temprano.

– ¿Por mí, por mí? -dijo don Fermín-. ¿O lo hiciste por ti, para tenerme en tus manos, pobre infeliz?

– Uno que creía que era mi amigo me mandó allá -dice Ambrosio-. Anda allá, negro, el oro y el moro. Puro cuento, niño, la ensartada más grande del siglo.

Ah, si yo le contara.

Espina lo acompañó hasta la puerta del despacho y se dieron la mano. Bermúdez salió, en una mano el maletín, en la otra el sombrerito. Tenía un aspecto distraído y grave, miraba como para adentro. No contestó la venia del oficial de la puerta del Ministerio. ¿Era la hora de salida de las oficinas? Las calles estaban llenas de gente y de ruido. Se mezcló con la muchedumbre, siguió la corriente, fue, vino, volvió por aceras estrechas y atestadas, arrastrado por una especie de remolino o hechizo, deteniéndose a veces en una esquina o umbral o farol para encender un cigarrillo.

En un café del jirón Azángaro pidió un té con limón, que saboreó muy despacio, y al salir dejó de propina el doble de la cuenta. En una librería refugiada en un pasillo del jirón de la Unión, hojeó novelitas de carátulas llameantes y letra manoseada y minúscula, mirando sin ver, hasta que Los Misterios de Lesbos encendieron sus ojos, un segundo. La compró y salió.

Todavía ambuló un rato por el centro, el maletín bajo el brazo, el sombrerito arrugado en la mano, fumando sin tregua. Oscurecía ya y las calles estaban desiertas cuando entró al Hotel Maury y pidió una habitación.

Le alcanzaron una ficha y tuvo la pluma levantada unos segundos donde decía profesión, escribió al fin funcionario. El cuarto estaba en el tercer piso, la ventana daba a un patio interior. Se metió a la bañera y se acostó en ropa interior. Manoseó Los Misterios de Lesbos, dejando que sus ojos corrieran ciegos sobre las figuritas negras apretadas. Luego apagó la luz. Pero no pudo atrapar el sueño hasta muchas horas después.

Desvelado, permanecía de espaldas, el cuerpo inmóvil, el cigarrillo ardiendo entre los dedos, respirando con ansiedad, los ojos fijos en la sombra oscura de arriba.

IV

– ASI QUE en Pucallpa y por culpa de ese Hilario Morales, así que sabes cuándo y por qué te jodiste -dice Santiago-. Yo haría cualquier cosa por saber en qué momento me jodí.

¿Se acordaría, traería el libro? El verano estaba acabando, parecían las cinco y todavía no eran las dos, y Santiago piensa: trajo el libro, se acordó. Se sentía eufórico al entrar al polvoriento zaguán de losetas y pilares desportillados, impaciente, que él ingresara, que ella ingresara, optimista, y tú ingresaste, piensa, y ella ingresó: ah, Zavalita, te sentías feliz.

– Está sano, es joven, tiene trabajo, tiene mujer -dice Ambrosio-. ¿En qué forma puede haberse jodido, niño?

Solos o en grupos, las caras hundidas en sus apuntes, ¿cuántos de éstos entrarían, dónde estaba Aída?, los postulantes daban vueltas al patio a paso de procesión, repasaban sentados en las bancas astilladas, recostados contra las mugrientas paredes se interrogaban a media voz. Cholos, cholas, aquí no venía la gente bien. Piensa: mamá, tenías razón.

– Antes de irme de la casa, cuando entré a San Marcos, yo era un tipo puro -dice Santiago.

Reconoció algunas caras del examen escrito, cambió sonrisas y holas, pero Aída no aparecía, y fue a instalarse junto a la entrada. Oyó a un grupo releyendo geografía, oyó a un muchacho, inmóvil, los ojos bajos, recitando como si rezara, los Virreyes del Perú.

– ¿De ésos que se fuman los ricachos en los toros?- se ríe Ambrosio.

La vio entrar: el mismo vestido recto color ladrillo, los mismos zapatos sin taco del examen escrito.

Avanzaba con su aire de alumna uniformada y estudiosa por el atestado zaguán, volvía a un lado y otro su cara de niña agrandada, sin brillo, sin gracia, sin pintar, buscando algo, alguien, con sus, ojos duros y adultos. Sus labios se plegaron, su boca masculina se abrió y la vio sonreír: el tosco rostro se suavizó, iluminó. La vio venir hacia él: hola Aída.

– Me cagaba en la plata y me creía capaz de grandes cosas -dice Santiago-. Un puro en ese sentido.

– En Grocio Prado vivía la beata Melchorita, daba todo lo que tenía y se las pasaba rezando -dice Ambrosio-. ¿Usted quería ser un santo como ella, muchacho?

– Te traje "La noche quedó atrás” -dijo Santiago-. Ojalá te guste.

– Me hablaste tanto que me muero de ganas de leerla -dijo Aída-. Aquí tienes la novela del francés sobre la Revolución China.

– ¿Jirón Puno, calle de Padre Jerónimo? -dice Ambrosio-. ¿Regalan plata en esa casa a los negros fregados como el que habla?

– Ahí dimos el examen de ingreso el año que entré a San Marcos -dice Santiago-. Yo había estado enamorado de chicas de Miraflores, pero en Padre Jerónimo me enamoré por primera vez de verdad.

– No parece una novela, sino un libro de historia -dijo Aída.

– Ah, qué tal -dice Ambrosio-. ¿Y ella también se enamoró de usted?

– Aunque es una autobiografía, se lee como una novela -dijo Santiago-. Ya verás el capítulo "La noche de los cuchillos largos", sobre una revolución en Alemania. Formidable; ya verás.

– ¿Sobre una revolución? -Aída hojeó el libro, la voz y los ojos ahora llenos de desconfianza-. ¿Pero este Valtin es comunista o anticomunista?

– No sé si se enamoró de mí, no sé si supo que yo estaba enamorado de ella -dice Santiago-. A veces pienso que sí, a veces que no.

– Usted no supo, ella no sabía, qué enredado, ¿acaso esas cosas no se saben siempre, niño? -dice Ambrosio-. ¿Quién era la muchacha?

– Te advierto que si es anti te lo devuelvo -y la suave voz tímida de Aída se volvió desafiante-. Porque yo soy comunista.

– ¿Tú eres comunista? -la miró atónito Santiago- ¿de veras eres comunista?

Todavía no eras, piensa, querías ser comunista.

Sentía su corazón golpeando fuerte y estaba maravillado: en San Marcos no se estudia nada, flaco, sólo se hacía política, era una cueva de apristas y de comunistas, todos los resentidos del Perú se juntaban ahí.

Piensa: pobre papá. Ni siquiera habías entrado a San Marcos, Zavalita, y mira lo que descubrías.

– En realidad, soy y no soy -confesó Aída-. Porque dónde andarán los comunistas aquí.

¿Cómo se podía ser comunista sin saber siquiera si existía un partido comunista en el Perú? A lo mejor Odría los había encarcelado a todos, a lo mejor deportado o asesinado. Pero si aprobaba el oral y entraba a San Marcos, Aída averiguaría en la Universidad, se pondría en contacto con los que quedaban y estudiaría marxismo y se inscribiría en el Partido. Me miraba desafiándome, piensa, a ver discúteme, su voz era suavecita y sus ojos insolentes, dime son unos ateos, ardientes, a ver niégame, inteligentes, y tú, piensa, la escuchabas asustado y admirado: eso existía, Zavalita. Piensa: ¿me enamoré ahí?

– Una compañera de San Marcos -dice Santiago-. Hablaba de política, creía en la Revolución.

– Caramba, no se enamoraría de una aprista, niño -dice Ambrosio.

– Los apristas ya no creían en la Revolución -dice Santiago-. Ella era comunista.

– Pa su diabla -dice Ambrosio-. Pa su macho, niño.

Nuevos postulantes llegaban a Padre Jerónimo, invadían el zaguán, el patio, corrían hacia las listas clavadas con tachuelas en un tablero, afanosamente revisaban sus apuntes. Un rumor atareado flotaba sobre el local.

– Te has quedado mirándome como si fuera un ogro -dijo Aída.

– Qué ocurrencia, yo respeto todas las ideas, y además, no creas, también soy de -calló, buscó, tartamudeó Santiago- ideas avanzadas.

– Vaya, me alegro por ti -dijo Aída-. ¿Daremos hoy el oral? Tanto esperar tengo una confusión terrible, no me acuerdo nada de lo que estudié.

– Repasemos un poco, si quieres -dijo Santiago-. ¿Qué te asusta más?

– Historia Universal -dijo Aída-. Sí, vamos a hacernos preguntas. Pero caminando, así estudio mejor que sentada ¿tú no?

Cruzaron el zaguán de losetas color vino con aulas a los costados, ¿dónde viviría?, había un pequeño patio con menos gente al fondo del local. Cerró los ojos, vio la casita estrecha, limpia, de muebles austeros, y vio las calles del rededor y las caras ¿recias, dignas, graves, sobrias? de los hombres que avanzaban por las veredas embutidos en overoles y sacones grises, y oyó sus diálogos ¿solidarios, parcos, clandestinos? y pensó obreros, y pensó comunistas y decidió no soy bustamantista, no soy aprista, soy comunista. Pero ¿cuál era la diferencia? No podía preguntárselo, creerá que soy idiota, tenía que sonsacárselo. Ella se habría pasado todo el verano así, los fieros ojitos clavados en los cuestionarios, yendo y viniendo por una habitación minúscula. Habría poca luz, para tomar notas se sentaría en una mesita iluminada por una lamparilla sin pantalla o por velas, movería los labios despacito, cerrando los ojos, se levantaría y paseando repetiría nombres, fechas, nocturna y voluntariosa, ¿sería su papá un obrero, una sirvienta su mamá? Piensa: ah, Zavalita. Caminaban muy despacio, las dinastías faraónicas, interrogándose en voz baja, Babilonia y Nínive, ¿habría oído hablar del comunismo en su casa?, causas de la primera guerra mundial, ¿qué pensaría cuando supiera que el viejo era odrista?, la batalla del Marne, a lo mejor no querría juntarse más contigo, Zavalita: te odio, papá. Nos hacíamos preguntas pero no nos las hacíamos, piensa. Piensa: nos estábamos haciendo amigos. ¿Habría estudiado en un Colegio Nacional? Sí, en una Unidad Escolar, ¿y él?, en el Santa María, ah en un colegio de niñitos bien. Había de todo, era un colegio malísimo, él no tenía la culpa que sus viejos lo hubieran metido ahí, hubiera preferido el Guadalupe y Aída se echó a reír: no te pongas colorado, no tenía prejuicios, qué había pasado en Verdún. Piensa: esperábamos cosas formidables de la Universidad.

Estaban en el Partido, iban a la imprenta juntos, se escondían en un sindicato juntos, los metían a la cárcel juntos y los exilaban juntos: era una batalla y no un tratado, sonso, y él claro, qué sonso, y ahora ella quién había sido Cronwell. Esperábamos cosas formidables de nosotros, piensa.

– Cuando entró a San Marcos y le cortaron el pelo a coco, la niña Teté y el niño Chispas le gritaban cabeza de zapallo -dice Ambrosio-. Lo contento que se puso su papá por lo que usted aprobó el examen, niño.

Hablaba de libros y tenía faldas, sabía de política y no era hombre, la Mascota, la Pollo, la Ardilla se despintaban, Zavalita, las lindas idiotas de Miraflores se derretían, desaparecían. Descubrir que por lo menos una podía servir para algo más, piensa. No sólo para tirársela, no sólo para corrérsela pensando en ella, no sólo para enamorarse. Piensa: para algo más. Iba a seguir Derecho y también Pedagogía, tú ibas a seguir Derecho y también Letras.

– ¿Te las das de vampiresa, de payasa o de qué? -dijo Santiago-. ¿Dónde tan arregladita, tan pintadita?

– ¿Y en Letras qué especialidad? -dijo Aída-. ¿Filosofía?

– Donde me da la gana y a ti qué -dijo la Teté-. Y quién te habla a ti, y con qué derecho me hablas a mí.

– Creo que Literatura -dijo Santiago-. Pero todavía no sé.

– Todos los que siguen Literatura quieren ser poetas -dijo Aída-. ¿Tú también?

– Déjense de estar peleando -dijo la señora Zoila-. Parecen perro y gato, ya basta.

– Tenía un cuaderno de versos escritos a escondidas -dice Santiago-. Que nadie lo viera, que nadie supiera. ¿Ves? Era un puro.

– No te pongas colorado porque te pregunto si quieres ser poeta -se rió Aída-. No seas burgués.

– También lo volvían loco diciéndole supersabio -dice Ambrosio-. Qué peleas se agarraban entre ustedes, niño.

– Ya te puedes ir a cambiar ese vestido y a lavarte la cara -dijo Santiago-. No vas a salir, Teté.

– ¿Y qué tiene de malo que la Teté vaya al cine? -dijo la señora Zoila-. De cuándo acá tan estricto con tu hermana, tú, el liberal, el comecuras.

– No está yendo al cine, sino a bailar al "Sunset" con el forajido del Pepe Yáñez -dijo Santiago-. Esta mañana la pesqué haciendo su plan por teléfono.

– ¿Al "Sunset?, con el Pepe Yáñez? -dijo el Chispas-. Con el huachafo ése?

– No es que quiera ser poeta pero me gusta mucho la Literatura -dijo Santiago.

– ¿Te has vuelto loca, Teté? -dijo don Fermín-. ¿Es cierto eso, Teté?

– Mentira, mentira -temblaba, fulminaba a Santiago con los ojos la Teté-. Maldito, imbécil, te odio, muérete.

– Y a mí también -dijo Aída-. En Pedagogía voy a escoger Literatura y Castellano.

– ¿Crees que vas a engañar así a tus padres, pedazo de? -dijo la señora Zoila-. Y cómo se te ocurre decirle maldito a tu hermano, loca.

– No estás en edad de ir a boites, criatura -dijo don Fermín-. No sales hoy, ni mañana, ni el domingo.

– Al Pepe Yáñez le voy a romper el alma -dijo el Chispas-. Lo voy a matar, papá.

Ahora la Teté lloraba a gritos, maldito, había derramado la taza de té, por qué no se moría de una vez, y la señora Zoila loquita, loquita, tan grandazo y tan maricón, y la señora Zoila estás manchando el mantel, en vez de andar chismeando como las mujeres anda a escribir tus versitos de maricón. Se levantó de la mesa y salió del comedor y todavía gritó tus versitos de chismoso y de maricón y que se muriera de una vez, maldito. La oyeron subir las escaleras, dar un portazo. Santiago movía la cucharita en la taza vacía como si acabara de echarle azúcar.

– ¿Es verdad eso que dijo la Teté? -sonrió don Fermín-. ¿Escribes versos tú, flaco?

– Los esconde en un cuadernito detrás de la Enciclopedia, la Teté y yo los hemos leído todos- dijo el Chispas-. Versitos de amor, y también sobre los Incas. No te avergüences, supersabio. Míralo cómo se ha puesto, papá.

– Tú apenas sabes leer, así que está difícil que hayas leído nada -dijo Santiago.

– No eres la única persona que lee en el mundo -dijo la señora Zoila-. No seas tan creído.

– Anda a escribir tus versitos afeminados, supersabio- dijo el Chispas.

– Qué han aprendido, para qué han ido al mejor colegio de Lima -suspiró la señora Zoila-. Se insultan como carreteros delante de nosotros.

– ¿Y por qué no me has contado que escribías versos? -dijo don Fermín-. Tienes que enseñármelos, flaco.

– Mentiras del Chispas y de la Teté -balbuceó Santiago-. No les hagas caso, papá.

Ahí estaba el jurado, eran tres, en el local se había instalado un temeroso silencio. Muchachos y muchachas vieron a los tres hombres cruzar el zaguán precedidos por un conserje, los vieron desaparecer en un aula. Que yo entre, que ella entre. Brotó de nuevo el zumbido, más espeso y rumoroso que antes, Aída y Santiago volvieron al patio del fondo.

– Vas a aprobar y con notas altas -dijo Santiago-, Te sabes las balotas con puntos y comas.

– No creas, hay muchas que sé apenas -dijo Aída-. Tú sí que vas a ingresar.

– Me pasé todo el verano chancando -dijo Santiago-. Si me jalan me pego un tiro.

– Yo estoy contra el suicidio -dijo Aída-. Matarse es una cobardía.

– Cuentos de los curas -dijo Santiago-. Hay que ser muy valiente para matarse.

– A mí no me importan los curas -dijo Aída, y los ojitos piensa: a ver, a ver, atrévete-. Yo no creo en Dios, yo soy atea.

– Yo también soy ateo --dijo Santiago, en el acto-. Por supuesto.

Reanudaron la caminata, las preguntas, a ratos se distraían, olvidaban los cuestionarios y se ponían a conversar, a discutir: coincidían, disentían, bromeaban el tiempo se iba volando y de pronto Zavala, Santiago! Apúrate, le sonrió Aída, y que le tocara una balota fácil. Atravesó una doble valla de postulantes, entró al aula del examen, y ya no te acuerdas, Zavalita, qué balota te tocó, ni las caras de los jurados, ni qué respondiste: sólo que salió contento.

– Se acuerda de la muchacha que le gustaba y lo demás ya se le borró -dice Ambrosio- Natural, niño.

Todo te gustaba ese día, piensa. El local que se caía de viejo, las caras color betún o tierra o paludismo de los postulantes, la atmósfera que hervía de aprensión, las cosas que decía Aída. ¿Cómo te sentías Zavalita? Piensa: como el día de mi primera comunión.

– Viniste porque era Santiago el que la hacía -hizo pucheros la Teté-. A la mía no viniste, ya no te quiero.

– Ven, dame un beso, no seas tontita -dijo don Fermín-. Vine porque el flaco se sacó el primer puesto, si hubieras sacado buenas notas también habría ido a tu primera comunión. Yo los quiero a los tres igual.

– Lo dices, pero no es cierto -se quejó el Chispas-. Tampoco fuiste a mi primera comunión.

– Con esta escena de celos le van a amargar el día al flaco, déjense de adefesios -dijo don Fermín-. Vengan, suban al carro.

– A la Herradura a tomar milk-shakes con hotdogs, papá -dijo Santiago.

– A la Rueda Chicago que han puesto en el Campo de Marte, papá -dijo el Chispas.

– Vamos a la Herradura -dijo don Fermín-. El flaco es el que ha hecho la primera comunión, hay Que darle gusto a él.

Salió del aula sonriendo, pero antes de llegar hasta Aída, ¿daban ahí mismo las notas, preguntas largas o cortas?, tuvo que soportar el asalto de los postulantes, y Aída lo recibió sonriendo: por su cara se veía que había salido bien, qué bien, ya no tienes que pegarte un tiro.

– Antes de sacar la balota, pensé mi alma por una fácil -dijo Santiago-. Así que si el diablo existe me iré al infierno. Pero el fin justifica los medios.

– Ni el alma ni el diablo existen -a ver, a ver-. Si crees Que el fin justifica los medios eres un nazi.

– Daba la contra en todo, opinaba sobre todo, discutía como si quisiera trompearse -dice Santiago.

– Una hembrita entradora, de ésas que un dice blanco y ellas negro, uno negro y ellas no, blanco -dice Ambrosio-. Mañas para calentar al hombre, pero que hacen su efecto.

– Claro que te espero -dijo Santiago-. ¿Te hago repasar un poco?

La historia persa, Carlomagno, los aztecas, Carlota Corday, factores externos de la desaparición del imperio austro-húngaro, el nacimiento y la muerte de Danton: que le tocara una balota fácil, Que aprobara.

Volvieron al primer patio, se sentaron en una banca.

Un canillita entró voceando los diarios de la tarde, el muchacho que estaba junto a ellos compró "El Comercio” y un momento después dijo desgraciados, era el colmo. Se volvieron a mirarlo y él les mostró un titular y la fotografía de un hombre con bigotes. ¿Lo habían metido preso, exilado o matado, y quién era el hombre? Ahí estaba Jacobo, Zavalita: rubio, escuálido, los claros ojos furiosos, el dedo curvado sobre la fotografía del diario, la voz arrastrada protestando, el Perú iba de mal en peor, un dejo extrañamente serrano en esa cara lechosa, donde se ponía el dedo brotaba pus como decía Gonzáles Prada, advertida alguna vez, a lo lejos y de paso, en las calles de Miraflores.

– ¿Otro de ésos? -dice Ambrosio-. Caramba, San Marcos era un nido de subversivos, niño.

Otro puro de ésos, piensa, en rebelión contra su piel, contra su clase, contra sí mismo, contra el Perú. Piensa: ¿seguirá puro, será feliz?

– No había tantos, Ambrosio. Fue una casualidad Que nos juntáramos los tres ese primer día.

– A esos amigos de San Marcos usted nunca los llevaba a su casa -dice Ambrosio-. En cambio, el niño Popeye y sus compañeros de colegio se las pasaban tomando té donde usted.

¿Te daba vergüenza, Zavalita?, piensa: ¿que Jacobo, Héctor, Solórzano no vieran dónde y con quién vivías, que no conocieran a la vieja y no oyeran al viejo, que Aída no escuchara las lindas idioteces de la Teté? Piensa: ¿Que la vieja y el viejo no supieran con quien te juntabas, que el Chispas y la Teté no vieran la cara de huaco del cholo Martínez? Ese primer día comenzaste a matar a los viejos, a Popeye, a Miraflores, piensa. Estabas rompiendo, Zavalita, entrando a otro mundo: ¿fue ahí, se cerraron ahí? piensa: ¿rompiendo con qué, entrando a cuál mundo?

– Me oyeron hablar de Odría y se fueron -Jacobo señaló al grupo de postulantes que se alejaba y los miró a ellos con una curiosidad sin ironía-. ¿También ustedes tienen miedo?

– ¿Miedo? -Aída se enderezó violentamente en la banca-. Yo digo que Odría es un dictador y un asesino, y lo digo aquí, en la calle, en cualquier parte.

Pura como las muchachas de Quo Vadis, piensa, impaciente por bajar a las catacumbas y salir al circo y arrojarse a las zarpas y colmillos de los leones. Jacobo la escuchaba desconcertado, ella se había olvidado del examen, un dictador que subió al poder en la punta de las bayonetas, alzaba la voz y accionaba y Jacobo asentía y la miraba con simpatía y había suprimido los partidos y la libertad de prensa y ahora entusiasmado y había ordenado al Ejército masacrar a los arequipeños y ahora hechizado y había encarcelado, deportado y torturado a tantos, ni siquiera se sabía a cuántos, y Santiago observaba a Aída y a Jacobo y de pronto, piensa, te sentiste torturado, exilado, traicionado, Zavalita, y la interrumpió: Odría era el peor tirano de la historia del Perú.

– Bueno, no sé si el peor -dijo Aída, tomando aire-. Pero uno de los peores, claro que es.

– Dale tiempo y verás -insistió Santiago, con ímpetu-. Será el peor.

– Salvo la del proletariado, todas las dictaduras son la misma cosa -dijo Jacobo-. Históricamente.

– ¿Tú sabes cuál es la diferencia entre aprismo y comunismo? -dice Santiago.

– No hay que darle tiempo a que sea el peor -dijo Aída-. Hay que echarlo abajo antes.

– Bueno, los apristas son muchísimos y los comunistas poquísimos -dice Ambrosio-. Qué más diferencia que ésa.

– No creo que ésos se fueran porque rajabas de Odría, sino porque están estudiando -dijo Santiago-.

Todos deben ser progresistas en San Marcos. Te miró como si te hubiera visto un par de alitas en la espalda, piensa, San Marcos ya no era lo que había sido, como a un niño bueno y tarado, Zavalita. No sabías, no entendías ni el vocabulario, tenías que aprender qué era aprismo, qué fascismo, qué comunismo, y por qué San Marcos ya no era lo que había sido: porque desde el golpe de Odría los dirigentes eran perseguidos y los centros federados desmantelados y porque las clases estaban llenas de soplones matriculados como alumnos y Santiago frívolamente lo interrumpió: ¿vivía Jacobo en Miraflores? Le parecía haberlo visto por allá alguna vez, y Jacobo se ruborizó y asintió de mala gana y Aída se echó a reír: así que los dos eran miraflorinos, así que los dos eran unos niños bien. Pero a Jacobo, piensa, no le gustaba bromear.

Los ojos azules pedagógicamente posados en ella, la voz paciente, andina, desenvuelta, explicaba no importa donde se vive sino lo que se piensa y se hace, y Aída era cierto, pero ella no había dicho en serio sino, jugando lo de niños bien, y Santiago leería, estudiaría, aprendería marxismo como él: ah, Zavalita. El conserje gritó un apellido y Jacobo se puso de pie: lo llamaban. Fue hacia el aula sin prisa, confiado y calmado como hablaba, ¿inteligente, no?, y Santiago miró a Aída, inteligentísimo, y además cuánto sabía de política y Santiago decidió él sabría más.

– ¿Será cierto que hay soplones entre los alumnos? -dijo Aída.

– Si descubrimos alguno en nuestro año, lo apañaremos -dijo Santiago.

– Ya hablas como alumno, quién como tú -dijo Aída-. Vamos a repasar otro poquito.

Pero apenas habían reanudado las preguntas y el paseo circular salió Jacobo del aula, lento y angosto en su desvaído terno azul, y se les acercó, risueño y decepcionado, los exámenes eran una broma, Aída no tenía de qué preocuparse, el presidente del jurado, un químico, sabía de letras menos que tú o yo. Había que contestar con seguridad, sólo al que dudaba lo jalaba.

Me había caído mal, piensa, pero cuando llamaron a Aída y la acompañaron hasta el aula y regresaron a la banca y conversaron solos, te cayó bien, Zavalita. Se te quitaron los celos, piensa, comencé a admirarlo. Había terminado el colegio hacía dos años, no ingresó a San Marcos el año anterior por una tifoidea, opinaba como quien da hachazos. Te sentías mareado, imperialismo, idealismo, como un caníbal que ve rascacielos, materialismo, conciencia social, confuso, inmoral.

Cuando sanó, venía en las tardes a dar vueltas por la Facultad de Letras, iba a leer a la Biblioteca Nacional, y sabía todo y tenía respuestas para todo y hablaba de todo, piensa, menos de él. ¿En qué colegio había estudiado, era judía su familia, tenía hermanos, en qué calle vivía? No se impacientaba con las preguntas, era prolijo e impersonal en sus explicaciones, el aprismo significaba reformismo y el comunismo revolución.

¿Llegó alguna vez a estimarte y odiarte, piensa, a envidiarte como tú a él? Iba a estudiar Derecho e Historia y tú lo escuchabas deslumbrado, Zavalita: estudiaban juntos, iban a la imprenta clandestina juntos, conspiraban, militaban, preparaban juntos la Revolución.

¿Qué pensaba de ti, piensa, qué pensaría ahora de ti?

Aída llegó a la banca con los ojos chispeando: la balota uno, se había cansado de hablarles. La felicitaron, fumaron, salieron a la calle. Los automóviles pasaban por Padre Jerónimo con los faros encendidos, y una brisa lustral les refrescaba la cara mientras bajaban por Azángaro, locuaces, excitados, hacia el Parque Universitario. Aída tenía sed, Jacobo hambre, ¿por qué no iban a tomar algo? propuso Santiago, ellos buena idea, él los invitaba y Aída uy qué burgués. No fuimos a esa chingana de la Colmena a comer panes con chicharrón sino a contarnos nuestros proyectos, piensa, a hacernos amigos discutiendo hasta perder la voz.

Nunca más esa exaltación, esa generosidad. Piensa: esa amistad.

– A mediodía y en las noches esto se repleta -dijo Jacobo-. Los estudiantes vienen aquí después de las clases.

– Quiero contarles algo de una vez -Santiago apretó los puños debajo de la mesa y tragó saliva-. Mi padre está con el gobierno.

Hubo un silencio, el cambio de miradas entre Jacobo y Aída parecía eterno, Santiago oía pasar los segundos y se mordía la lengua: te odio, papá.

– Se me ocurrió que eras pariente de ese Zavala -dijo Aída, por fin, con una afligida sonrisa de pésame-. Pero qué importa, tu padre es una cosa y tú otra.

– Los mejores revolucionarios salieron de la burguesía -le levantó la moral Jacobo, sobriamente. Rompieron con su clase y se convirtieron a la ideología de la clase obrera.

Dio algunos ejemplos y, conmovido, piensa, agradecido, Santiago les contaba sus peleas sobre religión con los curas del colegio, las discusiones políticas con su padre y sus amigos del barrio, y Jacobo se había puesto a revisar los libros que estaban sobre la mesa: “La condición humana, era interesante aunque un poquito romántica, y no valía la pena leer "La Noche quedó atrás”, su autor era anticomunista.

– Sólo al final del libro -protestó Santiago-, sólo porque el Partido no quiso ayudarlo a rescatar a su mujer de los nazis.

– Peor todavía -explicó Jacobo-. Era un renegado y un sentimental.

– ¿Si se es sentimental no se puede ser revolucionaria? -preguntó Aída, apenada. Jacobo reflexionó unos segundos y alzó los hombros: quizá en algunos casos se podía.

– Pero los renegados son lo peor que hay, fíjense en el Apra -añadió-. Se es revolucionario hasta el final o no se es.

– ¿Tú eres comunista? -dijo Aída, como si preguntara qué hora tienes, y Jacobo perdió un instante su calma: sus mejillas se sonrosaron, miró alrededor, ganó tiempo tosiendo.

– Un simpatizante -dijo, cautelosamente-. El Partido está fuera de la ley y no es fácil ponerse en contacto. Además, para ser comunista, hay que estudiar mucho.

– Yo también soy simpatizante -dijo Aída, encantada-. Qué suerte que nos conociéramos.

– Y yo también -dijo Santiago-. Conozco poco de marxismo, pero quisiera saber más. Sólo que dónde, cómo. Jacobo los miró uno por uno a los ojos, lenta y profundamente, como calculando su sinceridad o discreción, y echó una nueva ojeada en torno y se inclinó hacia ellos: había una librería de viejo, aquí en el centro. La había descubierto el otro día, entró a curiosear y estaba hojeando unos libros cuando aparecieron unos números, antiquísimos, interesantísimos, de una revista que se llamaba piensa Cultura soviética. Libros prohibidos, revistas prohibidas y Santiago vio estantes rebalsando de folletos que no se vendían en las librerías, de volúmenes que la policía había retirado de las Bibliotecas. A la sombra de paredes roídas por la humedad, entre telarañas y hollín, ellos consultaban los libros explosivos, discutían y tomaban notas, en noches como boca de lobo, a la luz de improvisados candeleros, hacían resúmenes, cambiaban ideas, leían, se instruían, rompían con la burguesía, se armaban con la ideología de la clase obrera.

– ¿No habrá más revistas en esa librería? -preguntó Santiago.

– A lo mejor sí -dijo Jacobo-. Si quieren, podemos ir juntos a ver. Mañana, por ejemplo.

– También podríamos ir a alguna exposición, a algún museo -dijo Aída.

– Claro, no conozco ningún museo de Lima hasta ahora -dijo Jacobo.

– Ni yo -dijo Santiago-. Aprovechemos estos días, antes que comiencen las clases, y visitémoslos todos.

– Podemos ir en las mañanas a los museos y en las tardes a recorrer librerías de viejo -dijo Jacobo-. Conozco muchas, a veces se encuentran buenas cosas.

– La revolución, los libros, los museos -dice Santiago-. ¿Ves lo que es ser puro?

– Yo creía que ser puro era vivir sin cachar, niño -dice Ambrosio.

– Y también al cine una de estas tardes, a ver una buena película -dijo Aída-. Y si el burgués de Santiago quiere invitarnos, que nos invite.

– Nunca más te invitaré ni un vaso de agua -dijo Santiago-. ¿Adónde nos vemos mañana, y a qué hora?

– A las diez en la Plaza San Martín -dijo Jacobo-. En el paradero del Expreso.

– ¿Y, flaco? -dijo don Fermín-. ¿Muy difícil el oral, crees que aprobaste, flaco?

– Creo que sí, papá -dijo Santiago-. Ya puedes perder las esperanzas de que entre algún día a la Católica.

– Debería jalarte las orejas por rencoroso -dijo don Fermín-. Así que aprobaste, así que ya eres todo un señor universitario. Ven, flaco, dame un abrazo.

No dormiste, piensa, estoy seguro que Aída tampoco durmió, que Jacobo tampoco durmió. Todas las puertas abiertas, piensa, en qué momento y por qué comenzaron a cerrarse.

– Ya saliste con tu gusto, ya entraste a San Marcos -dijo la señora Zoila-. Estarás contento, supongo.

– Contentísimo, mamá -dijo Santiago-. Sobre todo porque ya no tendré que juntarme con gente decente nunca más. No te imaginas qué contento estoy.

– Si lo que quieres es volverte cholo, por qué no te haces sirviente, más bien -dijo el Chispas-. Anda sin zapatos, no te bañes, cría pulgas, supersabio.

– Lo importante es que el flaco haya entrado a la Universidad -dijo don Fermín-. La Católica hubiera sido mejor, pero el que quiere estudiar, estudia en cualquier parte.

– La Católica no es mejor que San Marcos, papá-dijo Santiago-. Es un colegio de curas. Y yo no quiero saber nada con los curas, yo odio a los curas.

– Te vas a ir al infierno, imbécil -dijo la Teté-. Y tú lo dejas que te levante así la voz, papá.

– Me da cólera que tengas esos prejuicios, papá-dijo Santiago.

– No son prejuicios, a mí no me importa que tus compañeros sean blancos, negros o amarillos -dijo don Fermín-. Yo quiero que estudies, que no vayas a perder tu tiempo y te quedes sin carrera como el Chispas.

– El supersabio te levanta la voz y te desfogas conmigo -dijo el Chispas-. Lindo, papá.

– Hacer política no es perder tiempo -dijo Santiago-. ¿O sólo los militares tienen derecho a hacer política aquí?

– Primero los curas, ahora los militares, las dos musiquitas de siempre -dijo el Chispas-. Cambia de tema, supersabio, pareces disco rayado.

– Qué puntualito llegaste -dijo Aída-. Venías hablando solo, qué chistoso.

– No se puede estar de a buenas contigo -dijo don Fermín-. Aunque se te trate con cariño, siempre das la patada.

– Es que soy un poco loco -dijo Santiago-. ¿No te da miedo juntarte conmigo?

– Está bien, no llores, no te arrodilles, te creo, lo hiciste por mí -dijo don Fermín-. ¿No pensaste que en vez de ayudarme podías hundirme para siempre? ¿Para qué te dio cabeza Dios, infeliz?

– Ni creas, me encantan los locos -dijo Aída-. Estuve dudando entre Derecho y Psiquiatría.

– Lo que pasa es que te consiento demasiado y abusas, flaco -dijo don Fermín-. Anda a tu cuarto de una vez.

– Cuando me castigas, a mí me dejas sin propina, cuando a Santiago sólo lo mandas a acostarse -dijo la Teté-. Qué tal raza, papá.

– Lo que pasa es que nadie está contento con su suerte -dice Ambrosio-. Ni usted, que lo tiene todo. Qué diré yo, imagínese.

– Quítale a él la propina también, papá -dijo el Chispas-. Por qué esas preferencias.

– Me alegro que escogieras Derecho -dijo Santiago-. Fíjate, ahí está Jacobo.

– No metan la cuchara cuando hablo con el flaco -dijo don Fermín-. Si no, se van a quedar sin propina ustedes.

V

LE DIERON guantes de jebe, un guardapolvo, le dijeron eres envasadora. Comenzaban a caer las pastillas y ellas tenían que acomodarlas en los frascos y poner encima pedacitos de algodón. A las que colocaban las tapas les decían taperas, etiqueteras a las que pegaban las etiquetas, y al final de la mesa cuatro mujeres recogían los frascos y los ordenaban en cajas de cartón: les decían embaladoras. Su vecina se llamaba Gertrudis Lama y tenía gran rapidez en los dedos.

Amalia comenzaba a las ocho, paraba a las doce, volvía a las dos y salía a las seis. A los quince días de entrar al laboratorio, su tía se mudó de Surquillo a Limoncillo, y al principio Amalia iba a almorzar a la casa, pero resultaba caro tanto ómnibus y el tiempo muy justo. Un día llegó a las dos y cuarto y la inspectora ¿abusas porque eres recomendada del dueño?

Tráete la comida como nosotras, le aconsejó Gertrudis Lama, ahorrarás plata y tiempo. Desde entonces se llevaba un sandwich y fruta y se iba a almorzar con Gertrudis a una acequia de la avenida Argentina donde venían vendedores ambulantes a ofrecerles limonadas y raspadillas, y tipos que trabajaban en la vecindad a fastidiarlas. Gano más que antes, pensaba, trabajo menos y tengo una amiga. Extrañaba un poco su cuartito y a la niña Teté, pero del desgraciado ése ni me acuerdo ya, le decía a Gertrudis Lama, y Santiago ¿la Amalia?, y Ambrosio sí ¿se acuerda de ella, niño?

No había cumplido un mes en el laboratorio cuando conoció a Trinidad. Decía vulgaridades con más gracia que los otros, Amalia se acordaba a solas de sus disparates y soltaba la carcajada. Simpático aunque un poquito chiflado ¿no?, le dijo un día Gertrudis, y otro cómo te ríes con él, y otro se nota que el loquito te está gustando. A ti será, dijo Amalia; y pensó ¿me está gustando?, y Santiago ¿Amalia tu mujer, Amalia la que se murió en Pucallpa? Una tarde lo vio en el paradero, esperándola. Lo más fresco se subió al tranvía, se sentó a su lado, negra consentida, y comenzó con sus chistes, cholita engreída, ella estaba seria por afuera y muerta de risa por adentro. Le pagó el pasaje y cuando Amalia se bajó él chaucito amor. Era flaquito, moreno, loquísimo, pelos lacios retintos, buen mozo. Sus ojos se corrían y cuando entraron en confianza Amalia le decía tienes de chino, y él y tú eres una cholita blanca, haremos bonita mezcla, y Ambrosio sí niño, la misma. Otra vez la acompañó hasta el centro en el tranvía y se subió con ella al ómnibus de Limoncillo y también le pagó el pasaje y ella qué ahorros. Trinidad quería invitarla a tomar lonche pero Amalia no, no podía aceptarle. Bajémonos amorcito, bájese usted, qué confianzas eran ésas. Me voy si nos presentamos, dijo él, y le estiró la mano, Trinidad López tanto gusto, y ella se la estiró, tanto gusto Amalia Cerda. Al día siguiente Trinidad se sentó a su lado en la acequia y comenzó a decirle a Gertrudis qué amiguita más consentida tiene, Amalia me quita el sueño. Gertrudis le seguía la cuerda y se hicieron amigos y después Gertrudis a Amalia hazle caso al loquito, te olvidarás del tal Ambrosio, y Amalia de ése ni me acuerdo ya, y Gertrudis ¿de veras?, y Santiago ¿tenías tus cosas con Amalia desde que trabajaba ella en la casa? A Amalia le chocaban los disparates que decía Trinidad, pero le gustaba su boca y que no tratara de aprovecharse. La primera vez que trató fue en el ómnibus de Limoncillo. Estaba repleto, iban aplastados uno contra el otro, y ahí notó que comenzaba a frotarse. No podía retroceder, tienes que hacerte la tonta.

Trinidad la miraba serio, le acercaba la cara, y de repente yo te quiero y la besó. Sintió calor, que alguien se reía. Abusivo, cuando bajaron se puso furiosa, la había avergonzado delante de todos, aprovechador. Era la mujer que andaba buscando, le decía Trinidad, te tengo metida en el corazón. Ni loca para creer lo que dicen los hombres, decía Amalia, sólo piensas en aprovecharte. Fueron hacia la casa, antes de llegar ven un ratito a esa esquinita, y ahí de nuevo la besó, qué rica eres, la abrazaba y se le aflojaba la voz, yo te quiero, siente, siente cómo me pones. Ella le atajaba las manos, no se dejó abrir la blusa, levantar la falda: ya en esa época se habían enamorado, niño, pero las cosas en serio vinieron después.

Trinidad trabajaba cerca del laboratorio, en una fábrica textil, y le contó a Amalia nací en Pacasmayo y trabajé en Trujillo en un garaje. Pero que había estado preso por aprista sólo se lo dijo después, un día que pasaban por la avenida Arequipa. Había una casa con jardines y árboles, alrededor zanjas, patrulleros, policías, y Trinidad levantó la mano izquierda y le dijo a Amalia al oído Víctor Raúl el pueblo aprista te saluda, y ella ¿te has vuelto loco? Esa es la embajada de Colombia, le dijo Trinidad, y que adentro estaba asilado Haya de la Torre, y que Odría no quería dejarlo salir del país y que por eso había tantos cachacos. Se echó a reír y le contó: una noche con un compañero pasamos por aquí haciendo la maquinita aprista con el claxon, y los patrulleros los persiguieron y encanaron. ¿Trinidad era aprista?, y él hasta la muerte, ¿y había estado preso?, y él sí, para que veas la confianza que te tengo. Se había hecho aprista hacía diez años, le contó, porque en ese garaje de Trujillo todos estaban en el partido, y le explicó Víctor Raúl Haya de la Torre es un sabio y el Apra el partido de los pobres y cholos del Perú. Había estado preso por primera vez en Trujillo, porque la policía lo pescó pintando en las calles Viva el Apra. Cuando salió de la Comisaría no lo recibieron en el garaje y por eso se vino a Lima, y aquí el partido me consiguió trabajo en una fábrica de Vitarte, le contó, y que durante el gobierno de Bustamante había sido defensista; iba con los compañeros a romper las manifestaciones de los oligarcas o de los rabanitos y siempre salía golpeado. No por cobarde, el físico no lo ayudaba, y ella claro, eres tan flaquito, y él pero macho, la segunda vez que estuvo preso los soplones le habían volado dos dientes y ni por ésas denuncié. Cuando vino el levantamiento del 3 de Octubre en el Callao y Bustamante puso fuera de la ley al Apra, los compañeros de Vitarte le dijeron escóndete, pero él no tengo miedo, no había hecho nada.

Siguió yendo al trabajo y después, el 27 de Octubre, vino la revolución de Odría y le dijeron ¿tampoco ahora te vas a esconder?, y él tampoco. La primera semana de noviembre, una tarde al salir de la fábrica, un tipo se le acercó, ¿usted es Trinidad López?, en ese carro lo espera su primo. El se echó a correr porque no tenía primos, pero lo alcanzaron. En la Prefectura querían que denunciara los planes terroristas de la secta, y él ¿qué planes, cuál secta?, y dijera dónde y quiénes editaban "La Tribuna” clandestina. Ahí le volaron ese par de dientes, y Amalia ¿cuáles?, y él ¿cómo cuales?, y ella si tienes todos los dientes completitos, y él se había puesto postizos y no se notaban. Estuvo preso ocho meses, la Prefectura, la Penitenciaría, el Frontón, y cuando lo soltaron había perdido diez kilos. Estuvo tres meses de vago antes de entrar a la textil de la avenida Argentina. Ahora le iba bien, ya era especializado. La noche que lo llevaron a la Comisaría por lo de la embajada de Colombia pensó me fregué de nuevo, pero le creyeron que había sido cosa de borrachera y lo dejaron libre al día siguiente. Ahora tenía que cuidarse de dos cosas, Amalia: de la política, porque lo tenían fichado, y de las mujeres, unas cascabeles de picadura mortal, a ésas las tenía fichadas él. ¿En serio?, le dijo Amalia, y él pero apareciste y caí de nuevo, en la casa nadie sabía que tú tenías tus cosas con Amalia, dice Santiago, ni mis hermanos ni los viejos, y Trinidad a besarla, y ella suéltame, mano larga, y Ambrosio no sabían porque las teníamos a escondidas, niño, y Trinidad te quiero, pégate, que te sienta, y Santiago ¿por qué a escondidas?

Amalia se quedó tan asustada al saber que Trinidad había estado en la cárcel y que podían meterlo preso de nuevo, que ni se lo contó a Gertrudis. Pero pronto descubrió que a Trinidad le interesaba el deporte más que la política, y del deporte el fútbol, y del fútbol el equipo de "Municipal". La arrastraba al Estadio tempranito para pescar buen sitio, en el partido se ponía ronco de tanto gritar, decía lisuras si le metían un gol al flaco Suárez. Trinidad había jugado por el juvenil de "Municipal" cuando trabajaba en Vitarte, y ahora había formado un cuadrito en la textil de la avenida Argentina, y todos los sábados en la tarde tenía partido. Tú y los deportes son mi vicio, le decía a Amalia, y ella ha de ser cierto, toma poco y no parecía mujeriego. Además del fútbol, le gustaba el box, el cachascán. La llevaba al Luna Park y le explicaba ese pintón que sube al ring con capa de torero es el español Vicente García, y que le hacía barra al Yanqui no porque fuera bueno sino porque al menos era peruano. A Amalia le gustaba el Peta, tan elegante, estaba luchando y de repente le decía al réferi alto y se peinaba la montaña, y odiaba al Toro, que ganaba metiendo los dedos a los ojos y tirando tacles al estómago. Pero en el Luna Park casi no se veían mujeres, había borrachos atrevidos y en las tribunas se armaban peleas peores que en el ring. Te doy gusto con el fútbol pero basta de deporte, le decía a Trinidad, llévame más bien al cine. Lo que tú digas, amorcito, pero siempre andaba con mañas para ir al Luna Park. Le enseñaba el aviso del cachascán de "La Crónica", se ponía a hablar de llaves y contrasuelazos, esta noche se quita el antifaz el Médico si le gana al Mongol ¿no crees que eso estaría de candela? No creo, le decía Amalia, será como siempre nomás. Pero ya estaba encariñada con él y a veces bueno, esta noche al Luna Park, y él feliz.

Un domingo estaban comiendo un apanado después del cachascán y Amalia vio que Trinidad la miraba raro: ¿qué te pasa? Déjala a tu tía, que se viniera con él. Se hizo la enojada, discutieron, me porfió tanto que al final me convenció, le contó después Amalia a Gertrudis Lama. Se fueron donde Trinidad, a Mirones, y esa noche tuvieron la gran pelea. Estuvo muy cariñoso al principio, besándola y abrazándola, diciéndole amorcito con una voz de moribundo, pero al amanecer lo vio pálido, ojeroso, despeinado, la boca temblándole: ahora cuéntame cuántos pasaron ya por aquí. Amalia sólo uno (tonta, requetetonta le dijo Gertrudis Lama), sólo el chofer de la casa en que trabajé, nadie más la había tocado, y Ambrosio: para que no los chaparan sus papás, pues, niño ¿acaso les hubiera gustado? Trinidad comenzó a insultarla y a insultarse por haberla respetado, y de un manotazo la aventó al suelo. Alguien tocó y abrió la puerta, Amalia vio a un viejo que decía Trinidad qué pasa, y Trinidad también lo insultó y ella se vistió y salió corriendo. Esa mañana en el laboratorio las pastillas se le escapaban de los dedos y apenas podía hablar de la pena que sentía. Los hombres tienen su orgullo, le dijo Gertrudis, quién te mandó contarle, debiste negarle, tonta, negarle. Pero te perdonará, la consoló, volverá a buscarte, y ella lo odio, ni muerta se amistaría, y Ambrosio pero después se habían peleado, niño, Amalia se fue por su lado y hasta tuvo sus amores por ahí, y Santiago claro, con un aprista, y Ambrosio sólo mucho después y de casualidad se habían visto de nuevo. Esa tarde, al regresar a Limoncillo, su tía la llamó mala y desconsiderada, no le creyó que había dormido donde una amiga, serás una perdida y la próxima vez que faltara a dormir te botaré. Pasó unos días sin apetito y abatida, unas noches desveladas que no amanecían nunca, y una tarde al salir del laboratorio vio a Trinidad en el paradero.

Subió con ella, y Amalia no lo miraba pero sentía calor oyéndolo hablar. Bruta, pensaba, lo quieres. Él le pedía perdón y ella nunca te voy a perdonar, todavía que le había dado gusto yendo a su casa, y él olvidemos el pasado, amorcito, no seas soberbia. En Limoncillo quiso abrazarla y ella lo empujó y amenazó con la policía. Hablaron, forcejearon, Amalia se ablandó y en la esquinita de siempre él, suspirando, me emborraché todas las noches desde esa noche, Amalia, el amor había sido más fuerte que el orgullo, Amalia. Sacó sus cosas a escondidas de su tía, llegaron a Mirones al anochecer, de la mano. En el callejón, Amalia vio al viejo que se había metido al cuarto y Trinidad le presentó a Amalia: mi compañera, don Atanasio. Esa misma noche quiso que Amalia dejara el trabajo: ¿acaso estaba manco, acaso no podía ganar para los dos? Ella le cocinaría, le lavaría la ropa y después cuidaría a los hijos. Te felicito, le dijo a Amalia el ingeniero Carrillo, le diré a don Fermín que te vas a casar. Gertrudis la abrazó con los ojos aguados, me da pena que te vayas pero me alegro por ti. ¿Y cómo sabía que ése con el que vivió Amalia era aprista, niño? Te tendrá bien, le pronosticó Gertrudis, no te engañará. Porque Amalia había ido a la casa dos veces a pedirle al viejo que sacara al aprista de la cárcel, Ambrosio.

Trinidad era chistoso, cariñoso, Amalia pensaba lo que me dijo Gertrudis se está cumpliendo. Con sólo lo que él ganaba ya no podían ir las dos al Estadio así que Trinidad iba solo, pero el domingo en la noche salían juntos al cine. Amalia se hizo amiga de la señora Rosario, una lavandera con muchos hijos que vivía en el callejón y era buenísima. La ayudaba a hacer los atados, y a veces venía a conversar con ellas don Atanasio, vendedor de loterías, borrachito y conocedor de la vida y milagros de la vecindad. Trinidad volvía a Mirones a eso de las siete, ella le tenía la comida lista, un día creo que ando encinta, amor. Me echaste la soga al cuello y ahora me clavas la puntilla, decía Trinidad, ojalá sea hombre, van a creer que es tu hermano, qué mamacita tan joven tendrá. Esos meses, pensaría Amalia después, fueron los mejores de la vida.

Siempre recordaría las películas que vieron y los paseos que dieron por el centro y por los balnearios, las veces que comieron chicharrones en el Rímac, y la Fiesta de Amancaes a la que fueron con la señora Rosario. Pronto habrá aumento, decía Trinidad, nos caerá bien, y Ambrosio el textil ése también se murió: ¿se había muerto, ah sí? Sí, medio loco, Amalia creía que de unas palizas que le habían dado en tiempo de Odría.

Pero no hubo aumento, decían que había crisis, Trinidad venía a la casa malhumorado porque esos carajos hablaban ahora de huelga. Esos carajos del sindicato, requintaba, esos amarillos que reciben sueldo del gobierno. Se habían hecho elegir con ayuda de los soplones y ahora hablaban de huelga. A ésos no les pasaría nada, pero él estaba fichado y dirían el aprista es el agitador. Y efectivamente hubo huelga y al día siguiente don Atanasio entró corriendo a la casa: un patrullero paró en la puerta y se llevó a Trinidad. Amalia fue con la señora Rosario a la Prefectura. Pregunte allá, pregunte acá, no conocían a Trinidad López.

Pidió prestado para el ómnibus a la señora Rosario y fue a Miraflores. Cuando llegó a la casa no se atrevía a tocar, va a salir él. Estuvo caminando frente a la puerta y de repente lo vio. Cara de asombro, de felicidad, y al verla encinta, de furia. Ajá, ajá, le señalaba la barriga, ajá, ajá. No he venido a verte a ti, se puso a llorar Amalia, déjame entrar. ¿Cierto que te juntaste con uno de la textil, dijo Ambrosio, el hijo que esperas es de él? Ella se entró a la casa y lo dejó hablando solo. Se quedó esperando en el jardín, mirando el cerco de geranios, la pileta de azulejos, su cuartito del fondo, sintió tristeza, le temblaban las rodillas. Con los ojos nublados vio salir a alguien, cómo está niño Santiago, hola Amalia. Estaba más alto, más hombre, siempre tan flaquito. Aquí venía a visitarlos, pues, niño, qué le había pasado en la cabeza. Él se sacó la boina, tenía una pelusa chiquita y se veía feísimo. Le habían cortado el pelo a coco, así bautizaban a los que acababan de entrar a la Universidad, sólo que a él le estaba demorando en crecer. Y entonces Amalia se echó a llorar, que don Fermín tan bueno me ayude de nuevo, su marido no había hecho nada, lo habían metido preso por gusto, se lo pagaría Dios niño. Salió don Fermín en bata, cálmate hija, qué te pasa. El niño Santiago le contó y ella nada hizo, don Fermín, no era aprista, le gusta el fútbol, hasta que don Fermín se rió: espera, espera, veremos. Fue a telefonear, se demoró, Amalia se sentía emocionada de estar de nuevo en la casa, de haber visto a Ambrosio, de lo que le pasaba a Trinidad.

Ya está, dijo don Fermín, dile que no se meta más en líos. Ya, quería besarle la mano y don Fermín quieta hija, todo tenía arreglo menos la muerte. Amalia pasó la tarde con la señora Zoila y la niña Teté. Qué linda estaba, qué ojazos, y la señora la hizo quedarse a almorzar y al despedirse, para que le compres algo a tu hijo, le dio dos libras.

Al día siguiente se presentó Trinidad en Mirones.

Furioso, le habían echado la pelota esos amarillos, requintando como Amalia no lo había oído nunca, lo habían acusado de mil cosas, por esos conchas de su madre los soplones lo habían pateado de nuevo. Puñetazos, combazos para que denunciara no sabía qué ni quién. Estaba más enojado con los amarillos del sindicato que con los soplones: cuando el Apra suba esos cabrones verán, esos vendidos a Odría verán. Ya no estás en plantilla, le dijeron en la textil, te despidieron por abandono de trabajo. Si me quejo al sindicato ya sé dónde me mandarán, decía Trinidad, y si al Ministerio ya sé dónde me mandarán. Pierdes tu tiempo mentándoles la madre a los amarillos, decía Amalia, más bien busca trabajo. Cuando empezó a recorrer fábricas, seguía la crisis decían, y estuvieron viviendo de préstamos, y de repente Amalia se dio cuenta que Trinidad decía más mentiras que nunca: ¿y de qué se había muerto Amalia, Ambrosio? Se iba a las ocho de la mañana y volvía media hora después y se tumbaba en la cama, caminé por todo Lima buscando trabajo, estaba muerto. Y Amalia: pero si te fuiste y volviste ahí mismo. Y Ambrosio: de una operación, niño. Y él: lo tenían fichado, los amarillos han pasado el dato, lo miraban como apestado, nunca encontraré trabajo.

Y Amalia: déjate de amarillos y busca trabajo, se iban a morir de hambre. No puedo, decía él, estoy enfermo, y ella ¿de qué estás enfermo? Trinidad se metía el dedo a la garganta hasta que le venían arcadas y vomitaba: cómo iba a buscar trabajo si estaba enfermo.

Amalia regresó a Miraflores, le lloró a la señora Zoila, la señora habló con don Fermín y el señor al niño Chispas dile a Carrillo que la repongan. Cuando le contó que la habían tomado de nuevo en el laboratorio, Trinidad se puso a mirar el techo. Orgulloso, qué tiene de malo que yo trabaje hasta que te cures, ¿no estás enfermo? ¿Cuánto le habían pagado para que me humilles ahora que me ves caído?, decía Trinidad.

Gertrudis Lama se puso contenta cuando la vio de nuevo en el laboratorio, y la inspectora qué buena vara, te pones y te sacas el trabajo como una falda. Los primeros días se le escapaban las pastillas y se le rodaban los frascos, pero a la semana estaba diestra otra vez. Tienes que llevarlo al médico, le decía la señora Rosario, ¿no ves que todo el día dice adefesios? Mentira, sólo a la hora de comer o cuando se tocaba el tema del trabajo se chiflaba, después era como antes nomás.

Acabando de comer se metía el dedo a la boca hasta vomitar, y entonces estoy enfermo, amorcito. Pero si Amalia no le hacía caso y limpiaba sus vómitos como si nada, al ratito se olvidaba de su enfermedad y qué tal el laboratorio y hasta le hacía chistes y cariños. Le va a pasar, pensaba, rezaba, lloraba Amalia a ocultas de él, va a ser como antes. Pero no le pasaba y más bien le dio por salir a la puerta del callejón a gritar amarillos a los transeúntes. Quería tirarles tacles y hacerles las llaves del cachascán, y es tan flaquito que cada vez me lo traen sangrando, le contaba Amalia a Gertrudis. Una noche vomitó sin meterse el dedo a la boca.

Se puso pálido y Amalia lo llevó al día siguiente al Hospital Obrero. Neuralgias, dijo el médico, y que se tomara unas cucharaditas cada vez que le doliera la cabeza y desde entonces Trinidad se pasaba el día diciendo la cabeza me va a reventar. Tomaba las cucharaditas y náuseas. Tanto jugar a enfermarte te enfermaste, lo reñía Amalia. Se volvió engreído, renegón, se burlaba de todo y ya casi ni podían conversar. Al verla llegar del trabajo ¿cómo, todavía no me has dejado?, ¿y la hijita? dice Santiago. Paraba echado en la cama, si no me muevo me siento bien, o conversando con don Atanasio, y no había vuelto a preguntar por el hijo. Si Amalia le decía estoy engordando o ya se mueve, él la miraba como si no supiera de qué hablaba. Comía apenas, por los vómitos. Amalia se robaba unas bolsitas de papel del laboratorio y le rogaba vomita ahí, no en el suelo, y él a propósito abría la boca sobre la mesa o la cama, y con una vocecita empalagosa, si te da tanto asco anda vete: se había quedado en Pucallpa, niño. Pero después se arrepentía, perdón amorcito, me he vuelto malo, aguántame un poquito más que me voy a morir. Iban de vez en cuando al cine.

Amalia quiso animarlo a que fuera al Estadio, pero él se agarraba la cabeza: no, estaba enfermo. Se puso flaco como perro, el pantalón que no le cerraba en la bragueta ahora se le chorreaba, ya no le pedía a Amalia córtame el pelo como antes, ¿y por qué la había dejado en Pucallpa?, ¿no te has decepcionado de uno tan poquita cosa que a la primera caída abandona sin luchar y se hace el loco y se deja mantener por la mujer?, le preguntó Gertrudis. Al revés, desde que lo veía hecho un trapo lo quería más. Pensaba todo el tiempo en él, sentía que se acababa el mundo cuando lo oía decir disparates, vez que la desnudaba a jalones en la oscuridad sentía vértigo. Una señora que se había hecho amiga de Amalia se había comedido a criarla, niño.

Los dolores de cabeza de Trinidad desaparecían y volvían, de nuevo se iban y venían, y ella nunca sabía si eran de verdad o inventos o exageraciones. Y, además Ambrosio se había metido en un lío y salido pitando de Pucallpa. Sólo los vómitos no se le iban nunca. Es tu culpa, le decía Amalia, y él de los amarillos, amorcito, a ella no le iba a mentir.

Un día Amalia encontró a la señora Rosario a la entrada del callejón, las manos en las caderas, los ojos como ascuas: se encerró con la Celeste, había querido abusarla sólo abrió la puerta cuando lo amenacé con el patrullero. Amalia encontró a Trinidad lamentándose, la señora Rosario era mal pensada, llamar a la policía sabiendo que estaba fichado, perversa, a él qué le importaba la retaca de la Celeste, había querido hacerle una broma. Sinvergüenza, ingrato, lo insultaba Amalia, mantenido, loco, y por fin le aventó un zapato. El se dejaba gritar y dar manotazos sin protestar. Esa noche se tiró al suelo apretándose la cabeza con las manos y entre Amalia y don Atanasio lo arrastraron a la calle y lo subieron a un taxi. En la Asistencia Pública le pusieron una inyección. Regresaron a Mirones pasito a paso, Trinidad en medio, parándose a descansar cada cuadra. Lo acostaron y antes de dormirse Trinidad la hizo llorar: déjame, que no arruinara su vida con él, estaba acabado, búscate alguien que te responda mejor. La chiquita se llamaba Amalita Hortensia y tendría cinco o seis añitos ya, niño.

Un día, al volver del laboratorio, encontró a Trinidad dando brincos: se acabaron nuestros males, tenía trabajo. La abrazaba, la pellizcaba, se lo veía feliz.

Pero y tu enfermedad, decía Amalia atontada, y él se fue, me curé. Se había encontrado en la calle con el compañero Pedro Flores, le contó, un aprista con el que estuvo preso en el Frontón, y cuando Trinidad le dijo lo que le pasaba Pedro ven conmigo, y lo llevó al Callao, le presentó a otros compañeros, y esa misma tarde tenía trabajo en una mueblería. Ya ves, Amalia, así eran los compañeros, se sentía aprista hasta los huesos, viva Víctor Raúl. Ganaría poco pero qué más daba si eso le había levantado la moral. Trinidad salía muy temprano pero volvía antes que Amalia. Mejoró de humor, me duele menos la cabeza, los compañeros lo habían llevado donde un médico que no le cobró y le puso unas inyecciones y ya ves, Amalia, le decía, el partido me cuida, es mi familia. Pedro Flores no venía nunca a Mirones, pero Trinidad salía muchas noches a reunirse con él y Amalia estaba celosa, ¿crees que yo podría engañarte habiéndome ayudado tanto?, se reía Trinidad, te juro que voy a reuniones clandestinas con los compañeros. No te metas en política, le decía Amalia, la próxima vez te matarán. Dejó de hablar de los amarillos, pero le seguían los vómitos. Muchas tardes lo encontraba tumbado en la cama, los ojos hundidos y sin ganas de comer. Una noche que había salido a una reunión, vino don Atanasio y le dijo a Amalia ven y la llevó hasta la esquina. Ahí estaba Trinidad, solito, sentado en la vereda, fumando. Amalia lo estuvo espiando y cuando Trinidad regresó al callejón ¿cómo te fue? y él bien, discutimos mucho. Ella pensó: otra mujer. ¿Pero entonces por qué estaba tan cariñoso? La primera semana de trabajo esperó a Amalia con su sobre sin abrir, vamos a comprarle algo a la señora Rosario para que se le pase el enojo, le escogieron un perfumito, y después ¿qué quieres que te compre a ti, amorcito? Mejor paga el alquiler, le dijo Amalia, pero él quería gastarse esa plata en ella, amorcito. Amalita por su mamá, y Hortensia por una señora donde había trabajado Amalia, niño, una a la que quería mucho y que también se murió: claro que después de lo que hiciste tienes que salir de aquí, infeliz, dijo don Fermín. Fuiste mi salvación, le decía Trinidad, dime qué quieres. Y entonces Amalia vamos al cine.

Vieron una de Libertad Lamarque, triste, la historia se parecía a la de ellos, Amalia salió suspirando y Trinidad tienes muchos sentimientos, amorcito, vales mucho. Se estuvieron bromeando y otra vez se acordó del hijo y le tocaba la barriga, qué gordito. La señora Rosario se echó a llorar por el perfumito y le dijo a Trinidad no sabías lo que hacías, abrázame. Al otro domingo Trinidad vamos a ver a tu tía, se amistaría con Amalia cuando supiera lo del hijo. Fueron a Limoncillo y Trinidad entró primero y después salió la tía con los brazos abiertos a llamar a Amalia. Se quedaron a comer con ella y Amalia pensaba se fue la mala, todo se arregló. Se sentía muy pesada ya, Gertrudis Lama y otras compañeras del laboratorio le habían hecho ropitas para el hijo.

El día que desapareció Trinidad, Amalia había ido con Gertrudis donde el médico. Volvió a Mirones tarde y Trinidad no estaba, amaneció y no llegaba, y a eso de las diez de la mañana paró un taxi en el callejón y bajó un tipo que preguntó por Amalia: quiero hablarle a solas, era Pedro Flores. La hizo subir al taxi y ella qué le ha pasado a mi marido, y él está preso. Usted tiene la culpa, gritó Amalia, y él la miró como si estuviera loca, usted lo invencionó que se metiera en política, y Pedro Flores ¿yo, en política? él no se había metido ni se metería nunca en política porque odiaba la política, señora, y más bien el loco de Trinidad lo había podido meter anoche en un gran lío. Y le contó: volvían de una fiestecita en Barranco y al pasar por la Embajada de Colombia Trinidad para un ratito, tengo que bajar, Pedro Flores creyó que iba a orinar, pero bajó del taxi y comenzó a gritar amarillos, viva el Apra, Víctor Raúl, y cuando él arrancó asustado vio que a Trinidad le llovían cachacos. Usted tiene la culpa, lloraba Amalia, el Apra tiene la culpa, le van a pegar.

Qué le pasaba, de qué habla: ni Pedro Flores era aprista ni Trinidad había sido nunca aprista, lo sé de sobra porque somos primos, se habían criado juntos en la Victoria, nacimos en la misma casa, señora. Mentira, él nació en Pacasmayo, lloriqueaba Amalia, y Pedro Flores quién le hizo creer ese cuento. Y le juró: nació en Lima y nunca salió de aquí y nunca se metió en política, sólo que una vez lo llevaron preso por equivocación o quién sabe por qué cuando la revolución de Odría, y cuando salió de la cárcel le dio la chifladura de hacerse pasar por norteño y por aprista. Que fuera a la Prefectura, dígales que estaba borracho y que anda medio zafado, se lo soltarán. La dejó en el callejón y la señora Rosario la acompañó a Miraflores a llorarle a don Fermín. En la Prefectura no está, dijo don Fermín después de telefonear, que volviera mañana, iba a averiguar. Pero a la mañana siguiente entró un muchachito al callejón: Trinidad López estaba en el San Juan de Dios, señora. En el Hospital, a Amalia y a la señora Rosario las mandaban de una sala a otra, hasta que una Madre viejita, con barbita de hombre, ah sí, y comenzó a darle consejas a Amalia. Tenía que resignarse, Dios se llevó a tu marido, y mientras Amalia lloraba a la señora Rosario le contaron que lo habían encontrado esa madrugada en la puerta del Hospital, que se había muerto de derrame cerebral.

Casi no lloró a Trinidad porque al día siguiente del entierro su tía y la señora Rosario tuvieron que llevarla a la Maternidad, los dolores seguiditos ya, y esa madrugada nació muerto el hijo de Trinidad. Estuvo en la Maternidad cinco días, compartiendo una cama con una negra que había dado luz a mellizos y que le buscaba conversación todo el tiempo. Ella le contestaba sí, bueno, no. La señora Rosario y su tía venían a verla a diario y le traían de comer. No sentía dolor ni pena, sólo cansancio, comía sin ganas, le costaba esfuerzo hablar. Al cuarto día vino Gertrudis, por qué no diste aviso, el ingeniero Carrillo podía creer que había abandonado el trabajo, menos mal que tienes vara con don Fermín. Que el ingeniero creyera lo que quisiera, pensaba Amalia. Al salir de la Maternidad fue al cementerio a llevarle unos cartuchos a Trinidad. En la tumba estaba todavía la estampita que le había puesto la señora Rosario y las letras que su primo Pedro Flores había dibujado en el yeso con un palito. Se sentía débil, vacía, aburrida, si alguna vez tenía plata compraría una lápida y haré grabar Trinidad López con letras doradas. Se puso a hablarle despacito, por qué te fuiste ahora que todo se estaba arreglando, a reñirlo, por qué me hiciste creer tanta mentira, a contarle, me llevaron a la Maternidad, su hijo se había muerto, ojalá lo hayas conocido allá. Volvió a Mirones acordándose de ese saco azul que Trinidad decía es mi elegancia y de cómo ella le cosía tan mal los botones que se volvían a caer. El cuartito estaba con candado, el dueño había venido con un mercachifle y vendió todo lo que encontró, déjenle algo de su marido de recuerdo, le había rogado la señora Rosario, pero no quisieron y Amalia qué más me da. Su tía había tomado pensionistas en la casita de Limoncillo y no tenía lugar, pero la señora Rosario le hizo sitio en uno de sus dos cuartos, y Santiago ¿en qué lío te metiste, por qué tuviste que salir pitando de Pucallpa? A la semana se presentó en Mirones Gertrudis Lama, por qué no había vuelto al laboratorio, hasta cuándo crees que te esperarán. Pero Amalia no volvería al laboratorio nunca más. ¿Y qué iba a hacer, entonces? Nada, quedarse aquí hasta que me boten, y la señora Rosario tonta, nunca te voy a botar. ¿Y por qué no quería volver al laboratorio? No sabía, pero no volvería, y lo decía con tanta cólera que Gertrudis Lama no preguntó más. Un lío terrible, había tenido que esconderse por un asunto de un camión, niño, no quería ni acordarse. La señora Rosario la obligaba a comer, la aconsejaba, trataba de hacerla olvidar. Amalia dormía entre la Celeste y la Jesús, y la menor de las hijas de la señora Rosario se quejaba de que hablara con Trinidad y con su hijo a oscuras. Ayudaba a la señora Rosario a lavar la ropa en una batea, a tenderla en los cordeles, a calentar las planchas de carbón. Lo hacía sin darse cuenta, la mente en blanco, las manos flojas.

Anochecía, amanecía, atardecía, venía a visitarla Gertrudis, venía su tía, ella las escuchaba y les decía sí a todo y les agradecía los regalitos que le traían. ¿Siempre andas pensando en Trinidad?, le preguntaba a diario la señora Rosario, y ella sí, también en su hijito.

Te pareces a Trinidad, le decía la señora Rosario, bajas la cabeza, no luchas, que se olvidara de su desgracia, eres joven, podía rehacer su vida. Amalia no salía de Mirones, andaba puro remiendo, se lavaba y peinaba rara vez, un día al mirarse en un espejito pensó si Trinidad te viera ya no te querría. En la noche, cuando don Atanasio regresaba, ella se metía a su cuarto a conversar con él. Vivía en un cuartito de techo tan bajo que Amalia no podía estar de pie, y había en el suelo un colchón despanzurrado y mil cachivaches.

Mientras conversaban, don Atanasio sacaba su botellita y tomaba. ¿Creía que los soplones le habían pegado a Trinidad, don Atanasio, que cuando vieron que se les moría lo habían dejado en la puerta del San Juan de Dios? A veces, don Atanasio sí, eso pasaría, y otras no, lo soltarían y él se sentiría mal y se iría solito al Hospital, y otras qué te importa ya, ya se había muerto, piensa en ti, olvídate de él.

VI

¿HABÍA sido ese primer año, Zavalita, al ver que San Marcos era un burdel y no el paraíso que creías?

¿Qué no le había gustado, niño? No que las clases comenzaran en junio en vez de abril, no que los catedráticos fueran decrépitos como los pupitres, piensa, sino el desgano de sus compañeros cuando se hablaba de libros, la indolencia de sus ojos cuando de política.

Los cholos se parecían terriblemente a los niñitos bien, Ambrosio. A los profesores les pagarían miserias, decía Aída, trabajarían en ministerios, darían clases en colegios, quién les iba a pedir más. Había que comprender la apatía de los estudiantes, decía Jacobo, el sistema los formó así: necesitaban ser agitados, adoctrinados, organizados. ¿Pero dónde estaban los comunistas, dónde aunque fuera los apristas? ¿Todos encarcelados, todos deportados? Eran críticas retrospectivas, Ambrosio, entonces no se daba cuenta y le gustaba San Marcos. ¿Qué sería del catedrático que en un año glosó dos capítulos de la Síntesis de Investigaciones Lógicas publicada por la Revista de Occidente? Suspender fenomenológicamente el problema de la rabia, poner entre paréntesis, diría Husserl, la grave situación creada por los perros de Lima: ¿qué cara pondría el Director? ¿Qué del que sólo hacía pruebas de ortografía, qué del que preguntó en el examen errores de Freud?

– Te equivocas, uno tiene que leer incluso a los oscurantistas -dijo Santiago.

– Lo lindo sería leerlos en su propio idioma -dijo Aída- Quisiera saber francés, inglés, hasta alemán.

– Lee todo, pero con sentido crítico -dijo Jacobo-. Los progresistas siempre te parecen malos y los decadentes siempre buenos. Eso es lo que te critico.

– Sólo digo que "Así se templó el acero" me aburrió y que me gustó "El castillo" -protestó Santiago-. No estoy generalizando.

– La traducción de Ostrovski debe ser mala y la de Kafka buena, ya no discutan -dijo Aída.

¿Qué del anciano pequeñito, barrigón, de ojos azules y melena blanca que explicaba las fuentes históricas? Era tan bueno que daban ganas de seguir Historia y no Psicología, decía Aída, y Jacobo sí, lástima que fuera hispanista y no indigenista. Las aulas abarrotadas de los primeros días se fueron vaciando, en setiembre sólo asistía la mitad de los alumnos y ya no era difícil pescar asiento en las clases. No se sentían defraudados, no era que los profesores no supieran o quisieran enseñar, piensa, a ellos tampoco les interesaba aprender. Porque eran pobres y tenían que trabajar, decía Aída, porque estaban contaminados de formalismo burgués y sólo querían el título, decía Jacobo; porque para recibirse no hacía falta asistir ni interesarse ni estudiar: sólo esperar. ¿Estaba contento en San Marcos flaco, de veras enseñaban ahí las cabezas del Perú flaco, por qué se había vuelto tan reservado flaco? Sí estaba papá, de veras papá, no se había vuelto papá. Entrabas y salías de la casa como un fantasma, Zavalita; te encerrabas en tu cuarto y no le dabas cara a la familia, pareces un oso decía la señora Zoila, y el Chispas te ibas a volver virolo de tanto leer, y la Teté por qué ya no salías nunca con Popeye, supersabio. Porque Jacobo y Aída bastaban, piensa, porque ellos eran la amistad que excluía, enriquecía y compensaba todo. ¿Ahí, piensa, me jodí ahí?

Se habían matriculado en los mismos cursos, se sentaban en la misma banca, iban juntos a la Biblioteca de San Marcos o a la Nacional; a duras penas se separaban para dormir. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, se enfurecían con los mismos periódicos. Al salir de la Universidad, a mediodía y en las tardes, conversaban horas en "El Palermo” de la Colmena, discutían horas en la pastelería “Los Huérfanos” de Azángaro, comentaban horas las noticias políticas en un café-billar a espaldas del Palacio de Justicia. A veces se zambullían en un cine, a veces recorrían librerías, a veces emprendían como una aventura largas caminatas por la ciudad. Asexuada, fraternal, la amistad parecía también eterna.

– Nos importaban las mismas cosas, odiábamos las mismas cosas, y nunca estábamos de acuerdo en nada -dice Santiago-. Eso era formidable, también.

– ¿Por qué estaba amargado, entonces? -dice Ambrosio-. ¿Por la muchacha?

– Nunca la veía a solas -dice Santiago-. No estaba amargado; a ratos un gusanito en el estómago, nada más.

– Usted quería enamorarla y no podía, teniendo ahí al otro -dice Ambrosio. Sé lo que se siente estando cerca de la mujer que uno quiere y no pudiendo hacer nada.

– ¿Te pasó eso con Amalia? -dice Santiago.

– Vi una película con ese tema -dice Ambrosio.

La Universidad era un reflejo del país, decía Jacobo, hacía veinte años esos profesores a lo mejor eran progresistas y leían, después por tener que trabajar en otras casas y por el ambiente se habían mediocrizado y aburguesado, y ahí, de pronto, viscoso y mínimo en la boca del estómago: el gusanito. También era culpa de los alumnos, decía Aída, les gustaba este sistema, y si todos tenían la culpa no había más remedio que conformarnos decía Santiago, y Jacobo: la solución era la reforma universitaria. Un cuerpo diminuto y ácido en la maleza de las conversaciones, súbito en el calor de las discusiones, interfiriendo, desviando, malogrando la atención con ráfagas de melancolía o nostalgia. Cátedras paralelas, co-gobierno, universidades populares, decía Jacobo: que entrara a enseñar todo el que fuera capaz, que los alumnos pudieran tachar a los malos profesores, y como el pueblo no podía venir a la Universidad que la Universidad fuera al pueblo.

¿Melancolía de esos imposibles diálogos a solas con ella que deseaba, nostalgia de esos paseos a solas con ella que inventaba? Pero si la Universidad era un reflejo del país San Marcos nunca iría bien mientras el Perú fuera tan mal, decía Santiago, y Aída si se quería curar el mal de raíz no había que hablar de reforma universitaria sino de Revolución. Pero ellos eran estudiantes y su campo de acción era la Universidad, decía Jacobo, trabajando por la reforma trabajarían por la Revolución: había que ir por etapas y no ser pesimista.

– Estaba usted celoso de su amigo -dice Ambrosio-. Y los celos son lo más venenoso que hay.

– A Jacobo le pasaría lo mismo que a mí -dice Santiago-. Pero los dos disimulábamos. El también sentiría ganas de desaparecerlo de una mirada mágica para quedarse solo con la muchacha -se ríe Ambrosio.

– Era mi mejor amigo -dice Santiago-. Yo lo odiaba, pero a la vez lo quería y lo admiraba.

– No debes ser tan escéptico -dijo Jacobo-. Eso de todo o nada es típicamente burgués.

– No soy escéptico -dijo Santiago-. Pero hablamos y hablamos y ahí nos quedamos.

– Es cierto, hasta ahora no pasamos de la teoría -dijo Aída-. Deberíamos hacer algo más que conversar.

– Solos no podemos -dijo Jacobo-. Primero tenemos que ponernos en contacto con los universitarios progresistas.

– Hace dos meses que entramos y no hemos encontrado a ninguno -dijo Santiago-. Estoy por creer que no existen.

– Tienen que cuidarse y es lógico -dijo Jacobo-. Tarde o temprano aparecerán.

Y, en efecto, sigilosos, recelosos, misteriosos, poco a poco habían ido apareciendo, como sombras furtivas: ¿estaban en primero de Letras, no? Entre clases ellos acostumbraban sentarse en alguna banca del patio de la Facultad, parecía que estaban haciendo una colecta, o dar vueltas alrededor de la pila de Derecho, para comprarles colchones a los estudiantes presos, y allí cambiaban a veces unas palabras con alumnos de otras facultades u otros años, que los tenían en los calabozos de la Penitenciaría durmiendo en el suelo, y en esos rápidos diálogos huidizos, detrás de la desconfianza, abriéndose camino a través de la sospecha, ¿nadie les había hablado de la colecta todavía?, advertían o creían advertir una sutil exploración de su manera de pensar, no se trataba de nada político, un discreto sondeo, sólo de una acción humanitaria, vagas indicaciones de que se prepararan para algo que llegaría, y hasta de simple caridad cristiana, o un secreto llamado para que manifestaran de la misma cifrada manera que se podía confiar en ellos: ¿podían dar siquiera un sol? Aparecían solitarios y esfumados en los patios de San Marcos, se les acercaban a charlar unos instantes sobre temas ambiguos, desaparecían por muchos días y de pronto reaparecían, cordiales y evasivos, la misma cautelosa expresión risueña en los mismos rostros indios, cholos, chinos, negros, y las mismas palabras ambivalentes en sus acentos provincianos, con los mismos trajes gastados y descoloridos y los mismos zapatos viejos y a veces alguna revista o periódico o libro bajo el brazo. ¿Qué estudiaban, de dónde eran, cómo se llamaban, dónde vivían? Como un escueto relámpago el cielo nublado, ese muchacho de Derecho había sido uno de los que se encerró en San Marcos cuando la revolución de Odría, una brusca confidencia rasgaba de pronto las conversaciones grises, y había estado preso y hecho huelga de hambre en la cárcel, y las encendía y afiebraba, y sólo lo habían soltado hacía un mes, y esas revelaciones y descubrimientos, y ése había sido delegado de Económicas cuando funcionaban los Centros Federados y la Federación Universitaria, despertaban en ellos una ansiosa excitación, antes que la política destrozara los organismos estudiantiles encarcelando a los dirigentes, una feroz curiosidad.

– Llegas tarde para no comer con nosotros, y cuando nos haces el honor no abres la boca -dijo la señora Zoila-. ¿Te han cortado la lengua en San Marcos?

– Habló contra Odría y contra los comunistas -dijo Jacobo. ¿Aprista, no creen?

– Se hace el mudo para dárselas de interesante -dijo el Chispas-. Los genios no pierden su tiempo hablando con ignorantes, ¿no es cierto, supersabio?

– ¿Cuántos hijos tiene la niña Teté? -dice Ambrosio-. ¿Y usted cuántos, niño?

– Más bien trozkista, porque habló bien de Lechín -dijo Aída-. ¿No dicen que Lechín es trozkista?

– La Teté dos, yo ninguno -dice Santiago-. No quería ser papá, pero tal vez me decida un día de éstos. Al paso que vamos, qué más da.

– Y además andas medio sonámbulo y con ojos de carnero degollado -dijo la Teté-. ¿Te has enamorado de alguna en San Marcos?

– A la hora que llego veo la lamparita de tu velador encendida -dijo don Fermín-. Muy bien que leas, pero también deberías ser un poco sociable; flaco.

– Sí, de una con trenzas que anda sin zapatos y sólo habla quechua -dijo Santiago-. ¿Te interesa?

– La negra decía cada hijo viene con su pan bajo el brazo -dice Ambrosio-. Por mí, hubiera tenido un montón, le digo. La negra, es decir mi mamacita que en paz descanse.

– Llego un poco cansado y por eso me meto a mi cuarto, papá -dijo Santiago-. Ni que me hubiera vuelto loco para no querer hablar con ustedes.

– Eso me pasa por hablar contigo que eres una mula chúcara -dijo la Teté.

– No loco, pero sí raro -dijo don Fermín-. Ahora estamos solos, flaco, háblame con confianza. ¿Tienes algún problema?

– Ese sí pudiera ser del Partido -dijo Jacobo-.

Su interpretación de lo que pasa en Bolivia era marxista.

– Ninguno, papá -dijo Santiago-. No me pasa nada, palabra.

– El Pancras tuvo un hijo en Huacho hace un montón de años y la mujer se le escapó un día y no la vio más -dice Ambrosio-. Desde entonces está tratando de encontrar a ese hijo. No quiere morirse sin saber si salió tan feo como él.

– No se acerca para sondearnos sino para estar contigo -dijo Santiago-. Sólo te habla a ti y con qué sonrisitas. Has hecho una conquista, Aída.

– Qué malpensado eres, qué burgués eres -dijo Aída.

– Lo entiendo, porque yo también me paso los días acordándome de Amalita Hortensia -dice Ambrosio- Pensando cómo será, a quién se parecerá.

– ¿Tú crees que eso les pasa sólo a los burgueses?-dijo Santiago-. ¿Que los revolucionarios no piensan nunca en mujeres?

– Ya está, ya te enojaste por lo de burgués -dijo Aída-. No seas susceptible, hombre, no seas burgués. Uy, se me escapó de nuevo.

– Vamos a tomarnos un café con leche -dijo Jacobo-. Vengan, paga el oro de Moscú.

¿Eran rebeldes solitarios, militaban en alguna organización clandestina, sería alguno de ellos soplón?

No andaban juntos, rara vez se aparecían al mismo tiempo, no se conocían o hacían creer que no se conocían entre ellos. A veces era como si fueran a revelar algo importante, pero se detenían en el umbral de la revelación, y sus insinuaciones y alusiones, sus ternos desteñidos y sus maneras calculadas, provocaban en ellos desasosiego, dudas, una admiración contenida por el recelo o el temor. Sus rostros casuales empezaron a aparecer en los cafés donde iban después de las clases, ¿era un enviado, exploraba el terreno?, sus humildes siluetas a sentarse en las mesas que ellos ocupaban, entonces demostrémosle que con ellos no tenía por qué disimular, y allí, fuera de San Marcos, en nuestro año hay dos soplones decía Aída, lejos de los confidentes emboscados, los descubrimos y no pudieron negarlo decía Jacobo, los diálogos empezaron a ser menos etéreos, se disculparon alegando que de abogados ascenderían en el escalafón decía Santiago, a adoptar por instantes un carácter audazmente político, los bobos ni siquiera sabían mentir decía Aída. Las charlas solían comenzar con alguna anécdota, los peligrosos no eran los que se daban a conocer decía Washington, o broma o chisme o averiguación, sino los soplones cachueleros que no figuraban en las listas de la policía, y luego venían tímidas, accidentales, las preguntas, ¿qué tal era el ambiente en el primer año?, ¿había inquietud, se preocupaban por los problemas los muchachos?, ¿habría una mayoría interesada en reconstituir los Centros Federados?, y cada vez más sibilina, serpentina, ¿qué pensaban de la revolución boliviana?, la conversación resbalaba, ¿y de Guatemala qué pensaban?, hacia la situación internacional. Animados, excitados, ellos opinaban sin bajar la voz, que los oyeran los soplones, que los metieran presos, y Aída se estimulaba a sí misma, era la más entusiasta piensa, se dejaba ganar por su propia emoción, la más arriesgada piensa, la primera en trasladar atrevidamente la conversación de Bolivia y Guatemala al Perú: vivíamos en una dictadura militar, y los ojos nocturnos brillaban, aun cuando la revolución boliviana fuera sólo liberal, y su nariz se afilaba, aun cuando Guatemala no llegara a ser una revolución democrático-burguesa, y sus sienes latían más rápido, estaban mejor que el Perú, y un mechón de cabellos danzaba, gobernado por un generalote, y golpeaba su frente mientras hablaba, y por una pandilla de ladrones, y sus pequeños puños rebotaban en la mesa. Incómodas, inquietas, alarmadas las sombras furtivas interrumpían a Aída, cambiaban de tema o se levantaban y partían.

– Su papá decía que a usted San Marcos le hizo daño -dice Ambrosio-. Que usted dejó de quererlo por culpa de la Universidad.

– Lo pusiste en un apuro a Washington -dijo Jacobo-. Si es del Partido está obligado a cuidarse. No hables tan fuerte de Odría delante de él, lo puedes comprometer.

– ¿Te dijo mi papá que yo había dejado de quererlo? -dice Santiago.

– ¿Tú crees que Washington se fue por eso? -dijo Aída.

– Era lo que más le preocupaba en la vida -dice Ambrosio-. Saber por qué había dejado usted de quererlo, niño.

Estaba en tercero de Derecho, era un serranito blanco y jovial que hablaba sin adoptar el aire solemne, esotérico, arzobispal de los otros, fue el primero cuyo nombre supieron: Washington. Siempre vestido de gris claro, siempre con los alegres dientes caninos al aire con sus bromas imponía a las charlas de "El Palermo”, el café-billar o el patio de Económicas un clima personal que no surgía en los diálogos herméticos o estereotipados que tenían con los otros. Pero a pesar de su apariencia comunicativa, también sabía ser impenetrable. Había sido el primero en transformarse de sombra furtiva en un ser de carne y hueso. En un conocido, piensa, casi en un amigo.

– ¿Por qué creía eso? -dice Santiago-. ¿Qué más te decía de mí mi papá?

– ¿Por qué no formamos un círculo de estudios? -dijo Washington, distraídamente.

Dejaron de pensar, de respirar, los ojos fijos en él:

– ¿Un círculo de estudios? -dijo Aída, lentísimamente-. ¿Para estudiar qué?

– No a mí, niño -dice Ambrosio-. Hablaba con su mamá, con sus hermanos, con amigos, y yo los oía cuando los llevaba en el auto.

– Marxismo -dijo Washington, con naturalidad- No se enseña en la Universidad y puede sernos útil como cultura general ¿no creen?

– Tú conocías a mi papá mejor que yo -dice Santiago-. Cuéntame qué otras cosas te decía de mí.

– Sería interesantísimo -dijo Jacobo-. Formemos el círculo.

– Cómo lo iba a conocer yo mejor que usted -dice Ambrosio-. Qué ocurrencia, niño.

– El problema es conseguir los libros -dijo Aída- En las librerías de viejo sólo se encuentra uno que otro número pasado de “Cultura soviética”.

– Ya sé que te hablaba de mí -dice Santiago-. Pero no importa, no me cuentes si no quieres.

– Se pueden conseguir, pero hay que tener cuidado -dijo Washington-. Estudiar marxismo ya es exponerse a ser fichado por comunista. Bueno, ustedes lo saben de sobra.

Así habían nacido los círculos marxistas, así habían comenzado insensiblemente a militar, a sumergirse en la prestigiosa, codiciada clandestinidad. Así habían descubierto la ruinosa librería del jirón Chota y al anciano español de anteojos negros y barbita nevada que tenía en la trastienda ediciones de Siglo XX y de Lautaro, así habían comprado, forrado, hojeado ávidamente ese libro que afiebraría las discusiones del círculo muchas semanas, ese manual con respuestas para todo. Lecciones Elementales de Filosofía, piensa. Piensa: Georges Politzer. Así habían conocido a Héctor, hasta entonces otra sombra furtiva, y sabido que esa escuálida jirafa lacónica estudiaba Economía y se ganaba la vida como locutor. Habían decidido reunirse dos veces por semana, habían discutido largamente el local, habían elegido por fin la pensión de Héctor en Jesús María donde irían desde entonces y por meses, cada jueves y sábado en la tarde, sintiéndose seguidos y espiados, ojeando recelosamente el vecindario antes de entrar. Llegaban a eso de las tres, el cuarto de Héctor era viejo y grande y con dos anchas ventanas a la calle, en el segundo piso de la pensión de una sorda que subía a veces a rugirles ¿quieren té? Aída se instalaba en la cama, la negación de la negación piensa, Héctor en el suelo, los saltos cualitativos piensa, Santiago en la única silla, la unidad de los contrarios piensa, Jacobo en una ventana, Marx puso de pie la dialéctica que Hegel tenía de cabeza piensa, y Washington permanecía siempre parado. Piensa: para crecer y se reía. Uno distinto cada vez exponía un capítulo del libro de Politzer, a las exposiciones seguían discusiones, estaban reunidos dos o tres y hasta cuatro horas, salían por parejas dejando el cuarto lleno de humo y de ardor. Más tarde ellos tres solos volvían a encontrarse y en algún parque, alguna calle, algún café, ¿estaría Washington en el Partido? decía Aída, seguían charlando, ¿estaría Héctor en el Partido? decía Jacobo, suponiendo, ¿existiría el Partido? decía Santiago, ¿cómo se haría la autocrítica?, y fervorosamente discutiendo. Así habían aprobado el primer año, así había pasado el verano, sin ir a la playa ni una vez piensa, así había comenzado el segundo.

¿Había sido ese segundo año, Zavalita, al ver que no bastaba aprender marxismo, que también hacía falta creer? A lo mejor te había jodido la falta de fe, Zavalita. ¿Falta de fe para creer en Dios, niño? Para creer en cualquier cosa, Ambrosio. La idea de Dios, la idea de un “puro espíritu" creador del universo no tenía sentido, decía Politzer, un Dios fuera del espacio y del tiempo era algo que no podía existir. Andabas con una cara que no es tu cara de siempre, Santiago.

Era preciso participar de la mística idealista y por consiguiente no admitir ningún control científico, decía Politzer, para creer en un Dios que existiría fuera del tiempo, es decir que no existiría en ningún momento, y que existiría fuera del espacio, es decir que no existiría en ninguna parte. Lo peor era tener dudas, Ambrosio, y lo maravilloso poder cerrar los ojos y decir Dios existe, o Dios no existe, y creerlo. Se había dado cuenta que a veces hacía trampas en el círculo, Aída: decía creo o estoy de acuerdo y en el fondo tenía dudas. Los materialistas, apoyados en las conclusiones de las ciencias, decía Politzer, afirmaban que la materia existía en el espacio y en un momento dado (en el tiempo). Cerrar los puños, apretar los dientes, Ambrosio, el Apra es la solución, la religión es la solución, el comunismo es la solución, y creerlo. Entonces la vida se organizaría sola y uno ya no se sentiría vacío, Ambrosio. Él no creía en los curas, niño, y no iba a misa desde que era criatura, pero sí creía en la religión y en Dios, ¿acaso todos no tenían que creer en algo, niño? Por consiguiente, el universo no había podido ser creado, concluía Politzer, ya que hubiera sido preciso a Dios para poder crear el mundo un momento que no había sido ningún momento (puesto que para Dios el tiempo no existía) y hubiera sido preciso, también, que el mundo saliera de nada: ¿y eso te preocupaba tanto, Zavalita? decía Aída. Y Jacobo: si de todas maneras había que empezar creyendo en algo, preferible creer que Dios no existe a creer que existe.

Santiago también lo prefería, Aída, él quería convencerse que era cierto lo que decía Politzer, Jacobo. Lo que lo angustiaba era tener dudas, Aída, no poder estar seguro, Jacobo. Agnosticismo pequeño burgués, Zavalita, idealismo disimulado, Zavalita. ¿Aída no tenía ninguna duda, Jacobo creía con puntos y comas lo que decía Politzer? Las dudas eran fatales, decía Aída, te paralizan y no puedes hacer nada, y Jacobo ¿pasarse la vida escarbando ¿será cierto?, torturándose ¿será mentira? en vez de actuar. El mundo no cambiaría nunca, Zavalita. Para actuar había que creer en algo, decía Aída, y creer en Dios no había ayudado a cambiar nada, y Jacobo: preferible creer en el marxismo que podía cambiar las cosas, Zavalita. ¿Inculcarles a los obreros la duda metódica?, decía Washington, ¿a los campesinos la cuádruple raíz del principio de razón suficiente?, decía Héctor. Piensa: pensabas no, Zavalita. Cerrar los ojos, el marxismo se apoya en la ciencia, apretar los puños, la religión en la ignorancia, hundir los pies en la tierra, Dios no existía, hacer crujir los dientes, el motor de la historia era la lucha de clases, endurecer los músculos, al liberarse de la explotación burguesa, respirar hondo, el proletariado liberaría a la humanidad, y embestirse instauraría un mundo sin clases. No pudiste, Zavalita, piensa. Piensa: eras, eres, serás, morirás un pequeño burgués. ¿Las mamaderas, el colegio, la familia, el barrio fueron más fuertes?, piensa. Ibas a misa, te confesabas y comulgabas los primeros viernes; rezabas y ya entonces mentira, no creo. Ibas a la pensión de la sorda, los cambios cuantitativos al acumularse producían un cambio cualitativo, y tu sí sí, el más grande pensador materialista antes de Marx había sido Diderot, sí sí, y de repente el gusanito: mentira, no creo.

– Nadie debía darse cuenta, eso era lo principal -dice Santiago-. No escribo versos, creo en Dios, no creo en Dios. Siempre mintiendo, siempre haciendo trampas.

– Mejor ya no tome más, niño -dice Ambrosio.

– En el colegio, en la casa, en el barrio, en el círculo, en la Fracción, en "La Crónica" -dice Santiago-. Toda la vida haciendo cosas sin creer, toda la vida disimulando.

– Bien hecho que mi papá te botó tu libro comunista a la basura, jajá -dijo la Teté.

– Y toda la vida queriendo creer en algo -dice Santiago-. Y toda la vida mentira, no creo.

¿Había sido la falta de fe, Zavalita, no habría sido la timidez? En el cajón de periódicos viejos del garaje, tras el nuevo ejemplar de Politzer se fueron acumulando, ¿Qué hacer piensa, los libros leídos y discutidos en el círculo, "El origen de la familia, de la sociedad y del estado" piensa, libros mal encuadernados y de letra minúscula, "La lucha de clases en Francia" piensa, que se quedaba estampada en la yema de los dedos? Previamente observados, rondados, sondeados, votados, se incorporaron al círculo el indio Martínez que estudiaba Etnología, y después Solórzano de Medicina, y después una muchacha casi albina que apodaron el Ave. El cuarto de Héctor resultó pequeño, los ojos de la sorda se alarmaban ante la crónica invasión, decidieron rotar. Aída ofreció su casa, el Ave la suya, y entonces alternativamente se reunían en Jesús María, en una casita de ladrillos rojos del Rímac, en un departamento de Petit Thouars empapelado de flores de lis. Un gigante efusivo y canoso los recibió la primera vez que entraron a casa de Aída, les presento a mi papá, y mientras les estrechaba la mano los miraba con melancolía. Había sido obrero gráfico y dirigente sindical, había estado preso en tiempos de Sánchez Cerro, había estado a punto de morir de un ataque al corazón. Ahora trabajaba de día en una imprenta, era corrector de pruebas de "El Comercio” en la noche, y ya no hacía política. ¿Y sabía que ellos venían aquí a estudiar marxismo?, sí sabía, ¿y no le importaba?, claro que no, le parecía muy bien.

– Debe ser formidable llevarse con su viejo como si fuera un amigo -dijo Santiago.

– El pobre ha sido mi papá, mi amigo y también mi mamá -dijo Aída-. Desde que se murió la de verdad.

– Para llevarme bien con mi viejo tengo que ocultarle lo que pienso -dijo Santiago-. Nunca me da la razón.

– Cómo podría dártela siendo un señor burgués -dijo Aída.

A medida que el círculo crecía, de la acumulación cuantitativa al salto cualitativo piensa, se convertía de centro de estudios en cenáculo de discusión política. De exponer los ensayos de Mariátegui a refutar los editoriales de "La Prensa", del materialismo histórico a los atropellos de Cayo Bermúdez, del aburguesamiento del aprismo al chisme venenoso contra el enemigo sutil: los trozkistas. Habían identificado a tres, habían dedicado horas, semanas, meses, a adivinarlos, averiguarlos, espiarlos y abominarlos: intelectuales, inquietantes, se paseaban por los patios de San Marcos, la boca llena de citas y provocaciones, cataclísmicos, heterodoxos. ¿Serían muchos? Poquísimos pero peligrosísimos decía Washington, ¿trabajarían con la policía? decía Solórzano, a lo mejor y en todo caso era lo mismo decía Héctor, porque dividir, confundir, desviar e intoxicar era peor que delatar decía Jacobo.

Para burlar a los trozkistas, para evitar a los soplones, habían acordado no estar juntos en la Universidad, no detenerse a charlar cuando se cruzaran en los pasillos.

En el círculo había unión, complicidad, incluso solidaridad, piensa. Piensa: sólo entre nosotros tres amistad. ¿Les molestaba a los demás ese islote que constituían, ese triunvirato tenaz? Seguían yendo juntos a clases, bibliotecas y cafés, paseando por los patios, viéndose a solas después de las reuniones del círculo.

Charlaban, discutían, caminaban, iban al cine y el Milagro de Milán los había exaltado, la paloma blanca del final era la paloma de la paz, esa música la Internacional, Vittorio de Sica debía ser comunista, y cuando en algún cine de barrio anunciaban una rusa, presurosos, esperanzados, fervorosos se precipitaban, aun a sabiendas de que verían una viejísima película de interminable ballet.

– ¿Un friecito? -dice Ambrosio-. ¿Un calambre en la barriga?

– Como de chico, en las noches -dice Santiago-. Me despertaba en la oscuridad, me voy a morir. No podía moverme, ni encender la luz, ni gritar. Me quedaba encogido, sudando, temblando.

– Hay uno de Económicas que tal vez pueda entrar -dijo Washington-. El problema es que ya somos muchos en el círculo.

– Pero de qué le venía eso, niño -dice Ambrosio.

Aparecía, ahí estaba, diminuto y glacial, gelatinoso.

Se retorcía delicadamente en la boca del estómago, segregaba ese líquido que mojaba las palmas de las manos, aceleraba el corazón y se despedía con un escalofrío:

– Sí, es imprudente seguir reuniéndonos tantos -dijo Héctor-. Lo mejor sería dividirnos en dos grupos.

– Sí, dividámonos, yo fui el más convencido, ni se me pasó por la cabeza -dice Santiago-. Semanas después me despertaba repitiendo como un idiota no puede ser, no puede ser.

– ¿Qué criterio vamos a seguir para dividirnos? -dijo el indio Martínez-. Rápido, no perdamos tiempo.

– Está apurado porque ha preparado como una navaja la plusvalía -se rió Washington.

– Podemos sortear -dijo Héctor.

– La suerte es algo irracional -dijo Jacobo-. Propongo que nos dividamos por orden alfabético.

– Claro, es más racional y más fácil -dijo el Ave-. Los cuatro primeros a un grupo, los demás al otro.

No había sido un golpe en el corazón, no había brotado el gusanito. Sólo sorpresa o confusión, piensa, sólo ese repentino malestar. Y esa idea fija: una equivocación. Y esa idea fija, piensa: ¿una equivocación?

– Los que están de acuerdo con la propuesta de Jacobo levanten la mano -dijo Washington.

Un malestar creciente, el cerebro embotado, una vertiginosa timidez enmudeciendo su lengua, alzando su mano unos segundos después que los demás.

– Listo entonces, acordado -dijo Washington-. Jacobo, Aída, Héctor y Martínez un grupo, y nosotros cuatro el otro.

No había vuelto la cabeza para mirar a Aída ni a Jacobo, había encendido prolijamente un cigarrillo, hojeado a Engels, cambiado una sonrisa con Solórzano.

– Ya Martínez, ya puedes lucirte -dijo Washington-. Qué pasa con la plusvalía.

No sólo la revolución, piensa. Tibio, escondido, también un corazón, y un pequeño cerebro alerta, rápido, calculador. ¿Lo había planeado, piensa, lo había decidido intempestivamente? La revolución, la amistad, los celos, la envidia, todo amasado, todo mezclado él también; Zavalita, hecho del mismo sucio barro Jacobo también, Zavalita.

– No había puros en el mundo -dice Santiago-. Si, fue ahí.

– ¿Acaso no iba a ver más a la muchacha? -dice Ambrosio.

– La iba a ver menos, él la iba a ver a solas dos veces por semana -dice Santiago-: Y, además, me dolía el golpe bajo: No por razones morales, por envidia. Yo era tímido y nunca me hubiera atrevido.

– Él fue más vivo -se ríe Ambrosio-. Y usted no le ha perdonado esa perrada todavía.

El indio Martínez tenía ademanes y voz de maestro de escuela, en resumen la plusvalía era el trabajo no pagado, y era reiterativo y machacón, la proporción del producto burlada al trabajador que iba a aumentar el capital, y Santiago miraba eternamente su rotunda cara cobriza y oía inacabablemente su docente, didáctica voz, y alrededor la brasa de los cigarrillos se encendía cada vez que las manos los llevaban a los labios y a pesar de tantos cuerpos apretados en espacio tan avaro había esa sensación de soledad, ese vacío. El gusanito estaba ahora ahí, dando mansas vueltas monótonas en las entrañas.

– Porque soy como esos animalitos que ante el peligro se encogen y quedan quietos esperando que los pisen o les corten la cabeza -dice Santiago. Sin fe y además tímido es como sifilítico y leproso a la vez.

– No hace más que hablar mal de usted mismo, niño -dice Ambrosio-. Si alguien dijera las cosas que usted se dice, no aguantaría.

¿Era que se había roto algo que parecía eterno, piensa, me dolió tanto por ella, por mí, por él? Pero habías disimulado como siempre, Zavalita, más que siempre, y salido de la reunión con Jacobo y Aída, y hablado excesivamente mientras caminaban hacia el centro, Engels y la plusvalía, sin darles tiempo a responder, Politzer y el Ave y Marx, incesante y locuaz, interrumpiéndolos si abrían la boca, matando temas y resucitándolos, atropellado, profuso, confuso, que no terminara nunca ese monólogo, fabricando, exagerando, mintiendo, sufriendo, que la propuesta de Jacobo no se mencionara, que no se dijera que a partir del sábado estarían ellos en Petit Thouars y él en el Rímac, sintiendo también ahora y por primera vez que estaban juntos y no estaban, que faltaba la comunicación respiratoria de otras veces, la inteligencia corporal de otras veces, mientras cruzaban la Plaza de Armas, que horriblemente aquí y ahora también algo artificioso y mentiroso los aislaba, como las conversaciones con el viejo piensa, y los equivocaba y comenzaba a enemistarlos. Habían bajado el jirón de la Unión sin mirarse, él hablando y ellos escuchando, ¿Aída lo lamentaría, Aída lo habría premeditado con él?, y al llegar a la Plaza San Martín era tardísimo, Santiago había mirado su reloj, se iba volando a tomar el Expreso, les había estirado la mano y partido corriendo, sin quedar de acuerdo dónde y a qué hora nos encontraríamos mañana, piensa. Piensa: por primera vez.

¿Había sido en esas últimas semanas del segundo año, Zavalita, en esos días huecos antes del examen final? Se había dedicado furiosamente a leer, a trabajar en el círculo, a creer en el marxismo, a enflaquecer. Huevos pasados por gusto decía la señora Zoila, y naranjadas por gusto y corn-flakes por gusto, estabas hecho un esqueleto y cualquier día ibas a volar. ¿También iba contra tus ideas comer, supersabio? decía el Chispas, y tú no comías porque tu cara me quita el apetito y el Chispas te iba a dar tu sopapo, supersabio, te lo iba a dar. Seguían viéndose y la cabecita infaliblemente asomaba cuando Santiago entraba a las clases y se sentaba con ellos, se abría paso entre marañas de tejidos y tendones y asomaba, o cuando iban a tomar un café juntos a El Palermo, entre sangrientas venas y huesos albos asomaba, o una chicha morada a la pastelería Los Huérfanos o una butifarra al café-billar, y tras la cabecita el ácido cuerpecito asomaba. Conversaban de los cursos y los próximos exámenes, de los preparativos para las elecciones de Centros Federados; y de las (*) discusiones en sus respectivos círculos y los presos y la dictadura de Odría y de Bolivia y Guatemala. Pero ya sólo se veían porque San Marcos y la política a ratos nos juntaban, piensa, ya sólo por casualidad, ya sólo por obligación. ¿Se veían ellos solos después de las reuniones de su círculo?, ¿paseaban, iban a museos o librerías o cinemas como antes con él?, ¿lo extrañaban a él, pensaban en él, hablaban de él?

– Te llama por teléfono una chica -dijo la Teté-. Qué guardadito te lo tenías. ¿Quién es?

– Si te pones a oír por el otro teléfono te doy un cocacho, Teté -dijo Santiago.

– ¿Puedes venir un ratito a mi casa? -dijo Aída- No tienes nada que hacer, no te interrumpo?

– Qué ocurrencia, voy ahorita -dijo Santiago-. Tardaré media hora, a lo más.

– Uy voy ahorita, uy qué ocurrencia -dijo la Teté-. ¿Puedes venir un ratito a mi casa? Uy qué vocecita.

Había aparecido mientras esperaba el colectivo en la esquina de Larco y José Gonzáles, crecido mientras el colectivo subía por la avenida Arequipa, y ahí estaba, enorme y pegajoso, mientras viajaba encogido en el rincón del automóvil, empapando su espalda con una sustancia helada, mientras sentía cada vez más frío, miedo y esperanza, en esa tarde que comenzaba a ser noche. ¿Había pasado algo, iba a pasar algo? Pensaba hacia un mes que sólo nos veíamos en San Marcos, piensa, nunca me había llamado por teléfono, pensaba a lo mejor, piensa, pensaba de repente. La había visto desde la esquina de Petit Thouars, una figurita que se desvanecía en la luz moribunda, esperándolo en la puerta de su casa, le había hecho hola con la mano y había visto su cara pálida, ese traje azul, sus ojos graves, esa chompa azul, su boca seria, esos horribles zapatos negros de escolar, y había sentido su mano temblando.

– Perdona que te llamara, quería hablar contigo de algo -parecía imposible esa -vocecita cortada, piensa, increíble esa vocecita intimidada-. Caminemos un poco.

– ¿No está contigo Jacobo? -dijo Santiago-. ¿Ha pasado algo?

– ¿Va a tener con qué pagar tanta cerveza? -dice Ambrosio.

– Había pasado lo que tenía que pasar -dice Santiago-. Yo creía que ya había pasado y sólo acababa de pasar esa mañana.

Habían estado juntos toda la mañana, un gusanito como una cobra, no habían ido a clases porque Jacobo le había dicho quiero hablarte a solas, una cobra filuda como un cuchillo, habían caminado por el Paseo de la República, un cuchillo como diez cuchillos, se habían sentado en una banca de la lagunita del Parque de la Exposición. Por las pistas paralelas de Arequipa pasaban autos y un cuchillo entraba suavecito y otro salía y volvía a entrar despacito, y ellos avanzaban por la alameda que estaba oscura y vacía, y otro como en un pan de corteza finita y mucha miga en su corazón, y de pronto la vocecita calló.

– ¿Y de qué quería hablarte a solas? -sin mirarla, piensa, sin separar los dientes-. ¿Algo de mí, algo contra mí?

– No, nada de ti, más bien de mí -una voz como el maullido de un gatito, piensa-. Me tomó de sorpresa, me dejó sin saber qué decir.

– Pero qué es lo que te dijo -murmuró Santiago.

– Que está enamorado de mí -como los quejidos del Batuque cuando estaba cachorrito, piensa.

– Cuadra diez de la Arequipa, diciembre, siete de la noche -dice Santiago-. Ya sé, Ambrosio, ahí.

Había sacado las manos de los bolsillos, se las había llevado a la boca y soplado y tratado de sonreír.

Había visto a Aída descruzar los brazos, detenerse, vacilar, buscar la banca más próxima, la había visto sentarse.

– ¿No te habías dado cuenta hasta ahora? -dijo Santiago-. ¿Por qué crees que propuso que el círculo se dividiera así?

– Porque dábamos mal ejemplo, porque formábamos casi una fracción y los demás se podían resentir y yo le creí -una vocecita insegura, piensa-. Y que eso no iba a cambiar nada y que aunque tuviéramos círculos separados seguiría todo como antes entre los tres.

Y yo le creí.

– Quería estar a solas contigo -dijo Santiago-. Cualquiera hubiera hecho lo mismo en su lugar.

– Pero tú te enojaste y ya no los buscaste -alarmada y sobre todo apenada, piensa-. Y no hemos vuelto a estar juntos, y nada ha sido ya como antes.

– No me enojé, todo sigue como antes -dijo Santiago-. Sólo que me di cuenta que Jacobo quería estar a solas contigo y que yo sobraba. Pero seguimos igual de amigos que antes.

Era otro el que hablaba, piensa, no tú. La voz un poco más firme ahora, más natural, Zavalita: no era él, no podía ser él. Comprendía, explicaba, aconsejaba desde una altura neutral y pensaba no soy yo. Él era algo chiquito y maltratado, algo que se encogía bajo esa voz, algo que se escabullía y corría y huía. No era orgullo, ni despecho, ni humillación, piensa, no eran ni siquiera celos. Piensa: era timidez. Ella lo escuchaba inmóvil, lo observaba con una expresión que él no sabía ni quería descifrar, y de pronto se había levantado y habían caminado callados media cuadra, mientras tenaces, silenciosos, los cuchillos proseguían la carnicería.

– No sé qué voy a hacer, me siento confusa, tengo dudas -dijo, al fin, Aída-. Por eso te llamé, pensé que de repente me podías ayudar.

– Y yo me puse a hablar de política -dice Santiago-. ¿Te das cuenta, ves?

– Claro que sí -dijo don Fermín-. Salir de la casa, y de Lima, desaparecer. No. estoy pensando en mí, infeliz, sino en tí.

– Pero en qué sentido lo dices -como asombrada, piensa, como asustada.

– En el sentido que el amor lo vuelve a uno muy individualista -dijo Santiago-. Y después uno le da a eso más importancia que a todo, incluso que a la Revolución.

– Pero si tú decías que no se oponían las dos cosas -silabeando, piensa, susurrando-. ¿Ahora crees que sí? ¿Cómo puedes saber que no te vas a enamorar nunca?

– No creía nada, no sabía nada -dice Santiago-. Salir, escapar, desaparecer.

– Pero adónde, don -dijo Ambrosio-. Usted no me cree, usted me está botando, don.

– Entonces no es cierto que tengas dudas, entonces también estás enamorada de él -dijo Santiago. Puede ser que en tu caso y en el de Jacobo no se opongan. Y además él es muy buen muchacho.

– Ya sé que es buen muchacho -dijo Aída-. Pero no sé si estoy enamorada de él.

– Sí estás, también me he dado cuenta -dijo Santiago-. Y no sólo yo, todos los del círculo. Deberías aceptarlo, Aída.

Insistías Zavalita, era un gran muchacho, porfiabas Zavalita, Aída estaba enamorada de él, exigías, se llevarían muy bien y repetías y volvías y ella escuchaba muda en la puerta de su casa, los brazos cruzados, ¿calculando la estupidez de Santiago?, la cabeza inclinada, ¿midiendo la cobardía de Santiago?, los pies juntos. ¿Quería de veras un consejo, piensa, sabía que estabas enamorado de ella y quería saber si te atreverías a decírselo? Qué habría dicho si yo, piensa, qué habría yo si ella. Piensa: ay, Zavalita.

¿O había sido cuando, un día o semana o mes después de ver a Aída y Jacobo por la Colmena de la mano, supieron que Washington era, efectivamente, el ansiado contacto? No había habido casi comentarios en el círculo, sólo una broma pérdida de Washington, en el otro círculo dos habían formado su nidito de amor, qué romance tan calladito, sólo una fugaz observación del Ave: y qué parejita tan perfecta. No había tiempo para más: las elecciones universitarias estaban encima y se reunían todos los días, discutían las candidaturas que presentarían a los Centros Federados, y las alianzas que aceptarían y las listas que apoyarían y los volantes y la propaganda mural que harían, y un día Washington convocó a los dos círculos en casa del Ave y entró a la salita del Rímac sonriendo: traía algo que era dinamita pura. Cahuide, piensa. Piensa: Organización del Partido Comunista Peruano. Estaban apretados, el humo de los cigarrillos nublaba las hojitas mimeografiadas que pasaban de mano en mano, irritaba los ojos, Cahuide, que ávidamente leían, Organización, una y otra vez, del Partido Comunista Peruano, y miraban la cara recia del indio con chullo, poncho, ojotas y su beligerante puño levantado, y de nuevo la hoz y el martillo cruzados debajo del título. La habían leído en voz alta, glosado, discutido, habían acribillado a preguntas a Washington, se la habían llevado a su casa. Había olvidado su resentimiento, su falta de fe, su frustración, su timidez, sus celos. No era una leyenda, no había desaparecido con la dictadura: existía.

A pesar de Odría, aquí también hombres y mujeres, a pesar de Cayo Bermúdez, secretamente se reunían y formaban células, de los soplones y los destierros, imprimían Cahuide, de las cárceles y torturas, y preparaban la Revolución. Washington sabía quiénes eran, cómo actuaban, dónde estaban, y él me inscribiré pensaba, piensa, me inscribiré, esa noche; mientras apagaba la lamparilla del velador y algo riesgoso, todavía generoso, ansioso, ardía en la oscuridad y seguía ardiendo en el sueño: ¿ahí?

VII

– ESTABA preso por haber robado o matado o porque le chantaron algo que hizo otro -dijo Ambrosio-. Ojalá se muera preso decía la negra. Pero lo soltaron y ahí lo conocí. Lo vi sólo una vez en mi vida, don.

– ¿Les tomaron declaraciones? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Todos apristas? ¿Cuántos tenían antecedentes?

– Ojo que ahí viene -dijo Trifulcio-. Ojo que ahí baja.

Era mediodía, el sol caía verticalmente sobre la arena, un gallinazo de ojos sangrientos y negro plumaje sobrevolaba las dunas inmóviles, descendía en círculos cerrados, las alas plegadas, el pico dispuesto, un leve temblor centellante en el desierto.

– Quince estaban fichados -dijo el Prefecto-. Nueve apristas, tres comunistas, tres dudosos. Los otros once sin antecedentes. No, don Cayo, no se les tomó declaraciones todavía.

¿Una iguana? Dos patitas enloquecidas, una minúscula polvareda rectilínea, un hilo de pólvora encendiéndose, una rampante flecha invisible. Dulcemente el ave rapaz aleteó a ras de tierra, la atrapó con el pico, la elevó, la ejecutó mientras escalaba el aire, metódicamente la devoró sin dejar de ascender por el limpio, caluroso cielo del verano, los ojos cerrados por dardos amarillos que el sol mandaba a su encuentro.

– Que los interroguen de una vez -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Los lesionados están mejor?

– Conversamos como dos desconocidos que no se tienen confianza -dice Ambrosio-. Una noche en Chincha, hace años. Desde entonces, nunca supe de él, niño.

– A dos estudiantes hubo que internarlos en el Hospital de Policía, don Cayo -dijo el Prefecto-. Los guardias no tienen nada, apenas pequeñas contusiones.

Seguía subiendo, digiriendo, obstinado y en tinieblas, y cuando iba a disolverse en la luz extendió las alas, trazó una gran curva majestuosa, una sombra sin forma, una pequeña mancha desplazándose sobre quietas arenas blancas y ondulantes, quietas arenas amarillas: una circunferencia de piedra, muros, rejas, seres semidesnudos que apenas se movían o yacían a la sombra de un saledizo reverberante de calamina, un jeep, estacas, palmeras, una banda de agua, una ancha avenida de agua, ranchos, casas, automóviles, plazas con árboles.

– Dejamos una compañía en San Marcos y estamos haciendo reparar la puerta que el tanque echó abajo -dijo el Prefecto-. También pusimos una sección en Medicina. Pero no ha habido ningún intento de manifestación ni nada, don Cayo.

– Déjeme las fichas ésas para mostrárselas al Ministro -dijo Cayo Bermúdez.

Desplegó las armoniosas alas retintas, se inclinó, solemnemente giró y sobrevoló otra vez los árboles, la avenida de agua, las quietas arenas, describió círculos pausados sobre la deslumbrante calamina, sin dejar de observarla descendió un poco más, indiferente al murmullo, al vocerío codicioso al estratégico silencio que se sucedían en el rectángulo cerrado por muros y rejas, atenta sólo al rizado saledizo cuyos reflejos la alcanzaban, y siguió bajando ¿fascinada por esa orgía de luces, borracha de brillos?

– ¿Tú diste la orden de tomar San Marcos? -dijo el coronel Espina-. ¿Tú? ¿Sin consultarme?

– Un moreno canoso y enorme que caminaba como un mono -dijo Ambrosio-. Quería saber si había mujeres en Chincha, me sacó plata. No tengo buen recuerdo de él, don.

– Antes de hablar de San Marcos cuéntame qué tal ese viaje -dijo Bermúdez-. ¿Cómo van las cosas por el Norte?

Alargó cautelosamente las patitas grises, ¿comprobaba la resistencia, la temperatura, la existencia de la calamina?, cerró las alas, se posó, miró y adivinó y ya era tarde: las piedras hundían sus plumas, rompían sus huesos, quebraban su pico, y unos sonidos metálicos brotaban mientras las piedras volvían al patio rodando por la calamina.

– Van bien pero yo quiero saber si tú estás loco -dijo el coronel Espina-. Coronel han tomado la Universidad, coronel la guardia de asalto en San Marcos. Y yo, el Ministro de Gobierno, en la luna. ¿Estás loco, Cayo?

El ave rapaz se deslizaba, agonizaba rápidamente sobre la plomiza calamina que iba manchando de granate, llegaba a la orilla, caía y manos hambrientas la recibían, se la disputaban y la desplumaban y había risas, injurias, y un fogón chisporroteaba ya contra el muro de adobes.

– ¿Qué tal el ojo del señor? -dijo Trifulcio. El que sabe sabe, y a ver quién y cómo me lo pone en duda.

– Ese forúnculo de San Marcos reventado en un par de horas y sin muertos -dijo Bermúdez-. Y en vez de darme las gracias me preguntas si estoy loco. No es justo, Serrano.

– La negra tampoco lo volvió a ver después de esa noche -dice Ambrosio-. Ella creía que era malo de nacimiento, niño.

– Va a haber protestas en el extranjero, justo lo que no conviene al régimen -dijo el coronel Espina. -¿No sabías que el Presidente quiere evitar líos?

– Lo que no convenía al régimen era un foco subversivo en pleno centro de Lima -dijo Bermúdez-. Dentro de unos días se podrá retirar la policía, se abrirá San Marcos y todo en paz.

Masticaba empeñosamente el trozo de carne que había conquistado a puño limpio y los brazos y las manos le ardían y tenía rasguños violáceos en la piel oscura y la fogata donde había tostado su botín humeaba todavía. Estaba en cuclillas, en el rincón sombreado por la calamina, los ojos entrecerrados por la resolana o para disfrutar mejor el placer que nacía en sus mandíbulas y abarcaba la cuenca del paladar y la lengua y la garganta que los residuos de plumas adheridas a la carne chamuscada arañaban deliciosamente al pasar.

– Y por último no tenías autorización y la decisión correspondía al Ministro y no a ti -dijo el coronel Espina-. Muchos gobiernos no han reconocido al régimen. El Presidente debe estar furioso.

– Ojo que vienen visitas -dijo Trifulcio-. Ojo que ahí están.

– Nos ha reconocido Estados Unidos y eso es lo importante -dijo Bermúdez-. No te preocupes por el Presidente, Serrano. Le consulté anoche, antes de actuar.

Los otros ambulaban bajo el sol homicida, reconciliados, sin rencor, sin acordarse que se habían insultado, empujado y golpeado por las presas trituradas, o tendidos junto a las paredes dormían, sucios, descalzos, boquiabiertos, embrutecidos de aburrimiento, hambre o calor, los brazos desnudos sobre los ojos.

– ¿A quién le va a tocar? -dijo Trifulcio-. ¿A quién van a sonar?

– A mí creo que nunca me había hecho nada -dijo Ambrosio-. Hasta esa noche. Yo no le tenía cólera, don, aunque tampoco cariño. Y esa noche me dio pena, más bien.

– Le prometí al Presidente no habrá muertos y he cumplido -dijo Bermúdez-. Aquí tienes las fichas políticas de quince detenidos. Limpiaremos San Marcos y podrán reanudarse las clases. ¿No estás satisfecho, Serrano?

– No pena porque hubiera estado preso, entiéndame bien, niño -dice Ambrosio-. Sino porque parecía un pordiosero. Sin zapatos, unas uñotas de este tamaño, unas costras en los brazos y en la cara que no eran costras, sino mugre. Le hablo con franqueza, vea.

– Has actuado como si yo no existiera -dijo el coronel Espina-. ¿Por qué no me consultaste?

Don Melquíades venía por el corredor escoltado por dos guardias, seguido de un hombre alto que llevaba un sombrero de paja que el viento candente agitaba, las alas y la copa se mecían como si fueran de papel de seda, y un traje blanco y una corbata azul y una camisa aún más blanca. Se habían parado y don Melquíades le hablaba al desconocido y le señalaba algo en el patio.

– Porque había un riesgo -dijo Bermúdez-. Podían estar armados, podían disparar. Yo no quería que la sangre cayera sobre tu cabeza, Serrano.

No era abogado, nunca se había visto un leguleyo tan bien trajeado, y tampoco autoridad porque ¿acaso les habían dado hoy sopa de menestras, acaso les habían hecho barrer las celdas y los excusados como siempre que había inspección? Pero si no era abogado ni autoridad, quién.

– Hubiera perjudicado tu futuro político, yo se lo expliqué al Presidente -dijo Bermúdez-. Tomo la decisión, asumo la responsabilidad. Si hay consecuencias, renuncio, y el Serrano queda inmaculado.

Dejó de roer el pulido huesecillo que tenía entre las manazas, quedó rígido, bajó un poco la cabeza, sus ojos miraban asustados hacia el corredor: don Melquíades seguía haciendo señales, seguía apuntándolo.

– Pero las cosas salieron bien y ahora todo el mérito es tuyo -dijo el coronel Espina-. El Presidente va a pensar que mi recomendado tiene más cojones que yo. -oye tú, Trifulcio! -gritó don Melquíades-. ¿No ves que te estoy llamando? ¿Qué esperas tú?

– El Presidente sabe que te debo este puesto -dijo Bermúdez-. Sabe que basta que arrugues la frente para que yo gracias por todo, y de nuevo a vender tractores.

– ¡Oye tú! -gritaron los guardias, agitando las manos-. ¡Oye tú!

– Tres chavetas y unos cuantos cócteles Molotov, no había razón para asustarse tanto -dijo Bermúdez-. He hecho poner unos revólveres y algunas chavetas y manoplas más, para los periodistas.

Se incorporó, corrió, cruzó el patio levantando un terral, se detuvo a un metro de don Melquíades. Los otros habían avanzado las cabezas y miraban y callaban. Los que paseaban se habían quedado inmóviles, los que dormían estaban agazapados observando y el sol parecía líquido.

– ¿Además has citado a los periodistas? -dijo el coronel Espina-. ¿No sabes que los comunicados los firma el Ministro, que las conferencias de prensa las da el Ministro?

– A ver, Trifulcio, levántate ese barril que don Emilio Arévalo quiere verte -dijo don Melquíades-. No me hagas quedar mal, mira que le he dicho que podías.

– Los he citado para que les hables tú -dijo Bermúdez-. Aquí tienes el informe detallado, las fichas, las armas para las fotografías. Los cité pensando en ti, Serrano.

– No he hecho nada, don -parpadeó y gritó y esperó y gritó de nuevo Trifulcio-: Nada. Mi palabra; don Melquíades.

– Está bien, no hablemos más -dijo el coronel Espina-. Pero conste que yo quería liquidar lo de San Marcos una vez que estuviera resuelto el problema de los sindicatos.

Negro, cilíndrico, el barril estaba al pie de la baranda, debajo de don Melquíades, de los guardias y del desconocido de blanco. Indiferentes o interesados o aliviados, los otros miraban el barril y a Trifulcio o se miraban burlones.

– Lo de San Marcos no está liquidado, pero es el momento de liquidarlo -dijo Bermúdez-Esos veintiséis son elementos de choque, pero la mayoría de los cabecillas andan sueltos y hay que echarles mano ahora.

– No seas imbécil y levántate ese barril -dijo don Melquíades-. Ya sé que no has hecho nada. Anda, levántalo para que te vea el señor Arévalo.

– Los sindicatos son más importantes que San Marcos, ahí hay que hacer una limpieza -dijo el coronel Espina-. No han chistado hasta ahora, pero el Apra es fuerte entre los obreros, y una chispita puede provocar una explosión.

– Si me cagué en la celda es porque estoy enfermo -dijo Trifulcio-. No pude aguantarme, don Melquíades. Mi palabra.

– Lo haremos -dijo Bermúdez-. Limpiaremos todo lo que haga falta, Serrano.

El desconocido se echó a reír, don Melquíades se echó a reír, en el patio estallaron risas. El desconocido se arrimó a la baranda, metió una mano al bolsillo, sacó y mostró a Trifulcio algo que brillaba.

– ¿Has leído La Tribuna clandestina? -dijo el coronel Espina-. Pestes contra el Ejército, contra mí. Hay que impedir que siga circulando esa hojita mugrienta.

– ¿Un sol por levantar ese barril, don? -cerró y abrió los ojos y se echó a reír Trifulcio-. ¡Pero claro que cómo no, don!

– Claro que en Chincha hablaban de él, don dijo Ambrosio-. Que había violado a una menor, robado, matado a un tipo en una pelea. Tantas barbaridades no serían ciertas. Pero algunas sí, sino por qué habría estado en la cárcel tanto tiempo.

– Ustedes los militares siguen pensando en el Apra de hace veinte años -dijo Bermúdez-. Los líderes están viejos y corrompidos, ya no quieren hacerse matar. No habrá explosión, no habrá revolución. Y esa hojita desaparecerá, te lo prometo.

Alzó las manazas hasta su cara (arrugada ya en los párpados y en el cuello y en las patillas crespas y canosas) y las escupió un par de veces y se las frotó y dio un paso hacia el barril. Lo palpó, lo hamacó, pegó sus piernas largas y su vientre abombado y su ancho tórax al cuerpo duro del barril y lo estrechó violenta, amorosamente, con sus larguísimos brazos.

– Nunca más lo vi, pero una vez oí hablar de él -dice Ambrosio-. Lo habían visto por los pueblos del departamento, durante las elecciones del cincuenta, haciendo campaña por el senador Arévalo. Pegando carteles, repartiendo volantes. Por la candidatura de don Emilio Arévalo, el amigo de su papá, niño.

– Ya le tengo la listita, don Cayo, sólo han renunciado tres prefectos y ocho subprefectos de los nombrados por Bustamante -dijo el doctor Alcibíades-. Doce prefectos y quince subprefectos mandaron telegramas de felicitación al General por haber tomado el poder. El resto mudos; querrán que los confirmen, pero no se atreven a pedirlo.

Cerró los ojos y, mientras alzaba el barril, se hincharon las venas de su cuello y de su frente y se empapó la gastada piel de su cara y se pusieron morados sus labios gordos. Arqueado, soportaba el peso con todo su cuerpo, y una manaza descendió toscamente por el flanco del barril y éste se elevó un poco más.

Dio dos pasos de borracho con su carga a cuestas, miró con soberbia a la baranda, y de un empellón devolvió el barril a la tierra.

– El Serrano creía que iban a renunciar en masa y quería empezar a nombrar prefectos y subprefectos a la loca -dijo Cayo Bermúdez-. Ya ve, doctorcito, el coronel no conoce a los peruanos.

– Un verdadero toro, Melquíades, tenías razón, es increíble a su edad -el desconocido de blanco tiró al aire la moneda ÿ Trifulcio la atrapó al vuelo-. Oye, cuántos años tienes tú.

– Piensa que todos son como él, hombres de honor -dijo el doctor Alcibíades-. Pero, dígame don Cayo, para qué seguirían leales estos prefectos y subprefectos al pobre Bustamante, que no levantará cabeza jamás.

– Qué sabré yo -se rió, jadeó, se secó la cara Trifulcio-. Un montón de años. Más de los que tiene usted, don.

– Confirme en sus cargos a los que enviaron telegramas de adhesión, y también a los mudos, ya los iremos reemplazando a todos con calma?dijo Bermúdez-. Agradézcales los servicios prestados a los que renunciaron, y que Lozano los fiche.

– Ahí hay uno de ésos que te gustan, Hipólito -dijo Ludovico-. El señor Lozano nos lo recomienda especialmente.

– Lima sigue inundada de pasquines clandestinos asquerosos -dijo el coronel Espina-. ¿Qué pasa, Cayo?

– Que quiénes y dónde sacan La Tribuna clandestina y en un dos por tres -dijo Hipólito- Mira que tú eres de ésos que me gustan.

– Esas hojitas subversivas van a desaparecer de inmediato -dijo Bermúdez-. ¿Entendido, Lozano?

– ¿Estás listo, negro? -dijo don Melquíades-. ¿Te deben estar ardiendo los pies, no, Trifulcio?

– ¿No sabes ni quiénes ni dónde? -dijo Ludovico-. ¿Y cómo así tenías una Tribuna en el bolsillo cuando te detuvieron en Vitarte, papacito?

– ¿Estoy listo? -rió con angustia Trifulcio-. ¿Listo, don Melquíades?

– Cuando recién vine a Lima yo le mandaba plata a la negra y la iba a visitar de cuando en cuando -dijo Ambrosio-. Después, nada. Se murió sin saber de mí. Es una de las cosas que me pesan, don.

– ¿Te la metieron al bolsillo sin que te dieras cuenta? -dijo Hipólito-. Pero qué tontito habías sido tú, papacito. Y qué pantaloncito más huatatiro tienes, y cuánta brillantina en el pelo. ¿Así que ni siquiera eres aprista tú, así que ni siquiera sabes quiénes y dónde sacan "La Tribuna"?

– ¿Te has olvidado que sales hoy? -dijo don Melquíades-. ¿O ya te acostumbraste aquí y no quieres salir?

– Supe que la negra se murió, por un chinchano, niño -dice Ambrosio-. Cuando yo trabajaba todavía con su papá.

– No don, no me he olvidado, don -zapateó, palmoteó Trifulcio-. Pero cómo se le ocurre, don Melquíades.

– Ya ves, Hipólito se enojó y mira lo que te pasó, mejor te vuelve la memoria de una vez -dijo Ludovico-. Fíjate que eres de los que le gustan a él.

– No responden, mienten, se echan la pelota uno a otro -dijo Lozano-. Pero no nos dormimos, don Cayo. Noches enteras sin pegar los ojos. Acabaremos con esos pasquines, le juro.

– Dame tu dedo; así, ahora pon una cruz -dijo don Melquíades-. Listo, Trifulcio, libre otra vez. ¿Te parecerá mentira, no?

– Éste no es un país civilizado, sino bárbaro e ignorante -dijo Bermúdez-. Déjese de contemplaciones con esos sujetos, y averígüeme lo que necesito de una vez.

– Pero qué flaquito habías sido tú, papacito -dijo Hipólito-. Con el saco y la camisa no se te notaba, si hasta se te pueden contar los huesos, papacito.

– ¿Te acuerdas del señor Arévalo, el que te dio un sol por levantar el barril? -dijo don Melquíades-. Es un hacendado importante. ¿Quieres trabajar para él?

– Quiénes dónde y en un dos por tres -dijo Ludovico- ¿quieres que nos pasemos la noche así? ¿Y si Hipólito se enoja otra vez?

– Claro que sí, don Melquíades -asintió con la cabeza y las manos y los ojos Trifulcio-. Ahora mismo o cuando usted diga, don.

– Te vas a hacer malograr el físico y me muero de la pena -dijo Hipólito-. Porque cada vez me estás gustando más, papacito.

– Necesita gente para su campaña electoral, porque es amigo de Odría y va a ser senador -dijo don Melquíades-. Te pagará bien. Aprovecha esta oportunidad, Trifulcio.

– Ni siquiera nos has dicho cómo te llamas, papacito -dijo Ludovico-. ¿O tampoco sabes, o también se te olvidó?

– Emborráchate, busca a tu familia, burdelea un poco -dijo don Melquíades-. Y el lunes anda a su hacienda, a la salida de Ica. Pregunta y cualquiera te dará razón.

– ¿Siempre tienes los huevitos tan chiquitos o es del susto? -dijo Hipólito-. Y la pichulita apenas se te ve, papacito. ¿También del susto?

– Claro que me acordaré, don, qué más quiero yo -dijo Trifulcio-. Le agradezco tanto que me recomendara a ese señor, don.

– Ya déjalo que ni te oye, Hipólito -dijo Ludovico-. Vamos a la oficina del señor Lozano. Ya déjalo, Hipólito.

El guardia le dio una palmadita en la espalda, bueno Trifulcio, y cerró el portón tras él, hasta nunca o hasta la próxima, Trifulcio. Rápidamente caminó hacia adelante, por el terral que conocía, que se divisaba desde las celdas de primera, y pronto llegó a los árboles que también había aprendido de memoria, y luego avanzó por un nuevo terral hasta los ranchos de las afueras donde en vez de detenerse apuró el paso. Cruzó casi corriendo entre chozas y siluetas humanas que lo miraban con sorpresa o indiferencia o temor.

– Y no es que haya sido mal hijo o no la quisiera, la negra se merecía el cielo, igual que usted, don -dijo Ambrosio-. Se rompió los lomos para criarme y darme de comer. Lo que pasa es que la vida no le da tiempo a uno ni para pensar en su madre.

– Lo dejamos porque a Hipólito se le fue la mano y el tipo comenzó a decir locuras y después se desmayó, señor Lozano -dijo Ludovico. Yo creo que ese Trinidad López ni es aprista ni sabe dónde está parado. Pero si quiere lo despertamos y seguimos, señor.

Siguió avanzando, cada vez más apurado y extraviado, incapaz de orientarse en esas primeras calles empedradas que furiosamente pisaban sus pies descalzos, internándose cada vez más en la ciudad tan alargada, tan anchada, tan distinta de la que recordaban sus ojos. Caminó sin rumbo, sin prisa, al fin se derrumbó en la banca sombreada por palmeras de una plaza.

Había una tienda en una esquina entraban mujeres con criaturas, unos muchachos apedreaban un farol y ladraban unos perros. Despacio, sin ruido, sin darse cuenta, se echó a llorar.

– Su tío me sugirió que lo llamara, capitán; y yo también quería conocerlo -dijo Cayo Bermúdez-. Somos algo colegas ¿no?, y seguramente tendremos que trabajar juntos alguna vez.

– Era buena, se sacrificó duro, no faltaba a misa -dice Ambrosio-. Pero tenía su carácter, niño. Por ejemplo no me pegaba con la mano, sino con un palo. Para que no salgas a tu padre, decía.

– Yo ya lo conocía a usted de nombre, señor Bermúdez -dijo el capitán Paredes-. Mi tío y el coronel Espina lo aprecian mucho, dicen que esto funciona gracias a usted.

Se levantó, se lavó la cara en la pila de la plaza, preguntó a dos hombres dónde se tomaba y cuánto costaba el ómnibus a Chincha. Parándose de rato en rato a mirar a las mujeres y las cosas tan cambiadas, caminó hasta otra plaza cubierta de vehículos. Preguntó, regateó, mendigó y subió a un camión que demoró dos horas en partir.

– No hablemos de méritos que usted me deja muy atrás, capitán -dijo Cayo Bermúdez-. Sé que se jugó a fondo en la revolución comprometiendo oficiales, que ha puesto sobre ruedas la seguridad militar. Lo sé por su tío, no me lo niegue.

Todo el viaje estuvo de pie, aferrado a la baranda del camión, olfateando y mirando el arenal, el cielo, el mar que aparecía y desaparecía entre las dunas. Cuando el camión entró a Chincha, abrió mucho los ojos, y volvía la cabeza a un lado y a otro, aturdido por las diferencias. Corría fresco, ya no había sol, las copas de las palmeras de la plaza danzaban y murmuraban cuando pasó bajo ellas, agitado, mareado, siempre apurado.

– Lo de la revolución es la pura verdad y ahí no valen modestias -dijo el capitán Paredes-Pero en la seguridad militar sólo soy un colaborador del coronel Molina, señor Bermúdez.

Pero el trayecto hacia la ranchería fue largo y tortuoso porque su memoria lo equivocaba y a cada momento tenía que preguntar a la gente dónde queda la salida a Grocio Prado. Llegó cuando ya había candiles y sombras, y la ranchería ya no era ranchería sino una aglomeración de casas firmes y en vez de comenzar los algodonales a sus antiguas orillas, comenzaban las casas de otra ranchería. Pero el rancho era el mismo y la puerta estaba abierta y reconoció inmediatamente a Tomasa: la gorda, la negra, la sentada en el suelo, la que comía a la derecha de la otra mujer.

– El coronel Molina es el que figura, pero usted el que hace andar la maquinaria -dijo Bermúdez-. También lo sé por su tío, capitán.

– Su sueño era la lotería, don -dijo Ambrosio-. Una vez se la sacó un heladero de Chincha, y ella puede que Dios la mande otra vez acá y se compraba sus huachitos con la plata que no tenía. Los llevaba a la Virgen, les prendía velitas. Nunca se sacó ni medio, don.

– Ya me imagino cómo andaría este Ministerio cuando Bustamante, los apristas por todas partes y los sabotajes al orden del día -dijo el capitán Paredes-. Pero no les sirvió de mucho a los zamarros.

Entró de un salto, golpeándose el pecho y gruñendo, y se plantó entre las dos y la desconocida dio un grito y se persignó. Tomasa, encogida en el suelo, lo observaba y de repente de su cara se fue el miedo. Sin hablar, sin pararse, le señaló la puerta del rancho con el puño. Pero Trifulcio no se fue, se echó a reír, se dejó caer alegremente al suelo y comenzó a rascarse las axilas..

– Les ha servido al menos para no dejar rastros, los archivos de la Dirección son inservibles -dijo Bermúdez-. Los apristas hicieron desaparecer los ficheros. Estamos organizando todo de nuevo y de eso quería hablarle, capitán. La seguridad militar nos podría ayudar mucho.

– ¿Así que eres chofer del señor Bermúdez? -dijo Ludovico-. Mucho gusto, Ambrosio. ¿Así que vas a darnos una ayudadita en esto de la barriada?

– No hay problema, claro que tenemos que colaborarnos -dijo el capitán Paredes-. Vez que le haga falta algún dato, yo se lo proporcionaré, señor Bermúdez.

– ¿A qué has venido, quién te ha llamado, quién te ha invitado? -rugió Tomasa-. Pareces un forajido así, pareces lo que eres. ¿No viste cómo mi amiga te vio y se fue? ¿Cuándo te han soltado?

– Quisiera algo más, capitán -dijo Bermúdez-. Quisiera disponer del fichero político completo de la seguridad militar. Tener una copia.

– Se llama Hipólito y es el burro más burro del cuerpo -dijo Ludovico-. Ya vendrá, ya te lo presentaré. Tampoco está en el escalafón y seguro que nunca estará. Yo espero estar algún día, con un poquito de suerte. Oye, Ambrosio, tú sí estarás ¿no?

– Nuestros archivos son intocables, están bajo secreto militar -dijo el capitán Paredes-. Le comunicaré su proyecto al coronel Molina, pero él tampoco puede decidir. Lo mejor sería que el Ministro de Gobierno dirija una solicitud al Ministro de Guerra.

– Tu amiga salió corriendo como si yo fuera el diablo -se rió Trifulcio-. Oye Tomasa, déjame comerme esto. Tengo un hambre así.

– Justamente es lo que hay que evitar, capitán -dijo Bermúdez-. La copia de ese archivo debe pasar a la Dirección de Gobierno sin que se entere ni el coronel Molina, ni el mismo Ministro de Guerra. ¿Me comprende usted?

– Un trabajo matador, Ambrosio -dijo Ludovico-. Horas perdiendo la voz, las fuerzas, y después viene cualquiera del escalafón y te requinta, y el señor Lozano te amenaza con pagarte menos. Matador para todos menos para el burro de Hipólito. ¿Te cuento por qué?

– Yo no puedo darle copia de unos archivos ultrasecretos sin que lo sepan mis superiores -dijo el capitán Paredes-. Ahí está la vida y milagros de todos los oficiales, de miles de civiles. Eso es como el oro del Banco Central, señor Bermúdez.

– Sí, te tienes que ir, pero ahora cálmate y tómate un trago, infeliz -dijo don Fermín-. Y ahora cuéntame cómo ocurrió. Déjate de llorar ya.

– Justamente, capitán, claro que sé que ese archivo es oro -dijo Bermúdez-. Y su tío lo sabe también. El asunto debe quedar sólo entre los responsables de la seguridad. No, no se trata de resentir al coronel Molina.

– Porque a la media hora de estar sonándole a un tipo, el burro de Hipólito, de repente, pum, se arrecha -dijo Ludovico-. A uno se le baja la moral, uno se aburre. Él no, pum, se arrecha. Ya lo vas a conocer, ya lo verás.

– Sino de ascenderlo -dijo Bermúdez-. Darle mando de tropa, darle un cuartel. Y nadie discutirá que usted es la persona más indicada para reemplazar al coronel Molina en la jefatura de seguridad. Entonces podremos fusionar los servicios con discreción, capitán.

– Ni una noche, ni una hora -dijo Tomasa-. No vas a vivir aquí ni un minuto. Te vas a ir ahora mismo, Trifulcio.

– Se ha metido usted al bolsillo a mi tío, amigo Bermúdez -dijo el capitán Paredes-. No hace seis meses que lo conoce y ya tiene más confianza en usted que en mí. Bueno, sí, estoy bromeando, Cayo. Podemos tutearnos ¿no?

– No mienten por valientes, Ambrosio, sino por miedo -dijo Ludovico-, ya verás si te toca entenderte con ellos alguna vez. ¿Quién es tu jefe? Fulano es, zutano es. ¿Desde cuándo eres aprista? No soy. ¿Y entonces cómo dices que fulano y zutano son tus jefes? No son. Matador, créeme.

– Tu tío sabe que la vida del régimen depende de la seguridad -dijo Bermúdez-. Todo el mundo puro aplauso ahora, pero pronto comenzarán los tiras y aflojes y las luchas de intereses y ahí todo dependerá de lo que la seguridad haya hecho para neutralizar a los ambiciosos y resentidos.

– No pienso quedarme, estoy de visita -dijo Trifulcio-. Voy a trabajar con un ricacho de Ica que se llama Arévalo. De veras, Tomasa.

– Lo sé muy bien -dijo el capitán Paredes-. Cuando ya no haya apristas, al Presidente le saldrán enemigos desde el mismo régimen.

– ¿Eres comunista, eres aprista? No soy aprista, no soy comunista -dijo Ludovico-. Eres un maricón, compadre, ni te hemos tocado y ya estás mintiendo. Harás así, noches así, Ambrosio. Y eso lo arrecha a Hipólito, ¿te das cuenta qué clase de tipo es?

– Por eso hay que trabajar a largo plazo -dijo Bermúdez-. Ahora el elemento más peligroso es el civil, mañana será el militar. ¿Te das cuenta por qué tanto secreto con esto del archivo?

– Ni preguntas dónde está enterrado Perpetuo, ni si todavía vive Ambrosio -dijo Tomasa-¿Te has olvidado que tuviste hijos?

– Era una mujer alegre que le gustaba la vida, don -dijo Ambrosio-. La pobre ir a juntarse con un tipo capaz de hacerle eso a su mismo hijo. Pero claro que si la negra no se hubiera enamorado de él, yo no habría nacido. Así que para mí fue un bien.

– Tienes que tomar una casa, Cayo, no puedes seguir en el hotel -dijo el coronel Espina-. Además, es absurdo que no uses el auto que te corresponde como Director de Gobierno.

– No me interesan los muertos -dijo Trifulcio; Pero sí me gustaría verlo a Ambrosio ¿Vive contigo?

– Lo que pasa es que nunca he tenido auto, y además el taxi es cómodo -dijo Bermúdez-. Pero tienes razón, Serrano, voy a usarlo. Se debe estar apolillando.

– Ambrosio se va mañana a trabajar a Lima -dijo Tomasa-. ¿Para qué quieres verlo?

– Yo no creía eso de Hipólito, pero era cierto, Ambrosio -dijo Ludovico-. Lo vi, nadie me lo contó.

– No debes ser tan modesto, haz uso de tus prerrogativas -dijo el coronel Espina-. Estás metido aquí quince horas al día y no todo es trabajo en la vida, tampoco. Una cana al aire de vez en cuando, Cayo.

– Por pura curiosidad, para ver cómo es -dijo Trifulcio-. Lo veo a Ambrosio y palabra que me voy, Tomasa.

– Por primera vez nos dieron un tipo de Vitarte a los dos solos -dijo Ludovico-. Ninguno del escalafón para requintarnos, les faltaba gente. Y ahí lo vi, Ambrosio.

– Claro que la echaré, Serrano, pero necesito estar más aliviado de trabajo -dijo Bermúdez-. Y buscaré casa, y me instalaré con más comodidad.

– Ambrosio estaba trabajando aquí, de chofer interprovincial -dijo Tomasa-. Pero en Lima le irá mejor y por eso lo he animado a que se vaya.

– El Presidente está muy contento contigo, Cayo -dijo el coronel Espina-. Me agradece más haberte recomendado que todo lo que lo ayudé en la revolución, figúrate.

– Le daba y empezó a sudar, más y sudaba más y le dio tanto que el tipo se puso a decir disparates -dijo Ludovico-: Y de repente le vi la bragueta inflada como un globo. Te juro, Ambrosio.

– Ese que está viniendo ahí, ese hombrón -dijo Trifulcio-. ¿Ese es Ambrosio?

– Para qué le pegas si lo has dejado medio locumbeta, para qué si ya lo soñaste -dijo Ludovico-. Ni oía, Ambrosio. Arrecho, como un globo. Como te lo cuento, te juro. Ya lo conocerás, ya te lo presentaré.

– En ustedes están puestas nuestras esperanzas ahora para salir del atolladero -dijo don Fermín.

– Te reconocí ahí mismo -dijo Trifulcio-. Ven, Ambrosio, dame un abrazo, deja que te mire un poco.

– ¿El régimen en un atolladero? -dijo el coronel Espina-. ¿Está bromeando, don Fermín? Si la revolución no va viento en popa, entonces quién.

– Yo hubiera ido a esperarlo -dijo Ambrosio-. Pero no sabía siquiera que usted salía.

– Fermín tiene razón, coronel -dijo Emilio Arévalo-: Nada irá viento en popa mientras no se celebren elecciones y el General Odría vuelva al poder oleado y sacramentado por los votos de los peruanos.

– Menos mal que tú no me botas como Tomasa -dijo Trifulcio-. Te creía muchacho y eres casi tan viejo como este negro de tu padre.

– Las elecciones son un formalismo si usted quiere, coronel -dijo don Fermín-. Pero un formalismo necesario.

– Ya lo viste, ahora anda vete -dijo Tomasa-. Ambrosio viaja mañana, tiene que hacer su maleta.

– Y para ir a elecciones hay que tener pacificado el país, es decir limpio de apristas -dijo el doctor Ferro-. Si no, las elecciones podrían estallarnos en las manos como un petardo.

– Vamos a tomar un trago a alguna parte, Ambrosio -dijo Trifulcio-. Conversamos un rato y te vienes a hacer tu maleta.

– Usted no abre la boca, señor Bermúdez -dijo Emilio Arévalo-. Parece que le aburriera la política.

– ¿Quieres darle mala fama a tu hijo? -dijo Tomasa-. ¿Para eso quieres que lo vean contigo en la calle?

– No parece, la verdad es que me aburre -dijo Bermúdez-. Además, no entiendo nada de política. No se rían, es cierto. Por eso, prefiero escucharlos.

Avanzaron a oscuras, por calles ondulantes y abruptas, entre chozas de caña y esporádicas casas de ladrillo, viendo por las ventanas, a la luz de velas y lamparillas, siluetas borrosas que comían conversando. Olía a tierra, a excremento, a uvas.

– Pues para no saber nada de política, lo está haciendo muy bien de Director de Gobierno -dijo don Fermín-. ¿Otra copa, don Cayo?

Encontraron un burro tumbado en el camino, les ladraron perros invisibles. Eran casi de la misma altura, iban callados, el cielo estaba despejado, hacía calor, no corría viento. El hombre que descansaba en la mecedora se puso de pie al verlos entrar en la desierta cantina, les alcanzó una cerveza y volvió a sentarse.

Chocaron los vasos en la penumbra, todavía sin hablarse.

– Fundamentalmente, dos cosas -dijo el doctor Ferro-. Primera, mantener la unidad del equipo que ha tomado el poder. Segunda, proseguir con mano dura la limpieza. Universidad, sindicatos, administración. Luego, elecciones y a trabajar por el país.

– ¿Que qué me hubiera gustado ser en la vida, niño? -dice Ambrosio-. Ricacho, por supuesto.

– Así que te vas a Lima mañana -dijo Trifulcio-. ¿Y a qué te vas?

– ¿A usted ser feliz, niño? -dice Ambrosio-. Claro que a mí también, sólo que rico y feliz es la misma cosa.

– Todo es cuestión de empréstitos y de créditos -dijo don Fermín-. Los Estados Unidos están dispuestos a ayudar a un gobierno de orden, por eso apoyaron la revolución. Ahora quieren elecciones y hay que darles gusto.

– A buscar trabajo allá -dijo Ambrosio-. En la capital se gana más.

– Los gringos son formalistas, hay que entenderlos -dijo Emilio Arévalo-. Están felices con el General y sólo piden que se guarden las formas democráticas.

Odría electo y nos abrirán los brazos y nos darán los créditos que hagan falta.

– ¿Y cuánto tiempo llevas ya trabajando como chofer? -dijo Trifulcio.

– Pero ante todo hay que sacar adelante el Frente Patriótico Nacional o Movimiento Restaurador o como se llame -dijo el doctor Ferro-. Para eso es básico el programa y por eso insisto tanto en él.

– Dos años de profesional -dijo Ambrosio-. Empecé de ayudante, manejando de prestado. Después fui camionero y hasta ahora estuve de chofer de ómnibus, por aquí, por los distritos.

– Un programa nacionalista y patriótico, que agrupe a todas las fuerzas sanas -dijo Emilio Arévalo.- Industria, comercio, empleados, agricultores. Inspirado en ideas sencillas pero eficaces.

– O sea que eres hombre serio, de trabajo -dijo Trifulcio-. Con razón no quería Tomasa que la gente te viera conmigo. ¿Crees que vas a conseguir trabajo en Lima?

– Necesitamos algo que recuerde la excelente fórmula del mariscal Benavides -dijo el doctor Ferro-. Orden, Paz y Trabajo. Yo he pensado en Salud, educación, Trabajo. ¿Qué les parece?

– ¿Usted se acuerda de la lechera Túmula, de la hija que tenía? -dijo Ambrosio-. Se casó con el hijo del Buitre. ¿Se acuerda del Buitre? Yo lo ayudé al hijo a que se la robara.

– Por supuesto, la candidatura del General tiene que ser lanzada por todo lo alto -dijo Emilio Arévalo-. Todos los sectores deben proclamarla de manera espontánea.

– ¿El Buitre, el prestamista, el que fue Alcalde? -dijo Trifulcio-. Me acuerdo de él, sí.

– La proclamarán, don Emilio -dijo el coronel Espina-. El General es cada día más popular. En pocos meses la gente ha visto ya la tranquilidad que hay ahora y el caos que era el país con los apristas y comunistas sueltos en plaza.

– El hijo del Buitre está en el gobierno, ahora es importante -dijo Ambrosio. A lo mejor él me ayudará a conseguir trabajo en Lima.

– ¿Quiere que vayamos a tomarnos un trago los dos solos, don Cayo? -dijo don Fermín-. ¿No le ha quedado doliendo la cabeza con los discursos del amigo Ferro? A mí me deja siempre mareado.

– Si es importante ya ni querrá saber de ti -dijo Trifulcio. Te mirará por sobre el hombro.

– Con mucho gusto, señor Zavala -dijo Bermúdez-. Sí, es un poco hablador el doctor Ferro. Pero se nota que tiene experiencia.

– Para ganártelo, llévale algún regalito -dijo Trifulcio. Algo que le recuerde al pueblo y le toque el corazón.

– Enorme experiencia porque hace veinte años que está con todos los gobiernos -se rió don Fermín-. Venga, acá tengo el auto.

– Le voy a llevar unas botellas de vino -dijo Ambrosio-. ¿Y usted qué va a hacer ahora? ¿Va a volver a la casa?

– Lo que usted pida -dijo Bermúdez-. Sí, señor Zavala, whisky, cómo no.

– No pienso, ya viste cómo me recibió tu madre -dijo Trifulcio-. Pero eso no quiere decir que Tomasa sea mala mujer.

– Nunca he entendido la política porque nunca me ha gustado -dijo Bermúdez-. Las circunstancias han hecho que a la vejez venga a meterme en política.

– Ella dice que usted la abandonó un montón de veces -dijo Ambrosio-. Que sólo volvía a la casa para sacarle la plata que ella ganaba trabajando como una mula.

– Yo también detesto la política, pero qué quiere -dijo don Fermín-. Cuando la gente de trabajo se abstiene y deja la política a los políticos el país se va al diablo.

– Las mujeres exageran y la Tomasa al fin y al cabo es mujer -dijo Trifulcio-. Me voy a trabajar a Ica, pero vendré a verla alguna vez.

– ¿De veras no había venido nunca acá? -dijo don Fermín-. Espina lo está explotando, don Cayo. El show está bastante bien, ya verá. No crea que yo hago mucha vida nocturna. Muy rara vez.

– ¿Y cómo están las cosas acá? -dijo Trifulcio-. Debes saber, debes ser un conocedor a tus años. Las mujeres, los bulines. ¿Qué pasa con los bulines acá?

Tenía un vestido blanco de baile muy ceñido que suavemente destellaba, y dibujaba tan nítidas y tan vivas las líneas de su cuerpo que parecía desnuda. Un vestido del mismo color qué su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.

– Hay dos, uno caro y otro barato -dijo Ambrosio-. El caro quiere decir una libra, el barato que se consiguen hasta por tres soles. Pero unas ruinas.

Tenía los hombros blancos, redondos, tiernos, y la blancura de su tez contrastaba con la oscuridad de los cabellos que llovían su espalda. Fruncía la boca con lenta avidez, como si fuera a morder el pequeño micrófono plateado, y sus ojos grandes brillaban y recorrían las mesas, una y otra vez.

– ¿Guapa la tal Musa, no? -dijo don Fermín-. Por lo menos, comparada con los esqueletos que salieron a bailar antes. Pero no la ayuda mucho la voz.

– No quiero llevarte ni que me acompañes, y además ya sé que es mejor que no te vean conmigo -dijo Trifulcio-. Pero me gustaría darme una vuelta por allá, sólo para ver. ¿Dónde está el barato?

– Muy guapa, sí, lindo cuerpo, linda cara -dijo Bermúdez-. Y a mí su voz no me parece tan mala.

– Por aquí cerca -dijo Ambrosio-. Pero la policía siempre está yendo allá, porque hay peleas a diario.

– Le contaré que esa mujer tan mujer no lo es tanto -dijo don Fermín-. Le gustan las mujeres.

– Eso es lo de menos, porque estoy acostumbrado a los cachacos y a las peleas -se rió Trifulcio-. Anda, paga la cerveza y vámonos.

– ¿Ah, sí? -dijo Bermúdez-. ¿A esa mujer tan guapa? ¿Ah, sí?

– Yo lo acompañaría, pero el ómnibus a Lima sale a las seis -dijo Ambrosio-. Y todavía tengo mis cosas tiradas por ahí.

– Así que usted no tiene hijos, don Cayo -dijo don Fermín-. Pues se ha librado de muchos problemas.

– Tengo tres y ahora comienzan a darnos dolores de cabeza a Zoila y a mí.

– Me dejas en la puerta y te vas -dijo Trifulcio-. Llévame por donde nadie nos vea, si quieres.

– ¿Dos hombrecitos y una mujercita? -dijo Bermúdez-. ¿Grandes ya?

Salieron de nuevo a la calle y la noche estaba más clara. La luna les iba mostrando los baches, las zanjas, los pedruscos. Recorrieron callejuelas desiertas, Trifulcio volviendo la cabeza a derecha e izquierda, observándolo todo, curioseándolo todo; Ambrosio con las manos en los bolsillos, pateando piedrecitas.

– ¿Qué porvenir podía tener la Marina para un muchacho? -dijo don Fermín-. Ninguno. Pero el Chispas se empeñó y yo moví influencias y lo hice ingresar.

Y ahora ya ve, lo botan. Flojo en los estudios, indisciplinado. Se va a quedar sin carrera, es lo peor. Claro que podría moverme y hacer que lo perdonaran. Pero no, no quiero tener un hijo marino. Lo pondré a trabajar conmigo, más bien.

– ¿Eso es todo lo que tienes, Ambrosio? -dijo Trifulcio-. ¿Un par de libras nada más? ¿Nada más que un par de libras siendo todo un chofer?

– ¿Y por qué no lo manda a estudiar al extranjero? -dijo Bermúdez-. Puede ser que cambiando de ambiente, el muchacho se corrija.

– Si tuviera más se lo daría también -dijo Ambrosio-. Bastaba que me pidiera y yo se la daba. ¿Para qué ha sacado esa chaveta? No necesitaba. Mire, venga a la casa y le daré más. Pero guarde eso, le daré cinco libras más. Pero no me amenace. Yo encantado de ayudarlo, de darle más. Venga, vamos a la casa.

– Imposible, mi mujer se moriría -dijo don Fermín-. El Chispas solo en el extranjero, Zoila no lo permitiría jamás. Es su engreído.

– No, no voy a ir -dijo Trifulcio-. Esto basta. Y es un préstamo, te pagaré tu par de libras, porque voy a trabajar en Ica. ¿Te asustaste porque saqué la chaveta? No te iba a hacer nada, tú eres mi hijo. Y te pagaré, palabra.

– ¿Y el menorcito también le ha resultado difícil? -dijo Bermúdez.

– No quiero que me pague, yo se las regalo -dijo Ambrosio-. No me ha asustado. No necesitaba sacar la chaveta, se lo juro. Usted es mi padre, yo se la daba si me la pedía. Venga a la casa, le juro que le daré cinco libras más.

– No, el flaco es el polo opuesto del Chispas -dijo don Fermín-. Primero de su clase, todos los premios a fin de año: Hay que estarlo frenando para que no estudie tanto. Un lujo de muchacho, don Cayo.

– Estarás pensando que soy peor de lo que te ha dicho Tomasa -dijo Trifulcio-. Pero la saqué porque sí, de veras, no te iba a hacer nada incluso si no me dabas ni un sol. Y te pagaré, palabra que te pagaré tus dos libras, Ambrosio.

– Ya veo que el menorcito es su preferido -dijo Bermúdez-. ¿Y él qué carrera quiere seguir?

– Está bien, si quiere me las pagará -dijo Ambrosio-. Olvídese de eso, yo ya me olvidé. ¿No quiere venir hasta la casa? Le daré cinco más, le prometo.

– Todavía está en segundo de media y no sabe -dijo don Fermín-. No es que sea mi preferido, yo los quiero igual a los tres. Pero Santiago me hace sentir orgulloso de él. En fin, usted comprende.

– Estarás pensando que soy un perro que le roba hasta su hijo, que le saca chaveta hasta su hijo -dijo Trifulcio-. Te juro que esto es préstamo.

– Me da un poco de envidia oírlo, señor Zavala -dijo Bermúdez-. A pesar de los dolores de cabeza, debe tener sus compensaciones ser padre.

– Pero si está bien, pero si le creo que fue porque sí y que me las pagará -dijo Ambrosio-. Ya olvídese, por favor.

– ¿Vive en el Maury; no? -dijo don Fermín-. Venga, lo llevo.

– ¿Tú no te avergüenzas de mí? -dijo Trifulcio-. Dímelo con franqueza.

– No, muchas gracias, prefiero caminar, el Maury está cerca -dijo Bermúdez-. Encantado de haberlo conocido, señor Zavala.

– Pero cómo se le ocurre, de qué me voy a avergonzar -dijo Ambrosio-. Venga, entremos juntos al bulín, si quiere.

– ¿Tú por aquí? -dijo Bermúdez-. ¿Qué haces tú aquí?

– No, anda a hacer tu maleta, que no te vean conmigo -dijo Trifulcio-. Eres un buen hijo, que te vaya bien en Lima. Créeme que te pagaré, Ambrosio.

– Me mandaban de un sitio a otro, me hicieron esperar horas aquí, don Cayo -dijo Ambrosio-. Ya estaba por regresarme a Chincha, le digo.

– Generalmente, el chofer del Director de Gobierno es un asimilado a Investigaciones, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-: Por cuestiones de seguridad. Pero si usted prefiere.

– He venido a buscar trabajo, don Cayo -dijo Ambrosio-. Ya me cansé de estar manejando ese ómnibus charcheroso. Pensé que tal vez usted podría colocarme.

– Sí prefiero, doctorcito -dijo Bermúdez-. A ese sambo lo conozco hace años y me inspira más confianza que un equis de Investigaciones. Está ahí en la puerta, ¿quiere encargarse, por favor?

– Manejar sé de sobra, y el tráfico de Lima lo aprenderé volando, don Cayo -dijo Ambrosio-. ¿Usted anda necesitando un chofer? Qué gran cosa sería, don Cayo.

– Sí, yo me encargo -dijo el doctor Alcibíades-. Haré que lo inscriban en la plantilla de la Prefectura, o lo asimilen o lo que sea. Y que le entreguen el auto hoy mismo.

– Está bien, entonces te tomo -dijo Bermúdez-. Tienes suerte; Ambrosio, caíste en el momento preciso.

– Salud -dice Santiago.

VIII

LA LIBRERÍA estaba en el interior de una casa de balcones, se cruzaba un trémulo portón y se la veía arrinconada allá al fondo, abarrotada y desierta. Santiago llegó antes de las nueve, recorrió los estantes del zaguán, hojeó los libros averiados por el tiempo, las revistas descoloridas. El viejo de boina y patillas grises lo miró con indiferencia, querido viejo Matías piensa, luego se puso a observarlo con el rabillo del ojo, y por fin se le acercó: ¿buscaba algo? Un libro sobre la revolución francesa. Ah, el viejo sonrió, por aquí.

A veces era ¿vive aquí el señor Henri Barbusse o está Don Bruno Bauer?, a veces tocar el portón así, y había confusiones cómicas a veces, Zavalita. Lo guió hasta una habitación invadida por pilas de periódicos, plateadas telarañas y libros arrumados contra negras paredes. Le señaló una mecedora, que se sentara, tenía un ligero acento español, unos ojitos locuaces, una barbita triangular muy blanca: ¿no lo habrían seguido? Cuidarse mucho, de los jóvenes dependía todo.

– Setenta años y era puro, Carlitos -dijo Santiago-. El único que he conocido de esa edad.

El viejo le guiñó afectuosamente un ojo y volvió al patio. Santiago curioseó antiguas revistas limeñas, “Variedades" y "Mundial" piensa, separó las que tenían artículos de Mariátegui o Vallejo.

– Cierto, entonces los peruanos leían en la prensa a Vallejo y a Mariátegui -dijo Carlitos-. Ahora nos leen a nosotros, Zavalita, qué retroceso.

Unos minutos después vio entrar a Jacobo y Aída de la mano. Ya no un gusanito ni una culebra ni un cuchillo, un alfiler que hincaba y se esfumaba. Los vio cuchicheándose junto a los añosos estantes y vio el abandono y la alegría de la cara de Jacobo y los vio soltarse cuando Matías se les acercó y vio que desaparecía la sonrisa de Jacobo y aparecía la concentración ceñuda, la abstracta seriedad, la cara que mostraba al mundo desde hacía algunos meses. Llevaba el terno café que ahora se cambiaba rara vez, la camisa arrugada, la corbata con el nudo flojo. Le ha dado por disfrazarse de proletario bromeaba Washington, piensa, se afeitaba una vez por semana y no se lustraba los zapatos, un día de estos Aída lo va a dejar se reía Solórzano.

– Tanto misterio porque ese día íbamos a dejar de jugar -dijo Santiago-. Iba a empezar la cosa en serio, Carlitos.

Había sido al comenzar ese tercer año en San Marcos, Zavalita, entre el descubrimiento de Cahuide y ese día. De las lecturas y discusiones a la distribución de hojitas a mimeógrafo en la Universidad, de la pensión de la sorda a la casita del Rímac a la librería de Matías, de los juegos peligrosos al peligro de verdad: ese día. No habían vuelto a juntarse los dos círculos, sólo veía a Jacobo y a Aída en San Marcos, había otros círculos funcionando pero si se lo preguntaban a Washington respondía en boca cerrada no entran moscas y se reía. Una mañana los llamó: a tal hora, en tal parte, sólo ellos tres. Iban a conocer a uno de Cahuide, que le plantearan las preguntas que quisieran, las dudas que tuvieran, piensa esa noche tampoco dormí.

A ratos Matías alzaba la vista desde el patio y les sonreía, en la habitación del fondo ellos fumaban, hojeaban las revistas; miraban constantemente el zaguán y la calle.

– Nos citó a las nueve y son nueve y media -dijo Jacobo-. A lo mejor no vendrá.

– Aída cambió mucho apenas estuvo con Jacobo -dijo Santiago. Bromeaba, se la veía contenta. En cambio él se puso serio y dejó de peinarse y de cambiarse. No se reía con Aída si alguien lo veía, casi no le dirigía la palabra delante de nosotros. Tenía vergüenza de ser feliz, Carlitos.

– Que sea comunista no quiere decir que deje de ser peruano -se rió Aída-. Llegará a las diez, ya verán.

Era un cuarto para las diez: una cara de pajarito en el zaguán, un andar saltarín, una piel como papel amarillo, un terno que le bailaba, una corbatita granate.

Vieron que hablaba a Matías, que miraba alrededor, que se acercaba. Entró a la habitación, les sonrió, perdón por llegar tarde, una mano delgadita, se había malogrado el ómnibus en que venía, y quedaron observándose, embarazados.

– Gracias por esperarme -su voz, como su cara y su mano, era también finita, piensa-. Un saludo fraternal de Cahuide, camaradas.

– La primera vez que oía camaradas y Carlitos, ya te figuras el corazón del sentimental de Zavalita -dijo Santiago-. Sólo conocí su nombre de guerra, Llaque, sólo lo vi unas cuantas veces. Él trabajaba en la Fracción Obrera de Cahuide, yo no pasé de la Fracción Universitaria. Te figuras, un puro de ésos.

Esa mañana no sabíamos que Llaque era estudiante de Derecho cuando la revolución de Odría, piensa, no que había caído en el asalto de la policía a San Marcos, no que lo habían torturado y desterrado a Bolivia y que en La Paz estuvo preso seis meses, no que había vuelto clandestinamente al Perú: sólo que parecía un pajarito, esa mañana, mientras su vocecita les resumía a historia del Partido y lo veían mover su delgada mano amarilla en un movimiento rotativo e idéntico, como si tuviera calambre en la mano, y mirar de soslayo al patio y la calle. Había sido fundado por José Carlos Mariátegui y apenas nació, creció y formó cuadros y conquistó sectores obreros, quería demostrarnos que éramos de confianza, piensa, y no nos ocultó que había sido siempre minúsculo ni su debilidad frente al Apra, y ésa había sido la época de oro del Partido, la época de la revista "Amauta" y del periódico "Labor" y de la organización de sindicatos y del envío de estudiantes a las comunidades indígenas. Al morir Mariátegui en 1930 el Partido había caído en manos de aventureros y de oportunistas, el viejo Matías se murió y demolieron la casa de Chota y construyeron un cubo con ventanas piensa, que le habían dado una línea claudicante de repliegue ante las masas que por lo mismo cayeron bajo la influencia aprista, ¿qué habría sido del camarada Llaque, Zavalita?

Aventureros como Ravines que se volvió agente imperialista y ayudó a Odría a tumbar a Bustamante, ¿renegaría, se cansaría de la militancia difícil y asfixiante y tendría mujer, hijos y trabajaría en un Ministerio?, y oportunistas como Terreros que se volvió beato y todos los años se ponía hábito morado y arrastraba una cruz en la Procesión del Señor de los Milagros, ¿o seguiría y hablaría todavía con su voz de pajarito en círculos de estudiantes cuando no andaba en la cárcel? Traiciones y represiones casi habían liquidado al Partido, ¿y si seguía sería prosoviético o prochino o uno de esos castristas que habían muerto en las guerrillas o se habría vuelto trozkista?, y al subir Bustamante en 1945 el Partido había vuelto a la legalidad y comenzó a reestructurarse y a combatir en la clase obrera el reformismo del Apra, ¿habría viajado a Moscú o a Pekín o a la Habana?, pero con el golpe militar de Odría el Partido había sido desmantelado de nuevo, ¿lo acusarían de stalinista o de revisionista o de aventurerista?, todo el Comité Central y decenas de dirigentes y militantes y simpatizantes encarcelados y desterrados y algunos asesinados, ¿se acordaría de ti, Zavalita, de esa mañana donde Matías, de esa noche en el Hotel Mogollón?, y las células sobrevivientes de ese gran naufragio habían lentamente, trabajosamente constituido la Organización Cahuide, que sacaba esa hojita y se dividía en la Fracción Universitaria y la Fracción Obrera, camaradas.

– O sea que Cahuide tiene pocos estudiantes, pocos obreros -dijo Aída.

– Se trabaja en condiciones difíciles, a veces por un camarada que cae se echan a perder meses de esfuerzos -sujetaba el cigarrillo con las uñas del índice y del pulgar, piensa, sonreía con mucha timidez-. Pero a pesar de la represión estamos creciendo.

– Y por supuesto que te convenció, Zavalita -dijo Carlitos.

– Me convenció de que creía en lo que nos decía -dijo Santiago-. Y, además, se notaba que le gustaba lo que hacía.

– ¿Cuál es la posición del Partido sobre la unidad de acción con las otras organizaciones fuera de la ley? -dijo Jacobo-. El Apra, los trozkistas.

– No vacilaba, tenía fe -dijo Santiago-. Yo ya envidiaba a la gente que creía ciegamente en algo, Carlitos.

– Estaríamos dispuestos a trabajar con el Apra contra la dictadura -dijo Llaque-. Pero los apristas no quieren que la derecha los siga acusando de extremistas y hacen todo por demostrar su anticomunismo.

Y los trozkistas no son más de diez, y seguramente agentes de la policía.

– Es lo mejor que le puede ocurrir a un tipo, Ambrosio -dice Santiago-. Creer en lo que dice, gustarle lo que hace.

– ¿Por qué el Apra que se ha vuelto pro-imperialista sigue teniendo respaldo en el pueblo? -dijo Aída.

– Por el peso de la costumbre y por su demagogia y por los mártires apristas -dijo Llaque-. Sobre todo, por la derecha peruana. No entiende que el Apra ya no es su enemiga sino su aliada, y la sigue persiguiendo y así la prestigia ante el pueblo.

– Es verdad, la estupidez de la derecha ha convertido al Apra en un gran partido -dijo Carlitos-. Pero si la izquierda no ha pasado de una masonería no ha sido por el Apra, sino por falta de gente capaz.

– Es que los capaces como tú y yo no nos metemos a la candela -dijo Santiago-. Nos contentamos con criticar a los incapaces que sí se meten. ¿Te parece justo, Carlitos?

– Me parece que no y por eso no hablo nunca de política -dijo Carlitos-. Tú me obligas con tus masoquismos asquerosos de cada noche, Zavalita.

– Ahora me toca preguntar a mí, camaradas -sonrió Llaque, como avergonzado-. ¿Quieren entrar a Cahuide? Pueden trabajar como simpatizantes, no necesitan inscribirse en el Partido todavía.

– Yo quiero entrar al Partido ahora mismo. -dijo Aída.

– No hay apuro, pueden tomarse tiempo para reflexionar -dijo Llaque.

– En el círculo hemos tenido de sobra para eso -dijo Jacobo-. Yo también quiero inscribirme.

– Yo prefiero seguir como simpatizante -el gusanito, el cuchillo, la culebra-. Tengo algunas dudas, me gustaría estudiar un poco más antes de inscribirme.

– Muy bien, camarada, no te inscribas hasta que superes todas las dudas -dijo Llaque-. Como simpatizante se puede desarrollar también un trabajo muy útil:

– Ahí quedó demostrado que Zavalita ya no era puro, Ambrosio -dice Santiago-. Que Jacobo y Aída eran más puros que Zavalita.

¿Y si te inscribías ese día, Zavalita, piensa? ¿La militancia te habría arrastrado, comprometido cada vez más, habría barrido las dudas y en unos meses o años te habría vuelto un hombre de fe, un optimista, un oscuro puro heroico más? Habrías vivido mal, Zavalita, como habrán Jacobo y Aída piensa, entrado a y salido de la cárcel unas veces, sido aceptado en y despedido de sórdidos empleos, y en vez de editoriales en “La Crónica” contra los perros rabiosos escribirías en las paginitas mal impresas de “Unidad”, cuando hubiera dinero y no lo impidiera la policía piensa, sobre los avances científicos de la patria del socialismo y la victoria en el sindicato de panificadores de Lurín de la lista revolucionaria sobre la entreguista aprista propatronal, o en las peor impresas de “Bandera Roja”, contra el revisionismo soviético y los traidores de “Unidad” piensa, o habrías sido más generoso y entrado a un grupo insurreccional y soñado y actuado y fracasado en las guerrillas y estarías en la cárcel, como Héctor piensa, o muerto y fermentando en la selva, como el cholo Martínez piensa, y hecho viajes semiclandestinos a Congresos de la Juventud, piensa Moscú, llevado saludos fraternales a Encuentros de Periodistas, piensa Budapest, o recibido adiestramiento militar, piensa la Habana o Pekín. ¿Te habrías recibido de abogado, casado, sido asesor de un sindicato, diputado, más desgraciado o lo mismo o más feliz? Piensa: ay, Zavalita.

– No fue horror al dogma, fue un reflejo de niñito anarquista que no quiere recibir órdenes- dijo Carlitos-. Fue que en el fondo tenías miedo de romper con la gente que come y se viste y huele bien.

– Pero si yo detestaba esa gente, si la sigo detestando -dijo Santiago-. Si eso es de lo único que estoy seguro, Carlitos.

– Entonces fue espíritu de contradicción, afán de buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro -dijo Carlitos-. Debiste dedicarte a la literatura y no a la revolución, Zavalita.

– Yo sabía que si todos se dedicaran a ser inteligentes y a dudar, el Perú andaría siempre jodido -dijo Santiago-. Yo sabía que hacían falta dogmáticos, Carlitos.

– Con dogmáticos o con inteligentes, el Perú estará siempre jodido -dijo Carlitos-. Este país empezó mal y acabará mal. Como nosotros, Zavalita.

– ¿Nosotros los capitalistas? -dijo Santiago.

– Nosotros los cacógrafos -dijo Carlitos-. Todos reventaremos echando espuma, como Becerrita. A tu salud, Zavalita.

– Meses, años soñando con inscribirme en el Partido, y cuando se presenta la ocasión me echo atrás -dijo Santiago-. No lo voy a entender nunca, Carlitos.

– Doctor, doctor, tengo algo que se me sube y se me baja y no sé lo que es -dijo Carlitos-Es un pedito loco, señora, usted tiene carita de poto y el pobre pedito no sabe por donde salir. Lo que te friega la vida es un pedito loco, Zavalita.

¿Juran consagrar su vida a la causa del socialismo y de la clase obrera?, había preguntado Llaque, y Aída y Jacobo sí juro, mientras Santiago observaba; después eligieron sus seudónimos.

– No te sientas disminuido -le dijo Llaque a Santiago-. En la Fracción Universitaria, simpatizantes y militantes son iguales.

Les dio la mano, adiós camaradas, que salieran diez minutos después que él. La mañana estaba nublada y húmeda cuando dejaron atrás la librería de Matías y entraron al "Bransa" de la Colmena y pidieron cafés con leche.

– ¿Te puedo hacer una pregunta? -dijo Aída-. ¿Por qué no te inscribiste? ¿Qué dudas tienes?

– Ya te hablé una vez -dijo Santiago-. Todavía no estoy convencido de algunas cosas. Quisiera…

– ¿Todavía no estás convencido de que Dios no existe? -se rió Aída.

– Nadie tiene por qué discutir su decisión -dijo Jacobo-. Déjalo que se tome su tiempo.

– No se la discuto, pero te voy a decir una cosa -dijo Aída, riéndose-. Nunca te inscribirás, y cuando termines San Marcos te olvidarás de la revolución, y serás abogado de la International Petroleum y socio del Club Nacional.

Jacobo levantó la mano.

– En la Fracción preparábamos esas reuniones como un ballet -dijo Santiago-. Turnarse, desarrollar cada uno un argumento distinto, no dejar sin rebatir ninguna opinión contraria.

Estaba con la corbata caída, despeinado, hablaba en voz baja: la huelga era una ocasión magnífica para provocar una toma de conciencia política en el estudiantado. Las manos caídas a lo largo del cuerpo para desarrollar la alianza obrero-estudiantil. Mirando a Saldívar muy serio: iniciar un movimiento que podía extenderse a reivindicaciones como liberación de estudiantes presos y amnistía política. Calló y Huamán levantó la mano.

– Yo había estado contra la idea de la huelga por las mismas razones que expuso Huamán, un aprista -dijo Santiago-. Pero como la Fracción había acordado la huelga, me tocó defenderla contra Huamán. Eso es el centralismo democrático, Carlitos.

Huamán era pequeñito y amanerado, nos había costado tres años reconstituir los Centros y la Federación de San Marcos después de la represión, sus gestos eran elegantes, ¿cómo íbamos a lanzar una huelga, por razones extra-universitarias, que podía ser rechazada por las bases?, y hablaba con una mano en la solapa y revoloteando la otra como una mariposa, si las bases rechazaban la huelga perderíamos la confianza de los estudiantes, y su voz era impostada, florida y. por momentos chillona, y además vendría la represión y los Centros y la Federación serían desmantelados antes de que hubieran podido actuar.

– Ya sé que la disciplina de un partido tiene que ser así -dijo Santiago-. Ya sé que si no, sería un caos. No me estoy defendiendo, Carlitos.

– No te vayas por las ramas, Ochoa -dijo Saldívar-. Cíñete al tema en debate.

– Justamente, precisamente -dijo Ochoa-. Yo pregunto: ¿está la Federación de San Marcos lo bastante fuerte para lanzarse a una acción frontal contra la dictadura?

– Pronúnciate de una vez, que no tenemos tiempo -dijo Héctor.

– Y si no está lo bastante fuerte y se lanza a la huelga -dijo Ochoa- ¿qué sería la actitud de la Federación? Yo pregunto.

– ¿Por qué no te vas a dirigir el programa Kolynos pregunta por veinte mil soles? -dijo Washington.

– ¿Sería o no sería una actitud de provocación? -dijo Ochoa, imperturbable-. Yo pregunto, y constructivamente respondo: sí sería. ¿Qué? Una provocación.

– Era en medio de esas reuniones que de repente sentía que nunca sería un revolucionario, un militante de verdad -dijo Santiago-. De repente una angustia, un mareo, una sensación de estar malgastando horriblemente el tiempo.

– El joven romántico no quería discusiones -dijo Carlitos-. Quería acciones epónimas, bombas, disparos, asaltos a cuarteles. Muchas novelas, Zavalita.

– Ya sé que te fastidia hablar para defender la huelga -dijo Aída-. Pero consuélate, a ves que todos los apristas están en contra. Y sin esos, la Federación rechazará nuestra moción.

– Debían inventar una pastilla, un supositorio contra las dudas, Ambrosio -dice Santiago-Fíjate qué lindo, te lo enchufas y ya está: creo.

Levantó la mano y comenzó a hablar antes que Saldívar le diera la palabra: la huelga consolidaría los Centros, foguearía a los delegados, las bases apoyarían porque ¿acaso no habían demostrado su confianza en ellos eligiéndolos? Tenía las manos en los bolsillos y se clavaba las uñas.

– Igual que cuando hacía el examen de conciencia, los jueves, antes de la confesión -dijo Santiago-. ¿Había soñado con calatas porque había querido soñar con ellas o porque quiso el diablo y no pude impedirlo? ¿Estaban ahí en la oscuridad como intrusas o como invitadas?

– Estás equivocado, sí tenías pasta de militante -dijo Carlitos-. Si tuviera que defender ideas contrarias a las mías, me saldrían rebuznos o gruñidos o píos.

– ¿Qué es lo que haces en "La Crónica”? -dijo Santiago-. ¿Qué es lo que hacemos a diario, Carlitos?

Santos Vivero levantó la mano, había escuchado las intervenciones con una expresión de suave desasosiego, y antes de hablar cerró los ojos y tosió como si todavía dudara.

– La tortilla se volteó en el último minuto -dijo Santiago-. Parecía que los apristas estaban en contra, que no habría huelga. Quizá todo hubiera sido diferente entonces, yo no hubiera entrado a "La Crónica", Carlitos.

Él pensaba, compañeros y camaradas, que lo fundamental en estos momentos no era la lucha por la reforma universitaria, sino la lucha contra la dictadura.

Y una manera eficaz de luchar por las libertades públicas, la liberación de los presos, el retorno de los desterrados, la legalización de los partidos, era, compañeros y camaradas, forjando la alianza obrero-estudiantil, o, como había dicho un gran filósofo, entre trabajadores manuales e intelectuales.

– Si citas a Haya de la Torre otra vez, te leo el Manifiesto Comunista -dijo Washington-. Lo tengo aquí.

– Pareces una puta vieja que recuerda su juventud, Zavalita -dijo Carlitos-. En eso tampoco nos parecemos. Lo que me ocurrió de muchacho se me borró y estoy seguro que lo más importante me pasará mañana. Tú parece que hubieras dejado de vivir cuando tenías dieciocho años.

– No lo interrumpas que se puede arrepentir -susurró Héctor. -¿No ves que está a favor de la huelga?

Sí, ésta podía ser una buena oportunidad, porque los compañeros tranviarios estaban demostrando valentía y combatividad, y su sindicato no estaba copado por los amarillos. Los delegados no debían seguir ciegamente a las bases, debían mostrarles el rumbo: despertarlas, compañeros y camaradas, empujarlas a la acción.

– Después de Santos Vivero, los apristas comenzaron a hablar de nuevo, y nosotros de nuevo -dijo Santiago-. Salimos de la academia de billar de acuerdo y esa noche la Federación aprobó una huelga indefinida de solidaridad con los tranviarios. Caí preso exactamente diez días después, Carlitos.

– Fue tu bautizo de fuego -dijo Carlitos-. Mejor dicho, tu partida de defunción, Zavalita.

IX

– O SEA que hubiera sido mejor para ti quedarte en la casa, no ir a Pucallpa -dice Santiago.

– Sí, mucho mejor -dice Ambrosio-. Pero quién iba a saber, niño..

Pero qué bonito que habla, gritó Trifulcio. Había ralos aplausos en la Plaza, una maquinita, algunos vivas. Desde la escalerilla de la tribuna, Trifulcio veía a la muchedumbre rizándose como el mar bajo la lluvia. Le ardían las manos pero seguía aplaudiendo.

– Primero, quién te mandó gritar Viva el Apra a la Embajada de Colombia -dijo Ludovico.- Segundo, quiénes son tus compinches. Y tercero, dónde están tus compinches. De una vez, Trinidad López.

– Y a propósito -dice Santiago. ¿Por qué te fuiste de la casa?

– Asiento Landa, ya hemos estado parados bastante rato en el Te Deum -dijo don Fermín-. Asiento, don Emilio.

– Ya estaba cansado de trabajar para los demás -dice Ambrosio-. Quería probar por mi cuenta, niño.

A ratos gritaba viva-don-Emilio-Arévalo, a ratos viva-el-general-Odría, a ratos Arévalo-Odría. Desde la tribuna le habían hecho gestos, dicho no lo interrumpas mientras habla, requintado entre dientes, pero Trifulcio no obedecía: era el primero en aplaudir, el último en dejar de hacerlo.

– Me siento ahorcado con esta pechera -dijo el senador Landa-. No soy para andar de etiqueta. Yo soy un campesino, qué diablos.

– Ya, Trinidad López -dijo Hipólito-. Quién te mandó, quiénes son y dónde están. De una vez.

– Yo creía que mi viejo te despidió -dice Santiago.

– Ya sé por qué no le aceptó a Odría la senaduría por Lima, Fermín -dijo el senador Arévalo-. Por no ponerse frac ni tongo.

– Qué ocurrencia, al contrario -dice Ambrosio-. Me pidió que siguiera con él y yo no quise. Vea qué equivocación, niño.

A ratos se acercaba a la baranda de la tribuna, encaraba a la muchedumbre con los brazos en alto, ¡tres hurras por Emilio Arévalo!, y él mismo rugía ¡hurrá!, ¡tres hurras por el general Odría!, y estentóreamente ¡rrá rrá rrá!

– El Parlamento está bien para los que no tienen nada que hacer -dijo don Fermín-. Para ustedes, los terratenientes.

– Ya me calenté, Trinidad López -dijo Hipólito-. Ahora sí que me calenté, Trinidad.

– Sólo me metí en esta macana porque el Presidente insistió para que encabezara la lista de Chiclayo -dijo el senador Landa-. Pero ya me estoy arrepintiendo. Voy a tener que descuidar (*) “Olave”. Esta maldita pechera.

– ¿Cómo supiste que el viejo se murió? -dice Santiago.

– No seas farsante, la senaduría te ha rejuvenecido diez años -dijo don Fermín-. Y no puedes quejarte, en unas elecciones como éstas se es candidato con gusto.

– Por el periódico, niño -dice Ambrosio-. No se imagina la pena que me dio. Porque qué gran hombre fue su papá.

Ahora la Plaza hervía de cantos, murmullos y vítores. Pero al estallar en el micro, la voz de don Emilio Arévalo apagaba los ruidos: caía sobre la Plaza desde el techo de la Alcaldía, el campanario, las palmeras, la glorieta. Hasta en la Ermita de la Beata había colocado Trifulcio un parlante.

– Alto ahí, las elecciones serían fáciles para Landa, que corrió solo -dijo el senador Arévalo-. Pero en mi departamento hubo dos listas, y ganar me ha costado la broma de medio millón de soles.

– Ya viste, Hipólito se calentó y te dio -dijo Ludovico-. Quién, quiénes, dónde. Antes que Hipólito se caliente de nuevo, Trinidad.

– No tengo la culpa de que la otra lista por Chiclayo tuviera firmas apristas -se rió el senador Landa-. La tachó el Jurado Electoral, no yo.

¿Y qué se hicieron las banderas?, dijo de pronto Trifulcio, los ojos llenos de asombro. Él tenía la suya prendida en la camisa, como una flor. La arrancó con una mano, la mostró a la multitud en un gesto desafiante. Unas cuantas banderitas se elevaron sobre los sombrerones de paja y los cucuruchos de papel que muchos se habían fabricado para protegerse del sol. ¿Dónde estaban las otras, para qué se creían que eran, por qué no las sacaban? Calla negro, dijo el que daba las órdenes, todo está saliendo bien. Y Trifulcio: se empujaron el trago pero se olvidaron de las banderitas, don. Y el que daba las órdenes: déjalos, todo está muy bien. Y Trifulcio: sólo que la ingratitud de éstos da cólera, don.

– ¿De qué enfermedad se murió su papá, niño? -dice Ambrosio.

– A Landa estos trajines electorales lo han rejuvenecido, pero a mí me han sacado canas -dijo el senador Arévalo-. Basta de elecciones. Esta noche cinco polvos.

– Del corazón -dice Santiago-. O de los colerones que le di.

– ¿Cinco? -se rió el senador Landa-. Cómo te va a quedar el culo, Emilio.

– Y ahora Hipólito se arrechó -dijo Ludovico-. Ay mamita, ahora sí que te llegó, Trinidad.

– No diga eso, niño -dice Ambrosio-. Si don Fermín lo quería tanto. Siempre decía el flaco es al que quiero más.

Solemne, marcial, la voz de don Emilio Arévalo flotaba sobre la Plaza, invadía las calles terrosas, se perdía en los sembríos. Estaba en mangas de camisa, accionaba y su anillo relampagueaba junto a la cara de Trifulcio. Levantaba la voz, ¿se había puesto furioso?

Miró a la multitud: caras quietas, ojos enrojecidos de alcohol, aburrimiento o calor, bocas fumando o bostezando. ¿Se había calentado porque no lo estaban escuchando?

– Tanto codearte con la chusma en la campaña electoral, te has contagiado -dijo el senador Arévalo-. No hagas esos chistes cuando discursees en el senado, Landa.

– Tanto, que sufrió una barbaridad cuando usted se escapó de la casa, niño -dice Ambrosio.

– Bueno, el gringo me ha dado sus quejas, se trata de eso -dijo don Fermín-. Que ya pasaron las elecciones, que hace mala impresión a su gobierno que siga preso el candidato de la oposición: Esos gringos formalistas, ya saben.

– Iba cada día donde su tío Clodomiro a preguntarle por usted dice Ambrosio-. Qué sabes del flaco, cómo está el flaco.

Pero de pronto don Emilio dejó de gritar y sonrió y habló como si estuviera contento. Sonreía, su voz era suave, movía la mano, parecía que arrastrara una muleta y el toro pasara besándole el cuerpo. La gente de la tribuna sonreía, y Trifulcio, aliviado, sonrió también.

– Ya no hay razón para que siga preso, lo van a soltar en cualquier momento -dijo el senador Arévalo-. ¿No se lo dijo al Embajador, Fermín?

– Vaya, te pusiste a hablar -dijo Ludovico-. O sea que no te gustan los golpes sino los cariños de Hipólito. ¿Que qué dices, Trinidad?

– Y también a la pensión de Barranco donde usted vivía -dice Ambrosio. Y a la dueña qué hace mi hijo, cómo está mi hijo.

– No entiendo a los gringos de mierda -dijo el senador Landa-. Le pareció muy bien que se encarcelara a Montagne antes de las elecciones y ahora le parece mal. Nos mandan embajadores de circo, estos.

– ¿Iba a la pensión a preguntar por mí?. -dice Santiago.

– Claro que se lo dije, pero anoche hablé con Espina y tiene escrúpulos -dijo don Fermín-Que hay que esperar, que si se suelta a Montagne ahora podrá pensarse que se lo encarceló para que Odría ganara las elecciones sin competidor, que fue mentira lo de la conspiración.

– ¿Que tú eres el brazo derecho de Haya de la Torre? -dijo Ludovico-. ¿Que tú eres el verdadero jefe máximo del Apra y Haya de la Torre tu cholito, Trinidad?

– Claro, niño, todo el tiempo -dice Ambrosio.-Le pasaba plata a la dueña de la pensión para que no le contara a usted.

– Espina es un cojudo sin remedio -dijo el senador Landa-. Por lo visto se cree que alguien se tragó el cuentanazo de la conspiración. Hasta mi sirvienta sabe que a Montagne lo encerraron para que dejara el campo libre a Odría.

– No nos vas a tomar el pelo así, papacito -dijo Hipólito-. ¿Estás queriendo que te zampe el huevo a la boca o qué, Trinidad?

– El señor creía que usted se enojaría si se enteraba -dice Ambrosio.

– La verdad es que apresar a Montagne fue una metida de pata -dijo el senador Arévalo-. No sé por qué aceptaron que hubiera un candidato de oposición si a última hora iban a dar marcha atrás y a encarcelarlo. La culpa la tienen los consejeros políticos. Arbeláez, el idiota de Ferro, incluso usted, Fermín.

– Ya ve cuánto lo quería su papá, niño -dice Ambrosio.

– Las cosas no salieron como se esperaba, don Emilio -dijo don Fermín-. Nos podíamos llevar un chasco con Montagne. Además, yo no fui partidario de que se lo encarcelara en fin, ahora hay que tratar de componer las cosas.

Ahora gritaba, sus manos eran dos aspas, y su voz ascendía y tronaba como una gran ola que de pronto se rompió ¡viva el Perú! Una salva de aplausos en la tribuna, una salva en la Plaza. Trifulcio agitaba su banderita, viva-don-Emilio-Arévalo, ahora sí muchas banderas asomaron sobre las cabezas, viva-el-general-Odría, ahora sí. Los parlantes roncaron un segundo, luego inundaron la Plaza con el Himno Nacional.

– Yo le di mi opinión a Espina cuando me anunció que iba a detener a Montagne con el pretexto de una conspiración -dijo don Fermín-. No se lo va a tragar nadie, va a perjudicar al General, ¿acaso no tenemos gente segura en el Jurado Electoral, en las mesas? Pero Espina es un imbécil, sin ningún tacto político.

– Así que el jefe máximo, así que mil apristas van a asaltar la Prefectura para rescatarte -dijo Ludovico-. Así que crees que haciéndote el loco nos vas a cojudear, Trinidad.

– No me crea un curioso, pero ¿por qué se escapó de la casa esa vez, niño? -dice Ambrosio-. ¿No estaba bien donde sus papás?

Don Emilio Arévalo estaba sudando; estrechaba las manos que convergían hacia él de todos lados, se limpiaba la frente, sonreía, saludaba, abrazaba a la gente de la tribuna, y la armazón de madera se bamboleaba, mientras don Emilio acudía hacia la escalerilla. Ahora te tocaba a ti, Trifulcio.

– Demasiado bien, por eso me fui. -dice Santiago-. Era tan puro y tan cojudo que me fregaba tener la vida tan fácil y ser un niño decente.

– Lo curioso es que la idea de encarcelarlo no fue del Serrano -dijo don Fermín-. Ni de Arbeláez ni de Ferro. El que los convenció, el que se empeñó fue Bermúdez.

– Tan puro y tan cojudo que creía que jodiéndome un poco me haría hombrecito, Ambrosio -dice Santiago.

– Que todo eso fue obra de un directorcito de gobierno, de un empleadito, tampoco me lo trago -dijo el senador Landa-. Eso lo inventó el Serrano Espina para echarle la pelota a alguien si las cosas salían mal.

Trifulcio estaba ahí, al pie de la escalerilla, defendiendo a codazos su sitio, escupiéndose las manos, la mirada fanáticamente incrustada en las piernas de don Emilio que se acercaban mezcladas con otras, el cuerpo tenso, los pies bien apoyados en la tierra: a él, le tocaba a él.

– Lo tienes que creer porque es la verdad -dijo don Fermín-. Y no lo basurees mucho. Como quien no quiere la cosa, ese empleadito se está convirtiendo en hombre de confianza del General.

– Ahí lo tienes, Hipólito, te lo regalo -dijo Ludovico-. Quítale las locuras al jefe máximo de una vez.

– Entonces ¿no se fue porque tenía distintas ideas políticas que su papá? -dice Ambrosio.

– Le cree todo, lo considera infalible -dijo don Fermín-. Cuando Bermúdez opina, Ferro, Arbeláez, Espina y hasta yo nos vamos al diablo, no existimos. Se vio cuando lo de Montagne.

– El pobre no tenía ideas políticas -dice Santiago-. Sólo intereses políticos, Ambrosio.

Trifulcio dio un salto, las piernas estaban ya en el último escalón, dio un empellón, dos, y se agachó y ya iba a alzarlo. No, no amigo, dijo un don Emilio risueño y modesto y sorprendido, muchas gracias pero, y Trifulcio lo soltó, retrocedió, confuso, los ojos abriéndose y cerrándose, ¿pero, pero?, y don Emilio pareció también confuso, y en el grupo apiñado en torno a él hubo codazos, cuchicheos.

– La verdad es que, aun cuando no sea infalible, tiene cojones -dijo el senador Arévalo-. En año y medio nos borró del mapa a los apristas y a los comunistas y pudimos llamar a elecciones.

– ¿Sigues siendo el jefe máximo del Apra, papacito? -dijo Ludovico-. Bueno, muy bien. Sigue, Hipólito.

– Lo de Montagne fue así -dijo don Fermín-. Un buen día Bermúdez se desapareció de Lima y volvió a las dos semanas. He recorrido medio país, General, si Montagne llega de candidato a las elecciones, usted pierde.

Qué esperas, imbécil, dijo el que daba las órdenes y Trifulcio disparó una mirada angustiada a don Emilio que hizo un signo de rápido o apúrate. La cabeza de Trifulcio se agachó velozmente, atravesó el horcón que formaban las piernas, alzó a don Emilio como una pluma.

– Eso era un disparate -dijo el senador Landa-. Montagne no iba a ganar jamás. No tenía dinero para una buena campaña, nosotros controlábamos todo el aparato electoral.

– ¿Y por qué te parecía tan gran hombre mi viejo? -dice Santiago.

– Pero los apristas iban a votar por él, todos los enemigos del régimen iban a votar por él -dijo don Fermín-. Bermúdez lo convenció. Si voy en estas condiciones, pierdo. En fin, así fue, por eso lo metieron preso.

– Porque era, pues, niño -dice Ambrosio-. Tan inteligente y tan caballero y tan todo, pues.

Oía aplausos y vítores mientras avanzaba con su carga a cuestas, rodeado de Téllez, de Urondo, del capataz y del que daba las órdenes, también él gritando Arévalo-Odría, seguro, tranquilo, sujetando bien las piernas, sintiendo en sus pelos los dedos de don Emilio, viendo la otra mano que agradecía y estrechaba las manos que se le tendían.

– Ya déjalo, Hipólito -dijo Ludovico-. No ves que ya lo soñaste.

– A mí no me parecía un gran hombre, sino un canalla -dice Santiago-. Y lo odiaba.

– Está truqueando -dijo Hipólito-. Y te lo voy a demostrar.

El Himno Nacional había terminado cuando acabaron de dar la vuelta a la Plaza. Hubo un redoble de tambor, un silencio, y comenzó una marinera. Entre las cabezas y los puestos de refrescos y de viandas,

Trifulcio divisó una pareja que bailaba: ya, llévalo a la camioneta, negro. A la camioneta, don.

– Lo mejor será que hablemos con él -dijo el senador Arévalo-. Usted le cuenta su charla con el Embajador, Fermín, y nosotros le diremos ya se acabaron las elecciones, el pobre Montagne no es un peligro para nadie, suéltelo y ese gesto le ganará simpatía. A Odría hay que trabajarlo así.

– Niño, niño -dice Ambrosio-. Cómo va a decir eso de él, niño.

– Cómo conoces la psicología del cholo, senador -dijo el senador Landa.

– Ya ves que no está truqueando -dijo Ludovico-. Suéltalo ya.

– Pero ya no lo odio, ahora que está muerto ya no -dice Santiago-. Lo fue, pero sin saberlo, sin quererlo. Y además en este país hay canallas para regalar, y él creo que lo pagó, Ambrosio.

Ya bájalo, dijo el que daba las órdenes, y Trifulcio se agachó: vio que los pies de don Emilio tocaban el suelo, vio sus manos que sacudían el pantalón.

Entró a la camioneta y tras él Téllez, Urondo y el capataz. Trifulcio se sentó adelante. Un grupo de hombres y mujeres miraban, boquiabiertos. Riéndose, sacando la cabeza por la ventanilla, Trifulcio les gritó: ¡viva don Emilio Arévalo!

– No sabía que Bermúdez tenía tanta influencia en Palacio -dijo el senador Landa-. ¿Cierto que tiene una querida que es bailarina o algo así?

– Está bien, Ludovico, menos bulla -dijo Hipólito-. Ya lo solté.

– Le acaba de poner una casita en San Miguel -sonrió don Fermín-. A esa que era querida de Muelle.

– ¿Y también te parecía un gran hombre ése con el que trabajaste antes de ser chofer de mi viejo? -dice Santiago.

– ¿A la Musa? -dijo el senador Landa-. Caracoles, una señora mujer. ¿Esa es la querida de Bermúdez? Es un pájaro de alto vuelo, para ponerla en una jaula hay que tener bien forrados los bolsillos.

– Ya lo creo que se te pasó, mierda -dijo Ludovico-. Échale agua, haz algo, no te quedes ahí.

– Tan de alto vuelo que lo dejó a Muelle en la tumba -se rió don Fermín-. Y maricona, y se droga.

– ¿Don Cayo? -dice Ambrosio-. Nunca, niño, él no tenía ni para comenzar con su papá.

– No se pasó, está vivo -dijo Hipólito-. De qué te asustas, no le dejé ni un arañón, ni un moretón. Se soñó de susto, Ludovico.

– Quién no es maricón en estos tiempos, quién no se droga ahora en Lima -dijo el senador Landa-. Nos estamos civilizando ¿no?

– ¿No te daba vergüenza trabajar con ese hijo de puta? -dice Santiago.

– Quedamos en eso, veremos a Odría mañana -dijo el senador Arévalo-. Hoy le han puesto la banda presidencial y hay que dejarlo que se pase el día mirándose al espejo y gozando.

– Por qué me iba a dar -dice Ambrosio-. Yo no sabía que don Cayo se iba a portar mal con su papá. Si en esa época eran tan amigos, niño.

Cuando llegaron a la casa-hacienda y bajó de la camioneta, Trifulcio no fue a pedir de comer, sino al riachuelo a mojarse la cabeza, la cara y los brazos.

Después se tendió en el patio de atrás, bajo el alero de la desmotadora. Le ardían las manos y la garganta, estaba cansado y contento. Ahí mismo sé quedó dormido.

– El sujeto ése, señor Lozano, el Trinidad López ése -dijo Ludovico-. Sí, de repente se nos loqueó.

– ¿Te encontraste con ella en la calle? -dijo Queta-. ¿La que era sirvienta de Bola de Oro, la que se acostaba contigo? ¿Esa de la que té enamoraste?

– Me alegro que hiciera soltar a Montagne, don Cayo -dijo don Fermín-. Los enemigos del régimen se estaban aprovechando de este pretexto para decir que las elecciones fueron una farsa.

– ¿Cómo que se loqueó? -dijo el señor Lozano-. ¿Habló o no habló?

– Es verdad que fueron, entre usted y yo lo podemos reconocer -dijo Cayo Bermúdez-. Apresar al único candidato opositor no fue la mejor solución, pero no hubo más remedio. Se trataba de que el General saliera elegido ¿no?

– ¿Te contó que se había muerto su marido, que se había muerto su hijo? -dijo Queta-. ¿Que andaba buscando trabajo?

Lo despertaron las voces del capataz, de Urondo y de Téllez. Se sentaron a su lado, le invitaron un cigarrillo, conversaron. ¿Había salido bien la manifestación de Grocio Prado, no? Sí, había salido bien. ¿Más gente hubo en la de Chincha, no? Sí, más. ¿Ganaría las elecciones don Emilio? Claro que ganaría. Y Trifulcio: ¿si don Emilio se iba a Lima de senador a él lo despedirían? No hombre, lo contratarían, dijo el capataz. Y Urondo: te quedarás con nosotros, ya verás. Todavía hacía calor, el sol del atardecer coloreaba el algodonal, la casa-hacienda, las piedras.

– Habló, pero locuras, señor Lozano -dijo Ludovico-. Que era el segundo jefe máximo, que era el primer jefe máximo. Que los apristas iban a venir a rescatarlo con cañones. Se loqueó, palabra.

– ¿Y le dijiste hay una casita en San Miguel donde buscan empleada? -dijo Queta-. ¿Y la llevaste donde Hortensia?

– ¿De veras piensa que Odría hubiera sido derrotado por Montagne? -dijo don Fermín.

– Más bien di que los cojudeó -dijo el señor Lozano-. Ah, par de inútiles. Y encima tontos.

– O sea que es Amalia, la que comenzó a trabajar el lunes -dijo Queta-. O sea que eres más tonto de lo que pareces. ¿Se te ocurre que eso no se va a saber?

– Montagne o cualquier otro opositor, ganaba -dijo Cayo Bermúdez-. ¿No conoce a los peruanos, don Fermín? Somos acomplejados, nos gusta apoyar al débil, al que no está en el poder.

– Nada de eso, señor Lozano -dijo Hipólito-. Ni inútiles ni tontos. Venga a verlo cómo lo dejamos y verá.

– ¿Que le hiciste jurar que no le diría a Hortensia que tú le pasaste el dato? -dijo Queta-. ¿Que le hiciste creer que Cayo Mierda la botaría si sabía que te conocía?

En eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y ahí venía el que daba las órdenes. Cruzó el patio, se paró frente a ellos, apuntó con el dedo a Trifulcio: la cartera de don Emilio, hijo de puta.

– Es una lástima que no le aceptara usted la senaduría -dijo Cayo Bermúdez-. El Presidente tenía la esperanza de que usted fuera el vocero de la mayoría en el Parlamento, don Fermín.

– ¿La cartera, que yo le saqué la cartera? -Trifulcio se levantó, se golpeó el pecho-. ¿Yo, don, yo?

– Pedazo de imbéciles -dijo el señor Lozano-. ¿Y por qué no lo llevaron a la enfermería, pedazo de imbéciles?

– ¿Robas al que te da de comer? -dijo el que daba las órdenes-. ¿Al que te da trabajo siendo ladrón conocido?

– No conoces a las mujeres -dijo Queta-. Un día le contará a Hortensia que te conoce, que tú la llevaste a San Miguel. Un día Hortensia se lo contará a Cayo Mierda, un día él a Bola de Oro. Y ese día te matarán, Ambrosio.

Trifulcio se había arrodillado, había comenzado a jurar y a lloriquear. Pero el que daba las órdenes no se dejó conmover: lo mandaba preso de nuevo, delincuente, hampón conocido, la cartera de una vez. Y en eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y salió don Emilio: qué pasaba aquí.

– Lo llevamos pero no quisieron recibirlo, señor Lozano -dijo Ludovico-. Que no aceptaban la responsabilidad, que sólo si usted da la orden por escrito.

– Ya conversamos de eso, don Cayo -dijo don Fermín-. Yo encantado de servir al Presidente. Pero una senaduría es entregarse de lleno a la política y yo no puedo.

– Yo no voy a decir nada, yo nunca digo nada -dijo Queta-. A mí no me importa nada de nada. Te vas a joder, pero no por mí.

– ¿Tampoco aceptaría una Embajada? -dijo Cayo Bermúdez-. El General está tan agradecido por toda la colaboración que usted le ha prestado y quiere demostrárselo. ¿No le interesaría, don Fermín?

– Mire cómo me está ofendiendo, don Emilio -dijo Trifulcio-. Mire la barbaridad de que me acusa. Hasta me ha hecho llorar, don Emilio.

– Ni pensarlo -dijo don Fermín, riéndose-. No tengo pasta de parlamentario ni de diplomático, don Cayo.

– Yo no fui, señor -dijo Hipólito-. Se loqueó solito, se tiró de bruces solito, señor. Apenas lo tocamos, créame señor Lozano.

– No ha sido él, hombre -dijo don Emilio al que daba las órdenes-. Sería algún cholito de la manifestación. ¿Tú no serías tan perro de robarme a mí, no, Trifulcio?

– Lo va a herir al General con tanto desinterés, don Fermín -dijo Cayo Bermúdez.

– Antes me dejaría cortar la mano, don Emilio -dijo Trifulcio.

– Ustedes armaron esta complicación -dijo el señor Lozano-. Y ustedes solitos la van a desarmar, sócarajos.

– Nada de desinterés, se equivoca -dijo don Fermín-. Ya habrá ocasión de que Odría me retribuya mis servicios. Ya ve, como usted es tan franco conmigo, yo lo mismo con usted, don Cayo.

– Lo van a sacar, calladitos, se lo van a llevar con cuidadito -dijo el señor Lozano-, lo van a dejar por alguna parte. Y si alguien los ve se joden, y encima los jodo yo. ¿Entendido?

Ah, sambo latero, dijo don Emilio. Y se fue a la casa-hacienda con el que daba las órdenes, y Urondo y el capataz también se fueron, al poco rato. Te habían mentado la madre a su gusto, Trifulcio, se reía Téllez.

– Usted siempre me anda invitando y yo quisiera corresponderle -dijo Cayo Bermúdez-. Me gustaría invitarlo a comer a mi casa una de estas noches, don Fermín.

– Ese hombre que me insultó no sabía a qué se exponía -dijo Trifulcio.

– Ya está, señor -dijo Ludovico-. Lo sacamos, lo llevamos, lo dejamos y nadie nos vio.

– ¿No le sacaste la cartera? -dijo Téllez-. A mí tú no me engañas, Trifulcio.

– Cuando usted quiera -dijo don Fermín-. Con mucho gusto, don Cayo.

– Se la saqué pero a él no le constaba -dijo Trifulcio-. ¿Vamos esta noche al pueblo?

– En la puerta del San Juan de Dios, señor Lozano -dijo Hipólito-. Nadie nos vio.

– He tomado una casita en San Miguel, cerca del Bertoloto -dijo Cayo Bermúdez-. Y además, bueno, no sé si sabrá, don Fermín.

– ¿A quién, de qué me hablan? -dijo el señor Lozano-. ¿Todavía no se han olvidado, so carajos?

– ¿Cuánta plata había en la cartera, Trifulcio? -dijo Téllez.

– Bueno, había oído algo, sí -dijo don Fermín-.Ya sabe las cotorras que son los limeños, don Cayo.

– No seas tan preguntón -dijo Trifulcio-. Conténtate con que te pague los tragos esta noche.

– Ah bueno, ah pero claro -dijo Ludovico-. A nadie, de nada. Ya nos olvidamos de todo, señor.

– Soy un provinciano, a pesar de año y medio en Lima todavía no sé las costumbres de acá -dijo Cayo Bermúdez-. Francamente, me sentía un poco cortado. Temía que usted no aceptara ir a mi casa, don Fermín.

– Yo también, señor Lozano, palabra que me olvidé-dijo Hipólito-. Quién era Trinidad López, nunca lo vi, nunca existió. ¿Ya ve, señor? Ya me olvidé.

Téllez y Urondo, borrachos ya, cabeceaban en la banca de madera de la chingana, pero a pesar de las cervezas y del calor, Trifulcio seguía despierto. Por los agujeros de la pared se divisaba la placita arenosa blanqueada por el sol, el rancho donde entraban los votantes. Trifulcio miraba a los guardias parados frente al rancho. En el transcurso de la mañana habían venido un par de veces a tomar una cerveza y ahora estaban allá, con sus uniformes verdes. Por sobre las cabezas de Téllez y Urondo se veía una lengua de playa, un mar con manchones de algas brillando. Habían visto partir las barcas, las habían visto disolverse en el cielo del horizonte. Habían comido cebiche fresco y pescado frito con papas cocidas y tomado cerveza, mucha cerveza.

– ¿Me ha creído usted un fraile, un tonto? -dijo don Fermín-. Vamos, don Cayo. Me parece magnífico que haya hecho una conquista así. Encantado de ir a comer con ustedes, cuantas veces quieran.

Trifulcio vio el terral, vio la camioneta roja. Atravesó la placita entre perros que ladraban, frenó ante la chingana, bajó el que daba las órdenes. ¿Había votado mucha gente ya? Muchísima, toda la mañana habían estado entrando y saliendo. Tenía botas, pantalón de montar, una camisa sin botones: no quería verlos borrachos, que no tomaran más. Y Trifulcio: pero ahí había un par de cachacos, don. No te preocupes, dijo el que daba las órdenes. Subió a la camioneta y desapareció entre ladridos y una nube de polvo.

– Después de todo, usted es algo culpable -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Se acuerda esa noche, en el Embassy?

Los que salían de votar se acercaban a la chingana, la dueña los atajaba en la puerta: cerrado por elecciones, no se atendía. ¿Y por qué no estaba cerrado para ésos? La vieja no les daba explicaciones: fuera o llamaba a los cachacos. Los tipos se iban, requintando.

– Claro que me acuerdo -se rió don Fermín-. Pero nunca me imaginé que iba a quedar flechado por la Musa, don Cayo.

La sombra de los ranchos de la placita era ya más larga que los manchones de sol, cuando volvió a aparecer la camioneta roja, ahora cargada de hombres.

Trifulcio miró hacia el rancho: un grupo de votantes observaba la camioneta con curiosidad, los dos guardias también miraban acá. Listo, apuraba el que daba las órdenes a los hombres que saltaban al suelo, de una vez. Ya iría a cerrarse la votación, ya estarían sellando las ánforas.

– Ya sé por qué lo hiciste, infeliz -dijo don Fermín-. No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba.

Trifulcio, Téllez y Urondo salieron de la chingana, se pusieron al frente de los hombres de la camioneta.

No eran más de quince y Trifulcio los reconoció: tipos de la desmotadora, peones, los dos sirvientes de la casa-hacienda. Zapatones de domingo, pantalones de tocuyo, sombrerotes. Tenían los ojos ardiendo, olían a alcohol.

– Qué le parece este Cayo -dijo el coronel Espina-. Yo creía que no hacía otra cosa que trabajar día y noche, y vea usted lo que se consiguió. ¿Linda hembra, no, don Fermín?

Avanzaron en pelotón por la placita y los que estaban en la puerta del rancho comenzaron a codearse y a apartarse. Los dos guardias les salieron al encuentro.

– Sino por el anónimo que me mandó contándome lo de tu mujer -dijo don Fermín-. No por vengarme a mí. Por vengarte tú, infeliz.

– Aquí se ha estado haciendo trampa -dijo el que daba las órdenes-. Venimos a protestar.

– A mí me dejó asombrado -dijo el coronel Espina-. Carajo, el tranquilo de Cayo con tamaña hembra. ¿Increíble, no, don Fermín?

– No permitimos que haya fraude -dijo Téllez-. ¡Viva el general Odría, viva don Emilio Arévalo!

– Estamos aquí para cuidar el orden -dijo uno de los guardias-. No tenemos nada que ver con la votación. Protesten con los de las mesas.

– ¡Viva! -gritaban los hombres-. ¡Arévalo-Odría!

– Lo gracioso es que yo le daba consejos -dijo el coronel Espina-. No trabajes tanto, goza un poco de la vida. Y vea usted con la que salió, don Fermín.

La gente se había acercado, mezclado con ellos, y los miraba y miraba a los guardias y se reía. Y entonces en la puerta del rancho surgió un hombrecito que miró a Trifulcio asustado: ¿qué bulla era ésta? Tenía saco y corbata, anteojos y un bigotito sudado.

– Despejen, despejen -dijo, con voz temblona. Ya se cerró la votación, ya son las seis. Guardias, que se retire esta gente.

– Creías que te iba a despedir por lo que me enteré del asunto de tu mujer -dijo don Fermín-. Creíste que haciendo eso me tenías del pescuezo. También tú querías chantajearme, infeliz.

– Dicen que ha habido trampa, señor -dijo uno de los guardias.

– Dicen que vienen a protestar, doctor -dijo el otro.

– Y yo le pregunté cuándo vas a traer a tu mujer de Chincha -dijo el coronel Espina-. Nunca, se quedará en Chincha, nomás. Fíjese cómo se ha avivado el provinciano de Cayo, don Fermín.

– Es cierto, quieren hacer trampa -dijo un tipo que salió del rancho-. Quieren robarle la elección a don Emilio Arévalo.

– Oiga, qué le pasa -el hombrecito había abierto los ojos como platos-. ¿Usted acaso no controló la votación como representante de la lista Arévalo? ¿De qué trampa habla si ni siquiera hemos contado los votos?

– Basta, basta -dijo don Fermín-. Déjate de llorar. ¿No fue así, no pensaste eso, no lo hiciste por eso?

– No permitimos -dijo el que daba las órdenes -Vamos adentro.

– Después de todo, tiene derecho a divertirse -dijo el coronel Espina-. Espero que al General no le parezca mal esto de que se eche una querida; así, tan abiertamente.

Trifulcio cogió al hombrecito de las solapas y con suavidad lo retiró de la puerta. Lo vio ponerse amarillo, lo sintió temblar. Entró al rancho, detrás de Téllez, de Urondo y del que daba las órdenes. Adentro un jovencito en overol se paró y gritó ¡aquí no se puede entrar, policía, policía! Téllez le dio un empujón y el joven se fue al suelo gritando ¡policía, policía!

Trifulcio lo levantó, lo sentó en una silla: quietecito, calladito, hombre. Téllez y Urondo cargaron las ánforas y salieron a la calle. El hombrecito miraba aterrado a Trifulcio: era un delito, iban a ir a la cárcel, y se le deshacía la voz.

– Cállate, a ti te ha pagado Mendizábal -dijo Téllez.

– Cállate si no quieres que te callen -dijo Urondo.

– No vamos a permitir que haya fraude -dijo a los guardias el que daba las órdenes-. Estamos llevando las ánforas al Jurado Departamental.

– Aunque no creo, porque nada de lo que hace Cayo le parece mal -dijo el coronel Espina-. Dice que el mejor servicio que he prestado al país ha sido desenterrar a Cayo de la provincia y traerlo a trabajar conmigo. Lo tiene en el bolsillo al General, don Fermín.

– Bueno, está bien -dijo don Fermín-. No llores más, infeliz.

En la camioneta, Trifulcio se sentó adelante. Vio por la ventanilla que en la puerta del rancho el hombrecito y el muchacho de overol discutían con los guardias. La gente los miraba, unos señalaban la camioneta, otros se reían.

– Bueno, no querías chantajearme sino ayudarme -dijo don Fermín-. Harás lo que yo te diga, bueno, me obedecerás. Pero basta, ya no llores más.

– ¿Y para esto tanta espera? -dijo Trifulcio-. Si sólo había ahí dos tipos del señor Mendizábal. Los otros eran mirones, nomás.

– No te desprecio, no te odio -dijo don Fermín-. Está bien, me tienes respeto, lo hiciste por mí. Para que yo no sufriera, bueno. No eres un infeliz, está bien.

– Mendizábal se creía muy seguro -dijo Urondo-. Como éstas son sus tierras, creyó que iba a barrer con los votos. Pero se ensartó.

– Está bien, está bien -repetía don Fermín.

X

LA POLICÍA había arrancado los cartelones de la fachada de San Marcos, borrado los vivas a la huelga y los mueras a Odría. No se veían estudiantes en el parque Universitario. Había guardias apiñados frente a la capilla de los próceres, dos patrulleros en la esquina de Azángaro, tropa de asalto en los corralones vecinos. Santiago recorrió la Colmena, la plaza San Martín. En el Jirón de la Unión cada veinte metros aparecía un guardia impávido entre los transeúntes, la metralleta bajo el brazo, la máscara contra gases a la espalda, un racimo de granadas lacrimógenas en la cintura. La gente que salía de las oficinas, los vagos y los donjuanes los miraban con apatía o con curiosidad, pero sin temor. También en la Plaza de Armas había patrulleros, y ante las rejas de Palacio, además de los centinelas de uniformes negros y rojos, se veían soldados encasquetados. Pero al otro lado del puente, en el Rímac, no había siquiera agentes de tránsito. Muchachos con caras de matones, matones con caras de tuberculosos fumaban bajo los rancios faroles de Francisco Pizarro, y Santiago avanzó entre cantinas que escupían borrachitos tambaleantes y los mendigos, las criaturas desarrapadas y los perros sin dueño de otras veces. El hotel Mogollón era apretado y largo como la callejuela sin asfalto donde estaba. No había nadie en el nicho que hacía de recepción, el corredorcito y la escalera se hallaban a oscuras. En el segundo piso, cuatro varillas doradas enmarcaban la puerta del cuarto, más pequeña que su vano. Dio los tres golpecitos de contraseña y empujó: la cara de Washington, un catre con una frazada, una almohada sin funda, dos sillas, una bacinica.

– El centro está lleno de policías -dijo Santiago-. Se esperan otra manifestación relámpago esta noche.

– Una mala noticia, lo cogieron al cholo Martínez al salir de Ingeniería -dijo Washington; estaba demacrado y ojeroso, así tan serio parecía otra persona-. Su familia fue a la Prefectura, pero no pudo verlo.

De los tablones del techo pendían telarañas, el único foco estaba muy alto y la luz era sucia.

– Ahora los apristas no pueden decir que sólo ellos caen -dijo Santiago; sonrió, confuso.

– Tenemos que cambiar de sitio -dijo Washington-. Incluso la reunión de esta noche es peligrosa.

– ¿Crees que si le pegan va a hablar? -lo tenían amarrado y una silueta retaca y maciza tomaba impulso y golpeaba, la cara del cholo se contraía en una mueca, su boca aullaba.

– Nunca se sabe -Washington alzó los hombros y bajó los ojos, un instante-. Además, no le tengo confianza al tipo del hotel. Esta tarde me pidió mis papeles otra vez. Llaque va a venir y no he podido avisarle lo de Martínez.

– Lo mejor será tomar un acuerdo rápido y salir de aquí -Santiago sacó un cigarrillo y lo encendió; dio varias pitadas y luego volvió a sacar la cajetilla y se la alcanzó a Washington-. ¿Se reúne siempre la Federación esta noche?

– Lo que queda de la Federación, hay doce delegados fuera de combate -dijo Washington-. En principio sí, a las diez, en Medicina.

– Nos van a caer ahí de todas maneras -dijo Santiago.

– Puede que no, el gobierno debe saber que esta noche probablemente se levantará la huelga y dejará que nos reunamos -dijo Washington-. Los independientes se han asustado y quieren dar marcha atrás. Parece que los apristas también.

– ¿Qué vamos a hacer nosotros? -dijo Santiago.

– Es lo que hay que decidir ahora -dijo Washington-. Mira, noticias del Cuzco y de Arequipa. Allá las cosas andan todavía peor que aquí.

Santiago se acercó al catre, cogió dos cartas. La primera venía del Cuzco, una letra fibrosa y erecta de mujer la firma era un garabato con rombos. La célula había hecho contacto con los apristas para discutir la huelga de solidaridad, pero se adelantó la policía, camaradas, ocupó la Universidad y la Federación había sido desmantelada; lo menos veinte detenidos, camaradas. La masa estudiantil estaba algo apática, pero la moral de los camaradas que escaparon a la represión siempre alta, a pesar de los reveses. Fraternalmente. La carta de Arequipa estaba escrita a máquina con una tinta no negra ni azul sino violeta, y no tenía firma ni iba dirigida a nadie. Estábamos moviendo bien la campaña en las Facultades y el ambiente parecía favorable a apoyar la huelga de San Marcos cuando la policía entró a la Universidad, entre los detenidos había ocho nuestros, camaradas: esperando poder darles mejores noticias próximamente y deseándoles todo éxito.

– En Trujillo la moción fue derrotada -dijo Washington-. Los nuestros sólo consiguieron que se aprobara un mensaje de solidaridad moral. O sea nada.

– Ninguna Universidad apoya a San Marcos, ningún sindicato apoya a los tranviarios -dijo Santiago- No queda más remedio que levantar la huelga, entonces.

– De todos modos, se ha hecho bastante -dijo Washington-. Y ahora, con los presos, hay una buena bandera para recomenzar en cualquier momento.

Dieron tres golpecitos en la puerta, pasa dijo Washington, y entró Héctor, transpirando, vestido de gris.

– Creí que iba a llegar tarde y soy de los primeros -se sentó en una silla, se limpió la frente con un pañuelo. Tomó aire y lo expulsó como si fuera humo-. Imposible localizar a ningún tranviario. La policía ocupó el local del sindicato. Fuimos con dos apristas. Ellos también han perdido el contacto con el comité de huelga.

– Apresaron al cholo al salir de Ingeniería -dijo Washington.

Héctor se lo quedó mirando, el pañuelo contra la boca.

– Con tal de que no le den una paliza y le desfiguren la -su voz y su sonrisa torzada se fueron apagando y murieron; volvió a tomar aire, guardó su pañuelo. Estaba ahora muy serio-; entonces no deberíamos reunirnos aquí esta noche.

– Va a venir Llaque, no había cómo avisarle -dijo Washington-. Además, la Federación se reúne dentro de hora y media y apenas tenemos tiempo para tomar un acuerdo entre nosotros.

– Qué acuerdo -dijo Héctor-. Independientes y apristas quieren levantar la huelga y es lo más lógico. Todo se está desmoronando, hay que salvar lo que queda de los organismos estudiantiles.

Otra vez tres golpecitos, salud camaradas, la corbatita roja y la voz de pajarito. Llaque miró a su alrededor con sorpresa.

– ¿No citaron a las ocho? ¿Qué es de los demás?

– Martínez cayó esta mañana -dijo Washington-. ¿Te parece que anulemos la reunión y salgamos de aquí?

La carita no se frunció, sus ojos no se alarmaron.

Estaría acostumbrado a esas noticias, piensa, a vivir escondiéndose y al miedo. Miró su reloj, estuvo un momento callado, reflexionando.

– Si lo detuvieron esta mañana, no hay peligro -dijo al fin, con una media sonrisa avergonzada-. Lo interrogarán sólo esta noche, o quizá al amanecer. Nos sobra tiempo, camaradas.

– Pero sería mejor que tú te fueras -dijo Héctor-. Aquí el que corre más peligro eres tú.

– Más despacio, los he oído desde la escalera -dijo Solórzano, desde el umbral-. Así que agarraron al cholo. Nuestra primera baja, caramba.

– ¿Te olvidaste de los tres toques? -dijo Washington.

– La puerta estaba abierta -dijo Solórzano-. Y ustedes hablaban a gritos.

– Van a ser las ocho y media -dijo Llaque-. ¿y los otros camaradas?

– Jacobo tenía que ver a los textiles, Aída iba a la Católica con un delegado de Educación -dijo Washington-. Ya no tardarán. Comencemos de una vez.

Héctor y Washington se sentaron en el catre, Santiago y Llaque en las sillas, Solórzano en el suelo. Estamos esperando, camarada Julián, oyó Santiago y dio un respingo. Siempre te olvidabas de tu seudónimo, Zavalita, siempre que eras secretario de actas y que debías resumir la sesión anterior. Lo hizo rápidamente, sin ponerse de pie, en voz baja.

– Pasemos a los informes -dijo Washington-. Sean breves y concisos, por favor.

– Mejor averigüemos de una vez qué les pasó -dijo Santiago-. Voy a llamar por teléfono.

– En el hotel no hay -dijo Washington-. Tendrías que buscar una botica y esas idas y venidas no convienen. Sólo tienen media hora de atraso, ya vendrán.

Los informes, piensa, los largos monólogos donde era difícil distinguir al objeto del sujeto, los hechos de las interpretaciones y las interpretaciones de las frases hechas. Pero esa noche todos habían sido veloces, parcos y concretos. Solórzano: la Asociación de Centros de Agricultura había rechazado la moción por ser política, ¿por qué se plegaba San Marcos a una huelga de tranviarios? Washington: los dirigentes de la Escuela Normal decían no hay nada que hacer, si llamamos a votación el noventa por ciento estará contra la huelga, les daremos sólo nuestro apoyo moral. Héctor: los contactos con el Comité de huelga tranviario se habían roto desde la ocupación policial del sindicato.

– Agricultura descartada, Ingeniería descartada, la Normal descartada y la Católica no sabemos -dijo Washington-. Las universidades de Cuzco y Arequipa ocupadas y Trujillo se echó atrás. Esa es la situación, en resumen. Es casi seguro que en la Federación, esta noche, se proponga levantar la huelga: Nos queda una hora para decidir nuestra posición.

Parecía que no iba a haber discusión, piensa, que todos estaban de acuerdo. Héctor: el movimiento había provocado una toma de conciencia política del estudiantado, ahora convenía replegarse antes de que desapareciera la Federación. Solórzano: levantar la huelga, sí, pero para comenzar de inmediato a preparar un nuevo movimiento, más poderoso y mejor coordinado. Santiago: sí, y de inmediato iniciar una campaña por la liberación de los estudiantes presos. Washington: con la experiencia adquirida y las enseñanzas de estos días de lucha, la Fracción universitaria de Cahuide había pasado su prueba de fuego, él también estaba porque se levantara la huelga para reagrupar las fuerzas.

– Yo quisiera decir algo, camaradas -dijo Llaque, con su delgada voz tímida, pero nada vacilante-. Cuando la Fracción acordó apoyar la huelga de los tranviarios, ya sabíamos todo esto.

¿Qué sabíamos? Que los sindicatos eran amarillos, pues los verdaderos dirigentes obreros estaban muertos o presos o desterrados, que con la huelga vendría la represión y habría detenciones y que las otras universidades darían la espalda a San Marcos. Lo que no sabíamos, lo que no estaba previsto, camaradas, ¿qué era? Su manita subía y bajaba junto a tu cara, Zavalita, su voz bajita insistía, repetía, convencía. Que la huelga alcanzaría este éxito y obligaría al gobierno a desenmascararse y a mostrar toda su brutalidad a plena luz. ¿Que la situación iba mal? ¿Con tres universidades ocupadas, con lo menos cincuenta estudiantes y dirigentes obreros presos, iba mal? ¿Con las manifestaciones-relámpago en el Jirón de la Unión y la prensa burguesa obligada a informar sobre la represión, mal?

Por primera vez un movimiento de esa envergadura contra Odría, camaradas, por primera vez una grieta en tantos años de dictadura monolítica. ¿Mal, mal? ¿No era absurdo retroceder en estos momentos? ¿No era más correcto tratar de extender y de radicalizar el movimiento? Juzgando la situación no desde un punto de vista reformista, sino revolucionario, camaradas.

Calló y ellos lo miraban y se miraban, incómodos.

– Si apristas e independientes se han puesto de acuerdo para levantar la huelga, no podemos hacer nada -dijo Solórzano, al fin.

– Podemos dar la batalla, camarada -dijo Llaque.

Y se abrió la puerta, piensa, y entraron. Aída avanzó muy rápido hacia el centro de la habitación, Jacobo se quedó atrás.

– Ya era hora -dijo Washington-. Nos tenían preocupados.

– Jacobo me encerró y no me dejó ir a la Católica -de un tirón, piensa, como si se hubiera aprendido de memoria lo que iba a decir-. Él tampoco fue a ver a los textiles, como le encargó la Fracción.

Pido que sea expulsado.

– Ahora entiendo que la lleves en la cabeza tantos años, Zavalita -dijo Carlitos.

Estaba parada entre las dos sillas, bajo el foco de luz, con los puños cerrados, los ojos dilatados y la boca temblando. El cuarto se había encogido, el aire espesado. La miraban inmóviles, tragaban saliva, Héctor sudaba. Ahí estaba la respiración de Aída a tu lado, Zavalita, su sombra oscilando en el suelo. Tenías la garganta seca, te mordías el labio, el corazón acelerado.

– Bueno, vaya, camarada -dijo Washington- Aquí estábamos…

– Además, trató de suicidarse, porque le dije que no quería seguir con él -lívida, piensa, los ojos muy abiertos, escupiendo las palabras como si le quemaran la lengua-. Tuve que engañarlo para que me dejara venir. Pido que sea expulsado.

– Y se abrió la tierra -dijo Santiago-. No porque hubiera soltado eso, ahí, delante de todos. Sino porque una pelea así, Carlitos, un lío así, con encierros y amenazas de suicidio y todo eso.

– ¿Has terminado? -dijo, por fin, Washington.

– Hasta entonces no se te había ocurrido que se acostaban -se rió Carlitos-. Creías que se miraban a los ojos y se cogían la mano y se recitaban poemas de Maiakovsky y de Nazim Himet, Zavalita.

Ahora todos se movían en sus sitios, Héctor se secaba la cara, Solórzano exploraba el techo, por qué no se adelantaba y decía algo él, qué hacía mudo ahí atrás él. Aída seguía de pie a tu lado, Zavalita, las manos ya no cerradas sino abiertas, un anillo plateado con sus iniciales en el dedo meñique, las uñas cortadas como hombre. Santiago alzó la mano y Washington con un gesto le indicó que hablara.

– Falta una hora para que se reúna la Federación y no hemos tomado ningún acuerdo -pensando aterrado se me va a cortar la voz, piensa-. ¿Vamos a perder el tiempo discutiendo problemas personales ahora?

Se calló, encendió un cigarrillo, el fósforo rodó encendido al suelo y lo pisó. Vio que las caras de los otros comenzaban a reponerse de la sorpresa, a enfurecerse. Ansiosa, difícil, la respiración de Aída seguía siempre ahí.

– Claro que no nos interesan los asuntos personales -murmuró Washington, con un disgusto que rebalsaba su voz-. Pero lo que acaba de plantear Aída es muy grave.

Un silencio con púas, piensa, un súbito calor que embrutecía y ahogaba.

– A mí no me importa que dos camaradas se peleen o se encierren o se suiciden -dijo Héctor, el pañuelo contra la boca-. Sí me importa saber qué pasó con los textiles, con la Católica. Si los camaradas que debían ir no fueron, que expliquen por qué.

– La camarada ya explicó -susurró la voz de pajarito-. Que el otro camarada dé su versión y acabemos de una vez con esto.

Ojos que giraban hacia la puerta, los pasos lentos de Jacobo, la silueta de Jacobo junto a la de Aída. Su terno azul claro arrugado, su camisa medio salida, el saco sin abotonar, su corbata caída.

– Lo que dijo Aída es cierto, perdí el control de los nervios -atorándose con cada palabra, piensa, balanceándose como borracho-. Estaba ofuscado, fue una debilidad de un momento de crisis. Quizá todos estos días sin dormir camaradas. Yo me someto a cualquier decisión de la Fracción, camaradas.

– ¿No dejaste ir a Aída a la Católica? -dijo Solórzano-. ¿Cierto que no fuiste a la cita con los textiles, que trataste de impedir que Aída viniera a la reunión?

– No sé qué me pasó, no sé qué me pasó -los ojos acobardados, piensa, atormentados, y su mirada de loco-. Les pido disculpas a todos. Quiero superar esta crisis, ayúdenme a superarme, camaradas. Lo que la camarada, lo que Aída es cierto. Acepto cualquier decisión, camaradas.

Calló retrocedió hacia la puerta y Santiago dejó de verlo. Aída sola de nuevo su mano amoratada de puro tensa. Solórzano tenía la frente surcada, se había puesto de pie.

– Voy a decir francamente lo que pienso -su cara descompuesta de ira, piensa, su voz desilusionada-. Yo voté a favor de esta huelga porque me convencieron los argumentos de Jacobo. Él fue el más entusiasta, por eso lo elegimos a la Federación y al Comité de huelga. Yo tengo que recordar que mientras el camarada Jacobo actuaba como un egoísta, detenían a Martínez. Creo que debemos sancionar de alguna forma una falta así. Los contactos con los textiles, con la Católica, en estos momentos, en fin, para qué voy a decir lo que todos sabemos. Una cosa así no es posible, camaradas.

– Claro que es grave, claro que ha cometido una falta -dijo Héctor-. Pero ahora no hay tiempo, Solórzano. La Federación se reúne dentro de media hora.

– Es una locura seguir perdiendo así el tiempo, camaradas -la voz de pajarito, perpleja, impaciente, su manita levantada-. Hay que postergar este asunto y volver al tema en debate.

– Pido que se aplace la discusión de esto hasta la próxima sesión -dijo Santiago.

– No quiero ofender a nadie, pero Jacobo no debe asistir a esta reunión -dijo Washington; vaciló un segundo y añadió-. Ya no creo que sea de confianza.

– Pon al voto mi moción -dijo Santiago-. Ahora nos estás haciendo perder tiempo tú, Washington. ¿Vamos a olvidarnos de la huelga, de la Federación para seguir discutiendo toda la noche sobre Jacobo?

– Los minutos se están pasando -insistió, imploró Llaque-. Dense cuenta, camaradas.

– Está bien, vamos a votar -dijo Washington-. ¿Tienes algo que añadir, Jacobo?

Los pasos, la silueta, se había sacado las manos de los bolsillos y se las estrujaba. Unas mechas rubias le tapaban las orejas, sus ojos no eran suficientes y sarcásticos, como en los debates piensa, toda su actitud revelaba derrota y humildad.

– Yo creía que para él sólo existían la Fracción, la revolución -dijo Santiago-. Y de repente mentira, Carlitos. De carne y hueso también, como tú, como yo.

– Comprendo que duden, que ya no tengan confianza en mí -balbuceó-. Estoy dispuesto a hacer mi autocrítica, me someto a cualquier decisión. Denme otra oportunidad para demostrarles, a pesar de todo, camaradas.

– Mejor sales del cuarto hasta que votemos -dijo Washington.

Santiago no lo oyó abrir la puerta; supo que había salido cuando el foco osciló y las sombras de las paredes se movieron. Se paró, cogió del brazo a Aída y le señaló la silla. Ella se sentó. Sus manos sobre sus rodillas, piensa, sus pestañas negras mojadas, el pelo revuelto sobre su cuello, y las orejas como con frío.

Que tu mano se alzara, piensa, y bajara y tocara ese cuello y lo acariciara y alisara esos mechones y tus dedos se enredaran en esos pelos y los tironearan despacito y los soltaran y los tironearan: ay, Zavalita.

– Vamos a votar el pedido de Aída, primero -dijo Washington-. Levanten la mano los que estén de acuerdo que se expulse a Jacobo de la Fracción.

– Yo presenté una cuestión previa -dijo Santiago-. Pon primero al voto mi pedido.

Pero Washington y Solórzano ya habían alzado la mano. Todos se volvieron a mirar a Aída: estaba cabizbaja, las manos quietas sobre las rodillas.

– ¿Tú no votas por lo que pediste? -dijo Solórzano, casi gritando.

– He cambiado de opinión -sollozó Aída-. El camarada Llaque tiene razón. Hay que aplazar la discusión de este asunto.

– Esto es increíble -dijo la voz de pajarito-. Qué es esto, qué es esto.

– ¿Te estás burlando de nosotros? -dijo Solórzano-. ¿A qué estas jugando tú, Aída?

– He cambiado de opinión -susurró Aída, sin alzar la cabeza.

– Carajo -dijo la voz de pajarito-. Dónde estamos, a qué jugamos.

– Acabemos con esta broma -dijo Washington-. Los que están de acuerdo con que se aplace la discusión de esto.

Llaque, Héctor y Santiago levantaron la mano, unos segundos después lo hizo Aída. Héctor se estaba riendo, Solórzano se tocaba el estómago como si tuviera vómitos, qué es esto repetía la voz de pajarito.

– Las mujeres son formidables -dijo Carlitos-. Rumberas, comunistas, burguesas, cholas, todas tienen algo que no tenemos nosotros. ¿No sería mejor ser marica, Zavalita? Entenderse con algo que conoces, y no con esos animales extraños.

– Llámenlo a Jacobo, entonces, se acabó el circo -dijo Washington-. Volvamos a las cosas serias.

Santiago giró: la puerta abierta, la cara atolondrada de Jacobo irrumpiendo en la habitación.

– Hay tres patrulleros en la puerta -susurró, había cogido a Santiago del brazo-. Muchos soplones, un oficial.

– Cierren esa puerta, carajo -dijo la voz de pajarito.

Todos se habían parado de golpe, Jacobo había cerrado la puerta y la sujetaba con su cuerpo.

– Sujétala -dijo Washington, mirando a todos, atropellándose-. Los papeles, las cartas. Sujeten la puerta, no tiene llave.

Héctor, Solórzano y Llaque vinieron a ayudar a Jacobo y a Santiago que contenían la puerta, y todos se rebuscaban los bolsillos. Inclinado sobre el velador, Washington rompía papeles y los metía en una bacinica. Aída le iba pasando las libretas, las hojas sueltas que le entregaban los otros, iba y venía corriendo en puntas de pie de la puerta a la cama. La bacinica ya estaba ardiendo. Afuera no se oía ningún ruido; todos tenían las orejas aplastadas contra la puerta. Llaque se separó de ellos, apagó la luz, y en la oscuridad Santiago sintió la voz de Solórzano: ¿no sería falsa alarma? La llamita de la bacinica crecía y decrecía, a intervalos idénticos Santiago veía aparecer la cara de Washington soplando. Alguien tosió y la voz de pajarito murmuró silencio, y comenzaron a toser dos a la vez.

– Mucho humo -susurró Héctor-. Hay que abrir esa ventana.

Una silueta se apartó de la puerta y se empinó hacia el tragaluz pero su mano sólo tocaba el borde.

Washington lo tomó de la cintura, lo izó, y al abrirse el tragaluz entró una bocanada de aire fresco al cuarto.

La llamita se había apagado, y ahora Aída le alcanzaba la bacinica a Jacobo, que, izado de nuevo por Washington, sacaba la bacinica por el tragaluz. Washington encendió la luz: caras crispadas. ojos hundidos, bocas resecas. Con gestos, Llaque indicó que se apartaran de la puerta, que se sentaran. tenía el rostro ajado, se le veían los dientes, en un instante se había avejentado.

– Hay mucho humo todavía -dijo Llaque-. Fumen, fumen.

– Falsa alarma -murmuró Solórzano-. No se oye nada.

Santiago y Héctor repartieron cigarrillos, hasta Aída que no fumaba encendió uno. Washington se había instalado junto a la puerta y espiaba por el hueco de la cerradura.

– ¿No saben que hay que traer siempre libros de estudio? -dijo Llaque; su manita accionaba, histérica-. Nos reunimos para conversar de problemas universitarios. No somos políticos, no hacemos política. Cahuide no existe, la Fracción no existe. No saben nada de nada.

– Ahí suben -dijo Washington, y se apartó de la puerta.

Se oyó un murmullo, un silencio, de nuevo el murmullo, y dos golpecitos en la puerta.

– Lo buscan, señor -dijo una voz carrasposa-. Es urgente, dicen.

Aída y Jacobo estaban juntos, piensa, él la tenía del hombro. Washington dio un paso hacia la puerta pero ésta se abrió antes y un bólido se lo llevó de encuentro: una figura tropezando, trastabillando, otras figuras saltando, gritando, revólveres que los apuntaban, alguien decía lisuras, alguien jadeaba.

– Qué desean -dijo Washington-. Por qué entran así a…

– El que esté armado tire el arma al suelo, -dijo un hombre bajito, de sombrero y corbata azul-. manos arriba. Regístrenlos.

– Somos estudiantes -dijo Washington-. Estamos…

Pero un guardia lo empujó y se calló. Los palmotearon de pies a cabeza, los hicieron salir en fila, con las manos en alto. En la calle había dos guardias con metralletas y un grupo de mirones. Los dividieron, a Santiago lo empujaron a un patrullero junto con Héctor y Solórzano. Estaban muy apretados en el asiento, olía a sobaco, el que manejaba estaba hablando por un pequeño micrófono. El auto arrancó: el Puente de Piedra, Tacna, Wilson, la avenida España. Paró ante las rejas de la Prefectura, un soplón cuchicheó con los centinelas, y les ordenaron bajar. Un corredor con puertecitas abiertas, escritorios, policías y tipos de civil, en mangas de camisa, una escalera, otro corredor que parecía baldeado, una puerta que se abría, entren ahí, se cerraba y el ruidito de la llave. Un cuarto pequeño, que parecía una antesala de notario, con una sola banca apoyada contra la pared. Estuvieron callados, observando las paredes cuarteadas, el suelo brilloso, el foco de luz fluorescente.

– Las diez -dijo Santiago-. La Federación debe estar reuniéndose.

– Si todos los otros delegados no están también aquí -dijo Héctor.

¿Saldría mañana la noticia, se enteraría el viejo por los periódicos? Imaginabas la noche desvelada de la casa, Zavalita, el llanto de la mamá, el revoloteo y las carreras al teléfono y las visitas y los chismes de la Teté en el barrio y los comentarios del Chispas. Sí, esa noche la casa se había vuelto un loquerío, niño, dice Ambrosio. Y Carlitos: te sentirías un Lenin. Y de repente un mestizo retaco tomaba impulso y pateaba: sobre todo miedoso, Carlitos. Sacó cigarrillos, alcanzó para los tres. Fumaron sin hablar, chupando y botando el humo al mismo tiempo. Habían pisoteado los puchos cuando escucharon el ruidito de la llave:

– ¿Quién es Santiago Zavala? -dijo desde la puerta una cara nueva. Santiago se paró-. Está bien, siéntese nomás.

La cara se hundió, el ruidito otra vez.

– Quiere decir que estás fichado -susurró Héctor.

– Quiere decir que te van a soltar primero -susurró Solórzano-. Vuela a la Federación. Que hagan bulla. Por Llaque y por Washington, ellos son los más jodidos.

– ¿Estás loco? -dijo Santiago-. ¿Por qué me van a soltar primero?

– Por tu familia -dijo Solórzano, con una risita-. Que protesten, que hagan bulla.

– Mi familia no va a mover un dedo -dijo Santiago-. Más bien, cuando sepan que ando metido en esto…

– No andas metido en nada -dijo Héctor-. No te olvides de eso.

– Tal vez ahora, con esta redada, las otras universidades hagan algo -dijo Solórzano.

Se habían sentado en la banca, hablaban mirando la pared del frente o el techo. Héctor se paró, comenzó a andar de un extremo a otro, dijo que se le habían dormido las piernas. Solórzano se subió las solapas y metió las manos a los bolsillos: ¿friecito, no?

– También traerían aquí a Aída? -dijo Santiago.

– Se la llevarían a Chorrillos, a la cárcel de mujeres -dijo Solórzano-. Nuevecita, con cuartos individuales.

– Perdimos tontamente el tiempo con esa historia de los novios -dijo Héctor-. Es para reírse.

– Para llorar -dijo Solórzano-. Para mandarlos a los dos a hacer radioteatros, a trabajar en películas mexicanas. Que te encierro, que me suicido, que lo boten de la Fracción, que ya no lo boten. Para bajarles los calzones y darles azotes a esos niñitos burgueses, carajo.

– Yo creía que se llevaban bien -dijo Héctor-. ¿Tú sabías que se peleaban?

– No sabía nada -dijo Santiago-. Los veía poco últimamente.

– Mi mujer se pelea y la huelga y el partido se van al diablo, yo me suicido -dijo Solórzano-. A hacer radioteatros, carajo.

– Los camaradas también tienen su corazoncito -sonrió Héctor.

– A lo mejor lo hicieron hablar a Martínez -dijo Santiago-. A lo mejor le pegaron y…

– Trata de disimular que tienes miedo -dijo Solórzano-. Porque es peor.

– Miedo tendrás tú -dijo Santiago.

– Claro que sí -dijo Solórzano-. Pero no lo demuestro poniéndome pálido.

– Porque aunque te pongas no se te nota -dijo Santiago.

– Las ventajas de ser cholo -se rió Solórzano- No te calientes, hombre.

Héctor sé sentó; tenía un cigarrillo y lo fumaron entre los tres, una pitada cada uno.

– Cómo sabían mi nombre -dijo Santiago-. A qué vendría ese tipo.

– Como eres de buena familia, te van a preparar unos riñoncitos al vino, para que no te sientas desambientado -dijo Solórzano, bostezando-. Bueno, ya me cansé.

Se acurrucó contra la pared y cerró los ojos. Su cuerpo fortachón, su piel color ceniza, su nariz muy abierta, piensa, sus pelos tiesos, y era la primera vez que lo metían preso.

– ¿Nos pondrán con los presos comunes? -dijo Santiago.

– Ojalá que no -dijo Héctor-. No tengo ganas de que me violen los rateros. Mira cómo duerme el camarada. Tiene razón, vamos a acomodarnos a ver si descansamos un poco.

Apoyaron las cabezas contra la pared, cerraron los ojos. Un momento después Santiago oyó pasos y miró la puerta; Héctor se había enderezado también. El ruidito, la cara de antes:

– Zavala, venga conmigo. Sí, usted solito.

El retaco tomaba impulso y, al salir de la habitación, vio los ojos de Solórzano que se abrían, enrojecidos. Un corredor lleno de puertas, gradas, un pasillo de losetas que se revolvía, subía y bajaba, un guardia con fusil frente a una ventana. El tipo caminaba con las manos en los bolsillos, a su lado; placas de metal que no alcanzaba a leer. Entre ahí, oyó, y se quedó solo. Un cuarto grande, casi a oscuras: un escritorio con una lamparita sin pantalla, paredes desnudas, una fotografía de Odría envuelto en la banda presidencial como un bebe en un pañal. Retrocedió, miró su reloj, las doce y media, tomaba impulso y, las piernas blandas, ganas de orinar. Un momento después se abrió la puerta, ¿Santiago Zavala? dijo una voz sin cara. Sí: aquí estaba el sujeto, señor. Pasos, voces, el perfil de don Fermín atravesando el cono de luz de la lámpara, sus brazos abriéndose, su cara contra mi cara, piensa.

– ¿Estás bien, flaco? ¿No te han hecho nada, flaco?

– Nada, papá. No sé por qué me han traído, no he hecho nada, papá.

Don Fermín lo miró a los ojos, lo abrazó otra vez, lo soltó, sonrió a medias y se volvió hacia el escritorio, donde el otro se había sentado ya.

– Ya ve, don Fermín -se le veía apenas la cara, Carlitos, una vocecita desganada, servil-. Ahí tiene al heredero, sano y salvo.

– Este joven no se cansa de darme dolores de cabeza -el pobre quería ser natural y era teatral y hacía cómico, Carlitos-. Lo envidio por no tener hijos, don Cayo.

– Cuando uno se va poniendo viejo -Sí, Carlitos, Cayo Bermúdez en persona- le gustaría tener quien lo represente en el mundo cuando ya no esté.

Don Fermín soltó una risita incómoda, se sentó en una esquina del escritorio, y Cayo Bermúdez se puso de pie: ése era pues, ahí estaba pues. Una cara seca, apergaminada, insípida. ¿No quería sentarse, don Fermín? No, don Cayo, aquí estaba bien.

– Vea en qué lío se ha metido, joven -con amabilidad, Carlitos, como si lo lamentara-. Por dedicarse a la política en vez de los estudios.

– Yo no hago política -dijo Santiago-. Estaba con unos compañeros, no hacíamos nada.

Pero Bermúdez se había inclinado a ofrecer cigarrillos a don Fermín que, inmediatamente, con una sonrisita postiza sacó un Inca, él que sólo podía fumar Chesterfield y odiaba el tabaco negro Carlitos, y se lo puso en la boca. Aspiraba con avidez y tosía, contento de hacer algo que disimulara su malestar, Carlitos, su terrible incomodidad. Bermúdez miraba los remolinos de humo, aburrido, y de pronto sus ojos encontraron a Santiago:

– Está bien que un joven sea rebelde, impulsivo -como si estuviera diciendo tonterías en una reunión social, Carlitos, como si le importara un comino lo que decía-. Pero conspirar con los comunistas ya es otra cosa. ¿No sabe qué el comunismo está fuera de la ley? Figúrese si se le aplicara la Ley de Seguridad Interior.

– La Ley de Seguridad Interior no es para mocosos que no saben dónde están parados, don Cayo -con una furia frenada, Carlitos, sin alzar la voz, aguantándose las ganas de decirle perro, sirviente.

– Por favor, don Fermín -como escandalizado, Carlitos, de que no le entendieran las bromas-. Ni para los mocosos ni mucho menos para el hijo de un amigo del régimen como usted.

– Santiago es un muchacho difícil, lo sé de sobra -sonriendo y poniéndose serio, Carlitos, cambiando a cada palabra de tono-. Pero no exagere, don Cayo. Mi hijo no conspira, y menos con comunistas.

– Que él mismo le cuente, don Fermín -amistosa, obsequiosamente, Carlitos-. Qué hacía en ese hotelito del Rímac, qué es la Fracción, qué es Cahuide. Que le explique todos esos nombrecitos.

Arrojó una bocanada de humo, contempló las volutas melancólicamente.

– En este país los comunistas ni siquiera existen, don Cayo -atragantándose con la tos y la cólera, Carlitos, pisoteando con odio el cigarrillo.

– Son poquitos, pero fastidian -como si yo me hubiera ido, Carlitos, o nunca hubiera estado ahí-. Sacan un periodiquito a mimeógrafo, Cahuide. Pestes de Estados Unidos, del Presidente, de mí. Tengo la colección completa y se la enseñaré, alguna vez.

– No tengo nada que ver -dijo Santiago-. No conozco a ningún comunista en San Marcos.

– Los dejamos que jueguen a la revolución, a lo que quieran, con tal que no se excedan -como si todo lo que él mismo decía lo aburriera, Carlitos-. Pero una huelga política, de apoyo a los tranviarios, imagínese qué tendrá que ver San Marcos con los tranviarios, eso ya no.

– La huelga no es política -dijo Santiago-. La decretó la Federación. Todos los alumnos.

– Este joven es delegado de año, delegado de la Federación, delegado al Comité de huelga -sin oírme ni mirarme, Carlitos, sonriéndole al viejo como si le estuviera contando un chiste-. Y miembro de Cahuide, así se llama la organización comunista, desde hace años. Dos de los que fueron detenidos con él tienen un prontuario cargado, son terroristas conocidos. No había más remedio, don Fermín.

– Mi hijo no puede seguir detenido, no es un delincuente -ya sin contenerse, Carlitos, golpeando la mesa, alzando la voz-. Yo soy amigo del régimen, y no de ayer, de la primera hora, y se me deben muchos favores. Voy a hablar con el Presidente ahora mismo.

– Don Fermín, por favor como herido, Carlitos, como traicionado por su mejor amigo-. Lo he llamado para arreglar esto entre nosotros, yo sé mejor que nadie que usted es un buen amigo del régimen. Quería informarle de las andanzas de este joven, nada más. Por supuesto que no está detenido. Puede usted llevárselo ahora mismo, don Fermín.

– Se lo agradezco mucho, don Cayo -confundido otra vez, Carlitos, pasándose el pañuelo por la boca, tratando de sonreír-. No se preocupe por Santiago, yo me encargo de ponerlo en el buen camino. Ahora, si no le importa, preferiría irme. Ya se imagina cómo estará su madre.

– Por supuesto, vaya a tranquilizar a la señora -compungido, Carlitos, queriendo reivindicarse, congraciarse-. Ah, y claro, el nombre del joven no aparecerá para nada. No hay ficha de él, le aseguro que no quedará rastro de este incidente.

– Sí, eso hubiera perjudicado al muchacho más tarde -sonriéndole, asintiendo, Carlitos, tratando de demostrarle que ya se había reconciliado con él-. Gracias, don Cayo.

Salieron. Iban adelante don Fermín y la figurita pequeña y angosta de Bermúdez, su terno gris a rayas, sus pasitos cortos y rápidos. No contestaba los saludos de los guardias, las buenas noches de los soplones. El patio, la fachada de la Prefectura, las rejas, aire puro, la avenida. El auto estaba al pie de las gradas. Ambrosio se quitó la gorra, abrió la puerta, sonrió a Santiago, buenas noches niño. Bermúdez hizo una venia y desapareció en la puerta principal. Don Fermín entró al auto: rápido a la casa, Ambrosio. Partieron y el auto enfiló hacia Wilson, dobló hacia Arequipa, aumentando en cada esquina la velocidad, y por la ventanilla entraba cuánto aire, Zavalita, para respirar, para no pensar.

– El hijo de puta éste me las va a pagar -el fastidio de su cara, piensa, el cansancio de sus ojos que miraban adelante-. El cholo de mierda éste no me va a humillar así. Yo voy a enseñarle cuál es su sitio.

– La primera vez que le oía decir palabrotas, Carlitos -dijo Santiago-. Insultar a alguien así.

– Me las va a pagar -su frente comida de arrugas, piensa, su cólera helada-. Yo le voy a enseñar a tratar a sus señores.

– Siento mucho haberte hecho pasar ese mal rato, papá, te juro que -y su cara girando de golpe, piensa, y el manotón que te cerraba la boca, Zavalita -La primera, la única vez que me pegó -dice Santiago-. ¿Te acuerdas, Ambrosio?

– Tú también tienes que arreglar cuentas conmigo, mocoso -su voz convertida en un gruñido, piensa-.¿No sabes que para conspirar hay que ser vivo? ¿Que era imbécil conspirar desde tu casa por teléfono? ¿Que la policía podía escuchar? El teléfono estaba intervenido, imbécil.

– Habían grabado lo menos diez conversaciones mías con los de Cahuide, Carlitos -dijo Santiago-. Bermúdez se las había hecho escuchar. Se sentía humillado, eso es lo que le dolía más.

A la altura del colegio Raimondi el tráfico estaba interrumpido; Ambrosio desvió el auto hacia Arenales, y no hablaron hasta el cruce de Javier Prado.

– No se trataba de ti, además -su voz deprimida, preocupada, piensa, ronca-. Me estaba siguiendo los pasos a mí. Aprovechó esta ocasión para hacérmelo saber sin decírmelo de frente.

– Creo que nunca me sentí tan amargado, hasta esa vez del burdel -dijo Santiago-. Porque los habían metido presos por mí, por lo de Jacobo y Aída, porque me habían soltado y a ellos no, por ver al viejo en ese estado.

De nuevo la avenida Arequipa casi desierta, los faros del auto y las rápidas palmeras, y los jardines y las casas a oscuras.

– Así que eres comunista, así que tal como te lo anticipé no entraste a San Marcos a estudiar sino a politiquear -su tonito amargado, piensa, áspero, burlón-. A dejarte embaucar por los vagos y los resentidos.

– He aprobado los exámenes, papá. Siempre he sacado buenas notas, papá.

– A mí qué carajo que seas comunista, aprista, anarquista o existencialista -furioso de nuevo, piensa, manoteándose la rodilla, sin mirarme-. Que tires bombas, robes o mates. Pero después de cumplir veintiún años. Hasta entonces vas a estudiar, y sólo a estudiar. A obedecer, sólo a obedecer.

Piensa: ahí. ¿No se te ocurrió que ibas a destrozarle los nervios a tu madre? Piensa no. ¿Que ibas a meter en un lío a tu padre? No, Zavalita, no se te ocurrió. La avenida Angamos, la Diagonal, la Quebrada, Ambrosio agazapado sobre el volante: no pensaste, no se te ocurrió. ¿Porque era muy cómodo, muy bonito, no? El papito te daba de comer, el papito te vestía y te pagaba los estudios y te regalaba propinas, y tú a jugar al comunismo, y tú a conspirar contra la gente que daba trabajo al papito, carajo eso no. No el manotazo papá, piensa, eso es lo que me dolió. La avenida 28 de Julio, sus árboles, la avenida Larco, el gusanito, la culebra, los cuchillos.

– Cuando produzcas y te mantengas, cuando ya no dependas del bolsillo del papito, entonces sí -suavemente, piensa, salvajemente-. Comunista, anarquista, bombas, allá tú. Mientras tanto a estudiar, a obedecer.

Piensa: lo que no te perdoné, papá. El garaje de la casa, las ventanas iluminadas, en una de ellas el perfil de la Teté, ¡ahí está el supersabio, mamá!

– ¿Y ahí cortaste con Cahuide y tus compinches?-dijo Carlitos.

– Anda tú, flaco, yo tengo que terminar de arreglar este lío -ya arrepentido, piensa, ya tratando de amistarse conmigo-. Y báñate, hasta piojos habrás traído de la Prefectura.

– Y con la abogacía y con la familia y con Miraflores, Carlitos.

El jardín, la mamá, besos, su cara con lágrimas, no veía loco, no veía por ser tan loco, hasta la cocinera y la sirvienta estaban ahí, y los grititos excitados de la Teté: el regreso del hijo pródigo, Carlitos, si en vez de horas hubiera estado adentro un día me hubieran recibido con banda de música. El Chispas se despeñaba por las escaleras: qué susto nos pegaste, hombre. Lo sentaron en la sala, lo rodearon, la señora Zoila le alborotaba el pelo y lo besaba en la frente. El Chispas y la Teté se morían de curiosidad: ¿a la Penitenciaría, a la Prefectura, había visto ladrones, asesinos? el viejo trató de hablar con Palacio pero el Presidente estaba durmiendo, flaco, pero llamó al Prefecto y le había dicho incendios, supersabio. Unos huevos fritos, le decía la señora Zoila a la cocinera, una leche con cocoa y si queda ese pastel de limón. No le habían hecho nada mamá, había sido una equivocación mamá.

– Está feliz que lo metieran preso, se siente un héroe -dijo la Teté-. Ahora sí, quién te va aguantar.

– Vas a salir retratado en "El Comercio" -dijo el Chispas-. Con tu número y una cara de hampón.

– ¿Qué es, cómo es; qué te hacen cuando estás preso? -dijo la Teté.

– Te desvisten, te ponen un uniforme rayado y grillos en los pies -dijo Santiago-. Los calabozos están llenos de ratas y no tienen luz.

– Calla truquero -dijo la Teté-. Cuenta, cuenta cómo es.

– Ya ves, loquito, ya ves tanto querer ir a San Marcos -dijo la señora Zoila-. ¿Me prometes que el otro año te pasarás a la Católica? ¿Que nunca más te meterás en política?

Te prometía mamá, nunca mamá. Eran las dos cuando se fueron a acostar. Santiago se desnudó, se puso el piyama, apagó la lamparilla. Sentía el cuerpo embotado, mucho calor.

– ¿Nunca más buscaste a los de Cahuide? -dijo Carlitos.

Se subió la sábana hasta el cuello y el sueño huyó y el cansancio se agolpó en la espalda. La ventana estaba abierta y se veían algunas estrellas.

– A Llaque lo tuvieron preso dos años, a Washington lo desterraron a Bolivia -dijo Santiago-. A los otros los soltaron quince días después.

Un malestar como un ladrón rondando en la oscuridad, piensa, remordimientos, celos, vergüenza. Te odio papá, te odio Jacobo, te odio Aída. Sentía unas terribles ganas de fumar y no tenía cigarrillos.

– Pensarían que te asustaste -dijo Carlitos-. Que los traicionaste, Zavalita.

La cara de Aída, de Jacobo y Washington y Solórzano y Héctor y de nuevo la de Aída. Piensa: ganas de ser chiquito, de nacer de nuevo, de fumar. Pero si iba a pedirle al Chispas habría que conversar con él.

– En cierta forma me asusté, Carlitos -dijo Santiago-. En cierta forma los traicioné.

Se sentó en la cama, hurgó en los bolsillos del saco, se levantó y revisó todos los ternos del ropero. Sin ponerse la bata ni las zapatillas bajó al primer rellano y entró al cuarto del Chispas. La cajetilla y los fósforos estaban en la mesa de noche, el Chispas dormía boca bajo sobre las sábanas. Regresó a su cuarto. Sentado junto a la ventana ansiosamente, deliciosamente fumó, arrojando la ceniza al jardín. Poco después sintió frenar el auto a la puerta. Vio entrar a don Fermín, vio a Ambrosio yendo hacia su cuartito del fondo. Ahora estaría abriendo el escritorio, ahora prendiendo la luz.

Buscó a tientas las zapatillas y la bata y salió del cuarto. Desde la escalera vio que la luz del escritorio estaba encendida. Bajó, se detuvo junto a la puerta de cristal: sentado en uno de los sillones verdes, el vaso de whisky en la mano, sus ojos trasnochados, las canas de sus sienes. Sólo había encendido la lámpara de pie, como en las noches que se quedaba en casa y leía los periódicos, piensa. Tocó la puerta y don Fermín vino a abrir.

– Quisiera hablar contigo un momentito, papá.

– Entra, vas a resfriarte ahí afuera -ya no enojado, Zavalita, contento de verte-. Hay mucha humedad, flaco.

Lo cogió del brazo, lo hizo entrar, volvió al sillón, Santiago se sentó frente a él.

– ¿Han estado despiertos hasta ahora? -como si ya te hubiera perdonado, Zavalita, o nunca te hubiera reñido-. El Chispas tiene un buen pretexto para no ir mañana a la oficina.

– Nos acostamos hace rato, papá. Yo estaba desvelado.

– Desvelado con tantas emociones -mirándote con cariño, Zavalita-. Bueno, no es para menos. Ahora tienes que contarme todo con detalles. ¿Te trataron bien, de veras?

– Sí papá, ni me interrogaron siquiera.

– Bueno, menos mal que pasó el susto -hasta con un poquito de orgullo, Zavalita-. Qué querías hablar conmigo, flaco.

– He estado pensando en lo que dijiste y tienes razón, papá -sintiendo que se te secaba la boca de golpe, Zavalita-. Quiero irme de la casa y buscar un trabajo. Algo que me permita seguir estudiando, papá.

Don Fermín no se burló, no se rió. Alzó el vaso, tomó un trago, se limpió la boca.

– Estás enojado con tu padre porque te dio un manazo -agachándose para ponerte una mano en la rodilla, Zavalita, mirándote como diciéndote olvidémonos, amistémonos-. Siendo ya tan grande, siendo ya todo un revolucionario perseguido.

Se enderezó, sacó su cajetilla de Chesterfield, su encendedor.

– No estoy enojado contigo, papá. Pero no puedo seguir viviendo de una manera y pensando de otra. Por favor, trata de entenderme, papá..

– ¿No puedes seguir viviendo cómo? -ligeramente herido, Zavalita, de pronto apenado, cansado-. ¿Qué hay aquí que vaya contra tu manera de pensar, flaco?

– No quiero depender de las propinas -sintiendo que te temblaban las manos, la voz, Zavalita-. No quiero que cualquier cosa que haga recaiga sobre ti. Quiero depender de mí mismo, papá.

– No quieres depender de un capitalista -sonriendo afligido, Zavalita, adolorido pero sin rencor-. ¿No quieres vivir con tu padre porque recibe contratos del gobierno? ¿Es por eso?

– No te enojes, papá. (*) No creas que trato de, papá.

– Ya eres grande, ya puedo tener confianza en ti ¿no es cierto? -adelantando una mano hacia tu cara Zavalita, palmeándote la mejilla-. Te voy a explicar por qué me puse tan furioso. Hay algo que estaba a punto de concretarse en estos días. Militares, senadores, mucha gente influyente. El teléfono estaba intervenido por mí, no por ti. Algo se filtraría, el cholito de Bermúdez se aprovechó de ti para darme a entender que sospechaba algo, que sabía. Ahora hay que parar todo, empezar desde el principio. Ya ves, tu padre no es un lacayo de Odría ni mucho menos. Lo vamos a sacar, llamaremos a elecciones. ¿Sabrás guardar el secreto, no? al Chispas no le hubiera contado esto, ya ves que a ti te trato como a un hombrecito, flaco.

– ¿La conspiración del general Espina? -dijo Carlitos-.? Tu padre estuvo complicado también? Nunca se supo.

– Así que pensabas mandarte mudar y que a tu padre se lo cargara el diablo -diciéndote con los ojos ya pasó, no hablemos más, yo te quiero-. Ya ves que mis relaciones con Odría son precarias, ya ves que no tienes por qué tener escrúpulos.

– No es por eso, papá. Ni siquiera sé si me interesa la política, si soy comunista. Es para poder decidir mejor qué es lo que voy a hacer, Qué es lo que quiero ser.

– He estado pensando, ahora en el carro -dándote tiempo a recapacitar, Zavalita, sonriéndote siempre-. ¿Quieres que te mande al extranjero por un tiempo?

A México, por ejemplo. Das tus exámenes y en enero te vas a estudiar a México, por uno o dos años. Ya veremos la manera de convencer a tu madre. ¿Qué te parece, flaco?

– No sé, papá, no se me había ocurrido -pensando que te quería comprar, Zavalita, que acababa de inventar eso para ganar tiempo-. Tengo que pensarlo, papá.

– Hasta enero tienes tiempo de sobra -poniéndose de pie, Zavalita, palmeándote en la cara otra vez-. Así verás las cosas mejor, verás que el mundo no es el mundito de San Marcos. ¿De acuerdo, flaco? Y ahora vámonos a la cama, son las cuatro ya.

Bebió su último trago, apagó la luz, subieron juntos la escalera. Frente al dormitorio, don Fermín se inclinó para besarlo: tenías que tener confianza en tu padre, flaco, fueras lo que fueras, hicieras lo que hicieras, tú eras lo que él más quería, flaco. Entró al dormitorio y se tumbó en la cama. Estuvo mirando el pedazo de cielo de la ventana hasta que amaneció.

Cuando hubo suficiente luz, se levantó y fue hacia el ropero. El alambre estaba donde lo había escondido la última vez.

– Hacía un montón de tiempo que no me robaba a mí mismo, Carlitos -dijo Santiago.

Gordo, trompudo, su colita en espiral, el chancho estaba entre las fotografías del Chispas y de la Teté junto al banderín del Colegio. Cuando terminó de sacar los billetes ya había llegado el lechero, el panadero, y Ambrosio limpiaba el carro en el garaje.

– ¿Al cuánto tiempo entraste a trabajar a "La Crónica? -dijo Carlitos.

– A las dos semanas, Ambrosio -dice Santiago.

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