ESTOY mejor que donde la señora Zoila, pensaba Amalia, que en el laboratorio, una semana que no se soñaba con Trinidad. ¿Por qué se sentía tan contenta en la casita de San Miguel? Era más chica que la de la señora Zoila, también de dos pisos, elegante, y el jardín qué cuidado, eso sí. El jardinero venía una vez por semana y regaba el pasto y podaba los geranios, los laureles y la enredadera que trepaba por la fachada como un ejército de arañas. A la entrada había un espejo empotrado, una mesita de patas largas con un jarrón chino, la alfombra de la salita era verde esmeralda, los sillones color ámbar y había cojines por el suelo. A Amalia le gustaba el bar: las botellas con sus etiquetas de colores, los animalitos de porcelana, las cajas de puros envueltas en celofán. Y también los cuadros: la tapada que miraba la Plaza de Acho, los gallos Que peleaban en el Coliseo: La mesa del comedor era rarísima, medio redonda medio cuadrada, y las sillas con sus altos espaldares parecían confesionarios. Había de todo en el aparador: fuentes, cubiertos, pilas de manteles, juegos de té, vasos grandes y chicos y largos y chatos, copas. En las mesitas de las esquinas los jarrones tenían siempre flores fresquitas -Amalia cambia las rosas, Carlota hoy compra gladiolos, Amalia hoy cartuchos-, olía tan bien, y el repostero parecía recién pintado de blanco. Qué chistosas las latas, miles, con sus tapas coloradas y sus patodonalds, supermanes y ratonesmickey. De todo en el repostero: galletitas, pasitas, papitas fritas, conservas que se rebalsaban, cajas de cerveza, de whisky, de aguas minerales. En el frigidaire, enorme, había verduras y botellas de leche para regalar. La cocina tenía unas losetas negras y blancas y daba a un patio con cordeles. Ahí estaban los cuartos de Amalia, Carlota y Símula, ahí el bañito de ellas con su excusado, su duchita y su lavador.
UNA aguja hincaba su cerebro, un martillo golpeaba sus sienes. Abrió los ojos y aplastó la palanquita del despertador: el suplicio cesó. Permaneció inmóvil, mirando la esfera fosforescente. Las siete y cuarto ya.
Alzó el fono que comunicaba con la entrada, ordenó el carro a las ocho. Fue al cuarto de baño, demoró veinte minutos en ducharse, afeitarse y vestirse. El malestar en el cerebro aumentó con el agua fría, el dentífrico añadió un sabor dulzón al gusto amargo de la boca ¿iba a vomitar? Cerró los ojos y fue como si viera pequeñas llamas azules consumiendo sus órganos, la sangre circulando espesamente bajo la piel. Sentía los músculos agarrotados, le zumbaban los oídos.
Abrió los ojos: dormir más: Bajó al comedor, apartó el huevo pasado y las tostadas, bebió la taza de café puro con asco. Disolvió dos alka-seltzérs en medio vaso de agua, y apenas apuró el burbujeante líquido, eructó.
En el escritorio, fumó dos cigarrillos mientras preparaba su maletín. Salió y en la puerta los guardias de servicio se llevaron la mano a las viseras: Era una mañana despejada, el sol alegraba los techos de Chiclacayo, los jardines y los matorrales de la orilla del río se veían muy verdes. Esperó fumando que Ambrosio sacara el automóvil del garaje.
SANTIAGO pagó las dos empanadas calientes y la Coca-cola, salió y el jirón Carabaya estaba ardiendo.
Los cristales del tranvía Lima-San Miguel repetían los avisos luminosos y el cielo también estaba rojizo, como si Lima se fuera a convertir en el infierno de verdad.
Piensa: la mierdecita en la mierda de verdad. Las veredas hervían de hormigas acicaladas, los transeúntes invadían la pista y avanzaban entre los automóviles, lo peor es que a una la agarre la salida de las oficinas en el centro decía la señora Zoila cada vez que volvía de compras, sofocada y quejumbrosa, y Santiago sintió el cosquilleo en el estómago: ocho días ya. Entró por el viejo portón; un espacioso zaguán, gordas bobinas de papel arrimadas contra paredes manchadas de hollín. Olía a tinta; a vejez, era un olor hospitalario. En la reja se le acercó un portero vestido de azul: ¿el señor Vallejo? El segundo piso, al fondo, donde decía Dirección. Subió desasosegado las escaleras anchísimas que crujían como roídas desde tiempos inmemoriales por ratas y polillas. Nunca habrían pasado una escoba por aquí. Para qué haber molestado a la señora Lucía haciéndole planchar el terno, para qué desperdiciar un sol lustrándose los zapatos. Esa debía ser la redacción: las puertas estaba abiertas, no había nadie. Se detuvo; con ojos voraces, vírgenes, exploró las mesas desiertas, las máquinas, los basureros de mimbre, los escritorios, las fotos clavadas en las paredes. Trabajan de noche, duermen de día, pensó, una profesión un poco bohemia, un poco romántica.
Alzó la mano y dio un golpecito discreto.
LA escalera de la sala al segundo piso tenía una alfombrita roja sujeta con horquillas doradas y en la pared había indiecitos tocando la quena, arreando rebaños de llamas. El cuarto de baño relucía de azulejos, el lavador y la tina eran rosados, en el espejo Amalia podía verse de cuerpo entero. Pero lo más bonito era el dormitorio de la señora, los primeros días subía con cualquier pretexto y no se cansaba de contemplarlo.
La alfombra era azul marino, como las cortinas del balcón, pero lo que más llamaba la atención era la cama tan ancha, tan bajita, sus patitas de cocodrilo y su cubrecamas negro, con ese animal amarillo que echaba fuego. ¿Y para qué tantos espejos? Le había costado trabajo acostumbrarse a esa multiplicación de Amalias, a verse repetida así, lanzada así por el espejo del tocador contra el del biombo y por el del closet (esa cantidad de vestidos, de blusas, de pantalones, de turbantes, de zapatos) contra ese espejo inútil colgado en el techo, en el que aparecía enjaulado el dragón. Había un solo cuadro y le ardió la cara la primera vez que lo vio. La señora Zoila jamás hubiera puesto en su dormitorio una mujer desnuda agarrándose los senos con esa desfachatez, mostrando todo con tanto descaro. Pero aquí todo era atrevido, empezando por el derroche. ¿Por qué traían tantas cosas de la bodega? Porque la señora da muchas fiestas, le dijo Carlota, los amigos del señor eran importantes, había que atenderlos bien. La señora parecía multimillonaria, no se preocupaba por la plata. Amalia había sentido vergüenza al ver las cuentas que le sacaba Símula, le robaba horrores en el diario y ella como si nada, ¿gastaste tanto?, está bien, y se guardaba el vuelto sin contarlo.
MIENTRAS el auto bajaba por la carretera central, él leía papeles, subrayaba frases, anotaba los márgenes. El sol desapareció a la altura de Vitarte, la atmósfera gris se fue enfriando a medida que se acercaban a Lima. Eran ocho y treinta y cinco cuando el auto paró en la Plaza Italia y Ambrosio bajó corriendo a abrirle la puerta: que Ludovico estuviera a las cuatro y media en el Club Cajamarca, Ambrosio. Entró al Ministerio, los escritorios estaban vacíos, tampoco había nadie en Secretaría. Pero el doctor Alcibíades estaba ya en su mesa, revisando los diarios con un lápiz rojo entre los dedos. Se puso de pie, buenos días don Cayo, y él le alcanzó un puñado de papeles: estos telegramas de inmediato, doctorcito. Señaló la Secretaria, ¿no sabían las damas ésas que tenían que estar aquí a las ocho y media?, y el doctor Alcibíades miró el reloj de la pared: sólo eran ocho y media, don Cayo. El se alejaba ya. Entró a su oficina, se quitó el saco, se aflojó la corbata. La correspondencia estaba sobre el secante: partes policiales a la izquierda, telegramas y comunicados en el centro, a la derecha cartas y solicitudes. Acercó la papelera con el pie, comenzó con los partes. Leía, anotaba, separaba, rompía. Terminaba de revisar la correspondencia cuando sonó el teléfono: el general Espina, don Cayo ¿está usted? Sí, sí estaba, doctorcito, pásemelo.
EL señor de cabellos blancos le sonrió amistosamente y le ofreció una silla: así que el joven Zavala, claro que Clodomiro le había hablado. En sus ojos había un brillo cómplice, en sus manos algo bondadoso y untuoso; su escritorio era inmaculadamente limpio.
Si, Clodomiro y él eran amigos desde el colegio; en cambio a su papá, ¿Fermín, no?, no lo había conocido, era mucho más joven que nosotros, y de nuevo sonrió: ¿así que había tenido problemas en su casa? Sí, Clodomiro le había contado. Bueno, era la época, los jóvenes querían ser independientes.
– Por eso necesito trabajar -dijo Santiago-. Mi tío Clodomiro pensó que usted, tal vez.
– Ha tenido suerte -asintió el señor Vallejo-. Justamente andamos buscando un refuerzo para la sección locales.
– No tengo experiencia, pero haré todo lo posible por aprender pronto -dijo Santiago-. He pensado que si trabajo en “La Crónica" tal vez podría seguir asistiendo a las clases de Derecho.
– Desde que estoy aquí no he visto a muchos periodistas que sigan estudiando -dijo el señor Vallejo-. Tengo que advertirle algo, por si no lo sabe. El periodismo es la profesión peor pagada. La que da más amarguras, también.
– Siempre me gustó, señor -dijo Santiago-. Siempre pensé es la que está más en contacto con la vida.
– Bien, bien -el señor Vallejo se pasó la mano por la nevada cabeza, asintió con ojos benévolos-. Ya sé que no ha trabajado en un diario hasta ahora, veremos qué resulta. En fin, Quisiera hacerme una idea de sus disposiciones. -Se puso muy grave, engoló algo la voz-. Un incendio en la Casa Wiese. Dos muertos, cinco millones de pérdidas, los bomberos trabajaron toda la noche para apagar el siniestro. La policía investiga si se trata de accidente o de acto criminal. No más de un par de carillas. En la redacción hay muchas máquinas, escoja cualquiera.
Santiago asintió. Se puso de pie, pasó a la redacción y cuando se sentó en el primer escritorio las manos le comenzaron a sudar. Menos mal que no había nadie. La Remington que tenía delante le pareció un pequeño ataúd, Carlitos. Era eso mismo, Zavalita.
JUNTO al cuarto de la señora estaba el escritorio: tres silloncitos, una lámpara, un estante. Ahí se encerraba el señor en sus visitas a la casita de San Miguel, y si estaba con alguien no se podía hacer ruido, hasta la señora Hortensia se bajaba a la sala, apagaba la radio y si la llamaban por teléfono se hacía negar. Qué mal carácter tendría el señor cuando hacían tanto teatro, se asustó Amalia la primera vez. ¿Para qué tenía tres sirvientas la señora si el señor venía tan de cuando en cuando? La negra Símula era gorda, canosa, callada y le cayó muy mal. En cambio con su hija Carlota, larguirucha, sin senos, pelo pasa, simpatiquísima, ahí mismo se hicieron amigas. No tiene tres porque necesite, le dijo Carlota, sino para gastar en algo la plata que le da el señor. ¿Era muy rico? Carlota abrió los ojazos: riquísimo, estaba en el gobierno, era Ministro. Por eso cuando don Cayo venía a dormir aparecían dos policías en la esquina, y el chofer y el otro del carro se quedaban esperándolo toda la noche en la puerta. ¿Cómo podía una mujer tan joven y tan bonita estar con un hombre que le llegaba a la oreja cuando ella se ponía tacos? Podía ser su padre y era feo y ni siquiera se vestía bien. ¿Tú crees que la señora lo quiere, Carlota? Qué lo iba a querer, querría su plata. Debía tener mucha para ponerle una casa así y haberle comprado esa cantidad de ropa y joyas y zapatos. ¿Cómo, siendo tan guapa, no se había conseguido alguien que se casara con ella?
Pero a la señora Hortensia no parecía importarle mucho casarse, se la veía feliz así. Nunca se la notaba ansiosa de que el señor viniera. Claro que él aparecía y se desvivía atendiéndolo, y cuando el señor llamaba a decir voy a comer con tantos amigos, se pasaba el día dando instrucciones a Símula, vigilando que Amalia y Carlota dejaran la casa brillando. Pero el señor se iba y no volvía a hablar de él, nunca lo llamaba por teléfono y se la veía tan alegre, tan despreocupada, tan entretenida con sus amigas, que Amalia pensaba ni se acuerda de él. El señor no se parecía en nada a don Fermín que con verlo se descubría que era decente y de plata. Don Cayo era chiquito, la cara curtida, el pelo amarillento como tabaco pasado, ojos hundidos que miraban frío y de lejos, arrugas en el cuello, una boca casi sin labios y dientes manchados de fumar, porque siempre andaba con un cigarrillo en la mano.
Era tan flaquito que la parte de adelante de su terno se tocaba casi con la de atrás. Cuando Símula no las oía, ella y Carlota se mataban haciendo chistes: imagínatelo calato, qué esqueletito, qué bracitos, qué piernitas. Apenas si se cambiaba de terno, andaba con las corbatas mal puestas y las uñas sucias. Nunca decía buenos días ni hasta luego, cuando ellas lo saludaban respondía con un mugido y sin mirar. Siempre parecía ocupado, preocupado, apurado, encendía sus cigarrillos con el puchito que iba a botar y cuando hablaba por teléfono decía sólo sí, no, mañana, bueno, y cuando la señora le hacía bromas arrugaba apenas los cachetes y ésa era su risa. ¿Sería casado, qué vida tendría en la calle? Amalia se lo imaginaba viviendo con una vieja beata siempre vestida de luto.
– ¿ALó, aló? -repetía la voz del general Espina Aló- ¿Alcibíades?
– ¿Sí? -dijo, suavemente-. ¿Serrano?
– ¿Cayo? Vaya, por fin -la voz de Espina era ásperamente jovial-. Te estoy llamando desde anteayer y no hay forma. Ni en el Ministerio, ni en tu casa. Ni que te me estuvieras negando, Cayo.
– ¿Me has estado llamando? -tenía un lápiz en su mano derecha, dibujaba un círculo-. Primera noticia, Serrano.
– Diez veces, Cayo. Qué diez, lo menos quince veces.
– Voy a averiguar por qué no me dan los encargos -un segundo círculo, paralelo al anterior-. Dime, Serrano, a tus órdenes.
Una pausa, una tos incómoda, la respiración entrecortada de Espina:
– ¿Qué significa ese soplón en la puerta de mi casa, Cayo? -disimulaba su malhumor hablando despacio, pero era peor-. ¿Es protección o vigilancia o qué mierda es?
– Como ex-Ministro te mereces siquiera un portero pagado por el Gobierno, Serrano -completó el tercer círculo, hizo una pausa, cambió de tono-. No sé nada, hombre. Se habrán olvidado que ya no necesitas protección. Si ese sujeto te molesta, haré que lo retiren.
– No me molesta, me llama la atención -dijo Espina, con sequedad-. Las cosas claras, Cayo. ¿Ese sujeto ahí significa que el gobierno ya no confía en mí?
– No digas disparates, Serrano. Si el gobierno no tiene confianza en ti, en quién entonces.
– Por eso mismo, por eso mismo -la voz de Espina era lenta, se atropellaba, volvía a ser lenta-. Cómo no me iba a sorprender, Cayo. Te imaginarás que ya estoy viejo para no reconocer a un soplón.
– No te hagas mala sangre por tonterías el quinto círculo: más pequeño que los otros, ligeramente abollado-. ¿Se te ocurre que te vamos a poner un soplón? Debe ser un don juan que está enamorando a tu sirvienta.
– Pues mejor se desaparece de aquí porque tengo malas pulgas, tú ya sabes -colérico ahora, respirando fuerte-. De repente me caliento y le meto bala. Te lo quería advertir, por si acaso.
– No gastes pólvora en gallinazo -corrigió el círculo, lo aumentó, lo redondeó, ahora estaba igual a los otros-. Hoy mismo voy a averiguar. A lo mejor Lozano quiso quedar bien contigo poniéndote un agente para que te cuide la casa. Haré que lo retiren, Serrano.
– Bueno, lo de meterle bala no iba en serio -más tranquilo ahora, tratando de bromear. Pero ya comprenderás que este asunto me ha resentido, Cayo.
– Eres un Serrano desconfiado y malagradecido -dijo él-. Qué más quieres que te cuiden la casa, con tanto pericote suelto. Bueno, olvídate de eso. ¿Cómo está la familia? A ver si almorzamos, un día de éstos.
– Cuando tú quieras, yo tengo tiempo libre de sobra, ahora -un poco cortado, indeciso, como avergonzado del despecho que descubría en su propia voz-. Eres tú el que no debe tener mucho tiempo ¿no? Desde que salí del Ministerio no me has buscado ni una vez. Y van a hacer tres meses ya.
– Tienes razón, Serrano, pero tú ya sabes lo que es esto -ocho círculos: cinco en una línea, tres abajo; inició el noveno, cuidadosamente-. He estado por llamarte varias veces. La próxima semana, de todas maneras. Un abrazo, Serrano..
Colgó antes que Espina terminara de despedirse, contempló un instante los nueve círculos, rompió la hoja y arrojó los pedazos a la papelera.
– ME demoré una hora -dijo Santiago-. Rehice las dos carillas cuatro o cinco veces, corregí las comas mano delante de Vallejo.
El señor Vallejo leía con atención, el lápiz suspendido sobre la hoja, asentía, marcó una crucecita, movió un poco los labios, otra, bien bien, un lenguaje sencillo y correcto, lo tranquilizó con una mirada piadosa, eso decía mucho ya. Sólo que…
– Si no pasas la prueba hubieras vuelto al redil y ahora serías un miraflorino modelo -se rió Carlitos-. Aparecerías en sociales, como tu hermanito.
– Estaba un poco nervioso, señor -dijo Santiago-. ¿Quiere que lo haga de nuevo?
– A mí me tomó la prueba Becerrita -dijo Carlitos-. Había una vacante en la página policial. No me olvidaré nunca.
– No vale la pena, no está mal -el señor Vallejo movió la cabeza blanca, lo miró con sus amistosos ojos pálidos-. Sólo que conviene que vaya aprendiendo el oficio, si va a trabajar con nosotros.
– Un loco entra a un burdel de Huatica con diablos azules y chavetea a cuatro meretrices, a la patrona y a dos maricas -gruñó Becerrita-. Una de las polillas muere. En un par de carillas y en quince minutos.
– Muchas gracias, señor Vallejo -dijo Santiago-. No sabe cuánto le agradezco.
– Sentí que me orinaba -dijo Carlitos-. Ah, Becerrita.
– Es simplemente un problema de disposición de los datos de acuerdo a su importancia y también de economía de palabras el señor Vallejo había numerado algunas frases, le devolvía las carillas-. Hay que comenzar con los muertos; joven.
– Todos hablábamos mal de Becerrita, todos lo detestábamos -dijo Santiago-. Y ahora no hacemos más que acordarnos de él y todos lo adoramos y quisiéramos resucitarlo. Es absurdo.
– Lo más llamativo, lo que cautiva a la gente -añadió el señor Vallejo.- Eso hace que el lector se sienta concernido por la noticia. Será porque todos tenemos que morirnos.
– Era lo más auténtico que pasó por el periodismo limeño -dijo Carlitos-. La mugre humana elevada a su máxima potencia, un símbolo, un paradigma. ¿Quién no lo va a recordar con cariño, Zavalita?
– Y yo puse los muertos al final, qué tonto soy -dijo Santiago.
– ¿Sabe lo que son las tres líneas? -el señor Vallejo lo miró con picardía-. Lo que los norteamericanos, el periodismo más ágil del mundo, sépalo de una vez, llaman el lead.
– Te hizo el número completo -dijo Carlitos-. En cambio a mí Becerrita me ladró escribe usted con las patas, se queda sólo porque ya me cansé de tomar exámenes.
– Todos los datos importantes resumidos en las tres primeras líneas, en el lead -dijo amorosamente el señor Vallejo-. O sea: dos muertos y cinco millones de pérdidas es el saldo provisional del incendio que destruyó anoche gran parte de la Casa Wiese, uno de los principales edificios del centro de Lima; los bomberos dominaron el fuego luego de ocho horas de arriesgada labor. ¿Ve usted?
– Trata de escribir poemas después de meterte en la cabeza esas formulitas -dijo Carlitos-Hay que ser loco para entrar a un diario si uno tiene algún cariño por la literatura, Zavalita.
– Después ya puede colorear la noticia -dijo el señor Vallejo-. El origen del siniestro, la angustia de los empleados, las declaraciones de los testigos, etcétera.
– Yo no tenía ninguno, desde un papelón que me hizo pasar mi hermana -dijo Santiago-. Me sentí contento de entrar a "La Crónica", Carlitos.
Qué distinta, en cambio, la señora Hortensia. él tan feo y ella tan bonita, él tan seriote y ella tan alegre.
No era estirada como la señora Zoila que parecía hablar desde un trono, ni cuando le alzaba la voz la hacía sentirse su inferior. Se dirigía a ella sin poses, como si estuviera hablando con la señorita Queta. Pero, eso sí, se tomaba unas confianzas. Qué falta de vergüenza para ciertas cosas. Mi único vicio son los traguitos y las pastillitas dijo una vez, pero Amalia pensaba su vicio es la limpieza. Veía un poquito de polvo en la alfombra y ¡Amalia el plumero!, un cenicero con puchos y como si viera una rata ¡Carlota, esa porquería! Se bañaba al levantarse y al acostarse, y lo peor, quería que ellas también se pasaran la vida en el agua.
Al día siguiente de entrar Amalia a la casita de San Miguel, cuando le llevó el desayuno a la cama, la señora la examinó de arriba abajo: ¿ya te bañaste? No, señora, dijo Amalia, sorprendida, y entonces ella hizo ascos de niñita, volando a meterte a la ducha, aquí tenía que bañarse a diario. Y media hora después, cuando Amalia, los dientes chocándole, estaba bajo el chorro de agua, la puertecita del cuarto de baño se abrió y apareció la señora en bata, con un jabón en la mano. Amalia sintió fuego en el cuerpo, cerró la llave, no se atrevía a coger el vestido, permaneció cabizbaja, fruncida. ¿Tienes vergüenza de mí?, se rió la señora.
No, balbuceó ella, y la señora se rió otra vez: te estabas duchando sin jabonarte, ya me figuraba; toma, jabónate bien. Y mientras Amalia lo hacía -el jabón se le escapó de las manos tres veces, se frotaba tan fuerte que le quedó ardiendo la piel-, la señora siguió ahí, taconeando, gozando de su vergüenza, también las orejitas, ahora las patitas, dándole órdenes de lo más risueña, mirándola de lo más fresca. Muy bien, así tenía que bañarse y jabonarse a diario y abrió la puerta para salir pero todavía echó a Amalia qué mirada: no tienes por qué avergonzarte, a pesar de ser flaquita no estás mal. Se fue y a lo lejos otra carcajada.
¿La señora Zoila hubiera hecho algo así? Se sentía mareada, la cara ardiendo. Abotónate el uniforme hasta arriba, decía la señora Zoila, no uses la falda tan alta. Después, mientras limpiaban la sala, Amalia le contó a Carlota y ella revolvió los ojazos: así era la señora, nada le daba vergüenza, también entraba a veces cuando ella se estaba duchando a ver si se jabonaba bien. Pero no sólo eso, además hacía que se echaran polvos contra la transpiración en las axilas.
Cada mañana, medio dormida, desperezándose, los buenos días de la señora eran preguntar ¿te bañaste, te pusiste el desodorante? Así como se tomaba esas confianzas, tampoco le importaba que ellas la vieran. Una mañana Amalia vio la cama vacía y oyó el agua del baño corriendo: ¿le dejaba el desayuno en el velador, señora? No, pásamelo aquí. Entró y la señora estaba en la tina, la cabeza apoyada en un almohadón, los ojos cerrados. El vaho cubría el cuarto, todo era tibio y Amalia se detuvo en la puerta, mirando con curiosidad, con inquietud, el cuerpo blanco bajo el agua. La señora abrió los ojos: qué hambre, tráemelo aquí. Perezosamente se sentó en la tina y alargó las manos hacia la bandeja. En la atmósfera humosa, Amalia vio aparecer el busto impregnado de gotitas, los botones oscuros. No sabía dónde mirar, qué hacer, y la señora con ojos regocijados comenzaba a tomar su jugo, a poner mantequilla en la tostada, de pronto la vio petrificada junto a la tina. ¿Qué hacía ahí con la boca abierta?, y con voz burlona ¿no te gusto? Señora, yo, murmuró Amalia, retrocediendo, y la señora una carcajada: anda, recogerás la bandeja después. ¿La señora Zoila habría permitido que ella entrara mientras se bañaba? Qué distinta era, qué desvergonzada, qué simpática. El primer domingo en la casita de San Miguel, para darle una buena impresión le dijo ¿puedo ir a misa un ratito? La señora lanzó una de sus risas: anda, pero cuidado que te viole el cura, beatita. Nunca va a misa, le contó después Carlota, nosotras tampoco vamos ya. Era por eso que en la casita de San Miguel no había un solo Corazón de Jesús, una sola Santa Rosa de Lima. Ella también dejó de ir a misa al poco tiempo.
TOCARON la puerta, él dijo adelante y entró el doctor Alcibíades.
– No tengo mucho tiempo, doctorcito -dijo, señalando el alto de recortes de diario que traía Alcibíades-. ¿Algo importante?
– La noticia de Buenos Aires, don Cayo. Salió en todos.
Alargó la mano, hojeó los recortes. Alcibíades había marcado con tinta roja los titulares "Incidente antiperuano en Buenos Aires”, decía “La Prensa”; “Apristas apedrean Embajada peruana en Argentina", decía "La Crónica"; "Atropellado y vejado el emblema nacional por apristas" decía "El Comercio"-, y. señalado con flechas donde terminaba la información.
– Todos publicaron el cable de ANSA -bostezó él.
– La United Press, la Associated Press y las otras agencias quitaron la noticia de sus boletines, como les pedimos -dijo el doctor Alcibíades-. Ahora van a protestar porque ANSA se llevó la primicia. A ANSA no se le dio ninguna instrucción, porque como usted…
– Está bien -dijo él-. Ubíquelo a, ¿cómo se llama el tipo de ANSA?, ¿Tallio, no? Que venga ahora mismo.
– Sí, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Ahí está el señor Lozano ya.
– Hágalo pasar y que nadie nos interrumpa -dijo él-. Cuando llegue el Ministro, avísele que iré a su despacho a las tres. Firmaré las cartas luego. Eso es todo, doctorcito.
Alcibíades salió y él abrió el primer cajón del escritorio. Cogió un frasquito y lo contempló un momento, disgustado. Sacó una pastilla, la humedeció con saliva y la tragó.
– ¿HACE mucho que está en el periodismo, señor? -dijo Santiago.
– Cerca de treinta años, figúrese -los ojos del señor Vallejo se extraviaron en profundidades temporales, un leve temblor agitó su mano-. Empecé llevando carillas de la redacción a talleres. Bueno, no me quejo, ésta es una profesión ingrata, pero también da algunas satisfacciones.
– La mayor satisfacción se la dieron obligándolo a renunciar -dijo Carlitos-. Siempre me asombró que un tipo como Vallejo fuera periodista. Era muy manso, muy cándido, muy correcto. No era posible, tenía que acabar mal.
– Oficialmente, comenzará el primero el señor Vallejo miró el calendario Esso que colgaba en la pared-, es decir el martes próximo. Si quiere irse poniendo al corriente, puede darse una vuelta por la redacción estas noches.
– ¿O sea que para ser periodista la primera condición no es saber qué es el lead? -dijo Santiago.
– Sino ser canalla, o por lo menos saber aparentarlo -asintió jovialmente Carlitos-. Yo ya no tengo que hacer esfuerzos. Tú todavía un poquito, Zavalita.
– Quinientos soles al mes no es gran cosa -dijo el señor Vallejo-. Mientras se va fogueando. Después lo mejorarán.
Al salir de “La Crónica” se cruzó en el zaguán con un hombre de bigotitos milimétricos y corbata tornasolada, el cabecero Hernández piensa, pero en la Plaza San Martín ya había olvidado la entrevista con Vallejo: ¿lo habría buscado, dejado una carta, lo estaría esperando? No, al entrar a la pensión, la señora Lucía se limitó a darle las buenas tardes. Bajó al oscuro vestíbulo a telefonear al tío Clodomiro.
– Felizmente salió, tío, comienzo el primero. El señor Vallejo fue muy amable.
– Vaya, me alegro, flaco -dijo el tío Clodomiro-. Ya veo que estás contento.
– Mucho, tío. Ahora podré pagarte lo que me prestaste.
– No hay ningún apuro -el tío Clodomiro hizo una pausa-. Podrías llamarlos a tus padres ¿no te parece? No te van a pedir que vuelvas a la casa si no quieres, ya te he dicho. Pero no los dejes así, sin noticias.
– Pronto los llamaré, tío. Prefiero que pasen unos días más: Tú le has dicho que estoy bien, no tiene de qué preocuparse.
– Siempre hablas de tu padre y nunca de tu madre -dijo Carlitos-. ¿No le dio una pataleta con tu fuga?
– Lloraría a mares, supongo, pero tampoco ella fue a buscarme -dijo Santiago-. Qué se iba a perder ése pretexto para sentirse una mártir.
– O sea que la sigues odiando -dijo Carlitos-. Yo creía que se te había pasado ya.
– Yo también creía -dijo Santiago-. Pero, ya ves, de repente se me escapan cosas resulta que no.
Qué VIDA tan distinta llevaba la señora Hortensia.
Qué desorden, qué costumbres. Se levantaba tardísimo.
Amalia le subía el desayuno a las diez, junto con todos los periódicos y revistas que encontraba en el quiosco de la esquina, pero después de tomar su jugo, su café y sus tostadas, la señora se quedaba entre las sábanas, leyendo o flojeando, y nunca bajaba antes de las doce.
Después que Símula le hacía las cuentas, la señora se preparaba su traguito, su manicito o sus papitas, se sentaba en la sala, ponía discos y comenzaban las llamadas. Para nada, porque sí, como las de la niña Teté a sus amigas: ¿viste que la chilena va a trabajar en el “Embassy”, Quetita?, en “Última Hora” decían que a la Lula le sobraban diez kilos, Quetita, la habían chapado a la China planeando con un bongoncero, Quetita. La llamaba sobre todo a la señorita Queta, le contaba chistes colorados, le rajaba de todo el mundo, la señorita le contaría y le rajaría también. Y qué boca.
Los primeros días en la casita de San Miguel Amalia creía soñar, ¿de veras que la Polla se va a casar con el maricón ése, Quetita?, la cojuda de la Paqueta se está volviendo calva, Quetita: las peores palabrotas riéndose como si nada. A veces las lisuras llegaban hasta la cocina y Símula cerraba la puerta. Al principio a Amalia le chocaba, después se moría de risa y corría al repostero a oír lo que les chismeaba a la señorita Queta o a la señorita Carmincha o a la señorita Lucy o a la señora Ivonne. Cuando se sentaba a almorzar, la señora ya se había tomado dos o tres traguitos y estaba coloradita, sus ojos brillando de malicia, casi siempre de muy buen humor: ¿tú eres virgen todavía, negrita?, y Carlota alelada, la bocaza abierta, sin saber qué responder; ¿tienes un amante, Amalia?, cómo se le ocurre, señora, y la señora, riéndose: si no tienes uno tendrás dos, Amalia.
¿QUE le fregaba de él? ¿Su cara sebosa, sus ojitos de chancho, sus sonrisas adulonas? ¿Le fregaba su olor a soplón, a delaciones, a burdel, a sobaco, a gonorreas? No, no era eso. ¿Qué, entonces? Lozano se había sentado en uno de los sillones de cuero y meticulosamente ordenaba papeles y cuadernillos sobre la mesita, él cogió un lápiz, sus cigarrillos y se sentó en otro sillón.
– ¿Qué tal se porta Ludovico? -sonrió Lozano, inclinado-. ¿Está contento con él, don Cayo?
– Tengo poco tiempo, Lozano -era su voz-. Sea lo más breve posible, por favor.
– Por supuesto, don Cayo -una voz de puta vieja, de cabrón jubilado-. Usted dirá, don Cayo.
– Construcción Civil -encendió un cigarrillo, vio las manos rechonchas escarbando afanosamente los papeles-. Cómo fueron las elecciones.
– La lista de Espinoza elegida por amplia mayoría, ningún incidente -dijo Lozano, con una enorme sonrisa-. El senador Parra asistió a la instalación del nuevo Sindicato. Lo ovacionaron, don Cayo.
– ¿Cuántos votos tuvo la lista de los rabanitos?
– Veinticuatro contra doscientos y pico -la mano de Lozano hizo un pase desdeñoso, su boca se frunció con asco-. Pss, nada.
– Espero que no encerraría a todos los opositores de Espinoza.
– Sólo a doce, don Cayo. Rabanitos y apristones fichados. Habían estado haciendo campaña por la lista de Bravo. No creo que sean gente peligrosa.
– Suéltelos de a pocos -dijo él-. Primero los rabanitos, después los apristones. Hay que fomentar esa rivalidad.
– Sí, don Cayo -dijo Lozano; y unos segundos después orgulloso-: Ya habrá visto los diarios. Que las elecciones se llevaron a cabo en la forma más pacífica, que la lista apolítica se impuso democráticamente.
NUNCA había trabajado fijo con ellos, don. Sólo por temporadas, cuando don Cayo salía de viaje y lo mandaba prestado al señor Lozano. ¿Qué clase de trabajitos, don? Bueno, de todo un poco. El primero había tenido que ver con las barriadas. Éste es Ludovico, había dicho el señor Lozano, éste es Ambrosio, así se conocieron. Se dieron la mano, el señor Lozano les explicó todo, después ellos dos habían salido a tomarse un trago a una pulpería de la avenida Bolivia.
¿Habría lío? No, Ludovico creía que sería fácil. ¿Ambrosio era nuevo aquí, no? Estaba aquí de prestado, él era chofer.
– ¿Chofer del señor Bermúdez? -había dicho Ludovico, embobado-. Déjame darte un abrazo, déjame felicitarte.
Se habían caído en gracia, don, Ludovico había hecho reír a Ambrosio contándole cosas de Hipólito, el otro del trío, ése que resultó degenerado. Ahora Ludovico era chofer de don Cayo, (*) don, e Hipólito ayudante. Al oscurecer subieron a la camioneta, manejó Ambrosio y cuadraron lejos de la barriada porque había un lodazal. Siguieron a patita, espantando las moscas, embarrándose, y preguntando encontraron la casa del tipo. Había abierto una gorda achinada que los miró con desconfianza: ¿se podría hablar con el señor Calancha? Había salido de la oscuridad: gordito, sin zapatos, en camiseta.
– ¿Usted es el jefazo de esta barriada? -había dicho Ludovico.
– No hay sitio para nadie más -el tipo los había mirado compadeciéndolos, don-. Estamos completos.
– Tenemos que hablar urgente con usted -dijo Ambrosio-. ¿Nos damos una vueltecita mientras conversamos?
El tipo se los había quedado mirando sin contestar y por fin pasen, hablarían aquí nomás. No, don, tenía que ser de a solas. Bueno, como quisieran. Caminaron por el terral, Ambrosio y Ludovico a los costados de Calancha.
– Usted se está metiendo en honduras y vinimos a prevenirlo -dijo Ludovico-. Por su propio bien.
– No entiendo de qué habla -dijo el tipo, con voz flojona.
Ludovico sacó unos ovalados, le ofreció uno, se lo encendió.
– ¿Por qué anda aconsejando a la gente que no vaya a la manifestación de la Plaza de Armas el 27 de Octubre, don? -dijo Ambrosio.
– Hasta anda hablando mal de la persona del general Odría -dijo Ludovico-. Cómo es eso.
– Quién ha dicho esas calumnias -como si lo hubieran pinchado, don, y ahí mismo se acarameló-: ¿Ustedes son de la policía? Tanto gusto.
– Si fuéramos no te estaríamos tratando tan bien -dijo Ludovico.
– A quién se le ocurre que voy a hablar mal del gobierno, y menos del Presidente -protestaba Calancha-. Si esta barriada se llama 27 de Octubre en homenaje a él, más bien.
– Y entonces por qué le aconseja a la gente que no vaya a la manifestación, don -dijo Ambrosio.
– Todo se sabe en esta vida -dijo Ludovico-. La policía anda pensando que eres un subversivo.
– Nunca jamás, qué mentira -un gran teatrero, don-. Déjenme que les explique todo.
– Está bien, hablando se entiende la gente con cacumen -dijo Ludovico.
Les había contado una historia de llanto, don. Muchos eran recién bajaditos de la sierra y ni hablaban español, se habían acomodado en este terrenito sin hacerle mal a nadie, cuando la revolución de Odría lo bautizaron 27 de Octubre para que no les mandaran a los cachacos, estaban agradecidísimos a Odría porque no los sacó de aquí. Éstos no eran como ellos -sobándonos, don-, ni como él, sino gente pobre y sin educación, a él lo habían elegido Presidente de la Asociación porque sabía leer y era costeño.
– Y eso qué tiene que ver -había dicho Ludovico-.¿Nos quieres trabajar la moral? No se va a poder, Calancha.
– Si nos metemos ahora en política, los que vengan después de Odría nos mandarán a los cachacos y nos botarán de aquí -explicaba Calancha-. ¿Ven ustedes?
– Eso de que Odría se va a ir, a mí me sabe a subversivo -dijo Ludovico-. ¿A ti no, Ambrosio?
El tipo dio un salto y el puchito se le cayó de la boca. Se agachó a recogerlo y Ambrosio déjelo, tenga, fúmese otro entero.
– No se lo deseo, por mí que se quede para siempre -besándose los dedos, don-. Pero Odría podría morirse y subir un enemigo y decir ésos de 27 de Octubre iban a sus manifestaciones. Y nos mandarían a los cachacos, señor.
– Olvídate del futuro y piensa en lo que te conviene -dijo Ludovico. Prepara bien a tu gente para el 27 de Octubre.
Le dio una palmadita en el hombro, lo cogió del brazo como a un amigo: ésta era una conversación de a buenas, Calancha. Sí señor, claro señor.
– Los ómnibus vendrán a recogerlos a las seis -dijo Ludovico-. Que vayan todos, viejos, chicos, mujeres. Los ómnibus los volverán a traer. Después podrás organizar una jarana, si quieres. Habrá trago gratis. ¿Listo, Calancha?
Por supuesto, claro que sí, y Ludovico le alcanzó un par de libras: por la molestia de haberte interrumpido la digestión, Calancha. Después se moría dándoles las gracias, don.
LA señorita Queta venía casi siempre después del almuerzo, era su más íntima, también guapa pero nunca como la señora Hortensia. Pantalones, blusitas escotadas y pegaditas, turbantes de colores. A veces la señora y la señorita Queta salían en el carrito blanco de la señorita y volvían a la noche. Cuando se quedaban en la casa, se pasaban la tarde hablando por teléfono y eran siempre los mismos chismes y rajes. Toda la casita se contagiaba de los disfuerzos de la señora y de la señorita, sus risas llegaban a la cocina y Amalia y Carlota corrían al repostero a escuchar las pasadas que hacían. Hablaban poniéndose un pañuelo en la boca, se arranchaban el teléfono, cambiaban de voz.
Si les contestaba un hombre: eres muy buen mozo y me gustas, estoy enamorada de ti pero ni siquiera me miras, ¿quieres venir a mi casa a la noche?, soy una amiga de tu mujer. Si mujer: tu marido te engaña con tu hermana, tu. marido está loco por mí pero no te asustes, no te lo voy a quitar porque tiene mucho grano en la espalda, tu marido te va a poner cuernos a las cinco en Los Claveles, ya sabes con quién. Al principio a Amalia le daba un mal gustito en la boca oírlas, después las festejaba a morir. Todas las amigas de la señora son artistas, le dijo Carlota, trabajaban en radios, en cabarets. Todas eran fachosas, la señorita Lucy, frescas, la señorita Carmincha, tacos altísimos, la señorita que le decían la China era una de las Binbanbún. Y otro día, bajando la voz, ¿te cuento un secreto? La señora también había sido artista, Carlota había encontrado en su dormitorio un álbum con fotos donde aparecía elegantísima y mostrando todo.
Amalia rebuscó el velador, el closet, el tocador pero no dio con el álbum. Pero seguramente era cierto, qué le faltaba a la señora para haber sido artista, hasta tenía linda voz. La oían cantar mientras se bañaba, cuando la veían de muy buen humor le pedían, señora, a ver "Caminito" o "Noche de amor" o "Rosas rojas para ti" y ella les daba gusto. En las fiestecitas nunca se hacía de rogar cuando le pedían que cantara. Corría a poner un disco, cogía un vaso o una muñequita de la repisa para que pareciera un micro y se paraba en el centro de la salita y cantaba, los invitados la aplaudían a rabiar. ¿Ves que fue artista?, le susurraba Carlota a Amalia.
– TEXTILES -dijo él-. Ayer se plantó la discusión del pliego de reclamos. Anoche los empleadores fueron a decirle al Ministro de Trabajo que hay amenaza de huelga, que todo esto tiene un fondo político.
– Perdón, don Cayo, no hay tal cosa -dijo Lozano-. Usted sabe, textiles, foco aprista desde siempre. Así que ahí se ha hecho una limpieza en regla. El sindicato es de plena confianza. Pereira, el secretario general, usted lo conoce, ha cooperado siempre.
– Hable con Pereira hoy mismo -lo interrumpió él-. Dígale que la amenaza de huelga se va a quedar en amenaza, las cosas no están para huelgas ahora. Que acaten la mediación del Ministerio.
– Aquí está todo explicado, don Cayo, permítame -Lozano se inclinó, velozmente sacó una hojita del alto de papeles de la mesa-. Es una amenaza, nada más. Una medida política, no para asustar a los empleadores, sino para que el sindicato recupere prestigio ante la base. Hay mucha resistencia contra la actual directiva, esto va a hacer que los obreros vuelvan a…
– El aumento que propone el Ministerio es justo -dijo él-. Que Pereira convenza a su gente, la discusión de este pliego de reclamos tiene que terminar. Se está creando una situación tensa ahí, y las tensiones favorecen la agitación.
– Pereira piensa que si el Ministerio de Trabajo aceptara siquiera el punto dos del pliego, él podría…
– Explíquele a Pereira que se le paga un sueldo para obedecer, no para pensar -dijo él-. Se le ha puesto ahí para que facilite las cosas, no para que las complique pensando. El Ministerio ha conseguido algunas concesiones de los empleadores, ahora el sindicato debe aceptar la mediación. Dígale a Pereira que este asunto debe terminar en cuarenta y ocho horas.
– Sí, don Cayo -dijo Lozano-. Perfectamente, don Cayo.
PERO dos días después el señor Lozano estaba furia, don: el pendejo de Calancha no había ido a la reunión de la directiva y ahora no da cara, faltaban tres días para el 27 y si no va la barriada en masa la Plaza de Armas no se llenaba. El hombre es Calancha, había que amansarlo a como dé lugar, ofrézcanle hasta quinientos soles. O sea que los había engañado, don, resultó una mosquita muerta hipócrita. Subieron a la camioneta, llegaron a su casa y no tocaron la puerta.
Ludovico había echado la calamina abajo de un manazo: adentro había una vela prendida, Calancha y la achinada estaban comiendo, y alrededor como diez criaturas llorando.
– Salga, don -dijo Ambrosio-, tenemos que conversar.
La achinada había cogido un palo y Ludovico se echó a reír. Calancha la insultó, le arranchó el palo, discúlpenla, perdónenla, un teatrero increíble don, le había llamado la atención que entraran sin tocar. Salió con ellos y esa noche sólo llevaba un pantalón y apestaba a trago. Apenas se alejaron de la casa, Ludovico le aflojó una cachetada de media vuelta, y Ambrosio otra, ninguna muy fuerte, para bajarle la moral. Qué alharaca había hecho, don: se tiró al suelo, no me maten, habría algún malentendido.
– Hijo de siete leches -dijo Ludovico-. Malentendido te voy a dar.
– ¿Por qué no hizo lo que prometió, don? -dijo Ambrosio.
– ¿Por qué no fuiste a la reunión de la directiva cuando Hipólito vino a arreglar lo de los ómnibus? -dijo Ludovico.
– Míreme la cara, mírenmela ¿no está amarilla? -lloraba Calancha-. De tiempo en tiempo me vienen unos ataques que me tumban, estuve en cama enfermo. Iré a la reunión de mañana, todo se arreglará.
– Si los de aquí no van a la manifestación, será su culpa -dijo Ambrosio.
– Y ahí vas preso -dijo Ludovico-. Y a los presos políticos, uy mamita, él les daba su palabra, juraba por su madre, y Ludovico le aflojó otra y Ambrosio otra, un poquito más fuerte esta vez.
– Tú dirás que son cojudeces, pero estas cachetadas son por tu bien -dijo Ludovico-. ¿No ves que queremos que te metan preso, Calancha?
– Ésta es tu última oportunidad, hombre -había dicho Ambrosio.
Su palabra, por su madre, nos juraba don, ya no me peguen.
– Si todos los serranos van a la Plaza y la cosa sale bien hay trescientos soles para ti, Calancha -dijo Ludovico-. Entre trescientos soles o ir preso, tú dirás qué te conviene más.
– No faltaba más, no quiero plata -qué tipo latero, don-. Yo lo haré por el general Odría, nomás.
Lo dejaron así, jurando y prometiendo. ¿Tendría palabra el pendejo éste, Ambrosio? Tenía don: al día siguiente fue Hipólito a llevarles los banderines y Calancha lo había recibido al frente de la directiva, e Hipólito vio que palabreaba a su gente y cooperaba de lo más bien.
LA señora era más alta que Amalia, más baja que la señorita Queta, pelo negro retinto, cutis como si nunca le hubiera dado el sol, ojos verdes, boca roja que andaba siempre mordiendo con sus dientes parejitos de una manera coquetísima. ¿Qué edad tendría?
Más de treinta decía Carlota, Amalia pensaba veinticinco. De la cintura para arriba su cuerpo era así así, pero para abajo qué curvas. Hombros echaditos para atrás, senos paraditos, una cintura de niñita. Pero las caderas eran un corazón, anchas anchas y se iban cerrando, cerrando, y las piernas se iban adelgazando despacito, tobillos finos y pies como los de la niña Teté. Manos chiquitas también, uñas larguísimas siempre pintadas del mismo color que los labios. Cuando estaba con pantalón y blusa se le marcaba todo, los escotes de sus vestidos elegantes dejaban al aire hombros, media espalda y la mitad de los senos. Se sentaba, cruzaba las piernas, la falda se corría más arriba de la rodilla, y desde el repostero, agitadas como gallinas, Carlota y Amalia comentaban cómo se les iban los ojos a los invitados tras las piernas y los escotes de la señora. Viejos, canosos, gordos, inventaban mil cosas, levantar el vaso de whisky del suelo, agacharse a botar la ceniza, para acercar los ojos y mirar. Ella no se enojaba, hasta los provocaba sentándose así, alcanzándoles los manicitos así. ¿El señor no es celoso, no?, le dijo Amalia a Carlota, cualquier otro se pondría furioso si se tomaran esas confianzas con su señora. Y Carlota: ¿por qué va a ser celoso con ella?, si era su querida nomás. Era tan raro, el señor sería feo y viejo pero no parecía tener un pelo de tonto, y sin embargo se quedaba tan tranquilo cuando los invitados, ya tomaditos, empezaban – a aprovecharse con la señora haciéndose los que bromeaban. Por ejemplo estaban bailando y le daban su besito en el cuello o le sobaban la espalda y cómo la apretaban. La señora soltaba su risita, jugando le daba un manazo al atrevido, lo empujaba jugando contra un sillón, o seguía bailando como si tal cual, dejándolo que se propasara.
Don Cayo no bailaba nunca. Sentado en un sillón, el vaso en la mano, conversaba con los invitados, o miraba con su cara aguada los juegos y coqueterías de la señora. Un señor colorado gritó un día ¿me presta su sirena para un fin de semana en Paracas, don Cayo?, y el señor se la regalo, General, y la señora listo, llévame a Paracas, soy tuya. Carlota y Amalia se morían de risa oyendo estos chistes, viendo estos disfuerzos, pero Símula no las dejaba espiar mucho tiempo, venía al repostero y cerraba la puerta, o se aparecía la señora, ojos brillantes, mejillas arrebatadas, y las mandaba a acostarse. Desde su cama, Amalia oía la música, las risas, grititos, ruido de vasos, y permanecía encogida bajo la frazada, desvelada, desasosegada, riéndose sola. A la mañana siguiente ella y Carlota tenían que trabajar el triple. Montañas de puchos y de botellas, muebles arrimados contra las paredes, copas rotas. Limpiaban, recogían, ordenaban para que la señora al bajar no empezara ay qué suciedad, ay qué porquería. El señor se quedaba a dormir cuando había fiesta. Partía tempranito, Amalia lo veía, amarillo y ojeroso, cruzar rapidito el jardín, despertar a los dos tipos que se habían pasado la noche en el auto esperándolo, ¿cuánto les pagaría para hacerlos trasnochar así? apenas partía el auto se iban también los guardias de la esquina. Esos días la señora se levantaba tardísimo. Símula le tenía lista una fuente de conchitas con salsa de cebolla y mucho ají y un vaso de cerveza helada. Aparecía en bata, los ojos hinchados y enrojecidos, almorzaba y regresaba a la cama, y en la tarde andaba tocando el timbre para que Amalia le subiera agua mineral, alka-seltzers.
– “OLAVE” -dijo él, arrojando una bocanada de humo-. ¿Volvió la gente que mandó a Chiclayo?
– Esta mañana, don Cayo -asintió Lozano-. Todo resuelto. Aquí tiene el informe del Prefecto, aquí una copia del parte policial. Los tres cabecillas están detenidos en Chiclayo.
– ¿Apristas? -echó otra bocanada y vio que Lozano contenía un estornudo.
– Sólo un tal Lanza, dirigente aprista viejo. Los otros dos son jóvenes, sin antecedentes.
– Tráigalos a Lima y que confiesen sus pecados mortales y veniales. Una huelga como la de "Olave" no se organiza así nomás. Ha sido preparada con tiempo y por profesionales. ¿Se reanudó ya el trabajo en la hacienda?
– Esta mañana, don Cayo -dijo Lozano-. Me lo comunicó el Prefecto por teléfono. Hemos dejado una pequeña dotación en "Olave”, por unos días, aunque el Prefecto asegura…
– San Marcos -Lozano cerró la boca y sus manos se precipitaron hacia la mesa, cogieron tres, cuatro hojitas y se las alcanzaron. Las puso en el brazo del sillón, sin mirarlas.
– Nada esta semana, don Cayo. Los grupitos se reúnen, los apristas más desorganizados que nunca, los rabanitos un poquito más activos. Ah sí, hemos identificado un nuevo grupito trozkista. Reuniones, conversaciones, nada. La semana próxima hay elecciones en Medicina. La lista aprista puede ganar.
– Las otras Universidades -arrojó el humo y esta vez Lozano estornudó.
– Lo mismo, don Cayo, reuniones de los grupitos, peleas entre ellos, nada. Ah sí, por fin está funcionando bien la información en la Universidad de Trujillo. Aquí está, memorándum número tres. Tenemos ahí dos elementos que…
– ¿Sólo memorándums? -dijo él-. ¿Esta semana no hay volantes, folletos, revistitas a mimeógrafo?
– Claro que sí, don Cayo -Lozano levantó su maletín, corrió el cierre, sacó un grueso sobre con aire de triunfo-. Volantes, folletos, hasta los comunicados a máquina de los Centros Federados. Todo, don Cayo.
– Viaje del Presidente -dijo él-. ¿Habló con Cajamarca?
– Todos los preparativos han comenzado ya -dijo Lozano-. Viajaré el lunes y el miércoles en la mañana le daré un informe detallado, de modo que el jueves pueda ir usted a echar una ojeada al dispositivo de seguridad. Si le parece, don Cayo.
– He decidido que su gente viaje a Cajamarca por tierra. Partirán el jueves, en ómnibus, para que estén allá el viernes. No vaya a ser que se caiga el avión y no haya tiempo para reemplazarlos.
– Con las carreteras de la sierra no sé si es más peligroso el ómnibus que el avión -bromeó Lozano, pero él no sonrió y Lozano se puso serio de inmediato-: Muy bien pensado, don Cayo.
– Déjeme todos esos papeles -se puso de pie y Lozano instantáneamente lo imitó. Se los devolveré mañana.
– No le quito más tiempo entonces, don Cayo -Lozano lo siguió hasta el escritorio, su enorme maletín bajo el brazo.
– Un segundo, Lozano -encendió otro cigarrillo, chupó cerrando un poquito los ojos. Lozano aguardaba frente a él, sonriente-. No le saque más plata a la vieja Ivonne.
– ¿Perdón, don Cayo? -lo vio pestañear, confundirse, palidecer.
– A mí no me importa que les saque unos soles a las niñas malas de Lima -dijo él, amablemente, sonriendo-. Pero a Ivonne déjela en paz, y si tiene algún problema alguna vez, facilítele las cosas. Es una buena persona ¿comprende?
La cara gorda se había llenado de sudor, los ojitos de chancho trataban angustiosamente de sonreír.
Le abrió la puerta, le dio una palmadita en el hombro, hasta mañana Lozano, y regresó al escritorio. Levantó el fono: comuníqueme con el senador Landa, doctorcito. Recogió los papeles que había dejado Lozano, los guardó en su maletín. Un momento después sonó él teléfono.
– ¿Aló, don Cayo? -la voz jovial de Landa-. Iba a llamarlo en este momento, justamente.
– Ya ve, senador, la transmisión de pensamiento existe -dijo él-. Le tengo una buena noticia.
– Ya sé, ya sé, don Cayo -qué contento estás, hijo de puta-. Ya sé, el trabajo se reanudó esta mañana en “Olave”. No sabe cuánto le agradezco que se interesara en este asunto.
– Hemos cogido a los cabecillas -dijo él-. Esos sujetos no volverán a crear problemas por un tiempo.
– Si se atrasaba la cosecha, hubiera sido una catástrofe para todo el departamento -dijo el senador Landa-. ¿Cómo está de tiempo, don Cayo? ¿No tiene compromiso esta noche?
– Véngase a comer a San Miguel -dijo él-. Sus admiradoras siempre andan preguntando por usted.
– Encantado, ¿a eso de las nueve, le parece? -la risita de Landa-. Perfecto, don Cayo. Un abrazo, entonces.
Cortó y marcó un número. Dos, tres llamadas, sólo luego de la cuarta una voz soñolienta: ¿sí, aló?
– He invitado a Landa esta noche -dijo él-. Llámala a Queta, también. Y que le diga a Ivonne que ya no le van a sacar más plata. Sigue durmiendo nomás.
EN la mañanita del 27 habían ido con Hipólito y Ludovico a buscar los ómnibus y camiones, estoy preocupado decía Ludovico pero Hipólito no habrá problema. Desde lejos vieron a la gente de la barriada amontonada, esperando, tantos que tapaban las chozas, don. Quemaban basuras, cenizas y gallinazos volando. Vino a recibirlos la directiva, Calancha los había saludado hecho una miel, ¿qué les dije? Les dio la mano, les presentó a los demás, se quitaban los sombreros, los abrazaban. Habían pegado retratos de Odría en los techos y en las puertas, todos tenían sus banderitas, Viva la Revolución Restauradora, decían los carteles, Viva Odría, Con Odría las Barriadas, Salud Educación Trabajo. La gente los miraba y las criaturas se les prendían de las piernas.
– No vayan a estar en la plaza de Armas con esas caras de duelo -había dicho Ludovico.
– Se alegrarán a su debido tiempo -había dicho Calancha, muy canchero, don.
Los metieron a los ómnibus y camiones, había de todo pero predominaban las mujeres y los serranos, tuvieron que hacer varios viajes. La Plaza estaba casi llena con los espontáneos y la gente de otras barriadas y de las haciendas. Desde la catedral se veía un mar de cabezas, los carteles y retratos y banderas flotando encima. Llevaron la barriada donde había dicho el señor Lozano. Había señoras y señores en las ventanas de la Municipalidad, de las tiendas, del Club de la Unión, a lo mejor hasta don Fermín estaría ahí ¿no, don?, y de repente Ambrosio miren, uno de ese balcón es el señor Bermúdez. Los pescados maricones se tiran unos a otros, se reía Hipólito señalando la fuente, y Ludovico hablas de lo que sabes, mostacero: siempre fregaban así a Hipólito y él nunca se molestaba, don. Comenzaron a animar a la gente, a hacerles dar vivas y maquinitas. Se reían, movían la cabeza, anímense decía Ludovico, Hipólito iba como un ratón de un grupo a otro, más alegría, más ruido. Llegaron las bandas de música, tocaron valses y marineras, por fin se abrió el balcón de Palacio y salió el Presidente y muchos señores y militares, y la gente comenzó a alegrarse. Después, cuando Odría habló de la Revolución, del Perú, se animaron bastante. Daban vivas por su cuenta, al terminar el discurso aplaudieron muchísimo. ¿Tenía o no tenía palabra?, les había dicho Calancha, al anochecer, en la barriada. Le dieron sus trescientos soles y a él le dio porque tenían que tomarse unos tragos juntos. Habían repartido trago y cigarros, muchos andaban borrachos. Se tomaron unos piscos con Calancha y después Ludovico y Ambrosio se habían escapado, dejándolo a Hipólito en la barriada.
– ¿Estará contento el señor Bermúdez, Ambrosio?
– Claro que ha de estar, Ludovico.
– ¿No podrías hacer algo para que yo trabajara contigo en el auto, en vez de Hinostroza?
– Cuidar a don Cayo es lo más pesado que existe, Ludovico. Hinostroza anda medio idiota de tanta mala noche.
– Pero son quinientos soles más, Ambrosio. Y además, a lo mejor así me meten al escalafón. Y además, estaríamos juntos, Ambrosio.
Así que Ambrosio le había hablado a don Cayo, don, para que pusiera a Ludovico en vez de Hinostroza, y don Cayo se había reído: ahora hasta tú tienes: tus recomendados, negro.
FUE AL día siguiente de una fiestecita que Amalia se llevó la gran sorpresa. Había sentido al señor bajar las escaleras, salido a la salita, visto entre las persianas que el carro partía y que se iban los cachacos de la esquina. Entonces subió al primer piso, tocó la puerta apenitas, ¿podía recoger la lustradora, señora?, y abrió y entró en puntas de pie. Ahí estaba, junto al tocador. La poca luz de la ventana aclaraba las patitas de cocodrilo, el biombo, el closet, lo demás estaba a oscuras y flotaba un vaho tibio. No miró la cama mientras iba hacia el tocador, sino cuando volvía jalando la adoga: Se quedó helada: Ahí estaba también la señorita Queta. Parte de las sábanas y del cubrecama se habían deslizado hasta la alfombra, la señorita dormía vuelta hacia ella, una mano sobre la cadera, la otra colgando, y estaba desnuda, desnuda. Ahora veía también, por sobre la espalda morena de la señorita, un hombro blanco, un brazo blanco, los cabellos negrísimos de la señora que dormía hacia el otro lado, ella cubierta por las sábanas. Siguió su camino, el suelo parecía de espinas, pero antes de salir una invencible curiosidad la obligó a mirar: una sombra clara, una sombra oscura, las dos tan quietas, pero algo raro y como peligroso salía de la cama y vio el dragón descoyuntado en el espejo del techo. Oyó que una de las dos murmuraba algo en sueños y se asustó. Cerró la puerta, respirando de prisa. En la escalera se echó a reír, llegó a la cocina tapándose la boca, sofocada. Carlota, Carlota, la señorita está ahí en la cama con la señora, y bajó la voz y miró al patio, las dos sin nada, las dos calatas. Bah, la señorita Queta siempre se quedaba a dormir, y de pronto Carlota dejó de bostezar y también bajó la voz, ¿las dos sin nada, las dos calatas? Toda la mañana, mientras enderezaban los cuadros, cambiaban el agua de los jarrones y sacudían la alfombra, estuvieron dándose codazos, ¿el señor habría dormido en el sofá, en el escritorio?, ahogadas de risa, ¿bajo la cama?, y de repente a una se le llenaban de lágrimas los ojos y la otra le daba manazos en la espalda, ¿qué pasaría, qué harían, cómo sería? Los ojazos de Carlota parecían moscardones, Amalia se mordía la mano para contener las carcajadas. Así las encontró Símula al volver de la compra, qué les pasaba, nada, en la radio habían oído un chiste chistosísimo. La señora y la señorita bajaron a mediodía, comieron conchitas con ají, tomaron cerveza helada. La señorita se había puesto una bata de la señora que le quedaba cortísima. No hicieron llamadas, estuvieron oyendo discos y conversando, la señorita se fue al atardecer.
AH estaba el señor Tallio, don Cayo, ¿lo hacía pasar? Sí, doctorcito. Un momento después se abrió la puerta: reconoció sus rizos rubios, su cara lampiña y sonrosada, su andar elástico. Cantante de ópera, pensó, tallarinero, eunuco.
– Encantado, señor Bermúdez -venía con la mano estirada y sonreía, veremos cuánto te dura la alegría-. Espero que se acuerde de mí, el año pasado tuve…
– Claro, conversamos aquí mismo ¿no? -lo guió hasta el sillón que había ocupado Lozano, se sentó frente a él-. ¿Quiere fumar?
Aceptó, se apresuró a sacar su encendedor, hacía venias.
– Pensaba venir a visitarlo un día de éstos, señor Bermúdez -accionaba, se movía en el sillón como si tuviera gusanos-. Así que fue como si…
– Me hubiera trasmitido el pensamiento -dijo él.
Sonrió y vio que Tallio asentía y abría la boca pero no le dio tiempo a hablar: le alcanzó el puñado de recortes. Un gesto exagerado de sorpresa, los hojeaba muy serio, asentía. Así, muy bien, léelos, hazme creer que los lees, bachiche.
– Ah sí, ya vi, ¿líos en Buenos Aires, no? -dijo al fin, ya sin accionar, sin moverse-. ¿Hay algún comunicado del gobierno sobre este asunto? Lo pasaremos de inmediato, por supuesto.
– Todos los diarios publicaron la noticia de ANSA, dejó usted atrás a las demás agencias -dijo él-. Se ganó una buena primicia.
Sonrió y ya que Tallio sonreía, ya sin felicidad, ya sólo por educación, eunuco, las mejillas más sonrosadas aún, te regalo a Robertito.
– Nosotros pensábamos que era mejor no mandar esa noticia a los diarios -dijo él-. Ya es lamentable que los apristas apedreen la Embajada de su propio país. ¿Para qué publicar eso aquí?
– Bueno, la verdad es que me sorprendió que sólo ese -encogía los hombros alzaba el índice-. Lo incluimos en nuestros boletines porque no recibí ninguna indicación al respecto. La noticia pasó por el Servicio de Información, señor Bermúdez. Espero que no haya habido ningún error.
– Todas las agencias la suprimieron, menos ANSA -dijo él, apenado-. A pesar de las relaciones cordiales que tenemos con usted, señor Tallio.
– La noticia pasó por aquí, con todas las otras, señor Bermúdez -colorado ya, sorprendido de veras ya, sin poses ya-. No recibí ninguna indicación, ninguna nota. Le ruego que llame al doctor Alcibíades, quiero que esto se aclare de inmediato.
– El Servicio de Información no da vistos buenos ni malos -apagó su cigarrillo, calmosamente encendió otro-. Sólo acusa recibo de los boletines que le envían, señor Tallio.
– Pero si el doctor Alcibíades me lo hubiera pedido, yo hubiera suprimido la noticia, lo he hecho siempre -ansioso ahora, impaciente, perplejo-. ANSA no tiene el menor interés en difundir cosas que incomoden al gobierno. Pero no somos adivinos, señor Bermúdez.
– No damos instrucciones -dijo él, interesado en las figuras que trazaba el humo, en las motas blancas de la corbata de Tallio-. Sólo sugerimos, de manera amistosa, y muy rara vez, que no se propaguen noticias ingratas para el país.
– Pero sí, pero claro que lo sé, señor Bermúdez -ya te lo tengo a punto, Robertito-. Siempre he seguido al pie de la letra las sugerencias del doctor Alcibíades. Pero esta vez ninguna indicación, ninguna sugerencia. Le ruego que…
– El gobierno no ha querido establecer una censura oficial para no perjudicar a las agencias, justamente -dijo él.
– Si no llama al doctor Alcibíades esto no se va a aclarar nunca, señor Bermúdez -tu cajita de vaselina y adelante, Robertito-. Que le explique, que me explique a mí. Por favor, señor. No entiendo nada, señor Bermúdez.
– Déjame pedir a mí -dijo Carlitos; y al mozo-: Dos cervezas alemanas, ésas de lata.
Se había recostado contra la pared tapizada de carátulas de The New Yorker, el receptor iluminaba su cabeza crespa, sus ojos desorbitados, su cara oscurecida por una barba de dos días, su nariz rojiza, de borrachín piensa, de griposo.
– ¿Cuesta cara esa cerveza? -dijo Santiago-. Ando un poco ajustado de plata.
– Yo te invito, acabo de sacarles un vale a esos cabrones -dijo Carlitos-. Por venir aquí conmigo, esta noche murió tu fama de niño formal, Zavalita.
Las carátulas eran brillantes, irónicas, multicolores. La mayoría de las mesas estaban vacías, pero del otro lado de la rejilla que separaba los dos ambientes del local, venían murmullos; en el bar un hombre en mangas de camisa bebía una cerveza. Alguien, oculto en la oscuridad, tocaba el piano.
– He dejado sueldos íntegros aquí -dijo Carlitos-. En este antro me siento bien.
– Yo es la primera vez que vengo al "Negro-Negro" -dijo Santiago-. Vienen muchos pintores y escritores ¿no?
– Pintores y escritores náufragos -dijo Carlitos- Cuando yo era un pichón, entraba aquí como las beatas a las iglesias. Desde ese rincón, espiaba, escuchaba, cuando reconocía a un escritor me crecía el corazón. Quería estar cerca de los genios, quería que me contagiaran.
– Ya sabía que también eres escritor -dijo Santiago-. Que has publicado poemas.
– Iba a ser escritor, iba a publicar poemas -dijo Carlitos-. Entré a "La Crónica" y cambié de vocación.
– ¿Prefieres el periodismo a la literatura? -dijo Santiago.
– Prefiero el trago -se rió Carlitos-. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.
Se encogió, dibujos y caricaturas y títulos en inglés donde había estado su cabeza, y ahí estaban la mueca que torcía su cara, Zavalita, sus manos crispadas. Le tocó el brazo: ¿se sentía mal? Carlitos se enderezó, apoyó la cabeza contra la pared.
– A lo mejor la úlcera de nuevo -ahora tenía un hombre-cuervo en una oreja, y en la otra un rascacielos-. A lo mejor la falta de alcohol. Porque aunque te parezca borracho, no he tomado en todo el día. El único que te queda y en el hospital, con diablos azules, Zavalita. Irías a verlo mañana sin falta, Carlitos, le llevarías un libro.
– Entraba aquí y me sentía en París -dijo Carlitos-. Pensaba algún día llegaré a París, y bum, genio como por arte de magia. Pero no llegué, Zavalita, y aquí me tienes, con retortijones de embarazada. ¿Qué ibas a ser tú cuando viniste a naufragar a La Crónica?
– Abogado -dijo Santiago-. No, más bien revolucionario. Comunista.
– Comunista y periodista por lo menos riman, en cambio poeta y periodista -dijo Carlitos, y echándose a reír-. ¿Comunista? A mí me botaron de un trabajo por comunista. Si no fuera por eso, no hubiera entrado al periódico y a lo mejor estaría escribiendo poemas.
– ¿No sabes qué son diablos azules? -dice Santiago-. Cuando no quieres saber algo, no te gana nadie, Ambrosio.
– Qué carajo iba a ser yo comunista -dijo Carlitos-. Eso es lo más gracioso del caso, la verdad es que nunca supe por qué me botaron. Pero me fregaron, y aquí me tienes, borracho y con úlceras. Salud niño formal, salud Zavalita.
LA señorita Queta era la mejor amiga de la señora, la que venía más a la casita de San Miguel, la que nunca faltaba a las fiestas. Alta, piernas largas, pelos rojos, pintados decía Carlota, piel canela, un cuerpo más llamativo que el de la señora Hortensia, también sus vestidos y su manera de hablar y sus disfuerzos cuando tomaba. Era la que hacía más bulla en las fiestecitas, una atrevida para bailar, ella sí que se dejaba aprovechar a su gusto por los invitados, no paraba de provocarlos. Se les acercaba por la espalda, los despeinaba, les jalaba la oreja, se les sentaba en las rodillas, una descocada. Pero era la que alegraba la noche con sus locuras. La primera vez que vio a Amalia se la quedó mirando con una sonrisita rarísima, y la examinaba y la miraba y se quedaba pensando y Amalia qué le pasará, qué tengo. Así que tú eres la famosa Amalia, por fin te conozco. ¿Famosa por qué, señorita? La que roba corazones, la que destruye a los hombres, se reía la señorita Queta, Amalia la malquerida.
Loquísima pero qué simpática. Cuando no estaba haciendo pasadas por teléfono con la señora, contaba chistes. Entraba con una alegría perversa en los ojos, tengo mil chismes nuevecitos chola, y desde la cocina, Amalia la oía rajando, chismeando, burlándose de todo el mundo. También ella les hacía a Carlota y Amalia unas bromas que las dejaban mudas y con la cara quemando. Pero era buenísima, vez que las mandaba al chino a comprar algo les regalaba uno, dos soles. Un día de salida hizo subir a Amalia a su carrito blanco y la llevó hasta el paradero.
– ALCIBÍADES en persona telefoneó a su oficina pidiendo que esa noticia no fuera enviada a los diarios -suspiró él; sonrió apenas-. No lo habría molestado si no hubiera hecho ya una investigación, señor Tallio.
– Pero, no puede ser -la cara rubicunda devastada por el desconcierto, la lengua súbitamente torpe-. ¿A mi oficina, señor Bermúdez? Pero si la secretaria me da todos los…? ¿El doctor Alcibíades en persona? No comprendo cómo…
– ¿No le dieron el recado? -lo ayudó él, sin ironía-. Bueno, me figuraba algo de eso. Alcibíades habló con uno de los redactores, creo.
– ¿De los redactores? -ni sombra del aplomo risueño, de la exhuberancia de antes-. Pero no puede ser, señor Bermúdez. Estoy muy confuso, siento muchísimo. ¿Sabe con cuál de los redactores, señor? Sólo tengo dos y, bueno, en fin, le aseguro que esto no se va a repetir.
– Yo estaba sorprendido porque nosotros siempre nos hemos portado bien con ANSA -dijo él-. Radio Nacional y el Servicio de Información le compran los boletines completos. Eso le cuesta dinero al gobierno, como usted sabe.
– Por supuesto, señor Bermúdez -así, ahora enójate y haz tu número, cantante de ópera-. ¿Me permite su teléfono? Voy a averiguar en este momento quién recibió el mensaje del doctor Alcibíades. Esto se va a aclarar ahora mismo, señor Bermúdez.
– Siéntese, no se preocupe -le sonrió, le ofreció un cigarrillo, se lo encendió-. Tenemos enemigos por todas partes, en su oficina debe haber alguien que no nos quiere. Ya investigará después, señor Tallio.
– Pero esos dos redactores son unos muchachos que -apesadumbrado, con una expresión tragicómica-, en fin, esto lo aclaro hoy mismo. Le voy a rogar al doctor Alcibíades que en el futuro se comunique siempre conmigo.
– Sí, será lo mejor -dijo él; reflexionó, observando como de casualidad los recortes que bailoteaban en las manos de Tallio-. Lo lamentable es que me ha creado un pequeño problema a mí. El Presidente, el Ministro me van a preguntar por qué compramos los boletines de una agencia que nos da dolores de cabeza. Y como yo soy el responsable de que se firmara el contrato con ANSA, figúrese usted.
– Por eso mismo estoy tan confundido, señor Bermúdez -y es cierto, quisieras estar lejísimos de aquí-. La persona que habló con el doctor será despedida hoy mismo, señor.
– Porque estas cosas hacen daño al régimen -decía él, como pensando en alta voz y con melancolía-. Los enemigos se aprovechan cuando aparece una noticia así en la prensa. Ellos ya nos dan bastantes problemas. No es justo que los amigos nos los den también ¿no cree?
– No se va a repetir, señor Bermúdez -había sacado un pañuelo celeste, se secaba las manos con furia. De eso sí que puede estar seguro. De eso sí, señor Bermúdez.
– YO admiro las escorias humanas -Carlitos volvió a doblarse, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago-. La página policial me ha corrompido, ya ves.
– No tomes más -dijo Santiago-. Vámonos, más bien.
Pero Carlitos se había enderezado de nuevo y sonreía:
– A la segunda cerveza las punzadas desaparecen y me siento bestial, todavía no me conoces. Es la primera vez que nos tomamos un trago juntos ¿no? -sí Carlitos, piensa, era la primera vez-. Eres muy serio tú, Zavalita, terminas el trabajo y vuelas. Nunca vienes a tomar una copa con nosotros los náufragos. ¿No quieres que te corrompamos?
– El sueldo me alcanza con las justas -dijo Santiago. Si me fuera a los bulines con ustedes, no tendría ni para pagar la pensión.
– ¿Vives solo? -dijo Carlitos-. Creí que eras un hijito de familia. ¿No tienes parientes? ¿Y qué edad tienes? ¿Eres un pichón, no?
– Muchas preguntas a la vez -dijo Santiago-. Tengo familia, sí, pero vivo solo. Oye, ¿cómo hacen ustedes para emborracharse e ir a bulines con lo que ganan? Es algo que no entiendo.
– Secretos de la profesión -dijo Carlitos- El arte de vivir entrampado, de capear las deudas. Y por qué no vas a bulines, ¿tienes una hembra?
– ¿Me vas a preguntar si me la corro, también? -dijo Santiago.
– Si no tienes y no vas a bulines, supongo que te la corres -dijo Carlitos-. A menos que seas marica.
Volvió a doblarse y cuando se enderezó tenía la cara descompuesta. Apoyó la cabeza crespa en las carátulas, estuvo un rato con los ojos cerrados, luego hurgó sus bolsillos, sacó algo que se llevó a la nariz y aspiró hondo. Permaneció con la cabeza echada atrás la boca entreabierta, con una expresión de tranquila de embriaguez. Abrió los ojos, miró a Santiago con burla.
– Para adormecer los agujazos de la panza. No pongas cara de susto, no hago proselitismo.
– ¿Quieres asombrarme? -dijo Santiago-. Pierdes tu tiempo. Borrachín, pichicatero, ya lo sabía, toda la redacción me lo había dicho. Yo no juzgo a la gente por eso.
Carlitos le sonrió con afecto, y le ofreció un cigarrillo.
– Tenía mal concepto de ti, porque oí que habías entrado recomendado, y por lo que no te juntabas con nosotros. Pero estaba equivocado. Me caes bien, Zavalita.
Hablaba despacio y en su cara había un sosiego creciente y sus gestos eran cada vez más ceremoniosos y lentos.
– Yo jalé una vez, pero me hizo mal -era mentira, Carlitos-. Vomité y se me malogró el estómago.
– Todavía no te has amargado y eso que llevas ya como tres meses en "La Crónica”, ¿no? -decía Carlitos, con recogimiento, como si rezara.
– Tres meses y medio -dijo Santiago-. Acabo de pasar el período de prueba. El lunes me confirmaron el contrato.
– Pobre de ti -dijo Carlitos-. Ahora puedes quedarte toda la vida de periodista. Escucha, acércate, que no oiga nadie. Te voy a confesar un gran secreto. La poesía es lo más grande que hay, Zavalita.
Esa vez la señorita Queta llegó a la casita de San Miguel a mediodía. Entró como un ventarrón, al pasar le pellizcó la mejilla a Amalia que le había abierto la puerta y Amalia pensó mareadísima. La señora Hortensia se asomó a la escalera y la señorita le mandó un besito volado: vengo a descansar un ratito, chola, la vieja Ivonne me anda buscando y yo estoy muerta de sueño. Qué solicitada te has vuelto, se rió la señora, sube chola. Entraron al dormitorio, y rato después un grito de la señora, tráenos una cerveza helada. Amalia subió con la bandeja y desde la puerta vio a la señorita tumbada en la cama sólo con fustán. Su vestido y medias y zapatos estaban en el suelo y ella cantaba, se reía y hablaba sola. Era como si la señora se hubiera contagiado de la señorita, porque aunque no había tomado nada en la mañana, también se reía, cantaba y festejaba a la señorita desde el banquito del tocador. La señorita le pegaba a la almohada, hacía gimnasia, los pelos colorados le tapaban la cara, en los espejos sus largas piernas parecían las de un enorme ciempiés. Vio la bandeja y se sentó, ay qué sed tenía, se tomó la mitad del vaso de un trago, ay qué rica.
Y de repente agarró a Amalia de la muñeca, ven ven, mirándola con qué malicia, no te me vayas. Amalia miró a la señora pero ella estaba mirando a la señorita con picardía, como pensando qué vas a hacer, y entonces se rió también. Oye, qué bien te las buscas, chola, y la señorita se hacía la que amenazaba a la señora, ¿no me andarás engañando con ésta, no?, y la señora lanzó una de sus carcajadas: sí, te engaño con ella. Pero tú no sabes con quién te está engañando esta mosquita muerta, se reía la señorita Queta. A Amalia le empezaron a zumbar las orejas, la señorita la sacudía del brazo y comenzó a cantar ojo por ojo, chola, diente por diente, y miró a Amalia y ¿en broma o en serio? dime Amalia, ¿en las mañanitas después que se va el señor vienes a consolar a la chola? Amalia no sabía si enojarse o reírse. A veces sí, pues, tartamudeó y fue como si hubiera hecho un chiste. Ah bandida, estalló la señorita Queta, mirando a la señora, y la señora, muerta de risa, te la presto pero trátamela bien, y la señorita le dio a Amalia un jalón y la hizo caer sentada en la cama. Menos mal que la señora se levantó, vino corriendo, riéndose forcejeó con la señorita hasta que ésta la soltó: anda vete, Amalia, ésta loca te va a corromper. Amalia salió del cuarto, perseguida por las risas de las dos, y bajó las escaleras riéndose, pero le temblaban las rodillas y cuando entró a la cocina estaba seria y furiosa. Símula fregaba en el lavadero, canturreando: qué te pasa. Y Amalia: nada, están borrachas y me han hecho avergonzar.
– LA lástima es que esto haya ocurrido ahora que está por expirar el contrato con ANSA -entre las ondas de humo, él buscó los ojos de Tallio-. Imagínese lo que me va a costar convencer al Ministro que debemos renovarlo.
– Yo hablaré con él, le explicaré -ahí estaban: claros, desconsolados, alarmados-. Precisamente iba a hablar con usted sobre la renovación del contrato. Y ahora, con esta absurda confusión. Yo le daré todas las satisfacciones al Ministro, señor Bermúdez.
– Mejor ni trate de verlo hasta que se le pase el colerón -sonrió él, y bruscamente se levantó-. En fin, trataré de arreglar las cosas.
En la cara lechosa reaparecían los colores; la esperanza, la locuacidad, iba junto a él hacia la puerta casi bailando.
– El redactor que habló con el doctor Alcibíades saldrá de la agencia hoy mismo -sonreía, endulzaba la voz, chisporroteaba-. Usted sabe, para ANSA la renovación del contrato es de vida o muerte. No sabe cuánto se lo agradezco, señor Bermúdez.
– ¿Se vence la próxima semana, no? Bueno, póngase de acuerdo con Alcibíades. Trataré de sacar pronto la firma del Ministro.
Estiró una mano hacia la manija de la puerta, pero no abrió. Tallio vacilaba, había empezado a ruborizarse otra vez. Esperó, sin quitarle la vista de los ojos, que se animara a hablar:
– Respecto al contrato, señor Bermúdez -parece que estuvieras aguantándote la caca, eunuco-, ¿en las mismas condiciones que el año pasado? Me refiero a, es decir.
– ¿A mis servicios? -dijo él, y vio la turbación, la incomodidad, la sonrisa difícil de Tallio; se rascó la barbilla y añadió, modestamente-. Esta vez no le van a costar el diez sino el veinte por ciento, amigo Tallio.
Lo vio abrir un poco la boca, arrugar y desarrugar la frente en un segundo; vio que dejaba de sonreír y asentía, con la mirada bruscamente ida.
– Un giro al portador, con cargo a un banco de Nueva York- tráigamelo personalmente el lunes próximo -estabas haciendo cálculos, Caruso-. Ya sabe que el papeleo ministerial es largo. A ver si lo sacamos en un par de semanas.
Abrió la puerta, pero como Tallio hizo un movimiento de angustia, la cerró. Esperó, sonriendo.
– Muy bien, sería magnífico que saliera en un par de semanas, señor Bermúdez -había enronquecido, estaba triste-. En cuanto a, es decir, ¿no cree que el veinte por ciento es un poco, es decir, exagerado?
– ¿Exagerado? -abrió algo los ojos, como si no entendiera, pero al instante se retractó, con un gesto amistoso-. Ni una palabra más, olvídese del asunto. Ahora le voy a rogar que me disculpe, tengo muchas cosas que hacer.
Abrió la puerta, tableteo de máquinas de escribir, la silueta de Alcibíades al fondo, en su escritorio.
– De ningún modo estamos de acuerdo -se precipitó Tallio, accionando con desesperación-. Ningún problema, señor Bermúdez. ¿El lunes a las diez, le parece?
– Cómo no -dijo él, casi empujándolo-. Hasta el lunes, entonces.
Cerró la puerta y al instante dejó de sonreír. Fue hacia el escritorio se sentó sacó el tubito del cajón de la derecha, llenó de saliva la boca antes de ponerse la pastilla en la punta de la lengua. Tragó, permaneció un momento con los ojos cerrados, las manos aplastando el secante. Un momento después entró Alcibíades.
– El italiano está de lo más amargado, don Cayo. Ojalá ese redactor estuviera en la agencia a las once. Le dije que llamé a esa hora.
– Haya estado o no lo despedirá -dijo él-. No conviene que un tipo que firma manifiestos esté en una agencia noticiosa. ¿Le dio mi encargo al Ministro?
– Lo espera a las tres, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades.
– Bien, avísele al mayor Paredes Que voy a verlo, doctorcito. Llegaré allá dentro de unos veinte minutos.
– Entré a "La Crónica", sin ningún entusiasmo, porque necesitaba ganar algo -dijo Santiago-. Pero ahora pienso que entre los trabajos tal vez sea el menos malo.
– ¿Tres meses y medio y no te has decepcionado?-dijo Carlitos-. Como para que te exhiban en una jaula de circo, Zavalita.
No, no te habías decepcionado, Zavalita: el nuevo Embajador del Brasil doctor Hernando de Magalhaes presentó esta mañana sus cartas credenciales, soy optimista sobre el futuro turístico del país declaró anoche en conferencia de prensa el Director de Turismo, ante nutrida y selecta concurrencia la Sociedad Entre Nous celebró ayer un nuevo aniversario.
Pero esa mugre te gustaba, Zavalita, te sentabas a la máquina y te ponías contento. Nunca más esa minucia para redactar los sueltos, piensa, esa convicción furiosa con que corregías, rompías y rehacías las carillas antes de llevárselas a Arispe.
– ¿Al cuánto tiempo te decepcionaste tú del periodismo? -dijo Santiago.
Esos sueltos y recuadros pigmeos que a la mañana siguiente ansiosamente buscabas en el ejemplar de "La Crónica" comprado en el Quiosco de Barranco que estaba junto a la pensión. Que mostrabas a la señora Lucía, orgulloso: esto de aquí lo escribí yo, señora.
– A la semana de entrar a "La Crónica" -dijo Carlitos-. En la agencia no hacía periodismo, era un mecanógrafo más bien. Tenía horario corrido, a las dos estaba libre y podía pasarme las tardes leyendo y las noches escribiendo. Si no me hubieran botado, qué poeta no hubiera perdido la literatura, Zavalita.
Entrabas a las cinco, pero llegabas a la redacción mucho antes, y desde las tres y media ya estabas en la pensión mirando el reloj, impaciente por ir a tomar el tranvía, ¿le darían una comisión a la calle hoy?, ¿un reportaje, una entrevista?, por llegar y sentarte en el escritorio a esperar que te llamara Arispe: voltéese esta información en diez líneas, Zavalita. Nunca más ese entusiasmo, piensa, ese deseo de hacer cosas, conseguiré una primicia y me felicitarán, nunca más esos proyectos, me ascenderán. Qué falló, piensa. Piensa: cuándo, por qué.
– Nunca supe por qué, una mañana el puta entró a la oficina y me dijo usted anda saboteando el servicio, comunista -y Carlitos se rió en cámara lenta-. ¿Eso es en serio?
– Muy en serio, carajo -dijo Tallio-. ¿Usted sabe cuánta plata me va a costar su sabotaje?
– Le va a costar una mentada de madre si me vuelve a decir carajo o alzarme la voz -dijo Carlitos, lleno de felicidad-. Ni siquiera recibí indemnización. Y ahí mismo entré a "La Crónica" y ahí mismo descubrí la tumba de la poesía, Zavalita.
– ¿Y por qué no has dejado el periodismo? -dijo Santiago-. Has podido buscar otra cosa.
– Entras y no sales son las arenas movedizas -dijo Carlitos, como alejándose o durmiéndose-. Te vas hundiendo, te vas hundiendo. Lo odias pero no puedes librarte. Lo odias y de repente estás dispuesto a cualquier cosa por conseguir una primicia. A pasarte las noches en vela, a meterte a sitios increíbles. Es un vicio, Zavalita.
– Me han llegado hasta el pescuezo, pero no me van a tapar ¿sabes por qué? -dice Santiago-. Porque voy a terminar abogacía de todas maneras, Ambrosio.
– Yo no escogí policiales, pasó que Arispe ya no me aguantaba en locales y tampoco Maldonado en cables -decía Carlitos, lejísimos-. Sólo Becerrita me soporta en su página. Policiales, lo peor de lo peor. Lo que a mí me gusta. Las escorias, mi elemento, Zavalita.
Después calló y permaneció inmóvil y risueño mirando el vacío. Cuando Santiago llamó al mozo, despertó y pagó la cuenta. Salieron y Santiago tuvo que tomarlo del brazo porque se daba encontrones contra las mesitas y las paredes. El Portal estaba vacío, una franja celeste se insinuaba débilmente sobre los techos de la plaza San Martín.
– Raro que no haya caído por aquí Norwin -recitaba Carlitos, con una especie de quieta ternura-. Uno de los mejores náufragos, una magnífica escoria. Ya te lo presentaré, Zavalita.
Se tambaleaba, apoyado contra uno de los pilares del Portal, la cara sucia de barba, la nariz ígnea, los ojos trágicamente dichosos. Mañana sin falta, Carlitos.
VOLVÍA de la farmacia con dos rollos de papel higiénico, cuando en la puerta de servicio se dio cara a cara con Ambrosio. No te pongas tan seria, dijo él, no he venido a verte a ti. Y ella: por qué ibas a venir a verme, ni que fuéramos algo. ¿No viste el carro?, dijo Ambrosio, arriba está don Fermín con don Cayo. ¿Don Fermín, don Cayo?, dijo Amalia. Sí, por qué se asombraba. No sabía por qué, pero estaba sorprendida, eran tan distintos, trató de imaginarse a don Fermín en una de las fiestecitas y le pareció imposible.
– Mejor que no te vea -dijo Ambrosio-. Le contará que te botaron de su casa, o que dejaste plantado el laboratorio, y a lo mejor la señora Hortensia te bota también.
– Lo que no quieres es que don Cayo sepa que tú me trajiste aquí -dijo Amalia.
– Bueno, también eso -dijo Ambrosio-. Pero no por mí, sino por ti. Ya te he dicho que don Cayo me odia desde que lo dejé para irme a trabajar con don Fermín. Si sabe que me conoces te has arruinado.
– Qué bueno te has vuelto -dijo ella-. Cuánto te preocupas por mí ahora.
Se habían quedado conversando junto a la puerta de servicio, y Amalia espiaba a ratos a ver si no se acercaban Símula o Carlota. ¿No le había dicho Ambrosio que don Fermín y don Cayo ya no se veían como antes? Sí, desde que el señor Cayo había hecho meter preso al niño Santiago ya no eran amigos; pero tenían negocios juntos y por eso habría venido ahora don Fermín a San Miguel. ¿Estaba contenta Amalia aquí? Sí, mucho, trabajaba menos que antes y la señora era buenísima. Entonces me estás debiendo un favor, dijo Ambrosio, pero ella le paró en seco las bromas: te lo pagué desde antes no te olvides. Y le cambió de tema, ¿cómo estaban allá en Miraflores? La señora Zoila muy bien, el niño Chispas tenía una enamorada que había estado de candidata a Miss Perú, la niña Teté hecha una señorita, y el niño Santiago no había vuelto a la casa desde que se escapó. No se lo podía nombrar delante de la señora Zoila porque se ponía a llorar. Y de repente: te sienta San Miguel, te has puesto muy buena moza. Amalia no se rió, lo miró con toda la furia que pudo.
– ¿Tu salida es el domingo, no? -dijo él-. Te espero ahí, en el paradero del tranvía, a las dos. ¿Vas a venir?
– Ni te lo sueñes -dijo Amalia-. ¿Acaso somos algo para salir juntos?
Sintió ruido en la cocina y se entró a la casa, sin despedirse de Ambrosio. Fue al repostero a espiar: ahí estaba don Fermín, despidiéndose de don Cayo.
Alto, canoso, tan elegante de gris, y se acordó de golpe de todas las cosas que habían pasado desde la última vez que lo vio, de Trinidad, del callejón de Mirones, de la Maternidad, y sintió que se le venían las lágrimas. Fue al baño a mojarse la cara. Ahora estaba furiosa con Ambrosio, furiosa con ella misma por haberse puesto a conversar con él como si fueran algo, por no haberle dicho ¿crees que porque me avisaste que aquí necesitaban sirvienta ya me olvidé, que ya te perdoné? Ojalá te mueras, pensó.
SE ajustó la corbata, se puso el saco, cogió su maletín y salió del despacho. Pasó junto a las secretarias con rostro ausente. El auto estaba cuadrado en la puerta, al Ministerio de Guerra Ambrosio. Demoraron quince minutos en cruzar el centro. Bajó antes que Ambrosio le abriera la puerta, espérame aquí. Soldados que saludaban, un pasillo, una escalera, un oficial que sonreía. En la antesala del Servicio de Inteligencia lo esperaba un capitán de bigotitos: el Mayor está en su oficina, señor Bermúdez, pase. Paredes se levantó al verlo entrar. Sobre el escritorio había tres teléfonos, un banderín, un secante verde; en las paredes, 5 mapas, planos, una fotografía de Odría y un calendario.
– Espina me llamó para darme sus quejas -dijo el mayor Paredes-. Que si no le sacas a ese portero le pegará un tiro. Estaba rabioso.
– Ya ordené que le retiraran al soplón -dijo él, aflojándose la corbata-. Por lo menos, ahora sabe que está vigilado.
– Te repito que es trabajo inútil -dijo el mayor Paredes-. Antes de retirarlo, se lo ascendió. ¿Por qué se pondría a conspirar?
– Porque le ha dolido dejar de ser Ministro -dijo él-. No, él no se pondría a conspirar por su cuenta, es tonto para eso. Pero lo pueden utilizar. Al Serrano cualquiera le mete el dedo a la boca.
El mayor Paredes encogió los hombros, hizo una mueca escéptica. Abrió un armario, sacó un sobre y se lo alcanzó. El hojeó distraídamente los papeles, las fotografías.
– Todos sus desplazamientos, todas sus conversaciones telefónicas -dijo el mayor Paredes-. Nada sospechoso. Se ha dedicado a consolarse por la bragueta, ya ves. Además de la querida de Breña, se ha echado otra encima, una de Santa Beatriz.
Se rió, dijo algo más entre dientes, y, por un instante, él las vio: gordas, carnosas, las tetas colgando, avanzaban la una sobre la otra con un regocijo perverso en los ojos. Guardó los papeles y fotografías en el sobre y lo puso en el escritorio.
– Las dos queridas, las partidas de cacho en el Círculo Militar, una o dos borracheras por semana, ésa es su vida -dijo el mayor Paredes-. El Serrano es un hombre acabado, convéncete.
– Pero con muchos amigos en el Ejército, con decenas de oficiales que le deben favores -dijo él-. Yo tengo olfato de perro fino. Hazme caso, dame un tiempito más.
– Bueno, si tanto insistes haré que lo vigilen unos días más -dijo el mayor Paredes-. Pero sé que es inútil.
– Aunque está retirado y sea tonto, un general es un general -dijo él-. Es decir, más peligroso que todos los apristas y rabanitos juntos.
HIPÓLITO era un bruto, sí don, pero también tenía sus sentimientos, Ludovico y Ambrosio lo habían descubierto esa vez del Porvenir. Tenían tiempo todavía y estaban yendo a tomarse un trago cuando se apareció Hipólito y agarró a cada uno del brazo: les convidaba una mulita. Habían ido a la chingana de la avenida Bolivia, Hipólito pedido tres cortos, sacado ovalados y encendido el fósforo con mano tembleque. Se lo notaba muñequeado, don, se reía sin ganas, se pasaba la lengua por la boca como un animal con sed, miraba de costado y le bailaba el fondo de los ojos.
Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo qué tiene éste.
– Parece que andaras con algún problema, Hipólito -dijo Ambrosio.
– ¿Te quemaron en el veinte, hermano? -dijo Ludovico.
Hizo que no con la cabeza, vació su copa, le dijo al chino otra vuelta. ¿Qué pasaba entonces, Hipólito?
Los miró, les aventó el humo a la cara, por fin se había animado a soltar la piedra, don: le fregaba este merengue del Porvenir. Ambrosio y Ludovico se rieron. No había de qué, Hipólito, las viejas locas se echarían a correr al primer silbatazo, era el trabajo más botado, hermano. Hipólito se vació la segunda copa y los ojos se le saltaron. No era miedo, conocía la palabra pero no lo había sentido nunca, él había sido boxeador.
– No jodas, no nos vas a contar otra vez tus peleas -dijo Ludovico.
– Es una cosa personal -dijo Hipólito, apenado.
Le tocó a Ludovico pagar otra vuelta, y el chino, que los había visto embalados, dejó la botella sobre el mostrador. Anoche no había dormido por este merengue, calculen cómo será. Ambrosio y Ludovico se miraron como diciendo ¿se loqueó? Háblanos con la mayor franqueza, Hipólito, para algo eran amigos. Tosía, parecía que se atrevía y se arrepentía, don, por último se le atracó la voz pero lo soltó: una cosa de familia, una cosa personal. Y, sin más, les había aventado una historia de llanto, don. Su madre hacía petates y tenía su puesto en la Parada, él había crecido en el Porvenir, vivido ahí, si eso era vivir. Limpiaba y cuidaba carros, hacía mandados, descargaba los camiones del Mercado, se sacaba sus cobres como podía, a veces metiendo la mano donde no debía.
– ¿Qué les dicen a los del Porvenir? -lo interrumpió Ludovico-. A los de Lima limeños, a los de Bajo el Puente bajopontinos, ¿y a los del Porvenir?
– A ti te importa un carajo lo que estoy contando -había dicho Hipólito, furioso.
– Nunca, hermano -le dio una palmada Ludovico-. De repente se me vino esa duda a la cabeza, perdona y sigue.
Que aunque hacía sus añitos que no iba por ahí, aquí dentro, y se había tocado el pecho, don, el Porvenir seguía siendo su casa: ahí empezó a boxear, además.
Que a muchas de las viejas de la Parada las conocía, que algunas lo iban a reconocer, quizás.
– Ah, ya caigo -dijo Ludovico-. No hay motivo para que te amargues, quién te va a reconocer después de tantos años. Además ni te verán la cara, las luces del Porvenir son malísimas, los palomillas se andan volando los faroles a pedradas. No hay motivo, Hipólito.
Se había quedado pensando, lamiéndose la boca como un gato. El chino trajo sal y limón, Ludovico se saló la punta de la lengua, se exprimió la mitad del limón en la boca, vació su copa y exclamó el trago ha subido de categoría. Se habían puesto a hablar de otra cosa, pero Hipólito callado, mirando el suelo, el mostrador, pensando.
– No -había dicho de repente-. No me friega que alguna me reconozca. Me friega el merengue de por sí.
– Pero por qué, hombre -dijo Ludovico-. ¿No es mejor espantar viejas que estudiantes, por ejemplo? Qué más que griten o pataleen, Hipólito. El ruido no hace daño a nadie.
– ¿Y si tengo que sonar a una de ésas que me dio de comer de chico? -había dicho Hipólito, dando un puñetazo en la mesa, Furiosísimo, don.
Ambrosio y Ludovico como diciendo ahorita le da la llorona de nuevo. Pero hombre, pero hermano, si te dieron de comer es que eran buenas personas, santas, pacíficas, ¿tú crees que ellas se iban a meter en líos políticos? Pero Hipólito. No quería dar su brazo a torcer, movía la cabeza como diciendo no me convencen.
– Hoy estoy haciendo esto a disgusto -dijo, al fin.
– ¿Y tú crees que a alguien le gusta? -dijo Ludovico.
– A mí sí -dijo Ambrosio, riéndose-. Para mí es como un descanso, como una aventura.
– Porque vienes de vez en cuando -dijo Ludovico-. Te pasas la gran vida de chofer del jefazo y esto lo tomas a juego. Espérate que te partan el cráneo de una pedrada, como a mí una vez.
– Ahí nos dirás si te sigue gustando -había dicho Hipólito.
Felizmente que a él nunca le había pasado nada, don.
¿CÓMO se había atrevido? Sus días de permiso, cuando no iba a visitar a su tía a Limoncillo, o a la señora Rosario a Mirones, salía con Anduvia y María, dos empleadas de la vecindad. ¿Porque la había ayudado a conseguir este trabajo se creyó que te olvidaste? Iban a pasear, al cine, un domingo habían ido al Coliseo a ver los bailes folklóricos. ¿Porque conversaste con él que ya lo perdonaste? Algunas veces salía con Carlota, pero no muy seguido, porque Símula quería que Amalia la trajera antes del anochecer. Hubieras debido tratarlo mal, bruta. Al salir, Símula las volvía locas con sus recomendaciones, y al volver con sus preguntas. Qué plantón se iría a dar el domingo, venirse desde Miraflores hasta aquí de balde, cómo te requintaría. Pobre Carlota, Símula no la dejaba asomar la nariz a la calle, paraba asustándola con los hombres. Toda la semana estuvo pensando se va a quedar esperándote, a veces le daba una cólera que se ponía a temblar, a veces risa. Pero a lo mejor no vendría, ella le había dicho ni te lo sueñes y diría para qué voy. El sábado planchó el vestido azul brillante que le había regalado la señora Hortensia, ¿dónde vas mañana? le preguntó Carlota, donde su tía. Se miraba en el espejo y se insultaba: ya estás pensando en ir, bruta. No, no iría.
Ese domingo estrenó los zapatos de taco que se había comprado recién, y la pulserita que se sacó en una tómbola. Antes de salir, se pintó un poco los labios. Recogió la mesa rapidito, casi no almorzó, subió al cuarto de la señora a mirarse de cuerpo entero en el espejo. Se fue derechita hasta el Bertoloto, lo cruzó y en la Costanera sintió furia y cosquillas en el cuerpo: ahí estaba, en el paradero, haciéndole adiós. Pensó regrésate, pensó no le vas a hablar. Se había puesto un terno marrón, camisa blanca, corbata roja, y un pañuelito en el bolsillo del saco.
– Estaba rogando qué no me dejaras plantado -dijo Ambrosio-. Qué bien que viniste.
– ¿El recibimiento? -dijo el mayor Paredes-. ¿Crees que le harán algún desaire?
– El senador y los diputados han prometido llenar la plaza -dijo él-. Pero esas promesas, ya se sabe. Esta tarde veré al Comité de Recepción. Los he hecho venir a Lima.
– Estos serranos serían unos ingratos de mierda si no lo reciben con los brazos abiertos -dijo el mayor Paredes-. Les está haciendo una carretera, un puente. Quién se había acordado antes que Cajamarca existía.
– Cajamarca ha sido foco aprista -dijo él-. Hemos hecho una limpieza, pero siempre puede ocurrir algo imprevisto.
– El Presidente cree que el viaje será un éxito -dijo el mayor Paredes-. Dice que le has asegurado que habrá cuarenta mil personas en la manifestación y ningún lío.
– Habrá, y no habrá lío -dijo él-. Pero éstas son las cosas que me andan envejeciendo. No la úlcera, no el tabaco.
Habían pagado al chino, salido, y cuando llegaron al patio ya había comenzado la reunión, don. El señor Lozano les puso mala cara y les señaló el reloj. Había unos cincuenta ahí, todos vestidos de civil, algunos se reían como idiotas y qué tufo. Ése del escalafón, ése cachuelero como yo, ése del escalafón, se los iba señalando Ludovico, y estaba hablando un Mayor de Policía, medio panzón, medio tartamudo, a cada rato repetía o sea que. O sea que había guardia de asalto en los alrededores, o sea que también patrulleros, o sea que la caballería escondida en unos garajes y cccanchones. Ludovico y Ambrosio se miraban como diciendo cccomiquísimo, don, pero Hipólito seguía con cara de velorio. Y ahí se adelantó el señor Lozano, qué silencio para oírlo.
– Pero la idea es que la policía no tenga que intervenir -había dicho-. Es algo que ha pedido el señor Bermúdez de manera especial. Y también que no haya tiros.
– Está sobando al jefazo porque aquí estás tú -había dicho Ludovico a Ambrosio-. Para que vayas y se lo cuentes.
– O sea que por eso no se repartirán pistolas sino sólo cccachiporras y otras armas cccontundentes.
Se había levantado un ruido de estómagos, de gargantas, de pies, todos protestaban pero sin abrir la boca, don. Silencio, dijo el Mayor, pero el que había arreglado la cosa con inteligencia fue el señor Lozano.
– Ustedes son de primera y no necesitan balas para dispersar a un puñado de locas, si las cosas se ponen feas entrará en acción la guardia de asalto -Sabidísimo, había hecho una broma-. Que levante la mano el que tiene miedo. -Nadie. Y él-. Menos mal, porque hubiera tenido que devolver el trago. -Risas. y él-. Siga explicándoles, Mayor.
– O sea qqque entendido, y antes de pasar por la armería, mírense bien las cccaras, no se vayan a agarrar a palazos entre ustedes por eqqquivocación.
Se habían reído, por educación, no porque su chiste fuera chiste, y en la armería habían tenido que firmar un recibito. Les dieron cachiporras, manoplas y cadenas de bicicleta. Regresaron al patio, se mezclaron con los otros, algunos estaban tan jalados que apenas podían hablar. Ambrosio les metía conversación, de dónde eran, si los habían sorteado. No, don, todos eran voluntarios. Contentos de sacarse unos soles extras pero algunos asustados de lo que pudiera pasarles. Fumaban, se bromeaban, jugando se pegaban con las cachiporras. Así estuvieron hasta eso de las seis en que vino el Mayor a decir ahí está el ómnibus. En la plaza del Porvenir la mitad se habían quedado con Ludovico y Ambrosio, en el centro, entre los columpios. Hipólito se había llevado a los otros hacia el lado del cine. Repartidos en grupitos de tres, de cuatro, se habían metido a la Feria. Ambrosio y Ludovico miraban las sillas voladoras, ¿cojonudo cómo se les levantaba la falda a las mujeres? No, don, ni se veía, había poquita luz. Los otros se compraban raspadillas, camotillos, un par se habían traído su botellita y tomaban traguitos junto a la Rueda Chicago. Huele como si le hubieran dado un dato falso a Lozano, había dicho Ludovico.
Llevaban ya media hora ahí y ni sombra de nada.
EN el tranvía, se sentaron juntos y Ambrosio le pagó el pasaje. Ella estaba tan furiosa por haber venido que ni lo miraba. Cómo puedes ser tan rencorosa, decía Ambrosio. La cara pegada a la ventanilla, Amalia miraba la avenida Brasil, los autos, el cine Beverly.
Las mujeres tiene buen corazón y mala memoria, decía Ambrosio, pero tú eres al revés, Amalia. ¿Ese día que se encontraron en la calle y él le dijo sé un sitio en San Miguel donde buscan muchacha no habían conversado acaso de lo más bien? Ella el hospital de Policía, el óvalo de Magdalena Vieja. ¿Y el otro día en la puerta de servicio no habían hablado de lo más bien? El Colegio Salesiano, la plaza Bolognesi. ¿Había otro hombre en tu vida ahora, Amalia? Y en eso subieron dos mujeres, se sentaron frente a ellos, parecían malas, y empezaron a mirar a Ambrosio con un descaro. ¿Qué tenía que salieran juntos una vez, como buenos amigos? Pura risa con él, miraditas y coqueterías, y de pronto, sin darse cuenta, su boca dijo fuerte, mirando a las dos mujeres, no a él: está bien ¿dónde vamos a ir? Ambrosio la miró asombrado, se rascó la cabeza y se rió: qué mujer ésta. Fueron al Rímac, porque Ambrosio tenía que ver a un amigo. Lo encontraron en un restaurancito de la calle Chiclayo, comiéndose un arroz con pollo.
– Te presento a mi novia, Ludovico -dijo Ambrosio.
– No le crea -dijo Amalia-. Amigos nomás.
– Siéntense -dijo Ludovico-. Tómense una cerveza conmigo.
– Ludovico y yo trabajamos juntos con don Cayo, Amalia -dijo Ambrosio-. Yo le manejaba el auto y él lo cuidaba. Qué malas noches ¿no, Ludovico?
Sólo había hombres en el restaurant, algunos con qué pintas, y Amalia se sentía incómoda. Qué haces aquí pensaba, por qué eres tan bruta. La espiaban de reojo pero no le decían nada. Tendrían miedo a los dos hombrones que estaban con ella, porque Ludovico era tan alto y tan fuerte como Ambrosio. Sólo que tan feo, la cara picada de viruela y los dientes partidos.
Entre los dos se contaban cosas, se preguntaban por amigos y ella se aburría. Pero de repente, Ludovico dio un golpecito en la mesa: ya está, se iban a Acho, los haría entrar. Los hizo pasar, no por donde el público, sino por un callejón y los policías lo saludaban a Ludovico como a un íntimo. Se sentaron en Sombra, arriba, pero como había poca gente, en el segundo toro se bajaron hasta la cuarta fila. Toreaban tres, pero la estrella era Santa Cruz, llamaba la atención ver a un negro en traje de luces. Le haces barra porque es tu hermano de raza, le bromeaba Ludovico a Ambrosio, y él, sin enojarse; sí y además porque es valiente. Era: se hacía revolcar, se arrodillaba, citaba al toro de espaldas. Ella sólo había visto corridas en el cine y cerraba los ojos, chillaba cuando el toro derribaba a un peón, qué salvajes los picadores decía, pero en el último toro de Santa Cruz también sacó su pañuelito, como Ambrosio, y pidió oreja. Salió de Acho contenta, por lo menos había visto algo nuevo, Era tan tonto desperdiciar la salida ayudando a la señora Rosario a tender ropa, oyendo a su tía quejarse de sus pensionistas o dando vueltas y vueltas con Anduvia y María sin saber dónde ir. Tomaron una chicha morada en la puerta de Acho y Ludovico se despidió. Caminaron hasta el Paseo de Aguas.
– ¿Te gustaron los toros? -dijo Ambrosio.
– Sí -dijo Amalia-. Pero qué crueldad con los animales ¿no?
– Si te gustaron volveremos -dijo Ambrosio.
Iba a contestarle ni te lo sueñes pero se arrepintió y cerró la boca y pensó bruta. Se le ocurrió que hacía más de tres años ya, casi cuatro, que no salía con Ambrosio, y de pronto se sintió apenada. ¿Qué quieres hacer ahora?, dijo Ambrosio. Ir donde su tía, a Limoncillo. ¿Qué habría hecho él, todos estos años? Irás otro día, dijo Ambrosio, vámonos al cine más bien.
Fueron a uno del Rímac a ver una de piratas, y en la oscuridad ella sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Te estabas acordando de cuando ibas al cine con Trinidad, bruta? ¿De cuando vivías en Mirones y te pasabas los días, los meses sin hacer nada, sin hablar, casi sin pensar? No, se estaba acordando de antes, de los domingos que se veían en Surquillo, y las noches que se juntaban a escondidas en el cuartito junto al garaje y de lo que pasó. Sintió rabia otra vez, si me toca lo rasguñaba, lo mataba. Pero Ambrosio no trató siquiera, y al salir le invitó un lonche. Fueron andando hasta la plaza de Armas, conversando de todo menos de antes. Sólo cuando estaban esperando el tranvía él la cogió del brazo: yo no soy lo que tú crees, Amalia. Ni tampoco eres lo que tú crees, dijo Queta, tú eres lo que haces, esa pobre Amalia me da compasión. Suéltame o grito, dijo Amalia, y Ambrosio la soltó. Si no estaban peleando, Amalia, si sólo te estoy pidiendo que te olvides de lo que pasó. Hacía tanto tiempo ya, Amalia. Llegó el tranvía, viajaron mudos hasta San Miguel. Bajaron en el paradero del Colegio de las Canonesas y había oscurecido. Tú tuviste otro hombre, el textil ése, dijo Ambrosio, yo no he tenido ninguna mujer. Y un poco después, ya llegando a la esquina de la casa, con la voz resentida: me has hecho sufrir mucho, Amalia. No le respondió, se echó a correr. En la puerta de la casa, se volvió a mirar: se había quedado en la esquina, medio oculto entre la sombra de los arbolitos sin ramas. Entró a la casa luchando por no dejarse conmover, furiosa por sentirse conmovida.
– ¿Qué hay de esa logia de oficiales en el Cuzco? -dijo él.
– Ahora que se presenten los ascensos al Congreso, van a ascender al coronel Idiáquez -dijo el mayor Paredes-. De General ya no puede seguir en el Cuzco, y sin él la argollita se va a deshacer. No hacen nada todavía; se reúnen, hablan.
– No basta con que salga de ahí Idiáquez -dijo él-. ¿Y el Comandante, y los capitancitos? No entiendo por qué no los han separado ya. El Ministro de Guerra aseguró que esta semana comenzarían los traslados.
– He hablado diez veces con él, le he mostrado diez veces los informes -dijo el mayor Paredes-. Como se trata de oficiales de prestigio, quiere ir con pies de plomo.
– Tiene que intervenir el Presidente, entonces -dijo él-. Después del viaje a Cajamarca, lo primero es romper esa argollita. ¿Están bien vigilados?
– Te imaginas -dijo el mayor Paredes-. Sé hasta lo que comen.
– El día menos pensado les ponen un millón de soles sobre la mesa y tenemos revolución a la vista -dijo él-. Hay que desbandarlos a guarniciones bien alejadas cuanto antes.
– Idiáquez debe muchos favores al régimen -dijo el mayor Paredes-. El Presidente se está llevando a cada rato decepciones tremendas con la gente. Le va a doler cuando sepa que Idiáquez anda amotinando oficiales contra él.
– Le dolería más saber que se ha levantado -dijo él; se puso de pie, sacó unos papeles de su maletín y se los entregó al mayor Paredes-. échales una ojeada, a ver si esta gente tiene ficha aquí.
Paredes lo acompañó hasta la puerta, lo retuvo del brazo cuando él iba a salir:
– ¿Y esa noticia de la Argentina, esta mañana? ¿Cómo se te pasó?
– No se me pasó -dijo él-: Los apristas apedreando una embajada peruana es una buena noticia. Le consulté al Presidente y estuvo de acuerdo en que se publicara:
– Bueno, sí -dijo el mayor Paredes-. Los oficiales que la leyeron aquí, estaban indignados.
– Ya ves que pienso en todo -dijo él-. Hasta mañana.
PERO al poco rato se les había acercado Hipólito, la cara tristísima, don: ahí estaban, con sus cartelones y todo. Habían entrado por una de las esquinas de la Plaza, y ellos se les arrimaron, como curiosos. Cuatro llevaban un cartel con letras rojas, detrás venía un grupito, las cabecillas había dicho Ludovico, que hacían gritar a las demás y las demás serían media cuadra. La gente de la Feria también se había acercado a mirarlas. Gritaban, sobre todo las de adelante, ni se entendía qué, y había viejas, jóvenes y criaturas pero ningún hombre, tal como dijo el señor Lozano había dicho Hipólito. Muchas trenzas, muchas polleras, muchos sombreros. Esas se crecen en la Procesión, había dicho Ludovico: eran tres que tenían las manos como rezando, don. Unas doscientas o trescientas o cuatrocientas, y por fin acabaron de entrar a la Plaza.
– Pan con mantequilla ¿ves? -había dicho Ludovico.
– Pan duro y mantequilla rancia, tal vez -dijo Hipólito.
– Nos metemos en medio y las cortamos en dos -había dicho Ludovico-. Nos quedamos con la cabeza y te regalamos la cola.
– Ojalá que los coletazos sean más flojos que los cabezazos -dijo Hipólito, tratando de bromear, don, pero no le salía. Se levantó las solapas y fue a buscar a su grupo. Las mujeres dieron la vuelta a la Plaza y ellos las habían seguido, desde atrás y separados.
Cuando estaban frente a la Rueda Chicago se había aparecido otra vez Hipólito: me arrepentí, quiero irme.
Yo te estimo pero yo me estimo más, había dicho Ludovico, te advierto que te jodo, mostacero. Ese sacudón le había levantado la moral, don: miró con furia, salió disparado. Habían ido reuniendo a la gente, la habían ido palabreando, y, con disimulo, se pegaron a la manifestación. Estaban aglomeradas junto a la Rueda Chicago, las del cartelón daban la cara a las otras. De repente una de las cabecillas se trepó a un tabladillo y comenzó a discursear. Se había amontonado más gente, estaban ahí apretaditas, habían parado la música de la Rueda, pero ni se oía a la que estaba hablando. Ellos se habían ido metiendo, aplaudiendo, las bobas nos abren cancha decía Ludovico, y por el otro lado la gente de Hipólito se iba metiendo también. Aplaudían, les daban sus abrazos, bien buena bravo, algunas los miraban nomás pero otras pasen pasen, les daban la mano, no estamos solas. Ambrosio y Ludovico se habían mirado como diciendo no nos separemos en esta mescolanza, cumpa. Ya las habían cortado en dos, estaban incrustados como una cuña justo en el medio. Habían sacado las matracas, los silbatos, Hipólito su bocina, ¡abajo esa agitadora!, ¡viva el general Odría!, ¡mueran los enemigos del pueblo!, las cachiporras, las manoplas, ¡viva Odría! Una confusión terrible, don. Provocadores aullaba la del tabladillo, pero el ruido se tragó su voz y alrededor de Ambrosio las mujeres chillaban y empujaban. Váyanse, les decía Ludovico, las engañaron, vuélvanse a sus casas, y en eso una mano lo había agarrado desprevenido y sentí que se llevaba en sus uñas una lonja de mi pescuezo, le había contado Ludovico después a Ambrosio, don. Ahí habían entrado en danza las cachiporras y las cadenas, los sopapos y los puñetazos, y ahí habían comenzado un millón de mujeres a rugir y patalear. Ambrosio y Ludovico estaban juntos, uno se resbalaba y el otro lo sostenía, uno se caía y el otro lo levantaba. Las gallinas resultaron gallos, había dicho Ludovico, el cojudo de Hipólito tuvo razón. Porque se defendían, don. Las tumbaban y ahí se quedaban, como muertas, pero desde el suelo se prendían de los pies y los traían abajo. Había que estar pateando, saltando, se oían mentadas de madre como escopetazos. Somos pocos, había dicho uno, que venga la guardia de asalto, pero Ludovico ¡carajo, no! Se aventaron de nuevo contra ellas y las habían hecho retroceder, la baranda de la Rueda se vino abajo y un montón de locas también. Algunas se escapaban arrastrándose y ahora en vez de viva Odría ellos les gritaban conchesumadres, putas, y por fin la cabeza se había deshecho en grupitos y era botado corretearlas. De a dos, de a tres cogían a una y le llovía, después a otra y le llovía, y Ambrosio y Ludovico hasta se burlaban de sus caras sudadas. En eso había sonado el balazo, don, jijonagrandísima el que disparó, había dicho Ludovico. No era de ahí, sino de atrás. La cola había estado enterita y coleteando, don. Fueron a ayudar y la desbandaron.
Había disparado uno que se llamaba Soldevilla, me acorralaron como diez, me iban a sacar los ojos, no había matado a nadie, el disparo fue al aire. Pero Ludovico se calentó igual: ¿quién mierda te dio a ti revólver? Y Soldevilla: esta arma no es del cuerpo sino de mi propiedad. Te jodes idéntico, había dicho Ludovico, pasaré parte y te quedas sin prima. La Feria se había quedado vacía, los tipos que manejaban la Rueda, las sillas voladoras, el Cohete, estaban temblando en sus casetas, y lo mismo las gitanas en sus carpas.
Se contaron y faltaba uno, don. Lo habían encontrado soñado junto a una tipa que lloraba. Varios se habían enfurecido, qué le has hecho puta, y le llovieron. Se llamaba Iglesias, era ayacuchano, le habían rajado la boca, se levantó como sonámbulo, qué, qué. Basta, había dicho Ludovico a los que sonaban a la mujer, ya se terminó. Habían tomado el ómnibus en el canchón y nadie hablaba, muertos de cansancio. Al bajar habían empezado a fumar, a mirarse las caras, me duele aquí, a reírse, mi mujer no creerá que este rasguño es accidente de trabajo. Bien, muy bien, había dicho el señor Lozano, cumplieron, vayan a recuperarse. Esos eran los trabajitos más o menos, don.
TODA la semana Amalia estuvo cavilosa, ida. En qué piensas decía Carlota, y Símula quien se ríe a solas de sus maldades se acuerda, y la señora Hortensia dónde estás, vuelve a la tierra. Ya no se sentía furiosa con él, ya no sentía cólera consigo misma por haber salido con él. Lo odias y se te pasa, pensaba, y al ratito lo odias y otra vez se te pasa, por qué eres tan loca.
Una noche soñó que el domingo, a la hora de la salida, lo encontraría en el paradero, esperándola. Pero ese domingo Carlota y Símula tenían un bautizo y a ella le tocó salir sábado. ¿Adónde iría? Fue a buscar a Gertrudis, no la veía hacía meses. Llegó al laboratorio cuando salían y Gertrudis la llevó a su casa a almorzar. Ingrata, tanto tiempo, decía Gertrudis, había ido a Mirones un montón de veces y la señora Rosario no sabía la dirección donde trabajas, cuéntame cómo te va. Estuvo a punto de decirle que había visto a Ambrosio de nuevo pero se arrepintió, le había rajado tanto de él antes. Quedaron en verse el domingo próximo. Regresó a San Miguel todavía con luz y fue a tenderse a su cama. Después de todo lo que te hizo todavía piensas en él, bruta. En la noche se soñó con Trinidad. La insultaba y al final le advertía, lívido: muerta te espero. El domingo Símula y Carlota salieron temprano y la señora poco después, con la señorita Queta. Lavó el servicio, se sentó en la sala, prendió la radio. Todo eran carreras o fútbol y se aburría cuando tocaron la puerta de la cocina. Sí, era él.
– ¿No está la señora? -con su gorra y su uniforme azul de chofer.
– ¿También le tienes miedo a la señora? -dijo Amalia, seria.
– Don Fermín me mandó hacer unos encargos y me escapé para verte un ratito -dijo él, sonriéndole, como si no hubiera oído-. Dejé el carro a la vuelta. Ojalá que la señora Hortensia no lo reconozca.
– O sea que más tiempo pasa y más miedo le tienes a don Fermín -dijo Amalia.
La sonrisa se le esfumó de la cara, hizo un gesto desanimado y se la quedó mirando sin saber qué hacer. Se echó atrás la gorra y le sonrió con esfuerzo: se estaba arriesgando a que lo resondraran por venir a verte y tú me recibes así, Amalia. Lo que pasó había pasado ya, Amalia, se había borrado. Que hiciera como si recién se conocieran, Amalia.
– ¿Crees que vas a hacerme lo mismo otra vez? -se oyó decir Amalia, temblando-. Te equivocas.
El no le dio tiempo a retroceder, ya la había cojido de la muñeca y la miraba a los ojos, pestañeando.
No trató de abrazarla, no se acercó siquiera. La tuvo sujeta un momento, hizo un gesto raro y la soltó.
– A pesar del textil, a pesar de que no te he visto años, para mí tú has seguido siendo mi mujer -roncó Ambrosio y Amalia sintió que se le paraba el corazón. Pensó va a llorar, voy a llorar-. Para que te lo sepas, te sigo queriendo como antes.
Se la quedó mirando de nuevo y ella retrocedió y cerró la puerta. Lo vio vacilar un momento; luego se acomodó la gorra y se fue. Ella volvió a la sala y alcanzó a verlo volteando la esquina. Sentada junto a la radio, se sobaba la muñeca, asombrada de no sentir cólera. ¿Sería cierto, la seguiría queriendo? No, era mentira. ¿A lo mejor se había enamorado de ella de nuevo, ese día que se encontraron en la calle? Afuera no había ningún ruido, las cortinas estaban corridas, una resolana verdosa entraba desde el jardín. Pero su voz parecía sincera, pensaba, sintonizando una y otra estación. Ningún radioteatro, todo eran carreras y fútbol.
– ANDA a almorzar -le dijo a Ambrosio, cuando el auto frenó en la Plaza San Martín-. Vuelve dentro de hora y media.
Entró al Bar del Hotel Bolívar y se sentó cerca de la puerta. Pidió un gin y dos cajetillas de Inca. En la mesa vecina conversaban tres tipos y alcanzaba a oír, mutilados, los chistes que contaban. Había fumado un cigarrillo y su copa estaba a la mitad cuando lo divisó por la ventana, cruzando la Colmena.
– Siento haberlo hecho esperar -dijo don Fermín-. Estaba jugando una mano y Landa, ya lo conoce al senador, cuando agarra los dados es de nunca acabar. Está feliz Landa, ya se arregló la huelga de Olave.
– ¿Viene del Club Nacional? -dijo él-. ¿Sus amigos oligarcas no andan tramando ninguna conspiración?
– Todavía no -sonrió don Fermín, y señalando la copa le dijo al mozo lo mismo-. Qué es esa tos, ¿lo agarró la gripe?
– El cigarrillo -dijo él, carraspeando de nuevo-. ¿Cómo le ha ido? ¿Sigue dándole dolores de cabeza ese hijo travieso?
– ¿El Chispas? -don Fermín se llevó a la boca un puñado de maní-. No, ha sentado cabeza y se porta bien en la oficina. El que me tiene preocupado ahora es el segundo.
– ¿También le tira el cuerpo por la jarana? -dijo él.
– Quiere entrar a esa olla de grillos de San Marcos en vez de la Católica -don Fermín paladeó la bebida, hizo un gesto de fastidio-. Le ha dado por hablar mal de los curas, de los militares, de todo, para hacernos rabiar a mí y a su madre.
– Pero él no te había ido a buscar, Zavalita, ni dado azotes, ni obligado a volver. ¿Por qué, papá?
– No quiero darte consejos, ya eres grandecito, pero no te estás portando bien, flaco. Que quieras vivir solo ya es una locura, pero, en fin. Que no quieras ver a tus padres, eso no, flaco. A Zoila la tienes deshecha.
Y Fermín cada vez que viene a preguntarme cómo está, qué hace, lo veo más abatido.
– Si me va a buscar, sería por gusto -dijo Santiago-. Me puede llevar a la casa a la fuerza cien veces y cien me vuelvo a escapar.
– El no lo entiende, yo no lo entiendo -dijo el tío Clodomiro-. ¿Te enojaste porque te sacó de la Prefectura? ¿Querías que te dejara encerrado con los otros locos? ¿No te ha dado gusto en todo siempre? ¿No te ha engreído más que a la Teté, más que al Chispas? Sé sincero conmigo, flaco. ¿Qué cosa tienes contra Fermín?
– Es difícil de explicar, tío. Por ahora es mejor que no vaya a la casa. Después que pase un tiempo iré, te prometo.
– Déjate de adefesios y anda de una vez -dijo el tío Clodomiro-. Ni Zoila ni Fermín se oponen a que sigas en "La Crónica”. Lo único que los preocupa es que con el trabajo vayas a dejar de estudiar. No quieren que te pases la vida de empleadito, como yo.
Sonrió sin amargura y llenó de nuevo las copas.
Ya iba a estar el chupe, se oía a lo lejos la cascada voz de Inocencia, y el tío Clodomiro movía la cabeza, compasivo: la pobre vieja ya casi ni veía, flaco.
Qué frescura, qué sinvergüenzura, decía Gertrudis Lama, ¿volver a buscarte después de lo que te hizo?, qué horror. Y Amalia qué horror. Pero él era así, desde la primera vez había sido así. Y Gertrudis: ¿cómo, cómo había sido? Se tomaba su tiempo, hacía que las cosas se volvieran misteriosas. Buscaba pretextos para meterse al repostero, a los cuartos, al patio cuando Amalia estaba ahí. Al principio no le diría nada con la boca, pero le hablaba con los ojos, y ella asustada de que la señora Zoila o los niños se dieran cuenta y le pescaran las miradas. Pasó mucho antes que se animara a decirle cosas, y Gertrudis ¿qué cosas?, qué jovencita se le ve qué cara tan primaveral y ella asustada, porque ése había sido su primer trabajo. Pero, al menos de eso, pronto se tranquilizó. Sería fresco, pero también sabido, o mejor dicho cobarde: les tenía más miedo a los señores que yo, Gertrudis. Ni siquiera por las otras empleadas se dejó pescar, estaba fastidiándola y aparecía la cocinera o la otra muchacha y él volaba. Pera, a solas, de los atrevimientos de boca pasó a los de mano, y Gertrudis riéndose ¿y tú? Amalia le daba manotazos, una vez una cachetada. Te aguanto todo a ti, me pegas y sabe a besos, esas mentiras que dicen, Gertrudis. Se dio maña para tener el mismo día de salida que ella se averiguó dónde vivía y un día Amalia lo vio pasando y repasando frente a la casa de su tía en Surquillo, y tú adentro espiándolo encantada se rió Gertrudis. No, enojada. A la cocinera y a la otra muchacha las impresionaba, decían tan altazo, tan fuerte, cuando está de azul se sienten escalofríos y cochinadas así. Pero ella no, Gertrudis, a Amalia le parecía como cualquier otro nomás. Si no fue por su pinta entonces por qué te conquistó, dijo Gertrudis. A lo mejor por los regalitos que le dejaba escondidos en su cama.
La primera vez que vino y le metió un paquetito en el delantal, se lo devolvió sin abrirlo, pero después, ¿qué bruta no, Gertrudis?, se los aceptaba, y en las noches pensaba curiosa qué me dejaría hoy. Los ponía bajo la frazada, sabe Dios en qué momento entraría, un prendedor, una pulserita, pañuelos, o sea que ya estabas con él, dijo Gertrudis. No, todavía. Un día que no estaba su tía en Surquillo y él apareció, ella, ¿bruta, no?, salió. Conversaron en plena calle, tomándose unas raspadillas, y la semana próxima, el día de salida, fueron a un cine. ¿Ahí? dijo Gertrudis. Sí, se había dejado abrazar, besar. Desde entonces se creería con derechos o qué, estaban solos y quería aprovecharse Amalia tenía que andarse corriendo. Dormía junto al garaje, su cuartito era más grande que el de las empleadas, bañito propio y todo, y una noche y Gertrudis qué, qué. Los señores habían salido, la niña Teté y el niño Santiago se habrían dormido ya, el niño Chispas se había ido a la Escuela Naval con su uniforme -qué, qué- y ella, idiota pues, le había hecho caso, idiota se había metido a su cuarto. Claro, se aprovechó, y Gertrudis o sea que ahí, muerta de risa. La hizo llorar, Gertrudis, sentir qué miedo, qué dolor.
Pero allí mismo había comenzado Amalia a decepcionarse, esa misma noche él se le achicó, y Gertrudis ajajá, ajajá, y Amalia no seas tonta, no por eso, ay qué cochina, me has hecho avergonzar. ¿De qué te decepcionaste entonces?, dijo Gertrudis. Estaban con la luz apagada, echados en la cama, él consolándola, diciéndole esas mentiras, nunca me había pensado encontrarte doncellita, besándola, y en eso los sintieron hablando en la puerta, acababan de llegar. Ahí Gertrudis, por eso Gertrudis. ¿Cómo era posible que se hubiera puesto así, a ver? Cómo, qué. Se le empaparon las manos de sudor, escóndete escóndete, y la empujaba, métete bajo la cama, no te muevas, llorando casi del miedo que sentía, y semejante hombrón, Gertrudis, cállate y de repente le tapó la boca con furia, como si yo fuera a gritar o qué, Gertrudis. Sólo cuando oyeron que habían cruzado el jardín y entrado a la casa la soltó, sólo ahí disimuló, por ti, para que no te fuera a pescar a ti, a reñir a ti, a botar a ti. Y que tenían que cuidarse mucho, la señora Zoila era tan estricta. Qué rara se había sentido al día siguiente, Gertrudis, con ganas de reírse, con pena, feliz, y qué vergüenza cuando fue a lavar a escondidas las manchitas de sangre de las sábanas, ay no sé por qué te cuento estas cosas, Gertrudis. Y Gertrudis: porque ya te olvidaste de Trinidad, cholita, porque ahora te estás muriendo de nuevo por el tal Ambrosio, Amalia.
– ESTA mañana estuve con los gringos -dijo, por fin, don Fermín-. Son peores que Santo Tomás. Se les ha dado todas las seguridades pero insisten en tener una entrevista con usted, don Cayo.
– Al fin y al cabo se trata de varios millones -dijo él, con benevolencia-. Se explica esa impaciencia.
– No acabo de entender a los gringos, ¿no le parecen unos aniñados? -dijo don Fermín, con el mismo tono casual, casi displicente-. Medio salvajes, además. Ponen los pies sobre la mesa, se quitan el saco donde estén. Y éstos no son unos cualquieras, sino gente bien, me imagino. A veces me dan ganas de regalarles un libro de Carreño.
Él veía por la ventana los tranvías de la Colmena que llegaban y partían, oía los inagotables chistes de los hombres de la mesa vecina.
– El asunto está listo -dijo, de pronto-. Anoche comí con el Ministro de Fomento. El fallo debe aparecer en el Diario oficial el lunes o martes. Dígales a sus amigos que ganaron la licitación, que pueden dormir tranquilos.
– Mis socios, no mis amigos -protestó don Fermín, risueño-. ¿Usted podría ser amigo de gringos? No tenemos mucho en común con esos patanes, don Cayo.
Él no dijo nada. Fumando, esperó que don Fermín alargara la mano hacia el platito de maní, que se llevara el vaso de gin a la boca, bebiera, se secara los labios con la servilleta, y que lo mirara a los ojos.
– ¿De veras no quiere esas acciones? -lo vio apartar la vista, interesado de pronto en la silla vacía que tenía al frente-. Ellos insisten en que lo convenza, don Cayo. Y, la verdad, no veo por qué no las acepta.
– Porque soy un ignorante en cosas de negocios -dijo él-. Ya le he contado que en veinte años de comerciante no hice un sólo negocio bueno.
– Acciones al portador, lo más seguro, lo más discreto del mundo -don Fermín le sonreía amistosamente-. Que se pueden vender al doble de su valor en poco tiempo, si no quiere conservarlas. Supongo que no piensa que aceptar esas acciones sería algo indebido.
– Hace tiempo que no sé lo que es debido o indebido -sonrió él-. Sólo lo que me conviene o no.
– Acciones que no le van a costar un medio al Estado, sino a los gringos patanes -sonreía don Fermín-. Usted les hace un servicio, y es lógico que lo retribuyan. Esas acciones significan mucho más que cien mil soles en efectivo, don Cayo.
– Soy modesto, esos cien mil soles me bastan -sonrió él de nuevo, un acceso de tos lo hizo callar un momento-. Que se las den al Ministro de Fomento, que es hombre de negocios. Sólo acepto lo que suena y se cuenta. Mi padre era un usurero, don Fermín, y decía eso. Se lo he heredado.
– Bueno, entre gustos y colores -dijo don Fermín, encogiendo los hombros-. Me encargaré del depósito, el cheque estará listo hoy.
Estuvieron callados hasta que el mozo se acercó a recoger las copas y trajo el menú. Un consomé y una corvina, ordenó don Fermín, y él un churrasco con ensalada. Mientras el mozo ponía la mesa, él oía, ralamente, a don Fermín hablar de un sistema para adelgazar comiendo que había aparecido en Selecciones de este mes.
– NUNCA te invitaban a la casa -dijo Santiago-. Te han tratado siempre como si fueran superiores a ti.
– Bueno, gracias a tu fuga ahora nos vemos más -sonrió el tío Clodomiro-. Aunque sea por interés, me buscan todo el tiempo para que les dé noticias de ti. No sólo Fermín, también Zoilita. Ya era hora que acabara ése distanciamiento tan absurdo.
– Pero por qué ese distanciamiento, tío -dijo Santiago-. Siempre te hemos visto a la muerte de un obispo.
– Las tonterías de Zoilita -como si dijera las gracias, piensa, las lindas manías de Zoilita-. Sus aires de grandeza, flaco. Yo sé que es una gran mujer, toda una señora, por supuesto. Pero siempre tuvo prevención contra la familia nuestra, porque éramos pobretones y sin pergaminos. Ella lo contagió a Fermín.
– Y tú les perdonas eso -dijo Santiago-. Mi papá se pasa la vida haciéndote desplantes y tú le permites eso.
– Tu padre tiene horror a la mediocridad -se rió el tío Clodomiro-. Pensaría que si nos juntábamos mucho le iba a pasar la peste. Él fue muy ambicioso desde chico. Siempre quiso ser alguien. Bueno, lo ha conseguido y eso no se le puede reprochar a nadie.
A ti te debería enorgullecer, más bien. Porque Fermín ha conseguido lo que tiene a fuerza de trabajo. La familia de Zoilita lo ayudaría después, pero cuando se casaron él tenía ya una magnífica posición. Mientras tu tío se pudría vivo en las sucursales de provincias del Banco de Crédito.
– Siempre hablas de ti como un mediocre, pero en el fondo no lo crees -dijo Santiago-. Y yo tampoco te creo. No tendrás plata, pero vives contento.
– La tranquilidad no es la felicidad -dijo el tío Clodomiro-. Ese horror de tu padre por lo que ha sido mi vida, antes me parecía injusto, pero ahora lo comprendo. Porque, a veces, me pongo a pensar, y no tengo ni un recuerdo importante. La oficina, la casa, la casa, la oficina. Tonterías, rutinas, sólo eso. Bueno, no nos pongamos tristes.
La vieja Inocencia entró a la salita: ya estaba servido, podían pasar. Sus zapatillas, su chalina, Zavalita, su delantal tan grande para su cuerpecillo raquítico, su voz cascada. Había un plato de chupe humeando en su asiento, pero en el de su tío sólo un café con leche y un sandwich.
– Es lo único que puedo comer de noche -dijo el tío Clodomiro-. Anda, sírvete, antes que se enfríe.
De rato en rato venía Inocencia y a Santiago ¿qué tal, qué tal estaba? Le cogía la cara, qué grande estabas, qué buen mozo estabas, y cuando se iba el tío Clodomiro guiñaba un ojo: pobre Inocencia, tan cariñosa contigo, con todo el mundo, pobre vieja.
– Por qué no se casaría nunca mi tío Clodomiro -dice Santiago.
– Esta noche te estás luciendo con tus preguntas -dijo el tío Clodomiro, sin rencor-. Bueno, cometí el error de pasarme quince años en provincias, creyendo que así haría carrera más rápido en el Banco. En esos pueblecitos no encontré una novia que valiera la pena.
– No te escandalices, qué tendría de malo que hubiera sido -dice Santiago-. En las mejores familias se dan, Ambrosio.
– Y cuando vine a Lima, el drama fue que para las muchachas no valía la pena yo -se rió el tío Clodomiro-. Después de la patada que me dio el Banco, tuve que comenzar en el Ministerio con un sueldito miserable. Así que me quedé solterón. Pero no creas que me han faltado aventuras, sobrino.
– Espera muchacho, no te levantes -gritó, de adentro, Inocencia-. Falta todavía el postre.
– Ya casi ni ve ni oye y la pobre trabaja todo el día -susurró el tío Clodomiro-. Varias veces he tratado de tomar otra muchacha, para que ella descanse. No hay forma, le dan unas pataletas terribles, dice que me quiero librar de ella. Es terca como una mula. Se irá derechito al cielo, flaco.
ESTAS loca, dijo Amalia, no lo he perdonado ni lo voy, lo odiaba. ¿Se peleaban mucho?, dijo Gertrudis.
Poco, y siempre por la cobardía de él, si no se hubieran llevado regio. Se veían los días de salida, iban al cine, a pasear, en las noches ella cruzaba el jardín sin zapatos y se quedaba con Ambrosio una horita, dos. Todo muy bien, ni las otras muchachas sospechaban nada.
Y Gertrudis: ¿cuándo te diste cuenta que tenía otra mujer? La mañana que lo vio limpiando el auto y conversando con el niño Chispas. Amalia estaba mirándolo de reojo mientras metía la ropa a la lavadora, y de repente vio que se confundía y oyó lo que le decía al niño Chispas: ¿a mí, niño? Qué ocurrencia, a él qué le iba a gustar ésa, ni regalada la aceptaría, niño.
Señalándome, Gertrudis, sabiendo que lo estaba oyendo. Amalia imaginó que soltaba la ropa, corría y lo rasguñaba. Esa noche fue a su cuarto sólo para decirle te he oído, qué te has creído, creyendo que Ambrosio le pediría perdón. Pero no, Gertrudis, no, nada de eso: fuera, anda vete, sal de aquí. Se había quedado aturdida en la oscuridad, Gertrudis. No se iba a ir, por qué me tratas así, qué te he hecho, hasta que él se levantó de la cama y cerró la puerta. Furioso, Gertrudis, lleno de odio. Amalia se había puesto a llorar, ¿crees que no oí lo que le dijiste al niño de mí?, y ahora por qué me botas, por qué me recibes así. El niño se está sospechando, la sacudía de los hombros con qué furia, nunca más pises mi cuarto, con qué desesperación, Gertrudis: nunca más, entiéndeme, fuera de aquí. Furioso, asustado, loco, sacudiéndola contra la pared. No es por los señores, no busques pretextos, trataba de decir Amalia, te has conseguido otra, pero él la arrastró hasta la puerta, la empujó afuera y cerró: nunca más, entiéndeme. Y todavía lo has perdonado, y todavía lo quieres, dijo Gertrudis, y Amalia ¿estás loca? Lo odiaba. ¿Quién era la otra mujer? No sabía. Nunca la vio. Avergonzada, humillada, corrió a su cuarto llorando tan fuerte que la cocinera se despertó y vino, Amalia tuvo que inventarle que era la regla, me viene siempre con muchos dolores. ¿Y desde entonces nunca más? Nunca más. Claro, él había tratado de amistarse, te voy a explicar, sigamos juntos pero viéndonos sólo en la calle. Hipócrita, cobarde, maldito, mentiroso, subía Amalia la voz y él asustado volaba.
Menos mal que no te dejó encinta, dijo Gertrudis.
Y Amalia: no le hablé más, hasta después, mucho después. Se cruzaban en la casa y él buenos días y ella volteaba la cara, hola Amalia y ella como si hubiera pasado una mosca. A lo mejor no era un pretexto, decía Gertrudis, a lo mejor tenía miedo de que los pescaran y los botaran, a lo mejor no tenía otra mujer.
Y Amalia: ¿tú crees? La prueba que después de años te vio en la calle y te ayudó a encontrar trabajo, decía Gertrudis, si no por qué la hubiera buscado, invitado. A lo mejor siempre la había querido, a lo mejor mientras estabas con Trinidad sufría por ti, pensaba en ti, a lo mejor estaba arrepentido de veras de lo que te hizo. ¿Tú crees, decía Amalia, tú crees?
– ESTÁ usted perdiendo mucho dinero con ese criterio -dijo don Fermín-. Absurdo que se contente con sumas miserables, absurdo que tenga su capital inmovilizado en un Banco.
– Sigue empeñado en meterme al mundo de los negocios -sonrió él-. No, don Fermín, ya escarmenté. Nunca más.
– Por cada veinte o cincuenta mil soles que usted recibe, hay quienes sacan el triple -dijo don Fermín-. Y no es justo, porque usted es quien decide las cosas. De otro lado, ¿cuándo se va a decidir a invertir? Le he propuesto cuatro o cinco asuntos que hubieran entusiasmado a cualquiera. Él lo escuchaba con una sonrisita cortés en los labios, pero tenía los ojos aburridos. El churrasco estaba en la mesa hacía unos minutos y todavía no lo probaba.
– Ya le he explicado -cogió el cuchillo y el tenedor, se quedó observándolos-. Cuando el régimen se termine, el que cargará con los platos rotos seré yo.
– Es una razón de más para que asegure su futuro -dijo don Fermín.
– Todo el mundo se me echará encima, y los primeros, los hombres del régimen -dijo él, mirando deprimido la carne, la ensalada-. Como si echándome el barro a mí quedaran limpios. Tendría que ser idiota para invertir un medio en este país.
– Vaya, está pesimista hoy, don Cayo -don Fermín apartó el consomé, el mozo le trajo la corvina-. Cualquiera creería que Odría va a caer de un momento a otro.
– Todavía no -dijo él-. Pero no hay gobiernos eternos, usted sabe. No tengo ambiciones, por lo demás. Cuando esto termine, me iré a vivir afuera tranquilo, a morirme en paz.
Miró su reloj, intentó pasar algunos bocados de carne. Masticaba con disgusto, bebiendo sorbos de agua mineral, y por fin indicó al mozo que se llevara el plato.
– A las tres tengo cita con el Ministro y ya son dos y cuarto. ¿No teníamos otro asuntito, don Fermín?
Don Fermín pidió café para ambos, encendió un cigarrillo. Sacó de su bolsillo un sobre y lo puso en la mesa.
– Le he preparado un memorándum, para que estudie los datos con calma, don Cayo. Un denuncio de tierras, en la región de Bagua. Son unos ingenieros jóvenes, dinámicos, con muchas ganas de trabajar. Quieren traer ganado vacuno, ya verá. El expediente está plantado en Agricultura hace seis meses.
– ¿Apuntó el número del expediente? -guardó el sobre en su maletín, sin mirarlo.
– Y la fecha en que se inició el trámite y los departamentos por los que ha pasado -dijo don Fermín-. Esta vez no tengo ningún interés en la empresa. Es gente que quiero ayudar. Son amigos.
– No puedo prometerle nada, antes de informarme -dijo él-. Además, el Ministro de Agricultura no me quiere mucho. En fin, ya le diré.
– Lógicamente, estos muchachos aceptarán sus condiciones -dijo don Fermín-. Está bien que yo les haga un favor por amistad, pero no que usted se tome molestias de balde por gente que no conoce.
– Lógicamente -dijo él, sin sonreír-. Sólo me tomo molestias de balde por el régimen.
Bebieron el café, callados. Cuando el mozo trajo la cuenta, los dos sacaron la cartera, pero don Fermín pagó. Salieron juntos a la Plaza San Martín.
– Me imagino que estará muy ocupado con el viaje del Presidente a Cajamarca -dijo don Fermín.
– Sí, algo, lo llamaré cuando pase este asunto -dijo él, dándole la mano-. Ahí está mi carro. Hasta pronto, don Fermín.
Subió al auto, ordenó al Ministerio, rápido. Ambrosio dio la vuelta a la Plaza San Martín, avanzó hacia el Parque Universitario, torció por Abancay. Él hojeaba el sobre que le había entregado don Fermín, y a ratos sus ojos se apartaban y se fijaban en la nuca de Ambrosio: el puta no quería que su hijo se junte con cholos, no querría que le contagiaran malos modales. Por eso invitaría a su casa a tipos como Arévalo o Landa, hasta a los gringos que llamaba patanes, a todos pero no a él. Se rió, sacó una pastilla del bolsillo y se llenó la boca de saliva: no querría que le contagies malos modales a su mujer, a sus hijos.
– TODA la noche has estado haciendo preguntas tú y ahora me toca -dijo el tío Clodomiro-. Cómo te va en "La Crónica".
– Ya estoy aprendiendo a medir las noticias -dijo Santiago-. Al principio me salían muy largas, muy cortas. Ya me acostumbré a trabajar de noche y dormir de día, también.
– Es otra cosa que aterra a Fermín -dijo el tío Clodomiro-. Piensa que con ese horario te vas a enfermar. Y que ya no vas a ir a la Universidad. ¿De veras estás yendo a clases?
– No, mentira -dijo Santiago-. Desde que me fui de la casa no he vuelto a la Universidad. No se lo digas a mi papá, tío.
El tío Clodomiro dejó de mecerse, sus pequeñas manos revolotearon alarmadas, sus ojos se asustaron.
– No me preguntes por qué, tampoco te lo puedo explicar -dijo Santiago-. A veces creo que es porque no quiero encontrar a esos muchachos que se quedaron en la Prefectura mientras a mí me sacaba mi papá. Otras, me doy cuenta que no es eso. No me gusta la abogacía, me parece una estupidez, no creo en eso, tío. ¿Para qué voy a sacar un título?
– Fermín tiene razón, te he hecho un pésimo servicio -dijo el tío Clodomiro, apesadumbrado-. Ahora que manejas plata ya no quieres estudiar.
– ¿No te ha dicho tu amigo Vallejo cuánto nos pagan? -se rió Santiago-. No, tío, casi no manejo plata. Tengo tiempo, podría asistir a clases. Pero es más fuerte que yo, la sola idea de pisar la Universidad me da náuseas:
– ¿No te das cuenta que te puedes quedar toda la vida de empleadito? -dijo el tío Clodomiro, consternado-. Un muchacho como tú, flaco, tan brillante, tan estudioso.
– No soy brillante, no soy estudioso, no repitas a mi papá, tío -dijo Santiago-. La verdad es que estoy desorientado. Sé lo que no quiero ser, pero no lo que me gustaría ser. Y no quiero ser abogado, ni rico, ni importante, tío. No quiero ser a los cincuenta años lo que es mi papá, lo que son los amigos de mi papá. ¿Ves, tío?
– Lo que veo es que te falta un tornillo -dijo el tío Clodomiro, con su cara desolada-. Estoy arrepentido de haber llamado a Vallejo, flaco. Me siento responsable de todo esto.
– Si no hubiera entrado a "La Crónica”, habría conseguido cualquier otro trabajo -dijo Santiago-. Sería lo mismo.
¿Sería, Zavalita? No, a lo mejor sería distinto, a lo mejor el pobre tío Clodomiro era responsable en parte. Eran las diez, tenía que irse. Se levantó.
– Espera, tengo que preguntarte lo que me pregunta Zoilita a mí -dijo el tío Clodomiro-. Cada vez me somete a un interrogatorio terrible. Quién te lava la ropa, quién te cose los botones.
– La señora de la pensión me cuida muy bien -dijo Santiago-. Que no se preocupe.
– ¿Y tus días libres? -dijo el tío Clodomiro-. Con quiénes te juntas, adónde vas. ¿Sales con chicas?
Es otra cosa que desvela a Zoilita. Si no andas metido en alguna aventura con una tipa, cosas así.
– No estoy metido con nadie, tranquilízala -se rió Santiago-. Dile que estoy bien, que me porto bien. Iré a verlos pronto, de veras.
Fueron a la cocina y encontraron a Inocencia dormida sobre su mecedora. El tío Clodomiro la riñó y entre los dos la ayudaron a llegar a su cuarto, cabeceando de sueño. En la puerta de calle, el tío Clodomiro abrazó a Santiago. ¿Vendría a comer el próximo lunes? Sí, tío. Tomó un colectivo en la avenida Arequipa, y, en la Plaza San Martín, buscó a Norwin en las mesas del Bar Zela. No había llegado aún, y después de esperarlo un momento, salió a su encuentro por el Jirón de la Unión. Estaba en la puerta de "La Prensa", conversando con otro redactor de "Última Hora".
– Qué pasó -dijo Santiago-. ¿No quedamos a las diez en el Zela?
– Este es el oficio más cabrón que hay, convéncete, Zavalita -dijo Norwin-. Me quitaron todos los redactores y he tenido que llenar la página yo solo. Hay una revolución, no sé qué cojudez. Te presento a Castelano, un colega.
– ¿Una revolución? -dijo Santiago-. ¿Aquí?
– Una revolución abortada, algo así -dijo Castelano-. Parece que la encabezaba Espina, ese general que fue Ministro de Gobierno.
– No hay ningún comunicado oficial, y estos cabrones me quitaron a mi gente para que salieran a buscar datos -dijo Norwin-. En fin, olvidémonos, vamos a tomar unos tragos.
– ¿Espera, yo quiero saber -dijo Santiago-. Acompáñame a "La Crónica”.
– Te van a poner a trabajar y perderás tu noche libre -dijo Norwin-. Vamos a tomar un trago y a eso de las dos nos caemos por allá a buscar a Carlitos.
– Pero cómo ha sido -dijo Santiago-. Cuáles son las noticias.
– No hay noticias, sólo rumores -dijo Castelano-. Esta tarde comenzaron a detener gente. Dicen que la cosa era en Cuzco y Tumbes. Los Ministros están reunidos en Palacio.
– Han movilizado a todos los redactores por puras ganas de joder -dijo Norwin-. De todos modos no van a poder publicar más que el comunicado oficial, y lo saben.
– ¿Por qué en vez de ir al Zela no vamos donde la vieja Ivonne? -dijo Castelano.
– ¿Quién ha dicho entonces que el general Espina anda metido en esto? -dijo Santiago.
– Okey, donde Ivonne y desde allá llamamos a Carlitos para que se nos junte -dijo Norwin-. Ahí en el bulín vas a averiguar más cosas sobre la conspiración que en “La Crónica", Zavalita. Y por último qué carajo te importa. ¿Te importa la política a ti?
– Es pura curiosidad -dijo Santiago-. Además, sólo tengo un par de libras, donde Ivonne es carísimo.
– Eso es lo de menos, siendo de "La Crónica" -se rió Castelano-. Como colega de Becerrita, ahí tendrás todo el crédito que quieras.
LA SEMANA siguiente Ambrosio no apareció por San Miguel, pero a la siguiente Amalia lo encontró un día esperándola en el chino de la esquina. Se había escapado sólo un momentito para verte, Amalia. No se pelearon, conversaron de lo más bien. Quedaron en salir juntos el domingo. Cómo has cambiado, le dijo él al despedirse, cómo te has puesto.
¿De veras habría mejorado tanto? Carlota le decía tienes todo para gustarles a los hombres, la señora también le hacía bromas así, los policías de la cuadra eran pura sonrisita, los choferes del señor pura miradita, hasta el jardinero, el repartidor de la bodega y el mocoso de los periódicos se la pasaban piropeándola: a lo mejor era verdad. En la casa, fue a mirarse a los espejos de la señora, con un brillo pícaro en los ojos: sí, era. Había engordado, se vestía mejor y eso se lo debía a la señora, tan buena. Le regalaba todo lo que ya no se ponía, pero no como diciendo líbrame de esto, sino con cariño. Este vestido ya no me entra, pruébatelo, y la señora venía hay que subirle aquí, meterle un poco aquí, estos flequitos a ti no te quedan. Siempre le andaba diciendo no andes con las uñas sucias, péinate, lava tu mandil una mujer que no cuida de su persona está frita. No como a su sirvienta, pensaba Amalia, me da consejos como a su igual. La señora había hecho que se cortara el pelo con una melenita de hombre, una vez que le salieron granitos ella misma le puso una de sus pomadas y a la semana la cara limpiecita, otra vez tuvo dolor de muelas y ella misma la llevó donde un dentista de Magdalena, la hizo curar y no le descontó del sueldo. Cuándo la iba a tratar así la señora Zoila, cuándo a preocuparse así.
Nadie era como la señora Hortensia. A ella lo que más le importaba en el mundo era que todo estuviera limpio, que las mujeres fueran bonitas y los hombres buenos mozos. Era lo primero que quería saber de alguien, ¿era guapa fulanita, y él qué tal era? Y, eso sí, no perdonaba que alguien fuera feo. Cómo se burlaba de la señorita Maclovia por sus dientes de conejo, del señor Gumucio por su panza, de ésa que le decían Paqueta por sus pestañas y uñas y senos postizos, y de lo vieja que era la señora Ivonne. ¡Cómo la rajaban con la señorita Queta a la señora Ivonne! Que de tanto pintarse el pelo se estaba quedando calva, que se le salió la dentadura en un almuerzo, que las inyecciones que se puso en vez de rejuvenecerla la arrugaron más.
Hablaban tanto de ella que Amalia tenía curiosidad y un día Carlota le dijo ahí está, es ésa que ha venido con la señorita Queta. Salió a mirarla. Estaban tomándose un traguito en la sala. La señora Ivonne no era tan vieja ni tan fea, qué injustas. Y qué elegancia, qué joyas, brillaba todita. Cuando se fue, la señora entró a la cocina: olvídense que la vieja vino aquí. Las amenazó con su dedo riéndose: si Cayo sabe que estuvo aquí las mato a las tres.
DESDE el umbral vio el pequeño rostro constreñido del doctor Arbeláez, sus pómulos huesudos y chaposos, los anteojos caídos sobre la nariz.
– Siento llegar tarde, doctor -el escritorio te queda grande, pobre diablo-. Tuve un almuerzo de trabajo, discúlpeme.
– Está usted a la hora, don Cayo -el doctor Arbeláez le sonrió sin afecto-. Siéntese, por favor.
– Encontré ayer su memorándum, pero no pude venir antes -arrastró una silla, puso el maletín sobre sus rodillas-. El viaje del Presidente a Cajamarca me tiene absorbido estos días.
Detrás de los anteojos, los ojos miopes y hostiles del doctor Arbeláez asintieron.
– Es otro asunto del que me gustaría que habláramos, don Cayo -fruncía la boca, no disimulaba su contrariedad-. Anteayer le pedí informes a Lozano sobre los preparativos y me dijo que usted había dado instrucciones de que no se comunicaran a nadie.
– Pobre Lozano -dijo él, compasivamente-. Le echaría usted un sermón, por supuesto.
– No, ningún sermón -dijo el doctor Arbeláez-. Me quedé tan sorprendido que no atiné ni a eso.
– El pobre Lozano es útil, pero muy tonto -sonrió él-. Los preparativos de la seguridad están todavía en estudio, doctor, no valía la pena que lo molestara con eso. Yo le informaré de todo, apenas hayamos completado los detalles.
Encendió un cigarrillo, el doctor Arbeláez le alcanzó un cenicero. Lo miraba muy serio, sus brazos cruzados entre una agenda y una fotografía de una mujer canosa y tres jóvenes risueños.
– ¿Tuvo tiempo de echar un vistazo al memorándum, don Cayo?
– Desde luego, doctor. Lo leí con todo cuidado.
– Estará usted de acuerdo conmigo, entonces -dijo el doctor Arbeláez, con sequedad.
– Siento decirle que no, doctor -tosió, murmuró perdón, y dio una nueva pitada-. El fondo de seguridad es sagrado. No puedo aceptar que me quite esos millones. Créame que lo lamento.
El doctor Arbeláez se puso de pie, muy rápido. Dio unos pasos frente al escritorio, los anteojos bailando en sus manos.
– Me lo esperaba, por supuesto -su voz no era impaciente ni furiosa, pero había palidecido ligeramente-. Sin embargo, el memorándum es claro, don Cayo.
Hay que renovar esos patrulleros que se caen de viejos, hay que iniciar los trabajos en las Comisarías de Tacna y de Moquegua porque cualquier día se vienen abajo. Hay mil cosas paralizadas y los prefectos y sub-prefectos me vuelven loco con sus telefonazos y telegramas. ¿De dónde quiere usted que saque los millones que hacen falta? No soy brujo, don Cayo, no sé hacer milagros.
Él asintió, muy serio. El doctor Arbeláez se pasaba los anteojos de una mano a otra, parado frente a él.
– ¿No hay manera de utilizar otras partidas del Presupuesto? -dijo él-. El Ministro de Hacienda…
– No quiere darnos un medio más y usted lo sabe de sobra -el doctor Arbeláez alzó la voz-. En cada reunión de gabinete dice que los gastos de Gobierno son exorbitantes, y si usted se acapara la mitad de nuestra partida para…
– No acaparo nada, doctor -sonrió él-. La seguridad exige dinero, qué quiere usted. Yo no puedo cumplir con mi trabajo si me reducen en un centavo el fondo de seguridad. Lo siento muchísimo, doctor.
También había trabajitos de otro tipo, don, pero que hacían ellos, no Ambrosio. Esta noche salimos, dijo el señor Lozano, avísale a Hipólito, y Ludovico ¿en el auto oficial señor? No en el Forcito viejo. Ellos le contaban después, don, y por eso se enteraba Ambrosio: seguir a tipos, apuntar quién entraba a una casa, hacerles confesar lo que sabían a los apristas presos, ahí es donde Hipólito se ponía como Ambrosio le había contado, don, o serían inventos de Ludovico. Al anochecer, Ludovico fue a casa del señor Lozano, sacó el Forcito, buscó a Hipólito, se metieron a una policial en el Rialto y a las nueve y media estaban esperando al señor Lozano en la avenida España. Y el primer lunes de cada mes, acompañaban al señor Lozano a cobrar la mensualidad, don, dicen que así le decía él. Por supuesto, salió con anteojos oscuros y se acurrucó en el asiento de atrás. Les convidó cigarrillos, les hizo una broma, qué buen humor se gasta cuando trabaja para él comentó después Hipólito, y Ludovico dirás cuando nos hace trabajar para él. La mensualidad, la platita que les sacaba a todos los bulines y jabes de Lima ¿qué vivo, no, don? Comenzaron por la salida a Chosica, la casita escondida detrás del restaurant donde vendían pollos. Bájate tú, dijo el señor Lozano a Ludovico, si no Pereda me demorará una hora con sus cuentos, y a Hipólito demos una vuelta mientras. Hacía eso a escondidas, don, creería que don Cayo no sabía nada, después cuando Ludovico pasó a trabajar con Ambrosio se lo contó a don Cayo para congraciarse con él y resulta que don Cayo lo sabía demás. El Forcito partió, Ludovico esperó que desapareciera y empujó la tranquera. Había muchos autos haciendo cola, todos con luz baja, y dándose encontrones contra guardafangos y parachoques y tratando de ver las caras de las parejas, fue hasta la puerta donde estaba el cartelito. Porque qué no sabría don Cayo, don. Salió un mozo que lo reconoció, espérese un segundito, y al rato vino Pereda, ¿cómo, y el señor Lozano? Está afuera, pero apuradísimo, dijo Ludovico, por eso no entró. Tengo que hablarle, dijo Pereda, es importantísimo. Con eso de acompañar al señor Lozano a cobrar la mensualidad, Ludovico e Hipólito conocían la Lima noctámbula aquí, somos los reyes del veinte decían, figúrese cómo se aprovecharían, don.
Caminaron hasta la tranquera, esperaron al Forcito, Ludovico tomó el volante de nuevo y Pereda subió atrás: arranca, dijo el señor Lozano, no nos quedemos aquí. Pero el jaranista de verdad había sido Hipólito, don, Ludovico era sobre todo ambicioso: quería trepar, mejor dicho que algún día lo metieran al escalafón. Ludovico se fue por la carretera y a ratos miraba a Hipólito e Hipólito lo miraba, como diciéndose qué sobón este Pereda, los cuentos que le contaba. Rápido, no tengo tiempo, decía el señor Lozano, qué es lo importantísimo. ¿Que por qué le aguantaban los sablazos, don? Fulano que se apareció por aquí esta semana, señor, mengano que trajo a sutana, y el señor Lozano ya sé que conoces a todo el Perú ¿qué es lo importantísimo? Porque ¿no veía que jabes y bulines sacaban el permiso en la Prefectura, don? Pereda cambió de voz y Ludovico e Hipólito se miraron, ahora empezaría el llanto. El ingeniero había estado muy recargado de gastos, señor Lozano, pagos, letras, estaban sin efectivo este mes. Así que o le chancaban o les quitaba el permiso o los multaba: no tenían más remedio, don. El señor Lozano gruñó y Pereda parecía de mermelada: pero el ingeniero no se había olvidado de su compromiso, señor Lozano, le había dejado este chequecito con la fecha adelantada, ¿no le importaría, no, señor Lozano? Y Ludovico e Hipólito como diciéndose ahora viene la puteada. Me importa porque no acepto cheques, dijo el señor Lozano, el ingeniero tiene veinticuatro horas para rematar el negocio porque se lo van a cerrar; vamos a dejar a Pereda, Ludovico.
Y Ludovico e Hipólito decían que hasta para renovarles los carnets a las polillas les pedía sus tajadas, don.
Todo el regreso Pereda explicaba, se disculpaba, y el señor Lozano mudo. Veinticuatro horas, Pereda, ni un minuto más, dijo al llegar. Y después: estas tacañerías me hinchan los huevos. Y Ludovico e Hipólito como diciéndose Pereda malogró la noche, se nos calentó.
Por eso don Cayo diría si algún día Lozano sale de la policía, se hará cafiche, don: ésa es su verdadera vocación.
EL sábado sonó el teléfono dos veces en la mañana, la señora se acercaba a contestar y no era nadie. Me están haciendo pasadas, decía la señora, pero en la tarde sonó otra vez, Amalia ¿aló, aló?, y por fin reconoció la voz asustada de Ambrosio. Así que eras tú el que estuvo llamando, le dijo riéndose, no hay nadie, habla nomás. No podía salir el domingo con ella y tampoco el próximo, tenía que llevar a don Fermín a Ancón. Qué importa, dijo Amalia, otro día pues. Pero sí le importó, la noche del sábado estuvo desvelada, pensando. ¿Sería cierto lo de Ancón? El domingo salió con María y Anduvia. Se fueron a pasear por el Parque de la Reserva, se compraron helados y estuvieron sentadas en el pasto, conversando, hasta que se acercaron unos soldados y tuvieron que irse. ¿No sería que tenía compromiso con otra? Fueron al cine "Azul"; estaban de buen humor y, sintiéndose seguras siendo tres, dejaron que dos tipos les convidaran la entrada.
¿No sería que en ese momento estaba en otro cine bien acompañado de? Pero a media función quisieron aprovecharse y ellas se salieron del "Azul" corriendo, y los tipos detrás gritando ¡nuestra plata, estafadoras!, felizmente encontraron un cachaco que los espantó.
¿No sería que se había cansado de lo que ella le recordaba siempre lo mal que se portó? Toda la semana, Amalia, María y Anduvia sólo hablaron de los tipos, y una a otra se metían miedo, van a venir, chaparon donde vivimos, te van a matar, nos van a, con ataques de risa hasta que Amalia se ponía a temblar y corría a la casa. Pero en las noches se quedaba pensando en lo mismo: ¿no sería que no iba a volver a buscarla más? El domingo siguiente fue a visitar a la señora Rosario a Mirones. La Celeste se había escapado con un tipo y a los tres días había vuelto solita, con la cara larga. La azoté hasta sangrarla, decía la señora Rosario, y si el tipo la llenó la mato. Amalia se quedó hasta la noche, sintiéndose más deprimida que nunca en el callejón. Se daba cuenta de las charcas de agua hedionda, de las nubes de moscas, de los perros tan flacos, y se asombraba pensando que había querido pasar el resto de la vida en el callejón cuando murieron su hijito y Trinidad. Esa noche se despertó antes del amanecer: qué te importa que no venga más, bruta, mejor para ti. Pero estaba llorando.
– EN ese caso, voy a verme obligado a recurrir al Presidente, don Cayo -el doctor Arbeláez se calzó los anteojos, en los puños duros de su camisa destellaban unos gemelos de plata-: He procurado mantener las mejores relaciones con usted, jamás le he tomado cuentas, he aceptado que la Dirección de Gobierno me subestime totalmente en mil cosas. Pero no debe olvidar que yo soy el Ministro y que usted está a mis órdenes.
Él asintió, los ojos clavados en los zapatos. Tosió, el pañuelo contra la boca. Alzó la cara, como resignándose a algo que lo entristecía.
– No vale la pena que moleste al Presidente -dijo, casi con timidez-. Yo me permití explicarle el asunto. Naturalmente, no me hubiera atrevido a negarme a su solicitud, sin el respaldo del Presidente.
Lo vio cogerse las manos, quedar absolutamente inmóvil, mirándolo con un odio minucioso y devastador.
– De modo que ya habló con el Presidente -le temblaban el mentón, los labios, la voz- Usted le habrá presentado las cosas desde su punto de vista, claro.
– Voy a hablarle con franqueza, doctor -dijo él, sin malhumor, sin interés-. Estoy en la Dirección de Gobierno por dos razones. La primera, porque me lo pidió el General. La segunda, porque él aceptó mi condición: disponer del dinero necesario y no dar cuenta a nadie de mi trabajo, sino a él en persona. Perdóneme que se lo diga con crudeza, pero las cosas son así.
Miró a Arbeláez, esperando. Su cabeza era grande para su cuerpo, sus ojitos miopes lo arrasaban despacio, milimétricamente. Lo vio sonreír haciendo un esfuerzo que descompuso su boca.
– No pongo en duda su trabajo, sé que es sobresaliente, don Cayo -hablaba de una manera artificiosa y jadeante, su boca sonreía, sus ojos lo fulminaban, incansables-. Pero hay problemas que resolver y usted tiene que ayudarme. El fondo de seguridad es exorbitante.
– Porque nuestros gastos son exorbitantes -dijo él-. Se lo voy a demostrar, doctor.
– Tampoco dudo Que usted utiliza esa partida con la mayor responsabilidad -dijo el doctor Arbeláez-. Simplemente…
– Lo que cuestan las directivas sindicales adictas, las redes de información en centros de trabajo, Universidades y en la administración -recitó él, mientras sacaba un expediente de su maletín y lo ponía sobre el escritorio-. Lo que cuestan las manifestaciones, lo que cuesta conocer las actividades de los enemigos del régimen aquí y en el extranjero.
El doctor Arbeláez no había mirado el expediente; lo escuchaba acariciando un gemelo, sus ojitos odiándolo siempre con morosidad.
– Lo que cuesta aplacar a los descontentos, a los envidiosos y a los ambiciosos que surgen cada día dentro del mismo régimen -recitaba él-. La tranquilidad no sólo es cuestión de palo, doctor, también de soles. Usted pone mala cara y tiene razón. De esas cosas feas me ocupo yo, usted no tiene siquiera que enterarse. Échele una ojeada a estos papeles y me dirá después si usted cree que se pueden hacer economías sin poner en peligro la seguridad.
– PERO ¿sabe usted por qué don Cayo le aguanta al señor Lozano sus vivezas con los jabes y los bulines, don? -dijo Ambrosio.
Dicho y hecho, el señor Lozano había perdido su buen humor: en este país todos se las querían dar de vivos, era la tercera vez que Pereda venía con el cuentecito del cheque. Ludovico e Hipólito, mudos, se miraban de reojo: carajo, como si él hubiera nacido ayer. No les bastaba hacerse ricos explotando la arrechúra de la gente, además querían explotarlo a él. No se iba a poder, se iba a empezar a aplicar la ley y a ver dónde iban a parar los jabes. Ya estaban en la Urbanización de "Los Claveles”, ya habían llegado.
– Bájate tú, Ludovico -dijo el señor Lozano-. Tráeme al cojo aquí.
– Porque gracias a sus contactos con los jabes y bulines, el señor Lozano se entera de la vida y milagros de la gente -dijo Ambrosio-. Así decían ese par, al menos.
Ludovico fue corriendo hasta la tapia. No había cola: los autos daban sus vueltas hasta que salía algún carro, entonces se cuadraban frente al portón, señales con las luces, les abrían y a mojar. Adentro todo estaba oscuro; sombras de autos entrando a los garajes, rayitas de luz bajo las puertas, siluetas de mozos llevando cervezas.
– Salud, Ludovico -dijo el cojo Melequías-. ¿Te sirvo una cerveza?
– No hay tiempo, hermano -dijo Ludovico-. Ahí está el hombre esperando.
– Bueno, no sé exactamente de qué se enteraría, don -dijo Ambrosio-. De qué mujer le metía cuernos a su marido y con quién, de qué marido a su mujer y con quién. Me figuro que de eso.
Cojeando Melequías fue hasta la pared y descolgó su saco, agarró a Ludovico del brazo: hazme de bastón para ir más rápido, hermano. Hasta la Panamericana no paró de hablar, como siempre, y de lo mismo que siempre: sus quince años en el cuerpo. Y no como un simple tira, Ludovico, sino dentro del escalafón, y de los hampones que le habían jodido la pata a chavetazos esa vez.
– Y esos datos a don Cayo le sirven mucho ¿no cree, don? -dijo Ambrosio-. Sabiendo esas intimidades de las personas, las tiene aquí ¿no?
– Debías agradecérselo a los hampones, Melequías -dijo Ludovico-. Gracias a ellos tienes este trabajito descansado, donde debes estarte forrando.
– No creas, Ludovico -veían pasar zumbando los autos por la Panamericana, el Forcito no llegaba-. Extraño el cuerpo. Sacrificado, sí, pero eso era vivir. Ya sabes, hermano, cuando necesites ésta es tu casa. Cuarto gratis, servicio gratis, hasta trago gratis para ti, Ludovico. Mira, ahí está el autito.
– Ese par creían que con los datos que le pasaban en los jabes, el señor Lozano hacía sus chantajes -dijo Ambrosio-. Que sacaba sus tajadas también por evitar escándalos a la gente. ¿Qué tipo para los negocios no, don?
– Espero que no me vengas con ningún cuentanazo, cojo -dijo el señor Lozano-. Mira que estoy de muy malhumor.
– Cómo se le ocurre -dijo el cojo Melequías-. Aquí está su sobrecito, con saludos del jefe, señor Lozano.
– Vaya, menos mal. -Y Ludovico e Hipólito como diciendo lo amansó completamente-. ¿Y qué hubo de lo otro, cojo, se apareció el sujeto por acá?
– Se apareció el viernes -dijo el cojo Melequías-. En el mismo carro de la otra vez, señor Lozano.
– Bien cojo -dijo el señor Lozano-. Bravo cojo.
– ¿Que si me parece mal? -dijo Ambrosio-. Bueno, don, por una parte claro que sí ¿no? Pero esas cosas de la policía, de la política, nunca son muy limpias. Trabajando con don Cayo uno se daba cuenta, don.
– Pero ocurrió un accidente, señor Lozano -Ludovico e Hipólito: la embarró otra vez-. No, no me olvidé de cómo se manejaba el aparato, el tipo que usted mandó hizo la instalación perfecta. Yo mismo moví la palanquita.
– Y entonces dónde están las cintas -dijo el señor Lozano-. Dónde las fotografías.
– Se las comieron los perros, señor -Hipólito y Ludovico no se miraron, torcían las bocas, se encogían-. Se comieron la mitad de la cinta, hicieron trizas las fotos. El paquetito estaba sobre la nevera, señor Lozano, y los animales se…
– Basta, basta, cojo -gruñía el señor Lozano-. No eres imbécil, eres algo más, no hay palabras para decir qué eres, cojo. ¿Los perros, se las comieron los perros?
– Unos perrazos enormes, señor -dijo el cojo Melequías-. Los trajo el jefe, unos hambrientos, se comen lo que encuentran, hasta a uno se lo pueden comer si se descuida. Pero el sujeto seguro que va a volver y…
– Anda donde un médico -decía el señor Lozano-. Debe haber algún tratamiento, inyecciones, algo, tanta brutalidad debe poder curarse. Los perros, carajo, se las comieron los perros. Chau, cojo. Sal, no te disculpes y bájate de una vez. A Prolongación Meigos, Ludovico.
– Y, además, no sólo el señor Lozano era un aprovechador -dijo Ambrosio-. ¿Acaso don Cayo no lo es también, en otra forma? Ese par decían que en el cuerpo todos los del escalafón mordían de alguna manera, desde el primero hasta el último. Por eso sería el gran sueño de Ludovico que lo asimilaran. No se crea que toda la gente es tan honrada y tan decente como usted, don.
– Ahora bájate tú, Hipólito -dijo el señor Lozano-. Que te vayan conociendo, ya que a Ludovico no le van a ver la cara un buen tiempo.
– ¿Y por qué ha dicho eso, señor Lozano? -dijo Ludovico.
– No te hagas el cojudo, sabes de sobra por qué-dijo el señor Lozano-. Porque vas a trabajar con el señor Bermúdez, tal como querías ¿no?
A MEDIADOS de la semana siguiente, Amalia estaba ordenando una repisa cuando tocaron el timbre. Fue a abrir y la cara de don Fermín. Le temblaron las rodillas, apenas alcanzó a balbucear buenos días.
– ¿Está don Cayo? -no respondió a su saludo, entró a la sala casi sin mirarla-. Dile que es Zavala, por favor.
No te ha reconocido, atinó a pensar, medio asombrada, medio resentida, y en eso surgió la señora en la escalera: pasa Fermín, siéntate, Cayo estaba viniendo, acaba de llamarme, ¿le servía una copa? Amalia cerró la puerta, se escabulló hacia el repostero y espió. Don Fermín miraba su reloj, tenía los ojos impacientes y la cara molesta, la señora le alcanzó un vaso de whisky. ¿Qué le había pasado a Cayo, que era siempre tan puntual? Parece que mi compañía no te gusta, decía la señora, me voy a enojar. Se trataban con qué confianza, Amalia estaba asombrada. Salió por la puerta de servicio, cruzó el jardín y Ambrosio se había alejado un poco de la casa. La recibió con la cara aterrada: ¿te vio, te habló?
– Ni siquiera me reconoció -dijo Amalia-. ¿Acaso he cambiado tanto?
– Menos mal, menos mal -respiró Ambrosio como si le hubieran devuelto la vida; movía la cabeza, todavía compungido, y miraba la casa.
– Siempre con secretos, siempre con miedos -dijo Amalia-. Yo habré cambiado pero tú sigues idéntico.
Pero se lo decía sonriendo, para que viera que no lo estaba riñendo, que era jugando, y pensó qué contenta estás de verlo, bruta. Ahora Ambrosio se reía también y con sus manos daba a entender de la que nos salvamos, Amalia. Se acercó un poco más a ella y de repente le cogió la mano: ¿saldrían el domingo, se encontrarían en el paradero a las dos? Bueno, pues, el domingo.
– O sea- que don Fermín y don Cayo se han amistado -dijo Amalia-. O sea que don Fermín va a estar viniendo siempre. Cualquier día me va a reconocer.
– Al contrario, ahora sí que están peleados a muerte -dijo Ambrosio-. Don Cayo le está arruinando los negocios a don Fermín, porque es amigo de un General que quiso hacer una revolución.
Le estaba contando cuando en eso vieron el auto negro de don Cayo volteando la esquina, ahí está, corre, y Amalia se metió a la casa. Carlota la estaba esperando en la cocina, los ojazos locos de curiosidad: ¿lo conocía al chofer de ese señor?, de qué hablaron, qué te dijo, ¿era pintonsísimo, no? Ella le decía mentiras y en eso la señora la llamó: sube esta bandeja al escritorio, Amalia. Subió con las copas y ceniceros que bailaban, temblando, pensando el idiota de Ambrosio me ha contagiado sus miedos, si me reconoce qué me va a decir. Pero no la reconoció: los ojos de don Fermín la miraron un segundo sin mirarla y se desviaron. Estaba sentado y taconeaba, impaciente. Puso la bandeja en el escritorio y salió. Se quedaron encerrados una media hora. Discutían, hasta la cocina se oían las voces, muy fuertes, y la señora vino y juntó la puerta del repostero para que no pudieran oír. Cuando vio por la cocina que el auto de don Fermín partía, subió a recoger la bandeja. La señora y el señor conversaban en la sala. Qué gritos, decía la señora, y el señor: esta rata quería huir cuando creyó que se hundía el barco, ahora las está pagando y no le gusta. ¿Con qué derecho le decía rata a don Fermín que era mucho más decente y bueno que él?, pensó Amalia. Seguro le tendría envidia y Carlota cuéntame, quién era, qué se decían.
– YO también estoy en este cargo porque me lo pidió el Presidente -dijo el doctor Arbeláez, suavizando la voz y él pensó bueno, hagamos las paces-. Estoy tratando de realizar una labor positiva y…
– Todo lo positivo de este Ministerio lo hace usted, doctor -dijo él, con energía-. Yo me ocupo de lo negativo. No, no estoy bromeando, es cierto. Le aseguro que le hago un gran servicio, eximiéndolo de todo lo que se refiere a la baja policía.
– No he querido ofenderlo, don Cayo -el mentón del doctor Arbeláez no temblaba ya.
– No me ha ofendido, doctor -dijo él-. Hubiera querido hacer esos cortes en el fondo de seguridad. Simplemente, no puedo. Lo va a comprobar usted mismo -El doctor Arbeláez cogió el expediente y se lo alcanzó.
– Guárdelo, no necesito que me demuestre nada, le creo sin pruebas -Trató de sonreír, separando apenas los labios-. Ya veremos qué inventamos para renovar esos patrulleros y comenzar las obras en Tacna y Moquegua.
Se dieron la mano, pero el doctor Arbeláez no se levantó a despedirlo. Fue directamente a su oficina y el doctor Alcibíades entró detrás de él.
– El Mayor y Lozano acaban de irse, don Cayo -le entregó un sobre-. Malos informes de México, parece.
Dos páginas a máquina, corregidas a mano, anotadas en los márgenes con letra nerviosa. El doctor Alcibíades le encendió el cigarrillo mientras él leía, despacio.
– Así que la conspiración avanza-se aflojó la corbata, dobló los papeles y los metió otra vez en el sobre-. ¿Eso les parecía tan urgente al Mayor y a Lozano?
– En Trujillo y Chiclayo ha habido reuniones de apristas y Lozano y el Mayor creen que tiene relación con la noticia de que ese grupo de exilados están listos para partir de México -dijo el doctor Alcibíades-. Han ido a hablar con el Mayor Paredes.
– Ojalá vinieran esos pájaros al país, para echarles mano -dijo él, bostezando-. Pero no vendrán. Ésta es la décima o undécima vez ya, doctorcito, no se olvide. Dígales al Mayor y a Lozano que nos reuniremos mañana. No hay apuro.
– Los cajamarquinos llamaron para confirmar la reunión a las cinco, don Cayo.
– Sí, está bien -sacó un sobre de su maletín y se lo entregó-. ¿Quiere averiguarme en qué estado anda este trámite? Es una denuncia de tierras en Bagua. Vaya personalmente, doctorcito.
– Mañana mismo, don Cayo -el doctor Alcibíades hojeó el memorándum, asintiendo-. Sí, cuántas firmas faltan, qué informes, ya veo. Muy bien, don Cayo.
– Ahorita llegará la noticia de que ha desaparecido la plata de la conspiración -sonrió él, observando el sobre del Mayor y Lozano-. Ahorita los comunicados de los líderes acusándose unos a otros de traidores y de ladrones. Uno se aburre a veces de que pasen siempre las mismas cosas ¿no?
El doctor Alcibíades asintió y educadamente sonrió.
– ¿Que por qué me parece usted tan honrado y tan decente? -dijo Ambrosio-. Vaya, no me haga preguntas tan difíciles, don.
– ¿De veras me van a destinar a cuidar al señor Bermúdez, señor Lozano? -dijo Ludovico.
– Estás que revientas de felicidad -dijo el señor Lozano-. Esto te lo has trabajado muy bien con Ambrosio ¿no?
– No vaya usted a creer que yo no quiero trabajar con usted, señor Lozano -dijo Ludovico-. Lo que pasa es que con el negro nos hemos hecho tan amigos, y él me dice siempre por qué no haces que te cambien y yo no, con el señor Lozano estoy feliz. A lo mejor Ambrosio hizo la gestión por propia iniciativa, señor.
– Está bien -se echó a reír el señor Lozano-. Esto es un ascenso para ti y me parece justo que quieras mejorar.
– Bueno, comenzando por su manera de hablar de la gente -dijo Ambrosio-. Usted no para insultando a todo el mundo apenas le vuelven la espalda, como don Cayo. Usted no raja de nadie, de todos habla bien, con educación.
– Le he hablado muy bien de ti a Bermúdez -dijo el señor Lozano-. Cumplidor, de agallas, que todo lo que le dijo el negro era cierto. No me vas a hacer quedar mal. Ya sabes, bastaba que yo le hubiera dicho no sirve, para que Bermúdez siguiera mi consejo. O sea que este ascenso se lo debes tanto al negro como a mí.
– Claro, señor Lozano -dijo Ludovico-. Cuánto se lo agradezco, señor. No sé cómo corresponderle, le digo.
– Yo sí -dijo el señor Lozano-. Portándote bien, Ludovico.
– Usted manda y yo ahí, a sus órdenes para lo que sea, señor Lozano.
– Metiéndote la lengua al bolsillo, además -dijo el señor Lozano-. Nunca has salido con el Forcito conmigo, no sabes qué es la mensualidad. Puedes corresponderme así ¿ves?
– Le juro que no necesitaba hacerme esa recomendación, señor Lozano -dijo Ludovico-. Le juro que estaba demás. Qué me cree usted, por favor.
– Tú sabes que de mí depende Que entres algún día al escalafón -dijo el señor Lozano-. O que no entres nunca, Ludovico.
– Y por su manera de tratarla, también -dijo Ambrosio-. Tan elegante, y haciendo siempre comentarios tan bonitos, tan inteligentes. Yo me lo quedo oyendo cuando usted habla con alguien, don.
– Ahí vienen ya Hipólito y el cholo Cigüeña -dijo Ludovico.
Subieron al Forcito y Ludovico estaba tan contento con la noticia del traslado que me metía contra el tráfico, le contó a Ambrosio después. El cholo Cigüeña repetía sus cuentos de siempre.
– Se descompusieron las cañerías y costó carísimo, señor Lozano. Además, la clientela disminuye cada día. Los limeños ya ni cachan, señor, y uno se va a la ruina.
– Bueno, como anda tan mal tu negocio, entonces no te importará que te lo cierre mañana -dijo el señor Lozano.
– Usted cree que son mentiras que invento para no entregarle la mensualidad, señor Lozano -protestó el cholo Cigüeña-. Pero no, aquí está, usted sabe que esto es sagrado para mí. Le cuento mis apuros sólo como amigo, señor Lozano, para Que usted sepa.
– Por su manera de tratarme a mí, también -dijo Ambrosio-. Por la forma como me oye, como me pregunta, como conversamos. Por la confianza que me da. Mi vida cambió desde que entré a trabajar con usted, don.
EL DOMINGO Amalia se demoró una hora arreglándose y hasta Símula, siempre tan seca, le bromeó caramba, qué preparativos para la salida. Ambrosio estaba ya en el paradero cuando ella llegó y le apretó la mano tan fuerte que Amalia dio un gritito. Ay, se reía, contento, terno azul, una camisa tan blanca como sus dientes, una corbatita de motas rojas y blancas: siempre lo tenías saltón, Amalia, ahora también había estado dudando si me dejarías plantado. El tranvía vino semivacío y, antes de que ella se sentara, Ambrosio sacó su pañuelo y sacudió el asiento. La ventana para la reina, dijo, doblándose en dos. Qué buen humor, cómo cambiaba, y se lo dijo: qué distinto te pones cuando no tienes miedo de que te vayan a chapar conmigo. Y él estaba contento porque se acordaba de otros tiempos, Amalia. El conductor los miraba divertido con los boletos en la mano y Ambrosio lo despachó diciéndole ¿se le ofrece algo más? Lo asustaste, dijo Amalia, y él sí, esta vez no se le iba a cruzar nadie, ni un conductor, ni un textil. La miró a los ojos, serio: ¿yo me porté mal, yo me fui con otra? Portarse mal era cuando uno dejaba a su mujer por otra, Amalia, nos peleamos porque no comprendiste lo que te pedí. Si no hubiera sido tan caprichosa, tan engreída, se habrían seguido viendo en la calle y trató de pasarle el brazo por el hombro pero Amalia se lo retiró: suéltame, te portaste mal, y se oyeron risitas. El tranvía se había llenado. Estuvieron un rato callados y después él cambió de conversación: irían un momentito a ver a Ludovico, Ambrosio tenía que hablarle, después se quedarían solos y harían lo que Amalia quisiera. Ella le contó cómo don Cayo y don Fermín alzaban la voz en el escritorio y que el señor dijo después que don Fermín era una rata. Rata será él, dijo Ambrosio, después de ser tan amigos ahora está queriendo hundirlo en sus negocios. En el centro tomaron un ómnibus al Rímac y caminaron un par de cuadras. Era aquí, Amalia, en la calle Chiclayo. Lo siguió hasta el fondo de un pasillo, lo vio sacar una llave.
– ¿Me crees tonta? -dijo, cogiéndolo del brazo-. Tu. amigo no está ahí. La casa está vacía.
– Ludovico vendrá más tarde -dijo Ambrosio-. Lo esperaremos conversando.
– Vamos a conversar caminando -dijo Amalia- No voy a entrar ahí.
Discutieron en el patio de losetas fangosas, observados por chiquillos que habían dejado de corretear, hasta que Ambrosio abrió la puerta y la hizo entrar, de un jalón, riéndose. Amalia vio todo oscuro unos segundos hasta que Ambrosio prendió la luz.
SALIÓ de la oficina a un cuarto para las cinco y Ludovico estaba ya en el auto, sentado junto a Ambrosio. Al paseo Colón, al. club Cajamarca. Estuvo callado y con los ojos bajos durante el trayecto, dormir más, dormir más. Ludovico lo acompañó hasta la puerta del club: ¿entraba, don Cayo? No, espera aquí. Comenzaba a subir la escalera cuando vio aparecer en el rellano la silueta alta, la cabeza gris del senador Heredia y sonrió: a lo mejor la señora Heredia estaba aquí. Llegaron todos ya, le dio la mano el senador, un milagro de puntualidad tratándose de peruanos. Que pasara, la reunión sería en el salón de recepciones. Luces encendidas, espejos de marcos dorados en las vetustas paredes, fotografías de vejestorios bigotudos, hombres apiñados que dejaron de murmurar al verlos entrar: no, no había ninguna mujer. Se acercaron los diputados, le presentaron a los otros: nombres y apellidos, manos, mucho gusto, buenas tardes, pensaba la señora Heredia y ¿Hortensia, Queta, Maclovia?, oía a sus órdenes, encantado, y entreveía chalecos abotonados, cuellos duros, pañuelitos rígidos estirados en los bolsillos de los sacos, mejillas amoratadas, y mozos de chaqueta blanca que pasaban bebidas, bocaditos. Aceptó un vaso de naranjada y pensó tan distinguida, tan blanca, esas manos tan cuidadas, esos modales de mujer acostumbrada a mandar, y pensó Queta tan morena, tan tosca, tan vulgar, tan acostumbrada a servir.
– Si quiere, empezamos de una vez, don Cayo -dijo el senador Heredia.
– Sí, senador -ella y Queta- sí, cuando quiera.
Los mozos jalaban las sillas, los hombres tomaban asiento con sus copitas de pisco-sauer en las manos, serían una veintena, él y el senador Heredia se instalaron frente a ellos. Bueno, aquí estaban reunidos para esta conversación informal sobre la visita del Presidente a Cajamarca, dijo el senador, esa ciudad tan querida para todos los presentes y él pensó: podría ser su sirvienta. Sí, era su sirvienta, un triple motivo de regocijo para los cajamarquinos decía el senador, no aquí sino en la casa-hacienda que ella tendría en Cajamarca, por el honor que significa que visite nuestra tierra decía el senador, una casa-hacienda llena de viejos muebles y largos corredores y cuartos con mullidas alfombras de vicuña donde ella se aburriría mientras el marido atendía la senaduría en la capital, y porque va a inaugurar el nuevo puente y el primer tramo de la carretera decía el senador, una casa llena de cuadros y sirvientes pero la sirvienta que ella preferiría sería Quetita, su Quetita. El senador Heredia se puso de pie: sobre todo, una ocasión para que los cajamarquinos demostraran su gratitud al Presidente por las obras de tanta trascendencia para el departamento y el país. Movimiento de sillas, de manos, como si fueran a aplaudir, pero el senador ya estaba hablando de nuevo, Quetita la que le serviría el desayuno en la cama y la que le escucharía sus confidencias y le guardaría los secretos: por eso se había nombrado este Comité de Recepción integrado por, y él entrevió que al oír sus nombres los mencionados sonreían o se ruborizaban. Esta reunión tenía por objeto coordinar el programa preparado por el Comité de Recepción con el programa elaborado por el propio gobierno para la visita presidencial, y el senador se volvió a mirarlo: Cajamarca era una tierra hospitalaria y agradecida, don Cayo, Odría recibiría una acogida digna de la labor que cumple al frente de los altos destinos del país. No se puso de pie; sonriendo apenas, agradeció al distinguido senador Heredia, a la representación parlamentaria cajamarquina su desinteresado esfuerzo para que la visita fuera un éxito, al fondo del salón tras unos tules ondulantes las dos sombras cálidamente se dejaban caer una junto a la otra sobre un colchón de plumas que las recibía sin ruido; a los miembros del Comité de Recepción por haber tenido la amabilidad de venir a Lima a cambiar ideas, e instantáneamente brotaban ahogadas risitas atrevidas y las sombras ya se habían estrechado y rodado y eran una sola forma sobre las sábanas blancas, bajo los tules: él también estaba convencido que la visita sería un éxito, señores.
– Perdone que lo interrumpa -dijo el diputado Saravia-. Sólo quiero advertirle que Cajamarca va a echar la casa por la ventana para recibir al General Odría.
Sonrió, asintió, seguro que sería así, pero había un detalle sobre el que le gustaría conocer la opinión de los presentes, ingeniero Saravia: la manifestación de la plaza de Armas, en la que hablaría el Presidente.
Porque lo ideal sería, tosió, suavizó la voz, que la manifestación se llevara a cabo de manera que, buscó las palabras, el Presidente no fuera a sentirse decepcionado. La manifestación sería un éxito sin precedentes, don Cayo, lo interrumpió el senador, y hubo murmullos confirmatorios y cabezas que asentían, y detrás de los tules todo eran rumores, roces y suaves jadeos, una agitación de sábanas y manos y bocas y pieles que se buscaban y juntaban.
SEÑOR Santiago, volvieron a sonar los golpecitos en la puerta, señor Santiago y él abrió los ojos, se pasó una mano torpe por la cara y fue a abrir, aturdido de sueño: la señora Lucía.
– ¿Lo desperté? Perdóneme pero ¿ha oído la radio, vio lo que está pasando? -las palabras se le atropellaban, tenía la cara excitada, los ojos alarmados-. Huelga general en Arequipa, dicen que Odría puede nombrar un gabinete militar. ¿Qué va a pasar, señor Santiago?
– Nada, señora Lucía -dijo Santiago-. La huelga durará un par de días y se acabará y los señores de la Coalición volverán a Lima y todo seguirá lo mismo. No se preocupe.
– Pero ha habido varios muertos, varios heridos -sus ojitos centellaban como si hubieran contado los muertos, piensa, visto los heridos-. En el teatro de Arequipa. La Coalición estaba haciendo un mitin y los odriístas se metieron y hubo una pelea y la policía tiró bombas. Salió en "La Prensa", señor Santiago. Muertos, heridos. ¿Va a haber revolución, señor Santiago?
– No, señora -dijo Santiago-. Además, por qué se asusta. Incluso si hay revolución a usted no le va a pasar nada.
– Pero yo no quiero que vuelvan los apristas -dijo la señora Lucía, asustada-. ¿Usted cree que van a sacar a Odría?
– La Coalición no tiene nada que ver con los apristas -se rió Santiago-. Son cuatro millonarios que eran amigos de Odría y ahora se han peleado con él. Es una pelea entre primos hermanos. ¿Y por último qué le importa que vuelvan los apristas?
– Esos son unos ateos, unos comunistas -dijo la señora Lucía-. ¿No son, acaso?
– No, señora, ni ateos ni comunistas -dijo Santiago-. Son más derechistas que usted y odian a los comunistas más que usted. Pero no se preocupe, no van a volver y Odría tiene todavía para rato.
– Usted siempre con sus bromas, señor Santiago -dijo la señora Lucía-. Perdóneme por haberlo despertado, pensé que como periodista usted tendría más noticias. El almuerzo estará ahorita.
La señora Lucía cerró la puerta y él se desperezó largamente. Mientras se duchaba; se reía solo: silenciosas siluetas nocturnas se descolgaban por las ventanas de la vieja casa de Barranco, la señora Lucía se despertaba ululando, ¡los apristas!, desorbitada, tiesa de espanto abrazaba a su gato maullante y veía cómo los invasores abrían roperos, baúles y cómodas y se llevaban sus trastos polvorientos, sus mantones agujereados, sus trajes roídos por las polillas; ¡los apristas, los ateos, los comunistas! Iban a volver para robarles sus cosas a las personas decentes como la señora Lucía, piensa. Piensa: pobre señora Lucía, si hubieras sabido que para mi mamá tú ni siquiera serías persona decente. Terminaba de vestirse cuando la señora Lucía volvió: el almuerzo estaba servido. Esa sopa de arvejas y esa papa solitaria, náufraga en el plato de agua verde, piensa, esas verduras rancias con trozos de suela que la señora Lucía llamaba guiso de carne. Radio Reloj estaba prendida, la señora Lucía escuchaba con el índice sobre los labios: todas las actividades se habían paralizado en Arequipa, había habido una manifestación en la plaza de Armas y los líderes de la Coalición habían pedido nuevamente la renuncia del Ministro de Gobierno, señor Cayo Bermúdez, al que responsabilizaban por los graves incidentes de la víspera en el Teatro Municipal, el gobierno había hecho un llamado a la calma y advertido que no toleraría desórdenes. ¿Veía, veía, señor Santiago?
– A lo mejor tiene usted razón, a lo mejor va a caer Odría -dijo Santiago-. Antes las radios no se atrevían a dar noticias así.
– ¿Y si los de la Coalición suben en vez de Odría las cosas irán mejor? -dijo la señora Lucía.
– Irán lo mismo o peor, señora -dijo Santiago-. Pero sin militares y sin Cayo Bermúdez tal vez se notará menos.
– Usted siempre bromeando -dijo la señora Lucía-. Ni la política se la toma en serio.
– ¿Y cuando el viejo estuvo en la Coalición? -dice Santiago-. ¿Tú no te metiste? ¿No ayudaste en las manifestaciones que hizo la Coalición contra Odría?
– Ni cuando trabajé con don Cayo ni cuando con su papá -dice Ambrosio-. Nunca hice política yo, niño.
– Y ahora tengo que irme -dijo Santiago-. Hasta luego, señora.
Salió a la calle y sólo entonces descubrió el sol, un sol frío de invierno que había rejuvenecido los geranios del minúsculo jardín. Un auto estaba estacionado frente a la pensión y Santiago pasó junto a él sin mirar, pero vagamente notó que el auto arrancaba y avanzaba pegado a él. Se volvió y miró: hola, flaco.
El Chispas le sonreía desde el volante, en su cara una expresión de niño que acaba de hacer una travesura y no sabe si va a ser festejado o reñido. Abrió la puerta del auto, entró y ahora el Chispas le daba unas palmadas entusiastas, ah carajo ya viste que te encontré, y se reía con una alegría nerviosa, ah ya viste.
– Cómo carajo encontraste la pensión- dijo Santiago.
– Mucho coco, supersabio -el Chispas se tocaba la sien, se reía a carcajadas, pero no podía disimular su emoción, piensa, su confusión-. Me demoré, pero al fin te encontré, flaco.
Vestido de beige, una camisa crema, una corbata verde pálida, y se lo veía bruñido, fuerte y saludable, y tú te acordaste que no te cambiabas de camisa hacía tres días, Zavalita, que no te lustrabas los zapatos hacía un mes, y que tu terno estaría seguramente arrugado y manchado, Zavalita.
– ¿Te cuento cómo te pesqué, supersabio? Plantándome frente a "La Crónica" un montón de noches. Los viejos creían que andaba de jarana y yo ahí, esperándote para seguirte. Dos veces me confundí con otro que se bajaba del colectivo antes que tú. Pero ayer te pesqué y te vi entrar. Te juro que estaba medio muñequeado, supersabio.
– Creías que te iba a tirar piedras -dijo Santiago.
– No piedras, pero sí que te pondrías medio cojudo -y se ruborizó-. Como eres loco y no hay quien te entienda, qué sé yo. Menos mal que te portaste como una persona decente, supersabio.
EL cuarto era grande y sucio, paredes rajadas y con manchas, una cama sin hacer, ropa de hombre colgando de ganchos sujetos a la pared con clavos. Amalia vio un biombo, una cajetilla de Inca sobre el velador, un lavatorio desportillado, un espejito, olió a orines y encierro y se dio cuenta que estaba llorando. ¿Para qué la había traído aquí?, hablaba entre dientes, y todavía con mentiras, tan bajito que apenas se oía, diciendo vamos a ver a mi amigo, quería engañarla, aprovecharse, darle la patada como la otra vez. Ambrosio se había sentado en la cama revuelta, y, por entre sus lagrimones, Amalia lo veía mover la cabeza, no entiendes, no me comprendes. ¿De qué lloraba?, le hablaba con cariño, ¿porque te empujé?, mirándola con una expresión contrita y lúgubre, estabas haciendo un escándalo ahí afuera con tu terquedad de no entrar, Amalia, hubiera venido toda la vecindad diciendo qué pasa, qué hubiera dicho después Ludovico. Había encendido uno de los cigarrillos del velador y comenzó a observarla despacito, los pies, las rodillas, subía sin apuro por su cuerpo y cuando llegó a sus ojos le sonrió y ella sintió calorcito y vergüenza: qué bruta eres. Enojó la cara lo más que pudo. Ludovico iba a venir ahorita, Amalia, venía y se iban, ¿acaso te estoy haciendo algo?, y ella ay de ti que te atrevieras. Ven, Amalia, siéntate aquí, conversemos. No se iba a sentar, abre la puerta, quería irse. Y él: ¿te ponías a llorar cuando el textil te llevaba a su casa? La cara se, le amargó y Amalia pensó está celoso, está furioso, y sintió que se le iba la cólera. No era como tú, dijo mirando al suelo, no se avergonzaba de mí, pensando se va a parar y te va a pegar, él no la hubiera botado por miedo a perder su trabajo, pensando a ver párate, a ver pégame, para él lo primero era yo, pensando bruta, estás queriendo que te bese. Él torció la boca, se le habían saltado los ojos, botó el pucho al suelo y lo aplastó. Amalia tenía su orgullo, no me vas a engañar dos veces, y él la miró con ansiedad: si ése no se hubiera muerto te juro que lo mataba, Amalia. Ahora sí se iba a atrever, ahora sí.
Sí, se paró de un salto, y a cualquier otro que se le cruzara también, y lo vio acercarse decidido, con la voz un poco ronca: porque tú eres mi mujer, eso lo vas a. No se movió, dejó que la cogiera de los hombros y entonces lo empujó con todas sus fuerzas y lo vio trastabillear y reírse, Amalia, Amalia, y tratar de agarrarla de nuevo. Así estaban, correteándose, empujándose, jaloneándose, cuando la puerta se abrió y la cara de Ludovico, tristísima.
Apagó su cigarrillo, encendió otro, cruzó una pierna, los oyentes adelantaban las cabezas para no perder palabra, y él escuchó su propia voz fatigada: se había declarado feriado el 26, se habían dado instrucciones a los directores de colegios y de escuelas fiscales para que llevaran el alumnado a la Plaza, esto garantizaría ya una buena asistencia, y la señora Heredia estaría viendo la manifestación desde un balcón de la Municipalidad, tan alta, tan seria, tan blanca, tan elegante, y, mientras, él estaría ya en la casa-hacienda convenciendo a la sirvienta: ¿mil, dos mil, tres mil soles, Quetita? Pero, claro, sonrió y entrevió que todos sonreían, no se trataba de que el Presidente hablara ante escolares, y la sirvienta diría bueno, tres mil, espérese aquí y lo escondería tras de un biombo. También se había calculado que asistirían empleados de las reparticiones públicas, aunque eso no significaría mucha gente, y él ahí, inmóvil, oculto, a oscuras, esperaría mirando las alfombras de vicuña y los cuadros y la ancha cama con dosel y tules. Tosió, descruzó la pierna: se había organizado la propaganda, además. Avisos en la prensa y la radio locales, autos y camionetas con parlantes recorrerían los barrios lanzando volantes y eso atraería más gente y él contaría los minutos, los segundos y sentiría que se le disolvían los huesos y gotas heladas bajando por su espalda y por fin: allí estaría, ahí entraría. Pero, y se inclinó y encaró con simpatía y humildad a los hombres apiñados, ya que Cajamarca era un centro agrícola se esperaba que el grueso de los manifestantes viniera del campo y eso dependía de ustedes, señores. Ahí la vería, alta, blanca, elegante, seria, entraría navegando sobre la alfombra de vicuña y la oiría qué cansada estoy y llamaría a su Quetita. Permítame, don Cayo, dijo el senador Heredia, don Remigio Saldívar que es el Presidente del Comité de Recepción y una de las figuras más representativas de los agricultores cajamarquinos tiene algo que decir respecto a la manifestación y él vio que un hombre grueso, tostado como una hormiga, ahorcado por una espesa papada se ponía de pie en la segunda fila. Y ahí vendría Quetita y ella le diría estoy cansada, quiero acostarme, ayúdame y Quetita la ayudaría, lentamente la desvestiría y él vería, sentiría que cada poro de su cuerpo se encendía, que millones de minúsculos cráteres de su piel comenzaban a supurar. Me van a perdonar y sobre todo usted, señor Bermúdez, carraspeó don Remigio Saldívar, él era un hombre de acción y no de discursos, es decir que no hablo tan bien como el Pulga Heredia y el senador lanzó una carcajada y hubo un estrépito de risas. Él abrió la boca, arrugó la cara, y ahí estaría, blanca, desnuda, seria, elegante, inmóvil, mientras Quetita delicadamente le quitaría las medias arrodillada a sus pies, y todos celebraban con sonrisas las proezas de oratoria de don Remigio Saldívar sobre su falta de oratoria, y oía al grano Remigio, no es Cajamarca don Remigio: las enrollaría en cámara lenta y él vería las manos de la sirvienta tan grandes, tan morenas, tan toscas, bajando, bajando, por las piernas tan blancas, tan blancas, y don Remigio Saldívar adoptó una expresión hierática: entrando en materia quería decirle que no se preocupara, señor Bermúdez, ellos habían pensado, discutido y tomado todas las medidas. Ahora ella se habría tendido en la cama y él la divisaría yaciendo blanca y perfecta detrás de los tules, y la oiría tú también Queta, desnúdate, ven Quetita.
Incluso no hacía falta que fueran los escolares ni los empleados públicos, no iba a caber tanta gente en la Plaza, señor Bermúdez: que se quedaran estudiando y trabajando, nomás. Quetita se desnudaría y ella rápido, rápido, y la vería alta, oscura dura, elástica, vulgar, encogiéndose para sacarse la blusa y moviendo los pies, rápido, rápido, y sus zapatos caerían sin ruido a la alfombra de vicuña. Don Remigio Saldívar hizo un ademán enérgico: la gente de la manifestación la pondremos nosotros y no el gobierno, los cajamarquinos querían que el Presidente se llevara una buena impresión de nuestra tierra. Ahora Quetita correría, volaría, sus largos brazos se estirarían y apartarían los tules y su gran cuerpo quemado silenciosamente descendería sobre las sábanas: óigalo bien, señor Bermúdez.
Había cambiado su tonito risueño y sus ademanes rústicos por una voz grave y soberbia y por gestos solemnes y todos lo escuchaban: los agricultores del departamento habían colaborado magníficamente en los preparativos, y también los comerciantes y profesionales, óigalo bien. Y él saldría de detrás del biombo y se acercaría, su cuerpo sería una antorcha, llegaría hasta los tules, vería y su corazón agonizaría: sepa que le pondremos cuarenta mil hombres en la Plaza, si es que no más. Ahí estarían bajo sus ojos abrazándose, oliéndose, transpirándose, anudándose y don Remigio Saldívar hizo una pausa para sacar un cigarrillo y buscar los fósforos, pero el diputado Azpilicueta se lo encendió: no era un problema de gente ni muchísimo menos, señor Bermúdez, sino de transporte, como ya le había explicado al Pulga Heredia, risas y él automáticamente abrió la boca y arrugó la cara. No podían reunir la cantidad de camiones que harían falta para movilizar a la gente de las haciendas y luego regresarla, y don Remigio Saldívar expulsó una bocanada de humo que blanqueó su cara: hemos contratado una veintena de ómnibus y camiones pero necesitarían muchos más.
Él se adelantó en la silla: por ese lado no tenían de qué preocuparse, señor Saldívar, contarían con todas las facilidades. Las manos blancas y las morenas, la boca de labios gruesos y la de labios tan finos, los pezones ásperos inflados y los pequeños y cristalinos y suaves, los muslos curtidos y los transparentes de venas azules, los vellos negrísimos lacios y los dorados rizados. La Comandancia militar les facilitaría todos los camiones que necesitaran, señor Saldívar, y él magnífico, señor Bermúdez, es lo que íbamos a solicitarle, con movilidad repletarían la Plaza como no se vio en la historia de Cajamarca. Y él: cuenten con eso, señor Saldívar. Pero también había otro asunto del que quería hablarles.
– ME agarraste tan de sorpresa que no tuve tiempo de calentarme -dijo Santiago.
– El viejo está escondido -dijo el Chispas, poniéndose serio-. El papá de Popeye se lo ha llevado a su hacienda. Vine a avisarte.
– ¿Escondido? -dijo Santiago-. ¿Por los líos de Arequipa?
– Hace un mes que el perro de Bermúdez nos tiene rodeada la casa -dijo el Chispas-. Los soplones lo siguen al viejo día y noche. Popeye lo tuvo que sacar a ocultas, en su auto. En fin; supongo que no se les ocurrirá ir a buscarlo a la hacienda de Arévalo. Quería que supieras eso, por si pasaba algo.
– El tío Clodomiro me había contado que el viejo entró a la Coalición, que se había peleado con Bermúdez -dijo Santiago-. Pero no sabía que las cosas estaban tan mal.
– Ya has visto lo que pasa en Arequipa -dijo el Chispas-. Los arequipeños están firmes. Huelga general hasta que renuncie Bermúdez. Y lo van a sacar, carajo. Figúrate que el viejo iba a ir al mitin ése, Arévalo lo desanimó a última hora.
– Pero, no entiendo -dijo Santiago-. ¿El papá de Popeye se peleó con Odría, también? ¿Acaso no sigue siendo el líder odriísta en el senado?
– Oficialmente; sí -dijo el Chispas-. Pero por lo bajo está harto de estas mierdas, también. Se ha portado muy bien con el viejo. Mejor que tú, supersabio. Ni por todo lo mal que lo ha estado pasando el viejo este tiempo has ido a verlo.
– ¿Ha estado enfermo? -dijo Santiago-. El tío Clodomiro no me…
– Enfermo no, pero con la soga al cuello -dijo el Chispas-. ¿Acaso no sabes que después de la bromita que le hiciste escapándote le cayó encima algo peor? El hijo de puta de Bermúdez creyó que estuvo metido en la conspiración de Espina y se dedicó a joderlo.
– Ah, bueno, sí -dijo Santiago-. El tío Clodomiro me contó que le habían quitado al laboratorio la concesión que tenía con los bazares de los Institutos Armados.
– Eso no es nada, lo peor es lo de la Constructora -dijo el Chispas-. No han vuelto a darnos un medio, pararon todos los libramientos, y nosotros tenemos que seguir pagando las letras. Y nos exigen que las obras avancen al mismo ritmo y nos amenazan con demandarnos por incumplimiento de contrato. Una guerra a muerte contra el viejo, para hundirlo. Pero el viejo es de pelea y no se deja, eso es lo formidable de él: Se metió a la Coalición y…
– Me alegro que el viejo se haya peleado con el gobierno -dijo Santiago-. Me alegro que tú ya no seas odriísta, tampoco.
– O sea que te alegras de que nos vayamos a pique -sonrió el Chispas.
– Cuéntame de la mamá, de la Teté -dijo Santiago-. El tío Clodomiro dice que está con Popeye, ¿es cierto?
– El que anda feliz con tu fuga es el tío Clodomiro -se rió el Chispas-. Con el pretexto de dar noticias tuyas, se enchufa tres veces por semana a la casa. Sí, está con el pecoso, ya no la tienen tan amarrada, incluso la dejan salir a comer con él, los sábados. Acabarán casándose, me imagino.
– La mamá debe estar feliz -dijo Santiago-. Viene tramando ese matrimonio desde que nació la Teté.
– Bueno, y ahora contéstame tú -dijo el Chispas, queriendo aparecer jovial, pero enrojeciendo-. Cuándo vas a dejarte de cojudeces, cuándo vas a regresar a vivir a tu casa.
– Nunca más voy a vivir en la casa, Chispas -dijo Santiago-. Cambiemos de tema, mejor.
– ¿Y por qué no vas a volver a vivir a la casa? -haciéndose el asombrado, Zavalita, tratando de hacerte creer que no te creía-. ¿Qué te han hecho los viejos para que no quieras vivir con ellos? Deja de hacerte el loco, hombre.
– No nos pongamos a pelear -dijo Santiago- Hazme un favor, más bien. Llévame a Chorrillos, tengo que recoger a un compañero de trabajo, vamos a hacer un reportaje juntos.
– No he venido a pelear, pero a ti no hay quien te entienda -dijo el Chispas-. Te mandas mudar de la noche a la mañana sin que nadie te haya hecho nada, no vuelves a dar la cara, te peleas con toda la familia por las puras, por loco. Cómo quieres te entienda, carajo.
– No me entiendas y llévame a Chorrillos, que se me ha hecho tarde -dijo Santiago-. Tienes tiempo ¿no?
– Está bien -dijo el Chispas-. Está bien, supersabio, te llevo.
Encendió el auto y la radio: estaban dando noticias de la huelga de Arequipa.
– Perdón, no quería molestar pero tengo que sacar mi ropa, me voy ahora mismo de viaje -y la cara y la voz de Ludovico eran tan amargas como si el viaje fuera a la tumba-. Hola, Amalia.
Sin mirarla, como si ella fuera una cosa que Ludovico había visto toda su vida en el cuarto, Amalia sentía una vergüenza atroz. Ludovico se había arrodillado junto a la cama y arrastraba una maleta. Comenzó a meter en ella la ropa colgada en los ganchos de la pared. Ni le llamó la atención verte, bruta, sabía que estabas aquí, Ambrosio se habría prestado el cuarto para, era mentira que tenían que verse, Ludovico ha llegado de casualidad. Ambrosio parecía incómodo. Se había sentado en la cama y fumando miraba a Ludovico acomodar camisas y medias en la maleta.
– Te llevan, te traen, te mandan -requintaba Ludovico, solo-. A ver díganme qué vida es ésta.
– ¿Y adónde te vas de viaje? -dijo Ambrosio.
– A Arequipa -murmuró Ludovico-. Los de la Coalición van a hacer allá una manifestación contra el gobierno y parece que va a haber líos. Con esos serranos nunca se sabe, las cosas comienzan en manifestación y terminan en revolución.
Estrelló una camiseta contra la maleta y suspiró, abrumado. Ambrosio miró a Amalia y le guiñó un ojo pero ella le quitó la vista.
– Tú te ríes, negro, porque estás en palco -dijo Ludovico-. Ya pasaste por aquí y no quieres ni acordarte de los que seguimos en el cuerpo. Ya quisiera verte en mi pellejo, Ambrosio.
– No lo tomes así, hermano -dijo Ambrosio.
– Que en tu día franco te llamen, el avión sale a las cinco -se volvió a mirar a Ambrosio y a Amalia con angustia-. Ni se sabe por cuánto tiempo, ni se sabe lo que pasará allá.
– No pasará nada y conocerás Arequipa -dijo Ambrosio-. Tómalo como un paseíto, Ludovico. ¿Vas con Hipólito?
– Sí -dijo Ludovico, cerrando la maleta-. Ah, negro, qué buena vida cuando trabajábamos con don Cayo, hasta que me muera me pesará que me cambiaran.
– Pero si fue tu culpa -se rió Ambrosio-. ¿No te quejabas tanto de que no tenías tiempo para nada? ¿Acaso Hipólito y tú no pidieron el traslado?
– Bueno, están en su casa -dijo Ludovico y Amalia no supo dónde mirar-. Quédate con la llavecita, negro, al irte déjasela a doña Carmen, ahí a la entrada.
Les hizo un apenado adiós desde la puerta y salió.
Amalia sintió que la cólera subía por todo su cuerpo, y Ambrosio, que se había puesto de pie y se acercaba, quedó inmóvil, al ver la cara que ella ponía.
– Sabía que yo estaba aquí, no se asombró de verme -lo amenazaban sus ojos, sus manos- mentira que lo estabas esperando, te prestaste el cuarto para…
– No se asombró porque le he dicho que eres mi mujer -dijo Ambrosio. ¿No puedo venir aquí con mi mujer cuando me parezca?
– No soy, no he sido ni soy -gritaba Amalia-. Me has hecho quedar cómo con tu amigo, te prestaste el…
– Ludovico es como mi hermano, ésta es como mi casa -dijo Ambrosio-. No seas tonta, aquí yo hago lo que quiero.
– Debe creerse que soy una sinvergüenza, ni me dio la mano siquiera, ni me miró. Debe creerse que…
– No te la daría porque sabe que soy celoso -dijo Ambrosio-. No te miraría para que yo no me enoje. No seas tonta, Amalia.
Apareció un mozo con un vaso de agua y él tuvo que callar, unos segundos. Bebió un trago, tosió: el gobierno les estaba reconocido a todos los cájamarquinos, muy en especial a los señores del Comité de Recepción, por su empeño en que la visita constituyera un acontecimiento, y alcanzó a decidir y ver bajo los tules una cadena de súbitas sustituciones: pero todo esto demandaría gastos y no sería lógico que, además de la pérdida dé tiempo, de las preocupaciones, el viaje del Presidente les ocasionara también desembolsos. El silencio se acentuó y él podía oír la suspendida respiración de los oyentes, entrever la curiosidad, la malicia de sus pupilas, fijas en él: ella y Hortensia, ella y Maclovia, ella y Carmincha, ella y la China. Tosió de nuevo, arrugó apenas la cara: de modo que tenía instrucciones del Ministerio para poner a disposición del Comité una suma destinada a aliviarlos y la figura de don Remigio Saldívar dominó bruscamente la sala, ella y Hortensia:. alto ahí, señor Bermúdez.
Pieles que se confundían entre ellas y con las sábanas y tules, pelos tan negros que sé enredaban y desenredaban y sintió en la boca una masa de saliva tibia y espesa como semen. Ya cuando se instaló el Comité el Prefecto había indicado que gestionaría una ayuda para los gastos de recepción; y don Remigio Saldívar hizo un ademán majestuoso y soberbio; y ya entonces rechazamos la oferta categóricamente. Murmullos aprobatorios, un orgullo provinciano y desafiante en las caras y él abrió la boca y arrugó los ojos: pero movilizar a la gente del campo iba a costarles dinero, señor Saldívar, muy bien que costearan el banquete, las recepciones, pero no los otros gastos y oyó rumores ofendidos, movimientos recriminatorios y don Remigio Saldívar había abierto los brazos con arrogancia: no aceptaban un centavo, no faltaba más. Iban a agasajar al Presidente de su propio bolsillo, lo habían decidido por unanimidad, con el fondo reunido alcanzaría de sobra, Cajamarca no necesitaba ayuda para homenajear a Odría, alto ahí. Él se paró, asintiendo y las siluetas se desvanecieron como hechas de humo: no insistía, no quería ofenderlos, en nombre del Presidente agradecía esa caballerosidad, esa generosidad. Pero aún no pudo salir porque los mozos se habían precipitado al salón con bocaditos y bebidas. Se mezcló con la gente, bebió una naranjada, festejó bromas arrugando la cara. Para que conozca a los cajamarquinos, señor Bermúdez, y don Remigio Saldívar lo enfrentó a un hombre canoso de nariz enorme: el doctor Lanusa, había mandado hacer quince mil banderines de su propio bolsillo, además de cotizar igual que los otros para el fondo del Comité, señor Bermúdez. Y no crea que tuvo ese gesto porque consiguió que la carretera pase justo delante de su hacienda, se rió el diputado Azpilcueta. Lo celebraron, hasta el doctor Lanusa se rió, ah esas lenguas cajamarquinas. No cabe duda que ustedes hacen las cosas en grande, se oía decir él.
Y usted vaya preparando el hígado, señor Bermúdez, entrevió los ojos titilantes del diputado Mendieta detrás de un vaso de cerveza, verá cómo lo atenderán.
Miró su reloj, ¿tan tarde ya?, lo sentía pero debía irse. Caras, manos, hasta pronto, tanto gusto. El senador Heredia y el diputado Mendieta lo acompañaron hasta la escalera, ahí aguardaba un morenito chaposo de ojos respetuosos. El ingeniero Lama, don Cayo, y él pensó ¿un puesto, una recomendación, un negocio?: miembro del Comité de Recepción y el primer agrónomo del departamento, señor Bermúdez. Encantado, en qué podía servirlo. Un sobrinito, perdonaría que en estos momentos, la madre estaba como una loca y había insistido tanto que. Lo alentó sonriendo, sacó una libreta del bolsillo, ¿qué había hecho el joven? Lo habían mandado a la universidad de Trujillo con mucho sacrificio, señor, allá lo aconsejarían mal, las malas juntas, antes nunca se había metido en política. Muy bien, ingeniero, se ocuparía personalmente, ¿cómo se llamaba el joven, estaba detenido en Trujillo o en Lima? Bajó las escaleras y las luces del paseo Colón ya estaban encendidas. Ambrosio y Ludovico conversaban fumando junto a la puerta. Arrojaron los cigarrillos al verlo: a San Miguel.
– DOBLA por la primera a la derecha -dijo Santiago, señalando-. Esa casa amarilla, la vieja. Si, aquí.
Tocó el timbre, metió la cabeza y vio en lo alto de la escalera a Carlitos, en pantalón de pijama, con una toalla al hombro: bajaba volando, Zavalita. Regresó al automóvil.
– Si estás apurado, déjame aquí Chispas. Iremos hasta el Callao en un taxi. “La Crónica” nos paga la movilidad.
– Yo los llevo -dijo el Chispas-. Supongo que ahora nos veremos seguido ¿no? La Teté quiere verte también. Supongo que puedo traerla, ¿o estás enojado con la Teté también?
– Claro que no -dijo. Santiago-. No estoy enojado con nadie, ni con los viejos. Pronto voy a ir a verlos. Sólo quiero que se acostumbren a la idea de que seguiré viviendo solo.
– No se van a acostumbrar nunca y lo sabes muy bien -dijo el Chispas-. Les estás amargando la vida. No sigas en ese plan tan absurdo, supersabio.
Pero se calló porque ahí estaba Carlitos, mirando desconcertado el auto, la cara del Chispas. Santiago le abrió la puerta: pasa, pasa, te presento a mi hermano, nos va a llevar. Adelante, dijo el Chispas, aquí cabían los tres de sobra. Arrancó, siguiendo la línea del tranvía, y durante un buen rato no hablaron. El Chispas ofreció cigarrillos y Carlitos nos miraba de reojo, piensa, y exploraba el tablero niquelado, el flamante tapiz, y la elegancia del Chispas.
– Ni siquiera te diste cuenta que el carro es nuevo -dijo él Chispas.
– De veras -dijo Santiago-. ¿El viejo vendió el Buick?
– No, éste es mío -el Chispas se sopló las uñas-. Lo estoy pagando a plazos. No tiene ni un mes. ¿Y qué van a hacer al Callao?
– Entrevistar al Director de Aduana -dijo Santiago-. Carlitos y yo estamos haciendo unas crónicas sobre el contrabando.
– Ah, qué interesante -dijo el Chispas; y después de un momento-. ¿Sabes que desde que entraste a trabajar, compramos “La Crónica” todos los días en la casa? Pero nunca sabemos qué escribes. ¿Por qué no firmas tus artículos? Así te irías haciendo conocido.
Ahí estaban los ojos burlones y estupefactos de Carlitos, Zavalita, ahí el malestar que sentías. El Chispas cruzó Barranco, Miraflores, dobló por la avenida Pardo y tomó la Costanera. Hablaban con largas pausas incómodas, sólo Santiago y el Chispas, Carlitos los observaba de reojo, con una expresión intrigada e irónica.
– Debe ser interesantísimo ser periodista -dijo el Chispas-. Yo no podría, soy negado hasta para escribir cartas. Pero ahí tú estás en tu elemento, Santiago.
Periquito estaba esperándolos en la puerta de la Aduana con las cámaras al hombro, y un poco más adelante, la camioneta del diario.
– Te busco un día de éstos a la misma hora -dijo el Chispas-. Con la Teté ¿de acuerdo?
– Bueno -dijo Santiago-. Gracias por traernos, Chispas.
El Chispas estuvo un momento indeciso, la boca entreabierta, pero no dijo nada, se limitó a hacer adiós con la mano. Vieron alejarse el auto por los adoquines encharcados.
– ¿De veras es tu hermano? -Carlitos movía la cabeza, incrédulo-. Tu familia anda podrida en plata ¿no?
– Según el Chispas están al borde de la quiebra -dijo Santiago.
– Ya quisiera estar yéndome a la quiebra así -dijo Carlitos.
– Hace media hora que espero, conchudos -dijo Periquito-. ¿Oyeron las noticias? Gabinete militar, por los líos de Arequipa. ¿Los arequipeños lo sacaron a Bermúdez. Esto es el fin de Odría.
– No te alegres tanto -dijo Carlitos-. El fin de Odría es el comienzo ¿de qué?
EL DOMINGO siguiente Ambrosio la esperó a las dos, fueron a una matiné, tomaron lonche cerca de la plaza de Armas y dieron un largo paseo. Hoy va a ser, pensaba Amalia, hoy va a pasar. Él se la quedaba a veces mirando y ella se daba cuenta que también estaba pensando hoy será. Hay un restaurant en Francisco Pizarro que es bueno, dijo Ambrosio cuando oscureció. Era criollo y chifa a la vez; comieron y tomaron tanto que apenas podían caminar. Hay un baile por ahí cerca, dijo Ambrosio, vamos a ver. Era una carpa de circo levantada detrás del ferrocarril. La orquesta estaba sobre un tabladillo y habían colocado esteras en la pista para que la gente bailara sin pisar el barro.
A cada rato Ambrosio se iba y volvía con cerveza en unos vasitos de papel. Había mucha gente, las parejas daban saltitos en el sitio por falta de espacio; a veces comenzaba una pelea pero nunca terminaba porque dos forzudos separaban a los tipos y los sacaban en peso. Me estoy emborrachando, pensaba Amalia.
Con el calorcito que aumentaba se sentía mejor, más libre, y de repente ella misma jaló a Ambrosio a la pista. Se mezclaron con las parejas, abrazados, y nunca terminaba la música. Ambrosio la apretaba fuerte, Ambrosio le daba un empujón a un borracho que la había rozado, Ambrosio la besaba en el cuello: era como si todo eso pasara lejísimos, Amalia se reía a carcajadas.
Después el suelo comenzó a girar y ella se prendió de Ambrosio para no caerse: me siento mal. Sintió que él se reía, que la arrastraba y de repente la calle. El friecito en la cara la despertó a medias. Caminaba del brazo de él, sentía su mano en la cintura, decía ya sé por qué me has hecho tomar. Estaba contenta, no le importaba, ¿dónde estaban yendo?, parecía que la vereda se hundía, aunque no me digas yo sé dónde. Reconoció el cuartito de Ludovico entre sueños. Estaba abrazando a Ambrosio, juntaba su cuerpo al de Ambrosio, con su boca buscaba la boca de Ambrosio, decía te odio, Ambrosio, te portaste mal, y era como si fuera otra Amalia la que estuviera haciendo esas cosas. Se dejaba desnudar, tumbar en la cama y pensaba de qué lloras, bruta. Luego la rodearon unos brazos duros, un peso que la quebraba, una sofocación que la ahogaba. Sintió que ya no reía ni lloraba y vio la cara de Trinidad, cruzando a lo lejos. De pronto, la remecían. Abrió los ojos: la luz del cuartito estaba encendida, apúrate decía Ambrosio, abotonándose la camisa. ¿Qué hora era? Las cuatro de la mañana. Tenía la cabeza pesada, el cuerpo adolorido, qué diría la señora. Ambrosio le iba pasando la blusa, sus medias, sus zapatos y ella se vestía a la carrera, sin mirarlo a los ojos. La calle estaba desierta, ahora el vientecito le hizo mal. Se dejó ir contra Ambrosio y él la abrazó.
Tu tía se sintió enferma y tuviste que acompañarla, pensaba, o te sentiste enferma y tu tía no te dejó salir. Ambrosio le acariciaba a ratos la cabeza, pero no hablaban. El ómnibus llegó cuando apuntaba una luz floja sobre los techos; bajaron en la plaza San Martín y era de día, canillitas con periódicos bajo el brazo corrían por los portales. Ambrosio la acompañó hasta el paradero del tranvía. ¿Esta vez no sería como la otra vez, Ambrosio, se portaría bien esta vez? Eres mi mujer, dijo Ambrosio, yo te quiero. Permaneció abrazada a él hasta que llegó el tranvía. Le hizo adiós desde la ventanilla y lo estuvo mirando, viéndolo achicarse a medida que el tranvía lo dejaba atrás.
EL auto bajó por el paseo Colón, contorneó la plaza Bolognesi, tomó Brasil. El tráfico y los semáforos lo demoraron media hora hasta Magdalena; luego, al salir de la avenida, avanzó rápido por calles solitarias y mal iluminadas y en pocos minutos estuvo en San Miguel: dormir más, acostarse temprano hoy. Al ver el auto, los guardias de la esquina saludaron. Entró a la casa y la muchacha estaba poniendo la mesa. Desde la escalera echó una ojeada a la sala, al comedor: habían cambiado las flores de los jarrones, los cubiertos y las copas de la mesa brillaban, todo se veía ordenado y limpio. Se quitó el saco, entró al dormitorio sin tocar. Hortensia estaba en el tocador, maquillándose.
– Queta no quería venir cuando supo que el invitado era él. Anda -su cara le sonreía desde los espejos; él arrojó el saco sobre la cama, apuntando a la cabeza del dragón: quedó oculta-. La pobre oye Landa y comienza a bostezar. Tiene que soplarse a cada vejestorio por ti, deberías invitarle algún buen mozo de vez en cuando.
– Que les den de comer a los choferes -dijo él, aflojándose la corbata-. Voy a darme un baño. ¿Quieres traerme un vaso de agua?
Entró al cuarto de baño, abrió el agua caliente, se desnudó sin cerrar la puerta. Veía cómo se iba llenando la bañera, cómo la habitación se impregnaba de vapor. Oyó a Hortensia dar órdenes, la vio entrar con un vaso de agua. Tomó una pastilla.
– ¿Quieres un trago? -dijo ella, desde la puerta.
– Después que me bañe. Sácame ropa limpia, por favor.
Se sumergió en la bañera y estuvo tendido, sólo la cabeza afuera, absolutamente inmóvil, hasta que el agua comenzó a enfriarse. Se jabonó, se enjuagó en la ducha con agua fría, se peinó y pasó desnudo al dormitorio. Sobre el lomo del dragón había una camisa limpia, ropa interior, medias. Se vistió despacio, dando pitadas a un cigarrillo que humeaba en el cenicero.
Luego, desde el escritorio llamó a Lozano, a Palacio, a Chaclacayo. Cuando bajó a la sala, Queta había llegado. Tenía un vestido negro con un gran escote y se había hecho un peinado con moño, que la avejentaba.
Las dos estaban sentadas, con whiskies en las manos, y habían puesto discos.
CUANDO Ludovico reemplazó a Hinostroza, las cosas habían ido un poquito mejor, ¿por qué?, porque Hinostroza era aburridísimo y Ludovico buena gente.
Lo más fregado de ser chofer de don Cayo no eran esos trabajitos extras para el señor Lozano, tampoco no tener horario ni saber nunca qué día tendría salida, sino las malas noches, don. Esas que había que llevarlo a San Miguel y esperarlo a veces hasta la mañana siguiente. Qué sentanazos, don, qué desveladas. Ahora vas a saber lo que es aburrimiento, le había dicho Ambrosio a Ludovico el día que se estrenó, y él, mirando la casita: o sea que aquí tenía su jabecito el señor Bermúdez, o sea que moja aquí. Fue mejor porque con Ludovico conversaban, en cambio Hinostroza se encogía como una momia en el carro y se dormía. Con Ludovico se sentaban en el muro del jardín de la casita, desde ahí Ludovico podía tirar lente a toda la calle por si acaso. Veían entrar a don Cayo, oían las voces de adentro, Ludovico lo entretenía a Ambrosio adivinando lo que pasaba: estarían tomándose sus tragos, cuando se encendían las luces de arriba Ludovico decía comienza la orgía. A veces se acercaban los cachacos de la esquina y los cuatro se ponían a fumar y a conversar. En una época uno de los guardias era un ancashino cantor. Linda voz, don, Muñequita Linda era su fuerte, qué esperas para cambiar de profesión le decían. A eso de la medianoche comenzaba el aburrimiento, la desesperación porque el tiempo no pasaba más rápido. Sólo Ludovico seguía hablando.
Un mal pensado terrible, él le estaba sacando cuentos de arrecho a Hipólito todo el tiempo, en realidad el gran arrecho era él, don. Ahí estaría ya don Cayo bañándose en agua rica, señalaba el balcón y se chupaba la boca, cierro los ojos y veo esto y estotro, y así hasta que, perdóneme don, los cuatro terminaban con unas ganas atroces de ir al bulín. Se enloquecía hablando de la señora: esta mañana que vine solo a traer a don Cayo la vi, negro. Puras invenciones de él, por supuesto. En bata, negro, una batita como de gasa, rosadita, transparente, con unas zapatillas chinas, sus ojos echaban chispitas. Te echa una mirada y mueres, otra y te sientes lázaro, a la tercera te mata de nuevo y a la cuarta te resucita: chistoso, don, buena gente. La señora era la señora Hortensia, don, por supuesto.
EN la puerta se encontró con Carlota, que salía a comprar pan: qué te ha pasado, dónde estuviste, qué hiciste. Se había quedado a dormir donde su tía en Limoncillo, la pobrecita estaba enferma, ¿se había enojado la señora? Caminaban juntas hacia la panadería: ni se había dado cuenta, se había pasado la noche en vela oyendo las noticias de Arequipa. Amalia sintió que le volvía el alma al cuerpo. ¿No sabes que hay revolución en Arequipa?, decía Carlota excitadísima, la señora tan nerviosa les había contagiado los nervios y ella y Símula se habían quedado en el repostero hasta las dos oyendo la radio también. Pero qué pasaba en Arequipa, loca. Huelgas, líos, muertos, ahora estaban pidiendo que lo botaran al señor del gobierno.
¿A don Cayo? Sí, y la señora no podía encontrarlo por ninguna parte, se había pasado la noche echando lisuras y llamando a la señorita Queta. Compren el doble para guardar, les dijo el chino de la panadería, si se viene la revolución mañana no abro. Salieron cuchicheando, qué iría a pasar, ¿por qué querían botarlo al señor, Carlota? La señora en su colerón de anoche decía que por ser tan manso, y de repente agarró a Amalia del brazo y la miró a los ojos: no te creo lo de tu tía, estuviste con un hombre, se le veía en la cara.
Con qué hombre, sonsa, su tía se había enfermado, Amalia miraba a Carlota muy seria y por adentro sentía cosquillas y un calorcito feliz. Entraron a la casa y Símula estaba oyendo la radio de la sala, con la cara ansiosa. Amalia fue a su cuarto, se duchó rápido, ojalá que no le preguntara nada, y cuando subió al dormitorio con el desayuno, desde la escalera oyó el minutero y la voz del locutor de Radio Reloj. La señora estaba sentada en la cama, fumando, y no contestó los buenos días. El gobierno había tenido mucha paciencia con quienes siembran la intranquilidad y la subversión en Arequipa, decía la radio, los trabajadores debían volver al trabajo, los estudiantes a sus estudios, y se encontró con los ojos de la señora que la miraban como si recién la descubrieran: ¿y los periódicos, tonta? Vuela a comprarlos. Sí, ahoritita, salió corriendo del cuarto, contenta no se había dado cuenta siquiera.
Le pidió plata a Símula y fue al quiosco de la esquina.
Tenía que pasar algo grave, tan pálida que estaba la señora. Al verla entrar, saltó de la cama, le arranchó los periódicos y comenzó a hojearlos. En la cocina le preguntó a Símula ¿cree que la revolución va a ganar, que lo van a sacar a Odría? Símula encogió los hombros: al que lo irían a sacar del Ministerio era al Señor, todos lo odian. Al ratito sintieron que la señora llamaba y ella y Carlota corrieron al repostero: ¿aló, aló, Queta? Los periódicos no decían nada nuevo, no he pegado los ojos, y vieron que furiosa tiraba "La Prensa" al suelo: también estos hijos de puta piden la renuncia de Cayo, años adulándolo y ahora también se le volteaban, Quetita. Gritaba, palabrotas, Amalia y Carlota se miraban. No, Quetita, no había venido ni llamado, el pobre estaría ocupadísimo con este lío, a lo mejor se había ido a Arequipa. Ah. Ojalá les metiera bala y les quitara las majaderías de una vez por todas, Quetita.
– LA vieja Ivonne anda rajando del gobierno y hasta de ti -dijo Hortensia.
– Cuidadito con decirle algo, me mata si sabe que ando chismeándola -dijo Queta-. No quiero tener de enemiga a esa arpía.
Pasó frente a ellas, hacia el bar. Se sirvió un whisky puro con dos cubitos de hielo y se sentó. Las sirvientas, ya uniformadas, revoloteaban alrededor de la mesa. ¿Les habían dado de comer a los choferes? Respondieron que sí. El baño lo había amodorrado, veía a Hortensia y Queta a través de una ligera neblina, oía apenas sus cuchicheos y risas. Bueno, qué andaba diciendo la vieja.
– Es la primera vez que la oigo hablar mal de ti en público -dijo Queta-. Hasta ahora era puro almíbar cuando te nombraba.
– Le decía a Robertito que la plata que le saca Lozano se la reparte contigo -dijo Hortensia-. Al chismoso número uno de Lima, figúrate.
– Que si la siguen sangrando así se va a retirar a la vida decente -se rió Queta.
Él arrugó la cara y abrió la boca: si fueran mudas, si se pudiera entender uno con las mujeres sólo por gestos. Queta se agachó para alcanzar los palitos salados, su escote se corrió y aparecieron sus senos.
– Oye, no me lo provoques -le dio un manotazo Hortensia-. Guarda eso para cuando llegue el vejete.
– A Landa ni eso lo despierta -le devolvió el manazo Queta-. También está para retirarse a la vida decente.
Se reían y él las escuchaba, bebiendo. Siempre los mismos chistes, ¿sabía el último?, los mismos temas de conversación, Ivonne y Robertito eran amantes, ahora llegaría Landa y al amanecer tendría también la sensación de haber animado una noche idéntica a otras noches. Hortensia se paró a cambiar los discos, Queta a llenar los vasos de nuevo, la vida era una calcomanía tan monótona. Todavía bebieron otro whisky antes de oír que frenaba un auto en la puerta.
GRACIAS a las ocurrencias de Ludovico la espera se les hacía menos aburrida, don. Que su boquita, que sus labios, que las estrellitas de sus dientes, que olía a rosas, que un cuerpo para sacudir a los muertos en sus tumbas: parecía templado de la señora, don. Pero si alguna vez estaba en su delante ni a mirarla se atrevía, por miedo a don Cayo. ¿Y a él le pasaba lo mismo? No, Ambrosio escuchaba las cosas de Ludovico y se reía, nomás, él no decía nada de la señora, tampoco le parecía cosa del otro mundo a él, él sólo pensaba en que fuera de día para irse a dormir. ¿Las otras, don? ¿Que si la señorita Queta tampoco le parecía gran cosa? Tampoco, don. Bueno, sería guapa, pero que ánimos tendría Ambrosio para pensar en mujeres con ese ritmo matador de trabajo, la cabeza sólo le daba para soñar con el día libre que se pasaba tumbado en la cama, recuperándose de las malas noches. Ludovico era distinto, desde que pasó a cuidar a don Cayo se sentía importantísimo, ahora sí que entraría al escalafón, negro, y entonces jodería a los que lo jodían a él por ser un simple contratado. La gran aspiración de su vida, don. Esas noches, si no hablaba de la señora, era de eso: tendría sueldo fijo, chapa, vacaciones, en todas partes lo respetarían y quién no vendría a proponerle algún negocito. No, Ambrosio nunca había querido hacer carrera en la policía, don, a él eso le fregaba más bien, por el aburrimiento de las esperas. Conversaban, fumaban, a eso de la una o dos se morían de sueño, en invierno de frío, cuando comenzaba a amanecer se mojaban la cara en el pilón del jardín, y veían a las sirvientas que salían a comprar pan, los primeros autos, el olor fuerte del pasto se les metía a las narices y se sentían aliviados porque don Cayo no tardaría. Cuándo cambiará la suerte y tendré vida normal, pensaba Ambrosio. Y gracias a usted había cambiado y ahora por fin la tenía, don.
LA señora se pasó la mañana en bata, un cigarrito tras otro, oyendo las noticias. No quiso almorzar, sólo tomó un café cargado y se fue en un taxi. Poco después salieron Carlota y Símula. Amalia se echó vestida en la cama. Sentía un gran cansancio, le pesaban los párpados, y cuando despertó era de noche. Se incorporó y sentada, trató de recordar lo que había soñado: con él pero no se acordaba qué, sólo que mientras soñaba pensaba que dure, no termines. O sea que el sueño te gustaba, bruta. Se estaba lavando la cara cuando la puerta del baño se abrió de golpe: Amalia, Amalia, había revolución. A Carlota se le salían los ojos, qué pasaba, qué habían visto. Policías con fusiles y ametralladoras, Amalia, soldados por todas partes. Amalia se peinaba, se ponía el mandil y Carlota daba saltos, pero dónde, pero qué. En el Parque Universitario, Amalia, Carlota y Símula estaban bajando del ómnibus cuando habían visto la manifestación. Muchachos, muchachas, cartelones, Libertad, Libertad, A-re-qui-pa, A-re-qui-pa, que renuncie Bermúdez, y de puro tontas se habían puesto a mirar. Centenares, miles, y de repente aparecieron los policías, el Rochabús, camiones, jeeps, y la Colmena se había llenado de humo, chorros de agua, carreras, gritos, pedradas y en eso la caballería. Y ellas ahí, Amalia, ellas en medio sin saber qué hacer. Se habían apretado contra un portón, abrazadas, rezando, el humo las hacía estornudar y llorar, pasaban tipos gritando muera Odría y habían visto cómo apaleaban a los estudiantes y las pedradas que les llovían a los policías. Qué iba a pasar, qué iba a pasar. Fueron a escuchar la radio y Símula tenía los ojos irritados y se persignaba: de la que se habían librado, ay Jesús. La radio no decía nada, cambiaban de estación y anuncios, música, preguntas y respuestas, pedidos telefónicos.
A eso de las once vieron bajar a la señora del autito blanco de la señorita Queta, que partió ahí mismo.
Venía muy tranquila, qué hacían despiertas, era tardísimo. Y Símula: estaban oyendo la radio pero no decían nada de la revolución, señora. Qué revolución ni ocho cuartos, Amalia se dio cuenta que estaba tomadita, ya se había arreglado todo. Pero si ellas habían visto, señora, decía Carlota, la manifestación y los policías y todo, y la señora tontas, no había de qué asustarse. Había hablado por teléfono con el señor, les iban a dar un escarmiento a los arequipeños y mañana ya estaría todo en paz. Tenía hambre y Símula le hizo un churrasco: el señor no pierde la serenidad por nada, decía la señora, no vuelvo a preocuparme así por él. Apenas levantó la mesa, Amalia se fue a acostar. Ya está, había comenzado todo de nuevo, bruta, te habías amistado con él. Sentía una languidez suave, una flojera tibiecita. Cómo se llevarían ahora, ¿se pelearían de vez en cuando?, no iría más a casa de su amigo, que alquilara un cuartito, ahí podrían pasar los domingos. Se lo arreglarás bonito, bruta. Si pudiera conversar con Carlota y contarle. No, tenía que aguantarse las ganas hasta que volviera a ver a Gertrudis.
LANDA venía con los ojos rutilando, muy locuaz y oliendo a alcohol, pero apenas entró puso una cara de duelo: sólo podía quedarse un momento, qué tragedia. Se inclinó a besar la mano de Hortensia, pidió a Queta un besito en la mejilla amariconando la voz, y se dejó caer en el sillón entre ambas, declamando: una espina entre dos rosas, don Cayo. Estaba ahí, semicalvo, enfundado en un terno gris de línea impecable que disimulaba sus curvas, con una corbata granate, piropeando a Hortensia y a Queta y él pensó la seguridad, la desenvoltura que da la plata.
– La Comisión de Fomento se reúne a las nueve de la mañana, don Cayo, fíjese qué hora -dijo Landa, con una mueca tragicómica-. Y yo tengo que dormir ocho horas por receta médica. Qué lástima.
– Cuentos, senador -dijo Queta, alcanzándole un whisky-. La verdad es que tu mujer te tiene del pescuezo.
El senador Landa brindó por los dos primores que me rodean y también por usted, don Cayo. Bebió, paladeando, y se echó a reír.
– Soy hombre libre, ni las cadenas del matrimonio aguanto -exclamó-. Hijita, te quiero mucho, pero quiero conservar mi libertad de parranda, que en el fondo es la que más importa. Y ella entendió. Treinta años de casados y nunca me ha pedido cuentas. Ni una sola escena de celos, don Cayo.
– Y te has aprovechado de esa libertad a tu gusto -dijo Hortensia-. Cuéntanos tu última conquista, senador.
– Más bien les voy a contar algunos chistes contra el gobierno que acabo de oír en el Club -dijo Landa-. Vengan, sin que nos oiga don Cayo.
Se festejaba con sonoras carcajadas, que se mezclaban con las de Queta y Hortensia, y él festejaba también los chistes, la boca entreabierta y las mejillas fruncidas. Bueno, si el ilustre senador tenía que irse pronto, mejor comían de una vez. Hortensia partió hacia el repostero, seguida de Queta. Salud don Cayo, salud senador.
– Cada día más buena moza esa Queta -dijo Landa-. Y Hortensia ni se diga, don Cayo.
– Le estoy muy agradecido por el dictamen de su Comisión -dijo él-. Le di la noticia a Zavala, a mediodía. Sin usted, esos gringuitos no hubieran ganado la licitación.
– Aquí el que tiene que dar las gracias soy yo, por lo de "Olave" -dijo Landa, haciendo un gesto de olvídese-. Los amigos están para servirse unos a otros, no faltaba más.
Y él vio que el senador se distraía, su mirada se desviaba hacia Queta que venía contoneándose: nada de hablar de negocios ni de política aquí, estaba prohibido. Se sentó junto a Landa y él vio el pestañeo súbito, la resolana en las mejillas de Landa que adelantaba la cara y posaba un instante los labios en el cuello de Queta. No se iría, se iba a quedar, inventaría una mentira, se emborracharía y sólo a las tres o cuatro de la mañana se llevaría a Queta: acercó los pulgares sin vacilar y los ojos de ella estallaron como dos uvas. Lo excitaste, se quedó y por tu culpa hoy tampoco dormí: paga. Pasen a la mesa, dijo Hortensia, y él alcanzó todavía a sepultar la barra ígnea entre los muslos de Queta y a oír el chasquido de la carne chamuscada: paga. Durante toda la comida, Landa acaparó la conversación, con una versatilidad que aumentaba a cada copa de vino: chismes, chistes, anécdotas, piropos. Queta y Hortensia le preguntaban, le contestaban, lo celebraban, y él sonreía. Cuando se levantaron, Landa hablaba de una manera difusa y sobresaltada, quería que Queta y Hortensia dieran pitadas de su habano, se iba a quedar. Pero de pronto miró su reloj y la alegría se esfumó de su cara: las doce y media, con el dolor de su alma tenía que irse. Besó la mano de Hortensia, quiso besar a Queta en la boca pero ella ladeó la cara y le ofreció la mejilla. Él acompañó a Landa hasta la puerta de calle.
La movían, te está esperando, abrió los ojos, el chofer del señor de la otra vez, la cara burlona de Carlota: ahí en la esquina te estaba esperando. Apurada se vistió, ¿había estado el domingo con él?, se peinó, ¿por eso no había venido a dormir?, y oía atontada las risas, las preguntas de Carlota. Cogió la canasta del pan, salió y en la esquina estaba Ambrosio: ¿no había pasado nada aquí? La agarró del brazo, no quería que lo vieran, la hacía caminar muy rápido, estaba nervioso por ti, Amalia. Ella se paró, lo miró, ¿y qué podía pasar, de qué estaba nervioso?, pero él la obligó a seguir caminando: ¿no sabes que don Cayo ya no es Ministro? Estás soñando, dijo Amalia, ya se había arreglado todo, anoche la señora pero Ambrosio no, no, anoche lo habían sacado a don Cayo y a todos los ministros civiles y había un gabinete militar. ¿La señora no sabía nada? No, no sabría todavía, estaría durmiendo, la pobre se acostó creyendo que todo se estaba arreglando. Cogió a Ambrosio del brazo: ¿y qué le iba a pasar al señor ahora? No sabía qué le iría a pasar, pero con dejar de ser Ministro ya le había pasado bastante ¿no? Amalia entró a la panadería sola, pensando tenía miedo por, vino por, te quiere. Al salir ella lo agarró del brazo, ¿y cómo se había venido a San Miguel, diciéndole qué a don Fermín? Don Fermín se había escondido, tenía miedo que lo metieran preso, la policía había estado vigilando su casa, estaba en el campo. Y Ambrosio feliz, Amalia, mientras estuviera escondido podrían verse más. La arrinconó contra un garaje, ahí no podían verlos desde la casa, le juntó el cuerpo y la abrazó. Amalia se empinó para llegar hasta su oído: ¿tenías miedo de que me pasara algo a mí? Sí, lo oyó que se reía, ahora ella se sobraría con él. Y Amalia: ahora sería mejor que la otra vez ¿no?, ya no se pelearían ¿no? Y Ambrosio: no, ahora no. La acompañó hasta la esquina, al despedirse le recomendó si las muchachas me han visto invéntales alguna mentira, que había venido a traer un encargo, que me conoces apenas.
ESPERÓ que el automóvil de Landa arrancara y volvió a la casa. Hortensia se había sacado los zapatos y canturreaba, apoyada contra el bar; gracias a Dios que se fue el vejete, dijo Queta, desde el sillón. Se sentó, recobró su vaso de whisky y bebió, despacio, mirando a Hortensia que ahora bailaba en el sitio. Tomó el último trago, miró su reloj, y se puso de pie. Tenía que irse, también. Subió al dormitorio y, en la escalera, sintió que Hortensia dejaba de cantar y venía tras él.
Queta se rió. ¿No podía quedarse?, se le acercó Hortensia por detrás y sintió su mano en el brazo, su voz mimosa, ebria ya, esta semana no te he visto una sola vez. Para el diario, dijo él, poniendo unos billetes sobre el tocador: no podía, tenía que hacer desde temprano. Se volvió, los ojos casi líquidos de Hortensia, su expresión cariñosa e idiota, y le pasó la mano por la mejilla, sonriéndole: estaba muy ocupado con el viaje del Presidente, vendría mañana quizás. Cogió el maletín y bajó la escalera, con Hortensia prendida de su brazo, oyéndola ronronear como una gata excitada, sintiéndola insegura, casi tambaleante. Tendida en el sofá grande, Queta balanceaba en el aire su vaso a medio llenar, y vio sus ojos que se volvían a mirarlos, burlones. Hortensia lo soltó, corrió torpemente, se echó en el sofá.
– Se quiere mandar mudar, Quetita -su voz dulzona y cómica, sus pucheros teatrales-. No me quiere ya.
– Qué te importa -Queta se ladeó en el sillón, abrió los brazos, abrazó á Hortensia-. Que se vaya, chola, yo te voy a consolar.
Oyó la risita desafiante de Hortensia, la vio estrecharse contra Queta y pensó: siempre lo mismo. Riéndose, jugando, dejándose ganar por el juego, las dos se abrazaban, soldadas en el sofá que sus cuerpos rebalsaban, y él veía sus labios picoteándose, apartándose y uniéndose entre risas, sus pies que se trenzaban. Las observaba desde el último escalón, fumando, una media sonrisa benévola en la boca, sintiendo en los ojos una súbita indecisión, en el pecho un brote de cólera. De pronto, con un gesto de derrota, se dejó caer en el sillón, y soltó el maletín que resbaló al suelo.
– Mentira lo de las ocho horas de sueño, lo de la Comisión de Fomento -pensó, apenas consciente de que también hablaba-. Estará ahora en el Club, apostando. Quería quedarse, pero su vicio fue más fuerte.
Ellas se hacían cosquillas, daban grititos exagerados, se secreteaban y sus estremecimientos, manotazos y disfuerzos las acercaban a la orilla del sofá. No llegaban a caer: adelantaban y retrocedían, empujándose, sujetándose, siempre con risas. Él no les quitaba la vista, la cara fruncida, los ojos entrecerrados pero alertas. Sintió la boca reseca.
– El único vicio que no entiendo -pensó, en voz alta-. El único que resulta estúpido en un hombre que tiene la plata de Landa. ¿Jugar para tener más, para perder lo que tiene? Nadie está contento, siempre falta o sobra algo.
– Míralo, está hablando solo -Hortensia alzó la cara del cuello de Queta y lo señaló-. Se volvió loco. Ya no se va, míralo.
– Sírveme una copa -dijo él, resignado-. Ustedes son mi ruina.
Sonriendo, murmurando algo entre dientes, Hortensia fue hacia el bar, tropezando, y él buscó los ojos de Queta y le señaló el repostero: cierra esa puerta, las sirvientas estarían despiertas. Hortensia le trajo el vaso de whisky y se sentó en sus rodillas. Mientras bebía, reteniendo el líquido en la boca, paladeándolo con los ojos cerrados, sentía el brazo desnudo de ella alrededor de su cuello, su mano que lo despeinaba, y oía su incoherente, tierna voz: cayito mierda, cayito mierda. El fuego de la garganta era soportable, hasta grato. Suspiró, apartó a Hortensia, se levantó y subió las escaleras sin mirarlas. Un fantasma que tomaba cuerpo de repente y saltaba sobre uno por la espalda y lo tumbaba: así le habría pasado a Landa, así a todos. Entró al dormitorio y no encendió la luz. Avanzó a tientas hasta el sillón del tocador, sintió su propia risita disgustada. Se quitó la corbata, el saco, y se sentó. La señora Heredia estaba abajo, iba a subir.
Rígido, inmóvil, esperó que subiera.
– ¿SIENTES angustia por la hora? -dice Santiago-. No te preocupes. Un amigo me dio una receta infalible contra eso, Ambrosio.
– Mejor nos quedamos aquí -dijo el Chispas-. Ahí hay puro borracho. Si bajamos le dirán algo a la Teté y habrá trompadas.
– Entonces pega un poquito más el auto -dijo la Teté-. Quiero ver a los que bailan.
El Chispas acercó el auto a la vereda y ellos pudieron ver, desde el asiento, los hombros y caras de las parejas que bailaban en “El Nacional”; oían los timbales, las maracas, la trompeta, y al animador anunciando a la mejor orquesta tropical de Lima. Al callar la música, oían el mar a sus espaldas, y si se volvían, divisaban por sobre la barandilla del Malecón la espuma blanca, la reventazón de las olas. Había varios automóviles estacionados frente a los restaurantes y bares de La Herradura. La noche estaba fresca, con estrellas.
– Me encanta que nos veamos a escondidas -dijo la Teté, riéndose-. Me parece que estamos haciendo algo prohibido. ¿A ustedes no?
– A veces el viejo sé viene a dar sus vueltas por aquí, de noche -dijo el Chispas-. Sería graciosísimo que nos pescara aquí a los tres.
– Nos mataría si supiera que nos vemos contigo -dijo la Teté.
– Se pondría a llorar de emoción al ver al hijo pródigo -dijo el Chispas.
– Ustedes no me creen, pero me voy a presentar en la casa en cualquier momento -dijo Santiago-. Sin avisarles. La semana próxima, a lo mejor.
– Claro que te voy a creer, hace meses que nos cuentas el mismo cuento -y la cara de la Teté se iluminó-: Ya sé, ya se me ocurrió. Vamos ahora mismo a la casa, amístate hoy con los papás.
– Ahora no, otro día -dijo Santiago-. Además, no quiero ir con ustedes, sino solo, para que haya menos melodrama.
– No vas a ir nunca a la casa y te voy a decir por qué -dijo el Chispas- Estás esperando que el viejo vaya a tu pensión, a pedirte perdón no sé de qué y a rogarte que vuelvas.
– Ni siquiera cuando el desgraciado de Bermúdez lo perseguía fuiste, ni siquiera en su cumpleaños lo llamaste -dijo la Teté-. Qué desgraciado eres, supersabio.
– Estás loco si crees que el viejo te va a ir a llorar -dijo el Chispas-. Te largaste de puro loco y los viejos están resentidos con toda razón. El que tiene que ir a pedirles perdón eres tú, conchudo.
– ¿Vamos a seguir hablando todas las veces de lo mismo? -dijo Santiago. Cambien de tema, por favor. ¿Cuándo te casas con Popeye, Teté?
– Qué te pasa, idiota -dijo la Teté. Ni siquiera estoy con él. Sólo es un amigo.
– Leche de magnesia y un polvo cada semana, Zavalita -dijo Carlitos-. Con el estómago limpio y la paloma al día no hay angustia que resista. Una receta infalible, Zavalita.
EN la casa, Carlota vino a su encuentro, atolondrada: el señor ya no era Ministro, lo estaba diciendo la radio, lo habían cambiado por un militar. ¿Ah, sí?, disimulaba Amalia poniendo los panes en la panera, ¿y la señora? Estaba enojadísima, Símula acababa de subirle los periódicos y había dicho unas lisuras que se oyeron hasta aquí. Amalia le llevó la jarrita de café, el jugo de naranja y las tostadas, y desde la escalera oyó el tic-tac de Radio Reloj. La señora estaba a medio vestir, los periódicos regados por la cama deshecha, en vez de contestarle los buenos días le ordenó sólo café puro, con una cólera. Le alcanzó la taza, la señora tomó un traguito y puso la taza de nuevo en la bandeja. Amalia la seguía del closet al cuarto de baño al tocador, para que tomara su café mientras se vestía, veía la mano que le temblaba tanto, la raya de las cejas se le torcía, y ella temblaba también, oyéndola: esos ingratos, si no fuera por el señor a Odría y a esos ladrones hacía rato que se los habría cargado la trampa. Ahora quería ver qué harían sin él esos sinvergüenzas, el lápiz de labios se le escapó de las manos, derramó el café dos veces, sin él no durarían ni un mes. Salió del cuarto sin acabar de maquillarse, llamó un taxi y, mientras esperaba, se mordía los labios y de repente una palabrota. Apenas partió, Símula encendió la radio, estuvieron oyendo todo el día. Hablaban del gabinete militar, contaban las vidas de los nuevos ministros, pero en ninguna estación lo nombraban al señor. Al anochecer Radio Nacional dijo que había terminado la huelga de Arequipa, mañana se abrirían los colegios, la Universidad y las tiendas y Amalia se acordó del amigo de Ambrosio: había ido allá, a lo mejor lo habían matado. Símula y Carlota comentaban las noticias y ella las oía, distrayéndose a ratos, pensando en Ambrosio: se asustó por, vino por, tí. A lo mejor ahora que ya no estaba en el gobierno se viene a vivir aquí, decía Carlota, y Símula sería una gran desgracia para nosotras, y Amalia pensó: ¿si lo habían, tendría algo de malo que Ambrosio arrendara el cuartito para ellos dos? Sí, sería aprovecharse de una desgracia. La señora volvió tarde, con la señorita Queta y la señorita Lucy. Se sentaron en la sala y mientras Símula preparaba la comida, Amalia escuchaba a las señoritas consolando a la señora: lo habían sacado para que se acabara la huelga pero seguiría mandando desde su casa, era el hombre fuerte, Odría le debía todo a él. Pero ni siquiera me ha llamado, decía la señora, paseándose, y ellas estaría en reuniones, discusiones, ya llamaría, a lo mejor esta misma noche vendría. Se tomaban sus whiskicitos y al sentarse a la mesa ya se reían y hacían bromas.
A eso de la medianoche la señorita Lucy se fue.
Llegó primero Hortensia, sin ruido: vio su silueta en el umbral, vacilando como una llama, y la vio tantear en la penumbra y encender la lamparilla de pie.
Surgió el cubrecama negro en el espejo que tenía al frente, la cola encrespada del dragón animó el espejo del tocador y oyó que Hortensia comenzaba a decir algo y se le enredaba la voz. Menos mal, menos mal.
Venía hacia él haciendo equilibrio y su cara extraviada en una expresión idiota se borró cuando entró a la sombra del rincón donde estaba él. La atajó con una voz que oyó difícil y ansiosa: ¿y la loca, se había ido ya la loca? En vez de seguir hacia él la silueta de Hortensia se desvió y avanzó zigzagueando hasta la cama, donde se desplomó con suavidad. Allí le daba a medias la luz, vio su mano que se alzaba para señalarle la puerta, y miró: Queta había llegado sigilosamente también. Su larga figura de formas llenas, su cabellera rojiza, su postura agresiva. Y oyó a Hortensia: no quería nada con ella; te llamaba a ti Quetita, a ella la basureaba y sólo pregunta por ti. Si fueran mudas, pensó, y empuñó decidido la tijera, un solo tajo silencioso, taj, y vio las dos lenguas cayendo al suelo. Las tenía a sus pies, dos animalitos chatos y rojos que agonizaban manchando la alfombra. En su oscuro refugio se rió y Queta que seguía en el umbral como esperando una orden, también se rió: ella no quería nada con cayito mierda, chola, ¿no quería irse, no se iba a largar? Que se fuera nomás, no lo necesitaban y él con infinita angustia pensó: no está borracha, ella no. Hablaba como una mediocre actriz que además ha comenzado a perder la memoria y recita despacio, miedosa de olvidar el papel. Adelante, señora Heredia, murmuró, sintiendo una invencible decepción, una ira que le turbaba la voz. La vio moverse, avanzar simulando inseguridad, y oyó a Hortensia ¿lo oíste, tú conoces a esa mujer, Quetita? Queta se había sentado junto a Hortensia, ninguna miraba hacia su rincón y él suspiró. No lo necesitaban, chola, que se fuera donde esa mujer: por qué fingía, por qué hablaba, táj.
No movía la cara, sólo sus ojos giraban de la cama al espejo del closet al de la pared a la cama y sentía el cuerpo endurecido y todo los nervios alertas como si de los almohadones del silloncito pudieran brotar de pronto clavos. Ellas ya habían comenzado a desnudarse una a la otra y a la vez se acariciaban, pero sus movimientos eran demasiado vehementes para ser ciertos, sus abrazos demasiado rápidos o lentos o estrechos, y demasiada súbita la furia conque sus bocas se embestían y él las mato si, las mataba si. Pero no se reían: se habían tendido, entreverado, todavía a medio desnudar, al fin calladas, besándose, sus cuerpos frotándose con una demorada lentitud. Sintió que su furia disminuía, las manos mojadas de sudor, la presencia amarga de la saliva en la boca. Ahora estaban quietas, presas en el espejo del tocador, una mano sobre los imperdibles de un sostén, unos dedos estirándose bajo una enagua, una rodilla acuñada entre dos muslos. Esperaba, tenso, los codos aplastados contra los brazos del sillón. No se reían, sí se habían olvidado de él, no miraban hacia su rincón y tragó la saliva. Pareció que despertaban, que de pronto fueran más, y sus ojos iban rápidamente de un espejo a otro espejo y a la cama para no perder a ninguna de las figurillas diligentes, sueltas, hábiles que desabotonaban un tirante, enrollaban una media, deslizaban un calzón, y se ayudaban y jalaban y no hablaban. Las prendas iban cayendo a la alfombra y una ola de impaciencia y de calor llegó hasta su rincón. Ya estaban desnudas y vio a Queta, arrodillada, dejándose caer blandamente sobre Hortensia hasta cubrirla casi enteramente con su gran cuerpo moreno, pero saltando del techo al cubrecama al closet todavía alcanzaba a divisarla fragmentada bajo la sólida sombra tendida sobre ella: un pedazo de nalga blanca, un pecho blanco, un pie blanquísimo, unos talones, y sus cabellos negros entre los alborotados rojizos de Queta, que había empezado a mecerse. Las oía respirar, jadear, sentía el suavísimo crujido de los resortes, y vio las piernas de Hortensia desprenderse de las de Queta y elevarse y posarse sobre ellas, vio el brillo creciente de las pieles y ahora podía también oler. Sólo las cinturas y nalgas se movían, en un movimiento profundo y circular, en tanto que la parte superior de sus cuerpos permanecían soldados e inmóviles. Tenía las ventanillas de la nariz muy abiertas y aun así faltaba aire; cerró y abrió los ojos, aspiró por la boca con fuerza y le parecía que olía a sangre manando, a pus; a carne en descomposición, y oyó un ruido y miró. Queta estaba ahora de espaldas y Hortensia se veía pequeñita y blanca, ovillada, su cabeza inclinándose con los labios entreabiertos y húmedos entre las piernas oscuras viriles que se abrían. Vio desaparecer su boca, sus ojos cerrados que apenas sobresalían de la mata de vellos negros y sus manos desabotonaban su camisa, arrancaban la camiseta, bajaban su pantalón, y jalaban la correa con furia. Fue hacia la cama con la correa en alto, sin pensar, sin ver, los ojos fijos en la oscuridad del fondo, pero sólo llegó a golpear una vez: unas cabezas que se levantaban, unas manos que se prendían de la correa, jalaban y lo arrastraban. Oyó una lisura, oyó su propia risa. Trató de separar los dos cuerpos que se rebelaban contra él y se sentía empujado, aplastado, sudado, en un remolino ciego y sofocante, y oía los latidos de su corazón: Un instante después sintió el agujazo en las sienes y como un golpe en el vacío. Quedó un momento inmóvil, respirando hondo, y luego se apartó de ellas, ladeando el cuerpo, con un disgusto que sentía crecer cancerosamente. Permaneció tendido, los ojos cerrados, envuelto en una modorra confusa, sintiendo oscuramente que ellas volvían a mecerse y a jadear.
Por fin se levantó, mareado, y sin mirar atrás pasó al cuarto de baño: dormir más.
– ¿Y Tú cuándo te vas a casar, Chispas? -dijo Santiago.
El mozo se acercó al automóvil, colocó la bandeja en la ventanilla. El Chispas sirvió la Coca-cola de la Teté, las cervezas de ellos.
– Quisiera casarme ya, pero ahora está difícil, por el trabajo -dijo, soplando la espuma de su vaso-. Bermúdez nos dejó casi en la quiebra. Las cosas recién empiezan a componerse; y no puedo dejarlo solo al viejo. Hace años que trabajo sin tomar vacaciones. Quisiera viajar un poco. Me voy a desquitar en la luna de miel, conoceré lo menos cinco países.
– En la luna de miel estarás tan ocupado que no tendrás tiempo de ver nada -dijo Santiago.
– Déjate de vulgaridades delante de la mocosa -dijo el Chispas.
– Cuéntame qué tal es la famosa Cary, Teté -dijo Santiago.
– Ni chicha ni limonada -dijo la Teté, riéndose-. Una desteñida de la Punta, que no abre la boca.
– Es una muchacha formidable, nos entendemos muy bien -dijo el Chispas-. Un día de éstos te la voy a presentar, supersabio. Yo la hubiera traído una de estas veces, pero, no sé, hombre, ¿no ves que a todos nos creas problemas con tus tonterías?
– ¿Sabe que no vivo en la casa? -dijo Santiago-. ¿Qué le has contado?
– Que eres medio loco -dijo el Chispas-. Que te peleaste con el viejo y te mandaste mudar. Ni siquiera le he contado que la Teté y yo te vemos a escondidas, porque de repente se le escapa en la casa.
– Siempre estás preguntándonos qué hacemos, pero nunca nos cuentas nada de ti -dijo la Teté. Así no vale.
– Le gusta hacerse el misterioso, pero conmigo estás fregado, supersabio -dijo el Chispas-. Si no me cuentas lo que haces, allá tú. Yo no te pregunto nada.
– Pero yo me muero de curiosidad -dijo la Teté-. Anda, supersabio, cuéntame algo.
– Si lo único que haces es ir de la pensión al periódico y del periódico a la pensión, a qué hora vas a San Marcos -dijo el Chispas-. Nos cuentas cada cuentanazo. Es mentira que estés yendo a la Universidad.
– ¿Tienes enamorada? -dijo la Teté-. No me vas a hacer creer que no sales con chicas.
– Sólo para demostrar que no es como los demás, acabará casándose con una negra, china o india -se rió el Chispas-. Ya verás, Teté.
– Al menos cuéntanos qué amigos tienes, anda -dijo la Teté-. ¿Siempre comunistas?
– Ha pasado de los comunistas a los crápulas -se rió el Chispas-. Tiene un amigo en Chorrillos que parece salido del Frontón. Una cara de forajido y un tufo que marea.
– Si el periodismo no te gusta, no sé qué esperas para amistarte con el papá y venir a trabajar con él -dijo la Teté.
– Los negocios me gustan menos que el periodismo -dijo Santiago-. Eso está bien para el Chispas.
– Si no vas a ser abogado, ni quieres hacer negocios; nunca vas a tener plata -dijo la Teté.
– El problema es que tampoco quiero tener plata -dijo Santiago-. Además, para qué. El Chispas y tú serán millonarios; ustedes me darán cuando me haga falta.
– Estás en tu noche -dijo el Chispas-. ¿Se puede saber qué tienes contra la gente que quiere ganar plata?
– Nada, simplemente que yo no quiero ganar plata -dijo Santiago.
– Bueno, eso es lo más fácil del mundo -dijo el Chispas.
– Antes de que peleen vamos a comer unos pollos -dijo la Teté-. Me muero de hambre.
A LA mañana siguiente se despertó antes que Símula. Eran sólo las seis en el reloj de la cocina, pero el cielo ya estaba claro y no hacía frío. Barrió su cuarto y tendió la cama con toda calma, como siempre estuvo midiendo el agua de la ducha con el pie un buen rato y acabó entrando a poquitos; se jabonó sonriendo, acordándose de la señora: las patitas, las tetitas, el potito. Salió y Símula, que preparaba el desayuno, la mandó a despertar a Carlota. Desayunaron y a las siete y media fue a comprar los periódicos. El muchacho del quiosco la estuvo fastidiando y en vez de responderle una malacrianza se bromeó un rato con él.
Se sentía de buen humor, sólo faltaban tres días para el domingo. Querían que las despertaran temprano, dijo Símula, súbeles el desayuno de una vez. Sólo en la escalera vio la fotografía del periódico. Tocó la puerta varias veces, la voz dormida de la señora ¿sí?, y entró hablando: había una foto del señor en “La Prensa”, señora. En la semioscuridad una de las dos formas de la cama se enderezó, se encendió la lamparita del velador. La señora se echó los cabellos atrás y mientras ella colocaba la bandeja en la silla y la aderezaba a la cama, la señora miraba el periódico.
¿Le abría la cortina, señora?, pero ella no contestó: pestañeaba, los ojos clavados en la fotografía. Por fin, sin mover la cabeza, estiró una mano y remeció a la señorita Queta.
– Qué quieres -se quejaron las sábanas-. Déjame dormir, es medianoche.
– Se mandó mudar, Queta -la remecía con furia, miraba asombrada el periódico-. Se largó, se mandó mudar.
La señorita Queta se incorporó, se frotaba los ojos hinchados con las dos manos, se inclinó a mirar, y Amalia como siempre sintió vergüenza al verlas así tan juntas, sin nada.
– Al Brasil -repetía la señora, con voz espantada-. Sin venir, sin llamar. Se largó sin decirme una palabra, Queta.
Amalia llenaba las tazas, trataba de leer pero sólo veía los pelos negros de la señora, los colorados de la señorita Queta, se había ido, qué iba a pasar.
– Bueno, habrá tenido que partir de urgencia -decía la señorita Queta, tapándose el pecho con la sábana-. Ahora te mandará el pasaje. Te habrá dejado alguna carta, seguro.
La señora se había desencajado y Amalia veía cómo le temblaba la boca, la mano que sujetaba el periódico lo iba arrugando: el desgraciado ése, Queta, sin telefonear, sin dejarle un centavo, y sollozó. Amalia dio media vuelta y salió del cuarto: no te pongas así, chola, oía, mientras bajaba volando las gradas para contarles a Carlota y a Símula.
SE enjuagó la boca, limpió su cuerpo con minucia, se friccionó el cerebro con una toalla empapada en colonia. Se vistió muy despacio, la mente en blanco y un zumbido delicado en las orejas. Volvió al dormitorio y ellas se habían cubierto con las sábanas. Distinguió en la penumbra las cabelleras en desorden, las manchas de rouge y rimmel en las caras saciadas, el sosiego adormecido de sus ojos. Queta se había encogido ya para dormir, pero Hortensia lo miraba.
– ¿No vas a quedarte? -su voz era desinteresada y opaca.
– No hay sitio -dijo él, desde la puerta, y le sonrió antes de salir-. Vendré mañana, quizás.
Bajó la escalera de prisa, recogió el maletín de la alfombra, salió a la calle. Sentados en el muro del jardín, Ludovico y Ambrosio conversaban con los guardias de la esquina. Al verlo se callaron y pusieron de pie.
– Buenas noches -murmuró, alcanzando un par de libras a los guardias-. Tómense algo contra el frío.
Entrevió apenas sus sonrisas, oyó sus gracias y entró al auto: a Chaclacayo. Apoyó la cabeza en el respaldo, se subió las solapas, ordenó que cerraran las ventanillas de adelante. Oía, inmóvil, el rumor de la charla de Ambrosio y Ludovico, y de cuando en cuando abría los ojos y reconocía calles, plazas, la oscura carretera: todo zumbaba en su cabeza, monótonamente. Dos reflectores cayeron sobre el automóvil cuando éste se detuvo. Oyó órdenes y buenas noches, divisó las siluetas de los guardias que abrían el portón. ¿A qué hora mañana, don Cayo?, dijo Ambrosio. A las nueve.
Las voces de Ambrosio y Ludovico se perdieron á su espalda, y desde la entrada de la casa, divisó siluetas retirando la tranquera del garaje. Estuvo sentado en el escritorio unos minutos, tratando de anotar en su libreta los asuntos del día siguiente. En el comedor se sirvió un vaso de agua helada y subió al dormitorio a pasos lentos, sintiendo temblar el vaso en su mano. Las pastillas para dormir estaban en la repisa del baño, junto a la máquina de afeitar. Tomó dos, con un largo trago de agua. A oscuras dio cuerda al reloj y puso el despertador a las ocho y media. Se subió las sábanas hasta el mentón. La sirvienta había olvidado cerrar las cortinas y el cielo era un cuadrado negro salpicado de brillos diminutos. Las pastillas demoraban entre diez y quince minutos en traer el sueño. Se había acostado a las tres y cuarenta y las agujas fosforescentes del despertador marcaban las cuatro menos cuarto. Unos cinco minutos de desvelo todavía.