CUATRO

I

– ¿LAS Binbambún? -dice Ambrosio-. Nunca las vi. ¿Por qué me lo pregunta, niño?

Piensa: Ana, la Polla, las Binbambún, los amores de tigre de Carlitos y la China, la muerte del viejo, la primera cana: dos, tres, diez años, Zavalita. ¿Habían sido los cabrones de Última Hora los primeros en explotar la Polla como noticia? No, habían sido los de La Prensa. Era una apuesta nueva y al principio los aficionados a las carreras seguían fieles a las dupletas. Pero un tipógrafo acertó un domingo nueve de los diez caballos ganadores y obtuvo los cien mil soles de la Polla. “La Prensa” lo entrevistó: sonreía entre sus familiares, brindaba en torno a una mesa crispada de botellas, se arrodillaba ante la imagen del Señor de los Milagros. A la semana siguiente el juego de la Polla duplicó y la Última Hora, fotografió en primera plana a dos comerciantes iqueños enarbolando eufóricos la cartilla premiada, y a la siguiente, los cuatrocientos mil soles del premio los ganó, solo, un pescador del Callao que había perdido un ojo de joven en una riña de bar. La apuesta siguió creciendo y en los periódicos comenzó la cacería de los triunfadores.

Arispe destacó a Carlitos para cubrir la información de la Polla y al cabo de tres semanas "La Crónica" había perdido todas las primicias: Zavalita, tendrá que encargarse usted, Carlitos no da pie con bola. Piensa: si no hubiera sido por la Polla no habría habido ningún accidente y a lo mejor seguirías soltero, Zavalita.

Pero estaba contento con esa comisión; no había mucho que hacer, y, gracias a lo invertebrado del trabajo, podía robarle muchas horas al diario. Los sábados en la noche debía montar guardia en la oficina central del Jockey Club para averiguar a cuánto ascendían las apuestas, y en la madrugada del lunes ya se sabía si el ganador de la Polla era uno o varios y en qué oficina se había vendido la cartilla premiada. Se iniciaba entonces la búsqueda del afortunado. Los lunes y los martes llovían las llamadas a la redacción de dateros oficiosos y había que estar yendo de un lado a otro en la camioneta, con Periquito, verificando los rumores.

– Por la pintarrajeada ésa que está ahí -dice Santiago-. Se parece a una de las Binbambún que se llamaba Ada Rosa.

Con el pretexto de rastrear la pista a presuntos ganadores de la Polla, podías ausentarte del periódico, Zavalita, meterse a algún cine, ir al Patio y al Bransa a tomar un café con gente de otros diarios, o acompañar a Carlitos a los ensayos de la compañía de mamberas que estaba formando el empresario Pedrito Aguirre y en la que bailaba la China. Piensa: las Binbambún.

Hasta entonces sólo había estado enamorado, piensa, pero desde entonces infectado, intoxicado de la China.

Por ella hacía publicidad a las Binbambún escribiendo espontáneas crónicas artístico-patrióticas que deslizaba en la página de espectáculos: ¿por qué teníamos que contentarnos con esas mamberas cubanas y chilenas que eran artistas de segunda, habiendo en el Perú muchachas tan capaces de convertirse en estrellas? Por ella se: zambullía resueltamente en el ridículo: sólo les faltaba la oportunidad y el apoyo del público, era una cuestión de prestigio nacional, todos al estreno de las Binbambún. Con Norwin, con Solórzano, con Periquito iban al Teatro Monumental a ver los ensayos y ahí estaba la China, Zavalita, su cuerpo cimarrón de fieras nalgas, su llamativa cara pícara, sus ojos malvados, su voz ronca. Desde la desierta platea polvorienta y con pulgas, la veían discutir con Tabarín, el coreógrafo marica, y la perseguían en el remolino de siluetas del escenario, aturdidos de mambo, de rumba, de huaracha y de subi: es la mejor de todas Carlitos, bravo Carlitos. Cuando las Binbambún comenzaron a presentarse en teatros y cabarets, la foto de la China aparecía cuando menos una vez por semana en la columna de espectáculos, con leyendas que la ponían por las nubes. A veces, después de las funciones, Santiago acompañaba a Carlitos y a la China a comer al Parral, a tomar una copa en algún bar de aire luctuoso. Durante esa época, la pareja se había llevado muy bien, y una noche en el Negro-Negro Carlitos puso la mano en el brazo de Santiago: ya pasamos la prueba difícil, Zavalita, tres meses sin tormentas, cualquier día me caso con ella. Y otra noche, borracho: estos meses he sido feliz, Zavalita. Pero los líos recomenzaron cuando la Compañía de las Binbambún se disolvió y la China empezó a bailar en "El Pingüino", una boite que abrió Pedrito Aguirre en el centro. En las noches, al salir de “La Crónica”, Carlitos arrastraba a Santiago por los portales de la Plaza San Martín, por Ocoña, hasta el viscoso recinto tétricamente decorado de "El Pingüino". Pedrito Aguirre no les cobraba consumo mínimo, les rebajaba las cervezas y les aceptaba vales. Desde el Bar, observaban a los experimentados piratas de la noche limeña tomar al abordaje a las mamberas.

Les mandaban papelitos con los mozos, las sentaban en sus mesas. Algunas veces, cuando llegaban, la China ya había partido y Pedrito Aguirre daba una palmada fraternal a Carlitos: se había sentido mal, se fue acompañando a Ada Rosa, le avisaron que su madre está en el hospital. Otras, la encontraban en una velada mesa del fondo, escuchando las risotadas de algún príncipe de la bohemia, ovillada en las sombras junto a algún elegante maduro de patillas canosas, bailando apretada en los brazos de un joven apolíneo. Y ahí estaba la cara demudada de Carlitos: su contrato la obliga a atender a los clientes Zavalita, o en vista de las circunstancias vámonos al bulín Zavalita, o sólo sigo con ella por masoquismo Zavalita. Desde entonces, los amores de Carlitos y la China habían vuelto al carnicero ritmo anterior de reconciliaciones y rupturas, de escándalos y pugilatos públicos. En los entreactos de su romance con Carlitos, la China se exhibía con abogados millonarios, adolescentes de buen apellido y semblante rufianesco y comerciantes cirrosos. Acepta lo que venga con tal que sean padres de familia, decía venenosamente Becerrita, no tiene vocación de puta sino de adúltera. Pero esas aventuras sólo duraban pocos días, la China acababa siempre por llamar a “La Crónica”. Ahí las sonrisas irónicas de la redacción, los guiños pérfidos sobre las máquinas de escribir, mientras Carlitos, la cara ojerosa besando el teléfono, movía los labios con humildad y esperanza. La China lo tenía en la bancarrota total, se andaba prestando dinero de medio mundo y hasta la redacción llegaban cobradores con vales suyos. En el Negro-Negro le cancelaron el crédito, piensa, a ti te estaría debiendo lo menos mil soles, Zavalita.

Piensa: veintitrés, veinticuatro, veinticinco años. Recuerdos que reventaban como esos globos de chicle que hacía la Teté, efímeros como los reportajes de la Polla cuya tinta habría borrado el tiempo, Zavalita, inútiles como las carillas aventadas cada noche a los basureros de mimbre.

– Qué va a ser una artista ésa -dice Ambrosio-. Se llama Margot y es una polilla más conocida que la ruda. Todos los días cae por “La Catedral”.

QUETA estaba haciendo tomar al gringo de lo lindo: whisky tras whisky para él y para ella copitas de vermouth (que eran té aguado). Te conseguiste una mina de oro, le había dicho Robertito, ya llevas doce fichas. Queta sólo entendía pedazos confusos de la historia que el gringo le venía contando con risotadas y mímica. Un asalto a un banco o a una tienda o a un tren que él había visto en la vida real o en el cine o leído en una revista y que, ella no comprendía por qué, le provocaba una sedienta hilaridad. La sonrisa en la cara, una de sus manos rodeando el cuello pecoso, Queta pensaba mientras bailaban ¿doce fichas, nada más? Y en eso asomó Ivonne tras la cortina del Bar, hirviendo de rimmel y de colorete. Le guiñó un ojo y su mano de garras plateadas la llamó. Queta acercó la boca al oído de vellos rubios: ya vuelvo, amor, espérame, no te vayas con nadie. ¿What, qué, did you say?, dijo él risueño, y Queta apretó su brazo con afecto: ahorita, volvía ahorita. Ivonne la esperaba en el pasadizo, con la cara de las grandes ocasiones: uno importantísimo, Quetita.

– Está ahí en el saloncito; con Malvina -le examinaba el peinado, el maquillaje, el vestido, los zapatos-. Quiere que vayas tú también.

– Pero yo estoy ocupada -dijo Queta, señalando hacia el Bar-. Ese…

– Te vio desde el saloncito, le gustaste -reverberaron los ojos de Ivonne-. No sabes la suerte que tienes.

– ¿Y ése, señora? -insistió Queta-. Está consumiendo mucho y…

– Con guante de oro, como a un rey -susurró ávidamente Ivonne-. Que se vaya contento de aquí, contento de ti. Espera, déjame arreglarte, te has despeinado.

Lástima, pensó Queta, mientras los dedos de Ivonne revoloteaban en su cabeza. Y después, mientras avanzaba por el pasillo ¿un político, un militar, un diplomático? La puerta del saloncito estaba abierta y al entrar vio a Malvina arrojando su fustán sobre la alfombra. Cerró la puerta pero al instante ésta volvió a abrirse y entró Robertito con una bandeja; se deslizó por la alfombra doblado en dos, el rostro lampiño desplegado en una mueca servil, buenas noches. Colocó la bandeja en la mesita, salió sin enderezarse, y entonces Queta lo oyó:

– Tú también, buena moza, tú también. ¿No tienes calor?

Una voz sin emoción, reseca, ligeramente déspota y borracha.

– Qué apuro, amorcito -dijo, buscándole los ojos, pero no se los vio. Estaba sentado en el sillón sin brazos, bajo los tres cuadritos, parcialmente oculto por la sombra de esa esquina de la habitación donde no llegaba la luz de la lámpara en forma de colmillo de elefante.

– No le basta una, le gustan de a dos -se rió Malvina-. Eres un hambriento ¿no, amorcito? Un caprichosito.

– De una vez -ordenó él, vehemente y sin embargo siempre glacial-. Tú también, de una vez. ¿No te mueres de calor?

No, pensó Queta, y recordó con nostalgia al gringo del Bar. Mientras se desabotonaba la falda, veía a Malvina, desnuda ya: un rombo tostado y carnoso desperezándose en una pose que quería ser provocativa bajo el cono de luz de la lámpara y hablando sola. Parecía tomadita y Queta pensó: ha engordado. No le sentaba, se le caían los senos, ahorita la vieja la mandaría a tomar baños turcos al Virrey.

– Apúrate, Quetita -palmoteaba Malvina, riéndose-. El caprichosito no aguanta más.

– El malcriadito, dirás -murmuró Queta, enrollando despacio sus medias-. Ni siquiera sabe dar las buenas noches tu amigo.

Pero él no quería bromear ni hablar. Permaneció callado, balanceándose en el sillón con un mismo movimiento obsesivo e idéntico, hasta que Queta terminó de desnudarse. Como Malvina, se había quitado la falda, la blusa y el sostén, pero no el calzón. Dobló su ropa sin prisa y la acomodó sobre una silla.

– Así están mejor, más frescas -dijo él, con su desagradable tonito de frío aburrimiento impaciente-. Vengan, se les están calentando los tragos.

Fueron juntas hacia el sillón, y mientras Malvina se dejaba caer con una risita forzada en las rodillas del hombre, Queta pudo observar su cara flaca y huesuda, su boca hastiada, sus minuciosos ojos helados.

Cincuenta años, pensó. Acurrucada contra él, Malvina ronroneaba cómicamente: tenía frío, caliéntame, unos cariñitos. Un impotente lleno de odio, pensó Queta, un pajero lleno de odio. Él había pasado un brazo por los hombros de Malvina, pero sus ojos, con su inconmovible desgano, la recorrían a ella, que aguardaba de pie junto a la mesita. Por fin se inclinó, cogió dos vasos y se los alcanzó al hombre y a Malvina. Luego recogió el suyo y bebió, pensando un diputado, quizás un prefecto.

– También hay sitio para ti -ordenó él, mientras bebía-. Una rodilla cada una, para que no se peleen.

Sintió que la jalaba del brazo, y al dejarse ir contra ellos, oyó a Malvina chillar ay, me diste en el hueso, Quetita. Ahora estaban muy apretados, el sillón se mecía como un péndulo, y Queta sintió asco: la mano de él sudaba. Era esquelética, minúscula, y mientras Malvina, muy cómoda ya o disimulando muy bien, reía, hacía chistes y trataba de besar al hombre en la boca, Queta sentía los deditos rápidos, mojados, pegajosos, cosquilleándole los senos, la espalda, el vientre y las piernas. Se echó a reír y empezó a odiarlo. Él las acariciaba con método y obstinación, una mano en el cuerpo de cada una, pero ni siquiera sonreía, y las miraba alternativamente, mudo, con una expresión desinteresada y pensativa.

– Qué poco alegre está el señor malcriadito -dijo Queta.

– Vámonos a la cama de una vez -chilló Malvina, riéndose-. Aquí nos va a dar una pulmonía, amorcito.

– No me atrevo con las dos, son mucho gallo para mí -murmuró él, apartándolas suavemente del sillón.

Y ordenó-: Primero hay que alegrarse un poco. Báilense algo.

Nos va a tener toda la noche así, pensó Queta, mandarlo a la mierda, volver donde el gringo. Malvina se había alejado y, arrodillada contra la pared, enchufaba el tocadiscos. Queta sintió que la fría manita huesuda la atraía de nuevo hacia él y se inclinó, adelantó la cabeza y separó los labios: pastosa, incisiva, una forma que hedía a tabaco picante y alcohol, paseó por sus dientes, encías, aplastó su lengua y se retiró dejando una masa de saliva amarga en su boca. Luego, la manita la alejó del sillón sin delicadeza: a ver si bailas mejor que besas. Queta sentía que la cólera la iba dominando, pero su sonrisa, en vez de disminuir, aumentó. Malvina vino hacia ellos, cogió a Queta de la mano, la arrastró a la alfombra. Bailaron una huaracha, haciendo figuras y cantando, tocándose apenas con la yema de los dedos. Después, un bolero, soldadas una contra otra. ¿Quién es?, murmuró Queta en el oído de Malvina. Quién sería, Quetita, un conchesumadre de ésos.

– Un poquito más cariñosas -susurró él, lentísimo, y su voz era otra; se había entibiado y como humanizado-. Un poquito más de corazón.

Malvina lanzó su risita aguda y artificial y comenzó a decir en voz alta ricura, mamacita, y a frotarse empeñosamente contra Queta que la había tomado de la cintura y la hamacaba. El movimiento del sillón se reanudó, ahora más rápido que antes, desigual y con un sigiloso rumor de resortes, y Queta pensó ya está, ya se va. Buscó la boca de Malvina y mientras se besaban cerró los ojos para que no le viniera la risa. Y en eso el chirrido trepidante de las ruedas de un automóvil que frenaba apagó la música. Se soltaron, Malvina se tapaba los oídos, dijo borrachos escandalosos. Pero no hubo choque, sólo un portazo después de la frenada seca y silbante, y por fin el timbre de la casa. Sonaba como si se hubiera pegado.

– No es nada, qué les pasa -dijo él, con furia sorda-. Sigan bailando.

Pero el disco había terminado y Malvina fue a cambiarlo. Volvieron a abrazarse, a bailar, y de pronto la puerta se estrelló contra la pared como si la hubieran abierto de un patadón. Queta lo vio: sambo, grande, musculoso, brillante como el terno azul que llevaba, una piel a medio camino del betún y del chocolate, unos pelos furiosamente alisados. Clavado en el umbral, una manaza adherida al picaporte, sus ojos blancos y enormes, deslumbrados, la miraban. Ni siquiera cuando el hombre saltó del sillón y cruzó la alfombra de dos trancos, dejaron de mirarla.

– ¿Qué mierda haces aquí? -dijo el hombre, plantado ante el sambo, los puñitos cerrados como si fuera a golpearlo-. ¿No se pide permiso para entrar?

– El general Espina está en la puerta, don Cayo -parecía encogerse, había soltado el picaporte, miraba al hombre acobardado, las palabras se le atropellaban-. En su carro. Que baje, que es muy urgente.

Malvina se ponía apresuradamente la falda, la blusa, los zapatos, y Queta, mientras se vestía, miró otra vez a la puerta. Por sobre el hombrecillo de espaldas, encontró un segundo los ojos del sambo: atemorizados, deslumbrados.

– Dile que bajo en seguida -murmuró el hombre.- No vuelvas a entrar así a ninguna parte, si no quieres que un día te reciban con un balazo.

– Perdóneme, don Cayo -asintió el sambo, retrocediendo-. No pensé, me dijeron está allá. Discúlpeme.

Desapareció en el pasillo y el hombre cerró la puerta. Se volvió hacia ellas y la luz de la lámpara lo iluminó de pies a cabeza. Su cara estaba cuarteada. En sus ojillos había un brillo rancio y frustrado. Sacó unos billetes de su cartera y los puso sobre un sillón.

Se les acercó, acomodándose la corbata.

– Para que se consuelen de mi partida -murmuró de mal modo, apuntando con un dedo los billetes y ordenó a Queta-: Te mandaré a buscar mañana. A eso de las nueve.

– A esa hora no puedo salir -dijo Queta, rápidamente, echando una mirada a Malvina.

– Ya verás que sí -dijo él, secamente-. A eso de las nueve, ya sabes.

– ¿Así que a mí me basureas, amorcito? -se rió Malvina empinándose para observar los billetes del sillón-. Así que te llamas Cayo. ¿Cayo qué?

– Cayo Mierda -dijo él, camino a la puerta, sin volverse. Salió y cerró con fuerza.


– ACABAN de llamarte de tu casa, Zavalita -dijo Solórzano, al verlo entrar en la redacción-. Algo urgente. Sí, tu papá, creo.

Corrió al primer escritorio, marcó el número, largas llamadas hirientes, una desconocida voz serrana: el señor no estaba, nadie estaba. Habían cambiado de mayordomo otra vez y ése ni sabía quién eras, Zavalita.

– Soy Santiago, el hijo del señor -repitió, alzando la voz-. ¿Qué le pasa a mi papá? ¿Dónde está?

– Enfermo -dijo el mayordomo-. En la clínica está. No sabe en cuál, señor.

Pidió una libra a Solórzano y tomó un taxi. Al entrar a la Clínica Americana vio a la Teté, llamando por teléfono desde la Administración; un muchacho que no era el Chispas la tenía del hombro y sólo cuando estuvo muy cerca reconoció a Popeye. Lo vieron, la Teté colgó.

– Ya está mejor, ya está mejor -tenía los ojos llorosos, la voz quebrada-. Pero creímos que se moría, Santiago.

– Hace una hora que te llamamos, flaco -dijo Popeye-. A tu pensión, a "La Crónica". Ya me iba a buscarte en el auto.

– Pero no fue esa vez -dice Santiago-. Murió al segundo ataque, Ambrosio. Un año y medio después.

Había sido a la hora del té. Don Fermín había regresado a la casa más temprano que de costumbre; no se sentía bien, temía una gripe. Había tomado un té caliente, un trago de coñac y estaba leyendo Selecciones, bien arropado en su sillón del escritorio, cuando la Teté y Popeye, que oían discos en la sala, sintieron el golpe. Santiago cierra los ojos: el macizo cuerpo de bruces en la alfombra, el rostro inmovilizado en una mueca de dolor o de espanto, la manta y la revista caídas. Los gritos que daría la mamá, la confusión que habría. Lo habían abrigado con frazadas, subido al automóvil de Popeye, traído a la clínica. A pesar de la barbaridad que hicieron ustedes moviéndolo ha resistido muy bien el infarto, había dicho el médico. Necesitaba guardar reposo absoluto, pero ya no había nada que temer. En el pasillo, junto al cuarto, estaba la señora Zoila y el tío Clodomiro y el Chispas la calmaban. Su madre le alcanzó la mejilla para que la besara, pero no dijo palabra y miró a Santiago como reprochándole algo.

– Ya ha recuperado el conocimiento -dijo el tío Clodomiro-. Cuando salga la enfermera podrás verlo.

– Sólo un ratito -dijo el Chispas-. El doctor no quiere que hable.

Ahí estaba el amplio cuarto de paredes color verde limón, la antesala de cortinas floreadas, y él, Zavalita, con un pijama de seda granate. La lamparilla del velador iluminaba la cama con una escasa luz de iglesia.

Ahí, la palidez de su cara, sus cabellos grises alborotados en las sienes, el relente de terror animal en sus ojos. Pero cuando Santiago se inclinó a besarlo, sonrió: por fin te habían encontrado, flaco, creía que ya no te iba a ver.

– Me dejaron entrar con la condición de que no te haga hablar, papá.

– Ya pasó el susto, felizmente -susurró don Fermín; su mano se había deslizado fuera de las sábanas, había atrapado el brazo de Santiago-. ¿Todo va bien, flaco??La pensión, el trabajo?

– Todo muy bien, papá -dijo él-. Pero no hables, por favor.

– Siento un nudo aquí, niño -dice Ambrosio-. Un hombre como él no se debía morir.

Permaneció en el cuarto un largo rato, sentado a la orilla de la cama, observando la mano gruesa, de vellos lacios, que reposaba en su rodilla. Don Fermín había cerrado los ojos, respiraba profundamente. No tenía almohada, su cabeza estaba ladeada sobre el colchón y él podía ver su cuello con estrías y los puntitos grises de la barba. Poco después entró una enfermera de zapatos blancos y le indicó con un gesto que saliera.

La señora Zoila, el tío Clodomiro y el Chispas se habían sentado en la antesala; la Teté y Popeye cuchicheaban de pie junto a la puerta.

– Antes era la política, ahora el laboratorio y la oficina -dijo el tío Clodomiro-. Trabajaba demasiado, no podía ser.

– Quiere estar en todo, no me hace caso -dijo el Chispas-. Le he pedido hasta el cansancio que me deje a mí ocuparme de las cosas, pero no hay forma. Ahora tendrá que descansar a la fuerza.

– Está mal de los nervios -la señora Zoila miró a Santiago con rencor-. No es sólo la oficina, también es este mocoso. Le quita la vida no tener noticias tuyas y tú cada vez te haces rogar más para venir a la casa.

– No des esos gritos de loca, mamá -dijo la Teté-. Te está oyendo.

– No lo dejas vivir tranquilo con los colerones que le das -sollozó la señora Zoila-. Le has amargado la vida a tu padre, mocoso.

La enfermera salió del dormitorio y susurró al pasar no hablen tan fuerte. La señora Zoila se limpió los ojos con el pañuelo y el tío Clodomiro se inclinó hacia ella, compungido y solícito. Estuvieron callados, mirándose. Luego la Teté y Popeye comenzaron de nuevo a cuchichear. Cómo habían cambiado todos, Zavalita, cómo había envejecido el tío Clodomiro. Le sonrió y su tío le devolvió una apenada sonrisa de circunstancias. Se había encogido, arrugado, casi no tenía pelo, sólo motitas blancas salpicadas por el cráneo. El Chispas era un hombre ya; en sus movimientos, en su manera de sentarse, en su voz había una seguridad adulta, una desenvoltura que parecía corporal y espiritual a la vez, y su mirada era tranquilamente resuelta. Ahí estaba, Zavalita: fuerte, bronceado, terno gris, zapatos y medias negras, los puños albos de su camisa, la corbata verde oscura con un discreto prendedor, el rectángulo del pañuelito blanco asomando en el bolsillo del saco. Y ahí la Teté, hablando en voz baja con Popeye. Tenían unidas las manos, se miraban a los ojos. Su vestido rosado, piensa, el ancho lazo que envolvía su cuello y bajaba hasta la cintura. Se notaban sus senos, la curva de la cadera comenzaba a apuntar, sus piernas eran largas y esbeltas, sus tobillos finos, sus manos blancas. Ya no eras como ellos, Zavalita, ya eras un cholo. Piensa: ya sé por qué te venía esa furia apenas me veías, mamá. No se sentía victorioso ni contento, sólo impaciente por partir. Sigilosamente la enfermera vino a decir que había terminado la hora de visitas. La señora Zoila se quedaría a dormir en la clínica, el Chispas llevó a la Teté. Popeye ofreció su auto al tío Clodomiro pero él tomaría el colectivo, lo dejaba en la puerta de su casa, no valía la pena, mil gracias.

– Tu tío siempre es así -dijo Popeye; avanzaban despacio, en la noche recién caída, hacia el centro-. Nunca quiere que lo lleve ni que lo recoja.

– No le gusta molestar ni pedir favores -dijo Santiago-. Es un tipo muy sencillo.

– Sí, buenísima gente -dijo Popeye-. Se conoce todo el Perú ¿no?

Ahí Popeye, Zavalita: pecoso, colorado, los pelos rubios erizados, la misma mirada amistosa y sana de antes. Pero más grueso, más alto, más dueño de su cuerpo y del mundo. Su camisa a cuadros, piensa, su casaca de franela con solapas y codos de cuero, su pantalón de corduroy, sus mocasines.

– Nos pegamos un susto terrible con lo de tu viejo -manejaba con una mano, con la otra sintonizaba la radio-. Fue una suerte que no le viniera en la calle.

– Hablas ya como miembro de la familia -lo interrumpió Santiago, sonriéndole-. Ni sabía que estabas con la Teté, pecoso.

– ¿No te había dicho nada? -exclamó Popeye- Hace por lo menos dos meses, flaco. Estás en la luna tú.

– Hace tiempo que no iba a la casa -dijo Santiago-. En fin, me alegro mucho por los dos.

– Me las ha hecho pasar negras tu hermana -se rió Popeye-. Desde el colegio ¿te acuerdas? El que la sigue la consigue, ya ves.

Pararon en el "Tambo" de la avenida Arequipa, pidieron dos cafés, conversaron sin bajar del automóvil.

Escarbaban los recuerdos comunes, se resumieron sus vidas. Acababa de recibirse de arquitecto, piensa, había comenzado a trabajar en una empresa grande, aspiraba a formar con otros compañeros su propia compañía. ¿Y a ti, flaco, cómo te iba, qué proyectos?

– Me va bastante bien -dijo Santiago-. No tengo ningún proyecto. Sólo seguir en "La Crónica".

– ¿Cuándo te vas a recibir de leguleyo? -dijo Popeye, con una risita cautelosa-. Tú eres pintado para eso.

– Creo que nunca -dijo Santiago-. No me gusta la abogacía.

– En confianza, eso lo amarga mucho a tu viejo -dijo Popeye-. Siempre anda diciéndonos a la Teté y a mí anímenlo a que termine su carrera. Sí, me cuenta todo. Me llevo muy bien con tu viejo, flaco. Nos hemos hecho patas. Es buenísima gente.

– No tengo ganas de ser doctor -bromeó Santiago-. Todo el mundo es doctor en este país.

– Y tú siempre has querido ser diferente de todo el mundo -se rió Popeye-. Igualito que de chico, flaco. No has cambiado.

Partieron del "Tambo", pero todavía charlaron un momento en la avenida Tacna, frente al edificio lechoso de "La Crónica", antes de que Santiago bajara. Tenían que verse un poco más, flaco, sobre todo ahora que somos medio cuñados. Popeye había querido buscarlo un montón de veces pero tú eras invisible, hermano. Les pasaría la voz a algunos del barrio que siempre preguntan por ti, flaco, y podían almorzar juntos un día de éstos. ¿No habías vuelto a ver a nadie de la promoción, flaco? Piensa: la promoción. Los cachorros que ya eran tigres y leones, Zavalita. Los ingenieros, los abogados, los gerentes. Algunos se habrían casado ya piensa, tendrían queridas ya.

– No veo a mucha gente porque llevo vida de búho, pecoso, por el diario. Me acuesto al amanecer y me levanto para ir al trabajo.

– Una vida de lo más bohemia, flaco -dijo Popeye-. Debe ser bestial ¿no? Sobre todo para un intelectual como tú.

– De qué se ríe -dice Ambrosio-. Lo que le dije de su papá lo pienso de verdad, niño.

– No es de eso -dice Santiago-. Me río de mi cara de intelectual.

Al día siguiente, encontró a don Fermín sentado en la cama, leyendo los periódicos. Estaba animado, respiraba sin dificultad, le habían vuelto los colores. Estuvo una semana en la clínica y lo había visto todos los días, pero siempre con gente. Parientes que no veía hacía años y que lo examinaban con una especie de desconfianza. La oveja negra, el que se fue de la casa, el que amargaba a Zoilita, el que tenía un puestecito en un periódico. Imposible recordar los nombres de esas tías y tíos, Zavalita, las caras de esos primos y primas; te habrías cruzado muchas veces con ellos sin reconocerlos. Era noviembre y comenzaba a hacer un poco de calor cuando la señora Zoila y el Chispas llevaron a don Fermín a Nueva York a que le hicieran un examen. Regresaron a los diez días y la familia se fue a pasar el verano a Ancón. Casi no los habías visto tres meses, Zavalita, pero hablabas con el viejo por teléfono todas las semanas. A fines de marzo volvieron a Miraflores y don Fermín se había repuesto y tenía un rostro tostado y saludable. El primer domingo que almorzó de nuevo en la casa, vio que Popeye besaba a la señora Zoila y a don Fermín. La Teté tenía permiso para ir a bailar con él, los sábados, al Grill del Bolívar. En tu cumpleaños, la Teté y el Chispas y Popeye habían ido a despertarte a la pensión, y en la casa toda la familia te esperaba con paquetes. Dos ternos, Zavalita, camisas, zapatos, unos gemelos, en un sobrecito un cheque de mil soles que gastaste con Carlitos en el bulín. ¿Qué más que valiera la pena, Zavalita, qué más que sobreviviera?

– AL PRINCIPIO vagando -dice Ambrosio-. Después fui chofer, y, ríase niño, hasta medio dueño de una funeraria.

Las primeras semanas en Pucallpa las había pasado mal. No tanto por la desconsolada tristeza de Ambrosio, como por las pesadillas. El cuerpo blanco, joven y bello de los tiempos de San Miguel se acercaba desde oscuridades remotas, destellando, y ella, de rodillas en su estrecho cuartito de Jesús María, comenzaba a temblar. Flotaba, crecía, se detenía en el aire rodeado de un halo dorado y ella podía ver la gran herida púrpura en el cuello de la señora y sus ojos acusadores: tú me mataste. Despertaba aterrada, se apretaba al cuerpo dormido de Ambrosio, permanecía desvelada hasta el amanecer. Otras veces la perseguían policías de uniformes verdes y oía sus silbatos, el ruido de sus zapatones: tú la mataste. No la agarraban, toda la noche estiraban sus manos hacia ella que se encogía y sudaba.

– No me hables nunca más de la señora -le había dicho Ambrosio, con cara de perro apaleado, el día que llegaron-. Te prohíbo.

Además, había sentido desconfianza desde el principio contra esta ciudad calurosa y decepcionante. Habían vivido primero en un lugar invadido por arañas y cucarachas -el hotel Pucallpa-, en las cercanías de la plaza a medio hacer, desde cuyas ventanas se divisaba el embarcadero con sus canoas, lanchas y barcazas balanceándose en las aguas sucias del río. Qué feo era todo, qué pobre era todo. Ambrosio había mirado Pucallpa con indiferencia, como si estuvieran ahí de paso, y sólo un día que ella se quejaba del ardor sofocante, había hecho un comentario vago: el calorcito se parecía al de Chincha, Amalia. Habían estado una semana en el hotel. Luego habían alquilado una cabaña con techo de paja, cerca del hospital. Alrededor había muchas funerarias, incluso una especializada en cajoncitos blancos de niño que se llamaba “Ataúdes Limbou”.

– Pobres los enfermos del hospital -había dicho Amalia-. Viendo tantas funerarias cerca, pensarán todo el tiempo que se van a morir.

– Es lo que más hay allá -dice Ambrosio-. Iglesias y funerarias. Uno se marea entre tantas religiones como hay en Pucallpa, niño.

También la Morgue estaba frente al hospital, a pocos pasos de la cabaña. Amalia había sentido un estremecimiento el primer día, al ver la lóbrega construcción de cemento con su cresta de gallinazos en el techo. La cabaña era grande y tenía atrás un terrenito cubierto de maleza. Pueden sembrar algo, les había dicho Alandro Pozo, el dueño, el día que se mudaron, hacerse una huertita. El piso de los cuatro cuartos era de tierra y las paredes estaban descoloridas. No tenían ni un colchón, ¿dónde iban a dormir? Sobre todo Amalita Hortensia, la picarían los animales. Ambrosio se había tocado el fundillo: comprarían lo que hiciera falta. Esa misma tarde habían ido al centro y comprado un catre, un colchón, una cunita, ollas, platos, un primus, unas cortinitas, y Amalia, al ver que Ambrosio seguía escogiendo cosas, se había alarmado: ya no más, se te va a acabar la plata. Pero él, sin contestarle, había seguido ordenando al encantado vendedor de los "Almacenes Wong" eso más, esto otro, el hule.

– ¿De dónde sacaste tanta plata? -le había preguntado Amalia esa noche.

– Todos esos años había estado ahorrando -dice Ambrosio-. Para instalarme y trabajar por mí cuenta, niño.

– Entonces deberías estar contento -había dicho Amalia-. Pero no estás. Te pesa haberte venido de Lima.

– Ya no tendré jefe, ahora yo mismo seré mi jefe -había dicho Ambrosio-. Claro que estoy contento, tonta.

Mentira, sólo había empezado a estar contento después. Esas primeras semanas en Pucallpa se las había pasado muy serio, casi sin hablar, la cara apenadísima. Pero, a pesar de eso, se había portado bien con ella y Amalita Hortensia desde el primer momento. Al día siguiente de llegar, había salido solo del hotel y vuelto con un paquete. ¿Qué era? Ropa para las dos Amalias. El vestido de ella era enorme, pero Ambrosio ni había sonreído al verla perdida dentro de esa túnica floreada que se le chorreaba en los hombros y le besaba los tobillos. Había ido a la "Empresa Morales de Transportes, S. A.”, recién llegado a Pucallpa, pero don Hilario estaba en Tingo María y sólo regresaría diez días después. ¿Qué harían mientras tanto, Ambrosio? Buscarían casa, y, hasta que llegara la hora de ponerse a sudar, se divertirían un poco, Amalia. No se habían divertido mucho, ella por las pesadillas y él porque extrañaría Lima, aunque habían tratado, gastando un montón de plata. Habían ido a ver a los indios shipibos, se habían dado atracones de arroz chaufa, camarones arrebosados y wantán frito en los chifas de la calle Comercio, habían paseado en bote por el Ucayali, hecho una excursión a Yarinacocha, y varias noches se habían metido al cine Pucallpa. Las películas se caían de viejas, y a veces Amalita Hortensia soltaba el llanto en la oscuridad y la gente gritaba sáquenla. Pásamela, decía Ambrosio, y la hacía callar dándole a chupar su dedo.

Poco a poco se había ido Amalia acostumbrando, poco a poco la cara de Ambrosio alegrando. Habían trabajado duro en la cabaña. Ambrosio había comprado pintura y blanqueado la fachada y las paredes, y ella raspado las inmundicias del suelo. En las mañanas habían ido al Mercadito, juntos, a hacer las compras de la comida, y aprendido a diferenciar los locales de las iglesias que cruzaban: Bautista, Adventistas del Séptimo Día, Católica, Evangelista, Pentecostal. Habían empezado a conversar de nuevo: estabas tan raro, a veces se me ocurre que otro Ambrosio se metió en tu cuerpo, que el verdadero se quedó en Lima. ¿Pero por qué, Amalia? Por su tristeza, su cara reconcentrada y sus miradas que de repente se apagaban y desviaban como las de un animal. Estabas loca, Amalia, el que se había quedado en Lima era, más bien, el falso Ambrosio. Aquí se sentía bien, contento con este sol, Amalia, el cielo nublado de allá le bajaba la moral. Ojalá fuera verdad, Ambrosio. En las noches, como habían visto hacer a la gente del lugar, ellos también habían salido a sentarse a la calle, a tomar el fresco que subía del río, a conversar, arrullados por los sapos y los grillos agazapados en la yerba. Una mañana, Ambrosio había entrado con un paraguas: ahí estaba, para que Amalia no requintara más contra el sol. Así sólo le faltaría salir a la calle con ruleros para que parezcas una montañesa, Amalia. Las pesadillas se habían ido espaciando, desapareciendo, y también el miedo que sentía cada vez que veía un policía. El remedio había sido estar todo el tiempo ocupada, cocinando, lavándole la ropa a Ambrosio, atendiendo a Amalita Hortensia, mientras él trataba de convertir el descampado en huerta. Sin zapatos, desde muy temprano, Ambrosio se había pasado las horas desyerbando, pero la yerba reaparecía veloz y más robusta que antes. Frente a la suya, había una cabaña pintada de blanco y azul, con una huerta repleta de frutales. Una mañana Amalia había ido a pedirle consejo a la vecina y la señora Lupe, compañera de uno que tenía una chacrita aguas arriba y que aparecía rara vez, la había recibido con cariño. Claro que la ayudaría en lo que fuera. Había sido la primera y la mejor amiga que tuvieron en Pucallpa, niño.

Doña Lupe le había enseñado a Ambrosio a desbrozar y a ir sembrando al mismo tiempo, aquí camotes, aquí yucas, aquí papas. Les había regalado semillas y a Amalia le había enseñado a hacer el revuelto de plátanos fritos con arroz, yuca y pescado que comía todo el mundo en Pucallpa.

II

– ¿CÓMO que se casó por accidente, niño? -se ríe Ambrosio-. ¿Quiere decir que lo obligaron?

Había comenzado en una de esas noches blancas y estúpidas, que, por una especie de milagro, se transformó en fiesta. Norwin había llamado a “La Crónica” diciendo que los esperaba en El Patio, y, al terminar el trabajo, Santiago y Carlitos se habían ido a reunir con él. Norwin quería ir al bulín, Carlitos al Pingüino, tiraron cara o sello y Carlitos ganó. ¿Era alguna fiesta de guardar? La boite estaba tristona y sin clientes. Pedrito Aguirre se sentó con ellos y convidó cervezas. Al terminar el segundo show partieron los últimos clientes, y entonces, súbita, inesperadamente, las muchachas del show y los muchachos de la orquesta y los empleados del bar acabaron reunidos en una ronda de mesas risueñas. Habían empezado con chistes, brindis, anécdotas y rajes, y de repente la vida parecía contenta, achispada, espontánea y simpática. Bebían, cantaban; empezaron a bailar, y al lado de Santiago, la China y Carlitos, mudos y apretados, se miraban a los ojos como si acabaran de descubrir el amor.

A las tres de la mañana seguían allí, bebidos y queriéndose, generosos y locuaces, y Santiago se sentía enamorado de Ada Rosa. Ahí estaba, Zavalita: bajita, culoncita, morenita. Sus piernas chuecas, piensa, su diente de oro, su mal aliento, sus lisuras.

– Un accidente de verdad -dice Santiago-. Un accidente de auto.

Norwin fue el primero en desaparecer, con una mambera cuarentona de peinado flamígero. La China y Carlitos convencieron a Ada Rosa que partiera con ellos. Fueron en taxi al departamento de la China en Santa Beatriz. Sentado junto al chofer, Santiago tenía una mano distraída en las rodillas de Ada Rosa que iba atrás, adormecida junto a la China y Carlitos que se besaban con furia. En el departamento bebieron todas las cervezas del frigidaire y oyeron discos y bailaron.

Cuando apareció la luz del día en la ventana, la China y Carlitos se encerraron en el dormitorio y Santiago y Ada Rosa quedaron solos en la sala. En “El Pingüino” se habían besado, y aquí acariciado y ella se había sentado en sus rodillas, pero ahora, cuando él trató de desnudarla, Ada Rosa se encabritó y comenzó a vociferar y a insultarlo. Estaba bien, Ada Rosa, nada de peleas, vamos a dormir. Puso los cojines del sillón sobre la alfombra, se tumbó y quedó dormido. Al despertar, vio entre nieblas azuladas a Ada Rosa, encogida como un feto en el sofá, durmiendo vestida. Fue dando tumbos hasta el baño, aturdido por la biliosa pesadez y el resentimiento de los huesos, y metió la cabeza al agua fría. Salió de la casa: el sol le hirió los ojos y lo hizo lagrimear. Bebió un café puro en una chingana de Petit Thouars, y luego, con unas vagas náuseas itinerantes, tomó un colectivo hasta Miraflores y otro hasta Barranco. Era mediodía en el reloj de la Municipalidad. La señora Lucía le había dejado un papel sobre la cama: que llame a “La Crónica”, muy urgente. Arispe estaba loco si creía que ibas a llamarlo, Zavalita. Pero en el momento de entrar a la cama pensó que la curiosidad lo desvelaría y bajó en pijama a telefonear.

– ¿No está contento con su matrimonio? -dice Ambrosio.

– Carambolas -dijo Arispe-. Qué voz de ultratumba, mi señor.

– Tuve una fiesta y estoy con todos los muñecos -dijo Santiago-. No he dormido nada.

– Dormirás en el viaje -dijo Arispe- Vente volando en un taxi. Te vas a Trujillo con Periquito y Darío, Zavalita.

– ¿A Trujillo? -viajar, piensa, por fin viajar, aunque fuera a Trujillo-. ¿No puedo partir dentro de…?

– En realidad, ya partiste -dijo Arispe-. Un dato fijo, el ganador del millón y medio de la Polla, Zavalita.

– Está bien, me pego un duchazo y voy para allá-dijo Santiago.

– Puedes telefonearme el reportaje esta noche -dijo Arispe-. No te duches y ven de una vez, el agua es para los cochinos como Becerrita.

– Sí estoy -dice Santiago-. Lo que pasa es que ni eso lo decidí realmente yo. Se me impuso solo, como el trabajo, como todas las cosas que me han pasado. No las he hecho por mí. Ellas me hicieron a mí, más bien.

Se vistió de prisa, volvió a mojarse la cabeza, bajó a trancos la escalera. El chofer del taxi tuvo que despertarlo al llegar a “La Crónica”. Era una mañana soleada, había un calorcito que deliciosamente entraba por los poros y adormecía los músculos y la voluntad.

Arispe había dejado las instrucciones y dinero para gasolina, comida y hotel. A pesar del malestar y del sueño, te sentías contento con la idea del viaje, Zavalita.

Periquito se sentó junto a Darío y Santiago se tendió en el asiento de atrás y se durmió casi en seguida. Despertó cuando entraban a Pasamayo. A la derecha dunas y amarillos cerros empinados, a la izquierda el mar azul resplandeciente y el precipicio que crecía, adelante la carretera trepando penosamente el flanco pelado del monte. Se incorporó y encendió un cigarrillo; Periquito miraba alarmado el abismo.

– Las curvas de Pasamayo les quitaron la tranca, maricones -se rió Darío.

– Anda más despacio -dijo Periquito-. Y como no tienes ojos en el cráneo, mejor no te voltees a conversar.

Darío conducía rápido, pero era seguro. Casi no encontraron autos en Pasamayo, en Chancay hicieron un alto para almorzar en una fonda de camioneros a orillas de la carretera. Reanudaron el viaje y Santiago, tratando de dormir a pesar del zangoloteo, los oía conversar.

– A lo mejor lo de Trujillo es mentira -dijo Periquito-. Hay mierdas que se pasan la vida dando datos falsos a los periódicos.

– Un millón y medio de soles para uno solito -dijo Darío-. No creía en la Polla, pero voy a empezar a jugarle.

– Convierte un millón y medio en hembras y cuéntame -dijo Periquito.

Pueblos agonizantes, perros agresivos que salían al encuentro de la camioneta con los colmillos al aire; camiones estacionados junto a la pista; cañaverales esporádicos. Entraban al kilómetro 83 cuando Santiago: se incorporó y fumó de nuevo. Era una recta, con arenales a ambos lados. El camión no los sorprendió; lo vieron destellar a lo lejos, en la cumbre de una colina, y lo vieron acercarse, lento, pesado, corpulento, con su cargamento de latas sujetas con sogas en la tolva.

Un dinosaurio, dijo Periquito, en el instante Que Darío frenaba en seco y ladeaba el volante porque en el mismo punto en que iban a cruzar al camión un hueco devoraba la mitad de la pista. Las ruedas de la camioneta cayeron en la arena, algo crujió bajo el vehículo; ¡endereza! gritó Periquito y Darío trató y ahí nos jodimos, piensa. Las ruedas se hundieron, en vez de escalar el borde patinaron y la camioneta avanzó todavía, monstruosamente inclinada, hasta que la venció su propio peso y rodó como una bola. Un accidente en cámara lenta, Zavalita. Oyó y dio un grito, un mundo torcido y sesgado, una fuerza que lo arrojaba violentamente adelante, una oscuridad con estrellitas. Por un tiempo indefinido todo fue quieto, en tinieblas, doloroso y caliente. Sintió primero un gusto acre, y, aunque había abierto los ojos, tardó en descubrir que había sido despedido del vehículo y estaba tendido en la tierra y que el áspero sabor era la arena que se le metía a la boca. Trató de pararse, el mareo lo cegó y cayó de nuevo. Luego se sintió cogido de los pies y de las manos, levantado, y ahí estaban, al fondo de un largo sueño borroso, esos rostros extraños y remotos, esa sensación de infinita y lúcida paz. ¿Sería así, Zavalita? ¿Sería ese silencio sin preguntas, esa serenidad sin dudas ni remordimientos? Todo era flojo, vago y ajeno, y se sintió instalado en algo blando que se movía. Estaba en un auto, tendido en el asiento de atrás, y reconoció las voces de Periquito y de Darío y vio un hombre vestido de marrón.

– ¿Cómo estás, Zavalita? -dijo la voz de Periquito.

– Borracho -dijo Santiago-. Me duele la cabeza.

– Tuviste suerte -dijo Periquito-. La arena aguantó la camioneta. Si da otra vuelta de campana te aplasta.

– Es una de las pocas cosas importantes que me han pasado, Ambrosio -dice Santiago-. Además, fue así que conocí a la que ahora es mi mujer.

Tenía frío, no le dolía nada pero seguía atontado.

Oía diálogos y murmullos, el ruido del motor, de otros motores, y cuando abrió los ojos lo estaban colocando en una camilla. Vio la calle, el cielo que empezaba a oscurecer, leyó “La Maison de Santé” en la fachada del edificio donde entraban. Lo subieron a un cuarto del segundo piso, Periquito y Darío ayudaron a desnudarlo.

Cuando estuvo cubierto con sábanas y frazadas hasta el mentón pensó voy a dormir mil horas. Respondía entre sueños a las preguntas de un hombre con anteojos y mandil blanco.

– Dile a Arispe que no publique nada, Periquito -se reconoció apenas la voz-. Que mi papá no sepa que pasó esto.

– Un encuentro romántico -dice Ambrosio-. Se ganó su cariño curándolo.

– Dándome de fumar a escondidas, más bien -dice Santiago.

– ESTAS en tu noche, Quetita -dijo Malvina-. Estás regia.

– Te mandan buscar con chofer -pestañeó Robertito-. Como a una reina, Quetita.

– Es verdad, te has sacado la lotería -dijo Malvina.

– Y yo también, y todas nosotras -dijo Ivonne, despidiéndola con una sonrisa maliciosa-. Ya sabes, con guante de oro, Quetita.

Antes, cuando Queta se arreglaba, Ivonne había venido a ayudarla en el peinado y a vigilar personalmente su vestuario; hasta le había prestado un collar que hacía juego con su pulsera. ¿Me he sacado la lotería?, pensaba Queta, sorprendida de no estar excitada ni contenta ni siquiera curiosa. Salió y en la puerta de la casa tuvo un pequeño sobresalto: los mismos ojos atrevidos y asustados de ayer. Pero el sambo la miró de frente sólo unos segundos; bajó la cabeza, murmuró buenas noches, se apresuró a abrirle la puerta del automóvil que era negro, grande y severo como una carroza funeraria. Entró sin devolverle sus buenas noches y vio otro tipo ahí adelante, junto al asiento del chofer. También alto, también fuerte, también vestido de azul.

– Si tiene frío y quiere que cierre la ventanilla -murmuró el sambo. Ya sentado ante el volante, y ella vio un instante el blanco de sus ojazos.

El auto arrancó hacia la Plaza Dos de Mayo, torció por Alfonso Ugarte hacia Bolognesi, enfiló por la avenida Brasil, y cuando pasaban bajo los postes de luz, Queta descubría siempre los codiciosos animalitos en el espejo retrovisor, buscándola. El otro tipo se había puesto a fumar, después de preguntarle si no le molestaba el humo, y no se volvió a mirarla ni la espió por el espejo durante todo el trayecto. Ya cerca del Malecón entraron a Magdalena Nueva por una transversal, siguieron la línea del tranvía hacia San Miguel, y vez que miraba el espejo retrovisor, Queta los veía: ardiendo, huyendo.

– ¿Tengo monos en la cara? -dijo, pensando este imbécil va a chocar-. ¿Qué me miras tanto tú?

Las cabezas de adelante se ladearon y volvieron a su sitio, la voz del sambo surgió insoportablemente confusa, ¿él? ¿con perdón? ¿a él le hablaba? y Queta pensó qué miedo le tienes a Cayo Mierda. El auto iba y volvía por las oscuras callecitas silenciosas de San Miguel y por fin se detuvo. Vio un jardín, una casita de dos pisos, una ventana con cortinas que dejaban filtrar la luz. El sambo se había bajado a abrirle la puerta.

Estaba ahí, la mano ceniza en la manija, cabizbajo y acobardado, tratando de abrir la boca. ¿Es aquí?, murmuró Queta. Las casitas se sucedían idénticas en la mezquina luz, detrás de los alineados arbolitos sombríos de las veredas. Dos policías miraban el auto desde la esquina y el tipo de adentro les hizo una seña como diciendo somos nosotros. No era una gran casa, no sería su casa, pensó Queta: será la de sus porquerías.

– Yo no quise molestar -balbuceó el sambo, con voz oblicua y humillada-. No la estaba mirando. Pero si cree que, mil disculpas.

– No tengas miedo, no le voy a decir nada a Cayo Mierda -se rió Queta-. Sólo que los frescos no me gustan.

Atravesó el oloroso jardín de flores húmedas y al tocar el timbre oyó al otro lado de la puerta voces, música. La luz del interior la hizo pestañear. Reconoció la angosta silueta menuda del hombre, su cara devastada, el desgano de su boca y sus ojos sin vida: adelante, bienvenida. Gracias por mandarme el auto, dijo ella, y se calló: había una mujer ahí, mirándola con una sonrisa curiosa, delante de un bar cuajado de botellas.

Quedó inmóvil; las manos colgando a lo largo de su cuerpo, bruscamente desconcertada.

– Esta es la famosa Queta -Cayo Mierda había cerrado la puerta, se había sentado, y ahora él y la mujer la observaban-. Adelante, famosa Queta. Esta es Hortensia, la dueña de casa.

– Yo creía que todas eran viejas, feas y cholas -chilló líquidamente la mujer y Queta atinó a pensar, aturdida, qué borracha está-; O sea que me mentiste, Cayo.

Se volvió a reír, exagerada y sin gracia, y el hombre, con media sonrisa abúlica, señaló el sillón: asiento, se iba a cansar de estar parada. Avanzó como sobre hielo o cera, temiendo resbalar, caer y hundirse en una confusión todavía peor y se sentó en la orilla del asiento, rígida. Volvió a oír la música que había olvidado o cesado; era un tango de Gardel y el tocadiscos estaba ahí, empotrado en un mueble caoba. Vio a la mujer levantarse oscilando y vio sus torpes dedos indecisos manipulando una botella y vasos, en una esquina del bar. Observó su apretado vestido de seda opalina, la blancura de sus hombros y brazos, sus cabellos de carbón, la mano que destellaba, su perfil, y siempre perpleja pensó cómo se le parece, cuánto se parecían. La mujer venía hacia ella con dos vasos en las manos, caminando como si no tuviera huesos, y Queta apartó la vista.

– Cayo me dijo es guapísima y yo creía que era cuento -la veía de pie y vacilando, contemplándola desde arriba con unos ojos vidriosamente risueños de gata engreída, y cuando se inclinó para alcanzarle el vaso, olió su perfume beligerante, incisivo-. Pero es cierto, la famosa Queta es guapísima.

– Salud, famosa Queta -ordenó Cayo Mierda, sin afecto-. A ver si un trago te levanta el espíritu.

Maquinalmente, se llevó el vaso a la boca, cerró los ojos y bebió. Una espiral de calor, cosquillas en las pupilas y pensó whisky puro. Pero bebió otro largo trago y sacó un cigarrillo de la cajetilla que el hombre le ofrecía. Él se lo encendió y Queta descubrió a la mujer, sentada ahora a su lado, sonriéndole con familiaridad. Haciendo un esfuerzo, le sonrió también.

– Es usted igualita a -se atrevió a decir y la invadió un escozor de falsedad, una viscosa sensación de ridículo-. Igualita a una artista.

– ¿A qué artista? -la animó la mujer, sonriendo, mirando a Cayo Mierda de reojo, volviendo a mirarla a ella-. ¿A la Musa?

– Sí -dijo Queta; bebió otro trago y respiró hondo-. A la Musa, la que cantaba en el Embassy. Yo la vi varias veces y…

Se calló, porque la mujer se reía. Los ojos le brillaban, vidriosos y encantados.

– Una pésima cantante la Musa ésa -ordenó Cayo Mierda, asintiendo-. ¿No?

– No me parece -dijo Queta-. Canta bonito, sobre todo los boleros.

– ¿Ves? ¡Ja já! -prorrumpió la mujer, señalando a Queta, haciendo una morisqueta a Cayo Mierda-. ¿Ves que pierdo mi tiempo contigo? ¿Ves que estoy arruinando mi carrera?

No puede ser, pensó Queta, y la sensación de ridículo se apoderó de ella nuevamente. Le quemaba la cara, sentía ganas de salir corriendo, de romper cosas.

Acabó su copa de un trago y sintió llamas en la garganta y un atisbo de ebullición en el vientre. Luego, una hospitalaria tibieza visceral que le devolvió un poco de control sobre sí misma.

– Ya sabía que era usted, la reconocí -dijo, tratando de sonreír-. Sólo que.

– Sólo que ya se te acabó el trago -dijo la mujer, amistosamente. Se levantó como una ola, tambaleante y despacio, y la miró dichosa, eufórica, con gratitud-. Te adoro por lo que has dicho. Dame tu vaso. ¿Ves, ves, Cayo?

Mientras la mujer iba al bar resbalando, Queta se volvió hacia Cayo Mierda. Bebía serio, ojeaba el comedor, parecía absorbido por meditaciones íntimas y graves, lejísimos de allí, y ella pensó es absurdo, pensó te odio. Cuando la mujer le alcanzó el vaso de whisky, se inclinó y le habló en voz baja: ¿podía decirle dónde estaba él baño? Sí, claro, ven, le enseñaría dónde. El no las miró. Queta subía la escalera detrás de la mujer, que se agarraba del pasamanos y tanteaba los peldaños con desconfianza antes de pisar, y se le ocurrió me va a insultar, ahora que estuvieran solas la iba a botar.

Y pensó: te va a ofrecer plata para que te vayas. La Musa abrió una puerta, le señaló el interior sin reír ya y Queta murmuró rápidamente gracias. Pero no era el baño, sino el dormitorio, uno de película o de sueño: espejos, una mullida alfombra, espejos, un biombo, un cubrecamas negro con un animal amarillo bordado que escupía fuego, más espejos.

– Ahí, al fondo dijo tras ella, sin hostilidad, la insegura voz alcohólica de la mujer-. Esa puerta.

Entró al baño, cerró con llave, respiró con ansiedad. ¿Qué era esto, qué juego era éste, qué se creían éstos? Se miraba en el espejo del lavador; su cara, muy maquillada, tenía impresa aún la perplejidad, la turbación, el susto. Hizo correr el agua para disimular, se sentó en el borde de la bañera. (*) ¿Era la Musa su, la había hecho venir para, la Musa sabía que? Se le ocurrió que la espiaban por el ojo de la cerradura y fue hasta la puerta, se arrodilló y miró por el pequeño orificio: un círculo de alfombra, sombras. Cayo Mierda, tenía que irse, quería irse, Musa Mierda. Sentía cólera, confusión, humillación, risa. Estuvo encerrada un rato más, caminando de puntillas por las losetas blancas, envuelta en la luz azulina del tubo fluorescente, tratando de poner en orden el hervidero de su cabeza, pero sólo se confundió más. Jaló la cadena del excusado, se arregló el cabello frente al espejo, tomó aliento y abrió la puerta. La mujer se había tendido de través en la cama, y Queta sintió un instante que se distraía, viendo la reclinada figurilla inmóvil de piel tan blanca contrastando con el cubrecamas negro retinto reluciente. Pero ya la mujer había levantado los ojos hacia ella. La miraba demorándose, la inspeccionaba con una lenta, despaciosa flojera, sin sonreír, sin enojo. Una mirada interesada y al mismo tiempo cerebral, debajo del azogue borracho de las pupilas.

– ¿Se puede saber qué estoy haciendo yo aquí? -dijo, con ímpetu, dando unos pasos resueltos hacia la cama.

– Vaya, sólo falta que ahora te pongas furiosa -la Musa perdió su seriedad, sus titilantes ojos la miraban divertidos.

– No furiosa, sino que no entiendo -Queta se sentía reflejada, proyectada a los costados, lanzada arriba, devuelta, atacada por todos esos espejos-. Dígame para qué me ha hecho venir aquí.

– Déjate de tonterías y trátame de tú -susurró la mujer; se corrió un poco en la cama, contrayendo y estirando el cuerpo como una lombriz y Queta vio que se había quitado los zapatos, y un segundo, debajo de las medias, vio las uñas pintadas de sus pies-. Ya sabes mi nombre, Hortensia. Anda, siéntate aquí, déjate de tonterías.

Le hablaba sin odio ni amistad, con la voz un poco evasiva y calmada del alcohol, y seguía mirándola, ahora fijamente. Como tasándome, pensó Queta, mareada, como si. Dudó un momento y se sentó en la orilla de la cama, todos los poros de su cuerpo alertas. Hortensia tenía la cabeza apoyada en una mano, su postura era abandonada y blanda.

– Tú sabes de sobra para qué -dijo, sin cólera, sin amargura, con un lascivo dejo de burla en la lenta cadencia de la voz, con un intempestivo brillo nuevo en los ojos que trataba de ocultar y Queta pensó ¿qué?

Tenía unos ojos grandes, verdes, unas pestañas que no parecían postizas y que sombreaban sus párpados, gruesos labios húmedos, su garganta era lisa y tirante y las venas se presentían, delgadas y azules. No sabía qué pensar, qué decir, ¿qué? Hortensia se echó para atrás, se rió como a pesar de sí misma, se tapó la cara con el brazo, se desperezó con una especie de avidez y de pronto estiró una mano y cogió a Queta de la muñeca: sabes de sobra para qué. Como un cliente, pensó, asombrada y sin moverse, como si, viendo los blancos dedos de uñas sangrientas sobre su piel mate y ahora Hortensia la miraba intensamente, sin disimulo ya, desafiante ya.

– Mejor me voy -se oyó decir, tartamudeando, quieta y pasmada-. Usted querrá que me vaya ¿no?

– Te voy a decir una cosa -la tenía siempre sujeta, se había acercado un poco a ella, su voz se había espesado y Queta sentía su aliento-. Estaba aterrada de que fueras vieja, fea, de que fueras sucia.

– ¿Quiere que me vaya? -balbuceó Queta, estúpidamente, respirando con fuerza, acordándose de los espejos-. ¿Me ha hecho venir para?

– Pero no eres -susurró Hortensia y acercó todavía más su cara y Queta vio la exasperada alegría de sus ojos, el movimiento de su boca que parecía humear-. Eres bonita y joven. Eres limpiecita.

Alargó la otra mano y cogió el otro brazo de Queta.

La miraba con descaro, con burla, retorcía un poco el cuerpo para incorporarse, murmuraba vas a tener que enseñarme, se dejaba caer de espaldas y desde abajo la miraba, los ojos abiertos, exultantes, se sonreía y desvariaba trátame de tú de una vez, si iban a acostarse juntas no la iba a tratar de usted ¿no?, sin soltarla, obligándola con suave presión a inclinarse, a dejarse ir contra ella. ¿Enseñarte?, pensó Queta, ¿enseñarte yo a ti?, cediendo, sintiendo que desaparecía su confusión, riéndose.

– Vaya -ordenó a su espalda una voz que comenzaba a salir del desgano-. Ya se hicieron amigas.

Despertó con un hambre atroz; ya no le dolía la cabeza, pero sentía punzadas en la espalda y calambres.

El cuarto era pequeño, frío y desnudo, con ventanas sobre un corredor de columnas por el que pasaban monjas y enfermeras. Le trajeron el desayuno y comió vorazmente.

– El plato le puede hacer mal -dijo la enfermera-. Si quiere, le traigo otro pancito.

– Y también otro café con leche, si puede -dijo Santiago-. No pruebo bocado desde ayer a mediodía.

La enfermera le trajo otro desayuno completo y se quedó en la habitación, observándolo mientras comía.

Ahí estaba, Zavalita: tan morena, tan aseada y tan joven en su albo uniforme sin arrugas, con sus medias blancas, sus cortos cabellos de muchacho y su toca almidonada, parada al pie de la cama con sus piernas esbeltas y su cuerpo filiforme de maniquí, sonriendo con sus dientecillos voraces.

– ¿Así que es periodista? -tenía ojos vivos e impertinentes y una burlona vocecita superficial-. ¿Cómo fue que se volcaron?

– Ana -dice Santiago-. Sí, muy joven. Cinco años menor que yo.

– Esos golpazos, aunque no le hayan roto nada, a veces lo dejan a uno tonto -se rió la enfermera- Por eso lo han puesto en observación.

– No me baje así la moral -dijo Santiago-. Déme ánimos, más bien.

– ¿Y por qué le friega la idea de ser papá? -dice Ambrosio-. Si todos pensaran así, el Perú se quedaría sin gente, niño.

– ¿Así que trabaja en "La Crónica"? -repitió ella; tenía una mano en la puerta, como si fuera a salir, pero hacía cinco minutos que no se movía de allí-. El periodismo debe ser algo de lo más interesante ¿no?

– Aunque le voy a confesar que, cuando supe que iba a ser papá, yo también me aterré -dice Ambrosio-. Sólo que después uno se acostumbra, niño.

– Así es, pero tiene sus inconvenientes, uno se puede romper la crisma en cualquier momento -dijo Santiago-. Hágame un gran favor. ¿No podría mandar a alguien a comprar cigarrillos?

– Los enfermos no pueden fumar, está prohibido -dijo ella-. Tendrá que aguantarse mientras esté aquí. Mejor, así se desintoxica.

– Me muero de las ganas de fumar -dijo Santiago-. No sea mala. Consígame aunque sea unito.

– ¿Y su señora qué piensa? -dice Ambrosio-. Porque ella querrá tener hijos, seguro. A las mujeres les gusta ser mamás.

– ¿Qué me da en cambio? -dijo ella-. ¿Publica mi foto en su periódico?

– Supongo que sí -dice Santiago-. Pero Ana es buena gente y me da gusto.

– Si el doctor sabe me mata -dijo la enfermera, con un ademán cómplice-. Fúmeselo a escondidas y bote el puchito en la bacinica.

– Qué horror, es un Country- dijo Santiago, tosiendo-. ¿Usted fuma esta porquería?

– Caramba, qué engreído -dijo ella, riéndose-. Yo no fumo. Fui a robármelo para mantenerle el vicio.

– La próxima vez róbese un Nacional Presidente y palabra que publico su foto en Sociales -dijo Santiago.

– Se lo robé al doctor Franco -dijo ella, haciendo una mueca-. Dios lo libre de caer en sus manos. Es el más antipático de aquí, y además brutísimo. Sólo receta supositorios.

– Qué le ha hecho ese pobre doctor Franco -dijo Santiago-. ¿La ha estado enamorando?

– Qué ocurrencia, el viejito ya no sopla -se le marcaban dos hoyuelos en las mejillas y su risa era rápida y aguda, sin complicaciones-. Tiene como cien años.

Toda la mañana lo tuvieron de una sala a otra, tomándole radiografías y haciéndole análisis; el nebuloso doctor de la noche pasada lo sometió a un interrogatorio casi policial. No había nada roto, aparentemente; pero no le gustaban esas punzadas, joven, a ver qué decían las radiografías. Al mediodía vino Arispe y le hizo bromas: se había tapado las orejas y hecho contra al enterarse del accidente, Zavalita, ya se imaginaba las mentadas de madre que habría recibido.

Saludos del Director, que se estuviera en la clínica todo el tiempo que hiciera falta, el diario correría también con los gastos extras, con tal que no encargaras banquetes al hotel Bolívar. ¿De veras no querías que avisaran a tu familia, Zavalita? No, el viejo se asustaría y no valía la pena, no tenía nada. En la tarde vinieron Periquito y Darío; sólo tenían moretones y estaban contentos. Les habían dado dos días de descanso y esa noche se iban juntos a una fiesta. Poco después llegaron Solórzano, Milton y Norwin, y, cuando todos ellos partieron, aparecieron, como recién rescatados de un naufragio, cadavéricos y acaramelados, la China y Carlitos.

– Qué caras -dijo Santiago-. Ni que hubieran seguido hasta ahora la farra de la otra noche.

– La seguimos -dijo la China, bostezando aparatosamente; se derrumbó a los pies de la cama y se quitó los zapatos-. Ya ni sé en qué fecha estamos ni qué hora es.

– Hace dos días que no piso "La Crónica" -dijo Carlitos, amarillo, la nariz encarnada, los ojos gelatinosos y felices-. Llamé a Arispe para inventarle un ataque de úlcera y me contó lo del accidente. No vine antes, para no encontrarme con alguien de la redacción.

– Saludos de Ada Rosa -se carcajeó la China-. ¿No ha venido a verte?

– No me hables de Ada Rosa -dijo Santiago-. La otra noche se convirtió en una pantera.

Pero la China lo interrumpió con su torrentosa carcajada fluvial: ya sabían, ella misma les había contado lo que pasó. Ada Rosa era así, provocaba y a última hora se chupaba, una calentadora, una loca. La China se reía con contorsiones, palmoteando como una foca. Tenía los labios pintados en forma de corazón, un altísimo peinado barroco que daba a su cara una soberbia agresividad, y todo en ella parecía esta noche más excesivo que nunca: sus gestos, sus curvas, sus lunares. Y Carlitos sufría y gozaba por eso, piensa, de eso dependían sus angustias, su serenidad.

– Me mandó a dormir a la alfombra -dijo Santiago-. El cuerpo no me duele del accidente sino de lo duro que es el piso de tu casa.

Carlitos y la China se quedaron conversando cerca de una hora, y, apenas se fueron, entró la enfermera.

Traía una sonrisa maliciosa flotando en los labios y una mirada diabólica.

– Vaya, vaya, qué amiguitas -dijo, mientras arreglaba las almohadas-. ¿Esa María Antonieta Pons que vino no era una de las Binbambún?

– No me diga que usted también fue a ver a las Binbambún -dijo Santiago.

– Las he visto en fotos -dijo ella; y lanzó una risita serpentina-. ¿Esa Ada Rosa es otra de las Binbambún?

– Ah, nos ha estado espiando -se rió Santiago-. ¿No dijimos muchas lisuras?

– Montones, sobre todo la María Antonieta Pons, me tuve que tapar los oídos -dijo la enfermera-. ¿y su amiguita, ésa que lo dejó durmiendo en el suelo, tiene la misma boca de basurero?

– Todavía peor que ésta -dijo Santiago-. No es nada mío, no me dio bola.

– Con esa cara de santito, nadie lo hubiera creído un bandido -dijo ella, muerta de risa.

– ¿Me darán de alta mañana? -dijo Santiago-. No tengo ganas de pasarme sábado y domingo aquí.

– ¿No le gusta mi compañía? -dijo ella-. Lo voy a acompañar, qué más quiere. Estoy de guardia este fin de semana. Pero ahora que sé que se junta con Mamberas, ya no le tengo confianza.

– Y qué tiene contra las mamberas -dijo Santiago-. ¿No son mujeres como cualquier otra?

– ¿Son? -dijo ella, con los ojos chispeando-. Cómo son, qué hacen las mamberas. Cuénteme, usted que las conoce tanto.

Había empezado así, seguido así, Zavalita: bromitas, jueguecitos. Pensabas qué coqueta es, una suerte que estuviera aquí, ayudaba a matar el tiempo, pensabas lástima que no sea más bonita. ¿Por qué con ella, Zavalita? Aparecía a cada momento en el cuarto, traía las comidas y se quedaba charlando hasta que entraba la enfermera jefe o la monja y entonces se ponía a acomodar las sábanas o te zambullía el termómetro en la boca y adoptaba una cómica expresión profesional. Se reía, no se cansaba de tomarte el pelo, Zavalita. Era imposible saber si su terrible, universal curiosidad -cómo se hacía uno periodista, qué era ser periodista, cómo se escribían artículos- era sincera o estratégica, si su coquetería era desinteresada y deportiva o si realmente se había fijado en ti o si tú, como ella a ti, sólo la ayudabas a matar el tiempo. Había nacido en Ica, vivía cerca de la plaza Bolognesi, había terminado la Escuela en Enfermeras hacía unos meses, estaba haciendo su año de práctica en “La Maison de Santé”. Era locuaz y servicial; le traía cigarrillos a escondidas y le prestaba los periódicos. El viernes, el doctor dijo que los exámenes no eran satisfactorios y que iba a verlo el especialista. El especialista se llamaba Mascaró y luego de echar una apática ojeada a las radiografías dijo no sirven, que le tomen otras. El sábado al anochecer se apareció Carlitos, con un paquete bajo el brazo, sobrio y tristísimo: sí, se habían peleado, esta vez para siempre. Había traído comida china, Zavalita, ¿no lo botarían, no? La enfermera les consiguió platos y cubiertos, conversó con ellos y hasta probó un poquito de arroz chaufa. Cuando pasó la hora de visitas, permitió que Carlitos se quedara un rato más y ofreció sacarlo a ocultas. Carlitos había traído también licor, en una botellita sin etiqueta y al segundo trago comenzó a maldecir a “La Crónica”, a la China, a Lima y al mundo y Ana lo miraba escandalizada. A las diez de la noche lo obligó a irse. Pero volvió para llevarse los cubiertos y, al salir, desde la puerta, le guiño un ojo: que te sueñes conmigo. Se fue y Santiago la oyó reírse en el pasillo. El lunes, el especialista examinó las nuevas radiografías y dijo desilusionado usted está más sano que yo. Ana estaba en su día libre. Le habías dejado un papelito en la entrada, Zavalita. Mil gracias por todo, piensa, te llamaré un día de éstos.

– ¿PERO quién era ese don Hilario? -dice Santiago-. Además de ladrón, quiero decir.

Ambrosio había vuelto un poco achispado de su primera conversación con don Hilario Morales. De entrada el tipo se dio muchos aires, le había contado a Amalia, me vio moreno y creyó que no tenía un cobre.

No se le había ocurrido que Ambrosio iba a proponerle un negocio de igual a igual, sino que iba a mendigarle un puestecito. Pero a lo mejor el señor había venido cansado de Tingo María, Ambrosio, a lo mejor por eso no te recibió bien. Podía ser, Amalia: lo primero que había hecho al ver a Ambrosio había sido contarle, jadeando como un sapo y echando carajos, que el camión que traía de Tingo María se había quedado plantado ocho veces por derrumbes provocados por el aguacero, y que el viaje, qué vaina, había durado treinta y cinco horas. Cualquier otro hubiera tomado la iniciativa y dicho venga, le invito una cerveciola, pero don Hilario no, Amalia; aunque en eso, Ambrosio lo había fregado. A lo mejor al señor no le gustaba tomar, lo había consolado Amalia.

– Un cincuentón, niño -dice Ambrosio-. Se andaba sacando cosas de los dientes todo el tiempo.

Don Hilario lo había recibido en su vetusta oficinita mosqueada de la plaza de Armas, sin decirle siquiera tome asiento. Lo había dejado esperando de pie mientras leía la carta de Ludovico que Ambrosio le había alcanzado, y sólo al terminar de leer le había señalado una silla, sin simpatía, con resignación. Lo había observado de arriba abajo y por fin se había dignado abrir la boca: ¿cómo iba ese desdichado de Ludovico?

– Ahora muy bien, don -había dicho Ambrosio-. Después de soñar tantos años con que lo asimilaran, al fin lo metieron al escalafón. Ha ido ascendiendo y ahora está de subjefe de la división de Homicidios.

Pero a don Hilario no había parecido entusiasmarle lo más mínimo la buena noticia, Amalia. Había encogido los hombros, se había escarbado un diente negro con la uña del dedo meñique, que tenía larguísima, escupido y murmurado quién lo entiende. Porque Ludovico, aunque fuera su sobrino, había nacido bruto y fracasado.

– Y un padrillo, niño -dice Ambrosio-. Tres casas en Pucallpa, con mujer propia y una nube de hijos en las tres.

– Bueno, dígame qué se le ofrece -había murmurado por fin don Hilario-. ¿Qué ha venido a hacer por Pucallpa?

– A trabajar, como se lo cuenta Ludovico en la carta -había dicho Ambrosio.

Don Hilario se había reído con unos cocorocós de papagayo, estremeciéndose todito.

– ¿Se ha vuelto loco? -había dicho, escarbándose el diente con furia-. Éste es el peor sitio del mundo para venirse a trabajar. ¿No ha visto esos tipos yendo y viniendo con las manos en los bolsillos por las calles? Aquí el ochenta por ciento de la gente vaga, no hay trabajo. A menos que quiera irse a tirar lampa a alguna chacra o a emplearse como peón de los militares que construyen la carretera. Pero ni eso es fácil y ésos son trabajos de hambre. Aquí no hay porvenir.

Regrese a Lima volando.

Ambrosio había tenido ganas de mandarlo al carajo, Amalia, pero se había aguantado, sonreído amablemente y ahí fue que lo había fregado: ¿le aceptaba una cervecita en cualquier sitio, don? Hacía calor, por qué no conversaban refrescándose, don. Lo había dejado asombrado con esa invitación, Amalia, se había dado cuenta que Ambrosio no era lo que él pensaba. Habían ido a la calle Comercio, ocupado una mesita de “El gallo de oro”, pedido dos cervezas bien heladas.

– No vengo a pedirle trabajo, don -había dicho Ambrosio, después del primer trago-. Sino a proponerle un negocito.

Don Hilario había bebido despacio, mirándolo con atención. Había puesto el vaso en la mesa, se había rascado el pescuezo de surcos grasosos, escupido a la calle, observado cómo la tierra sedienta se tragaba la saliva.

– Ajá -había dicho despacio, asintiendo, y como hablando a la aureola de moscas zumbantes-. Pero para hacer negocitos se necesita capital, mi amigo.

– Ya lo sé, don -había dicho Ambrosio-. Tengo unos solcitos ahorrados. Yo quería ver si usted me ayudaba a invertirlos bien. Ludovico me dijo mi tío Hilario es un zorro para los negocios.

– Ahí lo fregaste otra vez -había dicho Amalia riéndose.

– Se volvió otra persona -había dicho Ambrosio-. Empezó a tratarme como ser humano.

– Ah, ese Ludovico -había carraspeado don Hilario, con un aire de pronto bonachón-. Le dijo la pura verdad. Unos nacen dotados para aviadores, otros para cantantes. Yo nací para los negocios.

Había sonreído a Ambrosio con picardía: bien hecho que viniera a verlo, él lo pilotearía. Ya encontrarían algo que les hiciera ganar unos solcitos. E intempestivamente: vámonos a un chifita, ya comenzaba a hacer hambre ¿no? De repente hecho una seda, ¿ves cómo era la gente, Amalia?

– Vivía en las tres al mismo tiempo y había que estar correteando de una casa a otra -dice Ambrosio-. Y después descubrí que también en Tingo María tenía mujer e hijos, figúrese niño.

– Pero hasta ahora no me has dicho cuánto tienes ahorrado -se había atrevido a preguntar Amalia.

– Veinte mil soles -había dicho don Fermín-. Sí, tuyos, para ti. Te ayudará a empezar de nuevo, a desaparecer, pobre infeliz. Nada de llantos, Ambrosio. Anda vete. Que Dios te bendiga, Ambrosio.

– Me dio una comilona y nos tomamos media docena de cervezas -había dicho Ambrosio-. Él pagó todo, Amalia.

– Para los negocios, lo primero es saber con qué se cuenta- había dicho don Hilario-. Como en la guerra. Hay que saber cuáles son las fuerzas que se va a lanzar al ataque.

– Mis fuerzas por ahora son quince mil soles -había dicho Ambrosio-. En Lima tengo algo más, y si el negocio me conviene, puedo traer esa plata más tarde.

– No es gran cosa -había reflexionado don Hilario dos dedos afanosos dentro de la boca-. Pero algo se hará.

– Con tanta familia no me extraña que fuese ladrón -dice Santiago.

A Ambrosio le hubiera gustado algo relacionado con la “Compañía de Transportes Morales” don, porque él había sido chofer, ése era su ramo. Don Hilario había sonreído, Amalia, alentándolo. Le había explicado que la Compañía había nacido hacía cinco años, con dos camionetas, y que ahora tenía dos camioncitos y tres camionetitas, los primeros para carga y las segundas de pasajeros, que hacían el servicio Tingo María-Pucallpa. Trabajito duro, Ambrosio: la carretera, una mugre, destrozaba llantas y motores. Pero, ya veía, él había sacado la empresa adelante.

– Yo pensaba en un camioncito viejo -había dicho Ambrosio-. Tengo para la cuota inicial. Lo demás se iría pagando con el trabajo.

– Eso descartado, porque sería hacerme la competencia -se había reído don Hilario, con unos cocorocós cariñosos.

– No quedamos en nada todavía -había dicho Ambrosio-. Dijo que habíamos hecho los contactos. Conversaremos mañana de nuevo.

Se habían visto al día siguiente, al subsiguiente y al otro, y cada vez había vuelto Ambrosio a la cabaña achispado y con tufo de cerveza asegurando ¡este don Hilario resultó un jarro temible! A la semana habían llegado a un acuerdo, Amalia: Ambrosio manejaría una de las camionetitas de “Transportes Morales” con un sueldo base de quinientos más el diez por ciento de los pasajes, y entraría como socio de don Hilario en un negocito que era una fija. Y Amalia, al verlo que vacilaba ¿cuál negocito?

– "Ataúdes Limbo" -había dicho Ambrosio, un poco chupado-. La compramos por treinta mil, don Hilario dice que ese traspaso es un regalo. No voy a tener ni siquiera que ver a los muertos, él va a administrar la funeraria y me dará mi ganancia cada seis meses. ¿Por qué pones esa cara, qué tiene de malo?

– No tendrá nada de malo, pero me da no sé qué -había dicho Amalia-. Sobre todo porque son muertos niñitos.

– También haremos cajones para viejos -había dicho Ambrosio-. Don Hilario dice que es lo más seguro porque la gente se muere siempre. Vamos a medias en las ganancias. Él se encarga de la administración y no va cobrar nada por eso. Qué más quiero ¿no es cierto?

– O sea que ahora vas a estar viajando a Tingo María todo el tiempo -había dicho Amalia.

– Sí, y no podré controlar el negocio -había respondido Ambrosio-. Tienes que estar con los ojos bien abiertos, contar todos los cajones que salgan. Para eso la tienes ahí, tan cerca. Puedes vigilar sin salir de la casa.

– Está bien -había repetido Amalia-. Pero me da no sé qué.

– Total, que durante meses me las pasé arrancando, frenando y acelerando -dice Ambrosio-. Manejaba la carcocha más vieja del mundo, niño. Se llamaba "El Rayo de la Montaña".

III

– O SEA que usted fue el primero en casarse, niño -dice Ambrosio-. Les dio el ejemplo a sus hermanos.

De "La Maison de Santé" fue a la pensión de Barranco a afeitarse y cambiarse de ropa y luego a Miraflores. Eran sólo las tres de la tarde, pero vio el auto de don Fermín cuadrado en la puerta de calle. El mayordomo lo recibió con cara seria: los señores habían estado preocupados por lo que no vino a almorzar el domingo, niño. No estaban la Teté ni el Chispas. Encontró a la señora Zoila viendo televisión en el cuartito que había hecho acondicionar debajo de la escalera para la canasta de los jueves.

– Ya era hora -murmuró, estirándole la cara fruncida-. ¿Vienes a ver si estamos vivos?

Trató de desenojarla con bromas -estabas de buen humor, Zavalita, libre del encierro de la Clínica-, pero ella, mientras echaba continuas ojeadas involuntarias a su tele-teatro, siguió riñéndolo: el domingo habían puesto tu asiento, la Teté y Popeye y el Chispas y Cary se habían quedado hasta las tres esperándote, deberías ser más considerado con tu padre que está enfermo. Sabiendo que cuenta los días para verte, piensa, sabiendo cómo lo resiente que no vengas. Piensa: había hecho caso a los médicos, no iba a la oficina, descansaba, creías que estaba restablecido del todo.

Y sin embargo esa tarde viste que no, Zavalita. Estaba en el escritorio, solo, con una manta en las rodillas sentado en el sillón de costumbre. Hojeaba una revista y cuando vio entrar a Santiago le sonrió con afectuoso rencor. La piel todavía bruñida del verano se había avejentado, aparecido en su cara un extraño rictus y era como si en pocos días hubiera perdido diez kilos. Estaba sin corbata, con una casaca de pana abierta y unas puntas de vello canoso asomaban por el cuello de la camisa. Santiago se sentó a su lado.

– Tienes muy buena cara, papá -dijo, besándolo-. ¿Cómo te sientes?

– Mejor, pero tu madre y el Chispas me hacen sentirme un inútil -se quejó don Fermín-. Sólo me dejan ir un ratito a la oficina y me obligan a dormir siestas y a pasar las horas aquí, como un inválido.

– Sólo hasta que te repongas completamente -dijo Santiago-. Después te podrás desquitar, papá.

– Ya les advertí que sólo aguanto este régimen de fósil hasta fin de mes -dijo don Fermín-. Desde el primero, vuelvo a mi vida normal. Ahora ni me entero cómo andan las cosas.

– Deja que se ocupe el Chispas, papá -dijo Santiago-. ¿Acaso no lo está haciendo tan bien?

– Sí, lo hace bien -sonrió don Fermín, asintiendo-. Él dirige ahora todo, prácticamente. Es serio, tiene buen tino. Lo que pasa es que no me resigno a ser una momia.

– Quién iba a decir que el Chispas resultaría todo un hombre de negocios -se rió Santiago-. Después de todo, fue una suerte que lo botaran de la Naval.

– El que no lo está haciendo muy bien eres tú, flaco -dijo don Fermín, con el mismo tono cariñoso y un dejo de cansancio-. Ayer fui a tu pensión y la señora Lucía me dijo que no habías ido a dormir varios días.

– Estuve en Trujillo, papá -había bajado la voz, piensa, hecho un ademán como diciendo entre tú y yo, tu madre no sabe nada-. Me mandaron hacer un reportaje. Me sacaron volando y no tuve tiempo de avisarles.

– Ya estás grande para reñirte o darte consejos -dijo don Fermín, con suavidad siempre afectuosa y algo apenada-. Además, ya sé que no serviría de nada.

– No creerás que me he dedicado a la mala vida, papá -sonrió Santiago.

– Hace tiempo que me andan dando algunas noticias alarmantes -dijo don Fermín, sin cambiar de expresión-. Que te ven en bares, en boites. Y no en los mejores sitios de Lima. Pero como eres tan susceptible, ya ni me atrevo a preguntarte nada, flaco.

– Voy alguna que otra vez, como todo el mundo -dijo Santiago-. Tú sabes que no soy jaranista, papá. ¿No te acuerdas cómo tenía que insistir la mamá para que fuera a fiestas de chico?

– De chico -se rió don Fermín-. ¿Te sientes viejísimo ya?

– No vas a hacer caso de los chismes de la gente -dijo Santiago-. Soy muchas cosas pero no eso, papá.

– Es lo que yo creía, flaco -dijo don Fermín, después de una larga pausa-. Al principio pensé que se divierta un poco, incluso le hará bien. Pero ya son muchas veces que me vienen a decir lo vimos aquí, allá, con copas, con gente de lo peor.

– No tengo ni tiempo ni plata para dedicarme a jaranista -dijo Santiago-. Es absurdo, papá.

– No sé qué pensar, flaco -se había puesto serio, Zavalita, había agravado la voz-. Pasas de un extremo a otro, es difícil entenderte. Mira, creo que preferiría que terminaras de comunista antes que de borrachín y de badulaque.

– Ninguna de las dos cosas, papá, puedes estar tranquilo -dijo Santiago-. Hace años que no sé lo que es política. Leo todo el diario menos las noticias políticas. No sé ni quien es Ministro, ni quien es senador. Yo mismo pedí que no me mandaran a hacer informaciones políticas.

– Dices eso con un resentimiento terrible -murmuró don Fermín-. ¿Te pesa tanto no haberte dedicado a tirar bombas? No me lo reproches a mí. Yo te di un consejo, nada más, y acuérdate que te has pasado la vida dándome la contra. Si no te has hecho comunista, será porque en el fondo no estabas tan seguro de eso.

– Tienes razón, papá -dijo Santiago-. No me pesa nada, no pienso nunca en eso. Sólo te estaba tranquilizando. Ni comunista ni badulaque, no te preocupes.

Conversaron de otras cosas, en la cálida atmósfera de libros y maderas del escritorio, viendo caer el sol enrarecido por las primeras neblinas del invierno oyendo a lo lejos las voces del tele-teatro, y poco a poco don Fermín había ido tomando ánimos para abordar el tema eterno y repetir la ceremonia celebrada tantas veces, Zavalita: vuelve a la casa, recíbete de abogado, trabaja conmigo.

– Ya sé que no te gusta que te hable de eso -fue la última vez que trató, Zavalita-. Ya sé que me arriesgo a espantarte de la casa de nuevo si te hablo de eso.

– No digas adefesios, papá -dijo Santiago.

– ¿Cuatro años no es bastante, flaco? -¿se había resignado desde entonces, Zavalita?- ¿Ya no te has hecho bastante daño, ya no nos has hecho bastante daño?

– Pero si me he matriculado, papá -dijo Santiago-. Este año…

– Este año me vas a meter el dedo a la boca como los pasados -lo había seguido rumiando hasta el final, secretamente, la esperanza de que volvieras, Zavalita?- Ya no te creo, flaco. Te matriculas, pero no pisas la Universidad ni das exámenes.

– Los años pasados tuve mucho trabajo -insistió Santiago-. Pero ahora voy a asistir a clases. He arreglado mi horario para acostarme temprano y…

– Te has acostumbrado a trasnochar, a tu sueldito, a tus amigos jaranistas del periódico y ésa es tu vida -sin cólera, sin amargura, Zavalita, con una tierna pesadumbre-. ¿Cómo voy a dejar de repetirte que no puede ser, flaco? Tú no eres eso que quieres demostrarte que eres. No puedes seguir siendo un mediocre, hijo.

– Tienes que creerme, papá -dijo Santiago-. Te juro que esta vez es cierto. Iré a clases, daré exámenes.

– Ahora no te lo pido por ti, sino por mí -don Fermín se inclinó, le puso la mano en el brazo-. Arreglaremos un horario que te permita estudiar y ganarás más que en “La Crónica”. Ya es hora de que te pongas al corriente de todo. En cualquier momento yo me muero y entonces tú y el Chispas tendrán que sacar adelante la oficina. Tu padre te necesita, Santiago.

No estaba enfurecido, ni esperanzado ni ansioso como otras veces, Zavalita. Estaba deprimido, piensa, repetía las frases de siempre por rutina o terquedad, como quien juega las últimas reservas en una sola mano sabiendo que también ahora va a perder. Tenía un brillo descorazonado en los ojos y las manos unidas sobre la manta.

– Sólo te serviría de estorbo en la oficina, papá-dijo Santiago-. Sería un verdadero problema para ti y para el Chispas. Sentiría que me están pagando un sueldo de favor. Además, no hables de morirte. Tú mismo acabas de decirme que te sientes mucho mejor.

Don Fermín estuvo cabizbajo unos segundos, luego alzó la cara y sonrió, empeñosamente: estaba bien, no quería fregarte más la paciencia con lo mismo, flaco. Piensa: sólo decirte que me darías la alegría más grande de la vida si un día entras por esa puerta y me dices renuncié al periódico, papá. Pero se calló, porque había llegado la señora Zoila, jalando un carrito con tostadas y tacitas de té. Vaya, por fin se había acabado el tele-teatro, y comenzó a hablar de Popeye y la Teté. Estaba preocupada, piensa, Popeye quería casarse el próximo año pero la Teté era una criatura, ella les aconsejaba esperen un tiempito más. La vieja de tu madre no quiere ser abuela todavía, bromeaba don Fermín. ¿Y el Chispas y su enamorada, mamá? Ah Cary estaba muy bien, encantadora, vivía en la Punta hablaba inglés. Y tan seriecita, tan formalita. Hablaban de casarse el próximo año, también.

– Menos mal que a pesar de tus locuras todavía no te ha dado por ahí -dijo cautelosamente la señora Zoila-. Supongo que tú no estarás pensando en casarte ¿no?

– Pero tendrás enamorada -dijo don Fermín-. Quién es, cuéntanos. No se lo diremos a la Teté, para que no te vuelva loco.

– No tengo, papá -dijo Santiago-. Palabra que no.

– Pues deberías, qué esperas -dijo don Fermín-. No querrás quedarte solterón, como el pobre Clodomiro.

– La Teté se casó unos meses después que yo -dice Santiago-. El Chispas, un año y pico después.

YA SABÍA que vendría, pensó Queta. Pero le pareció increíble que se hubiera atrevido. Era medianoche pasada, no se podía dar un paso, Malvina estaba borracha y Robertito sudaba. Borrosas en la medialuz envenenada de humo y chachachá, las parejas oscilaban en el sitio. De rato en rato, Queta distinguía en distintos puntos del Bar o en el saloncito o en los cuartos de arriba los disforzados chillidos de Malvina. Él seguía en la puerta; grande y asustado, con su flamante terno marrón a rayas y su corbata roja, los ojos yendo y viniendo. Buscándote, pensó Queta, divertida.

– La señora no permite negros -dijo Martha, a su lado-. Sácalo, Robertito.

– Es el matón de Bermúdez -dijo Robertito-. Voy a ver. La señora dirá.

– Sácalo sea quien sea -dijo Martha-. Esto se va a desprestigiar. Sácalo.

El muchachito con una sombra de bigote y chaleco de fantasía que la había sacado a bailar tres veces seguidas sin dirigirle la palabra, volvió a acercarse a Queta y articuló con angustia ¿subimos? Sí, dame para el cuarto y anda subiendo, era el doce, ella iría a pedir la llave. Se abrió paso entre la gente que bailaba, llegó frente al sambo y vio sus ojos: ígneos, asustados. ¿Qué quería, quién lo había mandado aquí? Apartó la vista, volvió a mirarla y oyó apenas buenas noches.

– La señora Hortensia -susurró él, con voz avergonzada, desviando los ojos-. Que ha estado esperando que la llamara.

– He estado ocupada -no te mandó, no sabía mentir, viniste por mí-. Dile que la llamaré mañana.

Dio media vuelta, subió, y, mientras le pedía la llave del doce a Ivonne, pensaba se irá pero va a volver. La esperaría en la calle, un día la seguiría, por fin se atrevería y se le acercaría temblando. Bajó media hora después y lo vio sentado en el Bar, de espaldas a las parejas del salón. Bebía mirando las siluetas de senos protuberantes que Robertito había dibujado con tizas de colores en las paredes; sus ojos blancos revoloteaban en la penumbra, brillantes e intimidados y las uñas de la mano que aferraba el vaso de cerveza parecían fosforescentes. Se atrevió, pensó Queta. No se sintió sorprendida, no le importó. Pero sí a Martha, que estaba bailando y gruñó ¿viste? al pasar Queta a su lado, ahora se permitían negros aquí. Despidió en la entrada al muchachito del chaleco, volvió al Bar y Robertito le servía al sambo otra cerveza. Quedaban muchos hombres sin pareja, arrinconados y de pie, mirando, y ya no se oía a Malvina. Cruzó la pista, una mano la pellizcó en la cadera y ella sonrió sin detenerse, pero antes de llegar al mostrador se le interpuso una cara hinchada de ojos añejos y cejas hirsutas: ven a bailar.

– La señorita está conmigo, don -musitó la voz ahogada del sambo; estaba junto a la lámpara y la pantalla de luceros verdes le daba en el hombro.

– Me acerqué primero -vaciló el otro, considerando el largo cuerpo inmóvil-. Pero está bien, no peleemos.

– No estoy con éste sino contigo -dijo Queta, tomando de la mano al hombre-. Ven; vamos a bailar.

Lo jaló a la pista, riéndose por adentro, pensando ¿cuántas cervezas para atreverse?, pensando te voy a enseñar, ya vas a ver, ya verás. Bailaba y sentía a su pareja tropezando, incapaz de seguir la música, y veía los ojos añejos espiando descontrolados al sambo que, siempre de pie, miraba ahora parsimoniosamente las figuras de la pared y la gente de los rincones. Terminó la pieza y el hombre quiso retirarse. ¿No le tendría miedo al morenito, no?, podían bailar otra. Suelta, se había hecho tarde, tenía que irse. Queta se rió, lo soltó, fue a sentarse a una de las banquetas del Bar y un instante después el sambo estaba a su lado. Sin mirarlo, adivinó su cara descompuesta por la confusión, sus gruesos labios abriéndose.

– ¿Ya me llegó mi turno? -dijo, espesamente-. ¿Ya se podría bailar?

Lo miró a los ojos, seria, y lo vio bajar la cabeza en el acto.

– ¿Y qué pasa si se lo cuento a Cayo Mierda? -dijo Queta.

– No está -balbuceó él, sin alzar la frente, sin moverse-. Se ha ido de gira al Sur.

– ¿Y qué pasa si cuando vuelva le digo que viniste y quisiste meterte conmigo? -insistió Queta, con paciencia.

– No sé -dijo el sambo, suavemente-. A lo mejor nada. O me botará. O me hará meter preso o peores cosas.

Levantó un segundo la vista, como rogándome si quiere escúpame pero no le cuente pensó Queta, y la desvió. ¿Era mentira entonces que la loca lo hubiera mandado con ese encargo?

– Era verdad -dijo el sambo; dudó un momento y añadió, todavía cabizbajo-. Pero no me mandó que me quedara.

Queta se echó a reír y el sambo alzó la vista: ígneos, blancos, esperanzados, asustados. Robertito se había acercado e interrogó mudamente a Queta frunciendo los labios; ella le indicó con un gesto que estaba bien.

– Si quieres conversar conmigo tienes que pedir algo -dijo, y ordenó-: Para mí vermouth.

– Tráigale un vermouth a la señorita -repitió el sambo-. Para mí, lo mismo de antes.

Queta vio la media sonrisa irónica de Robertito al alejarse, y descubrió a Martha, al fondo de la pista, mirándola indignada por sobre el hombro de su pareja, y vio las pupilas excitadas y censoras de los solitarios de los rincones, clavadas en ella y el sambo. Robertito trajo la cerveza y la copita de té ralo y al irse le guiñó un ojo como diciéndole te compadezco o no es culpa mía.

– Yo me doy cuenta -murmuró el sambo-. Usted no me tiene ninguna simpatía.

– No porque seas negro, a mí me importa un pito -dijo Queta-. Porque eres sirviente del asqueroso de Cayo Mierda.

– No soy sirviente de nadie -dijo el sambo, tranquilo-. Sólo soy su chofer.

– Su matón -dijo Queta-. ¿El otro que anda contigo en el auto es de la policía? ¿Tú también eres de la policía?

– Hinostroza sí es de la policía -dijo el sambo-. Yo sólo soy su chofer.

– Si quieres, puedes ir a decirle a Cayo Mierda que yo digo que es un asqueroso -sonrió Queta.

– No le gustaría -dijo él, lentamente, con respetuoso humor-. Don Cayo es muy orgulloso. No se lo diré, usted tampoco le dice que vine y así quedamos empatados.

Queta lanzó una carcajada: ígneos, blancos, codicioso, alentados pero todavía inseguros y miedosos.

¿Cómo se llamaba? Ambrosio Pardo y sabía que ella se llamaba Queta.

– ¿Cierto que Cayo Mierda y la vieja Ivonne son ahora socios? -dijo Queta-. ¿Que tu patrón es ahora también el dueño de esto?

– Qué voy a saber yo -murmuró él; e insistió, con suave firmeza-. No es mi patrón, es mi jefe.

Queta bebió un trago de té frío, hizo una mueca de disgusto, rápidamente vació la copa al suelo, cogió el vaso de cerveza, y mientras los ojos de Ambrosio giraban hacia ella sorprendidos, bebió un corto trago.

– Te voy a decir una cosa -dijo Queta-. Me cago en tu patrón. No le tengo miedo. Me cago en Cayo Mierda.

– Ni que estuviera con diarrea -se atrevió a susurrar él-. Mejor no hablemos de don Cayo, la conversación se está poniendo peligrosa.

– ¿Te has acostado con la loca de Hortensia? -dijo Queta y vio el terror aflorando violentamente a los ojos del sambo.

– Cómo se le ocurre -balbuceó, estupefacto-. No repita eso ni en broma.

– ¿Y cómo te atreves a querer acostarte conmigo entonces? -dijo Queta, buscándole los ojos.

– Porque usted -balbuceó Ambrosio, y la voz se le cortó; bajó la cabeza, confuso-. ¿Quiere otro vermouth?

– ¿Cuántas cervezas te has tomado para atreverte? -dijo Queta, divertida.

– Muchas, ya perdí la cuenta -Queta lo oyó sonreír, hablar con voz más íntima-. No sólo cervezas, hasta capitanes. Vine anoche también, pero no entré. Hoy sí porque la señora me dio ese encargo.

– Está bien -dijo Queta-. Pídeme otro vermouth y te vas. Mejor no vuelvas.

Ambrosio revolvió los ojos hacia Robertito: otro vermouth, don. Queta vio a Robertito conteniendo la risa, y a lo lejos, las caras de Ivonne y Malvina mirándola intrigadas.

– Los negros son buenos bailarines, espero que tú también -dijo Queta-. Por una vez en tu vida date el gusto de bailar conmigo.

Él la ayudó a bajar de la banqueta. La miraba ahora a los ojos con una gratitud canina y casi llorona. La enlazó apenas y no trató de pegarse. No, no sabía bailar, o no podía, se movía apenas y sin ritmo.

Queta sentía las educadas puntas de sus dedos en la espalda, su brazo que la sujetaba con temeroso cuidado.

– No te me pegues tanto -bromeó, divertida-. Baila como la gente.

Pero él no entendió y en vez de acercársele se separó todavía unos milímetros, murmurando algo. Qué cobarde es, pensó Queta, casi conmovida. – Mientras ella giraba, canturreaba, movía las manos en el aire y cambiaba de paso, él, meciéndose sin gracia en el sitio, tenía una expresión tan chistosa como las de las caretas de Carnaval que Robertito había colgado en el techo. Volvieron al Bar y ella pidió otro vermouth.

– Has hecho una estupidez viniendo -dijo Queta, amablemente-. Ivonne o Robertito o alguien se lo contará a Cayo Mierda y a lo mejor te metes en un lío.

– ¿Cree que? -susurró él, mirando alrededor, con una mueca estúpida. El idiota hizo todo los cálculos menos ése, pensó Queta, le malograste la noche.

– Seguro que sí -dijo-. ¿No ves que todos le tiemblan igual que tú? ¿No ves que parece que ahora es el socio de Ivonne? ¿Eres tan tonto que no se te ocurrió?

– Quisiera subir con usted -tartamudeó él: ígneos, rutilando en la cara plomiza, sobre la ancha nariz de ventanillas muy abiertas, los labios separados, los dientes blanquísimos brillando, la voz traspasada de susto-. ¿Se podría? -Y asustándose aún más-. ¿Cuánto costaría?

– Tendrías que trabajar meses para acostarte conmigo -sonrió Queta y lo miró con compasión.

– Aunque tuviera -insistió él-. Aunque fuera una vez. ¿Se podría?

– Se podría por quinientos soles -dijo Queta, examinándolo, haciéndole bajar los ojos, sonriendo. Más el cuarto que es cincuenta. Ya ves, no está al alcance de tu bolsillo.

Las bolas blancas de los ojos giraron un segundo, los labios se soldaron, abrumados. Pero la manaza se elevó y señaló lastimeramente a Robertito, que estaba al otro extremo del mostrador: ése había dicho que la tarifa era doscientos.

– La de las otras, yo tengo mi propia tarifa -dijo Queta-. Pero si tienes doscientos puedes subir con cualquiera de ésas. Menos Martha, la de amarillo. No le gustan los negros. Bueno, paga la cuenta y anda vete.

Lo vio sacar unos billetes de la cartera, pagarle a Robertito y guardarse el vuelto con una cara compungida y meditabunda.

– Dile a la loca que la voy a llamar -dijo Queta, amistosamente-. Anda, acuéstate con una de ésas, cobran doscientos. No tengas miedo, hablaré con Ivonne y no le dirá nada a Cayo Mierda.

– No quiero acostarme con ninguna de ésas -murmuró él-. Prefiero irme.

Lo acompañó hasta el jardincito de la entrada y allí él se paró de golpe, giró y, a la luz rojiza del farol, Queta lo vio vacilar, alzar y bajar y alzar los ojos, luchar con su lengua hasta que alcanzó a balbucear: le quedaban doscientos soles todavía.

– Si te pones terco me voy a enojar -dijo Queta-. Anda vete de una vez.

– ¿Por un beso? -se atragantó él, desorbitado-. ¿Se podría?

Balanceó sus largos brazos como si fuera a colgarse del árbol, metió una mano al bolsillo, trazó una circunferencia veloz y Queta vio los billetes. Los vio bajar hasta su mano y sin saber cómo ya estaban allí; arrugados y apretados entre sus propios dedos. Él echó una ojeada hacia el interior y lo vio inclinar la pesada cabeza y sintió en el cuello una adhesiva ventosa. La abrazó con furia pero no trató de besarla en la boca y, apenas la sintió resistir, se apartó.

– Está bien, valía la pena -lo oyó decir, risueño y reconocido, los dos carbones blancos danzando en las cuencas-. Alguna vez le traeré esos quinientos.

Abrió la puerta y salió y Queta quedó un momento mirando atontada los dos billetes azules que bailoteaban entre sus dedos.

CARILLAS borroneadas y tiradas al cesto, piensa, semanas y meses borroneados y tirados al. Ahí estaban, Zavalita: la estática redacción con sus chistes y chismes recurrentes, las conversaciones giratorias con Carlitos en el "Negro-Negro", las visitas de ladrón al mostrador de las boites. ¿Cuántas veces se habían amistado, peleado y reconciliado Carlitos y la China?

¿Cuándo las borracheras de Carlitos se habían convertido en una sola borrachera crónica? En esa gelatina de días, en esos meses malaguas, en esos años líquidos que se escurrían de la memoria, sólo un hilo delgadísimo al que asirse. Piensa: Ana. Habían salido juntos una semana después que Santiago dejó "La Maison de Santé" y vieron en el cine San Martín una película con Columba Domínguez y Pedro Armendáriz y comieron embutidos en un restaurant alemán de la Colmena; el jueves siguiente, chilí con carne en el "Cream Rica" del jilton de la Unión y una de toreros en el Excélsior.

Luego todo se atomizaba y confundía, Zavalita, tés en las vecindades del Palacio de Justicia, caminatas por el Parque de la Exposición, hasta que, de pronto, en el invierno de menuda garúa y neblina pertinaz, esa anodina relación hecha de menús baratos y melodramas mexicanos y juegos de palabras había adquirido una vaga estabilidad. Ahí estaba el "Neptuno", Zavalita: el oscuro local de ritmos sonámbulos, sus parejas ominosas bailando en las tinieblas, las estrellitas fosforescentes de las paredes, su olor a trago y adulterio.

Estabas preocupado por la cuenta, hacías durar el vaso avaramente, calculabas. Ahí se besaron por primera vez, empujados por la poca luz, piensa, la música y las siluetas que se manoseaban en la sombra: estoy enamorado de ti, Anita. Ahí tu sorpresa al sentir su cuerpo que se abandonaba contra el tuyo, yo también de ti Santiago, ahí la avidez juvenil de su boca y el deseo que te anegó. Se besaron largamente mientras bailaban, siguieron besándose en la mesa, y, en el taxi en que la llevaba a su casa, Ana se dejó acariciar los senos sin protestar. No hizo una broma en toda la noche, piensa. Había sido un romance desganado y semiclandestino, Zavalita. Ana se empeñaba en que fueras a almorzar a su casa y tú nunca podías, tenias un reportaje, un compromiso, la semana próxima, otro día.

Una tarde los encontró Carlitos en el "Haití" de la Plaza de Armas y puso cara de asombro al verlos de la mano y a Ana recostada en el hombro de Santiago. Había sido la primera pelea, Zavalita. ¿Por qué no le habías presentado a tu familia, por qué no quieres conocer a la mía, por qué ni siquiera a tu amigo íntimo le habías contado, te avergüenza estar conmigo? Estaban en la puerta de "La Maison de Santé" y hacía frío y tú te sentías aburrido: ya sé por qué te gustan tanto los melodramas mexicanos, Anita. Ella dio media vuelta y se entró a la clínica, sin despedirse.

Los primeros días después de esa pelea había sentido un delicado malestar, una quieta nostalgia. ¿El amor, Zavalita? Entonces nunca habías estado enamorado de Aída, piensa. ¿O era el amor ese gusano en las tripas que sentías años atrás? Piensa: entonces nunca de Ana, Zavalita. Volvió a salir con Carlitos y Milton y Solórzano y Norwin; una noche les contó bromeando sus amoríos con Ana y les inventó que se acostaban.

Luego, un día, antes de ir al diario se bajó en el paradero del Palacio de Justicia y se presentó en la clínica.

Sin premeditarlo, piensa, como de casualidad. Se reconciliaron en el zaguán de la entrada, entre gente que llegaba y salía, sin tocarse ni las manos, hablando en secreto, mirándose a los ojos. Me porté mal Anita, yo me porté mal Santiago, no sabes lo mal que me he Anita, y yo he llorado todas las Santiago. Se reunieron de nuevo al anochecer, en un cafetín de chinos con borrachitos y losetas cubiertas de aserrín, y hablaron horas, sin soltarse las manos, ante dos tazas de café con leche intactas. Pero tú habías debido contarle antes, Santiago, cómo se le iba a ocurrir que te llevabas mal con tu familia, y él le contaba de nuevo, la Universidad, la Fracción, "La Crónica", la tirante cordialidad con sus padres y hermanos. Todo menos lo de Aida, Zavalita, menos lo de Ambrosio, lo de la Musa.

¿Por qué le habías contado tu vida? Desde entonces se veían casi a diario y habían hecho el amor una semana o mes después, una noche, en una casa de citas de la Urbanización Las Margaritas. Ahí estaba su cuerpo tan delgado que se contaban sus huesos de la espalda, sus ojos asustados, su vergüenza y tu confusión al saber que era virgen. Nunca más te traería aquí Anita, te quería Anita. Desde entonces habían hecho el amor en la pensión de Barranco, una vez por semana, la tarde que doña Lucía hacía visitas. Ahí esos ansiosos amores sobresaltados de los miércoles, los remordimientos de Ana cada vez y su llanto cuando limpiaba la cama, Zavalita.

Don Fermín iba de nuevo a la oficina mañana y tarde y Santiago almorzaba con ellos los domingos.

La señora Zoila había consentido que Popeye y la Teté anunciaran su compromiso y Santiago prometió asistir a la fiesta. Era sábado, tenía su día libre en “La Crónica”, Ana estaba de guardia. Se hizo planchar el terno más presentable, se lustró él mismo los zapatos, se puso camisa limpia y a las ocho y media un taxi lo llevó a Miraflores. Ruido de voces y música sobrevolaba el muro del jardín y venía hasta la calle, sirvientas con guardapolvos espiaban desde los balcones vecinos el interior de la casa. Había autos estacionados a ambos lados de la pista, algunos montados en las veredas, y avanzabas pegado al muro, alejándote de la puerta, bruscamente indeciso, sin animarte a tocar el timbre ni a partir. A través de la verja del garaje vio sesgado el jardín: una mesita con un mantel blanco, un mayordomo haciendo guardia, parejas conversando alrededor del estanque. Pero el grueso de los invitados estaban en la sala y en el comedor y en los visillos de las ventanas se dibujaban sus siluetas. De adentro salían la música y las voces. Reconoció la cara de esa tía, el perfil de ese primo, y rostros que parecían fantasmales.

De pronto apareció el tío Clodomiro y se fue a sentar en la mecedora del jardín, solo. Ahí estaba, las manos y las rodillas juntas, mirando a las muchachas de tacones altos, a los muchachos de corbata que comenzaban a cercar la mesa de mantel blanco. Pasaban delante de él y afanosamente les sonreía. ¿Qué hacías ahí, tío Clodomiro, por qué venías donde nadie te conocía, donde los que te conocían no te querían? ¿Aparentar, a pesar de los desaires que te hacían, que eras de la familia, que tenías familia?, piensa. Piensa: a pesar de todo te importaba la familia, querías a la familia que no te quería? ¿O es que la soledad era todavía peor que la humillación, tío? Estaba ya decidido a no entrar pero no se marchaba. Paró un auto en la puerta y vio bajar a dos muchachas que, sujetándose el peinado, esperaron que el que manejaba estacionara y viniera. A él sí lo conocías, piensa: Tony, el mismo jopo danzarín sobre la frente, la misma risa de lorito.

Los tres entraron a la casa riéndose y ahí la absurda impresión que se reían de ti, Zavalita. Ahí esos súbitos salvajes deseos de ver a Ana. Desde la bodega de la esquina explicó a la Teté por teléfono que no podía salir de “La Crónica”: pasaría un ratito mañana y abrázalo a mi cuñado, Teté. Ay, qué aguado eras, supersabio, cómo les hacías esta perrada. Llamó a Ana por teléfono, fue a verla y conversaron un rato en la puerta de "La Maison de Santé".

Unos días después ella lo había llamado a “La Crónica” con voz vacilante: tenía que darte una mala noticia, Santiago. La esperó en el cafetín de los chinos y la vio llegar toda sofocada, con el abrigo sobre el uniforme, la cara larga: se iban a Ica, amor. Su padre había sido nombrado director de una Unidad Escolar, ella trabajaría quizás en el Hospital Obrero de allá. No te había parecido tan grave, Zavalita, y la habías consolado: irías a verla cada semana, ella también podría venir, Ica estaba tan cerca.

EL PRIMER día que trabajó de chofer en Transportes Morales, antes de partir a Tingo María, Ambrosio había llevado a Amalia y Amalita Hortensia a sacudirse un rato por las desniveladas calles de Pucallpa en la abollada camioneta azul llena de remiendos, cuyos guardafangos y parachoques estaban sujetos con sogas para no salir despedidos en los baches.

– Comparándola con los carros que había manejado aquí, era para llorar -dice Ambrosio-. Y sin embargo le digo que los meses que tuve “El rayo de la montaña” fueron felices, niño.

"El rayo de la montaña" había sido acondicionado con bancas de madera y en ella podían entrar, bien apretados, doce pasajeros. La perezosa vida de las primeras semanas se había vuelto desde entonces una activa rutina: Amalia le preparaba de comer, acomodaba el fiambre en la guantera de la carcocha y Ambrosio, en camiseta, una gorrita con visera, un pantalón en harapos y zapatillas de jebe, partía a Tingo María a las ocho de la mañana. Desde que él había comenzado a viajar, Amalia, después de tantos años, se había vuelto a acordar de la religión, empujada un poco por doña Lupe que le había regalado estampitas para la pared y la había arrastrado a la misa del domingo. Si no había inundaciones ni se malograba la carcocha, Ambrosio llegaba a Tingo María a las seis de la tarde; dormía en un colchón bajo el mostrador de Transportes Morales y al día siguiente regresaba a Pucallpa a las ocho. Pero ese horario se había cumplido rara vez, siempre se quedaba plantado por el camino y había viajes que duraban un día. El motor estaba cansado, Amalia, todo el tiempo se paraba a tomar fuerzas. Llegaba a la casa con tierra de los pies a los pelos y mortalmente extenuado. Se derrumbaba en la cama, y mientras ella le preparaba de comer, él, fumando, un brazo como almohada, tranquilo, exhausto, le contaba sus mañas para reparar las averías, los pasajeros que había tenido, las cuentas que le haría a don Hilario. Y, lo que más lo divertía, Amalia, las apuestas con Pantaleón.

Gracias a esas apuestas los viajes se hacían menos pesados, aunque los pasajeros se meaban de miedo. Pantaleón manejaba "El supermán de las pistas", una carcocha que pertenecía a Transportes Pucallpa, la empresa rival de Transportes Morales. Partían a la misma hora e iban haciendo carreras, no sólo para ganarse la media libra que apostaban, sino, sobre todo, para adelantarse a recoger a los pasajeros que iban de un caserío a otro, de una chacra a otra en el camino.

– Esos pasajeros que no compran boleto -le había dicho a Amalia-, ésos que no son pasajeros de Transportes Morales sino de Transportes Ambrosio Pardo.

– ¿Y si un día te descubre don Hilario? -le había dicho Amalia.

– Los patrones saben cómo son las cosas -le había explicado Pantaleón, Amalia-. Y se hacen los tontos porque se desquitan pagándonos sueldos de hambre. Ladrón que roba a ladrón, hermano, ya sabes qué.

En Tingo María, Pantaleón se había conseguido una viuda que no sabía que él tenía su mujer y tres hijos en Pucallpa, pero a veces no iba a casa de la viuda, sino a comer con Ambrosio a un restaurancito barato, “La luz del día” y a veces, después, a un bulín de esqueletos que cobraban tres soles. Ambrosio lo acompañaba por amistad, no podía entender que a Pantaleón le gustaran esas mujeres, él no se hubiera metido con ellas ni pagado. ¿De veras, Ambrosio? De veras, Amalia: retacas, panzonas, feísimas. Y además, llegaba tan cansado que aunque quisiera engañarte, el cuerpo no me respondería, Amalia.

Los primeros días, Amalia había tomado muy en serio el espionaje de "Ataúdes Limbo". Nada era diferente desde que la funeraria había cambiado de dueño.

Don Hilario no venía nunca al local; seguía el empleado de antes, un muchacho de cara enfermiza que se pasaba el día sentado en la baranda mirando estúpidamente los gallinazos que se asoleaban en los techos del Hospital y la Morgue. El único cuartito de la funeraria estaba repleto de ataúdes, la mayoría chiquitos y blancos. Eran toscos, rústicos, sólo uno Que otro cepillado y encerado. La primera semana se había vendido un ataúd. Un hombre descalzo y sin saco pero con corbata negra y rostro compungido, entró a "Ataúdes Limbo" y salió al poco rato cargando un cajoncito al hombro. Pasó frente a Amalia y ella se había persignado. La segunda semana no había habido ninguna compra; la tercera un par: uno de niño y otro de adulto. No parecía un gran negocio, Amalia, había comenzado a inquietarse Ambrosio.

Al mes, Amalia había empezado a descuidar la vigilancia. No se iba a pasar la vida en la puerta de la cabaña, con Amalita Hortensia en los brazos, sobre todo contando que se llevaban ataúdes tan rara vez.

Se había hecho amiga de doña Lupe, pasaban horas conversando, comían y almorzaban juntas, daban vueltas por la Plaza, por la calle Comercio, por el embarcadero. Los días más calurosos bajaban al río a bañarse en camisón y luego tomaban raspadillas en la Heladería Wong. Ambrosio descansaba los domingos; dormía toda la mañana y después de almorzar salía con Pantaleón a ver los partidos de fútbol en el estadio de la salida a Yarinacocha. En la tarde; dejaban a Amalita Hortensia con la señora Lupe y se iban al cine. Ya los conocían en la calle, la gente los saludaba. Doña Lupe entraba a la cabaña como si fuera la suya; una vez había pescado a Ambrosio desnudo, bañándose a baldazos en la huerta y Amalia se había muerto de risa.

Ellos también entraban donde doña Lupe cuando querían, se prestaban cosas. Cuando venía a Pucallpa, el marido de doña Lupe salía a sentarse con ellos a la calle, en las noches, a tomar fresco. Era un viejo que sólo abría la boca para hablar de su chacrita y sus deudas con el Banco Agropecuario.

– Creo que ya estoy contenta -le había dicho un día Amalia a Ambrosio-. Ya me acostumbré aquí. Y a ti ya no se te ve tan antipático como al principio.

– Se nota que te has acostumbrado -había respondido Ambrosio-. Andas sin zapatos y con tu paraguas, ya eres una montañesa. Sí, yo estoy contento también.

– Contenta porque ya pienso poco en Lima -había dicho Amalia-. Ya casi no me sueño con la señora, ya casi nunca pienso en la policía.

– Cuando recién llegaste pensé cómo puede vivir con él -había dicho doña Lupe, un día-. Ahora te digo que tuviste suerte de conseguírtelo. Todas las vecinas se lo quisieran de marido, negro y todo.

Amalia se había reído: era cierto, se estaba portando muy bien con ella, muchísimo mejor que en Lima y hasta a Amalita Hortensia le hacía sus cariños. Se le había alegrado tanto el espíritu últimamente y hasta ahora nunca se había peleado con él en Pucallpa.

– Felices pero hasta por ahí nomás -dice Ambrosio-. Lo que fallaba era la cuestión plata, niño.

Ambrosio había creído que gracias a los extras que sacaba sin que supiera don Hilario redondearían el mes. Pero no, en primer lugar había pocos pasajeros, y en segundo a don Hilario se le había ocurrido que las reparaciones las pagaran a medias la empresa y el chofer. Don Hilario se había vuelto loco, Amalia, si le aceptaba esto se quedaría sin sueldo. Habían discutido y quedado en que Ambrosio pagaría el diez por ciento de las reparaciones. Pero el segundo mes don Hilario le había descontado el quince, y cuando se robaron la llanta de repuesto había querido que Ambrosio pagara la nueva. Pero qué barbaridad, don Hilario, cómo se le ocurre. Don Hilario lo había mirado fijo: mejor no protestes, se le podían sacar muchos trapitos, ¿no se estaba ganando unos soles a sus espaldas? Ambrosio se había quedado sin saber qué decir, pero don Hilario le había tendido la mano: amigos de nuevo. Habían comenzado a redondear el mes con préstamos y adelantos que le hacía a regañadientes el propio don Hilario. Pantaleón, viéndolos en apuros; les había aconsejado déjense de pagar alquiler y vénganse a la barriada y háganse una cabañita junto a la mía.

– No, Amalia -había dicho Ambrosio-. No quiero que te quedes sola cuando esté de viaje, con tanto vago que hay en la barriada. Además, allá no podrías vigilar "Ataúdes Limbo. No.

IV

– LA SABIDURÍA de las mujeres -dijo Carlitos-. Si Ana lo hubiera. pensado no le habría salido tan bien.

Pero no lo pensó, las mujeres nunca premeditan estas cosas. Se dejan guiar por el instinto y nunca les falla, Zavalita.

¿Era ese benigno, intermitente malestar que reapareció cuando Ana se fue a vivir a Ica, Zavalita, ese blando desasosiego que te sorprendía en los colectivos calculando cuánto falta para el domingo? Tuvo que cambiar al día sábado el almuerzo en casa de sus padres. Los domingos partía muy temprano en un colectivo que venía a recogerlo a la pensión. Dormía todo el viaje, estaba con Ana hasta el anochecer y regresaba.

Andabas en bancarrota con esos viajes semanales, piensa, las cervezas del "Negro-Negro" ahora las pagaba siempre Carlitos. ¿Eso es amor, Zavalita?

– Allá tú, allá tú -dijo Carlitos-. Allá ustedes dos, Zavalita.

Había conocido por fin a los padres de Ana. Él era un huancaíno gordo locuaz que se había pasado la vida dando clases de Historia y Castellano en los Colegios Nacionales, y la madre una mulata agresivamente amable. Tenían una casa vecina a los desportillados patios de la Unidad Escolar y lo recibían con una hospitalidad ruidosa y relamida. Ahí estaban los abundantes almuerzos que te infligían los domingos, ahí las angustiosas miradas que cambiaban con Ana pensando a qué hora acaba el desfile de platos. Cuando acababan, él y Ana salían a pasear por las calles rectas y siempre soleadas, entraban a algún cine a acariciarse, tomaban refrescos en la Plaza, volvían a la casa a charlar y besarse de prisa en un saloncito atestado de huacos. A veces Ana venía a pasar el fin de semana donde unos parientes y podían acostarse juntos unas horas en algún hotelito del centro.

– Ya sé que no me estás pidiendo consejo -dijo Carlitos-. Por eso no te lo doy.

Había sido en una de esas rápidas venidas de Ana a Lima, un atardecer, al encontrarse en la puerta del cine Roxy. Se mordía los labios, piensa, su nariz palpitaba, había susto en sus ojos, balbuceaba: ya sé que te has cuidado amor, yo también siempre amor, no sabía qué había pasado amor. Santiago la tomó del brazo y, en vez del cine, fueron a un café. Habían conversado con calma y Ana aceptado que no podía nacer. Pero se le saltaron las lágrimas y habló mucho del miedo que tenía a sus padres y se despidió adolorida y con rencor.

– No te lo pido porque ya sé cuál sería -dijo Santiago-. No te cases.

A los dos días Carlitos había averiguado la dirección de una mujer y Santiago fue a verla, a una ruinosa casita de ladrillos de los Barrios Altos. Era fornida, sucia y desconfiada y lo despidió de mal modo: estaba muy equivocado, joven, ella no cometía crímenes. Había sido una semana de exasperantes idas y venidas, de mal gusto en la boca y sobresalto continuo, de charlas afanosas con Carlitos y amaneceres desvelados en la pensión: era enfermera, conocía tantas parteras, tantos médicos, no quería, era una trampa que te tendía.

Por fin Norwin había encontrado un médico de pocos clientes que, luego de tortuosas evasivas, aceptó. Pedía mil quinientos soles y entre Santiago, Carlitos y Norwin habían tardado tres días en juntarlos. Llamó a Ana por teléfono: ya está, todo arreglado, que viniera a Lima cuanto antes. Haciéndole notar por el tono de la voz que le echabas la culpa, piensa, y que no la perdonabas.

– Sí, sería ése, pero por puro egoísmo -dijo Carlitos-. No tanto por ti como por mí. Ya no voy a tener quien me cuente sus penas, con quien amanecerme en el antro. Allá tú, Zavalita.

El jueves, alguien que venía de Ica dejó la carta de Ana en la pensión de Barranco: ya podías dormir tranquilo amor. Una profunda tristeza asfixiada de huachafería, piensa, había convencido a un doctor y ya todo pasó, las películas mexicanas, todo muy doloroso y muy triste y ahora estaba en cama y había tenido que inventar mil mentiras para que mis papás no se den cuenta, pero hasta las faltas de ortografía te habían conmovido tanto, Zavalita. Piensa: lo que la alegraba en medio de su pena era haberte quitado esa preocupación tan grande, amor. Había descubierto que no la querías, era un entretenimiento para ti, no podía soportar la idea porque ella sí te quería, no te vería más, el tiempo la ayudaría a olvidarte. Ese viernes y ese sábado te habías sentido aliviado pero no contento, Zavalita, y en las noches venía el malestar acompañado de remordimientos tranquilos. No el gusanito, piensa, no los cuchillos. El domingo, en el colectivo a Ica, no había pegado los ojos.

– Lo decidiste al recibir la carta, masoquista -dijo Carlitos.

De la Plaza fue andando tan rápido que llegó sin aliento. Abrió su madre y tenía los ojos parpadeantes y sentidos: Anita estaba enferma, unos cólicos terribles, les había dado un susto. Lo hizo pasar a la sala y tuvo que esperar un buen rato antes que la madre volviera y le dijera suba. Ese vértigo de ternura al verla con su pijama amarillo, piensa, pálida y peinándose apresuradamente al entrar él. Soltó el peine, el espejo; se echó a llorar.

– No cuando la carta sino en ese momento -dijo Santiago-. Llamamos a su madre, se lo anunciamos y celebramos el compromiso entre los tres tomando café con leche con piononos. Se casarían en Ica, sin invitados ni ceremonia, se vendrían a Lima y hasta encontrar un departamento barato vivirían en la pensión. Tal vez Ana encontraría trabajo en un hospital, el sueldo de los dos les alcanzaría ajustándose: ¿ahí, Zavalita?

– Vamos a organizarte una despedida que hará época en el periodismo limeño -dijo Norwin.

SUBIÓ a maquillarse al cuartito de Malvina, bajó, y al pasar junto al saloncito encontró a Martha furiosa: ahora entraba cualquiera aquí, esto se había vuelto un muladar. Aquí entraba el que podía pagar, decía Flora, pregúntaselo a la vieja Ivonne y vería, Martha. Desde la puerta del Bar, Queta lo vio, de espaldas como la primera vez, alto en la banqueta, enfundado en un terno oscuro, los crespos pelos brillantes, acodado en el mostrador. Robertito le servía una cerveza. Era el primero que llegaba a pesar de ser las nueve pasadas y había cuatro mujeres conversando junto al tocadiscos, haciéndose las desentendidas de él. Se acercó al mostrador sin saber todavía si le molestaba verlo allí.

– El señor estaba preguntando por ti -dijo Robertito, con una sonrisita sarcástica-. Le dije que te encontraba de milagro, Quetita.

Robertito se deslizó felinamente al otro extremo del mostrador y Queta se volvió a mirarlo. No ígneos, ni atemorizados ni caninos; más bien impacientes. Tenía la boca cerrada y moviéndose como tascando un freno; su expresión no era servil ni respetuosa ni siquiera cordial, sólo vehemente.

– Así que resucitaste -dijo Queta-. Creí que no se te vería más por acá.

– Los tengo en la cartera -murmuró él, rápidamente-. ¿Subimos?

– ¿En la cartera? -Queta comenzó a sonreír, pero él seguía muy grave, las apretadas mandíbulas latiendo-. ¿Qué te pica a ti?

– ¿Ha subido la tarifa en estos meses? -preguntó él, sin ironía, con un tono impersonal, siempre de prisa-. ¿Cuánto subió?

– Estás de mal humor -dijo Queta, asombrada de él y de no enojarse por los cambios que veía en él.

Tenía una corbata roja, camisa blanca, una chompa de botones; las mejillas y el mentón eran más claros que sus manos quietas sobre el mostrador-. Qué maneras son ésas. Qué te ha pasado en todo este tiempo.

– Quiero saber si va a subir conmigo -dijo él, ahora con una calma mortal en la voz. Pero en sus ojos había siempre esa premura salvaje-. Sí y subimos. No y entonces me voy.

¿Qué había cambiado tanto en tan poco tiempo?

No que estuviera más gordo ni más flaco, no que se hubiera vuelto insolente. Está como furioso, pensó Queta, pero no conmigo ni con nadie, sino con él.

– ¿O estás asustado? -dijo, burlándose-. Ya no eres el sirviente de Cayo Mierda, ahora puedes venir aquí cuando te dé la gana. ¿O Bola de Oro te ha prohibido que salgas de noche?

No se encolerizó, no se turbó. Pestañeó una sola vez, y estuvo unos segundos sin responder, rumiando despacio, buscando las palabras.

– Si he venido por gusto, mejor me voy -dijo al fin, mirándola a los ojos sin temor-. Dígamelo de una vez.

– Convídame un trago -Queta se encaramó en una de las banquetas y se apoyó en la pared, irritada ya puedo pedir un whisky, supongo.

– Puede pedir lo que quiera, pero arriba -dijo él, suavemente, muy serio-. ¿Vamos a subir o quiere que me vaya?

– Has aprendido malos modales con Bola de Oro -dijo Queta, secamente.

– Quiere decir que es no -murmuró él, levantándose de la banqueta-. Entonces, buenas noches.

Pero la mano de Queta lo contuvo cuando ya daba media vuelta. Lo vio inmovilizarse, volverse y mirarla callado con sus ojos urgentes. ¿Por qué?, pensó, asombrada y furiosa, era por curiosidad, era por él esperaba como una estatua. Quinientos, más sesenta del cuarto y por única vez, y se oía y apenas se reconocía la voz, ¿era por?, ¿entendía? Y él, moviendo ligeramente la cabeza: entendía. Le pidió el dinero del cuarto, le ordenó que subiera y la esperara en el doce y cuando él desapareció en la escalera ahí estaba Robertito, una maléfica sonrisa agridulce en su cara lampiña, haciendo tintinear la llavecita contra el mostrador. Queta le arrojó el dinero a las manos.

– Vaya, Quetita, no me lo creo -silabeó él, con exquisito placer, achinando los ojos-. Te vas a ocupar con el morenito.

– Dame la llave -dijo Queta-. Y no me hables, maricón, ya sabes que no te puedo sentir.

– Qué sobrada te has vuelto desde que te juntas con la familia Bermúdez -dijo Robertito, riéndose-. Vienes poco y cuando vienes nos tratas como al perro, Quetita.

Ella le arranchó la llave. A media escalera se dio con Malvina que bajaba muerta de risa: pero si ahí estaba el sambito del año pasado, Queta. Señalaba hacia arriba y de pronto se le encendieron los ojos, ah, había venido por ti, y dio una palmada. Pero qué te pasaba, Quetita.

– El mierda ése de Robertito -dijo Queta-. No le aguanto más sus insolencias.

– Estará envidioso, no le hagas caso -se rió Malvina-. Todo el mundo te tiene ahora envidia, Quetita. Mejor para ti, tonta.

Él la estaba esperando en la puerta del doce. Queta abrió y él entró y se sentó en la esquina de la cama.

Echó llave a la puerta, pasó al cuartito del lavatorio, corrió la cortina; encendió la luz, y metió entonces la cabeza en la habitación. Lo vio quieto, serio, bajo el foco de luz con pantalla abombada, oscuro sobre la colcha rosada.

– ¿Esperas que yo te desvista? -dijo, de mal modo-. Ven que te lave.

Lo vio levantarse y acercarse sin quitarle la mirada, que había perdido el aplomo y la prisa y recobrado la docilidad de la primera vez. Cuando estuvo delante de ella, se llevó la mano al bolsillo en un movimiento rápido y casi atolondrado, como si recordara algo esencial. Le alcanzó los billetes estirando una mano lenta y un poco avergonzada, ¿se pagaba por adelantado, no?, como si estuviera entregándole una carta con malas noticias: ahí estaban, podía contarlos.

– Ya ves, este capricho te cuesta caro -dijo Queta, alzando los hombros-. Bueno, tú sabes lo que haces. Sácate el pantalón, déjame lavarte de una vez.

Él pareció indeciso unos segundos. Avanzó hacia una silla con una prudencia qué delataba su embarazo y Queta, desde el lavatorio lo vio sentarse, quitarse los zapatos, el saco, la chompa, el pantalón y doblarlo con extremada lentitud. Se quitó la corbata. Vino hacia ella, caminando con la misma cautela de antes, las largas piernas tirantes moviéndose a compás bajo la camisa blanca. Cuando estuvo a su lado se bajó el calzoncillo y luego de tenerlo en las manos un instante lo arrojó a la silla, sin acertar. Mientras le apretaba el sexo con fuerza y lo jabonaba y enjuagaba, no trató de tocarla.

Lo sentía rígido a su lado, su cadera rozándola, respirando amplia y regularmente. Le alcanzó el papel higiénico para que se secara y él lo hizo de una manera meticulosa y como queriendo ganar tiempo.

– Ahora me toca a mí -dijo Queta-. Anda y espérame.

Él asintió y ella vio en sus ojos una reticente serenidad, una huidiza vergüenza. Cerró la cortina y, mientras llenaba el lavatorio de agua caliente, oyó sus largos pasos pausados sobre las maderas del piso y el crujido de la cama al recibirlo. El mierda me contagió su tristeza, pensó. Se lavó, se secó, entró al cuarto y al pasar junto a la cama y verlo estirado boca arriba, los brazos cruzados sobre los ojos, siempre con camisa, medio cuerpo desnudo bajo el cono de luz, pensó en una sala de operaciones, en un cuerpo que aguarda el bisturí. Se quitó la falda y la blusa y se acercó a la cama con zapatos; él siguió inmóvil. Miró su vientre: bajo la mata de vellos cuya negrura se destacaba poco de la piel, con el brillo del agua reciente, yacía el sexo escurrido y fláccido entre las piernas. Fue a apagar la luz. Volvió y se tendió junto a él.

– Tanto apuro para subir, para pagarme lo que no tienes -dijo, al ver que él no hacía ningún movimiento.- ¿Para esto?

– Es que usted me trata mal -dijo su voz, espesa y acobardada-. Ni siquiera disimula. Yo no soy un animal, tengo mi orgullo.

– Quítate la camisa y déjate de cojudeces -dijo Queta-. ¿Crees que te tengo asco? Contigo o con el rey de Roma me da lo mismo, negrito.

Lo sintió incorporarse, adivinó en la oscuridad sus movimientos obedientes, vio en el aire la mancha blanca de la camisa que él arrojaba hacia la silla visible en los hilos de luz de la ventana. El cuerpo desnudo se tumbó otra vez a su lado. Escuchó su respiración más agitada, olió su deseo, sintió que la tocaba. Se echó de espaldas, abrió los brazos y un instante después recibía sobre su cuerpo la carne aplastante y sudorosa de él. Respiraba con ansiedad junto a su oído, sus manos repasaban húmedamente su piel, y sintió que su sexo entraba en ella suavemente. Trataba de sacarle el sostén y ella lo ayudó, ladeándose. Sintió su boca mojada en el cuello y los hombros y lo oía jadear y moverse; lo enlazó con las piernas y le sobó la espalda, las nalgas que transpiraban. Permitió que la besara en la boca pero mantuvo los dientes apretados.

Lo sintió terminar con unos cortos quejidos jadeantes.

Lo hizo a un lado y lo sintió rodar sobre sí mismo como un muerto. Se calzó a oscuras, fue al lavatorio y al volver a la habitación y encender la luz lo vio otra vez boca arriba, otra vez con los brazos cruzados sobre la cara.

– Hace tiempo que andaba soñándome con esto -lo oyó decir, mientras se ponía el sostén.

– Ahora te estarán pesando tus quinientos soles -dijo Queta.

– Qué me van a pesar -lo oyó reír, siempre oculto detrás de sus brazos-. Nunca se vio plata mejor gastada.

Mientras se ponía la falda, lo oyó reír de nuevo, y la sorprendió la sinceridad de su risa.

– ¿De veras te traté mal? -dijo Queta-. No era por ti, sino por Robertito. Me crispa los nervios todo el tiempo.

– ¿Puedo fumarme un cigarro así como estoy? -dijo él-. ¿O ya tengo que irme?

– Puedes fumarte tres, si quieres -dijo Queta- Pero anda a lavarte primero.

UNA despedida que haría época: comenzaría al mediodía en "El Rinconcito Cajamarquino”, con un almuerzo criollo al que asistirían sólo Carlitos, Norwin, Solórzano, Periquito, Milton y Darío; se arrastraría en la tarde por bares diversos, y a las siete habría un coctelito con mariposas nocturnas y periodistas de otros diarios en el departamento de la China (estaban reconciliados ella y Carlitos, por entonces); rematarían el día Carlitos, Norwin y Santiago, solos, en el bulín.

Pero la víspera del día fijado para la despedida al anochecer, cuando Carlitos y Santiago volvían a la redacción después de comer en la cantina de "La Crónica” vieron a Becerrita desplomarse sobre su escritorio articulando un desesperado carajo. Ahí estaba su cuadrado cuerpecillo carnoso desmoronándose, ahí los redactores corriendo. Lo levantaron: tenía la cara arrugada en una mueca de infinito disgusto y la piel amoratada. Le echaron alcohol, le aflojaban la corbata, le hacían aire. Él yacía congestionado e inánime y exhalaba un ronquido intermitente. Arispe y dos redactores de la página policial lo llevaron en la camioneta al hospital; un par de horas después llamaron para avisar que había muerto de un ataque cerebral. Arispe escribió la nota necrológica, que apareció en un recuadro de luto: Con las botas puestas, piensa. Los redactores policiales habían hecho semblanzas y apologías: su espíritu inquieto, su contribución al desarrollo del diarismo nacional, pionero de la crónica y el reportaje policial, un cuarto de siglo en las trincheras del periodismo.

En vez de la despedida de soltero tuviste un velorio piensa. Pasaron la noche del día siguiente en casa de Becerrita, en un vericueto de los Barrios Altos, velándolo. Ahí estaba esa noche tragicómica, Zavalita, esa barata farsa. Los reporteros de la página policial estaban apenados y había mujeres que suspiraban junto al cajón en esa salita de muebles miserables y viejas fotografías ovaladas que habían oscurecido de crespones. Pasada la medianoche, una señora enlutada y un muchacho entraron a la casa como un escalofrío, entre alarmados susurros: ah caracho, la otra mujer de Becerrita; ah caracho, el otro hijo de Becerrita.

Había habido un conato de discusión, improperios mezclados de llanto, entre la familia de la casa y los recién llegados. Los asistentes habían tenido que intervenir, negociar, aplacar a las familias rivales. Las dos mujeres parecían de la misma edad, piensa, tenían la misma cara, y el muchacho era idéntico a los varones de la casa. Ambas familias habían permanecido montando guardia a ambos lados del féretro, cruzando miradas de odio sobre el cadáver. Toda la noche circularon por la casa melenudos periodistas de otras épocas, extraños individuos de ternos gastados y chalinas y al día siguiente, en el entierro, hubo una disparatada concentración de familiares conmovidos y caras rufianescas y noctámbulas, de policías y soplones y viejas putas jubiladas de ojos pintarrajeados y llorosos. Arispe leyó un discurso y luego un funcionario de Investigaciones y ahí se descubrió que Becerrita había estado asimilado a la policía desde hacía veinte años. Al salir del cementerio, bostezando y con los huesos resentidos, Carlitos, Norwin y Santiago almorzaron en una cantina del Santo Cristo, cerca de la Escuela de Policía, unos tamales ensombrecidos por el fantasma de Becerrita que reaparecía cada momento en la conversación.

– Arispe me ha prometido que no publicará nada, pero no me fío -dijo Santiago-. Ocúpate tú, Carlitos. Que ningún bromista pase un suelto.

– En tu casa se van a enterar tarde o temprano que te has casado -dijo Carlitos-. Pero está bien, me ocuparé.

– Prefiero que se enteren por mí, no por el periódico -dijo Santiago-. Hablaré con los viejos cuando vuelva de Ica. No quiero tener líos antes de la luna de miel.

Esa noche, la víspera del matrimonio, Carlitos y Santiago habían charlado un rato en el "Negro-Negro", después del trabajo. Hacían bromas, recordaban las veces que habían venido a este sitio, a esas mismas horas, a esta misma mesa, y él estaba un poco tristón, Zavalita, como si te fueras de viaje para siempre. Piensa: esa noche no se emborrachó, no jaló. En la pensión pasaste las horas que faltaban para el amanecer Zavalita, fumando, recordando la cara de estupor de la señora Lucía cuando le habías dado la noticia, tratando de imaginar cómo sería la vida en el cuartito con otra persona, si no resultaría demasiado promiscuo y asfixiante, la reacción que tendrían los viejos.

Cuando salió el sol, preparó con cuidado la maleta.

Examinó pensativo el cuartito, la cama, la pequeña repisa con libros. El colectivo vino a buscarlo a las ocho. La señora Lucía salió a despedirlo en bata, atontada de sorpresa todavía, sí, le juraba que no le diría nada a su papá, y le había dado un abrazo y un beso en la frente. Llegó a Ica a las once de la mañana, y antes de ir a casa de Ana, llamó al Hotel de Huacachina para confirmar la reserva. El terno oscuro que sacó de la lavandería el día anterior se había arrugado en la maleta y la madre de Ana se lo planchó. A regañadientes, los padres de Ana habían cumplido lo que él pidió: ningún invitado. Sólo con esa condición aceptabas casarte por la Iglesia les había advertido Ana, piensa. Fueron los cuatro a la Municipalidad, luego a la Iglesia, y una hora después estaban almorzando en el Hotel de Turistas. La madre se secreteaba con Ana, el padre desensartaba anécdotas y bebía, apenadísimo. Y ahí estaba Ana, Zavalita: su traje blanco, su cara de felicidad. Cuando iban a subir al taxi que los llevaría a Huacachina, la madre rompió en llanto. Ahí, los tres días de luna de miel alrededor de las aguas verdosas pestilentes de la laguna, Zavalita.

Caminatas entre los médanos, piensa, conversaciones tontas con las otras parejas de novios, largas siestas, las partidas de ping-pong que Ana ganaba siempre.

– YO ANDABA contando los días para que se cumplieran los seis meses -dice Ambrosio-. Así que a los seis meses justos le caí tempranito.

Un día en el río, Amalia se había dado cuenta que estaba más acostumbrada todavía a Pucallpa de lo que creía. Se habían bañado con doña Lupe y mientras Amalita Hortensia dormía bajo el paraguas clavado en la arena, se les habían acercado dos hombres. Uno era sobrino del marido de doña Lupe, el otro un agente viajero que había llegado el día anterior de Huánuco. Se llamaba Leoncio Paniagua y se había sentado junto a Amalia. Había estado contándole lo mucho que viajaba por el Perú debido a su trabajo y le decía en qué se parecían y diferenciaban Huancayo, Cerro de Pasco, Ayacucho. Quiere impresionarme con sus viajes, había pensado Amalia, riéndose en sus adentros. Lo había dejado darse aires de conocedor de mundos un buen rato y al fin le había dicho: yo soy de Lima. ¿De Lima? Leoncio Paniagua no se lo había querido creer: pero si hablaba igualito a la gente de aquí, si tenía el cantito y los dichos y todo.

– ¿No te habrás vuelto loco, no? -lo había mirado atónito don Hilario-. El negocio va bien, pero, como es lógico, hasta ahora es pura pérdida. ¿Se te ocurre que a los seis meses va a dejar ganancias?

Al regresar a la casa, Amalia le había preguntado a doña Lupe si era verdad lo que le había dicho Leoncio Paniagua: sí, claro que sí, ya hablaba igualito que una montañesa, ponte orgullosa. Amalia había pensado en lo asombradas que se quedarían sus conocidas de Lima si la oyeran: su tía, la señora Rosario; Carlota y Símula. Pero ella no notaba que había cambiado su manera de hablar, doña Lupe, y doña Lupe, sonriendo con malicia: el huanuqueño te había estado haciendo fiestas, Amalia. Sí, doña Lupe, y figúrese que hasta había querido invitarla al cine, pero claro que Amalia no le había aceptado. En vez de escandalizarse, doña Lupe la había reñido: bah, tonta. Hubiera debido aceptarle, Amalia era, joven, tienes derecho a divertirte, ¿acaso creía que Ambrosio no se aprovechaba a su gusto las noches que pasaba en Tingo María? Amalia había sido la que se escandalizó más bien.

– Me hizo las cuentas con papeles en la mano -dice Ambrosio-. Me dejó tonto con tanto número.

– Impuestos, timbres, comisión para el tinterillo que hizo el traspaso -don Hilario olía los recibos y me los iba pasando, Amalia-. Todo clarísimo. ¿Estás satisfecho?

– La verdad que no mucho, don Hilario -había dicho Ambrosio-. Ando muy ajustado y esperaba recibir algo, don.

– Y aquí, los recibitos del idiota -había concluido don Hilario-. Yo no cobro por administrar el negocio, pero no querrás que yo mismo venda ataúdes ¿no? Y supongo que no dirás que le pago mucho. Cien al mes es una mugre hasta para un idiota.

– Entonces el negocio no está resultando tan bueno como usted creyó, don -había dicho Ambrosio.

– Está resultando mejor -don Hilario había movido la cabeza como diciendo esfuérzate, trata de entender-. Al comienzo, un negocio es pérdida. Después se va levantando y viene el desquite.

No mucho tiempo después, una noche que Ambrosio acababa de llegar de Tingo María y se estaba lavando la cara en el cuarto del fondo, donde tenían un lavatorio sobre un caballete, Amalia había visto aparecer en la esquina de la cabaña a Leoncio Paniagua, peinado y encorbatado: se venía derechito aquí. Había estado a punto de soltar a Amalita Hortensia. Atolondrada, había corrido a la huerta y se había acurrucado en la yerba, la niña bien apretada contra su pecho. Iba a entrar, se iba a encontrar con Ambrosio, Ambrosio lo iba a matar. Pero no había oído nada alarmante: sólo el silbido de Ambrosio, el chapaleo del agua, los grillos cantando en la oscuridad. Por fin había oído a Ambrosio que le pedía la comida. Había ido a cocinar, temblando, y todavía mucho rato después todo se le había estado cayendo de las manos.

– Y cuando se cumplieron otros seis, es decir el año, le caí tempranito -dice Ambrosio-. ¿Y, don Hilario? No me diga que tampoco ahora hay ganancias.

– Qué va a haber el negocio está color de hormiga -había dicho don Hilario-. De eso quería hablarte, precisamente.

Al día siguiente, Amalia había ido furiosa donde doña Lupe, a contarle: figúrese qué atrevimiento, figúrese lo que hubiera pasado si Ambrosio. Doña Lupe le había tapado la boca diciéndole sé todo. El huanuqueño se había metido a su casa y le había abierto su corazón, señora Lupe: desde que la conocí a Amalia soy otro, su amiga es única. No pensaba entrar a tu casa, Amalia, no era tan tonto, sólo quería verla de lejos. Habías hecho una conquista, Amalia, lo tenías loco por ti al huanuqueño Amalia. Se había sentido rarísima: furiosa siempre, pero ahora también halagada. Esa tarde había ido a la playita pensando si me dice cualquier cosa lo insulto. Pero Leoncio Paniagua no le había hecho la menor insinuación; educadísimo, limpiaba la arena para que se sentara, le había convidado un barquillo de helados y cuando ella lo miraba a los ojos, bajaba los suyos, avergonzado y suspirando.

– Sí, como lo oyes, lo tengo muy bien estudiado -había dicho don Hilario-. La plata está tirada ahí, esperando que la recojamos. Sólo hace falta una pequeña inyección de capital.

Leoncio Paniagua venía a Pucallpa cada mes, sólo por un par de días y Amalia le había llegado a tomar simpatía por la forma como la trataba, por su terrible timidez. Se había acostumbrado a encontrarlo en la playita cada cuatro semanas, con su camisa de cuello, sus zapatones, ceremonioso y sofocado, limpiándose la cara empapada con un pañuelo de colores. Él no se bañaba nunca, se sentaba entre doña Lupe y ella y conversaban, y cuando ellas se metían al agua, él cuidaba a Amalita Hortensia. Nunca había pasado nada, nunca le había dicho nada; la miraba, suspiraba, y lo más que se atrevía era a decir qué pena irme mañana de Pucallpa o cuánto he pensado este mes en Pucallpa o por qué será que me gusta tanto venir a Pucallpa. Qué vergonzoso era ¿no, doña Lupe? Y doña Lupe: no, más bien era un romántico.

– El gran negocio que se le ocurrió es comprar otra funeraria, Amalia -había dicho Ambrosio-. La Modelo.

– La más acreditada, la que nos quita toda la clientela -había dicho don Hilario-. Ni una palabra más. Trae esa platita que tienes en Lima y hacemos un monopolio, Ambrosio.

A lo más que había llegado había sido, al cabo de los meses y más por darle gusto a doña Lupe que a él, a ir una vez a comer al chifa y luego al cine con Leoncio Paniagua. Habían ido de noche, por calles desiertas, al chifa menos concurrido, y entrado a la función comenzada y se habían salido antes del final. Leoncio Paniagua había sido más considerado que nunca, no sólo no había tratado de aprovecharse al estar solo con ella, sino que casi ni había hablado en toda la noche.

Dice que porque estaba tan emocionado, Amalia, dice que se le fue el habla de felicidad. ¿Pero de veras que ella le gustaba tanto, doña Lupe? De veras. Amalia: las noches que estaba en Pucallpa se venía a la cabaña de doña Lupe y le hablaba horas de ti y hasta lloraba.

Pero entonces ¿cómo a ella nunca le decía nada, doña Lupe? Porque era romántico, Amalia.

– Apenas tengo para comer y usted me pide otros quince mil soles -don Hilario se había creído la mentira que le conté, Amalia-. Ni que estuviera loco para meterme en otro negocio de funerarias, don.

– No es otro, es el mismo pero en grande y remachado -había insistido don Hilario-. Piénsalo y vas a ver que tengo razón..

Y una vez habían pasado dos meses sin que se apareciera por Pucallpa el huanuqueño. Amalia casi se había olvidado de él, la tarde que lo encontró, sentado en la playita del río, con su saco y su corbata cuidadosamente doblados sobre un periódico y un juguetito para Amalita Hortensia en la mano. ¿Qué había sido de su vida? Y él, temblando como si tuviera terciana: no iba a volver a Pucallpa, ¿podía hablarle un momentito a solas? Doña Lupe se había apartado con Amalita Hortensia y ellos habían conversado cerca de dos horas. Ya no era agente viajero, había heredado una tiendecita de un tío, de eso iba a hablarle. Lo había visto tan asustado, dar tantos rodeos y tartamudear tanto para pedirle que se fuera con él, que se casara con él, que hasta le había dado su poquito de pena decirle que si estaba loco, doña Lupe. Ya ves que te quería de verdad y no como una aventurita de paso, Amalia.

Leoncio Paniagua no había insistido, se había quedado mudo y como idiotizado y cuando Amalia le había aconsejado que se olvidara de ella y se buscara otra mujer allá en Huánuco, él movía la cabeza apenado y susurraba nunca. Este tonto hasta la había hecho sentirse mala, doña Lupe. Lo había visto por última vez esa tarde, cruzando la plaza hacia su hotelito y haciendo eses como borracho.

– Y cuando más apuros de plata teníamos, Amalia descubre que estaba encinta -dice Ambrosio- Los dos males juntos niño.

Pero la noticia lo había puesto contento: un compañerito para Amalita Hortensia, un hijito montañés.

Pantaleón y doña Lupe habían venido a la cabaña esa noche y habían estado tomando cerveza hasta tarde: Amalia estaba encinta, qué les parecía. Se habían divertido bastante, y Amalia se había mareado y hecho locuras: bailado sola, cantado, dicho palabrotas. Al día siguiente había amanecido débil y con vómitos y Ambrosio la había hecho avergonzar: la criatura nacería borracha con el baño que le diste anoche, Amalia.

– Si el médico hubiera dicho se puede morir, yo la habría hecho abortar -dice Ambrosio-. Allá es fácil, un montón de viejas saben preparar yerbas para eso. Pero no, se sentía muy bien y por eso no nos preocupamos de nada. Un sábado, el primer mes de embarazo, Amalia había ido con doña Lupe a pasar el día a Yarinacocha.

Toda la mañana habían estado sentadas bajo una enramada, mirando la laguna donde se bañaba la gente, el ojo redondo del sol que ardía en el cielo limpísimo.

Al mediodía habían desanudado sus atados y comido bajo un árbol, y entonces habían oído a dos mujeres que tomaban refrescos hablando pestes de Hilario Morales: era así, asá, había estafado, robado, si hubiera justicia ya estaría preso o muerto. Serán puras habladurías, había dicho doña Lupe, pero esa noche Amalia le había contado a Ambrosio.

– Peores cosas he oído yo de él, y no sólo aquí, también en Tingo María -le había dicho Ambrosio-. Lo que no entiendo es por qué no hace alguna viveza de ésas para que nuestro negocio dé ganancia.

– Porque te estará haciendo a ti las vivezas, tonto -había dicho Amalia.

– Ella me metió adentro la duda -dice Ambrosio-. La pobrecita tenía un olfato de perro, niño.

Desde entonces, cada noche, al volver a Pucallpa, aun antes de sacudirse el polvo rojizo del camino, le había preguntado a Amalia, ansioso: ¿cuántos grandes, cuántos chicos? Había apuntado todo lo que se vendía en una libretita y vuelto cada día con nuevas vivezas que había averiguado de don Hilario en Tingo María y Pucallpa.

– Si tanta desconfianza le tienes, se me ocurre una cosa -le había dicho Pantaleón-. Dile que te devuelva tu plata y vamos a hacer algo juntos.

Desde ese sábado en Yarinacocha, ella había vuelto a vigilar a los clientes de "Ataúdes Limbo" escrupulosamente. Este embarazo no había sido ni sombra del anterior, ni siquiera del primero, doña Lupe: ni mareos ni vómitos, casi ni sed. No había perdido las fuerzas, podría hacer el trabajo de la casa de lo más bien. Una mañana había ido con Ambrosio al hospital y tenido que hacer una cola larguísima. Se habían pasado la espera jugando a contar los gallinazos que veían asoleándose en los techos vecinos y, cuando les llegó el turno, Amalia estaba medio dormida. El médico la había examinado rapidito y dicho vístete, estás bien, que volviera dentro de un par de meses. Amalia se había vestido y sólo al momento de salir se había acordado.

– En la Maternidad de Lima me dijeron que con otro hijo me podía morir, doctor.

– Entonces has debido hacer caso y cuidarte -había refunfuñado el doctor; pero luego, como la había visto asustada, le había sonreído de mala gana-. No te asustes, cuídate y no te pasará nada.

Poco después se habían cumplido otros seis meses y Ambrosio, antes de ir a la oficina de don Hilario, la había llamado de una manera maliciosa: ven, un secreto. ¿Cuál? Iba a decirle que no quería seguir siendo su socio, ni tampoco su chofer, Amalia, que se metiera "El Rayo de la Montaña" y "Ataúdes Limbo" donde quisiera. Amalia lo había mirado asombrada y él: era una sorpresa que te tenía guardada, Amalia. Con Pantaleón se habían pasado este tiempo haciendo planes, habían decidido uno genial. Se llenarían los bolsillos a costa de don Hilario, Amalia, eso era lo más chistoso del caso. Estaban vendiendo una camionetita usada y él y Pantaleón la habían desarmado y expulgado hasta el alma: servía. La dejaban por ochenta mil y les aceptaban treinta mil de cuota inicial y lo demás en letras. Pantaleón pediría sus indemnizaciones y movería cielo y tierra para conseguir sus quince mil y la comprarían a medias y la manejarían a medias y cobrarían más barato y les quitarían la clientela a la Morales y a la Pucallpa.

– Imaginaciones -dice Ambrosio-. Quise terminar por donde debí comenzar al llegar a Pucallpa.

V

REGRESARON de Huacachina a Lima directamente, en el auto de una pareja de recién casados. La señora Lucía los recibió con suspiros en la puerta de la pensión, y después de abrazar a Ana se llevó a los ojos el ruedo del mandil. Había puesto flores en el cuartito, lavado las cortinas y cambiado las sábanas, y comprado una botellita de oporto para brindar por su felicidad. Cuando Ana empezaba a vaciar las maletas, llamó aparte a Santiago y le entregó un sobre con una sonrisita misteriosa: la había traído anteayer su hermanita. La letra miraflorina de la Teté, Zavalita, ¡bandido nos enteramos que te casaste!, su sintaxis gótica, y qué tal raza por el periódico. Todos estaban furiosos contigo (no te lo creas supersabio) y locos por conocer a mi cuñada. Que vinieran a la casa volando, iban a buscarte mañana y tarde porque se morían por conocerla. Qué loco eras, supersabio, y mil besos de la Teté.

– No te pongas tan pálido -se rió Ana-. Qué tiene que se hayan enterado, ¿acaso íbamos a estar casados en secreto?

– No es eso -dijo Santiago. Es que, bueno, tienes razón, soy un tonto.

– Claro que eres -volvió a reírse Ana-. Llámalos de una vez, o si quieres vamos a verlos de frente. Ni que fueran ogros, amor.

– Sí, mejor de una vez -dijo Santiago-. Les diré que iremos esta noche.

Con un cosquilleo de lombrices en el cuerpo bajó a llamar por teléfono y apenas dijo ¿aló? oyó el grito victorioso de la Teté: ¡ahí estaba el supersabio, papá!

Ahí estaba su voz que se rebalsaba, ¡pero cómo habías hecho eso, loco!, su euforia, ¿de veras te habías casado?, su curiosidad, ¿con quién, loco?, su impaciencia, cuándo y cómo y dónde, su risita, pero por qué ni les dijiste que tenias enamorada, sus preguntas, ¿te habías robado a mi cuñada, se habían casado escapándose, era ella menor de edad? Cuenta, cuenta, hombre.

– Primero déjame hablar -dijo Santiago-. No puedo contestarte todo eso a la vez.

– ¿Se llama Ana? -estalló de nuevo la Teté-. ¿Cómo es, de dónde es, cómo se apellida, yo la conozco, qué edad tiene?

– Mira, mejor le preguntas todo eso a ella -dijo Santiago-. ¿Van a estar a la noche en la casa?

– Por qué esta noche, idiota -gritó la Teté-. Vengan ahorita. ¿No ves que nos morimos de curiosidad?

– Iremos a eso de las siete -dijo Santiago-. A comer, okey. Chau, Teté.

Se había arreglado para esa visita más que para el matrimonio, Zavalita. Había ido a peinarse a una peluquería, pedido a doña Lucía que la ayudara a planchar una blusa, se había probado todos sus vestidos y zapatos y mirado y remirado en el espejo y demorado una hora en pintarse la boca y las uñas. Piensa: pobre flaquita. Había estado muy segura toda la tarde, mientras cotejaba y decidía su vestuario, muy risueña haciéndote preguntas sobre don Fermín y la señora Zoila y el Chispas y la Teté, pero al atardecer, cuando paseaba delante de Santiago, ¿cómo le quedaba esto amor, le caía esto otro amor?, ya su locuacidad era excesiva, su desenvoltura demasiado artificial y había esas chispitas de angustia en sus ojos. En el taxi, camino a Miraflores, había estado muda y seria, con la inquietud estampada en la boca.

– ¿Me van a mirar como a un marciano, no? -dijo de pronto.

– Como a una marciana, más bien -dijo Santiago-. Qué te importa.

Sí le importó, Zavalita. Al tocar el timbre de la casa, la sintió buscar su brazo, la vio protegerse el peinado con la mano libre. Era absurdo, qué hacían aquí, por qué tenían que pasar ese examen: habías sentido furia, Zavalita. Ahí estaba la Teté, vestida de fiesta en el umbral, saltando. Besó a Santiago, abrazó y besó a Ana, decía cosas, daba grititos, y ahí estaban los ojitos de la Teté, como un minuto después los ojitos del Chispas y los ojos de los papás, buscándola, trepanándola, autopsiándola. Entre las risas, chillidos y abrazos de la Teté, ahí estaban ese par de ojos. La Teté cogió del brazo a cada uno, cruzó con ellos el jardín sin dejar un segundo de hablar, arrastrándolos en su remolino de exclamaciones y preguntas y felicidades, y lanzando siempre las inevitables, veloces miradas de soslayo hacia Ana que se tropezaba. Toda la familia esperaba reunida en la sala. El Tribunal, Zavalita. Ahí estaba: incluso Popeye, incluso Cary, la novia de Chispas, todos de fiesta. Cinco pares de fusiles, piensa, apuntando y disparando al mismo tiempo contra Ana.

Piensa: la cara de la mamá. No la conocías bien a la mamá, Zavalita, creías que tenía más dominio de sí misma más mundo, que se gobernaba mejor. Pero no disimuló ni su contrariedad ni su estupor ni su desilusión; sólo su cólera, al principio y a medias. Fue la última en acercarse a ellos, como un penitente que arrastra cadenas, lívida. Besó a Santiago murmurando algo que no entendiste -le temblaba el labio, piensa le habían crecido los ojos- y después y con esfuerzo se volvió hacia Ana que estaba abriendo los brazos. Pero ella no la abrazó ni le sonrió; se inclinó apenas, rozó con su mejilla la de Ana y se apartó al instante: hola, Ana. Endureció todavía más la cara, se volvió hacia Santiago y Santiago miró a Ana: había enrojecido de golpe y ahora don Fermín trataba de arreglar las cosas. Se había precipitado hacia Ana, así que ésta era su nuera, la había abrazado de nuevo éste el secreto que les tenía escondido el flaco. El Chispas abrazó a Ana con una sonrisa de hipopótamo y a Santiago le dio un palmazo en la espalda exclamando cortado qué guardadito te lo tenías. También en él aparecía a ratos la misma expresión embarazada y funeral que ponía don Fermín cuando descuidaba su cara un segundo y olvidaba sonreír. Sólo Popeye parecía divertido y a sus anchas. Menudita, rubiecita, con su voz de pito y su vestido negro de crepé, Cary había comenzado a hacer preguntas antes de que se sentaran, con una risita inocente que escarapelaba. Pero la Teté se había portado bien, Zavalita, hecho lo imposible por rellenar los vacíos con púas de la conversación, por endulzar el trago amargo que la mamá, queriendo o sin querer, le hizo pasar a Ana esas dos horas. No le había dirigido la palabra ni una vez y cuando don Fermín, angustiosamente jocoso, abrió una botella de champagne y trajeron bocaditos, olvidó pasarle a Ana la fuente de palitos de queso. Y había permanecido tiesa y desinteresada -el labio siempre temblándole, las pupilas dilatadas y fijas-, cuando Ana, acosada por Cary y la Teté, explicó, equivocándose y contradiciéndose, cómo y dónde se habían casado. En privado, sin partes, sin fiesta, qué locos, decía la Teté, y Cary qué sencillo, qué bonito, y miraba al Chispas. A ratos, como recordando que debía hacerlo, don Fermín salía de su mutismo con un pequeño sobresalto, se adelantaba en el asiento y decía algo cariñoso a Ana. Qué incómodo se lo notaba, Zavalita, qué trabajo le costaba esa naturalidad, esa familiaridad.

Habían traído más bocaditos, don Fermín sirvió una segunda copa de champagne, y en los segundos que bebían había un fugaz alivio en la tensión. De reojo, Santiago veía el empeño de Ana por tragar los bocaditos que le pasaba la Teté, y respondía como podía a las bromas -cada vez más tímidas, más falsas- que le hacía Popeye. Parecía que el aire se fuera a encender, piensa, que una fogata fuera a aparecer en medio del grupo. Imperturbable, con tenacidad, con salud, Cary metía la pata a cada instante. Abría la boca, ¿en quécolegio estudiaste, Ana?, y condensaba la atmósfera, ¿el María Parado de Bellido era un colegio nacional, no?, y añadía tics y temblores, ¡ah, había estudiado enfermería!, a la cara de la mamá, ¿pero no para voluntaria de la Cruz Roja sino como profesión? Así que sabías poner inyecciones Ana, así que habías trabajado en "La Maison de Santé” y en el hospital Obrero de Ica.

Ahí la mamá, Zavalita, pestañeando, mordiéndose el labio, revolviéndose en el asiento como si fuera un hormiguero. Ahí el papá, la mirada en la punta del zapato, escuchando, alzando la cabeza y porfiando por sonreír contigo y con Ana. Encogida en el asiento, una tostada con anchoas bailando entre sus dedos, Ana miraba a Cary como un atemorizado alumno al examinador. Un momento después se levantó, fue hacia la Teté y le habló al oído en medio de un silencio eléctrico. Claro, dijo la Teté, ven conmigo. Se alejaron, desaparecieron en la escalera, y Santiago miró a la señora Zoila. No decía nada todavía, Zavalita. Tenía el ceño fruncido, su labio temblaba, te miraba. Pensabas no le va a importar que estén aquí Popeye y Cary, piensa, es más fuerte que ella, no se va a aguantar.

– ¿No te da vergüenza? -su voz era dura y profunda, los ojos se le enrojecían, hablaba y se retorcía las manos-. ¿Casarte así, a escondidas, así? ¿Hacerles pasar esta vergüenza a tus padres, a tus hermanos?

Don Fermín seguía cabizbajo, absorto en sus zapatos, y a Popeye se le había cristalizado la sonrisa y parecía idiota. Cary miraba a uno y a otro, descubriendo que ocurría algo, preguntando con los ojos qué pasa, y el Chispas había cruzado los brazos y observaba a Santiago con severidad.

– Éste no es el momento, mamá -dijo Santiago-. Si hubiera sabido que te ibas a poner así, no venía.

– Hubiera preferido mil veces que no vinieras -dijo la señora Zoila, alzando la voz-. ¿Me oyes, me oyes? Mil veces no verte más que casado así, pedazo de loco.

– Cállate, Zoila -don Fermín la había cogido del brazo, Popeye y el Chispas miraban asustados hacia la escalera, Cary había abierto la boca-. Hija, por favor.

– ¿No ves con quién se ha casado? -sollozó la señora Zoila-. ¿No te das cuenta, no ves? ¿Cómo voy a aceptar, cómo voy a ver a mi hijo casado con una que puede ser su sirvienta?

– Zoila, no seas idiota -pálido también él, Zavalita, aterrorizado también él. Qué estupideces dices, hija. La chica te va a oír. Es la mujer de Santiago, Zoila.

La voz enronquecida y atolondrada del papá, Zavalita, los esfuerzos de él y del Chispas por calmar, callar a la mamá que sollozaba a gritos. La cara de Popeye estaba pecosa y granate, Cary se había acurrucado en el asiento como si hiciera un frío polar.

– No la vas a ver nunca más pero ahora cállate, mamá -dijo Santiago, por fin-. No te permito que la insultes. Ella no te ha hecho nada y…

– ¿No me ha hecho nada, nada? -rugió la señora Zoila, tratando de zafarse del Chispas y de don Fermín-. Te engatusó, te volteó la cabeza ¿y esa huachafita no me ha hecho nada?

Uno mexicano, piensa, uno de ésos que te gustan.

Piensa: sólo faltaron mariachis y charros, amor. El Chispas y don Fermín se habían llevado por fin a la señora Zoila casi a rastras hacia el escritorio y Santiago estaba de pie. Mirabas la escalera, Zavalita, ubicabas el baño, calculabas la distancia: sí, había oído.

Ahí estaba esa indignación que no sentías hacía años, ese odio santo de los tiempos de Cahuide y la revolución, Zavalita. Adentro se oían los gemidos de la mamá, la desolada voz recriminatoria del papá. El Chispas había regresado a la sala un momento después, congestionado, increíblemente furioso:

– Le has hecho dar un vahído a la mamá -él furioso, piensa, el Chispas furioso, el pobre Chispas furioso-. No se puede vivir en paz aquí por tus locuras, parece que no tuvieras otra cosa que hacer que darles colerones a los viejos.

– Chispas, por favor -pió Cary, levantándose-. Por favor, por favor, Chispas.

– No pasa nada, amor -dijo el Chispas-. Sino que este loco siempre hace las cosas mal. El papá tan delicado y éste…

– A la mamá le puedo aguantar ciertas cosas pero no a ti -dijo Santiago-. No a ti, Chispas, te advierto.

– ¿Me adviertes a mí? -dijo el Chispas, pero ya Cary y Popeye lo habían sujetado y lo hacían retroceder ¿de qué se ríe, niño?, dice Ambrosio. No te reías Zavalita, mirabas la escalera y oías a tu espalda la estrangulada voz de Popeye: no se calienten hombre, ya pasó hombre. ¿Estaba llorando y por eso no bajaba, subías a buscarla o esperabas? Aparecieron por fin en lo alto de la escalera y la Teté miraba como si hubieran fantasmas o demonios en la sala, pero tú te habías portado soberbiamente corazón, piensa, mejor que María Félix en ésa, que Libertad Lamarque en esa otra.

Bajó la escalera despacio, agarrada al pasamano, mirando sólo a Santiago, y al llegar dijo con voz firme:

– ¿Ya es tarde, no? ¿Ya tenemos que irnos, no amor?

– Sí -dijo Santiago-. Aquí en el óvalo conseguiremos un taxi.

– Nosotros los llevamos -dijo Popeye, casi gritando-. ¿Los llevamos, no Teté?

– Claro -balbuceó la Teté-. Como paseando.

Ana dijo hasta luego, pasó junto al Chispas y Cary sin darles la mano, y caminó rápidamente hacia el jardín, seguida por Santiago, que no se despidió. Popeye se adelantó a ellos a saltos para abrir la puerta de calle y dejar pasar a Ana; luego corrió como si lo persiguieran y trajo su carro y se bajó de un brinco a abrirle la puerta a Ana: pobre pecoso. Al principio no hablaron. Santiago se puso a fumar, Popeye a fumar, muy derecha en el asiento Ana miraba por la ventanilla.

– Ya sabes, Ana, llámame por teléfono -dijo la Teté, con la voz todavía estropeada, cuando se despidieron en la puerta de la pensión-. Para que te ayude a buscar departamento, para cualquier cosa.

– Claro -dijo Ana-. Para que me ayudes a buscar departamento, listo.

– Tenemos que salir los cuatro juntos, flaco -dijo Popeye, sonriendo con toda la boca y pestañeando con furia-. A comer, al cine. Cuando ustedes quieran, hermano.

– Claro, por supuesto -dijo Santiago-. Te llamo un día de éstos, pecoso.

En el cuarto, Ana se puso a llorar tan fuerte que doña Lucía vino a preguntar qué pasaba. Santiago la calmaba, le hacía cariños, le explicaba y Ana por fin se había secado los ojos. Entonces comenzó a protestar y a insultarlos: no iba a verlos nunca más, los detestaba, los odiaba. Santiago le daba la razón: sí corazón, claro amor. No sabía por qué no había bajado y la había cacheteado a la vieja ésa, a la vieja estúpida ésa, sí corazón. Aunque fuera tu madre, aunque fuera mayor, para que aprendiera a decirle huachafa, para que viera: claro amor.

– Está bien -dijo Ambrosio-. Ya me lavé, ya estoy limpio.

– Está bien -dijo Queta-. ¿Qué fue lo que pasó? ¿No estaba yo en esa fiestecita?

– No -dijo Ambrosio-. Iba a ser una fiestecita y no fue. Pasó algo y muchos invitados no se presentaron. Sólo tres o cuatro, y entre ellos, él. La señora estaba furiosa, me han hecho un desaire decía.

– La loca se cree que Cayo Mierda da esas fiestecitas para que ella se divierta -dijo Queta-. Las da para tener contentos a sus compinches.

Estaba echada en la cama, boca arriba como él, los dos ya vestidos los dos fumando. Arrojaban la ceniza en una cajita de fósforos vacía que él tenía sobre el pecho; el cono de luz caía sobre sus pies, sus caras estaban en la sombra. No se oía música ni conversaciones; sólo, de rato en rato, el remoto quejido de una cerradura o el paso rugiente de un vehículo por la calle.

– Ya me había dado cuenta que esas fiestecitas son interesadas -dijo Ambrosio-. ¿Usted cree que a la señora la tiene sólo por eso? ¿Para que agasaje a sus amigos?

– No sólo por eso -se rió Queta, con una risita pausada e irónica, mirando el humo que arrojaba- También porque la loca es guapa y le aguanta sus vicios. ¿Qué fue lo que pasó?

– También se los aguanta usted -dijo él, respetuosamente, sin ladearse a mirarla.

– ¿Yo se los aguanto? -dijo Queta, despacio; esperó unos segundos mientras apagaba la colilla, y se volvió a reír, con la misma lenta risa burlona-. También los tuyos ¿no? Te cuesta caro venir a pasar un par de horas aquí ¿no?

– Más me costaba en el bulín -dijo Ambrosio; y añadió, como en secreto-. Usted no me cobra el cuarto.

– Pues a él le cuesta muchísimo más que a ti ¿ves? -dijo Queta-. Yo no soy lo mismo que ella. La loca no lo hace por plata, no es interesada. Tampoco porque lo quiera, claro. Lo hace porque es inocente. Yo soy como la segunda dama del Perú, Quetita. Aquí vienen embajadores, ministros. La pobre loca. Parece que no se diera cuenta que van a San Miguel como al burdel. Cree que son sus amigos, que van por ella.

– Don Cayo sí se da cuenta -murmuró Ambrosio-. No me consideran su igual estos hijos de puta, dice. Me lo dijo un montón de veces cuando trabajaba con él. Y que lo adulan porque lo necesitan.

– El que los adula es él -dijo Queta, y sin transición-: ¿Qué fue, cómo pasó? Esa noche, en esa fiestecita.

– Yo lo había visto ahí varias veces -dijo Ambrosio, y hubo un cambio ligerísimo en su voz: una especie de fugitivo movimiento retráctil-. Sabía que se tuteaba con la señora, por ejemplo. Desde que comencé con don Cayo su cara me era conocida. Lo había visto veinte veces quizás. Pero creo que él nunca me había visto a mí. Hasta esa fiestecita, esa vez.

– ¿Y por qué te hicieron entrar? -se distrajo Queta-. ¿Te habían hecho entrar a alguna fiestecita otra vez?

– Sólo una vez, esa vez -dijo Ambrosio-. Ludovico estaba enfermo y don Cayo lo había mandado a dormir. Yo estaba en el auto, sabiendo que me daría un sentanazo de toda la noche, y en eso salió la señora y me dijo ven a ayudar.

– ¿La loca? -dijo Queta, riéndose-. ¿A ayudar?

– A ayudar de verdad, la habían botado a la muchacha, o se había ido o algo -dijo Ambrosio-. Ayudar a pasar platos, a abrir botellas, a sacar más hielo. Yo nunca había hecho eso, imagínese. -Se calló, se rió-. Ayudé pero mal. Rompí dos vasos.

– ¿Quiénes estaban? -dijo Queta-. ¿La China, Lucy, Carmincha? ¿Cómo ninguna se dio cuenta?

– No conozco sus nombres -dijo Ambrosio-. No, no había mujeres. Sólo tres o cuatro hombres. Y a él yo lo había estado viendo, en esas entradas con el hielo o los platos. Se tomaba sus tragos pero no perdía los estribos, como los otros. No se emborrachó. O no parecía.

– Es elegante, las canas le sientan -dijo Queta-. Debe haber sido buen mozo de joven. Pero tiene algo que fastidia. Se cree un emperador.

– No -insistió Ambrosio, con firmeza-. No hacía ninguna locura, no se disforzaba. Se tomaba sus copas y nada más. Yo lo estaba viendo. No, no se cree nada. Yo lo conozco, yo sé.

– Pero qué te llamó la atención -dijo Queta-. Qué tenía de raro que te mirara.

– Nada de raro -murmuró Ambrosio, como excusándose. Su voz se había apagado y era íntima y densa. Explicó despacio-: Me habría mirado antes cien veces, pero de repente me pareció que se dio cuenta que me estaba mirando. Ya no más como a una pared. ¿Ve?

– La loca estaría cayéndose, no se dio cuenta -se distrajo Queta-. Se quedó asombrada cuando supo que te ibas a trabajar con él. ¿Estaba cayéndose?

– Yo entraba a la sala y sabía que ahí mismo se ponía a mirarme- susurró Ambrosio-. Tenía los ojos medio riendo, medio brillando. Como si estuviera diciéndome algo. ¿Ve?

– ¿Y todavía no te diste cuenta? -dijo Queta-. Te apuesto que Cayo Mierda sí.

– Me di cuenta que era rara esa manera de mirar -murmuró Ambrosio-. Por lo disimulada. Levantaba el vaso, para que don Cayo creyera que iba a tomar un trago, y yo me daba cuenta que no era para eso. Me ponía los ojos encima y no me los quitaba hasta que salía del cuarto.

Queta se echó a reír y él se calló al instante. Esperó, inmóvil, que ella dejara de reír. Ahora fumaban de nuevo los dos, tumbados de espalda, y él había posado su mano sobre la rodilla de ella. No la acariciaba, la dejaba descansar ahí, tranquila. No hacía calor, pero en el segmento de piel desnuda en que se tocaban sus brazos, había brotado el sudor. Se oyó una voz en el pasillo, alejándose. Luego un auto de motor quejumbroso.

Queta miró el reloj del velador: eran las dos.

– En una de ésas le pregunté si le servía más hielo -murmuró Ambrosio-. Ya se habían ido los otros invitados, la fiesta se estaba acabando, sólo quedaba él.

No me contestó nada. Cerró y abrió los ojos de una manerita difícil de explicar. Medio desafiadora, medio burlona. ¿Ve?

– ¿Y no te habías dado cuenta? -insistió Queta-. Eres tonto.

– Soy -dijo Ambrosio-. Pensé se está haciendo el borracho, pensé a lo mejor está y quiere divertirse a mi costa. Yo me había tomado mis tragos en la cocina y pensé a lo mejor estoy borracho y me parece. Pero la próxima vez que entraba decía no, qué le pica. Serían las dos, las tres, qué sé yo. Entré a cambiar un cenicero, creo. Ahí me habló.

– Siéntate aquí un rato -dijo don Fermín-. Tómate un trago con nosotros.

– No era una invitación sino casi una orden -murmuró Ambrosio. No sabía mi nombre. A pesar de que se lo habría oído a don Cayo cien veces, no lo sabía. Después me contó.

Queta se echó a reír, él se calló y esperó. Un aura de luz llegaba a la silla y alumbraba las ropas mezcladas de él. El humo planeaba sobre ellos, dilatándose, deshaciéndose en sigilosos ritmos curvos. Pasaron dos autos seguidos y veloces como haciendo carreras.

– ¿Y ella? -dijo Queta, riéndose ya apenas-. ¿y Hortensia?

Los ojos de Ambrosio revolotearon en un mar de confusión: don Cayo no parecía disgustado ni asombrado. Lo miró un instante serio y luego le hizo con la cabeza que sí, hazle caso, siéntate. El cenicero danzaba tontamente en la mano alzada de Ambrosio.

– Se había quedado dormida -dijo Ambrosio-. Echada en el sillón. Habría tomado muchísimo. Me sentí mal ahí, sentado en la puntita de la silla. Raro, avergonzado, mal.

Se frotó las manos, y por fin, con una solemnidad ceremoniosa, dijo salud sin mirar a nadie y bebió. Queta se había vuelto para verle la cara: tenía los ojos cerrados, los labios juntos y transpiraba.

– A este paso te nos vas a marear -se echó a reír don Fermín-. Anda, sírvete otro trago.

– Jugando contigo como el gato con el ratón -murmuró Queta, con asco-. A ti te gusta eso, ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal no te pasarías la vida juntando plata para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.

– Sentado ahí, como a un igual, dándome trago -dijo él, con el mismo opaco, enrarecido, ido tono de voz-. Parecía que a don Cayo no le importaba o se hacía el que no. Y él no dejaba que me fuera. ¿Ve?

– Dónde vas tú, quieto ahí -bromeó, ordenó por décima vez don Fermín-. Quieto ahí, dónde vas tú.

– Estaba diferente de todas las veces que lo había visto -dijo Ambrosio-. Esas que él no me había visto a mí. Por su manera de mirar y también de hablar.

Hablaba sin parar, de cualquier cosa, y de repente decía una lisura. Él que se lo veía tan educado y con ese aspecto de…

Dudó y Queta ladeó un poco la cabeza para observarlo: ¿aspecto de?

– De un gran señor -dijo Ambrosio muy rápido-. De presidente, qué sé yo.

Queta lanzó una risita curiosa e impertinente, regocijada, se desperezó y al hacerlo su cadera rozó la de él: sintió que instantáneamente la mano de Ambrosio se animaba sobre su rodilla, que avanzaba bajo la falda y tentaba con ansiedad su muslo, que lo pesaba de arriba abajo, de abajo arriba, a todo lo que daba su brazo. No lo riñó, no lo paró y escuchó su propia risita regocijada otra vez.

– Te estaba ablandando con trago -dijo-. ¿Y la loca, y ella?

Ella levantaba la cabeza de rato en rato igual que si saliera del agua, miraba la sala con extraviados ojos húmedos sonámbulos, cogía su vaso y se lo llevaba a la boca y bebía, murmuraba algo incomprensible y se sumergía otra vez. ¿Y Cayo Mierda, y él? él bebía con regularidad, participaba con monosílabos en la conversación y se portaba como si fuera la cosa más natural que Ambrosio estuviera sentado ahí bebiendo con ellos.

– Así se pasaba el rato -dijo Ambrosio: su mano se sosegó, volvió a la rodilla-. Los tragos me quitaron la vergüenza y ya le soportaba su miradita y le contestaba sus bromas. Sí me gusta el whisky don, claro que no es la primera vez que tomo whisky don.

Pero ahora don Fermín no lo escuchaba o parecía que no: lo tenía retratado en los ojos, Ambrosio los miraba y se veía ¿veía? Queta asintió, y de repente don Fermín tomó apurado el conchito de su vaso y se paró: estaba cansado, don Cayo, era hora de irse. Cayo Bermúdez también se levantó:

– Que lo lleve Ambrosio, don Fermín -dijo, recogiendo un bostezo en su puño cerrado-, No necesito el auto hasta mañana.

– Quiere decir que no sólo sabía -dijo Queta, moviéndose-. Por supuesto, por supuesto. Quiere decir que Cayo Mierda preparó todo eso.

– No sé -la cortó Ambrosio, volteándose, la voz de repente agitada, mirándola. Hizo una pausa, volvió a tumbarse de espaldas-. No sé si sabía, si lo preparó. Quisiera saber. Él dice que tampoco sabe. ¿A usted no le ha?

– Sabe ahora, eso es lo único que yo sé -se rió Queta-. Pero ni yo ni la loca le hemos podido sonsacar si lo preparó. Cuando quiere, es una tumba.

– No sé -repitió Ambrosio. Su voz se hundió en un pozo y renació debilitada y turbia-. Él tampoco sabe. A veces dice sí. Tiene que saber; otras no, puede que no sepa. Yo lo he visto ya bastantes veces a don Cayo y nunca me ha hecho notar que sepa.

– Estás completamente loco -dijo Queta-. Claro que ahora sabe. Ahora quién no.

Los acompañó hasta la calle, ordenó a Ambrosio mañana a las diez, dio la mano a don Fermín y regresó a la casa cruzando el jardín. Ya estaba por amanecer. Había unas rayitas azules atisbando en el cielo y los policías de la esquina murmuraron buenas noches con unas voces estropeadas por el desvelo y los cigarrillos.

– Y ahí otra cosa más rara -susurró Ambrosio-. No se sentó atrás, como le correspondía, sino junto a mí. Ahí sospeché ya, pero no podía creer que fuera cierto. No podía ser, tratándose de él.

– Tratándose de él -deletreó Queta, con asco. Se ladeo-. ¿Por qué eres tú tan servil, tan?

– Pensé es para demostrarme un poco de amistad -susurró Ambrosio-. Adentro te traté como a un igual. Ahora te sigo tratando lo mismo. Pensé algunos días le dará por el criollismo, por tutearse con el pueblo. No, no sé qué pensé.

– Sí -dijo don Fermín, cerrando la puerta con cuidado y sin mirarlo-. Vamos a Ancón.

– Le vi su cara y parecía el de siempre, tan elegante, tan decente -dijo quejumbrosamente Ambrosio-. Me puse muy nervioso ¿ve? ¿A Ancón dijo, don?

– Sí, a Ancón -asintió don Fermín, mirando por la ventanilla el poquito de luz del cielo-. ¿Tienes bastante gasolina?

– Yo sabía donde vivía, lo había llevado una vez desde la oficina de don Cayo -se quejó Ambrosio-. Arranqué y en la avenida Brasil me atreví a preguntarle. ¿No va a su casa de Miraflores, don?

– No, voy a Ancón -dijo don Fermín, mirando ahora adelante; pero un momento después se volvió a mirarlo y era otra persona ¿ve?-. ¿Tienes miedo de ir solo conmigo hasta Ancón? ¿Tienes miedo que te pase algo en la carretera?

– Y se echó a reír -susurró Ambrosio-. Y yo también, pero no me salía. No podía. Estaba muy nervioso, ya sabía.

Queta no se rió: se había ladeado, apoyado en su brazo y lo miraba. Él seguía de espaldas, inmóvil, había dejado de fumar y su mano yacía muerta sobre su rodilla desnuda. Pasó un auto, un perro ladró. Ambrosio había cerrado los ojos y respiraba con las narices muy abiertas. Su pecho subía y bajaba lentamente.

– ¿Era la primera vez? -dijo Queta-. ¿Antes nunca nadie te había?

– Sí, sentía miedo -se quejó él-. Subí por Brasil, por Alfonso Ugarte, crucé el Puente del Ejército y los dos callados. Sí, la primera vez. No había ni un alma en las calles. En la carretera tuve que poner las luces altas porque había neblina. Estaba tan nervioso que empecé a acelerar. De repente vi la aguja en noventa, en cien ¿ve? Fue ahí. Pero no choqué.

– Ya apagaron las luces de la calle -se distrajo un instante Queta, y volvió-: ¿Sentiste qué?

– Pero no choqué, no choqué -repitió él con furia, estrujando la rodilla-. Sentí que me desperté, sentí que, pero pude frenar.

De golpe, como si en la mojada carretera hubiera surgido un intempestivo camión, un burro, un árbol, un hombre, el auto patinó chirriando salvajemente y chicoteó a derecha e izquierda y zigzagueó, pero sin salirse de la carretera. Brincando, crujiendo; recuperó el equilibrio cuando pareció que se volcaba y ahora Ambrosio disminuyó la velocidad, temblando.

– ¿Usted cree que en el frenazo, con la patinada me soltó? -se quejó Ambrosio, vacilando-. La mano seguía aquí, así.

– Quién te ordenó parar -dijo la voz de don Fermín-. He dicho a Ancón.

– Y la mano ahí, aquí -susurró Ambrosio-. Yo no podía pensar y arranqué de nuevo y no sé. No sé ¿ve? De repente otra vez noventa, cien en la aguja. No me había soltado. La mano seguía así.

– Te caló apenas te vio -murmuró Queta, echándose de espaldas-. Una ojeada y vio que te haces humo si te tratan mal. Te vio y se dio cuenta que si te ganan la moral te vuelves un trapo.

– Pensaba voy a chocar y aumentaba la velocidad -se quejó Ambrosio, jadeando-. La aumentaba ¿ve?

– Se dio cuenta que te morirías de miedo -dijo Queta con sequedad, sin compasión-. Que no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.

– Voy a chocar, voy a chocar -jadeó Ambrosio-. Y hundía el pie. Sí, tenía miedo ¿ve?

– Tenías miedo porque eres un servil -dijo Queta con asco-. Porque él es blanco y tú no, porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.

– La cabeza me daba sólo para eso -susurró Ambrosio, más agitado-. Si no me suelta voy a chocar. Y su mano aquí, así. ¿Ve? Así hasta Ancón.

AMBROSIO había vuelto de "Transportes Morales” con una cara que Amalia inmediatamente había pensado le fue mal. No le había preguntado nada. Lo había visto cruzar a su lado silencioso y sin mirarla, salir a la huerta, sentarse en la silleta desfondada, sacarse los zapatos, prender un cigarrillo rascando el fósforo con ira y ponerse a mirar la yerba con ojos asesinos.

– Esa vez no hubo chifita ni cerveciolas -dice Ambrosio-. Entré a su oficina y ahí nomás me aguantó con un gesto que quería decir estás salmuera, negro.

Además se había llevado el índice de la mano derecha al cogote y serruchado, y luego a la sien y disparado: pum, Ambrosio. Pero sin dejar de sonreír con su cara ancha y sus saltones ojos experimentados. Se abanicaba con un periódico: mal negro, pura pérdida.

Casi no se habían vendido ataúdes y estos dos últimos meses él había tenido que pagar de su bolsillo el alquiler del local, el sueldito del idiota y lo que se debía a los carpinteros: ahí estaban los recibitos. Ambrosio los había manoseado sin verlos, Amalia, y se había sentado frente al escritorio: qué malas noticias le daba, don Hilario.

– Malísimas -había reconocido él-. El momento está tan malo para los negocios que la gente no tiene plata ni para morirse.

– Voy a decirle una cosa, don Hilario -había dicho Ambrosio, después de un momento, con todo respeto-. Fíjese, seguro usted tiene razón. Seguro que dentro de poco el negocio dará ganancias.

– Segurísimo -había dicho don Hilario-. El mundo es de los pacientes.

– Pero yo ando mal de plata y mi mujer espera otro hijo -había continuado Ambrosio-. Así que aunque quisiera tener paciencia, no puedo.

Una sonrisita intrigada y sorprendida había redondeado la cara de don Hilario, que seguía abanicándose con una mano y había empezado a hurgarse el diente con la otra: dos hijos no era nada, lo bravo era llegar a la docena como él, Ambrosio.

– Así que voy a dejarle "Ataúdes Limbo” para usted solito -había explicado Ambrosio-. Prefiero que me devuelva mi parte. Para trabajarla por mí cuenta, don. A ver si tengo más suerte.

Entonces había empezado con sus cocorocós, Amalia, y Ambrosio se había callado, como para concentrarse mejor en la matanza de todo lo que estaba cerca: la yerba, los árboles, Amalita Hortensia, el cielo. No se había reído. Había observado a don Hilario que se estremecía en su silla, abanicándose de prisa, y esperado con parsimoniosa seriedad que dejara de reírse.

– ¿Así que creías que era una cuenta de ahorro? -había tronado al fin, secándose la transpiración de la frente, y la risa lo había vencido de nuevo. ¿Que uno ponía y sacaba la plata cuando quería?

– Cocorocó, quiquiriquí -dice Ambrosio-. Lloró de risa, se puso colorado de risa, se cansó de reírse. Y yo esperando, tranquilo.

– No es tontería ni viveza pero no sé qué es -había golpeado la mesa don Hilario, congestionado y húmedo-. Dime qué es lo que crees que soy. ¿Cojudo, imbécil, qué soy yo?

– Primero se ríe, después se enoja -había dicho Ambrosio-. No sé qué le pasa á usted, don.

– Si te digo que el negocio se hunde ¿qué cosa es lo que se está hundiendo? -se había hasta puesto a hacer adivinanzas, Amalia, y había mirado a Ambrosio con lástima-. Si tú y yo ponemos en un bote quince mil soles cada uno y el bote se hunde en el río ¿qué cosa es lo que se hunde con el bote?

– ¿Ataúdes Limbo? no se ha hundido -había afirmado Ambrosio-. Ahí sigue enterita frente a mi casa.

– ¿Quieres venderla, traspasarla? -había preguntado don Hilario-. Yo encantado, ahora mismo. Sólo tienes que encontrar un manso que quiera cargar con el muerto. No alguien que te dé los treinta mil que metimos, eso ni un loco. Alguien que la acepte regalada y quiera hacerse cargo del idiota y lo que se debe a los carpinteros.

– ¿Quiere decir que nunca más voy a ver ni un sol de los quince mil que le di? -había dicho Ambrosio.

– Alguien que al menos me devuelva la plata extra que te he adelantado -había dicho don Hilario-. Mil doscientos ya, aquí están los recibitos. ¿O ya ni te acordabas?

– Quéjate a la policía, denúncialo -había dicho Amalia-. Que lo obliguen a devolverte tu plata.

Esa tarde, mientras Ambrosio fumaba un cigarrillo tras otro, instalado en la silla desfondada, Amalia había sentido ese inubicable escozor, esos vacíos ácidos en la boca del estómago de sus peores momentos con Trinidad: ¿iban a comenzar otra vez las desgracias aquí? Habían comido mudos y luego se había presentado doña Lupe a conversar, pero al verlos tan serios se había despedido al ratito. En la noche, acostados, Amalia le había preguntado qué vas a hacer. No sabía todavía, Amalia, estaba pensando. Al día siguiente, Ambrosio había partido tempranito, sin llevarse el fiambre para el viaje. Amalia había sentido náuseas y cuando entró doña Lupe, a eso de las diez, la había encontrado vomitando. Estaba contándole lo que pasaba cuando había llegado Ambrosio: pero cómo, ¿no se había ido a Tingo? No, "El Rayo de la Montaña" estaba en reparación en el garaje. Había ido a sentarse a la huerta, pasado toda la mañana allí, pensando. Al mediodía Amalia lo había llamado a almorzar y estaban comiendo cuando había entrado el hombre casi corriendo. Se había cuadrado delante de Ambrosio que no había atinado ni a pararse: don Hilario.

– Esta mañana has estado desparramando insolencias por el pueblo -morado de cólera, doña Lupe, alzando tanto la voz que Amalita Hortensia se había despertado llorando-. Diciendo en la plaza que Hilario Morales te robó tu plata.

Amalia había sentido que le volvían las náuseas del desayuno. Ambrosio no se había movido: ¿por qué no se paraba, por qué no le contestaba? Nada, había seguido sentado, mirando al hombre gordito que rugía.

– Además de tonto, eres desconfiado y deslenguado -gritando, gritando-. ¿Así que le has dicho a la gente que me vas a ajustar las clavijas con la policía? Está bien, las cosas claras. Levántate, vamos de una vez.

– Estoy comiendo -había murmurado Ambrosio, apenas-. Adónde quiere que vaya, don.

– A la policía -había bramado don Hilario-. A hacer las cuentas delante del Mayor. A ver quién le debe plata a quién, malagradecido.

– No se ponga así don Hilario -le había rogado Ambrosio-. Le han ido a contar mentiras. Cómo va a creerles a los chismosos. Siéntese, don, permítame ofrecerle una cervecita.

Amalia había mirado a Ambrosio, asombrada: le sonreía, le ofrecía la silla. Se había parado de un salto, corrido a la huerta y vomitado sobre las yucas. Desde ahí, había oído a don Hilario: no estaba para cervecitas, había venido a poner los puntos sobre las íes, que se levantara, vamos a ver al Mayor. Y la voz de Ambrosio, rebajándose y adulándolo cada vez más: cómo iba a desconfiar de él, don, sólo se había lamentado de la mala suerte, don.

– Entonces, en el futuro nada de amenazas ni de habladurías -había dicho don Hilario, calmándose un poco-. Cuidadito con ir por ahí ensuciando mi apellido.

Amalia lo había visto dar media vuelta, ir hasta la puerta, volverse y dar un grito más: no quería verlo más por la empresa, no quería tener de chofer a un malagradecido como tú, podía pasar el lunes a cobrar.

Sí, ya habían comenzado de nuevo. Pero había sentido más cólera contra Ambrosio que contra don Hilario y entrado al cuarto corriendo:

– Por qué te dejaste tratar así, por qué te achicaste así. Por qué no fuiste a la policía y lo acusaste.

– Por ti -había dicho Ambrosio mirándola con pena-. Pensando en ti. ¿Ya te olvidaste? ¿Ya ni te acuerdas por qué estamos en Pucallpa? No fui a la policía por ti, me achiqué por ti.

Ella se había puesto a llorar le había pedido perdón y en la noche había vomitado de nuevo.

– Me dio seiscientos soles de indemnización -dice Ambrosio-. Con eso duramos no sé, cómo un mes. Me las pasé buscando trabajo. En Pucallpa es más fácil encontrar oro que trabajo. Por fin conseguí un trabajito de hambre, como colectivero a Yarinacocha. (*) Y al tiempito vino el puntillazo, niño,

VI

ESOS primeros meses de matrimonio sin ver a los viejos ni a tus hermanos, casi sin saber de ellos, habías sido feliz, Zavalita. Meses de privaciones y de deudas, pero se te han olvidado y los malos períodos nunca se olvidan, piensa. Piensa: a lo mejor habías sido, Zavalita. A lo mejor esa monotonía con estrecheces era la felicidad, esa discreta falta de convicción y de exaltación y de ambición, a lo mejor era esa suave mediocridad en todo. Hasta en la cama, piensa. Desde el principio la pensión les resultó incómoda. Doña Lucía había aceptado que Ana utilizara la cocina a condición que no interfiriera en sus horarios, de modo que Ana y Santiago tenían que almorzar y comer muy temprano o tardísimo. Luego Ana y doña Lucía comenzaron a discutir por el cuarto de baño y la mesa de planchar, el uso de plumeros y escobas y el desgaste de las cortinas y sábanas. Ana había intentado volver a "La Maison de Santé”, pero no había vacante y debieron pasar dos o tres meses antes de que encontrara un empleo de medio turno en la Clínica Delgado. Entonces empezaron a buscar departamento. Al regresar de “La Crónica”, Santiago encontraba a Ana despierta, revisando los avisos clasificados, y mientras él se desvestía ella le contaba sus gestiones y andanzas. Era su felicidad, Zavalita: marcar los avisos, llamar por teléfono, preguntar y regatear, visitar cinco o seis al salir de la clínica. Y, sin embargo, había sido Santiago el que encontró casualmente la quinta de los duendes de Porta.

Había ido a entrevistar a alguien que vivía en Benavides, y al subir hacia la Diagonal la descubrió. Ahí estaba: la fachada rojiza, las casitas pigmeas alineadas en torno al pequeño rectángulo de grava, sus ventanitas con rejas y sus voladizos y sus matas de geranios.

Había un aviso: se alquilan departamentos. Habían vacilado, ochocientos era mucho. Pero ya estaban hartos de la incomodidad de la pensión y las disputas con doña Lucía y lo tomaron. Habían ido poblando poco a poco los dos cuartitos vacíos, con muebles baratos que pagaban a plazos.

Si Ana tenía su turno en la clínica Delgado en la mañana, Santiago al despertar a mediodía encontraba el desayuno listo para calentarlo. Se quedaba leyendo hasta que fuera hora de ir al diario o salía a hacer alguna comisión y Ana regresaba a eso de las tres.

Almorzaban, él partía a trabajar a las cinco y volvía a las dos de la mañana. Ana estaba hojeando una revista, oyendo radio o jugando naipes con la vecina, la alemana de quehaceres mitómanos (un día era agente de la Interpol, otro exilada política, otro representante de consorcios europeos destacada al Perú en misteriosas misiones) que vivía sola y los días de sol salía a calentarse en el rectángulo en traje de baño. Y ahí estaba el rito de los sábados, Zavalita, tu día libre. Se levantaban tarde, almorzaban en casa, iban a la matiné a un cine de barrio, daban una caminata por los Malecones o el Parque Necochea o la avenida Pardo (¿de qué hablábamos?, piensa, ¿de qué hablamos?), siempre por sitios previsiblemente solitarios para no toparse con el Chispas o los viejos o la Teté, al anochecer comían en algún restaurant barato (el "Colinita", piensa, los fines de mes en el “Gambrinus”), en las noches volvían a zambullirse en un cine, uno de estreno si alcanzaba. Al principio, elegían las películas con equidad: una mexicana en la tarde, una policial o un western en la noche. Ahora casi únicamente mexicanas, piensa. ¿Habías comenzado a ceder por llevar la fiesta en paz con Ana o porque ya tampoco te importaba eso, Zavalita? Algún sábado viajaban a Ica a pasar el día con los padres de Ana. No hacían ni recibían visitas, no tenían amigos.

No habías vuelto al "Negro-Negro" con Carlitos, Zavalita, no habías vuelto con ellos a ver de gorra los shows de las boites ni a los bulines. No se lo pedían, no insistían, y un día empezaron a hacerle bromas: te volvías serio Zavalita, te aburguesabas Zavalita. ¿Había sido Ana feliz, era, eres Anita? Ahí su voz en la oscuridad, una de esas noches en que hacían el amor: no tomas, no eres mujeriego, claro que soy, amor. Una vez Carlitos había llegado a la redacción más borracho que de costumbre; vino a sentarse en el escritorio de Santiago y estuvo mirándolo en silencio, con expresión rencorosa: ya sólo se veían y hablaban en esta tumba, Zavalita. Unos días después, Santiago lo invitó a almorzar a la quinta de los duendes. Trae también a la China, Carlitos, pensando qué dirá, qué hará Ana: no, la China y él estaban peleados. Fue solo y había sido un almuerzo tirante y áspero, arrebosado de mentiras.

Carlitos se sentía incómodo, Ana lo miraba con desconfianza y los temas de conversación morían apenas nacían. Desde entonces Carlitos no había vuelto a la casa. Piensa: juro que iré a verte.

El mundo era chico, pero Lima grande y Miraflores infinito, Zavalita: seis, ocho meses viviendo en el mismo barrio sin encontrarse con los viejos ni el Chispas ni la Teté. Una noche en la redacción, Santiago terminaba una crónica cuando le tocaron el hombro: hola, pecoso. Salieron a tomar un café a la Colmena.

– La Teté y yo nos casamos el sábado, flaco -dijo Popeye-. He venido a verte por eso.

– Ya sabía, lo leí en el periódico -dijo Santiago-. Felicidades, pecoso.

– La Teté quiere que seas su testigo en el civil -dijo Popeye-. ¿Le vas a decir que sí, no es cierto? Y Ana y tú tienen que venir al matrimonio.

– Tú te acuerdas de esa escenita en la casa -dijo Santiago-. Supongo que sabes que no he visto a la familia desde entonces.

– Ya está todo arreglado, ya convencimos a tu vieja -la cara rojiza de Popeye se encendió en una sonrisa optimista y fraternal-. También ella quiere que vengan. Y tu viejo, ni se diga. Todos quieren verlos y amistarse de una vez. La van a tratar a Ana con el mayor cariño, verás.

Ya la habían perdonado, Zavalita. El viejo se habría lamentado cada día de esos meses por lo que no venía el flaco, por lo enojado y resentido que estarías, y habría reñido y responsabilizado cien veces a la mamá, y algunas noches habría venido a apostarse en el auto en la avenida Tacna para verte salir de “La Crónica”.

Habrían hablado, discutido y la mamá llorado hasta que se acostumbraron a la idea de que estabas casado y con quien. Piensa: hasta que nos, te perdonaron, Anita. Le perdonamos que engatuzara y se robara al flaco, le perdonamos que sea cholita: que viniera.

– Hazlo por la Teté y sobre todo por tu viejo -insistía Popeye-. Tú sabes cómo te quiere, flaco. Y hasta el Chispas, hombre. Esta misma tarde me dijo que el supersabio se deje de mariconadas y venga.

– Encantado de ser testigo de la Teté, pecoso.

– También te había perdonado el Chispas, Anita, gracias, Chispas-. Tienes que avisarme qué debo firmar, dónde.

– Y espero que a nuestra casa vendrán siempre ¿no? -dijo Popeye-. Con nosotros no tienes por qué enojarte, ni la Teté ni yo te hicimos nada ¿no? A nosotros Ana nos parece simpatiquísima.

– Pero al matrimonio no vamos a ir, pecoso -dijo Santiago-. No estoy enojado con los viejos ni con el Chispas. Simplemente no quiero otra escenita como ésa.

– No seas terco, hombre -dijo Popeye-. Tu vieja tiene sus prejuicios como todo el mundo, pero en el fondo es buenísima gente. Dale ese gusto a la Teté, flaco, vengan al matrimonio.

Popeye había dejado ya la empresa en la que trabajó al recibirse, la compañía que habían formado con tres compañeros andaba más o menos, flaco, tenían algunos clientes ya. Pero estaba muy ocupado no tanto por la arquitectura, ni siquiera por la novia -te había dado un codazo jovial, Zavalita-, sino por la política: ¿qué manera de quitar tiempo, no flaco?

– ¿La política? -dijo Santiago, pestañeando-. ¿Estás metido en política, pecoso?

– Belaúnde para todo el mundo -se rió Popeye, mostrando una insignia en el ojal de su saco-. ¿No sabías? Hasta estoy en el Comité Departamental de Acción Popular. Ni que no leyeras los periódicos.

– No leo nunca las noticias políticas -dijo Santiago-. No sabía nada.

– Belaúnde fue mi profesor en la Facultad -dijo Popeye-. En las próximas elecciones barreremos. Es un tipo formidable, hermano.

– ¿Y qué dice tu padre? -sonrió Santiago-. ¿él sigue siendo senador odriísta, no?

– Somos una familia democrática -se rió Popeye-. A veces discutimos con el viejo, pero como amigos. ¿Tú no simpatizas con Belaúnde? Ya has visto que nos acusan de izquierdistas, aunque sea por eso deberías estar con el arquitecto. ¿O sigues siendo comunista?

– Ya no -dijo Santiago-. No soy nada ni quiero saber nada de política. Me aburre.

– Mal hecho, flaco -lo riñó Popeye, cordialmente-. Si todos pensaran así, este país no cambiaría nunca.

Esa noche, en la quinta de los duendes, mientras Santiago le contaba, Ana había escuchado muy atentamente, los ojos chispeando de curiosidad: por supuesto que no irían al matrimonio, Anita. Ella por supuesto que no. pero él debería ir, amor, era tu hermana.

Además dirían Ana no lo dejó ir, la odiarían más, tenía que ir. A la mañana siguiente, cuando Santiago estaba aún en cama se presentó la Teté en la quinta de los duendes: la cabeza con ruleros que asomaban bajo el pañuelo de seda blanca espigada y en pantalones y contenta. Parecía que te hubiera estado viendo cada día, Zavalita: se moría de risa viéndote encender la hornilla para calentar el desayuno, examinaba con lupa los dos cuartitos, hurgaba los libros, hasta jaló la cadena del excusado para ver cómo funcionaba. Todo le gustaba: la quinta parecía de muñecas, las casas coloraditas tan igualitas, todo tan chiquito, tan bonito.

– Deja de revolver las cosas que tu cuñada se va a enojar conmigo -dijo Santiago-. Siéntate y conversa un poco.

La Teté se sentó en el pequeño estante de libros, pero siguió observando el contorno con voracidad. ¿Si estaba enamorada de Popeye? Claro, idiota, ¿se te ocurría que si no se casaría con él? Vivirían con los papás de Popeye un tiempito, hasta que terminaran el edificio en el que los papás del pecoso les habían regalado un departamento. ¿La luna de miel? Irían primero a México y después a Estados Unidos.

– Espero que me mandes postales -dijo Santiago-. Me paso la vida soñando con viajar y hasta ahora sólo he llegado a Ica.

– Ni siquiera la llamaste a la mamá en su cumpleaños, la hiciste llorar a mares -dijo la Teté-. Pero supongo que el domingo vas a venir a la casa con Ana.

– Conténtate con que sea tu testigo -dijo Santiago-. No vamos a ir ni a la iglesia ni a la casa.

– Déjate de idioteces, supersabio -dijo la Teté, riéndose-. Yo la voy a convencer a Ana y te voy a fregar, jajá. Y voy a hacer que Ana vaya a mis showers y todo, vas a ver.

Y efectivamente la Teté volvió esa tarde y Santiago las dejó a ella y Ana, al irse a "La Crónica", charlando como dos amigas de toda la vida. En la noche Ana lo recibió muy risueña: habían estado juntas toda la tarde, la Teté era simpatiquísima, hasta la había convencido. ¿No era mejor que se amistaran de una vez con tu familia, amor?

– No -dijo Santiago-. Es mejor que no. No hablemos más de eso.

Pero todo el resto de la semana habían discutido mañana y noche sobre el mismo asunto, ¿ya te animaste, amor, iban a ir?, Ana le había prometido a la Teté que irían, amor, y el sábado en la noche se habían acostado peleados. El domingo, tempranito, Santiago fue a telefonear a la botica de Porta y San Martín.

– ¿Qué esperan? -dijo la Teté-. Ana quedó en venir a las ocho para ayudarme. ¿Quieres que el Chispas los vaya a recoger?

– No vamos a ir -dijo Santiago-. Te llamo para darte el abrazo y recordarte lo de las postales, Teté.

– ¿Crees que te voy a estar rogando, idiota? -dijo la Teté-. Lo que pasa es que eres un acomplejado. Déjate de tonterías y ven ahorita o no te hablo más supersabio.

– Si te enojas te vas a poner fea y tienes que estar bonita para las fotos -dijo Santiago-. Mil besos y vengan a vernos a la vuelta del viaje, Teté.

– No te hagas la niña bonita que se resiente de todo -alcanzó a decir todavía la Teté-. Ven, tráela a Ana. Te han hecho chupe de camarones, idiota.

Antes de regresar a la quinta de los duendes, fue a una florería de Larco y mandó un ramo de rosas a la Teté. Miles de felicidades para los dos de sus hermanos Ana y Santiago, piensa. Ana estaba resentida y no le dirigió la palabra hasta la noche.


– ¿NO ES por interés? -dijo Queta-. ¿Por qué, entonces? ¿Por miedo?

– A ratos -dijo Ambrosio-. A ratos más bien por pena. Por agradecimiento, por respeto. Hasta amistad guardando las distancias. Ya sé que no me cree, pero es cierto. Palabra.

– ¿No sientes nunca vergüenza? -dijo Queta-. De la gente, de tus amigos. ¿O a ellos les cuentas como a mí?

Lo vio sonreír con cierta amargura en la semioscuridad; la ventana de la calle estaba abierta pero no había brisa y en la atmósfera inmóvil y cargada de vaho de la habitación el cuerpo desnudo de él comenzaba a sudar. Queta se apartó unos milímetros para que no la rozara.

– Amigos como los que tuve en mi pueblo, aquí ni uno -dijo Ambrosio-. Sólo conocidos, como ése que está ahora de chofer de don Cayo, o Hipólito, el otro que lo cuida. No saben. Y aunque supieran no me daría. No les parecería mal ¿ve? Le conté lo que le pasaba a Hipólito con los presos ¿no se acuerda? ¿Por qué me iba a dar vergüenza con ellos?

– ¿Y nunca tienes vergüenza de mí? -dijo Queta.

– De usted no -dijo Ambrosio-. Usted no va a ir a regar estas cosas por ahí.

– Y por qué no -dijo Queta-. No me pagas para que te guarde los secretos.

– Porque usted no quiere que sepan que yo vengo aquí -dijo Ambrosio-. Por eso no las va a regar por ahí.

– ¿Y si yo le contara a la loca lo que me cuentas? -dijo Queta-. ¿Qué harías si se lo contara a todo el mundo?

Él se rió bajito y cortésmente en la semioscuridad.

Estaba de espaldas, fumando, y Queta veía cómo se mezclaban en el aire quieto las nubecillas de humo. No se oía ninguna voz no pasaba ningún auto, a ratos el tic-tac del reloj del velador se hacía presente y luego se perdía y reaparecía un momento después.

– No volvería nunca más -dijo Ambrosio-. Y usted se perdería un buen cliente.

– Ya casi me lo he perdido -se rió Queta-. Antes venías cada mes, cada dos. ¿Y ahora hace cuánto? ¿Cinco meses? Más. ¿Qué ha pasado? ¿Es por Bola de Oro?

– Estar un rato con usted es para mí dos semanas de trabajo -explicó Ambrosio-. No puedo darme esos gustos siempre. Y además a usted no se la ve mucho tampoco. Vine tres veces este mes y ninguna la encontré.

– ¿Qué te haría si supiera que vienes acá? -dijo Queta-. Bola de Oro.

– No es lo que usted cree -dijo Ambrosio muy rápido, con voz grave-. No es un desgraciado, no es un déspota. Es un verdadero señor, ya le he dicho.

– ¿Qué te haría? -insistió Queta-. Si un día me lo encuentro en San Miguel y le digo Ambrosio se gasta tu plata conmigo.

– Usted sólo le conoce una cara, por eso está tan equivocada con él -dijo Ambrosio-. Tiene otra. No es un déspota. Es bueno, un señor. Hace que uno sienta respeto por él.

Queta se rió más fuerte y miró a Ambrosio: encendía otro cigarrillo y la llamita instantánea del fósforo le mostró sus ojos saciados y su expresión seria, tranquila, y el brillo de transpiración de su frente.

– Te ha vuelto a ti también -dijo, suavemente-. No es porque te paga bien ni por miedo. Te gusta estar con él.

– Me gusta ser su chofer -dijo Ambrosio-. Tengo mi cuarto, gano más que antes, y todos me tratan con consideración.

– ¿Y cuando se baja los pantalones y te dice cumple tus obligaciones? -se rió Queta-. ¿Te gusta también?

– No es lo que usted cree -repitió Ambrosio, despacio-. Yo sé lo que usted se imagina. Falso, no es así.

– ¿Y cuando te da asco? -dijo Queta-. A veces a mí me da, pero qué importa, abro las piernas y es igual. Pero ¿tú?

– Es algo de dar pena -susurró Ambrosio-. A mí me da, a él también. Usted se cree que eso pasa cada día. No, ni siquiera cada mes. Es cuando algo le ha salido mal. Yo ya sé, lo veo subir al carro y pienso algo le ha salido mal. Se pone pálido, se le hunden los ojos, la voz le sale rara. Llévame a Ancón, dice.

O vamos a Ancón, o a Ancón. Yo ya sé. Todo el viaje mudo. Si le viera la cara diría se le murió alguien o le han dicho que se va a morir esta noche.

– ¿Y qué te pasa a ti, qué sientes? -dijo Queta-. Cuando él te ordena llévame a Ancón.

– ¿Usted siente asco cuando don Cayo le dice esta noche ven a San Miguel? -preguntó Ambrosio, en voz muy baja-. Cuando la señora la manda llamar.

– Ya no -se rió Queta-. La loca es mi amiga, somos amigas. Nos reímos de él, más bien. ¿Piensas ya comienza el martirio, sientes que lo odias?

– Pienso en lo que va a pasar cuando lleguemos a Ancón y me siento mal -se quejó Ambrosio y Queta lo vio tocarse el estómago-. Mal aquí, me comienza a dar vueltas. Me da miedo, me da pena, me da cólera. Pienso ojalá que hoy sólo conversemos.

– ¿Conversemos? -se rió Queta-. ¿A veces te lleva sólo a conversar?

– Entra con su cara de entierro, cierra las cortinas y se sirve su trago -dijo Ambrosio, con voz densa-. Yo sé que por dentro algo le está mordiendo, que se lo está comiendo. Él me ha contado ¿ve? Yo lo he visto hasta llorar ¿ve?

– ¿Apúrate, báñate, ponte esto? -recitó Queta, mirándolo-. ¿Qué hace, qué te hace hacer?

– Su cara se le sigue poniendo más pálida y se le atraca la voz -murmuró Ambrosio-. Se sienta, dice siéntate. Me pregunta cosas, me conversa. Hace que conversemos.

– ¿Te habla de mujeres, te cuenta porquerías, te muestra fotos, revistas? -insistió Queta-. Yo sólo abro las piernas. ¿Pero tú?

– Le cuento cosas de mí -se quejó Ambrosio-. De Chincha, de cuando era chico, de mi madre. De don Cayo, me hace que le cuente, me pregunta por todo. Me hace sentirme su amigo ¿ve?

– Te quita el miedo, te hace sentir cómodo -dijo Queta-: El gato con el ratón. ¿Pero tú?

– Se pone a hablar de sus cosas, de las preocupaciones que tiene -murmuró Ambrosio-. Tomando, tomando. Yo también. Y todo el tiempo veo en su cara que algo se lo está comiendo, que le está mordiendo.

– ¿Ahí lo tuteas? -dijo Queta-. ¿En esos momentos te atreves?

– A usted no la tuteo a pesar de que vengo a esta cama hace como dos años ¿no? -se quejó Ambrosio-. Le sale todo lo que le preocupa, sus negocios, la política, sus hijos. Habla, habla y yo sé lo que le está pasando por adentro. Dice que le da vergüenza, él me ha contado ¿ve?

– ¿De qué se pone a llorar? -dijo Queta-. ¿De lo que tú?

– A veces horas de horas así -se quejó Ambrosio-. él hablando y yo oyendo, yo hablando y él oyendo. Y tomando hasta que siento que ya no me cabe una gota más.

– ¿De lo que no te excitas? -dijo Queta-. ¿Te excita sólo con trago?

– Con lo que le echa al trago -susurró Ambrosio; su voz se adelgazó hasta casi perderse y Queta lo miró: se había puesto el brazo sobre la cara, como un hombre que se asolea en la playa boca arriba-. La primera vez que lo pesqué se dio cuenta que lo había pescado. Se dio cuenta que me asusté. ¿Qué es eso que le echó?

– Nada, se llama yohimbina -dijo don Fermín-. Mira, yo me echo también. Nada, salud, tómatelo.

– A veces ni el trago, ni la yohimbina, ni nada -se quejó Ambrosio-. Él se da cuenta, yo veo que se da. Pone unos ojos que dan pena, una voz. Tomando, tomando. Lo he visto echarse a llorar ¿ve? Dice anda vete y se encierra en su cuarto. Lo oigo hablando solo, gritándose. Se pone como loco de vergüenza ¿ve?

– ¿Se enoja contigo, te hace escenas de celos? -dijo Queta-. ¿Cree que?

– No es tu culpa, no es tu culpa -gimió don Fermín-. Tampoco es mi culpa. Un hombre no puede excitarse con un hombre, yo sé.

– Se pone de rodillas ¿ve? -gimió Ambrosio-. Quejándose, a veces medio llorando. Déjame ser lo que soy, dice, déjame ser una puta, Ambrosio. ¿Ve, ve? Se humilla, sufre. Que te toque, que te lo bese, de rodillas, él a mí ¿ve? Peor que una puta ¿ve?

Queta se rió, despacito, volvió a tumbarse de espaldas, y suspiró.

– A ti te da pena él por eso -murmuró con una furia sorda-. A mí me da pena por ti más bien.

– A veces ni con ésas, ni por ésas -gimió Ambrosio, bajito-. Yo pienso se va a enfurecer, se va a enloquecer, va a. Pero no, no. Anda vete, dice, tienes razón, déjame solo, vuelve dentro de dos horas, dentro de una.

– ¿Y cuando puedes hacerle el favor? -dijo Queta-. ¿Se pone feliz, saca su cartera y?

– Le da vergüenza, también -gimió Ambrosio-. Se va al baño, se encierra y no sale nunca. Yo voy al otro bañito me ducho, me jabono. Hay agua caliente y todo. Vuelvo y él no ha salido. Se está horas lavándose, se echa colonias. Sale pálido, no habla. Anda al auto dice, ya bajo. Déjame en el centro, dice, no quiere que lleguemos juntos a su casa. Tiene vergüenza ¿ve?

– ¿Y los celos? -dice Queta-. ¿Cree que tú nunca andas con mujeres?

– Nunca me pregunta nada de eso -dijo Ambrosio, apartando el brazo de su cara-. Ni qué hago en mi día libre ni nada, sólo lo que yo le cuento. Pero yo sé lo que sentiría si supiera que ando con mujeres. No por celos ¿no se da cuenta? Por vergüenza, miedo de que vayan a saber. No me haría nada, no se enojaría.

Diría anda vete, nada más. Yo sé cómo es. No es de los que insultan, no sabe tratar mal a la gente. Diría no importa, tienes razón pero anda vete. Sufriría y sólo haría eso ¿ve? Es un señor, no lo que usted cree.

– Bola de Oro me da más asco que Cayo Mierda -dijo Queta.

Esa noche, entrando al octavo mes, había sentido dolores en la espalda y Ambrosio, semidormido y de malagana, le había hecho unos masajes. Había despertado ardiendo y con una flojera tan grande que cuando Amalita Hortensia comenzó a quejarse, ella se había puesto a llorar, angustiada por la idea de tener que levantarse. Cuando se había sentado en la cama había visto unas manchas color chocolate en el colchón.

– Creyó que la criatura se le había muerto en la barriga -dice Ambrosio-. Se olió algo, porque se puso a llorar y me obligó a llevarla al hospital. No te asustes, de qué te asustas.

Habían hecho la cola de costumbre, mirando los gallinazos del techo de la Morgue, y el doctor le había dicho a Amalia te internas ahora mismo. ¿Por qué le había salido eso, doctor? Iban a tener que inducirte el parto, mujer, había explicado el doctor. ¿Cómo inducirte, doctor?, y él nada, mujer, nada grave.

– Ahí se quedó -dice Ambrosio-. Le traje sus cosas, dejé a Amalita Hortensia con doña Lupe, me fui a manejar la carcochita. En la tarde regresé a verla. Le habían dejado el brazo y la nalga morados de tanta inyección.

La habían puesto en la sala común: hamacas y catres tan pegados que las visitas tenían que estar paradas al pie de la cama porque no había espacio para acercarse al paciente. Amalia se había pasado la mañana viendo por una larga ventana alambrada las chozas de la nueva barriada que estaba creciendo detrás de la Morgue. Doña Lupe había venido a verla con Amalita Hortensia pero una enfermera le había dicho no traiga más a la niña. Ella le había pedido a doña Lupe que cuando pudiera fuera a la cabaña a ver qué necesita Ambrosio, y doña Lupe por supuesto, también le haré la comida.

– Una enfermera me anunció parece que van a tener que operarla -dice Ambrosio-. ¿Y eso es grave? No, no es. Me engañaron ¿ve, niño?

Con las inyecciones los dolores habían desaparecido y la fiebre bajado, pero había seguido ensuciando la cama todo el día con minúsculas manchitas color chocolate y la enfermera le había cambiado tres veces los paños. Parece que te van a operar, le había dicho Ambrosio. Ella se había asustado: no, no quería.

Era por su bien, sonsa. Ella se había puesto a llorar y todos los enfermos los habían mirado.

– La vi tan muñequeada que comencé a inventarle mentiras -dice Ambrosio-. Vamos a comprarnos esa camioneta con Panta, hoy lo decidimos. Ni me oía. Tenía sus ojos así de hinchados.

Había pasado la noche despierta por los accesos de tos de uno de los enfermos, y asustada con otro que, moviéndose en la hamaca a su lado, decía palabrotas en sueños contra una mujer. Le rogaría, le lloraría y el doctor le haría caso: más inyecciones, más remedios, lo que fuera pero no me opere, había sufrido tanto la vez pasada, doctor. En la mañana les habían traído unas latas de café a todos los enfermos de la sala, menos a ella. Había venido la enfermera y sin decir palabra le había puesto una inyección. Ella había comenzado a rogarle llame al doctor, tenía que hablarle, lo iba a convencer, pero la enfermera no le había hecho caso: ¿creía que la iban a operar por gusto, sonsa? Después con otra enfermera había jalado su catre hasta la entrada de la sala y la habían pasado a una camilla y cuando habían comenzado a arrastrarla ella se había sentado llamando a gritos a su marido. Las enfermeras se habían ido, había venido el doctor enojado: qué era ese escándalo, qué pasa. Ella le había rogado, contado de la Maternidad, lo que había sufrido y el doctor había movido su cabeza: bueno, bien, calma. Así hasta que había entrado la enfermera de la mañana: ahí estaba ya tu marido, basta de llanto.

– Se me prendió -dice Ambrosio-. Que no me opere, no quiero. Hasta que el doctor perdió la paciencia. O autorizas o te la llevas de aquí. ¿Qué iba a hacer yo, niño?

La habían estado convenciendo entre Ambrosio y una enfermera más vieja y más buena que la primera, una que le había hablado con cariño y le decía es por tu bien y el de la criatura. Al fin ella había dicho bueno y que se iba a portar bien. Entonces la habían arrastrado en la camilla. Ambrosio la había seguido hasta la puerta de otra sala, diciéndole algo que ella apenas había oído.

– Se la olía, niño -dice Ambrosio-. Si no por qué tan desesperada, tan asustada.

La cara de Ambrosio había desaparecido y habían cerrado una puerta. Había visto al doctor poniéndose un mandil y conversando con otro hombre vestido de blanco y con un gorrito y un antifaz. Las dos enfermeras la habían sacado de la camilla y acostado en una mesa. Ella les había rogado levántenme la cabeza, así se ahogaba, pero en vez de hacerle caso le habían dicho sí, ya, calladita, está bien. Los dos hombres de blanco habían seguido hablando y las enfermeras dando vueltas a su alrededor. Habían prendido un foco de luz sobre su cara, tan fuerte que había tenido que cerrar los ojos, y un momento después había sentido que le ponían otra inyección. Luego había visto muy cerca de la suya la cara del doctor y oído que le decía cuenta uno, dos, tres. Mientras iba contando había sentido que se le moría la voz.

– Yo tenía que trabajar, encima eso -dice Ambrosio-. La metieron a la sala y me fui del hospital, pero entré donde doña Lupe y me dijo pobrecita, cómo no te has quedado hasta que termine la operación. Así que volví al hospital, niño.

Le había parecido que todo se movía suavecito y ella también, como si estuviera flotando en el agua, y apenas había reconocido a su lado las caras largas de Ambrosio y doña Lupe. Había querido preguntarles ¿la operación se acabó?, contarles no me duele nada, pero no había tenido fuerzas para hablar.

– Ni donde sentarse -dice Ambrosio-. Ahí parado, fumándome todos los cigarros que tenía. Después llegó doña Lupe y también se puso a esperar y no la sacaban nunca de la sala.

No se había movido, se le había ocurrido que al menor movimiento muchas agujas empezarían a punzarla. No había sentido dolor sino una pesada, sudorosa amenaza de dolor y a la vez mucha flojera y había podido oír, como si hablaran secreteándose o estuvieran lejísimos, las voces de Ambrosio, de doña Lupe, y hasta la voz de la señora Hortensia: ¿había nacido, era hombre o mujer?

– Por fin salió una enfermera empujando, quítense -dice Ambrosio-. Se fue y volvió trayendo algo.

¿Qué pasa? Me dio otro empujón y al poco rato salió la otra. La criatura se perdió, dijo, pero que la madre podía salvarse.

Parecía que Ambrosio lloraba, que doña Lupe rezaba, que había gente dando vueltas a su alrededor y diciéndole cosas. Alguien se había agachado sobre ella y había sentido su aliento contra su boca y sus labios en su cara. Creen que te vas a morir, había pensado, creen que te has muerto. Había sentido una gran admiración y mucha pena de todos.

– Que podía salvarse quería decir que también podía morirse -dice Ambrosio-. Doña Lupe se puso a rezar de rodillas. Yo me fui a apoyar en la pared, niño.

No había podido darse cuenta cuánto rato pasaba entre una cosa y otra y había seguido oyendo que hablaban pero ahora también largos silencios que se oían, que sonaban. Había sentido siempre que flotaba, que se hundía un poquito en el agua y que salía y que se hundía y había visto repentinamente la cara de Amalita Hortensia. Había oído: límpiate bien los pies antes de entrar a la casa.

– Después salió el doctor y me puso una mano aquí -dice Ambrosio-. Hicimos todo por salvar a tu mujer, que Dios no lo había querido y no sé cuántas cosas más, niño.

Se le había ocurrido que la iban a jalar, que se iba a ahogar y había pensado no voy a mirar, no voy a hablar, no se iba a mover y así iba a flotar. Había pensado ¿cómo vas a estar oyendo cosas que ya pasaron, bruta? y se había asustado y había sentido otra vez mucha lástima.

– La velamos en el Hospital -dice Ambrosio-. Vinieron todos los choferes de la Morales y de la Pucallpa, y hasta el desgraciado de don Hilario vino a dar el pésame.

Le había dado cada vez más lástima mientras se hundía y sentía que descendía y vertiginosamente caía y sabía que las cosas que oía se iban quedando allá y que sólo podía, mientras se hundía, mientras caía, llevarse esa terrible lástima.

– La enterramos en uno de los cajones de la Limbo -dice Ambrosio-. Hubo que pagar no sé cuánto en el cementerio. Yo no tenía. Los chóferes hicieron una colecta y hasta el desgraciado de don Hilario dio algo. Y el mismo día que la enterré, el hospital mandó a cobrar la cuenta. Muerta o no muerta había que pagar la cuenta. ¿Con qué, niño?

VII

– ¿COMO FUE, niño? -dice Ambrosio-. ¿Sufrió mucho antes de?

Había sido algún tiempo después de la primera crisis de diablos azules de Carlitos, Zavalita. Una noche había anunciado en la redacción, con aire resuelto: no voy a chupar un mes. Nadie le había creído, pero Carlitos cumplió escrupulosamente la voluntaria cura de desintoxicación y estuvo cuatro semanas sin probar gota de alcohol. Cada día tachaba un número en el almanaque de su escritorio y lo enarbolaba desafiante: y ya iban diez, y ya van dieciséis. Al terminar el mes anunció: ahora el desquite. Había comenzado a beber esa noche al salir del trabajo, primero con Norwin y con Solórzano en chinganas del centro, luego con unos redactores de deportes que encontraron en una cantina festejando un cumpleaños, y había amanecido bebiendo en la Parada, contó él mismo después, con desconocidos que le robaron la cartera y el reloj. Esa mañana lo vieron en las redacciones de “Última Hora” y de “La Prensa”, pidiendo plata prestada y al atardecer lo encontró Arispe, sentado en el Portal, en una mesita del Bar Zelap, la nariz como un tomate y los ojos disueltos, bebiendo solo. Se sentó a su lado pero no pudo hablarle. No estaba borracho, contó Arispe, sino macerado en alcohol. Esa noche se presentó en la redacción, caminando con infinita cautela y mirando a través de las cosas. Olía a desvelo, a mezclas indecibles, y había en su cara un desasosiego vibrante, una efervescencia de la piel en los pómulos, las sienes, la frente y el mentón: todo latía. Sin responder a las bromas, flotó hasta su escritorio y permaneció de pie, mirando su máquina de escribir con ansiedad. De pronto, la alzó con gran esfuerzo sobre su cabeza y sin decir palabra la soltó: ahí el estruendo, Zavalita, la lluvia de teclas y tuercas. Cuando fueron a sujetarlo, se echó a correr, dando gruñidos: manoteaba las carillas, hacía volar a puntapiés las papeleras, se estrellaba contra las sillas. Al día siguiente se había internado en la clínica por primera vez. ¿Cuántas desde entonces, Zavalita? Piensa: tres.

– Parece que no -dice Santiago-. Parece que murió dormido.

Había sido un mes después del matrimonio de Chispas y Cary, Zavalita. Ana y Santiago recibieron parte e invitación pero no fueron ni llamaron ni mandaron flores. Popeye y la Teté no habían tratado siquiera de convencerlos. Se habían presentado en la quinta de los duendes, unas semanas después de regresar de la luna de miel y no estaban resentidos. Les contaron con lujo de detalles su viaje por México y Estados Unidos y luego fueron a dar una vuelta en el auto de Popeye y se tomaron unos milk-shakes en La Herradura. Habían seguido viéndose ese año cada cierto tiempo, en la quinta y alguna vez en San Isidro, cuando Popeye y la Teté estrenaron su departamento. Por ellos te enterabas de las novedades, Zavalita: el compromiso del Chispas, los preparativos de matrimonio, el futuro viaje de los papás a Europa. Popeye estaba absorbido por la política, acompañaba a Belaúnde en sus giras por provincias y la Teté esperaba bebe.

– El Chispas se casó en febrero y el viejo murió en marzo -dice Santiago-. Él y la mamá estaban por irse a Europa, cuando ocurrió.

– ¿Murió en Ancón, entonces? -dice Ambrosio.

– En Miraflores -dice Santiago-. Ese verano no habían ido a Ancón por el matrimonio del Chispas. Habían estado yendo a Ancón sólo los fines de semana, creo.

Había sido poco después de la adopción del Batuque, Zavalita. Una tarde, Ana volvió de la Clínica Delgado con una cajita de zapatos que se movía; la abrió y Santiago vio saltar una cosita blanca: el jardinero se lo había regalado con tanto cariño que no había podido decirle que no, amor. Al principio, fue un fastidio, motivo de discusiones. Se orinaba en la salita, en las camas, en el cuarto de baño, y cuando Ana, para enseñarle a hacer sus cosas afuera, le daba un manazo en el trasero y le hundía el hocico en el charco de caquita y de pis, Santiago salía en su defensa y se peleaban, y cuando comenzaba a mordisquear algún libro y Santiago le pegaba, Ana salía en su defensa y se peleaban. Al poco tiempo aprendió: rascaba la puerta de calle cuando quería orinar y miraba el estante como si estuviera electrizado. Los primeros días durmió en la cocina, sobre un crudo, pero en las noches aullaba y venía a ulular ante la puerta del dormitorio, así que acabaron por instalarlo en un rincón, junto a los zapatos. Poco a poco fue conquistando el derecho de subir a la cama. Esa mañana se había metido al cajón de la ropa sucia se estaba tratando de salir, Zavalita, y tú lo estabas mirando. Se había encaramado, apoyado las patas en el borde, estaba descargando todo su peso hacia ese lado y el cajón comenzó a oscilar y por fin se volcó. Luego de unos segundos de inmovilidad, agitó la colita, avanzó hacia la libertad y en eso los golpes en la ventana y la cara de Popeye.

– Tu papá, flaco -estaba sofocado, Zavalita, congestionado, habría venido a toda carrera desde su auto-. Acaba de llamarme el Chispas.

Estabas en pijama, no encontrabas el calzoncillo se te enredaba el pantalón y cuando le escribías un papelito a Ana te comenzó a temblar la mano, Zavalita.

– Apura -decía Popeye, parado en la puerta-. Apura, flaco.

Llegaron a la Clínica Americana al mismo tiempo que la Teté. No estaba en la casa cuando Popeye recibió la llamada del Chispas, sino en la iglesia, y tenía en una mano el mensaje de Popeye y en la otra un velo y un libro de misa. Perdieron varios minutos yendo y viniendo por los corredores hasta que, al torcer por un pasillo, vieron al Chispas. Disfrazado, piensa: la chaqueta rojiblanca del pijama, un pantalón sin abrochar, un saco de otro color y no se había puesto medias.

Abrazaba a su mujer, Cary lloraba y había un médico que movía la boca con una mirada lúgubre. Te estiró la mano, Zavalita, y la Teté comenzó a llorar a gritos.

Había fallecido antes que lo trajeran a la clínica, dijeron los médicos, probablemente ya estaba muerto esa mañana cuando la mamá, al despertar, lo encontró inmóvil y rígido, con la boca abierta. Lo sorprendió en el sueño, decían, no sufrió. Pero el Chispas aseguraba que cuando él, Cary y el mayordomo lo subieron al auto vivía aún, que le había sentido el pulso. La mamá estaba en la Sala de Emergencia y cuando entraste le ponían una inyección para los nervios: desvariaba y cuando la abrazaste aulló. Se quedó dormida poco después y los gritos más fuertes eran los de la Teté. Luego habían comenzado a llegar familiares, luego Ana, y tú, Popeye y el Chispas se habían pasado toda la tarde haciendo trámites, Zavalita. La carroza, piensa, las gestiones del cementerio, los avisos del periódico. Ahí te reconciliaste con la familia de nuevo, Zavalita, desde entonces no te habías vuelto a pelear. Entre trámite y trámite al Chispas le venía un sollozo, piensa, tenía unos calmantes en el bolsillo y los chupaba como caramelos. Llegaron a la casa al atardecer y el jardín, los salones y el escritorio ya estaban llenos de gente. La mamá se había levantado y vigilaba la preparación de la capilla ardiente. No lloraba, estaba sin pintar y se la veía viejísima y la rodeaban la Teté y Cary y la tía Eliana y la tía Rosa y también Ana, Zavalita. Piensa: también Ana. Seguía llegando gente, toda la noche hubo gente que entraba y salía, murmullos, humo, y las primeras coronas. El tío Clodomiro se había pasado la noche sentado junto al cajón, mudo, tieso, con una cara de cera; y cuando te habías acercado por fin a mirarlo ya amanecía. El vidrio estaba empañado y no se veía su cara, piensa: sí sus manos sobre el pecho, su terno más elegante y lo habían peinado.

– No lo había visto desde hacía cerca de dos años -dice Santiago-. Desde que me casé. Lo que más me apenó no fue que se muriera. Todos tenemos que morirnos ¿no, Ambrosio? Sino que se muriera creyendo que estaba peleado con él.

El entierro fue al día siguiente, a las tres de la tarde. Toda la mañana habían seguido llegando telegramas, tarjetas, recibos de misas, ofrendas, coronas, y en los diarios habían publicado la noticia en recuadros.

Había ido muchísima gente, sí Ambrosio, hasta un edecán de la Presidencia, y al entrar al cementerio habían llevado la cinta un momento un ministro pradista, un senador odriísta, un dirigente aprista y otro belaúndista. El tío Clodomiro, el Chispas y tú habían estado parados en la puerta del cementerio, recibiendo el pésame, más de una hora, Zavalita. Al día siguiente, Ana y Santiago pasaron todo el día en la casa. La mamá permanecía en su cuarto, rodeada de parientes, y al verlos entrar había abrazado y besado a Ana y Ana la había abrazado y besado y las dos habían llorado.

Piensa: así estaba hecho el mundo, Zavalita. Piensa: ¿así estaba hecho? Al atardecer vino el tío Clodomiro y estuvo sentado en la sala con Popeye y Santiago: parecía distraído, ensimismado, y respondía con monosílabos casi inaudibles cuando le preguntaban algo. Al día siguiente, la tía Eliana se había llevado a la mamá a su casa de Chosica para evitarle el desfile de visitas.

– Desde que él se murió no he vuelto a pelearme con la familia -dice Santiago-. Los veo muy rara vez, pero así, aunque de lejos, nos llevamos bien.


– NO -repitió Ambrosio-. No he venido a pelear.

– Menos mal, porque si no llamo a Robertito, él es el que sabe pelear aquí -dijo Queta-. Dime a qué mierda has venido de una vez o anda vete.

No estaban desnudos, no estaban tumbados en la cama, la luz del cuarto no estaba apagada. De abajo subía siempre el mismo confuso rumor de música y voces del bar y las risas del saloncito. Ambrosio se había sentado en la cama y Queta lo veía envuelto por el cono de luz, quieto y macizo en su terno azul y sus zapatos negros puntiagudos y el cuello albo de su camisa almidonada. Veía su desesperada inmovilidad, la enloquecida cólera empozada en sus ojos.

– Usted sabe muy bien que por ella -Ambrosio la miraba de frente, sin pestañear-. Usted ha podido hacer algo y no ha hecho nada. Usted es su amiga.

– Mira, ya tengo bastantes preocupaciones -dijo Queta-. No quiero hablar de eso, yo vengo aquí a ganar dinero. Anda vete y, sobre todo, no vuelvas. Ni aquí ni a mi departamento.

– Usted ha debido hacer algo -repitió la voz empecinada, dura y distinta de Ambrosio-. Por su propio bien.

– ¿Por mi propio bien? -dijo Queta; estaba apoyada de espaldas en la puerta, el cuerpo ligeramente arqueado, las manos en las caderas.

– Por el propio bien de ella, quiero decir -murmuró Ambrosio-. ¿No me dijo que era su amiga, que a pesar de sus locuras le tenía cariño?

Queta dio unos pasos, se sentó en la única silla del cuarto frente a él. Cruzó las piernas, lo observó con detenimiento y él resistió su mirada sin bajar los ojos, por primera vez.

– Te ha mandado Bola de Oro -dijo Queta, despacio-. ¿Por qué no te mandó donde la loca? Yo no tengo nada que ver con esto. Dile a Bola de Oro que a mí no me meta en sus líos. La loca es la loca y yo soy yo.

– No me ha mandado nadie, él ni siquiera sabe que a usted la conozco -dijo Ambrosio, con suma lentitud, mirándola-. He venido para que hablemos. Como amigos.

– ¿Como amigos? -dijo Queta-. ¿Quién te ha hecho creer que eres mi amigo?

– Háblele, hágala entrar en razón -murmuró Ambrosio-. Hágale ver que se ha portado muy mal. Dígale que él no tiene plata, que sus negocios andan mal. Aconséjele que se olvide para siempre de él.

– ¿Bola de Oro la va a hacer meter presa otra vez? -dijo Queta-. ¿Qué otra cosa le va a hacer el desgraciado ése?

– Él no la hizo meter, él fue a sacarla de la Prefectura -dijo Ambrosio, sin subir la voz, sin moverse él la ha ayudado, le pagó el hospital, le ha dado plata. Sin tener ninguna obligación, por pura compasión. No le va a dar más. Dígale que se ha portado muy mal. Que no lo amenace más.

– Anda vete -dijo Queta-. Que Bola de Oro y la loca arreglen sus líos solos. No es asunto mío. Y tampoco tuyo, tú no te metas.

– Aconséjela -repitió la voz terca, tirante de Ambrosio-. Si lo sigue amenazando le va a ir mal.

Queta se rió y sintió su risita forzada y nerviosa. Él la miraba con tranquila determinación, con ese sosegado hervor frenético en los ojos. Estuvieron callados, observándose, las caras a medio metro de distancia.

– ¿Estás seguro que no te ha mandado él? -dijo Queta, por fin-. ¿Está asustado Bola de Oro de la pobre loca? ¿Es tan imbécil de asustarse de la pobre? Él la ha visto, él sabe en qué estado está. Tú también sabes cómo está. Tú también tienes tu espía ahí ¿no?

– Eso también -roncó Ambrosio. Queta lo vio juntar las rodillas y encogerse, lo vio incrustarse los dedos en las piernas. La voz se le había cuarteado-. Yo no le había hecho nada, conmigo no era la cosa. Y Amalia ha estado ayudándola, acompañándola en todo lo que le ha pasado. Ella no tenía por qué ir a contar eso.

– Qué ha pasado -dijo Queta; se inclinó un poco hacia él-. ¿Le ha contado a Bola de Oro lo de ti y Amalia?

– Que es mi mujer, que nos vemos cada domingo desde hace años, que está encinta de mí -se desgarró la voz de Ambrosio y Queta pensó va a llorar. Pero no: sólo lloraba su voz, tenía los ojos secos y opacos muy abiertos-. Se ha portado muy mal.

– Bueno -dijo Queta, enderezándose-. Es por eso que estás así, es por eso tu furia. Ahora ya sé por qué has venido.

– Pero ¿por qué? -siguió atormentándose la voz de Ambrosio-. ¿Pensando que con eso lo iba a convencer? ¿Pensando que con eso le iba a sacar más plata? ¿Por qué ha hecho una maldad así?

– Porque la pobre loca está ya medio loca de verdad -susurró Queta-. ¿Acaso no sabes? Porque quiere irse de aquí, porque necesita irse. No ha sido por maldad. Ya ni sabe lo que hace.

– Pensando si le cuento eso va a sufrir -dijo Ambrosio. Asintió, cerró los ojos un instante. Los abrió-: Le va a hacer daño, lo va a destrozar. Pensando eso.

– Por ese hijo de puta de Lucas, ése del que se enamoró, uno que está en México -dijo Queta-. Tú no sabes. Le escribe diciéndole ven, trae plata, nos vamos a casar. Ella le cree, está loca. Ya ni sabe lo que hace. No ha sido por maldad.

– Sí -dijo Ambrosio; alzó las manos unos milímetros y las volvió a hundir en sus piernas con ferocidad, su pantalón se arrugó-. Le ha hecho daño, lo ha hecho sufrir.

– Bola de Oro tiene que entenderla -dijo Queta-. Todos se han portado con ella como unos hijos de puta. Cayo Mierda, Lucas, todos los que recibió en su casa, todos los que atendió y…

– ¿Él, él? -roncó Ambrosio y Queta se calló; ¿tenía las piernas listas para levantarse y correr, pero él no, se movió-. ¿Él se portó mal? ¿Se puede saber qué culpa tiene él? ¿Le debe algo él a ella? ¿Tenía obligación de ayudarla? ¿No le ha estado dando bastante plata? ¿Y al único que fue bueno con ella le hace una maldad así? Pero ya no más, ya se acabó. Quiero que usted se lo diga.

– Ya se lo he dicho -murmuró Queta-. No te metas, la que va a salir perdiendo eres tú. Cuando supe que Amalia le había contado que estaba esperando un hijo tuyo, se lo advertí. Cuidado con decirle a la chica que Ambrosio, cuidado con ir a contarle a Bola de Oro que Amalia. No armes líos, no te metas. Es por gusto, no lo hace por maldad, quiere llevarle plata a ese Lucas. Está loca.

– Sin que él le haya hecho nada, sólo porque él fue bueno y la ayudó -murmuró Ambrosio-. A mí no me hubiera importado tanto que le contara a Amalia lo de mí. Pero no hacerle eso a él. Eso era pura maldad, pura maldad.

– No te hubiera importado que le cuente a tu mujer -dijo Queta, mirándolo-. Sólo te importa Bola de Oro, sólo te importa el maricón. Eres peor que él. Sal de aquí de una vez.

– Le ha mandado una carta a la esposa de él -roncó Ambrosio y Queta lo vio bajar la cabeza, avergonzarse-. A la señora de él. Tu marido es así, tu marido y su chofer, pregúntale qué siente cuando el negro y dos páginas así. A la esposa de él. Dígame por qué. Ha hecho eso.

– Porque está medio loca -dijo Queta-. Porque quiere irse a México y no sabe lo que hace para…

– Lo ha llamado por teléfono a su casa -roncó Ambrosio y alzó la cabeza y miró a Queta y ella vio la demencia embalsada en sus ojos, la silenciosa ebullición-. Van a recibir la misma carta tus parientes, tus amigos, tus hijos. La misma que tu mujer. Tus empleados. A la única persona que se ha portado bien, al único que la ayudó sin tener por qué.

– Porque está desesperada -repitió Queta, alzando la voz-. Quiere ese pasaje para irse y. Que se lo dé, que…

– Se lo dio ayer -roncó Ambrosio-. Serás el hazmerreír, te hundo, te friego. Se lo llevó él mismo. No es sólo el pasaje. Está loca, quiere también cien mil soles. ¿Ve? Háblele usted. Que no lo moleste más. Dígale que es la última vez.

– No voy a decirle una palabra más -murmuró Queta-. No me importa, no quiero saber nada más. Que ella y Bola de Oro se maten, si quieren. No quiero meterme en líos. ¿Te has puesto así porque Bola de Oro te despidió? ¿Estas amenazas son para que el maricón te perdone lo de Amalia?

– No se haga la que no entiende -dijo Ambrosio-. No he venido a pelear, sino a que hablemos. Él no me ha despedido, él no me ha mandado aquí.

– Debiste decírmelo desde el principio -dijo don Fermín-. Tengo una mujer, vamos a tener un hijo, quiero casarme con ella. Debiste contarme todo, Ambrosio.

– Mejor para ti, entonces -dijo Queta-. ¿No la has estado viendo a escondidas tanto tiempo por miedo a Bola de Oro? Bueno, ya está. Ya sabe y no te despidió. La loca no lo hizo por maldad. No te metas más en este asunto, que se las arreglen ellos.

– No me botó, no le dio cólera, no me resondró -roncó Ambrosio-. Se compadeció de mí, me perdonó. ¿No ve que a una persona como él ella no puede hacerle maldades así? ¿No ve?

– Qué malos ratos habrás pasado. Ambrosio, cómo me habrás odiado -dijo don Fermín-. Teniendo que disimular así lo de tu mujer, tantos años. ¿Cuántos, Ambrosio?

– Haciéndome sentir una basura, haciéndome sentir no sé qué -gimió Ambrosio, golpeando la cama con fuerza y Queta se puso de pie de un salto.

– ¿Creías que iba a resentirme contigo, pobre infeliz? -dijo don Fermín-. No, Ambrosio. Saca a tu mujer de esa casa, ten tus hijos. Puedes trabajar aquí todo el tiempo que quieras. Y olvídate de Ancón y de todo eso, Ambrosio.

– Él sabe manejarte -murmuró Queta, yendo de prisa hacia la puerta-. Él sabe lo que eres tú. No voy a decirle nada a Hortensia. Díselo tú. Y ay de ti si vuelves a poner los pies aquí o en mi casa.

– Está bien, ya me voy y no se preocupe, no pienso volver -murmuró Ambrosio, incorporándose; Queta había abierto la puerta y el ruido del bar entraba muy fuerte-. Pero se lo pido por última vez. Aconséjela, hágala entrar en razón. Que lo deje en paz para siempre ¿ve?

HABÍA seguido de colectivero sólo tres semanas más, lo que duró la carcocha. Ésta se paró del todo una mañana, a la entrada de Yarinacocha, luego de humear y estremecerse en una brevísima y chirriante agonía de latas y eructos mecánicos. Alzaron la capota, se le había fundido el motor. Hasta aquí llegó la pobre, dijo don Calixto, el dueño. Y a Ambrosio: apenas me falte un chofer te llamaré. Dos días después se había presentado en la cabaña don Alandro Pozo, el propietario, en son de paz: sí, ya sabía, perdiste el trabajo, se te murió la mujer, andabas de malas. Lo sentía muchísimo, Ambrosio, pero él no era la Beneficencia, tienes que irte.

Don Alandro aceptó quedarse con la cama, la cunita, la mesa y el primus en pago de los alquileres atrasados, y Ambrosio metió el resto de las cosas en unas cajas y las llevó donde doña Lupe. Al verlo tan abatido, ella le preparó un café: al menos no te preocupe por Amalita Hortensia, seguiría con ella mientras tanto. Ambrosio se fue a la barriada de Pantaleón y éste no había vuelto de Tingo. Llegó al anochecer y encontró a Ambrosio, sentado a la puerta de su casa, los pies hundidos en el suelo fangoso. Trató de levantarle el ánimo: claro que podía vivir con él hasta que le dieran algún trabajo. ¿Le darían, Panta? Bueno, la verdad que aquí estaba difícil, Ambrosio ¿por qué no probaba en otro sitio? Le aconsejó que se fuera a Tingo o a Huánuco. Pero a Ambrosio le había dado no sé qué irse estando todavía tan cerquita la muerte de Amalia, niño, y además cómo iba a cargar solo por el mundo con Amalita Hortensia. Así que había intentado quedarse en Pucallpa. Un día ayudaba a descargar las lanchas, otro limpiaba las telarañas y mataba los ratones de los "Almacenes Wong" y hasta había baldeado la Morgue con desinfectante, pero todo eso alcanzaba apenas para los cigarros. Si no hubiera sido por Panta y doña Lupe, no comía. Así que haciendo de tripas corazón, un día se había presentado donde don Hilario: no a pelear, niño, a rogarle. Estaba jodido, don, que hiciera cualquier cosa por él.

– Tengo mis chóferes completitos -dijo don Hilario, con una sonrisa afligida-. No puedo botar a uno para contratarte.

– Bótelo al idiota de la Limbo, entonces, don -le pidió Ambrosio-. Aunque sea póngame a mí de guardián.

– Al idiota no le pago, sólo lo dejo que duerma ahí -le explicó don Hilario-. Ni que fuera loco para botarlo. El día de mañana encuentras trabajo y de dónde saco otro idiota que no me cueste un centavo.

– Cayó solito ¿ve? -dice Ambrosio-. ¿Y esos recibitos de cien al mes que me mostraba, dónde iba a parar esa plata?

Pero no le dijo nada: escuchó, asintió, murmuró qué lástima. Don Hilario lo consoló con unas palmaditas y, al despedirlo, le regaló media libra para un trago, Ambrosio. Se fue a comer a una chingana de la calle Comercio y le compró un chupete a Amalita Hortensia. Donde doña Lupe, lo recibió otra mala noticia: habían venido otra vez del hospital, Ambrosio. Si no iba por lo menos a hablar, lo citarían con la policía.

Fue al hospital y la señora de la administración lo resondró por haberse estado ocultando. Le sacó los recibos y le fue explicando de qué eran.

– Parecía una burla -dice Ambrosio-. Como dos mil soles, imagínese. ¿Dos mil por el asesinato que cometieron?

Pero tampoco dijo nada: escuchó con la cara muy seria, asintiendo. ¿Y?, abrió las manos la señora. Entonces él le contó los apuros que pasaba, aumentándoselos para conmoverla. La señora le preguntó ¿tienes la seguridad social? Ambrosio no sabía. ¿De qué había trabajado antes? Un tiempito de colectivero, y antes de chofer de “Transportes Morales”.

– Entonces, tienes -dijo la señora-. Pregúntale a don Hilario tu número de seguro social. Con eso vas a la oficina del Ministerio a que te den tu carnet y con eso vuelves aquí. Sólo tendrás que pagar una parte.

Él ya sabía lo que iba a pasar, pero había ido para comprobarle otra viveza a don Hilario: le había soltado unos cocorocós, lo había mirado como pensando eres más tonto de lo que pareces.

– Cuál seguridad social -dijo don Hilario-. Eso es para los empleados fijos.

– ¿No fui chofer fijo? -preguntó Ambrosio-. ¿Qué fui entonces, don?

– Cómo ibas a ser chofer fijo si no tienes brevete profesional -le explicó don Hilario.

– Claro que tengo -dijo Ambrosio-. Qué es esto, si no.

– Ah, pero no me lo dijiste y no es mi culpa -repuso don Hilario-. Además, no te declaré para hacerte un favor. Cobrando por recibo y no por planilla te librabas de los descuentos.

– Pero si cada mes usted me descontaba algo -dijo Ambrosio-. ¿No era para el seguro social?

– Era para la jubilación -dijo don Hilario-. Pero como dejaste la empresa, ya perdiste los derechos. La ley es así, complicadísima.

– Lo que más me ardió no eran las mentiras, sino que me contara cuentos tan imbéciles como el del brevete -dice Ambrosio-. ¿Qué es lo que le podía doler más? La plata, por supuesto. Ahí es donde había que vengarse de él.

Era martes y, para que el asunto saliera bien, tenía que esperar hasta el domingo. Pasaba las tardes donde doña Lupe y las noches con Pantaleón. ¿Qué sería de Amalita Hortensia si a él un día le pasaba algo, doña Lupe, por ejemplo si se moría? Nada, Ambrosio, seguiría viviendo con ella, ya era como su hijita, ésa con la que siempre soñó. En las mañanas iba a la playita del embarcadero o daba vueltas por la plaza, charlando con los vagabundos. El sábado por la tarde vio entrar a Pucallpa a “El Rayo de la Montaña” rugiente, polvoriento, bamboleando sus cajas y maletones sujetos con sogas, la camioneta atravesó la calle Comercio alzando un terral y se estacionó frente a la oficinita de “Transportes Morales”. Bajó el chofer, bajaron los pasajeros, descargaron el equipaje, y, pateando piedrecitas en la esquina, Ambrosio esperó que el chofer volviera a subir a "El Rayo de la Montaña" y arrancara: la llevaba al garaje de López, sí. Se fue donde doña Lupe y estuvo hasta el anochecer jugando con Amalita Hortensia, que se había desacostumbrado tanto a él que iba a cargarla y soltaba el llanto. Se presentó en el garaje antes de las ocho y sólo estaba la mujer de López: venía a llevarse la camioneta, señora, don Hilario la necesitaba. A ella ni se le ocurrió preguntarle ¿cuándo volviste a la Morales? Le señaló un rincón del descampado: ahí estaba. Y con gasolina y aceite y todo lo que hacía falta, sí.

– Yo había pensado desbarrancársela en alguna parte -dice Ambrosio-. Pero me di cuenta que era una estupidez y me fui con ella hasta Tingo. Conseguí un par de pasajeros por el camino y eso me alcanzó para gasolina.

Al entrar a Tingo María, a la mañana siguiente, dudó un momento y luego se dirigió al garaje de Itipaya: ¿cómo, volviste con don Hilario, negro?

– Me la he robado -dijo Ambrosio-. En pago de lo que él me robó a mí. Vengo a vendértela.

Itipaya se había quedado primero asombrado y luego se echó a reír: te volviste loco, hermano.

– Sí -dijo Ambrosio-. ¿Me la compras?

– ¿Una camioneta robada? -se rió Itipaya-. Qué voy a hacer con ella. Todo el mundo conoce "El Rayo de la Montaña", don Hilario ya habrá sentado la denuncia.

– Bueno -dijo Ambrosio-. Entonces la voy a desbarrancar. Al menos, me vengaré.

Itipaya se rascó la cabeza: qué locuras. Habían discutido cerca de media hora. Si la iba a desbarrancar era preferible que sirviera para algo mejor, negro.

Pero no le podía dar mucho: tenía que desarmarla todita, venderla a poquitos, pintar la carrocería y mil cosas más. ¿Cuánto, Itipaya, de una vez? Y además el riesgo, negro. ¿Cuánto, de una vez?

– Cuatrocientos soles -dice Ambrosio-. Menos que lo que dan por una bicicleta usada. Lo justo para llegar a Lima, niño.

VIII

– NO ES por fastidiar ni por nada -dice Ambrosio-. Pero ya es tardísimo, niño.

¿Qué más, Zavalita, qué más? La conversación con el Chispas, piensa, nada más. Después de la muerte de don Fermín, Ana y Santiago comenzaron a ir los domingos a almorzar donde la señora Zoila y allí veían también al Chispas y Cary, a Popeye y la Teté, pero luego, cuando la señora Zoila se animó a viajar a Europa con la tía Eliana que iba a internar a su hija mayor en un colegio de Suiza y a hacer una gira de dos meses por España, Italia y Francia, los almuerzos familiares cesaron, y más tarde no se reanudaron ni se reanudarán más, piensa: qué importaba la hora Ambrosio, salud Ambrosio. La señora Zoila regresó menos abatida, tostada por el verano de Europa, rejuvenecida, con las manos llenas de regalos y la boca de anécdotas. Antes de un año se había recobrado del todo, Zavalita, retomado su agitada vida social, sus canastas, sus visitas, sus teleteatros y sus tés. Ana y Santiago venían a verla al menos una vez al mes y ella los atajaba a comer y su relación era desde entonces distante pero cortés, amistosa más que familiar, y ahora la señora Zoila trataba a Ana con una simpatía discreta, con un afecto resignado y liviano. No se había olvidado de ella en el reparto de recuerdos europeos, Zavalita, también a ella le había tocado: una mantilla española, piensa, una blusa de seda italiana. En los cumpleaños y aniversarios, Ana y Santiago pasaban temprano y rápido a dar el abrazo, antes de que llegaran las visitas, y algunas noches Popeye y la Teté se aparecían en la quinta de los duendes a charlar o a sacarlos a dar una vuelta en auto. El Chispas y Cary nunca, Zavalita, pero cuando el Campeonato Sudamericano de Fútbol te había mandado de regalo un abono a primera. Andabas en apuros de plata y lo revendiste en la mitad de precio, piensa. Piensa: al fin encontramos la fórmula para llevarnos bien. De lejitos, Zavalita, con sonrisitas, con bromitas: a él sí le importaba, niño, con perdón. Ya era tardísimo.

La conversación había sido bastante tiempo después de la muerte de don Fermín, una semana después de haber pasado de la sección locales a la página editorial de “La Crónica”, Zavalita, unos días antes que Ana perdiera su puesto en la Clínica. Te habían subido el sueldo quinientos soles, cambiado el horario de la noche a la mañana, ahora sí que no verías ya casi nunca a Carlitos, Zavalita, cuando encontró al Chispas saliendo de la casa de la señora Zoila. Habían hablado un momento de pie, en la vereda: ¿podían almorzar mañana juntos, supersabio? Claro, Chispas. Esa tarde habías pensado, sin curiosidad, de cuándo acá, qué querría. Y al día siguiente el Chispas vino a buscar a Santiago a la quinta de los duendes poco después del mediodía. Era la primera vez que venía y ahí estaba entrando, Zavalita, y ahí lo veías desde la ventana, dudando, tocando la puerta de la alemana, vestido de beige y con chaleco y esa camisa color canario de cuello muy alto. Y ahí estaba la mirada voraz de la alemana recorriendo al Chispas de pies a cabeza mientras le señalaba tu puerta: ésa, la letra "C". Y ahí estaba el Chispas pisando por primera y última vez la casita de duendes, Zavalita. Le dio una palmada, hola supersabio, tomó posesión con risueña desenvoltura de los dos cuartitos.

La cuevita ideal, flaco -miraba la mesita, el estante de libros, el crudo donde dormía Batuque-. El departamentito clavado para unos bohemios como tú y Ana.

Fueron a almorzar al Restaurant Suizo de la Herradura. Los mozos y el maitre conocían al Chispas por su nombre, le hicieron algunas bromas y revoloteaban a su alrededor efusivos y diligentes, y el Chispas te había exigido probar ese coctel de fresa, la especialidad de la casa flaco, almibarado y explosivo. Se sentaron en una mesa que daba al malecón: veían el mar bravo; el cielo con nubes del invierno, y el Chispas te sugería el chupe a la limeña para comenzar y de segundo el picante de gallina o el arroz con pato.

– El postre lo escojo yo -dijo el Chispas, cuando el mozo se alejaba con el pedido-. Panqueques con manjar blanco. Cae regio después de hablar de negocios.

– ¿Vamos a hablar de negocios? -dijo Santiago-. Supongo que no vas a proponerme que trabaje contigo. No me amargues el almuerzo.

– Ya sé que oyes la palabra negocios y te salen ronchas, bohemio -se rió el Chispas-. Pero esta vez no te puedes librar, aunque sea un ratito. Te he traído aquí a ver si con platos picantes y cerveza helada te tragas mejor la píldora.

Se volvió a reír, algo artificialmente ahora, y mientras reía había brotado ese fulgor de incomodidad en sus ojos, Zavalita, esos puntitos brillantes e inquietos: ah flaco bohemio, había dicho dos veces, ah flaco bohemio. Ya no alocado, descastado, acomplejado y comunista, piensa. Piensa: algo más cariñoso, más vago, algo que podía ser todo. Flaco, bohemio, Zavalita.

– Pásame la píldora de una vez, entonces -dijo Santiago-. Antes del chupe.

– A ti te importa todo un pito, bohemio -dijo el Chispas, dejando de reír conservando un halo de sonrisa en la cara rasurada; pero en el fondo de sus ojos continuaba, aumentaba la desazón y aparecía la alarma, Zavalita-. Tantos meses que murió el viejo y ni se te ha ocurrido preguntar por los negocios que dejó.

– Tengo confianza en ti -dijo Santiago-. Sé que harás quedar bien el nombre comercial de la familia.

– Bueno, vamos a hablar en serio -el Chispas apoyó los codos en la mesa, la quijada en su puño y ahí estaba el brillo azogado, su continuo parpadeo, Zavalita.

– Apúrate -dijo Santiago-. Te advierto que llega el chupe y se terminan los negocios.

– Han quedado muchos asuntos pendientes, como es lógico -dijo el Chispas, bajando un poco la voz.

Miró las mesas vacías del contorno, tosió y habló con pausas, eligiendo las palabras con una especie de recelo-. El testamento, por ejemplo. Ha sido muy complicado, hubo que seguir un trámite largo para hacerlo efectivo. Tendrás que ir donde el notario a firmar un montón de papeles. En este país todo son enredos burocráticos, papeleos, ya sabes.

El pobre no sólo estaba confuso, incómodo, piensa, estaba asustado. ¿Había preparado con mucho cuidado esa conversación, adivinado las preguntas que le harías, imaginado lo que le pedirías y exigirías, previsto que lo amenazarías? ¿Tenía un arsenal de respuestas y explicaciones y demostraciones? Piensa: estabas tan avergonzado, Chispas. A ratos se callaba y se ponía a mirar por la ventana. Era noviembre y todavía no habían alzado las carpas ni venían bañistas a la playa; algunos automóviles circulaban por el malecón, y grupos ralos de personas caminaban frente al mar gris verdoso y agitado. Olas altas y ruidosas reventaban a lo lejos y barrían toda la playa y había patillos blancos planeando silenciosamente sobre la espuma.

– Bueno, la cosa es así -dijo el Chispas-. El viejo quería arreglar bien las cosas, tenía miedo que se repitiera el ataque de la vez pasada. Habíamos empezado, cuando murió. Sólo empezado. La idea era evitar los impuestos a la sucesión, los malditos papeleos.

Fuimos dando un aspecto legal al asunto, poniendo las firmas a mi nombre, con contratos simulados de traspaso, etcétera. Tú eres lo bastante inteligente para darte cuenta. La idea del viejo no era dejarme a mí todos los negocios ni mucho menos. Sólo evitar las complicaciones. Íbamos a hacer todos los traspasos y al mismo tiempo a dejar bien arreglado lo de tus derechos y los de la Teté. Y los de la mamá, por supuesto.

El Chispas sonrió y Santiago también sonrió. Acababan de traer el chupe, Zavalita, los platos humeaban y el vaho se mezclaba con esa súbita, invisible tirantez, esa atmósfera puntillosa y recargada que se había instalado en la mesa.

– El viejo tuvo una buena idea -dijo Santiago-. Era lo más lógico poner todo a tu nombre para evitar complicaciones.

– Todo no -dijo el Chispas, muy rápido, sonriendo, alzando un poco las manos-. Sólo el laboratorio, la compañía. Sólo los negocios. No la casa ni el departamento de Ancón. Además, comprenderás que el traspaso es más bien una ficción. Que las firmas estén a mi nombre no quiere decir que yo me voy a quedar con todo eso. Ya está arreglado lo de la mamá, lo de la Teté.

– Entonces todo está perfecto -dijo Santiago-. Se acabaron los negocios y ahora empieza el chupe. Mira qué buena cara tiene, Chispas.

Ahí su cara, Zavalita, su pestañeo, su parpadeo, su reticente incredulidad, su incómodo alivio y la viveza de sus manos alcanzándote el pan, la mantequilla, y llenándote el vaso de cerveza.

– Ya sé que te estoy aburriendo con esto -dijo el Chispas-. Pero no se puede dejar que pase más tiempo. También hay que arreglar tu situación.

– Qué pasa con mi situación -dijo Santiago-. Pásame también el ají.

– La casa y el departamento se iban a quedar a nombre de la mamá, como es natural -dijo el Chispas-. Pero ella no quiere saber nada con el departamento, dice que no volverá a poner los pies en Ancón. Le ha dado por ahí. Hemos llegado a un acuerdo con la Teté. Yo le he comprado las acciones que le hubieran correspondido en el laboratorio, en las otras firmas. Es como si hubiera recibido la herencia ¿ves?

– Veo -dijo Santiago-. Pero esto sí que me aburre espantosamente, Chispas.

– Sólo faltas tú -se rió el Chispas, sin oírlo, y pestañeó-. También tienes vela en este entierro, aunque te aburra. De eso tenemos que hablar. Yo he pensado que podemos llegar a un acuerdo como el que hicimos con la Teté. Calculamos lo que te corresponde y, ya que detestas los negocios, te compro tu parte.

– Métete al culo mi parte y déjame tomar el chupe -dijo Santiago, riéndose, pero el Chispas te miraba muy serio, Zavalita, y tuviste que ponerte serio también-. Yo le hice saber al viejo que jamás metería la mano en sus negocios, así que olvídate de mi situación y de mi parte. Yo me desheredé solito cuando me mandé mudar, Chispas. Así que ni acciones, ni compra y se acabó el tema para siempre ¿okey?

Ahí su pestañeo feroz; Zavalita, su agresiva, bestial confusión: tenía la cuchara en el aire y un hilillo de caldo rojizo volvía al plato y unas gotas salpicaban el mantel. Te miraba entre asustado y desconsolado, Zavalita.

– Déjate de cojudeces -dijo al fin-. Te fuiste de la casa pero sigues siendo el hijo del viejo ¿no? Voy a creer que estás loco.

– Estoy loco -dijo Santiago-. No me corresponde ninguna parte, y si me corresponde no me da la gana de recibir un centavo del viejo. ¿Okey, Chispas?

– ¿No quieres acciones? -dijo el Chispas-. Okey. Hay otra posibilidad. Lo he discutido con la Teté y con la mamá y están de acuerdo. Vamos a poner a tu nombre el departamento de Ancón.

Santiago se echó a reír y dio una palmada en la mesa. Un mozo vino a preguntar qué querían, ah disculpe. El Chispas estaba serio y parecía otra vez dueño de sí mismo, el malestar de sus ojos se había desvanecido y te miraba ahora con afecto y superioridad, Zavalita.

– Puesto que no quieres acciones, es lo más sensato -dijo el Chispas-. Ellas están de acuerdo. La mamá no va a poner los pies ahí, se le ha metido que odia Ancón. La Teté y Popeye se están haciendo una casita en Santa María, A Popeye le van muy bien los negocios ahora con Belaúnde en la presidencia, ya sabes. Yo estoy tan cargado de trabajo que no puedo darme el lujo de veranear. Así que el departamento…

– Regálaselo a los pobres -dijo Santiago-. Punto final, Chispas.

– No necesitas usarlo, si te jode Ancón -dijo el Chispas-. Lo vendes y te compras uno en Lima y así vivirás mejor.

– No quiero vivir mejor -dijo Santiago-. Si no terminas, nos vamos a pelear, Chispas.

– Déjate de actuar como un niño -insistió el Chispas, con sinceridad, piensa-. Ya eres un hombre, estás casado tienes obligaciones. Deja de ponerte en ese plan tan ridículo.

Ya se sentía tranquilo y seguro, Zavalita, ya había pasado el mal rato, el susto, ya podía aconsejarte y ayudarte y dormir en paz. Santiago le sonrió y le dio una palmadita en el brazo: punto final, Chispas. El maitre vino afanoso y desalentado a preguntar qué tenía de malo el chupe: nada, estaba riquísimo, y habían tomado unas cucharadas para convencerlo que era verdad.

– No discutamos más -dijo Santiago-. No hemos pasado la vida peleando y ahora nos llevamos bien ¿no es cierto, Chispas? Bueno, sigamos así. Pero no me toques nunca más este tema ¿okey?

Su cara fastidiada, desconcertada, arrepentida, había sonreído lastimosamente, Zavalita, y había encogido los hombros, hecho una mueca de estupor o conmiseración final y se había quedado un rato callado.

Sólo probaron el arroz con pato y el Chispas se olvidó de los panqueques con manjar blanco. Trajeron la cuenta, el Chispas pagó, antes de subir al auto se llenaron los pulmones de aire húmedo y salado cambiando frases banales sobre las olas y unas muchachas que pasaban y un auto de carrera que atravesó la calle roncando. En el camino a Miraflores no cruzaron ni una palabra. Al llegar a la quinta de los duendes, cuando Santiago había sacado ya una pierna del carro, el Chispas lo cogió del brazo:

– Nunca te voy a entender, supersabio -y por primera vez ese día su voz era tan sincera, piensa, tan emocionada-. ¿Qué diablos quieres ser en la vida tú? ¿Por qué haces todo lo posible por fregarte solito?

– Porque soy un masoquista -le sonrió Santiago-. Chau, Chispas, saludos a la vieja y a Cary.

– Allá tú con tus locuras -dijo el Chispas, sonriéndole también-. Sólo quiero que sepas que si alguna vez necesitas…

– Ya sé, ya sé -dijo Santiago-. Ahora mándate mudar de una vez que yo voy a dormir una siesta. Chau, Chispas.

Si no se lo hubieras contado a Ana te habrías ahorrado muchas peleas, piensa. Cien, Zavalita, doscientas. ¿Te había jodido la vanidad?, piensa. Piensa: mira qué orgulloso es tu marido amor, (*) les rechazó todo amor, los mandó al carajo con sus acciones y sus casas amor. ¿Creías que te iba a admirar, Zavalita, querías que? Te lo iba a sacar en cara, piensa te lo iba a reprochar cada vez que se acabara el sueldo antes de fin de mes, cada vez que hubiera que fiarse del chino o prestarse plata de la alemana. Pobre. Anita, piensa. Piensa: pobre Zavalita.

– Ya se ha hecho tardísimo, niño -insiste una vez más Ambrosio.

– UN POQUITO más adelante, ya vamos a llegar -dijo Queta, y pensó: tantos obreros. ¿Era la salida de las fábricas? Sí, se había escogido la peor hora.

Estaban sonando las sirenas y una tumultuosa marea humana cubría la avenida. El taxi avanzaba despacio, sorteando siluetas, muchas caras se pegaban a las ventanillas y la miraban. La silbaban, decían rica, mamacita, hacían muecas obscenas. Las fábricas sucedían a callejones, los callejones a fábricas, y por encima de las cabezas Queta veía las fachadas de piedra, los techos de calamina, las columnas de humo de las chimeneas. A ratos y a lo lejos, los árboles de las chacras que la avenida escindía: es aquí: El taxi paró y ella bajó. El chofer la miraba a los ojos, con una sonrisa irónica en los labios.

– De qué tanta risa -dijo Queta-. ¿Tengo dos narices, cuatro bocas?

– No te me hagas la ofendida -dijo el chofer-. Son diez soles, por ser tú.

Queta le entregó el dinero y le dio la espalda. Cuando empujaba la pequeña puerta empotrada en el descolorido muro rosado, escuchó el motor del taxi alejándose. No había nadie en el jardín. En el sillón de cuero del pasillo encontró a Robertito, limpiándose las uñas. La miró con sus ojos negrísimos:

– Hola, Quetita -dijo, con un tonito burlón-. Ya sabía que venías hoy. La señora te está esperando.

Ni siquiera cómo te sientes o ya estás bien, pensó Queta, ni siquiera la mano. Entró al Bar y antes que la cara vio los dedos de afiladas uñas plateadas de la señora Ivonne, el anillo que exhalaba brillos y el lapicero con el que estaba poniendo la dirección en un sobre.

– Buenas tardes -dijo Queta-. Qué gusto volver a verla.

La señora Ivonne le sonrió sin afecto, mientras la examinaba en silencio de pies a cabeza.

– Vaya, ya estás aquí de nuevo -dijo, al fin-. Ya me figuro qué malos ratos habrás pasado.

– Más o menos -dijo Queta y calló y. sintió las picaduras de las inyecciones en los brazos, el frío de la sonda entre las piernas, oyó la sórdida discusión de las vecinas y vio al enfermero de cerdas tiesas agachándose a recoger la bacinica.

– ¿Fuiste a ver al doctor Zegarra? -dijo la señora Ivonne-. ¿Te dio el certificado?

Queta asintió. Sacó un papel doblado de la cartera y se lo alcanzó. En un mes te has vuelto una ruina, pensó, te maquillas el triple y ya ni ves. La señora Ivonne leía el papel con atención y mucho esfuerzo, manteniéndolo casi pegado a sus ojitos fruncidos.

– Bueno, ya estás sana -la señora Ivonne volvió a examinarla de arriba a abajo e hizo un ademán desalentado-. Pero más flaca que una escoba. Tienes que reponerte, tienen que volverte los colores a la cara. Por lo pronto, quítate la ropa que llevas puesta. Déjala remojando. ¿No trajiste nada para cambiarte? Que Malvina te preste algo. Ahora mismo, no vayas a estar llena de microbios. Los hospitales están llenos de microbios.

– ¿Tendré el mismo cuarto que antes, señora? -preguntó Queta y pensó no me voy a enojar, no te voy a dar ese gusto.

– No, el del fondo -dijo la señora Ivonne-. Y date un baño de agua caliente. Jabónate bien, por si acaso.

Queta asintió. Subió al segundo piso con los dientes apretados, mirando sin ver la misma alfombra granate con las mismas manchas y las mismas quemaduras de fósforos y cigarrillos. En el descanso vio a Malvina, que abría los brazos: ¡Quetita! Se abrazaron, se besaron en la mejilla.

– Qué bien que ya estás sana, Quetita -dijo Malvina-. Yo quise ir a visitarte pero la vieja me asustó. Es peligroso, es contagioso, te traerás alguna enfermedad, me asustó. Te llamé un montón de veces pero me decían sólo tienen teléfono las pagantes. ¿Recibiste los paquetitos?

– Mil gracias, Malvina -dijo Queta-. Lo que más te agradezco son las cosas de comer. La comida allá era un asco.

– Qué contenta estoy de que hayas vuelto -repitió Malvina, sonriéndole-. La cólera que me dio cuando te pegaron esa porquería, Quetita. El mundo está lleno de desgraciados. Tanto tiempo sin vernos, Quetita.

– Un mes -suspiró Queta-. Para mí vale como diez, Malvina.

Se desnudó en la habitación de Malvina, fue al cuarto de baño, llenó la tina y se sumergió. Estaba jabonándose cuando vio que la puerta se abría y asomaba el perfil, la silueta de Robertito: ¿se podía entrar, Quetita?

– No puedes -dijo Queta, de mal modo-. Anda vete, sal.

– ¿Te fastidia que te vea desnuda? -se rió Robertito-. ¿Te fastidia?

– Sí -dijo -. No te he dado permiso. Cierra.

Él se echó a reír, entró y cerró la puerta: entonces se quedaba, Quetita, él siempre iba contra la corriente. Queta se hundió en la tina hasta el pescuezo. El agua estaba oscura y espumosa:

– Qué sucia estabas, dejaste el agua negra -dijo Robertito-. ¿Cuánto que no te bañabas?

Queta se rió: desde que entró al hospital; ¡un mes!

Robertito se tapó la nariz e hizo una mueca de asco: puf, cochina. Luego le sonrió con amabilidad y dio unos pasos hacia la tina: ¿estaba contenta de volver?

Queta movió la cabeza: claro que sí. El agua se agitó y emergieron sus hombros huesudos.

– ¿Quieres que te cuente un secreto? -dijo, señalando hacia la puerta.

– Cuéntame, cuéntame -dijo Robertito-. Me encantan los chismes.

– Tenía miedo que la vieja me largara -dijo Queta-. Por su manía con los microbios.

– Hubieras tenido que irte a una casa de segunda, hubieras bajado de categoría -dijo Robertito-. ¿Qué hubieras hecho si te largaba?

– Hubiera estado frita -dijo Queta-. Una de segunda o de tercera o sabe Dios qué.

– La señora es buena gente -dijo Robertito-. Cuida su negocio contra viento y marea y tiene razón. Contigo se ha portado bien, tú ya sabes que a las que las queman tan feo como a ti no las recibe más.

– Porque yo la he hecho ganar buena plata -dijo Queta-. Porque ella me debe mucho a mí también.

– Se había sentado y se jabonaba los senos. Robertito los apuntó con el dedo: uy, cómo se habían caído, Quetita, qué flaca estabas. Ella asintió: había perdido quince kilos en el hospital, Robertito. Entonces tenías que engordar, Quetita, si no ya no harías ninguna buena conquista.

– La vieja me ha dicho que parezco una escoba -dijo Queta-. En el hospital no comía casi nada, sólo cuando me llegaban los paquetitos de Malvina.

– Ahora puedes desquitarte -se rió Robertito-. Comiendo como una chanchita.

– Se me debe haber reducido el estómago -dijo Queta, cerrando los ojos y hundiéndose en la tina-. Ah, qué rica el agua caliente.

Robertito se aproximó, secó el canto de la tina con la toalla y se sentó. Se puso a mirar a Queta con una picardía maliciosa y risueña.

– ¿Quieres que te cuente un secreto yo también? -dijo bajando la voz y abriendo los ojos escandalizados de su propio atrevimiento-. ¿Quieres?

– Sí, cuéntame los chismes de la casa -dijo Queta-. Cuál es el último.

– La semana pasada fuimos con la señora a visitar a tu ex -Robertito se había llevado un dedo a los labios, sus pestañas aleteaban-. Al ex de tu ex, quiero decir. Te digo que se portó como un perrito, como lo que es.

Queta abrió los ojos y se enderezó en la tina: Robertito se limpiaba unas gotas que habían salpicado su pantalón.

– ¿Cayo Mierda? -dijo Queta-. No te creo. ¿Está aquí en Lima?

– Ha vuelto al Perú -dijo Robertito-. Resulta que tiene una casa en Chaclacayo con piscina y todo y unos perrazos que parecen tigres.

– Mentira -dijo Queta, pero bajó la voz porque Robertito le hacía señas de que no hablara tan alto-. ¿De veras ha vuelto?

– Una casa lindísima, en medio de un jardín enorme -dijo Robertito-. Yo no quería ir. Le dije a la señora es por gusto, se va a llevar un chasco y no me hizo caso. Pensando siempre en su negocio ella. Él tiene capital, él sabe que yo cumplo con mis socios, fuimos amigos. Pero nos trató como a dos pordioseros y nos botó. Tu ex, Quetita, el ex de tu ex. Qué perrito había sido.

– ¿Se va a quedar en el Perú? -dijo Queta-. ¿Ha vuelto para meterse de nuevo en política?

– Dijo que había venido de paseo -encogió los hombros Robertito-. Figúrate cómo estará de forrado. Una casa así para venir de paseo. Vive en Estados Unidos. Está igualito, te digo. Viejo, feo y antipático.

– ¿No les preguntó nada de? -dijo Queta-. Les diría algo ¿no?

– ¿De la Musa? -dijo Robertito-. Un perrito te digo, Quetita. La señora le habló de ella, nos dio mucha pena lo que le pasó a la pobre, ya se habrá enterado. Y él ni se inmutó. A mí no tanta, dijo, yo sabía que la loca terminaría mal. Y entonces nos preguntó por ti, Quetita. Sí, sí. La pobre está en el hospital, figúrese. ¿Y qué crees que dijo?

– Si dijo eso de Hortensia, ya me imagino lo que diría de mí -dijo Queta-. Anda, no me dejes con la curiosidad.

– Díganle por si acaso que no voy a darle un medio, que ya le di bastante -se rió Robertito-. Que si ibas a sablearlo, para eso tenía los daneses: Con esas palabras, Quetita, pregúntale a la señora y verás. Pero no, ni les hables de él. Se vino tan descompuesta, con lo mal que la trató, que no quiere ni oír su nombre.

– Algún día las pagará -dijo Queta-. No se puede ser tan mierda y vivir tan feliz.

– Él sí puede, para eso tiene plata -dijo Robertito; se echó a reír de nuevo y se inclinó un poco hacia Queta. Bajó la voz-. ¿Sabes lo que le dijo cuando la señora le propuso un negocito? Se le rió en la cara. ¿Usted cree que me pueden interesar negocios de putas, Ivonne? Que ahora sólo le interesan los negocios decentes. Y ahí mismo nos dijo ya conocen la salida, no quiero verles más las caras por acá. Con esas palabras, te juro. ¿Estás loca, de qué te ríes?

– De nada -dijo Queta-. Pásame la toalla, ya se enfrió y me estoy helando.

– Si quieres te seco, también -dijo Robertito-. Yo siempre a tus órdenes, Quetita. Sobre todo ahora, que estás más simpática. Ya no tienes los humos de antes.

Queta se levantó, salió de la tina y avanzó en puntas de pie, regando gotas sobre las losetas desportilladas. Se colocó una toalla en la cintura y otra sobre los hombros.

– Nada de barriga y siempre lindas piernas -se rió Robertito-. ¿Vas a ir a buscar al ex de tu ex?

– No, pero si alguna vez me lo encuentro le va a pesar -dijo Queta-. Lo que les comentó de Hortensia.

– Qué lo vas a encontrar nunca -se rió Robertito-. Está muy alto ya para ti.

– ¿Para qué me has venido a contar eso? -dijo Queta, de pronto, dejando de secarse-. Anda vete, sal de aquí.

– Para ver cómo te ponías -se rió Robertito-. No te enojes, para que veas que soy tu amigo te voy a contar otro secreto. ¿Sabes por qué entré? Porque la señora me dijo anda a ver si se baña de verdad.

Había venido desde Tingo María a tramos cortos, por si acaso: en camión hasta Huánuco, donde pasó una noche encerrado en un cuartito de hotel, luego en ómnibus hasta Huancayo, de ahí a Lima en tren. Al cruzar la cordillera la altura le había dado mareos y palpitaciones, niño.

– Hacía apenas dos añitos y pico que había salido de Lima cuando volví -dice Ambrosio-Pero qué diferencia. A la última persona a la que?le podía pedir ayuda era a Ludovico. Él me había mandado a Pucallpa, él me había recomendado a su pariente don Hilario ¿ve? Y si no se la pedía a él, a quién entonces.

– A mi papá -dice Santiago. ¿Por qué no fuiste conde él, cómo no se te ocurrió?

– Es decir, no es que no se me ocurriera -dice Ambrosio-. Usted tendría que darse cuenta, niño.

– No me doy -dice Santiago-. ¿No dices que lo admirabas tanto, no dices que él te estimaba tanto? Te hubiera ayudado. ¿No se te ocurrió?

– Yo no iba a meterlo a su papá en un apuro, precisamente porque lo respetaba tanto -dice Ambrosio-. Fíjese quién era él y quién era yo, niño. ¿Le iba a contar ando corrido, soy ladrón, la policía me busca porque vendí un camión que no era mío?

– Con él tenías más confianza que conmigo ¿no es cierto? -dice Santiago.

– Un hombre, por jodido que esté, tiene su orgullo -dice Ambrosio-. Don Fermín tenía un buen concepto de mí. Yo andaba arruinado, hecho una mugre ¿ve?

– Y por qué a mí sí -dice Santiago-. Por qué no te ha dado vergüenza contarme a mí lo del camión.

– Será porque ya ni orgullo me queda -dice Ambrosio-. Pero entonces, me quedaba. Además, usted no es su papá, niño.

Los cuatrocientos soles de Itipaya se habían esfumado en el viaje y los tres primeros días en Lima no probó bocado. Había vagabundeado sin cesar, lejos de las calles del centro, sintiendo que se le helaban los huesos cada vez que divisaba un policía y repasando nombres y eliminándolos: Ludovico ni pensar, Hipólito seguiría en provincias o si había vuelto trabajaría con Ludovico, Hipólito ni pensar, él ni pensar. No había pensado en Amalia, ni en Amalita Hortensia ni en Pucallpa: sólo en la policía, sólo en comer, sólo en fumar.

– Fíjese que nunca me habría atrevido a pedir limosna para comer -dice Ambrosio-. Pero para fumar sí. Cuando no podía más, paraba a cualquier tipo en la calle y le pedía un cigarro. Había hecho de todo, con tal que no fuera un trabajo fijo y no pidieran papeles: descargar camiones en el Porvenir, quemar basuras, conseguir gatos y perros vagabundos para las fieras del Circo Cairoli, destapar cañerías y hasta sido ayudante de un afilador. A veces, en los muelles del Callao, reemplazaba por horas a algún estibador contratado, y aunque la comisión era alta, quedaba para comer dos o tres días. Un día le habían pasado el dato: los odriístas necesitaban tipos para pegar carteles. Había ido al local, se había pasado una noche entera embadurnando las calles del centro, pero les habían pagado sólo con comida y trago: En esos meses de vagabundeo, hambrunas, caminatas y cachuelos que duraban un día o dos había conocido al Pancras: Al principio había estado durmiendo en la Parada, debajo de los camiones, en zanjones, sobre los costales de los depósitos, sintiéndose protegido, escondido entre tanto mendigo y vago que dormía ahí, pero una noche había oído que de cuando en cuando caían rondas de la policía á pedir papeles. Así había empezado a internarse en el mundo de las barriadas. Las había conocido todas, dormido una vez en una, otra en otra, hasta que en ésa de la Perla había encontrado al Pancras y ahí se quedó. El Pancras vivía solo y le hizo sitio en su casucha.

– La primera persona que se portó bien conmigo en un montón de tiempo -dice Ambrosio-. Sin conocerme ni tener por qué. Un corazón de oro el de ese sambo, le digo.

El Pancras trabajaba en la perrera hacía años y cuando se hicieron amigos lo había llevado un día donde el administrador: no, no había vacante. Pero un tiempo después lo mandó llamar. Sólo que le había pedido papeles: ¿Libreta electoral, militar, partida de nacimiento? Había tenido que inventarle una mentira: se me perdieron. Ah, entonces nones, sin papeles no hay trabajo. Bah, no seas tonto, le había dicho el Pancras, quién se va a estar acordando de ese camión, llévale tus papeles nomás. Él había tenido miedo, mejor no Pancras, y había seguido con esos trabajitos de a ocultas. Por esa época había vuelto a su pueblo, Chincha niño, la última vez. ¿Para qué? Pensando conseguirse otros papeles, bautizarse de nuevo con algún curita y con otro nombre, y también por curiosidad, por ver qué era ahora el pueblo. Se había arrepentido de haber ido más bien. Había salido temprano de la Perla con el Pancras y se habían despedido en Dos de Mayo.

Ambrosio había caminado por la Colmena hasta el Parque Universitario. Fue a averiguar los precios del ómnibus, compró un pasaje en uno que salía a las diez, así que tuvo tiempo de tomar un café con leche y dar una vueltecita. Estuvo mirando las vitrinas de la avenida Iquitos, calculando si se compraba una camisa para volver a Chincha más presentable de lo que salió, quince años atrás. Pero sólo le quedaban cien soles y no se animó. Compró un tubo de pastillas de menta, todo el viaje sintió esa frescura perfumada en las encías, la nariz y el paladar. Pero en el estómago sentía cosquillas: qué dirían los que lo reconocieran al verlo así. Todos debían haber cambiado mucho, algunos se morirían, otros se habrían mandado mudar del pueblo, a lo mejor la ciudad había cambiado tanto que ni la reconocía. Pero apenas se detuvo el ómnibus en la plaza de Armas, aunque todo se había achicado y achatado, reconoció todo: el olor del aire, el color de las bancas y de los tejados, las losetas en triángulo de la vereda de la Iglesia. Se había sentido apenado, mareado, avergonzado. No había pasado el tiempo, no había salido de Chincha, ahí doblando la esquina estaría la oficinita de "Transportes Chincha" donde comenzó su carrera de chofer. Sentado en una banca había fumado, mirado. Sí, algo había cambiado: las caras.

Observaba ansiosamente a hombres y mujeres y había sentido que el pecho le latía fuerte al ver acercarse a una figura cansada y descalza, con un sombrero de paja y un bastón que tanteaba: ¡el ciego Rojas! Pero no era él, sino un ciego albino y todavía joven que fue a acuclillarse bajo una palmera. Se levantó, echó a andar, y cuando llegó a la barriada vio que habían pavimentado algunas calles y construido casitas con pequeños jardines que tenían el pasto marchito. Al fondo, donde comenzaban las chacras del camino a Grocio Prado, ahora había un mar de chozas. Había estado yendo y viniendo por los polvorientos pasadizos de la barriada sin reconocer ninguna cara. Después había ido al cementerio, pensando la tumba de la negra estará junto a la del Perpetuo. Pero no estaba y no se había atrevido a preguntarle al guardián dónde la habían enterrado. Había vuelto al centro de la ciudad al atardecer, desilusionado, olvidado del nuevo bautizo y los papeles y con hambre. En el café-restaurant "Mi Patria" que ahora se llamaba "Victoria" y atendían dos mujeres en vez de don Rómulo, había comido un churrasco encebollado, sentado cerca de la puerta, mirando todo el tiempo la calle, tratando de reconocer alguna cara: todas distintas. Se había acordado de algo que le dijo Trifulcio esa noche, la víspera de su partida a Lima, cuando caminaban a oscuras: estoy en Chincha y siento que no estoy, reconozco todo y no reconozco nada. Ahora entendía lo que había querido decirle.

Había merodeado todavía por otros barrios: el colegio José Pardo, el hospital San José, el teatro Municipal, habían modernizado un poquito el mercado. Todo igualito pero más chiquito, todo igualito pero más chato, sólo la gente distinta: se había arrepentido de haber ido, niño, se había regresado esa noche jurando no volveré. Ya se sentía bastante jodido aquí, niño, allá ese día además de jodido se había sentido viejísimo. ¿Y cuando se acabara la rabia se acabaría tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?

Lo que había estado haciendo antes de que el administrador lo hiciera llamar con el Pancras y le dijera okey, échanos una mano por unos días aunque sea sin papeles. Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no niño?

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