TRES

I

LLEGÓ a la redacción poco antes de las cinco y se estaba quitando el saco cuando sonó el teléfono al fondo de la sala. Vio qué Arispe levantaba el aparato, movía la boca, echaba una ojeada a los escritorios vacíos y lo veía: Zavalita, por favor. Cruzó la redacción, se detuvo ante la mesa colmada de puchos, papeles, fotos y rollos de pruebas.

– Los conchudos de policiales no vienen hasta las siete -dijo Arispe-. Vaya usted, tome los datos y se los pasa después a Becerrita.

– General Garzón 311 -leyó Santiago en el papel-. Jesús María ¿no?

– Vaya bajando, yo les paso la voz a Periquito y a Darío -dijo Arispe-. Debe haber fotos de ella en el archivo. ¿La Musa chaveteada? -dijo Periquito en la camioneta, mientras cargaba su cámara-. Vaya notición.

– Hace años cantaba en Radio el Sol -dijo Darío, el chofer-. ¿Quién la mató?

– Un crimen pasional, parece -dijo Santiago-. Nunca oí hablar de ella.

– Le saqué fotos cuando salió Reina de la Farándula, una real hembra -dijo Periquito-. ¿Haces policiales ahora, Zavalita?

– Era el único en la redacción cuando le dieron el dato a Arispe -dijo Santiago-. Me servirá de escarmiento para no llegar más a la hora.

La casa estaba junto a una botica, había dos patrulleros y gente aglomerada en la calle, ahí viene “La Crónica” gritó un chiquillo. Tuvieron que mostrar los carnets del diario a un policía y Periquito fotografió la fachada, la escalera, el primer rellano. Una puerta abierta, piensa, humo de cigarrillos.

– A usted no lo conozco -dijo un gordo de papada, vestido de azul, examinando el carnet-¿Qué fue de Becerrita?

– No estaba en el diario cuando nos llamaron -y Santiago sintió el olor raro, carne humana transpirada, piensa, frutas podridas-. No me conoce porque trabajo en otra sección, Inspector.

El flash de Periquito relampagueó, el de la papada pestañó y se hizo a un lado. Entre las personas que murmuraban, Santiago vio un fragmento de pared empapelada de azul claro, losetas sucias, un velador, un cubrecama negro. Permiso, dos hombres se apartaron, sus ojos subieron y bajaron y subieron muy rápido, la silueta tan blanca piensa, sin detenerse en los coágulos, en los labios rojinegros de las heridas fruncidas, en la maraña de cabellos que ocultaba su cara, en la mata de vello negro agazapada entre las piernas. No se movió, no dijo nada. Los arcoiris de Periquito estallaban a derecha e izquierda, ¿se le podía fotografiar la cara, Inspector?, una mano apartó la maraña y apareció un rostro cerúleo e intacto, con sombras bajo las pestañas corvas. Gracias, Inspector, dijo Periquito, ahora en cuclillas junto a la cama, y el chorrito de luz blanca brotó otra vez. Diez años soñándote con ella, Zavalita, si Anita supiera creería que te enamoraste de la Musa y tendría celos.

– Se nota que el amigo periodista es nuevo -dijo el de la papada-. No se nos vaya a desmayar, joven, ya tenemos bastante trabajo con esta señora.

Las caras veladas por el humo se relajaron en sonrisas, Santiago hizo un esfuerzo y también sonrió. Al tocar el lapicero descubrió que su mano estaba sudando; cogió la libreta, sus ojos volvieron a mirar: manchones, senos que se derramaban, pezones escamosos y sombríos como lunares. El olor entraba a raudales por su nariz y lo mareaba.

– Hasta el ombligo se lo abrieron -Periquito cambiaba las bombillas con una sola mano, se mordía la lengua-. Qué tal sádico.

– También le abrieron otra cosa -dijo el de la papada, con sobriedad-. Acércate, Periquito; usted también, joven, vean qué cosa bárbara.

– Un hueco en el hueco -murmuró una voz relamida y Santiago oyó risitas tenues y comentarios ininteligibles. Apartó los ojos de la cama, dio un paso hacia el hombre de azul.

– ¿Podría darme algunos datos, Inspector?

– Por lo pronto, las presentaciones -dijo el de la papada, cordialmente, y le alcanzó una mano blanda-. Adalmiro Peralta, jefe de la división de Homicidios, y éste es mi adjunto, el oficial primero Ludovico Pantoja. Tampoco se olvide de él.

Tratabas de reanimar la sonrisa, de conservarla en la cara mientras apuntabas en la libreta, Zavalita, mientras veías los rasgos histéricos de la pluma rasgando el papel, resbalando sin rumbo.

– Favor por favor, Becerrita lo pondrá al tanto -mientras oías la voz risueña y familiar del inspector Peralta-. Nosotros les damos la primicia y ustedes nos dan un poco de peliculina, que nunca está de más.

Risas otra vez, los flashes de Periquito, el olor, el humo alrededor: ahí, Zavalita. Santiago asentía, la libreta semidoblada, pegada a su pecho, garabateando ahora rayas, puntos, viendo surgir letras como jeroglíficos.

– Nos dio el aviso una vieja que vive sola en el departamento del lado -dijo el Inspector-. Oyó gritos, vino y encontró la puerta abierta. Hubo que llevarla a la Asistencia Pública, mal de los nervios. Imagínese el susto que se llevaría al encontrarse con esto.

– Ocho chavetazos -dijo el oficial primero Ludovico Pantoja-. Contados por el médico legista, joven.

– Es probable que estuviera dopada -dijo el inspector Peralta-. Por el olor y por los ojos, parece. Estaba casi siempre dopada, últimamente. Tenía una ficha de este porte en la división. En fin, ya lo dirá la autopsia.

– Hace un año estuvo complicada en un asunto de drogas -dijo el oficial Ludovico Pantoja-. La metieron adentro junto con una pichicatera conocida. Había caído muy bajo.

– ¿Se podría fotografiar la chaveta, Inspector? -dijo Periquito.

– Se la llevaron los peritos -dijo el inspector Peralta-. Una corriente, de quince centímetros. Sí, huellas digitales para regalar.

– No lo hemos cogido, pero será botado -dijo el oficial Ludovico Pantoja-. Dejó la casa llena de huellas, ni siquiera se llevó el arma, lo hizo en pleno día. No era un profesional ni mucho menos.

– No lo hemos identificado, porque esta señora no tenía un amante sino muchos -dijo el inspector Peralta-. Cualquiera se la tiraba, últimamente. Había bajado de categoría la pobre.

– Fíjese, si no, dónde vino a morir -el oficial Ludovico Pantoja señaló el cuarto con misericordia-. Después de vivir tan a lo grande.

– Fue Reina de la Farándula el año que entré a “La Crónica” -dijo Periquito-. El cuarenta y cuatro. Catorce años ya, carambolas.

– La vida es como un columpio, se sube y se baja -sonrió el inspector Peralta-. Ponga esa frase en su articulito, joven.

– La recordaba más guapa -dijo Periquito-. En realidad, no valía mucho.

– Los años pasan, Periquito -dijo el inspector Peralta-. Y además, los chavetazos la han desmejorado.

– ¿Te saco una foto, Zavalita? -dijo Periquito-. Becerrita siempre se toma una junto al cadáver, para su colección particular. Tiene miles ya.

– Yo conozco la colección de Becerrita -dijo el inspector Peralta-. Para darle escalofríos incluso a un tipo como yo, que lo ha visto todo.

– Llegando a la redacción haré que el señor Becerra lo llame, Inspector -dijo Santiago-. Ya no lo molesto más. Muchas gracias por la información.

– Dígale que se pase por la oficina a eso de las once -dijo el inspector Peralta-. Encantado, joven.

Salieron y en el rellano Periquito se detuvo a fotografiar la puerta de la vecina que había descubierto el cadáver. Los curiosos seguían en la vereda, espiando la escalera por sobre el hombro del policía que custodiaba la puerta, y Darío estaba fumando, en la camioneta: por qué no lo habían hecho pasar, él hubiera querido ver eso. Subieron, partieron, un momento después se cruzaron con la camioneta de “Última Hora”.

– Les jodieron la primicia -dijo Darío-. Ahí va Norwin.

– Claro, hombre -Periquito chasqueó los dedos y dio un codazo a Santiago-. Fue la querida de Cayo Bermúdez. La vi una vez entrando con él a un chifa de la calle Capón. Claro, hombre.

– Ni vi los periódicos ni sé de qué habla -dice Ambrosio-. Yo estaría ya en Pucallpa cuando eso, niño.

– ¿Querida de Cayo Bermúdez? -dijo Darío-. Entonces sí que es notición.

– Te sentías un Sherlok Holmes escarbando esa historia apestosa -dijo Carlitos-. Lo pagaste caro, Zavalita.

– ¿Eras su chofer y no sabías que tenia una querida? -dice Santiago.

– Ni sabía ni nunca la vi -dice Ambrosio-. Primera noticia, niño.

Una ansiosa excitación había reemplazado el vértigo del primer momento, una cruda vehemencia mientras la camioneta atravesaba el centro y tratabas de descifrar los borrones de la libreta y de resucitar la conversación con el Inspector Peralta, Zavalita. Bajó de un salto y subió a trancos las escaleras de “La Crónica”. Las luces de la redacción estaban encendidas los escritorios ocupados, pero no se detuvo a conversar con nadie. ¿Te sacaste la lotería?, le preguntó Carlitos, y él un notición formidable, Carlitos. Se instaló ante la máquina y estuvo una hora sin apartar los ojos del papel, escribiendo, corrigiendo y fumando sin tregua. Luego, charlando con Carlitos, esperó, impaciente y orgulloso de ti mismo Zavalita, que llegara Becerrita. Y por fin lo vio entrar, el chato, piensa, adiposo, malhumorado, envejecido Becerrita, con su sombrero de otras épocas, su cara de boxeador jubilado, su ridículo bigotito y sus dedos manchados de nicotina.

Qué decepción, Zavalita. No contestó su saludo, casi ni leyó las tres cuartillas, escuchó sin hacer un gesto de interés la relación que le iba haciendo Santiago. Qué sería un crimen más o menos para Becerrita que se levantaba, vivía y se acostaba entre asesinatos, Zavalita, robos, desfalcos, incendios, atracos, que hacía un cuarto de siglo vivía de historias de pichicateros, ladrones, putas, cabrones. Pero el desaliento fue breve, Zavalita.

Piensa: no se entusiasmaba con nada, pero sabía su oficio. Piensa: tal vez le gustaba. Se sacó el sombrerito finisecular, el saco, se arremangó la camisa, que sujetaba en los codos con unas ligas de cajero piensa, y se aflojó la corbata tan raída y sucia como su terno y sus zapatos, y abúlico y avinagrado avanzó por la redacción, indiferente a las venias, fortachón y lento y derecho hacia el escritorio de Arispe. Santiago se aproximó al rincón de Carlitos para oír. Becerrita había dado un golpecito con los nudillos en la máquina de escribir y Arispe alzaba la cabeza: ¿qué se le ofrecía, mi señor?

– La página del centro para mí solito -su voz áspera y achacosa, piensa, floja, burlona-. Y Periquito a mi disposición por lo menos tres o cuatro días.

– ¿También una casa con piano junto al mar, mi señor? -dijo Arispe.

– También algún refuerzo, por ejemplo Zavalita, porque en mi sección hay dos de vacaciones -dijo Becerrita, secamente-. Si quieres que explotemos esto a fondo hay que dedicarle un redactor día y noche.

Arispe mordisqueaba pensativo su lápiz rojo, hojeaba las cuartillas; luego sus ojos pasearon por la redacción, buscando. Te fregaste, dijo Carlitos, niégate con cualquier pretexto. Pero no diste ninguno, Zavalita, fuiste feliz al escritorio de Arispe, feliz a la boca del lobo. Excitación, emociones, sangre: jodido hacía rato, Zavalita.

– ¿Quiere pasar a policiales por unos días? -dijo Arispe-. Becerrita lo reclama.

– ¿Ahora se puede elegir? -murmuró ácidamente Becerrita-. Cuando yo entré a “La Crónica”, nadie me preguntó mi opinión. Vaya a recorrer Comisarías, vamos a abrir una sección policial y usted se encargará.

Hace veinticinco años que me tienen en lo mismo y todavía no me han preguntado si me gusta.

– Un día le fermentará el malhumor aquí, mi señor -Arispe se tocó el corazón con su lápiz rojo- y esto estallará como un cascarón. Además, si te sacaran de la página policial te morirías de pena, Becerrita. Tú eres el as de la página roja en el Perú.

– No sé de qué me sirve si cada semana me protestan una letra -gruñó Becerrita, sin modestia-. Preferiría que no me alabaran tanto y me subieran el sueldo.

– Veinticinco años corriéndose gratis a las putas más caras, emborrachándose gratis en los mejores bulines y todavía se queja, mi señor -dijo Arispe-. Qué nos toca a los que tenemos que bailar con nuestro pañuelo cada vez que nos tomamos un trago o nos tiramos una hembra.

Había cesado el tableteo de las máquinas, cabezas risueñas seguían desde los escritorios el diálogo de Arispe y Becerrita, que había comenzado a sonreír híbridamente, a soltar pequeños espasmos de esa risa ronca y antipática que se convertía en trueno de hipos, eructos e invectivas cuando estaba borracho, piensa.

– Ya estoy viejo -dijo, por fin-. Ya no chupo, ya no me gustan las mujeres.

– Cambiaste de gustos a la vejez -dijo Arispe, y miró a Santiago-. Cuídese, ya veo por qué lo pidió Becerrita para su página.

– Qué buen humor se gastan los jefes de redacción -gruñó Becerrita-. ¿Qué hay de lo otro? ¿Me das la página del centro y a Periquito?

– Te los doy, pero trátamelos bien -dijo Arispe-. Quiero que me sacudas a la gente y me subas el tiraje. Esto es mermelada fina, mi señor.

Becerrita asintió, dio media vuelta, las máquinas comenzaron a teclear de nuevo, y seguido por Santiago se encaminó hacia su escritorio. Estaba al fondo, desde allí observaba las espaldas de todos, piensa, era uno de sus temas. Venía borracho y se plantaba en el centro de la redacción, se abría el saco, y, los puños en las rechonchas caderas, a mí siempre me mandan al culo de todo! Los redactores se encogían en sus asientos, hundían las narices en las máquinas, ni Arispe se atrevía a mirarlo piensa, mientras Becerrita pasaba revista con lentos ojos enfurecidos a los atareados reporteros, ¿despreciaban su página y lo despreciaban a él, no?, a los reconcentrados correctores, ¿por eso lo habían arrinconado en el culo de la redacción?, al absorto cabecero Hernández, ¿para que les viera el culo a los señores de locales, el culo a los señores de cables?, paseándose de un lado a otro como un desasosegado general antes de la batalla, ¿para que recibiera en la jeta los pedos de los señores redactores?, y aventando al techo de rato en rato su carcajada tormentosa. Pero una vez que Arispe le propuso cambiar de escritorio se indignó, piensa: de mi rincón sólo me sacan muerto, carajo. Su escritorio era bajito y un poco contrahecho, como él piensa, pringoso como el terno platinado que solía llevar adornado con lamparones de grasa. Se había sentado, encendía un cigarrillo enclenque, Santiago esperaba de pie, emocionado de que te hubiera pedido a ti, Zavalita, excitado ya por los artículos que escribirías: al matadero como quien se va a una fiesta, Carlitos.

– Bueno, ya nos la metieron y hay que moverse -Becerrita levantó el teléfono, marcó un número, habló con la agria boca pegada al aparato, su mano regordeta de uñas negruzcas borroneaba una carilla.

– Siempre andabas buscando emociones fuertes -dijo Carlitos-. En cierta forma, te dieron gusto.

– Sí, en el Porvenir, váyase ahora mismo con Periquito -Becerrita colgó el aparato, posó sus ojitos legañosos en Santiago-. Ahí cantó esa mujer hace tiempo. La dueña me conoce. Sáquele datos, fotos. Sus amigas, sus amigos, direcciones, qué vida llevaba. Que Periquito fotografíe el local.

Santiago se fue poniendo el saco mientras bajaba la escalera. Becerrita había avisado a Darío y la camioneta, cuadrada en la puerta, obstruía el tránsito; los automovilistas tocaban la bocina. Un momento después apareció Periquito, furioso.

– Le había advertido a Arispe que no trabajaría más con ese negrero y ahora me regala a Becerrita por una semana -iba cargando la cámara, vociferando-. Nos va a hacer polvo, Zavalita.

– Tendrá un humor de perro, pero se bate como un león por sus redactores -dijo Darío-. Si no fuera por él, al borracho de Carlitos ya lo habrían despedido. No rajes de Becerrita.

– Voy a dejar el periodismo, ya basta -dijo Periquito-. Voy a dedicarme a la fotografía comercial. Una semana con Becerrita es peor que coger un chancro.

La camioneta subió por la Colmena hasta el Parque Universitario, bajó por Azángaro, pasó a los pies pétreos y blancuzcos del Palacio de Justicia, enfiló en el atardecer lluvioso por República, y al aparecer, a la derecha, en medio del parque oscuro, el local de la Cabaña, con sus ventanas iluminadas y el aviso chisporroteante de la fachada, Periquito se echó a reír, intempestivamente aplacado: no quería ni mirar esa pocilga, Zavalita, todavía tenía el hígado llagado con la tranca del domingo.

– Con un suelto en su página puede hundir a cualquier mambera, cerrar cualquier bulín, desprestigiar cualquier boite -dijo Darío-. Becerrita es un dios de la Lima bohemia. Y ningún jefe de página se porta como él con su gente. Los lleva a bulines, les convida trago, les consigue mujeres. No sé cómo te puedes quejar de él, Periquito.

– Está bien -admitió Periquito-. Al mal tiempo buena cara. Si hay que trabajar con él, en vez de amargarnos tratemos de explotar su punto débil.

Los bulines, las cantinas hediondas, los barcitos promiscuos de aserrín vomitado, la fauna de las tres de la mañana. Piensa: su punto débil. Ahí se volvía humano, piensa, ahí se hacía querer. Darío frenó: una masa sin facciones circulaba por las aceras en penumbra de 28 de Julio, sobre las siluetas sombrías languidecía la menuda, rancia luz de los faroles del Porvenir. Había neblina, la noche estaba muy húmeda. La puerta de "Monmartre" estaba cerrada.

– Toquemos, la Paqueta debe estar adentro -dijo Periquito-. Este antro se abre tardísimo, aquí se desaguan las boites.

Tocaron los cristales de la puerta -un pianista en la claridad rosada de la vitrina, piensa, su dentadura tan blanca como el teclado de su piano, dos bailarinas con plumajes en el rabo y en la cabeza-, se oyeron pasos, abrió un muchacho escuálido de chaleco blanco y corbatita de fantasía que los miró con aprensión: de “La Crónica”, ¿no? Adelante, la señora los estaba esperando. Un bar cuajado de botellas, un cielo raso con estrellitas de platino, una minúscula pista de baile con un micrófono de pie, mesitas y sillas vacías. Se abrió una puertecilla disimulada detrás del bar, buenas noches dijo Periquito, y ahí estaba la Paqueta, Zavalita: sus ojos de largas pestañas postizas y redondas aureolas de hollín, sus mejillas encarnadas, sus nalgas protuberantes asfixiadas en los ajustados pantalones, sus pasitos de equilibrista.

– ¿Le habló el señor Becerra? -dijo Santiago-. Es sobre el crimen de Jesús María.

– Me prometió que no me hará figurar para nada, me lo juró y espero que cumpla -su mano esponjosa, su sonrisa estereotipada, su voz melosa con un dejo remoto de alarma y de odio-. Si hay escándalo, el perjudicado será el local ¿ve usted?

– Sólo necesitamos algunos datos -dijo Santiago-. Saber quién era, qué hacía.

– La conocí apenas, no sé casi nada -las rígidas pestañas que aleteaban evasivamente, Zavalita, la gruesa boca granate que se fruncía como una mimosa-. Hace seis meses que dejó de cantar aquí. Más, ocho meses. Estaba casi sin voz, la contraté por compasión, cantaba tres o cuatro canciones y se iba. Antes estuvo en La Laguna.

Calló al estallar el primer arcoiris y se quedó mirando, boquiabierta: Periquito, tranquilamente, fotografiaba el bar, la pista de baile, el micrófono.

– Para qué esas fotos -dijo, de mal modo, señalando-. Becerrita me juró que no me nombrarían.

– Para mostrar uno de los sitios donde cantó, a usted no la vamos a nombrar -dijo Santiago-. Quisiera saber algo de la vida privada de la Musa. Alguna anécdota, cualquier cosa.

– No sé casi nada, ya le he dicho -murmuró la Paqueta, siguiendo a Periquito con los ojos-. Fuera de la que sabe todo el mundo. Que hace muchos años fue bastante conocida, que cantó en el "Embassy", que después fue amiga de ya saben quien. Pero supongo que eso no lo van a decir.

– ¿Por qué no, señora? -se rió Periquito. Ya no está Odría de Presidente, sino Manuel Prado, y "La Crónica" es de los Prado. Podemos decir lo que nos dé la gana.

– Y yo creí que se iba a poder y lo dije en la primera crónica, Carlitos -se rió Santiago-. Ex amante de Cayo Bermúdez asesinada a chavetazos.

– Creo que está usted un poco cojudo, Zavalita -gruñó Becerrita, contemplando las carillas con maldad-. En fin, vamos a ver qué piensa el mandamás.

– Estrella de la Farándula asesinada a chavetazos causará más impacto -dijo Arispe-. Y, además, son las órdenes de arriba, mi señor.

– ¿Fue o no fue la querida de ese pendejo? -dijo Becerrita-. Y si lo fue y el pendejo ya ni está en el Gobierno y ni siquiera en el país ¿por qué no se puede decir?

– Porque al Directorio le da en los huevos que no se diga, mi señor -dijo Arispe.

– Está bien, ese argumento siempre me convence -dijo Becerrita-. Corríjase toda la crónica, Zavalita. Donde puso ex amante de Cayo Bermúdez métale ex reina de la Farándula.

– Y después Bermúdez la abandonó y se fue del país, en los últimos tiempos de Odría -la Paqueta dio un respingo: acababa de estallar otro flash-. Usted se acordará, cuando los líos de la Coalición en Arequipa. Ella volvió a cantar, pero ya no era la de antes. Ni su físico, ni su voz. Tomaba mucho, una vez trató de suicidarse. No conseguía trabajo. La pobre las pasó muy mal.

– ¿En todo el tiempo que estuviste con él no le conociste ninguna mujer? -dice Santiago-. Sería marica, entonces.

– ¿Qué vida llevaba? -dijo la Paqueta-. Mala vida, ya le conté. Tomaba, los amigos no le duraban, siempre con apuros de plata. La contraté por compasión, y la tuve poco, unos dos meses, quizás ni eso. Los clientes se aburrían. Sus canciones habían pasado de moda. Trató de ponerse al día, pero los nuevos ritmos no le iban.

– No le conocí queridas, pero sí mujeres -dice Ambrosio-. Es decir polillas, niño.

– Y cómo fue el lío ése de las drogas, señora -dijo Santiago.

– ¿Drogas? -dijo la Paqueta, estupefacta-. ¿Qué drogas?

– Iba a bulines, lo llevé muchas veces -dice Ambrosio-. A ése que usted recordaba antes. Ivonne, ése. Muchas veces.

– Pero si también la complicaron a usted, señora, si la detuvieron junto con ella -dijo Santiago-. Y gracias al señor Becerra no se publicó nada en los periódicos ¿no se acuerda?

Un temblor rapidísimo animó la cara carnosa, las inflexibles pestañas vibraron con indignación, pero luego una sonrisa porfiada, reminiscente, fue suavizando la expresión de la Paqueta. Cerró los ojos como para mirar adentro y localizar entre los recuerdos ese episodio extraviado: ah sí, ah eso.

– Y Ludovico, ése que ya le conté, el que me ensartó mandándome a Pucallpa, el que me reemplazó como chofer de don Cayo, también lo llevaba todo el tiempo al bulín -dice Ambrosio-. No, niño, no era maricón.

– No hubo drogas ni muchísimo menos, fue una equivocación que se aclaró ahí mismo -dijo la Paqueta-. La policía detuvo a uno que venía aquí de vez en cuando, traficaba cocaína parece, y a ella y a mí nos citaron como testigos. No sabíamos nada y nos soltaron.

– ¿Con quién andaba la Musa cuando trabajaba aquí? -dijo Santiago.

– ¿Qué amante tenía? -sus dientes montados y disparejos, Zavalita, sus ojos chismosos-. No tenía uno, sino varios.

– Aunque no me dé los nombres -dijo Santiago-. Por lo menos, qué clase de tipos eran.

– Tenía sus aventuras, pero no conozco los detalles, no era mi amiga -dijo la Paqueta-. Sé lo que todo el mundo, que se había dado a la mala vida y nada más.

– ¿No sabe si tenía familia aquí? -dijo Santiago-. ¿O alguna amiga que pudiera darnos más información sobre ella?

– No creo que tuviera familia -dijo la Paqueta-. Ella decía que era peruana, pero algunos pensaban que era extranjera. Decían que su pasaporte de peruana se lo hizo dar quien se imaginan, cuando era su amante.

– El señor Becerra quería algunas fotos de la Musa, cuando cantaba aquí -dijo Santiago.

– Se las voy a dar, pero, por favor, no me mezclen en esto, no me nombren -dijo la Paqueta-. Los ayudo con esa condición. Becerrita me ha prometido.

– Y vamos a cumplir, señora -dijo Santiago-. ¿No conoce a nadie que pueda darnos más datos sobre ella? Es lo último, y la dejamos, tranquila.

– Cuando dejó de cantar aquí no la vi más -la Paqueta suspiró, súbitamente adoptó un aire misterioso y delator-. Pero se oían cosas de ella. Que se había ido a una casa de ésas. A mí no me consta. Sólo sé que vivió con una mujer de mala fama, una que trabaja donde la francesa.

– ¿La Musa vivía con una de las mujeres de donde Ivonne? -dijo Santiago.

– A la francesa sí la pueden nombrar -se rió la Paqueta, y su voz dulzona se había empañado de odio-. Nómbrenla, que la policía la cite a declarar. Esa vieja sabe muchas cosas.

– ¿Cómo se llamaba esa amiga con la que vivió? -dijo Santiago.

– ¿Queta? -dice Ambrosio, y unos segundos después, atontado-: ¿Queta, niño?

– Si dicen que yo les di el dato me arruinan, la francesa es la peor enemiga que existe -la Paqueta dulcificó la voz-. El nombre de veras no lo sé. Queta es su nombre de guerra.

– ¿Nunca la viste? -dice Santiago-. ¿Nunca se la oíste nombrar a Bermúdez?

– Vivían juntas y decían muchas cosas de ellas -susurró la Paqueta, pestañeando-. Que eran más que amigas. A lo mejor eran chismes, claro.

– Nunca la oí, nunca la vi -dice Ambrosio-. A mí no me iba a hablar don Cayo de sus polillas, yo era su chofer, niño.

Salieron a la neblina, la humedad y la penumbra del Porvenir; Darío cabeceaba. recostado sobre el volante de la camioneta. Al encenderse el motor, un perro ladró desde la vereda lúgubremente.

– Se había olvidado de la pichicata, de que la metieron presa con la Musa -se rió Periquito-. Qué gran conchuda ¿no?

– Está feliz de que la hayan matado, se nota que la odiaba -dijo Santiago-. ¿Te fijaste, Periquito? Que era borracha, que había perdido la voz, que era tortillera.

– Pero le sacaste buenos datos -dijo Periquito-. No te puedes quejar.

– Todo esto es basura -dijo Becerrita-. Hay que seguir escarbando hasta que salte la pus.

Habían sido unos días agitados y laboriosos, Zavalita, te sentías interesado, desasosegado, piensa: vivo otra vez. Un infatigable trajín: subir y bajar de la camioneta, entrar y salir de cabarets, radios, pensiones, bulines, un incesante ir y venir entre la mustia fauna noctámbula de la ciudad.

– La Musa no queda muy bien, hay que bautizarla de nuevo -dijo Becerrita-. ¡Tras las Huellas de la Mariposa Nocturna! Redactabas extensas crónicas, sueltos, recuadros, leyendas para las fotografías con una creciente excitación, Zavalita. Becerrita releía las carillas con ojos agrios, tachando, añadiendo frases de temblorosa letra roja, y ponía las cabezas: Nuevas Revelaciones sobre la Vida Disipada de la Mariposa Nocturna Asesinada en Jesús María, ¿Era la Musa una Mujer con un Terrible Pasado?, Reporteros de la Crónica Despejan Nueva Incógnita del Crimen que Conmueve a Lima, Desde los Comienzos Artísticos hasta el Sangriento Fin de la Otrora Reina de la Farándula La Mariposa Nocturna Chaveteada Había Caído en la más Baja Inmoralidad declara Dueña del Cabaret donde la Musa Interpretó sus últimas Canciones, ¿Había Perdido la Voz la Mariposa Nocturna por el Uso de Estupefacientes?

– Hemos dejado botados a los de “Última Hora" -dijo Arispe-. Sigue metiendo candela, Becerrita.

– Más bazofia para los perros, Zavalita -decía Carlitos-. Son las órdenes del mandamás.

– Se está usted portando bien, Zavalita -decía Becerrita-. Dentro de veinte años será un redactor policial pasable.

– Acumulando mierda con mucho entusiasmo. Hoy día un montoncito, mañana otro poquito, pasado un pocotón -dijo Santiago-. Hasta que hubo una montaña de mierda. Y ahora a comértela hasta la última gota. Eso es lo que me pasó, Carlitos.

– ¿Ya terminamos, señor Becerra? -dijo Periquito-. ¿Puedo irme a dormir?

– Todavía no comenzamos -dijo Becerrita-. Vamos donde la Madama a averiguar si es cierto lo de las tortillas.

Había salido a recibirlos Robertito, bienvenidos a ésta su casa, qué era de esa buena vida señor Becerra, pero Becerrita le arrebató la alegría de golpe: venían a trabajar,?podían pasar al saloncito? Pase, señor Becerra, pasen.

– Tráeles unas cervecitas a los muchachos -dijo Becerrita-. Y a mí tráemela a la Madama. Es urgente.

Robertito abanicó sus rizadas pestañas, asintió con una risita inamistosa, salió dando un saltito de bailarín. Periquito se dejó caer en un sillón con las piernas abiertas, qué bien se estaba aquí, qué elegante, y Santiago se sentó a su lado. El saloncito alfombrado, piensa, las luces indirectas, los tres cuadritos de las paredes. En el primero, un joven de rubios cabellos y antifaz perseguía por un sendero enmarañado a una muchacha muy blanca, de cintura de avispa, que corría en puntas de pie; en el segundo, la había capturado y se sumergían abrazados bajo una cascada de sauces; en el tercero, la muchacha yacía en el césped, el pecho desnudo, el joven besaba tiernamente sus hombros redondos y ella tenía una expresión entre alarmada y lánguida. Estaban a orillas de un lago o de un río y a lo lejos desfilaba una cuadrilla de cisnes de largos pescuezos.

– Ustedes son la juventud más podrida de la historia -dijo Becerrita, con satisfacción-. ¿Qué otra cosa les interesa fuera del trago y el bulín?

Tenía la boca torcida en una mueca casi risueña, se rascaba el bigotito con sus dedos color mostaza, se había echado el sombrero hacia la nuca y se paseaba por el saloncito con una mano en el bolsillo, como un malo de película mexicana piensa. Entró Robertito, con una bandeja.

– La señora ya viene, señor Becerra -hizo una reverencia-. Me preguntó si usted no prefería un whiskicito.

– No puedo, por la úlcera -gruñó Becerrita-. Vez que tomo, al día siguiente cago sangre.

Robertito salió y ahí estaba Ivonne, Zavalita. Su larga nariz tan empolvada, piensa, su vestido de gasas y lentejuelas rumorosas. Madura, experimentada, sonriente, besó a Becerrita en la mejilla, tendió una mano mundana a Periquito y a Santiago. Miró la bandeja, ¿Robertito no les había servido?, hizo un mohín de reproche, se inclinó y llenó los vasos diestramente, a medias y sin mucha espuma, se los alcanzó. Se sentó al borde del sillón, estiró el cuello, la piel se recogió en pequeños pliegues bajo sus ojos, cruzó las piernas.

– No me pongas esa cara de asombro -dijo Becerrita-. Ya sabes por qué vinimos, Madama.

– No puedo creer que no quieras tomar nada -su acento extranjero, Zavalita, sus gestos afectados, su desenvoltura de matriarca suficiente-. Si tú eres borracho viejo, Becerrita.

– Era, hasta que la úlcera me hizo trizas el estómago -dijo Becerrita-. Ahora sólo puedo tomar leche. De vaca.

– Siempre el mismo -Ivonne se volvió hacia Santiago y Periquito-. Este viejo y yo somos hermanos, desde hace siglos.

– Un poco incestuosos, en una época -se rió Becerrita, y encadenando, con el mismo tono de voz íntimo-. Haz de cuenta que fuera un cura y te estuvieras confesando. ¿Cuánto tiempo tuviste aquí a la Musa?

– ¿La Musa, aquí? -sonrió Ivonne-. Qué chistoso te ves de cura, Becerrita.

– Ahora resulta que no tienes confianza en mí -Becerrita se sentó en el brazo del sillón de Ivonne-. Ahora resulta que me mientes.

– Está usted loco, Padre -sonrió Ivonne y dio un golpecito a Becerrita en la rodilla-. Si hubiera trabajado aquí, te lo diría. Sacó un pañuelo de su manga, se limpió los ojos, dejó de sonreír. La conocía, por supuesto, algunas veces había venido aquí cuando era amiga de, bueno, Becerrita sabía de quién. Él la había traído algunas veces, en plan de diversión, para que espiara desde esa ventanita que daba al bar. Pero, que Ivonne supiera, ella nunca había trabajado en ninguna casa. Volvió a reírse, con elegancia. Sus arruguitas en los ojos, en el cuello, piensa, su odio: la pobre trabajaba en la calle, como las perritas.

– Se nota que la querías mucho, Madama -gruñó Becerrita.

– Cuando era querida de Bermúdez miraba a todo el mundo por sobre el hombro -suspiró Ivonne-. Hasta a mí me prohibió que fuera a su casa. Por eso nadie la ayudó cuando perdió todo. Y lo perdió por su culpa. Por el trago y las drogas.

– Estás encantada de que se la cargaran -sonrió Becerrita-. Qué sentimientos, Madama.

– Cuando leí los periódicos me dio pena, esos crímenes siempre dan pena -dijo Ivonne-. Sobre todo las fotos, ver cómo vivía. Si quieres decir que trabajó aquí, yo encantada. Propaganda para el establecimiento.

– Te sientes archisegura, Madama -dijo Becerrita, con una desteñida sonrisa-. Debes haber encontrado un protector tan bueno como Cayo Bermúdez.

– Calumnias, Bermúdez nunca tuvo que ver nada con la casa -dijo Ivonne-. Era un cliente como cualquier otro.

– Volvamos a la bacinica que estamos manchando el suelo -dijo Becerrita-. No trabajó aquí, okey. Llámame a la que vivía con ella. Que nos dé algunos datos y te dejo en paz.

– ¿La que vivía con ella? -cambió de cara, Carlitos, perdió toda la cancha, se puso lívida-¿Una de las chicas vivía con ella?

– Ah, la policía no se enteró todavía -Becerrita se rascó el bigotito y se pasó la lengua por los labios, con avidez-. Pero se va a enterar tarde o temprano y vendrán a interrogarlas a ti y a la tal Queta. Prepárate, Madama.

– ¿Con Queta? -se le vino abajo el mundo, Carlitos-. Pero qué me dices, Becerrita.

– Se cambian de nombre todos los días y uno las confunde, ¿cuál es? -murmuró Becerrita-. No te preocupes, no somos policías. Llámala. Una conversación confidencial, nada más.

– ¿Quién te ha dicho que Queta vivía con ella? -balbuceó Ivonne: hacía esfuerzos por recuperar la sonrisa, la naturalidad.

– Yo sí te tengo confianza, Madama, yo sí soy tu amigo -susurró Becerrita, con un dejo despechado-. Nos lo dijo la Paqueta.

– La peor hija de puta que parió jamás una puta -primero una perica con aires de gran señora, Carlitos. Después una viejecita asustada, y cuando oyó nombrar a la Paqueta, una pantera-. La que se crió haciendo gárgaras con la menstruación de su madre.

– Cómo me gusta esa boca, Madama -Becerrita le pasó un brazo por el hombro, feliz-. Ya te vengamos, en la información de mañana decimos que "Monmartre" es el antro con más mala fama de Lima.

– ¿No te das cuenta que la vas a arruinar? -dijo Ivonne, cogiendo la rodilla de Becerrita, estrujándola-. No te das cuenta que la policía la va a encerrar, ¿para interrogarla?

– ¿Vio algo? -dijo Becerrita, bajando la voz-. ¿Sabe algo?

– Claro que no, sólo quiere que no la metan en líos -dijo Ivonne-. La vas a fregar. ¿Por qué vas a hacer una maldad así?

– No quiero que le pase nada, sólo que me cuente algunas intimidades de la Musa -dijo Becerrita-. No diremos que vivían juntas, no la nombraremos. ¿Crees en mi palabra, no?

– Por supuesto que no -dijo Ivonne-. Tú eres otro hijo dé puta igual que la Paqueta.

– Así es como me gustas, Madama -Becerrita miró a Santiago y Periquito con una sonrisa furtiva-. En tu ley.

– Queta es una buena muchacha, Becerrita -dijo Ivonne, a media voz-. No la hundas. Te podría costar caro, además. Tiene muy buenos amigos, te lo advierto.

– Llámala de una vez, y no te pongas dramática -sonrió Becerrita-. Te juro que no le pasará nada.

– ¿Se te ocurre que tiene ánimos para venir a trabajar después de lo que le pasó a su amiga? -dijo Ivonne.

– Muy bien, búscala y arréglame una cita con ella -dijo Becerrita-. Sólo quiero algunos datos. Si no le da la gana de hablar conmigo, publicaré su nombre en primera página y tendrá que hablar con los soplones.

– ¿Me juras que si te hago ver a Queta no la nombrarás para nada? -dijo Ivonne.

Becerrita asintió. Su cara se fue llenando a poquitos de satisfacción, sus ojitos se abrillantaron. Se puso de pie, se acercó a la mesa, con un gesto resuelto cogió el vaso de Santiago y lo vació de un trago. Una redondela de espuma blanqueó su boca.

– Te juro, Madama, búscala y llámame -dijo, solemne-. Ya conoces mi teléfono.

– ¿Usted cree que va a llamarlo, señor Becerra? -dijo Periquito, en la camioneta-. Yo más bien pienso que irá a decirle a la tal Queta los de "La Crónica" saben que vivías con la Musa, desaparécete.

– ¿Pero cuál es Queta? -dijo Arispe-. Es seguro que la conocemos, Becerrita.

– Debe ser alguna de las exclusivas, las que trabajan a domicilio -dijo Becerrita-. Tal vez la conocemos pero con otro nombre.

– Esa mujer vale oro, mi señor -dijo Arispe-. Tienes que encontrarla, aunque sea removiendo todas las piedras de Lima.

– ¿No les dije que la Madama me iba a llamar? -Becerrita los miró sin vanidad, burlón-. Hoy a las siete. Resérvame la página del centro enterita, mandamás.

– Pasen, pasen -dijo Robertito-. Sí, al saloncito.

Tomen asiento.

Así, con la luz del atardecer que entraba por la única ventana, el saloncito había perdido su misterio y su encanto. Los forros raídos de los muebles, piensa, el papel descolorido de las paredes, las quemaduras de puchos y los rasgones en la alfombra. La muchacha de los cuadritos no tenía facciones, los cisnes eran deformes.

– Hola Becerrita -Ivonne no lo besó, no le dio la mano-. Le he jurado a Queta que vas a cumplir lo que me prometiste. ¿Por qué han venido éstos contigo?

– Que Robertito nos traiga unas cervezas -dijo Becerrita, sin levantarse del sillón, sin mirar a la mujer que había entrado con Ivonne-. Éstas te las pagaré, Madama.

– Alta, lindas piernas, una mulata de pelos rojizos -dijo Santiago-. No la había visto nunca donde Ivonne, Carlitos.

– Siéntense -dijo Becerrita, con aire de dueño de casa-. ¿No van a tomar nada, ustedes?

Robertito llenó los vasos de cerveza, las manos le temblaban al alcanzárselos a Becerrita, a Periquito y a Santiago, sus pestañas aleteaban de prisa, su mirada era miedosa. Salió casi corriendo, cerró la puerta tras él. Queta se sentó en un sofá, seria, no asustada, piensa, y los ojos de Ivonne ardían.

– Sí, eres de las exclusivas porque se te ve poco por aquí -dijo Becerrita, tomando un trago de cerveza-. ¿Trabajas sólo en la calle, con clientes seleccionados?

– A usted no le importa donde trabajo -dijo Queta-. Quién le ha dado permiso para tutearme, además.

– Cálmate, no te pongas así -dijo Ivonne-. Es un confianzudo y nada más. Sólo te va a hacer unas preguntas.

– Usted no podría ser mi cliente aunque quisiera, conténtese con eso -dijo Queta-. No tendrá nunca con qué pagar lo que yo cobro.

– Yo ya no soy cliente, ya me jubilé -dijo Becerrita, con una risa burlona, y se limpió el bigotito-.¿Desde cuándo vivías con la Musa en Jesús María?

– Yo no vivía con ella, es una mentira de esa desgraciada -gritó Queta, pero Ivonne la cogió del brazo y ella bajó la voz-. A mí no me va a enredar en esto. Le advierto que…

– No somos policías, somos periodistas -dijo Becerrita, con un gesto amistoso-. No se trata de ti, sino de la Musa. Nos cuentas lo que sabes de ella y nos vamos y nos olvidamos de ti. No hay razón para enojarse, Queta.

– ¿Y por qué esas amenazas, entonces? -gritó Queta-. ¿Porqué vino a decirle a la señora que avisaría a la policía? ¿Usted cree que tengo algo que ocultar?

– Si no tienes nada que ocultar, no hay por qué tenerle miedo a la policía -dijo Becerrita, y tomó otro trago de cerveza-. He venido aquí como amigo, a conversar. No hay razón para enojarse.

– Él tiene palabra, va a cumplir, Queta -dijo Ivonne-. No te va a nombrar. Contéstale sus preguntas.

– Está bien, señora, ya sé -dijo Queta-. Qué preguntas.

– Ésta es una conversación entre amigos -dijo Becerrita. Yo soy una persona de palabra, Queta. ¿Desde cuándo vivías con la Musa?

– Yo no vivía con ella -hacía esfuerzos por dominarse Carlitos, procuraba no mirar a Becerrita, cuando sus ojos se cruzaban con los de él se le descomponía la voz-. Éramos amigas, a veces me quedaba a dormir en su casa. Ella se mudó a Jesús María hará poco más de un año.

– ¿Le provocó una crisis y la quebró? -dijo Carlitos-. Es el método de Becerrita. Romperle los nervios al paciente para que suelte todo. Un método de soplón, no de periodista.

Santiago y Periquito no habían tocado sus cervezas: seguían el diálogo desde la orilla de sus asientos, mudos. La había quebrado, Zavalita, ahora contestaba todo, sí. Subía y bajaba la voz, piensa, Ivonne le daba palmaditas en el brazo, alentándola. La pobre andaba muy mal, muy mal, sobre todo desde que perdió su trabajo en Monmartre, sobre todo porque la Paqueta se había portado como una canalla. La había echado a la calle sabiendo que se moría de hambre, la pobre. Tenía sus aventuras pero ya no conseguía un amante, alguien que le pasara una mensualidad y le pagara la casa. Y de repente se había puesto a llorar, Carlitos, no por las preguntas de Becerrita sino por la Musa.

O sea que todavía existía la lealtad, al menos entre algunas putas, Zavalita.

– La pobre estaría completamente arruinada ya -se entristeció Becerrita, la mano en el bigotito, los ojitos titilantes fijos en Queta-. Por el trago, por la pichicata, quiero decir.

– ¿Va a poner eso también? -sollozó Queta-. ¿Encima de los horrores que publican sobre ella cada día, eso también?

– Que andaba fregada, que era medio polilla, que tomaba y jalaba lo han dicho todos los periódicos -suspiró Becerrita-. Nosotros somos los únicos que hemos destacado la parte buena. Que fue una cantante famosa, que la eligieron Reina de la Farándula, que era una de las mujeres más guapas de Lima.

– En vez de escarbar tanto su vida, debían preocuparse más del que la mató, del que la mandó matar-sollozó Queta y se tapó la cara con las manos-. De ellos no hablan, de ellos no se atreven.

¿En ese momento, Zavalita? Piensa: sí, ahí. La cara petrificada de Ivonne, piensa, el recelo y el desconcierto de sus ojos, los dedos de Becerrita inmovilizados en el bigotito, el codo de Periquito en tu cadera, Zavalita, alertándote. Los cuatro se habían quedado quietos, mirando a Queta, que sollozaba muy fuerte. Piensa: los ojitos de Becerrita perforando los pelos rojizos, llameando.

– Yo no tengo miedo, yo escribo todo, el papel aguanta todo -susurró al fin Becerrita, con dulzura-. Si tú te atreves, yo me atrevo. ¿Quién fue? ¿Quién crees que fue?

– Si eres tan estúpida de meterte en un lío, allá tú -la cara de espanto de Ivonne, Carlitos, su terror, el grito que dio-. Si esas estupideces que se te ocurren, si esa estupidez que has inventado…

– Tú no entiendes, Madama -la vocecita casi llorosa de Becerrita, Carlitos-. Ella no quiere que la muerte de su amiga quede así, en nada. Si Queta se atreve, yo me atrevo. ¿Quién crees que fue, Queta?

– No son estupideces, usted sabe que no es invento, señora -sollozó Queta, y alzó la cara y lo soltó, Carlitos-. Usted sabe que el matón de Cayo Mierda la mató.

Todos los poros a sudar, piensa, todos los huesos a crujir. No perder ni un gesto, ni una sílaba, no moverse, no respirar, y en la boca del estómago el gusanito creciendo, la culebra, los cuchillos, igual que esa vez, piensa, peor que esa vez. Ay, Zavalita.

– ¿Ahora se va a poner a llorar? -dice Ambrosio-. Ya no tome más, niño.

– Si tú quieres lo publico, si tú quieres lo digo tal cual, si no quieres no pongo nada -murmuró Becerrita-. ¿Cayo Mierda es Cayo Bermúdez? ¿Estás segura que él la mandó matar? Ese pendejo está viviendo lejos del Perú, Queta.

Ahí estaba la cara deformada por el llanto, Zavalita, los ojos hinchados enrojecidos, la boca torcida de angustia, ahí estaban la cabeza y las manos negando: Bermúdez no.

– ¿Qué matón? -insistió Becerrita- ¿Lo viste, estabas ahí?

– Queta estaba en Huacachina -lo interrumpió Ivonne, amenazándolo con el índice-. Con un senador, si quieres saber con quien.

– No veía a Hortensia hacía tres días -sollozó Queta-. Me enteré por los periódicos. Pero yo sé, no estoy mintiendo.

– ¿De dónde salió ese matón? -repitió Becerrita, sus ojitos pegados a Queta, tranquilizando a Ivonne con una mano impaciente-. No publicaré nada, Madama, sólo lo que Queta quiera que diga. Si ella no se atreve, por supuesto que tampoco yo.

– Hortensia sabía muchas cosas de un tipo de plata, ella se estaba muriendo de hambre, sólo quería irse de aquí -sollozó Queta-. No era por maldad, era para irse y empezar de nuevo, donde nadie la conociera. Ya estaba medio muerta cuando la mataron. De lo mal que se portó el perro de Bermúdez, de lo mal que se portaron todos cuando la vieron caída.

– Le sacaba plata, y el tipo la mandó matar para que no lo chantajeara más -recitó, suavemente, Becerrita-. ¿Quién es el tipo que contrató al matón?

– No lo contrató, le hablaría -dijo Queta, mirando a Becerrita a los ojos-. Le hablaría y lo convencería. Lo tenía dominado, era como su esclavo. Hacía lo que quería con él.

– Yo me atrevo, yo lo publico -repitió Becerrita, a media voz-. Qué carajo, yo te creo, Queta.

– Bola de Oro la mandó matar -dijo Queta-. El matón es su cachero. Se llama Ambrosio.

– ¿Bola de Oro? -se paró de un salto, Carlitos, pestañeaba, miró a Periquito, me miró, se arrepintió y miró a Queta, al suelo, y repetía como un idiota ¿Bola de Oro, Bola de Oro?

– Fermín Zavala, ya ves que está loca -estalló Ivonne, parándose también, gritando-. ¿Ves que es una estupidez, Becerrita? Incluso si fuera cierto, sería una estupidez. No le consta nada, todo es invención.

– Hortensia le sacaba plata, lo amenazaba con su mujer, con contar por calles y plazas la historia de su chofer -rugió Queta-. No es mentira, en vez de pagarle el pasaje a México la mandó matar con su cachero. ¿Lo va a decir, lo va a publicar?

– Nos vamos a salpicar de mierda todos -y se derrumbó sobre el asiento, Carlitos, sin mirarme, resoplando, de repente se puso el sombrero para ocupar las manos en algo-. Qué pruebas tienes, de dónde sacaste semejante cosa. No tiene pies ni cabeza. No me gusta que me tomen el pelo, Queta.

– Yo le he dicho que es un disparate, se lo he dicho cien veces -dijo Ivonne-. No tiene pruebas, estaba en Huacachina, no sabe nada. Y aunque tuviera, quién le iba a hacer caso, quién le iba a creer. Fermín Zavala, con todos sus millones. Explícaselo tú, Becerrita. Dile lo que le puede pasar si sigue repitiendo esa historia.

– Te estás salpicando de mierda, Queta, y nos estás salpicando a todos -gruñía, Carlitos, hacía muecas, se arreglaba el sombrero-. ¿Quieres que publique eso para que nos encierren en el manicomio a todos, Queta?

– Increíble tratándose de él -dijo Carlitos-. Para algo sirvió toda esa mugre. Al menos para descubrir que Becerrita también es humano, que podía portarse bien.

– ¿Usted tenía algo que hacer, no? -gruñó Becerrita, mirando su reloj, la voz angustiosamente natural-. Váyase nomás, Zavalita.

– Cobarde, desgraciado -dijo Queta, sordamente- Ya sabía que era por gusto, ya sabía que no te atreverías.

– Menos mal que pudiste pararte y salir de ahí sin echarte a llorar -dijo Carlitos-. Lo único que me preocupaba es que se hubieran dado cuenta las putas y que no pudieras ir más a ese bulín. Después de todo, es el mejor, Zavalita.

– Di menos mal que te encontré -dijo Santiago-. No sé qué hubiera hecho esa noche sin ti, Carlitos.

Sí, había sido una suerte encontrarlo, una suerte ir a parar a la plaza San Martín y no a la pensión de Barranco, una suerte no ir a llorar la boca contra la almohada en la soledad del cuartito, sintiendo que se había acabado el mundo y pensando en matarte o en matar al pobre viejo, Zavalita. Se había levantado, dicho hasta luego, salido del saloncito, chocado en el pasillo con Robertito, caminado hasta la plaza Dos de Mayo sin encontrar taxi. Respirabas el aire frío con la boca abierta, Zavalita, sentías latir tu corazón y a ratos corrías. Habías tomado un colectivo, bajado en la Colmena, andado aturdido bajo el Portal y de pronto ahí estaba la silueta desbaratada de Carlitos levantándose de una mesa del bar Zela, su mano llamándote.

Ya habían regresado de donde Ivonne, Zavalita, ¿había aparecido la tal Queta? ¿Y Periquito y Becerrita? Pero cuando llegó junto a Santiago, cambió de voz: qué pasaba, Zavalita.

– Me siento mal -lo habías cogido del brazo, Zavalita-. Muy mal, viejo.

Ahí estaba Carlitos mirándote desconcertado, vacilando, ahí el golpecito que te dio en el hombro: mejor se iban a tomar un trago, Zavalita. Se dejó arrastrar, bajó como un sonámbulo la escalerita del "Negro Negro", cruzó ciego y tropezando las tinieblas semivacías del local, la mesa de siempre estaba libre, dos cervezas alemanas dijo Carlitos al mozo y se recostó contra las carátulas del New Yorker.

– Siempre naufragamos aquí, Zavalita -su cabeza crespa, piensa, la amistad de sus ojos, su cara sin afeitar, su piel amarilla-. Este antro nos tiene embrujados.

– Si me iba a la pensión, me iba a volver loco, Carlitos -dijo Santiago.

– Creí que era llanto de borracho, pero ahora veo que no -dijo Carlitos-. Todos acaban teniendo un lío con Becerrita. ¿Se emborrachó y te echó de carajos en el bulín? No le hagas caso hombre.

Ahí las carátulas brillantes, sardónicas y multicolores, el rumor de las conversaciones de la gente invisible. El mozo trajo las cervezas, bebieron al mismo tiempo. Carlitos lo miró por encima de su vaso, le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.

– Aquí tuvimos nuestra primera conversación de masoquistas, Zavalita -dijo-. Aquí nos confesamos que éramos un poeta y un comunista fracasados. Ahora somos sólo dos periodistas. Aquí nos hicimos amigos, Zavalita.

– Tengo que contárselo a alguien porque me está quemando, Carlitos -dijo Santiago.

– Si te vas a sentir mejor, okey -dijo Carlitos-. Pero piénsalo. A veces me pongo a hacer confidencias en mis crisis y después me pesa y odio a la gente que conoce mis puntos flacos. No vaya a ser que mañana me odies, Zavalita.

Pero Santiago se había puesto a llorar otra vez. Doblado sobre la mesa, ahogaba los sollozos apretando el pañuelo contra la boca, y sentía la mano de Carlitos en el hombro: calma, hombre.

– Bueno, tiene que ser eso -suave, piensa, tímida, compasivamente-. ¿Becerrita se emborrachó y te aventó lo de tu padre delante de todo el bulín?

No en el momento que lo supiste, Zavalita, sino ahí. Piensa: sino en el momento que supe que todo Lima sabía que era marica menos yo. Toda la redacción, Zavalita, menos tú. El pianista había comenzado a tocar, una risita de mujer a ratos en la oscuridad, el gusto ácido de la cerveza, el mozo venía con su linterna a llevarse las botellas y a traer otras. Hablabas estrujando el pañuelo, Zavalita, secándote la boca y los ojos. Piensa: no se iba a acabar el mundo, no te ibas a volver loco, no te ibas a matar.

– Conoces la lengua de la gente, la lengua de las putas -adelantando y retrocediendo en el asiento piensa, asombrado, asustado él también-. Soltó esa historia para bajarle los humos a Becerrita, para taparle la boca por el mal rato que le hizo pasar.

– Hablaban de él como si fueran de tú y voz -dijo Santiago-. Y yo ahí, Carlitos.

– Lo jodido no es esa historia del asesinato, eso tiene que ser mentira, Zavalita -tartamudeando él también, piensa, contradiciéndose él también-. Sino que te enteraras ahí de lo otro, y por boca de quién. Yo creí que tú lo sabías ya, Zavalita.

– Bola de Oro, su cachero, su chofer -dijo Santiago-. Como si lo conocieran de toda la vida. Él en medio de toda esa mugre, Carlitos. Y yo ahí.

No podía ser y fumabas, Zavalita, tenía que ser mentira y tomabas un trago y te atorabas, y se le iba la voz y repetía siempre no podía ser. Y Carlitos, su cara disuelta en humo, delante de las indiferentes carátulas: te parecía terrible pero no era, Zavalita, había cosas más terribles. Te acostumbrarías, te importaría un carajo y pedía más cerveza.

– Te voy a emborrachar -dijo, haciendo una mueca-, tendrás el cuerpo tan jodido que no podrás pensar en otra cosa. Unos tragos más y verás que no merecía la pena amargarse tanto, Zavalita.

Pero se había emborrachado él, piensa, como ahora tú. Carlitos se levantó, desapareció en las sombras, la risita de la mujer que moría y renacía y el piano monótono: quería emborracharte a ti y el que se ha emborrachado soy yo, Ambrosio. Ahí estaba Carlitos de nuevo: había orinado un litro de cerveza, Zavalita, qué manera de desperdiciar la plata ¿no?

– ¿Y para qué quería emborracharme? -se ríe Ambrosio-. Yo no me emborracho jamás, niño.

– Todos en la redacción sabían -dijo Santiago-. Cuando yo no estoy ¿hablan del hijo de Bola de Oro, del hijo del maricón?

– Hablas como si el problema fuera tuyo y no de él -dijo Carlitos-. No seas conchudo, Zavalita.

– Nunca oí nada, ni en el colegio, ni en el barrio, ni en la Universidad -dijo Santiago-. Si fuera cierto habría oído algo, sospechado algo. Nunca, Carlitos.

– Puede ser uno de esos chismes que corren en este país -dijo Carlitos-. Ésos que de tanto durar se convierten en verdades. No pienses más.

– O puede ser que no lo haya querido saber -dijo Santiago-. Que no haya querido darme cuenta.

– No te estoy consolando, no hay ninguna razón, tú no estás en la salsa -dijo Carlitos, eructando.

Habría que consolarlo a él, más bien. Si es mentira, por haberle clavado eso, y si es verdad, porque su vida debe ser bastante jodida. No pienses más.

– Pero lo otro no puede ser cierto, Carlitos -dijo Santiago-. Lo otro tiene que ser una calumnia. Eso no puede ser, Carlitos. -La puta le debe tener odio por algo, ha inventado esa historia para vengarse de él por algo -dijo Carlitos-. Algún enredo de cama, algún chantaje para sacarle plata, quizás. No sé cómo se lo puedes advertir. Sobre todo que hace años que no lo ves ¿no?

– ¿Advertírselo yo? ¿Se te ocurre que voy a verle la cara después de esto? -dijo Santiago-Me moriría de vergüenza, Carlitos.

– Nadie se muere de vergüenza -sonrió Carlitos, y eructó de nuevo-. En fin, tú sabrás lo que haces. De todos modos, esa historia quedará enterrada de una manera o de otra.

– Tú conoces a Becerrita -dijo Santiago-. No está enterrada. Tú sabes lo que va a hacer.

– Consultar con Arispe y Arispe con el Directorio, claro que sé -dijo Carlitos-. ¿Crees que Becerrita es cojudo, que Arispe es cojudo? La gente bien no aparece nunca en la página policial. ¿Te preocupaba eso, el escándalo? Sigues siendo un burgués, Zavalita.

Eructó y se echó a reír y siguió hablando, desvariando cada vez más: esta noche te hiciste hombre, Zavalita, o nunca jamás. Sí, había sido una suerte: verlo emborracharse, piensa, oírlo eructar, delirar, tener que sacarlo a rastras del “Negro Negro”, sujetarlo en el Portal mientras un chiquillo llamaba un taxi.

Una suerte haber tenido que llevarlo hasta Chorrillos, subirlo colgado del hombro por la viejísima escalera de su casa, y desnudarlo y acostarlo, Zavalita. Sabiendo que no estaba borracho, piensa, que se hacía para distraerte y ocuparte, para que pensaras en él y no en ti. Piensa: te llevaré un libro, mañana iré. Pese al mal sabor en la boca, a la bruma en el cerebro y a la descomposición del cuerpo, a la mañana siguiente se había sentido mejor. Adolorido y al mismo tiempo más fuerte, piensa, los músculos entumecidos por el incómodo sillón donde durmió vestido, más tranquilo, cambiado por la pesadilla, mayor. Ahí estaba la pequeña ducha apretada entre el lavatorio y el excusado del cuarto de Carlitos, el agua fría que te hizo estremecer y acabó de despertarte. Se vistió, despacio. Carlitos seguía durmiendo de barriga, la cabeza colgando fuera de la cama, en calzoncillos y medias. Ahí la calle y la luz del sol que la neblina de la mañana no conseguía ocultar, sólo estropear, ahí el cafetín de esa esquina y el grupo de tranviarios, con gorras azules, hablando de fútbol junto al mostrador. Pidió un café con leche, preguntó la hora, eran las diez, ya estaría en la oficina, no te sentías nervioso ni conmovido, Zavalita.

Para llegar hasta el teléfono tuvo que pasar bajo el mostrador, atravesar un corredor con costales y cajas, mientras marcaba el número vio una columna de hormigas subiendo por una viga. Sus manos se humedecieron de golpe al reconocer la voz del Chispas: ¿sí, aló?

– Hola, Chispas -ahí las cosquillas en todo el cuerpo, la impresión de que el suelo se ablandaba-. Sí, soy yo, Santiago.

– Hay moros en la costa -ahí la voz susurrante y casi inaudible del Chispas, su tono cómplice-. Llámame más tarde, el viejo está aquí.

– Quiero hablar con él -dijo Santiago-. Sí, con el viejo. Pásamelo, es urgente.

Ahí el largo silencio estupefacto o consternado o maravillado, el remoto tableteo de una máquina de escribir, y la tosecita desquiciada del Chispas que estaría tragándose el teléfono con los ojos y no sabría qué decir, qué hacer, y ahí su alarido teatral: pero si era el flaco, pero si era el supersabio, y la máquina de escribir que callaba en el acto. ¿Dónde andabas metido tú, flaco, de dónde resucitabas tú, supersabio, qué esperabas tú para venir a la casa? Sí papá, el flaco papá, quería hablar contigo papá. Voces que se superponían a la del Chispas y la apagaban y ahí la oleada de calor en la cara, Zavalita.

– ¿Aló, aló, flaco? -ahí la idéntica voz de años atrás que se quebraba, Zavalita, llena de angustia, de alegría, su voz atolondrada que gritaba-. ¿Hijito? ¿Flaco? ¿Estás ahí?

– Hola, papá -ahí, al fondo del corredor, detrás del mostrador, los tranviarios que se reían, y a tu lado una hilera de botellas de Pasteurina y las hormigas que desaparecían entre latas de galletas-. Sí, aquí estoy, papá. ¿Cómo está la mamá, cómo están todos, papá?

– Enojados contigo, flaco, esperándote todos los días, flaco -la voz terriblemente esperanzada, Zavalita, turbada, atropellada-, ¿Y tú, estás bien? ¿De dónde llamas, flaco?

– De Chorrillos, papá -pensando mentiras, no era, piensa, calumnias, no podía ser-. Quiero hablar contigo de algo, papá. ¿No estás ocupado ahora, podría verte en la mañana?

– Sí, ahora mismo, voy para allá -y de repente alarmada, ansiosa-. ¿No te pasa nada, no es cierto, flaco? ¿No te habrás metido en ningún lío, no?

– No, papá, ningún lío. Si quieres, te espero en la puerta del Regatas. Estoy aquí cerca.

– Ahora mismo, flaco. Una media hora, a lo más. Salgo en este instante. Aquí te paso al Chispas, flaco.

Ahí los ruidos adivinables de sillas, puertas, y la máquina de escribir otra vez, y a lo lejos bocinas y motores de autos.

– El viejo ha rejuvenecido veinte años en un segundo -dijo el Chispas, eufórico-. Ha salido como alma que lleva el diablo. Y yo que no sabía cómo disimular, hombre. ¿Qué te pasa, estás en un lío?

– No, nada -dijo Santiago. Ha pasado mucho tiempo ya. Voy a amistarme con él.

– Ya era hora, ya era hora -repetía el Chispas, feliz, todavía incrédulo-. Espérate, voy a llamar a la mamá. No vayas a la casa hasta que le avise. Para que no le dé un síncope cuando te vea.

– No voy a ir a la casa ahora, Chispas -ahí su voz que comenzaba a protestar, pero hombre, tú no puedes-. El domingo, dile que voy a ir el domingo a almorzar.

– Está bien, el domingo, la Teté y yo la prepararemos -dijo el Chispas-. Está bien, niño caprichoso. Le diré que te haga chupe de camarones.

– ¿Te acuerdas la última vez que nos vimos? -dice Santiago-. Hará unos diez años, en la puerta del "Regatas".

Salió del cafetín, bajó por la avenida hasta el Malecón, y en vez de tomar la escalera que descendía hacia el Regatas, siguió por la pista, despacio, distraído, piensa asombrado de lo que acababas de hacer. Veía allá abajo las dos playitas vacías del Club. La marea estaba alta, el mar se había comido la arena, las olitas rompían contra los diques, algunas lenguas de espuma lamían la plataforma ahora desierta donde en verano había tantas sombrillas y bañistas. ¿Cuántos años que no te bañabas en el Regatas, Zavalita? Desde antes de entrar a San Marcos, cinco o seis años que ya entonces parecían cien. Piensa: ahora mil.

– Claro que me acuerdo, niño -dice Ambrosio-. El día que usted se amistó con su papá.

¿Estaban construyendo una piscina? En la cancha de básquet, dos hombres en buzos azules tiraban a la canasta; la poza donde se entrenaban los bogas parecía seca, ¿seguía siendo boga el Chispas en esa época?

Ya eras un extraño para la familia, Zavalita, ya no sabías cómo eran tus hermanos, qué hacían, en qué y cuánto habían cambiado. Llegó a la entrada del Club, se sentó en el poyo que sujetaba la cadena, también la garita del guardián estaba vacía. Podía ver Agua Dulce desde allí, la playa sin carpas, los quioscos cerrados, la neblina que ocultaba los acantilados de Barranco y Miraflores. En la playita rocosa que separaba Agua Dulce del "Regatas", los cholos de la gente diría la mamá piensa, había unos botes varados, uno de ellos con el cascarón enteramente agujereado. Hacía frío, el viento le revolvía los cabellos y sentía un gusto salado en los labios. Dio unos pasos por la playita, se sentó en un bote, encendió un cigarrillo: si no me hubiera ido de la casa no hubiera sabido nunca, papá.

Las gaviotas volaban en círculos, se posaban un instante en las rocas y partían, los patillos se zambullían y a veces emergían con un pescadito casi invisible retorciéndose en el pico. El color verde plomizo del mar, piensa, la espuma terrosa de las olitas que se despedazaban en las rocas, a veces divisaba una colonia brillante de malaguas, madejas de muimuis, nunca debí entrar a San Marcos papá. No llorabas, Zavalita, no te temblaban las piernas, vendría y te portarías como un hombre, no correrías a echarte en sus brazos, dime que es mentira papá, dime que no es cierto papá. El auto apareció al fondo, zigzagueando para sortear los baches de Agua Dulce, levantando polvo, y él se paró y fue a su encuentro. ¿Tengo que disimular, que no se me note nada, no debo llorar?

No, piensa, más bien ¿venía manejando él, vería la cara de él? Sí, ahí estaba la gran sonrisa de Ambrosio en la ventanilla, ahí su voz, niño Santiago cómo está, y ahí la figura del viejo. Cuántas canas más, piensa, cuántas arrugas y había adelgazado tanto, ahí su voz rota: flaco. No dijo nada más, piensa, había abierto los brazos, lo tuvo un largo rato apretado contra él, ahí su boca en tu mejilla, Zavalita, el olor a colonia, ahí tu voz rota, hola papá, cómo estás papá: mentiras, calumnias, nada era verdad.

– Usted no sabe qué contento se puso el señor -dice Ambrosio-. No se imagina lo que fue para él que se amistaran al fin.

– Te debes haber muerto de frío esperando aquí, con este día tan feo -su mano en tu hombro, Zavalita, hablaba tan despacio para que no se notara su emoción, te empujaba hacia el Regatas-. Ven, entremos, tienes que tomar algo caliente.

Cruzaron las canchas de básquet, caminando lentamente y silenciosos, entraron al edificio del Club por una puerta lateral. No había nadie en el comedor, las mesas no estaban puestas. Don Fermín dio unas palmadas y al rato apareció un mozo, apresurado, abotonándose el saco. Pidieron cafés.

– Al poco tiempo dejaste de trabajar en la casa ¿no? -dice Santiago.

– No sé para qué sigo siendo socio de esto, no vengo jamás -hablaba con la boca de una cosa, piensa, y con los ojos cómo estás, cómo has estado, estuve esperando cada día, cada mes, cada año, flaco-. Creo que ya ni tus hermanos vienen. Un día de éstos voy a vender mi acción. Ahora valen treinta mil soles. A mí me costó sólo tres mil.

– No me acuerdo bien -dice Ambrosio-. Sí, creo que poco después.

– Estás flaco y ojeroso, tu madre se va a asustar cuando te vea -quería reñirte y no podía, Zavalita, su sonrisa era conmovida y triste-. No te sienta el trabajo de noche. Tampoco te sienta vivir solo, flaco.

– Si más bien he engordado, papá. En cambio tú has enflaquecido mucho.

– Ya creía que no me ibas a llamar nunca, me has dado una alegría tan grande, flaco -hubiera bastado que abriera un poquito más los ojos, Carlitos-. Fuera por lo que fuera. ¿Qué te pasa?

– A mí nada, papá -que hubiera cerrado las manos de golpe, Carlitos, o cambiado de cara un segundo-. Hay un asunto que, no sé, de repente podía traerte alguna complicación, no sé. Quería avisarte.

El mozo trajo los cafés; don Fermín ofreció cigarrillos a Santiago; por los cristales se veían a los dos hombres en buzos haciéndose pases, disparando a la canasta, y don Fermín esperaba, la expresión apenas intrigada.

– No sé si has visto los periódicos, papá, ese crimen -pero no, pero nada, Carlitos, me miraba a mí, me examinaba la ropa, el cuerpo, ¿iba a disimular así, Carlitos?- Esa cantante que mataron en Jesús María, ésa que fue amante de Cayo Bermúdez cuando Odría.

– Ah, sí -don Fermín hizo un gesto vago, tenía la misma expresión afectuosa, sólo curiosa, de antes-.La Musa, ésa.

– En “La Crónica” están averiguando todo lo que pueden de la vida de ella -todo era cuento entonces, Zavalita, ya ves, yo tenía razón, dijo Carlitos, no había para qué amargarse tanto-. Están explotando a fondo esa noticia.

– Estás temblando, ni siquiera te has puesto una chompa, con este frío -casi aburrido con mi historia, Carlitos, atento sólo a mi cara, reprochándome con los ojos que viviera solo, que no lo hubiera llamado antes-. Bueno, no tiene nada de raro, “La Crónica” es un periódico un poco sensacionalista. ¿Pero qué pasa con ese asunto?

– Anoche llegó un anónimo al periódico, papá. -¿Iba a hacer todo ese teatro, queriéndote tanto, Zavalita?-. Diciendo que el que mató a esa mujer fue un ex-matón de Cayo Bermúdez, uno que ahora es chofer de, y ponía tu nombre, papá. Han podido mandar el mismo anónimo a la policía, y de repente -Sí, piensa, precisamente porque te quería tanto-, en fin, quería avisarte, papá.

– ¿Ambrosio, estás hablando de él? -ahí su sonrisita extrañada, Zavalita, su sonrisita tan natural, tan segura, como si recién se interesara, como si recién entendiera algo-. ¿Ambrosio, matón de Bermúdez?

– No es que nadie vaya a creer en ese anónimo, papá -dijo Santiago-. En fin, quería advertirte.

– ¿El pobre negro, matón? -ahí su risa tan franca, Zavalita, tan alegre, ahí esa especie de alivio en su cara, y sus ojos que decían menos mal que era una tontería así, menos mal que no se trataba de ti, flaco-. El pobre no podría matar una mosca aunque quisiera. Bermúdez me lo pasó porque quería un chofer que fuera también policía.

– Yo quería que supieras, papá -dijo, Santiago-. Si los periodistas y la policía se ponen a averiguar, a lo mejor van a molestarte a la casa.

– Muy bien hecho, flaco -asentía, Zavalita, sonreía, tomaba sorbitos de café-. Hay alguien que quiere fregarme la paciencia. No es la primera vez, no será la última. La gente es así. Si el pobre negro supiera que lo creen capaz de una cosa así.

Se rió otra vez, tomó el último traguito de café, se limpió la boca: si tú supieras la cantidad de anónimos canallas que ha recibido tu padre en su vida, flaco.

Miró a Santiago con ternura y se inclinó para cogerlo del brazo.

– Pero hay algo que no me gusta nada, flaco. ¿Te hacen trabajar en eso, en “La Crónica”? ¿Tú tienes que ocuparte de los crímenes?

– No, papá, yo no tengo nada que ver con eso. Estoy en la sección de noticias locales.

– Pero el trabajo de noche no te sienta, si sigues enflaqueciendo así te puedes enfermar del pulmón. Basta ya de periodismo, flaco. Busquemos algo que te convenga más. Algún trabajo de día.

– El trabajo de "La Crónica" no es casi nada, papá, unas pocas horas al día. Menos que en cualquier otro puesto. Y me queda el día libre para la Universidad.

– ¿Estás yendo a clases, de veras estás yendo? Clodomiro me cuenta que vas, que pasas los exámenes, pero yo nunca sé si creerle. ¿Es verdad, flaco?

– Claro que sí, papá -sin enrojecer, sin vacilar, a lo mejor heredé eso de ti papá-. Te puedo enseñar las notas. Estoy en tercero de Derecho ya. Voy a recibirme, ya verás.

– ¿No has dado tu brazo a torcer todavía? -dijo don Fermín, despacio.

– Ahora va a ser distinto, el domingo voy a ir a la casa a almorzar, papá. Pregúntale al Chispas, le dije que avisara a la mamá. Voy a ir a verlos seguido, te prometo.

Ahí la sombra que empañó sus ojos, Zavalita. Se enderezó en el asiento, soltó el brazo de Santiago y trató de sonreír pero su cara siguió abatida, su boca apenada.

– No te exijo nada, pero al menos piénsalo y no digas que no antes de oírme -murmuró-. Sigue en "La Crónica" si tanto te gusta. Tendrás llave de la casa, te arreglaremos el cuartito junto al escritorio. Estarás completamente independiente ahí, tanto como ahora. Pero así tu madre se sentirá más tranquila.

– Tu madre sufre, tu madre llora, tu madre reza -dijo Santiago-. Pero ella se acostumbró desde el primer día, Carlitos, yo la conozco. Es él quien vive contando los días, él quien no se acostumbra.

– Ya te has demostrado que puedes vivir solo y mantenerte -insistía don Fermín-. Ya es hora de que vuelvas a tu casa, flaco.

– Déjame un tiempo más así, papá. Voy a ir a la casa todas las semanas, se lo he dicho al Chispas ya, pregúntale. Te lo prometo, papá.

– No sólo estás flaco, tampoco tienes ni qué ponerte, estás pasando apuros. ¿Porqué eres tan orgulloso, Santiago? Para qué está tu padre si no es para ayudarte.

– No necesito plata, papá. Con lo que gano me alcanza de sobra.

– Ganas mil quinientos soles y te estás muriendo de hambre -bajando los ojos, Zavalita, avergonzándose de que supieras que él sabía-. No te estoy riñendo, flaco. Pero no entiendo, que no quieras que te ayude no lo entiendo.

– Si necesitara plata te hubiera pedido, papá. Pero me alcanza, yo no soy gastador. La pensión es muy barata. No paso apuros, te juro que no.

– Ya no tienes que avergonzarte de que tu padre sea un capitalista -sonrió don Fermín, sin ánimos-. El canallita de Bermúdez nos puso al borde de la quiebra. Nos canceló los libramientos, varios contratos, nos mandó auditores para que nos expulgaran los libros con lupa y nos arruinaran con impuestos. Y ahora, con Prado, el gobierno se ha vuelto una mafia terrible. Los contratos que recuperamos cuando salió Bermúdez nos los volvieron a quitar para dárselos a pradistas. A este paso voy a volverme un comunista, como tú.

– Y todavía quieres darme plata -trató de bromear Santiago-. De repente el que te va a ayudar soy yo, papá.

– Todos se quejaban de Odría porque se robaba -dijo don Fermín-. Ahora se roba tanto o más que antes, y todos contentos.

– Es que ahora se roba guardando ciertas formas, papá. La gente lo nota menos.

– ¿Y entonces cómo puedes trabajar en un diario de los Prado? -se humillaba, Carlitos, si le hubiera dicho pídeme de rodillas que vuelva y vuelvo, se hubiera arrodillado-. ¿No son ellos más capitalistas que tu padre? ¿Puedes ser un empleadito de ellos y no trabajar conmigo en unos pequeños negocios que se están viniendo abajo?

– Estábamos hablando de lo más bien y de repente te has enojado, papá -se humillaba pero tenía razón, Zavalita, dijo Carlitos-. Mejor no hablemos más de eso.

– No me he enojado, flaco -asustándose, Zavalita, pensando no irá el domingo, no me llamará, pasarán más años sin verlo-. Me amarga que sigas despreciando a tu padre, nada más.

– No digas eso papá, tú sabes que eso no es cierto, papá.

– Está bien, no discutamos, no me he enojado -llamaba al mozo, sacaba su cartera, trataba de disfrazar su decepción, volvía a sonreír-. Te esperamos el domingo, entonces. Cómo se va a poner tu madre de contenta.

Volvieron a pasar por las canchas de básquet y los jugadores ya no estaban. La neblina se había diluido y alcanzaban a verse los acantilados, lejanos y pardos, y los techos de las casas del Malecón. Se detuvieron a unos metros del auto, Ambrosio había bajado a abrir la puerta.

– No puedo entenderlo, flaco -sin mirarte, Zavalita, cabizbajo, como hablando a la tierra húmeda o a los pedruscos musgosos-. Creí que te habías ido de la casa por tus ideas, porque eras comunista y querías vivir como un pobre, para luchar por los pobres. Pero ¿para esto, flaco? ¿Para tener un puestecito mediocre, un futuro mediocre?

– Por favor, papá. No discutamos eso, te ruego, papá.

– Te hablo así porque te quiero, flaco -los ojos dilatados, piensa, la voz hecha trizas-. Tú puedes llegar a mucho, puedes ser alguien, hacer grandes cosas. ¿Por qué estás arruinando así tu vida, Santiago?

– Yo me quedo por aquí nomás, papá -Santiago lo besó, se apartó de él-. Nos veremos el domingo, iré a eso de las doce.

Se alejó hacia la playita a grandes trancos, torció por la pista hacia el Malecón, cuando comenzaba a subir la cuesta oyó arrancar el automóvil: lo vio alejarse por Agua Dulce, brincar en los baches, desaparecer en el polvo. Nunca se había conformado, Zavalita. Piensa: si estuvieras vivo, seguirías inventando cosas para hacerme volver a la casa, papá.

– Ya ves, ya viste el periódico, ni una palabra de la tal Queta -dijo Carlitos-. Y más bien te amistaste con tu padre y te vas a amistar con tu madre. Cómo te irán a recibir el domingo, Zavalita.

Con risas, bromas y llanto, piensa. No había sido tan difícil, el hielo se había roto un instante después que se abrió la puerta y oyó el grito de la Teté ¡ahí estaba ya, mami! Acababan de regar el jardín, piensa, el pasto estaba húmedo, la pileta seca. Ingrato, corazón, hijito, ahí los brazos de la mamá en tu cuello, Zavalita. Lo abrazaba, sollozaba, lo besaba, el viejo y el Chispas y la Teté sonreían, las sirvientas revoloteaban alrededor, ¿hasta cuándo con esas loqueras, hijito, no tenías remordimientos de hacer pasar a tu madre este calvario, hijito? Pero él no estaba ahí: no habían sido mentiras, papá.

– Me di cuenta lo incómodo que se sintió Becerrita cuando entraste a la redacción -dijo Carlitos-. Te vio y casi se traga el pucho. Increíble.

– No hay nada nuevo, fuera de las cojudeces de esa puta, mejor nos olvidamos -gruñó Becerrita, revolviendo con desesperación unos papeles-. Hágase una carilla de relleno, Zavalita. Prosigue la investigación, se examinan nuevas pistas. Cualquier cosa, una carilla.

– Es humano, es lo formidable de este asunto, Zavalita -dijo Carlitos-. Haber descubierto el corazón de Becerrita. Estás flaco, tienes ojeras, habían entrado a la sala, quién te lavaba la ropa, se había sentado entre la señora Zoila y la Teté, ¿la comida de la pensión era buena?, sí mamá, y en los ojos del viejo ninguna incomodidad, ¿ibas a clases?, ninguna complicidad ni turbación en su voz. Sonreía, bromeaba, esperanzado y dichoso, pensaría va a volver, todo se iría a arreglar, y la Teté dinos la verdad, truquero, no creo que no tengas enamorada. Era la verdad, Teté.

– ¿Sabes que Ambrosio se fue? -dijo el Chispas-. Se largó de repente, de un día a otro.

– ¿Periquito te quita el cuerpo, Arispe se chupa cuando habla contigo, Hernández te mira con burla? -dijo Carlitos-. Eso es lo que tú quisieras, masoquista. Tienen muchos problemas para perder su tiempo compadeciéndote. Y además compadecerte de qué. A ti de qué, carajo.

– Se largó a su pueblo, dice que quiere comprarse un carrito y ser taxista -sonrió don Fermín-. El pobre negro. Ojalá le vaya bien.

– Eso es lo que tú quisieras -se rió Carlitos-. Que la redacción entera hablara de ti, que chismearan, que rajaran. Pero o no saben o se quedaron tan espantados que no abren la boca. Te fregaron, Zavalita.

– Ahora se ha puesto a manejar el papá, no quiere tomar otro chofer -se rió la Teté-. Si lo vieras manejando te daría un ataque. A diez por hora y frena en todas las esquinas.

– ¿Todos muy cordiales contigo, todos te hacen sentir mal con sus sonrisitas y amabilidades? -dijo Carlitos-. Eso es lo que tú quisieras. En realidad no saben nada o les importa un carajo, Zavalita.

– Mentira, de aquí a la oficina llego más rápido que el Chispas -se rió don Fermín-. Además, ahorro, y he descubierto que me gusta manejar. A la vejez viruelas. Caramba, qué buena cara tiene ese chupe.

Riquísimo mamá, claro que quería más, ¿te pelaba ella los camarones?, sí mamá. ¿Un actor, Zavalita, un maquiavelo, un cínico? Sí traería la ropa para que la lavaran las muchachas, mamá. ¿Uno que se desdoblaba en tantos que era imposible saber cuál era de verdad él? Sí vendría a almorzar todos los domingos, mamá. ¿Una víctima o victimario más luchando con uñas y dientes para devorar y no ser devorado, un burgués peruano más? Sí llamaría por teléfono todos los días para decir cómo estaba y si necesitaba algo, mamá. ¿Bueno en su casa con sus hijos, inmoral en los negocios, oportunista en política, no menos, no más que los demás? Sí se recibiría de abogado, mamá. ¿Impotente con su mujer, insaciable con sus queridas, bajándose el pantalón delante de su chofer? No trasnocharía, sí se abrigaría, no fumaría, sí se cuidaría, mamá. ¿Echándose vaselina, piensa, jadeando y babeando como una parturienta debajo de él?

– Sí, yo le enseñé a manejar al niño Chispas -dice Ambrosio-. A escondidas de su papá, por supuesto.

– Nunca les oí a Becerrita y a Periquito decir una palabra a los otros -dijo Carlitos-. Puede que cuando yo no estaba, ellos saben que somos amigos. Tal vez hablarían unos días, unas semanas. Después todos se acostumbrarían, se olvidarían. ¿Con la Musa no pasó así, no pasa con todo así en este país, Zavalita?

Años que se confunden, Zavalita, mediocridad diurna y monotonía nocturna, cervezas, bulines. Reportajes, crónicas: papel suficiente para limpiarse toda la vida, piensa. Conversaciones en el "Negro Negro", domingos con chupe de camarones, vales en la cantina de "La Crónica", un puñado de libros que recordar.

Borracheras sin convicción, Zavalita, polvos sin convicción, periodismo sin convicción. Deudas a fines de mes, una purgación, lenta, inexorable inmersión en la mugre invisible. Ella había sido lo único distinto, piensa. Te hizo sufrir, Zavalita, desvelarte, llorar. Piensa: tus gusanos me sacudieron un poco, Musa, me hicieron vivir un poco. Carlitos movió el dorso de la mano, levantó apenas el pulgar y aspiró; ahí su cabeza echada atrás, media cara iluminada por el reflector, media cara sumida en algo secreto y profundo.

– La China está acostándose con un músico del “Embassy”, -ahí sus vidriosos ojos errantes-. También tengo derecho a tener mi problema, Zavalita.

– Está bien, ya estoy viendo que nos amaneceremos aquí -dijo Santiago-. Que tendré que acostarte.

– Eres bueno y fracasado como yo, tienes lo que hay que tener -silabeó Carlitos-. Pero te falta algo. ¿No dices que quieres vivir? Enamórate de una puta y vas a ver.

Había inclinado un poco la cabeza y con voz densa, insegura y demorada, comenzado a recitar. Repetía un mismo verso, callaba, volvía, a ratos se reía casi sin ruido. Eran ya cerca de las tres cuando Norwin y Rojas entraron al “Negro Negro” y hacía rato que Carlitos desvariaba.

– Se acabó el campeonato, nos retiramos -dijo Norwin-. Les dejamos cancha libre a Becerrita y a ti, Zavalita.

– Ni una palabra más sobre el periódico o me voy -dijo Rojas-. Son las tres de la mañana, Norwin. Olvídate de "Ültima Hora", olvídate de la Musa o me voy.

– Sensacionalista de mierda -dijo Carlitos-. Pareces periodista, Norwin.

– Ya no estoy en policiales -dijo Santiago-. Esta semana volví a locales.

– Echamos tierra a la Musa, le dejamos el campo libre a Becerrita -dijo Norwin-. Se acabó, no da para más. Convéncete, Zavalita, no van a descubrir nada. Ya no es noticia.

– En vez de explotar los bajos instintos de los peruanos, convídame una cerveza -dijo Carlitos-. Sensacionalista de mierda.

– Ya sé que Becerrita va a seguir metiendo leña -dijo Norwin-. Nosotros ya no. No da para más, convéncete. Reconoce que hasta aquí llegamos tablas en las primicias, Zavalita.

– Es un mulato con el pelo planchado y unos músculos así -dijo Carlitos-. Toca el bongó.

– Los soplones ya enterraron el asunto, te paso el dato -dijo Norwin-. Me lo confesó Pantoja, esta tarde. Estamos pataleando en el mismo sitio, hay que esperar alguna casualidad. Ya se aburrieron, no van a descubrir nada más. Díselo a Becerrita. ¿No pudieron o no quisieron descubrir nada?, piensa. Piensa: ¿no supieron o te mataron dos veces, Musa? ¿Había habido conversaciones a media voz, salones mullidos, idas y venidas, misteriosas puertas que se abrían y cerraban, Zavalita? ¿Habido visitas, susurros, confidencias, órdenes?

– Fui a verlo esta tarde, al "Embassy” -dijo Carlitos-. ¿Vienes en plan de pelea? No, compadre, vengo a conversar. Cuéntame cómo se porta contigo la China, después yo te cuento y comparamos. Nos hicimos amigos.

¿Había sido la dejadez, la abulia limeña, la estupidez de los soplones, Zavalita? Piensa: que nadie exigiera, insistiera, que nadie se moviera por ti. ¿Olvídense o te olvidaron de verdad, piensa, échenle tierra al asunto o la echaron de por sí? ¿Te mataron los mismos de nuevo, Musa, o esta segunda vez te mató todo el Perú?

– Ah, ya veo por qué estás así -dijo Norwin-. Te peleaste otra vez con la China, Carlitos.

Iban al "Negro Negro" dos o tres veces por semana, mientras el diario estuvo en el viejo local de la calle Pando. Cuando "La Crónica" se mudó al edificio nuevo de la avenida Tacna se reunían en barcitos y cafetines de la Colmena. El Jaialai, piensa, el Hawai, el América. Los primeros días de mes, Norwin, Rojas, Milton aparecían en esas cuevas humosas y se iban a los bulines. A veces encontraban a Becerrita, rodeado de dos o tres redactores, brindando y conversando de tú y voz con los cabrones y los maricas y siempre pagaba la cuenta él. Levantarse a mediodía, almorzar en la pensión, una entrevista, una información, sentarse en el escritorio y redactar, bajar a la cantina, volver a la máquina, salir, regresar a la pensión al amanecer, desnudarse viendo crecer el día sobre el mar. También los almuerzos de los domingos se confundían, las comiditas en el "Rinconcito Cajamarquino" festejando los cumpleaños de Carlitos, Norwin o Hernández, también la reunión semanal con el papá, la mamá, el Chispas y la Teté.

II

– ¿OTRO café, Cayo? -dijo el comandante Paredes-. ¿Usted también, mi General?

– Ustedes me arrancaron el visto bueno pero no me han convencido, me sigue pareciendo estúpido hablar con él -el general Llerena arrojó los telegramas al escritorio-. Por qué no mandarle un telegrama ordenándole que venga a Lima. O, sino, lo que propuso ayer Paredes: sacarlo de Tumbes por tierra, subirlo a un avión en Talara y traerlo.

– Porque Chamorro es traidor pero no imbécil, General -dijo él-. Si usted le manda un telegrama cruzará la frontera. Si la policía se presenta en su casa la recibirá a balazos. Y no sabemos cuál será la reacción de sus oficiales.

– Yo respondo de los oficiales de Tumbes -dijo el general Llerena, alzando la voz-. El coronel Quijano nos ha estado informando desde el principio y puede asumir el mando. No se negocia con conspiradores, y menos cuando la conspiración está sofocada. Esto es un disparate, Bermúdez.

– Chamorro es muy querido por la oficialidad, mi General -dijo el comandante Paredes-. Yo sugerí que se detuviera a los cuatro cabecillas al mismo tiempo. Pero ya que tres han dado marcha atrás, pienso que la idea de Cayo es la mejor.

– Le debe todo al Presidente, me lo debe todo a mí -el general Llerena golpeó el brazo del sillón-. De cualquier otro podía esperarse una cosa así, pero de él no. Chamorro tiene que pagármelas.

– No se trata de usted, General -lo amonestó él, afectuosamente-. El Presidente quiere que esto se arregle sin líos. Déjeme proceder a mi manera, le aseguro que es lo mejor.

– Chiclayo al teléfono, mi General -dijo una cabeza con quepi, desde la puerta-. Sí, pueden usar los tres teléfonos, mi General.

– ¿El comandante Paredes? -gritó una voz ahogada entre zumbidos y vibraciones acústicas-. Le habla Camino, Comandante. No puedo localizar al señor Bermúdez, para informarle. Ya tenemos aquí al senador Landa. Sí, en su hacienda. Protestando, sí. Quiere telefonear a Palacio. Hemos seguido las instrucciones al pie de la letra, Comandante.

– Muy bien, Camino -dijo él-. Soy yo, sí. ¿Está cerca el senador? Pásemelo. Voy a hablarle.

– Está en el cuarto de al lado, don Cayo -los zumbidos aumentaban, la voz parecía desvanecerse y renacía-. Incomunicado, como usted indicó. Lo hago traer ahora mismo, don Cayo.

– ¿Aló, aló? -reconoció la voz de Landa, trató de imaginar su cara y no pudo-. ¿Aló, aló?

– Siento mucho las molestias que le estamos dando, senador -dijo, con amabilidad-. Nos precisaba dar con usted.

– ¿Qué significa todo esto? -estalló la iracunda voz de Landa-. ¿Por qué me han sacado de mi casa con soldados? ¿Y la inmunidad parlamentaria? ¿Quién ha ordenado este atropello, Bermúdez?

– Quería informarle que está detenido el general Espina -dijo él, con calma-. Y el General está empeñado en complicarlo en un asunto muy turbio. Sí, Espina, el general Espina. Asegura que usted está comprometido en un complot contra el régimen. Necesitamos que venga a Lima para aclarar esto, senador.

– ¿Yo, en un complot contra el régimen? -no había ninguna vacilación en la voz de Landa, sólo la misma furia resonante-. Pero si yo soy del régimen, si yo soy el régimen. Qué tontería es ésta, Bermúdez, qué se figura usted.

– Yo no me figuro nada, sino el general Espina -se disculpó él-. Tiene pruebas, dice. Por eso lo necesitamos aquí, senador. Hablaremos mañana y espero que todo se aclare.

– Que me pongan un avión a Lima inmediatamente -rugió el senador-. Yo alquilo un avión, yo lo pago. Esto es completamente absurdo, Bermúdez.

– Muy bien, senador -dijo él-. Páseme a Camino, voy a darle instrucciones.

– He sido tratado como un delincuente por sus soplones -gritó el senador-. A pesar de mi condición de parlamentario, a pesar de mi amistad con el Presidente. Usted es el responsable de todo esto, Bermúdez.

– Guárdeme a Landa ahí toda la noche, Camino -dijo él-. Despáchemelo mañana. No, nada de avión especial. En el vuelo regular de Faucett, sí. Eso es todo, Camino.

– Yo alquilo un avión, yo pago -dijo el comandante Paredes, colgando el teléfono-. A ese señorón le va a hacer bien pasar una noche en el calabozo.

– ¿Una hija de Landa salió elegida Miss Perú el año pasado, no? -dijo él, y la vio, borrosa contra el telón de sombras de la ventana, quitándose un abrigo de piel, descalzándose-. ¿Cristina o algo así, no? Por las fotos parecía una linda muchacha.

– A mí los métodos de usted no me convencen -dijo el general Llerena, mirando la alfombra con malhumor-. Las cosas se resuelven mejor y más rápido con mano dura, Bermúdez.

– Llaman al señor Bermúdez de la Prefectura, mi General -dijo un Teniente, asomando-. El señor Lozano.

– El sujeto acaba de salir de su casa, don Cayo -dijo Lozano-. Sí, lo está siguiendo un patrullero. Rumbo a Chaclacayo, sí.

– Está bien -dijo él-. Llame a Chaclacayo y dígales que Zavala está por llegar. Que lo hagan entrar y que me espere. Que no lo dejen salir hasta que yo llegue. Hasta luego, Lozano.

– ¿El pez gordo está yendo a su casa? -dijo el general Llerena-. ¿Qué significa eso, Bermúdez?

– Que ya se dio cuenta Que la conspiración se fue al agua, General -dijo él.

– ¿Y para Zavala se va a resolver todo tan fácil? -murmuró el comandante Paredes-. Él y Landa son los autores intelectuales de esto, ellos empujaron al Serrano a esta aventura.

– El general Chamorro en el teléfono, mi General -dijo un capitán, desde la puerta-. Sí, los tres teléfonos están conectados con Tumbes, mi General.

– Le habla Cayo Bermúdez, General -con el rabillo del ojo vio la cara arrasada por el desvelo del general Llerena, y la ansiedad de Paredes, que se mordía los labios-. Siento despertarlo a estas horas, pero se trata de algo urgente.

– General Chamorro, mucho gusto -una voz enérgica, sin edad, dueña de sí misma-. Diga, en qué puedo servirlo, señor Bermúdez.

– El general Espina fue detenido esta noche. General -dijo él-. Las guarniciones de Arequipa, de Iquitos y de Cajamarca han reafirmado su lealtad al gobierno. Todos los civiles comprometidos en la conspiración, desde el senador Landa hasta Fermín Zavala, están detenidos. Le voy a leer unos telegramas; General.

– ¿Una conspiración? -susurró, entre ruidos dispares, el general Chamorro-. ¿Contra el gobierno, dice usted?

– Una conspiración sofocada antes de nacer -dijo él-. El Presidente está dispuesto a pasar la esponja, General. Espina saldrá del país, los oficiales comprometidos no serán molestados si actúan razonablemente. Sabemos que usted prometió apoyar al general Espina, pero el Presidente está dispuesto a olvidarlo, General.

– Yo sólo doy cuenta de mis actos a mis superiores, al Ministro de Guerra o al Jefe de Estado Mayor -dijo la voz de Chamorro con altanería, luego de una larga pausa de eructos eléctricos-. Quién se ha creído usted. Yo no doy explicaciones a un subalterno civil.

– ¿Aló, Alberto? -el general Llerena tosió, habló con más fuerza-. Te habla el Ministro de Guerra, no el compañero de armas. Sólo quiero confirmarte lo que has oído. También debes saber que se te da esta oportunidad gracias al Presidente. Yo propuse llevarte ante un Consejo de Guerra y procesarte por alta traición.

– Yo asumo la responsabilidad de mis actos -repuso, con indignación, la voz de Chamorro; pero algo había comenzado a ceder en ella, algo que se traslucía en su mismo ímpetu-. Es falso que yo haya cometido ninguna traición. Respondo ante cualquier tribunal. Siempre he respondido, y tú lo sabes.

– El Presidente sabe que usted es un oficial destacado y por eso quiere disociarlo de esta aventura descabellada -dijo él-. Sí, le habla Bermúdez. El Presidente lo aprecia y lo considera un patriota. No quiere tomar ninguna medida contra usted, General.

– Yo soy un hombre de honor y no permitiré que mi nombre sea manchado -afirmó el general Chamorro con violencia-. Esta es una intriga fraguada mis espaldas. No lo voy a permitir. Yo no tengo nada que hablar con usted, páseme al general Llerena.

– Todos los jefes del Ejército han reafirmado su lealtad al régimen, General -dijo él-. Sólo falta que usted haga lo mismo. El Presidente lo espera de usted, general Chamorro.

– No permitiré que se me calumnie, no permito que se ponga en duda mi honor -repetía con vehemencia la voz de Chamorro-. Esta es una intriga cobarde y canalla contra mí. Le ordeno que me pase al general Llerena.

– Reafirma inquebrantable lealtad gobierno constituido y jefe de estado empeñado patriótica restauración nacional, firmado general Pedro Solano, Comandante en Jefe primera región militar -leyó él-. Comandante en jefe cuarta región y oficiales confirman adhesión simpatía patriótico régimen restauración nacional stop Cumpliremos constitución leyes. Firmado general Antonio Quispe Bulnes: Reitero adhesión patriótico régimen stop. Reafirmo decisión cumplir sagrados deberes patria constitución leyes. Firmado General Manuel Obando Coloma, Comandante en Jefe segunda región.

– ¿Has oído, Alberto? -rugió el general Llerena- ¿Has oído o quieres que yo te lea los telegramas de nuevo?

– El Presidente espera el telegrama de usted, general Chamorro -dijo él-. Me ha pedido que se lo diga personalmente.

– A menos que quieras cometer la locura de alzarte solo -rugió el general Llerena-. Y en ese caso te doy mi palabra que me bastan un par de horas para demostrarte que el Ejército permanece totalmente fiel al régimen, pese a todo lo que te haya hecho creer Espina. Si no envías el telegrama antes del amanecer, consideraré que has entrado en rebelión.

– El Presidente confía en usted, general Chamorro -dijo él.

– No necesito recordarte que estás al mando de una Guarnición de frontera -dijo el general Llerena-. No necesito decirte la responsabilidad que caerá sobre ti si provocas una guerra civil en las puertas mismas del Ecuador.

– Puede usted consultar por radio a los generales Quispe, Obando y Solano -dijo él-. El Presidente espera que usted actúe con el mismo patriotismo que ellos. Eso es todo lo que queríamos decirle. Buenas noches, general Chamorro.

– Chamorro tiene en estos momentos una olla de grillos en la cabeza -murmuró el general Llerena, pasándose el pañuelo por la cara empapada de sudor. Puede hacer cualquier disparate.

– En estos momentos está mentándoles la madre a Espina, a Solano, a Quispe y a Obando -dijo el comandante Paredes-. Puede ser que se escape al Ecuador. Pero no creo que arruine así su carrera.

– Mandará el telegrama antes del amanecer -dijo él-. Es un hombre inteligente.

– Si le da un ataque de locura y se alza puede resistir varios días -dijo el general Llerena, sordamente-. Lo tengo cercado con tropas, pero no me fío mucho de la Aviación. Cuando se planteó la posibilidad de bombardear el cuartel, el Ministro dijo que la idea no haría ninguna gracia a muchos pilotos.

– Nada de eso será necesario, la conspiración ha muerto sin pena ni gloria -dijo él-. Total, un par de días sin dormir, General. Voy a Chaclacayo ahora, a dar la última puntada. Luego iré a Palacio. Cualquier novedad, estaré en mi casa.

– Llaman de Palacio al señor Bermúdez, mi General -dijo un teniente, sin entrar-. El teléfono blanco, mi General.

– Le habla el mayor Tijero, don Cayo -en el cuadrado de la ventana apuntaba al fondo de la masa sombría una irisación azul: el abriguito de piel rodaba hasta sus pies, que eran rosados-. Acaba de llegar un telegrama de Tumbes. En clave, lo están descifrando. Pero ya nos damos cuenta del sentido. Menos mal ¿no, don Cayo?

– Me alegro mucho, Tijero -dijo él, sin alegría, y entrevió las caras estupefactas de Paredes y de Llerena-. No lo pensó ni media hora. Eso es lo que se llama un hombre de acción. Hasta luego, Tijero, iré allá dentro de un par de horas.

– Mejor vamos a Palacio de una vez, mi General -dijo el comandante Paredes-. Este es el punto final.

– Perdone usted, don Cayo -dijo Ludovico-. Nos quedamos secos. Despierta, Hipólito.

– Qué carajo pasa, por qué empujas -tartamudeó Hipólito-. Ah, perdón, don Cayo, me quedé dormido.

– A Chaclacayo -dijo él-. Quiero estar allá en veinte minutos.

– Las luces de la sala están prendidas, tiene usted visita, don Cayo -dijo Ludovico-. Fíjate quién está ahí, Hipólito, en el carro. Es Ambrosio.

– Siento haberlo hecho esperar, don Fermín -dijo él, sonriendo, observando el rostro violáceo, los ojos devastados por la derrota y la larga vigilia, alargando la mano-. Voy a hacer que nos den unos cafés, ojalá esté despierta Anatolia.

– Puro, bien cargado y sin azúcar -dijo don Fermín-. Gracias, don Cayo.

– Dos cafés puros, Anatolia -dijo él-. Nos los llevas a la sala y puedes volver a acostarte.

– Traté de ver al Presidente y no pude, por eso vine hasta aquí -dijo maquinalmente don Fermín-. Algo grave, don Cayo. Sí, una conspiración.

– ¿Otra más? -alargó un cenicero a don Fermín, se sentó a su lado en el sofá-. No pasa una semana sin que se descubra alguna, últimamente.

– Militares de por medio, varias guarniciones comprometidas -recitaba disgustado don Fermín-. Y a la cabeza las personas que menos se podría imaginar:

– ¿Tiene usted fósforos? -se inclinó hacia el encendedor de don Fermín, dio una larga chupada, arrojó una nube de humo y tosió-. Vaya, ahí están los cafés. Déjalos aquí, Anatolia. Sí, cierra la puerta.

– El Serrano Espina -don Fermín bebió un sorbo con una mueca de desagrado, calló mientras echaba azúcar, removió el café con la cucharilla, despacio-. Lo apoyan Arequipa, Cajamarca, Iquitos y Tumbes. Espina viaja a Arequipa hoy en la mañana. El golpe puede ser esta noche. Querían mi apoyo y me pareció prudente no desengañarlos, contestar con evasivas, asistir a algunas reuniones. Por mi amistad con Espina, sobre todo.

– Ya sé que son muy amigos -dijo él, probando el café-. Nos conocimos gracias al Serrano, se acordará.

– Al principio, parecía insensato -dijo don Fermín, mirando fijamente su tacita de café-. Después, ya no tanto. Mucha gente del régimen, muchos políticos. La Embajada norteamericana estaba al tanto, sugirió que se llamara a elecciones a los seis meses de instalado el nuevo régimen.

– Tipo desleal, el Serrano -dijo él, asintiendo-. Me apena, porque también somos viejos amigos. A él le debo mi cargo, como usted sabe.

– Se consideraba el brazo derecho de Odría y de la noche a la mañana le quitaron el Ministerio -dijo don Fermín, con un ademán de fatiga-. No se conformó nunca.

– Había confundido las cosas, comenzó a trabajar para él desde el Ministerio, a nombrar gente suya en las Prefecturas, a exigir que sus amigos tuvieran los puestos claves en el Ejército -dijo él-. Demasiadas ambiciones políticas, don Fermín.

– Por supuesto, mis noticias no lo sorprenden en lo más mínimo -dijo don Fermín, con súbito aburrimiento, y él pensó sabe portarse; tiene clase, tiene experiencia.

– Los oficiales le deben mucho al Presidente, y, por supuesto, nos tenían informados -dijo él-. Incluso de las conversaciones entre usted, Espina y el senador Landa.

– Espina quería usar mi nombre para convencer a algunos indecisos -dijo don Fermín, con una sonrisita apática y fugaz-. Pero sólo los militares conocían los planes al detalle. A mí y a Landa nos tenían en ayunas. Sólo ayer tuve suficientes datos.

– Todo se aclara, entonces -dijo él-. La mitad de los conspiradores eran amigos del régimen, todas las guarniciones comprometidas han dado su adhesión al Presidente. Espina está detenido. Sólo queda por aclarar la situación de algunos civiles. La suya comienza a aclararse, don Fermín.

– ¿También sabía que estaría esperándolo aquí? -dijo don Fermín, sin ironía. Un brillo de sudor había aparecido en su frente.

– Es mi trabajo, me pagan por saber lo que interesa al régimen -admitió él-. No es fácil, la verdad es que está siendo cada vez más difícil. Conspiraciones de universitarios son bromas. Cuando los generales se ponen a conspirar ya es más serio. Y mucho más si conspiran con socios del Club Nacional.

– Bueno, las cartas están sobre la mesa -dijo don Fermín. Hizo una breve pausa y lo miró-: Prefiero saber a qué atenerme de una vez, don Cayo.

– Le hablaré con franqueza -dijo él, asintiendo- No queremos bulla. Haría daño al régimen, no conviene que se sepa que hay divisiones. Estamos dispuestos a no tomar represalias. Siempre que haya la misma comprensión en la parte contraria.

– Espina es orgulloso y no hará acto de contrición -afirmó don Fermín, pensativo-. Me imagino cómo se siente después de saber que sus compañeros lo engañaron.

– No hará acto de contrición, pero en vez de jugar al mártir preferirá partir al extranjero con un buen sueldo en dólares -dijo él, encogiéndose de hombros-. Allá seguirá conspirando para levantarse la moral y quitarse el mal gusto de la boca. Pero él sabe que ya no tiene la menor chance.

– Todo resuelto por el lado de los militares, entonces -dijo don Fermín-. ¿Y los civiles?

– Depende qué civiles -dijo él-. Mejor olvidémonos del doctorcito Ferro y de los otros pequeños arribistas. No existen.

– Sin embargo, existen -suspiró don Fermín- ¿Qué les va a pasar?

– Un tiempo a la sombra y se los irá despachando al extranjero, poco a poco -dijo él-. No vale la pena pensar en ellos. Los únicos civiles que cuentan son usted y Landa, por razones obvias.

– Por razones obvias -repitió, lentamente, don Fermín-. ¿Es decir?

– Ustedes han servido al régimen desde el primer momento y tienen relaciones e influencias en medios a los que tenemos que tratar con guante de seda -dijo él-. Espero que el Presidente tenga con ustedes las mismas consideraciones que con Espina. Ésa es mi opinión personal. Pero la decisión última la tomará el Presidente, don Fermín.

– ¿Van a proponerme un viaje al extranjero, también? -dijo don Fermín.

– Como las cosas se han resuelto tan rápido, y, digamos, tan bien, voy a aconsejar al Presidente que no se los moleste -dijo él-. Fuera de pedirles que abandonen toda actividad política, claro.

– Yo no soy el cerebro de esta conspiración y usted lo sabe -dijo don Fermín-. Desde el principio tuve dudas. Me presentaron todo hecho, no me consultaron.

– Espina asegura que usted y Landa habían reunido mucho dinero para el golpe -dijo él.

– Yo no invierto dinero en malos negocios y eso también lo sabe usted -dijo don Fermín-Di dinero y fui el primero en remover cielo y tierra para convencer a la gente que apoyara a Odría el 48, porque tenía fe en él. Supongo que el Presidente no lo habrá olvidado.

– El Presidente es serrano -dijo él-. Los serranos tienen muy buena memoria.

– Si yo me hubiera puesto a conspirar de veras las cosas no habrían ido tan mal para Espina, si Landa y yo hubiéramos sido los autores de esto las guarniciones comprometidas no hubieran sido cuatro sino diez -don Fermín hablaba sin arrogancia, sin prisa, con una seguridad tranquila y él pensó como si todo lo que dice estuviera de más, como si fuera mi obligación haber sabido eso desde siempre-. Con diez millones de soles no hay golpe de estado que falle en el Perú, don Cayo.

– Yo voy ahora a Palacio a hablar con el Presidente -dijo él-. Haré todo lo posible para que se muestre comprensivo y esto se arregle de la mejor manera, al menos en su caso. Es todo lo que puedo ofrecerle por ahora, don Fermín.

– ¿Voy a ser detenido? -dijo don Fermín.

– Desde luego que no; en el peor de los casos, se le pedirá que salga al extranjero por un tiempo -dijo él-. Pero no creo que sea necesario.

– ¿Se van a tomar represalias contra mí? -dijo don Fermín-. Económicas, quiero decir. Usted sabe que gran parte de mis negocios dependen del Estado.

– Haré lo posible por evitarlo -dijo él-. El Presidente no es rencoroso, y espero que dentro de un tiempo acepte una reconciliación con usted. Es todo lo que puedo adelantarle, don Fermín.

– Supongo que las cosas que teníamos pendientes usted y yo, habrá que olvidarlas -dijo don Fermín.

– Enterrarlas definitivamente -aclaró él-. Ya ve, soy sincero con usted. Primero que todo, soy hombre del régimen, don Fermín. -Hizo una pausa, bajó un poco la voz, y usó un tono menos impersonal, más íntimo-. Ya sé que está pasando un mal momento. No, no hablo de esto. De su hijo, el que se fue de la casa.

– ¿Qué pasa con Santiago? -la cara de don Fermín se había vuelto rápidamente hacia él-. ¿Sigue persiguiendo al muchacho?

– Lo hicimos vigilar unos días, ahora ya no -lo tranquilizó él-. Parece que esa mala experiencia lo decepcionó de la política. No ha vuelto a reunirse con sus antiguos amigos y entiendo que lleva una vida muy formal.

– Sabe usted de Santiago más que yo, hace meses que no lo veo -murmuró don Fermín, poniéndose de pie-. Bueno, estoy muy cansado y lo dejo ahora. Hasta luego, don Cayo.

– A Palacio, Ludovico -dijo él-. El flojo éste de Hipólito se volvió a quedar dormido. Déjalo, no lo despiertes.

– Ya llegamos -dijo Ludovico, riéndose-. Ahora el que se quedó dormido fue usted. Todo el camino vino roncando, don Cayo.

– Buenos días, por fin llega usted -dijo el mayor Tijero-. El Presidente se ha retirado a descansar. Pero ahí lo están esperando el comandante Paredes y el doctor Arbeláez, don Cayo.

– Pidió que no lo despertaran, salvo Que haya algo muy urgente -dijo el comandante Paredes.

– No hay nada urgente, volveré a verlo más tarde -dijo él-. Sí, salgo con ustedes. Buenos días, doctor.

– Tengo que felicitarlo, don Cayo -dijo el doctor Arbeláez, con sorna-. Sin ruido, sin derramar una gota de sangre, sin que nadie lo ayudara ni lo aconsejara. Todo un éxito, don Cayo.

– Le iba a proponer que almorzáramos juntos, para explicarle todo con detalles -dijo él-. Hasta el último momento los indicios eran vagos. Las cosas se precipitaron anoche y no tuve tiempo de ponerlo al corriente.

– No estoy libre al mediodía, pero gracias de todos modos -dijo el doctor Arbeláez-. Ya no necesita ponerme al corriente. El Presidente me informó de todo, don Cayo.

– En ciertas circunstancias no hay más remedio que pasar por alto las jerarquías, doctor -murmuró él-. Anoche, más urgente Que informarle a usted era actuar.

– Desde luego -dijo el doctor Arbeláez-. Esta vez el Presidente ha aceptado mi renuncia y, créame, estoy muy contento. Ya no tendremos más inconvenientes. El Presidente va a reorganizar el gabinete; no ahora, en Fiestas Patrias. Pero, en fin, ya está acordado.

– Pediré al Presidente que reconsidere su decisión y que no lo deje partir -dijo él-. Aunque no lo crea, me gusta trabajar a sus órdenes, doctor.

– ¿A mis órdenes? -soltó una carcajada el doctor Arbeláez-. En fin. Hasta luego, don Cayo. Adiós, Comandante.

– Vamos a tomar algo, Cayo -dijo el comandante Paredes-. Sí, ven en mi auto. Que tu chofer nos siga al Círculo Militar. Camino telefoneó para avisar que el avión de Faucett llegaría a las once y media. ¿Vas a ir a esperar a Landa?

– No me queda más remedio -dijo él-. Si no me muero de sueño antes. Faltan tres horas ¿no?

– ¿Qué tal la conversación con el pez gordo? -dijo el comandante Paredes.

– Zavala es un buen jugador, sabe perder -dijo él-. Landa me preocupa más. Tiene más plata y por lo mismo más orgullo. Ya veremos.

– La verdad es que la cosa fue seria -bostezó Paredes-. Si no es por el coronel Quijano, nos hubiéramos llevado un buen susto.

– El régimen le debe la vida, o casi -asintió él-. Hay que hacer que el Congreso lo ascienda, cuanto antes.

– Dos jugos de naranja, dos cafés bien cargados -dijo el comandante Paredes-. Y rápido, porque nos estamos durmiendo.

– ¿Qué es lo que te preocupa? -dijo él-. Suelta la piedra de una vez.

– Zavala -dijo el comandante Paredes-. Tus negocios con él. Te tendrá agarrado por ahí, me imagino.

– Todavía no me tiene agarrado nadie -dijo él, desperezándose-. Trató mil veces, por supuesto. Quería hacerme su socio, clavarme acciones, mil cosas. Pero no le resultó.

– No se trata de eso -dijo el comandante Paredes-. El Presidente…

– Sabe todo, con pelos y señales -dijo él-. Hay esto y esto, pero nadie puede probar que esos contratos se consiguieron gracias a mí. Mis comisiones eran tantas, siempre en efectivo. Mi cuenta está en el extranjero y es tanto. ¿Debo renunciar, irme del país? No. ¿Qué hago entonces? Joder a Zavala. Está bien, yo obedezco.

– Joderlo a ése es lo más fácil del mundo -sonrió Paredes-. Por el lado de su vicio.

– Por ese lado no -dijo él, y miró a Paredes, bostezando de nuevo-. Por el único que no.

– Ya sé, ya me lo has dicho -sonrió Paredes-. El vicio es lo único que respetas en la gente.

– Su fortuna es un castillo sobre la arena -dijo él-. Su laboratorio vive de los suministros a los Institutos Armados. Se acabaron los suministros. Su empresa constructora, gracias a las carreteras y a las Unidades Escolares. Se acabó, no volverá a recibir un libramiento. Hacienda le hará expulgar los libros y tendrá que pagar los impuestos burlados, las multas. No se le podrá hundir del todo, pero algún daño se le hará.

– No creo, esos mierdas siempre encuentran la manera de salir adelante -dijo Paredes.

– ¿Es cierto lo del cambio de gabinete? -dijo él-. Hay que retener a Arbeláéz en el Ministerio. Es renegón, pero se puede trabajar con él.

– Un cambio ministerial en Fiestas Patrias es normal, no llamará la atención -dijo Paredes-. Por otra parte, el pobre Arbeláez tiene razón. El problema se presentaría con cualquier otro. Nadie aceptará ser un simple figurón.

– No podía arriesgarme a tenerlo al tanto de esto, conociendo sus mil negociados con Landa -dijo él.

– Ya sé, no te estoy criticando -dijo Paredes-. Por eso mismo, para evitar estas cosas, tienes que aceptar el Ministerio. Ahora no podrás negarte. Llerena ha insistido en que tú reemplaces a Arbeláez. También para los otros ministros es incómodo que haya un Ministro de Gobierno ficticio y otro real.

– Ahora soy invisible y nadie puede torpedear mi trabajo -dijo él-. El Ministro está expuesto y es vulnerable. Los enemigos del régimen se frotarían las manos si me ven de ministro.

– Los enemigos ya no cuentan mucho, después de este fracaso -dijo Paredes-. No van a levantar cabeza mucho tiempo.

– Cuando estamos solos, deberíamos ser más francos -dijo él, riendo-. La fuerza del régimen era el apoyo de los grupos que cuentan. Y eso ha cambiado. Ni el Club Nacional, ni el Ejército ni los gringos nos quieren mucho ya. Están divididos entre ellos, pero si se llegan a unir contra nosotros, habrá que hacer las maletas. Si tu tío no actúa rápido, la cosa va a ir de mal en peor.

– ¿Qué más quieren que haga? -dijo Paredes-. ¿No ha limpiado el país de apristas y comunistas? ¿No ha dado a los militares lo que no tuvieron nunca? ¿No ha llamado a los señorones del Club Nacional a los Ministerios, a las Embajadas, no les ha dejado decidir todo en Hacienda? ¿No se les da gusto en todo a los gringos? Qué más quieren esos perros.

– No quieren que cambie de política, harán la misma cuando tomen el poder -dijo él-. Quieren que se largue. Lo llamaron para que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa, que, después de todo, es suya ¿no?

– No -dijo Paredes-. El Presidente se ha ganado al pueblo. Les ha construido hospitales, colegios, dio la ley del seguro obrero. Si reforma la Constitución y quiere hacerse reelegir ganará las elecciones limpiamente. Basta ver las manifestaciones cada vez que sale de gira.

– Las organizo yo hace años -bostezó él-. Dame plata y te organizo las mismas manifestaciones a ti. No, lo único popular aquí es el Apra. Si se les ofrecen unas cuantas cosas, los apristas aceptarían entrar en tratos con el régimen.

– ¿Te has vuelto loco? -dijo Paredes.

– El Apra ha cambiado, es más anticomunista que tú, y Estados Unidos ya no los veta -dijo él-. Con la masa del Apra, el aparato del Estado y los grupos dirigentes leales, Odría sí podría hacerse reelegir.

– Estás delirando -dijo Paredes-. Odría y el Apra unidos. Por favor, Cayo.

– Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos -dijo él-. Aceptarían, a cambio de la legalidad y unas cuantas migajas.

– Las Fuerzas Armadas no aceptarán jamás ningún acuerdo con el Apra -dijo Paredes.

– Porque la derecha las educó así, haciéndoles creer que era el enemigo -dijo él-. Pero se las puede educar de nuevo, haciéndoles ver que el Apra ya cambió. Los apristas darán a los militares todas las garantías que quieran.

– En lugar de ir a buscar a Landa al aeropuerto, anda a consultar a un psiquiatra -dijo Paredes-. Este par de días sin dormir te han hecho daño, Cayo.

– Entonces, el 56 subirá a la Presidencia algún señorón -dijo él, bostezando-. Y tú y yo nos iremos a descansar de todos estos trajines. Bueno, a mí no me molesta la idea; por lo demás. No sé para qué hablamos de esto. Las cuestiones políticas no nos incumben. Tu tío tiene sus consejeros. Tú y yo a nuestros zapatos. A propósito ¿qué hora es?

– Tienes tiempo -dijo Paredes-. Yo me voy a dormir, estoy rendido con la tensión de estos dos días. Y esta noche, si me da el cuerpo, me voy a desquitar con una farra. Tú no tendrás ánimos ¿no?

– No, no ha despertado; don Cayo, desde Chaclacayo como usted lo ve -dijo Ludovico, señalando a Hipólito-. Perdóneme que vaya tan despacio, pero es que yo también estoy hecho polvo de sueño y no quiero chocar. Llegaremos al aeropuerto antes de las once, no se preocupe.

– El avión llega dentro de diez minutos, don Cayo -dijo Lozano, con voz ronca y extenuada-. Traje dos patrulleros y algunos hombres. Como viene en un avión de pasajeros, no sabía en qué forma…

– Landa no está detenido -dijo él-. Lo recibiré yo solo y lo llevaré a su casa. No quiero que el senador vea este despliegue policial, llévese a la gente. ¿Todo lo demás en orden?

– Todas las detenciones sin problemas -dijo Lozano, sobándose la cara sin afeitar, bostezando-. Lo único, un pequeño incidente en Arequipa. El doctor Velarde, ese apristón. Alguien le pasó la voz y escapó. Estará tratando de llegar a Bolivia. La frontera está advertida.

– Está bien, puede irse, Lozano -dijo él-. Mire a Ludovico y a Hipólito. Ya están roncando de nuevo.

– Ese par han pedido su traslado, don Cayo -dijo Lozano-. Usted dirá.

– No me extraña, ya están hartos de las malas noches -sonrió él-. Está bien, búsqueme otro par, que sean menos dormilones. Hasta luego, Lozano.

– ¿Quiere entrar al puesto a sentarse, señor Bermúdez? -dijo un teniente, saludando.

– No, Teniente, gracias, prefiero tomar un poco de aire -dijo él-. Además, ahí está el avión. Despiérteme a ese par, más bien, y que acerquen el auto. Yo voy a adelantarme. Por aquí, senador, aquí está mi coche. Suba, por favor. A San Isidro, Ludovico, a la casa del senador Landa.

– Me alegro que vayamos a mi casa y no a la cárcel -murmuró el senador Landa, sin mirarlo-. Espero que podré cambiarme de ropa y darme un baño, siquiera.

– Sí -dijo él-. Siento mucho todas estas molestias. No tuve más remedio, senador.

– Como si se tratara de asaltar una fortaleza, con ametralladoras y sirenas -susurró Landa, la boca pegada a la ventanilla-. Faltó poco para que a mi mujer le diera un síncope cuando se presentaron en "Olave". ¿También ordenó que me hicieran pasar la noche en una silla, pese a mis sesenta años, Bermúdez?

– Es esta casa grande, la del jardín, ¿no señor? -dijo Ludovico.

– Usted primero, senador -dijo él, señalando el amplio, frondoso jardín, y un instante, alcanzó a verlas: blancas, desnudas, correteándose entre los laureles, riéndose, sus talones blancos y rápidos sobre el césped húmedo-. Siga, siga, senador.

– ¡Papá, papacito! -gritó la muchacha, abriendo los brazos, y él vio su cara de porcelana, sus ojos grandes y asombrados, sus cabellos cortos, castaños-. Acabo de hablar por teléfono con la mami y está muerta de susto. ¿Qué pasó, qué pasó, papi?

– Buenos días -murmuró él y rápidamente la desnudó y empujó hacia las sábanas donde dos formas femeninas la recibieron, ávidas.

– Ya te explicaré, corazón -Landa se desprendió de su hija, se volvió hacia él-. Pase, Bermúdez. Llama a Chiclayo y tranquiliza a tu madre, Cristina, dile que estoy bien. Que no nos moleste nadie. Asiento, Bermúdez.

– Le voy a hablar con toda sinceridad, senador -dijo él-. Haga usted lo mismo y así ganaremos tiempo los dos.

– La recomendación está demás -dijo Landa-. Yo no miento nunca.

– El general Espina fue detenido, todos los oficiales que le habían prometido ayuda se han reconciliado con el régimen -dijo él-. No queremos que esto trascienda, senador. Concretamente, vengo a proponerle que reafirme su lealtad al régimen y que mantenga su, posición de líder parlamentario. En dos palabras, que se olvide de lo que ha ocurrido.

– Primero tengo que saber qué ha ocurrido -dijo Landa; tenía las manos en las rodillas, permanecía absolutamente inmóvil.

– Usted está cansado, yo estoy cansado -murmuró él-. ¿No podemos ganar tiempo, senador?

– Saber de qué se me acusa, primero -repitió Landa, secamente.

– De haber servido de enlace entre Espina y los jefes de las guarniciones comprometidas -dijo él con un dejo resignado-. De haber conseguido dinero y haber invertido su propio dinero en este asunto. De haber reunido, en esta casa y en "Olave” a la veintena de conspiradores civiles que ahora están detenidos.

Tenemos declaraciones firmadas, cintas grabadas. Todas las pruebas que usted quiera. Pero ya no se trata de eso. No queremos explicaciones. El Presidente está dispuesto a olvidar todo esto.

– Se trata de no tener en el Senado a un enemigo que conoce al régimen en cuerpo y alma -murmuró Landa. mirándolo fijamente a los ojos.

– Se trata de no quebrar la mayoría parlamentaria -dijo él-. Además, su prestigio, su nombre y sus influencias son necesarias al régimen. Sólo hace falta que usted acepte, senador, y no ha pasado nada.

– ¿Y si me niego a seguir colaborando? -murmuró Landa en voz casi inaudible.

– Tendría usted que salir del país -dijo él con un gesto contrariado-. Tampoco necesito recordarle que usted tiene muchos intereses relacionados con el Estado, senador.

– Primero el atropello, después el chantaje -dijo Landa-. Reconozco sus métodos, Bermúdez.

– Usted es un político experimentado y un buen jugador, sabe de sobra lo que le conviene -dijo él, con calma-. No perdamos tiempo, senador.

– ¿Cuál va a ser la situación de los detenidos? -murmuró Landa-. No los militares, que, por lo visto, arreglaron bien sus cosas. Los otros.

– El régimen tiene consideración especial con usted, porque le debemos servicios -dijo él-. Ferro y los demás deben al régimen todo lo que son. Se estudiarán los antecedentes de cada uno y según eso se tomarán medidas.

– ¿Qué clase de medidas? -dijo el senador-. Esa gente confió en mí como yo confié en esos generales.

– Medidas preventivas, no queremos encarnizarnos contra nadie -dijo él-. Quedarán detenidos por un tiempo, algunos serán desterrados. Ya ve, nada muy serio. Todo dependerá, por supuesto, de la actitud suya.

– Hay algo más -vaciló apenas el senador-. Es decir…

– ¿Zavala? -dijo él y vio a Landa pestañear, varias veces-. No está detenido y si usted se aviene a colaborar, él tampoco será molestado. Esta mañana conversé con él y está ansioso por reconciliarse con el régimen. Debe estar en su casa ahora. Hable usted con él, senador.

– No puedo darle una respuesta ahora -dijo Landa, luego de unos segundos-. Deme algunas horas, para reflexionar.

– Todas las que usted quiera -dijo él, levantándose-. Lo llamaré esta noche, o mañana, si prefiere.

– ¿Sus soplones me van a dejar en paz hasta entonces? -dijo Landa, abriendo la puerta del jardín.

– No está usted detenido, ni siquiera vigilado; puede ir donde quiera, hablar con quien quiera. Hasta luego, senador. -Salió y cruzó el jardín, sintiéndolas a su alrededor, elásticas y fragantes, yendo y viniendo y volviendo entre las matas de flores, rápidas y húmedas bajo los arbustos-. Ludovico, Hipólito, despierten; a la Prefectura, rápido. Quiero que me controle las llamadas de Landa, Lozano.

– No se preocupe, don Cayo -dijo Lozano, alcanzándole una silla-. Tengo un patrullero y tres agentes ahí. El teléfono está intervenido hace dos semanas.

– Consígame un vaso de agua, por favor -dijo él-. Tengo que tomar una pastilla.

– El Prefecto le preparó este resumen sobre la situación en Lima -dijo Lozano-. No, no hay ninguna noticia de Velarde. Debe haber cruzado la frontera. Uno solo de cuarenta y seis, don Cayo. Todos los otros fueron detenidos, y sin incidentes.

– Hay que mantenerlos incomunicados, aquí y en provincias -dijo él-. En cualquier momento van a comenzar las llamadas de los padrinos. Ministros, diputados.

– Ya comenzaron, don Cayo -dijo Lozano-. Acaba de llamar el senador Arévalo. Quería ver al doctor Ferro. Le dije que nadie podía verlo sin autorización de usted.

– Sí, échemelos a mí -bostezó él-. Ferro tiene amarrada a mucha gente y van a mover cielo y tierra para sacarlo.

– Su mujer se presentó aquí esta mañana -dijo Lozano-. De armas tomar. Amenazando con el Presidente, con los Ministros. Una señora muy guapa, don Cayo.

– Ni sabía que Ferrito era casado -dijo él-. ¿Muy guapa, ah sí? La tendría escondida por eso.

– Se lo nota agotado, don Cayo -dijo Lozano-. Por qué no va a descansar un rato. No creo que haya nada importante hoy.

– ¿Se acuerda hace tres años, cuando los rumores sobre el levantamiento en Juliaca? -dijo él-. Nos pasamos cuatro noches sin dormir y como si nada. Estoy envejeciendo, Lozano.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -y el rostro expeditivo y servicial de Lozano se endulzó-. Sobre los rumores que corren. Que habrá cambio de gabinete, que usted subirá a Gobierno. No necesito decirle lo bien que ha caído esa noticia en el cuerpo, don Cayo.

– No creo que le convenga al Presidente que yo sea Ministro -dijo él-. Voy a tratar de desanimarlo. Pero si él se empeña, no tendré más remedio que aceptar.

– Sería magnífico -sonrió Lozano-. Usted ha visto qué falta de coordinación ha habido a veces por la poca experiencia de los Ministros. Con el general Espina, con el doctor Arbeláez. Con usted será otra cosa, don Cayo.

– Bueno, voy a descansar un rato a San Miguel -dijo él-. ¿Quiere llamar a Alcibíades y decírselo? Que me despierte sólo si hay algo muy urgente.

– Perdón, me quedé dormido otra vez -balbuceó Ludovico, sacudiendo a Hipólito-. ¿A San Miguel? Sí, don Cayo.

– Váyanse a descansar y recójanme aquí a las siete de la noche -dijo él-. ¿La señora está en el baño?

– Sí, prepárame algo de comer, Símula. Hola, chola. Voy a dormir un rato. Estoy en ayunas hace veinticuatro horas.

– Tienes una cara espantosa -se rió Hortensia-. ¿Te portaste bien anoche?

– Te engañé con el Ministro de Guerra -murmuró él, escuchando en sus oídos un zumbido tenaz y secreto, contando los latidos desiguales de su corazón-. Que me traigan algo de comer de una vez, estoy cayéndome de sueño.

– Deja que te arregle la cama -Hortensia sacudía las sábanas, cerraba la cortina y él sintió como si se deslizara por una pendiente rocosa, y a lo lejos, percibía bultos moviéndose en la oscuridad; siguió resbalando, hundiéndose, y de pronto se sintió agredido, brutalmente extraído de ese refugio ciego y denso-. Hace cinco minutos que te grito, Cayo. De la Prefectura, dicen que es urgente.

– El senador Landa está en la embajada argentina desde hace media hora, don Cayo -sentía agujas en las pupilas, la voz de Lozano martillaba cruelmente en sus oídos-. Entró por una puerta de servicio. Los agentes no sabían que daba a la Embajada. Lo siento mucho, don Cayo.

– Quiere escándalo, quiere vengarse de la humillación -lentamente recuperaba la noción de sus sentidos, de sus miembros, pero su voz le parecía la de otro-. Que su gente siga ahí, Lozano. Si sale, deténgalo y que lo lleven a la Prefectura. Si Zavala sale de su casa, deténgalo también. ¿Aló, Alcibíades? Localíceme cuanto antes al doctor Lora, doctorcito, me precisa verlo ahora mismo. Dígale que llegaré a su oficina dentro de media hora.

– La esposa del doctor Ferro lo está esperando, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Le he indicado que usted no va a venir, pero no quiere irse.

– Sáquesela de encima y ubique al doctor Lora de inmediato -dijo él-. Símula, corre a decir a los guardias de la esquina que necesito el patrullero en el acto.

– ¿Qué pasa, qué apuro es ése? -dijo Hortensia, levantando el pijama que él acababa de tirar al suelo.

– Problemas -dijo él, poniéndose las medias-. ¿Cuánto rato he dormido?

– Una hora, más o menos -dijo Hortensia-. Debes estar muerto de hambre. ¿Te hago calentar el almuerzo?

– No tengo tiempo -dijo él-. Sí, al Ministerio de Relaciones Exteriores, sargento, y a toda velocidad. No se pase en el semáforo, hombre, tengo mucha prisa. El Ministro me está esperando, le hice avisar que venía.

– El Ministro está en una reunión, no creo que pueda recibirlo -el joven de anteojos, vestido de gris, lo examinó de pies a cabeza, con desconfianza-. ¿De parte de quién?

– Cayo Bermúdez -dijo él, y vio al joven levantarse de un brinco y desaparecer tras una puerta lustrosa-. Siento invadir así su oficina, doctor Lora. Es muy importante, se trata de Landa.

– ¿De Landa? -le estiró la mano el hombrecito calvo, bajito, sonriente-. No me diga que…

– Sí, está en la embajada argentina hace una hora -dijo él-. Pidiendo asilo, probablemente. Quiere hacer ruido y crearnos problemas.

– Bueno, lo mejor será darle el salvoconducto de inmediato -dijo el doctor Lora-. Al enemigo que huye, puente de plata, don Cayo.

– De ninguna manera -dijo él-. Hable usted con el Embajador, doctor. Deje bien claro que no está perseguido, asegúrele que Landa puede salir del país con su pasaporte cuando quiera.

– Sólo puedo comprometer mi palabra si esa promesa se va a cumplir, don Cayo -dijo el doctor Lora, sonriendo con reticencia-. Imagínese en qué situación quedaría el Gobierno si…

– Se va a cumplir -dijo él, rápidamente, y vio que el doctor Lora lo observaba, dudando. Por fin, dejó de sonreír, suspiró, y tocó un timbre.

– Precisamente el Embajador está en el teléfono -el joven de gris cruzó el despacho con una sonrisita lampiña, hizo una especie de genuflexión-. Qué coincidencia, Ministro.

– Bueno, ya sabemos que ha pedido asilo -dijo el doctor Lora-. Sí, mientras yo hablo con el Embajador, puede usted telefonear desde la secretaría, don Cayo.

– ¿Puedo usar su teléfono un momento? Quisiera hablar a solas, por favor -dijo él, y vio enrojecer violentamente al joven de gris, lo vio asentir con ojos ofendidos y partir-. Es posible que Landa salga de la embajada de un momento a otro, Lozano. No lo molesten. Téngame informado de sus movimientos. Estaré en mi oficina, sí.

– Entendido, don Cayo -el joven se paseaba por el corredor, esbelto, largo, gris-. ¿Tampoco a Zavala, si sale de su casa? Bien, don Cayo.

– En efecto, había pedido asilo -dijo el doctor Lora-. El Embajador estaba asombrado. Landa, uno de los líderes parlamentarios, no podía creerlo. Se ha quedado conforme con la promesa de que no será detenido y de que podrá viajar cuando quiera..

– Me quita usted un gran peso de encima, doctor -dijo él-. Ahora voy a tratar de remachar este asunto. Muchas gracias, doctor.

– Aunque no sea el momento, quiero ser el primero en felicitarlo -dijo el doctor Lora, sonriendo-. Me dio mucho gusto saber que entrará al gabinete en Fiestas Patrias, don Cayo.

– Son simples rumores -dijo él-. No hay nada decidido aún. El Presidente no me ha hablado todavía, y tampoco sé si aceptaré.

– Todo está decidido y todos nos sentimos muy complacidos -dijo el doctor Lora, tomándolo del brazo-. Usted tiene que sacrificarse y aceptar. El Presidente confía en usted, y con razón. Hasta pronto, don Cayo.

– Hasta luego, señor -dijo el joven de gris, con una venia.

– Hasta luego -dijo él, y tirando un violento jalón con sus mismas manos lo castró y arrojó el bulto gelatinoso a Hortensia: cómetelo-. Al Ministerio de Gobierno, sargento. ¿Las secretarias se fueron ya? Qué pasa, doctorcito, está usted lívido.

– La France Presse, la Associated Press, la United Press, todas dan la noticia, don Cayo, mire los cables -dijo el doctor Alcibíades-. Hablan de decenas de detenidos. ¿De dónde, don Cayo?

– Están fechados en Bolivia, ha sido Velarde, el abogadito ése -dijo él-. Pudiera ser Landa, también. ¿A qué hora comenzaron a recibir esos cables las agencias?

– Hace apenas una media hora -dijo el doctor Alcibíades-. Los corresponsales ya empezaron a llamarnos. Van a caer aquí de un momento a otro. No, todavía no han enviado esos cables a las radios.

– Ya es imposible guardar esto secreto, habrá que dar un comunicado oficial -dijo él-. Llame a las agencias, que no distribuyan esos cables, que esperen el comunicado. Llámeme a Lozano y a Paredes, por favor.

– Sí, don Cayo -dijo Lozano-. El senador Landa acaba de entrar a su casa.

– No lo dejen salir de allá -dijo él-. ¿Seguro que no habló con ningún corresponsal extranjero por teléfono? Sí, estaré en Palacio, llámeme allá.

– El comandante Paredes en el otro teléfono, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades.

– Te adelantaste un poco, la farra de esta noche tendrá que esperar -dijo él-. ¿Viste los cables? Sí, ya sé de dónde. Velarde, un arequipeño que se escapó. No dan nombres, sólo el de Espina.

– Acabamos de leerlos con el general Llerena y estamos yendo a Palacio -dijo el comandante Paredes-. Esto es grave. El Presidente quería evitar a toda costa que se divulgara el asunto.

– Hay Que sacar un comunicado desmintiendo todo -dijo él-. Todavía no es tarde, si se llega a un acuerdo con Espina y con Landa. ¿Qué hay del Serrano?

– Está reacio, el general Pinto ha hablado dos veces con él -dijo Paredes-. Si el Presidente está de acuerdo, el general Llerena le hablará también. Bueno, nos vemos en Palacio, entonces.

– ¿Ya sale, don Cayo? -dijo el doctor Alcibíades-. Me olvidaba de algo. La señora del doctor Ferro. Estuvo aquí toda la tarde. Dijo que volvería y que se pasaría toda la noche sentada, aunque fuera.

– Si vuelve, hágala botar con los guardias -dijo él-. Y no se mueva de aquí, doctorcito.

– ¿Está usted sin auto? -dijo el doctor Alcibíades-. ¿Quiere llevarse el mío?

– No sé manejar, tomaré un taxi -dijo él-. Sí, maestro, a Palacio.

– Pase, don Cayo -dijo el mayor Tijero-. El general Llerena, el doctor Arbeláez y el comandante Paredes lo están esperando.

– Acabo de hablar con el general Pinto, su conversación con Espina ha sido bastante positiva -dijo el comandante Paredes-. El Presidente está con el Canciller.

– Las radios extranjeras están dando la noticia de una conspiración abortada -dijo el general Llerena-. Ya ve, Bermúdez, tantas contemplaciones con los pícaros para guardar el secreto, y no sirvió de nada.

– Si el general Pinto llega a un acuerdo con Espina, la noticia quedará desmentida automáticamente -dijo el comandante Paredes-. Todo el problema está ahora en Landa.

– Usted es amigo del senador, doctor Arbeláez -dijo él-. Landa tiene confianza en usted.

– He hablado por teléfono con él hace un momento -dijo el doctor Arbeláez-. Es un hombre orgulloso y no quiso escucharme. No hay nada que hacer con él, don Cayo.

– ¿Se le está dando una salida que lo favorece y no quiere aceptar? -dijo el general Llerena-. Hay que detenerlo antes que haga escándalo, entonces.

– Yo me he comprometido a conseguir que esto no trascienda y voy a cumplirlo -dijo él-. Ocúpese usted de Espina, General, y déjeme a Landa a mí.

– Lo llaman por teléfono, don Cayo -dijo el mayor Tijero-. Sí, por aquí.

– El sujeto habló hace un momento con el doctor Arbeláez -dijo Lozano-. Algo que le va a sorprender, don Cayo. Sí, aquí le hago escuchar la cinta.

– Por ahora no puedo hacer otra cosa que esperar -dijo el doctor Arbeláez-. Pero si pones como condición para reconciliarte con el Presidente, que despidan al chacal de Bermúdez, estoy seguro que accederá.

– No deje entrar a nadie a casa de Landa, salvo a Zavala, Lozano -dijo él-. ¿Estaba usted durmiendo, don Fermín? Siento despertarlo, pero es urgente. Landa no quiere llegar a un acuerdo con nosotros y nos está creando dificultades. Necesitamos convencer al senador que se calle la boca. ¿Se da cuenta lo que voy a pedirle, don Fermín?

– Claro que me doy cuenta -dijo don Fermín.

– Han comenzado a correr rumores en el extranjero y no queremos que prosperen -dijo él-. Hemos llegado a un entendimiento con Espina, sólo falta hacer entrar en razón al senador. Usted puede ayudarnos, don Fermín.

– Landa puede darse el lujo de hacer desplantes -dijo don Fermín-. Su dinero no depende del Gobierno.

– Pero el suyo sí -dijo él-. Ya ve, la cosa es urgente y tengo Que hablarle así. ¿Le basta que me comprometa a que todos sus contratos con el Estado sean respetados?

– ¿Qué garantía tengo de que esa promesa se va a cumplir? -dijo don Fermín.

– En este momento, sólo mi palabra -dijo él-. Ahora no puedo darle otra garantía.

– Está bien, acepto su palabra -dijo don Fermín- Voy a hablar con Landa. Si sus soplones me dejan salir de mi casa.

– Acaba de llegar el general Pinto, don Cayo -dijo el mayor Tijero.

– Espina se ha mostrado bastante racional, Cayo -dijo Paredes-. Pero el precio es alto. Dudo que el Presidente acepte.

– La Embajada en España -dijo el general Pinto-. Dice que en su condición de general y de ex ministro, la Agregaduría militar en Londres sería rebajarlo de categoría.

– Nada más que eso -dijo el general Llerena-. La Embajada en España.

– Está vacante y quién mejor que Espina para ocuparla -dijo él-. Hará un excelente papel. Estoy seguro que el doctor Lora estará de acuerdo.

– Lindo premio por haber intentado poner al país a sangre y. fuego -dijo el general Llerena.

– Qué mejor desmentido para las noticias que corren que publicar mañana el nombramiento de Espina como Embajador en España? -dijo él.

– Si usted permite, yo pienso lo mismo, General -dijo el general Pinto-. Espina ha puesto esa condición y no aceptará otra. La alternativa sería enjuiciarlo o desterrarlo. Y cualquier medida disciplinaria contra él tendría un efecto negativo entre muchos oficiales.

– Aunque no siempre coincidimos, don Cayo, esta vez estoy de acuerdo con usted -dijo el doctor Arbeláez-. Yo veo así el problema. Si se ha decidido no tomar sanciones y buscar la reconciliación, lo mejor es dar al general Espina una misión de acuerdo con su rango.

– De todos modos, el asunto Espina está resuelto -dijo Paredes-. ¿Qué hay de Landa? Si no se le tapa la boca a él, todo habrá sido en vano.

– ¿Se le va a premiar con una Embajada a él también? -dijo el general Llerena.

– No creo que le interese -dijo el doctor Arbeláez-. Ha sido Embajador varias veces ya.

– No veo cómo podemos publicar un desmentido a los cables, si Landa va a desmentir el desmentido mañana -dijo Paredes.

– Sí, Mayor, quisiera telefonear a solas -dijo él-. ¿Aló, Lozano? Suspenda el control del teléfono del senador. Voy a hablar con él y esta conversación no debe ser grabada.

– El senador Landa no está, habla su hija -dijo la inquieta voz de la muchacha y él apresuradamente la ató, con atolondrados nudos ciegos que hincharon sus muñecas, sus pies-. ¿Quién lo llama?

– Pásemelo inmediatamente, señorita, hablan de Palacio, es muy urgente -Hortensia tenía lista la correa, Queta también, él también-. Quiero informarle que Espina ha sido nombrado Embajador en España, senador. Espero que esto disipe sus dudas y que cambie de actitud. Nosotros seguimos considerándolo un amigo.

– A un amigo no se lo tiene detenido -dijo Landa-. ¿Por qué está rodeada mi casa? ¿Por qué no se me deja salir? ¿Y las promesas de Lora al Embajador? ¿No tiene palabra el Canciller?

– Están corriendo rumores en el extranjero sobre lo ocurrido y queremos desmentirlos -dijo él-. Supongo que Zavala estará con usted y que ya le habrá explicado que todo depende de usted. Dígame cuáles son sus condiciones, senador.

– Libertad incondicional para todos mis amigos -dijo Landa-. Promesa formal de que no serán molestados ni despedidos de los cargos que ocupan.

– Con la condición de que ingresen al Partido Restaurador los que no están inscritos -dijo él-. Ya ve, no queremos una reconciliación aparente, sino real. Usted es uno de los líderes del partido de gobierno, que sus amigos entren a formar parte de él. ¿Está de acuerdo?

– Quién me garantiza que apenas haya dado un paso para restablecer mis relaciones con el régimen, no se utilizará esto para perjudicarme políticamente -dijo Landa-. Que no se me querrá chantajear de nuevo.

– En Fiestas Patrias deben renovarse las directivas de ambas Cámaras -dijo él-. Le ofrezco la Presidencia del Senado. ¿Quiere más pruebas de que no se tomará ninguna represalia?

– No me interesa la Presidencia del Senado -dijo Landa y él respiró: todo rencor se había eclipsado de la voz del senador-. Tengo que pensarlo, en todo caso.

– Me comprometo a que el Presidente apoye su candidatura -dijo él-. Le doy mi palabra que la mayoría lo elegirá.

– Está bien, que desaparezcan los soplones que rodean mi casa -dijo Landa-. ¿Qué debo hacer?

– Venir a Palacio de inmediato, los líderes parlamentarios están reunidos con el Presidente y sólo falta usted -dijo él-. Por supuesto, será recibido con la amistad de siempre, senador.

– Sí, los parlamentarios ya están llegando, don Cayo -dijo el mayor Tijero.

– Llévele este papel al Presidente, Mayor -dijo él-. El senador Landa asistirá a la reunión. Sí, él mismo. Se arregló, felizmente, sí.

– ¿Es cierto? -dijo Paredes, pestañeando-. ¿Viene aquí?

– Como hombre del régimen que es, como líder de la mayoría que es -murmuró él-. Sí, debe estar llegando. Para ganar tiempo, habría que ir redactando el comunicado. No ha habido tal conspiración, citar los telegramas de adhesión de los jefes del Ejército. Usted es la persona más indicada para redactar el comunicado, doctor.

– Lo haré, con mucho gusto -dijo el doctor Arbeláez-. Pero como usted ya es prácticamente mi sucesor, debería irse entrenando a redactar comunicados, don Cayo.

– Lo hemos estado correteando de un sitio a otro, don Cayo -dijo Ludovico-. De San Miguel a la plaza Italia, de la plaza Italia aquí.

– Estará usted muerto, don Cayo -dijo Hipólito-. Nosotros dormimos siquiera unas horitas en la tarde.

– Ahora me toca a mí -dijo él-. La verdad, me lo he ganado. Vamos al Ministerio un momento, y después a Chaclacayo.

– Buenas noches, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Aquí la señora Ferro no quiere…

– ¿Entregó el comunicado a la prensa y a las radios? -dijo él.

– Lo estoy esperando desde las ocho de la mañana y son las nueve de la noche -dijo la mujer-. Tiene usted que recibirme aunque sea sólo diez minutos, señor Bermúdez.

– Le he explicado a la señora Ferro que usted está muy ocupado -dijo el doctor Alcibíades-. Pero ella no…

– Está bien, diez minutos, señora -dijo él-. ¿Quiere venir un momento a mi oficina, doctorcito?

– Ha estado en el pasillo cerca de cuatro horas -dijo el doctor Alcibíades-. Ni por las buenas ni por las malas, don Cayo, no ha habido forma.

– Le dije que la sacara con los guardias -dijo él.

– Lo iba a hacer, pero como me llegó el comunicado anunciando el nombramiento del general Espina, pensé que la situación había cambiado -dijo el doctor Alcibíades-. Que a lo mejor el doctor Ferro sería puesto en libertad.

– Sí, ha cambiado, y habrá que soltar a Ferrito también -dijo él-. ¿Hizo circular el comunicado?

– A todos los diarios, agencias y radios -dijo el doctor Alcibíades-. Radio Nacional lo ha pasado ya. ¿Le digo a la señora que su esposo va a salir y la despacho?

– Yo le daré la buena noticia -dijo él-. Bueno, esta vez sí está terminado el asunto. Debe estar rendido, doctorcito.

– La verdad que sí, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Llevo casi tres días sin dormir.

– Los que nos ocupamos de la seguridad, somos los únicos que trabajan de veras en este Gobierno -dijo él.

– ¿De veras que el senador Landa asistió a la reunión de parlamentarios en Palacio? -dijo el doctor Alcibíades.

– Estuvo cinco horas en Palacio y mañana saldrá una foto de él saludando al Presidente -dijo él-. Costó trabajo pero, en fin, lo conseguimos. Haga pasar a esa dama y váyase a descansar, doctorcito.

– Quiero saber qué pasa con mi esposo -dijo resueltamente la mujer y él pensó no viene a pedir ni a lloriquear, viene a pelear-. Por qué lo ha hecho usted detener, señor Bermúdez.

– Si las miradas mataran ya sería yo cadáver -sonrió él-. Calma, señora. Asiento. No sabía que el amigo Ferro era casado. Y menos que tan bien casado.

– Respóndame ¿por qué lo ha hecho detener? -repitió con vehemencia la mujer y él ¿qué es lo que pasa?-. ¿Por qué no me han dejado verlo?

– La va a sorprender, pero, con el mayor respeto, voy a preguntarle algo ¿un revólver en la cartera?, ¿sabe algo que yo no sé?. ¿Cómo puede estar casada con el amigo Ferro una mujer como usted, señora?

– Mucho cuidado, señor Bermúdez, no se equivoque conmigo -alzó la voz la mujer: no estaría acostumbrada, seria la primera vez-. No le permito que me falte, ni que hable mal de mi esposo.

– No hablo mal de él, estoy hablando bien de usted -dijo él y pensó está aquí casi a la fuerza, asqueada de haber venido, la han mandado-. Disculpe, no quería ofenderla.

– Por qué está preso, cuándo lo va a soltar -repitió la mujer-. Dígame qué van a hacer con mi marido.

– A esta oficina sólo vienen policías y funcionarios -dijo él-. Rara vez una mujer, y nunca una cómo usted. Por eso estoy tan impresionado con su visita, señora.

– ¿Va a seguir burlándose de mí? -murmuró, trémula, la mujer-. No sea usted prepotente, no abuse, señor Bermúdez.

– Está bien, señora, su esposo le explicará por qué fue detenido -¿qué es lo Que quería, en el fondo; a qué no se atrevía?-. No se preocupe por él. Se lo trata con toda consideración, no le falta nada. Bueno, le falta usted, y eso sí que no podemos reemplazárselo, desgraciadamente.

– Basta de groserías, está hablando con una señora -dijo la mujer y él se decidió, ahora lo va a decir, hacer-. Trate de portarse como un caballero.

– No soy un caballero, y usted no ha venido a enseñarme modales sino a otra cosa -murmuró él-. Sabe de sobra por qué está detenido su esposo. Dígame de una vez a qué ha venido.

– He venido a proponerle un negocio -balbuceó la mujer-. Mi esposo tiene que salir del país mañana. Quiero saber sus condiciones.

– Ahora está más claro -asintió él-. ¿Mis condiciones para soltar a Ferrito? ¿Es decir cuánto dinero?

– Le he traído los pasajes para que los vea -dijo ella, con ímpetu-. El avión a Nueva York, mañana a las diez. Tiene que soltarlo esta misma noche. Ya sé que usted no acepta cheques. Es todo lo que he podido reunir.

– No está mal, señora -me estás matando a fuego lento, clavándome alfileres en los ojos, despellejándome con las uñas: la desnudó, amarró, acuclilló y pidió el látigo-. Y, además, en dólares. ¿Cuánto hay aquí? ¿Mil, dos mil?

– No tengo más en efectivo, no tenemos más -dijo la mujer-. Podemos firmarle un documento, lo que usted diga.

– Dígame francamente lo que ocurre y así podremos entendernos -dijo él-. Conozco a Ferrito hace años, señora. Usted no está haciendo esto por el asunto de Espina. Hábleme con franqueza. ¿Cuál es el problema?

– Tiene que salir del Perú, tiene que tomar ese avión mañana y usted sabe por qué -dijo rápidamente la mujer-. Está entre la espada y la pared y usted lo sabe. No es un favor, señor Bermúdez, es un negocio. Cuáles son sus condiciones, qué otra cosa debemos hacer.

– No sacó esos pasajes por si la revolución fallaba, no es un viaje de turismo -dijo él-. Ya veo está metido en algo mucho peor. No es el contrabando tampoco, eso se arregló, yo lo ayudé a tapar la cosa. Ya voy entendiendo, señora.

– Abusaron de su buena fe, prestó su nombre y ahora todo recae sobre él -dijo la mujer-. Me cuesta mucho hacer esto, señor Bermúdez. Tiene que salir del país, usted lo sabe de sobra.

– Las Urbanizaciones del Sur Chico -dijo él-. Claro, señora, ahora sí. Ahora veo por qué se metió Ferrito a conspirar con Espina. ¿Espina le ofreció sacarlo del apuro si lo ayudaba?

– Han sentado ya las denuncias, los miserables que lo metieron en esto se mandaron mudar -dijo la mujer, con la voz rota-. Son millones de soles, señor Bermúdez.

– Sí sabía, señora, pero no que la catástrofe estaba tan cerca -asintió él-. ¿Los argentinos que eran sus socios se largaron? Y Ferrito se iba a ir, también, dejando colgados a los cientos de tipos que compraron esas casas que no existen. Millones de soles, claro. Ya sé por qué se metió a conspirar, ya sé por qué vino usted.

– Él no puede cargar con la responsabilidad de todo, a él lo engañaron también -dijo la mujer y él pensó va a llorar. Si no toma el avión…

– Se quedará adentro mucho tiempo, y no como conspirador, sino como estafador -se apenó él, asintiendo-. Y todo el dinero que ha sacado se pudrirá en el extranjero.

– No ha sacado ni un medio -alzó la voz la mujer-. Abusaron de su buena fe. Este negocio lo ha arruinado.

– Ya entiendo por qué se atrevió a venir -repitió él, suavemente-. Una señora como usted a venir donde mí, a rebajarse así. Para no estar aquí cuando estalle el escándalo, para no ver su apellido en las páginas policiales.

– No por mí, sino por mis hijos -rugió la mujer; pero respiró hondo y bajó la voz-. No he podido reunir más. Acepte esto como un adelanto, entonces. Le firmaremos un documento, lo que usted diga.

– Guárdese esos dólares para el viaje, Ferrito y usted los necesitan más que yo -dijo él, muy lentamente, y vio inmovilizarse a la mujer y vio sus ojos, sus dientes-. Además, usted vale mucho más que todo ese dinero. Está bien, es un negocio. No grite, no llore, dígame sí o no. Pasamos un rato juntos, vamos a sacar a Ferro, mañana toman el avión.

– Cómo se atreve, canalla -y vio su nariz, sus manos, sus hombros y pensó no grita, no llora, no se asombra, no se va-. Cholo miserable, cobarde.

– No soy un caballero, ése es el precio, esto lo sabía usted también -murmuró él-. Puedo garantizarle la más absoluta discreción, desde luego. No es una conquista, es un negocio, tómelo así. Y decídase de una vez, ya se pasaron los diez minutos, señora.

– ¿A Chaclacayo? -dijo Ludovico-. Muy bien, don Cayo, a San Miguel.

– Sí, me quedo aquí -dijo él-. Váyanse a dormir, vengan a buscarme a las siete. Por aquí, señora. Se va a helar si sigue en el jardín. Entre un momento, cuando quiera irse llamaré un taxi y la acompañaré a su casa.

– Buenas noches, señor, perdóneme la faena, estaba acostándome -dijo Carlota-. La señora no está, salió temprano con la señorita Queta.

– Saca un poco de hielo y anda a acostarte, Carlota -dijo él-. Pase, no se quede en la puerta, siéntese, voy a prepararle una copa. ¿Con agua, con soda? Puro, entonces, igual que yo.

– ¿Qué significa esto? -articuló por fin la mujer, rígida-. ¿Dónde me ha traído?

– ¿No le gusta la casa? -sonrió él-. Bueno, usted debe estar acostumbrada a sitios más elegantes.

– ¿Quién es esa mujer por la que usted ha preguntado? -susurró la mujer, ahogándose.

– Mi querida, se llama Hortensia -dijo él-.¿Un cubito de hielo, dos? Salud, señora. Vaya, no quería usted beber y se vació la copa de golpe. Le preparo otro, entonces.

– Ya sabía, ya me habían advertido, es la persona más vil y canalla que existe -dijo la mujer, a media voz-. ¿Qué es lo que quiere? ¿Humillarme? ¿Para eso me trajo aquí?

– Para que tomemos unos tragos y charlemos -dijo él-. Hortensia no es una chola grosera, como yo. No es tan refinada y decente como usted, pero es bastante presentable.

– Siga, qué más -dijo la mujer-. Hasta dónde más. Siga.

– Esto la asquea por tratarse de mí, sobre todo -dijo él-. Si yo hubiera sido alguien como usted quizá no tendría tanta repugnancia ¿no?

– Sí -los dientes de la mujer dejaron de chocar un segundo, sus labios de temblar-. Pero un hombre decente no hubiera hecho una canallada así.

– No es la idea de acostarse con otro lo que le da náuseas, es la idea de acostarse con un cholo -dijo él, bebiendo-. Espere, voy a llenarle el vaso.

– ¿Qué espera? Ya basta, dónde tiene la cama en la que cubra sus chantajes -dijo la mujer -.¿Cree que si sigo tomando voy a sentir menos asco?

– Ahí llega Hortensia -dijo él-. No se levante, no es necesario. Hola, chola. Te presento a la dama sin nombre. Esta es Hortensia, señora. Un poco borrachita, pero ya ve, bastante presentable.

– ¿Un poco? La verdad es que me estoy cayendo -se rió Hortensia-. Encantada, dama sin nombre, mucho gusto. ¿Llegaron hace mucho rato?

– Hace un momento -dijo él-. Siéntate, te voy a servir un trago.

– No creas que lo pregunto por celos, dama sin nombre, sólo por curiosidad -se rió Hortensia-. De las mujeres guapas nunca tengo celos. Uy, estoy rendida. ¿Quieres fumar?

– Ten, para que te repongas -dijo él, alcanzándole el vaso-. ¿Dónde estuviste?

– En la fiesta de Lucy -dijo Hortensia-. Hice que Queta me trajera porque ya estaban todos locos. La loca de Lucy hizo un strip tease completito, te juro. Salud, dama sin nombre.

– Cuando el amigo Ferro se entere, le va a dar a Lucy una paliza -dijo él, sonriendo-. Lucy es una amiga de Hortensia, señora, la querida de un sujeto que se llama Ferro.

– Qué la va a matar, al contrario -dijo Hortensia, con una carcajada, volviéndose hacia la mujer-. Le encanta que Lucy haga locuras, es un vicioso. ¿No te acuerdas, cholo, el día que Ferrito hizo bailar a Lucy desnuda, aquí, en la mesa del comedor? Oye, cómo secas los vasos, dama sin nombre. Sírvele otra copa a tu invitada, tacaño.

– Tipo simpático el amigo Ferro -dijo él-. Incansable cuando se trata de farra.

– Cuando se trata de mujeres, sobre todo -dijo Hortensia-. No fue a la fiesta, Lucy estaba furiosa y dijo que si no llegaba hasta las doce lo llamaría a su casa y le haría un escándalo. Esto está muy aburrido, pongamos un poco de música.

– Tengo que irme -balbuceó la mujer, sin levantarse del asiento, sin mirar a ninguno de los dos-. Consígame un taxi, por favor.

– ¿Sola en un taxi a esta hora? -dijo Hortensia-. ¿No tienes miedo? Todos los choferes son unos bandidos.

– Primero voy a hacer una llamada -dijo él-. ¿Aló, Lozano? Quiero que a las siete de la mañana me ponga en libertad al doctor Ferro. Sí, ocúpese usted mismo, Lozano. A las siete en punto. Eso es todo, Lozano, buenas noches.

– ¿A Ferro, a Ferrito? -dijo Hortensia-. ¿Está preso Ferrito?

– Llámale un taxi a la dama sin nombre y cierra la boca, Hortensia -dijo él-. No se preocupe por el chofer, señora. La haré acompañar por el policía de la esquina. La deuda está pagada ya.

III

¿LO HABÍA querido la señora a don Cayo? No mucho. No había llorado por él sino porque se largó sin dejarle medio: desgraciado, perro: Es tu culpa, decía la señorita Queta, ella se lo había repetido tanto, siquiera que te compre un auto, siquiera una casa a tu nombre. Pero las primeras semanas la vida casi no cambió en San Miguel; el repostero y el frigidaire repletos como siempre, Símula seguía haciéndole las cuentas del tío a la señora, a fin de mes recibieron su sueldo enterito. Ese domingo, apenas se encontraron en el Bertoloto, se pusieron a hablar de la señora. Qué sería de ella ahora, decía Amalia, quién la ayudaría.

Y él: era una vivísima, se conseguirá otro platudo antes de que cante un gallo. No hables así de ella, dijo Amalia, no me gusta. Fueron a ver una película argentina y Ambrosio salió diciendo pibe, ché y hablando con eyes; loco, se reía Amalia, y de repente se le apareció la cara de Trinidad. Estaban en el cuartito de la calle Chiclayo, desvistiéndose, cuando una cuarentona de pestañas postizas vino a preguntar por Ludovico.

Puso cara de duelo cuando Ambrosio le dijo viajó a Arequipa y no ha vuelto. La mujer se fue y Amalia se burlaba de sus pestañas y Ambrosio decía se las busca pericas. Y a propósito ¿qué sería de Ludovico?

Ojalá no le hubiera pasado nada, el pobre que tenía tanta mala gana de ir. Tomaron lonche en el centro y estuvieron caminando hasta que oscureció. Sentados en un banco del paseo de la República, conversaron, viendo pasar los autos. Había vientecito, Amalia se acurrucó contra él y Ambrosio la abrazó: ¿te gustaría tener tu casita y que yo fuera tu marido, Amalia? Ella lo miró, asombrada. Pronto llegaría el día en que podrían casarse y tener hijos, Amalia, estaba juntando plata para eso. ¿Sería cierto? ¿Tendrían una casa, hijos?

Parecía algo tan lejos, tan difícil, y tumbada de espaldas en su cama, Amalia trataba de imaginarse viviendo con él, haciéndole la comida y lavándole la ropa. No podía. ¿Pero por qué, bruta? ¿No se casaba tanta gente a diario, por qué no tú con él?

Haría un mes que se había ido el señor cuando, un día, la señora entró a la casa como un ventarrón: listo Quetita, desde la semana próxima donde el gordo, hoy mismo empezaría a ensayar. Tenía que cuidarse la silueta, ejercicios, baños turcos. ¿De veras iba a cantar en una boite, señora? Claro que sí, como antes. Ella había sido famosa, Amalia, dejé mi carrera por el desgraciado ése, ahora comenzaría de nuevo. Ven que te enseñe, la agarró del brazo, subieron corriendo y en el escritorio sacó un álbum de recortes, por fin lo que tanto querías ver pensaba Amalia, mira, mira. Se los iba mostrando, orgullosa: en traje largo, en ropa de baño, con peinados altísimos, en un escenario, de Reina echando besos. Y oye lo que decían los periódicos, Amalia: era linda, tenía una voz tropical, cosechaba éxitos. La casa se volvió un desbarajuste, la señora sólo hablaba de sus ensayos y se puso a régimen, a mediodía un juguito de toronja y un bistec a la parrilla, en la noche una ensaladita sin aderezar, me muero de hambre pero qué importa, cierren las ventanas, las puertas, si me resfrío antes del debut me muero, iba a dejar de fumar, el cigarrillo era veneno para una artista. Un día Amalia oyó que le daba sus quejas a la señorita: ni siquiera para el alquiler, el gordo era un tacaño. En fin, Quetita, lo principal era la oportunidad, recuperaría su público y pondría condiciones. Se iba donde el gordo a eso de las nueve, en pantalones y turbante, con un maletín, y volvía al amanecer, magulladísima. Su preocupación era la gordura más que la limpieza ahora. Revisaba los diarios con lupa, ¡oye lo que dicen de mí, Amalia!, y le daban rabietas si hablaban bien de otra: ésa les pagó, se los compró.

Al poco tiempo, recomenzaron las fiestecitas. Amalia reconocía a veces entre los invitados a algunos vejestorios elegantes que venían cuando el señor, pero la mayoría de la gente era ahora distinta: más jóvenes, no tan bien vestidos, sin carro pero qué alegres, qué corbatas, qué colorines, artistas zumbaba Carlota. La señora se divertía a morir, ¡esta noche fiesta criolla, Amalia! Ordenaba a Símula un ají de gallina o arroz con pato, de entrada sebichito o causa, y encargaba a la bodega cervezas. Ya no cerraba el repostero, ya no las mandaba a dormir. Amalia veía los disfuerzos, las locuras, la señora pasaba de los brazos de uno a los de otro como sus amigas, se dejaba besar y se emborrachaba la que más. Pero a pesar de eso, la vez que sorprendió a un señor saliendo del baño al día siguiente de una fiestecita, Amalia sintió vergüenza y hasta un poco de cólera. Ambrosio tenía razón, era vivísima. Al mes pescó a otro, al mes otro. Vivísima, sí, pero con ella buenísima y cuando los días de salida Ambrosio le preguntaba qué dice la señora, ella le mentía muy triste desde que se fue el señor, para que no pensara mal de ella.

¿A quién crees que escogerá?, chisporroteaba Carlota. Era cierto, la señora tenía para escoger: a diario llovían llamadas, a veces traían flores con tarjetitas que la señora le leía por teléfono a la señorita Queta.

Escogió a uno que venía cuando el señor, uno que Amalia creía tenía sus cosas con la señorita Queta. Qué pena, un viejo, decía Carlota. Pero ricacho, alto y de buena planta. Por su cara rosada y sus pelos blancos no provocaba decirle señor Urioste sino abuelito, papá, se reía Carlota. Muy educado, pero se le subían las copas y se le saltaban los ojos y se abalanzaba sobre las mujeres. Se quedó a dormir una vez, dos, tres, y desde entonces amanecía con frecuencia en la casita de San Miguel y partía a eso de las diez, en su autazo color ladrillo. El ancianito te dejó por mí, decía riéndose la señora, y la señorita Queta riéndose: a éste exprímelo, cholita. Se burlaban del pobre a su gusto. ¿Todavía te responde, chola? No, pero mejor, así te engaño menos, Quetita. No había duda, estaba con él por puro interés. El señor Urioste no inspiraba antipatía y miedo como don Cayo, más bien respeto, y hasta cariño cuando bajaba las escaleras con los cachetes rozagantes y los ojos fatigados, y le ponía a Amalia unos soles en el delantal. Era más generoso que don Cayo, más decente. Así que, cuando a los pocos meses dejó de venir, Amalia, pensando, le dio la razón ¿porque era viejito se iba a dejar engañar? Se enteró de lo de Pichón, le dio un ataque de celos y se largó, le dijo la señora a la señorita, ya volverá mansito como una oveja. Pero no volvió.

¿Sigue tan triste la señora?, le preguntó Ambrosio un domingo. Amalia le contó la verdad: ya se había consolado, tenido un amante, peleado con él, y ahora dormía con hombres distintos. Pensó que él le diría ¿ves, no te dije? y que quizás le ordenaría no trabajes más ahí. Pero sólo encogió los hombros: estaba ganándose los frejoles, allá ella. Tuvo ganas de contestarle ¿y si yo hiciera lo mismo te importaría? pero se aguantó. Se veían todos los domingos, iban al cuartito de Ludovico, a veces se encontraban con él y les invitaba un lonche o unas cervecitas. ¿Tuvo un accidente?, le preguntó Amalia el primer día que lo vio vendado.

Me accidentaron los arequipeños, se rió él, ahora no es nada, estuve peor. Parece feliz, le comentó Amalia a Ambrosio, y él: porque gracias a esa paliza lo habían metido al escalafón, Amalia, ahora ganaba más en la policía y era importante.

Como la señora apenas paraba en la casa, la vida era más descansada que nunca. En las tardes, con Carlota y Símula se sentaba a oír los radioteatros, discos.

Una mañana, al subir el desayuno a la señora, encontró en el pasillo una cara que la hizo perder la respiración. Carlota, bajó corriendo excitadísima, Carlota, uno joven, uno buenmocísimo, y cuando lo vio agárrame que me derrito, dijo Carlota. La señora y él bajaron tarde, Amalia y Carlota lo miraban aleladas, sofocadas, tenía una pinta que mareaba. También la señora parecía hipnotizada. Toda lánguida, toda cariñosa, toda engreimientos y coqueterías, le daba a la boca con su tenedor, se hacía la niñita y lo despeinaba, le secreteaba en el oído, amorcito, vidita, cielo. Amalia no la reconocía, tan suavecita, y esas miraditas y esa vocecita.

El señor Lucas era tan joven que hasta la señora parecía vieja a su lado, tan pintón que Amalia sentía calor cuando él la miraba. Moreno, dientes blanquísimos, ojazos, un caminar de dueño del mundo. Con él no era por interés, le contó Amalia a Ambrosio, el señor Lucas no tenía medio. Era español, cantaba en el mismo sitio que la señora. Nos conocimos y nos quisimos, le confesó la señora a Amalia, bajando los ojos. Lo quería, lo quiere. A veces el señor y la señora, jugando, cantaban a dúo y Amalia y Carlota que se casaran, que tuvieran hijos, se veía a la señora tan feliz.

Pero el señor Lucas se vino a vivir a San Miguel y sacó las uñas. No salía casi nunca antes del anochecer y se las pasaba echado en el sofá, ordenando tragos, café. Ninguna comida le gustaba, a todo ponía peros y la señora reñía a Símula. Pedía platos rarísimos, qué carajo será gazpacho oyó gruñir Amalia a Símula, era la primera lisura que le oía. La buena impresión del primer día se fue borrando y hasta Carlota empezó a detestarlo. Además de caprichoso, resultó fresco. Disponía de la plata de la señora a sus anchas, mandaba a comprar algo y decía pídele a Hortensia, es mi banco. Además, organizaba fiestecitas cada semana, le encantaban. Una noche Amalia lo vio besando a la señorita Queta en la boca. ¿Cómo podía ella siendo tan amiga de la señora, qué habría hecho la señora si lo pescaba? Nada, lo hubiera perdonado. Estaba enamoradísima, le aguantaba todo, una palabrita de cariño de él y se le iba el malhumor, rejuvenecía.

Y él se aprovechaba de lo lindo. Los cobradores traían cuentas de cosas que el señor Lucas compraba y la señora pagaba o les contaba historias fantásticas para que volvieran. Ahí se dio cuenta Amalia por primera vez que la señora pasaba apuros de plata. Pero el señor Lucas no se daba, cada día pedía más. Andaba muy elegante, corbatas multicolores, ternos entallados, zapatos de gamuza. La vida es corta cariño, se reía, hay que vivirla cariño, y abría los brazos. Eres un bebe, amor, decía ella. Cómo está, pensaba Amalia, el señor Lucas la había vuelto una gatita de seda. La veía acercarse llena de mimos al señor, arrodillarse a sus pies, apoyar su cabeza en las rodillas de él, y no creía. La oía hazme caso corazón, rogándole tan dulcecito, un cariño a tu viejecita que te quiere tanto, y no creía, no creía.

En los seis meses que el señor Lucas pasó en San Miguel, las comodidades fueron desapareciendo. El repostero se vació, el frigidaire se quedó con la leche y las verduras del día, los pedidos a la bodega acabaron.

El whisky pasó a la historia y ahora en las fiestecitas se tomaba pisco con ginger-ale y bocaditos en vez de platos criollos. Amalia le contaba a Ambrosio y él se sonreía: un cafichito el tal Lucas. Por primera vez la señora se ocupaba de las cuentas, Amalia se reía por adentro viendo la cara de Símula cuando le reclamaba los vueltos. Y un buen día Símula anunció que ella y Carlota se iban. A Huacho, señora, abrirían una bodeguita. Pero la noche antes de la partida, viendo a Amalia tan apenada, Carlota la consoló, mentira, no se iban a Huacho, seguiremos viéndonos. Símula había encontrado una casa en el centro, ella sería cocinera y Carlota muchacha. Tienes que irte tú también, Amalita, mi mamá dice que esta casa se hunde. ¿Se iría? No, la señora era tan buena. Se quedó y más bien se dejó convencer de que hiciera la cocina, ganaría cincuenta soles más. Desde entonces casi nunca comían en casa los señores, mejor vámonos a cenar afuera cariño. Como no sé cocinar mi comida se le atraganta, le contaba Amalia a Ambrosio, bien hecho. Pero el trabajo se triplicó: arreglar, sacudir, tender camas, lavar platos, barrer, cocinar. La casita ya no andaba ordenada y flamante.

Amalia veía en los ojos de la señora cómo sufría cuando pasaba una semana sin baldear el patio, tres y cuatro días sin pasar el plumero por la sala. Había despedido al jardinero y los geranios se marchitaron y el pasto se secó. Desde que estaba en la casita el señor Lucas, la señorita Queta no se había vuelto a quedar a dormir, pero siempre venía, algunas veces con esa gringa, la señora Ivonne, que les hacía bromas a la señora y al señor Lucas: cómo están los tortolitos, los novios. Un día que el señor había salido, Amalia oyó a la señorita Queta riñendo a la señora: te está arruinando, es un vividor, tienes que dejarlo. Corrió al repostero; la señora escuchaba, encogida en el sillón, y de repente alzó la cara y estaba llorando. Sabía todo eso, Quetita, y Amalia sintió que ella también iba a llorar, pero qué iba a hacer, Quetita, lo quería, era la primera vez en su vida que quería de verdad. Amalia salió del repostero, entró a su cuarto y echó llave. Ahí estaba la cara de Trinidad, cuando se enfermó, cuando lo metieron preso, cuando se murió: No se iría nunca, siempre la acompañaría a la señora.

La casa se hundía, sí, y el señor Lucas se alimentaba de esas ruinas, como un gallinazo de basuras. Los vasos y los floreros rotos ya no se reponían pero él estrenaba ternos. La señora les contaba tragedias a los cobradores de la bodega y la lavandería, pero él apareció con un anillo el día de su cumpleaños y en Navidad el Niño Dios le trajo un reloj. Nunca estaba triste ni enojado: abrieron un restaurant en Magdalena ¿vamos, canno? Se levantaba tarde y se instalaba en la sala a leer el periódico. Amalia lo veía, buen mozo, risueño, en su bata color vino, los pies sobre el sofá, canturreando, y lo odiaba: escupía en su desayuno, echaba pelos en su sopa, en sueños lo hacía triturar por trenes.

Una mañana, al volver de la bodega, encontró a la señora y a la señorita que salían, en pantalones, con bolsas. Iban al baño turco, no volverían a almorzar, que le comprara una cerveza al señor al mediodía. Partieron y al ratito Amalia sintió pasos; ya se despertó, querría su desayuno. Subió y el señor Lucas, con saco y corbata, estaba metiendo apurado sus ropas en una maleta. Se iba de viaje a provincias, Amalia, cantaría en teatros, volvería el próximo lunes, y hablaba como si ya estuviera viajando, cantando. Le entregas esta cartita a Hortensia, Amalia, y ahora llámame un taxi. Amalia lo miraba boquiabierta. Por fin salió del cuarto, sin decir nada. Consiguió un taxi, bajó la maleta del señor, adiós Amalia, hasta el lunes. Entró a la casa y se sentó en la sala, agitada. Si siquiera estuvieran aquí doña Símula y Carlota cuando le diera la noticia a la señora. No pudo hacer nada toda la mañana, sólo mirar el reloj y pensar. Eran las cinco cuando el carrito de la señorita Queta paró en la puerta. La cara pegada a la cortina las vio acercarse, muy frescas, muy jóvenes, como si en el baño turco no hubieran perdido peso sino años, y abrió la puerta y le comenzaron a temblar las piernas. Entra, chola, dijo la señora, tómate un cafecito, y entraron y tiraron al sofá las bolsas. Qué pasaba, Amalia. El señor se había ido de viaje, señora, y el corazón le latió fuerte, le había dejado una cartita arriba. No cambió de color, no se movió. La miraba muy quieta, muy seria, por fin le tembló un poquito la boca. ¿De viaje?, ¿Lucas de viaje?, y antes que Amalia contestara dio media vuelta y subió las escaleras, seguida por la señorita Queta. Amalia trataba de oír. No se había puesto a llorar, o lloraría calladita.

Oyó un rumor, un trajín, la voz de la señorita: ¡Amalia! El closet estaba abierto de par en par, la señora sentada en la cama. ¿No es cierto que dijo que volvía, Amalia?, la fulminó la señorita con los ojos. Sí señorita, y no se atrevía a mirar a la señora, el lunes volvía y se daba cuenta que tartamudeaba. Quiso pegarse una escapada con alguna, dijo la señorita, se sentía amarrado con tus celos chola, vendría el lunes a pedir perdón. Por favor, Queta, dijo la señora, no te hagas la idiota. Mil veces mejor que se largara, gritó la señorita, te libraste de un vampiro, y la señora la calmó con la mano: la cómoda, Quetita, ella no se atrevía a mirar. Sollozó, se tapó la cara, y la señorita Queta ya había corrido y abría cajones, revolvía, tiraba cartas, frascos y llaves al suelo, ¿viste que se llevaba la cajita roja, Amalia?, y Amalia recogía gateando, ay Jesús, ay señorita, ¿no viste que se llevaba las joyas de la señora? Eso sí que no, llamarían a la policía, no te iba a robar chola, lo harían meter preso, las devolvería. La señora lloraba a gritos y la señorita mandó a Amalia a preparar un café bien caliente. Cuando volvía con la bandeja, temblando, la señorita estaba hablando por teléfono: usted conoce gente, señora Ivonne, que lo buscaran, que lo pescaran. La señora estuvo toda la tarde en su cuarto, conversando con la señorita, y al anochecer vino la señora Ivonne. Al día siguiente se presentaron dos tipos de la policía y uno era Ludovico.

Se hizo el que no conocía a Amalia. Los dos le hacían preguntas y preguntas sobre el señor Lucas y al final tranquilizaron a la señora: recuperaría sus joyas, era cuestión de unos días.

Fueron unos días tristes. Antes las cosas iban mal pero desde entonces todo fue peor, pensaría Amalia después. La señora estaba en cama, pálida, despeinada y sólo tomaba sopitas. Al tercer día la señorita Queta se fue. ¿Quiere que suba mi colchón a su cuarto, señora? No, Amalia, duerme en el tuyo nomás. Pero Amalia se quedó en el sofá de la sala, envuelta en su frazada.

En la oscuridad, sentía su cara húmeda. Odiaba a Trinidad, a Ambrosio, a todos. Cabeceaba y se despertaba, tenía pena, tenía miedo, y en una de ésas vio luz en el pasillo. Subió, pegó el oído a la puerta, no se oía nada, y abrió. La señora estaba tumbada en la cama, sin taparse, los ojos abiertos: ¿la estaba llamando, señora? Se acercó, vio el vaso caído, los ojos en blanco de la señora. Corrió a la calle, gritando. Se había matado, y tocaba el timbre del lado, se había matado, y pateaba la puerta. Vino un hombre en bata, una mujer, le daban cachetadas a la señora, le apretaban el estómago, querían que vomitara, telefoneaban. La ambulancia llegó ya casi de día. La señora estuvo una semana en el Hospital Loayza.

El día que fue a visitarla, Amalia la encontró con la señorita Queta, la señorita Lucy y la señora Ivonne.

Pálida y flaquita, pero más resignada. Aquí está mi salvadora, bromeó la señora. ¿Cómo le digo que no hay ni para comer?, pensaba ella. Felizmente, la señora se acordó: dale algo para sus gastos, Quetita. Ese domingo, fue a buscar a Ambrosio al paradero y lo trajo a la casa. Ya sabía que la señora quiso matarse, Amalia.

¿Y cómo sabía? Porque don Fermín le estaba pagando el hospital. ¿Don Fermín? Sí, ella lo había llamado y él, tan caballero, al verla en esa situación, se había compadecido y la estaba ayudando. Amalia le preparó de comer y después oyeron radio. Se acostaron en el cuarto de la señora y a Amalia le vino un ataque de risa que no le paraba. Para eso eran los espejos, para eso, qué bandida la señora, y Ambrosio tuvo que sacudirla de los hombros y reñirla, enojado con sus carcajadas. No había vuelto a hablar de la casita ni de casarse, pero se llevaban bien ella y él, nunca peleaban. Hacían siempre lo mismo: el tranvía, el cuartito de Ludovico, el cine, alguna vez uno de esos bailes. Un domingo Ambrosio tuvo un lío en un restaurant criollo de los Barrios Altos porque unos borrachos entraron gritando ¡Viva el Apra! y él ¡Muera!. Se acercaban las elecciones y había manifestaciones en la plaza San Martín. El centro estaba lleno de carteles, carros con altoparlantes, ¡Vota por Prado, tú lo conoces! decían en la radio, volantes, cantaban ¡Lavalle es el hombre que quiere el Perú! con musiquita de vals, fotos y a Amalia se le pegó la polquita ¡Adelante con Belaúnde! Habían vuelto los apristas, en los periódicos salían fotos de Haya de la Torre y ella se acordaba de Trinidad. ¿Lo quería a Ambrosio? Sí, pero con él no era como con Trinidad, con él no había esos sufrimientos, esas alegrías, ese calor como con Trinidad. ¿Por qué quieres que gane Lavalle?, le preguntaba, y él porque don Fermín estaba con él. Con Ambrosio todo era tranquilo, somos dos amigos que además nos acostamos se le ocurrió una vez. Se le pasaban meses sin visitar a la señora Rosario, meses sin ver a Gertrudis Lama ni a su tía. Durante la semana iba guardando en la cabeza todo lo que ocurría y el domingo se lo con taba a Ambrosio, pero él era tan reservado que a veces ella se enfurecía. ¿Cómo estaba la niña Teté?, bien, ¿y la señora Zoila?, bien, ¿había vuelto a la casa el niño Santiago, no, ¿lo extrañaban mucho?, sí, sobre todo don Fermín. ¿Y qué más, y qué más? Nada más.

A veces, jugando, ella lo asustaba: voy a ir a visitar a la señora Zoila, voy a contarle a la señora Hortensia lo nuestro. Él echaba espuma: si vas te arrepentirás, si le cuentas no nos veremos nunca más. ¿Por qué tanto escondite, tanto misterio, tanta vergüenza? Era raro, era loco, tenía manías. ¿Sentirías la misma pena que por Trinidad si se muere Ambrosio?, le preguntó Gertrudis una vez. No, lo lloraría pero no le parecería que se acabó el mundo, Gertrudis. Será porque no hemos vivido juntos, pensaba. Tal vez si le hubiera lavado la ropa, si se enfermaba sería distinto.

La señora Hortensia volvió a San Miguel hecha una espina. La ropa le bailaba, se le había chupado la cara, sus ojos ya no brillaban como antes. ¿La policía no encontró las joyas, señora? La señora se rió sin ganas, nunca las encontrarían, y los ojos se le aguaron, Lucas era más vivo que la policía. Todavía lo quería, pobre. La verdad que no quedaban muchas, Amalia, las había ido vendiendo por él, para él. Qué tontos eran los hombres, él no necesitaba robárselas, Amalia, a él le hubiera bastado pedírmelas. La señora cambió.

Los males le venían uno detrás de otro y ella indiferente, seria, callada. Ganó Prado, señora, el Apra se le volteó a Lavalle y votó por Prado y Prado ganó, así lo dijo la radio. Pero la señora ni la oía: perdí mi trabajo, Amalia, el gordo no me renovó el contrato. Lo decía sin furia, como la cosa más normal del mundo.

Y unos días después, a la señorita Queta, las deudas me van a ahogar. No parecía asustada ni que le importara. Amalia ya no sabía qué inventar cuando el señor Poncio venía a cobrar el alquiler: no está, salió, mañana, el lunes. Antes, el señor Poncio era puro piropo y amabilidad; ahora, una hiena: enrojecía, tosía, se atoraba. ¿Con que no está? Le dio a Amalia un empellón y ladró señora Hortensia, basta de engaños! Desde lo alto de la escalera, la señora lo miró como si fuera una cucarachita: con qué derecho esos gritos, dígale a Paredes que le pagaré otro día. Usted no paga y el coronel Paredes me requinta a mí, ladró el señor Poncio, la vamos a sacar de aquí judicialmente. Saldré cuando me dé la gana, dijo la señora sin gritar y él, ladrando, le damos plazo hasta el lunes o procederemos.

Amalia subió después al cuarto pensando estará furiosa. Pero no, estaba tranquila, mirando el techo con ojos gelatinosos. Cuando Cayo, Paredes ni quería cobrar el alquiler, Amalia, y en cambio ahora. Hablaba con una terrible flojera, como si estuviera lejísimos o durmiéndose. Tendrían que mudarse, no había otro remedio, Amalia. Fueron unos días agitados. La señora salía temprano, volvía tarde, vi cien casas y todas carísimas, llamaba a un señor y a otro señor, les pedía una firmita, un préstamo y colgaba el teléfono y se le torcía la boca: malagradecidos, ingratos. El día de la mudanza vino el señor Poncio y se encerró con la señora en el cuartito que era de don Cayo. Por fin bajó la señora y ordenó a los hombres del camión que volvieran a meter a la casa los muebles de la salita y el bar.

La falta de esos muebles ni se notó en el departamento de Magdalena Vieja, era más chico que la casita de San Miguel. Hasta sobraron cosas y la señora vendió el escritorio, los sillones, los espejos y el aparador. El departamento estaba en el segundo piso de un edificio color verde, tenía comedor, dormitorio, baño, cocina, patiecito y cuarto de sirvienta con su bañito. Estaba nuevo, y una vez arreglado, quedó bonito.

El primer domingo que se encontró con Ambrosio en la avenida Brasil, en el paradero del Hospital Militar, tuvieron una pelea. Pobre la señora, le contaba Amalia, los apuros que pasó, le quitaron sus muebles, las groserías del señor Poncio, y Ambrosio dijo me alegro. ¿Qué? Sí, era una conchuda. ¿Qué? Sableaba a la gente, se las pasaba pidiéndole plata a don Fermín que ya la había ayudado tanto, una desconsiderada.

Plántala, Amalia, búscate otra casa. Antes te planto a ti, dijo Amalia. Discutieron como una hora y sólo se amistaron a medias. Está bien, no hablarían más de ella, Amalia, no valía la pena que nos peleemos por esa loca.

Con los préstamos y lo que vendió, la señora estuvo viviendo mal que bien, mientras buscaba trabajo. Encontró al fin en un sitio de Barranco, "La Laguna".

Otra vez empezó a hablar de dejar de fumar y a amanecer muy maquillada. Nunca nombraba al señor Lucas, sólo venía a verla la señorita Queta. No era la de antes. No hacía bromas, no tenía la malicia, la gracia, esa manera tan despreocupada y alegre de antes. Ahora pensaba mucho en la plata. Quiñoncito está loco por ti chola, y ella no quería verlo ni en pintura, Quetita, no tiene un cobre. Después de un tiempo empezó a salir con hombres, pero nunca los hacía pasar, los tenía esperando en la puerta o en la calle mientras se alistaba. Le da vergüenza que vean cómo vive ahora, pensaba Amalia. Se levantaba y se servía su pisco con ginger-ale. Oía la radio, leía el periódico, llamaba a la señorita Queta, y se tomaba dos, tres. Ya no se la veía tan guapa ni tan elegante.

Así se pasaban los días, las semanas. Cuando la señora dejó de cantar en "La Laguna", Amalia se enteró sólo dos días después. Un lunes y un martes la señora se quedó en casa, ¿tampoco iba a ir a cantar esta noche, señora? No volvería a "La Laguna" más, Amalia, la explotaban, buscaría un sitio mejor. Pero los días siguientes no la vio muy ansiosa por encontrar otro trabajo. Se quedaba en cama, las cortinas cerradas, oyendo radio en la penumbra. Se levantaba pesadamente a prepararse un chilcanito y cuando Amalia entraba al cuarto la veía inmóvil, la mirada perdida en el humo, la voz floja y los gestos cansados. A eso de las siete comenzaba a pintarse la boca y las uñas, a peinarse, y a eso de las ocho la señorita Queta la recogía en su autito. Volvía al amanecer hecha un trapo, tomadísima, con una fatiga tan grande que a veces despertaba a Amalia para que la ayudara a desvestirse. Vea cómo está enflaqueciéndose, le dijo Amalia a la señorita Queta, dígale que coma, se va a enfermar. La señorita se lo decía, pero no le hacia caso. Todo el tiempo andaba llevando su ropa a una costurera de la avenida Brasil para que se la angostara. Cada día le daba a Amalia lo del diario y le pagaba su sueldo puntual, ¿de dónde sacaba plata? Ningún hombre se había quedado a dormir en el departamento de Magdalena todavía. Tendría sus cosas en la calle, a lo mejor. Cuando la señora comenzó a trabajar en el "Monmartre", no habló más de dejar de fumar ni de corrientes de aire.

Ahora hasta cantar le importaba un pito. Con qué desgano se maquillaba. Ni el arreglo y la limpieza de la casa le interesaban, ella que se ponía histérica cuando pasaba un dedo por la mesa y encontraba polvo. Ni se fijaba que los ceniceros se quedaban repletos de puchos, y no había vuelto a preguntarle en las mañanas ¿te duchaste, te echaste desodorante? El departamento se veía desordenado, pero Amalia no tenía tiempo para todo. Además, ahora la limpieza le costaba mucho más esfuerzo. La señora me contagió su flojera, le contaba a Ambrosio. Da no sé qué verla a la señora así, tan dejada, señorita, ¿sería porque no se conformaba de lo del señor Lucas? Sí, dijo la señorita Queta, y también porque el trago y las pastillitas para los nervios la tienen medio idiotizada.

Un día tocaron la puerta, Amalia abrió y era don Fermín. Tampoco la reconoció: Hortensia me está esperando. Cómo había envejecido desde la última vez, cuántas canas, qué ojos hundidos. La señora la mandó a comprar cigarrillos, y el domingo, cuando Amalia le preguntó a Ambrosio a qué vino don Fermín, él hizo ascos: a traerle plata, esa desgraciada lo había tomado de manso. ¿Qué te ha hecho la señora a ti, por qué la odias? A Ambrosio nada, pero a don Fermín lo estaba sangrando, abusando de lo bueno que era, cualquier otro la hubiera mandado al diablo. Amalia se enfurecía: qué te metes tú, qué te importa a ti. Busca otro trabajo, insistía él ¿no ves que se muere de hambre?, déjala.

A veces la señora desaparecía dos, tres días, y al volver estuve de viaje, Amalia. Paracas, el Cuzco, Chimbote. Desde la ventana, Amalia la divisaba subiendo a automóviles de hombres con su maletín. A algunos les conocía la voz, por el teléfono, y trataba de adivinar cómo eran, de qué edad. Una madrugada oyó voces, fue a espiar y vio a la señora en la salita con un hombre, riéndose y tomando. Después escuchó una puerta y pensó se metieron al cuarto. Pero no, el señor se había ido y la señora, cuando ella fue a preguntarle si ya quería almorzar, estaba echada en la cama vestida, con la mirada rarísima. Se la quedó viendo con una risita silenciosa y Amalia ¿se sentía mal? Nada, quieta, como si todo su cuerpo se hubiera muerto menos sus ojos que vagaban, mirando. Corrió al teléfono y esperó temblando la voz de la señorita Queta: se mató otra vez, ahí estaba en su cama, no oía, no hablaba, y la señorita Queta gritó cállate, no te asustes, óyeme. Café bien cargado, no llames al médico, ella ya venía.

Tómese esto para que se mejore, señora, lloriqueaba Amalia, la señorita Queta ya venía. Nada, muda, sorda, mirando, así que ella le levantó la cabeza y le acercó la taza a la boca. Tomaba obediente, dos hilitos le chorreaban por el cuello. Así señora, todito, y le hacía cariños en la cabeza y le besaba las manos. Pero cuando la señorita Queta llegó, en vez de apenarse comenzó a decir lisuras. Mandó comprar alcohol, hizo que la señora tomara más café, entre ella y Amalia acostaron a la señora, le frotaron la frente y las sienes.

Mientras la señorita la reñía, tonta, loca, inconsciente, la señora fue volviendo. Sonreía, qué era tanto laberinto, se movía, y la señorita estaba harta, no soy tu niñera, te vas a meter en un lío, si quieres matarte mátate pero no a pocos. Esa noche la señora no fue al "Monmartre” pero al día siguiente se levantó ya bien.

Una mañana después ocurrió el lío. Amalia volvía de la tienda y vio un patrullero en la puerta del edificio. Un policía y uno de civil discutían con la señora en la vereda. Déjenme telefonear, decía la señora, pero la agarraron de los brazos, la subieron al carro y partieron. Se quedó un rato en la calle, tan asustada que no se animaba a entrar. Llamó a la señorita y no estaba; llamó toda la tarde y no contestaba. A lo mejor se la habían llevado a la policía, a lo mejor vendrían y se la llevarían a ella también. Las sirvientas de los vecinos venían a averiguar qué pasó, adónde se la llevaron. Esa noche no pudo pegar los ojos: vienen, te van a llevar. Al día siguiente se apareció la señorita Queta y puso unos ojazos terribles cuando Amalia le contó.

Corrió al teléfono: haga algo, señora Ivonne, no podían tenerla presa, todo era culpa de la Paqueta, atropellada y asustada la señorita también. Le dio una libra a Amalia: habían complicado a la señora en algo feo, a lo mejor vendrían policías o periodistas, anda vete donde tu familia por unos días. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la oyó murmurar pobre Hortensia. Dónde iría, dónde iba. Fue donde su tía, que ahora tenía una pensioncita en Chacra Colorada. La señora se fue de viaje, tía me dio vacación. Su tía la resondró por haberse perdido tanto tiempo, y la estuvo mirando, mirando. Por fin le agarró la cara y le examinó los ojos: mientes, te botó porque descubrió que estás encinta.

Ella le negó, no estaba, protestó, de quién iba a estar encinta. Pero ¿y si su tía tenía razón, si era por eso que no sangraba? Se olvidó de la señora, de la policía, qué le iba a decir a Ambrosio, qué diría él. El domingo fue al paradero del Hospital Militar, rezando entre dientes. Comenzó a contarle lo de la señora, pero él ya sabía. Ya estaba en su casa, Amalia, don Fermín habló con amigos y la hizo soltar. ¿Y por qué la habían metido presa a la señora? Algo sucio haría, algo malo haría, y cambió de tema: Ludovico le había prestado el cuartito por toda la noche. Lo veían poco a Ludovico ya, Ambrosio le contaba que parecía que se iba a casar y que hablaba de comprarse una casita en la Urbanización de Villacampa, qué progresos había hecho Ludovico ¿no, Amalia? Fueron a un restaurancito del Rímac y él le preguntó por qué no comes. No tenía hambre, había almorzado mucho. ¿Por qué no hablaba?

Estaba pensando en la señora, mañana iré tempranito a verla. Apenas entraron al cuartito se atrevió: mi tía dice que estoy encinta. Él se sentó de un brinco en la cama. Qué mierda lo que creía tu tía, la sacudió de un brazo, ¿estaba o no estaba? Sí, creía que sí, y se echó a llorar. En vez de consolarla, Ambrosio se puso a mirarla como si tuviera lepra y lo pudiera contagiar.

No podía ser, repetía, no puede ser y se le atracaba la voz. Ella salió corriendo del cuartito. Ambrosio la alcanzó en la calle. Cálmate, no llores, atontado, la acompañó hasta el paradero y decía no me lo esperaba, no creas que me he enojado, me dejaste sonso. En la avenida Brasil se despidió de ella hasta el domingo. Amalia pensó: no va a venir más.

No estaba furiosa la señora Hortensia: hola, Amalia. La abrazó contenta, creía que te habías asustado y no volverías. Cómo se le ocurría, señora. Ya sé, dijo la señora, tú eres una amiga, Amalia, una de verdad.

Habían querido embarrarla en algo que no había hecho, la gente era así, la mierda de la Paqueta así, todos así. Los días, las semanas volvieron a ser los de siempre, cada día un poquito peor por los apuros de plata. Un día tocó la puerta un hombre de uniforme. ¿A quién buscaba? Pero la señora salió a recibirlo, hola Richard, y Amalia lo reconoció. Era el mismo que había entrado a la casa esa madrugada, sólo que ahora estaba con gorra de aviador y un saco azul de botones dorados.

El señor. Richard era piloto de Panagra, se pasaba la vida viajando, patillas canosas, un mechón amarillo sobre la frente, gordito, pecoso, un español mezclado de inglés que daba risa. A Amalia le cayó simpático.

Fue el primero en entrar al departamento, el primero en quedarse a dormir. Llegaba a Lima los jueves, se venía del aeropuerto de azul marino, se bañaba, descansaba un rato, y salían, volvían al amanecer haciendo bulla y dormían hasta el mediodía. A veces el señor Richard se quedaba en Lima dos días: Le gustaba meterse a la cocina, ponerse un mandil de Amalia, y cocinar. Ella y la señora, riéndose, lo veían freír huevos, preparar tallarines, pizzas. Era bromista, juguetón y la señora se llevaba bien con él. ¿Por qué no se casaba con el señor Richard, señora?, es tan bueno. La señora Hortensia se rió: era casado y con cuatro hijos, Amalia.

Habrían pasado dos meses y una vez el señor Richard llegó miércoles en vez de jueves. La señora estaba encerrada a oscuras, con su chilcanito en el velador. El señor Richard se asustó y llamó a Amalia.

No se ponga así, lo calmaba ella; no era nada, ya le iba a pasar, eran los remedios. Pero el señor Richard hablaba en inglés, colorado del susto, y le daba a la señora unas cachetadas que escarapelaban, y la señora mirándolos como si no estuvieran ahí. El señor Richard iba a la sala, volvía, llamaba por teléfono y al fin salió y trajo un médico que le puso una inyección a la señora. Cuando el médico se fue, el señor Richard entró a la cocina y parecía un camarón: rojísimo, furiosísimo, comenzaba a hablar en español y se pasaba al inglés. Señor qué le pasa, por qué gritaba, por qué me insulta. Él daba manotazos y Amalia pensaba me va a pegar, se loqueó. Y en eso apareció la señora: con qué derecho alzaba la voz, con qué derecho gritas a Amalia.

Lo comenzó a reñir por haber llamado al médico, ella lo gritaba a él y él a ella, y en la sala seguían gritando, gringo de mierda, metete de mierda, ruidos, una cachetada, y Amalia atolondrada cogió la sartén y salió pensando nos va a matar a las dos. El señor Richard se había ido y la señora lo insultaba desde la puerta. Entonces no pudo aguantarse, atinó a levantar el mandil pero fue por gusto, todo el vómito cayó al suelo.

Al oír las arcadas la señora vino corriendo. Anda al baño, no te asustes, no pasa nada. Amalia se lavó la boca, volvió a la sala con un trapo mojado y una escoba, y, mientras limpiaba, oía a la señora riéndose.

No había de qué asustarse, sonsa, hacía rato tenía ganas de largar a este idiota, y Amalia muerta de vergüenza. Pero de repente la señora se calló. Oye, oye, le vino una sonrisita de ésas de otros tiempos, mosquita muerta, ven, ven aquí. Sintió que enrojecía, ¿no estarás encinta, no?, que le daba vértigo, no señora, qué ocurrencia. Pero la señora la agarró del brazo: pedazo de boba, claro que estás. No enojada sino asombrada, riéndose. No señora, qué iba a estar, y sintió que le temblaban las rodillas. Se echó a llorar, ay señora. Mosquita muerta, decía la señora con cariño. Le trajo un vasito de agua, la hizo sentar, quién iba a pensar. Sí estaba, señora, todo este tiempo se había sentido tan mal: sed, mareos, esa sensación de que le jalaban el estómago. Lloraba a gritos y la señora la consolaba, por qué no me contaste, sonsa, si no tenía nada de malo, te hubiera llevado al médico, no hubieras trabajado tanto. Ella seguía llorando y de repente: por él, señora, no quería que le contara, decía te va a botar.

¿Acaso no me conoces, sonsa, sonrió la señora Hortensia, se te ocurre que te iba a botar? Y Amalia: ese chofer, ese Ambrosio que usted conoce, el que le llevaba recaditos a San Miguel. No quería que nadie supiera, tiene sus manías. Lloraba a gritos y le contaba, señora, se portó mal una vez y ahora peor. Desde que supo del hijo se ha vuelto rarísimo, no quería hablar de él, Amalia le decía tengo vómitos y él cambia de conversación, Amalia ya se mueve y él hoy no puedo quedarme contigo, tengo que hacer. Ya sólo la veía un ratito los domingos, por cumplir, y la señora abría los ojos. ¿Ambrosio?, sí, no la había vuelto a llevar al cuartito, ¿el chofer de Fermín Zavala?, sí, le invitaba un lonche y se despedía, ¿años que te ves con él?, y la miraba y movía la cabeza y decía quién lo iba a creer.

Era un loco, un maniático, toda la vida con sus secretos, señora, se avergonzaba de ella y ahora como la otra vez la iba a dejar. La señora se echó a reír y movía la cabeza, quién lo iba a creer. Y después, ya seria, ¿tú lo quieres, Amalia? Sí, era su marido, si ahora sabe que le conté todo la iba a dejar, señora, me puede hasta matar. Lloraba y la señora le trajo otro vasito de agua y la abrazó: no va a saber que me contaste, no la iba a dejar. Se quedaron conversando y la señora la tranquilizaba, nunca sabría, sonsa. ¿La había visto algún médico? No, ay qué tonta eres, Amalia.

¿De cuántos meses estaba? De cuatro, señora. Al día siguiente ella misma la llevó donde un doctor que la examinó y dijo el embarazo está muy bien. Esa noche llegó la señorita Queta y la señora, delante de Amalia, esta mujer está encinta, figúrate. ¿Ah, sí?, dijo la señorita Queta, como si no le llamara la atención. Y si supieras de quién, se rió la señora, pero al ver la cara de Amalia se puso un dedo en la boca: no se podía decir, chola, era un secreto.

¿Qué iba a pasar ahora? Nada, no la iba a botar.

La señora la había llevado al médico y quería que se cuidara, no te agaches, no enceres, no levantes eso. Era buena la señora, y ella se sentía tan aliviada de habérselo contado a alguien. ¿Y si Ambrosio se enteraba? Qué importa si de todos modos te va a dejar, bruta.

Pero no la dejaba, todos los domingos venía. Conversaban, tomaban lonche y Amalia pensaba qué falso, qué mentiroso todo lo que decimos. Porque hablaban de todo menos de eso. No habían vuelto al cuartito, iban a pasear o al cine y en la noche él la traía hasta el Hospital Militar. Se lo notaba preocupado, la mirada se le perdía por momentos, y ella pensaba pero tú de qué te pones así, ¿acaso le había pedido que se casaran, acaso plata? Un domingo, al salir de la vermouth, le escuchó la voz cortada: cómo te sientes, Amalia.

Bien nomás, dijo ella, y mirando el suelo ¿le preguntaba eso por el hijo? Cuando nazca ya no podrás seguir trabajando, lo oyó decir: Y por qué no, dijo Amalia; qué crees que voy a hacer, de qué iba a vivir. Y Ambrosio: de eso tendré que encargarme yo. No habló más hasta que se despidieron. ¿Me encargaré yo?, pensaba a oscuras, frotándose la barriga, ¿él? ¿Quería decir vivir juntos, la casita?

El quinto, el sexto mes. Se sentía muy pesada ya, tenía que interrumpir el arreglo para recuperar el aliento, la cocina, hasta que pasaran los arrebatos de calor. Y un día la señora dijo nos mudamos. ¿Adónde, señora? A Jesús María, este departamento resultaba caro. Vinieron unos hombres a examinar los muebles y a discutir precios, volvieron con una camioneta y se llevaron las sillas, la mesa del comedor, la alfombra, el tocadiscos, el refrigerador, la cocina. Amalia sintió una opresión en el pecho al día siguiente, cuando vio las tres maletas y los diez paquetitos que contenían todas las cosas de la señora. De qué te apenas si a ella no le importa, no seas bruta. Pero se apenaba, pero era. ¿No le da tristeza quedarse casi sin nada, señora? No, Amalia ¿sabes por qué? Porque dentro de un tiempito se iría de este país. Si quieres te llevo al extranjero conmigo, Amalia, y se reía. ¿Qué le pasaba?

¿De dónde ese buen humor de repente, esos proyectos esas ganas de hacer cosas de la señora? Amalia se quedó fría al ver el departamentito de General Garzón. No es que fuera tan chiquito, pero tan viejo, tan feo.

La salita comedor era minúscula, lo mismo el dormitorio, la cocinita y el baño parecían de juguete. En el cuarto de servicio, tan angosto, sólo cabía el colchón. Apenas tenía muebles y tan arruinados. ¿Aquí vivía antes la señorita Queta, señora? Sí, y Amalia no lo creía, con el carrito blanco que tenía y lo elegante que vestía, ella había pensado que la señorita viviría mucho mejor. ¿Y adónde se había ido la señorita ahora? A un departamento en Pueblo Libre, Amalia.

Desde que se mudaron a Jesús María la señora mejoró de ánimo, de hábitos. Se levantaba temprano, comía mejor, pasaba gran parte del día en la calle, conversaba. Y hablaba del viaje: a México, se iría a México, Amalia, y no volvería nunca. La señorita Queta venía a verla, y desde la sofocante cocina, Amalia las oía, hablando día y noche de lo mismo: se iría, viajaría.

Era de veras, pensaba Amalia, se va a ir, y sintió pena.

Por ti me estoy volviendo no sé cómo, decía tocándose la barriga, lloro de todo, todo me da pena, qué bruta me has vuelto. ¿Y cuándo iba a viajar, señora? Prontito, Amalia. Pero la señorita Queta no la tomaba muy en serio, Amalia la oía: no te hagas ilusiones, Hortensia, no creas que todo te va salir tan fácil, te estás metiendo en honduras. Había algo raro pero qué, qué era. Se lo preguntó a la señorita Queta y ella le dijo: las mujeres son idiotas, Amalia: la está llamando porque necesita plata, y la idiota de Hortensia se la va a llevar, y cuando tenga la plata en sus manos la va a largar otra vez. ¿El señor Lucas, señorita? Claro, quién iba a ser. Amalia creyó que se desmayaba. ¿Se iba a ir donde él? ¿La había dejado, le había robado y donde él? Pero ya no podía pensar mucho rato en la señora ni en nada, se sentía demasiado mal. La primera vez no había sentido ese cansancio, esa pesadez tan grande: sueño mañana y tarde y al regresar de la compra tenía que echarse. Se había llevado un banquito a la cocina y cocinaba sentada. Cómo has engordado, pensaba.

Era verano, Ambrosio tenía que llevar a los. Zavala a Ancón y Amalia sólo lo veía un domingo sí y otro no.

¿No sería lo de Ancón una mentira, un pretexto para irse alejando de ella a poquitos? Porque de nuevo estaba rarísimo. Amalia iba a darle el encuentro a la avenida Arenales, con mil cosas para contarle, y qué baño de agua fría. ¿Así que la señora quería irse a México?, ajá, ¿a juntarse con ese cafiche?, ah bueno, ¿así que la casita de ahora era enana?, ah qué tal. No me estás oyendo, sí te estoy, en qué estás pensando, en nada. No importa, pensaba Amalia, ya no lo quiero. Su tía le había dicho cuando se vaya la señora te vienes acá, la señora Rosario le había dicho si te quedas en la calle ésta es tu casa y Gertrudis lo mismo. Si te has arrepentido de lo que me ofreciste, mejor olvídate y cambia de cara, le dijo un día, yo no te he pedido nada.

Y él, asombrado ¿qué te he ofrecido? Vivir juntos, dijo ella. Y él: ah, eso, no te preocupes, Amalia. Cómo había podido amistarse, juntarse de nuevo con él. Una vez contó todas las palabras que Ambrosio había dicho ese domingo y no llegaban a cien. ¿Estaba esperando que ella tuviera el hijo para dejarla? No, antes lo dejaría Amalia a él. Se buscaría una casa donde trabajar no lo vería más qué dulce sería la venganza cuando él viniera llorando a pedirle perdón: fuera, no te necesito, lárgate.

Seguía engordando, y la señora hablaba todo el tiempo del viaje, ¿pero cuándo iba a viajar? No sabía exactamente cuándo pero pronto, Amalia. Una noche la oyó discutiendo a gritos con la señorita Queta. Estaba tan adolorida que no se levantó a espiar: he sufrido mucho, todos le habían dado patadas, no tengo por qué guardar consideraciones a nadie. Te vas a fregar, decía la señorita, la verdadera patada sólo ahora te la van a dar, loca. Una mañana, al regresar del mercado, vio un auto en la puerta: era Ambrosio. Se le acercó pensando qué vendrá a decirme, pero él la recibió poniéndose un dedo en la boca: chist, no subas, ándate. Don Fermín estaba arriba con la señora. Ella se fue a sentar a la placita de la esquina: nunca cambiaría, toda la vida seguiría con sus cobardías. Lo odiaba, le tenía asco, Trinidad era mil veces mejor. Cuando vio partir el carro entró a la casa y la señora parecía una fiera. Requintaba, fumaba, empujaba las sillas y, al ver a Amalia, qué haces ahí mirándome como una idiota, anda a la cocina. Se fue a encerrar a su cuarto, resentida.

Nunca me habías insultado, pensaba. Se quedó dormida. Cuando salió a la salita, la señora no estaba. Volvió al anochecer, arrepentida de haberla gritoneado.

Estaba nerviosa, Amalia, un hijo de puta le había dado un colerón. Que se fuera a acostar nomás, no te preocupes de la comida.

Esa semana se sintió peor. La señora pasaba el día en la calle, o en su cuarto hablando a solas, con un malhumor terrible. El jueves en la mañana se estaba agachando a recoger un secador cuando sintió que se le quebraban los huesos y cayó al suelo. Trataba de levantarse y no podía. Se fue arrastrando hasta el teléfono: ya está, ya está señorita y la señora no estaba, los dolores, las piernas mojaditas, me estoy muriendo.

Mil años después la señora y la señorita entraron a la casa y las vio como en sueños. Casi en peso la bajaron las gradas, la subieron al carrito y la llevaron a la Maternidad: no te asustes, todavía no iba a nacer, vendrían a verla, volverían, tranquilita Amalia. Los dolores venían muy seguiditos, había un olor a trementina que daba náuseas. Quería rezar y no podía, se iba a morir. La habían subido a una camilla y una vieja con pelos en el cuello le estaba quitando la ropa y riñéndola. Pensó en Trinidad mientras sentía que se le rasgaban los músculos y que le hundían un cuchillo entre la cintura y la espalda.

Cuando despertó, sentía su cuerpo como una llaga y carbones humeando en el estómago. No tenía fuerzas para gritar, pensaba ya me morí. Unas pelotas tibias le cerraban la garganta y no podía vomitar. Poco a poco fue reconociendo la sala llena de camas, las caras de las mujeres, el techo altísimo y sucio. Has estado durmiendo tres días, le dijo su vecina de la derecha, y la de la izquierda: te daban de comer con tubos.

Te salvaste de milagro, le dijo una enfermera, y tu hijita también. El doctor que hizo la visita: cuidadito con tener más hijos, hago milagros una sola vez por paciente. Después una Madre buenísima le trajo un bultito que se movía: pequeñita, peludita, no había abierto aún los ojos. Se le pasó la sed, el dolor, y se sentó en la cama a darle de mamar. Sintió cosquillas en el pezón y se echó a reír como loca. ¿No tienes familia?, le dijo la de la izquierda, y la de la derecha: menos mal que te salvaste, a las que no tienen familia las despachaban a la fosa común. ¿No había venido nadie a verla? No. ¿Una señora muy blanca de pelo negro con unos ojazos no había venido? No. ¿Una señorita alta, buena moza, de pelos rojos tampoco? No, nadie.

Pero por qué, pero cómo. ¿Ni habían llamado a preguntar por ella? ¿Se habían portado así, la habían dejado botada sin venir, sin preguntar? Pero no se enfureció ni apenó. Las cosquillas subían y bajaban por todo su cuerpo y el bultito seguía afanándose, quería más. ¿No habían venido ésas? y se moría de risa: qué chupabas tanto si ya no sale más, tonta.

Al sexto día, el doctor dijo estás bien, te doy de alta. Cuídate, había quedado muy débil con la operación, descansa por lo menos un mes. Y nunca más hijos, ya sabía. Se levantó y le vino un vértigo. Había enflaquecido, estaba amarilla y con los ojos hundidos. Se despidió de sus vecinas, de la Madrecita, pasito a paso salió a la calle y en la puerta un policía le paró un taxi.

A su tía le tembló la boca al verla aparecer en Chacra Colorada con la niña en los brazos. Se abrazaron, lloraron juntas. ¿Tan perra se había portado la señora que ni llamó a preguntar ni te fue a ver? Sí, así, y ella tan bruta que siempre la había ayudado y no había querido plantarla. ¿Y el tipo tampoco se apareció? Tampoco, tía. Cuando estés sana iremos a la policía, dijo la tía, harán que la reconozca y te dé plata. La casita tenía tres cuartos, en uno dormía la tía y en los otros sus pensionistas, que eran cuatro. Una pareja de viejitos, Que pasaban el día oyendo la radio y cocinándose en un primus que llenaba de humo la casa; él había sido empleado de correos y se acababa de jubilar. Los otros eran dos ayacuchanos, uno heladero de D'Onofrio y el otro sastre. No comían en la pensión paraban cantando en quechua en las noches. La tía le puso un colchón en su dormitorio, y Amalita dormía con ella. Estuvo una semana casi sin moverse de la cama, con mareos vez que se paraba. No se aburría. Jugaba con Amalita, la contemplaba, le hablaba al oído: irían a cobrarle el sueldo a esa ingrata y a decirle no voy a trabajar más donde usted, y si el desgraciado daba cara un día fuera, chau, no te necesitamos. A lo mejor te coloco en una bodeguita de unas amigas de Breña, decía su tía.

A los ocho días le habían vuelto las fuerzas y su tía le prestó plata para el ómnibus: sácale hasta el último centavo, Amalia. Me verá y se arrepentirá, pensaba, me rogará que me quede. No vayas a ser tan bruta de nuevo. Llegó a General Garzón con la niña en brazos y en la puerta del edificio se encontró con Rita, la sirvienta coja del primer piso. Le sonrió y pensó qué tengo, qué tiene ésta: hola, Rita. La miraba con la boca abierta, como lista para correr. ¿Tanto cambié que no me conoces?, se rió Amalia, soy la del segundo piso, era Amalia. ¿Te soltaron?, dijo Rita, ¿le habían pegado? ¿La policía, me pegaron? ¿Si me ven contigo no me llevarán?, dijo Rita, asustada, ¿no le pegarían a ella también? Porque sólo faltaba eso, ya la habían gritoneado, preguntado su vida y milagros, y lo mismo a la del frente y a la del tercero y el cuarto, de mala manera, dónde está, dónde se fue, dónde se escondió, por qué desapareció la tal Amalia. De malas maneras; con lisuras, amenazando, confiesa o vas adentro. Como si nosotras supiéramos algo, dijo Rita. Dio un paso hacia Amalia y bajó la voz: ¿dónde encontraron, qué te dijeron, Amalia les confesó quién la había matado?

Pero Amalia se había recostado en la pared y balbuceaba cógela, cógela. Rita cargó a Amalita, qué pasa, qué tenía, qué te hicieron. La hizo entrar a la cocina del primer piso. Menos mal que los señores no están, siéntate, toma agua. ¿Matado?, repetía Amalia, y Rita, con Amalita en los brazos, no grites así, no tiembles así, ¿a la señora Hortensia la habían matado? Rita iba a mirar a la ventana, había echado llave a la puerta, por fin le devolvió la criatura, cállate, van a oír todo los vecinos. Pero dónde había estado, cómo no se iba a haber enterado, si había salido en los periódicos, si aparecían tantas fotos de la señora, ¿en la Maternidad no hablaban, no había oído las radios? Y Amalia, sintiendo cómo le chocaban los dientes, algo calientito, Rita, un té, cualquier cosa. Rita le preparó una tacita de café. Qué más quieres que te libraste, decía, los policías, los periodistas, venían y tocaban y preguntaban, se iban y venían otros, todos querían saber dónde estabas, algo sabrá cuando se fue, algo haría cuando se escondió, menos mal que no te encontraron, Amalia.

Ella tomaba su café a sorbitos, decía sí, muchas gracias Rita, y mecía a Amalita que estaba llorando. Se iría, se escondería, sí, nunca volvería, y Rita: si te pescan te tratarán peor que a nosotras, a ella Dios sabe lo que le harían. Amalia se paró, gracias de nuevo, y salió. Creyó que se iba a desmayar, pero al llegar a la esquina le había pasado el mareo, y andaba de prisa, aplastando a Amalita contra su pecho para que no se oyera su llanto. Un taxi y no paró, otro, y ella seguía trotando, eran policías, ése era, ése la iba a agarrar al pasar a su lado, y por fin paró uno. Su tía la resondró cuando le pidió para el taxi. Podías venirte en ómnibus, ella no era rica. Se fue a encerrar en su cuarto.

Tenía tanto frío que se abrigó con las frazadas de su tía y sólo al atardecer dejó de hacerse la dormida y contestó las preguntas: no, la señora no estaba, tía, había salido de viaje. Sí, claro que volvería a cobrarle; por supuesto que no se dejaría robar, tía. Y pensaba: tengo que llamar. Le había pedido a su tía un sol y fue a la bodega de la esquina. No se había olvidado del número, lo recordaba clarito. Pero contestó una voz de chiquilla que no conocía: no, ahí no vivía ninguna señorita Queta. Volvió a llamar y un hombre: no era allí, no la conocían, ellos acababan de mudarse allí, tal vez era la antigua inquilina. Se apoyó contra un árbol, para recuperar el aliento. Se sentía tan asustada, pensaba el mundo se ha vuelto loco. Por eso no había ido a la Maternidad, ése era el crimen de que hablaban en la radio, y a ella la estaban buscando. Se la llevarían, le harían preguntas, le pegarían, la matarían como a Trinidad.

Pasó unos días sin salir de la casa, ayudando a su tía en el arreglo. No abría la boca, pensaba la mataron, se murió. Se le paraba el corazón cuando tocaban la puerta. Al tercer día fueron con su tía a la Parroquia a bautizar a Amalita y cuando el Padre preguntó ¿qué nombre? ella contestó: Amalia Hortensia. Se pasaba las noches en blanco, abrazando a Amalita, sintiéndose vacía, culpable, perdón por haber pensado mal de usted, ella cómo podía saber, señora, pensando qué sería de la señorita Queta. Pero al cuarto día reaccionó: haces un mundo de todo, de qué tanto miedo, bruta. Iría a la policía, estuve en la Maternidad, averigüen, verían que era cierto y la dejarían en paz. No, la insultarían, no le creerían. Al atardecer su tía la mandó a comprar azúcar y cuando estaba cruzando la esquina una figura se apartó del poste y le cerró el paso, Amalia dio un grito: te espero hace horas, dijo Ambrosio. Se dejó ir contra él, incapaz de hablar. Estuvo así, tragándose las lágrimas y los mocos, la cara en el pecho de él, y Ambrosio la consolaba. La gente estaba mirando, no llores, hacía tres semanas que la buscaba, ¿y el hijito, Amalia? La hijita, sollozaba ella, sí, había nacido bien. Ambrosio sacó un pañuelo, le limpió la cara, la hizo estornudar, la llevó a un café. Se sentaron en una mesita del fondo. Él le había pasado el brazo, la dejaba llorar dándole palmaditas. Está bien, estaba bien, Amalia, ya basta. Lloraba por lo de la señora Hortensia. Sí, y por lo que se sentía tan sola, tan asustada.

La policía me anda buscando, como si ella supiera algo, Ambrosio. Y porque creía que él la había abandonado. Y cómo iba a ir a verte a la Maternidad, sonsa, acaso él sabía, ¿acaso iba a adivinar? Había ido a esperarla a Arenales y no viniste, cuando salió en los periódicos lo de la señora te estuve buscando como loco, Amalia. Había ido a la casa donde vivía antes tu tía, en Surquillo, y de ahí lo mandaron a Balconcillo, y de ahí a Chacra Colorada, pero sólo sabían la calle, no el número. Había venido, preguntado por todas partes; todos los días, pensando va a salir a la calle, la voy a encontrar. Menos mal que al fin, Amalia. ¿Y la policía?, dijo Amalia. No vas a ir, dijo él. Le había preguntado a Ludovico y creía que te tendrían encerrada lo menos un mes, preguntándole, averiguando. Mejor que ni le vean la cara, mejor que se vaya un tiempito de Lima hasta que nos olvidemos de ella. Y cómo se iba a ir, hacía pucheros Amalia, adónde se iba a ir. Y él: conmigo, juntos. Ella lo miró a los ojos: sí Amalia.

Parecía de verdad, que lo tenía ya decidido. La miraba muy serio, ¿crees que voy a permitir que te metan presa ni un día?, su voz era muy grave, se irían de viaje mañana. ¿Y tu trabajo? Era lo de menos, trabajaría por su cuenta, se irían. Ella no le quitaba la vista, tratando de creer, pero no podía. ¿A vivir juntos? ¿Mañana? A la montaña, dijo Ambrosio, y le acercó la cara: por un tiempo, volverían cuando ya no se acuerden de ti. Ella sintió que todo se derrumbaba de nuevo: ¿Ludovico le había dicho? Pero por qué la buscaban, qué había hecho, qué sabía ella. Ambrosio la abrazó: no pasaría nada, se irían mañana en el tren, después tomarían un ómnibus. En la montaña nadie la encontraría. Se acurrucó contra él, ¿hacía todo esto porque la quería, Ambrosio? Claro, tonta, por qué crees. En la montaña había un pariente de Ludovico, trabajaría con él, los ayudaría. Ella se sentía atontada de susto y de asombro. No le digas nada a tu tía, no se lo diría, que nadie supiera, nadie sabría. No fuera que, ella no, claro, sí. ¿Conocía Desamparados? Sí, conocía.

La acompañó hasta la esquina, le dio plata para el taxi, te sales con cualquier pretexto y se venía calladita. Toda la noche, los ojos abiertos, oyó la respiración de su tía y los ronquidos cansados que salían del cuarto de los viejos. Voy a cobrarle de nuevo a la señora, le dijo al día siguiente a su tía. Tomó un taxi y cuando llegó a Desamparados, Ambrosio apenas si miró a Amalita Hortensia. ¿Ésta era? Sí. La hizo entrar a la estación, esperar sentada en una banca entre serranitos con atados. Se había traído dos grandes maletas y yo ni un pañuelo, pensaba Amalia. No se sentía contenta de irse, de vivir con él; se sentía rara.

IV

– YA ERA hora, Ambrosio -dijo Ludovico-. Basta que uno esté jodido para que los amigos le vuelvan la espalda.

– ¿Crees que no hubiera venido a verte antes? -dijo Ambrosio-. Sólo supe esta mañana, Ludovico, porque me encontré en la calle a Hipólito.

– ¿Ese hijo de puta te contó? -dijo Ludovico-. Pero no te contaría todo.

– Qué es de Ludovico, qué pasó -dijo Ambrosio-. Un mes que se fue a Arequipa y hasta ahora ni noticia.

– Está vendado de pies a cabeza en el Hospital de Policía -dijo Hipólito-. Los arequipeños lo hicieron una mazamorra.

Era de madrugada todavía cuando el que daba las órdenes pateó la puerta del galpón y gritó ya nos fuimos. Había estrellas, todavía no estaba trabajando la desmotadora, hacía friecito. Trifulcio se enderezó en la tarima, gritó estoy listo y mentalmente le requintó la madre al que daba las órdenes. Dormía vestido, sólo tenía que ponerse la chompa, el saco y los zapatos.

Salió al caño a mojarse la cara, pero el vientecito lo desanimó y sólo se enjuagó la boca. Se alisó los pelos crespos, se limpió las legañas con los dedos. Volvió al galpón y Téllez, Urondo y el capataz Martínez ya estaban levantados, protestando por el madrugón. Había luces en la casa-hacienda y la camioneta estaba en la puerta. Las cholas de la cocina les alcanzaron unos tazones de café caliente que bebieron rodeados de perros gruñones. Don Emilio salió a despedirlos, en zapatillas y bata: bueno muchachos, a portarse bien allá. No se preocupe don Emilio, se portarían bien senador. Arriba, dijo el que daba las órdenes. Téllez se sentó adelante, y atrás Trifulcio, Urondo y el capataz Martínez. Querías la ventana pero entré por la otra puerta y te la gané, Urondo, pensó Trifulcio. No se sentía bien, le dolía el cuerpo. Listo, a Arequipa, dijo el que daba las órdenes. Y arrancó.

– Luxaciones, contusiones, derrames -dijo Ludovico-. Cuando hace la visita, el doctor me da una clase de medicina, Ambrosio. Qué días tan conchesumadre estoy pasando.

– Con Amalia nos estábamos acordando el domingo, justamente -dijo Ambrosio-. De las pocas ganas que tenías de ir a Arequipa.

– Ahora por lo menos puedo dormir -dijo Ludovico-. Los primeros días hasta las uñas me dolían, Ambrosio.

– Pero te has armado, tómalo por ahí -dijo Ambrosio-. Te han molido en acto de servicio y tienen que premiarte.

– ¿Y quiénes son ésos de la Coalición? -dijo Téllez.

– Fue en acto de servicio y no fue -dijo Ludovico-. Nos mandaron, pero no nos mandaron. Tú no sabes el burdel que resultó eso, Ambrosio.

– Conténtate con saber que unos mierdas -se rió el que daba las órdenes-. Y que vamos a joderles su manifestación.

– Preguntaba para buscar algún tema de conversación y animar un poco el viaje -dijo Téllez-. Está aburridísimo.

Sí, pensó Trifulcio, aburridísimo. Trataba de dormir, pero la camioneta brincaba y él se andaba golpeando la cabeza contra el techo y el hombro contra la puerta. Tenía que viajar agachado, prendido al espaldar de adelante. Se hubiera sentado en el centro, queriendo joder a Urondo se había jodido él. Porque Urondo, acuñado entre Trifulcio y el capataz Martínez que le amortiguaban los barquinazos, roncaba. Trifulcio miró por la ventana: arenales, la serpentina negra perdiéndose entre nubes de polvo, el mar y gaviotas que se zambullían. Te estás poniendo viejo, pensó, un madrugón y se te oxida todo el cuerpo.

– Unos millonarios que antes le lamían las botas a Odría y ahora quieren fregarle la paciencia -dijo el que daba las órdenes-. Eso es la Coalición.

– ¿Y por qué les permite Odría que hagan manifestaciones contra él? -dijo Téllez-. Se ha ablandado mucho. Antes, al que chistaba, calabozo y palo. ¿Por qué ahora ya no?

– Odría les dio la mano y se le subieron hasta el codo -dijo el que daba las órdenes-. Pero hasta aquí nomás llegaron. En Arequipa escarmentarán.

Sobón, pensó Trifulcio, mirando la nuca rapada de Téllez. ¿Qué sabía él de política, qué le importaba la política? Le hacía preguntas de puro adulón. Sacó un cigarrillo y para encenderlo tuvo que empujar a Urondo. Abrió los ojos sobresaltado ¿qué, ya llegamos? Qué iban a llegar, recién acababan de pasar Chala, Urondo.

– Es una historia que no hay por donde contarla, porque todo fueron mentiras -dijo Ludovico-. Todo salió al revés. Nos engañó todo el mundo, hasta don Cayo.

– Tampoco exageres -dijo Ambrosio-. Si alguien se fregó con lo de Arequipa fue él. Perdió el Ministerio y ha tenido que irse del Perú.

– Tu jefe estará feliz con lo que ha pasado ¿no? -dijo Ludovico.

– Claro que sí, don Fermín más que nadie -dijo Ambrosio-. A él no le importaba tanto fregar a Odría como a don Cayo. Tuvo que esconderse unos días, creía que lo iban a detener.

La camioneta entró a Camaná a eso de las siete. Comenzaba a oscurecer y había poca gente en la calle.

El que daba las órdenes los llevó de frente a un restaurant. Bajaron, se desperezaron. Trifulcio sentía calambres y escalofríos. El que daba las órdenes escogió el menú, pidió cervezas y dijo voy a hacer averiguaciones. Qué te está pasando, pensó Trifulcio, ninguno de éstos se ha cansado como tú. Téllez, Urondo y el capataz Martínez comían haciendo bromas. Él no tenía hambre, sólo sed. Se tomó un vaso de cerveza sin respirar y se acordó de Tomasa, de Chincha. ¿Pasaremos la noche aquí?, decía Téllez, y Urondo ¿habría bulín en Camaná? Seguramente, dijo el capataz Martínez, bulines e iglesias no faltaban en ninguna parte. Al fin le preguntaron qué te pasa, Trifulcio. Nada, un poco resfriado. Lo que le pasa es que está viejo, dijo Urondo. Trifulcio se rió pero en sus adentros lo odió. Cuando comían el dulce volvió el que daba las órdenes, de malhumor: qué confusión era ésta, quién entendía este enredo.

– Ninguna confusión -dijo el Subprefecto-. El Ministro Bermúdez en persona me lo explicó por teléfono clarito.

– Pasará un camión con gente del senador Arévalo, Subprefecto -dijo Cayo Bermúdez-. Atiéndalos en todo lo que haga falta, por favor.

– Pero el señor Lozano sólo le pidió a don Emilio cuatro o cinco -dijo el que daba las órdenes-. ¿De qué camión habla? ¿Se volvió loco el Ministro?

– ¿Cinco para romper una manifestación? -dijo el Subprefecto-. Alguien se volvió loco, pero no el señor Bermúdez. Me dijo un camión, veinte o treinta tipos. Yo, por si acaso, preparé camas para cuarenta.

– Traté de hablar con don Emilio y ya no está en la hacienda, se fue a Lima-dijo el que daba las órdenes-. Y con el señor Lozano y no está en la Prefectura. Ah, carajo.

– No se preocupe, nosotros cinco bastamos y sobramos -se rió Téllez-. Tómese una cervecita, señor.

– ¿Usted no puede conseguirnos algún refuerzo? -dijo el que daba las órdenes.

– Qué esperanza -dijo el Subprefecto-. Los camanejos son unos ociosos. Aquí el Partido Restaurador soy yo solito.

– Bueno, ya se verá cómo se arregla este lío -dijo el que daba las órdenes-. Nada de bulín, nada de seguir chupando. A dormir. Hay que estar fresquitos para mañana.

El Subprefecto les había preparado alojamiento en la Comisaría y apenas llegaron Trifulcio se tumbó en su litera y se envolvió en la frazada. Quieto y abrigado se sintió mejor. Téllez, Urondo y el capataz Martínez habían traído a escondidas una botella y se la pasaban de cama a cama, conversando. Él los oía: si habían pedido un camión la cosa sería brava, decía Urondo.

Bah, el senador Arévalo les dijo trabajo fácil, muchachos, y hasta ahora nunca nos engañó, decía el capataz Martínez. Además, si algo fallaba para eso estaban los cachacos, decía Téllez. ¿Sesenta, sesenta y cinco?, pensaba Trifulcio, ¿cuántos tendré ya?

– Me fue mal desde que tomamos el avión aquí-dijo Ludovico-. Se movía tanto que me descompuse y le vomité encima a Hipólito. Llegué a Arequipa hecho una ruina. Tuve que entonarme con unos piscachos.

– Cuando los periódicos contaban lo del teatro, que había muertos, ay caracho, pensaba yo -dijo Ambrosio-. Pero tu nombre no aparecía entre las víctimas.

– Nos mandaron al matadero a sabiendas -dijo Ludovico-. Oigo teatro y empiezo a sentir las trompadas. Y el ahogo, Ambrosio, ese ahogo terrible.

– Cómo pudo armarse un lío así -dijo Ambrosio-. Porque toda la ciudad se levantó contra el gobierno ¿no, Ludovico?

– Sí -dijo el senador Landa-. Tiraron granadas en el teatro y hay muertos. Bermúdez es hombre al agua, Fermín.

– Si Lozano quería un camión, por qué le dijo a don Emilio cuatro o cinco bastan -maldijo, por décima vez, el que daba las órdenes-. ¿Y dónde están Lozano y don Emilio, por qué no se puede hablar por teléfono con nadie?

Habían salido de Camaná todavía oscuro, sin desayunar, y el que daba las órdenes no hacía más que requintar. ¿Te pasaste la noche tratando de telefonear? te mueres de sueño, pensaba Trifulcio. El tampoco había podido dormir. El frío aumentaba a medida que la camioneta trepaba la sierra. Trifulcio cabeceaba a ratos y oía a Téllez, Urondo y el capataz Martínez pasándose cigarros. Te volviste viejo, pensaba, un día te vas a morir. Llegaron a Arequipa a las diez. El que daba las órdenes los llevó a una casa donde había un cartel con letras rojas: Partido Restaurador. La puerta estaba cerrada. Manazos, timbrazos, nadie abría. En la angosta callecita la gente entraba a las tiendas, el sol no calentaba, unos canillitas voceaban periódicos. El aire era muy limpio, el cielo se veía muy hondo. Por fin vino a abrir un muchachito sin zapatos, bostezando.

Por qué estaba cerrado el local del partido, lo riñó el que daba las órdenes, si eran ya las diez. El muchachito lo miró asombrado: estaba cerrado siempre, sólo se abría el jueves en la noche, cuando venían el doctor Lama y los otros señores. ¿Por qué le decían ciudad blanca a Arequipa si ninguna casa era blanca?, pensaba Trifulcio. Entraron. Escritorios sin papeles, sillas viejas, fotos de Odría, carteles, Viva la Revolución Restauradora, Salud, Educación, Trabajo, Odría es Patria.

El que daba las órdenes corrió al teléfono: qué pasó, dónde estaba la gente, por qué no había nadie esperándolos. Téllez, Urondo y el capataz Martínez tenían hambre: ¿podían salir a tomar desayuno, señor? Vuelvan dentro de cinco minutos, dijo el que daba las órdenes. Les dio una libra y partió en la camioneta. Encontraron un café con mesitas de manteles blancos, pidieron café con leche y sándwiches. Miren, dijo Urondo, Todos al Teatro Municipal Esta Noche, Todos Con La Coalición, habían hecho su propagandita. ¿Tendré soroche?, pensaba Trifulcio. Respiraba y era como si no entrara el aire a su cuerpo.

– Bonito Arequipa, limpio -dijo Ludovico-. Algunas hembritas en la calle que no estaban mal. Chapocitas, claro.

– ¿Qué te hizo Hipólito? -dijo Ambrosio-. A mí él no me contó nada. Sólo nos fue mal, hermano, y se despidió.

– Le remuerde la conciencia su mariconería -dijo Ludovico-. Qué cobardía de tipo, Ambrosio.

– Y pensar que yo pude estar ahí, Ludovico -dijo Ambrosio-. Menos mal que don Fermín no fue.

– ¿Sabes a quién nos encontramos de jefazo en el puesto de Arequipa? -dijo Ludovico-. A Molina.

– ¿Al Chino Molina? -dijo Ambrosio-. ¿No estaba en Chiclayo?

– ¿Te acuerdas los humos que se daba con los que no éramos del escalafón? -dijo Ludovico-. Ahora es otra persona. Nos recibió como si hubiéramos sido íntimos.

– Bienvenidos, colegas, adelante -dijo Molina-. ¿Los otros se quedaron en la Plaza siriando a las arequipeñas?

– Cuáles otros -dijo Hipólito-. Sólo hemos venido Ludovico y yo.

– Cómo cuáles otros -dijo Molina-. Los veinticinco otros que me prometió el señor Lozano.

– Ah, sí, le oí que a lo mejor vendría también gente de Puno y de Cuzco -dijo Ludovico-. ¿No han llegado?

– Acabo de hablar con el Cuzco y Cabrejitos no me indicó nada -dijo Molina-. No entiendo. Además, no hay mucho tiempo. El mitin de la Coalición es a las siete.

– Los engaños, las mentiras, Ambrosio -dijo Ludovico-. Las confusiones, las mariconadas.

– Ya veo, es una emboscada -dijo don Fermín-. Bermúdez ha estado esperando que la Coalición creciera y ahora quiere darnos el zarpazo. Pero por qué escogió Arequipa, don Emilio.

– Porque será un buen golpe publicitario -dijo don Emilio Arévalo-. La Revolución de Odría fue en Arequipa, Fermín.

– Quiere demostrarle al país que Arequipa es odriísta -dijo el senador Landa-. El pueblo arequipeño impide el mitin de la Coalición. La oposición queda en ridículo y el Partido Restaurador tiene cancha libre para las elecciones del cincuenta y seis.

– Va a mandar veinticinco soplones de Lima -dijo don Emilio Arévalo-. Y a mí me ha pedido una camionada de cholos buenos para la pelea.

– Ha preparado su bomba con todo cuidado -dijo el senador Landa-. Pero esta vez no será como cuando lo de Espina. Esta vez la bomba le reventará en las manos.

– Molina quería hablar con el señor Lozano y se había hecho humo -dijo Ludovico-. Y lo mismo don Cayo. Su secretario contestaba no está, no está.

– ¿Mandarte refuerzos, Chino? -dijo Cabrejitos-. Estás soñando. Nadie me ha dicho nada, y aunque quisiera no podría. Mi gente anda tapada de trabajo.

– El Chino Molina se jalaba los pelos -dijo Ludovico.

– Menos mal que el senador Arévalo nos manda ayuda -dijo Molina-. Cincuenta, parece, y muy fogueados. Con ellos, ustedes y la gente del cuerpo haremos lo que se pueda.

– Yo quisiera probar esos rocotos rellenos de Arequipa, Ludovico -dijo Hipólito-. Aprovechando que estamos aquí.

Después de desayunar, sin obedecer las órdenes, se fueron a dar un paseíto por la ciudad: callecitas, solcito frío, casitas con rejas y portones, adoquines que brillaban, curas, iglesias. Los portales de la plaza de Armas parecían los muros de una fortaleza. Trifulcio tomaba aire con la boca abierta y Téllez señalaba las paredes: qué manera de hacer propaganda los de la Coalición. Se sentaron en una banca de la plaza, frente a la fachada gris de la Catedral, y pasó un auto con parlantes: Todos al Teatro Municipal a las Siete, Todos a Oír a los Líderes de la Oposición. Por las ventanas del auto tiraban volantes que la gente recogía, hojeaba y botaba. La altura, pensaba Trifulcio. Se lo habían dicho: el corazón como un tambor y te falta la respiración. Se sentía como si hubiera corrido o peleado: el pulso rápido, las sienes desbocadas, las venas duras. O a lo mejor la vejez, pensaba Trifulcio. No se acordaban del camino de regreso y tuvieron que preguntar. ¿El Partido Restaurador?, decía la gente, ¿cómo se come eso? Vaya partido el de. Odría, se reía el capataz Martínez, ni saben dónde está. Llegaron y el que daba las órdenes los riñó ¿se creían que habían venido a hacer turismo? Había dos tipos con él. Uno bajito, con anteojos y corbatita, y otro cholón y maceteado, en mangas de camisa, y el bajito estaba riñendo al que daba las órdenes: le habían prometido cincuenta y le mandaban cinco. No se iban a burlar así de él.

– Llame a Lima, doctor Lama, trate de ubicar a don Emilio, o a Lozano, o al señor Bermúdez -dijo el que daba las órdenes-. Yo traté toda la noche y no he podido. Yo no sé, yo entiendo menos que usted. El señor Lozano le dijo a don Emilio cinco y aquí estamos, doctor. Que ellos le expliquen quién se equivocó.

– No es que nos falte gente, sino que necesitábamos especialistas, tipos cancheros -dijo el doctor Lama-. Y, además, protesto por el principio. Me han mentido.

– Qué importa que no hayan venido más, doctor -dijo el cholón maceteado-. Iremos al Mercado, levantaremos trescientos y lo mismo les echaremos el teatro abajo.

– ¿Estás seguro de la gente del Mercado? -dijo el que daba las órdenes-. No me fío mucho de ti, Ruperto.

– Recontraseguro -dijo Ruperto-. Yo tengo experiencia. Levantaremos todo el Mercado y caeremos al teatro Municipal como un huayco.

– Vamos a ver a Molina -dijo el doctor Lama-. Ya debe haber llegado su gente.

– Y en la Prefectura nos encontramos a los famosos matones del senador Arévalo -dijo Ludovico-. Los cincuenta eran sólo cinco, Ambrosio.

– Alguien le está tomando el pelo a alguien, aquí-dijo Molina-. Esto no es posible, señor Prefecto.

– Estoy tratando de hablar con el Ministro para pedirle instrucciones -dijo el Prefecto-. Pero parece que su secretario me lo estuviera negando. No está, ya se fue, no llegó todavía. Alcibíades, el afeminadito ése.

– Esto no es malentendido, esto es sabotaje -dijo el doctor Lama-. ¿Éstos son sus refuerzos, Molina? ¿Dos en lugar de veinticinco? Ah no, esto sí que no.

– Alcibíades es hombre mío -dijo don Emilio Arévalo-. Pero la clave es Lozano. Es bastante comprensivo y odia a Bermúdez. Eso sí, habrá que calentarle la mano.

– Cinco pobres diablos, para remate uno de ellos viejo y con soroche -dijo Ludovico-. ¿Usted cree que esos cinco y nosotros dos vamos a romper un mitin? Ni que fuéramos supermanes, señor Prefecto.

– Se le dará lo que haga falta -dijo don Fermín-. Yo hablaré con Lozano.

– Habrá que recurrir a su gente, Molina -dijo el Prefecto-. No estaba en los planes, el señor Bermúdez no quería que la gente de acá entrara a la candela. Pero no hay otro remedio.

– Usted no, Fermín -dijo el senador Arévalo-. Usted es de la Coalición, oficialmente un enemigo del Gobierno. Yo soy del régimen, a mí Lozano me tiene más confianza. Me ocuparé yo.

– ¿Con cuántos hombres suyos se puede contar, Molina? -dijo el doctor Lama.

– Entre oficiales y ayudantes unos veinte -dijo Molina-. Pero ellos están en el escalafón y así nomás no van a aceptar. Querrán prima de riesgo, gratificaciones.

– Prométales lo que quieran, hay que echar abajo ese mitin como sea -dijo el doctor Lama-. Lo he prometido y lo voy a cumplir, Molina.

– La verdad es que nos preocupamos por gusto -dijo el Prefecto-. Ni siquiera llenarán el teatro. ¿Quién conoce aquí a los señorones de la Coalición?

– Ya sabemos que irán sólo curiosos y que los curiosos, al primer incidente, echarán a correr -dijo el doctor Lama-. Pero hay un asunto de principio. Nos han engañado, Prefecto.

– Voy a seguir tratando de comunicarme con el Ministro -dijo el Prefecto-. A lo mejor el señor Bermúdez cambió de idea y hay que dejarlos que hagan el mitin.

– ¿No se le podría dar una astilla o algo a uno de mis hombres? -dijo el que daba las órdenes-. El sambo, doctor. Está que se desmaya del soroche.

– Y si no tenían gente, por qué se metieron al teatro -dijo Ambrosio-. Siendo tan pocos era una locura, Ludovico..

– Porque nos contaron el gran cuento y nos lo tragamos -dijo Ludovico-. Tan creídos estábamos que nos fuimos a comer los rocotos rellenos que quería Hipólito.

– A Tiabaya, que es donde los hacen mejor -dijo Molina-. Mójenlos con chicha de jora, y vuelvan a eso de las cuatro para llevarlos al local del Partido Restaurador. Es el punto de reunión.

– ¿La razón? -dijo don Emilio Arévalo-. Usted la sabe de sobra, Lozano. Hundir a Bermúdez, por supuesto.

– Dirá echarle una mano a la Coalición, senador -dijo Lozano-. Esta vez no voy a poder servirlo. No puedo hacerle una cosa así a don Cayo, usted comprende. Es el Ministro, mi superior directo.

– Claro que puede, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. Usted y yo, podemos. Todo depende de nosotros dos. No llega la gente a Arequipa y el plan de Bermúdez se hace trizas.

– ¿Y después, senador? -dijo Lozano-. Don Cayo no le pedirá cuentas a usted. Pero sí a mí. Yo soy su subordinado.

– Usted cree que quiero servir a la Coalición y ahí está su error, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. No, yo quiero servir al Gobierno. Soy hombre del régimen, enemigo de la Coalición. El régimen tiene problemas porque le han crecido ramas podridas, y la peor es Bermúdez. ¿Me entiende, Lozano? Se trata de servir al Presidente, no a la Coalición.

– ¿El Presidente está enterado? -dijo Lozano-. En ese caso, todo cambia, senador.

– Oficialmente, el Presidente no puede estar enterado -dijo don Emilio Arévalo-. Para eso estamos los amigos del Presidente, Lozano.

La chicha me hizo peor, pensó Trifulcio. La sangre se le había parado, puesto a hervir. Pero disimulaba, alargando la mano hacia su enorme vaso y sonriendo a Téllez, Urondo, Ruperto y el capataz Martínez: salud.

Ellos estaban ya picaditos. El cholón maceteado se las daba de culto, en la casa del lado había dormido Bolívar, las chicherías de Yanahuara eran las mejores del mundo, y se reía con suficiencia: en Lima no tenían esas cosas ¿no? Le habían explicado que venían de Ica, pero no entendía. Trifulcio pensó: si en vez de una, hubiera tomado dos pastillas no me habría vuelto el soroche. Miraba las paredes tiznadas, las mujeres trajinando con fuentes de picantes entre el fogón y la mesa, y se tomaba el pulso. No se había parado, seguía circulando, pero despacito. Y hervía, eso sí, ahí estaban las oleadas calientes batiendo contra su pecho. Que llegara la noche, que se acabara el trabajito del teatro, regresar a Ica de una vez. ¿No es hora de ir al Mercado?, dijo el capataz Martínez. Ruperto miró su reloj: había tiempo, no eran las cuatro. Por las puertas abiertas de la chichería, Trifulcio veía la placita, las bancas y los árboles, unos chiquillos haciendo bailar trompos, los muros blancos de la iglesita. No era la altura, era la vejez. Pasó un carro con altoparlantes, Todos al Municipal, Todos con la Coalición, y Ruperto echó un carajo: ya verán. Quieto characato, dijo Téllez, aguántate hasta después. ¿Cómo va el soroche, abuelo?, dijo Ruperto. Mejor, nieto, sonrió Trifulcio. Y lo odió.

– Todo bien, senador, sólo que he tomado mis precauciones -dijo Lozano-. Irán, pero menos y los demás llegarán muy tarde. Cuento con usted por si…

– Cuenta conmigo para todo, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. Y, además, cuenta con el agradecimiento de la Coalición. Esos caballeros creen que es un servicio a ellos. Que lo crean, mejor para usted.

– ¿Todavía no se puede comunicar con Arequipa? -dijo Cayo Bermúdez-. Es el colmo, doctorcito.

– No me han gustado nada los famosos rocotos -dijo Hipólito-. Me arde todo, Ludovico.

– Sólo he convencido a diez -dijo Molina-. Los otros nones, nada de meternos ahí vestidos de civil, por más primas de riesgo que nos den. ¿Qué le parece, Prefecto?

– Diez, más los dos de Lima y los cinco del senador son diecisiete -dijo el Prefecto-. Si es verdad que Lama levanta el Mercado la cosa puede funcionar. Diecisiete tipos con huevos pueden armar el burdel adentro, cómo no. Creo que sí, Molina.

– Soy tonto, pero no tan tonto como creen esos caballeros, senador -dijo Lozano-. Yo no acepto cheques nunca.

– ¿Aló, Arequipa? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Molina? ¿Qué pasó, Molina, dónde diablos se metió usted?

– Ellos tampoco son tan tontos -dijo don Emilio Arévalo-. Es un cheque al portador, Lozano.

– Pero si el que lo ha estado llamando todo el día soy yo, don Cayo -dijo Molina-. Y lo mismo el Prefecto, el doctor Lama. Si el que no estaba en ninguna parte era usted, don Cayo.

– ¿Algo anda mal en Arequipa, don Cayo? -dijo el doctor Alcibíades.

– No uno sino mil inconvenientes -dijo Molina-. Nos va a faltar gente, don Cayo. No sé si la cosa podrá funcionar con tan pocos.

– ¿La gente de Lozano no llegó? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿El camión de Arévalo no llegó? ¿Qué está diciendo, Molina?

– Hemos habilitado a diez del cuerpo, pero aun así, diecisiete no son muchos, don Cayo -dijo Molina-. Confidencialmente, no tengo mucha fe en el doctor Lama. Promete quinientos, mil. Pero él fantasea mucho, ya sabe usted.

– ¿Sólo dos de Lima, sólo cinco de Ica? -dijo Cayo Bermúdez-. Esto le puede costar caro, Molina. ¿Dónde está la demás gente?

– Pero si no vinieron, don Cayo -dijo Molina-. Pero si soy yo el que pregunta dónde están, por que no llegaron todos los que nos anunció.

– Y muy inocentes, después de los rocotos nos fuimos a pasear por la plaza -dijo Ludovico-. Muy inocentes, a echarle una ojeada al teatro Municipal, para reconocer el terreno.

– Mi opinión es que a pesar de los percances el asunto puede funcionar, don Cayo -dijo el Prefecto-. La Coalición aquí no existe. Han hecho publicidad, pero ni siquiera llenarán el Municipal. Un centenar de curiosos, a lo más. Pero cómo es posible que usted creyera Que había llegado toda la gente, don Cayo.

– Alguien ha metido la mano, ya habrá tiempo para aclararlo -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Está Lama, ahí?

– ¿Aló, señor Ministro? -dijo el doctor Lama-. Quiero protestar de la manera más enérgica. Nos prometió ochenta hombres y nos manda siete. Hemos ofrecido al Presidente convertir el mitin de la Coalición en un gran acto popular a favor del Gobierno y están saboteándonos. Pero le advierto que no vamos a dar marcha atrás.

– Déjese de discursos ahora, Lama -dijo Cayo Bermúdez-. Necesito saber una cosa, y que sea absolutamente sincero. ¿Puede reforzar a la gente de Molina con unos veinte o treinta hombres? No importa el precio. Veinte o treinta que valgan la pena. ¿Puede?

– Y también cincuenta o más -dijo el doctor Lama-. No es un problema de número, señor Ministro. Gente nos sobra. Lo que pasa es que usted nos ofreció tipos cancheros en esta clase de asuntos.

– Está bien, consígase unos treinta que entren al – Municipal con la gente de Molina -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Cómo va la contra-manifestación?

– La gente del partido Restaurador está repartida por las barriadas haciendo propaganda -dijo el doctor Lama-. Las vaciaremos a las puertas del Municipal. Y hemos convocado otra manifestación en el Mercado, a las cinco. Reuniremos miles de hombres. Aquí morirá la Coalición, señor Ministro.

– Está bien, Molina, llevaremos las cosas adelante -dijo Cayo Bermúdez-. Ya sé que Lama exagera, pero no hay más remedio que confiar en él. Sí, hablaré con el Comandante para que doble las fuerzas en el centro, por si acaso.

Enfermedad rara, pensó Trifulcio, se viene y se va. Sentía que moría, que resucitaba, que moría otra vez. Ruperto lo desafiaba con el vaso en alto. Salud, sonrió Trifulcio, y bebió: Urondo, Téllez y el capataz Martínez canturreaban desentonados y la chichería se había llenado. Ruperto miró su reloj: ahora sí, hora de irse, las camionetas ya estarían en el Mercado. Pero el capataz Martínez dijo la del estribo. Pidió una jarra de chicha y la bebieron parados. Empecemos aquí mismo, dijo Ruperto, y saltó sobre una silla: arequipeños, hermanos, escuchen un momentito. Trifulcio se apoyó contra la pared y cerró los ojos: ¿iba a morirse aquí? Poco a poco, el mundo dejó de dar vueltas, la sangre empezó a correr de nuevo. Todos al Municipal a demostrarles a esos limeños quiénes eran los arequipeños, rugía Ruperto, tambaleándose. La gente seguía comiendo, tomando, y uno que otro se reía. Salud por ustedes y por Odría, dijo Ruperto, alzando una copa, los esperamos en la puerta del Municipal. Téllez, Urondo y el capataz Martínez sacaron a Ruperto a la calle abrazado; mejor se iban de una vez, characato, se hacía tarde.

Trifulcio salió apretando los dientes y los puños. No se movía, hervía. Pararon un taxi, al Mercado.

– Inocentes por dos cosas -dijo Ludovico-. Creíamos que los Restauradores de Arequipa eran más. Y no sabíamos que la Coalición había contratado tantos matones.

– Los periódicos decían que se armó porque la policía entró al teatro -dijo Ambrosio-. Porque disparó y tiró granadas.

– Menos mal que entró, menos mal que tiró granadas -dijo Ludovico-. Si no, ahí quedaba yo. Estaré jodido, pero al menos vivo, Ambrosio.

– Sí, vaya a echar una ojeada al Mercado, Molina -dijo Cayo Bermúdez-. Y llámeme inmediatamente.

– Acabo de pasar por el Municipal, don Cayo -dijo el Prefecto-. Todavía vacío. La guardia de asalto ya está instalada en los alrededores.

El taxi los dejó en una esquina del Mercado y Ruperto ¿ven?, ahí estaba ya su gente. Las dos camionetas con parlantes, estacionadas entre los puestos, hacían un ruido infernal. De una salía música, de otra una voz retumbante, y Trifulcio tuvo que sujetarse de Urondo. ¿Qué pasaba, negro, seguía el soroche? No, murmuró Trifulcio, ya pasó. Unos tipos repartían volantes, otros llamaban a la gente con bocinas, poco a poco iba engordando el grupo alrededor de las camionetas. Pero la mayoría de hombres y mujeres seguían vendiendo y comprando en los puestos de verduras, de frutas y de ropa. Qué éxito, Trifulcio, dijo el capataz Martínez, sólo te miran a ti. Y Téllez: las ventajas de ser feo, Trifulcio. Ruperto trepó a una camioneta, se dio de abrazos con los tipos que estaban ahí, y agarró el micro. Acérquense, acérquense, arequipeños, oigan.

Urondo, Téllez, el capataz Martínez se mezclaron con las placeras, los compradores, los mendigos, y los azuzaban: acérquense, vengan, oigan. Unas cinco horas para que termine lo del teatro, pensaba Trifulcio, y la noche ocho horas más, y a lo mejor no partirían hasta el mediodía: no iba a aguantar tanto. Atardecía, aumentaba el frío, entre los puestos de mercaderías había mesitas alumbradas con velas donde la gente comía. Le temblaban las piernas, sentía la espalda mojada, fuego en las sienes. Se dejó caer sobre un cajón y se tocó el pecho: latía. La mujer que vendía tocuyos lo miró desde el mostrador y lanzó una carcajada: es usted el primero que veo, antes sólo en película. Es verdad, pensó Trifulcio, en Arequipa no hay morenos. ¿Está enfermo?, dijo la mujer, ¿quiere un vaso de agua? Sí, gracias. No estaba enfermo, era la altura. El agua le hizo bien y fue a ayudar a los otros. Prepárense para demostrarles a ésos, rugía Ruperto, con el puño en alto, y lo escuchaban muchos ya. Bloqueaban la calle y Téllez, Urondo, el capataz Martínez y los tipos de las camionetas iban de un lado a otro aplaudiendo y animando a los curiosos. Al Municipal a demostrarles a ésos, y Ruperto se golpeaba el pecho. Está borracho, pensó Trifulcio, afanosamente tragando aire.

– Y quién les hizo creer que había tantos odriístas en Arequipa -dijo Ambrosio.

– La contra-manifestación del Partido Restaurador en el Mercado -dijo Ludovico-. Fuimos a ver y la cosa estaba que ardía.

– ¿Qué le dije, Molina? -el doctor Lama señaló la muchedumbre-. Lástima que Bermúdez no pueda ver esto.

– Hábleles de una vez, doctor Lama -dijo Molina-. Necesito llevarme a mi gente pronto, para darles instrucciones.

– Sí, les diré unas palabras -dijo el doctor Lama- Ábranme camino hasta las camionetas.

– ¿El plan era hacerlos pan con pescado a los de la Coalición? -dijo Ambrosio.

– Nosotros entrábamos al teatro y armábamos el lío adentro -dijo Ludovico-. Y cuando salieran se iban a dar de bruces con la contra-manifestación. Como idea estaba bien, sólo que no resultó.

Apretado contra la gente que escuchaba, reía y aplaudía, Trifulcio cerró la boca. No se moría, no parecía que los huesos se fueran a quebrar de frío, ya no sentía que el corazón se iba a parar. Y habían desaparecido los agujazos en la cabeza. Escuchaba los alaridos de Ruperto y veía a la gente empujándose para llegar a la camioneta en la que habían comenzado a repartir trago y regalos. En la media luz, reconocía las caras de Téllez, de Urondo, del capataz Martínez, salpicadas entre los oyentes, y los imaginaba aplaudiendo, animando. Él no hacía nada; respiraba despacio, se tomaba el pulso, pensaba si no me muevo aguantaré.

Y en eso hubo movimientos, encontrones, el mar de cabezas onduló, un grupo de hombres se acercó a la camioneta y los de arriba los ayudaron a subir a la plataforma. ¡Tres hurras por el Secretario General del Partido Restaurador! gritó Ruperto y Trifulcio lo reconoció: el que le había dado el remedio contra el soroche, el doctor. Silencio, el doctor Lama iba a hablarles, aullaba Ruperto. El que daba las órdenes había subido a la camioneta también.

– Con todos éstos la cosa está botada -dijo Ludovico.

– Hay bastante gente, sí -dijo Molina-. No los emborrachen mucho, nomás.

– Vamos a colocar unos cuantos guardias en el teatro, don Cayo -dijo el Prefecto-. Uniformados y armados, sí. Se lo advertí a la Coalición. No, no se opusieron. Es una precaución que no está demás, don Cayo.

– ¿Cuánta gente ha reunido Lama en el mercado? -dijo Cayo Bermúdez-. Dígame lo que comprobó usted con sus propios ojos, Molina.

– No sé calcular, pero bastante -dijo Molina-. Mil personas, tal vez. La cosa se presenta bien. Los que van a entrar ya están en el local del partido. De ahí le hablo, don Cayo.

Estaba oscureciendo rápido y Trifulcio ya no podía verle la cara al doctor Lama, sólo oírlo. No era Ruperto, sabía hablar. En difícil y con elegancia, a favor de Odría y del pueblo, en contra de la Coalición. Bien, aunque no tanto como el senador Arévalo, pensaba Trifulcio. Téllez lo agarró del brazo: nos íbamos, negro. Se abrieron paso a codazos, en la esquina había una camioneta y adentro Urondo, el capataz Martínez, – el que daba las órdenes, y los dos limeños, hablando de rocotos rellenos. ¿Cómo iba el soroche, Trifulcio? Mejor ya. La camioneta cruzó calles oscuras, paró frente al partido Restaurador. Las luces prendidas, los cuartos llenos de gente, y otra vez los latidos, el frío, la sofocación. El que daba las órdenes y el Chino Molina hacían las presentaciones: mírense bien las caras, ustedes son los que entrarán a la candela.

Les habían traído trago, cigarros y sandwiches. Los dos limeños estaban achispados, los arequipeños borrachos a morir. No moverse, respirar hondo, aguantar.

– Nos dividieron en grupos de a dos -dijo Ludovico-. A Hipólito y a mí nos separaron.

– Ludovico Pantoja con el negro -dijo Molina-. ¿Trifulcio, no?

– Me dieron de yunta al que andaba hecho polvo por el soroche -dijo Ludovico-. Uno de los que mataron en el teatro. Fíjate si no me pasó cerca, Ambrosio.

– Son veintidós, once parejitas -dijo Molina-. Reconózcanse bien, no se vayan a confundir.

– Nos mataron tres y a catorce nos mandaron al hospital -dijo Ludovico-. Y el cobarde de Hipólito ileso, dime si es justo.

– Quiero ver si han entendido -dijo Molina-. A ver, tú, repíteme lo que vas a hacer.

El que iba a ser su pareja le pasó la botella y Trifulcio tomó un trago: gusanitos que corrían por su cuerpo y calor. Trifulcio estiró la mano: tanto gusto, a él siendo de Lima ¿la altura no le había hecho nada?

Nada, dijo Ludovico, y se sonrieron. Tú, decía Molina, y uno se paraba: yo a la platea, izquierda y atrás, con éste. Y Molina: ¿y tú? Otro se paraba: a la galería, al centro, con aquél. Todos se levantaron para responder pero cuando le tocó a Trifulcio, siguió sentado: a la platea, junto al escenario, con el señor. ¿Por qué no van los negros a cazuela?, dijo Urondo, y hubo risitas.

– ¿O sea que ya saben?-dijo Molina-. No hacen nada hasta oír el silbato y la voz de orden. Es decir ¡Viva el General Odría! ¿Quién dará la voz?

– Yo la daré -dijo el que daba las órdenes-. Estaré en primera fila de galería, justo en el centro.

– Pero hay una cosa que quisiera aclarar, Inspector Molina -dijo una voz avergonzada-. Ellos se han venido preparados. He visto a su gente, en los autos, haciendo propaganda. Maleantes conocidos, Inspector. Argüelles, por ejemplo. Un chavetero viejo, señor.

– También se han traído matones de Lima -dijo otra voz-. Lo menos quince, inspector.

– Esos guardias que Molina convenció no tenían experiencia, iban con la moral baja -dijo Ludovico-. Yo empecé a olérmelas que si la cosa se ponía fea, iban a correr.

– Si algo falla, para eso estará ahí la guardia de asalto -dijo Molina-. Tiene órdenes bien claras. O sea que déjense de mariconadas.

– Si cree que era por miedo, se equivoca, Inspector -dijo la voz avergonzada-. Sólo quería aclararle las cosas.

– Bueno, ya me las aclaraste -dijo Molina-. Aquí el señor da la señal y ustedes organizan el terremoto. Empujan la gente a la calle y ahí estará ya la contra-manifestación. Se unen a los del partido Restaurador y después del mitin en la Plaza de nuevo reunión aquí.

Repartieron más trago y cigarros, y después periódicos para envolver las cadenas, las manoplas, las cachiporras. Molina y el que daba las órdenes pasaron revista, escóndanlas bien, abróchate el saco, y cuando llegaron donde Trifulcio el que daba las órdenes lo animó: se nota que ya estás bien, negro. Sí, dijo Trifulcio, ya estoy, y pensó concha de tu madre. Cuidado con disparar a las locas, dijo Molina. En la calle esperaban los taxis. Tú y yo aquí, dijo Ludovico Pantoja y Trifulcio lo siguió. Llegaron al teatro antes que los otros. Había gente a la entrada, repartiendo volantes, pero la platea estaba casi vacía. Se instalaron en la tercera fila y Trifulcio cerró los ojos: ahora sí, iba a estallar, la sangre salpicaría el teatro. ¿Te sientes muy mal?, dijo el limeño. Y Trifulcio: no, muy bien. Ya llegaban las otras parejas y se acomodaban en sus sitios.

Unos jovencitos se habían puesto a gritar Li-ber-tad, Li-ber-tad. Seguía entrando gente y la platea se iba llenando.

– Menos mal que vinimos temprano -dijo Trifulcio-. No me hubiera gustado estar todo el tiempo parado.

– Sí, don Cayo, ya comenzó -dijo el Prefecto-. Han llenado el teatro más o menos. La contra-manifestación debe estar saliendo del Mercado.

Se había llenado la platea, después la galería, después los pasillos, y ahora delante del escenario había gente apiñada que pugnaba por romper la barrera de hombres con brazaletes rojos del servicio de orden.

En el escenario, una veintena de sillas, un micrófono, una bandera peruana, cartelones que decían Coalición Nacional, Libertad. Cuando no me muevo estoy de lo más bien, pensaba Trifulcio. La gente seguía cortando Li-ber-tad, y un grupo había comenzado otra maquinita, al fondo de la platea: Le-ga-li-dad, Le-ga-li-dad.

Se oían aplausos, vivas, y todo el mundo hablaba a gritos. Comenzaron a salir varias personas al escenario, a ocupar las sillas. Los recibió una salva de aplausos y recrudecieron los gritos.

– No entiendo eso de legalidad -dijo Trifulcio.

– Para los partidos políticos fuera de la ley -dijo Ludovico-. Además de millonarios, también apristas y comunistas se han juntado aquí.

– Yo he estado en muchas manifestaciones -dijo Trifulcio-. El año cincuenta, en Ica, acompañando al senador Arévalo. Pero eran al aire libre. Esta es la primera que veo en un teatro.

– Ahí está Hipólito, al fondo -dijo Ludovico-. Es mi compañero. Hace como diez años que trabajamos juntos.

– Suerte que no le haya dado soroche, es la enfermedad más rara -dijo Trifulcio-. Oiga ¿y por qué está gritando usted también Libertad?

– Grita tú también -dijo Ludovico-. ¿Quieres que se den cuenta quién eres?

– Me han ordenado que suba al escenario y les desconecte el micro, no que grite -dijo Trifulcio-. Ese que va a dar la señal es mi jefe y nos estará viendo. Es un calentón, de todo nos multa.

– No seas tonto, negro -dijo Ludovico-. Grita, hombre, aplaude.

No puedo creer que me sienta tan bien, pensó Trifulcio. Un tipo bajito, con corbata michi y anteojos hacía gritar Libertad al público y anunciaba a los oradores. Decía sus nombres, los señalaba y la gente, cada vez más excitada y ruidosa, aplaudía. Había una competencia entre los de Libertad y los de Legalidad a ver quién gritaba más. Trifulcio se volvía a mirar a las otras parejas, pero con tanta gente parada, muchos ni se veían ya. El que daba las órdenes, en cambio, estaba ahí, los codos apoyados en la baranda de la galería, rodeado de cuatro más, escuchando y mirando a todos lados.

– Sólo cuidando el escenario hay quince -dijo Ludovico-. Y mira cuántos tipos más con brazaletes repartidos por el teatro. Sin contar que cuando se arme van a salir algunos espontáneos. Creo que no se va a poder.

– ¿Y por qué no se va a poder? -dijo Trifulcio-. ¿El Molina ése no lo explicó clarito?

– Tendríamos que ser unos cincuenta, y bien entrenados -dijo Ludovico-. Esos arequipeños son unos maletas, yo me he dado cuenta. No se va a poder.

– Se tiene que poder -Trifulcio señaló hacia la galería-. Si no, quién aguanta a ése.

– La contra-manifestación ya debería estar llegando aquí -dijo Ludovico-. ¿Oyes algo, en la calle?

Trifulcio no le contestó, escuchaba al señor de azul erguido frente al micrófono: Odría era un Dictador, la Ley de Seguridad Interior anticonstitucional, el hombre común y corriente quería libertad. Y los adulaba a los arequipeños: la ciudad rebelde, la ciudad mártir, la tiranía de Odría habría ensangrentado a Arequipa el año cincuenta pero no había podido matar su amor a la libertad.

– ¿Habla bien, no cree? -dijo Trifulcio-. El senador Arévalo lo mismo, hasta mejor que este fulano. Hace llorar a la gente. ¿No lo ha oído nunca?

– No cabe ni una mosca y siguen entrando -dijo Ludovico-. Espero que al cojudo de tu jefe no se le ocurra dar la señal.

– Pero éste se lo ganó al doctor Lama -dijo Trifulcio-. Igual de elegante, pero no tan en difícil. Se le entiende todo.

– ¿Qué? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿La contra-manifestación un fracaso total, Molina?

– No más de doscientas personas, don Cayo -dijo Molina-. Les repartirían mucho trago. Yo se lo advertí al doctor Lama, pero usted lo conoce. Se emborracharían, se quedarían en el Mercado. Unas doscientas, a lo más. ¿Qué hacemos, don Cayo?

– Me está volviendo -dijo Trifulcio-. Por esos hijos de puta que fuman. Otra vez, maldita sea.

– Tendría que estar loco para dar la señal -dijo Ludovico-. ¿Dónde está Hipólito? ¿Tú ves dónde anda mi compañero?

La estrechez, los gritos, los cigarrillos habían caldeado el local y se veía brillo de sudor en las caras; algunos se habían quitado los sacos, aflojado las corbatas, y todo el teatro daba alaridos: Li-ber-tad, Le-ga-lidad. Angustiado, Trifulcio pensó: otra vez. Cerró los ojos, agachó la cabeza, respiró hondo. Se tocó el pecho: fuerte, de nuevo muy fuerte. El señor de azul había terminado de hablar, se oía una maquinita, el de la corbatita michi movía las manos como un director de orquesta.

– Está bien, ganaron ellos -dijo Cayo Bermúdez-. En esas condiciones, mejor anule la cosa, Molina.

– Voy a tratar, pero no sé si será posible, don Cayo -dijo Molina-. La gente está adentro, dudo que les llegue la contraorden a tiempo. Corto y lo llamo después, don Cayo.

Ahora estaba hablando un gordo alto, vestido de gris, y debía ser arequipeño porque todos coreaban su nombre y lo saludaban con las manos. Rápido, pronto, pensó Trifulcio, no iba a aguantar, ¿por qué no la daba de una vez? Encogido en el asiento, los ojos entrecerrados, contaba su pulso, uno-dos, uno-dos. El gordo alzaba los brazos, manoteaba, y se le había enronquecido la voz.

– Me siento mal, ahora sí -dijo Trifulcio-. Necesito más aire, señor.

– Espero que no sea tan bruto; que no la dé -susurró Ludovico-. Y si la da tú y yo no nos movemos. Nosotros quietos, ¿oyes negro?

– ¡Calla, millonario! -irrumpió, allá arriba, la voz del que daba las órdenes-. ¡No engañes al pueblo! ¡Viva Odría!

– Menos mal, me estaba ahogando. Y ahí está el silbato -dijo Trifulcio, poniéndose de pie-. ¡Viva el General Odría!

– Todo el mundo se quedó alelado, hasta el que discurseaba -dijo Ludovico-. Todos miraban a la galería.

Estallaron otros Viva Odría en diferentes puntos del local, y ahora el gordo chillaba provocadores, provocadores, la cara morada de furia, mientras exclamaciones, empujones y protestas sumergían su voz y una tormenta de desorden revolucionaba el teatro. Todos se habían puesto de pie, al fondo de la platea había movimientos y jalones, se oían insultos, y ya había gente peleando. Parado, su pecho subiendo y bajando, Trifulcio volvió a gritar ¡Viva Odría! Alguien de la fila de atrás lo agarró del hombro ¡provocador! él se desprendió de un codazo y miró al limeño: ya, vamos. Pero Ludovico Pantoja estaba acurrucado como una momia, mirándolo con los ojos saltados. Trifulcio lo cogió de las solapas, lo hizo levantarse: muévase, hombre.

– Qué me quedaba, ya todos se estaban echando -dijo Ludovico-. El negro sacó su cadena y se lanzó al escenario dando empujones. Saqué la pistola y me fui detrás de él. Con otros dos tipos pudimos llegar hasta la primera fila. Ahí nos esperaban los de los brazaletes.

Algunos del escenario corrían hacia las salidas; otros miraban a los tipos del servicio de orden que habían formado una muralla y esperaban, con los palos en alto, al negrazo y a los otros dos que avanzaban remeciendo las cadenas sobre sus cabezas. Éntrales Urondo, gritó Trifulcio, éntrales Téllez. Hizo chicotear la cadena como un domador su látigo, y el de los brazaletes que estaba más cerca soltó el palo y cayó al suelo agarrándose la cara. Sube negro, gritó Urondo, y Téllez ¡nosotros los aguantamos, negro! Trifulcio los vio aventándose contra el grupito que defendía la escalerilla al escenario, y remolineando su cadena, se aventó él también.

– Me quedé separado de mi pareja y de los otros -dijo Ludovico-. Se formó una pared de matones entre ellos y yo. Se estaban fajando como con diez y había lo menos cinco rodeándome. Los tenía quietos con la pistola, y gritaba Hipólito, Hipólito. Y en eso el fin del mundo, hermano.

Las granadas cayeron desde la galería como un puñado de piedras pardas, rebotaron con golpes secos sobre las sillas de la platea y las tablas del escenario, y al instante comenzaron a elevarse espirales de humo.

En pocos segundos la atmósfera se emblanqueció, endureció, y un vapor espeso y ardiente fue mezclando y borrando los cuerpos. El griterío creció, ruido de cuerpos que rodaban, de sillas que se rompían, toses, y Trifulcio dejó de pelear. Sentía que los brazos se le escurrían, la cadena se desprendió de sus manos, las piernas se le doblaron y sus ojos, entre las nubes quemantes, alcanzaron a divisar las siluetas del escenario que huían con pañuelos contra las bocas, y a los tipos de los brazaletes que se habían juntado y, tapándose la nariz, se le acercaban como nadando. No se pudo incorporar, se golpeaba el pecho con el puño, abría la boca todo lo que podía. No sentía los palazos que habían empezado a descargar sobre él. Aire, como un pescado, Tomasa, atinó todavía a pensar.

– Me quedé ciego -dijo Ludovico-. Y lo peor el ahogo, hermano. Empecé a disparar a la loca. No me daba cuenta que eran granadas, creí que me habían quemado por atrás.

– Gases lacrimógenos en un local cerrado, varios muertos, decenas de heridos -dijo el senador Landa-. No se puede pedir más ¿no, Fermín? Aunque tenga siete vidas, Bermúdez no sobrevive a esto.

– Se me acabaron las balas en un dos por tres -dijo Ludovico-. No podía abrir los ojos. Sentí que me partían la cabeza y caí soñado. Cuántos me caerían encima, Ambrosio.

– Algunos incidentes don Cayo -dijo el Prefecto-. Parece que les destrozaron el mitin, eso sí. La gente está saliendo despavorida del Municipal.

– La guardia de asalto ha comenzado a entrar al teatro -dijo Molina-. Ha habido tiros adentro. No, no sé todavía si hay muertos, don Cayo.

– No sé cuanto rato pasó, pero abrí los ojos y el humo seguía -dijo Ludovico-. Me sentía peor que muerto. Sangrando por todas partes, Ambrosio. Y en eso vi al perro de Hipólito.

– ¿Pateando a tu pareja él también? -se rió Ambrosio-. O sea que los engatuzó. No había resultado tan cojudo como creíamos.

– Ayúdame, ayúdame -gritó Ludovico-. Nada, como si no me conociera. Siguió pateando al negro, y de repente los otros que estaban con él me vieron y me cayeron encima. Otra vez las patadas, los palazos. Ahí me desmayé de nuevo, Ambrosio.

– Que la policía despeje todas las calles, Prefecto -dijo Cayo Bermúdez-. No permita ninguna manifestación, detenga a todos los líderes de la Coalición. ¿Ya tiene lista de víctimas? ¿Hay muertos?

– Como despertar y seguir viendo la pesadilla -dijo Ludovico-. El teatro ya estaba casi vacío. Todo roto, sangre salpicada, mi pareja en medio de un charco. Ni recuerdo de cara le dejaron al viejo. Y había tipos tirados, tosiendo.

– Sí, una gran manifestación en la Plaza de Armas, don Cayo -dijo Molina-. El Prefecto está con el Comandante ahora. No creo que convenga, don Cayo. Son miles de personas.

– Que la disuelvan inmediatamente, idiota -dijo Cayo Bermúdez-. ¿No se da cuenta que la cosa va a crecer con lo ocurrido? Póngame en contacto con el Comandante. Que despejen las calles ahora mismo, Molina.

– Después entraron los guardias y uno todavía me pateó, viéndome así -dijo Ludovico-. Soy investigador, soy del cuerpo. Por fin vi la cara del Chino Molina. Me sacaron por una puerta falsa. Después me volví a desmayar y sólo desperté en el hospital. Toda la ciudad estaba en huelga ya.

– Las cosas están empeorando, don Cayo -dijo Molina-. Han desempedrado las calles, hay barricadas por todo el centro. La guardia de asalto no puede disolver una manifestación así.

– Tiene que intervenir el Ejército, don Cayo -dijo el Prefecto-. Pero el general Alvarado dice que sólo sacará la tropa si se lo ordena el Ministro de Guerra.

– Mi compañero de cuarto era uno de los tipos del senador -dijo Ludovico-. Una pierna rota. Me daba noticias de lo que iba pasando en Arequipa y me malograba los nervios. Tenía un miedo, hermano.

– Está bien -dijo Cayo Bermúdez-. Voy a hacer que el general Llerena dé la orden.

– Me escaparé, la calle es más segura que el hospital -dijo Téllez-. No quiero que me pase lo que a Martínez, lo que al negro. Conozco a uno que se llama Urquiza. Le pediré que me esconda en su casa.

– No va a pasar nada, aquí no van a entrar -dijo Ludovico-. Qué tanto que haya huelga general. El Ejército les meterá bala.

– ¿Y dónde está el Ejército que no se ve? -dijo Téllez-. Si se antojan de lincharnos, pueden entrar aquí como a su casa. Ni siquiera hay un guardia en el hospital.

– Nadie sabe que estamos acá -dijo Ludovico-. Y aunque supieran. Creerán que somos de la Coalición, que somos víctimas.

– No, porque aquí no nos conocen -dijo Téllez-. Se darán cuenta que vinimos de afuera. Esta noche me voy donde Urquiza. Puedo caminar, a pesar del yeso.

– Estaba medio tronado de susto, por lo que habían matado a sus dos compañeros en el teatro -dijo Ludovico-. Piden la renuncia del Ministro de Gobierno, decía, entrarán y nos colgarán de los faroles. ¿Pero qué es lo que está pasando, carajo?

– Está pasando casi una revolución -dijo Molina-. El pueblo se adueñó de la calle, don Cayo. Hemos tenido que retirar hasta los agentes de tránsito para que no los apedréen. ¿Por qué no llega la orden para que actúe el Ejército, don Cayo?

– ¿Y ellos, señor? -dijo Téllez-. ¿Qué han hecho con Martínez, con el viejo?

– No te preocupes, ya los enterramos -dijo Molina-. ¿Tú eres Téllez, no? Tu jefe te ha dejado plata en la Prefectura para que regreses a Ica en ómnibus, apenas puedas caminar.

– ¿Y por qué los han enterrado aquí, señor? -dijo Téllez-. Martínez tiene mujer e hijos en Ica, Trifulcio tiene parientes en Chincha. Por qué no los mandaron allá para que los enterraran las familias. Por qué aquí, como perros. Nadie va a venir a visitarlos nunca, señor.

– ¿Hipólito? -dijo Molina-. Tomó su colectivo a Lima a pesar de mis órdenes. Le pedí que se quedara a ayudarnos y se largó. Sí, ya sé que se portó mal en el teatro, Ludovico. Pero voy a pasar un parte a Lozano y lo voy a joder.

– Cálmese, Molina -dijo Cayo Bermúdez-. Con calma, con detalles, vaya por partes. Cuál es la situación, exactamente.

– La situación es que la policía ya no está en condiciones de restablecer el orden, don Cayo -dijo el Prefecto-. Se lo repito una vez más. Si no interviene el Ejército aquí va a pasar cualquier cosa.

– ¿La situación? -dijo el general Llerena-. Muy simple, Paredes. La imbecilidad de Bermúdez nos ha puesto entre la espada y la pared. Las embarró y ahora quiere que el Ejército arregle las cosas con una demostración de fuerza.

– ¿Demostración de fuerza? -dijo el general Alvarado-. No, mi general. Si saco la tropa, habrá más muertos que el año cincuenta. Hay barricadas, gente armada, y los huelguistas son toda la ciudad. Le advierto que correría mucha sangre.

– Cayo asegura que no, mi General -dijo el comandante Paredes-. La huelga es seguida sólo en un veinte por ciento. El lío lo ha desatado un pequeño grupo de agitadores contratados por la Coalición.

– La huelga es seguida cien por ciento, mi General -dijo el general Alvarado-. El pueblo es amo y señor de la calle. Han formado un Comité donde hay abogados, obreros, médicos, estudiantes. El Prefecto insiste en que saque la tropa desde anoche, pero yo quiero que la decisión la tome usted.

– Dígame su opinión, Alvarado -dijo el general Llerena-. Francamente.

– Apenas vean los tanques, los revoltosos se irán a sus casas, general Llerena -dijo Cayo Bermúdez-. Es una locura seguir perdiendo tiempo. Cada minuto que pasa da más fuerza a los agitadores y el gobierno se desprestigia. Dé la orden de una vez.

– Sinceramente, creo que el Ejército no tiene por qué ensuciarse las manos por el señor Bermúdez, mi General -dijo el general Alvarado-. Aquí no está en veremos ni el Presidente, ni el Ejército ni el régimen. Los señores de la Coalición vinieron a verme y me lo han asegurado. Se comprometen a tranquilizar a la gente si Bermúdez renuncia.

– Usted conoce de sobra a los dirigentes de la Coalición, general Llerena -dijo el senador Arévalo-. Bacacorzo, Zavala, López Landa. Usted no va a suponer que esos caballeros andan aliados con apristas o comunistas ¿no es verdad?

– Tienen el mayor respeto por el Ejército, y sobre todo por usted, general Llerena -insistió el senador Landa-. Sólo piden que renuncie Bermúdez. No es la primera vez que Bermúdez mete la pata, General, usted lo sabe. Es una buena ocasión para librar al régimen de un individuo que nos está perjudicando a todos, General.

– Arequipa está indignada con lo del Municipal -dijo el general Alvarado-. Fue un error de cálculo del señor Bermúdez, mi General. Los líderes de la Coalición han orientado muy bien la indignación. Le echan toda la culpa a Bermúdez, no al régimen. Si usted me lo ordena, yo saco la tropa. Pero piénselo, mi General. Si Bermúdez sale del Ministerio, esto se resuelve pacíficamente.

– Estamos perdiendo en horas lo que nos ha costado años, Paredes -dijo Cayo Bermúdez- Llerena me responde con evasivas, los otros Ministros no me dan cara. Se trata de una emboscada contra mí en regla. ¿Has hablado con Llerena tú?

– Está bien, mantenga la tropa acuartelada, Alvarado -dijo el general Llerena-. Que el Ejército no se mezcle en esto, a menos que sea atacado.

– Me parece la medida más inteligente -dijo el general Alvarado-. Bacocorzo y López Landa, de la Coalición, han vuelto a verme, mi General. Sugieren un gabinete militar. Saldría Bermúdez y el gobierno no daría la impresión de ceder. Podría ser una solución ¿no, mi General?

– El general Alvarado se ha portado muy bien, Fermín -dijo el senador Landa.

– El país está cansado de los abusos de Bermúdez, general Llerena -dijo el senador Arévalo-: Lo de Arequipa es sólo una muestra de lo que podría ocurrir en todo el Perú si no nos libramos de ese sujeto. Ésta es la oportunidad de que el Ejército se gane la simpatía de la nación, General.

– Lo de Arequipa no me asusta en absoluto, doctor Lora -dijo el doctor Arbeláez-. Al contrario, nos sacamos la lotería. Bermúdez ya huele a cadáver.

– ¿Sacarlo del Ministerio? -dijo el doctor Lora-. El Presidente no lo hará jamás, Arbeláez, Bermúdez es su niño mimado. Preferirá que el Ejército entre a sangre y fuego en Arequipa.

– El Presidente no es muy vivo pero tampoco muy tonto -dijo el doctor Arbeláez-. Se lo explicaremos y entenderá. El odio al régimen se ha concentrado en Bermúdez. Les tira ese hueso y los perros se aplacarán.

– Si el Ejército no interviene, no puedo continuar en la ciudad, don Cayo -dijo el Prefecto-. La Prefectura está protegida apenas por una veintena de guardias.

– Si usted se mueve de Arequipa, queda destituido -dijo Bermúdez-. Controle sus nervios. El general Llerena dará la orden de un momento a otro.

– Estoy acorralado aquí, don Cayo -dijo Molina-. Estamos oyendo la manifestación de la Plaza de Armas. Pueden atacar el puesto. ¿Por qué no sale la tropa, don Cayo?

– Mire, Paredes, el Ejército no va a enlodarse para salvarle el Ministerio a Bermúdez -dijo el general Llerena-. No, de ninguna manera. Eso sí, hay que poner fin a esta situación. Los jefes militares y un grupo de senadores del régimen vamos a proponerle al Presidente la formación de un gabinete militar.

– Es la manera más sencilla de liquidar a Bermúdez sin que el gobierno parezca derrotado por los arequipeños -dijo el doctor Arbeláez-. Renuncia de los ministros civiles, gabinete militar y asunto resuelto, General.

– ¿Qué es lo que pasa? -dijo Cayo Bermúdez-. He esperado cuatro horas y el Presidente no me recibe. ¿Qué significa esto, Paredes?

– El Ejército sale inmaculado con esta solución, general Llerena -dijo el senador Arévalo-. Y usted gana un enorme capital político. Los que lo apreciamos nos sentimos muy contentos, General.

– Tú puedes entrar a Palacio sin que te paren los edecanes -dijo Cayo Bermúdez-. Anda, corre Paredes. Explícale al Presidente que hay una conspiración de alto nivel, que a estas alturas todo depende de él. Que haga entender las cosas a Llerena. No confío en nadie ya. Hasta Lozano y Alcibíades se han vendido.

– Nada de detenciones ni de locuras, Molina -dijo Lozano-. Usted se mantiene ahí en el puesto con la gente, y no mete bala si no es de vida o muerte.

– No entiendo, señor Lozano -dijo Molina-. Usted me ordena una cosa y el Ministro de Gobierno otra.

– Olvídese de las órdenes de don Cayo -dijo Lozano-. Está en cuarentena y no creo que dure mucho de Ministro. ¿Qué hay de los heridos?

– En el Hospital los más graves, señor Lozano -dijo Molina-. Unos veinte, más o menos.

– ¿Enterraron a los dos tipos de Arévalo? -dijo Lozano.

– Con la mayor discreción, como ordenó don Cayo -dijo Molina-. Otros dos se regresaron a Ica. Sólo queda uno en el hospital. Un tal Téllez.

– Sáquelo cuanto antes de Arequipa -dijo Lozano-. Y lo mismo al par que yo le mandé. Esa gente no debe continuar ahí.

– Hipólito ya se fue, a pesar de mis órdenes -dijo Molina-. Pero Pantoja está en la clínica, grave. No podrá moverse durante algún tiempo, señor.

– Ah, ya entiendo -dijo Cayo Bermúdez-. Bueno, en las circunstancias actuales lo comprendo muy bien. Es una solución, sí, de acuerdo. ¿Dónde firmo?

– No pareces muy triste, Cayo -dijo el comandante Paredes-. Lo siento mucho pero no te pude apoyar. En cuestiones políticas, la amistad a veces hay que ponerla de lado.

– No me des explicaciones, yo entiendo de sobra -dijo Cayo Bermúdez-. Además, hace tiempo que quería largarme, tú lo sabes. Sí, salgo mañana temprano, en avión.

– No sé cómo voy a sentirme de Ministro de Gobierno -dijo el comandante Paredes-. Lástima que no te quedes aquí para darme consejos, con la experiencia que tienes.

– Te voy a dar un buen consejo -sonrió Cayo Bermúdez-. No te fíes ni de tu madre.

– Los errores se pagan muy caros en política -dijo el comandante Paredes-. Es como en la guerra, Cayo.

– Es verdad -dijo Cayo Bermúdez-. No quiero que se sepa que viajo mañana. Guárdame el secreto, por favor.

– Te tenemos un taxi que te llevará hasta Camaná, allá puedes descansar un par de días antes de continuar a Ica, si quieres -dijo Molina-. Y mejor ni abras la boca sobre lo que te pasó en Arequipa.

– Está bien -dijo Téllez-. Yo Feliz de salir de acá cuanto antes.

– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo Ludovico-. ¿Cuándo me despachan a mí?

– Apenas puedas pararte -dijo Molina-. No te asustes, ya no hay de qué. Don Cayo ya salió del gobierno, y la huelga va a terminar.

– No me guarde usted rencor, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Las presiones eran muy fuertes. No me dieron chance para actuar de otro modo.

– Claro que sí, doctorcito -dijo Cayo Bermúdez-. No le guardo rencor. Al contrario, estoy admirado de lo hábil que ha sido. Llévese bien con mi sucesor, el comandante Paredes. Lo va a nombrar a usted Director de Gobierno. Me preguntó mi opinión y le dije tiene pasta para el cargo.

– Aquí estaré siempre para servirlo, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Aquí tiene sus pasajes, su pasaporte. Todo en orden. Y por si no lo veo, que tenga buen viaje, don Cayo.

– Entra hermano, te tengo grandes noticias -dijo Ludovico-. Adivina, Ambrosio.

– No fue para robarle, Ludovico -dijo Ambrosio-. No, tampoco por eso. No me preguntes por qué lo hice, hermano, no te lo voy a decir. ¿Me vas a ayudar?

– ¡Me metieron al escalafón! -dijo Ludovico-. Anda volando a comprar una botella de algo y tráetela a escondidas, Ambrosio.

– No, él no me mandó, él ni sabía -dijo Ambrosio-. Conténtate con eso, yo la maté. Se me ocurrió a mí solito, sí. Él le iba a dar la plata para que se largara a México, él se iba a dejar sangrar toda la vida por esa mujer. ¿Me vas a ayudar?

– Oficial de Tercera, Ambrosio, División de Homicidios -dijo Ludovico-. ¿Y sabes quién vino a darme el notición, hermano?

– Sí, por hacerle un bien a él, para salvarlo a él -dijo Ambrosio-. Para demostrarle mi agradecimiento, sí. Ahora quiere que me vaya. No, no es ingratitud, no es maldad. Es por su familia, no quiere que esto lo manche. Él es buena gente. Que tu amigo Ludovico te aconseje y yo le doy una gratificación, dice, ¿ves? ¿Me vas a ayudar?

– El señor Lozano en persona, imagínate -dijo Ludovico-. De repente se me apareció en el cuarto y yo pasmado, Ambrosio, ya te figuras.

– Él te regala diez mil, y yo diez mil, de mis ahorros -dijo Ambrosio-. Sí, está bien, me iré de Lima y nunca más te daré cara, Ludovico. Está bien, me llevo a Amalia también. No volveremos a pisar esta ciudad, hermano, de acuerdo.

– El sueldo es dos mil ochocientos, pero el señor Lozano va a hacer que reconozcan mi antigüedad en el cuerpo -dijo Ludovico-. Hasta tendré mis bonificaciones, Ambrosio.

– ¿A Pucallpa? -dijo Ambrosio-. ¿Pero qué voy a hacer allá, Ludovico?

– Ya sé que Hipólito se portó muy mal -dijo el señor Lozano-. Vamos a darle un puestecito para que se pudra en vida.

– ¿Y sabes dónde lo van a mandar? -se rió Ludovico-. ¡A Celendín!

– Pero quiere decir que también a Hipólito lo van a meter al escalafón -dijo Ambrosio.

– Y qué importa, si tiene que vivir en Celendín -dijo Ludovico-. Ah, hermano, estoy tan contento. Y te lo debo a ti también, Ambrosio. Si no hubiera pasado a trabajar con don Cayo, seguiría de cachuelero. Es algo que te estoy debiendo, hermano.

– Con la alegría te has curado, hasta te mueves -dijo Ambrosio-. ¿Cuándo te dan de alta?

– No hay apuro, Ludovico -dijo el señor Lozano-. Cúrate con calma, tómate esta temporadita en el hospital como unas vacaciones. No puedes quejarte. Duermes todo el día, te traen la comida a la cama.

– La cosa no es tan color de rosa, señor -dijo Ludovico-. ¿No ve que mientras estoy aquí no gano nada?

– Vas a recibir tu sueldo íntegro todo el tiempo que estés aquí -dijo el señor Lozano-. Te lo has ganado, Ludovico.

– Los asimilados sólo cobramos por trabajito, señor Lozano -dijo Ludovico-. Yo no estoy en el escalafón, no se olvide.

– Ya estás -dijo el señor Lozano-. Ludovico Pantoja, Oficial de Tercera, División de Homicidios. ¿Cómo te suena eso?

– Casi salto a besarle las manos, Ambrosio -dijo Ludovico-. ¿De veras, de veras me metieron al escalafón, señor Lozano?

– Hablé de ti con el nuevo Ministro, y el Comandante sabe reconocer los servicios -dijo el señor Lozano-. Sacamos tu nombramiento en veinticuatro horas. Vine a felicitarte.

– Perdóneme, señor -dijo Ludovico-. Qué vergüenza, señor Lozano. Pero es que la noticia me ha emocionado tanto, señor.

– Llora nomás, no te avergüences -dijo el señor Lozano-. Ya veo que le tienes cariño al cuerpo y eso está muy bien, Ludovico.

– Tienes razón, hay que celebrarlo, hermano -dijo Ambrosio-. Voy a traer una botella. Ojalá no me chapen las enfermeras.

– Qué caliente debe estar el senador Arévalo ¿no, señor? -dijo Ludovico-. Su gente es la que sufrió más. Le mataron a dos y a otro lo golpearon duro.

– Tú mejor olvídate de todo eso, Ludovico -dijo el señor Lozano.

– Qué me voy a olvidar, señor -dijo Ludovico-. ¿No ve cómo me dejaron? Una paliza así se recuerda toda la vida.

– Pues si no te olvidas, no sé para qué me he dado tanto trabajo por ti -dijo el señor Lozano-. No has comprendido nada, Ludovico.

– Me está usted asustando, señor -dijo Ludovico- ¿Qué es lo que tengo que comprender?

– Que eres todo un Oficial de Investigaciones, uno igual a los que salen de la Escuela -dijo el señor Lozano-. Y un Oficial no puede haber hecho trabajos de matón contratado, Ludovico.

– ¿Volver al trabajo? -dijo don Emilio Arévalo-. Tú lo que vas a hacer ahora es recuperarte, Téllez. Unas semanitas con tu familia, ganando jornal completo. Sólo cuando estés enterito volverás a trabajar.

– Esos trabajos los hacen los asimilados, los pobres diablos sin preparación -dijo el señor Lozano-. Tú nunca has sido matón, tú has hecho siempre operaciones de categoría. Eso es lo que dice tu hoja de servicios. ¿O quieres que borre todo eso y ponga fue cachuelero?

– No tienes nada que agradecerme, hijo -dijo don Emilio Arévalo-. Se portan bien conmigo y yo me porto bien, Téllez.

– Ahora sí comprendo, señor Lozano -dijo Ludovico-. Perdóneme, no me daba cuenta. Nunca fui asimilado, nunca fui a Arequipa.

– Porque alguien podría protestar, decir no tiene derecho a estar en el escalafón -dijo el señor Lozano-. O sea que olvídate de eso, Ludovico.

– Ya me olvidé, don Emilio -dijo Téllez-. Nunca salí de Ica, me rompí la pierna montando una mula. No sabe qué bien me cae esa gratificación, don Emilio.

– Pucallpa por dos razones, Ambrosio -dijo Ludovico-. Ahí está el peor puesto de policía del Perú. Y, segundo, porque ahí tengo un pariente que puede darte trabajo. Tiene una compañía de ómnibus. Ya ves que te la pongo en bandeja, hermano.

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