Capítulo 3

MAX colgó el auricular y miró a la chica que estaba sentada frente a él. La solución que Amanda había dado al problema era tan evidente que debería habérsele ocurrido a él.

Jilly lo miraba con expresión expectante y Max tragó saliva.

– Mi hermana lo ve todo muy claro -dijo él-. La respuesta es evidente, te hospedarás aquí.

– ¡Aquí! -Jilly enrojeció en un segundo-. ¿En tu casa? Pero eso…

Al instante, Max se dio cuenta de que su proposición parecía confirmar las sospechas de la madre de Jilly sobre Londres en general y los hombres en particular, y rápidamente reconsideró su plan de instalarla en una de las habitaciones de invitados.

– Encima del garaje hay un apartamento -dijo Max rápidamente-. No es una maravilla, pero es mejor que el puente de Waterloo.

Jilly no podía creerlo. ¿Cómo se atrevía Amanda a llamar monstruo a su hermano? Max Fleming era un verdadero encanto, y le dieron ganas de ponerse de pie de un salto, sentarse encima de él y abrazarlo. No obstante, la expresión de Max y su rigidez sugerían que no sería buena idea.

– ¿Y bien? -le instó él al verla vacilar-. ¿A qué esperas? Quiero que ese informe esté en el Ministerio hoy mismo.

– Ahora mismo voy a pedir un mensajero -repuso ella.

Entonces, desde la puerta, Jilly volvió la cabeza.

– Gracias, Max.

Él hizo un gesto impaciente con la mano, bajando la cabeza inmediatamente para volver a sus números y sus notas.


El apartamento era pequeño, pero tenía de todo. Una escalera de piedra a un lado del garaje conducía a una puerta que, una vez abierta, daba a un pequeño recibidor y luego directamente al cuarto de estar.

– Está muy bien -dijo Jilly cuando, por fin, después del trabajo, Harriet la llevó allí. Max Fleming tenía razón, no era una maravilla, pero era cómodo y valía diez veces más que cualquier cosa que ella pudiera pagar-. ¿Por qué está vacío?

– Hace años era donde vivía el chofer, el padre de Max se negó a aprender a conducir. Amanda y Laura querían que Max contratara un chofer después del accidente, pero Max se negó rotundamente. Decía que, si quería salir, ya contrataría un chofer y un coche para la ocasión, o que tomaría un taxi. Aunque la verdad es que ya no sale casi nada.

A Jilly le hubiera gustado preguntar por qué, pero la otra mujer no le dio la oportunidad de hacerlo.

– Te he traído lo más indispensable; como pan, té, leche y esas cosas. Y el teléfono está conectado. Max ha dicho que llamar a tu casa, o a quien quieras, va con el trabajo.

– Es muy amable.

Harriet la miró de soslayo y dijo:

– No me cabe duda de que hará que te lo ganes a pulso. Max trabaja día y noche; y si le dejas, te obligará a hacer lo mismo -Harriet le dio a Jilly unas llaves-. Ésta es la de la puerta. Esta otra es la de la puerta de la verja. Haz lo que tengas que hacer y luego vuelve a la casa para cenar. La cena es a las ocho.

¿La cena? La oleada de pánico debió ser visible en su rostro, porque Harriet se apresuró a añadir sonriendo:

– No te preocupes, Max no espera que te vistas formalmente. Ponte cualquier cosa, menos vaqueros. Las sillas del comedor son muy antiguas y el tejido de los vaqueros es terrible para ellas.

– Yo… ¿Crees que a Max le molestaría que no fuera a cenar? Anoche no dormí mucho y estoy muerta de cansancio.

– Y, para colmo, te ha tenido trabajando hasta las siete -comentó Harriet, comprensiva-. Jilly, vas a tener que ser dura con él.

– Max me ha dicho que mañana puedo empezar un poco más tarde. Va a estar fuera hasta el mediodía.

– Pues hazlo, duerme hasta cuando quieras. Y no te preocupes por la cena, Max siempre trabaja hasta muy tarde y no creo que note tu ausencia. ¿Quieres que te traiga algo para comer aquí?

– No, no es necesario. Me prepararé una taza de té y una tostada y luego me acostaré. De todos modos, gracias, Harriet.

– Bien. Pero mañana por la mañana ven a la cocina y te prepararé un buen desayuno, estarás muerta de hambre.

Harriet no esperó a la respuesta. Le dio a Jilly las buenas noches y se marchó.

Jilly cerró la puerta y se apoyó en ella mirando a su alrededor, casi no podía creer la suerte que había tenido. Entonces, bostezó. Posiblemente ni siquiera tuviera ganas de prepararse una tostada. Pero sí se daría un baño y llamaría a su madre. Y… ¿qué iba a decirle a su madre?

¿Soy una secretaria tan buena que Max ha preferido ofrecerme el apartamento de encima de su garaje antes que perderme? Imaginaba perfectamente la reacción de su madre, que había criado a sus tres hijos sola y la opinión que tenía de los hombres no era muy favorable.

Por supuesto, pensar que un hombre como Max Fleming podía reparar en ella como mujer era ridículo. No obstante, quizá fuera mejor que, con su madre, se refiriera a él como señor Fleming, un hombre que iba al geriatra. La idea la hizo reír mientras llamaba a su madre.

– ¡Jilly! ¿Qué demonios pasa? Llevo aquí sentada toda la tarde esperando a que llames, preocupada…

Jilly contuvo la risa y dijo rápidamente:

– Todo está bien, mamá. El señor Fleming me ha ofrecido el apartamento del chofer hasta que Gemma vuelva de vacaciones. ¿Tienes un bolígrafo a mano para apuntar el número de teléfono?

– ¿Dónde está el chofer? -preguntó su madre suspicaz.

– El señor Fleming ya no tiene chofer, el apartamento está vacío. Vamos, apunta el teléfono.

– Está bien, está bien. Espera un momento, primero tengo que encontrar algo con que anotarlo.

Jilly notó la desilusión de su madre, y se dio cuenta de que debía haber pensado que era su día de suerte al enterarse de que Gemma estaba de vacaciones.

Por fin, Jilly le dio el número de teléfono. Luego, antes de que su madre pudiera hacerle más preguntas, se apresuró a decir:

– Oye, mamá, tengo que colgar ya. Es una conferencia. Te llamaré mañana por la tarde. Y no te preocupes, ¿vale? Adiós.

Jilly colgó el teléfono rápidamente. Había sido más fácil de lo que había creído.

El teléfono sonó casi inmediatamente, y Jilly, a su pesar, sonrió.

– ¿Diga?

– Sólo quería comprobar si había anotado bien el número de teléfono -le dijo su madre.

Sólo quería comprobar que no le había mentido.

– Buena idea, mamá.

– ¿Y cuál es la dirección?

Jilly se la dio, volvió a despedirse a toda prisa y colgó antes de que a su madre se le ocurrieran más preguntas.

Después, tuvo que hacer un gran esfuerzo para resistir la tentación de acostarse inmediatamente antes de darse un baño. El baño la revitalizó y volvió a pensar en una tostada. Puso un par de rebanadas de pan en el tostador, puso a hervir agua y se preguntó si debería volver a llamar a Richie.

El teléfono había empezado a sonar cuando oyó unos golpes en la puerta. Al parecer, Harriet había decidido llevarle algo de cena.

– Entra, Harriet -dijo Jilly alzando la voz, sin moverse del teléfono.

No era Harriet, sino Max Fleming.

Max abrió la puerta y entró en el pequeño cuarto de estar del apartamento justo cuando Jilly, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, se volvió de cara a él. Al momento, el rostro de la chica enrojeció. Estaba atractivamente desarreglada, con una bata encima de camiseta muy grande cubriéndole las curvas que sólo servía para atraer la atención hacia unas bien formadas piernas con la clase de muslos que…

– Oh, Max. Creía que… -Jilly se interrumpió y tragó saliva al darse cuenta de que, si se movía, se le abriría la bata, dejándola casi desnuda.

Con gran embarazo, colgó el teléfono, agarró el cinturón de la bata y se lo ató con un gesto decididamente dirigido a poner barreras más que a tentar. La reacción, de pura inocencia, resultó extrañamente tentadora. La mayoría de las mujeres que Max conocía, de ser sorprendidas en situación similar, habrían optado por el comportamiento contrario. Pero Max estaba empezando a reconocer que Jilly Prescott no se parecía a ninguna de las mujeres que había conocido.

– Jilly, deberías cerrar la puerta con llave. Podría entrar cualquiera.

– Ha entrado cualquiera -respondió ella, recuperando la compostura-. Creía que eras Harriet. ¿No he dicho… «entra, Harriet»?

– Harriet está ocupada. Y como, al parecer, estás demasiado cansada para venir a cenar, te he traído esto -Max le ofreció un papel, pero no hizo esfuerzo por cerrar la distancia que los separaba.

Jilly no se movió.

– ¿Qué es?

– Te han llamado por teléfono. Es un mensaje de alguien llamado Blake.

– ¡Richie! -a Jilly se le iluminó el semblante, y recorrió la mitad de la distancia que la separaba de Max hasta que, de repente, se dio cuenta de la informalidad de su indumentaria y se detuvo.

– ¿Es tu novio? -preguntó Max, sorprendido.

– ¿Sabes quién es?

– No, lo siento. ¿Debería conocerlo?

– Es Richie, Richie Blake. Sale en televisión. Fuimos al colegio juntos.

– ¿Sí? -entonces, tras pensar unos segundos-. ¡Oh, Dios mío! ¿No me digas que es ese idiota de disc jockey…?

– ¡No es ningún idiota! -Jilly saltó en su defensa como una leona.

Pero al momento, se dio cuenta de que su reacción había sido ridícula y que Richie ya no necesitaba que lo protegiera.

– Llevo todo el día intentando hablar con él -añadió Jilly-. Ahora iba a intentarlo por última vez antes de acostarme.

– En ese caso, te he ahorrado la molestia -Max puso el papel encima de la mesa de centro-. El señor Blake, por fin, debe hacer recibido tus mensajes… porque su secretaria me ha pedido que te diga que esta semana está muy ocupado, pero que te llamará tan pronto como pueda.

El rostro de Jilly empalideció y el brillo de sus ojos se apagó. Fue como si se le hubiera apagado una luz interior, pensó Max. Pero, al momento, Jilly recordó que no debía perder los modales.

– Gracias -dijo ella con voz queda-. Siento que hayas tenido que molestarte.

Max notó que el mensaje, a través de la secretaria, no era lo que Jilly había esperado. Quizá hubiera sido la novia de Richie Blake en su ciudad natal; pero si Jilly había ido a Londres con la esperanza de retomar la relación donde la habían dejado, esa noche iba a derramar algunas lágrimas. Rich Blake se había hecho famoso en la radio y ahora empezaba a serlo en televisión, ganaba más dinero del que podía gastar, y salía con mujeres dedicadas exclusivamente a su belleza.

Mujeres ambiciosas que querían aparecer en la pequeña pantalla; que se las viera con Richie Blake era una manera de conseguir un papel en una película, era un paso adelante en el camino a la fama. Max sospechaba que Jilly Prescott no tendría ninguna posibilidad.

¿Debía advertírselo? ¿Le creería si lo hacía? No querría que lo hiciera y, desde luego; no se lo agradecería.

– No ha sido ninguna molestia -dijo Max, y entonces miró a su alrededor tras decidir cambiar de tema-. ¿Tienes todo lo que necesitas?

– Sí, gracias. Harriet ha sido muy amable -Jilly se frotó los brazos como si tuviera frío-. Y tú también. Los dos habéis sido muy amables.

Max asintió, se acercó.al termostato del radiador y lo hizo girar un poco.

– Si necesitas algo, ven a la casa.

Después, se la quedó mirando. Tenía el cabello cayéndole por la cara y no había intentado retirárselo; al contrario, lo estaba utilizando como una cortina para ocultar sus sentimientos. Estaba sola en una ciudad desconocida y no tenía a nadie que le pudiera poner un brazo sobre los hombros ni que pudiera abrazarla y decirle que no se preocupara, que todo iría bien. Pero Max sabía que no saldría bien, y deseó apartarle el cabello de la cara, mirarla a los ojos y decirle que volviera a su casa antes de que la hicieran sufrir. Pero Max no se movió. Jilly no le creería y él perdería a la mejor secretaria temporal que había en Londres.

– Deja el termostato como está ahora, ha bajado mucho la temperatura esta noche. Está helando.

– Lo haré. Gracias.

Jilly tenía los ojos fijos en el mensaje. Max se dio cuenta de que debía estar deseando que se fuera para poder leer el mensaje, para engañarse a sí misma con la creencia de que había significados ocultos en esas palabras.

Le preocupaba dejarla ahí sola en ese apartamento mal decorado.

– Este piso necesita una mano de pintura. No me había dado cuenta de lo cochambroso que está -Max encogió los hombros-. Los más jóvenes de la familia se quedan aquí cuando vienen de visita a Londres.

– A mí me parece bien. Es la primera vez que tengo tanto espacio para mí sola.

Su falta de pretensiones era refrescante y, de repente, a Max se le ocurrió que, igual que a sus primos, probablemente ella se encontraría más a gusto allí. Las habitaciones de invitados eran lujosas y tenían todos los lujos que cualquier diseñador podría soñar, pero en una de ellas sería exactamente eso, una invitada. En el apartamento, podría hacer lo que quisiera, estaría a sus anchas.

– Bueno, si no necesitas nada, voy a dejarte para que puedas irte a la cama. Te veré mañana a eso del mediodía.

– Buenas noches, Max. Y gracias por traerme el mensaje.

Jilly esperó a oír sus pisadas en el patio; entonces, fue hasta la puerta y echó la llave.

Suspiró. Casi se había muerto de vergüenza cuando Max entró y la sorprendió casi desnuda. Y ella lo había empeorado todo al comportarse como una timorata temerosa de ser atacada.

Max Fleming era todo un caballero. Tras lanzar una breve mirada a sus piernas, había subido la vista, la había clavado en su rostro y no había vuelto a bajarla. ¿Acaso sus piernas no merecían una segunda mirada? Era difícil de saber, pero le temía tener los muslos demasiado gordos. Claro que sí, comía mucho chocolate. Volvió a suspirar. Siempre comía demasiado chocolate. Quizá debiera volver a hacer ejercicio, a correr por las mañanas. O a ir al gimnasio.

Jilly se echó el pelo hacia atrás, se miró en el espejo que había cerca de la puerta y se preguntó si le sentaría bien teñirse de rubia. Ridículo, tenía las cejas demasiado oscuras para eso.

Por fin, dejó de retrasar el momento de leer la nota que Max Fleming había puesto encima de la mesa y la agarró.

Tenía las gafas en el dormitorio y casi se pegó el papel a la nariz para poder leer lo que decía. Sin embargo, no le hicieron falta las gafas para ver que Richie no le había dejado ningún teléfono personal, sólo el de la oficina. O quizá la secretaria, que podía ser la misma persona con la que había hablado por teléfono, intencionadamente no lo había hecho. O quizá se estuviera engañando a sí misma. Y también podía ser que Richie no tuviera ninguna gana de verla.

Un bostezo acabó por convencerla de que era hora de acostarse.


Jilly tenía por costumbre acostarse pronto y levantarse temprano. Le despertó el ruido del tráfico y tardó un momento en recordar dónde estaba. Sí, estaba en Londres, tenía un trabajo nuevo y, optimista por naturaleza, sabía que pronto vería a Richie. ¡Un mensaje a través de una secretaria! ¿A quién quería impresionar?

Miró el despertador que había puesto para que le despertara a las siete. Eran las seis, pero ya había dormido suficiente.

Saltó de la cama y se puso el chándal. El día no había abierto aún cuando salió de la casa; pero cuando llegó al parque, notó que el cielo empezaba a adquirir un tono rosado y que la escarcha brillaba sobre la hierba. Hacía frío y le salía vaho de la boca, pero aquel lugar era precioso.

Max también se había levantado temprano y pasó media hora en el gimnasio que tenía en el sótano de la casa. Había descuidado el ejercicio, hecho que su pierna llevaba recordándole un tiempo. Vio a Jilly cuando salió de la casa y estaba en la cocina, esperándola, cuando volvió. Abrió la puerta trasera de la casa, la de la cocina, y la llamó.

– Jilly, he preparado té. Ven a tomar una taza.

Ella vaciló, respirando pesadamente. Cuando se volvió y empezó a caminar hacia él, a Max se le ocurrió que más que una invitación había parecido una orden.

– ¿Prefieres un zumo de naranja? -le preguntó Max después de que Jilly entrase y cerrase la puerta de la cocina-. Sírvete tú misma lo que quieras.

– Gracias.

Jilly se sirvió un vaso de zumo en un vaso que ya estaba encima de la mesa. Max Fleming tenía un aspecto muy diferente por la mañana, con esa vieja camiseta empañada en sudor, el pelo revuelto y el rostro enrojecido por el ejercicio. Se le veía más grande y mucho más vital que con el traje. Pero no se había equivocado respecto a esos hombros, eran enormes.

– ¿Por dónde has ido? -le preguntó él.

Ella lo miró por encima del borde del vaso.

– No lo sé. He estado en un parque que vi ayer. Había una casa enorme y un estanque…

– La casa es Kensington Palace -Max casi se echó a reír al verle la expresión.

– ¡Kensington Palace! -exclamó Jilly, horrorizada-. Oh, Dios mío, dime que no he cometido allanamiento de morada.

– No lo haré si no quieres que te lo diga -pero la vio aún asustada-. No, no lo has hecho, Jilly. El parque, Kensington Gardens, está abierto al público.

– Gracias a Dios -su alivio fue casi cómico-. El único problema ha sido que lo estaba pasando tan bien que he ido demasiado lejos.

– Sí, suele pasar. Yo también corría… en los tiempos en los que podía correr con cierto estilo.

Jilly bebió un sorbo del zumo que se había servido.

– Fue un accidente de esquí -añadió Max, respondiendo a la pregunta que ella le había hecho con la mirada.

– Lo siento.

– No es para sentirlo. Fui yo el que tuvo suerte; al menos, eso es lo que me dijeron. Me costó una rodilla… mi mujer y un viejo amigo mío murieron.

Los ojos de Jilly se humedecieron, y Max esbozó una sonrisa irónica antes de continuar.

– No es tan terrible, Jilly. En serio. Sólo me duele un poco cuando hace frío o cuando el ambiente está húmedo, por eso es por lo que me limito a hacer ejercicio en el gimnasio -Max se indicó la camiseta manchada de sudor. Luego, se maldijo a sí mismo por haberse puesto en situación de dar compasión-. El gimnasio está en el sótano. Puedes usarlo cuando quieras. Es mejor que salir a correr cuando hace este frío.

– Me gusta el frío -respondió ella, rechazando la invitación-. Pero si te duele la rodilla, quizá debieras ir a vivir a un lugar cálido y seco.

– Quizá. Y quizá será mejor que vayas a darte una ducha o empezarás a trabajar tarde.

¡Vaya un tirano! En fin, Harriet se lo había advertido.

– No te preocupes, no voy a cobrarte las horas en las que no trabaje -contestó Jilly al tiempo que se ponía en pie.

Sin perder un momento más, se marchó de allí. Max aún estaba mirando la puerta por la que Jilly había salido cuando Harriet entró en la cocina.

– ¿Hemos tenido compañía? -preguntó el ama de llaves.

– Sólo un poco de té y compasión, Harriet.

Harriet arqueó las cejas.

– Alguien ha tomado zumo de naranja.

– Y yo el té y la compasión -no podía seguir así, tenía que acabar con esa tontería-. Jilly ha preferido tomar zumo al volver de correr por el parque. ¿Qué opinas de ella?

– ¿De Jilly? Es una chica encantadora. No se da aires de nada…

– ¿Al contrario que las otras secretarias de Amanda?

– Sí, es completamente diferente, Max.

– ¿Qué opinarías si te dijera que ha venido a Londres para estar cerca de Rich Blake?

Harriet dejó de limpiar la mesa y centró toda su atención en él.

– ¿El de la televisión? -Max asintió y Harriet frunció el ceño-. Oh, Dios mío. ¿Qué clase de relación hay entre ellos?

– Al parecer, fueron al colegio juntos. No sé si es producto de mi imaginación, pero tengo la sensación de que está enamorada de él; o cree que lo está, que es lo mismo.

– En ese caso, será mejor que le compre varias cajas de pañuelos de papel, va a necesitarlos.

Max se encogió de hombros.

– Puede que estemos juzgando mal a ese tipo. Anoche hizo que su secretaria llamara a Jilly para decirle que se pondría en contacto con ella pronto.

– ¿Que fue la secretaria quien llamó por él? ¿Y cómo se lo ha tomado Jilly?

Max recordó la palidez del rostro de Jilly al enterarse de que Rich no se había molestado en llamarla personalmente.

– Tienes razón, Harriet, ten unas cajas de pañuelos de papel a mano.

– ¿No sería mejor mandarla a casa en el primer tren, Max? -sugirió Harriet examinando el contenido del frigorífico.

– Es posible, pero es la mejor taquimecanógrafa que he tenido en mi vida, incluida Laura. Me vería privado de sus habilidades profesionales…

– ¿Qué te propones, ganar el premio de cínico del año?

– No soy cínico, sino realista.

– La realidad duele.

– Cierto. Pero no hay forma de evitarla, y mandar a Jilly de vuelta a Newcastle sólo serviría para retrasar lo inevitable. Ahora que sabe lo mucho que vale profesionalmente, si la mandáramos a casa, volvería a Londres en cuanto su prima regresara de vacaciones y se buscaría otro trabajo.


Era viernes cuando Jilly tuvo noticias de Richie.

Max estaba mirando la correspondencia, dándole cartas con breves instrucciones, como «Dile que no me interesa… Arregla una cita con éste… Anota en el diario…», cuando sonó el teléfono. Max contestó.

– ¿Sí? -tras unos momentos, le dio el auricular a Jilly-. Es para ti.

– ¿Para mí?

Jilly fue a ponerse en pie, el rostro súbitamente animado.

– No te vayas -le dijo Max, odiándose a sí mismo por el placer que le dio aplastar las esperanzas de su secretaria-. Es una mujer, así que puedes hablar aquí.

Con desgana, Jilly volvió a acomodarse en su asiento.

– Hola, soy Jilly -después, escuchó brevemente-. Oh, sí, me encantaría. ¿Estará Richie…? Otra pausa.

– Muy bien, allí estaré. ¿Qué debo ponerme…? -pero la persona que había llamado acababa de colgar.

– Era Petra James, la ayudante de Richie. Richie quiere que participe en un nuevo programa de televisión que va a lanzar esta noche.

– ¿Esta noche? No te ha avisado con mucho tiempo, ¿no? ¿Se ha rajado alguien en el último momento?

Jilly enrojeció violentamente.

– Va a haber una fiesta después, y estoy invitada.

– Estoy seguro de que te encantará. Y ahora, ¿te importaría que continuáramos trabajando? -preguntó Max con voz de débil aburrimiento.

Durante un momento, vio un brillo profundo en esos ojos marrones y se preguntó si no la habría presionado demasiado. Entonces, Jilly dejó el lapicero que tenía en la mano, tomó otro con la punta más afilada y dijo:

– Por supuesto. Lamento que te hayan interrumpido.

Max estaba enfadado. Le enfadaba que ese tal Rich estuviera utilizando a Jilly, y también estaba enfadado consigo mismo porque eso le alegraba. Aunque no comprendía por qué le importaba.

Excepto que esa ilusión de ella le llegaba al alma, estrujándosela; recordándole que no le quedaba nadie en el mundo en quien él produjera esa sensación. No había nadie en el mundo que se iluminara al pensar en verlo.

– Olvídalo -asqueado consigo mismo por entregarse a la autocompasión, Max se puso en pie bruscamente-. Tómate el resto del día libre. Ve a la peluquería y cómprate un vestido nuevo. Si vas a gozar de quince minutos de fama, será mejor que te pongas guapa.

No era su intención hacer de hada madrina; pero sabía que si Cenicienta Prescott iba a esa fiesta, necesitaría toda la ayuda que se le pudiera prestar.

– Max, no es necesario…

– Sí lo es. Además, has trabajado de sobra esta semana. Lo único que te voy a pedir antes de que te vayas es que llames a mi hermana para decirle que la invito a almorzar -casi sonrió al ver la reacción de sorpresa de Jilly. Amanda también se sorprendería-. Y hablo en serio, Jilly, no quiero verte aquí cuando vuelva en diez minutos.

Y para demostrar que hablaba en serio, Max salió del despacho y la dejó con el lapicero en la mano y la boca abierta.

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