Capítulo 5

PUEDE que no haya sido la mejor forma de retomar una relación, teniendo en cuenta que no le habías visto desde hacía tiempo -dijo Max al cabo de unos momentos de consideración-. ¿Ha cambiado mucho?

– ¿Richie? -Jilly medió unos segundos.

Sí, había visto cambios en él. Llevaba ropa cara, aunque horrorosamente chillona, el bronceado disimulaba su palidez natural y ya no llevaba gafas, sino lentes de contacto; pero ésas eran cosas superficiales. Pensó en cómo Petra le había controlado, y él se había dejado.

– No tanto como él piensa que ha cambiado -declaró Jilly por fin-. Yo solía ir detrás de él para asegurarme de que hacía lo que tenía que hacer y estaba donde debía estar. La única diferencia que puedo ver es que yo lo hacía gratis y ahora paga a una ayudante para que lo haga.

Jilly consiguió sonreír y añadió:

– La verdad es que, si se lo pidiera, ella también lo haría gratis.

Así que Jilly era capaz de algo tan humano como los celos, ¿no?

– ¿Cómo es? Me refiero a la ayudante.

– Guapísima. Pelirroja, muy delgada y con unos ojos tan increíblemente aguamarina que sospecho que las lentes de contacto de color tienen algo que ver en el asunto.

– Así está mejor.

– ¿Qué?

Max sonrió maliciosamente.

– La crítica siempre es una buena señal. Y casi te has reído.

– Sólo de mí misma. He hecho el ridículo, ¿verdad?

– No, Jilly. Él ha progresado y te ha dejado atrás. Suele ocurrir.

– Pues no tenía derecho a dejarme atrás. Si no fuera por mí, seguiría eligiendo los discos del club de juventud local.

– Oh, vamos…

– ¡No te pongas paternalista conmigo! -Jilly estaba enfadada, realmente enfadada-. No soy una pueblerina imbécil enamorada del primero que me sonrió en el patio del colegio. Richie Blake no ha progresado, Max, yo le empujé. Él mismo lo ha admitido esta noche al pedirles a sus amigos que fueran amables conmigo, que fui yo quien le puso en el camino de la fama.

Pero también había permitido a Petra que hiciera una broma de eso. El rostro le enrojeció al recordarlo.

– En ese caso, no lo comprendo. ¿Por qué no estás ahí ahora? ¿No has dicho que Rich va a dar una fiesta para celebrar el lanzamiento del programa?

– Sí, pero pensaba que iba a ser en el estudio, que iba a ser una fiesta informal -Jilly se indicó la ropa.

– ¿Y no lo es?

– No. Y a Petra se le ha «olvidado» decirme que iba a ser en un club de moda. Petra…

– ¿La ayudante guapa?

– Petra debería haberme dicho que trajera ropa para cambiarme después del programa.

– Pero no lo hizo.

– Las mujeres que han llegado para ir a la fiesta estaban casi desnudas. Una de ellas llevaba un escote hasta aquí… -Jilly se señaló la cintura-. Y otra llevaba un vestido que se le transparentaba todo. Y otra…

– No sigas, me lo imagino -Max le agarró una muñeca mientras Jilly gesticulaba dramáticamente.

Jilly paró, lo miró y, de repente, le sobrevino un sollozo.

– ¡Oh, maldita sea! ¡Maldita sea! Me he prometido a mí misma no llorar…

Max no sabía cómo había llegado a abrazarla, pero se encontró con los brazos alrededor del cuerpo de Jilly mientras las lágrimas de ella le empapaban la camisa. Los sollozos sacudían el cuerpo de Jilly mientras él murmuraba palabras para tranquilizarla, aunque no sirvieron de nada.

– ¡Oh, Dios mío! -Jilly se apartó de él bruscamente, sorprendiéndolo-. ¡Cómo es posible que esté llorando!

Con enfado, Jilly se secó las lágrimas y continuó.

– La verdad es que no me importa…

– Eh, cálmate -dijo Max ofreciéndole un pañuelo, con el que Jilly se corrió el rímel por los ojos-. Lo que necesitas es…

– Si me dices que lo que necesito es una taza de té, Max, te prometo que te doy un puñetazo -le advirtió ella.

Lo que necesitaba era justo una taza de té, pero como Max no podía ofrecérsela, se inclinó hacia delante y abrió el pequeño mueble de las bebidas que tenía instalado en el coche.

– Coñac -dijo Max levantando una botella de muestra de coñac que sirvió en dos copas-. Toma, te calentará un poco. Nos vendrá bien a los dos.

Luego, se miró el reloj. Las diez y media. La noche apenas había empezado.

– ¿Sabes en qué club es la fiesta?

– Spangles -respondió Jilly antes de beber un sorbo de coñac.

Jilly tosió cuando el licor le pasó por la garganta.

– Claro -Max consideró las posibilidades-. No es muy tarde. Te da tiempo a que lleguemos a casa, cambiarte y reunirte con ellos en el club.

– ¿E ir a un club por la noche yo sola? -Jilly bebió otro sorbo de coñac-. No, ni hablar.

Jilly esperó. Se encogió de hombros y añadió:

– Además, he dicho que tenía planes para esta noche.

Y había salido de allí con la cabeza bien alta. Vio a Max llevarse la copa de coñac a los labios.

– ¿Y les has dicho cuáles eran esos planes?

– No.

– Hace mucho que no voy a Spangles. Me pregunto si habrá cambiado -Jilly no dijo nada; en realidad, no había esperado que dijese nada-. Esta misma tarde estaba pensando que hace mucho que no salgo, y debería hacerlo.

Max abrió otra botella de coñac y la repartió en las dos copas.

– Y bailar es un buen ejercicio para mí. El médico me lo ha dicho -tragó más coñac-. ¿Cuánto tardarías en cambiarte, Jilly?

– ¿En cambiarme?

– Sí, en ponerte algo más apropiado para ir a un club por la noche.

– Oh, no, Max. No puedo… -Max no respondió se limitó a observarla pensativamente, preguntándose cómo se vería con un escote hasta la cintura. Pronto descubrió que la imaginación la tenía intacta y que la libido empezaba a funcionarle de nuevo y a toda rapidez-. Además, no tengo un vestido que se aproxime en lo más mínimo a lo que esas mujeres llevaban esta noche, Max.

– Yo tengo una habitación llena de vestidos -al momento, Max se dio cuenta de lo que acababa de decir.

Nadie había tocado la ropa de Charlotte desde su fallecimiento. Pero Charlotte habría sido la primera en ofrecérselo a Jilly…

El coche se detuvo delante de la puerta de la verja.

– Espere aquí -le dijo Max al conductor-. Le necesitaré el resto de la noche. Vamos, Jilly, esta noche vas a poner a Petra en su sitio.

– No puedo. No puedes…

– Puedo y quiero. Y tú también.

Agarrándola de la muñeca, la condujo hasta la casa y la llevó al primer piso.

– ¡Max! -pero las protestas no le sirvieron de nada, Max no la soltó hasta entrar en una de las habitaciones.

No era la habitación de Max, como Jilly había temido, sino un enorme cuarto de vestir.

La cómoda estaba repleta de caros artículos de maquillaje, cepillos de plata y peines. Max cruzó la habitación, abrió una puerta y, durante un momento, contempló el cuarto de baño dorado.

Max volvió la cabeza y la sorprendió mirándolo todo con asombro.

– Todo está en orden, incluso hay toallas en el baño.

Sin perder tiempo, Max se acercó a los armarios empotrados y abrió varias puertas, revelando una maravillosa colección de preciosos vestidos, todos de diseño exclusivo de diferentes partes del mundo.

– Ésta era la habitación de mi esposa -dijo ella, no era una pregunta-. Éstas eran sus ropas.

– Sí. ¿Te hace sentirte incómoda?

– ¿Y a ti? -preguntó ella a modo de respuesta mientras examinaba las prendas que colgaban de las perchas.

– A mí lo que me parece es un desperdicio tener esto aquí sin que nadie lo use. Creo que Charlotte nunca salió una noche con el mismo vestido.

Eso explicaba por qué había tantos.

– Ésa no es la cuestión, Max. No puedes ponerme la ropa de tu mujer y pasearme como si…

Max encontró lo que estaba buscando. Un vestido de noche de exquisita sencillez, de satín, y del mismo color melocotón que el jersey que había llevado puesto Jilly. Max se lo puso por delante y la contempló.

– ¿Qué te parece? -le preguntó él.

Jilly tragó saliva.

– No puedo. No puedo.

– A Charlotte no le importaría, Jilly.

– ¿De verdad? -Jilly acarició la suavidad de la tela y se preguntó qué sentiría si le rozara la piel.

Como si le hubiera leído la expresión, Max levantó la falda del vestido y se lo puso en la cara. Fue algo sensual y tentador.

– Dime, Jilly, has llevado puesto alguna vez un vestido así -murmuró él con voz provocativa-. ¿Cómo crees que se sentiría esa tal Petra a tu lado con este vestido?

– Vulgar -respondió Jilly sin vacilación.

– ¿Y?

– ¿Celosa?

– Es posible -contestó Max mirándola a los ojos-. ¿Te gustaría averiguarlo?

Jilly era lo suficientemente humana para querer eso, pero era capaz de darse cuenta de un imposible. Iba a decirle eso, a darle las gracias y a decirle que lo mejor que podía hacer era las maletas y volver a su casa; pero fue entonces cuando, al devolverle la mirada, vio en la de Max que ya lo sabía, y también vio un dolor muy profundo debajo de esa corteza de cinismo y malhumor. Y en un momento, Jilly se dio cuenta de que Max necesitaba que aceptase el vestido y que aceptase su ayuda mucho más de lo que ella lo necesitaba.

Jilly intentó hablar, pero se le había secado la garganta de repente. Tragó saliva.

– Yo… puede que no sea de mi tamaño -dijo ella. A Max le costó sonreír, pero valió la pena esperar a ver esa sonrisa.

– ¿Te parece que lo averigüemos?

Mientras Jilly intentaba dilucidar lo que había querido decir, Max le puso las manos en la cintura y tiró de ella hacia sí. Durante unos momentos, la mantuvo muy cerca, tan cerca que Jilly pudo verle el pulso latiéndole en la garganta, pudo olerle la piel y el débil aroma a coñac de su boca. Luego, Max la miró con unos ojos del color de la pizarra mojada.

– Fíate de mí, el vestido es de tu tamaño.

El corazón de Jilly latía con fuerza por el inesperado contacto, por la forma como la mano de Max había tomado la suya, por el roce del otro brazo de Max en la cintura. ¡Y cómo la miraba!

– Oh. Bueno, bien -consiguió decir Jilly.

– ¿Cuánto te va a llevar arreglarte?

– ¿Media hora? -sugirió ella con voz ronca, mirándolo como a un amante, lo suficientemente cerca para besarle, con los labios a la altura de su garganta.

– Veinte minutos.

Recuperando el sentido, Jilly dio un paso atrás.

– Veinte minutos me lleva peinarme.

El pelo de Jilly, si se le dejaba a su aire, era una masa de pequeños rizos y, sin pensar, Max se lo soltó, acariciándolo con los dedos.

– Déjatelo suelto -dijo él-. Aquí encontrarás todo lo que necesites. Usa lo que quieras. Te estaré esperando en el estudio.

Entonces, Max se volvió bruscamente y salió de la habitación cerrando la puerta tras sí.

Jilly tragó saliva. Algo había ocurrido en el medio minuto que Max Fleming la había tenido medio abrazada. Y, de repente, Jilly se sentía más viva que nunca.

Alzó el brazo y se quedó mirando la mano que él había tenido en la suya, aún le quemaba. Se la frotó, pero la sensación no desapareció, parecía impresa en su piel.

Jilly sabía no se hacía ilusiones respecto a sí misma. Sabía que era una chica de tantas, nacida en un hogar de tantos de una pequeña ciudad al noroeste de Inglaterra. Pero, cuando veinte minutos después se miró al espejo, se dio cuenta de que con un vestido así y del brazo de Max Fleming sería muy fácil olvidarlo.


Mientras Max se ponía los gemelos de la camisa se llamó de todo. ¿Qué demonios estaba haciendo? Iba a echar a esa chica en los brazos de un hombre que no la valoraba y que lo único que le haría sería daño.

Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

Se enderezó la corbata, se puso la chaqueta del traje y se miró en el espejo por segunda vez aquella tarde. ¿Qué verían esos curiosos ojos tras su reaparición en la escena social después de tanto tiempo? Nada. Porque no había nada que ver. Estaba hueco por dentro. Vacío. Fue a tomar el bastón y, entonces, con un gesto colérico, lo tiró. El único apoyo que necesitaba en ese momento era una copa. Pero al ir a servírsela, pensó que eso tampoco le ayudaría. Lo mejor que podía hacer era llamar a Spangles para reservar una mesa.

Acababa de colgar el auricular cuando la puerta se abrió a sus espaldas.

Max se dio media vuelta. Había tenido razón respecto al vestido, le sentaba perfectamente y el color acentuaba la transparencia de su hermosa piel. ¿Y, al principio, le había parecido una chica corriente?

Se había equivocado, Jilly no era corriente. Esa noche muchas cabezas iban a volverse para mirarla. Se necesitaba ser un hombre sin sentimientos, sin imaginación y sin corazón para que no le afectase. Incluso un hombre sin corazón podía sentir un eco lejano, recordar un deseo…

– Ya te he dicho que el vestido te sentaría bien -dijo él bruscamente.

– Es una pena que no pensaras en los zapatos -respondió Jilly secamente.

Pero Max notó el tono de desilusión, Jilly había esperado un amable halago. Pero la amabilidad no era suficiente, y él no era capaz de llegar más lejos. Entonces, Jilly levantó la barbilla y una pequeña sonrisa tembló en sus labios. Max la esquivó clavándole los ojos en los pies.

– Tu mujer tenía los pies más pequeños que yo. He conseguido calzarme unas sandalias plateadas, pero… no me lleves a escalar esta noche.

– No lo haré. También necesitas un abrigo. Hay unas pieles que…

– No, gracias, no me pongo pieles -la boca ya no le tembló-. He encontrado un abrigo de terciopelo.

– Bien, lo que quieras. Y ahora, si ya estás lista, sugiero que nos marchemos.

– Escucha, Max, no tienes que…

– Intenta detenerme -dijo él desafiante.

Al momento, cruzó la estancia, abrió la puerta y la sujetó para dejar pasar a Jilly. Después de haberla visto así, imposible retroceder.

– El coche nos está esperando.

Al llegar a la puerta de la casa, Jilly se detuvo.

– ¿No necesitas el bastón?

Por fin, Max consiguió sonreír.

– No me parece buena idea ir al club con el bastón. El plan es avivar el interés del señor Blake, ¿no? Y no lo conseguiremos si parezco un viejo lisiado al que acompañas por compasión.

– ¡Tú no tienes aspecto de viejo lisiado! -declaró ella con arrebato.

– ¿No? Las apariencias engañan. Pero si la pierna me da problemas, te prometo que me apoyaré en ti. Eso también le dará qué pensar -Max abrió la puerta y la hizo salir-. La carroza espera, señora. Cenicienta va a ir al baile.

– Bien, ¿y tú quién eres? ¿El príncipe?

– ¿No es ése el papel de Rich Blake? -respondió Max ofreciéndole el brazo para conducirla hasta el coche.

Jilly hizo una mueca.

– ¿Richie? No sabría ser un príncipe. Pero si tú no lo eres, ¿qué papel te toca?

– ¿No me reconoces sin el bastón? ¿O debería decir barita mágica?

Jilly se echó a reír.

– ¿Mi hada madrina?

– ¡Padrino, por favor!

Jilly volvió a reír.

No obstante, con las sienes plateadas, el rostro saturnino y los ojos gris pizarra, Max Fleming parecía un hombre muy peligroso. Y a pesar de su fama como personaje de televisión, Richie Blake parecía un pueblerino a su lado.

Había un grupo de fotógrafos a la entrada del club, clara señal de los famosos que había dentro. Max salió del coche, le tomó la mano y se la estrechó al sospechar que estaba nerviosa.

– Sonríe, Jilly, no muerden.

– ¿No? ¿Qué van a hacer?

– Te van a sacar una foto y te van a hacer famosa -Max arqueó las cejas-. Apuesto a que a Petra le va a sentar como un tiro.

Tras la broma, Jilly se tranquilizó y la sonrisa fue natural.

– Sé va a poner enferma.

Apenas habían dado unos pasos cuando uno de los fotógrafos reconoció a Max.

– ¿Señor Fleming?

Jilly vaciló y miró a los fotógrafos, pero Max, poniéndole una mano en la espalda, la obligó a proseguir.

– ¿Max Fleming? -repitió el periodista en voz más alta, y cuando llegaron a la puerta del club los demás miembros de la prensa ya les rodeaban y empezaron a iluminarles con los flashes-. Hace mucho que no se le veía, señor Fleming.

– He estado muy ocupado. ¿Quién os ha hecho venir aquí esta noche? -preguntó Max como si no lo supiera.

– Nadie que usted conozca. ¿Quién es la señorita? ¿Es una actriz, señor Fleming? ¿O es una modelo? ¿Qué historia es?

– ¿Quién ha dicho que haya una historia? -entonces, Max sonrió maliciosamente para asegurarse de que supieran que estaba bromeando-. Somos dos buenos amigos que han salido a pasar una tranquila noche por ahí.

– ¿Y cuánto tiempo llevan siendo buenos amigos, señor Fleming?

Pero Max, con lo que había dicho, ya había despertado su interés; por lo tanto, en vez de contestar, entró con Jilly en el club. Hacía un par de años que no iba por allí, pero le saludaron como a un viejo amigo. Jilly, después de dejar el abrigo en el guardarropa, se reunió con él.

– ¿En serio mi foto va a salir en los periódicos? -susurró ella mientras les conducían a su mesa.

– Probablemente. A menos que ocurra algo realmente interesante esta noche.

– ¿Como qué?

Como alguien dándole un puñetazo a Rich Blake. Le había quitado una botella de champán a uno de los camareros y la estaba agitando con violencia entre gritos de sus compañeros. La botella se abrió con un torrente de burbujas, pero todos parecían muy contentos. El maître siguió la mirada de Max.

– El señor Blake está celebrando el lanzamiento de un nuevo programa de televisión.

– El señor Blake va a tener problemas si no se comporta como es debido -declaró Jilly.

Max la miró.

– Tranquila, cariño -a continuación se volvió a Marco-. Preferiría que no lo celebrase con nosotros. Por favor, Marco, tan lejos de ese grupo como pueda ponernos.

– Por supuesto, señor Fleming. Al momento de llamarnos, le reservé una mesa delante de la pista de baile.

Jilly detuvo sus pasos.

– Pero yo creía que…

– Un poco de paciencia, Jilly -dijo Max siguiendo al maître, a través de la multitud, hasta una pequeña mesa preparada para dos personas en el mejor sitio del establecimiento.

Pero la mirada de Jilly estaba fija en Rich Blake, y Max le tocó la mano para atraer su atención, al menos por el momento.

– Recuerda, tenías otros planes. Y no tenías ni idea de que te iba a traer aquí. Y no es necesario que te lo quedes mirando, Blake acabará viéndote.

Y entonces, ¿qué iba a hacer él? ¿Entregársela y marcharse? El sentido común le decía que eso era lo que debía hacer, pero aquella noche el sentido común parecía haberlo abandonado. Un hombre sabio y con sentido común no se habría metido en aquel lío, un hombre con sentido común habría sugerido a Jilly Prescott hacer las maletas, meterse en el primer tren y volver a su casa. Allí sólo le esperaba mal de amores.

Pero como no había hecho nada con sentido común, tenía la responsabilidad de hacer lo posible por que Jilly saliera de allí con lo que quería. ¿Pero se estaba comportando de un modo responsable? ¿Y si Rich Blake no mordía el anzuelo? En ese caso, ¿cómo se sentiría Jilly?

Mientras miraba, vio a Rich Blake seduciendo a una chica casi desnuda que acabó sentada encima de él. También vio a una bonita pelirroja mirarlo con expresión posesiva.

– ¿Le parece bien la mesa, señor Fleming?

– Perfecta, Marco. Por favor, haga que nos, traigan una botella de Bollinger -Max se volvió a Jilly-. ¿Tienes hambre?

Jilly negó con la cabeza.

– En ese caso, Marco, nada más.

Marco inclinó la cabeza ligeramente y se marchó.

Durante unos momentos, se sentaron y guardaron silencio. Jilly tenía los ojos fijos en la ruidosa escena que se desarrollaba al otro extremo de la estancia.

– Ojalá…

– ¿Qué?

Jilly miró a la mesa.

– Ojalá no hubiera venido. Esto no es para mí.

– Hay que tener cuidado con lo que se desea… por si acaso se hace realidad.

Jilly lo miró furiosa.

– Que yo recuerde, no he deseado venir aquí.

– No en voz alta, pero mentalmente…

– ¿Lees la mente? En ese caso, debes saber exactamente lo que estoy pensando ahora.

La irritación de Jilly era resultado de su desilusión, y Max lo comprendía. Pero ¿qué había esperado? ¿Que Rich Blake soltara el manojo de curvas que tenía en las manos, corriera hacia ella y la estrechara en sus brazos?

– ¿Y bien? -insistió ella.

– ¿Quieres ir allí y unirte a su fiesta? Como lo conoces y te ha invitado, estaría bien visto.

– ¿Crees que se daría cuenta?

– He de reconocer que está algo ocupado en estos momentos.

– Sí, lo está, ¿verdad?

– Vamos, Jilly, toma una copa de champán -dijo Max cuando llegó el camarero.

– ¿Por qué?

– Porque todo se ve mejor después de una copa de champán.

Max le puso una copa en la mano. Quizá el champán la hiciera relajarse un poco y olvidarse de Blake lo suficiente para empezar a divertirse. Y era fundamental que se olvidara de él y que disfrutase si quería hacerse notar.

– ¿Por qué demonios habré accedido a venir aquí?

– La fortuna favorece a los atrevidos, Jilly -dijo Max tocando la copa de ella con la suya-. Dime, ¿hasta dónde crees que llegaría tu atrevimiento esta noche?

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