TERCERA PARTE. RITO DE PASAJE

I

al cerro. Mi voz mientras subo al ómnibus. Al Cerro de las Rosas. Mi voz como si fuera de otro. O la voz de Esteban Espósito como si fuera la mía. Ya da lo mismo. Lo que no debería ser contado de ninguna manera puede contarse por fin de cualquier manera. Espósito le da sus últimos cincuenta pesos al guarda y sin recoger el boleto o esperar el vuelto se sienta en la oscuridad. El astrólogo también está en el ómnibus. Viaja conmigo al Cerro. Conmigo o con nosotros. O Esteban con ellos. El guarda está mirando con gesto ambiguo. Mezcla de conmiseración y asco que inspira en la gente normal la gente enferma. Hay una cofradía de la salud. La especie se defiende de los tipos como Espósito, y hace lo justo, no son confiables. Debo de tener fiebre. Los ojos me arden y estoy tan cansado que si el guarda no me trae el vuelto no se lo pido. Desnudo vine al mundo y, por lo menos hasta hoy, me las arreglé bastante bien para seguir vivo. ¡ La Luna! Rodando vertiginosamente sobre las casas, luna loca, luna muchacha purísima desnuda desvelada novia de los campanarios. El burrito de Belén está en la Luna, lleva al Niño y a María huyendo del rey Herodes. Todo eso, Esteban, se ve en la Luna si uno mira con atención y sobre todo si es un buen nene y toma toda la nutritiva sopa de cereales. El Universo es horrible, madre mía que me obligas a tomar toda la asquerosa cucharada de Quaker Oats, no ves mujer sin alma mis transparentes lágrimas como platos cayendo sobre el plato. Soy un niño apenas. Para dejar de serlo glup. Toma y daca. Para ser grande y fornido, glup. Coma caca. Para dejar de ser niño y venir grande y ver cosas entre los astros. Siempre lo mismo. Dejar y. O esto o lo otro. Estoy podrido de este pueblo, harto hasta la agonía del hermoso río de San Pedro y de sus atardeceres volcados a paladas sobre la arena y del campanario de la iglesia del Socorro. Único en el mundo, creo. Único campanario del mundo levantado en la parte de atrás de un templo. Como mirando el río. Todo en este pueblo mira hacia el río. La estatua de Fray Cayetano Rodríguez mira al río. Tus ojos, esta tarde, miran mirando el río. Hay que irse. Expulsarse a sí mismo de los paraísos de la infancia o el tiempo nos transforma en árbol, en agua, en atardecer, en piedra de la memoria. ¿Cuándo lo decidiste? Ayer a la siesta, en casa. Cuando te vi entre los árboles comiendo una naranja. Glup. Cara o ceca. Siempre.


Caca seca.


Ya sabía. Él. En mi ómnibus camino del Cerro de las Rosas.


No, ahijadito. Nada de él. No a mí. No en este fatídico ómnibus a oscuras. Con confianza o nada. Estamos en la República Argentina de los años 60. Nada de cortesías. Ni siquiera en esta ciudad, ni siquiera en Córdoba de la Nueva Andalucía, viejo reducto español con su Universidad trisecular, su colegio de Monserrat y una iglesia católica en cada esquina. Bien mirado, nuestro encuentro tenía que ser aquí. ¿Dónde, si no? En este preciso instante nuestro Leviatán rueda sobre subterráneas catacumbas más o menos medievales donde se enterraba viva a la gente y hay calabozos con máquinas de tortura. Me siento como en casa.


Natural. Porque si él existe, existe Dios.


A lo que respondo puaj. Lógica de seminarista frustrado. Nuestro pequeño Santo Tomás stalinista apela al árbol de oro de la dialéctica. Su casuística ladina pone con cuidado un pie delante del otro, consecuencia de andar enredándose todavía en la sotana. ¡Sí Dios existe! Según eso, bastaría con el sistema del origen del Universo de Laplace para disiparme a mí. El hombre moderno puede prescindir de la idea de Dios y, en consecuencia, el Buen Dios no existe. Ni tampoco yo. Que es, taimadamente, lo que se quería demostrar. ¡Pentalfa! ¡Pentalfa! ¡Huyamos!… Ya hace rato que Dios no tiene nada que ver con la Teología clásica, ni yo tampoco. Algo existe; yo existo. Existen los ardientes bebedizos que dan lumbre, los territorios febriles para un inexorable Esteban con antorcha. Lo demás será revelado a su tiempo.

Vade retro.


Déjate de payasadas, vaderretro. Esta operación se discute a ras del suelo; por ahora, al menos. Ni pentalfas ni caballeros de la Orden de Malta frotándome en la nariz la empuñadura en cruz de su espada. Somos personas cultas y alegres. Y antes que nada somos argentinos. De ahí que, históricamente hablando, sea requisito impostergable llenar antes alguna formalidad.


Antes de qué.


No seas sagaz. El qué es consecuencia de la formalidad que está antes. Y sin la cual, no. Formalidad que consiste paradojalmente en perderla.


Al alma.


A la formalidad. Perder la formalidad y el recato, la peineta, el pudor. Anche la cabeza, llegado el caso. Pero sobre todo perder la formalidad. Y, como habíamos convenido, tutearme. Tutearme de vos.


Yo todavía no convine nada.


¿Todavía? ¿Todavía no? Carambadigo. Todavía no, en este caso, significa nada menos que: dame tiempo para pensarlo. Es decir, una pisada en falso. Femenina, por añadidura. Todavía no, significa: después sí. Delata una apetencia y supone un compromiso. ¿Catas? ¿Captas? Según eso, vos me estarías prometiendo algo. Seduciéndome, tentándome a mí. Lo que en cierto modo es una originalidad… Pero todas las palabras que pronuncies ante este tribunal, etcétera. Por no mencionar que también supone lo que aún no hemos empezado a discutir: mi existencia. Y está escrito que en medio del silencio se oyó una risa sarcástica, y el Espíritu, inclinándose, prometió sumisión.

– Su vuelto, señor.

– Eh, cómo.

– Su vuelto -dice en la oscuridad la voz del guarda, inclinado junto al asiento-. El vuelto del pasaje.

Lo que sobresalta a Espósito es la palabra "señor". La oye como si fuera la primera vez en su vida. Y quizá lo es. O acaso se trata del tono, como si el guarda hubiera hablado en un semitono deliberadamente disonante. Tengo la certeza de que el día anterior, o incluso esa misma mañana, ese hombre habría dicho: "Su vuelto, joven".

– Perdón -dice Espósito.

Después, como el guarda se ha quedado mirándolo, comprende que debe dar las gracias. Las da. Y agrega sonriendo que tenga la amabilidad de avisarle cuando lleguen al Cerro. Un cruce de calle que yo olvidaré con el tiempo y desde el cual se ve, nomás al bajar, la iluminada quinta de Verónica adonde ahora necesito llegar rápidamente porque de pronto sentí que Graciela me está esperando, inerme, en medio de grandes peligros, a merced de alguien llamado Patricio, a merced de la mirada de Mariano a quien no hay más que verle la cara para comprender que es capaz de proponerle cualquier burrada, y yo también soy capaz, proponerle que se venga conmigo a Buenos Aires, que me espere, que nos ahorquemos juntos esta misma noche, mientras el guarda asiente cortésmente con la cabeza y me vuelve la espalda, circunstancia que aprovecho para clavarle la mirada en la nuca, justo donde termina la gorra, y concentrar toda mi atención allí, casi con ferocidad. El guarda se detiene, se da vuelta y me observa. ¿Cómo es posible que den resultado estas pavadas? Será que me vio cara de extraviado y lo impresioné. Esteban elige la segunda hipótesis y mira por la ventanilla. ¿Qué ve? Mi antigua cara, transparente; el fantasma de mi cara en primer plano y detrás las casas, los árboles, las luces del Automóvil Club Argentino que en realidad son un reflejo porque están a su espalda, y, a espaldas del fantasma del vidrio, yuxtapuesta a sus ojos, a las luces, a un balcón colonial y en ángulo recto al ómnibus que ahora dobla por Humberto Primo, la sombra poderosa de un bosque. Una plaza. Seguramente con una estatua ecuestre en honor del manco Paz, boleado inmortal, puesto que por su calle veníamos, plaza no vi ninguna y, no siendo ésta, el monumento se lo habrán hecho en el agua porque o me desorienté o más allá está el río. Y la palabra voland, súbita. Un cartel con la palabra voland. ¡Fasschaff! Iluminándose. Esteban trata de olvidar que el señor Voland es el apodo de alguien, ji, ji, despejad que aquí vuelve el ominoso señor Voland. Despejad, amable canalla, despejad. La luz de un automóvil que avanza en dirección contraria al ómnibus da de lleno sobre el cartel de Elixir Voland, lo cual será una casualidad, ahijadito, pero por dónde diablos andábamos, dice y se ríe en medio del silencio, promete sumisión y, por lo tanto, está aquí, en el ómnibus.


Pongamos que sí.


O lo invento.


Pongamos que no. Aunque, a efectos de ulteriores resultados, da exactamente lo mismo. La diferencia entre ser perseguido por dragones o imaginarlo no modifica para nada la situación. Ni mucho menos modifica a los dragones. Que no existen, eso es justamente lo único que se sabe acerca de la existencia de dragones. Del horroroso Phixtonblox, en cambio, hasta el momento, no se sabe nada.


Qué es el Phixtonblox.


Hasta hace un momento, nada.


Supongamos por lo tanto que dentro de este (por éste) vehículo voy a perderme y a perderte, Graciela Oribe alta lunar enemiga de la serpiente, supongamos, teniendo en cuenta mis tres últimas noches sin dormir, el efecto paradojal de la Benzedrina y mi natural propensión a la fiebre por aquello de las meninges, supongamos que en este ómnibus está ocurriendo lo que al parecer ocurre. Qué es, veamos, lo que ocurre.


Esto ocurre. Este descendimiento. Porque habrás notado que Córdoba, singularmente, es un pozo. Un craterio o un cráter. Un vasto ombligo. Un peligroso embudo al que se baja.


Qué es lo que se pretende de mí.


Fidelidad. Fidelidad, digamos, a ciertos principios. Lo cual, considerado a la luz de los tuyos, podría resultar algo así como la más absoluta falta de principios.


¿Y si me niego?


Le dijo la mariposa al fuego.


¿Quién es usted?


Vos.


Eso no es una respuesta.


Por supuesto que no; es un acertijo. Puede significar dos cosas. O bien que yo existo y, como habíamos convenido, ya es tiempo de abandonar la adolescencia, el pudor argentino, y tutearme? o bien que "vos" es, en efecto la respuesta.

Y el diablo no existe.


Que es, como se sabe, la mejor artimaña que puede inventar el diablo. Pero vayamos por partes. En el primer caso, existo. Y se trata de asumir conmigo la historia y el país. Y se trata, como dije, de un descendimiento orgulloso. Esto, esta vorágine hacia las Grandes Madres. El Pacto con el Diablo. Pero trasladar mecánicamente a este siglo y a estas pampas ideas medievales o isabelinas, germánicas o sajonas, sería dogmático. Sería stalinismo. No, huerfanito. Nuestras particulares condiciones históricas y sobre todo mi endiablada nacionalidad, que es la tuya, son ahora toda la condición humana. Nacionalidad, repito. Argentino yo. O rioplatense. Juan Sin Ropa yo: diablo de aluvión, historizado. O naturalizado. Hijo del hibridaje, nieto putativo de hijodalgos españoles hijoputas, de inmigrantes organilleros y de negros mandingas. Crisol de razas, que le dicen. Último de la flamígera tribu altísima. Cocido y modelado en viejas retortas universales, en el Caos, antes del Génesis, colui che fu nobil creato piú ch 'altra creatura. Vuelto a cocer y remodelar en Wittemberg, y más tarde en la vieja Deptford, entre Greenwich y Camberwel, frente a la Isla de los Perros, ahí donde el Támesis dibuja una gran serpiente que se arroja al mar y donde, hace cuatro siglos, había unos formidables prostíbulos. Y una taberna. Y dentro, bajo la luz roñosa de una lámpara de aceite de ballena, mujeres y balleneros en círculo, mirando unas puñaladas. Hasta que Christopher Marlowe quedó muerto en el piso y yo me limpié la daga en el pantalón y salí a la noche, en Deptford, donde la eran serpiente se enrosca y se confunde con Leviatán. Vuelto a remodelar y recocer en el gabinete áulico de su Serenidad, il signare Wolfgang, también llamado el Mayor, de quien heredé esta diabólica tendencia al humanismo y mi amor por la dulce Italia, bajo cuyos cielos, gracias a una mariposa con nombre de ramera, se atestiguó mi más reciente metamorfosis. La dulce Italia, de cuyas colinas vengo, no sin haber pasado algunos buenos momentos bajo la noche de plata de San Petersburgo conversando con un parricida. Yo, el último de la flamígera tribu altísima y el Primer Adelantado. Omega y Alpha. Mi endiablada nacionalidad y las antedichas condiciones históricas, así lo exigen. Exigen una demonología ad usum expósitos. Expósita: argentina. Y volviendo al acertijo: si la palabra "vos" fue la respuesta, muy bien, no sólo te concedo no preguntar la respuesta de quién, sino que lo admito con toda tranquilidad: no existo. En este segundo caso, no existo. Yo estoy en vos, soy vos, vengo de vos. Me inventas. Lo cual, dicho por el Diablo, también es una originalidad. Un aporte. Y aparentemente resuelve con un suspiro de alivio las cosas, deja impoluta tu alma, abre infinitas puertas de Salvación a la fragante rosa mística de tu espíritu, y caen, como livianos copos, las plumas de tu alada espalda durante la ascensión a los cielos dulce San Esteban ora pro nobis. ¿No es cierto? No es cierto. Me río por lo bajo y prosigo. Supongamos que no existo. ¿Qué se modifica con ello? ¿Quién, mi querido aspirante salesiano, modifica nada si yo no existo? A esta altura de nuestros razonamientos la confusión es tal que si, realmente he dicho la palabra "vos" para probar que nosotros y Esteban somos el mismo -respuesta que me anonada, me reduce a polvo metafísico, me excomulga, me derrumba y me arrumba en el polvoriento desván de las infantiles fábulas medievales-, alguien, fuera de nosotros podría inferir que Esteban está defendiéndose de algo, valerosamente, eso sí, pero defendiéndose. Y nadie se defiende de lo que no existe. Razón por la cual existo, o de lo contrario, Sansón de la dialéctica, todo, cada una de las palabras ya pronunciadas y estas mismas, cada una de las que diremos, o dirás, antes del amanecer, todas las múltiples objeciones que se te ocurran en este preciso instante, vienen de vos. Razón por la cual vuelvo a no existir; razón por la cual etcétera. Y así hasta el infinito.


Y entonces qué.


Me remito a mi ejemplo de los dragones y agrego que, en el fondo todo es una cuestión de fe.


En efecto, irónico colegial. Como tu comunismo y como Dios. Credo quia absurdum est, dijo Tertuliano. Por lo demás, que yo esté fuera de Esteban es muy espantoso, lo admito. Pero que venga Esteban, que ya está en vos, en tu propensa cabeza, que no deambule yo entre mis hermanos prepósitos del aire bajo las bóvedas del cielo, sino bajo tu bóveda craneana, no es el mejor modo de echarme. Es nuevamente dos cosas. O bien ya estoy instalado en el sitio de las operaciones brillantes, en el lugar del hecho, o bien -pues quedamos en que si yo no existo semejantes ideas son tuyas- o bien que vos tenés, nada menos, una idea semejante. La idea de estar poseído por el Diablo.


O sea que me estoy volviendo loco.


Tiempo al tiempo. Tu demencia por ahora es estupidez juvenil. Sopa de letras. Retórica. Sólo que ahí justamente podría anidar el peligro. El charlatanismo y la falta de seriedad son también rasgos profundamente nacionales, con los que veremos de forjar, a su tiempo, el gran disparate. El alma argentina. Y son, llevados a su más alto límite, la esfera que, en las cumbres de la actividad nerviosa superior, nos pertenece. La del Logos. La del Verbo. Cumbres friísimas donde duerme un Serafín, al que despertará (o no) un gran fuego. Después volveremos sobre esto. Por ahora tu locura es puro ingenio. Y algo de miedo. Te fascina la retórica de manicomio como te fascina la retórica del amor y la de Dios. Sólo que ahí aparezco yo. Silencio, querido. No me olvido, me acuerdo perfectamente de tus precoces y habilidosos arabescos de teólogo, acerca, por ejemplo, de cómo Judas fue traicionado por Jesús. O de por qué las tres personas de la Santísima Trinidad son cuatro. ¿Lo recordamos? El Padre piensa en sí mismo y con sólo ese acto engendra al Hijo, al que ama, y con sólo ese acto de amor engendra al Espíritu. Pero el pequeño Esteban pensaba: Y el Hijo, ¿no ama? Hay por lo tanto un amor paterno que va y un amor filial que vuelve, por decirlo así. Hay dos espíritus, y por eso el Tetragramaton tiene cuatro letras. JHVH. Dos de estas letras son aspiradas, idénticas, son el amor que va y viene. La Santísima Trinidad son cuatro, como los Tres Mosqueteros. Cómo olvidar la preocupación en los ojos del buen padre Molina, nuestro Consejero Espiritual, su lento movimiento de cabeza, su mano en nuestro hombro. Tal vez sí, hijo, tal vez hay dos espíritus y uno es espejo terrible del otro, pero a tu edad mejor no pensar en eso. Oía et Labora. Calla lo que sabes, cantó el Antiguo. ¿Evocamos alguna otra demostrado, algún comentario o disputado, algún otro cachondeo quodlibetal, un cierto apólogo? ¿Evocamos con cuánto libertinaje un musculoso romano menoscabó junto a una fuente cierta vagina, y cómo el carpintero de la zona tuvo piedad y cuernos, cargó con todo en un borrico, y la niña parió en Belén?


Eso es repulsivo e innoble.


Eso, mi cuate, lo inventaste vos, más o menos hacia la época en que ibas a entrar en el Seminario.


Pero no con esas palabras.


Ah, ya vamos entrando en tema. Las palabras.


Y esa misma noche, de rodillas…


Hojarasca, pirotecnia. Habrás rezado en latín macarrónico citando el Apocalipsis o la Epístola ad efesios, de San Pablo, ese otro cabrón. Pero no creas, la cobardía grandilocuente también es un rasgo muy nacional, muy intelectual burgués. Somos pura pluma, como el chajá. O pura espuma. La transformación penúltima de Santos Vega, telúrico payador, fue el taño organillero, quien a su vez engendró al hombre de la víbora. Y ahí estamos. Los mejores cebadores de mate con espuma del planeta. Hombre argentino de la víbora, bastardo, con el que trataremos algún día de hacer algo, en el más vasto orden de cosas. Cómo, no sé. Sé quiénes. Grandes locos bastardos dando al mundo un gran estilo bastardo. Johannes Sebastian Troilo, componiendo un día un tango a nivel de La Pasión según San Mateo y por el cual, a partir de allí, se rijan en su baile pitagórico las Esferas. O, si no, a seguir con la víbora al cuello vendiendo tónico para el pelo.

Nosotros, los mejores cebadores de mate con espuma de la Tierra.


Y yo qué tengo que ver con todo esto.


Por ahora nada. Tu demencia por ahora es puro embellecimiento, frivolidad y miedo. Hay, no lo niego, cierta rareza de alma, cierta alteración fisicoquímica en la actividad nerviosa superior, pero, en los hechos, es despreciable. No estás ni más ni menos maduro que, cuando de chico, leyendo a Lombroso, te palpabas los parietales y el occipucio para ver si eras criminal. Pero, del mismo modo que el crimen reclama una conducta criminal hay también una praxis de la locura. Y tanto bajo esas bóvedas como bajo las del cielo, ya no se trata de describir, sino de transformar. Tu enfermedad es teórica. Algún promisorio chisporroteo, advertido a veces en el segundo sistema de señales, es un mero coquetear idealista, neorromántico, y su resultado más bien flatulencial. Hyblis aún no ha entrado en lucha con el Gran Enemigo; pero, también acá, sin violencia no hay modificaciones. No hay revolución. Se exige el primer acto de terrorismo, el delito de lesa majestad cerebral. O espiritual. O del alma. Como te guste llamarlo. Y después: el gran estallido. Cambiar de mano los procesos de excitación e inhibición, ponerse de cabeza, darse vuelta como un guante, subvertir todos los valores de lo que hasta nuestro ómnibus hemos llamado salud, cordura, equilibrio, vida, sentimientos normales. Y tomar el poder sobre ese caos. Y mantenerlo. Tu esfera luminosa, aquella cualidad de la materia altamente organizada -el cerebro-, psicopatológicamente hablando carece aún de líderes. Hyblis, formidable caudillo, tiene la palabra. E Hyblis, el maldito orgullo, se paró y dijo: Ahora es el momento. Después el Diluvio. O el orden nuevo. No siendo así, tu locura es un chiste de salón. Hay, lo repito, rasgos ciertamente promisorios, curiosidad perversa por lo maligno, ambiguo y peligroso, cierta vocación, no localizada todavía en un punto morboso estable, a trabar relaciones con un tipo de estímulos, y, singularmente, sólo con ellos. Y además, la infinitesimal libélula hereditaria, el gen -la locura de mamá-, la manía silbatoria de papá sus deambulaciones nocturnas que solían terminar de cabeza contra la pared y la incontenible risa infantil que a pesar del miedo nos causaba el espectáculo. ¿Y los sueños? Demasiado vividos y vividos, a veces, demasiado proféticos, harto lúcidos para ser sólo sueños, sobre todo cuando pensamos que si uno tiene los ojos abiertos debe estar despierto. ¿Y esas ideas raras, que acosan con la violencia y la claridad de certezas, pero mejor no compartir con nadie? Ah, sí, calla lo que sabes, muérdete la lengua antes de murmurar a nadie lo que sueñas o sabes, dijo el Salmista. Muy bien, hijo. En esas oscuras y peligrosas aguas encontrarás la esperma de tu ballena, tu perseguida materia de encender lumbre. Las características o taras ya enunciadas, y una temprana propensión (que te fomentamos) a la lectura de cierto tipo de biografías ilustres, al punto que, de diez citas que se nos ocurren, nueve pertenecen a locos furiosos, borrachos, criminales, homosexuales, malformados o suicidas, tales características configuran el aura, el territorio fértil: las condiciones revolucionarias. La genus anormalis vatum. Pero tener aire de familia no significa ser pariente. Pobre Santiago. Falta el acto, la lesión violenta, esa parte de la tragedia que los griegos llamaban catástrofe y que aquí, en espera de mejor nombre, llamaremos trauma psíquico. Romper bien rota tu alma, dicho sea en versión libre aunque literal. El último eslabón de la cadena etiopatogenética. Tu locura, por ahora, es una forma nacional de la demencia precoz, síndrome sudamericano de características esencialmente retóricas que aparece en la adolescencia, da material para un librito y se cura por completo alrededor de los treinta años. Sin dejar el menor rastro. En los casos agudos, no dando resultado el librito, se recomienda cojer un poco más seguido. La cama matrimonial es el mejor sanacabezas de los artistas argentinos. Tu demencia, por ahora, es literaria. Pero como aquí se trata precisamente de esto, y como nadie ignora que mis cláusulas se graban de puño y letra en un documento escrito con sangre, todo lo cual es quizá una figura de las bellas letras, y como lo único que se les pide a ustedes es bellas figuras escritas con sangre, testamentos, papeles armoniosos y sangrientos por los cuales se salven, o se pierdan, se justifiquen o se condenen para siempre, me parece que hemos vuelto a la cuestión de fondo. Comenzamos hablando de la fidelidad.

Y de la falta de principios.


Es lo mismo. Fidelidad. Fidelidad fanática, hasta la muerte. Lealtad al signo primordial regidor de la cabeza y del fuego. Todo lo que no tenga que ver con esto, vaderretro, evade el recto destino combustible de tu estirpe. Coexisten, en tu tipo astral, dos Esteban: el superior y el otro, el deleznable. Y como es obvio, amén de redicho, en ese microcosmos paradojal nosotros gobernamos al Esteban superior; él, el elegido para las tareas luminosas, es quien va a casa de Verónica, sonríe cuando no debe, irradia frescura cuando le arden las zonas del sentimiento y, para darte un ejemplo lastimoso de esto último, decide leer al camarada Lenin en vez de armar una bomba casera, cuando descubre que Josefa Bartolotti lo que tiene es hambre. Él huye por las escaleras en calzoncillos, no honra al padre ni a la madre, codicia mujer e ideas ajenas, no ama a su prójimo ni mucho menos a sí mismo, se olvida de santificar sus propias fiestas, sus efemérides, motivo por el cual deja plantada a la niña de Plaza Irlanda junto a un alegórico relieve, añorando sus anillitos. No interrumpas. Me refiero al impuro, humano, vivo, contradictorio Esteban con antorcha. Porque el artista, fíjate bien, el artista, para sobrevivir en este mundo y en el que se avecina, ha de poseer una fuerte dosis de inmoralidad. De ahí lo de la falta de principios. Inmoralidad -y empleo nomenclaturas a nivel burgués para facilitarte la comprensión jesuíta de conceptos cuyo sentido, en los hechos, te resulta desde antiguo familiar- inmoralidad, o quizá amoralidad, que si bien permitirá a un gran artista obtener espléndidos resultados en la construcción de una catedral en homenaje a la Sagrada Familia, pongo por caso, y no al azar, le impedirá en cambio no ya salvar el alma, que para eso nunca hizo falta la divertida gente del subsuelo, sino también fundar una.


Una qué.


Familia. Sagrada o no.


Qué estupidez. Eso no significa, suponiendo que signifique algo, más que el vulgar reemplazo de una moral por otra.


Naturalmente. Una nueva moral; una moral condenadamente libre. Una moral de la transgresión, una ética del egoísmo y del libertinaje. Pero entendámonos, no de cualquier egoísmo ni de cualquier libertinaje. Algo así como el egoísmo inocente con que opera la naturaleza cuando sacrifica especies enteras para que sobreviva una forma privilegiada, sólo que vivido desde un individuo nada inocente, consciente, abrumado por la culpa, capaz de sacrificar en su corazón todo lo que no se ajuste a la forma de su destino. Cosa que se paga caro, debo serte franco. Y en cuanto al libertinaje, no estamos hablando de francachelas, lamidas, gestas contra natura u otras hazañas de prostíbulo. Eso está bien para los franceses que creen que Sade era libre porque segregaba demasiada testosterona y tenía el coeficiente mental de un escolar despierto. Como te imaginarás, no tengo nada contra ningún tipo de libertinaje y mucho me temo que ninguno de los interlocutores de este diálogo lo tenga. Se trata (también) de un cierto libertinaje de las ideas. Desenfreno mental, corrupción, atrevimiento -sinceridad, hijito-, amor a las peores verdades, que permitirá al artista del que hablábamos racionalizar sus peores impulsos, comprenderlos, descender hasta lo más amargo, lo más depravado, lo más obsceno y vergonzoso. Y si regresa vivo a la superficie, enseñorearse de ellos y hasta tomarles algún cariño. En cuanto al otro libertinaje, lo repito: soy incapaz de argumentar nada en su contra. Si he de ser franco, no arriesgándonos en tu caso a probar con el viejo y fecundo y flagelador ascetismo, es, biológicamente hablando, el único antídoto que se nos ocurre para neutralizar tus citas del Protoevangelio. Conducta que, entre otras cosas, nos pondrá a salvo del calcañar matador de salamandras. Nos apartará de la inocente chupadora de médula espinal. La Decapitadora. Nuestra enemiga. "Perder la cabeza", serle a uno "sorbido el seso". ¡Profundas imágenes! Inventadas Por la sabiduría popular para describir esa mutilación que en tu jerga se denomina amor a una mujer; monogamia El artista es polifacético, multánime, simultáneo, panteísta y polígamo. Lo razonable sería, lo admito, pintar los robustos angelitos de Rafael y fecundar con alegría a la Virgen de San Sixto, y hacerla parir robustos angelitos familiares que corriesen por las dependencias, alborotando, rodando, gritando papi, papi. Eso sería lo muy razonable. Pero, aparte de que a vos -y no como condición universal, a vos, como proyección diabólica de tu profunda incapacidad de amar-, la égloga matrimonial te repugna; aparte de todo eso, ¿quién dijo nunca que el mundo fuera razonable? Hay, por lo tanto, que optar. La Divina Comedia no fue escrita porque Beatriz murió, Beatriz fue asesinada por la Divina Comedia. Hay que matar a Beatriz.


Eso es una frase.


Y eso también. Los únicos vehículos del Gran Salto que hay en tu oficio son las frases. La única cosa que debes aprender es a distinguir las mías de las tuyas. Las hermosas frases de las otras. Considerado a la luz de este axioma El Quijote es una frase más larga, más armoniosa, menos mortal, que la frase prohibido escupir en el suelo. Acertar con una o con la otra. Eso es lo que distingue a un genio de un ferretero higiénico.


Esta es, por fin, la encrucijada.


Tú lo dices, como respondería nuestro mansito. Tú lo dices, jodido Caifas, no yo. De lo contrario, podría suponerse que te prometo algo tan enorme como la genialidad: serafín que, para un ateo tercermundista, equivale, sin violar los principios, a la inmortalidad del alma. Es la inmortalidad del alma. Concilia la teoría del trabajo en la transformación de mono en hombre con las solemnes bóvedas del Wilfrid Barón de los Santos Ángeles con sus arcadas que parecían titánicas y ahora retroceden y se borran, y amenazan borrar para siempre al pequeño elegido que lloraba durante la Consagración, ciego ante el resplandor del intacto cuerpo contenido en la hostia, porque el resplandor emanaba del Santísimo, no del oro del Sagrario. Pero si la encrucijada por fin es ésta, Esteban crece y se totaliza de apuro, recupera el alma, llega certero como una flecha desde el pasado y se clava en el porvenir. Se derrama en el tiempo, contemporáneo del Aconcagua, se mide en edades formidables que avergonzarían a los grandes baobabs. Y entonces nunca más el Gusano Conquistador. Ni la carroña patas arriba reventando inmundicias en la zanja. Y puede asomarse al balcón sin miedo a desmoronarse, dormir desnudo bajo las estrellas, pasar con tranquilidad bajo los andamios, exponerse a las corrientes de aire, mirarse fijamente en el agua y sentirse menos frágil, dueño del Tiempo, no tan propenso a dejar esto sin terminar por casual derrumbamiento del cielo raso o cáncer en la próstata, esto, este viaje en ómnibus hacia el Cerro de las Rosas, o este borrador de un sueño comenzado en el hotel donde hace años se matará Santiago. O esta lluvia por suceder en el parque de Verónica. O esta anotación en un cuaderno apoyado sobre las rodillas, frente a una lámina de Molina Campos, muy lejos para siempre de la ciudad muerta, en un cuartito azul que da a una especie de templo birmano custodiado por dos leones, ahora o ayer o mañana, qué importa cuándo si el tiempo, el tiempo trágico y verdadero y transitorio de la gente no existe en este ómnibus o cuarto de hotel o manicomio o cruce de caminos donde un hombre clama por ser como Dios y abre los brazos en la soledad y se hace clavar de pies y manos a lo largo y ancho y alto del tiempo crucificado en el Tiempo, ajeno para siempre al derrumbe del cielo raso del mundo, a la inflamación de los intestinos, a la caída de la tortuga o a los descarrilamientos. Porque si la alternativa es ésta, Esteban, como la hostia, permanece incólume en cada una de sus partes. O sea que sí, huerfanito, que la alternativa es ésta. Pero que nadie te ha prometido nada.


Debo confesar que empiezo a aburrirme.


Yo diría más bien que estás empezando a asustarte; a comprender, quizá, cómo es este juego.

Todo o nada. Como siempre.


No, querido. Todo contra nada. Si sale cara, gano yo, si sale ceca, perdés vos. Es sencillo. Una vez aceptado a ciegas el contrato yo no he aceptado ningún contrato.


Yo no, exactamente. Una vez aceptado yo -es decir, la otra parte- no contraigo el menor compromiso. Esteban se remonta o lo voltea la muerte gracias a sus propias leyes de inercia. El genio, o es un imperativo categórico de adentro hacia afuera, un reventón voluntario, o a limpiar escupideras al Hospicio de las Mercedes. Más claro, échale agua. El genio, o mejor, el principio genial, es algo así como esos bacilos voraces que dormitan agazapados en algún rincón de todos los organismos vivos. Se nace con ellos.

Todos los hombres nacen con ellos; con la infección enquistada, pero defendiéndose del antropófago cangrejito con una sutil envoltura de calcio, que a veces lo apacigua. y con el genio bostezando como un querubín dentro de un huevo. Sólo habría que provocar, deliberadamente en este caso, el del querubín, la ruptura del cascarón. Contraer la enfermedad espléndida. Del mismo modo que un organismo famélico, defendiéndose del agotamiento, acaba por comerse la película que envuelve al canibalito.


Pero eso es la muerte.


Todo es la muerte. La muerte física. Te pudra la tuberculosis o te pinches el dedo con la espina de una rosa, como el bardo. Sólo que, alguna vez, es la muerte propia. Y aun suponiendo que fuera la absoluta muerte -la absoluta locura-, la última abyecta claudicación de la carne o del espíritu, para ciertas naturalezas no hay más que eso.


O la absoluta vida.


También, según se mire. Yo le llamaría postergar, durante unos segundos de orgullosa y rebelde agonía, la catástrofe humana.


No es mucho.


Un tiempo inmortal en sí mismo.


Tan absoluto como la idea que un imbécil, que se cree Napoleón, tiene acerca del lindo color de su caballo. No. Me harté. Desde hace una hora, por abulia, me oigo parlotear como un peluquero mitómano. Y me harté. Todos esos balidos de tenor de opereta alemana provienen de mí.


Provengan de donde provengan son puro delirio. E insensatez. Estafa. Al menos como adelanto de lo que recibiré si me decido a ser canalla, inmoral, medio degenerado y quizá loco. Como artimaña del Tentador le encuentro el defecto de que induce a arrojarse en los brazos de Dios. Más o menos como si me asegurasen que, si acepto hacerme descuartizar, gozaré además de los beneficios de la gangrena. Por lo pronto, veo que en los últimos dos mil años no han progresado mucho en el arte de seducir. A Jesús le propusieron que se arrojara del alero más alto del Templo de Jerusalén.


¿Por qué nos interrumpimos?


Por nada.


O porque de pronto pensaste "justamente". Justamente. Que él se arrojara. ¿O no bastaba con pegarle un empujón? Cosa que lo hubiera decidido con cierta velocidad a convocar a los cien mil arcángeles soliviantados, o a flotar con gracia divina sobre los olivos. O a hacerse humanamente mierda contra el piso. Se le pidió una decisión a él, dentro de él, no una prueba de circo. ¿Acaso el Diablo podía ignorar si era o no hijo de Dios? Seamos serios. Cualquier antisemita nocturno, dándole una patada en el culo, sin ánimo de probar nada, pudo haberlo lanzado por el aire obligándolo al milagro o al papelón teológico. Por favor. A él se le exigió, anagógicamente, un salto voluntario al vacío. No se precisaba ser el Hijo de Dios para negarse a saltar. Cualquier pequeño judío, manso de espíritu y cargado de familia, oyendo una proposición semejante, se hubiera sentado a reír barriga en mano ante el infierno en legión, pegándose palmadas en los muslos, y se hubiera caído solo de ese techo. Y tengo la sospecha de que habría volado. La cláusula exigía y exige otro tipo de saltos. El Demonio no hace más que señalar el abismo. Todo contra nada. Sólo aquel que se arroja sabrá si los angelitos lo soliviantan. Todo contra nada. O rendir examen para el Banco de la Provincia. O planear La Divina Comedia a la salida de la oficina. O pegarse honradamente un tiro. O fabricar caudalosos libretos de televisión, vengándose, con caca, de una sociedad que arroja a sus brillantes muchachos a esas cunetas; cosa que la sociedad acabe por sepultar a todos bajo un Himalaya de mierda. O pegarse honradamente un tiro. O tironear a la In mortalidad de la pollera, los domingos y feriados, en presencia de la familia reunida, en el intervalo que va de sonarle los mocos al menor de los Espósito a departir sobre el precio del mondongo con el padre de la Virgen de San Sixto. Y, no sin algún cariño, pasarle una franelita al long play de la Novena Sinfonía por aquello de que, donde hubo fuego, cenizas quedan. O pegarse honradamente un tiro. Despertar al querubín, en cambio, es una volición natural. Como la vida. La manera menos infame de aceptar la vida. Y ganarás ese pan con el sudor de tu frente. No pretenderás, mastuerzo, que le haya gritado Non serviam! a Dios para conchabarme de mecanógrafo tuyo. No te sirvo. Mi existencia puede, no obstante, serte útil. Sólo que hay que comenzar por aceptarla. Algo así como la sonrisa de Santiago, pero en otra dirección. Mi teoría finalmente es ésta. Todo organismo pensante es, en potencia, genial. La buena nueva consiste en llegar naturalmente a serlo por una inexorable decisión. Cada uno solo, eligiéndose único entre todos los hombres y al mismo tiempo autorizando a todos los hombres por ese solo acto. Arrojándolos a la más sola de las soledades, desnudos, como él, ante su implacable conciencia. Pero preparados para cuando venga Miguel, con su lindo escudo brillante, gritando Quién como Dios.


Conozco el final de la historia.


No. No lo conoces.


Y toda esa nada, a cambio de qué.


De tu absoluta entrega, en vida y alma y cuerpo, etcétera.


¿A vos?


ÉL DIABLO


Sí, puesto que te has decidido a tutearme. O a Esteban, según el tipo de realismo que prefieras. Lo demás, será revelado a su tiempo.

II

Que la Luna se había detenido en su carrera por encima de los árboles y que ahora estaba allí, extática en el cielo negro, le pareció evidente. Agazapada en ese claro, entre dos nubarrones. Como una tigre de cuerpo rayado y sangriento. Cuando el guarda le tocó el hombro, Esteban Espósito comprendió que lo que se había detenido era el ómnibus, no la Luna. Gracias, dijo, bajó del ómnibus y alguien se deslizó detrás, desafiando la noche lunar.

desmontó del caballo

y el baile empezó

con la cola marcando el compás.

Ay, zambita. Caminar veinte metros, le había explicado Verónica, veinte metros hasta dar con el cruce. Una tigre o una tigra. O la pantera de rayado cuerpo místico, hermana de los hombres y devoradora del dragón (de dónde había sacado eso), cuyo aliento, como todo el mundo sabe, es perfumado como el incienso. Según la explicación de Verónica, ahí debía estar el cruce. Y ahí estaba. Una diagonal bordeada de plátanos que, como la vertical de una Y de brazos muy abiertos o como una mujer en la cama, vista desde la cabeza, iba a desembocar en otras dos calles en las cuales hacía ochava el parque de la quinta de Verónica. Si es que los parques hacen ochava. Una especie de pelvis, en fin. ¿O se dice pubis? Uno debería saberlo todo, si al vértice de un parque puede llamárselo ochava si el pubis es la pelvis, si tigre hembra o tigra. O tigresa. Cuántos misterios. Las fuentes del Nilo, la posición y velocidad de una partícula, el origen de los vascos, la Conferencia de Guayaquil. Un relámpago silencioso rajó de parte a parte el cielo de los cerros. Como un erizo pintado de azul. Otro gran enigma es que nadie puede hacerse cosquillas a sí mismo. Se oyó un relincho. Las tormentas eléctricas los ponen mal. También eso, que se diga andar en auto, en bicicleta, en burro, pero no en caballo. Van a llover bigornias, tenía razón Santiago. La casa de Verónica, construida en los altos de la calle, debía ser eso más bien imponente que estaba viendo, muy iluminada entre los árboles, y desde donde llegaban las ráfagas de la zamba. El Cerro tembló suavemente. No era un trueno, sino un preludio de trueno, algo que parecía ir desperezándose en el fondo de la tierra desde la noche anterior. Ladró un perro.

Cabalgando una escoba

cruzaba el azul

de los cielos la bruja mayor.

La Salamanca, pensó Espósito. El nombre de la zamba y el nombre de la quinta. De pronto se sintió incómodo. Como si le costara pensar yo, como si se pudiera ver a sí mismo, o alguien o algo lo estuviese mirando desde el costado o desde atrás.

Sin brusquedad, me di vuelta.

El profesor Urba estaba a mi lado y apoyaba una mano sobre mi hombro. No tenía nada de asombroso. Muy natural que dos personas viajen juntas y bajen en el mismo sitio. Máxime cuando van al mismo sitio. Lo saludé mientras trataba inútilmente de rehacer una idea, o una impresión, fugaz como un destello pero agudísima, que había tenido en el ómnibus, o al bajar del ómnibus, y que estaba a punto de escapárseme como un pájaro deslumbrante. Oí o me pareció oír algo acerca de un palo de escoba, mientras la manito del astrólogo, separándose de mi hombro, señalaba la pequeña pendiente en la que remataba el parque de la quinta. De mí sé decirte que desearía tener el macho cabrío más vigoroso, me pareció oír después. Sólo que me pareció oírlo en alemán. Y yo no sé una palabra de alemán. Eso confirmaba mis sospechas. Por las dudas le pregunté de qué hablaba, y él, sorprendido, dijo que no había abierto la boca. Entonces, iba a hablar yo. Hablé. Hablé inconteniblemente. Del verano, de los árboles, de que no había ningún motivo para acortar camino, mi querido profesor. De la posibilidad de trepar por esas piedras o peñas, sobre cuyas cimas brotan cascadas. Cascadas bulliciosas, dije. Era como si el ozono de la noche me hubiera enloquecido. El astrólogo, estupefacto, me miró. O quizá me miró burlonamente. En los intervalos de luz que cruzaban las ramas, sus ojitos mongólicos eran absolutamente ambiguos.

Entonces recordé la parte del bastón nudoso. Mirándolo de reojo, me agaché. Busqué a tientas algo de tamaño razonable. Mis dedos tropezaron con una enteca ramita de ligustrina. No me importó.

– Todavía tengo piernas fuertes y me basta con este bastón nudoso -dije.

Lo dije casi desde el suelo, vigilando atentamente su próxima reacción. El astrólogo ni siquiera se detuvo. Yo, decidido a ir hasta el final, mientras buscaba un palo verdadero, una rama o por lo menos un gajo más grande, volví a hablar del verano. El verano que despierta a los abedules y que hasta los pinos sienten. ¿Por qué nosotros íbamos a negar su influjo? Él se había detenido y me observaba. Preguntó si me sentía mal. ¿No? Entonces qué estaba haciendo ahí en cuclillas.

Me levanté, dispuesto a saltarle encima y, acogotándolo, obligarlo a confesar. El problema era, confesar qué. Entonces, con increíble desfachatez, él murmuró que respecto de la primavera, no del verano sino de la primavera, recalcó, debía decirme que no experimentaba su influjo en lo más mínimo. Se rio.

– Tengo el invierno en el cuerpo -dijo. Tropezó en la oscuridad y volvió a reír. Me tomó del brazo.

– Uno está expuesto a romperse la cabeza contra un árbol, hijo mío. Menos mal que ahí viene alguien con un farol. A ése lo conozco bien. -Se oyó un bufido, una tos estrepitosa y algo que parecían palabras. El profesor Urba me guiñó un ojo. -El jodido quiere imitar a los hombres.

Momento en que apareció entre los árboles el padre Cherubini y dijo que aguaitaba, en obsequio nostro, poder asujetar la sua flammigera et mutabile naturaleza angélica. Onduló su formidable corpachón de un lado a otro, agitó el farolito y lanzó una carcajada capaz de deshojar un bosque. Agregó que, para la ocasión, era una especie de Fuego Fatuo, aunque sus palabras fueron ego sonno un variedat macho de la Fata Morgana, pareció repentinamente indeciso por algo, preguntó ¿dije bien? y siguió hablando con el astrólogo mientras Espósito comprendía que nada de eso estaba sucediendo, porque lo que había comenzado a suceder era la llegada al Cerro, estos árboles súbitamente reales, la amenazadora silueta de un hombre en una de las ventanas de la casa, un hombre maduro, alto, que incluso a esa distancia parecía irradiar su ominosa presencia sobre el parque, y Esteban volvió a sentir algo que ya había sentido en el ómnibus, como un cambio de perspectiva o desplazamiento, se vio a sí mismo, caminando a solas, pero también se vio entre el profesor Urba y el padre Custodio quien ahora decía haber decidido venir il mesmo pa sacarlo de la smarrita senda antes que il nostro dottore infernale lo llevara pal fondo et lo putrefalenciara, si es que en realidad lo decía, porque lo que sí oyó Esteban fue la voz que cantaba una zamba, un relincho, un trueno, un ladrido, y vio cosas que sólo podrían describirse por la negativa, árboles sin nombres grabados a cortapluma en su corteza, reflejos de agua sin nunca más camalotes ni islas resplandecientes en la otra orilla, terebintos y robles para siempre sin plazas en un barrio de Buenos Aires, un mundo a punto de saltar en pedazos sin nunca más el país de Jauja. Lo cual, ahijadito, no es ninguna consideración estupenda pero, intervino el astrólogo, se acerca bastante a la verdad. Y para el caso también sirven alegorías con incendios de naves, voladuras de puentes, saltos al vacío o baúles que se abandonan en un naufragio. Porque tu signo es ése, y el signo de nuestro tiempo es ése, al carajo con el iluminado mundo moderno y al carajo con el joven iluminado y antiguo, estamos al borde del milenio, en la peligrosa cornisa de la nada, sobre la cuerda floja del infierno, y yo te garanto que sobrevivir en este clima será como volar un puente, quemar un barco, abandonar las valijas, saltar a ciegas. Como dinamitarse el alma y ver qué armamos con los pedazos dispersos, si es que queda algún pedazo, y todo un poco rápido, antes que el buen planeta viejo de Santiago pegue toda la vuelta y se encuentre mirándose la nuca y nos sorprendan la noche primitiva, el hacha venidera de sílex y la caverna junto al pantano, así que afinadito si podemos, o si no a lo que salga. Ningún hombre supo nunca si estaría vivo en el próximo minuto, lo que ya era bastante duro de tragar, hoy ni siquiera sabemos si el mundo va a durar una semana, ¿qué puede hacerse, en un caso así? Apechugar et dentrar pa adentro!, dijo el padre Cherubini, mientras los tres subían la escalinata de la casa.

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