CUARTA PARTE. LA NOCHE DE WALPURGIS

I

– esto es la argentina, gorda querida. South América, gran vaca austral del Universo. La guerra atómica no existe. Estados Unidos, Europa no existen. El comunismo, la bomba, Gagarin, los maremotos o la teoría de la Relatividad, ¿te fijaste?, siempre les pasan a los otros.

El que acaba de hablar es Lalo. Lalo Ocampo, cazador de búfalos. Ella se llama Austen, o Austin. Es enorme. Vasta y oscilante se ensancha hacia arriba (piernas cortas, torneaditas), lo cual le da un vago aspecto de globo Montgolfier.

– No soporto que hables con frivolidad de esas cosas -dice la gorda-. Da la impresión de que ni leíste los diarios de la noche.

Espósito se pregunta qué dirán los diarios esta noche y se sirve un whisky. Esteban Espósito. Veintisiete o veintiocho años. Visto desde arriba tiene una especie de tonsura en la coronilla. Si no se apura a morirse va a ser calvo. Traje azul. Corbata floja. Visto de atrás, una arruga oblicua le cruza el saco. Tiene el tipo de los que se tiran vestidos en la cama y miran el cielo raso y piensan porquerías. Dan ganas de decirle qué desprolijo es usted. Cara de no querer mucho a nadie. De perfil parece un gavilán buscando pajaritos. Dan ganas de decirle qué jodido es usted. A veces sonríe, sin mucha conexión con la realidad circundante. Salió de Buenos Aires hace tres días y anoche llegó a Córdoba. Hizo una escala en Rosario. Nunca recordará bien esa parte del viaje. Nunca recuerda bien nada.

– Leer los qué, ¿los diarios? -dice Lalo-. No, gorda. Cada fin de año miro el número especial de La Gaceta de Tucumán y me entero, con orden, de todo lo que pasó en el país. Cada veinte, compro un libro de historia. Fijate cómo será que en el 46 no me tocaba y vine a enterarme de la caída de Berlín el año pasado. Cuando salí a la calle a festejarlo, íbamos por el milagro alemán. No se puede estar al día.

La gorda parece desconsolada. Guerri se ríe. Guerri es un personaje misterioso. ¿Qué estará haciendo en esta casa? Espósito, algo distante junto a su whisky, cree recordar que Verónica se lo presentó esa tarde, pero no se llamaba Guerri. La gorda lo tiene acorralado contra un extraño artefacto de bronce, una de esas estatuas ovoidales con un rajo o canaleta en el centro. Esculturas que suelen llamarse Maternidad o La Espera. De algún sitio, llegan los compases de uno de los concerti alia rústica de Vivaldi. La gorda separa las capas de miga de un sandwich y con ecuanimidad examina su contenido. Aprueba. Y ahora lo enrolla, Dios mío, ahora lo enrolla y se lo introduce lentamente en la boca.

– Ay -dice Lalo.

Los redondos ojos celestes, candorosos y desconcertados de la gorda. Esa irresistible dulzura de nena gigante que sólo se les ha concedido a las gordas.

– Qué -dice-. Qué te pasa.

– Tuve una alucinación -dice Lalo.

La gorda traga con delicadeza de buchón.

– Vos lo tomas todo a risa. Pero supongamos, es un suponer. Supongamos que ese muchacho, cómo se llama. El de Cuba.

– Fidel Castro -dice Lalo.

– Ése. Supongamos que se niega a retirar los misiles y que los norteamericanos invaden todo.

Guerri vuelve a reírse. El segundo whisky de Espósito disipa las nieblas del primero: Guerri viene de La Habana. Estuvo en Sierra Maestra. Lo llaman Guerri como podrían llamarlo Revo.

– Kennedy -dice Guerri con tranquilidad- nunca atacaría a un pequeño país latinoamericano.

Lalo lo mira como si estuviera por dejarlo a merced de la gorda. Guerri agrega que el problema es otro, el problema es que no debería haber misiles soviéticos en Cuba. Lalo dice que es verdad, claro que tampoco debería haber misiles norteamericanos en Turquía y, hablando en general, no debería haber misiles en ninguna parte. Tiene más chance el elefante de un safarí que cualquier hombre en una guerra actual. Espósito suspende por el momento su tercer whisky. Hay algo que no es del todo como debería ser en esa conversación. Guerri no le gusta. No tiene en absoluto aspecto de haber andado a los balazos en el monte. O comiendo pestífero lorito. Lalo tampoco tiene mucha apariencia de matador de leones, pero no cuesta ningún trabajo imaginarlo en el Yukón o en Tanganika, con una tremebunda escopeta. Lord Jim. Hay en Lalo algo de suicida y cierta invulnerable fragilidad. Un tipo capaz de jugar a la ruleta rusa.

Efectos del whisky aparte, piensa Espósito, en esta fiesta todos son vagos e imprecisos, como un baile de egresados entre vampiros, menos el cazador. La señorita Cavarozzi, envuelta en revoloteos y risitas, le ha presentado a unos cuantos. Hispanista. Estudioso de la flora cordobesa. Arquitecto discípulo de Gaudí, que parece compartir con Lalo no sólo su afición a las escopetas sino también la mujer (la del arquitecto) aunque esto último lo ignora con dignidad. Chica descendiente de alguien. Textil. Japonesita de película de exportación que, si Espósito no ha oído mal, susurró algo así como mi guta shu pito, cosa que podía ser un saludo tradicional o un nombre. La Cavarozzi le había hecho un panorama de toda aquella gente y Espósito, tratando de disimular su natural repugnancia a los contactos físicos, había apretado algunas manos (huesudas, blandas, enjoyadas, húmedas, hasta una incompleta, con sólo cuatro dedos) y había adoptado la actitud del huérfano misterioso que, humilde de espíritu y de condición, se defiende del mundo replegándose hacia los rincones. Instalado ahora junto a Miguta y a una botella de Oíd Parr, vigila la puerta.

Guerri trata de tranquilizar a la Austin. No habrá guerra. Guerri sostiene que no puede haber guerra porque una guerra atómica sería el fin de la humanidad.

– Excelente argumento -dice Lalo-. Más o menos como pensar que el cáncer es imposible, porque uno, si se enferma de cáncer, se muere.

La gorda trata de no penetrar el significado letal de esas palabras y se come un palmito. El ex combatiente saca del bolsillo una curiosa cigarrera hecha de maderas incrustadas y reparte habanitos. Son cubanos. En algún otro bolsillo debe tener una fotografía suya con Errol Flynn, los dos de garibaldina. O tal vez con Hemingway. Espósito recuerda que la envidia y la mezquindad son malas consejeras y admite que Guerri, aunque esté en esta casa, pudo haber estado en la Sierra. Yo estoy acá, piensa. Y encima no estuve en ninguna sierra. También admite que Guerri es buen mozo, no hay más que observar a Miguta para darse cuenta. La japonesita también es buena moza, y Lalo es apuesto. Hasta Bastían es atrayente. Todos somos lúcidos, intensos y preciosos. Guerri y Errol Flynn, abrazados repartiendo habanitos, son regios. Lástima que Bastían esté cerca, lástima que ahora mismo me esté mirando y hable de mí. Momento en que la Austin se da vuelta y pregunta:

– A usted, Espósito, le parece que va a haber guerra. Espósito, pendiente de algo que ocurre cerca de la puerta, piensa que no.

– Sí, señor -dice distraído-. Por supuesto.

Bastían acaba de murmurar dos palabras en el oído de un tipo con cara de actor francés. Graciela Oribe, fue lo que murmuró, y ahora mira hacia la puerta. En la puerta hay un señor alto, maduro, elegantemente canoso y, sobre todo, parecido a quién.

– Pero, cómo, ¿realmente lo cree?

El hada madrina de las niñas opulentas pintadas por Rubens, la gorda Elena Austin, no está dispuesta a aceptar así no más un siglo asesino, un último milenio de incertidumbre en los kindergarten, radioactividad y espanto. Espósito la mira casi con ternura. La Austin y la señorita Etelvina son los únicos seres fuera de lugar en aquella casa. La Cavarozzi por sus alitas y la gorda por su gordura. Es gorda y está realmente preocupada por el destino de la humanidad. Cómo reprimir la tentación de agarrar un buen pedazo de esos cachetes.

– No. Ya no lo creo -dice Espósito.

– Yo sí -dice Lalo-. No digo hoy ni mañana. Pero siempre hubo guerras, gracias a Dios, y si Dios quiere siempre las habrá. O de lo contrario se desatará una peste al estilo medieval Una putrefalencia como la Peste Negra o la lepra. Sólo que planetaria. El hombre civilizado no da para más. Somos como los dinosaurios. Ya van a ver. Y esto no tiene ninguna relación con el equilibrio biológico, con la superpoblación o con el hambre. Las leyes naturales no son leyes, son algo así como razones secretas de orden moral.

Y de cualquier manera, piensa Espósito, dentro de sesenta o setenta años, ninguno de los invitados a esta fiesta va a estar vivo. Haya guerra o no. Haya peste o no. Daba exactamente lo mismo. Morir atropellado por un auto, de gripe, o porque le explota a uno la bomba de hidrógeno en la cabeza, dónde estaba la diferencia. Cinco mil millones de personas no pueden morir más de lo que muere una sola persona. Ahogarse en el Diluvio Universal no era peor que ahogarse en la banadera. Qué haríamos en las fiestas, piensa Espósito, si no estuviéramos todos condenados a muerte.

– Sin mencionar -dice Lalo- que un solo preservativo mata más gente que la guerra de Indochina. Una vez leí en La Gaceta de Tucumán que los enanos tienen tendencia a morir de hipo. Me querés decir, Elena, qué es la Guerra de los Treinta Años comparada con un solo enano que muere de hipo. -Y agrega que, de cualquier modo, él es optimista, la humanidad futura la harán los africanos, los chinos, tal vez los argentinos. -O los mal formados que sobrevivan a la próxima peste o guerra atómica. Tipos con dos cabezas, con manitos saliéndoles de un muñón del hombro, sin testículos. O con varios. Tal vez hasta estemos en el umbral de una nueva concepción de la belleza. Y, aunque nos aniquilen a todos, siempre quedarán las ratas y las cucarachas. Hay siete ratas por cada ser humano en ciudades como Nueva York, Pekín o Buenos Aires, y las cucarachas tienen siete veces más resistencia que el hombre a las radiaciones nucleares. Yo, qué quieren que les diga, tengo gran fe en las guerras, en el simbolismo del número siete, en las ratas y en las cucarachas… ¡Graciela! -dice Lalo-. Hija mía, qué escote.

II

– Y él está acá -habías dicho. Y te quedaste en silencio. Lo que significaba que esas palabras eran el fin de una conversación, no su principio. Mirabas hacia el lugar donde el astrólogo discutía con el padre Custodio Cherubini, y Espósito tuvo un pequeño sobresalto. ¿Vos también los verías? No era nada seguro que esos dos pertenecieran del todo a la realidad, aunque Santiago y Verónica parecían tener un cierto género de relación con ellos, por lo menos con uno. Después vio, inequívoca, la cabeza de un adolescente de ojos sombríos. Snoopy.

– No hablo de él -dijiste-. Hablo de Patricio.

La música de Vivaldi, en decreciente jalea, había ido a parar a la mermelada de eso que llaman rock lento. La luz había bajado. Como detrás de un tul, Espósito vio girar unas parejas. Lalo y Flor de Loto. Lentos peces en un acuario, lentos bailarines de un planeta ingrávido. Toda la casa era un poco de otro mundo. La mujer del arquitecto parecía inquieta.

– Bailemos, vení -dijiste.

Tu voz fue sorprendente. Como si no coincidiera con las palabras. A Espósito le hubiera gustado tener un espejo delante, un gran espejo que le permitiese ver lo que ocurría a sus espaldas.

– No sé bailar.

– No sabes bailar…

Gesto incrédulo; después, casi divertido. Y sin embargo había algo más.

– No. Nunca aprendí. En realidad, sí aprendí; pero no creo que me sirva en esta casa. Bailo el minué. No veo qué tiene de malo. Me lo enseñaron en el colegio. Yo hacía de Monteagudo y, por algún motivo, debía bailar el minué con una dama de la sociedad peruana que iba a primero superior. Era lindísima, pero tenía olor a pis. Te agradecería que no mires por encima de mi cabeza cuando te hablo, me hace el efecto de ser invisible. El día de la fiesta me negué. Nadie podía obligar a Monteagudo a bailar con una meona.

– Yo te enseño -dijiste-. Yo te voy a enseñar montones de cosas. Vení.

Parecías realmente alegre. Tu buen humor crecía en la misma proporción con que Espósito perdía el suyo.

– No me gusta bailar.

– Cómo podes decir que no te gusta algo que no sabes.

Espósito se dio vuelta bruscamente y miró hacia la escalera que estaba a su espalda. Bastían conversaba con el elegante señor canoso.

– Porque detesto todo lo que no sé. Y ahora decime a quién estás mirando y quién es Patricio.

– Tío Patricio -dijiste-. El padre de Mariano.

– Entonces ese muchacho y vos son primos.

– No quiero hablar más. Y ya no tiene importancia. Decime si es cierto que te vas mañana.

– Hagamos las cosas bien. Quiero que me alcances con naturalidad esa botella y nos vayamos a conversar a aquel sillón. El fox-trot me distrae.

– No es un fox-trot.

– Vos créeme, es totalmente un fox-trot. Se llama El boulevard de la Desilusión y lo oigo yo solo. Así, ahora dámela… Tiene una linda cara de pervertido, ese señor canoso. Lo curioso es que es igualito a Mariano, y él, sin embargo, se parece más bien a Snoopy. Lástima que le guste dar lástima. Y ahora que nos sentamos, vos me contabas todo.

– Contar qué, Esteban. Ya te conté todo lo que hacía falta.

– Sí, me imagino que sí. Este whisky tiene gusto a rocío, a ver si el doctor Camilo me resulta un cínico. Parecías muy cansada.

– Que él me quiere.

Espósito bebió un largo trago de whisky antes de preguntar:

– Él quién.

– Mariano, por Dios. Nos criamos juntos, o casi.

– Ya vamos mejor. Muy bien, él te quiere y en cuanto alguien se descuide va a resultar que es tu hermano bastardo. Mírame. Él es candoroso y sufre, todo eso ya lo sé, y te contempla con ojos de degollado cuando se cruza con nosotros en la calle. O ahora mismo, desde aquel ángulo oscuro, cubierto de polvo como el arpa. Me enferman los adolescentes patéticos. Yo fui un adolescente patético. Y qué espera para decírtelo.

Contestaste con voz seca.

– No necesita decírmelo.

Espósito trató de no acusar el impacto. Alguien pasó con una bandeja. Se puso de pie.

– Quiero eso color guinda -dijo-. El otro también. -Volvió a tu lado y te ofreció uno de los vasos.

– Toma.

– No me gusta.

– Por lo menos tenelo en la mano, me hace sentir menos solo. Vos crees que yo tomo mucho. Lejana como una constelación.

– No sé, cómo puedo saberlo. Te das cuenta, Esteban.

Pero Esteban no tenía ningún interés en darse cuenta de nada. Se había quedado mirando una pequeña lámina enmarcada que colgaba de la pared. San Jorge y el dragón.

No era la primera vez que la miraba; sólo que antes le había parecido verla en otro lugar de la casa. Se materializó de golpe ante sus ojos, como una epifanía, como si ocupara un lugar de la realidad que hasta ese momento hubiese estado vacío. Esa casa, los actos de la gente, la gente misma, las palabras que oía desde la noche anterior, la ciudad entera, estaban minados de huecos y era en esos huecos donde sucedían realmente las cosas, donde la gente y sus actos tenían un significado y se revelaban como eran. Se sentía como un ratón en el laberinto: choques eléctricos contra su hocico lo guiaban a través de un mundo organizado según leyes que debía descifrar y clasificar a medida que avanzaba hacia alguna parte. Sin contar que no debería mezclar las bebidas, pensó. Esa cosa color guinda en combinación con el whisky va a derretirme los huesos. Algún día hacer la experiencia de emborracharse en grande. Tengo la sospecha de que uno se interesa más por la vida real con cierto porcentaje de alcohol en el píloro. ¿Cuál sería el píloro? "Y lo peor es que no me sentía asqueada", está diciendo en alguna parte una voz parecida a la tuya. "Ni siquiera sentía culpa." Espósito cambió su vaso ya vacío por el tuyo (o sea que había pasado algún tiempo y sucedido algo, nuevas palabras, otros huecos) y haciendo un esfuerzo lo bebió.

El dragón lo miraba a los ojos.

– Te das cuenta o no -dijiste.

– Trato. Pero antes necesito preguntarte algo, no lo tomes a mal. Necesito saber qué es el píloro.

– ¿Cómo?

– Hay algo en la cabeza, o tal vez en el estómago, que se llama píloro. Si nos conociéramos desde hace seis o siete años no me mirarías así. No saber algo, o saberlo a medias, puede matarme. Veo en tu cara que no podes ayudarme en esta emergencia.

Un gesto nuevo. Llevaste lentamente una mano detrás del cuello y te echaste todo el pelo sobre un hombro, como si fueras a trenzarlo. Sacudiste la cabeza y el pelo volvió a su sitio, como una ola oscura y dócil.

– Vos sos muy bueno, Esteban.

Lo que me gusta de las mujeres es su locura, pensó Espósito. Ahí estaba esa princesa, la del cuadro. Prisionera del dragón, unida al monstruo por una piolita, que ella llevaba en la mano y él al cuello: parecía que lo hubiera sacado a pasear un rato entre los almacigos. San Jorge arremetía como loco en su caballito de juguete; pero el instinto maternal de ella estaba de parte del dragón. Ese dragón es bueno. O se siente solo. O es como un niño de corta edad. No hay más que ver sus alitas de mariposa para darse cuenta. "Todo lo que significó para mí", estabas diciendo. ¿Significó?

– Vos hablas de Mariano. Te pregunto de veras. Estás hablando de Mariano.

– También, sí.

– De lo que significas para él, eso querés decir. De lo generosa, fantástica e insustituible que te sentís protegiéndolo del mundo o de no sé quién, hasta de mí, de lo que él significa pero en tu carácter de enfermera o de señorita del Ejército de Salvación. Ese tipo de cosas sí las entiendo. En cuanto a si me voy mañana, quién te dijo que me voy mañana.

– No puedo seguirte, Esteban.

– ¿Seguirme? ¿Irte conmigo?

– No puedo seguir lo que estás diciendo, no puedo seguir lo que pensás. Nunca vi a nadie como vos.

– Ponele la firma. A mí me pasa lo mismo, pero no con vos. Conmigo. Yo tampoco vi nadie como yo. De dónde sacaste que me voy mañana.

– Vos mismo me lo dijiste.

Y sin embargo Espósito supo que mentías. Que él lo había asegurado esa mañana era verdad; que vos lo hubieras creído le pareció absurdo. Recordaba perfectamente habérselo dicho a Verónica, y era con Verónica que vos habías hablado de eso. Qué relación podías tener con ella y hasta qué punto. Hasta el punto de que Verónica te contara sus conversaciones en la cama.

Entonces abriste los ojos como si acabaras de reparar en algo. Diste vuelta la cabeza hacia el lugar donde estaba Mariano, y volviste a mirar a Esteban con los ojos agrandados.

– ¿Snoopy? Esteban, yo te detesto.


Frrshsbomborombom… booom!


El trueno sacudió la casa entera. Gritos ahogados de mujeres. La luz tembló y la música del tocadiscos pareció el gemido de un animal agónico. Por un segundo, Espósito creyó ver que la lanza de San Jorge se clavaba hasta el mango en la fétida garganta del dragón, pero vos te apretaste contra su brazo y tus ojos se interpusieron entre los de él y la lámina, tus ojos (…No hacía falta esta clase de colaboración) en los que brillaba el recuerdo de aquellas palabras absurdas, la noche anterior, en la Cañada. Ibas a apartarte; pero él te retuvo. Las luces se habían apagado casi por completo y la música dejó de oírse.

– Toda clase de colaboración -dijo Esteban-. En realidad, siempre necesito toda clase de colaboración y todo tipo de ayuda.

Un día más, por qué no. Darse la tregua de un día más, pensó con la desconcertada alegría de quien acaba de hacer un descubrimiento. Un día, una semana más. Quién podría impedirlo. De esa postergación dependían muchas cosas, cómo saber cuáles. Y era por primera vez, o fue, por un instante, una alegría genuina, sin mezcla de ningún otro sentimiento, algo extraño y conmovedor que de pronto le otorgaba un formidable poder sobre su vida. Muchos años después, cuando ya apenas recordara este minuto, pensaría que la felicidad, ese malentendido que los hombres llaman felicidad, no era sino unas cuantas de estas alegrías mínimas, dos o tres de estas frágiles burbujas, el pequeño planeta tenue que un hombre construye voluntariamente a su alrededor y en el que reina unos segundos, supo en ese mismo momento que algún día iba a pensarlo, se vio pensarlo, supo esto y otras muchas cosas como si mirase a través de una grieta abierta en la oscuridad. ¿Quién era ese borracho que caminaba riendo con una mujer desconocida por un largo pasillo en sombras detrás de cuya última puerta acechaba un perro?, ¿quién, si no él, era ese que leía sentado en el suelo y a la luz de un fósforo una postal de Navidad fechada en Inglaterra?, ¿qué clase de carta estoy escribiendo en la barriga espasmódica de mi amigo el Leviatán?, ¿hacia dónde va o de dónde vuelve Esteban Espósito llevando en la mano un mapa dibujado a lápiz por una sirenita…? Pero la luz volvió a la casa de Verónica y su regreso fue recibido por esa exaltación festiva y aliviada con que las mujeres y los pájaros, entre todos los animales, celebran este tipo de resurrecciones, hecho que Espósito te hizo notar y vos dijiste que eso de los animales no sabías bien cómo tomarlo, a lo que él respondió que justamente. Justamente en eso se manifestaba tu naturaleza primitiva y edénica y, por así decirlo, animal, ya que la comparación que él acababa de hacer entre pájaros y mujeres era bastante poética. Y la risa de Espósito debió ser algo verdaderamente nuevo para vos, porque te quedaste mirándolo con una especie de desconfiada curiosidad.

– Me estoy riendo -dijo-. A veces también me pasa ¿Oí mal o dijiste que soy maligno?

– Sí, lo estaba pensando. Pero no puede ser que…

– Puede ser perfectamente. Uno habla en voz alta y se imagina que está pensando, o piensa demasiado fuerte y el otro oye. Casi todos los malentendidos entre la gente tienen su origen en no tomar en cuenta esta forma de comunicación. Oí por ejemplo lo que estoy pensando ahora. Estoy pensando que, aunque parezca mentira, todo es posible. Mientras vos todavía pensás en las estupideces que hice y dije anoche por no hablar de esta mañana y del resto del día, yo estoy pensando que Esteban Espósito y Graciela Oribe son posibles, qué te parece. Hay como un pasadizo o una puerta, algo parecido a un desvío que da a un lugar en el que nosotros dos somos posibles. Vos mírame con cara de que se me va a pasar pronto, yo hablo igual. Claro que nada de esto se puede explicar con claridad, y hasta me parece que no necesita ninguna explicación. De todas maneras, oír se oye. -Y siguió hablando mientras pensaba que sí, todo era posible, había un Esteban Espósito que acaso se iba al día siguiente y otro que seguramente se quedaba; había un Esteban que ni siquiera había viajado nunca a Córdoba y otro que sí, pero que no era éste, sino uno vislumbrado apenas durante unos segundos la noche anterior, en la oscuridad del teatro Arlequín, y por supuesto que era difícil de entender, pero, al menos en este momento, no hacía ninguna falta entenderlo. Me vaya o me quede esta historia que sólo ahora comienza a armarse va a suceder, lástima que si me voy nunca podré saber cómo, y si me quedo… -Pero ahora explícame por qué volviste hoy a buscarme al hotel. Nada más que eso.

– Volví por algo que dijiste. No. Volví porque sentí que te había lastimado. No. Volví porque vos me habías lastimado y no pensaba permitir que te fueras de Córdoba sin hacerte todo el daño posible. -Y durante años Espósito te recordará así, riéndote con la cabeza un poco echada hacia adelante y los ojos llenos de alegres y feroces estrellas pardas. -¡Y la cara de tú hotelero!

– Mi hotelero es una excelente persona. Se llama Ripul. Da la impresión de vivir colgado, pero es porque usa tiradores. Te informo, de paso, que eso que estamos escuchando se llama Según pasan los años. ¿Cuánto tiempo me esperaste en ese café?

– Casi dos horas.

– Lo que viene a ser más o menos la cuarta parte de nuestra vida en común. Hay una mariposa que se llama Efímera.

– No me digas.

– La pregunta es: cuánto tiempo es dos horas en la vida de una Efímera.

– No sé ni me importa, Esteban. Necesito que te quedes.

– Estás cambiando de tema. Y, además, a quién necesitas; no a mí, sino a un perfecto desconocido que llegó anoche, a un tipo que a lo mejor no tiene nada que ver conmigo.

– ¿De qué estás hablando?

– No estoy hablando de qué, sino de quién. Estoy hablando de mí.

Dio la impresión de que ibas a responder con violencia, sin embargo, dijiste sonriendo:

– Bueno, ¿y ahora qué te pasa?

– Lo único que me pasa es que quiero saber quién sos. Encendiste un cigarrillo. La segunda vez que Espósito te veía fumar.

– No sé -dijiste-. Muchas. La única que no existe a lo mejor, es la que vos querés ver.

Un momento esférico, había pensado Espósito. Como una burbuja. Flop. Y todo va a parar a la puta que lo parió.

– ¿Por qué dijiste eso? Cerraste los ojos.

– Eso qué, Esteban, eso qué.

– Todo. Lo de hoy en el puente, lo de ahora. Lo de que conocer a la gente es como matarla, lo de tomarte como sos, las cosas que me vas a enseñar, la ambigüedad. Todo.

– ¿Nunca pensaste que hay cosas que se dicen porque sí, sin que signifiquen nada?

– No, claro que no -dijo Esteban con brutalidad, apretándote el brazo hasta que abriste los ojos-. Nunca lo pensé.

Violentamente giraste la cara y lo miraste con un rencor auténtico, un gesto que era al mismo tiempo una de las formas más intensas de tu belleza.

– Tenés razón. Pero yo sí soy ésta. Casi lo habías gritado.

– Calláte y habla más bajo -dijo Esteban. Entonces te reíste. Movías de un lado a otro la cabeza y te reías.

– No puedo callarme y hablar más bajo -dijiste-. Esa Graciela es la que no existe.

III

El hecho de que jamás haya podido pasármela sin mujeres, la conjetura razonable de que tal vez no lo consiga nunca, no significa que, en el fondo, no les tema. Me dan miedo, sí. Hay algo siniestro en las mujeres, como en ciertas flores, esas flores extravagantes, no se sabe si bellísimas u horrendas, que crecen sombríamente junto a las ciénagas en el corazón de la selva, o esas hembras vampiro, como la del escorpión, que decapita al macho en el instante mismo de la cópula y sigue gozando con las convulsiones del cadáver descabezado, al que luego, cuando por fin queda inerte, sencillamente se lo come. O para no llegar a esos suburbios del espanto, hembras más pastoriles, la dulce y rubia abeja, que se desposa en pleno vuelo con el macho más dorado y poderoso de cuantos bajo el sol la persiguen, sólo con ése porque la ha alcanzado humillando a los otros; sólo con ése, al que luego, junto con el órgano sexual, le arranca las entrañas. Hay algo inhumano en las mujeres. Eso quiero decir. No sé de qué se trata, pero es algo que no tiene nada que ver con nuestra especie. En realidad, pertenecen a otra especie. No me extraña que alguna vez se haya discutido con seriedad si tienen alma inmortal o no. Es difícil aceptar, conociendo a estos seres extraordinarios y misteriosos, crueles, versátiles, ambiguos, casi absolutamente incapaces de pensamiento lógico o poseedores de una clarividencia paralógica más bien perteneciente al sueño, a la adivinación, que tengan un alma en el sentido masculino de la palabra. Salvo que la lleven al revés, por fuera. Salvo que el alma de la mujer sea lo que llamamos su belleza. Amo profundamente la belleza. Considerada a la luz de la Estética, la mujer adquiere sentido metafísico: justifica y engrandece a la Creación. La belleza, y ninguna otra cosa, es la dirección del universo y, si me lo permiten, es casi la única virtud que hace necesarias, dignas de ser amadas y de que vayamos al manicomio o a la cárcel por ellas, que vuelve insustituibles y morales a las mujeres. ¿La maternidad?, ¿el instinto maternal? No me impresionan. Maternidad e instinto maternal son nociones vinculadas a la reproducción, no al amor. La primera es una función; el segundo, un hábito, un perfeccionamiento de la mecánica que tiende a proteger la descendencia. Cuando no son necesarios, no aparecen en los seres vivos. Ni siquiera aparece el instinto sexual, dicho sea de paso. La procreación de la vida es perfectamente posible sin ninguna clase de instinto maternal, sin sexualidad y hasta sin fecundación. Los bacterios se escinden, y a otra cosa. A veces es suficiente un fragmento o un brote para que un individuo se reproduzca. Como las estrellas de mar. Como las papas. Basta pensar en los vegetales para darse cuenta de que la mayoría de los seres vivos no necesita de ningún instinto maternal ni sexual para cumplir con los designios de la vida. La vida sencillamente sucede. Si la misión trascendental del hombre fuera perpetuarse, no haría falta que la mujer fuese bella. Bastaría cortarle un dedo y plantarlo. O cortarse uno mismo algo. O masturbarse a la intemperie y esperar que una corriente atmosférica favorable fecundara a una vecina. Como el caso no es éste, tengo derecho a pensar que la belleza física de la mujer es en realidad una cualidad del espíritu, un alma exterior, destinada a producir ciertos efectos poéticos en el alma del varón. Todo lo que no sea esto pertenece a la biología, a los propósitos zoológicos de la especie, y es lo que a mí personalmente me da miedo. Ustedes me preguntarán qué pienso entonces de la mujer fea. Es una buena pregunta, pero no puedo responderla. No pienso nada. En cuanto a la fealdad del varón, no tiene ninguna importancia. Un hombre feo, un hombre repelente, si tiene un poco de suerte puede llegar a ser Esopo, Sócrates o Stendhal, y cabe suponer sin escándalo que una hermosa mujer, enamorada de su espíritu, lo acepte con moderación en su cama. Casanova, dicen, era verrugoso. Por lo demás, esas fechorías se perpetran en las sombras, de noche, en los rincones, con los ojos cerrados, durante ese acto ilusorio en que la mujer crea en el varón la hipóstasis de Cyrano con don Juan. La inversa, el avasallamiento por parte de un Sócrates hembra, no ya de la cama de un caballero apuesto, sino de cualquier cama, es un puro acto maligno. Y lo que importa más: es una idea maligna. Clea, entregándose por amor o por piedad a Esopo, Tripetta a Hop-Frog, son ideas espantosas pero nobles. Por eso resulta lamentable que Esmeralda se ande haciendo la loca detrás del papanatas de Phoebus en vez de acostarse, como todo el mundo reclama, con el interesante aunque jorobado Cuasimodo. Y por eso una arpía tuerta despatarrándose debajo de un adolescente de Donatello, aunque fuera una arpía genial, injuria a la Poesía y a la naturaleza. Esto es tan cierto que ni un ibseniano de principios de siglo se atrevería a negarlo. También es cruel, de acuerdo. Pero la verdad no tiene por qué ser agradable o piadosa. Nada de esto, lo repito, tiene que ver con la genética. Si la misteriosa razón o el azar misterioso que rigen el encuentro de un hombre con una mujer se explicaran biológicamente, la fecundación se llevaría a cabo con el ejemplar de sexo opuesto más a mano, nadie viajaría ochocientos kilómetros para enamorarse de una mujer tal vez inadecuada, todo se resolvería siguiendo la ley del menor esfuerzo, y no sé si las cosas no andarían mucho mejor -dijo una voz.

IV

A la izquierda, de perfil, la princesa cautiva sostiene con mano de niña anoréxica el cordón donde está atraillado un lagarto naif con alas de mariposa, garras de águila y patas de camello. Dos patas; es un dragón bípedo. El monstruo parece más interesado en vigilar con un ojo a Esteban que en defenderse de San Jorge, quien, montado en un brioso caballito de ajedrez, ha surgido arteramente por el lateral derecho bajo un nubarrón para alancearlo en el otro ojo. La princesa contempla impávida la hazaña, quizá porque su excelente educación medieval la ha acostumbrado a que los caballeros cristianos se destripen en los torneos por sus colores o por su honra. O no tan impávida. Nuestra niña está acostumbrada a dominar sus sentimientos, pero, si se la observa más de cerca, podría sospecharse que ese dragón no le es indiferente. Lo mira a él, no a San Jorge; tiene la boca un poco abierta y la palma de la mano vuelta hacia arriba. Esa mano la delata. Esa mano parece decir: "Pero, ¿qué cree que está haciendo el caballero?" Quienquiera que sea el hombre que haya pintado ese cuadro, sabía perfectamente lo que estaba pintando. Ese paladín acorazado y lampiño es un anti-paladín, un aguafiestas. Basta seguir la línea de fuga propone la lanza, a partir del ojo herido del dragón, para dar con la cara de San Jorge. Es demasiado bonito demasiado lampiño, demasiado santo. Sostiene la ancha rienda roja de su encabritado caballito de balancín con un solo dedo de su guantelete.

Gritos y aplausos. Espósito deja de observar el cuadro y mira hacia el tumulto. Un ambiguo bigotudo de largas patillas y pelo ensortijado acaba de aparecer en la sala. Otro muchacho sorprendente y volátil. Como si la cabeza de Facundo Quiroga viniera injertada en el cuerpo de la princesa del cuadro. Trae una gran bandeja en el extremo de su brazo aéreo y peludo. Entra y dice:

– Voilá, mesdames, caballeros y ambidextros, lúcidos intelectuales aborígenes… ¡Llegaron las empanadas!

Más gritos y más aplausos.

Por alguna de esas leyes misteriosas que rigen las apariciones y desapariciones en las fiestas, vos ya no estás en el sillón frente al San Jorge. Ya no estás o todavía no has llegado a la quinta. Con los años, Espósito buscará en su memoria los fragmentos de aquella última noche como quien trata de armar vanamente un rompecabezas cuyas figuras se han ido perdiendo, o se han mezclado con otras que no encajan en el dibujo original, y llegará a sentir que la única manera de saber qué sucedió es seguir adelante, destruir el recuerdo, confiar en la mentira de las palabras, hasta que ya no haya una sola que signifique nada.

– Quién es el joven peludo de la bandeja -pregunta. La señorita Cavarozzi está sentada a su lado.

– Facundito. Una maravilla de chico, y de una sensibilidad. No me mire así. Hace tapices. Lo que no me gusta es toda esa barba que se ha dejado ahora y esos pelos rulientos, no le sientan.

Espósito vuelve a mirar la lámina.

– Tampoco le sienta el sexo -dice, distraído.

– Ya sabía -dice la señorita Etelvina-. Ya sabía que estaba pensando en eso.

Montado en su caballito de ajedrez, San Jorge, con los ojos bajos, no mira al dragón. La damisela, sí lo mira. Toda la figura está armada sobre dos oblicuas que convergen en el frente y el espacio se parte en tres volúmenes. Como si los mirase al pasar el ojo volador de un pájaro. En el primer vuelo, las montañas se alejan sobre el fondo; en el segundo, el caballito se va achicando hacia adelante, lo que da al conjunto ecuestre cierta socarrona majestad estatuaria. El tercer vuelo apunta hacia otra dimensión. Como si abriera un agujero en la lámina, y en la pared, la caverna del dragón se ahonda desde la cabeza herida de la bestia hacia la izquierda y hacia atrás, cavando enigmáticamente en lo desconocido e inquietante. Ahí viven, nos guste o no, la cautiva y su Leviatán. ¿Qué hora será en el cuadro? Las figuras no proyectan ninguna sombra sobre el suelo. Es mediodía, o el pintor no ha podido romper aquí con la herencia gótica. Mediodía no es: ese cielo habla del crepúsculo, y allá arriba, a la derecha, casi en el límite de lo posible, se ve la uñita del cuarto menguante de la Luna. Lo que impresiona es ese nubarrón.

Y a Espósito se le desorbitaron los ojos.

– ¿Cómo dijo que se llama?

– Facundito. Es descendiente de Facundo Quiroga. Las cosas que hace en el telar son una maravilla. La cara es el vivo retrato del Tigre, no me mire así que me hace tentar.

– Señorita Etelvina -murmuró Espósito-. Yo respeto la gravedad de la Historia Nacional, y soy incapaz de decir una grosería en su presencia. Pero, como usted misma habrá visto, ese muchacho da toda la impresión de ser, cómo le diré, a mí me parece que la palabra es puto.

La señorita Etelvina daba pataditas sobre la alfombra y revolvía la cabeza como una ahorcada.

– Si no deja de decir semejantes atrocidades, yo me voy Espósito la miró en silencio. La señorita Etelvina estaba a la expectativa, encarnada y ávida. Gran pausa. La señorita Etelvina no pudo más y dijo:

– Por otra parte, no veo qué tiene de malo.

– De malo qué.

– Usted sabe perfectamente de lo que estamos hablando.

– Yo no estoy hablando -dijo Espósito-. Usted está hablando. Usted me está queriendo sonsacar.

– Mire -dijo la señorita Etelvina-. Diga de una vez todo lo que tiene que decir y déjese de pensar cosas sucias. A usted le parece mal que Facundito sea eso.

– ¿Eso?

– Eso que dijo hace un momento.

– Y qué fue lo que dije.

La señorita Etelvina miró hacia todos los costados. Después, muy sofocada, pero con una decisión que la rodeó de una aureola, murmuró al oído de Espósito:

– Puto. Me lo hizo decir. Usted es un monstruo.

– Pero si a mí no me parece mal ese vicio. Miguel Ángel, con lo fortachón que era, mal que mal también se hacía soplar la tuba, y eso no le quita mérito. O acaso yo digo que ese chico no maneja bien la rueca o el bastidor. Lo que me llama la atención es su nombre de Centauro. Fíjese que en mi pueblo había un enano que se llamaba Simón Bolívar, cómo puede ser. Y el doctor Pitto tenía una hija a la que le puso Elsa. Iba al colegio conmigo. Los chicos le llevábamos moscas, para ver si el sapito se las comía. ¿Se da cuenta de lo que puede la pila bautismal? Yo no me acostumbro a la realidad, señorita Etelvina. A que no adivina cómo se llama el mayor fabricante de artículos sanitarios del país, me refiero a inodoros y esas cosas, se llama Ortelli. Con ciertos apellidos no se puede fabricar masitas, hay que vender aparatos de poner enemas o inventar un supositorio gigante. Y el señor Custodio A. Fuertes, ¿a qué se dedica? Acertó. Tiene una cadena de negocios de cajas de seguridad. Al principio sorprende, como cuando uno descubre que el cottolengo está en la calle Carabobo. Parece demasiado adrede. Hasta que por fin uno sospecha si no habrá un orden secreto en todo esto. Yo he cavilado mucho sobre el poder misterioso de los nombres. El profesor Matera es cirujano del cerebro, el Costa de la funeraria se llama Lázaro, hay otro funebrero célebre, de apellido Marchito. O por qué cree que Malatesta era anarquista. Para no hablar de los otros Malatesta, el marido y el cuñado de Francesca. Imagínese que usted hubiera sido religiosa, quiero decir monja, superiora de un convento. Sor Etelvina, o incluso sor Ethel. Claro que no siempre hay un orden. El caso de Simón Bolívar, el de mi pueblo. Lo formidable es cuando los propios padres colaboran con la locura. Todo el mundo sabe, por la Guía Telefó nica, que existen las familias Barriga o Culo, por nombrar las más clásicas. También hay Pie, Gamba, Gambastorda, y ni hablo de la prosapia de los Concha, más que nada chilenos. Si se sigue moviendo de ese modo y se pone colorada no hablo más. Me remito sólo a los Culo. Muy bien. Yo me pregunto, qué lleva a un integrante de la estirpe de los Fuertes a ponerle Dolores a su pequeña hija; o por qué el señor y la señora Grande bautizan a sus mellizas: Martirio y Suplicio. Y hecho esto, qué demonio de la perversidad hace que la primera de las niñas crezca y se enamore y se case con un integrante del clan Culo. Qué pasa en el alma de esa chica cuando firma por primera vez Dolores Fuertes de. Y por qué razón los hermanos Culo o dos primos carnales de esa misma familia, tienen que llevar fatalmente al altar a las mellizas. Martirio Grande de Culo. O Suplicio. Dígame un poco, señorita Etelvina, si por algún motivo una de ellas tiene que ir a la farmacia a comprar vaselina, pongamos que porque su marido es carpintero y quiere engrasar el serrucho, ¿usted cómo cree que interpreta la risita del cadete que la atiende? Ya ve. Que a Facundito le fumiguen el potrero no me incumbe. Pero a mí me parece que hay algo maligno en su nombre. Yo siempre quise escribir algo sobre el Brigadier General, y ahora cómo hago. Ese chico debería usar seudónimo o por lo menos afeitarse.

– Ahora me explico tu interesante disertación sobre las mujeres -oyó a su espalda-. Se ve que sos todo un hombrecito.

Sentado como estaba, la voz lo tomó por sorpresa. La voz irónica y susurrante de Bastían, junto a su nuca. En un mundo algo remoto, la señorita Etelvina tenía los ojos cerrados y se tapaba los oídos con las manitos. Bastían apoyó los brazos sobre el respaldo del sillón. Este tipo, pensó Espósito, tiene la virtud de hacerme sentir un disminuido mental. Parece un cuento de Poe. William Wilson. Pensar esto le solucionó en parte la dificultad de haberse quedado mudo.

– Usted habla muy bajo -dijo sin darse vuelta.

– Que estoy deslumbrado.

– Ah, no te había reconocido la voz. Qué tal, Bastían. Ya habrás resuelto tu problema con los autodidactas.

– Más o menos como vos el tuyo con nosotros. Espósito se sobresaltó de verdad.

– ¿Ustedes? Ustedes qué.

– Interprétalo como te guste. Al fin de cuentas, todos somos un poco maricas. Declarados, reprimidos, latentes. Menos vos, claro. Vos sos un varón de fuste.

– Me parece que Verónica la está llamando -dijo Espósito, y la señorita Cavarozzi pareció despertarse. Colorada todavía como un pinzón. Dio un saltito y ya no estaba más. Un pinzón que se equivocó de rama, -Querés que te diga una cosa, Bastían.

Bastían tenía los brazos cruzados sobre el respaldo del sillón y la cara al nivel de la oreja de Espósito.

– Bueno.

– Yo creo que tu amigo Santiago tenía razón -dijo Espósito sin mirarlo, y pensaba por qué había dicho tu amigo, por qué tu amigo y no simplemente Santiago o el jujeño, y sobre todo por qué había dicho tenía-. Mucha razón.

Sobre qué.

– Sobre la trompada que alguno de nosotros dos va a tener que encajarle al otro. Cosa de intentar una vida más normal.

– Te la doy yo o empezás vos -preguntó Bastían.

Espósito se sirvió un whisky, lo olió, lo bebió, pero no encontró nada que decir. Miró hacia el costado y vio junto a su hombro la cara de Bastían. Caramba, pensó.

– Sabes que visto de cerca te pareces al jujeño -dijo Bastían-. Sólo que en versión hijo de puta. Espósito se rio.

– La segunda vez, Bastían. Demasiado para un solo día.

– Salgo corriendo o me quedo -preguntó suavemente Bastían, mientras Espósito se ponía de pie con mucha lentitud. Bastían también enderezó un poco el cuerpo; pero con gesto causal, sin separar las manos del respaldo del sillón. -Se ve que sos un tipo muy completo -dijo Bastían-. Y cuándo vas a pegarme.

Espósito tenía el vaso de whisky en la mano. Con todo cuidado, lo dejó en equilibrio sobre el brazo del sillón.

– Ahora. Voy a romperte el alma justamente ahora.

– Sólo que no tenía la menor intención de hacerlo. Bastían sonreía sin mover un músculo: sus manos ni siquiera se habían apartado del respaldo. -Bueno -dijo Espósito recogiendo su vaso-. No negarás que era una linda oportunidad.

Momento en que Facundo Quiroga llegó con su bandeja.

– Tal vez al hombre no le gustan las empanadas, Facundito -dijo Bastían.

– Pero si chupa de esa manera y no come se va a morir -dijo Quiroga-. Está hético. Velo si no parece la estampa de la Herejía. Le pones un cielo tormentoso y un marco, lo colgás de la pared y es propio uno de esos afiebrados que le salían al Greco. Dale, comete una, aunque sea a medias con Nacho. Mira que éstas las hice yo. Hice justo dos docenas para elegidos. Las de los guarangos son de la rotisería, mismo que comer picadillo de sorete envuelto en lona Pampero. Estoy hablando mucho, ya sé. Pero es que ustedes no hacen más que mirarse como tortugas y me pongo incómodo. Éstas son de hojaldre. Las otras te caen como un crimen en la conciencia. Agarra, dale.

– Después.

– Después minga. Después vas a tener que comer las de loneta. Yo probé una. Era como morder una alpargata rellena con un cuento de Lovecraft. Ay, perdón, por ahí te gusta Lovecraft.

– No -dijo Espósito.

– Hay una cantidad de cosas que no le gustan -dijo Bastían.

Facundo Quiroga dejó la bandeja y miró alarmado a Espósito.

– Con esa cara no me vas a decir que tenés prejuicios sexuales. Salí, vos sos flor de reventado. Y éste también es un repodrido. ¿Quieren que les lea las manos?, traigan. Parece un casamiento. A ver. Nacho querría ser puto y no puede. Vos podrías y no queres. Che, qué fato jodido con la muerte y la locura tienen ustedes dos. Y esto, ¿con qué se come? Mamita querida -dijo de pronto-. Mamita querida.

Estaba asustado realmente.

Después se rehizo, serpenteó, lanzó una carcajadita forzada y se fue, realizando evoluciones con la bandeja.

Entonces ocurrió algo que postergó unas horas el ya irremediable enfrentamiento de Espósito con Bastián.

V

Nunca supo realmente qué fue lo que sucedió, tampoco tuvo tiempo material de averiguarlo, de todos modos, ninguno de los invitados de aquella noche pareció entender su exacto sentido.

Lalo, sonriendo, había entrado repentinamente en la sala, se había acercado a Guerri y, a media voz, pero de modo tan inequívoco como para que resultara imposible dejar de escucharlo, le dijo dos palabras a unos centímetros de su cara. Mequetrefe, le dijo. Mierdita. Y su tono fue tan encantador e inofensivo que parecía no haber hablado. Ahora yo me voy a desprender la bragueta y vos me vas a besar las pelotas, murmuró después sin dejar de sonreír. Miraba a Guerri a los ojos como si aquellas palabras fueran una conclusión natural, el resultado de algo que sobreentendido por el otro no requiere mayor explicación. Verónica, allá lejos, en el centro de un grupo que escuchaba extasiado el saxo de Paul Desmond, había comenzado a encender un cigarrillo, el alto señor canoso, junto a una de las ventanas, alzó su vaso hasta la altura de los ojos y sonrió hacia alguien que debía de estar en algún lugar del parque. Esteban y Bastián seguían mirándose. Lalo, con una naturalidad y una calma que habían hecho casi imperceptible el gesto, comenzaba, o mejor, ya había comenzado, a desabrocharse el pantalón sin dejar de mirar a Guerri a los ojos, mientras susurraba que aquella operación iba a tener que realizarse ahí mismo, y se desprendió otro botón, pero ya no sonreía y su mirada y su rostro habían adquirido una impresionante y helada dureza, a menos, agregó, que vos tengas una idea mejor, pequeño canallita. Y mientras con la mano derecha seguía desabotonándose la bragueta, alzó la mano izquierda hacia el hombro de Guerri, de modo que por un instante dio la impresión de que fue el peso de su brazo lo que le aflojó al otro las rodillas. Espósito sintió que alguien debía impedir que ese hombre se arrodillara, si es que aquello estaba a punto de ocurrir realmente. Sin saber por qué, supo que Bastían sentía lo mismo. Ni él ni Bastían se movieron. Fue Lalo, fue la mano huesuda y tensa del cazador la que ahora, tomando la camisa del combatiente a la altura de la pechera, levantó en peso al otro hasta el nivel de su cara. En el segundo siguiente estaban en el otro extremo de la habitación: Lalo había arreado a Guerri, a impulsos de tres o cuatro bofetadas monumentales, prácticamente en el aire, hasta una de las ventanas que daban al parque. Volvió a sujetarlo por la pechera de la camisa y lo sostuvo ahí, un instante. Farsante mequetrefe, decía con inquietante serenidad, sin perder el tono afectado y equívoco que tan curiosamente llamaba la atención en aquella formidable humanidad de casi noventa kilos. Mequetrefe comemierda, decía, mientras el cuerpo colgado de su brazo se bamboleaba como si estuviera relleno de estopa. A mí me vas a contar el cuento de la Sierra. Fuera del callejón impalpable que formaban, en un extremo, el marco de la ventana y, en el otro, Espósito y Bastían, los sonidos y los movimientos de la fiesta parecían en suspenso, como si toda esta escena sucediera dentro de un paréntesis. Este payaso, decía Lalo, ¿este payaso en la Sierra? ¿Ustedes saben quién es este mequetrefe? Abrió la ventana, sin soltarlo. Explicales a nuestros marmotas por qué volviste a la Argentina. Si el otro tuvo intención de hablar, de explicar o siquiera de preguntar algo, Espósito no lo supo nunca; sólo vio el terror en su cara gris y patética, los párpados apretados de espanto. No quiso seguir siendo testigo de aquello y desvió los ojos: se encontró con los ojos de Bastián. Todo esto, del principio al fin, no había durado más de treinta segundos.

Lalo, pasando el cuerpo de Guerri fuera de la ventana, abrió la mano, lo dejó caer, y cuando Guerri comenzaba a derrumbarse blandamente en el aire, le descargó todo el peso de esa misma mano, de revés, sobre la cara. Guerri desapareció y Lalo, cuidadosamente, cerró la ventana.

Después explicó sonriendo que esto, naturalmente, debía tomarse como una interpolación destinada a evitar cualquier malentendido, pero que él estaba allí para tratar otro asunto. Se abrochó la bragueta. El efecto fue sorprendente. Como si la expresión de las caras, el movimiento de los cuerpos, el sonido de la música, regresaran a esta región de la realidad. Volvió a oírse el saxo de Paul Desmond. Verónica terminó de encender su cigarrillo. El alto señor de la ventana bajó su vaso y lo puso sobre una mesita. Bastían, muy pálido, miraba a Esteban y la mejilla volvía a temblarle con el mismo tic colérico de esa mañana. Otro asunto, repitió Lalo. La última batalla del abuelo Laureano y su degüello en los pantanos del sur. Despejen, por favor, la alfombra. Vos, Elena, alcánzame ese florero. Gracias. Este florero es el mangrullo donde el abuelo medita sobre el destino de la Patria y la muerte de las ilusiones. El campo de batalla tenía la forma aproximada de esta piel de oso, piel, dicho sea de paso, que perteneció a una bestia que cacé yo mismo en el Yukón, acá pueden ver el tiro. Vos, Graciela, ya que entraste, decile a Verónica que me dé las llaves del tallercito de Roque, preciso los coraceros y los blandengues, y una berlina. Y de paso que saquen esa música de mierda, pongan una zamba o aunque más no sea un tango. Mientras armo todo, ustedes pueden ir a dar una vuelta por el parque. Hay una tormenta eléctrica exacta a la de hace ciento cuarenta años.

VI

"El abuelo", ha dicho Verónica señalando al pasar el gran retrato que acecha en el oscuro descanso de la escalera de caoba. Son las cuatro de la tarde y ella sube a su habitación seguida por un Esteban Espósito que lleva una botella de whisky y que todavía era yo. Yo, bastante joven a esa hora de la siesta. Desde la ventana se ve un sector de las Catalinas. Dos cúpulas, tres patios. En uno de los patios está el cementerio y hay un pino. Un techo de pizarra; dos de tejas españolas. El Monserrat detrás, si se hace un pequeño esfuerzo. La cúpula de la Catedral y el campanario de la Compañía de Jesús. Asomándose a la ventana, los claustros de Santo Domingo. "El abuelo", ha dicho Verónica y lo repetirá esa noche en el parque de la quinta del Cerro de las Rosas. Alguien tocaba la guitarra y cantaba una zamba con caudillos y degüellos. Un campanario dio las dos de la mañana. El tiempo seguía comportándose de una manera extraña. Esteban tenía la sensación de haber envejecido desproporcionadamente desde su aventura en la escalera. O quizá era el efecto del whisky, que se había transformado en vino de La Caroya. Un fogón o un vivac y alguien cantando la versión salteña de la Felipe Várela. Vos estabas sentada sobre el pasto y acababas de decir "No me contestaste" o "Tengo frío", lo que según el caso significa que entre tu llegada a la fiesta y estas palabras han ocurrido o dejado de ocurrir algunas cosas. El diálogo junto al San Jorge de Uccello, por ejemplo, la conversación con la señorita Etelvina, cierto encuentro imposible con el doctor Cantilo, bajo un olmo. De cualquier modo hace muchos años que no soy yo quien decide el orden de estas páginas, o, para decir la verdad, hace muchos años que nadie les impone ningún orden. Pero como es absurdo pretender que se escriban a sí mismas, lo mejor es dejar que alguien cante una zamba y que la voz de Verónica comience a hablar del abuelo. Mientras ella hable, tu mano estará sobre la de Esteban. Tu mano un poco demasiado larga como para que el engarce sea perfecto. "Esto, en otro tiempo, debió ser un país en serio", dijo Verónica, y Esteban supo que por fin iba a escuchar la historia de Laureano Zamudio, compadre de Güemes, coronel improvisado del ejército del Alto Perú, que se batió en Salta y en Tucumán y en Vilcapugio y Ayohuma por un sentimiento que tal vez estaba hecho menos de odio a los españoles que de amor y lealtad al general Belgrano, y que un día se hartó de los porteños y armó una montonera para pelearlo a Rosas si hacía falta, y acabó degollado por defender el cadáver de una mujer que él mismo había matado. Laureano Santiago Zamudio, que tenía una sola idea clara en la cabeza, la Confederación Argentina, y una sola mujer en el corazón, Aasta Solbaken, a quien dejó en Jujuy con un hijo al que apenas había visto una vez en su vida, y se vino a Córdoba, lugar al que nunca debió venir, como dirá más tarde el profesor Urba. ¿Cómo?, ¿cómo?, preguntó Esteban. "Que dejó a la mujer en Jujuy y avanzó hacia el sur, dejando el tendal y agrandando la montonera a medida que avanzaba", dijo Verónica. "La idea era juntarse con López y con los entrerrianos porque el abuelo creía que López y Ramírez todavía eran aliados." Esteban no entendía bien. ¿Si dejó la mujer en Jujuy, cómo los degollaron a los dos acá en Córdoba? Primero que no los habían degollado a los dos, sino a él solo. "A ella la mató él", dijiste vos. "Te lo conté anoche, le pegó un trabucazo en el corazón justamente para que no la degollaran." Se ve que era un sentimental, dijo Esteban, pero no podía dejar de imaginarse al abuelo con el cuchillo en una mano y el sable en la otra, y al cadáver de la mujer rubia entre sus piernas. "Y segundo", agregó Verónica, "que ella no se quedó en Jujuy sino que vino siguiendo al viejo hasta Ojo de Agua, y lo encontró." Al viejo, por qué viejo. "Porque él tenía como cincuenta años y ella veinte, si los tenía." Ah, pero entonces ésta es una historia de amor. "Por supuesto", dijo Verónica, o Esteban creía que ella era el Boletín de la Academia de Historia. Vos también habías dicho algo, y luego retiraste tu mano de la mano de Esteban y te pusiste de pie. "Y ahora lo usamos de adorno, pobre abuelo", dijo riendo Verónica. Sí, dijo Esteban, ya lo vi esta tarde en la escalera, y se interrumpió de golpe. Ninguna de las dos, sin embargo, pareció extrañada. Vos estabas de pie, mirando hacia una de las ventanas altas de la casa y dijiste que tenías frío.

– Tengo frío. Voy a buscarme un chal. Esteban parecía pensativo.

– Te cuento o no te cuento -dijo Verónica. Vos te reíste.

– Vas a tener que repetirle todo tres o cuatro veces -dijiste-. Nunca entiende nada de primera intención.

Esteban te miró caminar lentamente hacia la casa. Verte caminar le gustó. Esa muchacha tiene un cuerpo, pensó. Un pensamiento difícil de reducir a su sentido, como si pensara yo voy a acostarme con ese cuerpo y esa será una dicha inmerecida, una consumación y una venganza. Como si se pudiera odiar y sentir ternura al mismo tiempo. Algo así como lo que había sentido esa mañana al pensar que eras hermosa, sólo que a la mañana vos podías defenderte y ahora caminabas lenta y desprotegida hacia esa casa en una de cuyas ventanas altas Esteban volvía a ver aquello que lo había distraído un momento antes. Un alto y elegante señor canoso, mirando hacia acá.

– Qué estás pensando -dijo Verónica.

Esteban dijo que no entendía por qué el apellido de Verónica era Solbaken. "Porque el abuelo nunca tuvo tiempo de reconocer legalmente al hijo de Aasta, a Manuel Martín, que viene a ser el padre del padre de mi padre." O sea que el abuelo era en realidad tu tatarabuelo, dijo Esteban. "Chocolate por la noticia", dijo Verónica. Y ahora, dijo Esteban, una pregunta que no tiene nada que ver con la historia nacional.

– Cómo se llama eso que tenés puesto sobre los hombros.

– Un chal -dijo Verónica.

– Por lo tanto -dijo Esteban-, eso blanco que está ahí, sobre el pasto…

– También un chal.

– Me gustaría mucho saber cómo va a explicarme que no es de ella -dijo Esteban-. Lo traía puesto cuando salimos de la casa. Seguí nomás con la historia del abuelo -dijo después-, habíamos quedado en Fraile Muerto.

"En Ojo de Agua", dijo Verónica, "lo de Fraile Muerto fue cuando lo degollaron".

– ¿Te dijeron que sos bastante inesperado?

– A cada rato. A cada rato me lo dicen.

Las lanzas de la verja de fierro, iluminadas por el fuego, parecían moverse. Como una larga línea tendida para una batalla. No era difícil imaginar al abuelo galopando de un extremo a otro ("lo aprendió de los indios", dirá Verónica) arengando a aquellos gauchos inmóviles que no entendían ni necesitaban entender sus gritos. El caso es que una mañana de 1821 el abuelo pasó por encima del ejército de Lamadrid y una semana más tarde lo corrió a Bustos hasta el límite de Córdoba, y en alguna pausa de aquella carnicería se entrevistó a solas con Estanislao López, que todavía era su amigo, y allí recibió la primera sorpresa. Algo pasó y no se entendieron. La segunda sorpresa la recibió en Ojo de Agua. Laureano volvía sobre Córdoba para unirse, o eso creía, con los montoneros de Ramírez y en ese momento se le apareció la mujer, Aasta. Bajó muerta de risa de una especie de calesa, vestida y enjoyada como para una función de la Ópera de Estocolmo y le dijo algo así como que quería ver con sus propios ojos en qué correrías andaba Laureano. "¿Y el chico dónde quedó?", preguntaron Esteban y Laureano. "Con mi familia, en Salta", contestaron Verónica y Aasta. Pero Esteban no debía imaginar que esa llegada era algo tan romántico o fuera de lo común, en la Argentina de aquellos tiempos bárbaros. La Delfina, sin ir más lejos, se ponía un uniforme de dragón y lo acompañaba a Ramírez en las batallas. Cómo que quién era la Delfina. "Era la portuguesa, la mujer de Pancho Ramírez", explicó Verónica, "vos sos ignorante en serio; en aquel tiempo todo el mundo peleaba acompañado por una mujer. Mira Damasita Boedo, o Juana Azurduy." Flor del Alto Perú, dijo Esteban, en este mismo momento estoy oyendo la zamba. Y miró hacia la casa. Vos acababas de llegar a la puerta de entrada, el señor alto había desaparecido de la ventana. Vio, en cambio, la silueta de Bastían…

– Hembras eran las de antes -dijo Esteban-, para mí que es cierto que la pareja actual está en crisis.

Y a propósito, cuál era la idea del abuelo al intentar unirse a Ramírez. A ver si no había entendido mal. Salvar la Confederación, hacer fuertes a las provincias amenazadas por el centralismo de Buenos Aires, consolidar desde adentro el país real, mientras los generales se hacían la gran fiesta corriendo a los últimos gallegos que ya no sabían quién gobernaba España ni qué estaban haciendo en este infierno. "No te voy a permitir que hables así de la campaña de San Martín", dijo violentamente Verónica, con una pasión tan sorprendente y repentina que Esteban creyó intuir por un segundo qué clase de mujer había sido la abuela Aasta y qué era realmente lo que quería el abuelo Laureano. Consolidar a sangre y fuego el sueño de la Confederación, poner sitio a Buenos Aires si hacía falta, ir a sacarlo a Juan Manuel de Rosas de los Cerrillos y obligarlo a decidirse entre sus achuras y la patria federal. "Algo así", dijo resentida Verónica, "lo mismo que vio San Martín que había que hacer cuando volvió del Perú". Y Esteban iba a decir algo al respecto, pero prefirió callarse. "Qué porquería estás pensando", dijo Verónica. Nada, nada. Ninguna cosa mala contra nadie.

– Estaba pensando -dijo- cómo se las va a arreglar Graciela cuando vuelva de la casa con otro chal, y yo le muestre el que traía puesto.

Pero también pensaba que el abuelo Laureano era un iluso y un irracional. Quién le había contado que Estanislao López o Ramírez querían sitiar Buenos Aires por una cuestión de ideas. En aquel tiempo, por no hablar de éste, todo el mundo acuchillaba a todo el mundo por una cuestión de vacas, y no estoy hablando de San Martín ni de Belgrano, aclaró cautelosamente Esteban. "Claro que el abuelo era un iluso", dijo Verónica, "no te digo que estaba loco, y seguramente por eso se distanció de López." y Esteban pensó que sí, que seguramente había sido por eso. Verónica siguió hablando pero Esteban ya no la escuchaba. El fuego semiapagado del vivac se reanimó de golpe, con un fulgor hipnótico y antiguo. Más allá de las lanzas, un cerro, iluminado por un relámpago, se instaló en la nada con la solidez sosegada de lo que siempre ha estado ahí. El tiempo es una ilusión, pensó Esteban, una ilusión humana. La naturaleza es pura contemporaneidad, es el testigo indiferente de los amores, los juegos y las guerras y las locuras de los hombres. Bastaría situarse en el mundo con la naturalidad de ese cerro, para saber de qué hablan en este mismo momento el abuelo y Estanislao López. El pie de Estanislao acaba de hacer rodar un tronco hacia el fuego, y el fuego se encrespa como el pelo airado de una mujer de sueño. El abuelo piensa que más le valiera estar en su cama con Aasta que conversando con este santafecino zaino y avieso. "Un tratado es un tratado", dice López, "y yo he firmado la paz con Buenos Aires." "Lo que vos has hecho es aceptar treinticinco mil vacas de Rosas", dice Laureano. "Las vacas no son para mí, sino para mi provincia", dice con mucha calma Estanislao, "ningún pueblo ha sido tan castigado como el mío en esta guerra." Laureano piensa en Jujuy, en las casas ardiendo, en el éxodo. Se lo dice. "Bueno", sonríe López, "vos sabes tan bien como yo que Jujuy no es lo que yo llamo una provincia, es como si dijéramos el norte de Salta, y Salta es una estancia de Güemes." El abuelo se pone de pie. "Era una broma", dice López, "sentate." "Vea, general", dice el abuelo, "va a ser mejor que dejemos de tutearnos." "No veo la razón", dice López. "La razón", dice el abuelo, "es que yo no me tuteo con cabrones."

– Qué te pasa -preguntó Verónica.

Cómo -dijo Esteban.

– Todavía seguís pensando en ese chal -dijo Verónica.

– No. Me preguntaba si se sabe por qué discutieron López y tu abuelo.

– Ni siquiera se sabe si discutieron. Tampoco es muy seguro que llegaran a entrevistarse, son historias de familia. En todo caso, hablaron un rato a solas y cada uno agarró para su lado. Algo es seguro. Cuando se cruzaron en Ojo de Agua, ya eran enemigos. -Verónica se quedó mirando los últimos restos del fuego. -Me gustaría saber si la abuela y él hicieron el amor esa noche.

– Qué noche.

– La noche de que te hablo, la noche anterior a la batalla. Vos tenías razón -dijo después, mirando hacia arriba-. Es medio lelo.

Alta en la oscuridad, parada junto a Esteban. Ahí estabas. Con los hombros desnudos.

– Fui a buscar un chal y me acordé de que ya había traído uno -dijiste.

Esteban se sorprendió de tal modo que se derramó el vino encima. Verónica dijo que por el momento Esteban sabía lo suficiente. La batalla y el degüello, eran especialidad de Lalo. Agregó que ahora la que tenía frío era ella, mejor entraban en la casa. Un reloj dio la media de las dos. Momento en que llegó un elegante y alto señor canoso y dijo:

– Yo llego y ustedes se van. Debo hablar un segundo contigo, Graciela.

Traía un vaso de whisky en la mano y decía contigo. Exactamente el tipo de hermoso caballero argentino que enfermaba a Espósito. Siempre les quedan algunas hectáreas en alguna parte. Tienen ideas propias y mujeres ajenas.

Hablan cuatro idiomas y su prima política se casó con el noveno marqués de Calatrava. Bailan el tango y hasta se parecen un poco a Güiraldes. Un tío abuelo fundó algo.

– Cómo no -dijiste.

Una respuesta absolutamente natural.

– Le prometí a tu madre que íbamos a volver a una hora discreta. Las tres te parece bien.

– No -dijiste. Él sonrió.

– Vos dirás, entonces.

Lo que vos dijiste fue:

– El tío Patricio, Esteban Espósito. Él es el papá de Mariano. Me llevó a Europa cuando en casa tenían miedo de que me hiciera monja, todo lo que ya te conté.

¿Monja? ¿Europa?

– Encantado -dijo Esteban-. Una costumbre muy cordobesa mandar a las jóvenes de excursión al Viejo Mundo, para probar su fe religiosa. Los argelinos de Montmartre. Las ruinas de Pompeya.

El tío Patricio se reía.

– Usted lo dice en broma, sin embargo no es un mal procedimiento. La verdadera vocación debería resistir cualquier prueba. Ella era una jovencita muy mal criada.

– Hizo una pausa, tan breve que no podía ser una pausa.

– Y con demasiada imaginación. Un temperamento novelesco, diría yo. Así es, Espósito. A los dieciséis años, en Córdoba, la mitad de nuestras niñas de familia sueñan con ser carmelitas.

– Me doy cuenta, y usted no tiene más remedio que llevárselas a todas a Europa.

El tío Patricio se reía con ganas, risa que Esteban aprovechó para preguntarte al oído: "¿Cuándo me contaste lo del viaje?"

– Nunca.

– Tenía ganas de que él supiera que vos sabías. Y además, qué cambia, Esteban. Acá o en París, qué cambia.

Pero el tío Patricio había vuelto a dirigirse a Esteban, de modo que no había más remedio que prestarle atención.

– Perdón -dijo Esteban-. Usted me hablaba.

– No, no. Sólo le decía que usted, Espósito, tiene una virtud que admiro: sentido del humor.

– Pero si me decía eso, me hablaba -dijo secamente Esteban. El tío Patricio parecía no entender. -Quiero decir que usted dijo "no". Yo le pregunté si usted me hablaba y usted comenzó diciendo que no. Es muy curioso, pero en Córdoba todo el mundo dice que no cuando debería decir sí. "No, nadie", por ejemplo. Y ya que su pequeño problema de horarios está resuelto y nuestra niña de familia ha renunciado para siempre a la santidad y tal vez duerma conmigo, ¿le molestaría demostrar su propio sentido del humor hasta la hora de mi ómnibus? Me voy a las nueve.

El tío Patricio no esperaba algo así. Nadie lo esperaba. Lo curioso, pensó Esteban, es que yo tampoco.

– No sé cómo calificar esto -dijo el tío Patricio. Entonces intervino Verónica. Se le acercó, lo tomó familiarmente del brazo y se rio:

– Calificar, calificar -dijo-. Aprobalos. Se alejaron hacia la casa. Vos no hablabas.

– Entonces te vas mañana -dijiste por fin. Esteban dijo:

– Qué quiere decir "acá o en París qué cambia". Lo miraste.

– Quiere decir que acá, o en París, ¿qué cambia?

VII

Esteban Espósito hace pis. Ha salido a la noche del parque y bajo un cielo rajado de relámpagos, solo con su alma, en lo alto del Cerro de las Rosas, entre eminentes plátanos, Esteban Espósito hace pis.

– Oh, perdón -escucha del otro lado del árbol. La voz del doctor Cantilo.

Hablan así, uno a cada lado del árbol. El árbol es un olmo.

– Lo hacía en Ascochinga.

– El hombre propone y Dios dispone -dice el doctor Cantilo-. Situación curiosa, ¿no?

Se ríe con desenvoltura. El doctor Cantilo es sorprendente. Ese hombre hace pis con bastante más naturalidad que yo, piensa Espósito. Será porque es su árbol.

– Me gustaría mostrarle una cosa -dice Cantilo. Espósito se sobresalta. No estoy en absoluto preparado para apreciar, en la soledad de la noche cordobesa, ninguna cosa que me quiera mostrar el doctor Cantilo. -¿Ve aquello? -dice el doctor Cantilo-. Es un pequeño planetario. Un capricho de Verónica. Antes se pasaba las noches allí. Lo hice construir cuando me casé. Ahora ella no va nunca. Le gustaba pintar allá.

Se abrochan con urbanidad. El doctor Cantilo lo toma del brazo. Entre los árboles se ve pasar al profesor Urba. Va en dirección al planetario, seguido de una pequeña multitud.

– Quiero que sea franco conmigo -dice de pronto el doctor Cantilo. No es un buen presagio; nada de lo que viene debería suceder. Y en realidad no sucede. -Me refiero a otra cosa… -dice asombrosamente el doctor Cantilo; lo que en cierto modo es mucho peor-. ¿Qué piensa de los dibujos de Verónica? Usted los ha visto, Espósito. Me lo dijo ella.

– Qué pienso, en qué sentido.

– En el único, no se haga el tonto. Usted no es así. Le estoy preguntando si le gustan.

El doctor Cantilo es algo más ancho que Esteban, y, por alguna razón, en este momento parece también más alto. Lo lleva tomado por el hombro. Un gesto sosegado, tal vez sea excesivo agregar paternal. Un hombre capaz de decir en ese tono "me refiero a otra cosa" probablemente sea capaz de crecer en la noche. Crecer en todas direcciones.

– No. Francamente no me gustan.

– ¿Se lo dijo?

– No me lo preguntó. Además no entiendo mucho de esas cosas.

Se han detenido. El doctor Cantilo se quita pausadamente los anteojos, los limpia, se los vuelve a colocar.

– Sí entiende, y yo también. Usted tiene razón, son malos. Pero ella no lo sabe. Y yo le pido que no se lo diga.

– No hace ninguna falta decírselo. Usted se está preguntando a qué viene todo esto. Yo también. -Se ríe, un poco turbado, como si le molestara o lo sorprendiera el haber hecho una especie de broma. -Yo lo he venido observando, Espósito. Pensé que si ella le pregunta, usted es capaz de decirle realmente lo que piensa. Hay gente así. No quiero decir que sean malas personas. Es como si hubiese una zona en la que son incapaces de mentir. Y no por amor a la verdad, no se ofenda. Pueden engañar, y de qué manera; pueden ser indiferentes a casi todo, pero hay una o dos cosas en las que no pueden mentir. Como si de eso dependiera, o porque de eso depende… ¿cómo le diría?… su salvación. -El doctor Cantilo vuelve a reírse; parece avergonzado. Espósito lo mira de reojo, estupefacto y con alguna alarma. Tal vez sueño, piensa. -Por ejemplo: usted no tenía ninguna necesidad de contestarme la verdad, hace un momento, cuando le pregunté qué pensaba. Ni siquiera quería contestarme por miedo a herirme. Porque usted no quería herirme, me di cuenta. Y eso es curioso, ya que a usted no le importa mucho herir a la gente, anoche mismo, sin ir más lejos, los dos nos divertimos un poco a mi costa. Usted ahora no quería herirme, ni a mí ni mucho menos a Verónica, y sin embargo no me mintió. ¿Por qué?

El tono del doctor Cantilo es afable, casi íntimo. La pregunta es una pregunta real. Espósito piensa que esta conversación no está sucediendo. Este parque es otro. Hace un momento, sin ir más lejos, este lugar estaba lleno de gente y se oían canciones. Todavía se oyen, si uno pone atención, pero apagadas y lejanas.

– Tengo la impresión de que esta conversación no está sucediendo. ¿A usted, doctor, no le pasa lo mismo?

– No, y de eso se trata. Usted no puede ni callarse un pensamiento así. Es fantástico, realmente. Déjeme que le explique qué es lo que le parece imposible. A usted le parece imposible que un agrónomo algo cómico como yo haga pis en su mismo árbol. Ya sé que no me entiende, pero eso es lo que me está diciendo. Lo que usted piensa, Esteban, es que aunque usted y yo hagamos lo mismo estamos en regiones distintas. Y algo así siente con los dibujos de mi mujer. ¿Sabe lo que me dijo Roberto, una noche, Roberto Arlt…? A vos nadie te va a creer que fuiste amigo mío, ni yo lo creo, un tipo como yo no puede tener un amigo con esa cara… ¿Qué necesidad tenía de decírmelo?

– Y usted, doctor, qué le contestó. El doctor Cantilo saca de un bolsillo una linterna en forma de lapicera y mira su reloj.

– Caramba, las dos y media. No voy a poder mostrarle el planetario. Bueno, puede verlo por sí mismo, si quiere. ¿Qué le contesté? Que tenía razón. Yo me daba cuenta perfectamente de lo que él sentía. ¿Y sabe lo que me dijo? Me dijo: Lo raro de esto, Cantilito, es que vos, con esa cara, me entiendas a mí, pero yo no pueda entenderte a vos.

VIII

Vio; demasiado cerca de la ventana, la copa fulgurante de una magnolia, el callado estruendo de sus hojas despedazadas por un relámpago, y pensó vagamente que quizá no debería seguir bebiendo. Vio las ramas altas: no el tronco. No recordaba haber subido ninguna escalera. Oyó la campanada final de alguna hora, oyó tu voz. Tu voz decía que él no podía pensar seriamente ninguna de las cosas que acababa de afirmar en el parque. ¿Qué cosas?, ¿acerca de qué? De las mujeres, de la fealdad, del paso del tiempo. Esteban contestó que en ningún momento había hablado del tiempo, y mucho menos del paso del tiempo, en cuanto a lo demás, bueno, es posible que sí, que lo pensara, pero tal vez significaba algo completamente distinto de lo que parecía, le llevaría años explicarlo. "Años", repetiste con ironía. Vio tu perfil. Tenías el rostro vuelto hacia la ventana que daba al cerro, y él tardó un segundo en darse cuenta de que esa inesperada revelación de tu cara era tu perfil. Volviste a preguntar si era verdad que se iba al día siguiente. Entonces llegó Verónica. Se sentó, señaló hacia los relámpagos del parque y dijo algo asombroso.

– Lloverán bigornias -dijo-. Van a llover bigornias de punta.

Las mismas palabras de Santiago.

Esteban la miró. Se sentía anormalmente alerta, como poseído por una lucidez clarividente y enfermiza, pero poco a poco lo había ido ganando un malestar parecido al miedo, una inquietud creciente y sin origen preciso. Como alguien a quien, al caer la noche, comienza a resultarle desconocido y amenazante un camino, como si se hubiera perdido o estuviera a punto de perderse; sobre todo esto último, la inminencia de un peligro sin nombre, que hasta parecía irradiarse de los objetos. Esa lámina de San Jorge, por ejemplo. ¿Por qué lo andaba persiguiendo por la casa?, y su conversación con Cantilo, ¿podía haber ocurrido? Sobre una repisa vio un soldadito de madera. Era de la altura de un pulgar. Chaqueta roja con alamares dorados y una faja amarilla en la cintura. Alta galera, y una pluma colorada en la galera. "Pedíle que te los muestre", le había dicho Santiago la noche anterior. Muy bien, si se trataba de que el doctor Cantilo era capaz de tallar e iluminar este tipo de miniaturas, nuestro hombre estaba salvado para siempre. Lo incomprensible es que el jujeño, ya anoche, supiera que el doctor Cantilo necesitaría justicia hoy. Cada objeto, cada palabra, cada acto, por vagos o mínimos que fueran, parecían ocultar un significado, eran datos de una clave que le hubiera llevado años comprender. Como esas palabras de Verónica, un segundo atrás. Como ahora mismo la mirada de Mariano. Porque en algún momento de la noche Snoopy se llamó definitivamente Mariano, existió, nació un día en un lugar preciso, en la Quinta verde, junto a la casa grande de los álamos, la casa de las muchas habitaciones y la leñera, con un jardín en ruinas al borde de una pequeña barranca por la que pasaba un arroyo, y tuvo un pasado en esa casa, una isla, una realidad muy anterior a esta noche, y entonces resultaba imposible defenderse de él encontrándole un parecido grotesco, porque la mirada de Mariano, una mirada llena de desolación y de pureza, era por alguna razón la peor de las amenazas. Pero como si él, pensó de pronto Espósito, estuviera luchando secretamente no contra mí, sino a mi lado, disputándole a alguien oculto en la oscuridad no una mujer, sino algo más irrevocable y definitivo. O mejor, pensó, pero esto lo pensó mucho más tarde, mientras te buscaba en el parque bajo la lluvia, algo absoluto. Esteban se volvió hacia Verónica.

– De dónde sacaste eso -preguntó. Verónica alzó las cejas, sin entender. -Lo de las bigornias.

– Del cielo. ¿No oís los truenos?

– Oigo los truenos y veo los relámpagos. Me refería a otra cosa.

Vos seguías mirando empecinadamente una de las grandes ventanas que daban al cerro. Sólo que ahora estabas de pie. Dijiste que en seguida regresabas y fuiste hacia la ventana.

– Qué le pasa -dijo Verónica.

Regresar. Un verbo que Esteban Espósito no olvidará fácilmente. No decías volver, sino regresar. Ese modo de alargar dulcemente la erre. Cerro de las Rosas.

– Un pequeño problema con el tiempo. O con uno de sus aspectos. La fealdad de la vejez y la inevitable decadencia física de los seres humanos.

– Qué interesante -dijo Verónica-. Mejor me voy. Hay temas que son demasiado para mí.

– No te vayas -dijo Esteban-. No quiero quedarme solo. -Pensó, con asombro, que era la verdad, aunque resultara un poco descomunal dicho así, en una reunión donde había por lo menos cien personas. -Tengo una intriga con ese soldadito.

Verónica lo miraba, inexpresiva.

– Existe -dijo-. Tranquilízate.

– Quiero saber quién lo hizo. El gesto de Verónica fue casi de contrariedad. Tan leve y ambiguo que podía significar cualquier cosa.

– Es un miguelete del Ilustrísimo Cabildo. Y, en efecto, lo hizo mi marido. Acá tenés otro. -Lo tomó de la repisa y ahora lo tenía sobre la palma de su mano. Uniforme de campaña azul y blanco y un gorro frigio punzó. -Un dragón -dijo Verónica-. Un dragón del Regimiento de Dragones de la Patria, con todos sus detalles, sus altas botas negras por encima de las rodillas, sus charreteras de oro y sus bigotes de corsario. Sostiene con el puñito derecho el caño de un fusil no mucho más grueso que una aguja. Un fusil a chispa, de cerrojo dorado. Ves, la culata del fusil se apoya sobre el empeine de la bota. -Verónica volvió a dejar el soldadito sobre la repisa.

– Tiene cientos, ya los vas a ver, a la hora del degüello -dijo-. Los de caballería son realmente fantásticos. Y, a propósito, de qué estaban conversando vos y él, hace un rato, uno a cada lado del nogal. Allá estabas, junto a la ventana.

– Entonces, es cierto que yo hablé con él.

– Vos no podes ser así -dijo Verónica-. Vos un poco te haces.

Estabas de espaldas. Pasaste una mano por detrás de la nuca, te recogiste lentamente el pelo y lo echaste sobre uno de tus hombros. Un movimiento de acuario. Contra la noche del cerro, tu perfil y tu cuello emergieron de la nada, como una epifanía.

– No era un nogal -dijo Esteban. Un buen momento de casi desnudez, pensó, el momento justo para que se le acerque Mariano. El que se te acercó no fue Mariano, fue un elegante y alto señor canoso, el tío Patricio, sólo que a esa altura de la noche Espósito no podía saber que ése era el tío Patricio. Lo que significa que después de todo, ciertas cosas, si realmente ocurrieron, debieron ocurrir de otra manera en otro orden, pero no se trata de que el recuerdo imponga sus propias disparatadas leyes a estas páginas, como escribirá muchos años después, se trataba ya entonces de algo que parecía ocurrir con la realidad desde el mismo instante en que pisó Córdoba. Como si la noción de tiempo careciera de significado. Como si la ciudad organizara las cosas a su modo. "Vos seguí mezclando whisky con anfetaminas", le había dicho Santiago esa tarde, en el café frente al hotel, "y voy a tener que ir con mi libretita a visitarte también a vos a Open Door", pero tampoco se trataba de las tres noches sin dormir, de la Benzedrina, del whisky, sino de que ahora, al escribirlo, yo podría decir que Santiago pronuncia estas palabras, las está pronunciando, y que él y yo estamos sentados a las tres de la tarde en este café frente al hotel, pero que Esteban Espósito sigue en la fiesta del cerro junto a Verónica mirándote hablar con un elegante y maduro señor desconocido, y, si lo escribiera de ese modo, acaso estaría tocando por fin la verdad central de aquellos dos días, porque no es sólo el tiempo lo que carece de sentido, pensó Espósito esa noche, sino la noción de lugar, y no podía saber al pensarlo que, efectivamente, muchos años más tarde, en un hospital neuropsiquiátrico, alguien le diría que el espacio y el tiempo son nociones…

IX

– …obsoletas -dice el profesor Urba, en el otro extremo de la sala.

– Obsoletas un cazzo! -dice el padre Cherubini-. La creazione está enteramente enllenada de temporalitat. Proprio come si la burbuja o Sphairos Redondo de Parménides la habería inflado Heráclito. Cum tempore finxit Deus mundus: lo ha chamuyado San Agustín e il mesmo Platón ya lo había medio descubrido en el Tímaios. Et te alvierto que se pronuncia Tímalos, non timeo. Ego ti meo si te salpico cum lo pistolone. Conversábame de qué?

– De la irrealidad del tiempo -dice el profesor Urba.

– Irrealidat minga -dice el padre Cherubini-. Si Dios fizzo il mondo no in tempore sino cum tempore, come doxó Agustín, queste crioyo non vede que haiga más grrand realidat que il tempo. Zeit por cui, Zeit per la, e un camino largo que baja y se pierde.

– No, Custodio -dice serenamente el profesor Urba-. No se trata de ese tiempo. Ese es el cotidiano y tranquilizador tiempo de los amaneceres que preceden a los atardeceres, de los solsticios y de las estaciones de siembra y de cosecha, el tiempo antiguo y venerable en que el canto de los pájaros anunciaba, acá abajo, el pequeño y conmovedor ciclo del día del hombre, y el Sol y la Luna, allá arriba, gobernaban las espigas, las mareas, la sangre generadora de las mujeres; y Dios, más arriba y más tranquilizadoramente todavía, trazaba la órbita de las esferas y su música.

– A la puta -dice el padre Cherubini-. Te volviste poeta, Urbanito. Ma si sabes de qué fablo pa qué te me pones en Unzuberechnendes. Emplié bien? Mesmamente en esa pintada descrizione anida, como corazón de pajardito, el latido del tempo. Hay una aetas de oro a la que otros maulas llaman el tempo escuro, que es la que Vico nominó il tempo de los dioses, que tamién corrisponde a las espigas y al sembrau, viene en seguida el tempo heroico o de los herues, et finalmente il tempo del povero homnecito umano. Acá epifana, como tú fenómeno dijistes, el Sol que calienta, la sigilosa árnica Luna que rige la menstruazione i los almacigos et rige il ponto mesmo en toda su procelosa gigantud. Aparece la Historia, si te gusta. Et vos decís que se puso obsoleto. O dijiste absoluto?

– Obsoleto, Custodio.

– Pásame la damajuana y rispondeme. Tas peliando o querés perorarme algo trascendente?

– Quiero decir que tu noción del tiempo ya no le sirve. En parte porque está medio loco. En parte porque su mundo ya no puede pensar mañana.

– Te oyó con la boca abierta. Vos te referís a lo Armagedón?

– Más o menos.

Decribímelo, Satán.

X

El mundo helénico, según el profesor Urba, o mejor, la Casa universal que los griegos habían construido para el hombre, comenzó a rajarse desde adentro. Y el padre Cherubini dejó en suspenso el acto de sonarse la nariz cuando el astrólogo agregó que la había rajado el Mal. "II male o il Malo?", preguntó el padre Cherubini. "Vos la rajaste?" El Mal, repitió el astrólogo. La noción del Mal. Para Sócrates, la idea del Mal era un puro concepto negativo, no era nada; era la estupidez pura o la ignorancia. Con el judeocristianismo, con nosotros, dijo enigmático y sonriente el astrólogo, el Mal comenzó a ser una fuerza espiritual activa, un componente esencial del alma del hombre concreto. "Ecco", dijo el padre Cherubini, y se sonó. De cualquier modo, aun en los orígenes del cristianismo, el armónico ámbito de las esferas tolemaicas y sus números y su música, es decir, el viejo hogar construido hacía siglos por Pitágoras, Platón y Aristóteles, seguía siendo habitable; cabían en él el hombre y su alma doble, aunque en ella ya combatieran el ángel bueno y el otro. Al decir estas palabras, el astrólogo señaló al padre Cherubini, tocándole con un dedo la barriga, y luego se señaló. "Negó!", tronó el padre Cherubini, "Vos et yo sernos la mesma substancia, sernos la dual epiphanía de uno solo spíritu. Ego son la epiphanía positiva et non poluta y tú venís a resultar la antistrofa, la contradanza. O non evocas lo libro de fob?" El profesor Urba, pacientemente, dijo que ésa era otra cuestión y que por favor no lo interrumpiera o no iba a terminar nunca. "Oyó silente", dijo sumiso el padre Cherubini. "Trai el boteyón." Un nuevo crujido estremeció la Casa en el siglo IV. San Agustín, aunque consiguió tapar aquella primera grieta e incorporar el Mal a la concepción metafísica del hombre de la Edad Media, tuvo la premonición de que la morada se estaba rajando también por el lado de afuera. Y aunque no vió el Espacio, sintió el Tiempo. Porque la otra grieta fue el Tiempo. Había algo, algo inquietante en el Tiempo de su tiempo, que lo alarmaba y desconcertaba. Sí nema ex me quaerat, scio-, si quaerenti explican velim, nescio. Si no se lo preguntaban, lo sabía; si quería explicarlo… "No me ofendas traduciendo", dijo el padre Cherubini y agregó de corrido Quid est enim tempus? Quis hoc facile breviterque explicaverit? Quis hoc ad verbum de illo referendum vel cogitatione comprehenderit? y dijo que ahora sí se quedaba callado aunque no sin antes agregar chúpate esta mandarina. Sí, quién podría, pensaba Agustín, explicarlo fácil y brevemente; quién podía comprender el tiempo en el pensamiento para hablar luego de él. Y por eso Agustín fue el primer hombre que planteó, en primera persona, el problema del Mal y del pecado, y el primero que sintió el Tiempo como el ámbito problemático de la existencia. Para el mundo antiguo, para el mundo precristiano, la verdad, las ideas morales, la belleza estaban por encima del tiempo, eran sub specie aeternitatis, y la eternidad era la perfección del tiempo. El tiempo era una degradación de lo eterno, más o menos como el hombre era los escombros de Adán. Una caída. Una imagen móvil y evanescente de lo Absoluto. En cuanto al Espacio, no era nada. O casi nada. Era el sitio que ocupaba la mansión, lo finito, el borde que dibujaba lo real. El hombre, acostumbrado a ver las montañas sobre el fondo de la luz, el ábside de los templos contra el azul del cielo, sólo concebía el lugar donde aparecían, netas y claras, las obras de Dios y sus propias obras. Lo infinito era lo imperfecto, tan imperfecto como el Mal. La grieta en el espacio apareció después. Antes, se oyó el crujido del primer milenio. La Iglesia, mi santa madre ¡"Tu agüela", murmuró haciéndose el distraído el padre Cherubini) ya había conseguido poner, a su manera, la casa en orden. El Mal era una necesidad del Bien, la Tierra, redonda y quieta, era como un plato que flotaba sobre un mar inmóvil; las estrellas resplandecían sobre nuestras cabezas para que recordáramos la grandeza decorativa del Creador. Y el Tiempo, el angustioso tiempo de Agustín, se articulaba por fin con la eternidad: si el Papa era Vicario de Dios, que es lo eterno, y era soberano del mundo, que es lo temporal, podíamos dedicarnos a la quietud, a la contemplación, a iluminar los libros que guardaban para siempre todo el saber, y a estudiar, en la lengua incorruptible, las artes liberales. "E a descogotarnos en los torneos, apestarnos con la Peste, et expoliar a los poveros campesinitos, pa no fablar de los ostrogodos y otros raudos caualleros vandálicos", dijo sin poder contenerse el padre Cherubini, a lo que el profesor Urba, asintiendo con una sonrisa, respondió que por el momento sólo le interesaba la superestructura espiritual del problema. "Ma", dijo el padre Cherubini, "non érades marxista?" En cierto modo, dijo el profesor Urba. "Ego te absolvo, pichón", dijo el padre Cherubini. Y fue justamente ahí, fue en ese milenario instante de casi perfecta quietud, cuando, sin saber lo que hacía, un pequeño monje benedictino quiso rematar la alta cúpula de la casa de la Fe y demostrar, con la razón, lo indemostrable. "San Anselmito!", prorrumpió exultante el padre Cherubini. "Largomento ontológico: ese cristalito diamantino con il cuale le pusimo la tapa a lo Insensato et probamos, urbi et orbi, la existencia de Tata Dios." Exacto, convino el astrólogo. "Anhelas que te lo recite?", preguntó el padre Cherubini y antes de que el astrólogo pudiera impedirlo lo recitó en latín y en pancocoliche, pidió más vino y se dispuso a seguir escuchando. El argumento ontológico, sí, dijo casi con melancolía el profesor Urba, argumento que fue, en rigor, la primera noticia que tuvieron los hombres de la muerte de Dios. "Ma, qué dice la Bestia?", se escandalizó el padre Cherubini. Digo que te calles, Custodio, y digo que en el momento preciso en que Dios necesitó ser demostrado por la razón, como si fuera un teorema, como si fuera un cálculo matemático, en ese mismo momento se oyó en lo alto del cielo un gemido de agonía que conmovió las estrellas, la casa volvió a crujir, y el mundo, que más o menos habían recompuesto la teología, el papado y la espada de los príncipes, comenzó a ser este mundo. En ese momento, que duró tres siglos, apareció el espacio. Y apareció por los cuatro costados de la casa. Los viajes, las cruzadas, la construcción de las ciudades, según el profesor Urba, hicieron del atemporal e inmóvil mundo medieval un mundo cambiante y sometido a las leyes de la historia, y el espacio plano, la tierra, dejó de ser el lugar que ocupaban las cosas para transformarse en el medio por el que se desplazaban los hombres y las cosas. Bastó, una noche, alzar la mirada y contemplar el cielo, para sentir la angustia y el esplendor del espacio. La noción de inmensidad, el terror y la fascinación de lo infinitamente extenso, conmovieron la casa hasta sus cimientos. Y eso fue el Renacimiento. La infinita divinidad de Nicolás de Cusa, el sistema de Copérnico, los inagotables orbes fulgurantes de Giordano Bruno, iban por fin, a dilatar el mundo en todas direcciones. El arte, como siempre, intuyó mucho antes esa transformación, y creyendo contar un descenso al Infierno o inventar la perspectiva, cantó y pintó el drama de su tiempo: la rajadura que se abría en el techo, en el piso, en las paredes de la casa del hombre.

– Qué te quedaste pensando -dijo Verónica.

– No pensaba -dijo Esteban-. Estaba mirando esa lámina de San Jorge y el dragón. Quién lo pintó.

– Yo no fui -dijo Verónica-. Habrás visto la fecha.

Prosigo, dijo el profesor Urba, y agregó que así como la crisis del siglo V podía en cierto modo resumirse en el pensamiento dramático y tempestuoso de San Agustín; el advenimiento de la Razón, en el Argumento Ontológico; la agonía del orden medieval en la poesía bárbara de Dante: el cifraba el espíritu de los Tiempos Modernos en los cuadros alocados de Paolo de Dono. "En el pajardito?", preguntó algo adormecido, aunque incrédulo, el padre Cherubini. En el Uccello, en efecto. Obsesionado por la idea de abrir un agujero en la pared, como decía Fra. Angélico, soñando con romper la superficie plana, Uccello, el primer pintor de batallas y perspectivas, no sabe que ha descubierto otra perspectiva, un pasaje hacia otra cosa, ni sabe que en su corazón se está librando la última batalla entre el hombre medieval y el hombre renacentista. Basta mirar un solo cuadro suyo, un cuadro que es al arte religioso lo que El Quijote a la novela de caballería. El San Jorge y el Dragón. "Aro aro!", dijo despabilándose de golpe el padre Cherubini. "Aura dentra queste gaucho florido et te pinta esa fazaña. A la siniestra, la damisela captiva porta lo pioloncito con que asujeta del cogote al teratós verdolaga. Il dragone. La Bestia é un cruzamiento armado ansina: alitas de colibrí, pata e'ñandú crioyo et colita roscada in voluta. Come si sería un chancho, ma lunga. Sanjorgito, a la diestra. Muenta un lindo percherón no maculado. Trai coraza. In excelsis, uno fosco nubarrone de san puta, che nel pensier rinnova la paura. Simétrica et especulare al Sanjorgito, la caverna et su grrand misterio. Dije bien?". Inmejorablemente, confirmó el profesor Urba. En Uccello se enfrentan el último de los estilos canonizados, el gótico, que abdicará un reinado de tres siglos, y una forma nueva, una nueva manera de mirar y de juzgar el mundo. La majestad de lo cómico. Es como si una carcajada hubiese explotado en una catacumba. Con Uccello, que anticipa la risa atronadora de Rabelais, que anticipa la risa piadosa pero incontenible de Cervantes, se suicida entre carcajadas el gótico y con él acaba una concepción entera de la teología, del arte, de la política, del conocimiento: del mundo. El astrólogo bebió un sorbito de vino y el padre Cherubini aprovechó la pausa para preguntarle si pensaba hacerle creer que Uccello había hecho todo eso, él solo, pregunta a la que el astrólogo respondió con un movimiento negativo de cabeza. No. El Uccello era, por así decirlo, un símbolo. O un intermediario. Una metáfora o un inocente instrumento de cierta fuerza espiritual, a la que, para abreviar, llamaremos demoníaca. En el mejor sentido de la palabra. Vale decir, angélica. Con lo que el padre Cherubini pareció relativamente conforme y el astrólogo pudo agregar que, pese a todo, en los orígenes del Renacimiento, la casa del hombre estaba en pie. O, para expresarlo de otra manera, todavía podía ser concebida. El mundo de Uccello era también el mundo de Nicolás de Cusa; y, hasta Nicolás de Cusa, la mansión era posible. Inestable, pero aún cómoda. La máquina del mundo tenía el centro en cualquier lugar y la circunferencia en ninguno, las esferas de cristal de Aristóteles habían estallado y sus estrellas quietas volaban en la inmensidad del espacio, la Tierra se movía; pero esto, para el cusano, era un simple cambio de punto de vista en la escritura de la Creación. El orden, el nuevo centro, eran la poética secreta de Dios. El hombre conservaba su privilegio de ser hombre. Homo non vult nisi homo. Al hombre sonriente de Uccello, al hombre cusano, no le había ocurrido nada irreparable. Ignoraba pero no se sentía inseguro porque su ignorancia era docta y su saber consistía, justamente, en saber que ignoraba. La divinidad podía estar oculta ("Deus absconditus?", preguntó distraído el padre Cherubini), pero se manifestaba en la diversidad visible de las cosas y, sobre todo, no era indemostrable. Nicolás, fiel a las razones de San Anselmo, creía que la Razón seguía militando en los ejércitos de Dios. Dios lo puede hacer todo, pensaba, pero el hombre puede llegar a conocerlo todo. Dios era como el arquitecto que construye una catedral; y el hombre, el sacerdote que la contempla, la habita, la recorre y la pondera. El hombre lleva en su inteligencia todas las cosas creadas, tanto como Dios. ("Tas siguro?", pareció preguntar el padre Cherubini.) Sólo que Dios las lleva en sí como arquetipos, y el hombre como imágenes, como relaciones, como valores. Dios es por todo en todos y todo es en Dios, pero el espíritu humano, a causa de su intimidad con el espíritu de Dios, es la semilla divina que encierra los modelos de todas las cosas eternas. La homogeneidad del universo volvía a estar a salvo. Homo non vult nisi homo, pero no sólo el hombre: toda cosa anhelaba ser eternamente lo que era, conforme a su naturaleza y siempre en forma más perfecta, y el hombre, microcosmos donde coexistían lo eterno y lo temporal, lo infinito y lo finito, conocía además su anhelo y tenía la certidumbre de esa progresiva ascensión. ¡Pobre Nicolás!, no podía saber que en su mística casi festiva ya acechaba la modernidad, la locura de la Razón, el sueño del progreso indefinido del conocimiento, que harían pedazos la unidad de su mundo… Unos años después, otro apacible canónigo, Copérnico, razonó en fórmulas astronómicas el sueño místico del cusano, y, por fin, como un león que despierta, apareció Giordano Bruno ("A ése lo quemamos", observó críticamente el padre Cherubini). Lo fantástico, se interrumpió sonriendo el astrólogo, es que toda esta historia sucediera en las celdas, en los claustros, en las bibliotecas de los conventos, a lo que el padre Cherubini, con una carcajada de goliardo, dijo que era comme si lo conoscimento, acuestándose con la sancta eclesia crestiana, la habería hecho parir uno gigante de Rabelais, se dio un golpe en la barriga y, mirando a los costados con súbita seriedad, preguntó: "Me fablastes?". Decía, dijo el astrólogo, que Giordano Bruno llevó hasta el límite de lo imaginable la máquina celestial de Nicolás de Cusa y de Copérnico. Le bastaba alzar los ojos hacia esas chispas brillantes para ver que son mundos como el nuestro. Hechos de fuego como nuestro Sol. Hechos de agua como la Tierra. Dios, para Bruno, ya casi no era Dios: era la ley natural. Hablando de sí mismo, pero como un lapidario que grabara la piedra funeraria de los dos últimos siglos, escribió: He aquí a aquel que ha abarcado el aire, penetrado en el cielo, recorrido las estrellas, traspasado los límites del mundo… ("Eroico furore", murmuró admirativamente el padre Cherubini.) En fin, suspiró el astrólogo, para abreviar, cuando Galileo, Kepler y Newton llegaron al siglo XVII montados en la topadora de Copérnico, el hombre comenzó a recuperar la desnuda proporción de su ignorancia y la realidad humana empezó a ser, cada día, menos compatible con la irrealidad del universo. Pascal lo sintió. Le silénce eternel de ees espaces infinis, empezó a citar el profesor Urba en el mismo momento que, en el parque de la quinta, se oyó un trueno, y el padre Cherubini no tuvo más remedio que acotar: "Silénce eternel un cazzo!". El infinito silencio del espacio aterraba a Pascal; la radiante esfera cusana con su centro en cualquier parte y su circunferencia en ninguna le parecía espantosa. Lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño eran reinos de pesadilla, comarcas que el hombre no sólo ignoraba, sino que lo ignoraban a él. El hombre había empezado a transformarse en el huérfano de la creación, en un expósito…

– ¿Qué? -dijo Esteban.

– Que qué -dijo sonriendo Verónica.

…expósito, dijo el profesor Urba, huérfano, hijo de nadie, guacho. Que es lo que le pasa al hombre cuando siente que se ha roto su pacto cósmico con la divinidad, como decía el viejo Martín Bubcr; cuando siente que el mundo ya no es más su casa, porque ha dejado de comprender el mundo, o, aunque crea comprenderlo, cuando ha dejado de concebirlo como imagen. "Imago mundi, imago nulla?", preguntó algo impresionado el padre Cherubini. Aut imaguncula, concedió el astrólogo. Hasta ese momento, e incluso sobre todo en ese momento, el hombre tenía o creía tener cierta comprensión del universo. Kepler, al fin de cuentas, había conseguido cifrar en tres diáfanas leyes elementales los círculos un poco aberrantes de Copérnico, transformándolos en elipsis. Ya no había centro pero había, por lo menos, focos, puntos focales en los que nuestro Sol podía simular la majestad de un orden heliotrópico hecho de parábolas elípticas, radiovectores excentricidades, y esto todavía era imaginable ¡"Vos crederes?", dijo el padre Cherubini), sí, como era imaginable todavía una divinidad ordenadora, un Dios astrónomo al alcance de la fe, aunque la razón ya no lo alcanzara. "Ma, era lindo e ordenadito", dijo el padre Cherubini, "non vedo nequamquam demolizione de la Amplissima Domus. " El astrólogo admitió que era cierto. El edificio estaba en pie. Cribado de goteras, con las paredes desconchadas y llenas de grietas. No era todavía escombros, pero era una ruina, apuntalada aquí y allá por vigas que se iban pudriendo y que cada nuevo albañil, a quien todavía se podía llamar filósofo, reemplazaba por otras vigas que cedían y se venían abajo cada vez más rápidamente. Cuando el heroico y candoroso hombre renacentista entró en el mundo moderno se encontró con una mansión poeniana, agónica, caminando a tientas como un ebrio por habitaciones oscuras, entre viejos retratos de familia que ya no significaban nada… "Tenga mano!", lo interrumpió el padre Cherubini, "a ver si te compriendo: o sea que para vos, satanito, il Rinascimento e anche lo Iluminismo vienen a ser proprio la lepra, uno morbo gnoseológico et scentífico que pudrió el cotorro spiritual del povero homecito humano, o sea que pa vos erat preferible la siesta negra de lo medioevo. II tentadore se volvió scholástico!, démen vino que me hundo al suelo de la risa." Yo nunca dije que era preferible, contestó apaciblemente el astrólogo, sirviéndole vino al padre Cherubini, yo sólo digo que el despertar de los Tiempos Modernos fue, en términos espirituales, la quiebra más grande de todas las ilusiones de inmortalidad y conocimiento que soportó el linaje humano. La más grande hasta hoy, ya que la de hoy es la peor de todas. En nuestros días no queda un solo hombre, por grande y universal que sea, capaz de pensar el mundo como Imago, como mansión, capaz de rearmarlo desde sus escombros. Y, en aquel tiempo, por lo menos hubo uno, y fue el último. "Si me vase a nominar al taradón de Hegel", prorrumpió el padre Cherubini algo atragantado por el último vaso, "me levanto y lanzo un horrísono pedo." No, dijo el profesor Urba. Hegel no: Kant fue el hombre que hizo el último esfuerzo por poner un nuevo orden en el mundo. Se propuso salvar al mismo tiempo la razón, la fe, la libertad, las ciencias positivas, las ideas morales, la esperanza en la inmortalidad. Le costó la cabeza, pero durante unos años de luminosa locura discursiva armó el último refugio espiritual del hombre. Antes, había que empezar por demoler lo que quedaba de la casa; después, reconstruirla sobre algún fondo. E inventó un lugar imposible: el tiempo y el espacio como formas del espíritu. La Última Thule de la razón. Sólo que, a partir de Kant, la razón pura ya no servirá para probar nada. Sólo es posible conocer los fenómenos, la aparición: nadie sabrá nunca qué es la cosa en sí, suponiendo que exista. Porque no es cierto que Kant instaló en la filosofía la cosa en sí: Kant la confinó al mundo de los centauros o de los grifos. Qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, se preguntó. La respuesta a la primera pregunta, la única que concierne a la filosofía, es sencillamente: nada. La matemática conoce: la metafísica es sólo el anhelo y la imposibilidad de conocer. En cuanto a las otras dos preguntas, las responden la moral y la religión, sólo que moral y religión hacen necesario a Dios, y Dios, la absoluta cosa en sí, es irreductible al conocimiento. ¿Queda la fe?, de acuerdo. Pero también quedan la poesía, los centauros, el álgebra irrefutable de las alucinaciones y los sueños. No hay siquiera una manifestación fenoménica de Dios, como hay una aparición sensible de la rosa o de la piedra. La naturaleza no manifiesta a Dios: se manifiesta. Y las leyes de esa manifestación son, en suma, la forma de nuestro espíritu. Los abismos estelares que aterraban a Pascal, son el terror de no saber quién es ese que se aterra al contemplar el mundo. La última pregunta de Kant, por lo tanto, fue preguntar qué es el hombre. Nunca la contestó. Tal vez debió preguntar qué es el hombre moderno, para que Nietzsche, un siglo y medio más tarde, pudiera responderle: lo completamente desorientado, todo lo que está completamente desorientado; eso es el hombre moderno. Cuando Kant, uno de los pocos filósofos que realmente pensó, acabó de pensar, la filosofía quedó sepultada junto a las ruinas de la casa. A veces, todavía, algún hombre revolviendo entre las maniposterías derrumbadas y los escombros, imagina que ha encontrado una verdad. Son verdades cada día más fragmentarias, cada día más tristes: Wittgenstein, en nuestro siglo, llegó a sentir que el único territorio de la filosofía era la investigación del lenguaje… La libertad, Dios, el alma inmortal, no son demostrables ni indemostrables. La metafísica es imposible y las leyes de lo real son de la forma de nuestro espíritu. Si los insectos piensan y sueñan, la forma del universo y la forma de los sueños arman leyes e imágenes de insectos. Esto no lo dijo Kant, pero lo pensó. Lo demás es hoy, dijo el astrólogo.

Esteban vio venir a Graciela.

– Qué le pasa -había dicho Verónica.

– Un pequeño problema con el tiempo -dijo Esteban. Verónica se puso de pie.

– Ya me lo dijiste -dijo.

– Me lo imaginaba -dijo Esteban-. Déjame escuchar, por favor.

– Se llama El boulevard de la Desilusión -dijo Verónica.

– Ya sé que se llama El boulevard de la Desilusión. Déjame escuchar.

Verónica ya no estaba.

Lejos, con voz casi inaudible entre los rumores y la música, el astrólogo discute con el padre Cherubini. Se oye la última campanada de alguna hora. Graciela está sentada otra vez junto a Esteban. Graciela Oribe. Alta. Veinte o a lo sumo veintidós años. Podría tener mil, y a ella le gusta eso. Pelo lacio, muy negro. Ella habla. Tiene la voz grave y algo triste, y arrastra las erres.

XI

(…la misma cara que cuando las Malvinas, me acuerdo de muy pocas caras de felicidad pero sé que ésa era una, porque la otra cara, la que tenía esta mañana cuando nos vio en el Calicanto, la cara que ponen cuando les has quitado algo o te ven por fin como sos, de esas caras sí me acuerdo, Esteban. Mi cara de la primera vez, supongo; pero ya estoy mintiendo. La primera vez no fue la primera vez ni yo sentí que me robaran nada. Hubo una primera vez cuando me cortaron el pelo y una primera vez cuando la torta de manzanas, y antes todavía, entonces empecé a pensar que la vida es siempre cosa de uno solo, como los sueños, como la muerte. La historia de la torta de manzanas fue en la casa de la abuela. A tía Elenita se le había metido en la cabeza que a la hora de la siesta Mariano y yo habíamos comido a escondidas torta de manzanas, y era una cosa muy fea, era una completa vergüenza que dos niños educados y cristianos hicieran una cosa así y mintieran y dijeran que no, ¿o no comprendíamos lo bueno que es confesar una culpa y limpiar la conciencia y que nos perdonaran, y comer más torta? Pero confesar qué, cuando te has pasado la tarde leyendo la vida de Bernardette. Me acuerdo de mamama Albertina, hamacándose en su silla vienesa. Pobres, si la han comido poco la van a disfrutar con lo que les estás diciendo, y a lo mejor no la han comido después de todo quién sabe. Pero mamá -la tía Elenita-, pero mamá así les hace un mal no un bien, usted está chocheando, mamá, lo que nos falta es que se ponga de parte de esta mocosa taimada. Siempre tuve cara de taimada, ahora mismo debo tener cara de taimada, me gustaría que una noche te despertaras de golpe, Esteban, y me vieras sentada en tu cama mirándote desde muy cerca con mi peor cara de taimada. Qué frágil es siempre un hombre que duerme, yo una noche podría hacerte algo malo, un hechizo, podría ponerte una flor sobre los ojos y dejarte encerrado para siempre dentro de un sueño como la Sibila que me contó mamama. Tal vez lo haga esta noche para que no te vayas. De modo que esa tarde tomamos té con dignidad pero sin torta; y la abuela que de veras estaba medio chocha: Ni ganas les quedarán, con el atracón que se habrán dado. Mariano no aguantó más y se echó a llorar. Y la tía Elenita: No llores, Marianito tonto. Y yo: No llores, maricón estúpido. Y la tía: Bueno, basta, eso no se le dice a un hermano. Porque en esa época papá ya había muerto, vivíamos con Patricio en la Quinta Verde y nos trataban como a hermanos. Después me olvidé de todo porque volvíamos a casa dando saltos por la calle de los álamos. Qué me importaba nada si Mariano y yo podíamos correr de la mano casi de noche. La vereda larga y empinada al atardecer, los álamos, vos seguramente nunca escuchaste el murmullo de los álamos y el agua de una acequia al atardecer. Hasta que tropezamos y nos caímos. Yo me caí, de boca. Me lastimé acá encima de la ceja y si vos me hubieras mirado bien deberías haberme preguntado también por esta cicatriz. La tía Elenita se puso a gritar como loca y lo único que se le ocurrió decir fue Castigo de Dios y el estúpido de Mariano volvió a llorar y yo pensé lo odio. A Dios. Está de parte de las tortas que no se ha comido una. Lo odio, mientras caminábamos las cuadras que nos quedaban, despacio, sin mirarnos, sin hablar, sin darnos la mano, como para que todo terminara igual que siempre, del peor modo posible. Lo odio. Sin embargo le di otra oportunidad cuando el pelo. Ese verano volví de las vacaciones con el pelo suelto, lástima que a Mariano ya lo habían puesto pupilo en un colegio de Buenos Aires y no pudiera verme. Decían que yo estaba insoportable y me mandaron a pasar el verano a la casa del faro, la tía Angelina no creía que yo fuera mala y se asombraba al oírlo, deshacía mis trenzas horribles, de noche jugábamos al ludo. A veces se ríe un poco de mí. Me muestra fotografías viejas, me cuenta de papá. Yo sé que ella les dice por qué le voy a pedir que entre, no ha de sentir tanto frío si se pasa las tardes enteras en el faro. Y yo me quedo hasta cualquier hora, sin zapatos, y si quiero sin ropa, a la orilla del agua. Debí quedarme para siempre en esa casa. Una noche me reconcilié con Dios. No podes saber qué es Dios, Esteban, si no has mirado el mar de noche. Hay un momento en que la oscuridad y el agua tienen la forma que debieron tener al principio de las cosas, cuando no había nada. Esa noche me levanté de la cama y fui hasta la roca del faro. No había luna, no había una estrella, entré en el agua y mi cuerpo tenía la dimensión del mar. Él existe, sentí, y sentí que eso que era yo también existía. Lo amé, amé a Dios con mi cuerpo. Cuando tía Angelina se despertó a la mañana me encontró parada junto a su cama, no sé cuánto hacía que yo estaba ahí, esperando que abriera los ojos. Quiero quedarme a vivir con vos, tía Angelina. Y ella me miraba de un modo tan extraño. Hablaba y me miraba como si no quisiera ver algo. No te vendría nada mal, hija, cuántos años tenés ya. Cumplí catorce, tía Angelina. Y ella decía la peor edad de la vida, no te preocupes, yo misma les voy a pedir que te dejen venir todos los años. Esa mañana me peinó de un modo nuevo que me gustaba más que todos, las cintas me gustaban y el pelo suelto sobre la espalda. Me estoy mirando en el espejo grande de la sala y hasta yo soy linda. No me hagas las trenzas, por favor, le pedí al irme, y ella dijo pero ni soñando y decile de mi parte a tu madre que yo pregunto por qué no deja ya de peinarte con esas trenzas desastrosas, que tenés muy lindo pelo, yo les mandaré cintas de colores para que te peinen así siempre, vos pediles que te peinen así, dijo. Y yo, escribiles por favor que me dejen vivir con vos. Nunca volví. Cuando en casa pedí que no me hicieran más las trenzas, mamá dijo que muy bien. Muy bien, señorita. Y ese mismo día me cortó el pelo. Más arriba de las orejas me cortó el pelo. No lloré, no sentí rabia ni humillación ni dolor, ni siquiera tristeza, sólo sentía entre los dedos la caricia afelpada de algo que iba desprendiéndose de mí pero que ya no me pertenecía, lo miraba caer y lo único que pensaba era si esta vez Él estaría de mi parte. Ya casi había terminado el verano pero hacía mucho calor, yo estaba acostada en mi cuarto, la quinta parecía hueca de tan silenciosa y desierta. Le pedí a Dios que mamá se muriera. Sólo se oía el guú guú de la Solapa, vos tampoco debes saber qué es eso, es el llamado de celo de las torcazas. Pero yo nunca pude oírlas sin acordarme de cuando mamama Albertina para hacernos quedar en nuestro cuarto a la hora de la siesta nos decía que afuera andaba rondando la Solapa. Me levanté de la cama y sin saber por qué fui al pabellón de caza, el pabellón de Patricio, donde de chicos jugábamos con Mariano a los conspiradores, donde una vez hicimos un pacto de sangre. Y recé. Recé toda la siesta boca abajo con los brazos abiertos y el cuerpo contra la baldosa esperando oír los gritos desde la casa. No sentía odio, Esteban, no sentía culpa, era algo parecido a la fiebre y a querer darle otra oportunidad para que se apoderara de mí, como la noche del mar. No sé cuánto tiempo pasó. Fui a la habitación de mamá. La voy a encontrar muerta, pensaba con miedo, o no sé, con pena, pero cuando entré no estaba muerta. Me dijo qué haces acá, cómo te apareces en mi dormitorio sin llamar y poco menos que desnuda, podría haber estado Patricio, te he dicho mil veces que a tu edad ya no se es una criatura. Esa noche, durante la comida, Patricio dijo al pasar que el pelo corto me daba un aire inquietante, y me miraba con la naturalidad de un hombre que se burla un poco de su hija mientras la consuela, y después, sonriendo, a mamá: Vas a tener que vigilar a esta chica, Ana Laura, cada día está más delgada. Y yo supe que esa tarde me había visto en el pabellón y ya no pude seguir comiendo ni pensar en nada, sólo tenía conciencia de mis piernas desnudas a la siesta, de mi cuerpo, y también supe que no hay invocaciones que valgan, que el amor de Dios es su indiferencia, que estás sola dentro de tu cuerpo y que todo se reduce al precario refugio de tu isla. Después, cuando yo tenía diecisiete años, fue lo del viaje, y hace menos de un año el regreso de Mariano, tan igual. O a lo mejor tampoco fue ahí que empezó todo. Mucho antes empezó todo. Entonces vivíamos en la casa de la leñera y papá no había muerto. La madre de Mariano, sí, hacía mucho. La madre de Mariano era hermana de mamá y murió cuando nació Mariano, era una de las mujeres más lindas de una familia que según mamama ha dado únicamente mujeres hermosas y locas, vos te pareces más a ella que a tu madre, dice, y que de los Oribe lo único que saqué es la imprudencia.

Patricio andaba siempre de viaje por Europa y Mariano vivía casi todo el tiempo con nosotros. Por las tardes sólo estaban las muchachas que trabajaban en la casa y los más chicos, Mariano y yo jugábamos a los exploradores en el parque, muy viejo y muy descuidado, que era hermoso porque ya no era un parque. En el fondo, detrás de los eucaliptos, había un yuyal alto donde solían anidar los gansos de la Quinta Verde. Y un día, siguiendo el camino de los gansos descubrimos las Malvinas. Había dos, exactamente. Dos redondelas limpias en el yuyal más alto que nosotros. No eran nidos, eran mucho más grandes que nidos, eran dos islas. Una para Mariano y la otra mía. Les pusimos las Malvinas porque nunca habíamos oído de otras islas y las de los cuentos no se llamaban de ninguna manera, eran nada más que la isla, o tenían nombres que no significaban nada. No sé qué hacía Mariano en la suya, pero me acuerdo de mí, de la redondela mía del cielo y de mi cuerpo de espaldas sobre la tierra. Me quedaba horas y horas mirando pasar las nubes o esperando ver cruzar unos de esos lentos pájaros que vuelan como si volaran bajo el agua, horas enteras mirando el cielo a veces tan transparente y vacío que de veras parecía un mar quieto, y entonces la espera de una nube o un pájaro era esperar un barco que viniera a mi isla a rescatarme, hasta que la vela de un ala o una proa blanca aparecía muy despacio por uno de los bordes, allá arriba, y yo les gritaba en silencio socorro socorro pero el viento siempre los empujaba a buscar otras islas, tal vez la de Mariano, entonces yo volvía a esperar y no había nada más terrible ni más hermoso que esa espera, ese estar segura de que alguien llegaría por fin a mi isla, el miedo de que no me reconociera. No íbamos siempre ni siempre las encontrábamos, había que descubrirlas cada vez, tramar el viaje en la leñera, dibujar una rosa de los vientos en la tierra. Otras veces no hacía falta nada. Cuando menos lo imaginábamos y alguna de las muchachas de la casa gritaba entren todos a abrigarse o no se acerquen a la acequia, o nos buscaban porque andábamos escarmentando con mis primas a los más chicos o trepados a los árboles, me acuerdo de cómo y sin saber por qué nos mirábamos con Mariano y decíamos vamos a descubrir las Malvinas, no necesitábamos decirlo. Nunca supe qué hacía Mariano en su isla, tal vez hasta se aburriera un poco porque era nada más que varón y más chico, pero me acuerdo de mí, de la redondela mía del ciclo y de mi cuerpo sobre la tierra húmeda y, cuando hay viento, del rumor del viento entre los eucaliptos, y aunque entonces no pudiera sentirlo, me recuerdo como apoyada sobre la espalda del mundo, sé que era eso, la tierra palpitante debajo de mi cuerpo, papá en algún lugar de la casa y el ciclo que giraba alrededor de mi isla mientras el pasto alto y verde se ondulaba arriba como un túnel de borde suave. Un día, no sé cómo, las tías mayores se enteraron. Creo que lo contó Mariano o tal vez se lo sacaron a Mariano. Hablaron de lugares donde anidan los gansos y está el peligro de las víboras y Mariano contó todo y la tía Elenita dijo vamos a ver qué es esta imprudencia, como si tuviéramos poco con el accidente de ese alocado y los llantos de Ana Laura, a quién se le ocurre limpiar un arma a las tres de la mañana, vamos a ver qué es esa historia de la isla. Así me enteré de la muerte de papá y de que la tía Elenita sabía mucho de juegos pedagógicos y adecuados para las niñas, fue a ver las islas, dijo no, esto es un pajonal, volvió con el jardinero y un rastrillo y una azada, y limpiaron todo, por eso te digo que esto empezó ahí o tal vez el último verano del Faro, o a lo mejor ni siquiera se puede decir que nada haya empezado nunca, limpiaron todo, Esteban, pusieron unas hamacas y nos dieron bolsitas de colores con semillas para que las sembráramos, unas hamacas y un juego de croquet, o a lo mejor todo ya había terminado para siempre muchísimo antes…)

XII

Había tendido largamente a sus tres mil hombres y bajándole las riendas al caballo galopó de un extremo a otro de la línea, y los arengaba. El indio que había en Laureano, remoto salvaje comedor de carne cruda, y el conquistador que había en Laureano, bárbaro cristiano salido de un ducado o de una cárcel de España, con la estirpe del sol incásico y del Toro en la discordia de su sangre apenas amansada en largas tardes del colegio Monserrat, subidos a un caballo, dieron esto: una cruza de gaucho y de soldado, un patrón de estancias que era a la vez general patriota, asesino, señor feudal, galopando a los gritos ante una guerrilla de hombres curtidos y silenciosos que lo miraban como a un dios o como al arquetipo casual de cualquiera de ellos. Dios lar o arquetipo inacabado, pero en sí mismo bárbaramente hermoso, ahí, bajo el fulgor colorado de los cerros. Laureano clavó el caballo y desmontó. Acantonó cien hombres en el campamento del mangrullo y, mientras daba instrucciones acerca del camino por el que debían escoltar a la muchacha hasta Salta, si pasaba algo, pidió otro caballo. "El moro me lo reservo para una más grande", dijo sonriendo. Pensaba en Rosas; no sabía que estaba hablando de la muerte. No esperó el amanecer, dijo Lalo, y ésa fue una equivocación. El caso es que volvió a montar, enfiló hacia la loma, vio ponerse en movimiento a las tropas de López y ordenó cargar. La resistencia de los santafesinos entraba en los cálculos del abuelo; pero no semejante resistencia. Aquellos hombres, sabiéndose apoyados por el ejército de Bustos que marchaba sobre Laureano desde algún lugar de Córdoba, sabiendo que ni Ramírez ni Carreras existían ya, y contando a las espaldas del jujeño con los blandengues y dragones de Lamadrid, peleaban como contentos, como si aquella guerra ya estuviera decidida o sólo fuera cuestión de tiempo. Dos horas después del amanecer, Laureano, injuriado por aquella resistencia, ordenó abrir sus tropas a derecha e izquierda y él mismo cargó por el centro con lo mejor de su caballería. Cuando López se retiró, la gente del abuelo lo persiguió un rato, no mucho, y más bien como de lujo, porque Laureano sabía que el norte significaba alejarse de Buenos Aires y de las tropas entrerrianas que, según confiaba, venían hacía el centro del país para marchar sobre la Capital.

Lo que sigue, dijo Lalo, es una total carnicería.

Porque cuando el jujeño se reagrupaba, los dragones y húsares arremetieron de lo alto y la sableada fue atroz. Lamadrid cargó sobre Laureano; y parte de su caballería, sobre el campamento, donde, rodeada por unos cien hombres y por la guardia personal del jujeño, estaba la muchacha, Aasta. Cómo hizo el abuelo para aguantar el choque de Lamadrid, no han sabido explicármelo. Cómo hizo para quebrar a los que venían bajando de la loma, pasarlos por el medio y llegar con un puñado de hombres al campamento del mangrullo, pertenece quizá a la historia de las mentiras argentinas, al folklore de las zambas, a la memoria de las viejas y los guitarreros muertos hace un siglo. Hagan de cuenta que soy Hornero y créanme, dijo Lalo. Porque cuando los hombres del viejo ya estaban a punto de dispersarse, vieron al abuelo, de a pie, salir gritando desde el centro del desbande. Lo vieron desmontar de un sablazo a uno de sus propios oficiales, que huía, subirse al caballo y arremeter solo contra la avanzada de Lamadrid. Instintivamente lo siguieron para cubrirlo; cuando volvieron a pensar en algo, los que no estaban muertos estaban del otro lado defendiendo el campamento del mangrullo. Laureano, puteando al cielo y a la tierra y a Estanislao López, rearmó sobre la marcha lo que quedaba de su gente, cambió otras tres veces de caballo, volvió sobre Lamadrid, lo obligó a replegarse y vio morir en una sola madrugada a más de mil hombres que habían sobrevivido durante años las guerras contra los ejércitos regulares de España. Cuando por fin dio la orden de abandonar el campo, ni López ni Lamadrid se atrevieron a seguirlo. Tal vez porque no era necesario. Sabían lo que ignoraba el abuelo: que nunca se juntaría con Pancho Ramírez; que, en algún momento de ese mismo día, el viejo iba a encontrarse fatalmente con el ejército de Bustos o con alguna de sus avanzadas. O tal vez no lo siguieron porque esa lenta retirada de seiscientos hombres tenía algo de imponente, algo que inspiraba respeto y hasta temor. Los jujeños fueron dando la espalda al campo sin ningún apuro, con ostentosa lentitud, y se retiraron como si reiniciaran su marcha. Hacia abajo y hacia el este, como si no se resignaran a alejarse de Buenos Aires. Los jefes de Laureano, detrás de cada despojo de lo que había sido un batallón, iban cubriendo la espalda de aquellos gauchos que llevaban sus caballos al paso. Un puñado de jinetes rodeaba una berlina en la que iba una mujer. Laureano Zamudio, montado en un alazán y llevando de tiro un alto caballo moro, miraba la tormenta y pensaba en la Confederación.

Me gustaría saber en qué pensaba, dijo Lalo, porque lo razonable hubiera sido buscar las sierras del oeste, meterse en los bolsones y tratar de pasar a La Rioja, donde tenía parientes. El caso es que el atardecer y la muerte lo agarraron en los pantanos, y ahora no nos sirve más el oso, dijo Lalo. O sí nos sirve, pero a condición de que cambiemos de perspectiva e imaginemos que la piel es toda Córdoba, aunque nos vendría mejor una de esas mujeres que dibuja Verónica, porque no sé si se habrán fijado que el contorno de Córdoba es idéntico a un boceto de la Venus de Milo a la que, además de los brazos, le faltaran la cabeza y las piernas, y sobre todo la pierna izquierda, que vendría a estar cortada al bies a la altura de la verija. En fin, dijo Lalo, arréglense con el oso. Este poquito que avanza hacia el azotillo, es lo que queda del abuelo. Este montón son las milicias de Bustos, gobernador de Córdoba, flor de malandra dicho sea entre nosotros y espero que no haya ningún descendiente entre mis contertulios. "Yo", dijo una señorita muy flaca. "Mamá es Bustos". Lalo la miró con estupor: No me digas que vos tenés Bustos en tu parte materna, querida, yo ni te imaginaba partes maternas. No me interrumpan que pierdo el hilo. Y lo que viene es muy serio. Lo que viene podría llamarse, sin exagerar, la Aristeia del amor y de la muerte del abuelo Laureano, y, para contarlo como se debe, los argentinos deberíamos hablar en hexámetros. Imagínense lo que pensó el viejo cuando vio venir a su encuentro semejante cantidad de gente. Yo voy al baño y en seguida vuelvo.

Ramírez, pensó el abuelo. Y mandó un estafeta para que se cerciorara. Ramírez, pensaba como quien reza, y en el sonido de esa sola palabra cabían legiones de pensamientos, de símbolos, de imágenes puestas en el futuro y de visiones del pasado, que se habían ido acumulando en su cabeza a lo largo de los últimos diez años. La autonomía de las provincias, las palabras de Belgrano, los caballos atados en la reja de la Pirámide, no por barbarie o desdén a Buenos Aires como habían inventado los porteños, sino porque en algún lugar había que atarlos y esa plaza estaba llena de carretas. Ramírez quería decir el cumplimiento del tratado del Pilar y la autonomía y la libertad plena de las provincias, y acaso, una vez que los ganaderos y leguleyos de Buenos Aires se comportaran como argentinos, también quería decir patria y nación. Porque el abuelo estaba loco, como había dicho Verónica en el parque, y en el más secreto recodo de su corazón todavía pensaba que hasta iba a tener vida para volver a unirse al ejército grande para pelear a las órdenes del General o de Güemes, y murió esa misma noche sin saber que a Güemes le habían pegado un tiro por la espalda en la oscuridad de las calles de Salta y sin querer recordar que Belgrano, sin mando, despreciado por todos, hidrópico y casi imbécil de dolor, había muerto hacía un año en una cama de Buenos Aires. La llegada del estafeta le cortó los pensamientos. Llegó casi al galope hasta donde estaba Laureano y cuando el caballo se detuvo rodó de la montura y cayó boqueando a los pies del viejo. Le habían volado la mitad de la cara de un balazo y alcanzó a decir que no con la cabeza. No era Ramírez. Eran mil quinientos hombres del ejército de Bustos, al mando de ese animal de Bedoya, según pudo constatar el abuelo. Reunió a sus oficiales y les habló. Ellos dijeron que sí. Volvió a dar instrucciones para que cincuenta montoneros escoltaran a la muchacha por el camino de los bolsones, y en eso estaba cuando la chica se le apareció por detrás. Aasta golpeó el suelo con el pie, y sin saberlo, habló con las mismas palabras que la Delfina.

– No te canses ni te aflijas, que yo me quedo -dijo-. O dónde voy a estar mejor que con vos.

Él casi ni la escuchó. Le miraba el pie. Un pie tan chico que a Laureano siempre le había causado asombro que sirviera para caminar, y que no fuera un adorno. Después dijo que esta vez iba en serio, esa gente venía a matarlo, y daba la impresión que de esta hecha iban a conseguirlo. Lo decía demasiado en broma como para que no fuera cierto. Ella respondió que por eso mismo se quedaba. Si él sobrevivía, ya la salvaría mejor que nadie, y si no, qué pensaba él que iba a hacer ella con su vida.

Laureano no la miró. Habló con mucha lentitud.

– Dos cosas. Cuidar a mi hijo y llorarme. Aasta dudó un momento y finalmente dijo:

– Yo no nací para llorar.

El resto de los diálogos y el resto de la historia también se parecen a los otros, porque Laureano arguyó que la derrota era inevitable y que, estando la mujer ahí podía ser un obstáculo para su propia salvación, la de Laureano, o no se daba cuenta de que si lo derrotaban iba a tener que huir hacia el oeste y que esa gente se iba a divertir en cortarle la cabeza delante de ella.

– Entonces que no lo derroten -dijo la chica. Laureano gritó:

– No tengo hombres, ni armas suficientes. Hasta un animal como Bedoya puede ganar una batalla como ésta. Conoce el lugar, tiene tres veces más gente que yo.

– Antes, usted decía que las batallas las ganan las entrañas de un jefe.

– Lo decía antes y lo digo ahora. Pero atrás de esos ladrones de vacas viene seguramente otro ejército. Y yo no tengo más que estos seiscientos desesperados, heridos y deshechos por la fatiga y montados en caballos que ni pueden tenerse en pie. Ya casi no tenemos municiones, carajo. Hasta las armas de fuego faltan. ¿O no entiende? Aasta lo miraba en silencio. Entonces habló un oficial.

– Tenemos sables y tenemos cuchillos.

– Vaya a hacerse cargo de su puesto -dijo Laureano-. Y después de la sableada, si no lo han muerto, presénteseme arrestado por hablar sin permiso.

El oficial se cuadró y montó a caballo. Laureano habló con la chica.

– Gringa de mierda -murmuró-. Puede que tengas razón.

Y fue a tomar el mando de la tropa.

Lalo volvió del baño y dijo: ¿Dónde habíamos quedado?. "Cerca de Fraile Muerto", dijo la señorita Etelvina. Ah sí, dijo Lalo, muy bien.

XIII

Volvemos a encontrar a Laureano, siempre acompañado por una mujer rubia de nombre escandinavo, en Fraile Muerto, al sureste del ombligo de la Venus, dijo Lalo al volver del baño, o más o menos a esta altura del anca derecha del oso. Su propósito inmediato era atropellar por sorpresa al coronel Bedoya, apoderarse de sus pertrechos y caballadas, y unirse en Cruz Alta con Ramírez. Nunca debió bajar a Córdoba, comentó sonriendo el profesor Urba, y menos desoír ciertos consejos que se le dieron a su tiempo sobre la condición malsana del matrimonio en general y de las mujeres en particular. La japonesita sentada en el suelo al este de Cruz Alta miraba a Lalo como si las correrías del abuelo Laureano Zamudio, en vez de pertenecer a la Anarquía de los años 20, fueran la historia de amor de Fukakusa y Komachi. Vos, mientras tanto, hablabas en voz baja con Verónica, quien tenía los ojos clavados en el suelo. Bastían conversaba con el alto caballero parecido a Mariano. Y el abuelo, según las tablas astrológicas que improvisaba ahora el profesor Urba haciendo rápidos trazos circulares en una cartulina de dibujos de Verónica, el abuelo Laureano, nacido en el primer decanato de Aries, no debió dar nunca esa batalla. No le quedaban ni setecientos hombres; y, enfrente, los dos mil quinientos que comandaba el coronel Bedoya no eran sino una parte del ejército de Bustos. Tal vez tenga tiempo, piensa Laureano, tiempo de deshacerlos antes de que se aparezca el cabrón de Bustos. Miró el cielo y pensó: Tal vez no llueva. Y dio orden de atacar. Una carga de caballería es siempre una cosa impresionante; pero una carga de caballería en la oscuridad y en perfecto silencio, es un espectáculo fantasmal y grandioso. Los montoneros del abuelo no gritaban en las cargas, había dicho Verónica esa tarde, en eso se parecía al general Paz. Avanzaban a todo galope y en silencio, hacia un punto elegido de antemano, desmontaban de los caballos y se transformaban en infantería, oían una orden y montaban otra vez, se retiraban en silencio y reaparecían en cuatro o cinco lugares diferentes. No hay ejército regular que resista eso, dijo Lalo, y menos el de un insuficiente como Bedoya, que era un coronelito más bien irresoluto y timidón. Esa primera carga de los jujeños, con el abuelo a la cabeza, hizo recular de tal modo a los cordobeses que uno de los oficiales del abuelo, el mismo que debía presentarse arrestado después de esta batalla, vino a caer muerto sobre la mesa de campaña de Bedoya. Mientras tanto, el abuelo Laureano, sucesivamente al mando de esta o aquella guerrilla, iba arrollando una por una las tropas que le oponían los cordobeses, arreándolos hacia el centro y obstaculizando así al grueso de la caballería enemiga, de tal modo que cuando por fin Bedoya decidió desplegarla y cargar contra el abuelo, por cada jujeño muerto había cinco o seis cordobeses de cara al cielo. Cuando el viejo se reagrupó le quedaban alrededor de quinientos montoneros, lo que hacía, del lado de Bedoya, unos mil doscientos. Sólo que ahora los jujeños montaban caballos frescos, robados, no me pregunten cómo, dijo Lalo, a los cordobeses que ahora están acá, casi de espalda al río. Si no ataca, en la próxima carga los deshago, piensa el abuelo y mira el cielo. Y piensa que si Dios lo ayuda no todo está perdido. Nada está perdido, ni la confederación ni el destino de esta tierra. No es posible haber visto morir y haber muerto a tantos hermanos para terminar degollado en un pantano de Córdoba, sin haber mirado más que una vez la cara de mi hijo, sin saber siquiera con qué nombre lo cristianaron, sin saber si echamos o no del Perú a los españoles, sin acostarme otra noche con la gringa y oírla decir cosas en otro idioma cuando se pierde, sin haberme despedido de Manuel. Y fue en ese preciso momento cuando, por razones que no están al alcance de los hombres, Dios decidió borrar al abuelo de la historia argentina. Porque alguien gritó Ramírez, y señaló la sombra densa de unas avanzadas que aparecieron en la orilla norte del Río Tercero. Laureano pidió catalejos, se paró en los estribos y cuando ya todos gritaban Viva la Confederación y revoleaban los ponchos, mordió una puteada y murmuró: "Santafecinos." "Cómo sabes", preguntó Aasta. "Por el color del chiripá y porque traen una pluma de avestruz en el sombrero." Y porque vienen con el olor de mi propia muerte, pensó, al mismo tiempo que, en el otro extremo del campo, Bedoya pensaba que si aquella era una avanzada de López el resto del ejército no podía andar lejos. Se equivocaba, porque Estanislao no había seguido a Laureano; pero esa equivocación le dio el coraje que necesitaba para anticiparse al abuelo. Tendió una línea de batalla diez veces más larga de lo que hacía falta y se volvió sobre los jujeños. Cordobés guarango, pensó Laureano, y le dijo a Aasta: "Ya no hay vuelta que darle, vaya preparando la yegua y espéreme allá atrás." Dio unas órdenes precisas y lentas y pidió que le trajeran un caballo, no el moro. Hasta lo miraba hacer. Extrañamente, Laureano no parecía tener ningún apuro por abandonar el campo. "Qué va a hacer", preguntó la chica. "Esperar la carga", dijo fríamente el viejo. "Primero que nada, esperar la carga." No sería nada raro, dijo Lalo, que acá los bárbaros hayan gritado viva Jujuy, y hasta viva la Patria. Aunque el segundo grito, pensó Esteban, era bastante menos probable que el primero, o para muchos de ellos acaso significaba lo mismo, si es que no era un puro entusiasmo, un puro grito. Aasta venía montada en una yegua parda y la arrimó al costado del caballo del viejo. "Ah, no, santita", dijo Laureano, "ahora nada de cosas raras. Se me vuelve bien hacia atrás con esos hombres y ahí se queda, vaya." El caballo, inquieto, le tiró un mordiscón a la yegua y casi le baja una oreja. Aasta se apartó y Laureano galopó hasta las primeras líneas. Cuando finalmente cargó Bedoya, ya había comenzado a llover, era noche cerrada y la confusión fue espantosa. Los jujeños, supliciados a sablazos, no abandonaron su posición más que para caer muertos al costado de sus caballos. Antes de que la carga cediera, cada jujeño había matado a tanta gente como para terminar combatiendo rodeado de una parva de cadáveres. Y si al fin nos arrollaron, dijo Lalo que le había dicho un viejo casi centenario, bisnieto de uno de los sobrevivientes de Fraile Muerto, si a la larga nos quebraron esa noche, fue porque al fin de cuentas los otros también eran nacionales. Laureano veía cordobeses arremolinarse y caer a su lado, y seguir apareciendo atrás, frescos, pegando unos alaridos que retumbaban entre los cardonales, acuchillándole la gente por los cuatro costados, arrasándolos y empujándolos poco a poco hacia las últimas posiciones, donde, de golpe, vio a la yegua parda y a la chica en el centro mismo de un grupo de veinte hombres sobre los que el abuelo se abalanzó, enceguecido de sudor, de miedo y de sangre, sin darse cuenta, hasta que acuchilló a uno, que eran sus propios hombres. Si Laureano pensó algo, viendo esos ojos incrédulos que lo miraban desde la muerte, seguramente pensó cuánto mejor habría sido que lo degollaran los montoneros de Estanislao y no tener que aguantar, si vivía, el recuerdo de aquellos ojos. Cuando los santafecinos comenzaron a vadear el río, el viejo montó el moro de pelearlo a Rosas y ordenó la retirada. "A disparar", dijo, "a todo lo que den los caballos". Y los que quedaban de aquellos seiscientos, que habían sido tres mil y ahora eran cincuenta, se lanzaron casi a ciegas por las quebradas, hacia el poniente, que era como decir hacia la desesperanza, hacia la muerte de los sueños, hacia el exilio. Entreverados en la confusión, ganaron el camino paralelo a los bañados antes de que Bedoya tuviera tiempo de dispararles un tiro, y, a no ser porque el final de esta historia ya estaba escrito en las estrellas, dijo el astrólogo, acaso se hubieran puesto a salvo. Pero en algún momento de la noche se dieron de boca con dos escuadrones de Bustos, que nunca debieron estar ahí. Estaban acantonados en un caserío a menos de un cuarto de legua. Laureano ordenó desparramarse en grupos, para dividir la suerte. El último oficial que le quedaba, no aceptó: la guardia entera se abriría hacia el norte, para provocar la persecución, el abuelo y Aasta seguirían cortando los bañados hacia el sur de la Sierra de las Peñas, buscando entrar a La Rioja por San Luis. Laureano repitió, pero en otro tono, lo que ya había dicho en Ojo de Agua, que si alguno de ellos llegaba a Salta, se afeitara la barba y le besara el hijo. Cuando se separaron, relampagueaba de tal modo que parecía de día. Hacen falta muchas casualidades adversas para acabar con los hombres que tienen un destino. Esa sucesión de relámpagos fue una; que el capitán acantonado en el caserío fuera un jujeño renegado y le gustaran las tormentas eléctricas, otra. Había salido a mirar la noche y vio unos bultos, enfocó el catalejo y vio a la mujer. Gritó que ésa era la gringa de las alhajas y se lanzó con un escuadrón de treinta hombres detrás del abuelo. En realidad eran como cincuenta, dijo Lalo, pero la verdad no siempre es creíble. Para no hacerlo más largo, antes del amanecer ella estaba muerta y él degollado.

– Pero cómo lo contás así -dijo la gorda Austin-. Vos sos un ser imposible.

Lalo dijo que, históricamente hablando, eso fue lo que pasó. Si queríamos detalles, podíamos imaginar los refuciles, la inminencia del amanecer entre los nubarrones, la vegetación de la zona, es decir, la vegetación de aquel tiempo, porque entre la erosión eólica y la civilización, el paisaje se había alterado muy mucho. La paja de las vizcacheras, el pasto crespo, la cola de zorro, el té pampa y el penachito blanco serían el fondo vegetal de esa carrera hacia los bañados. También algún aguaribay, algún ceibo que por algo es nuestra flor nacional y sobre todo acacias, ya que la acacia es un árbol sagrado, el árbol del amor y la fidelidad. Fauna lacustre, naturalmente. Patos salvajes y zambullidores. Y un revuelo de chuñas y bandurrias negras, sobresaltadas por el galope de los caballos. Laureano y Aasta van a la muerte como si remontaran la historia argentina hacia la edad de los saurios y los batracios. Tal vez hay por ahí grandes escuerzos, ampalaguas, ranas flautas, y en cuanto a los insectos, teníamos para elegir cien variedades de abejas, ochenta de avispas, ciento diez de sanjorges, mil de coleópteros, incluidas veinticinco especies de luciérnagas, algunas de tipo fétido como la célebre Juanita, por no hablar del bicho moro, que es una cantárida, del gorgojo y de la chinche de agua. Eso en cuanto al mundo llamado visible, dijo Lalo, ahora que si queríamos el paisaje interior, los horrores y ciénagas del alma, él podía contarnos lo que pensaba de lo que realmente pasó. Es muy probable que el abuelo, veterano en disparadas largas, le hubiera dicho a la chica algo así como que no apurase a la yegua, que la llevara levantada sobre la rienda. Sabía que aquellos cordobeses no tenían caballos como el moro y la yegua, sabía que a ese paso y con la ventaja que llevaban no había quien los alcanzara. Lo que no sabía es que cuando dijo eso, iba hablando con nadie. Aasta, que venía atrás siguiendo la huella que le marcaba Laureano, había rodado y estaba allá, como a dos cuadras, sola en medio de la noche junto a la yegua caída. No había gritado ni lo había llamado. Cuando el abuelo se dio cuenta, empezó la historia de amor más hermosa de la historia argentina. Pongan atención e imaginen exactamente lo que digo. La situación es ésta. Allá, en mitad de la noche, la chica, viendo que el abuelo da vuelta la cabeza y sofrena el caballo. Los relámpagos que permiten ver todo. Ella haciéndole señas de que siga solo, o quizá gritándolo entre los truenos. Más atrás, los treinta jinetes del capitán de Bustos. Y acá, el abuelo. Volver y enfrentarse con los treinta no era nada extraordinario. Como les dije, Ramírez peleó a cincuenta. Bastaba no pensar en nada para hacerlo, y lo que yo creo es que Laureano pensó. No puedo concebir que, entre las muchas cosas que en ese instante pensó, no haya pensado en su hijo, en salvarse solo, en la posibilidad de llegar a San Luis y de ahí subir a Salta o Jujuy y armar otro ejército, no se imaginan la cantidad de cosas que puede pensar un hombre en un segundo cuando de un lado está la muerte y del otro la vida. Si Laureano no pensó en todas estas cosas, entonces no hay historia de amor ni historia épica. Hay un jujeño bruto sin conciencia nacional, sin amor a la vida, sin miedo a la muerte, sin sentimientos humanos. Lo imponente de ese segundo no es que Laureano haya vuelto, sino que volvió sabiendo que lo perdí todo. Todo, hasta la mujer; porque lo que aquella gente buscaba no era matar a la chica. Al fin de cuentas, él fue quien la asesinó. Supongamos que el abuelo no se vuelve. Consigue armar un ejército, cambia la historia del país y hasta salva la vida de ella. Tal vez la habrían violado un poco, no me aparto, pero si el cojer matara a las mujeres, todas ustedes serían fantasmas, dijo Lalo.

– Déjate de hablar disparates y contá bien el final -dijo Verónica.

– Pero si ya lo conté. Los peleó, lo degollaron. Antes mató como a quince. También la mató a ella.

El abuelo está junto a la chica. Le grita que monte en las ancas del moro. Ella no contesta, parece no escucharlo, mira como enajenada a la yegua quebrada, el blanco demencial de los ojos de la yegua es de un horror intolerable. No hay nada más espantoso que el dolor inexpresivo de los animales. Laureano ve acercarse a los treinta. Ya no hay tiempo para nada, piensa. Desmonta y habla con suavidad. "Cierre los ojos", dice, "voy a matarla." La chica cierra los ojos, él le pasa un brazo por sobre el hombro y cuando ella apoya la cara en su pecho le dispara un balazo en el corazón. Vuelve a cargar la pistola y sacrifica a la yegua. Después monta en el moro y carga contra los treinta. La última cosa que vio en este mundo fue su propio cuerpo, de pie, entre un montón de muertos y de hombres gritones que lo sableaban a mansalva; sin comprender lo que veía, vio desde el suelo su propio cuerpo decapitado, vio su brazo que todavía sostenía el sable, vio en el cielo una franja colorada que le pareció el amanecer.

XIV

Pensó un momento y dijo:

– Juana.

– ¿Juana de Arco o Juana la de Tarzán? -preguntó Espósito.

– Ninguna de las dos -dijo ella-. Juana la Loca.

XV

A eso de las cuatro de la mañana, sólo quedaban en la quinta los sectarios más resplandecientes de aquel círculo mágico cuya gran sacerdotisa era Verónica. Desconfiando de los olmos del parque, Espósito busca un baño. En toda la casa no habría más de treinta personas, contando, por lo que vio al azar de los pasillos y las puertas, algunas parejas que hacían el amor en grandes o pequeños sillones, alfombras de Bokhara y aun en tradicionales camas. Una chica descalza, que daba la impresión de no llevar sobre su cuerpo más que un poncho colorado, se cruzó con Espósito en un corredor y lo saludó con su vaso. Tenía el pelo caótico y oscuro, y era ese tipo nacional de joven mujer que, al segundo de conocer a un hombre, le pregunta si cree que la angustia es la manifestación ontológica de la Nada. Pregunta, pensó Espósito apoyándose contra la pared, pregunta, pensó, mirando alejarse a la chica por el pasillo, a la que habría que responder que no. La angustia es la premonición del Mal; la sensación casi física de algo ominoso que nos acecha o nos espera en alguna parte. Pero ¿y si el Mal fuera el Bien?, como había dicho alguien que tenía cierta experiencia en el asunto. Una cara se materializó ante sus ojos y Espósito se encontró mirando el retrato de un señor con uniforme de húsar y grandes bigotes de morsa, lo que explicaba el rumbo inesperado que habían tomado sus pensamientos. Si la gente supiera qué hechos inadvertidos o nimios llevan a concebir ciertas ideas, se tomaría menos en serio. Jovencita presumiblemente desnuda cubierta de algo rojo: el Mal. Terrible soldado con bigotes a lo Nietzsche: el Mal puede ser el Bien. De ahí a las vizcachas de Pavlov no hay más que un paso. El mundo es una especie de Prueba del Laberinto que un Investigador algo jodón va complicando a medida que vivimos, para descubrir él alguna cosa que ignora; y a estas evoluciones de ratón las llamamos vida, alma, espíritu humano. Shakespeare o Einstein vienen a ser algo así como los chimpancés más despiertos o más alocados de este laboratorio. La esperanza en la inmortalidad de las obras del hombre es como si dijéramos la banana. Claro que, por pelar esa banana, cierta clase de tipos perderían la razón y el alma, si existieran. Yo debería pensar menos y mear más, me parece que eso es un baño.

La puerta estaba abierta y Espósito entró.

Bastían.

Doblado sobre el lavatorio, Bastían se mojaba la cara con las manos y parecía tan borracho como Espósito. Alzó los ojos y se quedó mirándolo por el espejo. Con la cara empapada, respirando con dificultad, el pelo chorreando y los ojos tan abiertos, tenía el aspecto terrible de un santo flagelado. Es fantástico cómo puede revelarse la gente si se la toma por sorpresa.

– Perdón -dijo Espósito.

Iba a salir cuando Bastián lo detuvo.

– No, quédate.

Nos matamos, pensó Espósito casi con indiferencia. Nos enroñamos para toda la vida, en el lugar natural. Gran final sinfónico del viaje a Córdoba, pelea de borrachos en un excusado. Revolcarse y gritar.

Bastían, sin secarse la cara, lo tomó de las solapas.

– Oíme -murmuró.

– Bastián -dijo Espósito.

– Oíme -repitió Bastián.

Espósito alzó las manos muy lentamente, sin brusquedad, como si cualquier movimiento innecesario pudiera desencadenar esa fuerza que había presentido en el pasillo. El mal, pensó, lo que está sucediendo en este baño es el Mal. Muy despacio, sujetó a Bastián por las muñecas.

– Salgamos -dijo-. Conversemos afuera.

– Oíme -volvió a murmurar Bastián.

Tenían las caras casi juntas. Lo de Bastián era algo más que una borrachera. Irradiaba un odio y una violencia tan intensos que lastimaban a Espósito. Pero no era sólo violencia u odio, era otra cosa. Es como el dolor, pensó asombrado. La locura debe ser así. Bastián echó la cabeza hacia atrás y con la frente lo golpeó en la boca. Un gesto raro, atormentado, como si estuviera dándose la cabeza contra la pared, sin furia.

Espósito consiguió ladear un poco la cara.

– Bastián -dijo, apretándole las muñecas-. Ignacio.

– Tenés miedo -dijo Bastián.

Espósito se hizo un poco hacia atrás y vio en el espejo que tenía lastimada la boca. Soltó una de las muñecas de Bastián, abrió con lentitud la mano y se la llevó a los labios, para limpiarse la sangre. Lo demás sucedió sin su intervención: Bastián alzó bruscamente el antebrazo como si se defendiera de algo, y la mano de Espósito, obrando sola, salió disparada hacia adelante, de revés, y golpeó con toda su fuerza la cara de Bastián. Bastián tropezó y cayó sentado en el bidet. Hizo ademán de levantarse; pero se quedó quieto, con los ojos muy abiertos.

– Levántate, por favor -dijo Espósito. Bastían lo miraba, sin moverse.

– Tenés que irte de esta casa -susurró Bastían de pronto-. No te das cuenta, imbécil. Tenés que irte de esta casa.

– Sí -dijo Espósito-. Sí.

Y, sin saber lo que hacía, volvió a golpearlo como si no pudiera gobernar su mano, que fue y vino.

– No me obligues a levantarme -murmuró Bastían con helada ferocidad, y la mano de Espósito se quedó quieta-. Yo también me hago preguntas. Yo también me pregunto por qué somos así. Por qué estamos tan cansados, por qué habiendo sido tan intactos, tan puros, tan generosos, un día nos despertamos con el corazón corrompido.

– Estás borracho -dijo Espósito-. Levántate.

– Si me levanto puedo matarte -dijo sonriendo Bastían-. A mí también me gustaría saber por qué nos pasa lo que nos pasa. Yo creo que nadie lo sabe. Perdemos una ilusión y no buscamos otra. Y un día creemos descubrir que vivir no es bueno.

– De qué estás hablando, Bastían.

– No sé de qué estoy hablando.

– Levántate de ahí.

Espósito se acercó y lo tomó por los brazos mientras el cuerpo de Bastían, tirando hacia abajo, iba haciéndose un ovillo y las venas de su cuello y de su frente se marcaban como cuerdas bajo la piel. Los músculos de sus brazos parecían de mármol. Tiene una fuerza inmensa, pensó asombrado Espósito. Lo soltó.

Bastían aflojó el cuerpo y dejó las manos colgando a los costados del bidet. Sonreía.

– Hay algo malo en esta casa.

– Estás loco-dijo Espósito. Bastían cerró los ojos.

– Déjame, estoy bien -dijo-. Hay algo muy malo alrededor de todos nosotros. Desde hace uno o dos días, hay algo muy malo en Córdoba. -Abrió los ojos, se rio y lo miró fijamente. -A lo mejor sos vos.

Echó la cabeza hacia adelante y le escupió la cara.

Espósito salió del baño y cerró la puerta. Durante unos minutos deambuló por los pasillos hasta desembocar en un alto corredor abovedado con las paredes cubiertas de cuadros. Ahora está en el piso superior, tiene una botella de whisky en el bolsillo del saco y se aprieta un pañuelo mojado contra el labio.

Alguien lo toma del brazo.

XVI

Corredor de la quinta de Verónica. Cuadros en las paredes. Se llega por una escalera algo imprevista, ya que no está donde se supone que debe estar una escalera. Al fondo, gran ventana; relámpagos. Lejano ruido de fiesta. Entran, del brazo, el astrólogo y Esteban.


ÉL

Y ahora, ¿cómo sigue? ¿Tengo que mostrarte a Helena de Troya, a París, al dormidito en su frasco?, ¿rompen a cantar los insectos del parque?, ¿bajamos a buscar a las Madres, esas diosas fatídicas?


ESTEBAN

No seas imbécil.


ÉL

(Suspirando.) Tengo la desgracia de que todos ustedes me insultan. En eso me parezco a Shylock. Y ahora que lo pienso, Shakespeare, no Marlowe sino Shakespeare debería haber escrito el Fausto. Y todos los que vinieron atrás se habrían dejado de joder conmigo. Con el respeto debido a éste, aquél y al de más allá. ¿Conversábamos de qué?, como dice tu otro custodio.


ESTEBAN

De mí, de lo que significa todo esto. Estoy borracho, o realmente…


ÉL

Más o menos realmente. Pero no empecemos otra vez; todo esto ya lo discutimos en el ómnibus.


ESTEBAN

Entonces es cierto.


ÉL

Sí y no. Es un poco complicado para un logos argentino, al menos por ahora. Se dice que mi idioma materno es el alemán y mi segunda lengua es el inglés. Esa gente gutural, ya se sabe, puede hacer con toda naturalidad que una cosa sea y no sea, acordate de Berkeley y de Kant. Ustedes, los de origen románico e hispánico, tienen la manía de lo absoluto.


ESTEBAN

(Irónico.) En el ómnibus no decían ustedes sino nosotros. ¿En qué quedamos?


ÉL

La nacionalización de lo demoníaco, pichón, es tu asunto, no el del paisano aquí presente. Yo he venido a embarullar, corromper e inducir, también podríamos llamarlo seducir. Te voy a dar una pista. Si yo fuera Esteban ya me estaría contestando que el idioma del diablo no es ni remotamente germánico o sajón. Es griego y latino. Una alocada y terrible traducción de un verso fenicio. ¡Oh tú, estrella de la mañana! y todo el chorro que sigue: ahí empezó esta historia que, en progresión decreciente, ha venido a parar al Cerro de las Rosas. Y espiritualmente la única lengua del todo apropiada al caso que nos ocupa es el venerable, simétrico, monumental y angélico latín de la Vulgata. O lo que es lo mismo, la lengua madre del diablo es católica y protocastellana. Todo eso argumentaría yo si fuera vos, y lo engalanaría con unos cuantos proverbios y coplas criollas. Pero veo que no te podes tener ni parado, cuantimenos polemizar.


ESTEBAN

Independientemente de mí, no te concedo ninguna existencia. Por lo tanto, todo lo que digas lo digo yo. Lo que ahora necesito saber es otra cosa.


ÉL

¿Y a quién vas a preguntárselo?


ESTEBAN

A vos.


ÉL

Pero si somos uno solo y el mismo yo no hace ninguna falta en este corredor. Mejor me voy con Custodio. (No se mueve.)


ESTEBAN

La naturaleza del castigo. Eso quiero conocer.


ÉL

No sé si entendí bien.


ESTEBAN

El castigo, animal. Cuál es el castigo.


ÉL

La palabra es infierno, ¿o me equivoco? La palabra es Gehenna, Orco, Tártaro. Hablamos del embudo bajo la ciudad de Jerusalén, de la gruta de Cumas. Hablamos de ayes, parrillas, fuego frío, caca, círculos, bolsones de maldad, resbalosas cornisas. En suma, decimos infierno. ¿Lo decirnos?


ESTEBAN

Lo decimos.


ÉL

En cuanto a esa lamentable pregunta, debo contestar que estoy desilusionado y entristecido.


ESTEBAN

No entiendo.


ÉL

(Casi gritando.) Que estoy decepcionado.


ESTEBAN

Dije que no entiendo, no que no oigo.


ÉL

Entendés. Si yo no soy más que sombra de tu propio pensamiento, un eco en un pasillo, si soy un poquito de tu locura puesto misteriosamente en el espacio, un idola theatri, si no existo, en suma, no te queda otro remedio que entender. Claro que si las cosas son de otra manera, antes de continuar esta conversación deberás aceptar mi existencia, y aceptar no sólo que soy sino que, además, estoy. Matiz muy español. No hablamos ni alemán ni inglés. Ser y además estar son nociones muy claras, aceptado lo cual, y no hace falta que intervengas, aceptado lo cual te digo que el motivo de mi decepción es que has perdido la gran oportunidad de tu vida. Pudiste ser arrogante, pudiste tener hybris, no preguntar nada. Nadie, ninguno de tus ilustres antecesores, dejó de pasar por esto.


ESTEBAN

Por????


ÉL

Por la pregunta, cabeza de chorlito. Qué manga de catequistas cretinos y literatos. Cuánto miedo y cuánto convencionalismo. Es lo que no le perdono al viejo Mann, esa payasada del fuego frío y los gemidos. Claro que él era un clásico y debía preservar la tradición; eso es lo peligroso de ser un clásico. (Pausa.) No hay castigo.


ESTEBAN

¿Cómo?


ÉL

No hay Castigo Eterno. No parrillas. No fuego helado.


ESTEBAN

Entonces…


ÉL

Entonces un corno. No hay castigo en el sentido tradicional, en el ominoso y elocuente sentido dantesco, ni, para ser precisos, en el oxidado sentido occidental cristiano. ¿Cómo puedo explicártelo? Hay un karma, una infalible y fría ley de las retribuciones. Sus operaciones son interiores, secretas y decisivas.


ESTEBAN

Lo que la abuela llamaba remordimiento, subproducto de la conciencia moral. Algo así como la justicia inmanente.


ÉL

Algo así como la Justicia Poética, hijito querido, sólo que atroz. Pero, antes de que me enoje, vamos a precisar los términos. Nada de moral ni de justicia. Sabrás que soy filólogo y lingüista; sabrás que, en cierto modo, mi entera existencia depende de una debatida cuestión semántica, aquello del astro matutino o estrella rutilante, Lucifer, hijo de la aurora, desmoronado por el suelo a causa de su soberbia. Soy, aunque autodidacta, una autoridad en materia de palabras. Así que nada de moral ni de justicia, inmanente o no. La moral es un basurero donde todos los decaídos, malformados, incumplidos y pestilentes excretan la mala digestión de su conciencia para que las Personas de Bien vayan y coman. Y la justicia es una mascarita inconstante, inconsistente, errabunda, caprichosa, olvidadiza, evasiva, más bien putilla, y limitada humanamente por la muerte. Karma es horrenda como una Mantis Religiosa platónica, enorme e inevitable como la fatalidad; impasible, infalible e incorruptible…


ESTEBAN

Como Dios.


ÉL

Como tu abuela. Y te hago notar que si persistís en esa maníaca tendencia a la teología escolástica te abandono para siempre en este pasillo. La condenación, ahijadito querido, el Infierno, el castigo, está en vos. Como el man; en la vaina, como el whisky en esa botella. Como la perla en la ostra desdichada y luminosa que por azar engendró una perla y debe pagar por ella con la vida. Karma es in potentia; está latente y al acecho, como tu alcoholismo de los próximos trece años, para expresarlo de manera profética e inexplicable, según se mire. El Infierno está en Esteban como Esteban ya está en el Infierno. Es Esteban. Pero, ¿cómo decirlo sin confundirte o alarmarte? Sobre todo es más que Esteban. Con tu permiso. (Saca un librito del bolsillo del gabán, se cala unos lentes redondos, busca parsimoniosamente una página. Está apoyado, con las piernas cruzadas, en una baranda de madera que, por alguna razón, da a la sala de la fiesta. Esteban comprueba, sin ningún asombro, que el astrólogo no sólo está apoyado en esta baranda sino también allá abajo, discutiendo animadamente con el padre Cherubini. No se ve por ninguna parte a Graciela, tampoco al adolescente de mirada sombría.) ¿Me viste allá? Diabolus ubique, pero no te me distraigas con el mundo fenoménico, estamos en el ombligo mismo de la cosa-en-sí. Sobre todo, decíamos, Karma es más que Esteban. (Hojeando el librito.) Esteban es pequeño, envalentonado y efímero; ella es grande, imperturbable y eterna.


ESTEBAN

Por favor, no digamos disparates. Hace unos minutos no había castigo eterno, ni siquiera había eternidad.


ÉL

No en el sentido tradicional, pierrot. No como en el catecismo o en el inmueble de Parménides. Ni tampoco como en la espeluznante calesita de nuestro tremendo bigotudo de Sils María. Ni como en los ciclos brahamánicos ni, para resumir, de ninguna manera que hayas oído hasta conocerme a mí. Karma es eterna porque el hombre es eterno mientras vive. Eterno como la Efímera, volátil que te preocupa tanto. Como el nadita aquella de la isla de Poe: la que se extinguía y daba vueltas y vueltas en un atardecer liliputiense. Como cualquier cosa microcósmica o titánica que tenga conciencia de que existe. ¿No te das cuenta? Basta negar la vida después de la muerte para ser eterno. Lo único que hay es la plena certidumbre de existir ahora y aquí, con ese cuerpo y con esa memoria. Y ahora es siempre. Fue ayer y será mañana, suponiendo que mañana amanezca. Hasta en la agonía se tiene conciencia de estar vivo, hasta en el momento de tragarse el raticida. Nadie siente su muerte, como nadie sabe que duerme. Sabemos que hemos dormido porque recordamos los sueños o las vueltas que dimos en la cama; vale decir, porque nos despertamos. Morir del todo y para siempre, sin conciencia de haber sido algo, es lo mismo que ser eterno. Es ser eterno ahora.


ESTEBAN

No estoy seguro de experimentar una gran consolación. La perspectiva tradicional me hacía sentir mejor.


ÉL

¿Las arpas? ¿La contemplación cara a cara? ¿El videmus nunc per speculum et in aenigmate? No descartamos la posibilidad. Sólo que, como diría Custodio, rari nantes in gurgite vasto, ya estamos embarcados en otra secuencia de la fatalidad y no hay tu tía. ¿O tal vez debo recordarte que tu pregunta era sobre la naturaleza del Infierno?


ESTEBAN

Que, planteado así, ha vuelto a ser eterno.


ÉL

(Ecuánime.) Planteado así, sí. Y planteado a la manera antigua, también. Sólo que, a la manera antigua, admitía el cielo. Bastaba arrepentirse, y a soplar la cornamusa. Karma paga y cobra sus cuentas aquí abajo, y no hay arrepentimiento que valga. Nada perdona y nada se le escapa. Ni una veleidad, ni un abandono, ni un sueño culpable, ni una bufonada. Y de ningún modo te juzga desde tu ignorancia presente, sino desde el punto más alto de tu conciencia ética. Un ejemplo mínimo, ¿recordamos la alegría victoriosa de aquel cascotazo que dejó tullido a un inocente pajarito, allá en la edad dorada? ¿Fue un hondazo certero o un acto criminal? No hables, no te defiendas. Apechugue a lo varón, hijo de puta. El niño candoroso de excelente puntería sigue riendo en el pasado. Es inocente. Pero, ¿cuánto duró la inocencia, la irresponsabilidad, la cristalina risa pueril? Lo que dura el perfume de un jazmín en la palma de la mano que lo corta, lo que dura un camote en el hocico de un chancho. Nada, menos que nada. Porque el niño, inmediatamente atacado de Karma, infernalizado para siempre, condenado al fuego eterno por asesino de pajaritos, supo que más le valiera no haber nacido. Soñó esa noche, tuvo fiebre. Sueña todavía. Tendrá pesadillas con ratas y verá aguavivas al borde de su cama, pero nada será peor que esa ala rota, que esa derrengada vida mínima.


ESTEBAN

Lo maté. Lo maté inmediatamente para que no sufriera.


ÉL

Lo mataste para no vedo sufrir, y lo mataste bien muerto, lo que echa alguna luz sobre tu idea de la misericordia. Casi lamento haber abolido lo de las parrillas y la caca. Y ahora bien, si un acto originariamente inocente o irresponsable es suficiente para habilitar un nuevo bolsón del Infierno, ¿cómo juzgará tu Karma otras relaciones menos excelentes, más adultas, absolutamente inmundas, perniciosas, inconfesables y del todo innobles? Ésa es, querido hijo mío, una parte de la naturaleza del castigo.


ESTEBAN

¿Una parte?


ÉL

Correcto. La porción correspondiente a lo que hemos llamado tu eternidad personal. Claro que hay más, siempre hay más, y por eso te pedí hace un momento que no confundieras esto con la justicia inmanente, ni con ninguna otra clase de justicia meramente humana, esas arrastraditas que operan sólo hasta el límite de la tumba. Porque a la hora de tu muerte, cuando la suma parezca consumada, Karma echará a reír con grandes risas, y entonces empezará a obrar de verdad, sólo que de otra manera.


ESTEBAN

Pero eso es otra vez el Infierno más allá de la vida. Eso es lo mismo que la existencia del alma.


ÉL

El whisky y el miedo te ponen místico, ¿lo notaste? No, matador de pajaritos, no, el alma no existe. O, para no ser taxativo, en este caso particular no hay, en tu alma, nada que pueda llamarse alma, puesto que Esteban no cree en ella. ¿O sí cree? Cree en un complicadísimo y sutil entretejido de luminarias, reacciones químicas, estructuras enrarecidas hasta poder ser llamadas espirituales, pero, como Sócrates el día de la cicuta, no se atreve a afirmar que eso lo sobreviva en el más allá. Lo que sí admite es cierto tipo de trascendencia, triunfando del Gusano Conquistador. Triunfando, claro, es un modo de hablar. Digamos, más bien, que existe un cierto tipo de trascendencia sobre la que nuestra Mantis Religiosa infernal, fría e inexorable, sigue operando. Una novela póstuma, verbi gratia. O una de esas viudas que dan conferencias en el Rotary. O, para que no imagines nada personal en la elección de los ejemplos, un hijo malandrín o justiciero. ¿Te has fijado en la cantidad de vástagos esfumadizos, imperceptibles, decididamente mongólicos o meramente rencorosos de sus padres que dan los grandes hombres?

Karma. O el malentendido que la posteridad urde y trama sobre la memoria y la obra de ciertos difuntos: Karma. Una fotografía dormida en un cajón, y en la foto el memorable finado con una niña o jovenzuela en una plazoleta equívoca: Karma. ¿Qué otra cosa sino el Infierno fue lo que se precipitó sobre papá cuando ciertas cartas y un retrato cayeron sobre su cabezota? Karma para ella y Karma para él. Mantis de cabecita poliédrica y giratoria, escudriñando el corazón de todo el mundo. Videmus nunc per speculum, e domani te viderán cum la lupa et lo microscopio, diría Custodio. "El Infierno es la mirada de los otros", sí señor. Y sobre todo es la memoria de los otros. Karma es, en resumen, la cárcel que en su vida y más allá de la muerte construye todo hombre con sus canallerías, mezquindades, deslealtades, traiciones, olvidos, cobardías, desaprensiones y jodiendas. Por eso las cosas que le pasan a un hombre se parecen siempre a él; lo que llamamos casualidad o suerte perra son atributos de la persona, autofatalidades, son algo así como la trenza con que cada uno va tejiendo la soga con que se ahorca. O, para no generalizar: que Esteban es responsable de todo lo que es, y, como su naturaleza viene un poco cargada de Schuld, Sorge, mesianismo y pecado hispánico de haber nacido, es responsable de todo por todos ante todo el universo, frase que te suena, sí, pero que te suena demasiado bajito, hasta el día que estalle como un trueno y, por decirlo así, te parta el alma. ¿Está claro?


ESTEBAN

No. Huele a Teosofía de zapatero anarquista. Huele a viejo libro editado por Tor.

A azufre, huele a azufre de alta calidad y olor penetrante.


ESTEBAN

De cualquier modo, hemos venido a parar al apellidado problema del Bien y el Mal. Te guste o no, estamos en plena Razón Práctica, versión argentina. Me suponía más original. ¿O debo decir te suponía?


ÉL

Escúchame bien, payaso. ¿Cómo podemos haber ido a parar al problema del Bien y el Mal si a vos nunca te importó ese problema? Yo soy una ilusión de tu locura o un interlocutor real, existo o no, pero en ningún caso puedo transgredir mi propio código. No puedo articular una sola palabra que, en cierto modo, no provenga de vos.


ESTEBAN

(Algo molesto.) Eso mismo lo dije yo, hace un momento.


ÉL

Dijiste algo parecido, no esto mismo. Hay que tener en cuenta las formas adverbiales, los tonos, las intenciones. Hoy querías a todo trance negar mi realidad, y yo no puedo permitir eso. Ahora, misteriosamente asustado, preferirías estar dialogando con el Fulminado en persona a estar hablando solo. Tampoco puedo permitirlo. Mi esencia es la contradicción, la ambigüedad. Soy el Adversario, etimológicamente hablando. Soy malo, el Malo. De ahí que, exista o no, nuestro problema no puede ser el Bien. El Bien nunca existió como problema. El Bien, suponiendo que la palabra signifique algo, es como el Ser; ahí están esa piedra o ese planeta, y esas cosas son, está bien que sean. ¿Qué hay de malo en una nebulosa, en aquel árbol zarandeado por la tormenta? El gatito se come al ruiseñor, qué bien. Nadie puede inculparlo de nada, ni a él ni al virus de la lepra ni a las arañitas que salen del huevo y devoran a su madre, como ella, antes, benévolamente se comió a su esposo. Eso es así. Llueve para abajo, el mar es salado, el Vesubio entra en erupción y sepulta a la alegre Julia Felice y al resto de los cachonderos vecinos de Pompeya. Fa male! Fa bene!, ¿qué otra cosa puede hacer un volcán? Eso es el bien, el puro suceder de la inocencia ciega, sin culpa, armoniosa y equilibrada a su manera, impasible, desinteresada, bonachonamente catastrófica. Todo lo demás es el Mal. Y todo lo demás es el hombre. El homo de los griegos, el que mide, el homo que homologa y valúa. Lo que habría que preguntarse no es qué son, metafísicamente hablando, el bien y el mal, sino cuánta cantidad de mal humano le está permitido causar a un hombre, sin contravenir a la naturaleza y a sus leyes, sin romper algún delicado equilibrio.


ESTEBAN

¿Cómo?, ¿cómo? (Inquieto.) Ésa no puede ser una idea más, esas palabras no provienen de mí.


ÉL

(Mirándolo por encima de los anteojos.) Ya van a provenir. Momentáneamente, debo desaparecer. Va a hacer su entrada Etelvina. (Sale.)


CORO DE LOS INSECTOS

(Desde el parque.)

¡Hossanna! ¡Hossanna!

Todo lo que es, es como es.

Y la estrella lejana,

la mariposa y el ciempiés.

Sólo una cosa está mal.

UN PAJARITO

(En la ventana, clavándole los ojos a Esteban)


¿Cuál?


(El pajarito, que es un pinzón, se espulga un poco, se sacude, salta de la ventana al suelo y, sin cambiar demasiado, se transforma en la señorita Cavarozzi, quien, por lo visto un poco ebria, parece buscar un baño.)


CORO DE LOS INSECTOS

Juguemos en el bosque

mientras el Mal no está.

¿Mal está?

UN MAMBORETÁ

(Comiéndose impasiblemente al coro)


Está.

(Algo, una sombra, aparece de pronto. Ha llegado por la escalera que está a espaldas de Esteban, quien bebe del pico de la botella. Durante unos segundos, el otro observa con sigilosa inexpresividad.)


ESTEBAN

(Sin darse vuelta.) No seas mamarracho, sé perfectamente que estás ahí.


ÉL

Sí, suelo emitir una corriente algo fría que se me adelanta. No te des vuelta. Puedo tener un aspecto impresionante, si no tomo precauciones.


ESTEBAN

(Volviéndose rápidamente.) Qué aspecto.


ÉL

(Riéndose.) Era una broma. Muy bien, hemos debatido sobre algunas cuestiones y te he revelado, hasta donde me es posible, la naturaleza del infierno. Qué nos falta. No es necesario que contestes; mis mejores preguntas casi siempre son retóricas. Poseo un discurso en cierto modo coral, lo que no tiene nada de extraño ya que uno de mis nombres es Legión. Vos limitate a beber, nosotros podemos hablar solos durante trece años, y en realidad vamos a hacerlo. Una de las cuestiones es ésta. Me has vendido o venderás el alma, ¿canjeado?, la palabra justa es canjeado.

Sólo que uno de los interlocutores de este prosologión apenas cree en el alma, lo cual plantea una dificultad. La otra cuestión es que todo canje supone una retribución. Muy bien. Prescindamos del alma en su acepción tradicional. Observarás que no digo neguemos. Tal vez soy, como parece, el Ángel Negador, pero hay algo que me está negado a mí: negar el alma. Alma, en este contexto o pasillo en penumbras, significa espíritu. Tus luminarias, el enrarecido y sutilísimo producto de ciertas combinatorias a las que denominamos imaginación, memoria, inteligencia, sensibilidad, pasiones. La conciencia existencial y la conciencia ética. Todo, en suma, lo que no es meramente visceral o zoológico. Eso me pertenece a mí. Lo humano y valuador, lo no simiesco del mono. Y yo a mi vez soy tu servidor y esclavo. Tu alma a mi servicio y yo al servicio de ella, en el fondo es lo mismo. Y esa colaboración o amistad morganática durante un determinado período o plazo inexorable, que no hace falta precisar ahora para no estropear una de las cosas lindas de esta vida, su incertidumbre, el olvido cotidiano de la muerte.


ESTEBAN

No.


ÉL

No a qué.


ESTEBAN

No al trato. No hay trato ni veo trato alguno.


ÉL

El trato ya está certificado y en regla; el trato fue hecho en el pasado y el pasado es irreversible. Nunca dependió de tu voluntad. Hay trato y ya hubo canje. Lo que no hay, y esto lo supiste siempre, son garantías. ¿O vamos a estar hablando toda la noche de lo mismo? Prosigo. Con todo esto se hará un libro, cosa que ya también sabías y que acabas de anunciarle, como primicia, al pinzón de la ventana. Tu obligación es escribir lo que oíste de mí, y lo que oirás. Te dejo embarullar todo y mentir cuanto quieras. Pero no falsear algo.


ESTEBAN

Qué.


ÉL

A mí. Yo debo ser así. O sea, casi no ser. Todo lo que concierne a nosotros, quizá, no sucede más que ahí dentro. (Le toca la frente, se alarma.) Vos tenés fiebre, querido.


ESTEBAN

Sí, siempre tengo fiebre y me duele la cabeza y, en ciertas ocasiones, me zumban los oídos. Debe significar algo, ¿no?


ÉL

Seguramente.


ESTEBAN

Y qué más debo o no debo hacer. No es que me importe, pero estoy esperando que termines para volver a lo esencial.


ÉL

¿Lo esencial? Nunca hemos abandonado lo esencial. No te dejes engañar por mi tono bromista y carnavalesco. Aprendí Theologiam y Metaphisis en los más altos claustros, pero, supongo que deberías saberlo, mi habla proviene de las casas públicas, de los mercados, de las cárceles, mi reino es enteramente de este mundo y en este mundo todo puede ser dicho con vulgar eloquio.


ESTEBAN

¿Claustros? ¿Estudiar? Hace un rato éramos autodidactas.


ÉL

Altos claustros, dije. Cátedras fulgurantes de eminente y vertiginosa altura.


ESTEBAN

No estarás insinuando que…


ÉL

¿…soy en efecto un Ángel? ¿Educado en los pináculos del cielo? ¿Te gustaría? (Suspirando.) Yo mismo no lo sé; me pasa conmigo lo que a Agustín con el tiempo. Volvamos a lo esencial, lugar del que nunca hemos salido. ¿Qué entendés como esencial?


ESTEBAN

Mi libertad.


ÉL

(Sentándose abrumado.) Qué palabrota, qué manera brutal de decir lo que se piensa. Vamos a ver, ¿te referís a tu libertad para aceptar o no mis condiciones?, ¿a tu libertad existencial?, ¿al libre arbitrio?, ¿a la kantiana libertad para elegir tu ser aunque no puedas elegir tus actos?, ¿a la libertad llamada de indeterminación? ¿Es una pregunta teológica, filosófica, medieval, renacentista, moderna? ¿Tal vez una pregunta contemporánea que se ubica más allá de la decadente modernidad y exige un nuevo sistema de valores? ¿Tal vez oí mal?


ESTEBAN

(Violentamente.) Voy a agarrarte del pescuezo. Voy a acogotarte y tirarte por esa ventana, seas quien seas, y aunque no estés ahí. Voy a hacer algo absolutamente original e inesperado y del todo nacional y latinoamericano. Voy a darte una patada en el culo como nadie imaginó nunca. (Se acerca.)


ÉL

(Apreciativo,) Muy bueno; rasgos como éste te han ganado nuestra simpatía, hace mucho tiempo. Ya podes calmarte y escuchar. Sos libre, en efecto. Libre en el sentido y la acepción que quieras.


ESTEBAN

Y qué significa, entonces, eso de que haga yo lo que haga nuestro trato está dispuesto desde antes y es irrevocable. Qué significa que mi voluntad no cuenta.


ÉL

Te lo dije al principio, el idioma español no está aún trabajado por el pensamiento, no es elástico ni lo bastante polisémico, metafísicamente hablando. (Esteban hace ademán de acercársele.) Está bien, está bien: no te levantes ni pongas tu mano sobre mí. Evitaré los circunloquios… Me das miedo, te juro. Jacob combatió con Gabriel una noche entera, todo es posible. ¿Qué era lo que te preocupaba? No me ayudes, no digas nada. Primo: voluntad y libertad no son la misma cosa, ni ahora ni antes ni en ninguna parte. Nuestro contacto no fue voluntario, como no es tu voluntad que ciertos microlaberintos de tu parénquima y ciertas funciones de tu excelente hígado hayan venido al mundo extraordinariamente interconectadas, como te explicarán algún día. Secando: Nada estaba dispuesto con anterioridad, si por dispuesto entendés el Destino, la Moira o cualquier fatalidad clásica en ese estilo. Vos estabas dispuesto, ávido, preparado, vos clamabas por nosotros de profanáis y a grito pelado desde el vientre de tu madre. Tu estructura más íntima, tu dibujo genético, tu mariposa embrionaria ya volaba hacia esta luz como una polilla nocturna hacia la vela. Tertio: Nada de lo anterior menoscaba tu libertad. Esteban pudo negarse, torcer el rumbo, elegir la otra puerta. Fínale con fuocco: Pero, hagas lo que hagas, elijas lo que quieras, me patees el culo o me lo beses, según el antiguo rito sabático, nada podrá evitar que estés vinculado a mí, adherido a mí. Este vínculo no se elige. Tu amigo Santiago, por ejemplo, nunca me tomó en serio. Nunca me aceptó; voluntariamente me negó, llevó su libertad hasta el más absoluto de los extremos. Escribió poco, eso sí, pero quién está exento, trate o no conmigo. Y de qué le sirvió. Ni siquiera va a conseguir salvar su alma inmortal, suponiendo que él la tenga.


ESTEBAN

¿Santiago?


ÉL

Totalmente endemoniado. Diabolizado y endiablecido potencialmente hasta la genialidad. Pero, ¿cómo decirlo de un modo generoso?: mal aspectado. Con demasiado Saturno en la casa de Orfeo. Non ragionam di leí, ma gualda e passa.

(En lo que podría llamarse uno de los laterales, a la derecha del espectador, se ilumina la habitación de Santiago. Se oye un estruendo y se ve un fogonazo. Un objeto esférico, algo más grande que una pelota de ping-pong, salta desde alguna parte y rueda sobre el piso. La perspectiva del observador cambia. Como si la habitación se viera ahora a través de una lente de las llamadas ojo de pescado. Se ve la pierna de Santiago, enroscada a la pata de la silla; el brazo derecho que se bambolea-, en el extremo del brazo, la mano que sostiene la pistola. Haciendo un esfuerzo, se lo ve todo. Perfectamente. Con detalles y en color. La disposición de las figuras parece filmada sobre una superficie convexa.)


ESTEBAN

(Gritando.) ¡No!


ÉL

Sí. (La habitación desaparece.) Todavía nos queda un poco de satanismo medieval y de la magia simpática. Sí. Santiago acaba de matarse. (Alzando un dedo.) Te pidió que te quedaras con él. Peor que pedírtelo: te lo insinuó, con recato y expectación. Con pudor argentino. Siempre fue patético y simulador. De chico se escondía a rezar en los roperos. No me preguntes cómo lo sé, porque carece de importancia comparado con lo que vos sabías. ¿Qué sabías? Sabías que se iba a matar.


ESTEBAN

Qué estás diciendo.


ÉL

Ahora no estoy diciendo nada, en cambio dije lo que oíste. Vos sabías, y ahora sí lo estoy diciendo, que Santiago se iba a matar. En rigor, vos lo mataste. ¿Lo viste todo, clarito y en relieve?, ¿desde el ojo? (Hace un amplio gesto circular.) Todo este cinemascope te pertenece. "Todas estas imaginaciones son tuyas", ha sido escrito, venerablemente. ¿Cómo articularlo dentro de los límites de la razón pura? Es como si tu imaginación adelantara, a veces. Presbicia, es el nombre técnico. Por ejemplo, ¿no sabías que iba a suceder lo de las Máquinas que Cantan? Sí lo sabías. Entonces sucedió.


ESTEBAN

Lo que estás diciendo es un disparate. ¿O intentas sugerir otra cosa?


ÉL

No es ningún disparate. Pero también estoy intentando sugerir otra cosa. Sería una pena que no te dieras cuenta, que nadie se diera cuenta. Tengo que irme otra vez. (Aparte.) Quien va a entrar es Verónica. (Sale.)


ESTEBAN

(Solo.) Realmente, no sé lo que quiso decir. ¿Debería saberlo? (Pausa.) ¿Quiso decir algo? (Trompetería. Truenos.)


VERÓNICA

Tengo la impresión de que estás hablando solo. ¿Qué haces acá arriba?


ESTEBAN

Buscaba un baño.


VERÓNICA

¿Lo encontraste? Hay once. Por no contar los árboles. Hablando de árboles, Roque tuvo que irse y te dejó saludos.


ESTEBAN

No entiendo la relación.


VERÓNICA

Los vi, hace un rato, conversando animadamente uno a cada lado del nogal. ¿Qué te pasó con Bastián?


ESTEBAN

¿Con Bastían?


VERÓNICA

Sí. Se fue. Dijo que en vos había algo maligno y que necesitaba hablar con Santiago, parecía un poco loco. Son más de las tres de la mañana. El vino y las tormentas les hacen mal a ustedes.


ESTEBAN

Quiere decir que él también sabía lo de Santiago.


VERÓNICA

¿Sabía que?


ESTEBAN

No tiene importancia. ¿A qué subiste?


VERÓNICA

Bueno, cómo explicarte; ésta es mi casa, no sé si eso te dice algo. Mi cuarto está ahí, a la vuelta. Y, ya que subí, voy a decirte dos cosas, que en realidad no son dos. Qué complicada me pone este pasillo, deben ser los cuadros. Primera cosa: yo que vos cuidaría un poco más a la adolescente del Ojo de Esmirna; en esta casa nadie está seguro. Hace más de una hora que está conversando, o algo, con alguien, en algún lugar.


ESTEBAN

Ya lo sé. ¿Segunda cosa?


VERÓNICA

Ya te lo dije, hace un momentito. Mi cuarto está ahí a la vuelta, en la galería que cruza esta galería. Supongamos que en algún momento te sientas, o te quedes, solo. No vas a creerlo, pero abajo hay un plano de la casa, colgado en la pared de la cocina.

(Verónica desaparece en la galena transversal.)


ESTEBAN

(Solo.) A ella sí la entendí. Qué noche extraña y cambiante. ¿Qué irá a pasar ahora?


(Entra súbitamente un abejorro. Es dorado y hermoso y vuela ruidosamente en círculos excéntricos, a gran velocidad. En realidad se trata de un ángel.)


ÉL ÁNGEL

(En pancocoliche, con una voz extraordinariamente parecida a la del padre Custodio Cherubini.) Pasa que si no te oyó in excelsis te me hundís al Malebolge. Benedictus qui venit in nomine Domini. Si non te curo, la Bestia te convence, te criminaliza, te stupefaziona con la sua arpada lingua de ornithos. Emplié bien? Estebanito, mnemosiná un poco tu intra parvulus, acordate de cuando estudiábamo il Cathecísmus per tomar la Conmunio con la linda catequista de la vuelta y ni pensábamos que usaba bombacha. E il perrito overo che portamo a casa? El bien es la morada del Ser, la pegó Satanás, ma no sólo a la Naturaleza. O el homo humanus que sale como la flor y es cortado non pertenece a la Natura? De ande te eres que saliste? Nominame una res única, piojo o baobab, que no sea natural y toda relucida de divinidat. Convertite otra vuelta, Estebanito. Facile molto est. II faut s'abetir y listo el pollo. Non te acordás cuando stabas triste y te encerrabas a perorar il Pater Noster al ropero? (Sale con vértigo.)


ÉL

(Volviendo a entrar.) Te veo demudado. ¿Algún otro descubrimiento poco razonable? ¿Algún recuerdo súbito? ¿Alguna analogía biográfica que tiñe con luz ominosa nuestro futuro? Debo confesarte que un buen suicidio a lo Santiago también es uno de tus caminos, pero no es el momento de tocar ese tema. O, por lo menos, no tan a ras de tierra. Lo que sigue, la verdadera catástrofe de esta tragedia, ocurre en otro Camino de Santiago. Te me escabullíste esta tarde, en el Observatorio, pero no contaste con que Verónica, por razones sentimentales que no hacen a la cuestión, se hizo construir un pequeño planetario. Vas a tener que seguirme.


ESTEBAN

Hace frío. No pienso bajar al planetario.


ÉL

La palabra exacta no es frío. Tampoco es bajar.


(Como si la casa entera se desplazara alrededor de Esteban y el astrólogo, sin que ellos se muevan, se ve retroceder el pasillo, aparece una escalera, una puerta ventana, viene avanzando el parque y ya están en el interior del planetario.)


ESTEBAN

No me impresiona. Yo mismo puedo hacer este tipo de cosas cuando duermo. Se llama soñar.


ÉL

Sí. Me han comentado que los sueños suceden como es debido. Yo no duermo nunca. Dicho de un modo poético: yo soy los sueños. (Apaga la luz. Enciende el proyector del planetario. En la bóveda del techo aparece la semiesfera del cielo. Nítidas y resplandecientes se ven las constelaciones del Sur. El astrólogo señala el horizonte.) "…E vidi quattro stelle, non viste mai fuor ch'alla prima gente." Esa es otra de las muy buenas razones por las que no soy ni podría ser nórdico. ¿O yo no me enrosqué en árbol de la prima gente! "O setentrional vedovo sito, poi che privato se de mirar quelle!" En cuanto a tu jactancia sobre los milagros que realizas en sueños, yo, en tu lugar, estaría sumido en negras reflexiones. Qué es la vida, por ejemplo.


ESTEBAN

¿Qué es la vida?


ÉL

Para el despierto, un mundo construido sobre la muerte, para el dormido, un mundo hecho de ilusiones. Tal vez habría que encontrar una existencia intermedia, algo como el sonambulismo, como la locura.


ESTEBAN

(Irónico.) El arte.


ÉL

Por ejemplo. (Lo observa. Por fin se acerca, le da un tironcito de la manga y, cuando Esteban se inclina, le habla largamente al oído. Esteban cambia de expresión mientras escucha, con los ojos muy abiertos. El astrólogo vuelve junto al proyector.) Y ahora, por favor, un poco de recogimiento. (Echa a andar el aparato. La esfera del cielo, con casi imperceptible lentitud al principio, se pone en movimiento.) Ahora, querido hijo mío, hagamos silencio y respiremos apenas porque hemos llegado a este planetario para cumplir, por fin, una agradable formalidad. El viaje a las estrellas. Desentendámonos un momento de las inmóviles realidades de allá abajo, y a volar, paloma…¡Upalalá! Este enjambre es la Vía Láctea, el llamado por los antiguos Camino de Santiago, y estamos viajando hacia las profundidades de Sagitario en una colosal órbita elíptica que parece no tener fin, ni finalidad, metidos en este planetario de juguete que, metafóricamente, viene a ser el Mundo, y que si fuera el mundo tendría un peso aproximado de seis mil trillones de toneladas. A una velocidad relativa de ciento treinta mil kilómetros por hora, metro más metro menos. No debe impresionarte. Las Híadas, de las que ya dijo su palabra Hornero, viajan mucho más rápido, y puedo jurarte que hemos visto casos de estrellas volando hacia la nada a veinticinco mil kilómetros por segundo. Mirando desde arriba y a cierta velocidad, varios urgentes y patéticos tópicos de allá abajo, Graciela incluida, tienden a parecer menos formidables. ¿Qué es la vida? ¿La vida del hombre? Para que tengas una idea aproximada del ámbito donde acontecen ciertos fenómenos que Esteban y compañía llaman amor, muerte, mundo contemporáneo, belleza de una mujer, belleza a secas, felicidad, desesperación, historia humana, te voy a dar un pequeño ejemplo. Suponiendo que nuestro formidable Sol tuviera la dimensión de una mota o balín de dos milímetros de diámetro, la próxima estrella, o, ya que hablamos a escala Lilliput, el próximo moco cósmico con luz propia deberíamos colocarlo a una distancia como la que separa este parque de Ascochinga. Así es, vecino. Si el Sol tuviera el tamaño de un culo de luciérnaga no habría, en cincuenta kilómetros a la redonda, ninguna otra lucecita semejante. El hecho, en cierto modo grandioso, de que nuestra lenteja incandescente, la Vía Láctea, tenga unos cien mil millones de soles, no debe hacerte olvidar que en esta broma gigantesca que llaman Universo lo que más abunda es Nada. Por eso, mi cuate, la noche es negra. El aparente abarrotamiento de los astros es una mera cuestión de enfoque. La Tierra está situada de tal modo que miramos el cielo a lo largo de la lenteja; pero, en cuanto miramos a lo ancho… no hay más que frío y terror, silencio y soledad. Mañana te vas de esta ciudad en un ómnibus Flecha de Plata que avanzará a cien kilómetros por hora; doce horas después estarás en Ítaca, viudo de toda Penélope aunque muy bien recibido por cierto perro que te espera al pie de una escalera. La pregunta es: a esa velocidad, ¿cuánto tardaríamos en llegar hasta nuestra compañera de ruta más cercana, la Próxima de Centauro? No simules calcular, estás demasiado borracho, yo te contesto. Cuarenta y cinco millones de años. Cuatrocientos cincuenta mil siglos. No hay tiempo, Esteban, ni la noche es tan larga ni lo que queda de tu cuerpo tan incorruptible. Y aunque llegáramos, ¿qué habríamos adelantado? ¿Qué veríamos? Lo mismo que una mariposa que liba otra flor en la tumba contigua del cementerio. La misma desolación, las mismas lámparas tiritando colgadas de la misma noche. Tan lejanas, tan inalcanzables. Para el viaje que te propongo, hijo mío, hace falta estar hecho de la misma materia que la luz. Ni siquiera. De la misma materia que el pensamiento. Ni siquiera. De la misma materia que las pesadillas y los sueños. ¿Upalalá? Upalalá. Ahora hay que mirar y pensar como miran y piensan los ángeles, porque el Camino de Santiago se ha animado y la humareda que veíamos desde allá abajo es esta caótica colmena de espiras y estallidos donde vuelan encadenadas millones de falenas hermosísimas y también algo espantosas, entre las cuales ya no se distingue nuestro Sol, que acá arriba no es rey ni centro de nada, sino una de las hilachas de esta inmensa polvareda de oro y plata; y nuestro planetario, el Mundo, tan vasto y pesado con sus seis mil millones de toneladas, ha desaparecido por completo junto con las obras del hombre y su memoria, en algún lugar profundo de este circo en llamas. ¿Ves aquello, que parece el perfil inconmensurable de una mano galáctica, que parece un ave de rapiña cayendo de la nada? Es la gran nebulosa de Orion. Y esa figura espantosa que parece un águila empavonada con las alas extendidas, que parece un demonio, que parece la heráldica del Terror, es su hermana, la negra de Orion, la bahía negra, el enigma y quizá una de las llaves del Cielo. Y aquella otra todavía es la flor del nombre terrible, la nebulosa Trífida; y esta última cosa caótica que avanza hacia el oeste como un doble torrente de lava, es Ofiuco, el más grande e informe montón de materia opaca que haya mirado hasta hoy el ojo del hombre, tan denso como para ocultar las estrellas a lo largo de trillones de kilómetros, tan vasto como para que el ángel de Milton, volando a la velocidad de un cóndor pudiera caer a través de él durante quinientos millones de años sin alcanzar a ver una luz. Esos son los castillos de la Galaxia, Esteban, sus portales; los últimos reductos, los gigantes apostados para dar miedo en los confines de nuestra íslita de Pascua en forma de lenteja. No podemos ver todo, no esta noche ni en esta vida de la que sólo te tocó el piso del planetario, el destiempo de la edad y una borrachera padre. No podemos ver casi nada pero podemos sentarnos a descansar al borde del misterio y hacernos unas preguntas. ¿Cómo se formó todo esto, y lo que hay más allá? Y, ya que de alguna manera empezó todo, ¿cómo terminará? La primera pregunta no tiene respuesta, hijo mío. Vale tanto preguntarse, como los alemanes, por qué hay ser más bien que nada. En realidad, hay una respuesta, pero no sé si en tu estado actual la aprobarías. La respuesta es porque sí. Me doy cuenta, querido, la pregunta era cómo, no por qué. Bien, habrá que apelar a la poesía. Sólo hay que ponerse en la cabeza de Dios. ¿Tal vez has leído palabras como éstas en tu Poe? Mejor, te va a ser más fácil seguirme. Hay que ponerse en el lugar de algo que podemos llamar Dios o el azar en el momento de crear el universo de los astros. Muy bien, ¿cuál es la cualidad o esencia de una creación absolutamente original, o lo que es lo mismo, nacida en un acto creador perfecto? No puede ser este caos y, sin embargo, por lo que estamos viendo, eso es lo que parece que es. Ahora lo es. Lo que significa que alguna vez no lo fue. O de otro modo, que la cualidad o esencia de una creación original no pudo ser otra que la absoluta simplicidad. Basta por el momento imaginar una sola partícula. No hace falta llamarla materia, ni hace falta darle nombre alguno. Basta imaginar un punto sin dimensión o de la dimensión que quieras, y ahora basta imaginar que estalló. Como un poema. Lo demás es lo de menos. No resulta más impensable concebir un punto primigenio dando origen a todas las cosas, que concebir, a partir de la primera célula estrangulada en un pantano, la filosofía de Platón o la música de Mozart. La nueva pregunta es si sería posible probar que existió una, o tal vez más de una, partícula semejante. Claro que no es posible, pero es posible imaginarlo. Y además existe un hecho, existe por lo menos una galaxia donde hay por lo menos una estrellita o balín de menor cuantía con por lo menos un planetario de juguete con por lo menos una forma de vida sentada en el suelo con por lo menos una botella entre pecho y espalda, preguntándose qué es la vida. ¿Cuántos soles como el nuestro estarán en condiciones de haber engendrado un planeta con vida?, entendiendo por vida algo que sucede de cierto modo en la cadena del carbono, ya que un ser que proyectara su angustia y sus amores y sus pesadillas en la esfera del amoníaco no tendría mayor probabilidad de caernos simpático. Necesitamos, para empezar, una estrella enana con cierta duración, unos diez mil millones de años, y que además tenga cuantimenos un planeta que equivalga al nuestro. En la galaxia hay muy pocos, querido. Y hasta podría decirse que, en términos estrictos, el único idéntico en todo al nuestro en cualquier galaxia es justamente el nuestro. Lo cual es un rasgo de pesimismo. Y hasta de orgullo demoníaco. ¿Te lo confieso? El sol más cercano que reúne estas condiciones debería estar a unos cien años luz. ¿Llegar? Imposible. ¿Comunicarse? Más o menos probable, suponiendo que acertáramos con la dirección exacta antes de que suceda algo irreparable. ¿Qué mensaje podríamos mandar? Si son tan o tan poco inteligentes como nosotros, ya deben conocer el valor de Pi, que, al menos en nuestra galaxia, puede considerarse como un valor universal. Mensaje a las estrellas: Pi Pi Pi. Doscientos años después, la respuesta: 3,1416. No es un epistolario conmovedor, pero es algo. En el próximo millón de años ya estaríamos en condiciones de transmitirles, acaso, la llíada, y ellos tal vez contestarnos que tenemos condiciones para la poesía, que sigamos intentando. Todo esto, naturalmente, en medio de peligrosas lluvias de cometas, improbables pero posibles colisiones de estrellas, posibles y sobre todo probables guerras nucleares, porque está escrito que el ángel del Señor se acercará en la noche con pasos de ladrón mucho antes de que lleguemos a ninguna parte. Y cómo será esa minúscula catástrofe, no galáctica, no universal, sino meramente solar, nuestra, infinitesimal, pero tan dolorosa, Esteban… ¿Qué importancia tiene? Debo contarte las últimas cosas y las tristes nuevas. Volamos hacia la muerte, querido. Sobre esto no hay discusión. Vejez, suicidio o entropía. Da lo mismo. ¿Ves aquello?, ¿ves aquel fosforescente racimo situado en la Cabellera? Está a unos cuatro mil millones de años luz y lo forman unas dos mil galaxias. Se aleja de nosotros, como de la Peste, a una velocidad que es casi la mitad de la velocidad de la luz, y esa velocidad aumenta, lo que entre otras cosas significa que un día de estos dejaremos de verlo, y como pasa lo mismo con todas las galaxias y en todas direcciones, los astrónomos juran que, en un tiempo razonable, nuestra pequeña lenteja estará sola en el espacio. Pero también podrían jurar todo lo contrario, porque si en lugar de dispersarse estuvieran acercándose a un centro y lo hicieran, por decirlo así, remontando una curva como por los meridianos de un globo, veríamos hacia adelante y hacia atrás y hacia los costados, la misma fuga. ¿Y hacia arriba y hacia abajo? También. Sólo haría falta imaginar un modelo adecuado, algo así como una gran pelota de Moebius. La imaginación tiene menos límites que el universo. Lo que se aparta debió estar junto. Los hombres sabios podrán decir que no es necesario, y yo lo acepto, pero te juro que vayas o vengas, hayamos hecho retroceder la película o nos lancemos como un avispero hacia el otro lado del espacio, vamos hacia la nada. Tal vez haya algún movimiento al fin del viaje, un poco de catástrofe y apocatástasis, bastante apocalipsis, una seria precipitación de masas formidables cayendo unas sobre otras y todas contra sus vecinas, y todo finalmente unido, junto otra vez por aquella apetencia que más o menos puede describirse como la voluntad invencible que tiene toda cosa de precipitarse en la nada, cuando ya es incapaz de crear nada. Pero, ¿y nosotros, los viajeros con alma del sistema del balín que rodaba en el extremo remoto de uno de los brazos de la lenteja? Bueno, debo confesarte que habremos muerto hará mucho tiempo, de una forma u otra, mucho antes de que sucedan estas cosas, habremos muerto para siempre. Claro que, a falta de Dios, podemos arrodillarnos ante el azar o la partícula. Un puntito incandescente como la Inspiración, comenzando a latir otra vez en alguna parte. La nada pariendo algo. Un nuevo estallido y, en algún recodo de ese acto de dispersión, otra vez o por última vez una islita en llamas en un archipiélago de plata y de coral, y en el cuarto brazo de ese remolino en forma de lenteja un balín incandescente proyectado hacia la constelación del Cisne, en el hemisferio norte, y hacia Carena, en el sur, y a la larga un parque con un planetario con un borracho que se pregunta por el sentido de la vida.


ESTEBAN

La eternidad, otra vez.


ÉL

(Sobresaltado.) ¿Qué? ¿Cómo? (Apaga el proyector y enciende la luz.) Caramba, querido, me asustaste. Estabas tan callado que me imaginé hablando solo. ¿Eternidad?, ¿dijiste eternidad? No, cretino. Nada de cortesías espirituales. Nada de esperanza. Sólo me dejé arrastrar por mi temperamento poético.


ESTEBAN

¿Entonces?


ÉL

Ya te lo dije. Nada. Ningún cielo ni infierno. Ningún retorno de todas las cosas. Ni la menor sombra de coartada, de piedad, de caridad. Este planetario fue nuestro Monte Carmelo, la noche oscura de tu alma. La vida, la vida humana, carece totalmente de sentido, es un puro azar y tal vez una enfermedad de la naturaleza. Es sagrada, eso sí, como cualquier otra forma de vida y aun de existencia. Te va a llevar mucho tiempo y unos cuantos botellones borrar de esa jeta la sonrisa irónica y darte cuenta de lo que te estoy diciendo.


ESTEBAN

Lo que me estás diciendo es que, a pesar de todo, la vida… etcétera. Si es eso, ya lo sabía a los ocho años.


ÉL

Me gustó ese etcétera. También me gustabas vos a los ocho años. Un huerfanito que abrió una lata de caramelos y puso su mano sobre la cara de la muerte. Las cosas han cambiado algo. Hoy la muerte acaba de poner su mano sobre tu cara.


ESTEBAN

Según eso, estoy muerto.


ÉL

Muerto y enterrado. Sólo que por esta vez vamos a resucitarte. Va a llevar años, eso sí. En cuanto a la vida, la vida que te espera, no es buena. Antes de que despiertes por fin como hombre humano será preciso que, en esta misma vida, hayas conocido no sólo el dolor y la locura sino la humillación, la vergüenza, la impotencia, la tristeza de lo irreparable y el horror del fracaso. Habrás debido pasar por el estado de larva, de piojo, de perro lamedor, de buey que agacha la cabeza, de mono que pela bananas en el zoológico. Habrás renegado de tu nombre, de tus padres, de tu patria, de tus creencias. Te habrán señalado con el dedo y te lo habrán metido en el culo. Habrás asistido al funeral de tus sueños, a la violación de tu pureza y a la indiferencia de tu Dios. El chiquero de Job será tu lugar de descanso y el espejo tu juez. Habrás mentido y envidiado, traicionado a los que te amaron y mendigado amor a los que te despreciaban, habrás malversado el patrimonio de tu corazón y de tu inteligencia y habrás aprendido a sonreír mientras tanto, y una noche por fin, sentado en el inodoro, te sorprenderá el Ángel del Señor con su ojo de cíclope, su sexo exfoliado, sus tres pares de alas y su vozarrón de trueno, y te dirá oh el último de los hombres, come tu mierda. Y te la comerás. Agradecido y lleno de comprensión te la comerás, llorando de agradecimiento y sabiduría, te comerás tu mierda. Y sólo entonces, y no antes de estas pruebas, serás un hombre, hijo mío.

XVII

Cómo saber cuánto tiempo transcurrió ni dónde estuvo ni qué hizo Esteban hasta el momento en que, riéndose y sacudiendo de un lado a otro la cabeza, lo encontró la señorita Etelvina Cavarozzi, bajo las estrellas del planetario.

– Que está haciendo acá -preguntó la mujer, alarmada al principio, pero luego, al ver su aspecto de infinita diversión, contagiada también por su risa-. ¿De qué se ríe?

– Creo que me perdí. Esta casa es endiabladamente grande.

– Qué le pasa -preguntó la señorita Etelvina-. Qué hace.

Esteban, en efecto, hacía ademanes más bien extraños. Como si tratara de ahuyentar a alguien por detrás de su espalda apartándolo repetidamente con las manos. La señorita Etelvina, intrigada, se puso en puntas de pie: estiraba mucho el cuello y oscilaba el cuerpo de derecha a izquierda intentando ver algo. Parece una cotorrita mirando pasar un desfile, pensó Esteban. Imagen que resultó muy superior a sus fuerzas y lo obligó a sentarse en el piso.

– Estamos borrachos -decía la señorita Etelvina.

– Yo no me emborracho nunca -dijo Esteban-. Ayúdeme.

La señorita Etelvina le dio la mano y un segundo después los dos rodaban más o menos abrazados bajo las ilusorias constelaciones del planetario… Mirando hacia el sur, la constelación de la Cruz era siempre la más sencilla de ubicar, y ahí estaba, un poco a la derecha y hacia arriba de Alfa y Beta de Centauro. Ahora sólo había que girar la cabeza hacia el este para dar con la cola austral de Eridano, seguir hacia lo alto y ahí estaba Achernar, una de las diez más brillantes de este Parque de Diversiones prodigioso que, bien mirado, también es algo así como una máquina que canta. ¡Canopo!, ésa era Canopo de Carena, y ésta no puede ser otra que Sirio, la mimada del cielo, a la que Poe decía que es imposible alcanzar. ¿Tendría razón Poe? De espaldas en el piso del planetario, junto a la repentinamente seria señorita Etelvina Cavarozzi cuyo corazón pulsaba casi con terror en el silencio de los astros lejanos y azules, no parecía que lo imposible fuera necesariamente absoluto, no al menos si es cierto que la mano de la señorita Etelvina se ha posado sobre el muslo de Esteban, lo que momentáneamente no debe preocuparnos ya que la mano, aunque trémula, se quedó quieta y su contacto es tan leve que parece ingrávida. ¿Qué sería aquello? Una nebulosa o un cúmulo. ¿Cuántos cúmulos hay en la Vía Láctea? ¿Por qué será que las estrellas más brillantes tienden a situarse arriba y a la derecha de la secuencia principal? Debe ser algo relacionado con la masa, tal vez hayan evolucionado más rápidamente y ya comienzan a apartarse del trazado originario…

Esteban se puso de pie…

– Levántese -dijo casi con brusquedad.

– Usted no pensará… -dijo la señorita Etelvina.

– Salgamos. Lléveme a la casa.

En silencio, salieron del planetario y cruzaron un sector del parque que Espósito no recordaba haber visto. Robles y araucarias, un rosedal. La silueta de una fuente en la que había un ángel. Tenía una inscripción, imposible de leer en esa oscuridad; no hacía falta leerla para saber qué decía. Y ahora está sentado junto a Graciela Oribe. Ella habla, Esteban apenas la escucha. No puede dejar de mirar una lámina de Uccello enmarcada en la pared. Nada de esto puede ser, piensa. Hace años que ya no estoy en esta casa.

XVIII

Cerró los ojos y ahí estaba. Verde e imposible. Un dragón de juguete con ornamentadas alas de mariposa lo contemplaba desde la nada. Cuando abrió los ojos, seguía allí, exactamente frente a él. Sólo que ahora también vio a San Jorge y la princesa cautiva. Graciela hablaba de una casa antigua en la que había un parque en ruinas con un pabellón de caza, la Casa Grande, con tejados de pizarra y una leñera. Esteban volvió a cerrar los ojos y el dragón no desapareció. Como exaltado en el centro de un cielo negro, la oscuridad y el vacío lo perfeccionaban hasta el vértigo. No puede ser, murmuró, dejando con cuidado su vaso sobre el brazo del sillón. "Por qué no puede ser", dijo Graciela con voz amarga, "yo no era su hija." No me refería a eso, dijo él, seguí hablando, por favor. Abrió los ojos. San Jorge, su encabritado caballito de balancín, la cautiva, la vorágine tempestuosa del cielo, se organizaron instantáneamente en la lámina alrededor del dragón. Volvió a cerrar los ojos con muchísima cautela: ahí estaba, hipnagógico e intacto, pero solo, con su roja fauce abierta, tres círculos en cada una de sus alas, su único ojo fijo en Esteban. Consecuencia: no debo seguir bebiendo. Cuando las imágenes pasan a través de los párpados cerrados, no se podría jurar que uno está sobrio. Tampoco podría jurar, como le diría años más tarde cierto inefable personaje llamado doctor Miguel, que a la larga no acuden lagartijas, moscas, iguanas, ciempiés, toda clase de animales mínimos, en especial oblongos y movedizos. No es raro ver también diablitos con rabo. Cornuda gente onírica que emite voces imperativas, órdenes. Todo documentado. Esteban inspiró profundamente y el dragoncito se borró. Ya iba a abrir los ojos cuando el universo se pobló de flores. También se puso como blando, florecía y se ablandaba. Una primavera de pesadilla o algo parecido a un flan cubierto de flores; caléndulas, miosotis, asfódelos y petunias que sin duda no eran de este mundo. Cuando abrió disimuladamente el ojo izquierdo, notó, interpuesto entre su ojo y la lámina, el culo mundial de Helena Austin, lleno de flores. La gorda se había trepado a una banqueta, con su vestido estampado, y, oscilando peligrosamente, trataba de alcanzar algo. Sobre la nalga izquierda, entre unos gladiolos, Esteban Espósito percibió nítidamente una espina de Cristo.

– Ves lo que yo veo -dijo.

– Sí, es como los Jardines Colgantes de Babilonia -dijo Lalo al pasar.

– Deja de buscar cosas en los bolsillos -dijo Graciela.

Durante toda aquella experiencia óptica, Esteban, en efecto, había estado buscando una cápsula de Dexamil. Andaba suelta por algún bolsillo. Se le había caído del frasco esa tarde. Lo recordaba perfectamente.

– Para qué tomas esas porquerías.

– Para despertarme -dijo Esteban.

La encontró por fin. La tomó con whisky.

Tomate un caldillo -dijo Santiago. Eran las tres de la tarde y estábamos los tres en el café frente al hotel. Santiago guardó en su carpeta negra la noticia que acababa de recortar del diario y tiró el diario debajo de la mesa.

– Dame eso -dijiste, en alguna parte.

Te di el frasco, en el bar. Antes, al destaparlo en el bolsillo, una de las cápsulas se me escurrió entre los dedos.

– Un buen caldillo con pimienta -dijo Santiago-. Y medio litro de vino de Mendoza, que da sueño. Te despenas con otro caldillo, que da sed. Y otro medio litro. Y así, sine termino. Una especie de carrera de Aquiles y la tortuga a la criolla.

Vos seguías observándome.

– Deja de mirarme de esa manera. Estos paraísos artificiales son puro talco.

– Deberías dormir -dijiste. Te habías puesto de pie. -Tengo que hablar por teléfono a casa.

Dormir, eras increíble. Iba a preguntarte si no te dabas cuenta de lo que significaba para nosotros perder una hora o siquiera diez minutos en algo tan insensato como dormir, cuando, sorpresivamente, el jujeño (o algo, o alguien) se puso a hablar conmigo en esa mesa. Sonreía como si estuviera contando una historia de hadas y, como desde lejos, como si en su voz se abriera paso la voz distante de otro, decía que la imposibilidad espiritual de soportar la materialidad de la existencia es uno de los factores que deben tenerse en cuenta como fuente de locura en numerosos artistas y poetas, pero, dijo o pareció decir al mismo tiempo que se tomaba de un trago la ginebra y le hacía señas al mozo para que le trajera otra, pero no el único factor. Junto a esa fuente brotan otras. Y acá entran, con permiso, el alcohol y los tóxicos. Gracias, mozo. Buscar deliberadamente en las sensaciones lo que tienen de extraño, de dudoso, de equívoco, de ambiguo, cortejar las pesadillas, sacarse los pantalones de lo real y, a falta de lo que Natura non dio, enterrarse hasta las negras verijas en los pantanos del sueño, he ahí el jardín del infierno de muchas naturalezas purísimas. No hay sueños impunes. Y mucho menos si se sueñan cuando estamos despiertos. En esos parques ilusorios no sólo crecen flores, sino plantas anómalas, yerbas parasitarias y venenosas; en esas arboledas se oyen no sólo ruiseñores, sino desafinaciones repugnantes. Trataré de ser claro. Otra igual, mozo. Toda sustancia, mejor deje la botella, toda sustancia artificial que ejerce una acción electiva sobre los centros nerviosos superiores, simula arcoíris de felicidad, pájaros de fuego, mermeladas de inteligencia, siempre hay una primavera inicial en la que la Mariposa o, con perdón de la palabra, el alma, lejos de deambular andrajosa y derrengada, está como borracha de alegría y forrada de divinidad, pero se sabe que a la larga los Castigos son inexorables. Algo acabará por romper un día el frágil salterio de Israfel, que no está en el corazón, como decía el hermano Poe, sino en la cabeza. Ahondemos un poco el problema, mientras Oribe habla en voz baja por teléfono; dicho sea de paso, qué manera de telefonear la de esa chica. La inspiración a secas, la vieja inspiración sin culpa y en estado puro, el salterio intacto sin aleación de la menor cápsula o botellón ajenos a su naturaleza inocente, qué es en sí misma, qué es sino el resultado de una inhibición o estupor de la parte racional de la Mariposa. Las tropillas de imágenes desaforadas, la hiperlucidez, el caos fulgurante de las ideas en el que parece imposible introducir una pausa, qué son, qué fueron nunca sino una forma de parálisis: parálisis del elemento superior o yegua madrina, parálisis de la conciencia vigilante y serena que juzga, corrige, sosiega, y que, cuando anda bien del hígado, escoge los materiales más nobles de donde quiere y como le conviene, para usarlos según la divina proporción. La creación estética ya es en sí misma un amago de locura. Paralizadas las facultades de primer orden, las otras suben de las profundidades, se abandonan a su libertad y producen, sin que nadie sepa por qué, los efectos más misteriosos e inesperados de este mundo, cuadros, música, versos, novelas. El arte, el arte y si me apuran ciertas formas superiores del pensamiento son el producto de una enfermedad del alma. No hace falta que compartas esta idea, no hace falta que nadie la comparta, basta con que yo no me la siga callando. Son rupturas del equilibrio espiritual. La pregunta es qué pasa cuando un hombre violenta deliberadamente ese equilibrio. El hombre nació para ser feliz, no para sufrir y hacer sufrir con la excusa de la poesía y la belleza: el secreto de la vida es sentarse a tomar mate con la mujer y los hijos a la sombra de una parra. Pero admitamos que hay o hubo alguna vez un arte bueno, sereno, natural como un gatito que se despereza. ¿Eso es lo que buscamos? No es lo que buscamos ni es lo que podemos. Y qué pasa, entonces, qué pasa cuando se ha llegado voluntariamente a este manicomio en el que estamos metidos. Santiago, en silencio, se sirvió ginebra y se quedó mirando el vaso, pensativo. Pasa lo que llamamos el arte contemporáneo. O mejor, lo que podríamos llamar el alma del artista contemporáneo. Una mariposa en escombros. Incapaz de sentir nada, de amar nada, de crear nada sin apelar a frasquitos y botellones. Una mascarita. Uno de esos disfrazados del último baile de carnaval. Una mascarita de final de corso que camina absorta por las calles de una ciudad vacía, dijo Santiago, suponiendo que Santiago o alguien hablara.

– Vos seguí mezclando esas porquerías con whisky -esto sí lo dijo- y voy a tener que ir con mi libretita a visitarte al Neuropsiquiátrico, como al Viejo Poeta.

– También está el peligro de la muerte -dije yo-. Ya sea por lógica decrepitud del sujeto, o cualquier otro inconveniente. La vida en general es bastante peligrosa. Muy cierto.

Vos habías vuelto a la mesa. Santiago encendió un cigarrillo.

– Haces bien, qué joder. En este mundo, estallamos como petardos o nos arrastramos como ciempiés.

– Preciosa imagen. Muy coherente, sobre todo.

Vos entonces hablaste demasiado fuerte o te reíste sin motivo y yo busqué de reojo en las mesas vecinas la cara de un adolescente sombrío parecido a Snoopy. No la vi. Pero eso no significaba nada. El tono de tu voz o de tu risa estaba unido como por un hilo invisible a la rigidez de tu cuerpo, en el Calicanto, a tu cintura cuando cruzábamos la calle. En alguna zona, eran la misma cosa. Me di vuelta. Hasta me puse de pie.

– Qué buscas -dijo Santiago.

– ¿Les conté que quería ser cura? -dije yo. Santiago asintió, entornando los párpados y moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo.

– Vos también, muy coherente.

Volví a sentarme. Parecías sumamente enfrascada en la contemplación de una de tus uñas. Verte las manos me alegró.

– Tres veces en dos días -dijiste sin levantar la cabeza-. Y que a los ocho años leíste al padre Damián.

– La vida del padre Damián. Siempre cuento lo mismo, es más fácil. Un cura salesiano, el padre Molina, me recomendó que leyera la historia del padre Damián. Para templar mi carácter. Damián de Veuster, que dio su vida por cuidar a los leprosos de Molokaki. -Y pensé dos días no, no dos días sino seis o siete horas sumando todos nuestros encuentros, qué estaba haciendo con el único tiempo que teníamos. -El padre Molina era mi director espiritual. Tenía una mano enorme, dos manos; pero yo me acuerdo que nos bendecía con una mano enorme, tipo camión. -Seis o siete horas, pensé, y lo que falta de la tarde y quizá la noche. -Una mano como para caminar de la mano hasta más allá de la tumba. Los chicos lo mirábamos como a un santo. "Si lo das todo, menos la vida, has de saber que no diste nada", decía. Un día lo destinaron a Tierra del Fuego. Hace unos años supe que estaba otra vez en el colegio y volví a verlo, realmente no sé para qué volví. Necesito decirle que soy ateo, padre; no se lo dije así, claro. Le debo de haber dicho: Perdí la fe. Lo que recuerdo bien es que se rio, menos que eso: sonrió como desde lejos. Como en otro idioma. "Expósito", dijo al rato, marcando la equis. "Vos eras aquel rubiecito que tenía un tío secretario de un ministro; te traían en un gran auto negro." No, padre, ése era el alemancito Hermann, yo estaba pupilo, yo era su alumno predilecto, usted me dio a leer la historia del padre fosé Damián de Veuster que sacrificó su vida por amor a Dios y a los leprosos de la isla Molokaki, en Hawaii, yo tengo el pelo más negro que su alma y usted es un hijo de puta que no tiene redención, padre. Naturalmente, tampoco se lo dije. "Sí", decía él, "sí." Miraba por la ventana grande de la rectoría hacia los patios y los claustros. "Ya no los comprendo más", dijo después; le pareció que debía agregar: a los chicos.

– Todo eso me contaste, sí. También lo de las meninges.

– ¿Meninges? -dijo Santiago.

– Inflamación. Veía grande o lejos, cómo te puedo dar una idea. Un túnel en el aire. Una especie de túnel o de esfera.

– Veías estirado -dijo Santiago-, ésa es la palabra. Como si los padres de uno, que están ahí nomás, al borde de la cama, estuvieran remotísimos.

– Un desplazamiento del espacio, sí. Como un vértigo, pero hacia el costado.

– Y las voces ahuecadas. De ahí la impresión esférica.

– ¿A vos te pasó?

– Puta si me pasó -dijo Santiago-. En el fondo, era una hermosura.

– Y cómo estás vivo. Cómo no quedaste idiota o lisiado.

– Eh -dijo Santiago con modestia.

– Che, jujeño -dije entonces-. Por qué no te separas de tu mujer. Abandonas a tu mujer y a tus hijos, te conseguís un amor catastrófico y nos vamos a vivir todos juntos. Te imaginas, allá arriba, las luciérnagas curiosas mirándote pasar. ¿Te imaginas, los cuatro juntos? Vos meta versos y yo meta pensar.

Vos escuchabas o parecías escuchar como si al mismo tiempo estuvieras viendo algo que no estaba ahí. Hiciste un gesto como de frío, una contracción que empezó en los hombros y terminó en la punta de los dedos.

– ¿Y nosotras? -preguntaste.

Lo preguntaste haciendo un esfuerzo por sonreír, por salir de algo. Como quien se obliga a abrir las persianas en una habitación a oscuras.

– Meta cocina -dijo Santiago-. Vos y mi nueva mujer, meta cocina, y estos dos varones enamorados del tiempo, pura inmortalidad y tomar mate a la orilla del río.

– A la orilla de un río, no sé -dije yo-. Vengo de la orilla de un río y no me parece justo. En realidad no vengo de allá, pero es como si viniera. Pensándolo un poco, en mi vida me moví del río y de la luna de mi pueblo. La luna es una de mis imágenes neuróticas, de mis ideas recurrentes. -Santiago, al oírme, hizo un gesto de desolación; aprovechó que el mozo pasaba junto a nuestra mesa y le pidió algo en voz baja. Después volvió a mirarme como quien le dice al otro que siga, que por él no se desanime. -Me doy cuenta -dije yo-. Suelo no reparar en mis auditorios de tierra adentro. Me refiero a Santiago, no a vos -agregué por las dudas-. ¿De qué venía hablando?

– De varias cosas a la vez -dijo Santiago.

– íbamos a irnos, a cualquier parte -dijiste vos.

– También -dijo Santiago-. Pero sobre todo del río y de la luna.

– Sí -dije yo-. Imágenes que siempre vuelven. Vuelven o uno vuelve a ellas, como si se cayera en un pozo. Y es raro. Al fin de cuentas ni siquiera nací en ese pueblo y me fui a los dieciocho años.

– Entonces es cierto: nunca te moviste de ahí. -Santiago desvió la mirada y se rio; siguió hablando con vos.

– Nunca se sale de esa historia, o si se sale es peor. Las mujeres ni lo sospechan, porque en rigor no tienen recuerdos. Pensa en Verónica. A lo sumo tienen memoria y gracias. -Hablaba con vos y eso significaba algo; su tono risueño y distante o el hecho de que hablara conmigo como a través de un puente, porque vos no parecías escucharlo y estabas como detenida en otro lugar de las palabras.

– Y si nunca se movió, hace bien. Dios quiera que le dure. Hay una raza de tipos que no vive más que hasta la adolescencia… Antes de la adolescencia, a lo mejor hay la niñez, y no siempre; pero ponéle la firma que después no hay nada… Graciela, m'hija, vos pareces medio dormida. -Habló conmigo. -Lo que trato de intercalar es que un tipo que pasa los treinta años empieza a oler a podrido.

– Metafísico estáis.

– Es que no como -dijo Santiago y lo apuró al mozo-. Lo escucho, chango.

– No sé de qué estábamos hablando, pero ahora me acordé de una casa. -Te miré. -Sé perfectamente que hablábamos de irnos a cualquier parte, los cuatro. Lástima que Santiago de a ratos envejece y que el único nombre que se me ocurrió para su viuda es una reminiscencia de Dante, da un poco de frío, ¿no? Hace un momento también hiciste ese gesto. Es el viento, que viene del Paraná. Hay una casa muy vieja, en San Pedro, en la barranca. O había hace muchos años. Una casa con un mirador. El mirador tiene una grieta que baja hasta la cornisa de la portada. Como una cuña. En verano, alrededor de las dos de la mañana, te sentás en el tercer banco de la plaza de la iglesia, a la izquierda, como viniendo del río, y esperas. Ya de por sí la rajadura impresiona bastante, fuera de que tiene la forma de un triángulo y eso debe de ser simbólico. Cuando el reloj del cabildo da el primer campanazo hay que tener los ojos muy abiertos, fijos en el mirador, y arrepentirse de todos los pecados. Entonces empieza a aparecer la Loca, en mitad de la rajadura. Primero ves un resplandor; después, nadie sabe. Yo veía una especie de cabeza de tigre, amarilla y veteada de fuego. Que es amarilla, es amarilla, aunque a veces tira a colorado. Linda y jodida, decía un amigo mío, como la idea del suicidio. Cuando pensaba entrar en el Seminario yo veía un triángulo y un ojo, la órbita fosforescente del ojo de Dios, espiándome a mí solo. Más adelante y según el estado de ánimo, he visto el sangriento sexo femenino del universo, la luna, mi corazón desgarrado entre las estrellas y la esfera famosa, no la de Pascal sino la del reloj, donde todas las que pasan hieren pero la última mata. En fin, no se puede describir. Hay que verlo. Al lado de eso, el resplandor final de la casa Usher es un tubito fluorescente, Dios me perdone.

– Te noto conversador -dijo Santiago-. ¿Cómo era lo de mi divorcio?

– Te enamorabas de una tal Beatriz -dije yo. El mozo dejó sobre la mesa un especial de salame y queso.

– Y nos íbamos. -El jujeño habló en medio de un mordiscón descomunal. -Y yo abandonaba a mi mujer y a los chicos.

– O no los tenías -dijiste vos, conciliadora-. Lo principal es irse.

– Con Beatriz -dije yo.

– Esteban -dijiste.

Santiago se tomó su tiempo para tragar, reflexionó un momento y dijo:

– Sí, señor. Trato hecho. Todo el noroeste del país sabe que adoro a mi mujer, pero sobre todo como era en el último otoño. Y a mis changos siempre les noté cara de huérfanos. ¿Y a dónde nos íbamos?

– A Brasil -dijiste.

– No seas europeizante, Oribe -dijo Santiago-. Hay dos tipos básicos de argentinas. Las que quieren irse a Brasil y las que quieren irse a París. Yo de mi país no me muevo. Los cadáveres se devoran desde adentro, dijo el gusanito.

– De irnos, y no siendo a la montaña, yo propongo un sitio fluvial y frutal, algo entre…

– Entre el Eufrates y el Tigris -dijo Santiago-; el viejo jardín del Abuelo. -Le dio el último mordiscón a su especial de salame y queso. -Qué asquerosidad es comer después de comer.

– Lo que pasa es que la angustia da hambre. O al revés. Lo venía pensando esta mañana, un rato antes de que nos atropellara el auto, cuando me presentaste al astrólogo y al padre Cherubini.

– Cómo que los atropello un auto -dijiste.

– No fue exactamente así -dijo Santiago-. Tampoco le presenté a ningún padre Cherubini.

– Eso es lo que vos crees. Siempre van juntos. Lo que de paso me recuerda que al Jardín no nos van a dejar entrar con mujeres.

– El lugar es lo de menos -dijo Santiago.

– Claro que es lo de menos. -Hablé con vos. -Elijan ustedes.

– Qué ustedes.

– Vos -dije-. O Beatriz.

Lo dije mirando un lugar intermedio entre tu cuerpo y el del jujeño. Hubo un pequeño silencio. ¿Qué irá a pasar ahora?, pensé mientras me tomaba un trago de whisky salido de no sé dónde, porque no recordaba haberlo pedido. El efecto fue descomunal, como si me reventaran un petardo dentro de la cabeza.

– A mi isla, sí -dijo Beatriz.

Epa.

Cerré un segundo los ojos. "Qué te pasa", oí preguntar. Nada, contesté remotamente con la cabeza metida a presión en el eje de una girándula, oooh, fascinado por la cohetería y los colores.

– Nada. Se me heló hasta el alma.

– Te has de haber tragado el hielo -dijo Santiago.

– No tomes esas porquerías -habías dicho.

– Tomate un caldillo -dijo Santiago.

– Entonces es cierto que te vas mañana -dice una voz en la quinta de Verónica mientras yo respondo alguna cosa y pienso que si uno consigue memorizar los meses al revés está absolutamente sobrio. Diciembre, noviembre, septiembre. No, antes está octubre. Agosto, julio. Abrí los ojos y volví a mirar el espacio vacío entre tu cuerpo y el del jujeño.

– A mi isla, sí -dijo Beatriz-. Déjense de dar vueltas y nos vamos.

– Adelante -dije yo-. Por lo menos, todavía estoy vivo. ¿Ya les hablé de la grieta en el mirador?

– Algo.

– Menos mal, porque la casa podía estar en la isla y nosotros cuatro vivir allí. Claro que si la casa no les gusta, nos mudamos.

– Qué nos íbamos a mudar, si era la mejor casa de la isla. No sé si te dije que estudié astronomía. Yo me la pasaba asomado a la rajadura, catalogando estrellas.

– Necesito hablar con Mariano -dijo Graciela.

Marzo, febrero, enero. Ah, macho viejo y peludo, pensé, si paso este sacudón no tomo una gota más en vida. El bar lentamente iba quedándose quieto.

– Yo hacía buñuelos de manzana -dijiste.

– Y yo me los comía -dijo Santiago.

– Te aclaro que el padre Cherubini iba en ese auto. Siempre van juntos -dije yo, un poco a destiempo pero con voz normal-. Y en cuanto a lo de comerte los buñuelos vos solo, está por verse.

– Yo hacía más, no se peleen -dijo Beatriz.

– Y tocábamos la guitarra y el charango -dijo Santiago-. Yo el charango porque soy de Aries.

– Yo también soy de Aries.

– ¡No!

– Sí.

– Qué raro -dijo Santiago-. ¡Beatriz! -gritó de pronto.

Miraba hacia la salida del bar. Ahora, pensé, el mozo da parte al manicomio de Oliva.

– Se va -dijo Santiago-. En cuanto algo la asusta, ella se va.

Hubo una pausa.

– Anda a buscarla -dije yo.

Santiago te miró, me miró, miró furtivamente hacia el mostrador, se puso de pie y caminó gesticulando hacia la puerta. Cuando volvieron de allá, Beatriz decía sabes que no me gusta que tomes de esa manera, después te pones mal, y Santiago gritaba que ser borracho no es deshonra, peor es ser puto.

– Santiago, estás loco -dijiste vos. Estabas alarmada realmente, no sé de qué lado de la realidad; pero debió de ser en aquél porque miraste al mozo y encendiste un cigarrillo. La primera vez que te veía fumar.

– Todo en orden -dijo Santiago-. Fijate, ya no llora más.

Motivo más que suficiente como para celebrarlo en la isla bebiendo vino en bota con ensalada de hinojo, robar nísperos del color de las abejas, andar los cuatro desnudos a medianoche, vos trenzar collares de ceibos y yo colgártelos, Santiago y yo pescar mojarritas de panza de plata, a ustedes darles lástima y volverlas a tirar al río, salir nosotros a cazar chanchos salvajes a garrotazos, comprar ustedes cosas inútiles en los remates de aduana y nosotros pagarlas sin mover un músculo…

(-¿Qué tipo de cosas? -dijo Beatriz.

– Qué sé yo, sobre todo tulipas -dijiste vos.

– Tulipas pero con cenefas -dijo Beatriz.

Sobre todo tulipas de ópalo con cenefas -dijiste vos.)…y aunque nada de esto pudo suceder hubo, en algún instante brevísimo de la tarde, algo así como un dibujo que estuvo a punto de cerrarse, un orden a punto de reconstruirse, pero en ese momento vi cruzar desde el hotel al señor Ripul, todo pantalones y mal agüero, el señor Ripul que entró en el café, llegó a nuestra mesa y habló con Santiago.

– Teléfono de Jujuy, señor. Lo llaman de la maternidad.

Nos miramos.

– Se acabó -dijo sonriendo Santiago.

Y ya que hay que explicar las cosas de algún modo, puedo decir que en ese momento vi realmente y por última vez en mi vida a Beatriz, vi sus ojos enormes e incrédulos que interrogaban al jujeño y supe en el corazón que Santiago no le había dicho nada de esto ni había roto con su mujer, típico del jujeño, son tan buenos estos desgraciados que por no lastimar a nadie siempre terminan haciendo las cosas del peor modo posible, Beatriz ahí, sus ojos como dos grandes gotas de agua purísima sobre una hoja verde, llorando de este lado de acá de la realidad, en ese bar frente al hotel o en la quinta de Verónica, y yo nunca había visto nada parecido a esto, lloraba de frente, a cara descubierta y era una cosa monstruosa e insensata, lloraba sonriendo mientras retrocedía hacia la nada, vos tenías las manos cruzadas sobre el mantel y te mirabas la punta de los dedos, íbamos a tener que irnos de la isla, una lástima, se estaba bien allá, hasta demasiado bien, no podía durar toda la vida.

Santiago cruzó.

– Para qué tomas esas porquerías -dijo Graciela.

– Para despertarme -dijo Espósito.

XIX

El final de este libro es necesariamente imposible. Con los años, Espósito recordaría las últimas horas de aquella larga noche como un hombre que trata de reconstruir un sueño ajeno, sabiendo que nada de lo que imagina corresponde esencialmente a lo que el otro intenta contarle; sabiendo, sobre todo, que la verdad de los sueños ni siquiera puede ser comprendida por el que ha soñado, porque esas imágenes absurdas, esos rostros vagamente familiares, esas situaciones imposibles, sólo tienen significado en el ámbito y en los paisajes del sueño, según otras leyes, que están más allá de nuestra razón y con un lenguaje que no es el de la vigilia. Nada de esto está sucediendo ahora, pensó al volver del planetario; y también: Hace años que me fui de esta casa. Dos ideas que no significaban nada y que, sin embargo, en aquel momento, tuvieron la solidez de una certeza que no exige ni admite la menor demostración. También pensó que si esto era lo que se llama estar borracho no resultaba muy agradable. La casa y la poca gente que quedaba parecían ir diluyéndose, como una acuarela bajo el agua. Todo era un poco más lento, más apagado, más incierto de lo debido. De tanto en tanto, un sector de la realidad parecía destacarse imperiosamente, como si algo gritara desde allí. Las manos de Graciela, por ejemplo. Ella había dicho que debía hablar con Mariano pero estaba hablando con Patricio. Esteban vio el movimiento circular, lento, con que los dedos de Graciela acariciaban el camafeo sobre su pecho. Duró un segundo. Ella giró la cabeza y desde allá miró a Esteban. Apartó la mano, le sonrió. La forma de una hoja puede servir para reconstruir un árbol y hasta una especie entera, o, un hueso mínimo, un animal extinguido hace milenios. Ciertos gestos casi imperceptibles son algo así.

– Adiós, joven -dijo el arquitecto. Verónica apareció junto a Esteban.

– Rompan lo que gusten -dijo-. Yo me retiro a mis ruinas. La niña del camafeo te conducirá a tu cuarto.

– Verónica miró hacia el lugar donde Graciela hablaba con Patricio. -Supongo -agregó.

– Patricio ya no estaba. Graciela y Mariano hablaban en voz baja.

– Dónde te habías metido -dijo Verónica.

– Di una vuelta por la casa. Quiero preguntarte algo.

– Adiós, querida -dijo la chica que descendía de Bustos.

– Mi marido te dejó saludos -dijo Verónica-. Qué hacían vos y mi marido, uno a cada lado del nogal.

– Entonces es cierto que yo hablé con él -dijo Esteban.

– Me parece que esta conversación ya la tuvimos -dijo Verónica.

– La tormenta. Nos vamos.

– Gracias por haber venido -dijo Verónica.

– Hablábamos -dijo Esteban.

– Y de qué hablaban.

– De cierta clase de hijos de puta -dijo Esteban. Verónica pareció a punto de decir algo. Se limitó a sacar un cigarrillo de una cajita labrada que había sobre una mesa.

– Dame fuego. Qué querías preguntarme.

– Varias cosas. Una tiene que ver con Santiago. Me gustaría saber si vos estuviste enamorada de Santiago.

– Quién te contó un disparate tan precioso.

– Nadie. Es algo que se me ocurrió hace un momento, algo que tiene que ver con tu planetario.

– Sí -dijo Verónica-. Y qué más querés saber.

– Quiénes son todos ustedes, qué es esta casa. Quién es Graciela.

Verónica lo miraba como si lo viese por primera vez.

– Bueno, es más grave de lo que yo pensaba. Te hago preparar un buen café.

Hizo ademán de irse. Esteban la tomó del brazo.

– Necesito saber cómo es ella.

– Caramba -dijo Verónica.

– Qué quiere decir eso.

– Me estás apretando el brazo.

– Contéstame.

– Preciosa reunión -dijo la japonesita-. Adiós.

– Gracias por venir -dijo Verónica.

– Yo te alcanzo -dijo Lalo.

– Quiere decir -dijo Verónica -que la gente, la gente real, no es. Veo que a esta altura el café no te va a servir de nada. -Sirvió dos vasos altos de whisky con hielo y le dio uno a Esteban. -¿Cómo te puedo explicar? La gente, la gente real, nunca es. La gente está. Va y viene, y todo es según cómo, y desde dónde se la mire llegar o irse. La mayoría de las veces lo mejor es no mirar.

Esteban observaba fascinado los reflejos del hielo entre las marejadas de aquel líquido untuoso.

– No mirar.

– Deja de revolver ese vaso y tómatelo de una vez -dijo Verónica-. Mareas. No mirar a la gente, amor. Lo que sí voy a decirte es esto. Hace treinta y siete años que Verónica se acuesta todas las noches con Verónica y todavía no sabe si existe, y vos, que llegaste ayer y anuncias a todo el mundo que te vas mañana como si tuvieras que asistir a tu propio funeral, mientras todavía se discute en aquel sillón si dormirás una sola noche con Graciela, queros saber cómo es, cómo somos todos. Vamos al parque a mirar la tormenta, a lo mejor te despeja. Me queros explicar, de paso, cómo te las ingenias para embarullar todo. ¿Qué hace ella, allá?

Treinta y siete años, pensó Esteban. A la tarde me mintió.

– Supongo que ese chico también necesitaba conocer algunos detalles.

Verónica lo miró inexpresiva.

– Chico -dijo después de un momento-. Para mí todos ustedes tienen casi la misma edad.

Casi, pensó Esteban. Territorio vasto e irrecuperable donde caben comarcas enteras con su gente y sus lunas sobre el agua, sus amaneceres, sus árboles del paraíso en las veredas, con el remoto silbato de los trenes que pasan sin detenerse en sus estaciones muertas, su plaza con su iglesia, sus calles húmedas cuando cae la noche. La edad del hombre no se cuenta por años sino por esas imágenes que acumula la memoria, como la tierra acumula y superpone napas, ciudades enterradas, bosques carboníferos y muchas veces fragmentos irreconocibles de algo que es como el eco de una música perdida. No lo pensó con estas palabras, ni siquiera es cierto que lo haya pensado. Vio la silueta de un olivo, vio la cara de una mujer desconocida en la ventanilla de un tren, vio la galería de un colegio.

Y lo que vio significaba la única cosa que trataría de articular con palabras toda su vida. No tenemos más que el pasado. La vida no es ni será, siempre fue, y vamos caminando hacia la vejez y la muerte sobre los escombros del hombre que fuimos, del adolescente que fuimos, del niño que fuimos. Sólo que no siempre había sido de ese modo, hubo un Esteban Espósito al que las cosas le sucedían realmente ahora, y ese Esteban no estaba separado de éste por años sino por días, acaso por horas. Si fuera cierto lo que dijo el astrólogo, si se pudiera recuperar con el arte lo que se ha perdido, si eso sirviera de consuelo o le diera una mínima alegría a alguien. Pi, pi, pi: mensaje a las estrellas. Yo estuve en esta ciudad, conocí a un hombre llamado Santiago, me acosté con Verónica, tal vez me enamoré de una muchacha que pudo ser de cualquier manera pero de la que sólo vi lo que acaso no existía, y ninguna de estas cosas fueron grandes acontecimientos ni tuvieron sentido para nadie, salvo para mí, pero todavía están sucediendo y no dejarán de suceder mientras alguien reciba este mensaje. Socorro. Salvad nuestras almas.

– Buenas noches -dijo un señor.

– Y ése es por fin todo el misterio -dijo Verónica-. Él es capaz de hacer cualquier cosa, por ella, y ella lo sabe.

– Explícate mejor -dijo Esteban.

– Que yo no me arriesgaría a rechazar, a cambio de nada, a un hombre que me quiere. Si así te gusta más.

– De quién estás hablando.

– Me tenés harta -dijo Verónica. Esteban se reía.

– De acuerdo. Sólo que no se trata de eso. Escúchame, esto es muy importante para mí. Dentro de unas horas, cuando me vaya de Córdoba, alguien habrá ganado una especie de batalla dentro de mí, no pongas esa cara. Si elijo las palabras va a ser peor. Todo el día estuve tratando de imaginarme que ella…

– Pero te vas mañana -dijo Verónica.

– Sí, me voy mañana y probablemente no vuelva nunca. No habrá cartas ni llamadas de larga distancia ni postales para las fiestas. Pero yo necesito saber quién era, cómo era, qué sentido tuvo. No se trata de su historia. A mi modo conozco toda la historia con todos sus detalles. Hasta puedo imaginarme unos cuantos.

Esteban miró hacia el sillón. Mariano se había ido.

– Graciela se queda -dijo Verónica.

– Ya sé que se queda -dijo Patricio.

– Me voy con vos -dijo la Austin.

– No sé qué es lo que queros saber -dijo Verónica.

– Lo sabes perfectamente. Contéstame.

– Quédate y averígualo. O llévatela. O por lo menos acostate con ella esta noche, y déjanos en paz. Te voy a revelar un gran secreto. Esta ciudad es anterior a tu llegada, todos nosotros somos anteriores a tu llegada. Córdoba y el mundo en general ya estaban hechos antes de tu aparición…

Ya dije que el final de este libro es necesariamente imposible. Las páginas que siguen, y algunas anteriores, nunca fueron escritas. Se basan en unos apuntes inconexos y casi ilegibles agregados por Espósito, en hojas sueltas, a su cuaderno Leviatán. La idea de que la historia se escriba a sí misma lo había ido ganando en los últimos tiempos. "Nadie es realmente autor de su propio libro", pensaba, "y yo menos que nadie." Darle forma a lo que falta no es más que aceptar esa idea.

Verónica alzó una mano y la agitó suavemente junto a la cara de Esteban.

– Gracias por haber venido.

El cerro entero se iluminó de golpe. Se abrió una ventana, las luces de la casa se apagaron y el viento y la lluvia arrasaron el parque.

– ¡Al cerro! -gritaba Facundito-. ¡A ver el fin del mundo al cerro!

Pasó junto a Espósito, agitando las manos sobre la cabeza, al frente de un pequeño grupo. Un gran cortinado, flameando, barrió copas y botellas; los vestidos de las mujeres revoloteaban en la oscuridad. Alguien tomó a Verónica por la cintura y la arrastró hacia el parque. Esteban volvió a mirar el sillón: Graciela no estaba. Se quedó quieto, en medio de la sala, tratando de poner en orden sus ideas hasta que se dio cuenta de que estaba solo en la casa. "En ese momento tuve un pensamiento absurdo; pensé que si no conseguía salir de esa casa y encontrar a Graciela, la noche no terminaría nunca." Después estaba en el parque buscándola bajo la lluvia entre el caos de los automóviles, las risas, los gritos de despedida de los que partían y el retumbar de una cuba sobre la que alternativamente golpeaban, como en un timbal, unos muchachos entre los que vio a la chica del poncho rojo mientras Facundito, ululando como un indio que convocara la lluvia, cantaba a gritos el fin del mundo. En medio del tumulto, alcanzó a ver la cara tártara del profesor Urba, quien le dijo algo que Esteban no pudo oír, pero a lo que de todos modos asintió, lo que dio lugar a que el padre Custodio, asomando sorpresivamente la cabeza por la ventanilla de un coche, se llevara un dedo al párpado inferior del ojo, con gesto admonitorio. Vio el vestido de la Austin entrando como un tornado de flores en el automóvil del tío Patricio; volvió a ver el ánfora sostenida por el angelote de piedra. Qui que tu sois, voici ton maítre: il l'est, le ful, ou le doit étre. Los focos de los autos y los relámpagos iluminaban los últimos fragmentos de su viaje a Córdoba como una película que está a punto de cortarse, pero el viento y la lluvia, como si pulieran el contorno de las cosas, dotaban a esas imágenes casuales y ya sin ningún sentido de un esplendor que nada había tenido hasta ahora. Sin demasiada conciencia de lo que hacía se fue alejando del ruido y de las luces. Cuando distinguió, entre un mínimo bosque de magnolias, la cúpula de un cenador, se dio cuenta de que nunca había estado antes en ese sector del parque y que, sin embargo, no había llegado allí por azar. Buscó con la mirada un aljibe recubierto de cerámicas con un complicado ornamento de hierro, hasta que dio con él. Giró la cabeza hacia la derecha y vio un alero de tejas españolas sobre una arcada que daba a una galería lateral. Tuvo la certeza de que, en algún momento de la noche, Graciela le había hablado de ese aljibe y esa arcada. "Nunca recordé más tarde las precisas palabras que me habían guiado hasta ese lugar, ni el tono de su voz, esto último, sobre todo, me alegro de no recordarlo, pero yo estaba allí porque esas palabras, seguramente pronunciadas en voz baja, seguramente dichas sin mirarme, existieron." Subió a la galería sabiendo ahora, sin ninguna duda, que a unos pocos pasos había una puerta que daba a una escalera que daba al piso alto de la casa. Apoyada en una de las columnas estaba Graciela. La luz de un coche que maniobraba para salir de la quinta iluminó su alta figura inmóvil, su cara vuelta hacia el parque, su vestido negro empapado por la lluvia. "Seguí la dirección de sus ojos, esperé un segundo y, cuando la luz del coche terminó su giro, vi lo que ya sabía que iba a ver." Hay un muchacho inmóvil en el parque. Sola en esa galería, Graciela está a punto de abandonarse a un gesto de Esteban o del muchacho. "Me di cuenta de que Mariano sólo tenía que pronunciar una palabra o avanzar un paso para llevársela, y sentí que eso era precisamente lo que debía suceder y lo que, por alguna razón, yo había venido a impedir." Sintió la indecisión de ella, el amor y la desolación del chico; supo que Verónica y Bastián habían dicho la verdad. La ciudad y sus historias eran anteriores a él, la ciudad lo excluía y lo rechazaba; mirado desde los ojos de Mariano, él era el Mal. "Después me vi caminar hacia Graciela, me vi desde la mirada de Mariano, la vi abrir una puerta y entrar conmigo en esa casa." Graciela abrió la puerta y entraron. En algún lugar ella se detuvo y, con seguridad de sonámbula, buscó algo en un nicho de la pared. Un fósforo ardió en la oscuridad y fue la última vez que Espósito le vio las manos. En el nicho había una palmatoria con una vela. Lo demás es el contorno de su espalda guiándolo por un pasillo, por una escalera, a través de puertas, hasta una habitación del piso alto desde cuya ventana podía verse, allá abajo, extendida como una constelación, la ciudad. Durante años Esteban Espósito recordará esa imagen, su última imagen de Córdoba, como inscripta en el cuerpo húmedo por la lluvia y ahora desnudo de Graciela junto a la ventana. Sentado en el borde de la cama, él mira su cuerpo y sólo ve la ciudad, del mismo modo que, durante años, creerá recordar a una mujer y sólo recordará la espadaña de las Teresas, una hilera de putas furtivas junto a un paredón, la ruina del Calicanto, se recordará a sí mismo recibiendo algo de una sirenita y pensando con asombro que nunca imaginó antes la niñez de una sirena, o recordará un cartel con el dibujo de un volcán, un puente de piedra, la espalda de Santiago yéndose por una galería condenada. Espósito fue hacia la ventana; acaso ni siquiera era cierto que la ciudad pudiera verse desde ahí. Pero allá estaba. Como un firmamento invertido; como si un mar inexistente reflejara las estrellas de un cielo que no era ese cielo. Tal vez un día regresara para tratar de comprender qué había significado todo esto. Tal vez le fuera concedido sentir, a través de las palabras, esa cosa enigmática y quizá imposible que los hombres llaman amor o, aunque sólo fuera, recobrar el efímero contacto de ese cuerpo que ahora, ya en la cama, se desvanecía como un fantasma entre sus manos.


– Gracias por haber venido -dijo Verónica.

– Graciela Oribe -dijo la señorita Etelvina.

– Y vos, ¿quién sos? -dijo Bastían.

– Lo comprendo, joven -dijo el doctor Cantilo-, no crea que no lo comprendo.

– El gusto ha sido mío -dijo un señor angelical con cara de mandioca.

– Alta -dijo el señor Ripul.

– Un temperamento, cómo le diré, novelesco -dijo Patricio.

Mariano no dijo nada.

– La guerra -dijo la Austin.

– Es una historia de amor -dijo Lalo. Inés no dijo nada.

– Graciela, te llamabas -dijo Esteban.

La Sirenita abrió la mano.

– Ceca -dijo.

– Canta, chango -dijo Santiago-. Toda la máquina canta.

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