Prólogo cristiano con abominables interrupciones de un emperador romano

"El historiador perfecto, al propio tiempo que debe poseer suficiente imaginación para dar a sus narraciones interés y colorido, debe asimismo dominar de tal modo su arte que sepa contentarse con los materiales acopiados por él y defenderse de la tentación de suplir los vacíos con añadiduras de su propia cosecha".

Lord Macauly


Cuatro soldados, Severo Severiano Carpóforo Victorino, surcan los vericuetos del mercado, a conciencia de que van a ser detenidos. Sus cuatro cascos emplumados gaviotean airosamente por entre el humo de los sahumerios y los pregones de los vendedores ambulantes, llévate esta cinta azul para los tobillos del efebo por quien suspiras, higos más dulces que la leche de Venus madre, refrescantes tisanas de avena para el gaznate de los sedientos, redondas y espesas tortas de miel amparadas bajo el apelativo maternal de placentas, el perfil de Diana papando moscas desde un camafeo color ladrillo. Al martilleo redundante de sus sandalias gruñen los perros de Roma, se mean los gatos de Roma, una vieja romana les endilga una procacidad colectiva sin desabrochar la mirada veterana de las cuatro braguetas exuberantes que transitan al nivel de su cacharrería. Los cuatro hermanos, Severo Severiano Carpóforo Victorino, caminan de frente, ajenos a la policromía primaveral de los tenderetes, sin oler la adolescencia de las manzanas ni el berrenchín de los traspatios, agria certeza a cuestas de que no dormirán esta noche en sus camas, ni tampoco en cubículo de mujer mercenaria. Son cristianos, y ensalmados por esos nombres de mártires que les encasquetó su madre, ni el alfanje del Ángel de los Santos Amores los librará de figurar con aureola en el elenco del almanaque.

Severo Severino Carpóforo Victorino son soldados del ejército imperial, indómitos para la pelea como jabalíes, roqueños para el sufrimiento como columnas del Circo Máximo, disciplinados para la maniobra como fluir de acueductos, soldados dijimos. Son cristianos, de la misma secta delirante de Pablo y Orígenes, pero el cristianismo ha dejado de ser en Roma un espectáculo truculento, comilona de fieras y empurpurador de espadas, para apuntalarse en el espíritu público como religión prestigiadora, cuasi señorial. El senador Cornelio Savino, nieto del tribuno del mismo nombre que contribuyó al despachurramiento de Calígula con una cívica estocada en el hipogastrio del déspota, ha limpiado su mansión de discóbolos en lanzamiento, Martes en reposo, Venus pechugonas, sátiros rijosos, hermafroditas dormidos y otras chucherías grecoromanas, para transformarla en iglesia del culto a Jesucristo. Doroteo, chambelán mayor del palacio de Diocleciano, hasta ayer no más epicúreo practicante, ya no se embriaga con mostos de Sabina y Falerno sino con la palabra sagrada y capitosa de los Evangelios. Mauricio, denodado caudillo de la legión Tebea, garrapatea en su frente apresurados signos esotéricos antes de entrar en combate. Se avecina a ojos vistas el Ímplantamiento ad eternum de la nueva religión, la derrota inexorable de los 300 tipos promiscuos de adoración, la desbandada de los 32.516 dioses que en Roma convivían y que ahora patalean acorralados por un solo Dios verdadero. Nubes implacablemente preñadas anuncian el naufragio ético y filosófico y material del paganismo, cuando de repente el emperador Diocleciano, soberano de avanzadas luces y generosas entretelas sucumbe a las prédicas siniestras de su conmilitón y yerno Galerio y decreta

I. Se estremece uno en su sarcófago refunfuña Diocleciano.

II. Galerio era apenas un hirsuto becerrero búlgaro, yo lo hice remojar sesenta mañanas consecutivas en mis ternas hasta despojarlo del hedor a chivo, ya enjuagado lo casé con mi hija Valeria, ya casado lo convertí en César, vale decir mi sucesor, ya César lo expedí a matar yacigios, carpos, bastarnos, a gépinos y sármatas, actividad más de su agrado que acostarse con la Valeria, bachillera que todo lo discutía, sin excluir las posiciones en el triclinio.

III. La cristianofobia de Galerio tuvo génesis, no en ofuscaciones raciales y religiosas, no en pelambre de corazón y ruines instintos, sino en el justificable prurito de llevarle la contraria a su onerosa cónyuge, cualquiera te soporta, hija mía, Valeria besuqueando crucifijos, Valeria huroneando catacumbas en compañía de su madre: mi esposa Prisca, execrable tarasca estotra de perfil y emperramientos etruscos.

IV. Ante mi impresionante política de conferirme por decreto estatura y atributos de Júpiter, la mentada Prisca decidió encarnar al pie de la letra una cargosa personificación de Juno con el olímpico designio de amargarme la vida y el gobierno, estoy hasta la diadema.

V. Galerio, a mayor abundamiento, era hijo de una bruja o sacerdotisa de los montes Dacios, ya se me había olvidado, tetas lo amamantaron con leche de hechicerías, canciones de cuna le inculcaron con sonsonete que los cristianos traían mala sombra, como en efecto la traen.

VI. En uno y otro caso, feminan quaerite, cherchez la femme balbucean en su media lengua las tribus de la Galia, enturbiando con sus belfos los límpidos manatiales de Virgilio.

VII. Galerio carecía, empero, dé cacumen dialéctico para convencer a nadie, y a Diocleciano menos que a nadie, presencia mía ante la cual se quedaba mudo y tieso como el falo de Priapo, apabullado por mi preeminencia en todos los campos, inclusive en el militar que es tu oficio y tu idionsicrasia, Galerio. No olvidarás nunca aquellas calendas de septiembre en que me vi precisado a salir en campaña para impedir que Narsé, rey de Persia, desenvainara la cimitarra y te dejara eunuco de ambas, como habían hecho antes esos mismos beduinos con el pobre Valeriano.

VIII. La encubridora leyenda que intenta desplomar sobre los hombros de mi yerno Galerio la responsabilidad de mis occisos cristianos, urdida fue por el joven poeta Lactancio, papista hasta la cal de los huesos, beato camandulero de ora pro nobis y demás exorcismos, Lactancio pretendió conciliar sus convicciones religiosas con los vínculos familiares que conmigo lo ligaban (no era africano como cuentan, sino hijo mío y de una honorable dama romana, eso sí, putísima, llamada Petronia Vacuna, esposa de Cornelio Máximo, ya no les ocasiono la más mínima mancilla a ninguno de los tres cuando lo reseño públicamente, diecisiete siglos después del parto), Lactancio se dio a pregonar en sus filiales libracos impostores que yo era un anciano bondadoso y que solamente la perversidad desenfrenada de Galerio y su insistencia, que te tumban Diocleciano, que te andan buscando la vuelta, me inclinaron a desatar aquellas galopantes persecuciones contra la cristiandad, a saquearles sus iglesias, confiscarles sus propiedades, quemarles sus pergaminos, obligarlos a sacrificar ante nuestros dioses que era lo más jodido para ellos.

IX. Si no lograron atraparme en sus redes los zorrunos socráticos ni los platónicos palabreros, si se estrellaron Polibio con su elocuencia, Cornelío Labeo con su sabiduría, el pitigriego Hierocles con su sutil ferocidad, si de nada valieron los enjambres de persuasivos silogismos aristotélicos, de entimemas estoicos, toda esa morralla que derramaron sobre mi rústica cabeza dálmata con la finalidad de demostrarme que tales cristianos eran plaga más afrentosa y requerida de destrucción que el mismísimo Cartago, ¿de dónde iba a sacar sesos el palurdo Galerio, mi salvaje Galeriote, para emponzoñarme la bilis y precipitar mis ímpetus a tan exterminadoras puniciones?

X. Ni Galerio, ni sofistas, ni pitonisas, ni arúspices, ni entrañas de gallos negros, ni revelaciones sísmicas de los dioses, sino decisión que salió de mis jupiterianos testículos, y si dimanó de tan majestuoso recinto fue porque perentoriamente lo exigía la salvación de un imperio que llegó a mis manos putrefacto, gusarapiento, hediondo a muerto y asediado por el mosquero.

Severo Severiano Carpóforo Victorino se han alejado de los mármoles impúdicos, de las trompetas disonantes y de los tufos aceitosos, y peregrinan ahora a campo traviesa, Vía Apia arriba. A sus espaldas zumban como moscardones las discrepancias seculares entre los árabes y los judíos de la Porta Capena. Los cuatro cornicularios marchan marcialmente, y no hacia el Rin, ni hacia el Danubio, ni hacia el Eufrates. Nada le preguntan al muchacho que trae las cabras y que viene al encuentro de ellos entre anhelante y asustado, ya lo han violado cinco o seis veces por andar pastoreando rumiantes en las afueras libertinas de Roma con esos crespos dorados y esa mirada de antílope. No atisban a derecha ni a izquierda, no vacilan ante las barrancas ni ante los zarzales, no los desorienta el aturdido revoloteo de las palomas ni el flechazo sin destino de las golondrinas. Al dedillo conocen la ruta: más allá de los olivares de Mandraco Germánico, más allá del encinar de Pomponio Afrodisio, pasado el arroyo de aguas grises, a cincuenta pasos de una roca con ancas de paquidermo, está el brocal de la catacumba. Trabajo les cuesta introducir los escudos, las espadas, los cascos, las lanzas, los petos escamosos, las rodillas, las botas tobilleras, las cabezas, los codos y las señales de la cruz en aquel agujero incómodo, propicio si acaso para ser penetrado por artesanos y pastores de túnica corta, esa plebe que va sin mangas y descalza por los caminos.

Entran a duras penas los cuatro hermanos, descienden como lagartijas por una rampa húmeda y resbalosa, caen en un relleno de dura arcilla apisonada, Severiano a gatas encuentra una lámpara acurrucada en el sitio preciso donde debía estar, la enciende según el procedimiento empleado para encender lámparas al despuntar el siglo IV (¡vaya usted a saber!) e inician un devoto recorrido a través de un laberinto de lóbregos pasadizos. Desde las paredes los atisban los nichos de los enterrados, algunos muy recientemente, tal la pestilencia que de su carroña echa a volar. Su encarrilamiento de baqueanos los guía tinieblas adentro hasta el parpadeo de las antorchas, hasta las resonancias atonales de las oraciones, hasta el rupestre socavón donde le están dando sepultura a alguien.

Este muerto debe ser un cristiano de primera clase. Basta observar el cortejo de romanos de alto coturno y romanas de barrocos peinados que lo lloran, le encienden velas y le rezongan misereres. Victorino no tiene ojos para el difunto sino para su sobrina Filomena, el nombre lo supo una hora más tarde, guedejas derramadas sobre ambos hombros, alba frente comprimida por una doble cinta claveteada de zafiros, torcaces en el busto realzadas por un cordón de púrpura que en su base las aprisiona, rosadas colinas (se presienten) bajo los pliegues de la estola. El coro de mujeres que la rodea, cristianas como ella, son en este mundo desigual sus solícitas esclavas. La primera le ondula los rizos, la segunda le ennegrece las pestañas, la tercera es fiadora de la blancura de sus dientes, la cuarta le depila las axilas, la quinta le macera los senos

con leche de yegua castaña, la sexta le embetuna de ungüentos la espalda, la séptima le frota la piel del vientre con una esponja perfumada, la octava le vierte esencia de jazmines en los muslos, la novena cuida de sus pies como de dos pichones, ¡ay, Victorino, que te condenas!, la décima le recita al amanecer epigramas de Marcial para que sonría y la undécima le lee por las noches la Tebaida de Estacio para que se duerma.

Marcelino, el Sumo Pontífice, aligera la ceremonia, réquiem aeternam, ¿qué buscarán esos cuatro cornicularios aquí, a esta hora? Dona eis Domine, con la cantidad de rumores que están corriendo en Roma, Domine exaudí vocem meam, anoche soñé que me devoraba un horrendo león de Numidia, et lux perpetua luceat eis, y estas hemorroides que no me dejan en paz, amén.

– ¿Qué sucede, hijos míos?- le temblequea el algodón de la barba, Marcelino es docto benévolo piadoso pero medio cagueta.

Severo, el mayor de los cuatro hermanos, lleva la voz cantante. Ha entrado en vigor el edicto de Diocleciano. Más de cuarenta cristianos fueron sometidos a tortura esta misma mañana. Casi todos, ¡Dios sea loado!, permanecieron impávidos bajo el dolor y las cumplidas amenazas. Se negaron a sacrificar a los dioses paganos, murieron proclamando su fe en Jesucristo, iluminados por el júbilo de subir a los cielos.

– Una verdadera apoteosis, padre, una reconfortante fiesta del espíritu.

– ¿Y todos ganaron el paraíso? ¿Todos sin excepción?

Severo cabecea sombríamente. A tres o cuatro, entre cincuenta, no los acompañó el corazón, se quebraron como cristales bajo los latigazos, sacrificaron a los falsos dioses para salvar el pellejo. Y uno solo, ¡mal rayo lo parta!, habló lo que no debía.

– ¿Qué dijo?- la barba del Sumo Pontífice es una ijada de coneja.

– Colgado por los pies de la bóveda de un pórtico, enloquecido por el cauterio de un tizón que le chamuscaba las nalgas, el acólito Sapino Cabronio abjuró de sus creencias, Satanás comenzó a cantar por su boca, dio una lista interminable de nombres, el miserable tiene una magnífica memoria, ubicó nuestros templos, se ofreció a conducirlos por entre el enredijo de las catacumbas, ya deben venir por ahí, y si no extendió su denuncia a nosotros cuatro fue porque estábamos presentes en calidad de militares galardonados, pero nos denunciará en la segunda palinodia, ya verá usted.

Victorino no aparta los sentidos de la hermosa romana que llora a su tío. La hermosa romana deja un instante de llorar a su tío para preguntarse quién será aquel apuesto miliciano que en cripta tan sagrada se ha lanzado a morir por sus pedazos. El carcaj de Cupido, hijo de Venus y Vulcano (o tal vez Marte), el carcaj de Cupido no respeta ni las recónditas cavernas de la nueva religión.

– ¡Diocleciano, oh funesto Diocleciano! clama Marcelino melodramático y zurrado. No contento con haber fragmentado el imperio romano en cuatro tajadas, desmembrando de ese modo torpemente la poderosa patria de César y de Augusto, no contento con haber inventado esa absurda y descabellada tetrarquía que

XI. ¡Por Júpiter! brama Diocleciano. ¿Cómo se atreve un vejete judío, sin patria y sin prepucio, a invocar la grandeza y la integridad del imperio romano para enjuiciar mi sistema tetrárquico de gobierno que es, modestia al carajo, el más prodigioso hallazgo político que ha realizado hombre de estado alguno, de Licurgo a nuestros días?

XII. Yo no nací para emperador, al menos así se desprendía de las apariencias, sino para cultivador de hortalizas, capador de cerdos o soldado muerto en combate; no tuve padre cónsul, ni abuelo senador, ni madre ligera de cascos, circunstancias que tanto ayudan en los ascensos, sino que me engendró en mujer labriega un liberto del senador Anulino, liberto y padre mío que en su niñez rastreaba moluscos por entre los peñascos de Salona.

XIII. Pero desde muy joven me indicaron los presagios que en mis manos germinaría la salvación de Roma: la estatua de Marte enarbolaba el escudo cuantas veces pasaba yo a su lado, una noche se me apareció el propio Júpiter disfrazado de toro berrendo bajo la luz de un relámpago; comprometido por tales auspicios me hice soldado sin amar la carrera de las armas; me esforcé en razonar como los filósofos cuando mi inclinación natural era berrear palabrotas elementales en las casas de lenocinio; me volví simulador y palaciego, yo a quien tanto agradaba sacar la lengua a las obesas matronas y acusar en público de pedorros a los más nobles patricios; obtuve la jefatura de la guardia pretoriana no obstante el asco Que me causa el oficio de policía; y finalmente le sepulté la espada hasta los gavilanes al Prefecto del Pretorio, Menda que no podía ver una codorniz herida sin que se me partiera el alma.

XIV. Y cuando ascendí por riguroso escalafón de homicidios a emperador de Roma, ¿qué restaba del imponente imperio de Octavio y Marco Aurelio? Quedaba un inmenso territorio erosionado por el roce de todos los vicios, amenazado desde el exterior por los bárbaros de más diversos bufidos y pelajes, minado en el interior por los nietos y biznietos de los bárbaros que se habían infiltrado en la vida pública a horcajadas sobre el caballo de Troya de las matronas cachondas, una nación exprimida y depauperada por los agiotistas, una república de cornudos y bujarrones donde ya nadie cultivaba la apetencia de sentarse en el trono, porque sentarse en el trono constituía experimento más mortífero que echarse al coleto una jicara de cicuta.

XV. Así las cosas, subí yo al gobierno con dos miras precisas: reconstruir el devastado imperio y morir en mi cama con los coturnos puestos, esta última empresa más difícil de sacar a flote que la otra, si uno se atenía a los antecedentes inmediatos. Oído al tambor en los postreros cincuenta años:

al óptimo soberano y ejemplar hijo de familia Alejandro Severo se lo echaron al pico sus soldados, acompañado de su admirable madre Mammea, que también obtuvo su mortaja;

le correspondía el trono a Gordiano I, mas Gordiano I se dio bollo a sí mismo al tener la noticia de cómo el exorbitante Maximino (un metro noventa centímetros de altura) se había cargado a su hijo Gordiano II;

en cuanto a Maximino, y de igual modo a Máximo, a quien el gigantón había designado como César, fueron tostados por la tropa;

le tocaba el turno a Balbino, y lo peinaron alegremente los pretorianos;

venía en la cola Gordiano III que, al par de su tutor y regente Misisteo, recibió matarili de Felipe el Árabe;

un lustro más tarde los oficiales de Decio madrugaron a dicho Felipe el Árabe, durante la conmemoración de la batalla de Verona, en tanto que a su hijo Felipe el Arabito le llenaban la boca de hormigas en Roma, doce años no más tenía el pobrecito;

Decio a su vez fue traicionado por sus generales y entregado a los godos para que esos bárbaros le dieran la puntilla;

Galo al bate, lo rasparon sus milicianos y, después del consumatum est, se pasaron a las filas de Emiliano;

los mismos destripadores le extendieron pasaporte a Emiliano, a los pocos meses, por consejos de Valeriano;

el sufrido y progresista Valeriano cayó en manos del persa Sassanide Sapore, lo torturaron aquellos asiáticos, lo castraron sin compasión, lo volvieron loco a cosquillas, lo enjaularon como bestia y, de postre, le arrancaron el pellejo en tiritas, ¡caníbales!;

a Galieno, poeta inspirado e hijo de Valeriano, lo siquitrillaron unos conjurados, inducidos a la degollina por un general de nombre Aureolo;

Claudio II, que vino luego, le cosió el culo a Aureolo, en justiciera represalia;

la peste, o un veneno con síndrome de peste, ayudó a bien morir a Claudio II;

apareció entonces un tal Quintilio, hízose pasar por hermano del difunto, pero no tardó en suicidarse, lo cepillaron es la verdad histórica, a los 17 días de vestir púrpura imperial;

surgió inesperadamente Aureliano, mano de hierro, el único en el pay roll con categoría de emperador romano, lo cual no impidió que el liberto Mnesteo, asesorado en el de profundis por el general Macapur, le cantara la marcha fúnebre;

llamaron a Tácito, un venerable anciano de 75 años que ninguna aspiración de mando albergaba en su arrugado pecho, lo coronaron contra su voluntad y al poco rato le cortaron el resuello;

y como Floriano, hermano y heredero de Tácito, pretendió el muy ingenuo gobernar sin el respaldo del ejército y sin la aquiescencia del senado, no transcurrieron tres meses sin que le doblaran la servilleta;

entró en escena Probo, un tío inteligente y precavido que logró mantenerse seis años sobre el caballo, creyó entonces haber llegado al momento de hacer trabajar a los soldados en la agricultura, le fabricaron en el acto su traje de madera;

un año después fue limpiado Caro misteriosamente, unos dicen que fue un rayo y otros dicen que su suegro;

quedaba Numeriano, hijo de Caro, mas el prefecto Arrio Apro lo puso patas arriba;

y en ese instante me adelanté yo al proscenium y, para no ser el de menos, descabellé a Apro y le compré su nicho, mientras Carino, legítimo aspirante a la corona, era borrado del mapa por la mano de un tribuno a quien el mentado Carino le barrenaba la esposa;

¿es éste un imperio honorable o una trilogía de Esquilo?

XVI. Único salidero para escapar del magnicidio era la aplicación de la teoría euclidiana de las proporcionalidades y proporciones, y conste que estas tímidas inmersiones en las linfas de la cultura griega son consecuencia de las prédicas de Ateyo Flaco, erudito esclavo corintio que me llevaba las frutas secas del jentáculum (desayuno, caballeros) a la cama. El cálculo aritmético señalaba que, si existían cuatro emperadores en vez de uno, las posibilidades de degollar a un emperador se reducían a un veinticinco por ciento. Y si ninguno de los cuatro príncipes tenía su asiento en Roma, cuando los ciudadanos capitolinos, que eran los más tenebrosos, decidieran sacarles los tuétanos y arrojar sus cadáveres al Tíber, veríanse compelidos a sobrellevar agotadoras expediciones hasta remotas comarcas para transportar los cuatro fiambres, acortándose así el veinticinco a un reconfortante cinco por ciento, menos del cinco si alojaba a Maximino en Milán, colocaba a Constancio Cloro en Germania, establecía a Galerio en la futura Yugoslavia y yo me largaba a Nicomedia, en el Asia menor, lo más lejos posible de estos lombrosianos.

XVII. Otrosí. La razón más usual de morir los emperadores romanos se originaba de esta guisa: a los generales triunfantes se les subían los humos a la cabeza y decidían asesinar a sus soberanos con el propósito de sustituirlos en el solio máximo. Y como los generales triunfantes eran imprescindibles para mantener a raya a los francos, británicos, germánicos, alamanes, borgoñeses, iberos, lusitanos, yacigios, carpos, bastarnos, sármatas, godos, ostrogodos, gépidos, hérulos, batrianos, volscos, samnitas, sarracenos, sirios, armenios, persas y demás vecinos que aspiraban a recuperar sus regiones tan honestamente adquiridas por nosotros, ocurrióseme la idea de seleccionar tres generales, los tres generales más verracos del imperio (mi mejor y más obediente amigo, un segundo a quien convertí en mi yerno y un tercero a quien convertí en yerno de mi mejor y más obediente amigo) y otorgarles tanto rango de emperadores como el que yo disfrutaba, con igual ración de púrpura que yo, aunque la verdad era que no mandaba sino el suscrito.

XVIII. Es esa la tetrarquía, una mesa con tres patas en el aire y una sobre la tierra, un absolutismo sin déspota, un centralismo sin ombligo, una circunferencia sin centro y, más allá de sus contornos formales, una tentativa institucional, no de resucitar a Roma porque eso era pedir la luna, sino al menos de momificar su cadáver, como hacían los egipcios con sus difuntos más queridos para evitar que la familia se les pudriera ante sus ojos.

Severo Severiano Carpóforo Victorino ocupan la mesa más apartada en la taberna del liberto Casio Cayo, gladiador retirado, cartaginés de progenie, lo atestiguan pigmentación y pasa. Casio Cayo, tras despanzurrar idóneamente a cuanto adversario de red o escudo se le puso por delante en la arena, ha instalado este expendio de vinos y viandas, era legítimo que explotara en alguna forma una popularidad adquirida a costa de tantos riesgos y tanta eutanasia. El propietario en persona, cíclope de alquitrán y ébano, atiende a sus clientes, tansporta jarras de vino y los platones de cordero humeante, sepulta las monedas en un inmenso carriel de gacela que cuelga de su cintura.

Severo Severiano Carpóforo Victorino le dicen que sí, le toleran su canción al juglar napolitano que va de mesa en mesa, ineluctable calamidad en toda taberna romana. Y el solista emprende, con acompañamiento de altisonante corno, sistro destemplado y zampona lacrimosa, un lamento rastrero destinado a rogarle a una señora que decline su orgullo y vuelva a Sorrento. Entonces los cuatro soldados se declaran románticamente mediterráneos, piden pulpos en vinagre y porrones de resinoso vino de Chipre. No obstante su coraje de combatientes y la firmeza de su fe cristiana, avizoran con fundada tribulación el trance místico que les aguarda. La palma del martirio es don inefable y glorioso, se escala el paraíso en un dos por tres, ya lo saben, pero les resulta un tanto prematuro exprimir tan bienaventurada merced antes de cumplir treinta años. Especialmente Victorino, enamorado desde hace menos de cuatro horas, Filomena que perfumas mis recuerdos, la melodía napolitana me corre por las vértebras cervicales como una pincelada de miel.

Hablan escasas incoherencias, o simulan que hablan, simulan que beben, simulan que oyen los quejidos de la zampona, no perciben los efluvios sospechosos de los calamares, siempre pasados en los restaurantes de Roma. Es que no son capaces de desclavar los ojos de los escalones de mármol que trepan a la calle, helicoide de caracol enroscada a una estatuilla protectora de Baco. El dios de los taberneros eleva un racimo de uvas con la mano izquierda, mientras sus dedos (anular, medio e índice) de la derecha organizan un signo a todas luces sicalíptico.

A ras de esos escalones han de asomar dentro de un instante los correajes de las sandalias, los calcañales de los guardias pretorianos que vendrán a detenernos, guiados por Sapino Cabronio el apóstata, qué apóstata, el hijo de perra que nos ha delatado, nos esperó emboscado al regreso de las catacumbas, nos vino siguiendo como el arrastramiento de una serpiente hasta la puerta de la taberna de Casio.

La aparición de los esbirros desencadena un sobresaltado revoltillo entre los parroquianos de las otras mesas, ninguno romano sino todos bárbaros asimilados, británicos impasibles que han traído con ellos sus perritos, galos que chupan con los ojos en blanco los tentáculos fesandés de los pulpos, germanos que se han levantado varias veces de sus asientos para ir a contemplar de cerca la estatuilla de Baco y acariciar sus proporciones, iberos empecinados en vocear sus problemas hogareños desde la segunda garrafa de vino, sirios que han extraído unos mugrientos naipes de sus mantas yjuegan entre bisbiseos y recíprocas miradas incendiarias, cada uno se imagina que la policía pretoriana viene por él, se asombran todos y se sosiegan cuando la ven dirigirse hacia los únicos cuatro romanos que están presentes en la taberna, militares de casco coronado por añadidura.

– ¡Deponed las armas! ¡Estáis detenidos!- grita el comandante de los pretorianos.

– ¡Hágase la voluntad de Dios!- dice Severo.

– ¡En sus manos encomiendo mi espíritu!- dice Severiano.

– ¡Venga a nos el tu reino!- dice Carpóforo.

– ¡Idos a la mierda!- dice Victorino

Ante estas últimas cuanto elocuentes palabras los guardias pretorianos, que son doce, se abalanzan sobre Victorino, ármase la de Dios es padre. Vuelan en parábola las mesas, los bancos, las fuentes y las vasijas; el vino salpica de escarlata las paredes; chillan como gatas en fornicación las esposas de los galos; se mezclan irreflexivamente los iberos en la trifulca; los sirios aprovechan el tumulto para escabullirse sin pagar. Casio Cayo ve su negocio en peligro, olvida su prepotente musculatura y sus credenciales de gladiador invicto, lejos de intervenir en defensa de sus clientes se limita a balar como un cordero extraviado en la maleza:

– Pax vobis, pax vobis.

Los guardias pretorianos se los llevan a todos, no sólo a los cuatro hermanos por quienes han venido, sino también a los iberos que se inmiscuyeron en la ajena contienda, y a los germanos fondilludos, y a los galos refinados, y a los mismos británicos tan yertos y tan respetables. Con el rumor de sus presos en fila suben las escaleras y desembocan en una calle atestada de aurigas dicharacheros, turistas preguntones y prostitutas de cacería. A lo lejos resuenan los gritos que emanan del Circo Máximo, vocerío de un público que presencia como todos los años las pugnas atléticas entre romanos y milaneses, esta vez triunfan los milaneses como todos los años, tres a cero, ¡oh Roma, inmutable e inmortal!

Casio Cayo queda como alma en pena en su taberna, con una germana gorda y desmayada por toda compañía. El ex gladiador se pasea a grandes zancadas por entre los bancos tumbados, las mesas con las patas al aire, la vajilla hecha añicos, la estatuilla de Baco sin el racimo de uvas ni los dedos inverecundos. Y aquel gigante que jamás parpadeó ante la espada ni ante el tridente de los contrincantes, llora con hipidos y mocos, llora el deterioro de sus mesones sin desbastar, el derramamiento de su vino adulterado y el despilfarro de sus chipirones podridos.

– El culpable no es otro sino Diocleciano- dice el tabernero en medio de sus sollozos, se permite apostrofar al emperador acogido a la exclusiva presencia inerme de aquella germana anestesiada, la walkiria continúa desmayada o haciéndose la desmayada en la esperanza de que la ultrajen de obra.- Ese tirano ególatra no piensa sino en el esplendor de su indumentaria, en la magnificencia de sus termas, olvida, desprecia a los hombres de trabajo, a los comerciantes que somos las fuerzas vivas del imperio. Insaciable en su codicia, derrochador del patrimonio ajeno, no se cansa de acumular tasas e impuestos sobre

XIX. Jamás pretendí -dice Diocleciano- que mis doctrinas económicas conquistaran la aprobación de los taberneros ni de los apóstoles ¡cocodrilos! del libre comercio, ni de los sacerdotes ¡escorpiones! del mercado negro, porque justamente a limar la codicia de tales piratas estaban encaminadas.

XX. La moneda andaba realenga, a merced de alzas y bajas arbitrarias, yo la vinculé a la tasa de oro, le edifiqué una estabilidad que nunca antes había conocido.

XXI. Los especuladores estipulaban por su cuenta y ganas el precio de los productos, no en el cuadruplo sino en ocho veces su valor, y más todavía ¡sanguijuelas con barbas!, yo dicté un decreto riguroso que los obligaba a cobrar por las cosas tan sólo lo que en exactitud debían costar.

XXII. Los acaparadores almacenaban las mercancías para provocar escasez y venderlas luego en estraperlo, yo los metí en la cárcel sin contemplaciones, les encajé multas cuantiosas, los arruiné cuando se me pusieron recalcitrantes, les apliqué la pena de muerte cuando se me volvieron incorregibles.

XXIII. La producción se desenvolvía sin plan ni concierto, libre fabricación que originaba un tótum revolútum de la economía nacional, yo obligué a las industrias privadas a planificar sus operaciones, embarqué al estado en la creación de manufacturas prósperas.

XXIV. La administración pública funcionaba a cargo de limitadas manos, carentes de control y no siempre honestas, yo tejí una eficiente red burocrática, les proporcioné empleo a millares de ciudadanos, diluí la responsabilidad a base de una vigilancia mutua.

XXV. El progreso del país se había estancado a consecuencia de los zangoloteos políticos, yo recabé tasas de los ricos, llevé a cabo un plan de obras públicas de dimensiones nunca vistas, sembré de escuelas y de termas cada ciudad, desvivido por higienizar las mentes y los cuerpos de mis subditos.

XXVI. Y si bien es cierto que fracasaron mis doctrinas, como han fracasado y fracasarán por siempre las teorías económicas cuando se enfrentan a la cochina realidad, de todo lo anterior se deduce que este modesto servidor de ustedes ha sido el precursor, el pionero de las siguientes bagatelas: el patrón oro, el control de precios, la planificación de la economía, los sistemas tributarios, la carrera administrativa, la nacionalización de las industrias y

XXVII. y el laborismo británico, por Mercurio.

Severo Severiano Carpóforo Victorino, ya despojados de lanza, escudo y casco, pero aún ceñido al pecho el coselete de escamas metálicas, están de pie ante un tribunal que preside un juez calvo, desgalichado, artrítico y socrático. Hoy se siente más artrítico que lo último porque noviembre desciende húmedo del Palatino y se clava como colmillo de víbora en sus enardecidas articulaciones. Del maestro ateniense conserva apenas la conciencia de su ignorancia y una sonrisa irónica de becerro muerto.

– Se os acusa de cristianos- dice el juez con desgano.

– ¿Quién nos acusa?-dice Severo.

– Os acusa el testigo Sapino Cabronio, cristiano como vosotros hasta el día de ayer. Entre la sexta y la séptima hora volvió a la religión de sus antepasados, de nuestros antepasados, a requerimiento de la voz tonante del padre y rey de los dioses, que amontona las nubes y vive en el éter, el propio Júpiter tronó su nombre procelosamente desde un rincón de la celda.

– No te creemos- dice Severo.

– A Sapino Cabronio lo colgaron de un pórtico- dice Carpóforo.

Le quemaron la espalda con una antorcha dice Severiano.

Se le enfriaron los cojones dice Victorino.

Un aleteo de togas estremece al centenar de curiosos, libertos en busca de empleo, familiares de los acusados, la audiencia en masa. Plebeyos comentarios rezongan los vendedores de salchichas hervidas, embutidas en lonjas de pan y salpicadas de salsas orientales, ya se llamaban canes calidi (hot dog en latín, lector ignaro). El magistrado impone silencio a golpetazos del mazo de madera, puño censorio del poder judicial.

– ¿Sois cristianos o no sois cristianos?- esta vez el togado no se anda por las ramas.

– Creemos en Dios Padre Todopoderoso dice Severo.-

– Y en su Único Hijo Nuestro Señor- dice Severiano.

– Y en el Espíritu Santo dice- Carpóforo.

– Y nos cagamos en Palas Atenea y demás inquilinos del Olimpo- dice Victorino.

El presidente del tribunal entorna la mirada hacia la estatua de Minerva Zosteria que se encumbra a su espalda. Presiente el nacimiento del rayo exterminador que habrá de pulverizarlos a todos, acusados, acusadores y público. Pero Minerva permanece impávida ante la desafiante blasfemia, su amparadora diestra en alto, su casco a medio ganchete y sus ojos soñadores.

– ¿Eso significa- dice el juez- que os declaráis malos hijos de la Patria, destructores de la religión y de la familia, agentes de una teología extranjera, mancilladores de vuestro honor de militares?

– Nos declaramos- replica Severo los más auténticos hijos de la patria, pero cristianos, los más amantes vástagos de nuestra familia, pero cristianos, los más celosos guardianes de nuestro honor de militares, pero cristianos.

Y nunca agentes de una teología extranjera sino fieles siervos del único Dios verdadero que no es extranjero sino universal atiza Carpóforo.

Al juez, abandonado por el sarcasmo socrático que era el carcaj de su inteligencia, se le apaga la sonrisa. Le quedan pedradas aristotélicas de orador estoico romano:

Roma y sus dioses son una entidad indivisible, ergo, no podéis traicionar a los dioses sin traicionar a Roma. El Augusto Diocleciano es el instrumento de Júpiter, el emisario de Júpiter sobre la tierra, ergo, no podéis renegar de Júpiter sin renegar de Diocleciano. Y si traicionáis a Roma, si renegáis del emperador, ¿cómo pretendéis mantener la condición de probos soldados imperiales y no confesaros felones indignos del uniforme que lleváis encima?

– No es que lo pretendemos Severo da la espalda a los especiosos silogismos del juez, al mazo de madera y a la Minerva de mármol para arengar al populacho sino que lo hemos demostrado en los campos de batalla. Sin la impávida ferocidad de los soldados, centuriones, tribunos y generales cristianos, mal habría podido Roma salvar el pellejo, hacer huir en desbandada a los bárbaros que la acosaban. Sebastián, Pacomio, Víctor, Jorge, Mauricio, Exuperio, Cándido, Marcelo, a quienes Diocleciano degradó, arrestó o ajustició por cristianos contumaces, ¿qué eran sino heroicos paladines de Roma? Cometéis execrable injusticia cuando nos acusáis de desleales. Desleal ha sido, en tal caso, el propio Diocleciano que, cegado por su odio hacia la cristiandad, persigue y hostiga a quienes han

XXVIII. Un momentino, un momentino. Yo no persigo a los cristianos porque los odie sino porque les temo (les temo dije), porque los considero la única potencia (potencia dije) capaz de carcomer, destruir y, algo más grave, sustituir nuestro sistema. El cristianismo no es más aquel puñado de predicadores zarrapastrosos, no la hez que mentaba Celso, sino una maquinaria compaginada y recalcitrante, sectaria como los judíos, filosofante como los griegos, testaruda como los árabes, visionaria como los hindúes, sufridora como los chinos, colonialista como los romanos. Y virtuosos, los muy cabrones, para que más nos duela. Cuando ellos predican: no matarás, no robarás, no mentirás, no fornicarás, no te hartarás, no holgazanearás, no rascabuchearás la mujer ajena, le están echando en cara de retruque a la sociedad romana los vicios capitales que la corroen y que la llevarán al pudridero.

XXIX. Avizoré el peligro antes que nadie, cuando escuché decir que el cristianismo había comenzado a expulsar de sus filas a los ascetas dogmáticos y a los prometedores de utopías, doble lastre de histerismo que le entrababa las alas, con dogmáticos y utópicos no triunfa ninguna doctrina.

XXX. Les propuse primero un concordato, un entendimiento porque yo no soy Nerón ni me provocaba el cuerpo matar gente, me acogí como transacción a la fórmula monoteísta de Aureliano, ofrecí dejar de lado el gang de dioses griegos chismosos, concupiscentes y genocidas; ya no funcionaban como teogonia, habían degenerado en personajes grotescos del teatro cómico.

XXXI. Intenté unificar el imperio, fundir todas las sectas bajo el culto a un Dios exclusivo, el Sol o Júpiter, pero me estrellé ante el aferramiento de los cristianos; aceptaban con mucho gusto la idea del dios único, siempre que fuera el de ellos, no os digo que son una vaina muy seria.

XXXII. Me designaron un obispo suyo en la vecindad de cada prefecto mío, tramaron una red celular paralela a la ordenación administrativa del imperio, se dedicaron a catequizarme el ejército, amanecían bautizando soldados y confesando centuriones.

XXXIII. Cuando llegó a mis oídos que Sebastián, el tribuno de la primera cohorte pretoriana, situaba los sermones de su pontífice por encima de las órdenes de su emperador; que Mauricio, jefe de la Legión Tebea, se negaba a sacrificar a los dioses en desacato a las voces de mando de su superior en jerarquía militar; cuando vi a milicianos de pelo en pecho, ayer panteras para el combate, cada uno con cien cadáveres de bárbaros en su haber, cuando los vi sometidos a un catecismo bobalicón que les ordenaba: ama a tu enemigo, pon la otra mejilla, comprendí que mi obra de reconstrucción estaba a dos dedos del abismo, porque ejército sin disciplina ya no es ejército, ejército sin furia tampoco es ejército, y si Roma llega a perder su ejército, arrivederci Roma.

XXXIV. Persigo a los cristianos sin mucha fe, es cierto, porque nací sin fe; y sin ninguna esperanza porque crecí sin ella; la esperanza es lo primero que se pierde. Sé perfectamente que las ideas, incluso las religiosas que son las más rudimentarias, no se ahogan con sangre ni se matan con muerte, y que cuando un sistema apela a la tortura física para someter a sus impugnadores es porque ese sistema se siente incapaz de argumentar, de subsistir. Sé más aún. Sé que Roma está boqueando su papel histórico, ya creó y difundió la lengua y las leyes, latín y derecho, sermo atque jus, que eran la razón de su existencia, ya ninguna otra dádiva puede ofrecerle a la humanidad salvo la contemplación de sus ruinas, cuando ruinas sea. Y sé también que estos cristianos aguantadores, fanáticos, onanistas, envidiosos, sombríos y desaseados cumplirán a cabalidad la misión de enterradores.

XXXV. Pero un emperador romano, si lo es, no acude jamás al recurso de rendirse sin combatir. Otro príncipe vendrá, más dúctil o pragmático que yo, desprovisto de escrúpulos que le impidan pactar con los cristianos a dictado de ellos, ése enlodará su frente augusta con el agua sucia del bautismo, ése vencido se proclamará vencedor, ése entreverá en las nubes el signo de la cruz para salvarse él y salvar de paso los detritus de Roma. Pero ése no se llamará Diocleciano, amigos míos.

XXXVI. Este que veis aquí no hará tal cosa sino invalidar por un tiempo a los cristianos a hierro y látigo, no hay otra manera, abdicar luego el trono como ha prometido, despojarse públicamente del manto de púrpura y de las insignias imperiales, refugiarse en el albatros octogonal de piedra que ha construido entre los acantilados del Adriático, consagrarse a la custodia de las coles y lechugas que alegran el mantel de su huerto, y echarse finalmente a dormir varios siglos sobre las dos hileras de granito rojo que mantendrán en alto su sepulcro.

XXXVII. Y si por ventura llega a nacer otro Tácito, maravilla que en duda pongo, él escribirá sencillamente: "Diocleciano fue el último emperador romano digno de tal nombre". Con eso me basta, coño.

Severo Severiano Carpóforo Victorino atraviesan la sala de torturas con la cabeza en alto, el caminar resuelto, disimulando el nudo que les endurece la garganta y el mínimo goteo que les humedece las ingles. Para volverlo recinto de suplicios han acondicionado un templo de Esculapio, las aguas del Tíber lamen los cimientos, un oleaje de césped y florecillas cabrillea hasta el nacimiento del alto podio, el aroma de los pinares apacigua la severidad de las columnas. Esculapio, hijo de Apolo, Esculapio que dedicó sus facultades divinas al difícil empeño de librar a los hombres de los dolores de la muerte, está aquí sin su aquiescencia, patrocinando dolor y muerte, quejidos y estertores. Su corazón desaprueba tanta sevicia pero ninguna mediación le es posible desde su rigidez de mármol, de mármol su serpiente, de mármol su voluntad, de mármol su bastón.

Severo Severiano Carpóforo Victorino rebasan el costado del acúleo cuyas uñas de hierro están manchadas de sangre cristiana, pasan junto a los torniquetes del potro que ha descoyuntado huesos cristianos, aún flota en el aire un tufo grisáceo de cadáver, un vaho de visceras chamuscadas que el aletazo de la noche no borra, que la respiración de los pinares no borra, que el perfume del incienso desfigura pero no borra.

Severo Severiano Carpóforo Victorino cruzan la cela del templo y son atados al vientre de las cuatro columnas corintias que se yerguen en la sombra. Los han desnudado totalmente como a Prometeo sobre el risco. Los brazos se juntan allá arriba enlazados al nivel de las muñecas, los rostros jadean adheridos a la blanca neutralidad de la piedra, curtidas ligaduras les entrecruzan las espaldas, recios cordeles les inmovilizan las piernas. Seis esbirros del prefecto examinan los largos látigos de pesadas canicas en los extremos. Entre los esbirros hay uno tuerto que destila por el ojo sano una crueldad viscosa, ése sopesa las plomadas con meticulosa voluptuosidad, comprueba profesionalmente el temple de las correas, calcula el espacio y la distancia favorables al mayor sufrimiento de los sentenciados.

– Os brindaremos una última oportunidad- dice el jefe de los verdugos, hijo de puta como todo torturador.

Pero se le atraganta el discurso. Una oleada de voces remonta la avenida de álamos que conduce al templo, se encrespa cuando desemboca en las escalinatas, acentúase en clamoreo, irrumpe en el pórtico con estruendosa heterofonía. Es Diocleciano en persona, Jovius Diocleciano, Júpiter reencarnado, el primero de la tetrarquía, que ha venido desde Nicomedia, que ha descendido desde su trono babilónico para asistir al interrogatorio final de los cornicularios, llamemos las cosas por su nombre, para salvarles la vida in artículo mortis a esos cuatro cachorros de su invencible ejército.

– Numen imperatoris.

A su paso los subditos romanos, civiles y militares, mujeres y niños, caen de rodillas en adoración desenfrenada, besan golosamente los pliegues de su manto. Diocleciano es un individuo de largos huesos y extendidos hombros, tiene cuello de potro y peina una barba lineal que le rodea los maxilares, le chorrean los bigotes como a los filósofos asiáticos, sus ojos miran asombrados aunque penetrantes, esquemáticos pliegues le cruzan la frente, sus grandes orejas se equivalen como asas de una cabeza geométrica (así aparece en monedas y medallones de la época), es un hombre correcto en sus modales y paciente en sus coloquios (así lo describe Chateaubriand en una novelita inaguantable).

Deslumhra su vestimenta como relámpago de seda y pedrería que centelleara en socorro de los cuatro cautivos. Divinidad olímpica injerta en ídolo oriental, alrededor de su frente refulge la diadema mística, emblema de la eternidad, mensaje de la blanca luz inmarcesible, polvareda del Sol, dominus imperii romani. Rubíes entretejen sus cabellos, záfiros circunvalan su pescuezo, turquesas aprisionan sus dedos. Un anchuroso manto de tisú, espejeante de guiños diamantinos, le cae hasta el empeine de las chinelas persas en pliegues y repliegues irisados. Un espeso cinturón de oro, tachonado de perlas y topacios, le ciñe la cintura a ras del ombligo. Más que emperador romano, avanza a la cabeza de los centuriones un escaparate de la Vía Condotti.

Diocleciano penetra en la luz cernida del pórtico, un gesto suyo pone en retirada a los verdugos, se detiene ante las cuatro columnas del castigo, habla confidencialmente para los cuatro mozos amarrados, su monólogo trasciende apenas en una leve vibración del barboquejo de pelos que le enmarca el rostro.

No he venido a dirimir con vosotros problemas metafísicos, hijos míos, sino a libraros de la Parca impía que ya entre sus garras os tiene. Al fin y al cabo sois cuatro valerosos soldados de Roma cuya sangre me enorgullecería si se derramara en combate por la patria, pero me laceraría el alma si llegara a correr bajo los látigos de mis sayones. No os pido que reneguéis pública y ostensiblemente de vuestra religión, ni que sacrifiquéis un siervo a Marte en vez de cantar un salmo a Moisés, ni siquiera os reclamo que me rindáis la adoración postrada que a mi dignidad celestial corresponde. Simplemente os propongo, para dejaros en disfrute pleno de vuestra libertad y de vuestra juventud, que digáis una pequeña oración a Esculapio, una escueta jaculatoria que me permita justificar ante los otros tetrarcas mi inaudita indulgencia. Esculapio, lo sabéis, era un dios altruista como el vuestro, hacía andar a los paralíticos y resucitaba a los muertos como el vuestro, fue sacrificado como el vuestro por ejecutar milagros en la tierra sin autorización de Júpiter, es decir, del Dios Padre Todopoderoso. Afirmad no más en alta voz "creemos en Esculapio", aunque por dentro estéis pensando "creemos en Jesucristo" y, lejos de liar el petate, seréis libres. Os advierto, por si os interesa, que Marcelino, obispo de Roma, vuestro Sumo Pontífice, al primer zurriagazo cantó el Ave César y otros recitativos, sacrificó sus corderos a Plutón, entregó los libros sagrados, la gran cagada. Decid no más…

– Nunca- interrumpe el vozarrón de Severo. La apartada concurrencia (militares, cortesanos, esbirros, mendigos) vuelve hacia él los rostros estupefactos.

– Jamáis- dice Severiano.

– Never- dice Carpóforo.

– Emperador, no comas mierda- dice Victorino, a sabiendas que esa frase escatológica figurará como sus últimas palabras en el Libro de los Mártires.

Diocleciano los contempla un breve instante con una albúmina de melancolía en los ojos taladrantes, murmura entre dientes "idiotas, cien veces idiotas", les da la espalda en viraje de mutis dramático, desciende lentamente las escalinatas, agobiado por el resplandor de sus ornamentos, sumido en un silencio incurable.

El capataz de los verdugos está contento. Todavía más satisfecho luce el tuerto que había aceitado las correas múltiples del látigo, el tuerto temió por un momento que la magnanimidad del emperador le malograra la tarde. La voz de mando estalla como un surtidor entre los fresones del ocaso:

– ¡Comenzad!-

Glorioso San Ramón Nonato -reza la señora- Consuelo no nacido de los nardos de María como el Salvador sino de madre muerta, que tan blanca es la muerte como los nardos; bienaventurado San Ramón Nonato,

no llegado a la playa desde el vientre vivo de una ballena comojonás sino parido por hoguera yerta, mariposa de yelo que te dio el ser; desdichado y paciente San Ramón Nonato, por la madre que no conociste, por los esclavos que libraste de cadenas y de ausencias, por el clavo de fuego que te perforó los labios para que esos labios no glorificaran a Jesucristo, por el candado que te atrancó la boca para que esa boca no suspirara por el martirio, por la llave de dicho candado que retenía el gobernador de los infieles como badajo colgante de sus partes pudendas, por el ángel exterminador que no te permitió llegar a Roma sino sobre las pisadas de cuatro sepultureros; milagroso San Ramón Nonato, ayuda a bien nacer a este niño que anuncian los lamentos de la parturienta como ecos encarnizados de las trompetas de jericó.

Que las yerbas que San Antonio Abad, solitario máximo de la Tebaida, mascaba en el desierto, resguarden a esta madre de fiebres y convulsiones; que los pendones de Santiago el Apóstol, primo hermano de Jesucristo, dispersen el aliento pútrido de los espíritus malignos; que el pañuelo de la Verónica enjugue como llanto toda hemorragia; que la mágica Cruz Blanca la señora Consuelo dibuja tres veces en el aire el signo de la Cruz ilumine el túnel tembloroso de la vida; que la espada fulmínea de San Miguel Arcángel ponga en fuga a los microbios; que el agua lustral del Jordán desinfeccione los tejidos.

Misericordioso San Ramón Nonato, el más misericordioso de todos los santos porque amparas a los seres humanos cuando son apenas sincariones o goleticas náufragas entre las trompas de Falopio, tú que cultivas como gramilla del Señor las vellosidades que dan origen a la placenta, tú que aportas el estambre cuando se teje el hilo portentoso de los cordones umbilicales, tú que vigilas el despuntar de las primeras pelusas y el píopío inicial del corazón y el abrimiento de los párpados como dedalitos de miel, tú trasnochado para que las claridades perversas de la luna no marchiten los pétalos de la creación, a ti te invoco la señora Consuelo cae de rodillas en el cemento para que tus dedos sapientísimos orienten a mis manos torpes, para que derrames tu sonrisa torrencial sobre el surco de estas entrañas primerizas, para que con tu socorro venga a la tierra un niño sano de cuerpo y tierno de esencia, creyente en Dios Nuestro Señor, en la Rosa Blanca que lo alumbró y en el Árbol Sagrado donde murió. Amén.

Nadie ha contado los latigazos, pasaron de doscientos, la exactitud de la cifra carece de importancia, nadie los ha contado por que la sentencia del tribunal ha sido imprecisa y despiadada, "hasta que renieguen de su religión", "hasta que sacrifiquen a los dioses", y los verdugos saben a ciencia cierta (basta mirarles la mirada) que Severo Severiano Carpóforo Victorino morirán callados acérrimos, pulpos sangrantes aferrados a su evangelio. El acólito Sapino Cabronio, ya para siempre espía especializado en perseguir cristianos, en interrogar cristianos para desgraciarlos, anda por ahí, sombra reptante sobre los plintos de las columnas, por si es preciso deshacer una coartada de última hora, Sapino Cabronio se cuida bien de situar su rostro al alcance del salivazo que Victorino le tiene destinado.

Las plomadas de los látigos desgarran como uñas, hieren como puñales, magullan como mazas. Nalgas y espaldas son reguero de anémonas, peñascal de corales, rocío sanguinolento que no cesa, flecos de piel y fibras, colgante llaga. La voz de mando interrumpe una vez más el azotamiento y pregunta por mera fórmula:

¿Renegáis de vuestras fábulas y patrañas judaicas? ¿Retornáis al seno de los dioses romanos?

Severo no responde porque ya ha muerto, ni Severiano porque da el último suspiro, ni Carpóforo porque ha perdido el habla, ni tampoco Victorino porque ha comenzado ha comenzado a oír, a oler y a mirar un espectáculo que escapa a la percepción de sus verdugos. La música de la muerte es una bruma de sonidos que asciende desde el ritmo maestoso del río, enreda su cabellera entre los olmos, roza con pies descalzos la epidermis del mármol y se apacigua en espiral de pájaros sobre el corazón de Victorino. La fragancia de la muerte llovizna en un sutil descendimiento, respiración innúmera de los lirios del cielo, ingrávido plumón de los arcángeles, lucero fugaz que adquiere la piedad del anís y del romero al apagarse en los ojos de Victorino. El ángel de la muerte, su perfil es el mismo perfil inolvidable de Filomena de las catacumbas, el ángel de la muerte surge de un más allá de amor y dulcedumbre para espolvorear de besos la agonía de Victorino.

Severo Severiano Carpóforo Victorino han dejado de existir sobre la tierra. La noche amedrentada por el espejismo de la sangre se refugia en las abras de las colinas a gemir un llanto lechoso de manantiales y luciérnagas. Los perros deambulan espectrales, ventean la ceniza de la luna, aullan en acecho de los despojos. En la terraza del palacio imperial se extingue bruscamente una lámpara.

Santa Librada que viniste al aire reza la señora Consuelo, Mamá olvida sus dolores para escucharla, la señora Consuelo reza desde el rincón del cuarto donde se ha empequeñecido, casi borrado en rosado racimo con tus ocho hermanas, nueve cabritas fugadas de la noche, nueve portuguesitas nacidas para quemarse en el reverbero azul del martirio. En ese mismo instante llega Madre a la Maternidad en un carro de alquiler que sacudió a cornetazos la Avenida San Martín, su marido Juan Ramiro Perdomo va risiblemente solemne sentado a su lado, Madre siente un dolor que le comienza en la columna vertebral y se le desliza como un alacrán por la cintura y se le va cerrando como un gancho de acero al nivel del ombligo, Me duele muchísimo Juan Ramiro, dice ella, Aguanta un poquito que ya vamos a llegar, responde él, el chofer se considera un personaje importante, lo es, toca la corneta autoritariamente. Y en ese mismo instante Mami telefonea al doctor Carvajal, Estoy sintiendo manifestaciones viejo, dice, Vete para la clínica, responde él, y Mami comienza a acicalarse, arrincona los dolores frente al espejo, se pinta, se perfuma, elige los saltos de cama, uno para cada día, irán tantísimas amigas a verla, Mami no pierde jamás la serenidad, cuenta además con la protección de su madre, doña Adelaida se convierte en jefe de operaciones, es la voz de la experiencia, cierra las maletas, ayuda a Mami a bajar la escalera, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia la deja hacer encantado, Qué suegra tan eficiente tengo, dice Calsia tu madre, pantera engalanada de terciopelos negros reza la señora Consuelo, la señora Consuelo sabe que las vecinas están pendientes de este parto de Mamá como de una ceremonia religiosa, las presiente en expectativa más allá de las paredes, la señora consuelo ha aceptado como única ayudante a una prima de Mamá que vino a visitarla, le da órdenes precisas, Traiga periódicos, traiga el anafe, traiga la vela de sebo las conduce con recado de muerte a Sila la comadrona, comadrona como yo, Señor, cristiana como yo, Señor, ¿cómo darles veneno a estos nueve capullos de armiño?, amor y leche es la gracia que imploran, amor y leche dóiles de tu doctrina, a la sombra de tus pies suspiran, Señor, llegaron a ser siervas de un convento perdido entre venados y apreses. Entonces Madre atraviesa puertas metálicas y tabiques blancos, a Juan Ramiro Perdomo no le permitieron pasar del cancel, Solamente la paciente puede entrar, dijeron, la paciente es Madre acosada por dolores que van y vienen, con las respuestas de Madre llenaron una planilla, le piden que se desvista. Le entregaremos la ropa a su marido, dicen, le ponen una bata corta que apenas le llega a la rodilla, una bata de tela áspera y color desvaído, la suben a una camilla, la cubren con una sábana. Y entonces Mami entra a la clínica rumbosamente, con sus dos maletas y su marido y su madre, Buenos días Domitila, dice Mami, Domiúla la esperaba solícita, Domitila la acompaña hasta su habitación, igual a todas las habitaciones de clínica, uniformes como los camarotes de los barcos y las celdas de los frailes, Mami se tiende en la cama con el auxilio de Domitila, solamente ante Domitilia declina su autoridad doña Adelaida, Domitila ha visto tantos partos, tiene intuición, arregla a Mami primorosamente, decide avisar al doctor Carvajal, la cosa está más cerca de lo que doña Adelaida y Mami se imaginaban.

Transparente Santa Librada que ya te creías desposada con Jesucristo la señora Consuelo mandó hervir una lata de agua, mandó planchar las sábanas para que el calor destruyera los microbios, mandó cerrar las puertas y tapiar los resquicios de los postigos, la señora Consuelo no quiere luz exterior, no quiere aire serenado cuando golpea los aldabones Lucio tu padre, gobernador pagano, ojos de selva alevosa, entrañas de reptil, y ordena a sus nueve hijas profanar la blancura de la hostia, ellas prefieren morir entre tormentos, y así suben al cielo tus ocho hermanas, monjitas de cristal y maíz tierno, los serafines las reciben con himnos que huelen a violeta. Ahora Madre ha llegado en su camilla rodante a un largo salón, hay seis mujeres acostadas en camas de colchonetas verdes, son seis caras crispadas por el sufrimiento, una mulata de rasgos cansados puja en silencio los anuncios de su cuarto hijo, las otras cinco gritan sin cortapisas, la italiana sobre todo, Mamma mía, Dio mío, Non ne posso piú, Non ce la faccio piú, la vecina que le tocó a Madre es mucho más prosaica, Cono, Qué vaina tan grande, y se afierra pálida a los listones de la cama. Y ahora Mami se enrumba sobre aceitadas ruedas hacia la sala de partos, su marido el ingeniero Argimiro Peralta Heredia la despide y la reconforta con una elegante sonrisa, Este y no más, piensa Mami, Los hombres deberían pasar por esto para que sepan lo que es bueno, piensa Mami, lleva puesta una preciosa dormilona rosada, Virgen María por los dolores de tu parto ayúdame en este trance, dice Mami en alta voz al cruzar su camilla el umbral del quirófano, el doctor Carvajal la está esperando de bata impecable y guantes de goma blancos.

A ti Sarita Librada, porque eras la más linda reza la señora Consuelo, la señora Consuelo ha colocado a Mamá atravesada en la cama, antes puso tablas y periódicos debajo del colchón, Mamá está con las rodillas curvadas y las piernas abiertas, la señora Consuelo le lavó la región con jabón de Castilla, la señora Consuelo reza y espera pacientemente, rezar y esperar es la función de las verdaderas comadronas manojito de dulzuras, en vez de concederte saludable muerte te quieren desposar con el Rey de Sicilia que escarnece con vino y carcajadas tu voto de castidad, y tú, doncella impenetrable, caes de rodillas sobre los guijarros para rogar con las manos juntas: Jesús, esposo mío, que me nazcan barbas en el mentón, que me broten bigotes sobre los labios, que se ennegrezcan greñas caballunas entre las palomas de mis pechos, que vellos de labriego enluten mis pantorrillas, para que el Rey de Sicilia me rechace, para que sus violentos órganos no pongan en peligro mi virginidad. En cuanto a Madre, ya está trepada a la mesa de partos, el estudiante y la enfermera la ayudaron a meter las corvas en dos medios cilindros de metal, la vulva y sus contornos quedaron iluminados por una lámpara de luz sin sombra que cuelga del techo, cada vez que le vienen los dolores Madre se agarra tensa de dos asas que están al alcance de sus manos, la enfermera la pinta de mercurio cromo con un pincel hecho de algodones, Madre curva los pies y los afinca en un pedal de hierro que sobresale allá abajo, Ya está completa, dijo el bachiller después del último tacto, entonces la trajeron. Y en cuanto a Mami, se encuentra en posición idéntica a la de Madre, las piernas abiertas y la vulva iluminada, aunque el campo operatorio sea más amplio y las sábanas de calidad más fina, el doctor Carvajal se mueve con pausada desenvoltura, a Mami se le encalambran las piernas, Sóbemelas por favor Domitila, dice Mami, a Mami le arrecian los dolores, Se me están acabando las fuerzas doctor, dice Mami, después cae el niño en el canal vaginal, Póngame fórceps Carvajal, lo que sea, no aguanto más, grita Mami por primera vez ha perdido Mami la serenidad, el doctor Carvajal sonríe seguro de sí mismo y de las leyes naturales, sonríe debajo de su tapaboca de gasa.

Y cuando el Señor escuchó tu plegaria reza la señora Consuelo y abandona su rincón, llegó el momento preciso de abandonar el rincón, Puja sin miedo, dice la señora Consuelo a Mamá, las pasitas de negro han comenzado a asomar por entre sangre y aguas densas, un extraño olor inunda el cuarto, un olor no fétido pero sí pesado y hostil, los hombros del feto rotan por sí solos en busca de la salida, y la señora Consuelo se limita a rezar y a recibir el niño y te crecieron milagrosamente cerdas por todas partes, azucena convertida en puercoespín, y el Rey de Sicilia huyó a revienta cinchas desde Oporto hasta Palermo, tu padre incitó a sus sicarios a clavarte en un Uño. Y sucede que el bachiller de quinto año se adelanta decidido hacía Madre, Puje señora, puje, dice el bachiller, la enfermera también dice Puje, Madre puja con todas sus fuerzas, el bachiller coopera con la cabeza del feto en su movimiento de rotación, ya tiene los pies del niño en alto como las orejas del conejo en manos de un prestidigitador, aplica las pinzas al cordón, recibe las tijeras de manos de la enfermera, es varón, dice la enfermera, ¿Qué nombre le va a poner?, dice la enfermera, Victorino, hoy es San Victorino, responde Madre sin mucha convicción. Y sucede que también el doctor Carvajal ha alzado el niño de Mami como un conejo de circo, y que también Mami ha pujado esforzadamente, el doctor Carvajal corta el cordón de un tajo preciso, Es un machito, dice el doctor Carvajal y se lo entrega a Domitila, el nombre se lo pondrá más tarde doña Adelaida, Un machito muy completo, dice la enfermera, Que lo vistan de azul a mi amorcito lindo, dice Mami más serena que nunca.

A ti Santa Librada la señora Consuelo unta de alcohol el cuerpo del niño, le da un par de nalgadas en provocación de resuello y de llanto, extiende una cataplasma sobre el ombligo recién cortado, polvo blanquito que seca y bastante licopodio, lo envuelve como tabaco, lo coloca en un cajoncito que fue de jabón Las Llaves, Ya está chillando el vagabundo, dice Mamá agonizante rosa en las alturas de un madero, a ti peluda Santa Librada de terso vientre femenino que no supo de goces ni de fecundaciones, patrona de los dolores de mujer porque ninguna ha sufrido bajo los rigores del universo lo que tú padeciste sobre la aspas del suplicio, socorro te mendigo en este trance para que las Potencias me permitan salvar al hijo de mócemelo y a la madre de fiebres,, tal como Santa Sila, comadrona como yo, cristiana como;yo, salvó en tropilla a ti y tus ocho hermanas, amén. Madre por su parte se ha quedado pensativa, Madre desencuadernada todavía en su cama mecánica, a Victorino lo condujo la enfermera hasta una larga mesa ya habitada por otros recién nacidos, la enfermera lo frota con alcohol y parafina para desleír la grasa rosada que lo cubre, le arrolla a la muñeca una tira de adhesivo con el nombre de Madre escrito en tinta china, hace la cura del cordón, le toma la impronta de las páticas, lo mide desde el occipucio hasta la planta del pie, le vierte una solución de nitrato de plata en los ojos, lo envuelve en sabanitas blancas, lo acomoda finalmente en una cuna rectangular en compañía de otro niño que nació hace quince minutos, es el hijo de la italiana, llora teatralmente como su madre, Victorino gesticula muy serio tendido junto a él. Y Mami, por su parte, ha pedido su niño para verlo, es rubio y pesa tres kilos con doscientos gramos, el doctor Carvajal le examina los ojos, le examina los dedos de las manos y de los pies, le examina el culito y la paloma, Está perfecto, dice el doctor Carvajal, le estimula los movimientos respiratorios, Domitila se ocupa de curarle el ombligo, Mami regresa sobre ruedas triunfales a su habitación, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia no cabe en sí de orgullo, desde que supo que era varón no cabe en sí de orgullo, a la media hora comienzan a llegar los ramos de flores, se llama Victorino, dice Doña Adelaida.

Hoy es 8 noviembre de 1948, domingo por cierto. La ciudad otea anhelosamente la llegada de la carrera de automóviles Buenos Aires Caracas, millares de cabezas hormiguean en las avenidas de las afueras.

LAS TROPAS COMUNISTAS CHINAS HAN OCUPADO MANCHURIA

y se encuentran a menos de 200 millas de la capital de Chiank Kai Shek, caerá también Nanking, en la atmósfera financiera se palpa el desenlace inminente de esta guerra, los comerciantes norteamericanos han comenzado a clausurar sus negocios en Peiping. Se otorgan los premios Nobel correspondientes a 1948, el de Literatura lo recibe el poeta T.S. Elliot, ya era tiempo, History may be servitude, History may be freedom, y el de Medicina le toca al sabio suizo Paul Mueller, descubridor del DDT, Herodes de los mosquitos, Atila del paludismo, auténtico rehabilitador de este país.

CINCUENTA MILLONES DE DOLARES

prestará el Export Import Bank de Washington al gobierno venezolano

PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA AVENIDA BOLÍVAR

¡qué gente tan generosa! A lo largo de trece etapas ha venido punteando la carrera Osear Galves el Aguilucho, se da por un hecho consumado su victoria, tan sólo le falta la entrada gloriosa en Caracas, le lleva una delantera irrevocable a su más inmediato perseguidor. Los políticos profesionales no concluyen de digerir su sorpresa ante el triunfo de Harry Truman sobre Thomas Dewey en las elecciones presidenciales gringas, la prensa entera se jugaba la cabeza en la papeleta de Dewey, las encuestas de míster Gallup vaticinaban para Dewey una ventaja kilométrica, sin embargo

GANO TRUMAN,

¿por qué ganó Truman? A un ingeniero francés lo detienen en la Plaza Bolívar vestido de mujer, no olvidó las pantaletas ni el sostén, al interrogatorio policial respondió: "Lo hice por variar. ¡Toda la vida llevando pantalones! ¿Es aburrido, verdad?". Circulan broncos rumores,

UNA CONSPIRACIÓN MILITAR DERROCARA

AL PRESIDENTE GALLEGOS,

comprometido el Ministro de la Defensa, comprometido íntegro el Estado Mayor, el Agregado Militar de la Embajada de los Estados Unidos (coronel Adams) hace visitas amistosas en sus cuarteles a los oficiales conjurados (Mister Danger, Pernalete, Miujiquita, personajes de revólver en busca de su autor). Se anuncia la llegada de Waldo Frank, viene a escribir un libro sobre el pueblo venezolano enfocado a través de la imagen de Bolívar, ¿tendrá tiempo? El caballo Académico, Hijo de Sind, gana en Buenos Aires el clásico Carlos Pellegrini, montado por Irineo Leguisamo, ¡Leguisamo solo!, de las que te pierdes Gardel.

EL MARISCAL TIMOSHENKO PRONUNCIO AYER UN DISCURSO

conmemorativo del aniversario de la revolución rusa, dijo: "Las fuerzas de la paz no permitirán jamás una nueva guerra". A los toros de un rebaño de la raza Hereford (se hallaban a muchas millas de distancia y protegidos por altas montañas durante una explosión atómica de prueba realizada hace más de tres años, exactamente en julio de 1945) se les puso blanco el pelo, se les cayó después como flores marchitas, les volvió a salir en islotes irregulares, a muchos les brotaron úlceras en el lomo, se sospecha que han contraído el cáncer, el proceso es observado por catalejo desde los aviones.

LA PRINCESA ISABEL ESPERA UN VARONCITO,

nacerá en esta misma semana, el sábado a más tardar, todo es sonrisas y crisantemos en el Palacio de Buckingham, la cuna emperifollada en satín azul hace antesala amorosamente en la nursery. La multitud se agolpa a la entrada de Caracas, pasa de cien mil personas, cien mil personas soportan impertérritas las andanadas de sol, enloquecerán de júbilo cuando aparezca el Ford del Aguilucho Galves. Lo que son las cosas, míster J. Parnell Thomas, representante republicano por New Jersey, Presidente del Comité de Actividades Antiamericanas, como quien dice el Gran Inquisidor, ha sido acusado de maniobras encaminadas a estafar al gobierno de los Estados Unidos en complicidad con su ex secretaria Helen Campbell, pueden ser condenados a 32 años de presidio, o a 40.000 dólares de multa, una inconcebible ingratitud. Míster Gallup avergonzado como una cuáquero sorprendido a la puerta de un burdel, Míster Gallup anonadado por el rotundo descalabro de sus augurios electorales, el público se burla sangrientamente de míster Gallup, se desempolvan citas alusivas, Napoleón (¿o fue Disraeli?) distinguía tres clases de mentiras: la mentira vulgar, el perjurio y las estadísticas; el corso (¿o era eljudío?) se las sabía todas. Osear Galves, el Aguilucho, nimbado por la idolatría popular, pasa como un ramalazo rojo por Valencia, el Aguilucho vuela rumbo a la meta, ahora ha comenzado a llover, los goterones no logran dispersar el gentío. En las esquinas se habla de la

INMINENCIA DE UN GOLPE MILITAR,

el novelista y Presidente de la República, Rómulo Gallegos, declara tranquilizadoramente a la prensa: "Venezuela vive un proceso ascendente de afirmación democrática", en tanto Mario Briceño Iragorry, igualmente escritor, ve las cosas de un modo distinto: "Venezuela es víctima de una pelea entre la gasolina y el malojo". En los cines proyectan Lassie come home, de una jovencita prometedora llamada Elizabeth Taylor, y The Senator was indiscreet, del veterano William Powell, pero infinitamente más excitante es la propaganda de la película El noveno: No desear, Cine Apolo, no apta para menores de 18 años, la propaganda dice así: "Los

hombres la perseguían. ¡La deseaban! Cuando voy por esas calles me miran como si estuviera desnuda. ¿Que hay en mí, Dios mío, para que los hombres me acometan sedientos como fieras? ¡Es que no tienen piedad para los vivos! ¡Sólo respetan a los muertos!".

EL GENERAL DE GAULLE OBTIENE MAYORÍA

en las elecciones para la cámara alta, conquistó 99 puestos, dimiten dos ministros, se tambalea el gobierno, el General no ha presentado un programa preciso, se conoce claro está que es insospechablemente anticomunista, su triunfo obedece a la inestabilidad de los gobiernos civiles franceses, caían cada quince días, merde alors, la ciudadanía estaba hasta la coronilla. Osear Galves siente ratear el motor de su coche en los últimos tramos de la carrera, ha venido punteando desde Buenos Aires, el Ford rojo se detiene súbitamente, las bielas están fundidas, trece etapas se ha mantenido en el primer lugar, las bielas hijas de puta se han fundido, apenas le falta un puñado de kilómetros para cruzar la meta, pasan a su lado coches y más coches, ninguno frena para meterle el hombro, el Aguilucho se caga en las bielas. El triunfo inesperado de Truman ha originado

LA BAJA BURSÁTIL MAS VIOLENTA

que se registra desde 1940, mientras tanto los intelectuales progresistas interpretan la elección de Truman como una derrota de los belicistas y de la discriminación racial, forget Hiroshima boys! La soprano nórdica Kirsten Flagstad ha cantado Tristán e Isolda en el Teatro Municipal y las carteleras anuncian ahora el ballet de Alicia Alonso, la bailarina cubana hará Giselle. Se asegura que los militares conjurados le han presentado un pliego de reivindicaciones al autor de Doña Bárbara, un racimo de exigencias políticas, un ultimátum castrense, y que el novelista lo ha rechazado sin leerlo, él es el Presidente, no un mequetrefe. Un Buick con matrícula del Estado Carabobo, un apoltronado automóvil de paseo, ha ayudado a Osear Galves a salir del atolladero, lo remolcó por las curvas que trepan desde Guayas,

SE TRATA DE UNA COOPERACIÓN ILEGAL,

será descalificado por los jueces para desesperación del hervidero que lo está aclamando como vencedor, cuantas veces los altavoces gritan ¡Coche a la vista! millares de ojos se afanan en rebusque del Ford del Aguilucho.

CHANG KAI SHEK PROCLAMA QUE ESTA EN CONDICIONES DE

resistir diez años más, Washington sabe que miente, esa guerra está perdida. Un pintor ingenuo de Naiguatá, un negrito de nombre Feliciano Carvallo, anuncia su primera exposición, Es tan sensacional como el Aduanero, opina Fifa Liscano, habrá música, los asistentes tendrán derecho a participar en el tumbamiento de dos grandes piñatas confeccionadas y decoradas por el propio Feliciano. El gobierno griego comunica oficialmente que ha ejecutado apenas a dos mil hombres en su represión antiguerrillera, quiere deshacer infundiosas cifras, rebatir interesadas exageraciones,

NUESTROS FUSILADOS NO PASAN DE DOS MIL,

insiste con innegable modestia. Al ser descalificado Osear Galves le corresponde el primer puesto y el

TROFEO DE LA CARRERA A DOMINGO MARIMON

también argentino pero sin pináculo, un gordo de tabaco que se lo fuma hasta chamuscarse los dedos, bohemio y dicharachero, quiere beber cerveza, una verdadera consternación para las doscientas mil personas que madrugaron en homenaje precoz al Aguilucho.

LA CAÍDA DE ROMULO GALLEGOS ES CUESTIÓN DE DÍAS,

tal vez de horas, los niños de escuela lo comentan entre las zancadillas del recreo, los militares están decididos a masacrar al pueblo si alguien se opone a, no se opondrá nadie, los partidos políticos andan a la greña, ninguno cree sino en sus propios rencores. Osear Galves protesta enardecido al enterarse del fallo que le arrebata la victoria, Pero che, qué vas a reclamar vos si te remolcaron, argumenta el gordo Marimón sin alterarse, y entonces el Aguilucho se abre paso por en medio de un pueblo suspirante, va caminando lentamente hasta la estatua del General San Martín (situada a una cuadra de la meta) y llora lágrimas amargas al pie de su libertador.

Estamos a 8 de noviembre de 1948, repito. La señora Consuelo irrumpe en la bodega del portugués Joao Francisco de Sousa, abierta a despecho del domingo, el cliente solitario es Pedro Conoto, vendedor de pájaros, no cliente en propiedad sino utilitario visitante a caza de solterona que le compre el periquito, o simplemente peregrino que esquiva el espinazo al sol de la calle, los muchachos que pasan en ventolera por el claro de la puerta le gritan ¡Pedro Conoto culo roto!, y él les responde malignamente ¡El culo se lo puedo romper a tu madre! La señora Consuelo ha venido a comprar una vela de sebo, sustancia necesaria para el parto que asiste cinco casas más arriba, y una botella de aguardiente de caña, medicamento también imprescindible, ya que el angelito está cerca, Mamá grita cada tres minutos, ¡Ay que se me quiebra la cadera!, ¡Ay que se me revienta la cuca!, ¡Ayúdame San Pedro Claver! La señora Consuelo circunnavega por entre promontorios de sacos de arroz y huacales de refrescos que la separan del portugués, formula su pedido sin dignarse mirar a Pedro Conoto ni al periquito, enfila la proa resueltamente hacia el interior de la bodega, en el horizonte relumbra sobre el hollín de la pared el rectángulo blanco que ella andaba brujuleando, un almanaque. La señora Consuelo descifra de lejos a noviembre porque está en letras gordas, y el inmenso 8 negro aún más indudable, y la palabra domingo en rojo que lo subraya, trabajo le cuesta entender el sentido de las mosquitas mínimas que nombran a los santos, qué vaina, la señora Consuelo pasó de los cincuenta y no usa espejuelos, le es preciso arrimar pegaditos los ojos al papel del almanaque para deletrear con dificultad:


Santos Severo, Severiano, Carpóforo y Victorino, los cuatro mártires coronados.


Severo nunca, ni Severiano, ni Carpóforo dice la señora Consuelo, y al decirlo acciona elocuentemente, como si el asunto le concerniera a Joao Francisco de Sousa. Si nace varón haré que le pongan Victorino.

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