Victorino Peralta

Al padre de Victorino, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia, no hay mujer en florescencia, azucena soltera, magnolia casada, lila viuda, que le tienda la mano sin que él se le quede mirando a lo guardabosque de Lady Chatterley, en repaso de inventario, se diría que al borde de quitarse el pijama para acostarse con ella. Victorino nunca ha logrado explicarse de un modo satisfactorio cómo los maridos, los hermanos, los amantes, no le zumban a su padre una bofetada preventiva, jurídicamente inobjetable. Mami, por su parte, se estrella ante la enguantada dialéctica del acusado:

Pero Mami (usurpa un tratamiento que sólo Victorino tiene derecho a usar legalmente hablando), los celos a nuestra edad son un delito de lesa cursilería, a los cuarenta y cinco años sigues viendo visiones de colegiala, ¿cómo se te ocurre que? y al día siguiente le llegan a Mami orquídeas de incógnito, y ella sonríe crepuscularmente al darle las gracias, no tiene cuarenta y cinco sino cuarenta y ocho.

Victorino, en exiguos suspensorios por exclusiva vestimenta, se ha sentado en la banqueta del vestuario a contemplarse las uñas de los pies y a denigrar de su padre, Es un cínico, piensa. La uña del dedo gordo derecho es fuente de su máxima preocupación, mezquina y encajada de nacimiento, no hay doctor Scholl que valga frente al pulgar macrocéfalo y pensativo, arzobispo o banquero cuya calvicie desentona en la vecindad de sus nueve hermanos armoniosos, entallados, blancos, como espárragos enlatados. El ombligo es un grano de café agobiado por los orondos músculos del abdomen, frutecen desvaídas las tetillas sobre los dilatados pectorales, Victorino se acaricia con la palma de la mano el vello bermejo que le sombrea la muñeca, golpetea con los puños cerrados sobre los compactos cilindros de sus muslos, y usted, Malvina, prima y novia suya, permanece atrincherada en su terquedad de caja fuerte, ¿de qué le sirven a Victorino sus soponcios cuando la besa, ni su temblor de animalito con fiebre cuando le toca los senos, ni el pegadito molusco de su vientre, ni su ronroneo de gatica ovillada entre suspiros y palabras carnales, de qué le sirven si los dos están de pie, a la luz del mediodía y con la ropa puesta, Malvina?

Victorino, ya embutido en el overol azul, blancos los calcetines de lana e igualmente blancos los zapatos de goma, entra a trote de boxeador a la plataforma del gimnasio. Louis Bretón, el entrenador, desatiende levemente los ejercicios para ladearle un bon jour de recibimiento. Louis Bretón fue campeón peso pluma en Argelia, conserva atestiguantes recortes de periódicos a disposición de los suspicaces, pero la grasa del tiempo y los menús hispanoparlantes lo han convertido en un barrilete cubista, gruesos anteojos de miope le domesticaron la mirada agonística, dos muelas de platino le metalizan la sonrisa. Lleva pantalones azules y zapatos blancos como sus discípulos, si bien se diferencia de ellos en la escotada camiseta (en vez de overol corrido) que lo viste desde la cintura hacia arriba. Del nervudo pescuezo le pende una cadenita de oro, de la cadena una medalla: las eñgies de San Roque y su perro se aislan del mundo, refugiadas en la pelambre eremita que le enmaraña el pecho a Louis Bretón.

Ramuncho, Ezequiel y William, los tres compañeros predilectos de Victorino, yacen boca arriba sobre tablones enlodados, encogen y despliegan sus extremidades en ritmo de pistones acoplados al dispositivo de la voz (la voz imparte sus instrucciones amistosamente, como quien da un consejo, Las manos bajo la nuca y los pies alzados, vamos muchachos, flexión de los hombros a izquierda y derecha, póngale ganas, a tocarse la punta de los pies, no te aflojes Ezequiel, tú no eres de mantequilla) de Louis Bretón. El timbrazo de un reloj de pared desprovisto de números (es un reloj descaradamente mondrianesco: tres cuadrantes son amarillos y el otro rojo, el secundario es una solitaria manecilla negra, dinamismo expresivo, boogiewoogie del tiempo, neoplasticismo en marcha) ordena un receso en el entrenamiento, huele bruscamente a sudor pero a sudor de gente bañada con jabón Pears, Ramuncho bufa incongruentes palabrotas sentado en posición yoga, se reanuda la práctica, ahora pedalean con las piernas en alto (cuando Louis Bretón grita Allez) una bicicleta imaginaria.

Victorino cruza por entre los caminos artificiales que tejen en el aire sus compañeros tumbados, le retribuye su bon jour al entrenador y dirige el trote hacia el sur del largo rectángulo, allá donde están hacinadas las barras y las pesas. Tendido de espaldas sobre una tosca chaiselongue forrada en cuero, Victorino elevará los brazos a viva fuerza, sus manos empuñan una barra de acero, a los extremos de esa barra se adaptan circulares pesas verdes. En el vértice del impulso enrojecen tensos los músculos del cuello, rechinan como bisagras los dientes apretujados, se deforman los labios en un rictus de aparente, o voluntario, sufrimiento.

Estoy duro, Malvina. En la substancia que consolida los músculos, no en la gelatinas fantasiosas del cerebro, reside la genuina inteligencia, si le damos a la inteligencia su rango de manantial de energía, nunca el de aguja remendadora de virginidades rotas y debilidades congénitas, pensaría Victorino. Victorino querría ver hasta qué límite los acompañarían la firmeza de carácter y la vocación humanística a esos Faustos de veinte años, con la espina dorsal torcida y corrimientos en las encías, si un insinuante Mefistófeles les ofreciera cambiarles los diez libracos que han leído y la estima innegable de sus profesores universitarios, amén de la consabida alma, por una musculatura y una salud como las suyas, por el derecho a mirarse en el espejo del baño desafiantemente desnudos, como él se mira. Se les irían al mismo carajo (perdóneme la confianza, Malvina) las aberrantes teorías, elaboradas al alimón por los moralistas y los sádicos con el propósito de. Victorino está duro, Malvina, y la convicción de su consistencia le basta para sentirse satisfecho de haber nacido y crecido. No se disminuye al amanecer bajo las toses quejumbrosas de los fumadores, sino respira libertad y frescura como los novillos y las plantas. No se despierta entre nubarrones de jaqueca y presagios funerarios como los bebedores, sino mira la mañana con pupilas impávidas y corazón en reposo. Abomina toda calamidad que marchite los tejidos, llámese nicotina, alcohol, masturbación, mesa de juego, enfermedad o tristeza, y por iguales causas abomina la moral corrosiva de quienes despilfarran su juventud, apergaminados prematuramente por el aburrimiento y la pedantería, entre textos de química orgánica y especulaciones filosóficas, rumiantes apersogados en los pesebres bibliotecas. En este instante levanta pesas de veinte kilos, Malvina, y podría duplicar el gravamen si lo apuran mucho, porque está duro y sus músculos responden al llamamiento de su voluntad. Victorino desearía aclararnos enseguida, Malvina, que esa fortaleza, más apropiadamente superioridad, la ha adquirido, no por don milagroso del Espíritu Santo sino gracias al sudor imperturbable de sus. Cada recién nacido, salvo los enclenques y los heredoalgo, trae a este mundo la posibilidad de edificarse torre, y torre se edificará siempre y cuando invierta las horas vivas en el cuajamiento de su mampostería. Qué puede preocuparle a Victorino que un competidor escriba versos, componga música o resuelva ecuaciones, si en la emergencia de ser hombre, desnudo el otro, desnudo Victorino, desnuda usted, Malvina, en el palenque de una isla desierta, será de Victorino el privilegio de tirarlo al agua, lo tirará, no tenga la menor duda, con sus yambos griegos y su gastritis, para quedarse en soledad con usted, Malvina. Bien pueden predicar sermones y pintar pajaritas preñadas los oradores y los periodistas, los curas en sus pulpitos y los tratadistas en sus tomos. Periodistas, oradores, tratadistas y curas no han servido hasta el presente sino para igualar arbitrariamente al débil con el fuerte, armando al débil de cañones mortíferos y códigos leoninos, guiados por el frenesí de atizar la matanza entre los unos y los otros, etc. así pensaría Victorino si le diera por pensar. Estoy duro, Malvina, eso es todo lo que piensa, hace descender la barra sobre su pecho, sus pulmones se desahogan en un suiiifff esponjoso y agradecido.

William y Ezequiel se aproximan a los sacos que cuelgan del techo, giran en guardia alrededor de los torsos de cuero, amagan con la mano izquierda y descargan luego la derecha en oblicua y violenta travesía, se amparan la quijada con los guantes como si el zurrón bamboleante tuviera brazos para responderles. Louis Bretón los obseva, los asesora, mejora esajab, William, y tú, así no se mueven las piernas Ezequiel; siempre con su voz protectora y cortés. Victorino ha dejado las pesas en su sitio, ahora aporrea la pera negra del punching bag, la pera bate vertiginosamente contra la plancha de madera que la sostiene, el puño repercute riguroso y sincrónico, cincuenta veces tac como redoble de palillos en la membrana de un tambor de caja seca.

En el salón de las duchas se reúnen los cuatro. Victorino ha hecho girar la llave hasta su último viraje, el agua se estrella tumultuosa sobre su espalda y luego se despliega en comba de surtidor, Victorino sopesa como duraznos sus testículos remojados, le llega el grito de William por encima del tabique izquierdo:

¿Sabes la última? Esta noche hay pachanga casa del Pibe Londoño, nos negrearon, no nos invitaron.

Victorino cierra la regadera y descuelga la toalla del gancho. Entonces aparece, montada en pelo sobre las violas del agua que la vieron nacer, la voz gorgoteante de Ezequiel que redondea la noticia desde el tabique derecho:

Llamamos por teléfono al Pibe para sondearlo, se cortó todo, no dijo una palabra de la fiesta, Esta noche tengo un compromiso para estudiar álgebra, eso dijo el gran fulastrón de mierda, me cago en su álgebra.

Salen los cuatro al corredor a pasearse en conciliábulo, envueltos en sus toallas heroicas, vindicatorios senadores romanos. Parte narrativa: la honorable familia Londoño celebra los quince años de la Nena, ofrece una recepción bailable esta noche en sus salones, ha invitado a medio Caracas. Parte motiva: La familia Londoño ha decidido, tras un análisis concienzudo de los probables riesgos y de las posibles derivaciones, retener las invitaciones de ellos, los amigos del alma del Pibe Londoño, para liberarse de tenebrosas (camorra, traumatismos, árnica) consecuencias; y el infeliz Pibe Londoño, nuestro pana entrañable, ha aceptado sin chistar la indecencia discriminativa de sus progenitores. Ezequiel es estudiante de Derecho, no hay que olvidarlo.

De todos modos, vamos a esa fiesta sentencia draconianamente Victorino.

El inapelable veredicto provoca el despliegue de la risa insólita del acusador Ezequiel Ustáriz, una risa que se entreabre en pianísimo rumoroso, cabriolea en tempo allegro ma non tropo, culmina en exacordos de carcajada redonda, supertónica y dominante, desciende en andante cantábile, morendo en una coda viva de arpegios en carretilla.

Vamos a la fiesta y llevamos a Mona Lisa añade Victorino implacable.

¿A Mona Lisa? La risotada de Ezequiel Ustáriz se reproduce en toda su esplendorosa gama instrumental, sus tres compañeros la corean, jamás produjo tanto jolgorio el nombre de la modelo de Leonardo, Sí hombre, a Mona Lisa. Y Louis Bretón, ex campeón peso pluma de Argelia, también se ríe a lo lejos, sin saber de qué.

Estos cuatro atléticos mocetones que aquí veis, Ramuncho, William, Ezequiel y Victorino, son amigos jurados desde la época trepidante de las motocicletas. Victorino tenía entonces catorce años y aquella fue la primera batalla que le ganó a su padre, también a Mami que se embanderaba de súplicas y reproches ante la idea de verlo trepado a uno de esos aparatos infernales. Mami, tan enemiga de simulaciones y cabalas no tuvo escrúpulos en fabricarse un taimado presentimiento:

He soñado varias noches seguidas, Victorino, que te morías en un choque, un accidente de tránsito, sangre, humareda, tornillos, algo horrible y enjugaba una lágrima para imprimirle mayor autenticidad a la artimaña.

Una mujer culta como tú, Mami, no debe creer en pesadillas, estamos en pleno siglo veinte le replicaba Victorino, y su argumento rebotaba favorablemente en los predios racionalistas del ingeniero Argimiro Peralta Heredia.

Tiene razón el muchacho decía el padre pero no le compraré la motocicleta suicida de ninguna manera, creer en sueños es ver el cielo por un embudo, yo sueño una vez a la semana que duermo con Sofía Loren, la maravilla de las maravillas, nunca me sucede en la vida real.

¿No os dije que era un cínico? Victorino se vio precisado a aprender la conducción de motos en la de William cuya familia, de ascendencia y convicciones inglesas, lejos de temerles se siente orgullosa de esos vehículos que tanto prestigio y beneficios proporcionan a la industria ligera británica. Una tarde irrumpió Victorino en el jardín de su casa por el sendero de los automóviles, montado en la moto de William, con los brazos abiertos como los bomberos acróbatas, Mami en el balcón se cubrió el grito con tres dedos espantadizos, al padre no le quedó otro armisticio sino comprarle una Triumph trepadora, color rojo hemorragia, la más voladora y piafante entre todas las motocicletas del Country.

Ser propietario y piloto de esa Triumph purpurina equivale al enterramiento en urna blanca de su niñez, bajo el macadam de una avenida. A los catorce años de edad ha nacido un nuevo hombre, Prometeo a caballo sobre un leopardo mecánico. Ni cuando su tío Anastasio lo lleve mundanamente a un burdel de Chacao y conozca por vez primera rincón húmedo de mujer (eso sucederá un año después de haber estrenado la motocicleta) disfrutará Victorino como hoy la convicción de su mayoría de edad, de su independencia de pensamiento. Nunca había experimentado antes tampoco la embriaguez producida por ese elíxir que rotulan Propiedad Privada y que tan profunda huella deja en la historia pública de las naciones y en la vida particular de los hombres. Los juguetes jamás fueron suyos sino instrumentos utilitarios que compraban sus padres para mantenerlo a distancia de sus coloquios adultos. Tampoco fueron suyos sino obligaciones, responsabilidades de sus padres, los execrables enseres escolares, ni las ropas que le impedían andar sinceramente desnudo por entre los bambúes que el calor acogota. Ni siquiera era exclusivamente suyo el perro hogareño, Onza, que respondía con humillada zalamería a sus maltratos y amanecía al pie de su cama en súplica masoquista de zapatazos. Ni la bicicleta esquelética que cualquier repartidor de botica carga entre las piernas.

La moto, en cambio, es pertenencia y vínculo, parte de uno como el sexo y los dientes, como la altanería y la voluntad. La moto es un ser infinitamente más vivo que un gato y que un canario: por amiga viva se le quiere con miramientos, por novia viva se le adorna con lacitos, por niña viva se le cuida con esmero y pulitura. Vengan a ver, jevas de todos los países, la Triumph roja de Victorino, con los manubrios en cornamenta que Victorino le ha adicionado, sin una mácula de grasa porque las manos de Victorino la acicalaron, con los parafangos espejeantes porque esas mismas manos de Victorino los cromaron, vengan a verla a paso de vencedores por las calles escarpadas que descienden de las faldas del Avila. Vengan a verla, intrépida y rasante en las curvas, obediente a la vibración de los antebrazos de Victorino como una potranca pura sangre. Vengan a verla, gavilán y relámpago en las rectas, aparearse estimulada por el puño derecho de Victorino al pelotón que la aventaja, situarse en un vuelo a la cabeza de todas, épica como el caballo de un cheik. Vengan a verla, rumbeadora y temeraria, bajando a media noche por el viejo camino enrevesado que conduce al mar, poniendo a prueba la hombría y el instinto de su dueño. Vengan a verla, liberada de silenciadores y mordazas, erizando la mañana de viriles estruendos, despertando a los carcamales con su somatén de juventud. Vengan a verla, tronadora de gases y coraje, intimidando las alamedas con sus tiroteos de guerrillera. Vengan a verla contigo en el anca, Malvina que me anudas los brazos al pescuezo, Malvina que restriegas contra mi espalda los dos limones que te alborotan el suéter, Malvina que me gritas ¡Párate por favorcito tengo mucho miedo!, yo sé muy bien que no tienes ningún miedo sino ganas de abrazarme, Malvina.

Hagamos un safari, boys propuso William al trasluz ceniciento de un atardecer caluroso, la lluvia prometió visita y no había cumplido su palabra, un vientecillo de horno resucitaba periódicos leídos y hojas secas.

Hacía largo rato que los seis bostezaban en expectativa, maldecían el plantón de la lluvia, montados a medias en las motocicletas, un pie en el pedal y otro en la tierra. Aceptaron el programa cinegético de William sin sospechar por un segundo que de aquel safari se hablaría por muchos meses en el Este, que aquel esparcimiento deportivo les acarrearía el odio inquisidor de las damas católicas y el desprecio puritano de los caballeros consagrados, no obstante que nada logró probarles la Policía Judicial cuando el coronel Arellano los condujo desconsideradamente hasta ella. Por lo contrario, más les creyeron a ellos que a su acusador. Mayores visos de lógica que la denuncia gratuita del malhumorado coronel, presentaba el juramento de testigos oculares que prestaron ellos mismos, Ramuncho y el Pibe Londoño, juramento según el cual motociclistas fantasmas, Los vimos con nuestros ojos, demagogos negros de los barrios comunistoides, Qué facha tenían, habían sembrado sangre y muerte en los heléchos del Country y de La Castellana para vengar seculares agravios de raza y de clase.

El safari del cuento, que tan sensacionales dimensiones habría de adquirir a la media noche, se inició al morirse de gris la tarde, de manera divertida y trivial. Los seis corsarios fueron hasta sus casas en decomiso de armas. Al regreso hicieron inventario: dos rifles de cacería, capaces de matar a los tigres del Fantasma si se ponían a tiro, obtuvieron William y Ezequiel en los closets de sus tíos; el Pibe Londoño dio con un tercer rifle en las gavetas de su hermano mayor el hacendado; Ramuncho desenterró de un escaparate aquel esclarecido revólver de cañón largo que engalanó la Entura de su abuelo cuando éste fue Jefe Civil de Candelaria; Victorino pidió prestada, a la guantera del Mercedes Benz de su padre, una pistola browning impaciente y contemporánea. En cuanto al Turco Julián (para esa época andaba todavía con la patota, el muy hipócrita) no logró aportar sino una escopeta de municiones que, salvo los conejos y las palomas, no existía animal agreste que no se riera de ella. Victorino no recuerda cuatro años más tarde si fue la propicia aparición de la escopeta de municiones, o la antipatía que les inspiraba a todos el fox terrier de las hermanitas Ramírez, la circunstancia que los inclinó a iniciar la partida con una pieza de caza menor. El perrito se llamaba Shadow, desvirtuaba por gordo las características de su linaje pero era, eso sí, desdeñoso y sarcástico como la fox terrier que lo parió. La verdad sea dicha, todos los integrantes de la patota andaban, quien más quien menos, enamorados de las hermanitas Ramírez, unos de la mayor con su perfil numismático y sus crespos dibujados al carboncillo, los demás de la pequeña con su mirada de ópalo noble y sus manos tan sutilmente blancas como el aroma del jazminero. Y otra verdad aún más amarga también sea dicha, la efigie de ninguno de ellos pasó jamás por el pensamiento de las dos bellas cuanto presuntuosas habitantes de la calle Altamira. La mayor desfallecía de amores imposibles ante un retrato de sir Lawrence Olivier con una calavera en la mano, el monólogo desentonaba fúnebremente junto a los colorines sicodélicos de su estudio; la pequeña padecía martirizantes clases de piano, ningún recuerdo de muchacho varón era digno de trasponer las alambradas de sus múltiples interminables engorrosos arpegios. Para Shadow (el contraste les emponzoñaba el domingo) todo se volvía desvelos y amapuches, shadowcito lindo, mi sol. Entre los brazos de ellas se plegaban como hojaldre las orejas triangulares del perrito; negra nube sobre las colectivas ilusiones amorosas era el lunar que le anochecía el ojo izquierdo a Shadow; Shadow los vigilaba a distancia con escrutadora socarronería de Scotland Yard; Shadow enderezaba la cola trunca como antena de superchería. La caza del fox terrier le fue asignada al Turco Julián, no en calidad de befa a su candorosa escopeta de municiones, ahora sí recuerda Victorino, sino porque el Turco era el más servil entre todos los adoradores de la mayor de las Ramírez, rondaba musulmanamente horas enteras la verja de la quinta, ella leía un libro de versos (o de cocina) a la sombra

de las acacias, ella estaba decidida a no enterarse jamás de la existencia del Turco Julián sobre la tierra, ingrata. Las hermanitas Ramírez andaban de cine o de concierto, en otra forma de poco le hubieran valido a Julián su astucia siria y su paciencia libanesa. Enjuego puso ambas virtudes ancestrales hasta lograr atraer la silueta de Shadow, desconfiado y alerta pero ahí estaba, atraerlo al claro donde apuntaba su escopeta de municiones. El primer disparo se estrelló en plena barriga, era demasiado gordo para fox terrier el pobre, le empedró un abanico de agujeros. Shadow trastabilló mal herido, dio un barquinazo ebrio contra los azulejos de la pared, gruñó un desafío agónico al agresor inesperado e invisible, una nueva retahila de plomo taconeó sobre el lunar negro que le cubría el ojo izquierdo, de su sagaz pedantería no quedó sino despojos. Las hermanitas Ramírez andaban de cine o de concierto, las barloventeñas del servicio chismorreaban en la cocina remota, ningún ser humano tuvo la oportunidad de presenciar (llorando) la troyana muerte de Shadow ante el portal de su casa.

Cinematográfica y esteparia, en cambio, fue la batida contra los doberman del doctor Fortique. Eran tres perros tan abstractos, tan indiferenciables el uno del otro que a nadie se le ocurrió ponerles nombre, troika compacta y ardorosa que restallaba como tres látigos negros cuantas veces pasos intrusos se aproximaban a la quinta del doctor Fortique. Se les hubiera supuesto perros esculpidos en obsidiana o basalto de no ser por las almendras furiosas de sus ojos. Aquella noche ladraron aguerridos al peligro que venteaban, se estiraron en galope ciego hacia el bosquecillo donde se atrincheraban William, Ezequiel y el Pibe Londoño con sus rifles. No escapaba a la refinada estimativa de los tres perros que se dirigían a una oscuridad sin cuartel, que navegaban aguzados hacia la muerte sus tres cabezas huesudas, sus seis orejitas recortadas, sus seis almendras de candela. El primer balín del rifle de William le entró en el betún musculoso del pecho al que venía a la vanguardia, sin que por ello sus compañeros vacilaran en la exaltación de la embestida, un doberman auténtico jamás rehuye el combate. Entonces Ezequiel falló su disparo. Ya estaban las dos bestias sobrevivientes a cinco trancos de sus enemigos cuando el Pibe Londoño le desbarató la frente al segundo de un balazo magnífico. Entonces se encendieron histéricas las luces de la quinta. El último salto del tercer doberman hundiría certeramente los colmillos espumosos en el pecho de William. No contó con el kirieleisón del viejo revólver de Ramuncho, su estampido aparatoso ensordeció la colina. El perro rodó, macizo y babeante, desviada su saña hacia los geranios donde quedó muerto, no disparé mi pistola, Malvina, porque no quería perdérmela, no quería perder un solo detalle de aquel despelote bajo el aguacero, la lluvia había comenzado a caer con reticente ternura. Los tres doberman de acero negrísimo, azules de impotencia, azules de muerte, quedaron tendidos sobre la grama húmeda como toros sacrificados en la arena de un circo. Ahora le corresponde a Victorino enfrentarse en duelo personal al pastor alemán del coronel Arellano. Un mechón negro le ahuma los lomos leonados, la cola es una airosa cimitarra rubia que baja de la grupa hasta los jarretes, la lengua inconforme desborda los colmillos, lo llaman Kaiser. Pone tan esclava complacencia en obedecer Jas órdenes del coronel que éste ensalza a tambor batiente sus virtudes, Jamás he tenido un soldado más disciplinado bajo mi mando, dice. Pues bien, la oveja franciscana que los hijos más pequeños del coronel montan como pony y le dan de comer en sus manos regordetas, conviértese en acechante cancerbero si el más leve rumor palpita entre los naranjos de la cerca. Victorino lo incita desde la verja. Victorino presiente su masa vibrátil agazapada en las tinieblas, patiabiertos y expeditos los remos traseros, enhiestas la orejas de lobo, desenvainados los colmillos igualmente de lobo, es bisnieto de lobos. Victorino escucha ya su gruñido de sierra, percibe ya su huella elástica, cada vez más cercana, sobre la vereda arenosa, advierte ya su presencia infernal más allá de la reja donde él lo espera con la browning desnuda y anhelante. Victorino apunta en medio de los ojos con dedo fatalista de cazador de leones, el fogonazo centellea a la luz de la lluvia. Victorino huye vencedor, Victorino aterriza de golpe en el asiento de la moto, Victorino enciende la moto bajo el impacto de su salto. Sus cinco compañeros le preceden estrepitosos por entre chaguaramos y samanes, el coronel en pijama acudirá indagante, ¡Kaiser!, se imaginará en espejismo que Kaiser duerme displicente al pie del farol de la entrada, ¡Kaiser!, se enfrentará a la tragedia cuando se acerque y su linterna denuncie la sangre que fluye mansamente de la cabeza leonada, la sangre de Kaiser se apelmaza en coágulos sombríos sobre los cogollos de hierba.

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