El descubridor

I. En la Época Oscura

Ésta es la primera página de El libro de la oscuridad, escrito hace aproximadamente seiscientos años en Berila, en Enlad:

Después de que Elfarran y Morred fallecieran y de que la Isla de Soléa se hundiera bajo el mar, el Concilio de los Sabios gobernó en lugar del niño Serriadh hasta que éste se hizo cargo del trono. Su reinado fue esplendoroso pero breve. Los reyes que le siguieron en Enlad fueron siete, y su reino aumentó en paz y en riqueza. Luego, los dragones vinieron por sorpresa a atacar las tierras del oeste, y algunos magos salieron en vano a luchar contra ellos. El Rey Akambar trasladó la corte de Berila en Enlad a la Ciudad de Havnor, desde donde ordenó a su flota que atacara a los invasores desde las Tierras de Kargad, y la condujo de regreso hacia el este. Pero todavía entonces enviaron barcos atacantes incluso hasta el Mar Interior. De los catorce reyes de Havnor, el último fue Maharion, que hizo las paces tanto con los dragones como con los Kargos, aunque sufriendo por ello muchas pérdidas. Y después de que el Anillo de las runas se rompiera, y de que Erreth-Akbe muriera con el gran dragón, y de que Maharion el Valiente fuera asesinado por traición, parecía que nada bueno podía suceder en el Archipiélago.

Muchos reclamaban el trono de Maharion, pero ninguno pudo conservarlo, y las disputas de los pretendientes dividieron todas las lealtades. No quedó nada de aquella mancomunidad, ni nada de justicia, únicamente la voluntad de los ricos. Hombres de casas nobles, comerciantes y piratas, cualquiera que pudiera contratar soldados y magos se llamaba a sí mismo un Señor, reclamando tierras y ciudades como de su propiedad. Los señores de la guerra convertían a aquellos a quienes conquistaban en esclavos, y aquellos a quienes contrataban eran realmente esclavos, que servían a sus señores únicamente para que los protegieran de los rivales que se apoderaban de las tierras, y de los piratas que atacaban los puertos por sorpresa, y de las bandas y las hordas de hombres anárquicos y miserables quienes, desposeídos de su medio de vida, habían sido impulsados por el hambre a asaltar y a robar.

El libro de la oscuridad, escrito a finales de la época sobre la cual cuenta, es una recopilación de historias contradictorias, biografías parciales y leyendas confusas. Es el mejor de los informes que ha sobrevivido a los Años Oscuros. En busca de alabanzas, no de historia, los señores de la guerra quemaron los libros de los cuales los pobres y los débiles podrían haber aprendido el significado del poder.

Cuando los libros del saber popular de un mago llegaban a manos de un señor de la guerra, éste seguramente los trataría con cuidado, guardándolos bajo llave para mantenerlos fuera de peligro o entregándoselos a un mago contratado por él para que hiciese lo que él quisiera con ellos. En los márgenes de los hechizos y de las listas de palabras, y en las guardas de estos libros del saber, un mago o su aprendiz podían dejar constancia de una plaga, de una hambruna, de un ataque, de un cambio de señores, junto a los hechizos practicados en tales acontecimientos, y su éxito o su fracaso. Tales registros, sin orden ni concierto, revelan un momento de claridad aquí y allá, aunque todo lo que hay entre esos momentos es oscuridad. Son como atisbos de un barco iluminado a lo lejos en el mar, inmerso en la oscuridad, bajo la lluvia.

Y hay cantares, antiguas trovas y gestas de islas pequeñas y de las tranquilas tierras altas de Havnor, que cuentan la historia de aquellos años.

El Gran Puerto de Havnor es la ciudad que se encuentra en el corazón del mundo, llena de torres blancas sobre su bahía; en la torre más alta la espada de Erreth-Akbe refleja el primero y el último rayo de luz del día. Por esa ciudad pasa todo el comercio, el saber y el arte de Terramar, una riqueza no atesorada. Allí se encuentra el Rey, de vuelta tras la curación del Anillo, símbolo de curación. Y en esa ciudad, en este último tiempo, los hombres y las mujeres de las islas hablan con los dragones, en señal de cambio.

Pero Havnor también es la Gran Isla, una tierra amplia y fértil; y en las aldeas que se encuentran en el interior de los puertos, las tierras de labrantío de las colinas del Monte Onn, nunca nada cambia demasiado. Allí, un cantar que merezca ser cantado es muy probable que sea cantado nuevamente. Allí, viejos hombres se reúnen en la taberna para hablar de Morred como si lo hubieran conocido cuando ellos también eran jóvenes y héroes. Allí, las muchachas que van caminando a buscar las vacas para traerlas de regreso a casa cuentan historias sobre las mujeres de la Mano, quienes han sido olvidadas en todas las otras partes del mundo, incluso en Roke, pero que son recordadas por aquellos caminos y campos silenciosos y bañados por el sol, y también en las cocinas, en los hogares, donde las amas de casa trabajan y hablan.

En la época de los reyes, los magos se reunían en la corte de Enlad, y más tarde en la de Havnor, para asesorar al rey y aconsejarse mutuamente, utilizando sus artes para ir en pos de lo que creían que era bueno. Pero en los años oscuros, los magos vendieron sus habilidades al mejor postor, enfrentando sus poderes uno contra otro en duelos y combates de hechicería, indiferentes a los males que estaban causando, o peor aún que simplemente indiferentes. Plagas y hambruna, la pérdida de manantiales de agua, veranos sin lluvia y años sin verano, el nacimiento de enfermizas y monstruosas crías de ovejas y de ganado vacuno, el nacimiento de enfermizos y monstruosos niños de la gente de las islas —se acusaba de todas estas cosas a las prácticas de magos y brujas y, por desgracia, la gran mayoría de las veces con justa razón.

Por lo tanto, la práctica de hechicería se convirtió en algo peligroso, excepto bajo la protección de un poderoso señor de la guerra; y aun así, si un mago se encontraba con otro cuyos poderes eran mayores que los suyos, podía ser destruido. Y si un mago bajaba la guardia cuando se encontraba entre la gente normal, ellos también intentarían destruirlo si podían, ya que lo veían como la causa de los peores males que sufrían, un ser maligno. En aquellos años, en las mentes de mucha gente, toda magia era negra.

Fue entonces cuando la hechicería que se practicaba en las aldeas, y sobre todo la brujería de las mujeres, adquirió la mala reputación de la que no ha podido desprenderse desde entonces. Las brujas pagaban gustosamente para practicar las artes que pensaban eran las suyas propias. El cuidado de las bestias y de las mujeres embarazadas, los nacimientos, la enseñanza de gestas y ritos, la fertilidad y el orden de los campos y de los jardines, la construcción y el cuidado de la casa y de sus muebles, la extracción de minerales y metales, estas grandes cosas siempre habían estado a cargo de las mujeres. Una rica tradición popular de hechizos y encantos era compartida por las brujas para asegurar el buen resultado de tales tareas. Pero cuando las cosas salían mal en un nacimiento, o en el campo, sólo era culpa de las brujas. Y las cosas salían con frecuencia más mal que bien, con los magos luchando unos contra otros, utilizando venenos y maldiciones despiadadamente para ganar una ventaja inmediata sin pensar en lo que vendría después. Trajeron sequías y tormentas, plagas, incendios y enfermedades a lo largo y ancho de las tierras, y la bruja de la aldea era castigada por ellos. No sabía por qué sus ensalmos de curación provocaban que la herida se convirtiera en gangrena, por qué el niño que había traído al mundo era imbécil, por qué sus bendiciones parecían quemar la semilla en los surcos y pudrir la manzana en el árbol. Pero alguien tenía que ser culpado por estas desgracias: y la bruja o el hechicero estaban allí, allí mismo, en la aldea o en el pueblo, no en el castillo o en la fortaleza del señor de la guerra, protegidos por hombres armados y conjuros de defensa. Los hechiceros y las brujas eran ahogados en los pozos envenenados, quemados en los campos secos, enterrados vivos para hacer que la tierra muerta fuera fértil otra vez.

Así que la práctica de su tradición popular y su enseñanza se habían convertido en algo peligroso. Quienes emprendían tales tareas eran generalmente los que ya eran unos marginados, lisiados, trastornados, aquellos que no tenían familia o eran viejos, mujeres y hombres que tenían poco que perder. Los hombres sabios y las mujeres sabias, en quienes se depositaba la confianza y a quienes se veneraba, cedieron el paso al linaje de los embusteros e impotentes hechiceros de aldea con sus engaños y a las brujas arpías con sus pociones utilizadas en beneficio de la lujuria, de los celos y de la malicia. Y el don de un niño para la magia se convirtió en algo a lo que temer y esconder.

Este es un cuento de aquella época. Parte de él está sacada de El libro de la oscuridad, y parte viene de Havnor, de las granjas de las Tierras Altas de Onn y de los bosques de Faliern. Una historia puede componerse de tales trozos y fragmentos, y a pesar de que será un amplio edredón, hecho mitad de habladurías y mitad de conjeturas, aun así puede ser lo suficientemente verdadera. Es un cuento que habla de la Fundación de Roke, y si los Maestros de Roke dicen que no sucedió así, dejemos que sean ellos quienes nos cuenten entonces cómo ocurrió. Porque hay una nube suspendida sobre la época en que Roke se convirtió primero en la Isla de los Sabios, y puede ser que los hombres sabios la hayan puesto allí.

II. Nutria

En nuestro arroyo había una nutria

Que la apariencia de todo mortal adoptaría,

Cualquier hechizo de magia haría,

Y las lenguas del hombre y del pato hablarían.

Y así el agua se va, se va,

Así el agua se va.


Nutria era el hijo de un constructor de barcos que trabajaba en los astilleros del Gran Puerto de Havnor. Su madre le había puesto ese nombre campestre; era una granjera de la aldea de Endlane, al noroeste del Monte Onn. Había ido a la ciudad en busca de trabajo, como muchos otros. Un hombre decente con un oficio decente en épocas turbulentas, el constructor de barcos y su familia no querían darse cuenta temiendo que eso les trajera algún dolor. Así pues, cuando quedó bien claro que el niño tenía un don especial para la magia, su padre intentó quitárselo a fuerza de golpes.

—También podrías golpear una nube para que lloviera —le decía la madre de Nutria.

—Ten cuidado de no metérle a golpes la maldad en el cuerpo —le decía su tía.

—¡Ten cuidado de que no haga un hechizo y te golpee él a ti con el cinturón! —le decía su tío.

Pero el niño no utilizaba trucos contra su padre. Recibía las palizas en silencio y aprendía a ocultar su don.

No le parecía que fuera para tanto. Era tan fácil para él hacer que una luz plateada brillara en una habitación oscura, o encontrar un alfiler perdido sólo con pensar en él, o enderezar una juntura combada pasando sus manos sobre la madera y hablándole, que no entendía por qué hacían tanto alboroto por esas cosas. Su padre se enfurecía con él por sus «atajos», incluso lo golpeó una vez en la boca cuando Nutria le estaba hablando a su tarea, e insistió en que hiciera su trabajo de carpintería con herramientas, y en silencio.

Su madre trataba de explicarle: —Es como si hubieses encontrado una gran joya —le decía—, ¿y qué podría hacer uno de nosotros con un diamante más que ocultarlo? Cualquiera que sea más rico que nosotros para comprarlo es lo suficientemente fuerte como para matarte con el fin de conseguirlo. Mantenlo oculto. ¡Y mantente alejado de la gente poderosa y de sus hombres astutos!

«Hombres astutos» era como llamaban a los magos en aquella época.

Uno de los dones del poder consiste en reconocer el poder. Un mago reconoce a otro mago, a menos que la ocultación sea muy hábil. Y el niño no tenía ninguna habilidad, excepto en el campo de la construcción de barcos, del cual era un alumno prometedor cuando tenía doce años. Aproximadamente para esa época, la comadre que había ayudado a su madre en su nacimiento visitó a sus padres y les dijo:

—Dejad que Nutria venga a verme por las noches después del trabajo. Debería aprender los cantares y estar preparado para el día de su nombramiento.

No vieron ningún problema en eso, ya que había hecho lo mismo por la hermana mayor de Nutria, así que sus padres lo enviaban con ella todas las noches. Pero ella le enseñó a Nutria más que la canción de la Creación. Ella sabía de su don. Ella y algunos hombres y mujeres como ella, gente que no era para nada conocida y algunos de reputaciones dudosas, tenían todos en alguna medida ese mismo don; y compartían, en secreto, el saber y las habilidades que poseían.

—Un don sin enseñanza es como un barco sin timón —le dijeron a Nutria, y le enseñaron todo lo que sabían. No era mucho, pero había algunos de los cimientos de las altas artes entre sus conocimientos; y a pesar de que se sentía intranquilo por estar engañando a sus padres, no podía resistirse a aquel conocimiento, ni a la amabilidad y a los elogios de sus pobres maestros—. No te hará daño alguno si nunca lo utilizas para hacer daño —le dijeron, y a él no le costó nada prometerles esto.

En el arroyo Serrenen, cuando sus aguas pasaban junto al muro del norte de la ciudad, la comadre le dio a Nutria su verdadero nombre, con el cual es recordado en islas lejanas de Havnor.

Entre esta gente había un anciano a quien llamaban, entre ellos, el Cambiador. Le enseñó a Nutria unos cuantos sortilegios; y cuando el niño tenía aproximadamente quince años, el anciano lo sacó de la ciudad y lo adentró en los campos que estaban junto al Serrenen para enseñarle el único hechizo de verdadera transformación que él conocía. —Primero quiero ver cómo conviertes aparentemente ese arbusto en un árbol —le dijo, e inmediatamente Nutria lo hizo. La ilusión se le daba tan bien al niño que el anciano comenzó a alarmarse. Nutria tuvo que rogarle y camelarlo para que siguiera enseñándole; finalmente tuvo que prometerle, jurando por su propio nombre verdadero y secreto, que si aprendía el hechizo más importante del Cambiador, nunca lo utilizaría a menos que fuera para salvar una vida, la suya o la de otro.

Entonces el anciano se lo enseñó. Pero no servía de mucho, pensó Nutria, ya que tenía que ocultarlo.

Lo que aprendía trabajando con su padre y con su tío en el astillero al menos podía utilizarlo; y se estaba convirtiendo en un buen artesano, incluso su padre lo admitía.

Losen, un pirata que se llamaba a sí mismo el Rey del Mar Interior, era en aquel entonces el señor de la guerra más poderoso de la ciudad y de todo el este y el sur de Havnor. Exigía tributo de aquel rico dominio y lo gastaba en aumentar su soldadesca y las flotas que enviaba para tomar esclavos y botines de otras tierras. Como decía el tío de Nutria, mantenía a los constructores de barcos ocupados. Éstos estaban agradecidos de tener trabajo en una época en la cual los hombres que buscaban trabajo únicamente encontraban miseria, y las ratas corrían de aquí para allá en las cortes de Maharion. Realizaban un trabajo honesto, decía el padre de Nutria; para qué se utilizaba ese trabajo no era asunto de ellos.

Pero las otras cosas que aprendía estaban convirtiendo a Nutria en alguien muy susceptible en estos asuntos, delicado de conciencia. La gran galera que estaban construyendo ahora sería llevada a remo a la guerra por los esclavos de Losen y regresaría con más esclavos como cargamento. Le indignaba pensar en el buen barco realizando una tarea tan despiadada.

—¿Por qué no podemos construir botes de pesca, como lo hacíamos antes? —preguntaba.

Y su padre le decía:

—Porque los pescadores no pueden pagarnos.

—No pueden pagarnos tanto como Losen. Pero podríamos vivir —argumentó Nutria.

—¿Crees que puedo desobedecer la orden del Rey? ¿Quieres ver cómo me envían a remar con los esclavos de la galera que estamos construyendo? ¡Usa tu cabeza, niño!

Así que Nutria siguió trabajando con ellos con la mente despejada y el corazón enfadado. Estaban atrapados. ¿De qué sirve el poder, pensaba, si no es para salir de una trampa?

Su conciencia de artesano no le permitía dañar la carpintería del barco de ninguna manera; pero su conciencia de mago le decía que podía poner un maleficio, una maldición justo dentro de sus vigas y de su casco. ¿Seguro que eso era utilizar el arte secreto para una buena causa? Para hacer daño, sí, pero sólo para hacerle daño a los dañinos. No le habló a sus maestros acerca de todo eso. Si estaba haciendo algo malo, no era culpa de ninguno de ellos y ninguno sabría nada acerca de eso. Pensó en todo aquello durante mucho tiempo, planeando cómo hacerlo, elaborando el hechizo con mucho cuidado. Era el reverso del conjuro que se realiza para encontrar algo, un encantamiento para perder algo, se decía a sí mismo. El barco flotaría, funcionaría sin ningún problema, y podría timonearse bien, pero su rumbo nunca sería el deseado.

Era lo mejor que podía hacer como protesta contra el uso indebido del buen trabajo y de un buen barco. Estaba contento consigo mismo. Cuando el barco fue botado (y todo parecía andar bien, ya que su falla no se haría evidente hasta que estuviera bien adentrado en el mar) no pudo evitar contarle a sus maestros lo que había hecho, el pequeño círculo de ancianos y comadres, el joven encorvado que podía hablar con los muertos, la muchacha ciega que sabía los nombres de las cosas. Les contó el truco que había hecho, y la muchacha ciega se rió, pero los ancianos le dijeron:

—Ten cuidado. Mantente oculto.

Al servicio de Losen había un hombre que se hacía llamar Sabueso, porque, como él decía, tenía olfato para detectar la brujería. Su trabajo consistía en olfatear la comida y la bebida de Losen, sus prendas de vestir y sus mujeres, cualquier cosa que pudiera ser utilizada en su contra por magos enemigos, y también inspeccionar sus buques de guerra. Un barco es algo frágil en un elemento peligroso, vulnerable a hechizos y a maleficios. Tan pronto como Sabueso estuvo a bordo de la nueva galera, olió algo. —Bueno, bueno —dijo—, ¿de quién es esto? —Caminó hasta el timón y posó una mano sobre él.— Esto sí que es ingenioso —dijo—. Pero ¿quién es? Un recién llegado, supongo. —Olfateó atentamente.— Muy ingenioso —repitió.

Llegaron a la casa del constructor de barcos después del anochecer. Patearon la puerta hasta derribarla y entraron, y Sabueso, de pie entre los hombres armados y con armaduras, dijo: —Él. Dejad a los otros. —Y, con una voz suave y amigable, le dijo a Nutria:— No te muevas. —Podía percibir el gran poder que poseía el joven, lo suficiente como para tenerle un poco de miedo. Pero la angustia de Nutria era demasiado profunda y su entrenamiento demasiado primitivo como para permitirle pensar en utilizar la magia para liberarse o detener la brutalidad de los hombres. Se abalanzó sobre ellos y los atacó, y se defendió como un animal hasta que lo golpearon en la cabeza. Al padre de Nutria le rompieron la mandíbula y golpearon a su tía y a su madre hasta dejarlas inconscientes para enseñarles a no criar hombres astutos. Luego se llevaron a Nutria.

Ni una sola puerta se abrió en la estrecha calle. Nadie miró hacia fuera para ver qué eran aquellos ruidos. No hasta bastante después de haberse ido los hombres. Entonces, algunos vecinos salieron con sigilo de sus casas para consolar como pudieron a la gente de Nutria. —¡Oh, esta hechicería es una maldición, una maldición! —decían.

Sabueso le dijo a su señor que tenían al hechicero en un lugar seguro, y Losen preguntó: —¿Para quién estaba trabajando?

—Trabajaba en su astillero, su alteza. —A Losen le gustaba que se dirigieran a él con títulos nobiliarios.

—¿Quién lo contrató para que le hiciera un maleficio al barco, estúpido?

—Parece que fue idea suya, su majestad.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que iba a conseguir con ello?

Sabueso se encogió de hombros. Prefirió no decirle a Losen que la gente lo odiaba desinteresadamente.

—Dices que es astuto. ¿Puedes utilizarlo?

—Puedo intentarlo, su alteza.

—Domínalo o entiérralo —dijo Losen, y pasó a ocuparse de asuntos más importantes.

Los humildes maestros de Nutria le habían enseñado el valor del orgullo. Habían inculcado en su interior un profundo desdén para con los magos que trabajaban para hombres como Losen, permitiendo que el miedo o la ambición pusieran la magia al servicio de objetivos perversos. Nada, en su mente, podía ser más despreciable que una traición semejante a su arte. Así que le molestaba no poder despreciar a Sabueso.

Había sido encerrado en el almacén de uno de los antiguos palacios de los que Losen se había apropiado. No tenía ventanas, la puerta estaba atrancada con troncos de roble y barras de metal, y se habían lanzado conjuros sobre aquella puerta que hubieran mantenido cautivo a un mago mucho más experimentado que él. Había hombres con grandes poderes y habilidades al servicio de Losen.

Sabueso no se consideraba uno de ellos. —Todo lo que tengo es olfato —decía. Visitaba a Nutría diariamente para ver cómo se recuperaba de su conmoción cerebral y de su hombro dislocado, y también para hablar con él. Por lo que Nutria podía intuir, tenía buenas intenciones y era honesto—. Si no quieres trabajar para nosotros, te matarán —le dijo—. Losen no puede tener a tipos como tú sueltos. Será mejor que accedas a trabajar para él mientras te acepte.

—No puedo.

Nutria dijo esto como si fuera un hecho desafortunado, no como una afirmación moral. Sabueso lo miró con aprecio. En tanto vivía con el rey de los piratas, estaba cansado de las fanfarronadas y de las amenazas, de los fanfarrones y de los amenazadores.

—¿Cuál es tu fuerte?

Nutria era reacio a responder. Sabueso le caía bien, pero no tenía por qué confiar en él.

—Cambiar las formas de las cosas —masculló por fin.

—¿Transformándolas ?

—No. Sólo trucos. Convertir una hoja en una moneda de oro. Aparentemente.

En aquella época no tenían nombres fijos para las varias clases y artes de la magia, ni tampoco eran claras las conexiones entre tales artes. No había —según dirían más tarde los hombres sabios de Roke— ninguna ciencia en lo que sabían. Pero Sabueso estaba bastante seguro de que su prisionero estaba ocultando sus talentos.

—¿Puedes cambiar tu propia forma, aunque sea aparentemente?

Nutria se encogió de hombros.

Le costaba mucho mentir. Creía que se sentía incómodo al hacerlo porque no tenía práctica. Pero Sabueso lo tenía más claro. Sabía que la propia magia se resiste a la mentira. Los conjuros, los juegos de manos y el comercio falso con los muertos son falsificaciones para la magia, cristal para el diamante, latón para el oro. Son fraudes, y en esa tierra florecen mentiras. Pero el arte de la magia, a pesar de poder ser utilizado con fines falsos, trata con lo que es real, y las palabras con las que trabaja son las palabras de la verdad. Por lo tanto, a los verdaderos magos les resulta difícil mentir acerca de su arte. En sus corazones saben que su mentira, una vez pronunciada, puede cambiar el mundo.

Sabueso sentía pena por él. —Sabes, si fuera Gelluk el que te estuviera interrogando, te sacaría todo lo que sabes con tan sólo una o dos palabras, y te dejaría temblando. He visto lo que el viejo Cara Pálida deja tras de sí cuando él hace las preguntas. Escucha, ¿puedes cambiar el viento de alguna manera?

Nutria dudó unos segundos y luego dijo: —Sí.

—¿Tienes una bolsa?

Los que trabajaban con el clima solían llevar consigo un saco de cuero en donde decían que guardaban los vientos, y lo desataban para dejar salir un viento bueno, o para capturar uno contrario. Tal vez era sólo para impresionar, pero todos los que trabajaban con el clima llevaban un inmenso saco o una pequeña bolsa.

—En casa —dijo Nutria. No era una mentira, tenía una bolsa en casa. En ella guardaba las mejores herramientas y el nivel de carpintero. Y tampoco estaba mintiendo del todo acerca del viento. Varias veces se las había arreglado para traer un poco de viento mágico cuando paseaba en un barco de vela, a pesar de que no tenía idea de cómo combatir o de cómo controlar una tormenta, lo cual debe saber el que trabaja con el clima en un barco. Pero pensó que prefería hundirse en un vendaval antes que ser asesinado en aquel agujero.

—¿Y no estarías dispuesto a utilizar esa habilidad al servicio del rey?

—En Terramar no hay ningún rey —dijo el joven, severamente y con sinceridad.

—Al servicio de mi señor, entonces —se corrigió Sabueso, paciente.

—No —dijo Nutría, y vaciló. Sintió que le debía una explicación a aquel hombre—. Verás, no lo haré porque no puedo. Pensé en hacer tapones en la cubierta de aquella galera, cerca de la quilla, ¿sabes a qué me refiero con tapones? Actuarían como lo hacen las cuadernas cuando la galera se adentra en un mar turbulento. —Sabueso asintió con la cabeza.— Pero no pude hacerlo. Soy un constructor de barcos. No puedo construir un barco para que se hunda. Y con hombres a bordo. Mis manos no quisieron hacerlo. Así que hice lo que pude. Hice que la nave siguiera su propio rumbo. No el rumbo del rey.

Sabueso sonrió. —De todas maneras todavía no han deshecho lo que tú hiciste —dijo—. El viejo Cara Pálida recorrió todo el barco gateando, gruñendo y refunfuñando. Ordenó que cambiaran el timón. —Estaba hablando del mago más poderoso de Losen, un hombre pálido que provenía del norte, llamado Gelluk, alguien muy temido en Havnor.

—Con eso no basta.

—¿Podrías deshacer el hechizo que le hiciste al barco?

El joven rostro de Nutria, cansado y maltratado, reveló un atisbo de autocomplacencia. —No —contestó—. No creo que nadie pueda hacerlo.

—Qué pena. Podrías haber utilizado eso para negociar.

Nutria no dijo nada.

—Ahora el olfato es algo útil, algo que puede venderse. —Sabueso continuó:— No es que esté buscando competencia, pero un descubridor siempre puede encontrar trabajo, según dicen… ¿Alguna vez has estado en una mina?

Las conjeturas de un mago se acercan al conocimiento, aunque él puede no saber qué es lo que sabe. El primer indicio del don de Nutría, cuando tenía dos o tres años, fue su capacidad para encontrar inmediatamente algo perdido, un clavo que se había caído en algún sitio, una herramienta extraviada, tan pronto como entendía la palabra que designaba al objeto. Y, siendo niño, uno de sus más anhelados placeres había sido salir solo por el campo y pasearse por los caminos o sobre las colinas, sintiendo a través de las plantas de sus pies desnudos y por todo su cuerpo las venas de agua que pasaban bajo tierra, los filones y los nudos de los minerales, los cimientos y los pliegues de las distintas clases de rocas y de suelos. Era como si caminara sobre un gran edificio, viendo sus corredores y sus habitaciones, las entradas a amplias cavernas, el brillo de las ramificaciones de plata en las paredes; y a medida que iba avanzando, era como si su cuerpo se convirtiera en el cuerpo de la tierra, y llegara a conocer sus arterias y sus órganos y sus músculos como a los suyos propios. Este poder había sido un regocijo para él cuando era niño. Nunca había intentado utilizarlo para nada. Había sido su secreto.

No contestó a la pregunta de Sabueso.

—¿Qué hay debajo de nosotros? —Sabueso señaló el suelo, pavimentado con desparejas lozas de pizarra.

Nutria se quedó en silencio durante un rato. Luego dijo en voz muy baja:

—Arcilla y grava, y debajo de eso la roca, que contiene granates. Por debajo de toda esta parte de la ciudad hay este tipo de roca. No sé los nombres.

—Puedes aprenderlos.

—Sé cómo construir barcos, cómo navegar los barcos.

—Te irá mejor si te alejas de los barcos, de todas las luchas y los ataques. El rey está trabajando en las viejas minas de Samory, al otro lado de la montaña. Allí estarías alejado de él. Tienes que trabajar para el rey, si quieres permanecer con vida. Me ocuparé de que te envíen allí. Si es que quieres ir.

Después de unos instantes de silencio, Nutria dijo: —Gracias. —Y alzó la vista para mirar a Sabueso, una mirada breve, inquisitiva y crítica.

Sabueso lo había hecho su prisionero, se había quedado de pie observando cómo golpeaban a su familia hasta dejarlos inconscientes, no había hecho nada para detener las palizas. Sin embargo, hablaba como un amigo. ¿Por qué?, preguntaba la mirada de Nutria. Sabueso le contestó.

—Los hombres astutos necesitamos permanecer unidos —dijo—. Los hombres que no poseen ningún arte, únicamente riqueza, nos enfrentan unos a otros para su beneficio, no para el nuestro. Les vendemos nuestro poder. ¿Por qué lo hacemos? Si siguiéramos nuestro propio camino unidos nos iría mejor, tal vez.

Sabueso tenía buenas intenciones al enviar al joven a Samory, pero no entendió la cualidad de la voluntad de Nutria. Ni tampoco lo hizo el propio Nutría. Estaba demasiado acostumbrado a obedecer a otros como para ver que de hecho siempre había seguido su propio instinto, y era demasiado joven para creer que algo de lo que hiciera podría matarlo.

Planeó, tan pronto como lo sacaron de su celda, utilizar el sortilegio del anciano Cambiador para la autotransformación, y así escapar. No había duda de que su vida estaba en peligro, y estaría bien utilizar el hechizo, ¿no? El único problema fue que no pudo decidir en qué convertirse —en un pájaro o en una nube de humo—, ¿qué sería lo más seguro? Pero mientras estaba pensando en aquello, los hombres de Losen, acostumbrados a los trucos de los magos, le pusieron droga en la comida y dejó absolutamente de pensar. Lo arrojaron como a un saco de avena en una carreta tirada por mulas. Cuando mostraba indicios de estar reponiéndose, uno de ellos le daba un golpe en la cabeza, diciendo que quería asegurarse de que descansara bien.

Cuando volvió en sí, sintiéndose mal y débil a causa de la droga y con un terrible dolor de cabeza, estaba en una habitación con paredes de ladrillo y ventanas enladrilladas. La puerta no tenía rejas ni ninguna cerradura a la vista. Pero cuando intentó ponerse de pie sintió que unas cadenas de hechicería retenían su cuerpo y su mente, resistentes, tensas, tirantes, cuando se movía. Pudo ponerse de pie, pero no podía dar ni un paso para llegar a la puerta. Ni siquiera podía estirar la mano. Era una sensación horrible, como si sus músculos no fueran suyos. Volvió a sentarse y trató de tranquilizarse. Las cadenas de hechicería alrededor de su pecho no le permitían respirar profundamente, y su mente también parecía estar sofocada, como si sus pensamientos estuvieran agolpados en un espacio demasiado pequeño para todos ellos.

Después de un buen rato, la puerta se abrió y entraron varios hombres. No pudo hacer nada contra ellos mientras lo amordazaban y le ataban los brazos en la espalda.

—Ahora no tejerás encantos ni pronunciarás maleficios, muchacho —le dijo un hombre fuerte y corpulento, con el rostro muy arrugado—, pero puedes asentir lo suficientemente bien con la cabeza, ¿verdad? Te han enviado aquí como a un zahorí. Si eres un buen zahorí, te alimentarás bien y dormirás con facilidad. Cinabrio, para eso tienes que asentir. El mago del Rey dice que todavía está aquí, en alguna parte de estas antiguas minas. Y lo quiere. Así que es mejor para todos encontrarlo. Ahora te llevaré hasta afuera. Es como si yo fuera el descubridor de agua y tu fueras mi vara, ¿entiendes? Tú me guiarás. Y si quieres tomar un camino, o tomar otro, me lo indicas suavemente con la cabeza, ¿entiendes? Y cuando sepas que el mineral está bajo tierra, pisoteas ese lugar. Bien, ése es el trato, ¿sí? Y si juegas limpio, yo también lo haré, ¿entiendes?

Esperó a que Nutria asintiera con la cabeza, pero Nutria permaneció inmóvil.

—Estás de mal humor —dijo el hombre—. Si no te gusta este trabajo, siempre está el horno.

El hombre, a quien los otros llamaban Licky, lo condujo hasta afuera, a una calurosa y despejada mañana que le deslumbró los ojos. Al abandonar su celda había sentido como las cadenas de hechicería se aflojaban y se caían, pero había otros sortilegios en los demás edificios del lugar, especialmente alrededor de una alta torre de piedra, que llenaban el aire con pegajosas líneas de resistencia y rechazo. Si intentaba empujar hacia adelante para atravesarlas, su cara y su barriga se estremecían con pinchazos de agonía, y entonces observaba su cuerpo horrorizado, esperando encontrar una herida; pero no había ninguna herida. Amordazado y atado, sin su voz ni sus manos para hacer magia, nada podía contra aquellos hechizos. Licky le había atado el extremo de una cuerda trenzada de cuero alrededor del cuello, y tenía cogido el otro extremo, siguiéndolo. Dejó que Nutria se tropezara con un par de hechizos, y después de eso Nutria los evitó. Era bastante evidente dónde estaban: los polvorientos caminos doblaban para esquivarlos.

Atado como un perro, siguió caminando, hosco y tembloroso a causa del malestar y de la rabia. Miró atentamente a su alrededor, y hacia la torre de piedra, montones de madera junto a su amplio portal, ruedas oxidadas y máquinas junto a un hoyo, enormes pilas de grava y de arcilla. Se mareó al volver su dolorida cabeza.

—Si eres un zahorí, más vale que empieces a actuar como tal —dijo Licky, al tiempo que se ponía a su lado y lo miraba de reojo—. Y si no lo eres, más vale que lo hagas igual. De esa manera te mantendrás durante más tiempo en esta tierra.

Un hombre salió de la torre de piedra. Pasó junto a ellos, caminando apresuradamente con un extraño andar, arrastrando los pies, mirando fijamente hacia adelante. Su barbilla brillaba y su pecho estaba húmedo por la saliva que le chorreaba de los labios.

—Ésa es la torre del horno —dijo Licky—. Donde cuecen el cinabrio para extraer el metal. Los que trabajan allí mueren en uno o dos años. ¿Hacia dónde, zahorí?

Después de unos instantes Nutria señaló con su cabeza hacia la izquierda, alejándose de la torre de piedra gris. Caminaron hacia un extenso valle sin árboles, pasando junto a vertederos llenos de maleza.

—Por debajo de todo esto ya se ha buscado hace mucho tiempo —dijo Licky. Y Nutria ya había comenzado a darse cuenta del extraño terreno que se extendía bajo sus pies: pozos y habitaciones vacías de aire oscuro en una tierra oscura, un laberinto vertical, los hoyos más profundos llenos de agua estancada—. Nunca había suficiente plata, y el agua metálica hace mucho que desapareció. Escucha, muchacho, ¿sabes al menos lo que es el cinabrio?

Nutria sacudió la cabeza.

—Te mostraré un poco. Eso es lo que busca Gelluk. El mineral del agua metálica. El agua metálica se come todos los metales, incluido el oro, ¿sabes? Así que Gelluk lo llama el Rey. Si encuentras a su Rey, te tratará bien. Generalmente hay agua metálica aquí. Ven, te lo mostraré. Un perro no puede rastrear algo hasta haber reconocido el olor.

Licky lo llevó hacia abajo, al interior de las minas, para enseñarle las gangas, los tipos de tierra en los cuales el metal solía aparecer. Había algunas mujeres trabajando al final de un extenso nivel.

Porque eran más pequeñas que los hombres y podían moverse más fácilmente en espacios estrechos, o porque se sentían a gusto en el interior de la tierra, o más probablemente porque aquélla era la costumbre, las mujeres siempre habían sido las que trabajaban las minas de Terramar. Pero aquellas mineras eran mujeres libres, no esclavas como los trabajadores de la torre del horno. Gelluk lo había nombrado capataz de las mineras, dijo Licky, pero él no trabajaba en las minas; ellas se lo tenían prohibido, creían sinceramente que era de muy mala suerte que un hombre esgrimiera una pala o apuntalara una viga.

—A mí ya me va bien —dijo Licky.

Una mujer con los pelos enmarañados y los ojos brillantes, y con una vela atada a la frente, dejó su piqueta en el suelo para mostrarle a Nutria un poco de cinabrio que había en un cubo, grumos y migajas de un rojo pardusco. Las sombras danzaban sobre la cara de la tierra en la cual las mineras trabajaban. Las viejas vigas crujían, el polvo caía hacia abajo. A pesar de que el aire era bastante fresco en la oscuridad, los espacios y los niveles eran tan bajos y estrechos que las mineras tenían que encorvarse y se abrían camino con dificultad. En algunos sitios el techo se había derrumbado. Las escaleras eran bastante precarias. La mina era un lugar aterrador; sin embargo, Nutria se sentía cobijado allí abajo. Le daba un poco de pena tener que subir otra vez y enfrentarse a aquel caluroso día.

Licky no lo llevó a la torre del horno, sino de regreso al cuartel. De una habitación cerrada con llave sacó una pequeña, suave y gruesa bolsa de cuero que pesaba bastante. La abrió para mostrarle a Nutria el pequeño charco de brillo apagado que había dentro de ella. Cuando cerró la bolsa, el metal que había allí dentro se movió, empujando, presionando, como un animal intentando liberarse.

—Éste es el Rey —dijo Licky, con un tono de voz que podría haber indicado reverencia u odio.

Aunque no era un hechicero, Licky era un hombre mucho más formidable que Sabueso. Pero, al igual que Sabueso, era bruto, no cruel. Exigía obediencia, pero nada más. Nutria había visto a esclavos y a sus señores durante toda su vida en los astilleros de Havnor, y sabía que era afortunado. Al menos durante el día, cuando Licky era su señor.

Podía comer únicamente en la celda, donde le quitaban la mordaza. Pan y cebollas era lo que le daban, con una pizca de aceite rancio en el pan. Hambriento como estaba cada noche, cuando se sentaba en aquella habitación, con los hechizos sobre él, apenas podía tragar la comida. Sabía a metal, a cenizas. Las noches eran largas y terribles, porque los sortilegios le apretaban, Te pesaban, lo despertaban aterrorizado una y otra vez, jadeando para recobrar el aliento, y nunca le permitían pensar coherentemente. La habitación estaba inmersa en una oscuridad total, ya que no podía hacer brillar aquella esfera de luz que siempre había podido crear en una habitación oscura. El día era indescriptiblemente bienvenido, aunque significara que tendría las manos atadas a la espalda, la boca amordazada y una correa atada alrededor del cuello.

Licky lo sacaba temprano cada mañana, y generalmente daban vueltas por allí fuera hasta altas horas de la tarde. Licky era callado y paciente. No preguntaba si Nutria estaba reconociendo alguna señal de la presencia del mineral; no preguntaba si estaba buscando el mineral o simulando que lo buscaba. El propio Nutria no podría haber respondido a esa pregunta. En aquel deambular, el conocimiento de lo que estaba bajo tierra entraría en él, como solía hacerlo, y él intentaría cerrarse a él. «¡No trabajaré al servicio del mal!», se decía a sí mismo. Entonces la brisa y la claridad estival lo calmaron, y las desnudas y resistentes plantas de sus pies sintieron la hierba seca, y él supo que debajo de las raíces de aquella hierba un arroyo se deslizaba lentamente a través de la tierra oscura, filtrándose por un amplio saliente de roca con láminas de mica, y debajo de aquel saliente había una caverna, y en sus paredes había lechos de cinabrio, delgados, de color carmesí, a punto de desmoronarse… Pero él no indicó nada. Pensaba que tal vez el mapa subterráneo que se estaba formando en su mente podría utilizarse para algo bueno, si es que podía descubrir cómo lograrlo.

Pero después de aproximadamente diez días, Licky le dijo: —El señor Gelluk vendrá a visitarnos. Si no hay mineral para él, probablemente busque a otro zahorí.

Nutria caminó una milla, dando vueltas de aquí para allá; luego regresó también dando vueltas, guiando a Licky hasta un collado no lejos del otro extremo de las viejas minas. Allí señaló hacia abajo con la cabeza y pisoteó el lugar.

De regreso en la celda, después de que Licky le hubiera desatado las manos y sacado la mordaza, le dijo:

—Allí hay algo de ese mineral. Puedes llegar a él si sigues excavando aquel túnel en línea recta, tal vez unos seis metros.

—¿Hay bastante? —Nutria se encogió de hombros.—Justo lo suficiente como para seguir buscando, ¿eh? —Nutria no contestó.— Por mí ya está bien —dijo Licky.

Dos días más tarde, cuando ya habían abierto nuevamente el viejo pozo y habían comenzado a excavar para extraer el mineral, llegó el mago. Licky había dejado a Nutria fuera sentado al sol, en vez de dentro, en la celda. Nutria le estaba agradecido. No podía estar del todo cómodo con las manos atadas y la boca amordazada, pero el viento y la luz del sol eran grandes bendiciones. Y podía respirar profundamente y dormitar sin soñar que la tierra le cubría la boca y los orificios nasales, los únicos sueños que tenía durante las noches en la celda.

Estaba medio dormido, sentado en el suelo, a la sombra, junto al cuartel; el olor de los troncos amontonados junto a la torre del horno le traía recuerdos de los trabajos en el astillero, en casa; el aroma que despedía la madera nueva cuando se pasaba el cepillo por la aterciopelada tabla de roble. Algún ruido o movimiento lo despertó. Levantó la vista y vio al mago de pie frente a él, amenazante sobre él. Gelluk llevaba unas ropas fantásticas, como solían llevar muchos de su clase en aquella época. Una larga túnica de seda, de color escarlata, bordada en dorado y negro con runas y símbolos, y un sombrero de ala ancha y copa en pico que lo hacía parecer más alto de lo que un hombre puede ser. Nutria no tuvo que observar su vestimenta para saber que era él. Reconocía la mano que había tejido sus ataduras y maldecido sus noches, el sabor agrio y el dominio asfixiante de aquel poder.

—Creo que he encontrado a mi pequeño descubridor —dijo Gelluk. Su voz era profunda y suave, como las notas de una viola—. Durmiendo bajo el sol, como alguien que ha hecho bien su trabajo. Así que los has mandado a que excaven para encontrar a la Madre Roja, ¿no es cierto? ¿Conocías a la Madre Roja antes de venir aquí? ¿Eres un cortesano del Rey? Aquí y ahora, no hay necesidad alguna de cuerdas y nudos. —Desde donde estaba, con tan sólo un movimiento de los dedos, desató las muñecas de Nutria, y el pañuelo que tenía por mordaza se aflojó y cayó.

»Podría enseñarte cómo hacer eso tú mismo —continuó el mago, sonriendo, mirando cómo Nutría se frotaba y flexionaba sus doloridas muñecas y movía los labios que había tenido aplastados contra los dientes durante horas—. Sabueso me dijo que eres un muchacho prometedor, y que podrías llegar muy lejos con un buen guía. Si deseas visitar la Corte del Rey, yo puedo llevarte hasta allí. Pero tal vez no conoces al Rey de quien te estoy hablando, ¿verdad?

De hecho, Nutria no estaba seguro de si se refería al pirata o al mercurio, pero se arriesgó a adivinar e hizo un gesto rápido señalando la torre de piedra.

Los ojos del mago se entornaron y su sonrisa se hizo más amplia.

—¿Sabes su nombre?

—Agua metálica —dijo Nutria.

—Así lo llama el vulgo, o mercurio, o azogue. Pero aquellos que lo sirven le llaman el Rey, y el Rey de todas las cosas, y el Cuerpo de la Luna. —Su mirada fija, benevolente e inquisitiva, pasó sobre Nutria y se dirigió hacia la torre, y luego volvió a él. Su cara era grande y alargada, más blanca que cualquier otra cara que Nutria hubiera visto jamás, con ojos azulados. Sus cabellos grises y negros se rizaban aquí y allá sobre su barbilla y sus mejillas. Su tranquila y amplia sonrisa mostraba unos dientes pequeños, varios de ellos ausentes.

—Aquellos que han aprendido a mirar de verdad pueden verlo tal como es, como al señor de todas las sustancias. En él yacen las raíces del poder. ¿Sabes cómo lo llamamos entre las paredes de su palacio? —El alto hombre con su alto sombrero se sentó de repente en el suelo junto a Nutria, bastante cerca de él. Su aliento olía a tierra. Sus ojos claros miraban fijamente los de Nutria.— ¿Te gustaría saberlo? Puedes saber todo lo que quieras. No necesito tener secretos contigo. Ni tú conmigo —y se rió, no amenazadoramente, sino con placer. Miró fijamente a Nutria una vez más, su alargado y blanco rostro, tranquilo y pensativo—. Tienes poderes, sí, todo tipo de pequeñas habilidades y trucos. Un muchacho listo. Pero no demasiado listo; eso es bueno. No demasiado listo para aprender, como algunos… Yo te enseñaré, si tú quieres. ¿Te gusta aprender? ¿Te gusta el conocimiento? ¿Te gustaría saber el nombre con que llamamos al Rey cuando está solo, inmerso en su brillantez en las cortes de su piedra? Su nombre es Turres. ¿Conoces ese nombre? Es una palabra en la lengua del Rey de todas las cosas. Su propio nombre en su propia lengua. En nuestra lengua materna diríamos Semen. —Sonrió otra vez y golpeó ligeramente la mano de Nutria.— Porque es la semilla y el fertilizante. La semilla y la fuente de la fuerza y el bien. Ya lo verás. Ya lo verás. ¡Venga! ¡Venga! ¡Vamos a ver al Rey volando entre sus súbditos, uniéndose para alejarse de ellos! —Y se puso de pie, flexible y repentinamente, cogiendo la mano de Nutria y tirando de él hasta ponerlo de pie con una fuerza sorprendente. Se reía dominado por la emoción.

Nutria sintió como si estuviera regresando a la vida después de una interminable, triste y aturdida condena. Cuando el mago lo tocaba no sentía el horror de las cadenas de hechizo, sino un regalo de energía y esperanza. Se dijo a sí mismo que no debía confiar en aquel hombre, pero deseaba confiar en él, aprender de él. Gelluk era poderoso, dominante, extraño, y sin embargo lo había liberado.

Por primera vez desde hacía semanas Nutria caminó con las manos desatadas y sin ningún hechizo encima.

—Por aquí, por aquí —murmuraba Gelluk—. No te pasará nada.

Llegaron a la entrada de la torre del horno, un estrecho corredor entre las paredes de unos noventa centímetros de ancho. Tomó el brazo de Nutria, puesto que el joven vacilaba.

Licky le había dicho que era el humo del metal que emergía del mineral recalentado lo que enfermaba y mataba a las personas que trabajaban en la torre. Nutria no había entrado allí nunca, ni había visto nunca entrar a Licky. Se había acercado lo suficiente como para saber que estaba rodeado por sortilegios que herirían, aturdirían y atraparían a cualquier esclavo que tratase de escapar. Ahora sentía esos conjuros como hebras de telaraña, mantos de oscura niebla, abriéndole paso al mago que los había creado.

—Respira, respira, respira —decía Gelluk, riéndose, y Nutria trató de no contener la respiración cuando entraban en la torre.

La cavidad del horno ocupaba el centro de una inmensa cámara en forma de cúpula. Figuras apresuradas y concentradas trabajaban el resplandeciente mineral y lo colocaban a paladas sobre unos troncos que se mantenían ardiendo por grandes fuelles, mientras otros traían troncos de repuesto y trabajaban con los manguitos de los fuelles. Desde el vértice de la cúpula se elevaba una espiral de cámaras que el humo atravesaba hacia el interior de la torre. En aquellas cámaras, le había dicho Licky, el vapor del mercurio era atrapado y condensado, recalentado y vuelto a condensar, hasta que en la bóveda más alta, el metal puro se deslizaba dentro de un comedero o de un cuenco de piedra, solamente una o dos gotas al día, había dicho Licky, de los minerales de baja calidad que estaban fundiendo ahora.

—No tengas miedo —le dijo Gelluk, su voz sonaba fuerte y musical por encima del dificultoso jadeo de los inmensos fuelles y el constante rugir del fuego—. ¡Ven, ven a ver cómo vuela en el aire, purificándose, purificando a sus súbditos! —Condujo a Nutria hasta el borde del crisol. El fascinante resplandor se le reflejaba en los ojos.— Los espíritus malvados que trabajan para el Rey se purifican —dijo, sus labios junto a la oreja de Nutria—. Cuando ellos babean, la escoria y las manchas se despegan de ellos. La enfermedad y las impurezas se sueltan y se escapan de sus úlceras. Y luego, cuando ya han sido quemados hasta estar limpios, finalmente pueden volar hacia arriba, volar hacia las Cortes del Rey. ¡Ven, ven, entra en su torre, en donde la noche oscura trae a la luna!

Detrás de él, Nutria subió las sinuosas escaleras, amplias al principio pero cada vez más angostas y estrechas, pasando por cámaras de vapor con hornos al rojo vivo cuyas aberturas de escape daban a salones de refinamiento en donde el hollín que despedía el mineral quemado era raspado por esclavos desnudos y metido con palas dentro de los hornos para ser quemado nuevamente. Llegaron al sitio más alto. Gelluk le dijo al único esclavo que estaba agachado en el borde del pozo: —¡Muéstrame al Rey!

El esclavo, delgado y de baja estatura, pelado, con llagas que cubrían sus manos y sus brazos, destapó un agujero de piedra junto al borde del hoyo condensador. Gelluk observó atentamente, entusiasmado como un niño. —Tan pequeño —murmuró—. Tan joven. El pequeño Príncipe, el niño Señor, Señor Turres. ¡La semilla del mundo! ¡La joya del alma!

De la pechera de su bata sacó una pequeña bolsa de fino cuero decorada con hilos de plata. Con una delicada cuchara de hueso atada a la bolsa cogió unas gotas de mercurio y las introdujo en ella, luego volvió a atar la correa.

El esclavo se quedó allí de pie, inmóvil. Toda la gente que trabajaba dentro del calor y el humo de la torre del horno estaba desnuda o llevaba únicamente un taparrabos y mocasines. Nutria le echó otra mirada al esclavo, pensando que por la altura debía de ser un niño, y entonces vio los pequeños pechos. Era una mujer. Estaba pelada. Sus articulaciones eran pomos hinchados en sus extremidades de piel y hueso. Levantó la vista y miró a Nutria solamente una vez, moviendo sólo los ojos. Escupió en el fuego, se secó la boca ulcerada con la mano y volvió a quedarse inmóvil.

—Muy bien, pequeño sirviente, bien hecho —le dijo Gelluk con su dulce voz—. Entrega tu escoria al fuego y será transformada en plata viva, en la luz de la luna. ¿No es algo maravilloso —siguió diciendo, alejando a Nutria de allí y conduciéndolo hacia abajo por las escaleras de caracol— cómo de lo más vil sale lo más noble? ¡Ése es un gran principio del arte! De la Vil Madre Roja nace el Rey de todas las cosas. De la saliva de un esclavo moribundo surge la Semilla de plata del Poder.

Siguió hablando durante todo el recorrido de las sinuosas y apestosas escaleras de piedra, y Nutria trataba de entender, porque aquél era un hombre de poder explicándole a él lo que era el poder.

Pero cuando salieron y se enfrentaron a la luz del día otra vez, su cabeza siguió dando vueltas en la oscuridad, y después de dar unos pasos se dobló sobre sí mismo y vomitó en el suelo.

Gelluk lo observaba con su mirada inquisitiva y afectuosa, y cuando Nutria se puso de pie, estremeciéndose y jadeando, el mago le preguntó tiernamente:

—¿Le tienes miedo al Rey? —Nutria asintió con la cabeza—. Si compartes su poder no te hará daño. Temerle a un poder, luchar contra un poder, es muy peligroso. Amar al poder y compartirlo es el modo regio de proceder. Mira. Observa lo que hago.

—Gelluk cogió la pequeña bolsa dentro de la cual había puesto las gotas de mercurio. Su mirada siempre fija en la de Nutria, abrió la bolsa, se la llevó hasta los labios y se tragó el contenido. Abrió su sonriente boca para que Nutria pudiese ver las gotas plateadas dando vueltas en su lengua antes de que se las tragara.

—Ahora el Rey está en mi cuerpo, es el invitado de honor en mi casa. No me hará babear ni vomitar, ni provocará úlceras en mi cuerpo; no, porque no le tengo miedo, sino que lo invito, y entonces él entra en mis venas y en mis arterias. No me sucede nada malo. La sangre que corre ahora por mis venas es de plata. Veo cosas desconocidas para otros hombres. Comparto los secretos del Rey. Y cuando me abandona, se esconde en la casa de la inmundicia, se ensucia a sí mismo, y una vez más me espera en ese vil lugar para que me lo lleve y lo limpie mientras él me limpia a mí, de modo que cada vez nos purificamos más y más mutuamente. —El mago cogió el brazo de Nutria y caminó con él. Y le dijo, sonriendo, como si le estuviera haciendo una confidencia:— Yo soy alguien que defeca a la luz de la luna. No conocerás a otro como yo. Y aun más que eso, aun más que eso, el Rey entra en mi semilla. Él es mi semen. Yo soy Turres y él es yo…

En la confusión de su mente, Nutria apenas se dio cuenta de que estaban dirigiéndose ahora hacia la entrada de la mina. Entraron bajo tierra. Los pasadizos de la mina eran un oscuro laberinto, como las palabras del mago. Nutria seguía adelante, tratando de entender. Vio a la esclava en la torre, a la mujer que lo había mirado. Vio sus ojos.

Caminaban sin luz alguna excepto por la tenue esfera luminosa que Gelluk proyectaba delante de ellos. Pasaron por niveles que hacía mucho no se utilizaban, pero sin embargo el mago parecía conocer cada palmo, o tal vez no conocía el camino y estaba vagando sin rumbo. Caminaba, dándose la vuelta a veces para guiar a Nutria o advertirle de algo, y luego seguía adelante, siempre hablando.

Llegaron hasta donde las mineras estaban prolongando el viejo túnel. Allí el mago habló con Licky a la luz de las velas, entre sombras dentadas. Tocó la tierra que había al final del túnel, alzó unos terrones con sus manos y los hizo rodar en sus palmas, amasándolos, examinándolos, probándolos. Mientras lo hacía permaneció en silencio, y Nutria lo observaba fija e intensamente, todavía tratando de entender.

Licky regresó con ellos al cuartel. Gelluk le dio a Nutria las buenas noches con su suave voz. Licky lo encerró como de costumbre en la habitación de paredes de ladrillo, y le dio una barra de pan, una cebolla y una jarra con agua.

Nutria se agazapó como siempre bajo la incómoda opresión de las cadenas de hechizo. Bebió sediento. El ácido sabor a tierra de la cebolla era bueno, y se la comió toda.

Mientras se desvanecía la tenue luz que entraba por las grietas de la argamasa de la ventana enladrillada, en lugar de hundirse en la vacía miseria de todas las noches que había pasado en aquella habitación, se quedó despierto y cada vez más despabilado. El excitante alboroto que había invadido su mente durante todo el tiempo que había estado con Gelluk se fue tranquilizando poco a poco. De él emergió algo, cada vez más cerca, cada vez más claro, la imagen que había visto allí abajo en la mina, en sombras pero sin embargo distinguible: la esclava en la bóveda más alta de la torre, aquella mujer con los pechos vacíos y los ojos enconados, que escupía la saliva de su boca envenenada y se secaba la boca, y se quedaba allí de pie, esperando la muerte. Ella lo había mirado.

Ahora la veía más claramente de lo que la había visto en la torre. La veía más claramente de lo que nunca había visto a nadie. Veía los delgados brazos, las hinchadas articulaciones de sus codos y sus muñecas, la infantil nuca de su cuello. Era como si estuviese con él en la habitación. Era como si estuviese en él, como si fuese él. Ella lo miraba. Él veía cómo ella lo miraba. Se veía a sí mismo a través de los ojos de ella.

Veía las líneas de los hechizos que lo tenían cogido, pesadas cuerdas de oscuridad, un enredado laberinto de líneas por todo su cuerpo. Había una forma de salir de aquel nudo, si giraba así, y después así, y separaba las líneas con sus manos, así; y entonces estuvo libre.

Ya no podía ver a la mujer. Estaba solo en la habitación, de pie y libre.

Todos los pensamientos que no había sido capaz de pensar durante días y semanas se agolpaban en su cabeza, una tormenta de ideas y de sentimientos, una pasión de furia, de venganza, de lástima, de orgullo.

Al principio lo invadieron endiabladas fantasías de poder y de venganza: liberaría a los esclavos, ataría a Gelluk con cadenas de hechizo y lo arrojaría al fuego, lo ataría, lo dejaría ciego y lo abandonaría allí para que respirase los humos que emanaba el mercurio en aquella bóveda, en la más alta, hasta que muriera… Pero cuando sus pensamientos se tranquilizaron y comenzaron a aclararse cada vez más, supo que no podría derrotar a un mago de grandes habilidades y poderes, ni siquiera si aquel mago estaba loco. Si tenía alguna esperanza, ésta era aprovecharse de su locura, y conducir al mago hasta su autodestrucción.

Reflexionó. Todo el tiempo que estuvo con Gelluk había intentado aprender de él, entender lo que el mago le estaba diciendo. Sin embargo, ahora estaba seguro de que las ideas de Gelluk, las enseñanzas que él le había impartido con tanto entusiasmo, no tenían nada que ver con su poder ni con ningún poder verdadero. La minería y el acrisolamiento eran en verdad grandes oficios, con sus propios misterios y dominios, pero Gelluk parecía no saber nada acerca de aquellas artes. Todo lo que decía sobre el Rey de todas las cosas y sobre la Madre Roja eran simplemente palabras. Y no eran las palabras adecuadas. Pero ¿cómo sabía Nutria todo aquello?

En todo su torrente de habladurías, la única palabra que Gelluk había dicho en el Habla Antigua, el lenguaje con el cual se hacían los hechizos de los magos, era la palabra turres. Había dicho que significaba semen. El don de magia de Nutria había reconocido aquel significado como el verdadero. Gelluk había dicho que aquella palabra también significaba mercurio, y Nutria supo que estaba equivocado.

Sus humildes maestros le habían enseñado todas las palabras que conocían de la Lengua de la Creación. Entre ellas no estaba ni la palabra semen ni la que da nombre al mercurio. Pero sus labios se separaron, su lengua se movió: «Ayezur», dijo con la voz de la esclava en la torre de piedra. Era ella la que sabía el verdadero nombre del mercurio y ella quien lo había dicho a través de él.

Luego, durante un rato, se quedó inmóvil, de cuerpo y mente, y comenzó a entender por primera vez dónde yacía su poder.

Se quedó de pie en la habitación cerrada, inmersa en la oscuridad, y supo que se iría libre, porque ya era libre. Una tormenta de alabanzas lo atravesó.

Después de un rato, deliberadamente, entró una vez más en la trampa de cadenas de hechizo, regresó al lugar donde había estado, se sentó sobre el jergón, y siguió pensando. El hechizo de aprisionamiento todavía estaba allí, pero sin embargo ahora no tenía poder alguno sobre él. Podía entrar y salir de él como si fueran meras líneas pintadas en el suelo. El agradecimiento por aquella libertad latía en él tan rápido como su corazón.

Pensó en lo que debía hacer, y en cómo debía hacerlo. No estaba seguro de si él la había invocado o si ella había venido por voluntad propia; no sabía cómo le había dicho aquella palabra del Habla Antigua, a él o a través de él. No sabía lo que estaba haciendo, ni lo que ella estaba haciendo, y estaba casi seguro de que si realizaba cualquier hechizo, Gelluk se despertaría. Pero, por fin, precipitadamente, y lleno de temor porque tales hechizos eran simplemente un rumor entre aquellos que le habían enseñado su magia, invocó a la mujer de la torre de piedra.

La trajo a su mente y la vio como la había visto, allí, en aquella habitación, y la llamó; y ella vino.

Su espectro se quedó de pie justo fuera de las cuerdas de la telaraña del hechizo, mirándolo fijamente, y viéndolo, porque una esfera de luz suave, azulada, y que venía de ninguna parte, llenaba la habitación. Le temblaban los labios ulcerosos y en carne viva, pero no dijo nada.

Él habló, y le dijo su nombre verdadero: —Yo soy Medra.

—Yo soy Anieb —susurró ella.

—¿Cómo podemos liberarnos?

—El nombre.

—Aunque lo supiera… Cuando estoy con él no puedo hablar.

—Si yo estuviera contigo, podría utilizarlo.

—No puedo llamarte.

—Pero yo puedo venir —dijo ella.

Miró a su alrededor, y él levantó la vista. Los dos sabían que Gelluk había sentido algo, que se había despertado. Nutria sintió que sus ataduras se tensaban y lo ligaban con más fuerza, y la vieja sombra se oscureció.

—Vendré, Medra —dijo ella. Extendió su delgada mano con el puño cerrado, luego la abrió con la palma hacia arriba, como si estuviese ofreciéndole algo. Y después desapareció.

La luz se fue con ella. Estaba solo en la oscuridad. Las frías garras de los hechizos lo agarraron por la garganta y lo ahogaron, le ataron las manos y le presionaron los pulmones. Se agachó, jadeando. No podía pensar; no podía acordarse de nada. «Quédate conmigo», dijo, y no sabía a quién le hablaba. Tenía miedo, y no sabía a qué le tenía miedo. El mago, el poder, el hechizo… Todo era oscuridad. Pero en su cuerpo, no en su mente, ardía un conocimiento que ya no podía nombrar, una certeza que era como una pequeña lámpara entre sus manos en un laberinto de cavernas subterráneas. Mantuvo la vista fija en aquella semilla de luz.

Lo invadieron extraños y diabólicos sueños de asfixia, pero no se apoderaron de él. Respiró profundamente. Por fin se quedó dormido. Soñó con extensas laderas veladas por la lluvia, y la luz brillando a través del agua. Soñó con nubes que pasaban sobre las orillas de las islas, y con una alta, redonda y verde colina que se alzaba al final del mar, entre la bruma y bajo la luz del sol.

El mago que se hacía llamar Gelluk y el pirata que se hacía llamar Rey Losen habían trabajado juntos durante años, cada uno apoyando e incrementando el poder del otro, cada uno creyendo que el otro era su sirviente.

Gelluk estaba seguro de que sin él el nefasto reino de Losen no tardaría en derrumbarse, y algún mago enemigo borraría a su rey con medio hechizo. Pero dejaba que Losen interpretara el papel de señor. El pirata era una comodidad para el mago, quien se había acostumbrado a tener todo lo que deseaba, su tiempo libre y un interminable abastecimiento de esclavos para sus necesidades y sus experimentos. Era fácil mantener las protecciones que había colocado en la persona de Losen, en sus expediciones y en sus incursiones; los hechizos que había colocado en los sitios en donde trabajaban los esclavos o en donde se guardaban los tesoros. Crear aquellos hechizos había sido un asunto diferente, un arduo y largo trabajo. Pero ahora estaban en su lugar, y no había ni un solo mago en Havnor que pudiera deshacerlos.

Gelluk nunca había conocido a un hombre al cual le tuviera miedo. Unos cuantos magos se habían cruzado en su camino con suficiente fuerza como para que se sintiese receloso de ellos, pero nunca había conocido a uno con habilidades y poderes iguales a los que él poseía.

Recientemente, adentrándose siempre más y más profundamente en los misterios de cierto libro de saber popular traído de la Isla de Way por uno de los ladrones de Losen, Gelluk se había vuelto indiferente ante la mayoría de las artes que había aprendido o había descubierto él mismo. El libro lo convenció de que todas ellas eran meramente sombras o atisbos de un dominio mucho más grande. Al igual que un elemento verdadero contenía a todas las sustancias, un conocimiento verdadero contenía todos los demás. Para acercarse más y más a aquel dominio, comprendió que las artes de los magos eran tan vulgares y falsas como el título y el dominio de Losen. Cuando llegara a ser uno con el elemento verdadero, sería el único rey verdadero. Solo entre los hombres, pronunciaría las palabras de la creación y las de la destrucción. Tendría dragones por mascotas.

En el joven zahorí reconoció un poder, sin instrucción e inepto, que podría utilizar. Necesitaba mucho más mercurio del que tenía, y por consiguiente necesitaba un descubridor. Descubrir era una de las artes menores. Gelluk nunca la había practicado, pero podía ver que el joven muchacho tenía aquel don. Haría bien en aprender el verdadero nombre del chico para asegurarse de poder controlarlo. Suspiró al pensar en el tiempo que tendría que perder enseñándole al joven para qué servía. Y después de eso, todavía habría que excavar y sacar el mineral de la tierra y refinar el metal. Como siempre, la mente de Gelluk esquivaba los obstáculos y los retrasos para llegar a los maravillosos misterios ocultos detrás de ellos.

En el libro del saber popular de la Isla de Way, que llevaba con él en una caja cerrada con hechizos allí donde fuera, había pasajes que hablaban del verdadero fuego refinador. Tras haber estudiado estos párrafos durante mucho tiempo, Gelluk sabía que una vez que tuviera suficiente cantidad de metal puro, la siguiente etapa consistiría en purificarlo aun más hasta convertirlo en el Cuerpo de la Luna. Había entendido el lenguaje oculto del libro que decía que para lograr purificar mercurio, el fuego tenía que crearse no únicamente con madera sino también con cadáveres humanos. Releyendo y reflexionando sobre las palabras aquella noche en su habitación en el cuartel, discernió otro posible significado en ellas. Siempre había otro significado en las palabras de aquel saber. Tal vez el libro estaba diciendo que debía haber sacrificio no solamente de carnes viles, sino también de espíritus inferiores. El gran fuego de la torre debería quemar no sólo cuerpos muertos, sino también vivos. Vivos y conscientes. La pureza de la inmundicia: la gloria del dolor. Todo aquello era parte del gran principio, perfectamente claro una vez visto. Estaba seguro de que tenía razón, finalmente había entendido la técnica. Pero no debía apresurarse, debía ser paciente, tenía que asegurarse. Pasó a otro pasaje y comparó los dos, y le dio vueltas al libro hasta altas horas de la noche. Una vez, durante un segundo, algo desvió su atención, cierta invasión de las afueras de su conciencia; el muchacho estaba intentando hacer algún tipo de truco. Gelluk pronunció impacientemente una única palabra, y regresó a las maravillas del reino del Rey de todas las cosas. Nunca se dio cuenta de que los sueños de su prisionero se habían escapado de él.

Al día siguiente ordenó a Licky que le enviara al muchacho. Estaba ansioso por verlo, por ser bondadoso con él, por enseñarle, por acariciarlo un poco, como había hecho el día anterior. Se sentó con él al sol. A Gelluk le gustaban mucho los niños y los animales. Le gustaban todas las cosas bonitas. Era agradable tener una joven criatura cerca de uno. El incomprensible sobrecogimiento de Nutria era atrayente, al igual que su incomprensible fuerza. Los esclavos eran agotadores, con su debilidad y sus engaños, y sus desagradables y enfermos cuerpos. Por supuesto, Nutria era su esclavo, pero el muchacho no tenía por qué saberlo. Podían ser maestro y aprendiz. Pero los aprendices no eran muy leales, pensó Gelluk, recordando a su aprendiz Primitivo, quien se pasaba de listo, y a quien debía recordar para controlarlo más estrictamente. Padre e hijo, eso es lo que él y Nutria podrían ser. Haría que el muchacho lo llamase Padre. Se acordó de que había intentado averiguar su verdadero nombre. Había varias maneras de hacerlo, pero la más sencilla, considerando que el muchacho ya estaba en su poder, era preguntárselo a él mismo. —¿Cuál es tu nombre? —le dijo, observando a Nutria atentamente.

Hubo una pequeña lucha en la mente del pequeño, pero su boca se abrió y su lengua se movió: —Medra.

—Muy bien, muy bien, Medra —dijo el mago—. Puedes llamarme Padre.

—Debes encontrar a la Madre Roja —le dijo, el día después de aquello. Estaban otra vez sentados uno junto al otro, fuera. El sol de otoño era cálido. El mago se había quitado el sombrero cónico, y los gruesos y grises cabellos le ondeaban sueltos alrededor de la cara—. Sé que encontraste aquella pequeña parcela para que ellos excavaran, pero allí no hay más que unas pocas gotas. Apenas vale la pena quemarse para tan poco. Si tú vas a ayudarme, y si yo voy a enseñarte, tienes que esforzarte un poco más. Creo que sabes cómo hacerlo —sonrió a Nutria—, ¿verdad?

Nutria asintió con la cabeza.

Todavía estaba conmocionado, horrorizado, por la facilidad con la que Gelluk le había obligado a decir su nombre, lo cual le daba al mago un poder inmediato y absoluto sobre él. Ahora no tenía esperanza alguna de resistirse a Gelluk de ninguna manera. Aquella noche se había sentido completamente desesperado. Pero entonces Anieb, la muchacha, había acudido a su mente: había acudido por voluntad propia, por sus propios medios. No podía invocarla, ni siquiera podía pensar en ella, y no se habría atrevido a hacerlo, ya que Gelluk sabía su nombre. Pero ella acudió, incluso cuando él estaba con el mago, no como un espectro sino como una presencia en su mente.

Era difícil ser consciente de ella a través de las palabras del mago y de los hechizos constantes y controladores de la mitad de su conciencia que tejían cierta oscuridad a su alrededor. Pero cuando Nutria podía hacerlo, entonces no era tanto como si ella estuviese con él, sino como si ella fuese él, o como si él fuese ella. Veía a través de sus ojos. La voz de ella hablaba en su mente, más fuerte y más clara que la voz y los hechizos de Gelluk. A través de sus ojos y de su mente, Nutria podía ver y pensar. Y comenzó a ver que el mago, completamente seguro de poseerlo en cuerpo y alma, se había despreocupado de los hechizos que ataban a Nutria a su voluntad. Una atadura es una conexión. Él —o Anieb en él— podía seguir los enlaces de los hechizos de Gelluk de regreso hasta la propia mente de Gelluk.

Inconsciente de todo esto, Gelluk seguía hablando, siguiendo la interminable fascinación de su propia voz encantadora.

—Tienes que encontrar el verdadero útero, el vientre de la Tierra, que contiene la semilla pura de la luna. ¿Sabías que la Luna es el Padre de la Tierra? Sí, sí; y él se acostó con ella, ya que ése es el derecho del padre. Comenzó a moverse en su vil arcilla con la semilla verdadera. Pero ella no quería dar a luz al Rey. Es fuerte en su miedo y determinada en su vileza. Lo retiene y lo esconde profundamente, temerosa de alumbrar a su señor. Por eso mismo, para darlo a luz, debe ser quemada viva.

Gelluk se detuvo y no dijo nada más durante un rato, pensando; su rostro reflejaba excitación. Nutria vislumbró las imágenes que aparecían en su mente: grandes fuegos, palos quemándose con manos y pies, terrones de tierra ardiendo que gritaban como grita la madera verde en el fuego.

—Sí —dijo Gelluk, su voz profunda, suave y soñadora—, tiene que ser quemada viva. ¡Y entonces, sólo entonces, aparecerá de repente, brillando! Oh, es hora, ya es hora. Debemos dar a luz al Rey. Debemos encontrar el gran filón. Está aquí; no hay duda alguna de eso: «El útero de la Madre yace debajo de Samory».

Una vez más hizo una pausa. En seguida miró fijamente a Nutria, que se petrificó de miedo pensando que el mago lo había descubierto observando su mente. Gelluk lo miró fijamente durante un rato con aquella curiosa mirada, medio penetrante, medio perdida, sonriendo. —¡Pequeño Medra! —dijo, como si acabara de descubrir que estaba allí. Golpeó suavemente el hombro de Nutria—. Sé que tienes el don de encontrar lo que está oculto. Un don bastante especial, si estuviera adecuadamente entrenado. No temas, hijo mío. Sé por qué llevaste a mis sirvientes solamente hasta el pequeño filón, jugando y retrasándote. Pero ahora que he llegado, tú me sirves a mí, y no tienes nada a qué temerle. Y no servirá de nada que intentes esconderme algo, ¿verdad? El niño sabio ama a su padre y le obedece, y el padre lo recompensa como se lo merece. —Se inclinó hasta quedar muy cerca de Nutria, como le gustaba hacerlo, y le dijo dulce y confidencialmente:— Estoy seguro de que puedes encontrar el gran filón.

—Yo sé dónde está —dijo Anieb.

Nutria no pudo hablar; ella había hablado a través de él, utilizando su voz, la cual sonó espesa y débil.

Muy poca gente le hablaba alguna vez a Gelluk a menos que él les obligara a hacerlo. Los hechizos con los cuales enmudecía, debilitaba y controlaba a todos los que se le acercaban eran tan habituales para él que ni siquiera pensaba en ellos. Estaba acostumbrado a ser escuchado, no a escuchar. Sereno en su fuerza y obsesionado con sus ideas, no tenía pensamiento alguno más allá de ellas. No era en absoluto consciente de Nutria, excepto como una parte de sus planes, una extensión de él mismo.

—Sí, sí, lo harás —le dijo, y volvió a sonreír.

Pero Nutria era totalmente consciente de Gelluk, tanto físicamente como del hecho de que era una presencia con un inmenso poder controlador; y le parecía que las palabras de Anieb le habían quitado a Gelluk todo ese poder que tenía sobre él, ganándole un lugar en donde colocarse, un punto de apoyo para sus pies. Incluso con Gelluk tan cerca de él, terriblemente cerca, se las arregló para hablar.

—Te llevaré hasta allí —dijo secamente y con dificultad.

Gelluk estaba acostumbrado a escuchar a las personas pronunciar las palabras que él había puesto en sus bocas, si es que decían algo. Estas eran palabras que deseaba pero que no esperaba oír. Tomó el brazo del muchacho, acercando la cara a la de él, y sintió cómo él se encogía apartándose.

—Qué listo eres —le dijo—. ¿Has encontrado un mineral mejor que el de aquella parcela que encontraste primero? ¿Que justifique el esfuerzo de excavar y fundir?

—Es el filón —dijo el muchacho.

Aquellas lentas y escuetas palabras acarreaban un gran peso.

—¿El gran filón? —Gelluk lo miró fijamente, sus rostros estaban a menos de un palmo de distancia.

La luz en sus ojos azulados era como el suave y loco movimiento del mercurio—. ¿El útero?

—Sólo el Señor puede ir allí.

—¿Qué Señor?

—El Señor de la Casa. El Rey.

Para Nutria su conversación era, otra vez, corno avanzar caminando en una inmensa oscuridad con una pequeña lámpara. El entendimiento de Anieb era aquella lámpara. Cada paso revelaba el próximo paso que debía dar, pero nunca podía ver el lugar donde estaba. No sabía lo que vendría después, y no entendía lo que veía. Pero lo veía, y seguía avanzando, palabra por palabra.

—¿Cómo sabes de esa Casa?

—La vi.

—¿Dónde? ¿Cerca de aquí?

Nutria asintió con la cabeza.

—¿Está en la tierra?

«Dile lo que él ve», susurró Anieb en la mente de Nutria, y él habló:

—Un arroyo pasa a través de la oscuridad sobre un techo brillante. Bajo el techo está la Casa del Rey. El techo está muy alto sobre el suelo, sobre grandes pilares. El suelo es rojo. Todos los pilares son rojos. En ellos hay runas brillantes.

Gelluk contuvo la respiración. Y entonces le preguntó, muy dulcemente: —¿Puedes leer las runas?

—No puedo leerlas —la voz de Nutria era inexpresiva—, no puedo ir allí. Nadie puede entrar allí en el cuerpo, solamente el Rey. Solamente él puede leer lo que está allí escrito.

El blanco rostro de Gelluk estaba aun más blanco; le temblaba un poco la mandíbula. Se puso de pie, de repente, como lo hacía siempre.

—Llévame hasta allí —dijo, tratando de controlarse, pero obligando tan violentamente a Nutria a que se levantara y caminara que el muchacho se puso de pie tambaleándose y se tropezó varias veces, a punto de caerse. Luego comenzó a caminar, rígida y torpemente, tratando de no resistirse a la coercitiva y apasionada voluntad que apresuraba sus pasos.

Gelluk caminaba muy cerca de él, y a menudo lo cogía del brazo.

—Por aquí —dijo varias veces—. ¡Sí, sí! Es por aquí. —Sin embargo, estaba siguiendo a Nutria. Su tacto y sus hechizos lo empujaban, lo apuraban, pero en la dirección hacia la cual Nutria escogía ir.

Pasaron caminando junto a la torre del horno, pasaron junto al pozo viejo y junto al nuevo, siguieron hasta adentrarse en el extenso valle adonde Nutria había llevado a Licky el primer día que había estado allí. Ahora el otoño estaba casi terminando. Los arbustos y la hierba cubierta de maleza que aquel día habían estado verdes, estaban ya pardos y secos, y el viento hacía crujir las últimas hojas en los arbustos. Por la izquierda de donde se encontraban corría un pequeño arroyo entre matorrales y sauces. Suaves rayos de sol y largas sombras bañaban las laderas.

Nutria supo que se acercaba un momento en el cual podría liberarse de Gelluk; de eso había estado seguro desde la noche anterior. También sabía que en aquel preciso momento podría derrotar a Gelluk, quitarle su poder, si el mago, impulsado por sus visiones, se olvidaba de cuidar de sí mismo, y si Nutria podía averiguar su nombre.

Los hechizos del mago todavía unían sus mentes. Nutria presionó hacia el interior de la mente de Gelluk, buscando su nombre verdadero. Pero no sabía dónde buscar ni cómo buscar. Un descubridor que no conocía su arte, todo lo que podía ver claramente en los pensamientos de Gelluk eran páginas de un libro de saber popular lleno de palabras sin sentido, y las visiones que había descrito —un vasto palacio con paredes rojas donde runas de plata danzaban en los pilares carmesí—. Pero Nutria no pudo leer el libro ni las runas. Nunca había aprendido a leer.

Durante todo ese tiempo él y Gelluk se iban alejando más y más de la torre, lejos de Anieb, cuya presencia a veces se debilitaba y se desvanecía. Nutria no se atrevía a intentar invocarla.

Ahora, a tan sólo unos pasos de distancia de donde se encontraban, estaba el palacio donde, bajo sus pies, bajo tierra, entre sesenta y noventa centímetros hacia abajo, un agua oscura fluía lentamente y se filtraba a través de la suave tierra sobre el saliente de mica. Debajo de eso se abría la hueca caverna y el filón de cinabrio.

Gelluk estaba casi completamente absorto en su propia visión, pero debido a que la mente de Nutria y la de él estaban conectadas, vio algo de lo que veía Nutria. Se detuvo, cogió el brazo de Nutria. Su mano temblaba por el entusiasmo.

Nutria señaló la poco pronunciada pendiente que se elevaba ante ellos.

—La Casa del Rey está allí —dijo. En ese momento la atención de Gelluk se alejó totalmente de él, fija en la ladera y en la visión que veía en ella. Entonces Nutria pudo llamar a Anieb. Ésta inmediatamente acudió a su mente y a su ser, y se quedó allí con él.

Gelluk estaba de pie inmóvil, pero retorciéndose las manos temblorosas. El cuerpo se le estremecía y temblaba, como un perro de caza que quiere emprender la persecución pero no puede encontrar el rastro. Estaba perdido. Allí estaba la ladera con su hierba y sus arbustos bajo los últimos rayos de sol, pero no se veía ninguna entrada. La hierba salía de una tierra cascajosa; la tierra sin veta.

A pesar de que Nutria no había pensado las palabras, Anieb habló con su voz, la misma voz débil y apagada: —Únicamente el Señor puede abrir la puerta. Únicamente el Rey tiene la llave.

—La llave —dijo Gelluk.

Nutria se quedó petrificado, ausente, igual que Anieb se había quedado en lo alto de la torre.

—La llave —repitió Gelluk, impaciente.

—La llave es el nombre del Rey.

Aquello fue un salto en la oscuridad. ¿Cuál de ellos lo había dicho?

Gelluk estaba tenso y temblaba, todavía perdido. —Turres —dijo, después de un rato, casi en un susurro.

El viento soplaba en la hierba seca.

El mago comenzó de repente a avanzar, sus ojos como brasas, y gritó: —¡Ábrete ante el nombre del Rey! ¡Soy Tinaral! —Y sus manos se movieron en un gesto rápido y poderoso, como si estuvieran separando pesadas cortinas.

La ladera que estaba ante él tembló, se retorció y se abrió. En ella se hizo una grieta, profunda y ancha. De ella comenzó a emanar agua, la cual llegó hasta los pies del mago.

Éste se echó hacia atrás, con la mirada fija, e hizo un brusco movimiento con la mano que apartó el arroyo en una nube de rocío, como una fuente soplada por el viento. La grieta en la tierra se hizo más profunda, revelando el saliente de mica. Con un crujido totalmente desgarrador, la piedra brillante se partió en dos. Debajo de ella sólo había oscuridad.

El mago dio un paso hacia adelante. —Aquí estoy —dijo con su jubilosa y dulce voz, y avanzó a zancadas y sin miedo hacia la herida en carne viva de la tierra, una luz blanca danzaba alrededor de sus manos y de su cabeza. Pero al no ver ninguna pendiente ni ningún escalón descendente cuando llegó al borde del techo roto de la caverna, dudó, y en aquel instante Anieb gritó con la voz de Nutria:

—¡Cáete Tinaral!

Tambaleándose frenéticamente, el mago intentó darse la vuelta, perdió el equilibrio en el borde que estaba a punto de desmoronarse, y cayó precipitadamente en la oscuridad. El manto de color escarlata se hinchó hacia arriba, la luz que había alrededor parecía una estrella fugaz.

—¡Ciérrate! —gritó Nutria, poniéndose de rodillas, sus manos sobre la tierra, sobre los bordes en carne viva de la fisura—. ¡Ciérrate, Madre! ¡Cúrate, cicatriza! —suplicó, imploró, pronunciando las palabras de la Lengua de la Creación, que no conocía hasta pronunciarlas—. ¡Madre, cúrate! —repetía, y la tierra agrietada crujió y se movió, uniéndose, curándose a sí misma.

Quedó una veta rojiza, una cicatriz que atravesaba la tierra, la gravilla y la hierba.

El viento movía las hojas secas en las ramas de los robles. El sol se escondía detrás de la colina, y algunas nubes se acercaban formando una baja masa gris.

Nutria se agachó allí al pie en la ladera, solo.

Las nubes ensombrecieron el lugar. La lluvia atravesó el pequeño valle, cayendo sobre la tierra y la hierba. Encima de las nubes, el sol descendía por las escaleras occidentales de la brillante casa del cielo.

Finalmente, Nutria se incorporó. Estaba mojado, frío, desconcertado. ¿Por qué estaba allí?

Había perdido algo y tenía que encontrarlo. No sabía qué era lo que había perdido, pero lo encontraría en la torre ardiente, el lugar donde unas escaleras de piedra se elevaban entre humos. Tenía que ir allí. Se puso de pie y caminó arrastrando los pies, cojo y vacilante, repitiendo el camino ahora de vuelta por el valle.

No se le ocurría esconderse o protegerse. Por suerte para él, no había guardias por allí; de hecho había pocos guardias, y no estaban alerta, ya que los hechizos del mago habían mantenido la prisión cerrada. Los conjuros habían desaparecido, pero la gente de la torre no lo sabía, seguían trabajando bajo el aun más poderoso hechizo de la desesperación.

Nutria atravesó la cúpula del horno y pasó junto a sus apresurados esclavos, luego subió lentamente las humeantes y oscuras escaleras de caracol hasta llegar al sitio más alto.

Ella estaba allí, la mujer enferma que podía curarlo, la pobre mujer que tenía el tesoro, la extraña que era él mismo.

Se quedó en silencio en la entrada. Ella se sentó en el suelo de piedra, cerca del crisol, su delgado cuerpo, grisáceo y oscuro como las piedras. Su barbilla y sus pechos brillaban con la saliva que caía de su boca. Pensó en el manantial de agua que había emanado de la tierra agrietada.

—Medra —dijo ella. Su boca ulcerosa no podía hablar claramente. Él se arrodilló y le cogió las manos, mirándola directamente a la cara.

—Anieb —susurró él—, ven conmigo.

—Quiero irme a casa —dijo ella.

La ayudó a ponerse de pie. No hizo ningún hechizo para protegerse o esconderse. Sus fuerzas se habían agotado. Y a pesar de que ella poseía una gran magia, lo cual le había permitido estar junto a él en cada paso de aquel extraño viaje por el valle, y engañar al mago para que dijera su nombre, no sabía de artes ni de hechizos, y ya no le quedaban fuerzas para nada.

Sin embargo, nadie les prestaba atención, como si un encantamiento de protección hubiese sido echado sobre ellos. Bajaron las sinuosas escaleras, salieron de la torre, pasaron junto al cuartel, se alejaron de las minas. Caminaron a través de ralos bosques hacia las estribaciones que ocultaban el Monte Onn de las tierras bajas de Samory.

Anieb mantenía un ritmo al andar mejor del que parecería posible en una mujer tan famélica y destruida, caminando casi desnuda en el frío de la lluvia. Toda su voluntad apuntaba a avanzar; no tenía ninguna otra cosa en mente, ni él, ni nada. Pero ella estaba allí corporalmente con él, y él sentía su presencia tan profunda y extraña como cuando había acudido a su invocación. La lluvia le resbalaba por la cabeza y el cuerpo desnudo. El la hizo detener para que se pusiera su camisa. Se avergonzaba de ésta porque estaba mugrienta, puesto que él la había estado llevando durante todas aquellas semanas. Ella dejó que se la pasara por la cabeza y después siguió caminando. No podía ir muy deprisa, pero su paso era constante, con los ojos fijos en el sendero que seguían, hasta que la noche llegó temprana bajo las nubes de lluvia, y ya no podían ver dónde colocar los pies.

—Haz la luz —dijo ella. Su voz era un gemido quejumbroso—. ¿No puedes hacer la luz?

—No lo sé —dijo él, pero trató de llevar su esfera de luz hasta allí, alrededor de ellos, y después de un rato, el suelo se iluminó tenuemente ante sus pies.

—Deberíamos encontrar algún lugar en donde cobijarnos y descansar —dijo él.

—No puedo detenerme —dijo ella, y comenzó a caminar otra vez.

—No puedes caminar toda la noche.

—Si me acuesto no me levantaré. Quiero ver la Montaña.

La voz de ella se perdió entre las muchas voces de las gotas de lluvia que azotaban las colinas a través de los árboles.

Siguieron adelante atravesando la oscuridad, viendo únicamente el sendero ante ellos, iluminado por la tenue y luminosa esfera que Nutria enfocaba a través de las plateadas líneas de la lluvia. Cuando ella se tropezó, él la tomó por el brazo. Después de eso, siguieron avanzando pegados el uno al otro, para sentirse más confortados y más abrigados. Caminaban más lentamente, y aun más lentamente, pero siguieron caminando. No había ningún sonido a no ser el de la lluvia cayendo del cielo negro, y el del chapoteo de sus pies empapados en el barro y en la hierba húmeda del sendero.

—Mira—dijo ella, deteniéndose precipitadamente—. Medra, mira.

Nutria había estado caminando casi dormido. La palidez de la luz se había ido desvaneciendo, se había ahogado hasta convertirse en una claridad más tenue, más vasta. Cielo y tierra eran un todo gris, pero delante y por encima de ellos, muy en lo alto, sobre un montículo de nubes, la extensa cresta de la montaña brillaba tenuemente, con un tono rojizo.

—Allí —dijo Anieb. Señaló la montaña y sonrió. Miró a su compañero, y luego lentamente bajó la mirada hasta el suelo. Cayó de rodillas. Él se arrodilló con ella, intentó sostenerla, pero ella se resbaló entre sus brazos. Intentó al menos mantener su cabeza apartada del barro del sendero. Sus extremidades y su rostro se contorsionaban, sus dientes castañeteaban. Él la apretó contra su cuerpo, tratando de darle calor.

—Las mujeres —suspiró ella—, la mano. Pregúntales. En la aldea. He visto la Montaña.

Trató de incorporarse nuevamente, mirando hacia arriba, pero los temblores y los estremecimientos se lo impedían y la atormentaban. Comenzó a jadear para recuperar el aliento. Bajo la luz roja que brillaba ahora desde la cresta de la montaña, y por todo el cielo occidental, Nutria vio espuma y saliva de un rojo escarlata emanando de su boca. A veces se aferraba a él, pero no volvió a hablar. Luchaba contra su muerte, luchaba para respirar, mientras la luz roja se disipaba, y luego todo se inundó de un color gris cuando las nubes pasaron otra vez a través de la montaña y escondieron al sol naciente. Era pleno día y estaba lloviendo cuando su último y dificultoso aliento no fue ya seguido por otro.

El hombre cuyo nombre era Medra se sentó en el barro con la mujer muerta entre sus brazos, y lloró.

Un carretero que caminaba delante de su mula con un cargamento de madera de roble se acercó a ellos y los llevó a ambos a Woodedge. No pudo conseguir que el muchacho soltara a la mujer muerta. Débil y tembloroso como estaba, no quería apoyar su carga sobre las maderas; trepó a la carreta con Anieb en brazos, y la mantuvo sobre él durante todo el trayecto hasta llegar a Woodedge. Todo lo que dijo fue: —Ella me salvó. —Y el carretero no hizo ni una sola pregunta.

—Ella me salvó a mí, pero yo no pude salvarla a ella —les dijo desesperadamente a los hombres y las mujeres de la aldea de la montaña. Todavía no quería soltarla, tenía cogido el rígido cuerpo de Anieb empapado por la lluvia, y lo apretaba contra el suyo como si quisiera defenderlo de algo.

Muy lentamente le hicieron entender que una de las mujeres era la madre de Anieb, y que debería dársela a ella para que se la llevara. Finalmente lo hizo, observando para ver si trataba con ternura a su amiga y si la protegería. Luego siguió a otra mujer, bastante dócilmente. Se puso las ropas secas que ella le sirvió, comió un poco de comida que ella le ofreció y se recostó en el jergón hasta el cual ella lo condujo; allí sollozó cansado hasta que se durmió.

Al cabo de uno o dos días, algunos de los hombres de Licky llegaron preguntando si alguien había visto u oído algo acerca del gran mago Gelluk y de un joven descubridor. Los dos habían desaparecido sin dejar rastro alguno, decían, como si la tierra se los hubiera tragado. Nadie en Woodedge dijo una palabra acerca del extraño que estaba escondido en el pajar de Aguamiel. Lo mantuvieron fuera de peligro. Tal vez por esa razón la gente de allí ahora no llama a la aldea Woodedge, como solía hacerlo, sino el Escondite de Nutria.

Había pasado por un largo y duro suplicio y había corrido un gran riesgo contra un gran poder. Recuperó pronto su fuerza física, pues era joven, pero a su mente le tomó bastante más tiempo encontrarse a sí misma. Había perdido algo, lo había perdido para siempre, lo había perdido cuando lo había encontrado. Buscó entre sus recuerdos, entre las sombras, tanteando a ciegas una y otra vez a través de las imágenes: el ataque en su casa en Havnor; la celda de piedras, y Sabueso; la celda de ladrillos en el cuartel y las cadenas de hechizo que lo ataban allí; caminar con Licky; sentarse con Gelluk; los esclavos, el fuego, las escaleras de piedra que subían en espiral a través de humos hasta el sitio más alto de la torre. Tenía que recuperarlo todo, que pasar por todo, buscando. Una y otra vez se colocó en el sitio más alto de aquella torre y miró a la mujer, y ella lo miró a él. Una y otra vez caminó a través de aquel pequeño valle, atravesando la hierba seca, atravesando las endiabladas visiones del mago, con ella. Una y otra vez vio al mago caer, vio como la tierra se cerraba. Vio la cresta roja de la montaña a la luz del amanecer. Anieb murió mientras él la tenía entre sus brazos, el rostro destruido contra su brazo. Le preguntó quién era, qué habían hecho y cómo lo habían hecho, pero ella no pudo contestarle.

Su madre, Ayo, y la hermana de su madre, Aguamiel, eran mujeres sabias. Curaron a Nutria de la mejor manera que pudieron, con aceites tibios y masajes, hierbas y encantamientos. Le hablaban y escuchaban cuando él hablaba. Ninguna de ellas dudaba de que era un hombre de gran poder. El lo negaba. —No podría haber hecho nada sin su hija —decía.

—¿Qué hizo ella? —preguntó Ayo dulcemente.

Y él se lo contó lo mejor que pudo. —Éramos extraños el uno para el otro. Sin embargo, ella me dijo su nombre —dijo él—. Y yo le dije el mío. —Hablaba con vacilación, haciendo largas pausas.— Era yo el que caminaba con el mago, obligado por él, pero ella estaba conmigo, y era libre. Y entonces, juntos pudimos volver el poder del mago contra él, de manera tal que se destruyó a sí mismo. —Pensó durante un largo rato, y luego añadió:— Ella me dio su poder.

—Sabíamos que había un gran don en ella —dijo Ayo, y luego permaneció en silencio durante un rato—. No sabíamos cómo enseñarle. Ya no quedan maestros en la montaña. Los magos del Rey Losen destruyen a los hechiceros y a las brujas. No hay nadie a quien acudir.

Una vez estuve en las altas cuestas —dijo Aguamiel—, y una tormenta de nieve de primavera vino hacia mí, y perdí mi camino. Ella acudió allí. Acudió a mí, no corporalmente, y me guió hasta el sendero. En aquel entonces tan sólo tenía doce años.

—A veces caminaba con los muertos —dijo Ayo en voz muy baja—. Por el bosque, hacia abajo, hasta Faliern. Conocía los poderes antiguos, aquellos acerca de los cuales me habló mi abuela, los poderes de la tierra. Eran fuertes allí, según me dijo.

—Pero también era sólo una niña, como las otras —dijo Aguamiel, y escondió su rostro—. Una buena niña —susurró.

Después de un buen rato, Ayo continuó: —Bajó hasta Firn con algunos de los jóvenes de la aldea. Para comprarle vellón a los pastores del lugar. El año pasado en primavera. Aquel mago del que hablaban llegó hasta allí, lanzando hechizos. Cogiendo esclavos.

Luego se quedaron todos en silencio.

Ayo y Aguamiel eran bastante parecidas, y Nutria vio en ellas lo que podría haber sido Anieb: una mujer de poca estatura, de aspecto frágil, espabilada, de cara redonda y ojos claros, y una mata de pelo oscuro, no liso como el de mucha gente, sino rizado, ensortijado. Mucha gente del oeste de Havnor tenía el pelo así.

Pero Anieb había sido pelada, como todos los esclavos que trabajaban en la torre del horno.

Su nombre de pila había sido Lirio, el lirio azul de las primaveras. Su madre y su tía la llamaban Lirio cuando hablaban de ella.

—Sea quien sea y haga lo que haga, no es suficiente—dijo él.

—Nunca es suficiente —dijo Aguamiel—. ¿Y qué puede hacer cualquiera, solo?

Levantó un dedo, luego los demás, y los juntó todos hasta formar un puño; después, lentamente, giró la muñeca y abrió la mano con la palma hacia fuera, como haciendo una ofrenda. Él había visto a Anieb hacer ese gesto. No era un hechizo, pensó, observando atentamente, sino un símbolo. Ayo lo estaba mirando.

—Es un secreto —le dijo.

—¿Puedo saber el secreto? —preguntó Nutria después de un rato.

—Ya lo sabes. Tú se lo diste a Lirio. Ella te lo dio a ti. Confianza.

—Confianza —dijo el muchacho—. Sí, pero en contra de algo. ¿Contra ellos? Gelluk ya no está. Tal vez Losen caiga ahora. ¿Cambiará algo? ¿Se liberarán los esclavos? ¿Comerán los mendigos? ¿Se hará justicia? Creo que hay cierto mal en nosotros, en la raza humana. La confianza lo niega. Pasa a través de él. Salta el abismo. Pero está allí. Y todo lo que hacemos finalmente sirve al mal, porque eso es lo que somos. Ambición y crueldad. Miro al mundo, a los bosques y a la montaña que está aquí, al cielo, y son buenos, como deben serlo. Pero nosotros no. Nosotros estamos equivocados. Nosotros hacemos el mal. Ningún animal hace el mal. ¿Cómo podrían? Pero nosotros podemos, y lo hacemos. Y nunca dejamos de hacerlo.

Ellas lo escucharon, sin estar de acuerdo, sin discutir; aceptaron su desesperación. Sus palabras entraron en un silencio comprensivo y descansaron allí durante algunos días; luego regresaron a él cambiadas.

—No podemos hacer nada el uno sin el otro —dijo él—, pero son los ambiciosos, los crueles, los que se unen y fortalecen unos a otros. Y aquellos que no se unen a ellos permanecen solos. —La imagen de Anieb como la vio por primera vez, una mujer moribunda de pie, sola en lo alto de aquella torre, siempre estaba con él.— El verdadero poder se pierde. Cada mago utiliza sus artes contra los otros, sirviendo a los hombres ambiciosos. ¿Con qué buen fin puede utilizarse cualquier arte de esa forma? Se malgasta. Sale mal, o se desperdicia. Como la vida de los esclavos. Nadie puede liberarse solo. Ni siquiera un mago. Todos ellos trabajando con su magia en celdas de prisión, para no conseguir nada. No hay manera de utilizar un poder para algo bueno.

Ayo cerró la mano y la abrió con la palma hacia arriba, el fugaz esbozo de un gesto, de un símbolo.

Un hombre subió la montaña hasta llegar a Woodedge, un carbonero de Firn.

—Mi esposa Nesty manda un mensaje a las mujeres sabias —dijo, y los aldeanos le mostraron la casa de Ayo. Cuando se detuvo en la puerta hizo un movimiento rápido, un puño que se convierte en una palma abierta—. Nesty dice que les diga que los cuervos están volando desde temprano y que el sabueso va detrás de la nutria —dijo.

Nutria, sentado junto al fuego, partiendo nueces, se quedó inmóvil. Aguamiel le agradeció al mensajero la información y lo hizo pasar para ofrecerle un vaso de agua y un puñado de nueces sin cáscara. Ella y Ayo conversaron con él acerca de su esposa. Cuando el hombre se fue, Aguamiel se dio vuelta para mirar a Nutria.

—El Sabueso trabaja para Losen —dijo él—. Me iré hoy mismo.

Aguamiel miró a su hermana. —Entonces es hora de que hablemos un poco contigo —dijo, sentándose frente al hogar y frente a él. Ayo se quedó de pie junto a la mesa, en silencio. Un buen fuego ardía en el hogar. Era una época húmeda y fría, y leños para el fuego era una de las cosas que tenían en abundancia allí en la montaña.

»Hay gente por todas partes en esta zona, y tal vez más allá también, que piensa, como tú dijiste, que nadie puede ser sabio solo. Así que esta gente trata de unirse. Y por eso se nos llaman la Mano, o las mujeres de la Mano, a pesar de que no sólo somos mujeres. Pero nos es útil que crean que somos sólo mujeres, ya que los grandes señores no esperan que las mujeres trabajen juntas. Ni que tengan pensamientos acerca de cosas como la Norma o la mala Norma. Ni que tengan ningún tipo de poder.

—Dicen —dijo Ayo desde las sombras— que hay una isla donde la norma de la justicia se mantiene tal como era bajo el mandato de los Reyes. Le llaman la Isla de Morred. Pero no es Enlad de los Reyes, ni Éa. Está al sur, no al norte de Havnor, según dicen. Allí, cuentan, las mujeres de la Mano han mantenido vigentes las viejas artes. Y las enseñan, no las mantienen en secreto cada una para sí misma, como hacen los magos.

—Tal vez con tales enseñanzas podrías darle una lección a los magos —dijo Aguamiel.

—Tal vez puedas encontrar esa isla —dijo Ayo.

Nutria pasaba su mirada de una a otra. Claramente, le habían dicho su más preciado secreto y sus esperanzas.

—La Isla de Morred —dijo él.

—Así debe ser como la llaman las mujeres de la Mano, manteniendo su significado lejos de los magos y de los piratas. Para ellos sin duda tendrá algún otro nombre.

—Debe de ser un largo y terrible camino —dijo Aguamiel.

Para las hermanas y para todos aquellos aldeanos, el Monte Onn era el mundo, y las costas de Havnor eran el límite del universo. Más allá de eso sólo había rumores y sueños.

—Si vas hacia el sur, encontrarás el mar, según dicen—dijo Ayo.

—Eso ya lo sabe, hermana —le replicó Aguamiel—. ¿No nos dijo acaso que era un carpintero de barcos? Pero ha de ser un camino muy muy largo por el mar, seguramente. Y con este mago olfateando tu rastro, ¿cómo llegarás hasta allí?

—Por la gracia del agua, que no tiene olor alguno —dijo Nutria, poniéndose de pie. Un puñado de cáscaras de nueces se cayó de su regazo, cogió la escoba del hogar y las barrió hasta echarlas a las cenizas—. Será mejor que me marche ya.

—Hay pan —dijo Ayo, y Aguamiel salió apresuradamente a colocar un poco de pan duro y de queso seco y algunas nueces en una pequeña bolsa hecha de estómago de oveja. Era gente muy pobre pero le dieron lo que tenían. Lo mismo que había hecho Anieb.

—Mi madre nació en Endlane, cerca del Bosque de Farlien —dijo Nutria—. ¿Conocen ese pueblo? Se llama Rosa, hija de Rowan.

—Los carreteros van hasta Endlane, en verano.

—Si alguien pudiera hablar con su gente allí, ellos se lo comunicarían a ella. Su hermano, Littleash, solía ir a la ciudad cada uno o dos años.

—Asintieron con la cabeza.

—Si ella supiera que estoy vivo… —dijo Nutria.

La madre de Anieb asintió con la cabeza. —Lo sabrá.

—Ahora vete —dijo Aguamiel.

—Ve con el agua —dijo Ayo.

Las abrazó, y ellas a él, y se fue de aquella casa.

Corrió cuesta abajo, alejándose del conjunto de cabañas hacia el rápido y ruidoso arroyo al que había oído cantar en sus sueños durante todas sus noches en Woodedge. Le rezó. «Llévame y sálvame», le pidió. Hizo el hechizo que el anciano Cambiador le había enseñado hacía mucho tiempo, y pronunció la palabra de la transformación. Y entonces ningún hombre se arrodilló junto al agua ruidosa, sino que una nutria se deslizó dentro de ella y se fue.

III. Golondrina

En nuestra colina había un hombre sabio

Que encontró la manera de hacer lo que quería.

Cambió su forma, cambió su nombre,

Pero él mismo nunca sería.

Y así el agua se va, se va.

Así el agua se va.


Una tarde de invierno, a orillas del Río Onneva, donde sus dedos se abrían hacia la ensenada del norte de la Gran Bahía de Havnor, un hombre se puso de pie sobre la arena marrón: un hombre vestido muy pobremente y con un mísero calzado, un hombre delgado y moreno, de ojos oscuros y cabellos tan finos y espesos que el agua resbalaba entre ellos. La lluvia caía sobre las bajas playas de la desembocadura del río, la fina, fría y oscura llovizna de aquel invierno gris. Sus ropas estaban empapadas. Encorvó los hombros, dio unas cuantas vueltas y emprendió su camino hacia una voluta de humo de chimenea que vio a lo lejos, hacia el interior. Detrás de él quedaban las huellas de las cuatro patas de una nutria saliendo del agua, y las huellas de los dos pies de un hombre alejándose de ella.

Adonde fue entonces, las gestas no lo cuentan. Únicamente dicen que vagó por allí, «vagó durante mucho tiempo de tierra en tierra». Si avanzó a lo largo de la costa de la Gran Isla, en muchas de aquellas aldeas pudo haber encontrado una comadre o una mujer sabia o un hechicero que conociera el símbolo de la Mano y que lo ayudara; pero con Sabueso siguiendo su rastro, es más probable que abandonara Havnor tan pronto como pudiera, navegando como tripulante en un barco pesquero de los Estrechos de Ebavnor, o como un comerciante del Mar Interior.

En la Isla de Ark, y en Orrimy en Hosk, y más abajo, en las Noventa Islas, se conocen cuentos sobre un hombre que llegó buscando una tierra en la que la gente se acordaba de la justicia de los reyes y del honor de los magos, y llamaba a aquella tierra la Isla de Morred. No se sabe si estas historias son sobre Medra, ya que utilizó muchos nombres, y muy pocas veces, quizá nunca, se llamaba a sí mismo Nutria. La caída de Gelluk no había derrocado a Losen. El rey pirata tenía a otros magos trabajando para él, entre ellos a un hombre llamado Primitivo, a quien le hubiera gustado encontrar al joven advenedizo que derrotara a su maestro Gelluk. Y Primitivo tenía bastantes posibilidades de encontrarlo. El poder de Losen se extendía por todo Havnor y hacia el norte del Mar Interior, aumentando con los años; y el olfato de Sabueso era más fino que nunca.

Tal vez fue para escapar a la persecución, que Medra fue a Pendor, un largo camino hacia el oeste del Mar Interior, o tal vez algún rumor que corría entre las mujeres de la Mano de Hosk lo llevó hasta allí. Pendor era una isla rica, en aquel entonces, antes de que el dragón Yevaud arrasara con todo lo que había en ella. Dondequiera que hubiera ido Medra hasta entonces, había encontrado las tierras en el mismo estado que Havnor, o peor, hundidas en guerras, ataques y piratería, los campos invadidos por la mala hierba, los pueblos llenos de ladrones. Tal vez, pensó al principio, en Pendor había encontrado la Isla de Morred, porque la ciudad era hermosa y tranquila, y la gente era próspera.

Allí conoció a un mago, un anciano llamado Grandragón, cuyo verdadero nombre se ha perdido. Cuando Grandragón escuchó la historia de la Isla de Morred sonrió, pareció entristecerse y sacudió la cabeza. —No es aquí —dijo—. No es esto. Los Señores de Pender son buenos hombres. Se acuerdan de los reyes. No buscan guerras ni saquean. Pero envían a sus hijos hacia el oeste a cazar dragones. Como deporte. ¡Como si los dragones del Confín del Poniente fueran patos o gansos para matanza! Nada bueno resultará de todo eso.

Grandragón aceptó a Medra como su alumno, con gratitud.

—Aprendí mi arte de un mago que me ofreció libremente todo lo que sabía, pero nunca he encontrado a nadie a quien ofrecerle ese conocimiento, hasta que has llegado tú —le dijo a Medra—. Los muchachos acuden a mí y me dicen: «¿Para qué sirve? ¿Puedes encontrar oro?»; me preguntan. «¿Puedes enseñarme cómo convertir piedras en diamantes? ¿Puedes darme una espada para matar a un dragón? ¿De qué sirve hablar del equilibrio de las cosas? No se gana nada con ello», dicen. ¡No se gana nada! —Y el anciano siguió hablando de la locura de los jóvenes y los males de los tiempos modernos.

Cuando llegaba el momento de enseñar lo que sabía, era incansable, generoso y exigente. Por primera vez, se le ofreció a Medra una visión de la magia, no como una serie de extraños dones y acciones sin sentido, sino como un arte y un oficio que podía conocerse verdaderamente con mucho estudio, y podía utilizarse correctamente después de mucha práctica, aunque incluso entonces nunca perdería su extrañeza. El dominio de conjuros y de hechizos de Grandragón no era mucho mejor que el de su alumno, pero tenía clara en su mente la idea de algo mucho más grande, la del conocimiento. Y eso lo convertía en mago.

Mientras lo escuchaba, Medra pensó en cómo él y Anieb habían caminado en la oscuridad y bajo la lluvia con el tenue resplandor que les permitía ver solamente el siguiente paso que podían dar, y en cómo habían levantado la mirada para ver la cuesta roja de la montaña al amanecer.

—Todo hechizo depende de todos los demás hechizos —decía Grandragón—. ¡Cada movimiento de una única hoja mueve todas las hojas de todos los árboles en todas las islas de Terramar! Hay un todo. Eso es lo que debes buscar y a lo que debes recurrir. Nada sale bien sino como parte de ese conjunto. Sólo en él reside la libertad.

Medra se quedó durante tres años con Grandragón, y cuando el anciano mago murió, el Señor de Pendor le pidió a Medra que ocupara su lugar. A pesar de tanto despotricar y enfadarse contra los cazadores de dragones, Grandragón había sido venerado en su isla, y su sucesor tendría tanta veneración como poder. Tal vez con la tentación de creer que había llegado más cerca de la Isla de Morred de lo que jamás podría estarlo, Medra se quedó en Pendor durante bastante tiempo. Salió a navegar con el joven señor en su barco, pasando las Toringas, y adentrándose en el Confín del Poniente, en busca de dragones. Su corazón anhelaba fervientemente ver a un dragón, pero algunas tormentas inoportunas, el perverso clima de aquellos años, arrastraron su barco tres veces de regreso a Ingat, y Medra se negó a llevarlo hacia el oeste nuevamente entre aquellos vendavales. Había aprendido bastante a trabajar con el clima desde sus días en un laúd en la Bahía de Havnor.

Un tiempo después de aquello, abandonó Pendor, se encaminó nuevamente hacia el sur, y tal vez fuera a Ensmer. Con una u otra apariencia, llegó finalmente a Geath, en las Noventa Islas.

Allí pescaban ballenas, y todavía lo hacen. Ése era un negocio en el que él no quería participar. Sus barcos y su pueblo apestaban. No le gustaba embarcarse en un barco de esclavos, pero la única nave que salía de Geath hacia el este era una galera con un cargamento de aceite de ballena que llegaría hasta el Puerto de O. Había oído hablar del Mar Cerrado, al sur y al este de O, en donde había islas ricas, poco conocidas, que no comerciaban con las tierras del Mar Interior. Lo que él buscaba podría estar allí. Así que viajó como hechicero de vientos y nubes en una galera remada por cuarenta esclavos.

Por una vez el clima era bastante bueno: un buen viento, un cielo azul con pequeñas nubes blancas, los cálidos rayos del sol de finales de la primavera. Tenían una buena travesía desde Geath. A últimas horas de la tarde oyó que el capitán del barco le decía al timonel: —Esta noche mantén la dirección hacia el sur, para que no despertemos en Roke.

No había oído hablar acerca de aquella isla, así que preguntó:

—¿ Qué hay allí?

—Muerte y desolación —dijo el capitán del barco, un hombre de poca estatura, de ojos pequeños, tristes y sabios, como los de una ballena.

—¿Guerra?

—Desde hace muchos años. Pestes, magia negra. Todas las aguas que la rodean están malditas.

—Gusanos —dijo el timonel, el hermano del capitán—. Si atrapas un pez en cualquier parte cerca de Roke, lo encontrarás lleno de gusanos, como un perro muerto sobre un estercolero.

—¿Hay gente que todavía vive allí? —preguntó Medra, y el capitán le contestó: —Brujas.

Mientras su hermano añadía:

—Comedores de gusanos.

Hay muchas islas como ésa en el Archipiélago, convertidas en estériles y desoladas por plagas y maldiciones de magos rivales; eran viles lugares a los que ir, e incluso por los que pasar, y Medra no pensó más en aquel sitio, hasta aquella noche.

Mientras dormía afuera en la cubierta, con la luz de las estrellas sobre su rostro, tuvo un sueño sencillo y vivido: era de día, algunas nubes atravesaban apresuradamente un brillante cielo y al otro lado del mar vio la curva de una alta colina verde iluminada por el sol. Se despertó con la imagen aún clara en su mente, sabiendo que la había visto ya hacía diez años, en la habitación cerrada por hechizos del cuartel de las minas de Samory.

Se incorporó. El mar oscuro estaba tan tranquilo que las estrellas se reflejaban aquí y allá sobre el lustroso sotavento de las largas oleadas. Las galeras a remo raras veces se alejaban de la vista de la tierra, y raras veces remaban por la noche, deteniéndose en cambio en cualquier bahía o en cualquier puerto; pero en esta travesía no se echaron amarras, y puesto que el clima era tan apaciblemente templado, habían levantado el mástil y la gran vela cuadrada. El barco avanzaba suavemente, los esclavos dormían en sus bancos, los hombres libres de la tripulación estaban todos dormidos, excepto el timonel y el centinela, y el centinela estaba adormecido. El agua susurraba a su lado, las cuadernas crujían un poco, la cadena de un esclavo sonaba por allí, y volvía a sonar.

«No necesitan un maestro de vientos y nubes en una noche así, y todavía no me han pagado», dijo Medra a su conciencia. Había despertado de su sueño con el nombre Roke en la cabeza. ¿Por qué nunca había oído hablar de aquella isla, ni la había visto en un mapa? Podría estar maldita y desierta como ellos decían, pero ¿no estaría igualmente indicada en los mapas?

«Podría volar hasta allí como una golondrina de mar y regresar al barco antes de que se haga de día», se dijo a sí mismo, pero no se movió. Iban camino al Puerto de O. Las tierras arruinadas eran demasiado comunes. No había necesidad de volar para encontrarlas. Se acomodó en su rollo de cables, y se puso a mirar las estrellas. Hacia el oeste, vio las cuatro estrellas brillantes de la Fragua, bajas sobre la mar. Estaban un poco borrosas, y mientras las miraba parpadearon una por una.

Un mínimo temblor sobrevoló las lentas y tranquilas oleadas.

—Capitán —dijo Medra, poniéndose de pie—, despierte.

—¿Y ahora qué pasa?

—Viene un viento de brujas. Se acerca. Que arríen la vela.

No soplaba ningún viento. El aire era cálido, la gran vela pendía inmóvil. Solamente las estrellas del oeste se desvanecían hasta desaparecer en una oscuridad silenciosa que se hacía más y más intensa.

El capitán lo observó. —¿Viento de brujas, dices? —preguntó, receloso.

Los hombres astutos utilizaban el clima como un arma, enviando numerosas lluvias para estropear las cosechas del enemigo, o un vendaval para hundir sus barcos; y tales tormentas, anormales y salvajes, podían arrasar y pasar más allá del sitio al cual habían sido enviadas, molestando a segadores o a navegantes aunque estuvieran a cien millas de distancia.

—Bajen la vela —repitió Medra, perentorio. El capitán bostezó y maldijo y comenzó a gritar órdenes. La tripulación se levantó lentamente y lentamente comenzó a arriar la poco manejable vela, y el jefe de los remeros, después de hacerle varias preguntas al capitán y a Medra, comenzó a gritar a los esclavos y a caminar a grandes zancadas entre ellos, azotándolos a diestra y siniestra con su cuerda anudada. La vela estaba a medias arriada, los tripulantes a medio trabajar, el hechizo de permanencia de Medra a medias pronunciado, cuando el viento de brujas comenzó a soplar.

Comenzó con un tremendo trueno que trajo consigo una repentina y completa oscuridad y una fuerte lluvia. El barco daba bandazos como un caballo encabritado, y luego se balanceó con tanta fuerza y tan lejos que el mástil se rompió y se aflojó de su base, a pesar de que los estayes aguantaron. La vela chocó contra el agua, salpicó e inclinó la galera hacia la derecha, las inmensas olas golpeaban contra los escálamos, los esclavos encadenados luchaban y gritaban en sus bancos, los barriles de aceite se rompían, chocando y retumbando unos contra otros. El mar empujó la galera hasta levantarla, la cubierta perpendicular al mar, hasta que una terrible ola de tormenta la golpeó, la inundó y la hundió. Todos los gritos y los alaridos de los hombres se convirtieron de repente en silencio. No había sonido alguno a no ser el repiqueteo de la lluvia sobre el mar, a medida que el impredecible viento se desplazaba hacia el este. Mientras soplaba, un ave marina blanca batió sus alas desde el agua negra y voló, frágil y desesperada, hacia el norte.

Marcadas sobre estrechas arenas bajo graníticos, acantilados, en la primera luz, se veían las huellas de un pájaro. De ellas surgían las huellas de un hombre caminando, alejándose cada vez más de la playa, que iba estrechándose cada vez más entre los acantilados y el mar. Luego las huellas cesaban.

Medra conocía el peligro de adoptar reiteradamente formas que no fueran la suya, pero estaba conmocionado y debilitado a causa del naufragio y el largo vuelo de la noche, y la playa gris lo conducía únicamente al pie de unos acantilados que no podía escalar. Pronunció la palabra una vez más, y voló como una golondrina de mar, con sus rápidas e infatigables alas hasta la cima de los acantilados. Luego, poseído por el vuelo, siguió volando sobre una tierra en la que amanecía sombríamente. A lo lejos, brillante bajo los primeros rayos de sol, vio la curva de una alta colina verde.

Hasta ella voló, y sobre ella se posó, y cuando tocó la tierra era un hombre otra vez.

Se quedó allí de pie durante un rato, desconcertado. Le parecía que no había sido por su propia voluntad o decisión que había adoptado su propia forma, sino que al pisar aquel suelo, aquella colina, se había convertido en él mismo. Una magia más poderosa que la suya imperaba aquí.

Miró a su alrededor, curioso y con recelo. En toda la colina florecían hierbas centellas, sus largos pétalos destacaban amarillos entre los hierbajos. Los niños de Havnor conocían aquella flor. Decían que eran las cenizas que el viento había sembrado cuando se produjo el incendio de Ilien, cuando el Señor del Fuego atacó las islas, y Erreth-Akbe luchó con él y lo derrotó. Mientras permanecía allí de pie, en la memoria de Medra aparecieron cuentos y cantares sobre los héroes: Erreth-Akbe y los héroes anteriores a él, la Reina Águila, Heru, Akambar, quien condujo a los Kargos hacia el este, y Serriadh el pacificador, y Elfarran de Solea, y Morred, el Blanco Encantador, el amado rey. Los valientes y los sabios, todos acudieron ante él como si hubieran sido invocados, como si él los hubiera llamado, a pesar de que no había sido así. Podía verlos. Estaban de pie entre las altas hierbas, entre las flores con forma de llamas que se agitaban suavemente en el viento de la mañana.

Después desaparecieron todos, y se quedó allí solo sobre la colina, temblando y pensando. «He visto las reinas y los reyes de Terramar», pensó. «Pero son solamente la hierba que crece en esta colina».

Lentamente rodeó el lado este de la cumbre de la colina, ya iluminada y cálida por la luz del sol que aparecía a un par de dedos de distancia sobre el horizonte. Al mirar bajo el sol, vio los tejados de un pueblo en la punta de una bahía que se abría hacia el este, y detrás de él, la alta línea del borde del mar atravesando la mitad del mundo. Al girar hacia el oeste, vio campos, pastos y caminos. Hacia el norte había extensas colinas verdes. En un pliegue de tierra, hacia el sur, un bosquecillo de altos árboles captó su mirada y la mantuvo allí fija. Pensó que era el comienzo de un gran bosque como Faliern en Havnor, y entonces no supo por qué pensaba eso, ya que detrás del bosquecillo podía ver brezales y pastos sin árboles.

Se quedó allí de pie durante un largo rato antes de bajar atravesando los altos hierbajos y las hierbas centellas. Cuando llegó al pie de la colina, se encontró con un camino. Este lo condujo a través de tierras de labranza que parecían estar bien cuidadas, aunque muy solitarias. Buscó un camino o un sendero que lo llevara hasta el pueblo, pero no había ninguno que fuese hacia el este. No había ni un alma en los campos, algunos de los cuales estaban recién arados. Ningún perro ladraba mientras pasaba por allí. Únicamente en un cruce de caminos, un viejo burro que pastaba en un campo pedregoso se acercó hasta la cerca de madera y sacó la cabeza, en busca de compañía. Medra se detuvo para acariciar la cara huesuda y de un color marrón grisáceo. Un hombre de la ciudad y de aguas saladas sabía muy poco acerca de las granjas y de sus animales, pero pensó que el burro lo miraba con buenos ojos. —¿Dónde estoy, burro? —le preguntó—. ¿Cómo llego hasta aquel pueblo que he visto?

El burro apoyó la cabeza con fuerza contra su mano, para que Nutria continuara rascándole en el lugar que estaba justo sobre los ojos y debajo de las orejas. Cuando lo hizo, dio un ligero golpe con su larga oreja derecha, así que, cuando Medra se alejó del burro, cogió el camino a la derecha del cruce, aunque parecía que llevaba de regreso a la colina; y en poco tiempo se encontró entre casas, y luego caminando por una calle que llevaba finalmente hasta el pueblo que estaba en la punta de la bahía.

El lugar estaba tan extrañamente silencioso como las tierras de labranza. Ni una voz, ni un rostro. Era difícil sentirse incómodo en un pueblo que parecía bastante común en una agradable mañana de primavera, pero en semejante silencio debió de preguntarse si estaba de hecho en un sitio asolado por alguna peste, o en una isla maldita. Siguió avanzando. Entre una casa y un viejo ciruelo había una cuerda con ropa colgada, las prendas en ella tendidas ondeaban en la soleada brisa. Un gato se acercó por la esquina de un jardín, no uno abandonado y extenuado por el hambre, sino un saludable gato de patas blancas y grandes bigotes. Y por fin, provenientes de la pequeña y empinada callejuela, que en ese lugar estaba adoquinada, oyó voces.

Se detuvo para escuchar, y no oyó nada.

Siguió caminando hasta llegar al pie de la calle. Ésta se abría a una pequeña plazoleta con un mercado. Allí había alguna gente reunida, no mucha. No estaban ni comprando ni vendiendo. No había ni casetas ni puestos allí instalados. Lo estaban esperando a él.

Desde el primer momento en que había caminado por la verde colina, sobre el pueblo, y desde que había visto las brillantes sombras en la hierba, su corazón había estado tranquilo. Estaba expectante, invadido por una sensación de gran extrañeza, pero no asustado. Se quedó inmóvil y observó a la gente que venía a reunirse con él.

Tres de ellos se acercaron: un anciano, grande, amplio de pecho y brillantes cabellos blancos, y dos mujeres. Un mago reconoce a otro mago, y Medra supo que eran mujeres de poder.

Levantó su mano cerrada en un puño y luego, girándola y abriéndola, la puso ante ellos con la palma hacia arriba.

—Ah —dijo una de las mujeres, la más alta de las dos, y se rió. Pero no respondió al gesto.

—Dinos quién eres —dijo el hombre de cabello blanco, bastante cortésmente, pero sin saludarlo ni darle la bienvenida—. Dinos cómo llegaste hasta aquí.

—Nací en Havnor y se me enseñó a construir barcos y magia. Estaba a bordo de un navío que debía ir desde Geath hasta el Puerto de O. Fui el único que no se ahogó, anoche, cuando un viento de brujas arrasó con el barco —luego se quedó en silencio. Pensó en el barco y los hombres encadenados en él se tragaron su mente como el mar negro se los había tragado a ellos. Jadeó, como si acabara de resurgir del agua, a punto de ahogarse.

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Como… como un pájaro, una golondrina de mar. ¿Es ésta la Isla de Roke?

—¿Te transformaste?

Asintió con la cabeza.

—¿A quién sirves? —preguntó la más baja y joven de las mujeres, quien habló por primera vez. Tenía un rostro agudo y severo, con largas cejas negras.

—No tengo señor.

—¿Qué ibas a hacer a Puerto de O?

—En Havnor, hace años, pertenecía a la servidumbre. Los que me liberaron me hablaron de un lugar en el que no hay señores, y en el que el reinado de Serriadh es recordado, y donde las artes son honradas. He estado buscando ese lugar, esa isla, durante siete años.

—¿Quién te habló de ella?

—Las mujeres de la Mano.

—Cualquiera puede hacer un puño y mostrar una palma —dijo la mujer alta, agradablemente—, pero no todos pueden volar hasta Roke. O nadar, o navegar, o llegar de cualquier otra manera. Así que debemos preguntar qué te ha traído hasta aquí.

Medra tardó bastante en contestar. —El azar —dijo finalmente—, respondiendo a un gran deseo. No el arte. No el conocimiento. Creo que he llegado al lugar que buscaba, pero no lo sé. Creo que vosotros podéis ser las personas sobre las que ellos me hablaron, pero no lo sé. Creo que los árboles que he visto desde la colina albergan algún gran misterio, pero no lo sé. Solamente sé que desde que puse mis pies sobre aquella colina he estado como estuve cuando era un niño y escuché por primera vez cantar La Gesta de Enlad. Perdido entre maravillas.

El hombre de cabello blanco miró a las dos mujeres. Otra gente se había acercado, y estaban hablando un poco en voz muy baja.

—Si te quedaras aquí, ¿qué harías? —le preguntó la mujer de cejas negras.

—Puedo construir barcos, o arreglarlos, y navegar con ellos. Puedo descubrir cosas, sobre y bajo tierra. Puedo trabajar con el clima, si es que necesitan eso para algo. Y aprenderé el arte de cualquiera que quiera enseñarme.

—¿Qué quieres aprender? —le preguntó la mujer alta con su suave voz.

Ahora Medra sintió que le habían hecho la pregunta de la que dependía el resto de su vida, para bien o para mal. Una vez más se quedó en silencio durante un rato. Comenzó a hablar, y se calló, y finalmente habló. —No pude salvar a alguien, no a cualquiera, a alguien que me salvó —dijo—. Nada de lo que sé pudo liberarla. No sé nada. Si vosotros sabéis cómo ser libres, os lo suplico, ¡enseñadme!

—¡Libres! —dijo la mujer alta, y su voz chasqueó como un látigo. Luego miró a sus compañeros, y después de un rato sonrió un poco. Volvió a mirar a Medra y le dijo: —Somos prisioneros, así que la libertad es algo que estudiamos. Tú llegaste aquí atravesando las paredes de nuestra prisión. Buscando libertad, dices. Pero deberías saber que abandonar Roke puede ser incluso más difícil que llegar a ella. Una prisión dentro de otra prisión, y parte de ella la hemos construido nosotros mismos. —Miró a los otros.— ¿Qué decís? —les preguntó.

Dijeron poco, aparentemente consultándose y asintiendo entre ellos casi en silencio. Por fin la mujer de más baja estatura miró a Medra con sus ojos feroces. —Quédate si quieres —le dijo.

—Lo haré.

—¿Cómo quieres que te llamemos?

—Golondrina —respondió; y así lo llamaron.

Lo que encontró en Roke fue menos y más que la esperanza y el rumor que había perseguido durante tanto tiempo. La Isla de Roke era, según ellos decían, el corazón de Terramar. La primera tierra Segoy que surgió de las aguas en el comienzo de los tiempos fue la resplandeciente Éa del Mar del Norte, y la segunda fue Roke. Aquella colina verde, el Collado de Roke, fue asentada más profundamente que todas las demás islas. Los árboles que él había visto, que a veces parecían estar en un lugar de la isla y a veces en otro, eran los árboles más viejos del mundo, y eran el origen y el centro de la magia.

—Si el Bosquecillo fuera talado, toda la magia desaparecería. Las raíces de esos árboles son las raíces del conocimiento. Las formas que las sombras de sus hojas hacen bajo la luz del sol, escriben las palabras que se pronunciaron en la Creación.

Eso es lo que dijo Ascua, su maestra de feroces cejas negras.

En Roke, todos los maestros del arte de la magia eran mujeres. No había hombres de poder, en realidad había pocos hombres en la isla.

Treinta años antes, los señores piratas de Wathort habían enviado una flota para que conquistara Roke, no por su riqueza, que era escasa, sino para romper el poder de su magia, que tenía reputación de ser inmenso. Uno de los magos de Roke había traicionado a la isla con los hombres astutos de Wathort, debilitando sus hechizos de defensa y de advertencia. Una vez que éstos fueron rotos, los piratas tomaron la isla, no con sortilegios, sino por la fuerza y con fuego. Sus grandes barcos llenaron la Bahía de Zuil, sus hordas quemaron y saquearon, sus buscadores de esclavos se llevaron hombres, niños y mujeres jóvenes. Los niños más pequeños y los ancianos fueron asesinados. Incendiaron todas las casas y todos los campos con los que se encontraron. Cuando se fueron en sus barcos, después de unos días, no dejaron nada en pie en aquella aldea, las granjas en ruinas o desoídas.

El pueblo que estaba en la punta de la bahía, Zuil, compartía algo de lo extraordinario del Collado y del Bosquecillo, porque a pesar de que los invasores lo arrasaron buscando esclavos y botines, e incendiándolo todo, los incendios se habían extinguido y las estrechas callejuelas habían extraviado a los merodeadores. Muchos de los isleños que sobrevivieron eran mujeres sabias y sus hijos, que se habían escondido en el pueblo o en el Bosquecillo Inmanente. Los hombres que había ahora en Roke eran aquellos niños que habían quedado, ya adultos, y algunos hombres que ahora eran ancianos. No había más norma que la de las mujeres de la Mano, puesto que eran sus hechizos los que habían protegido a Roke durante tanto tiempo, y la protegían ahora mucho más cuidadosamente.

Confiaban poco en los hombres. Un hombre los había traicionado. Más hombres los habían atacado. Eran las ambiciones de los hombres, decían, las que habían pervertido todas las artes con el fin de obtener algún tipo de beneficio. —No hacemos tratos con sus gobiernos —dijo la alta Velo con su suave voz.

Pero, sin embargo, Ascua le dijo a Medra: —Nosotros somos nuestra propia perdición.

Los hombres y las mujeres de la Mano se habían reunido en Roke hacía cien años o más, formando una liga de magos. Orgullosos y protegidos por sus poderes, habían buscado enseñar a otros a unirse en secreto contra los que hacían la guerra y los buscadores de esclavos, hasta que pudieran sublevarse abiertamente contra ellos. Las mujeres siempre habían sido las líderes de las ligas, decía Ascua, y también las mujeres, bajo la apariencia de vendedoras de bálsamos, constructoras de redes y de cosas semejantes, se habían ido de Roke hacia otras tierras de alrededor del Mar Interior, tejiendo una extensa y sutil red de resistencia. Incluso ahora, había hebras y nudos que habían quedado de aquella red. Medra se había topado con uno de esos trozos por primera vez en la aldea de Anieb, y lo había seguido desde entonces. Pero aquel rastro no lo había conducido hasta allí. Desde los ataques, la Isla de Roke se había aislado completamente, se había encerrado dentro de poderosos hechizos de protección tejidos y retejidos por las mujeres sabias de la isla, y no comerciaba con ningún otro pueblo. —No podemos salvarlos —dijo Ascua—. No pudimos salvarnos a nosotros mismos.

Velo, con su dulce voz y su sonrisa, era implacable. Le dijo a Medra que a pesar de que consentía en que se quedara en Roke, lo hacía para vigilarlo.

—Tú atravesaste nuestras defensas una vez —le dijo—. Todo lo que dices de ti mismo puede ser verdad, o puede no serlo. ¿Qué puedes decirme que me haga confiar en ti?

Estuvo de acuerdo con los otros en darle una pequeña casa junto al puerto y un trabajo como ayudante de la encargada del astillero de Zuil, quien se había enseñado a sí misma el oficio y recibió bien la destreza de Medra. Velo no puso dificultades en su camino, y siempre lo saludaba gentilmente. Pero le había preguntado: «¿Qué puedes decirme que me haga confiar en ti?», y él no había podido responderle.

Ascua generalmente lo miraba con el ceño fruncido cuando él la saludaba. Le formulaba bruscas preguntas, escuchaba sus respuestas y no decía nada.

Él le pidió, un poco tímidamente, que le dijera lo que era el Bosquecillo Inmanente, ya que cuando le había preguntado a otros, le habían contestado: «Ascua puede decírtelo». Ella esquivó su pregunta, no arrogantemente sino de modo definitivo, diciéndole:

—Puedes aprender acerca del Bosquecillo, únicamente en él y desde él.

Unos días después bajó a las arenas de la Bahía de Zuil, en donde él estaba reparando un bote pesquero. Lo ayudó en lo que pudo, y le hizo preguntas sobre la construcción de barcos, y él le contestó y le enseñó lo que pudo. Fue una tarde tranquila, pero cuando cayó la noche ella se fue abruptamente, como solía hacerlo. Él sentía cierto sobrecogimiento ante ella; era impredecible. Se quedó pasmado cuando, no mucho tiempo después, ella le dijo: —Iré al Bosquecillo después de la Larga Danza. Ven si quieres.

Parecía que desde el Collado de Roke podía verse toda la extensión del Bosquecillo y, sin embargo, si uno se adentraba en él no siempre salía nuevamente a los campos. Uno avanzaba caminando bajo los árboles. En el Bosquecillo interior eran todos de una misma clase, los cuales no crecían en ningún otro lugar, pero sin embargo no tenían ningún nombre en Hardic más que el de «árbol». En el Habla Antigua, decía Ascua, cada uno de esos árboles tenía su propio nombre. Se seguía caminando, y después de un tiempo se encontraba aún caminando de nuevo entre árboles conocidos, robles y hayas y fresnos, castaños y nogales y sauces, verdes en primavera y desnudos en invierno; había abetos oscuros, y cedros, y un alto árbol de hojas perennes que Medra no conocía, con una corteza suave y rojiza, y un follaje frondoso. Se seguía caminando, y el camino a través de los árboles nunca era el mismo. La gente de Zuil le había dicho que era mejor no ir demasiado lejos, ya que únicamente regresando por donde se había ido podía asegurarse salir a los campos.

—¿Hasta dónde llega el bosque? —preguntó Medra, y Ascua le contestó:

—Hasta donde llegue tu mente —las hojas de los árboles hablaban, decía ella, y las sombras podían leerse—. Estoy aprendiendo a hacerlo —le dijo.

Cuando estaba en Orrimy, Medra había aprendido a leer las escrituras comunes del Archipiélago. Más tarde, Grandragón de Pendor le había enseñado algunas de las runas del poder. Ése era un saber popular conocido. Lo que Ascua había aprendido sola en el Bosquecillo Inmanente no lo sabía nadie excepto aquellos con los que ella compartía su conocimiento. Durante todo el verano vivía en el Bosquecillo, con tan sólo una caja para mantener a los ratones y a las ratas del bosque apartados de su escasa provisión de comida, un refugio hecho con ramas, y un fuego de cocina cerca de un arroyo que salía del bosque para unirse al pequeño río que descendía hasta la bahía.

Medra acampó por allí cerca. No sabía lo que Ascua quería de él; esperaba que tuviera la intención de enseñarle, de comenzar a contestar sus preguntas sobre el Bosquecillo. Pero ella no decía nada, y él era tímido y prudente, por temor a inmiscuirse en su soledad, la cual lo intimidaba al igual que la extrañeza del propio Bosquecillo. Al segundo día de estar allí, ella le pidió que la acompañara y lo condujo muy lejos hacia el interior de la floresta. Caminaron en silencio durante horas. En el mediodía estival, el bosque estaba en silencio. No cantaba ningún pájaro. Las hojas no se agitaban. Los pasillos entre los árboles eran infinitamente diferentes y todos iguales. No supo cuándo dieron la vuelta para regresar, pero sí que habían caminado más allá de los límites de Roke.

Salieron nuevamente a las tierras de labrantío y los pastos en la cálida noche. Cuando regresaban caminando a su lugar de acampada, él vio como las cuatro estrellas de la Fragua salían por detrás de las colinas del oeste.

Ascua se alejó de él con tan sólo un «Buenas noches».

Al día siguiente le dijo:

—Voy a sentarme bajo los árboles.

Al no estar seguro de lo que ella esperaba que hiciera, la siguió a cierta distancia hasta que llegaron a la parte más profunda del Bosquecillo, donde todos los árboles eran de la misma clase, desconocidos, pero sin embargo cada uno con su propio nombre. Cuando ella se sentó sobre el suave mantillo que había entre las raíces de un árbol grande y viejo, él encontró un lugar no demasiado lejos de allí para sentarse a su vez; y mientras ella observaba y escuchaba y se quedaba inmóvil, él observó y escuchó y se quedó inmóvil. Hicieron eso durante varios días. Hasta una mañana en que, con un humor rebelde, él se quedó junto al arroyo mientras Ascua se adentraba en el Bosquecillo. Ella no miró hacia atrás.

Velo fue desde Zuil aquella mañana, trayéndoles una cesta con pan, queso, cuajadas de leche y frutas de verano. —¿Qué has aprendido? —le preguntó a Medra fría pero gentilmente, como solía hacerlo, y él le contestó: —Que soy un tonto.

—¿Por qué dices eso, Golondrina?

—Un tonto podría sentarse debajo de los árboles para siempre y no aprender nada.

La mujer alta sonrió un poco. —Mi hermana nunca antes le ha enseñado a un hombre —le dijo. Le lanzó una mirada, y luego retiró la vista, miraba ahora los campos veraniegos—Nunca antes había mirado a un hombre.

Medra se quedó en silencio. Sentía su rostro caliente. Miró hacia abajo. —Yo pensaba… —dijo, y se detuvo.

En las palabras de Velo vio, de repente, el otro lado de la impaciencia de Ascua, su ferocidad, sus silencios.

Había intentado mirar a Ascua como a alguien intocable, mientras que lo que ansiaba era tocar su suave piel morena, sus brillantes cabellos negros. Cuando ella lo miraba fijamente, como desafiándolo repentina e incomprensiblemente, él pensaba que estaba enfadada con él. Temía insultarla, ofenderla. ¿A qué le temía ella? ¿Al deseo de él? ¿Al de ella? Y sin embargo no era una muchacha sin experiencia, era una mujer sabia, una maga, ¡ella, que caminaba por el Bosquecillo Inmanente y entendía las formas de las sombras!

Mientras permanecía de pie en el borde del bosque con Velo, todo esto pasó como una ráfaga por su mente, como una inundación que se abre paso a través de una represa. —Yo creía que los magos se mantenían apartados de los demás —dijo finalmente—. Grandragón me dijo que hacer el amor es deshacer el poder.

—Eso es lo que dicen algunos hombres sabios —dijo Velo suavemente, volvió a sonreír y le dijo adiós.

Medra se pasó toda la tarde confundido, furioso. Cuando Ascua salió del Bosquecillo y se dirigió hacia su frondoso cenador río arriba, él fue hasta allí, llevando la cesta de Velo como excusa.

—¿Puedo hablar contigo? —le preguntó.

Ella asintió brevemente con la cabeza, frunciendo sus cejas negras.

Él no dijo nada. Ella se agachó para ver lo que había en la cesta.

—¡Melocotones! —exclamó, y sonrió.

—Mi maestro Grandragón me dijo que los hechiceros que hacen el amor deshacen su poder —dijo él de repente.

Ella no dijo nada, sacaba lo que había dentro de la cesta, dividiendo todo entre los dos.

—¿Crees que eso es verdad? —le preguntó él.

Ella se encogió de hombros.

—No —le contestó. Se quedó allí de pie sin poder decir una palabra. Después de un rato ella levantó la vista para mirarlo—. No —repitió con una voz suave y muy baja—, no creo que eso sea verdad. Creo que todos los poderes verdaderos todos los antiguos poderes, en la raíz son uno. —Él todavía seguía allí de pie, y ella dijo:— ¡Mira los melocotones! Están todos maduros. Tendremos que comérnoslos en seguida.

—Si te digo mi nombre —dijo él—, mi verdadero nombre…

—Yo te diría el mío —dijo ella—. Sí, así… sí, así es como debemos comenzar.

Comenzaron, sin embargo, con los melocotones.

Los dos eran tímidos. Cuando Medra cogió la mano de ella, la de él tembló, y Ascua, cuyo nombre era Elehal, se apartó de él con el ceño fruncido. Luego ella tocó su mano muy suavemente. Cuando él acarició su suave y brillante cabellera, ella parecía solamente estar soportando sus caricias, y entonces él se detuvo. Cuando trató de abrazarla, ella estaba rígida, rechazándolo. Luego ella se dio vuelta y, feroz, repentina y torpemente, lo cogió entre sus brazos. No fue la primera noche, ni las primeras noches, que pasaron juntos, las que les dieron a ninguno de ellos demasiado placer o comodidad. Pero aprendieron el uno del otro, y pasaron por la vergüenza y el temor, hasta llegar a la pasión. Fue entonces cuando sus largos días en el silencio del bosque, y sus largas noches iluminadas por las estrellas, fueron una alegría para ellos.

Cuando Velo acudió desde el pueblo para traerles lo que quedaba de los últimos melocotones, ellos se rieron; los melocotones eran el mismísimo emblema de su felicidad. Intentaron hacer que se quedara y cenara con ellos, pero ella no quiso. —Quedaos aquí mientras podáis —les dijo.

El verano terminó demasiado pronto aquel año. Las lluvias llegaron tempranas; la nieve cayó en otoño incluso tan al sur como está Roke. Una tormenta después de la otra, como si los vientos se hubieran sublevado furiosos contra las alteraciones y las intromisiones de los hombres astutos. Las mujeres se reunían se sentaban junto al fuego en las solitarias granjas; la gente se juntaba alrededor de los hogares en el pueblo de Zuil. Escuchaban el soplar del viento y el caer de la lluvia, o el silencio de la nieve. Fuera de la Bahía de Zuil, el mar retumbaba en los arrecifes y en los acantilados, todo alrededor de las costas de la isla, un mar al que ningún barco podía aventurarse a salir.

Lo que tenían lo compartían. En eso era verdaderamente la Isla de Morred. Nadie en Roke pasó hambre o se quedó sin techo, aunque nadie tenía mucho más de lo que necesitaba. Escondidos del resto del mundo, no solamente por el mar y las tormentas sino también por sus defensas que disfrazaban la isla y desviaban a los barcos, trabajaban y hablaban y cantaban los cantares, El Villancico del invierno y La Gesta del Joven Rey. Y tenían libros, las Crónicas de Enlad y la Historia de los héroes sabios. Las mujeres y los hombres más ancianos leían estos preciados libros en voz alta en una habitación junto al embarcadero, donde las pescadoras fabricaban y remendaban sus redes. Allí había un hogar, y ellas encendían el fuego. La gente acudía incluso desde granjas que estaban en la otra punta de la isla para oír las historias leídas, escuchando en silencio, atentamente. —Nuestras almas están hambrientas —decía Ascua.

Vivía con Medra en su pequeña casa, que no estaba muy lejos de la Casa de la Red, aunque pasaba muchos días con su hermana Velo. Ascua y Velo habían pasado su infancia en una granja cerca de Zuil-burgo hasta que los asaltantes llegaron desde Wathort. Su madre las escondió en un sótano de la granja, y luego utilizó sus hechizos para tratar de defender a su esposo y a sus hermanos, quienes no se escondían, sino que peleaban contra los asaltantes. Fueron asesinados junto con su ganado. Las casas y los graneros fueron incendiados. Las niñas se quedaron en el sótano aquella noche y las noches siguientes. Los vecinos que llegaron finalmente para enterrar los cuerpos ya en estado de putrefacción encontraron a las dos niñas, silenciosas, famélicas, armadas con un azadón y una reja de arado rota, listas para defender los montones de piedras y de tierra que habían apilado sobre sus cabezas.

Medra sabía tan sólo un atisbo de la historia de Ascua. Una noche, Velo, que era tres años mayor que Ascua y tenía aquellos recuerdos mucho más nítidos en su memoria, se la contó por completo. Ascua se sentó con ellos, escuchando en silencio.

En recompensa, él les habló a Velo y a Ascua de las minas de Samory, y acerca del mago Gelluk, y de Anieb, la esclava.

Cuando terminó, Velo se quedó en silencio durante un buen rato y luego dijo:

—Eso era lo que querías decir, cuando llegaste aquí: No pude salvar a la única que me salvó.

—Y tú me preguntaste: ¿ Qué puedes decirme que me permita confiar en ti?

—Ya me lo has dicho —dijo Velo.

Medra le cogió la mano y apoyó su frente contra ella. Al contar su historia había retenido las lágrimas. Ahora no podía hacerlo.

—Ella me dio la libertad —dijo—. Y todavía siento que todo lo que hago lo hago a través de ella y por ella. No, no por ella. No podemos hacer nada por los muertos. Pero por…

—Por nosotros —dijo Ascua—. Por nosotros que vivimos, escondidos, ni muertos ni matando. Los muertos están muertos. Los grandes y poderosos recorren su camino libremente. Toda la esperanza que queda en el mundo está en la gente de poca importancia.

—¿Acaso deberemos escondernos siempre?

—Has hablado como un hombre —dijo Velo con su dulce y doliente sonrisa.

—Sí—dijo Ascua—. Debemos ocultarnos, y para siempre si es necesario. Porque no queda nada más que morir o matar, más allá de estas costas. Tú lo dices, y yo lo creo.

—Pero no puedes esconder el verdadero poder —dijo Medra—. No durante mucho tiempo. Muere al estar oculto, al no ser compartido.

—La magia no morirá en Roke —dijo Velo—. En Roke todos los hechizos son fuertes. Eso es lo que dijo el mismo Ath. Y tú has caminado bajo los árboles… Nuestro trabajo debe ser mantener esa fuerza. Esconderla, sí. Acumularla, como un joven dragón acumula su fuego. Y compartirla. Pero únicamente aquí. Ir pasándola, de uno a otro, aquí, donde está segura, y donde los ladrones y los asesinos más poderosos menos la buscarían, ya que nadie aquí tiene ninguna importancia. Y un día el dragón recuperará su fuerza. Si requiere mil años…

—Pero fuera de Roke —dijo Medra—, hay personas comunes que trabajan como esclavos y pasan hambre y mueren en la miseria. ¿Deben seguir así durante mil años sin esperanza?

Miraba a las dos hermanas una y otra vez: una tan apacible y tan inflexible, la otra, debajo de su dureza, rápida y tierna como la primera llama de un fuego cautivador.

—En Havnor —dijo él—, lejos de Roke, en una aldea del Monte Onn, entre gente que no sabe nada del mundo, todavía hay mujeres de la Mano. Esa red no se ha roto después de tantos años. ¿Cómo se tejió?

—Astutamente —le contestó Ascua.

—¡Y se arrojó muy lejos! —Miró a una y la otra una vez más.— No fui bien educado en la ciudad de Havnor —dijo—. Mis maestros me dijeron que no debía utilizar la magia con malos propósitos, pero ellos vivían con miedo y no tenían fuerza contra los poderosos. Me dieron todo lo que tenían para dar, pero era poco. Fue de pura casualidad que no me equivoqué. Y gracias al don de fuerza que Anieb me diera. Si no hubiese sido por ella todavía sería el sirviente de Gelluk. Sin embargo, a ella misma no le habían enseñado nada, y por eso fue esclavizada. Si la hechicería todavía es enseñada por los mejores y utilizada con malos propósitos por los poderosos, ¿cómo crecerá nuestra fuerza aquí? ¿De qué se alimentará el joven dragón?

—Esto es el centro —dijo Velo—. Debemos permanecer en el centro. Y esperar.

—Tenemos que dar lo que debemos dar —dijo Medra—. Si todos excepto nosotros son esclavos, ¿de qué sirve nuestra libertad?

—El verdadero arte prevalece sobre el falso. El todo no cambiará —dijo Ascua, frunciendo el ceño. Estiró el atizador para juntar a sus tocayas en el hogar, y de un golpe derribó la pila y la hizo arder—. Eso lo sé. Pero nuestras vidas son cortas, y el todo es muy extenso. Si tan sólo Roke fuera ahora lo que solía ser, si tuviéramos más gente del verdadero arte reunida aquí, enseñando y aprendiendo, y también preservando…

—Si Roke fuera ahora lo que solía ser, conocida por su fortaleza, aquellos que nos temen vendrían otra vez a destruirnos —dijo Velo.

—La solución yace en guardar el secreto —dijo Medra—. Pero también yace ahí el problema.

—Nuestro problema es con los hombres —dijo Velo—, si me disculpas, querido hermano. Los hombres tienen más importancia para otros hombres que las mujeres y los niños. Podríamos tener cincuenta brujas aquí, y apenas nos prestarían algo de atención. Pero si hubieran sabido que teníamos cinco hombres poderosos, habrían buscado destruirnos nuevamente.

—Así que aunque había hombres entre nosotras, éramos conocidas como las mujeres de la Mano —dijo Ascua.

—Todavía lo sois —dijo Medra—. Anieb era una de vosotras. Ella y vosotras y todos nosotros vivimos en la misma prisión.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Velo.

—¡Aprender nuestra fuerza! —le contestó Medra.

—Una escuela —dijo Ascua—. Donde los sabios puedan venir a aprender unos de otros, a estudiar el todo… El Bosquecillo nos protegería.

—Los señores de la guerra detestan a los estudiantes y a los maestros —dijo Medra.

—Creo que también les temen —dijo Velo.

Y así siguieron hablando, durante aquel largo invierno, y otros hablaron con ellos. Lentamente, sus conversaciones pasaron de ser visiones a ser intenciones, de ser deseos a ser planes. Velo siempre era prudente, advirtiendo de los peligros. Duna, el de los cabellos blancos, estaba tan entusiasmado que Ascua dijo que quería comenzar a enseñar magia a todos los niños de Zuil. Una vez que Ascua comenzó a creer que la libertad de Roke consistía en ofrecerles a otros la libertad, dedicó su mente por completo a tratar de encontrar la manera en que las mujeres de la Mano pudieran recuperar su fuerza otra vez. Pero su mente, formada por sus largas soledades entre los árboles, siempre buscaba la forma y la claridad, y entonces dijo: —¿Cómo podemos enseñar nuestro arte cuando no sabemos lo que es?

Y todas las mujeres sabias de la isla hablaron acerca de aquello: Cuál era el verdadero arte de la magia y cuándo se convirtió en falsa; cómo se mantenía o se perdía el equilibrio de las cosas; qué oficios eran necesarios, cuáles eran útiles, cuáles peligrosos; por qué alguna gente tenía un don pero no otro, y si uno podía o no aprender un arte para el cual no poseía un don innato. En tales discusiones, se crearon los nombres que desde entonces han sido asignados a los poderes: descubrir, trabajar con el clima, transformar, curar, invocar, crear formas, nombrar, y los oficios de la ilusión, y el conocimiento de los cantares. Éstas son las artes de los Maestros de Roke incluso ahora, a pesar de que el cantor ocupó el lugar del descubridor cuando el descubrir comenzó a ser considerado un mero oficio provechoso, indigno de un mago.

Y fue con estas discusiones como comenzó la escuela de Roke.

Hay algunos que dicen que los comienzos de la escuela fueron muy diferentes. Dicen que Roke solía ser gobernada por una mujer llamada la Mujer Oscura, que estaba confabulada con los Antiguos Poderes de la tierra. Dicen que vivía en una cueva debajo del Collado de Roke, que nunca salía a la luz del día, pero que tejía inmensos hechizos sobre la tierra y el mar que obligaban a los hombres a llevar a cabo sus malvadas intenciones, hasta que el primer Archimago llegó a Roke, abrió la cueva y entró en ella, derrotó a la Mujer Oscura y ocupó su lugar.

En esta historia hay una sola verdad, y es que ciertamente uno de los primeros Maestros de Roke abrió una gran caverna y entró en ella. Pero, a pesar de que las raíces de Roke son las raíces de todas las islas, esa caverna no estaba en Roke.

Y es verdad que en los tiempos de Medra y de Elehal, la gente de Roke, hombres y mujeres, no le temía a los Antiguos Poderes de la tierra, sino que los veneraba, intentaba obtener de ellos fuerza y visión. Eso cambió con los años.

Aquel año la primavera llegó tarde otra vez, fría y tormentosa. Medra se puso a construir barcos. Para cuando florecieron los melocotones, había hecho un esbelto y sólido barco, preparado para adentrarse en lo profundo del mar, construido de acuerdo con el estilo de Havnor. Lo llamó Esperanza. No mucho después navegó con él fuera de la Bahía de Zuil, sin ningún acompañante. —Búscame cuando termine el verano —le dijo a Ascua.

—Estaré en el Bosquecillo —dijo ella—. Y mi corazón contigo, mi oscura nutria, mi blanca golondrina, mi amor, Medra.

—Y el mío contigo, mi ascua de fuego, mi árbol floreciente, mi amor, Elehal.

En el primero de sus viajes de descubrimiento, Medra, o Golondrina como solían llamarlo, navegó hacia el norte por el Mar Interior hasta Orrimy, donde había estado hacía algunos años. Allí había gente de la Mano en la cual confiaba. Uno de ellos era un hombre llamado Cuervo, un rico solitario que no tenía ningún don para la magia, pero sí una gran pasión por lo que estaba escrito, por los libros del saber popular y de la historia. Era Cuervo quien había, tal como él decía, hundido la nariz de Golondrina en un libro hasta que fue capaz de leerlo. —¡Los magos analfabetos son la maldición de Terramar! —gritaba—. ¡El poder ignorante es una cruz! —Cuervo era un hombre extraño, siempre tenía que salirse con la suya, era arrogante, obstinado y, en defensa de su pasión, valiente. Había desafiado el poder de Losen hacía años, había entrado al Puerto de Havnor disfrazado y se había ido de allí con cuatro libros de una antigua biblioteca real. Acababa de obtener, y estaba inmensamente orgulloso de ello, un tratado de Way sobre el mercurio—. Eso también se lo quité a Losen enfrente de sus narices —le dijo a Golondrina—. ¡Ven a echarle un vistazo! Perteneció a un famoso mago.

—Tinaral —dijo Golondrina—. Yo lo conocí.

—El libro es basura, ¿verdad? —preguntó Cuervo, que era rápido para captar señales si tenían que ver con libros.

—No lo sé. Yo ando tras una presa más grande. —Cuervo ladeó la cabeza.— El Libro de los Nombres.

—Se perdió con Ath cuando partió rumbo al oeste —dijo Cuervo.

—Un mago llamado Grandragón me dijo que cuando Ath se quedó en Pendor, le dijo a un mago de allí que le había dejado el Libro de los Nombres a una mujer en las Noventa Islas para que lo protegiera.

—¡Una mujer! ¡Para que lo protegiera! ¡En las Noventa Islas! ¿Estaba loco?

Cuervo despotricó, pero ante la mera idea de que el Libro de los Nombres todavía pudiera existir, estaba preparado para partir rumbo a las Noventa Islas tan pronto como golondrina quisiera.

Así que navegaron hacia el sur a bordo del Esperanza, desembarcaron primero en la maloliente Geath, y luego, disfrazados de vendedores ambulantes, se abrieron camino de una isleta a otra entre canales laberínticos. Cuervo había abastecido el barco con mejores mercancías de las que la gran mayoría de los habitantes de las Islas estaban acostumbrados a ver, y Golondrina las ofrecía a precios justos, mayoritariamente en trueque, ya que había poco dinero entre los isleños. Su popularidad llegaba antes que ellos. Se sabía que comerciaban por libros, si los libros eran viejos y extraños. Pero en las Islas todos los libros eran viejos y todos eran extraños, los que había.

Cuervo estaba encantado con obtener un bestiario manchado de agua de la época de Akambar en trueque por cinco botones de plata, un cuchillo con la empuñadura de perlas, y un cuadrado de seda Lorbanery. Se sentaba en el Esperanza y canturreaba sobre las antiguas descripciones de harikki y otak y icebear. Golondrina, en cambio, desembarcaba y recorría todas las islas, enseñando sus mercancías en las cocinas de las amas de casa y en las poco animadas tabernas donde se sentaban los hombres más ancianos. A veces cerraba el puño distraídamente y luego levantaba la mano abriendo la palma, pero nadie allí le devolvía el gesto.

—¿Libros? —les preguntó un trenzador bastante descuidado en el norte de Sudidi—. ¿Cómo ése de allí? —señaló unas largas tiras de vitela que habían sido utilizadas para techar su casa—. ¿Estas cosas sirven para algo más ? —Cuando Cuervo levantó la vista y vio las palabras, visibles aquí y allá entre los desparejos salientes del alero, comenzó a temblar de rabia. Golondrina se apresuró a llevarlo al barco antes de que explotara.

—Era sólo el manual de un curandero de bestias —admitió Cuervo, cuando ya estaban navegando otra vez y se había calmado un poco—. «Spavined», pude leer, y algo acerca de las ubres de las ovejas. ¡Si no fuera por la ignorancia!, ¡la bruta ignorancia! ¡Techar su casa con eso!

—Y eran conocimientos útiles —dijo Golondrina—. ¿Cómo puede la gente no ser ignorante cuando el conocimiento no se salva, no se enseña? Si todos los libros pudieran juntarse en un mismo sitio…

—Como la Biblioteca de los Reyes —dijo Cuervo, soñando con glorias perdidas.

—O tu biblioteca —dijo Golondrina, quien se había convertido en un hombre mucho más astuto de lo que solía ser.

—Fragmentos —dijo Cuervo, menospreciando el trabajo de toda su vida—. ¡Restos!

—Comienzos —dijo Golondrina.

Cuervo sólo suspiró.

—Creo que podríamos ir otra vez hacia el sur —dijo Golondrina, conduciendo el barco hacia el canal abierto—. Rumbo a Pody.

—Tienes un don para los negocios —le dijo Cuervo—. Sabes dónde buscar. Fuiste directamente a aquel bestiario en el granero… Pero aquí no hay mucho que buscar. Nada de importancia. ¡Ath no hubiera dejado el más grande de todos los libros de saber popular entre unos patanes que lo convertirían en un tejado! Llévanos a Pody si quieres. Y luego de regreso a Orrimy. Ya he tenido suficiente.

—Y nos estamos quedando sin botones —dijo Golondrina. Estaba contento; tan pronto como había pensado en Pody supo que estaba yendo en la dirección correcta—. Tal vez pueda encontrar algunos por el camino —dijo—. Es mi don, sabes.

Ninguno de los dos había estado en Pody. Era una isla del sur con un pueblo portuario bonito pero poco animado y bastante antiguo, Telio, construido de piedra arenisca rosada, y campos y huertas que deberían haber sido fértiles. Pero los señores de Wathort habían gobernado allí durante un siglo, cobrando impuestos y buscando esclavos y agotando las tierras y las personas del lugar. Las soleadas calles de Telio eran tristes y sucias. La gente vivía en ellas como en un yermo, en tiendas de campaña y en cobertizos hechos de chatarra, e incluso sin refugio alguno.

—Oh, esto no servirá —dijo Cuervo, lleno de asco, esquivando una pila de excremento humano—. ¡Estas criaturas no tienen libros, Golondrina!

—Espera, espera —dijo su compañero—. Dame un día.

—Es peligroso —le contestó Cuervo—, y no tiene sentido. —Pero no hizo ninguna otra objeción. El modesto e ingenuo muchacho al que había enseñado a leer se había convertido en su insondable guía.

Lo siguió bajando una de las calles principales y por ella hasta una zona de casas pequeñas, el barrio de los antiguos tejedores. En Pody se había cultivado el lino, y había construcciones de piedra para su enriamiento, ahora en su mayoría fuera de uso, y también telares que se veían desde las ventanas de algunas de las casas. En una pequeña plaza donde había algo de sombra del ardiente sol, cuatro o cinco mujeres estaban sentadas hilando junto a un pozo. Algunos niños jugaban cerca de ellas, apáticos ante el calor, delgados, mirando fijamente a los extraños sin demasiado interés. Golondrina había caminado hasta allí sin dudarlo, como si supiera adonde estaba yendo. En ese momento se detuvo y saludó a las mujeres.

—Oh, hermoso hombre —dijo una de las mujeres con una sonrisa—, ni siquiera nos enseñes lo que tenéis allí, en vuestro saco, porque no tengo ni un centavo de cobre ni de marfil, y hace un mes que no veo ninguno.

—Sin embargo, tal vez tenga un poco de lino, ¿verdad, señora? ¿Tejido o hilado? El lino de Pody es el mejor, eso es lo que he oído en un sitio tan lejano como Havnor. Y yo puedo determinar la calidad de lo que estáis hilando. Es una hebra preciosa, por cierto. —Cuervo observaba a su compañero con regocijo y algo de desdén; él mismo podía negociar por un libro muy astutamente, pero charlar con mujeres comunes acerca de botones y de hebras era indigno de él.— Simplemente dejadme enseñaros esto —iba diciendo Golondrina mientras extendía el contenido de su paquete sobre los adoquines, y las mujeres y los sucios y tímidos niños se acercaban para ver las maravillas que les enseñaba—. Telas tejidas es lo que estamos buscando, y hebras imperecederas, y otras cosas también, nos faltan botones. ¿Tal vez tuvierais algunos de cuerno o de hueso? Yo os daría una de estas pequeñas gorras de terciopelo de aquí por tres o cuatro botones. O uno de estos rollos de cinta; mirad el color que tienen. ¡Quedaría hermoso con vuestro cabello, señora! O papel, o libros. Nuestros señores en Orrimy están buscando este tipo de cosas, si tenéis algunas guardadas, tal vez.

—Oh, sois un hermoso hombre —dijo la mujer que había hablado primero, riendo, mientras él sostenía la cinta roja sobre su trenza negra—. ¡Y me gustaría tener algo para vos!

—No me atreveré a pedir un beso —dijo Medra—, pero ¿una mano abierta, tal vez?

Hizo el gesto; ella lo miró durante un segundo. Eso es fácil —dijo suavemente, y le devolvió el gesto—, pero no siempre seguro entre extraños.

Siguió mostrándoles sus mercancías y bromeando con las mujeres y con los niños. Nadie compró nada. Miraban fijamente las baratijas como si fueran tesoros. Les dejó que miraran y tocaran todo lo que quisieran; de hecho permitió que uno de los niños birlara un pequeño espejo de latón pulido, viendo cómo desaparecía por debajo de la harapienta camisa sin decir nada. Finalmente dijo que debía seguir adelante, y los niños se dispersaron mientras él plegaba su paquete.

—Tengo una vecina —dijo la mujer de la trenza negra— que quizá tendría algo de papel, si es que es eso lo que buscas.

—¿Escrito? —preguntó Cuervo, quien había permanecido sentado sobre el brocal del pozo, aburrido—. ¿Tiene marcas?

Ella lo miró de arriba abajo. —Tiene marcas, señor —le contestó. Y luego, dirigiéndose a Golondrina, y con un tono diferente—: Si quisierais venir conmigo, ella vive por aquí. Y a pesar de que es tan sólo una niña, y pobre, os diré, vendedor ambulante, que tiene una mano abierta. Aunque tal vez no todos nosotros la tengamos.

—Tres de tres —dijo Cuervo, esbozando el gesto—, así que ahórrate tu vinagre, mujer.

—Oh, sois vos el que lo está desperdiciando, señor. Nosotros aquí somos gente pobre. E ignorante —le contestó ella. Lo miró durante un segundo y siguió adelante.

Los llevó hasta una casa que estaba al final de una callejuela. Alguna vez habría sido un hermoso lugar, dos plantas construidas con piedras, pero ahora estaba medio vacía, pintarrajeada, las piedras de la fachada y los marcos de las ventanas habían sido arrancados. Atravesaron un patio que tenía un pozo. Ella golpeó la puerta lateral, y una niña la abrió.

—Ah, es la guarida de una bruja —exclamó Cuervo ante el olorcillo de hierbas y humo aromático, y se echó hacia atrás.

—Curanderas —dijo su guía—. ¿Está enferma otra vez, Dory?

La niña asintió con la cabeza, mirando a Golondrina, y luego a Cuervo. Tenía trece o catorce años, corpulenta aunque delgada, con una mirada hosca y firme.

—Son hombres de la Mano, Dory, uno bajo y hermoso y el otro alto y orgulloso, y dicen que están buscando papeles. Sé que tú solías tener algunos, aunque puede que ahora no tengas nada. No tienen nada que necesites, pero podría ser que pagaran un poco de marfil por lo que ellos quieren, ¿no es así?

—Posó sus brillantes ojos en Golondrina, y él asintió con la cabeza.

—Está muy enferma, Rush —dijo la niña. Miró nuevamente a Golondrina—. ¿No sois vos un curandero? —Era una acusación.

—No.

—Ella lo es —dijo Rush—. Como su madre, y la madre de su madre. Déjanos entrar, Dory, o al menos a mí, para hablar con ella. —La niña entró un momento, y Rush le dijo a Medra:— Su madre se está muriendo de tisis. Ningún curandero ha podido curarla. Pero ella podía curar la escrófula, y aliviar el dolor con sólo tocar. Una maravilla es lo que era, y Dory promete seguir sus pasos.

La niña se asomó y les hizo un gesto para que entraran. Cuervo prefirió esperar fuera. La habitación era alta y larga, con rastros de una antigua elegancia, pero muy vieja y muy pobre. La parafernalia y las hierbas secas de los curanderos estaban por todas partes, aunque alineadas en cierto orden. Cerca de la magnífica chimenea de piedra, donde estaban quemando una pequeñísima brizna de hierbas dulces, había un canasto. La mujer que yacía en él estaba tan demacrada que bajo la luz tenue no parecía nada más que huesos y sombras. A medida que Golondrina se iba acercando, ella trataba de sentarse y de hablar. Su hija le levantó la cabeza sobre la almohada, y cuando Golondrina estuvo bien cerca pudo oírla: —Mago —dijo ella—. No ha sido casualidad.

Siendo una mujer de poder, sabía lo que era él. ¿Acaso ella lo había llamado para que acudiera?

—Soy un descubridor —dijo él—. Y un buscador.

—¿Puedes enseñar a mi hija?

—Puedo llevarla con aquellos que pueden hacerlo.

—Hazlo.

—Lo haré.

Volvió a apoyar su cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Conmocionado por la intensidad de aquel deseo, Golondrina se enderezó y tomó aire profundamente. Miró a su alrededor hasta ver a la niña, Dory. Ella no le devolvió la mirada, miraba a su madre con un dolor impasible y hosco. Sólo después de que la mujer se hundiera en el sueño, Dory se movió, iba a ayudar a Rush, quien, como amiga y vecina, se había convertido en alguien muy valioso, y estaba recogiendo unos trapos empapados de sangre que estaban desperdigados junto a la cama.

—Ha sangrado otra vez hace un momento, y no pude detenerlo —dijo Dory. Las lágrimas le brotaban de los ojos y le bajaban por las mejillas. Su rostro apenas cambió.

—Oh niña, oh corderito —dijo Rush, tomándola entre sus brazos; pero a pesar de que a su vez abrazaba a Rush, Dory no se quebró.

—Está yendo allí, al muro, y yo no puedo ir con ella —dijo—. Está yendo sola y yo no puedo ir con ella. ¿No puedes tú ir hasta allí? —De repente se alejó de Rush, mirando nuevamente a Golondrina.— ¡Tú sí puedes ir!

—No —dijo él—. No conozco el camino.

Sin embargo, mientras Dory hablaba, él vio lo que ella veía: una extensa colina que se hundía en la oscuridad, y al otro lado de ella, en el borde del crepúsculo, un bajo muro de piedras. Y mientras miraba pensaba que veía a una mujer caminando junto al muro, muy delgada, inmaterial, huesos, sombras. Pero no era la mujer moribunda que estaba en la cama. Era Anieb.

Luego aquello desapareció y él se descubrió de pie frente a la niña bruja. Su mirada de acusación fue cambiando lentamente. Se cubrió el rostro con las manos.

—Tenemos que dejar que se marchen —dijo él.

Y ella contestó: —Lo sé.

Rush miraba a uno y a otro con sus agudos y brillantes ojos. —No eres solamente un hombre mañoso —dijo—, sino también un hombre astuto. Bueno, no eres el primero.

Él se quedó pensativo.

—A ésta la llaman la Casa de Ath —prosiguió ella.

—Él vivió aquí—dijo Dory, un atisbo de orgullo atravesó por un instante su impotente dolor—. El Mago Ath. Hace mucho tiempo. Antes de partir hacia el peste. Todas mis antepasadas eran mujeres sabias. Él se quedó aquí. Con ellas.

—Dame un cubo —dijo Rush—. Traeré agua para mojar estos trapos.

—Yo traeré el agua —dijo Golondrina. Cogió el cubo, salió al patio y se dirigió hacia el pozo. Igual que antes, Cuervo estaba sentado sobre el brocal, aburrido e impaciente.

—¿Por qué estamos aquí perdiendo el tiempo? —le preguntó, mientras Golondrina bajaba el cubo hacia el interior del pozo—. ¿Ahora estás buscando y cargando agua para las brujas?

—Sí—le contestó Golondrina—, y lo seguiré haciendo hasta que la mujer muera. Y luego llevaré a su hija hasta Roke. Y si quieres leer el Libro de los Nombres, puedes venir con nosotros.

Así fue como la escuela de Roke tuvo su primer alumno, el que llegó del otro lado del mar, junto con su primer bibliotecario. El Libro de los Nombres, que está guardado ahora en la Torre Solitaria, fue la base del conocimiento y del método del Nombramiento, la base de la magia de Roke. La niña Dory, que como ellos decían les enseñó a sus maestros, se convirtió en la señora de todas las artes de curación y de la ciencia de las hierbas, y estableció esa maestría con grandes honores en Roke.

Con respecto a Cuervo, incapaz de separarse del Libro de los Nombres ni siquiera durante un mes, envió a que recogieran sus propios libros en Orrimy y se estableció en Zuil con ellos. Permitía que la gente de la escuela los estudiara, siempre y cuando les mostrara, a él y a ellos, el debido respeto.

Y así fueron pasando los años para Golondrina. A finales de primavera partía en el Esperanza, buscando y descubriendo gente para la escuela de Roke, niños y jóvenes, en su mayoría, que tenían un don para la magia, y a veces mujeres y hombres adultos. La mayoría de los niños eran pobres, y aunque no se llevaba a ninguno de ellos contra su voluntad, sus padres o sus señores pocas veces sabían la verdad: Golondrina era un pescador que quería un muchacho para que trabajase con él en el barco, o una muchacha para entrenarla en los galpones donde se tejía, o estaba comprando esclavos para su señor en otra isla. Si enviaban a un niño con él para darle una oportunidad, o si vendían a un niño a causa de su pobreza para que trabajara para él, les pagaba con marfil verdadero; si le vendían un niño como esclavo, les pagaba con oro, y al día siguiente había desaparecido, cuando el oro se convertía nuevamente en excremento de vaca.

Viajó hasta muy lejos en el Archipiélago, incluso llegó hasta el Confín del Levante. Nunca iba dos veces al mismo pueblo o a la misma isla sin dejar pasar unos cuantos años en medio, para que su rastro se enfriara. Pero aun así se comenzó a hablar de él. El que se Lleva a los Niños, lo llamaban, un terrible hechicero que llevaba niños a su isla en el helado norte y allí les chupaba la sangre. En aldeas de Way y Felkway todavía les hablan a los niños de El que se Lleva a los Niños, para que desconfíen de los extraños.

Para entonces había mucha gente de la Mano que sabía lo que estaba en marcha en Roke. Los jóvenes llegaban allí enviados por ellos. Hombres y mujeres iban a que se les enseñara y a enseñar. Muchos de ellos tenían grandes dificultades para llegar hasta allí, porque los hechizos que ocultaban la isla eran más fuertes que nunca, haciéndola parecer simplemente una nube, o un arrecife entre inmensas olas; y el viento de Roke soplaba, lo cual mantenía a cualquier barco alejado de la Bahía de Zuil a menos que hubiese un hechicero a bordo que supiera cómo cambiar ese viento. Así y todo, llegaban, y a medida que fueron pasando los años se necesitó una casa más grande para la escuela que cualquiera que hubiera en Zuilburgo.

En el Archipiélago, los hombres construían barcos y las mujeres construían casas, ésa era la costumbre; pero cuando tenían que construir un gran edificio, las mujeres permitían que los hombres trabajaran con ellas, no tenían las supersticiones de las mineras, que procuraban mantener a los hombres lejos de las minas, o las de los carpinteros de navíos, que prohibían a las mujeres observar una quilla colocada. Así que ambos, hombres y mujeres de gran poder, construyeron la Casa Grande en Roke. Su piedra angular fue colocada en la cima de una colina sobre el Pueblo de Zuil, cerca del Bosquecillo y de cara al Collado. Sus paredes fueron hechas no sólo de piedra y madera, sino que también fueron fortalecidas con hechizos y sus cimientos estaban llenos de magia.

De pie en aquella colina, Medra había dicho: —Hay una vena de agua, justo debajo de donde me encuentro, que no se secará.

Excavaron cuidadosamente y llegaron hasta el agua; dejaron que se disparara hacia arriba, a la luz del sol; y la primera parte de la Casa Grande que hicieron fue su más íntimo lugar, el patio de la fuente.

Allí Medra caminó con Elehal sobre el pavimento blanco, antes de que hubiera ninguna pared construida a su alrededor.

Ella había plantado junto a la fuente un joven serbal que había sacado del Bosquecillo. Se acercaron para asegurarse de que estaba creciendo bien. El viento de la primavera soplaba fuerte, hacia el mar, más allá del Collado de Roke, haciendo salpicar el agua de la fuente. Arriba, en la cuesta del Collado, pudieron ver a un pequeño grupo de personas: un círculo de jóvenes estudiantes aprendiendo cómo hacer trucos de ilusión con el hechicero Hega de O, al que llamaban Maestro Mano. Las hierbas centellas, que ya habían florecido, arrojaban sus cenizas al viento. Había mechones grises en los cabellos de Ascua.

—Entonces te vas —dijo ella—, y nos dejas a nosotros para que arreglemos este asunto de la Norma. —Parecía enojado, como siempre, pero su voz raramente sonaba tan áspera como ahora cuando le hablaba a él.

—Me quedaré si quieres, Elehal.

—Sí que quiero que te quedes. ¡Pero no te quedes! Eres un descubridor, tienes que salir a descubrir. Es sólo que ponerse de acuerdo en la Manera, o en la Norma, como Waris quiere que la llamemos, es el doble de trabajo que construir la Casa. Y provoca diez veces más discusiones. ¡Me gustaría poder escaparme de ello! Me gustaría tan sólo poder caminar contigo, así… Y me gustaría que no fueras hacia el norte.

—¿Por qué discutimos? —preguntó él con un tono de voz bastante triste.

—¡Porque es más fuerte que nosotros! Reúne a veinte o treinta personas de poder en una habitación, cada uno querrá salirse con la suya. Y tú juntas a hombres que siempre se han salido con la suya, con mujeres que se han salido con la de ellas, y terminarán resentidos unos con otros. Y además, hay también algunas divisiones verdaderas y reales entre nosotros, Medra. Ellos tienen que tranquilizarse, y no pueden ser tranquilizados fácilmente. Aunque un poco de buena voluntad ayudaría bastante.

—¿Se trata de Waris?

—Waris y muchos otros hombres. Y es que ellos son hombres, y le dan más importancia a eso que a cualquier otra cosa. Para ellos, los Poderes Antiguos son abominables. Y los poderes de las mujeres son sospechosos, porque suponen que todos ellos están relacionados con los Poderes Antiguos. ¡Como si esos Poderes fueran a ser controlados o utilizados por algún alma mortal! Pero ellos ponen a los hombres donde nosotros ponemos al mundo. Y entonces sostienen que un verdadero mago debe ser hombre. Y célibe.

—Ah, eso —dijo Medra alicaído.

—Sí, justamente eso. Mi hermana me dijo anoche que ella, Ennio y las carpinteras se han ofrecido para construirles una parte de la Casa que sea únicamente de ellos, o incluso una casa separada, para que puedan mantenerse puros.

—¿Puros?

—No son mis palabras, son las de Waris. Pero ellos se han negado. Quieren que la Norma de Roke separe a los hombres de las mujeres, y quieren que sean los hombres quienes tomen todas las decisiones. Y así ¿qué compromisos podemos tomar con ellos? ¿Por qué vinieron hasta aquí, si no quieren trabajar con nosotras?

—Deberíamos echar a los hombres que se niegan a hacerlo.

—¿Echarlos? ¿A la fuerza? ¿Para que les digan a los señores de Wathort o de Havnor que unas brujas en Roke están tramando algo?

—Me olvido, siempre me olvido —dijo él, alicaído otra vez—. Olvido las paredes de la prisión. No soy tan tonto cuando estoy fuera de ellas… Cuando estoy aquí no puedo creer que sea una prisión. Pero fuera, sin ti, recuerdo… No quiero irme, pero tengo que irme. No quiero admitir que cualquier cosa aquí puede estar mal o salir mal, pero tengo que hacerlo… Esta vez me iré, e iré hacia el norte, Elehal. Pero cuando regrese me quedaré aquí. Lo que necesite descubrir lo descubriré aquí. ¿Acaso no lo he descubierto ya?

—No —le contestó ella—, sólo a mí… Pero hay mucho que buscar y que descubrir en el Bosquecillo. Suficiente como para impedir que incluso tú te sientas inquieto. ¿Por qué hacia el norte?

—Para extender la Mano en Enlad y en Éa. Nunca he ido allí. No sabemos nada de sus hechicerías. Enlad de los Reyes y la resplandeciente Éa, ¡la más antigua de las islas! Seguramente encontraremos aliados allí.

—Pero Havnor está entre nosotros —dijo ella.

—No navegaré por Havnor, querido amor. Planeo rodearla. Por agua. —Siempre conseguía hacerla reír; él era el único que podía. Cuando él no estaba, ella hablaba muy poco y era bastante ecuánime, habiendo aprendido la inutilidad de la impaciencia frente al trabajo que debe realizarse. A veces fruncía el ceño, a veces sonreía, pero no se reía. Cuando podía, iba al Bosquecillo sola, como lo había hecho siempre. Pero en aquellos años de la construcción de la Casa y la fundación de la escuela, raramente podía ir hasta allí, e incluso entonces solía llevar a un par de estudiantes para que aprendieran con ella los caminos a través del bosque y las formas de las hojas; porque ella era la Hacedora de Formas.

Golondrina se fue de viaje bastante tarde aquel año. Llevaba con él a un niño de quince años, Mote, un prometedor hechicero de vientos y nubes que necesitaba entrenamiento en el mar, y a Sava, una mujer de sesenta años que había llegado a Roke con él, siete u ocho años antes. Sava había sido una de las mujeres de la Mano en la Isla de Ark. A pesar de que no tenía ningún tipo de don para la hechicería, sabía tan bien cómo hacer que un grupo de personas confiaran unos en otros y trabajaran juntos, que era venerada como una mujer sabia en Ark, y ahora en Roke. Le había pedido a Golondrina que la llevara a ver a su familia, a su madre, a su hermana y a sus dos hijos; él dejaría a Mote con ella y los traería de regreso a Roke cuando volviera. Así que partieron hacia el nordeste atravesando el Mar Interior con el clima estival, y Golondrina le pidió a Mote que pusiera un poco de viento de magia en su vela, para asegurarse de llegar a Ark antes de la Larga Danza.

Mientras costeaban aquella isla, él mismo puso una ilusión alrededor del Esperanza, de modo que no pareciera un barco sino un tronco a la deriva; porque había muchos piratas y mercaderes de esclavos de Losen en aquellas aguas.

Desde Sesesry, en la costa este de Ark, donde dejó a sus pasajeros después de haber bailado allí la Larga Danza, navegó por los Estrechos de Ebavnor, con la intención de dirigirse hacia el oeste siguiendo las costas australes de Omer. Mantuvo el hechizo de la ilusión alrededor de su barco. En la brillante claridad del pleno verano, con un viento del norte soplando, vio, a lo alto y a lo lejos, sobre el azul del estrecho y el más impreciso azul y marrón de la tierra, las largas crestas y la ingrávida cúpula del Monte Onn.

«Mira, Medra. ¡Mira!»

Era Havnor, su tierra, donde estaba su gente, ya fuera viva o muerta, no lo sabía; donde Anieb yacía en su tumba, allí arriba en la montaña. Nunca había regresado, nunca se había acercado tanto. ¿Hacía ya cuánto tiempo? Dieciséis años, diecisiete años. Nadie lo reconocería, nadie recordaría al niño Nutria, excepto la madre, el padre y la hermana de Nutria, si es que aún estaban vivos. Y seguramente habría gente de la Mano en el Gran Puerto. A pesar de que no los había conocido cuando era un niño, los conocería ahora.

Navegó por los amplios pasos hasta que el Monte Onn se escondió detrás de los promontorios en la desembocadura de la Bahía de Havnor. No volvería a verlo a menos que pasara a través de aquel estrecho pasaje. Entonces vería la montaña, toda su extensión y su cresta, sobre las tranquilas aguas donde solía intentar hacer soplar un viento de magia cuando tenía doce años; y si seguía navegando vería elevarse las torres desde el agua, borrosas al principio, meros puntos y líneas, y luego alzando sus brillantes banderas, la ciudad blanca en el centro del mundo.

Era simplemente cobardía lo que lo alejaba de Havnor, ahora temía por su pellejo, tenía miedo de descubrir que su gente había muerto, miedo de recordar a Anieb demasiado vividamente.

Porque había habido ocasiones en las que había sentido que, al igual que él la había invocado en vida, en la muerte podía invocarlo ella a él. El lazo que había entre ellos, el que los había unido y había permitido que ella lo salvara, no estaba roto. Muchas veces ella había acudido a sus sueños, de pie y en silencio, como lo estaba cuando él la vio por primera vez en la torre de Samory. Y él la había visto a ella, hacía muchos años, en la visión de la curandera moribunda de Telio, en el crepúsculo, junto al muro de piedras.

Ahora sabía, por Elehal y otros en Roke, lo que era aquella pared. Se levantaba entre los vivos y los muertos. Y en aquella visión, Anieb había caminado de este lado de la pared, no del lado que se hundía en la oscuridad.

¿Acaso le temía a ella, a quien lo había liberado?

Viró atravesando el fuerte viento, rodeó el Punto Sur y navegó hasta adentrarse en la Gran Bahía de Havnor.

Las banderas todavía ondeaban en las torres de la Ciudad de Havnor, y un rey todavía gobernaba allí; las banderas eran las de los pueblos y las islas capturadas, y el rey era el señor de la guerra Losen. Losen nunca abandonaba el palacio de mármol en el cual permanecía sentado todo el día, servido por esclavos, viendo la sombra de la espada de Erreth-Akbe deslizarse como la sombra de un gran reloj de sol por encima de los tejados allí abajo. Daba órdenes, y los esclavos decían: «Ya está hecho, su majestad». Celebraba audiencias, y los ancianos iban y decían:

«Obedecemos, su majestad». Invocaba a sus magos, y el mago Primitivo acudía, haciendo una reverencia muy profunda.

—¡Hazme caminar! —le gritaba Losen, golpeando las paralizadas piernas con sus débiles manos.

Y el mago le decía: —Su majestad, como vos sabéis, mi indigente arte no ha servido de nada, pero he enviado a buscar al mejor curandero de toda Terramar, que vive en la lejana Narveduen, y cuando él venga, su alteza seguramente volverá a caminar, sí, y bailará la Larga Danza.

Entonces Losen maldecía y gritaba, y sus esclavos le traían vino, y el mago se retiraba, haciendo una reverencia, y asegurándose mientras se iba de que el hechizo de parálisis permanecía intacto.

Era mucho más conveniente para él que Losen fuera el rey, a que él mismo tuviera que gobernar Havnor abiertamente. Los hombres de armas no confiaban en los hombres de astucia y no les gustaba servirles. No importaba cuáles fueran los poderes de un mago, a menos que fuera tan poderoso como el Enemigo de Morred, no podía unir armas y flotas si los soldados y los marinos decidían no obedecer. La gente estaba acostumbrada a temer y a obedecer a Losen, una vieja costumbre ahora y bien aprendida. Le atribuían los poderes que había tenido de temeraria estrategia, firme liderazgo y completa crueldad; y le atribuían también poderes que nunca había tenido, como por ejemplo el dominio de los magos que trabajaban para él.

No había magos trabajando para Losen ahora, excepto Primitivo y un par de humildes hechiceros. Con el permiso de Losen, Primitivo había desterrado o matado a sus rivales uno detrás de otro; desde hacía años disfrutaba de su exclusivo gobierno sobre todo Havnor.

Cuando era el aprendiz y el asistente de Gelluk, había animado a su maestro para que emprendiera los estudios del saber popular de Way, encontrando- se así libre mientras Gelluk estaba ausente, regocijándose con su mercurio. Pero el abrupto final de Gelluk lo había conmocionado. Había algo misterioso en ello, faltaba algún elemento o alguna persona. Invocando al eficaz Sabueso para que lo ayudara, Primitivo había realizado una investigación exhaustiva acerca de lo que había acontecido. Dónde estaba Gelluk, por supuesto, no era ningún misterio. Sabueso lo había rastreado hasta encontrarlo directamente en la cicatriz de una ladera, y dijo que estaba enterrado allí muy profundamente. Primitivo no tenía intención alguna de exhumarlo. Pero al muchacho que había estado con él, Sabueso no había podido rastrearlo: no pudo decir si estaba debajo de aquella colina con Gelluk, o si se había escapado. No había dejado rastros de hechizos como lo había hecho el mago, decía Sabueso, y había llovido mucho durante toda la noche siguiente. Cuando Sabueso pensó que había encontrado las huellas del muchacho, eran de una mujer, y estaba muerta.

Primitivo no castigó a Sabueso por su fallo, pero lo recordaba. No estaba acostumbrado a los errores y no le gustaban. No le gustó lo que Sabueso le dijo acerca de aquel muchacho, Nutria, y lo recordaba.

El ansia de poder se alimenta a sí misma, creciendo mientras devora. Primitivo sufría de hambre. Se moría de hambre. Gobernar Havnor le traía pocas satisfacciones, una tierra de mendigos y granjeros pobres. ¿De qué servía poseer el Trono de Maharion si nadie se sentaba en él excepto un lisiado borracho? ¿Qué gloria había en los palacios de la ciudad cuando los únicos que vivían en ellos eran esclavos rastreros? Podía tener a cualquier mujer que quisiese, pero las mujeres le agotarían su poder, le quitarían toda su fuerza. No quería a ninguna mujer cerca de él. Ansiaba un enemigo: un oponente al que valiera la pena destruir.

Sus espías habían estado acudiendo a él durante un año o más murmurando acerca de una insurrección secreta a lo largo y a lo ancho de su reino, grupos rebeldes de hechiceros que se hacían llamar la Mano. Ansioso por encontrar a su enemigo, hizo que investigaran a uno de tales grupos. Resultaron ser un montón de mujeres ancianas, comadres, carpinteros, un cavador de fosos, un aprendiz de hojalatero, un par de niños pequeños. Humillado y enfurecido, Primitivo ordenó que los mataran junto con el hombre que los había delatado. Fue una ejecución pública, en nombre de Losen, por el crimen de conspiración contra el Rey. Tal vez últimamente no había habido ese tipo de intimidación. Pero iba contra sus principios. No le gustaba hacer un espectáculo público a costa de algunos tontos que lo habían engañado para que los temiera. Prefería lidiar con ellos a su manera, y cuando él lo dispusiese. Para que sea nutritivo, el miedo tiene que ser directo; necesitaba ver que la gente le tenía miedo, escuchar su terror, olerlo, saborearlo. Pero como gobernaba en nombre de Losen, era Losen quien debía ser temido por los ejércitos y los pueblos, y él mismo debía mantenerse en segundo plano, apañándose con eslavos y aprendices.

Hacía no mucho tiempo, había enviado a Sabueso a que lidiara con ciertos negocios, y cuando acabó su trabajo, el anciano le preguntó a Primitivo: —¿Has oído alguna vez hablar de la Isla de Roke?

—Al sur y al oeste de Kamery. Ha sido propiedad del Señor de Wathort durante cuarenta o cincuenta años.

A pesar de que raras veces abandonaba la ciudad, Primitivo se enorgullecía de su conocimiento de todo el Archipiélago, recogido de los informes de sus marinos y de los maravillosos mapas antiguos que se guardaban en el palacio. Los estudiaba durante noches enteras, dándole vueltas y vueltas hacia dónde y cómo podría extender su imperio.

Sabueso asintió con la cabeza, como si su localización fuera todo lo que le interesara de Roke.

—¿Y bien?

—Una de las ancianas que hiciste torturar antes de que los quemaran a todos, ¿sabes? Bueno, el tipo que lo hizo me lo contó. Hablaba de su hijo en Roke. Llamándolo para que viniese, sabes. Pero como si él tuviera el poder para hacerlo.

—¿Y?

—Me pareció extraño. Una anciana de una aldea del interior, que nunca había visto el mar, diciendo el nombre de una isla tan lejana como ésa.

—El hijo era un pescador que le hablaba de sus viajes.

Primitivo agitó sus manos. Sabueso olfateó, asintió con la cabeza y se fue.

Primitivo nunca hacía caso omiso de ninguna trivialidad que Sabueso mencionara, porque tantas de ellas habían demostrado no ser triviales. Le tenía antipatía al anciano por eso, y porque era inquebrantable. Nunca llegaba a elogiar a Sabueso, y lo utilizaba lo menos posible, pero Sabueso era demasiado útil como para no aprovecharlo.

El mago conservó el nombre Roke en su memoria, y cuando volvió a escucharlo, y con la misma conexión, supo que Sabueso había seguido la pista correcta una vez más.

Tres niños, dos de quince o dieciséis años y una niña de doce, fueron atrapados por una de las patrullas de Losen hacia el sur de Omer, navegando en un barco de pesca robado con un viento de magia. La patrulla los abordó únicamente porque tenían su propio maestro de vientos y nubes a bordo, que levantó una ola para hundir el barco robado. De regreso en Omer, uno de los niños se rindió y lloriqueando murmuró algo acerca de unirse a la Mano. Al escuchar aquella palabra, los hombres les dijeron que serían torturados y quemados, a lo cual el niño gritó que si lo perdonaban él les contaría todo acerca de la Mano, y de Roke, y de los grandes magos de Roke.

—Tráelos aquí —le dijo Primitivo al mensajero.

—La niña se fue volando, señor —dijo el hombre.

—¿Se fue volando?

—Se convirtió en pájaro. Un quebrantahuesos, según dicen. No esperaba eso de una niña tan pequeña. Se fue antes de que se dieran cuenta.

—Trae a los niños, entonces —dijo Primitivo con absoluta paciencia.

Le trajeron a un solo niño. El otro había saltado del barco, atravesando la Bahía de Havnor, y había sido alcanzado en una pelea de ballestas. El niño que trajeron tenía tal ataque de pánico que Primitivo hasta sentía asco. ¿Cómo podía asustar a una criatura que ya estaba enceguecida y muerta de miedo? Colocó un hechizo de fuerza sobre el niño que lo mantuvo erguido e inmóvil como una estatua de piedra, y lo dejó así durante una noche y un día. De vez en cuando le hablaba a la estatua, diciéndole que era un muchacho inteligente y que podría ser un buen aprendiz, allí en el palacio. Tal vez podría ir a Roke después de todo, ya que Primitivo estaba pensando en ir a Roke, para reunirse allí con los magos.

Cuando lo liberó del hechizo, el niño intentó simular que todavía era de piedra, y no hablaba. Primitivo tuvo que meterse en su mente, tal como lo había aprendido de Gelluk hacía ya tanto tiempo, cuando Gelluk era un verdadero maestro de su arte. Encontró lo que pudo. Luego el niño ya no le servía para nada y hubo que deshacerse de él. Era humillante, una vez más, que la verdadera estupidez de aquella gente hubiera conseguido burlarse de él; y de todo lo que se había enterado acerca de Roke era de que la Mano estaba allí, y también una escuela en la que enseñaban hechicería. Y se había enterado del nombre de un hombre.

La idea de una escuela para magos le hizo reír. Una escuela para verracos salvajes, pensó, ¡un colegio para dragones! Pero el hecho de que hubiera alguna clase de intrigante reunión de hombres de poder en Roke parecía algo probable, y la idea de que existiera cualquier liga o alianza de magos lo horrorizaba más y más cuanto más pensaba en ella. Era antinatural, y podía existir únicamente bajo un gran poder, bajo la presión de un deseo dominante: el deseo de un mago lo suficientemente poderoso como para tener magos incluso más poderosos trabajando para él. ¡Allí estaba el enemigo que él quería!

Sabueso estaba abajo en la puerta, le dijeron. Primitivo ordenó que lo hicieran subir. —¿Quién es Golondrina? —preguntó tan pronto como vio al anciano.

Con la edad, Sabueso había llegado a verse como su nombre: arrugado, con una larga nariz y ojos tristes. Olfateó y pareció estar a punto de decir que no sabía, pero sabía que era mejor no tratar de mentirle a Primitivo. Suspiró. —Nutria —dijo—. El que mató al viejo Cara Pálida.

—¿Dónde se esconde?

—No se esconde. Ha recorrido la ciudad, hablando con la gente. Se fue a ver a su madre en Endlane, detrás de la montaña. Ahora está allí.

—Deberías habérmelo dicho de inmediato —dijo Primitivo.

—No sabía que ibas detrás de él. Yo lo he estado buscando durante mucho tiempo. Me engañó —Sabueso hablaba sin rencor.

—Engañó y mató a un gran mago, a mi maestro. Es peligroso. Quiero venganza. ¿Con quién habló aquí? Los quiero. Y luego lo buscaré a él.

—Con algunas ancianas que viven junto a los muelles. Con un viejo hechicero. Con su hermana.

—Tráelos aquí. Llévate a mis hombres.

Sabueso olfateó, suspiró y asintió con la cabeza.

No había mucho que sacarle a la gente que le trajeron sus hombres. Otra vez lo mismo: pertenecían a la Mano, y la Mano era una liga de poderosos hechiceros en la Isla de Morred, o en Roke; y el hombre Nutria o Golondrina venía desde allí, aunque era oriundo de Havnor; y le tenían mucho respeto, aunque era simplemente un descubridor. La hermana había desaparecido, tal vez se habría ido con Nutria a Endlane, donde vivía la madre. Primitivo hurgaba en sus turbias y estúpidas mentes, hizo que torturaran al más joven de todos ellos, y luego los quemó en un lugar donde Losen pudo sentarse en su silla y observar. El Rey necesitaba distraerse un poco.

Todo esto le tomó solamente dos días, y todo el tiempo Primitivo se lo pasaba buscando y haciendo averiguaciones para acercarse a la aldea de Endlane, enviando a Sabueso hasta allí antes de ir él mismo, enviando allí a su propio presentimiento para que observara el lugar. Cuando supo dónde estaba el hombre, él mismo se trasladó hasta allí inmediatamente, con alas de águila; porque Primitivo era un gran cambiador de forma, tan intrépido que era capaz de adoptar incluso la forma de un dragón.

Sabía que no estaría de más ser precavido con aquel hombre. Nutria había derrotado a Tinaral, y luego estaba todo ese asunto de Roke. Había alguna fuerza en él, o con él. Aun así, era difícil para Primitivo temerle a un mero descubridor que visitaba a sus parientes y a otra gente de esa clase. No podía rebajarse a pasar a escondidas o esconderse. Tocó el suelo a plena luz del día en la plaza de la aldea de Endlane, convirtiendo sus garras en las piernas de un hombre y sus grandes alas en brazos.

Un niño salió corriendo llamando a su madre. No había nadie más por allí. Pero Primitivo miró a su alrededor, todavía con algo de la mirada fija, rápida y brusca de un águila. Un mago reconoce a otro mago, y él sabía en qué casa estaba su presa. Caminó hasta allí y abrió la puerta de un golpe.

Un menudo hombre moreno que estaba sentado a la mesa levantó la vista para mirarlo.

Primitivo alzó su mano para obrar sobre él el hechizo paralizador. Su mano fue detenida, sostenida inmóvil a medio levantar junto a su cuerpo.

¡Aquello era una lucha! ¡Por fin un enemigo con el que valía la pena pelear! Primitivo dio un paso hacia atrás y después, sonriendo, levantó sus dos brazos hacia fuera y hacia arriba, muy lentamente pero sin detenerse, no permitiría que nada de lo que el hombre pudiera hacer lo detuviera.

La casa desapareció. No quedaron paredes, ni techo, ni nadie. Primitivo se quedó de pie sobre la tierra de la plaza de la aldea bajo la luz del sol de la mañana con sus brazos en el aire.

Era solamente una ilusión, por supuesto, pero lo detuvo un momento en su hechizo, y además tuvo que deshacer la ilusión, trayendo otra vez el marco de la puerta frente a él, las paredes y las vigas del techo, el destello de luz en la vajilla, las piedras del hogar, la mesa. Pero no había nadie sentado a la mesa. Su enemigo se había ido.

Y entonces se puso furioso, muy furioso, como un hombre hambriento cuya comida ha sido arrebatada de su mano. Invocó al hombre Golondrina para que reapareciera, pero no sabía su verdadero nombre y no podía dominar ni su corazón ni su mente. Las invocaciones no fueron respondidas.

Salió andando a zancadas de la casa, se dio vuelta y echó un hechizo de fuego sobre ella para que estallara en llamas, el fuego salía incesantemente del techo, de las paredes y de todas las ventanas. De la casa salían mujeres corriendo y gritando. Seguramente se habían escondido en la habitación de atrás; no les prestó atención. «Sabueso», pensó. Pronunció la invocación, utilizando el verdadero nombre de Sabueso, el anciano acudió a él pues se vio obligado a hacerlo. Sin embargo, estaba hosco, y le dijo: —Estaba en la taberna, allí abajo, podrías haber dicho mi nombre de pila y yo habría venido.

Primitivo lo miró sólo una vez. La boca de Sabueso se cerró de golpe y permaneció cerrada.

—Habla cuando yo te lo permita —dijo el mago—: ¿Dónde está el hombre?

Sabueso señaló con la cabeza hacia el noroeste.

—¿Qué hay allí?

Primitivo abrió la boca de Sabueso y le dio la voz justa como para que dijera, en un tono de voz monótono y entrecortado:

—Samory.

—¿Qué forma tiene ahora?

—Nutria —dijo la voz monótona.

Primitivo se rió.

—Lo estaré esperando —dijo. Sus piernas de hombre se convirtieron en garras amarillas, sus brazos en amplias alas con plumas, y el águila levantó el vuelo atravesando el viento.

Sabueso olfateó, suspiró y siguió, caminando con dificultad involuntariamente, mientras detrás de él, en la aldea, las llamas se apagaban, los niños chillaban y las mujeres gritaban maldiciones tras el águila.

El peligro de tratar de hacer el bien es que la mente llega a confundir la intención de la bondad con el acto de hacer las cosas bien.

Eso no es lo que la nutria estaba pensando mientras nadaba rápidamente río abajo por el Yennava. No estaba pensando en nada más que en la velocidad y en la dirección y en el sabor dulce del agua de río y en el agradable poder de nadar. Pero algo parecido era lo que Medra había estado pensando mientras estaba sentado a la mesa, en la casa de su abuela, en Endlane, cuando hablaba con su madre y con su hermana, justo antes de que la puerta se abriera de golpe y de que la terrible figura brillante apareciera allí de pie.

Medra había ido a Havnor pensando que como no tenía intenciones de hacer daño, no lo haría. Sin embargo, había hecho un daño irreparable. Hombres, mujeres y niños habían muerto porque él estaba allí. Habían muerto sufriendo, quemados vivos. Había puesto a su hermana y a su madre en tremendo peligro, y a él mismo, y a través de él, a Roke. Si Primitivo (de quien solamente conocía su nombre de pila y su reputación) llegaba a atraparlo y a utilizarlo como se decía que utilizaba a las personas, vaciando sus mentes como si fuesen pequeñas bolsas, entonces todos los habitantes de Roke se verían expuestos al poder del mago y a la fuerza de las flotas y de los ejércitos que obedecen sus órdenes. Medra hubiera entregado Roke a Havnor, como el mago al que nunca nombraban la había entregado a Wathort. Tal vez aquel hombre, también, había pensado que no podía hacerle daño a nadie.

Medra había estado pensando una vez más, y una vez más inútilmente, cómo podía abandonar Havnor de inmediato y pasando desapercibido, cuando el mago llegó.

Ahora, como nutria, estaba pensando que le gustaría seguir siendo nutria, en las dulces y marrones aguas, el río vivo, para siempre. No hay muerte para una nutria, sólo vida hasta el final. Pero en la suave y brillante criatura estaba la mente mortal; y por donde pasa el arroyo en la colina que está al oeste de Samory, la nutria subió a la fangosa ribera, y entonces el hombre se agazapó allí, temblando.

¿Y ahora hacia dónde? ¿Por qué había ido hasta allí?

No tenía pensamiento alguno. Había adoptado la primera forma que había venido a él, corrió hasta el río como lo hubiera hecho una nutria, nadó como hubiera nadado la nutria. Pero únicamente en su propia forma podía pensar como un hombre, esconderse, decidir, actuar como un hombre, o como un mago contra el mago que lo perseguía.

Sabía que no podía competir con Primitivo. Para detener aquel primer hechizo paralizador había utilizado toda la fuerza de resistencia que tenía. La ilusión y el cambio de forma eran todos los trucos que tenía para poner en juego. Si se enfrentaba otra vez al mago, sería destruido. Y Roke con él. Roke y sus niños, y Elehal, su amor, y Velo, Cuervo, Dory, todos ellos, la fuente del patio blanco. Lo único que quedaría sería el Bosquecillo. Únicamente la verde colina, silenciosa, inamovible. Oyó que Elehal le decía: Havnor está entre nosotros. La oyó decir: Todos los poderes verdaderos, todos los poderes antiguos, son uno en la raíz.

Miró hacia arriba. La ladera que se elevaba sobre el arroyo era la misma colina a la que había llegado aquel día con Tinaral, la presencia de Anieb en él. La cicatriz estaba a tan sólo unos pasos por detrás de la colina, la costura, todavía lo suficientemente clara bajo las verdes hierbas del verano.

—Madre —dijo, allí de rodillas—, Madre, ábrete a mí.

Apoyó sus manos sobre la costura de la tierra, pero no había poder alguno en ellas.

—Déjame entrar, Madre —susurró en la lengua que era tan antigua como la colina. El suelo tembló un poco y se abrió.

Oyó el grito de un águila. Se puso de pie. Se zambulló en la oscuridad.

El águila se acercó, trazando círculos y gritando sobre el valle, la ladera, los sauces junto al arroyo. Voló en círculos, buscando y buscando, y se fue volando como había llegado.

Después de un buen rato, a últimas horas de la tarde, el viejo Sabueso llegó hasta el valle caminando con dificultad. De vez en cuando se detenía y olfateaba. Se sentó en la ladera junto a la cicatriz de la tierra, descansando sus fatigadas piernas. Estudió el terreno donde yacían algunos terrones de tierra fresca y la hierba estaba inclinada. Golpeó la hierba inclinada para enderezarla. Por fin consiguió ponerse de pie, fue a tomar un sorbo de las claras aguas marrones bajo los sauces y emprendió el camino por el valle cuesta abajo hacia la mina.

Medra se despertó con mucho dolor, en la oscuridad. Durante mucho tiempo eso fue todo lo que hubo. El dolor venía y se iba, la oscuridad permanecía. Una vez se iluminó un poco, como un crepúsculo, y entonces pudo vislumbrar algo. Vio una cuesta que descendía desde donde él estaba hacia un muro de piedras, al otro lado del cual había oscuridad otra vez. Pero no pudo levantarse para caminar hasta el muro, y en ese momento el dolor regresó muy intenso en su brazo y en sus caderas, y en su cabeza. Luego la oscuridad lo rodeó, y luego nada.

Sed: y con ella dolor. Sed, y el sonido de agua corriendo.

Trató de acordarse de cómo hacer luz. Anieb le dijo lastimeramente: ¿No puedes hacer la luz? —Pero él no pudo. Se arrastró en la oscuridad hasta que el sonido del agua fue más fuerte y las rocas debajo de él estaban mojadas, y buscó a ciegas hasta que su mano encontró el agua. Bebió, y cuando terminó trató de alejarse de las rocas mojadas arrastrándose otra vez, porque tenía mucho frío. Uno de sus brazos le dolía y no tenía nada de fuerzas. La cabeza volvía a dolerle, y gemía y temblaba, tratando de acurrucarse para darse calor. No había nada de calor ni de luz.

Estaba sentado a una corta distancia de donde estaba tirado, mirándose a sí mismo, aunque todavía estaba completamente oscuro. Yacía muy acurrucado, cerca de donde el pequeño arroyo se filtraba a gotas por el saliente de mica. No muy lejos, yacía otra pila acurrucada, seda roja podrida, cabellos largos, huesos. Detrás de ella, se extendía la caverna. Podía ver que sus habitaciones y sus corredores iban mucho más allá de lo que se hubiera imaginado. La veía con el mismo insensible interés con el que veía el cuerpo de Tinaral y su propio cuerpo. Sintió un leve arrepentimiento. Simplemente, era justo que él muriera allí con el hombre al cual había matado. Estaba bien. Nada estaba mal. Pero algo en él le dolía, no el intenso dolor corporal, un dolor duradero, de toda la vida.

—Anieb —dijo.

Entonces volvió en sí, con el feroz dolor en el brazo, en las caderas y en la cabeza, sintiéndose mal y mareado en la ciega oscuridad. Cuando se movió, gimió; pero se incorporó. «Tengo que vivir», pensó. «Tengo que recordar cómo vivir. Cómo hacer luz. Tengo que recordar. Tengo que recordar las sombras de las hojas».

«¿Hasta dónde llega el bosque?»

«Hasta donde llegue tu mente.»

Levantó la vista en la oscuridad. Después de un rato movió un poco su mano sana, y la tenue esfera de luz emanó de ella.

El techo de la caverna estaba bastante alto sobre él. El hilo de agua que goteaba del saliente de mica brillaba en pequeñas gotas a la luz que él irradiaba.

Ya no podía ver las cámaras y los corredores de la cueva como los había visto con aquella mirada insensible e incorpórea. Podía ver solamente lo que el parpadeo de su luz reflejaba alrededor y delante de él. Como cuando había atravesado la noche con Anieb hasta su muerte, paso tras paso en la oscuridad.

Se puso de rodillas, y pensó, para luego susurrar: —Gracias, Madre. —Se puso de pie, y se cayó, porque en su cadera izquierda comenzó a sentir un dolor que lo hizo gritar muy fuerte. Después de un rato lo volvió a intentar, y consiguió ponerse de pie. Luego, se quedó con la mirada fija hacia adelante.

Le llevó un largo rato atravesar la caverna. Puso el brazo dolorido dentro de la camisa y mantuvo la mano sana presionada contra la articulación de la cadera, lo cual le facilitaba un poco el andar. Las paredes se estrechaban gradualmente hasta convertirse en un pasillo. Allí el techo era mucho más bajo, justo sobre su cabeza. Filtraba agua de la pared que formaba pequeños charcos entre las rocas. No era el maravilloso palacio rojo de la visión de Tinaral, místicas runas plateadas en altas columnas de ramas. Era simplemente la tierra, solamente polvo, roca, agua. El aire era fresco y apacible. A medida que se iba alejando del hilo de agua goteante, todo iba quedando en silencio. Fuera del resplandor de luz que él producía, todo estaba a oscuras.

Medra inclinó la cabeza y allí, de pie, dijo: —Anieb, ¿puedes regresar hasta aquí, tan lejos? No conozco el camino. —Esperó un poco. Veía oscuridad, escuchaba silencio. Lentamente y con paso vacilante, entró en el pasillo.

Cómo se le había escapado el hombre, Primitivo no lo sabía, pero dos cosas eran seguras: que él era un mago mucho más poderoso que cualquiera de los que Primitivo había conocido, y que regresaría a Roke tan rápido como pudiera, porque ésa era la fuente y el centro de su poder. No tenía sentido intentar llegar allí antes que él; él llevaba la delantera. Pero Primitivo podía seguirlo, y si sus propios poderes no fueran suficientes, tendría con él una fuerza que ningún mago podría soportar. ¿Acaso no había sido incluso Morred casi derrotado? No con brujerías, sino simplemente con la fuerza de los ejércitos que el Enemigo había puesto en su contra.

—Su majestad enviará sus flotas —le dijo Primitivo al anciano que lo miraba fijamente sentado en el sillón del palacio de los reyes—. Un gran enemigo se ha unido contra vos, al sur del Mar Interior, y nosotros vamos a destruirlo. Cien barcos navegarán desde el Gran Puerto, desde Omer y desde el Puerto Sur y vuestro feudo en Hosk, ¡la armada más grande que el mundo haya visto jamás! Yo los guiaré. Y la gloria será vuestra —dijo riéndose abiertamente, lo que hizo que Losen lo mirase con fijeza, invadido por una especie de horror, al fin comenzando a entender quién era el señor y quién el esclavo.

Tan bien controlados tenía Primitivo a los hombres de Losen, que en dos días la gran flota partió desde Havnor, reuniendo refuerzos por el camino.

Ochenta barcos pasaron navegando por Ark y por Ilien con un verdadero y constante viento de magia que los llevaba directo a Roke. A veces, Primitivo, con su túnica de seda blanca, sosteniendo un alto bastón de mando también blanco, el cuerno de una bestia del mar proveniente de lo más lejano del norte, se ponía de pie en la proa de la cubierta de la galera que iba en cabeza, cuyos cien remos brillaban batiéndose como las alas de una gaviota. A veces él mismo era la gaviota, o un águila, o un dragón, que volaba por encima y por delante de la flota, y cuando los hombres lo veían volando gritaban: —¡El gran dragón!, ¡el gran dragón!

Desembarcaron en Ilien para buscar agua y comida. Poner en marcha a una multitud de varios cientos de hombres con tanta rapidez, había dejado poco tiempo para aprovisionar los barcos. Arrasaron los pueblos a lo largo de la costa oeste de Ilien, cogiendo lo que querían, e hicieron lo mismo en Vissti y en Kamery, saqueando lo que podían y quemando lo que dejaban atrás. Luego, la gran flota se dirigió hacia el oeste, camino del único puerto de la Isla de Roke, la Bahía de Zuil. Primitivo sabía de la existencia del puerto por los mapas que había en Havnor, y sabía que había una alta colina sobre él. A medida que se iban acercando, adoptó la forma de un dragón y remontó el vuelo muy por encima de los barcos, guiándolos, mirando fijamente hacia el oeste en busca de la imagen de aquella colina.

Cuando la vio, imprecisa y verde sobre el brumoso mar, lanzó un grito, los hombres en los barcos oyeron gritar al dragón, y siguió volando a más velocidad, dejándolos que lo siguieran hacia la conquista.

Todos los rumores sobre Roke decían que estaba defendida por hechizos y ocultada por encantamientos, invisible para los ojos comunes. Si había algunos sortilegios tejidos alrededor de aquella colina o de la bahía, ahora veía cómo se abrían ante él; para él eran hilos de telaraña, transparentes. Nada empañaba sus ojos o desafiaba su voluntad mientras volaba sobre la bahía, sobre el pequeño pueblo y un edificio a medio terminar sobre la cuesta que se elevaba sobre él, en la cima de la alta colina verde. Allí, agitando sus garras de dragón y batiendo sus alas rojo óxido, se posó sobre la tierra.

Se puso de pie en su propia forma. El cambio no lo había hecho él mismo. Permaneció alerta, inseguro.

El viento soplaba, agitando las largas hierbas. El verano ya se estaba terminando y la hierba estaba ahora seca, amarillenta, no había flores, a no ser las muy pequeñas cabecillas blancas de la espuma de encaje. Una mujer iba subiendo la colina a pie y se dirigía hacia él atravesando las altas hierbas. No seguía ningún camino, y caminaba sin dificultad, sin prisa.

Creyó haber levantado la mano en un hechizo para detenerla, pero no lo había hecho, y ella seguía avanzando. Se detuvo sólo cuando estuvo a una distancia de dos brazos de él, y todavía un poco por debajo de él.

—Dime tu nombre —dijo ella, y él le contestó: —Teriel.

—¿Por qué has venido hasta aquí, Teriel?

—Para destruirte.

La miraba fijamente, y veía a una mujer de la cara redonda, de mediana edad, baja y fuerte, con mechones grises en los cabellos y ojos oscuros debajo de un par de cejas negras, ojos que atrapaban los suyos, lo atrapaban a él, le sacaban la verdad de la boca.

—¿Destruirnos? ¿Destruir esta colina? ¿Aquellos árboles? —Bajó la vista para posarla en un bosquecillo que no estaba muy lejos de la colina.— Tal vez Segoy, que la hizo, pueda deshacerla. Tal vez la tierra se autodestruirá. Tal vez se autodestruya a través de nuestras manos, al final. Pero no a través de las tuyas. Falso rey, dragón falso, hombre falso, no vengas al Collado de Roke hasta que conozcas el suelo sobre el que estás. —Hizo un gesto con la mano, apuntando hacia abajo, hacia la tierra. Luego se dio la vuelta y comenzó a bajar la colina atravesando las altas hierbas, por donde había venido.

Había otra gente en la colina, ahora podía verlos, muchos otros, hombres y mujeres, niños, vivos y espíritus de los muertos; muchos, muchos de ellos. Les tenía pánico, y estaba acobardado, tratando de realizar un hechizo que lo escondiera de todos ellos.

Pero no realizó ningún hechizo. Ya no tenía magia en él. Había desaparecido, se le había acabado en aquella terrible colina, se había ido a la terrible tierra que yacía bajo sus pies, desaparecido. No era un mago, simplemente un hombre como los otros, sin poder.

Lo sabía, lo sabía con seguridad, aunque todavía intentaba pronunciar algún conjuro, y levantar los brazos en ensalmo, y golpear el aire con rabia. Luego miró hacia el este, entrecerrando los ojos para protegerse del reflejo de los remos de las galeras, buscando las velas de sus barcos acercándose para castigar a aquella gente y salvarlo a él.

Todo lo que podía ver era una bruma sobre el agua, a lo largo y a lo ancho del mar, más allá de la punta de la bahía. Mientras miraba, la bruma se iba espesando y oscureciendo, deslizándose sobre las tranquilas olas.

El girar de la tierra con respecto al sol crea los días y las noches, pero dentro de ella no hay días. Medra caminaba atravesando la noche. Estaba bastante débil, y no siempre podía irradiar su luz. Cuando le fallaba, tenía que parar, sentarse y dormir. El sueño nunca era la muerte, a pesar de lo que él pensaba. Se despertaba, siempre con frío, siempre con dolores, siempre sediento, y cuando podía irradiar un hilo de luz, se ponía de pie y seguía avanzando. Nunca veía a Anieb pero sabía que estaba allí. La seguía. A veces había grandes habitaciones. A veces había charcos de agua estancada. Era difícil romper la quietud de sus superficies, pero bebía de ellos. Pensaba que había estado descendiendo durante mucho tiempo, cada vez más y más profundo, hasta que llegó al más largo de aquellos charcos, y después de eso el camino subía otra vez. A veces Anieb lo seguía. Podía pronunciar su nombre, aunque ella no le contestaba. No podía decir el otro nombre, pero podía pensar en los árboles, en las raíces de los árboles. ¿Hasta dónde llega el bosque? Hasta donde llegan los bosques. Tan lejos como las vidas, tan profundo como las raíces de los árboles. Tan lejos como las hojas formen sombras. No había sombras allí, sólo la oscuridad, pero él siguió adelante, y siguió adelante, hasta que vio a Anieb delante de él. Vio el destello de sus ojos, la nube de sus cabellos rizados. Ella le devolvió la mirada durante un segundo y luego dio media vuelta y corrió suavemente bajando una larga y empinada cuesta hasta perderse en la oscuridad.

Donde él estaba la oscuridad no era total. El aire le daba en el rostro. Hacia adelante y a lo lejos, tenue, pequeña, había una luz que no era la de él. Siguió avanzando. Ya hacía mucho que se iba arrastrando, tirando de su pierna derecha, que no podía soportar su peso. Siguió avanzando. Pudo oler el viento de la noche y ver el cielo nocturno a través de las ramas y de las hojas de los árboles. Una raíz de roble arqueada formaba la boca de la cueva, no más grande que el espacio que un hombre o un tejón necesitan para pasar agachados a través de ella, así lo hizo, y se acostó allí, bajo la raíz del árbol, viendo cómo la luz se desvanecía y una o dos estrellas aparecían entre las hojas.

Allí fue donde Sabueso lo encontró, lejos del valle, al oeste de Samory, en el límite del gran bosque de Faliern.

—Te tengo —dijo el anciano, mirando el cuerpo laxo y lleno de barro. Y luego agregó con pesar—: Demasiado tarde. —Se agachó para ver si podía alzarlo o arrastrarlo, y sintió el leve calor de la vida.— Eres fuerte —dijo—. Oye, despierta. Vamos. Nutria, despierta.

Reconoció a Sabueso, aunque no podía sentarse y apenas podía hablar. El anciano le puso su chaqueta alrededor de los hombros y le dio agua de su cantimplora. Luego se agachó a su lado, su espalda contra el inmenso tronco del roble, y se quedó mirando fijamente el bosque durante un rato. Eran las últimas horas de la mañana, hacía calor, la luz del sol estival se filtraba a través de las hojas formando miles de sombras verdes. Una ardilla se quejó, en la parte más alta del roble, y un arrendajo le contestó. Sabueso se rascó el cuello y suspiró.

—El mago ha seguido el camino equivocado, como siempre —dijo por fin—. Dijo que irías camino a la Isla de Roke y que te atraparía allí. Yo no le dije nada.

Miró al hombre al cual conocía sólo como Nutria.

—Tú te metiste allí, en aquel agujero, con el viejo mago, ¿verdad? ¿Lo has encontrado?

Medra asintió con la cabeza. Sabueso soltó una breve risa gruñona. —Tú encuentras lo que buscas, ¿no es así? Como yo. —Notó que su compañero estaba dolorido, y le dijo:— Te sacaré de aquí. Buscaré y traeré hasta aquí a un carretero de la aldea, cuando recupere el aliento. Escucha. No te preocupes. No te he perseguido durante todos estos años para entregarte a Primitivo. Como te entregué a Gelluk. Lamenté mucho aquello. Lo he estado pensando. Aquello que te dije acerca de que los hombres de astucia deberían permanecer unidos. Y acerca de para quién trabajamos. No pude ver que tenía otras posibilidades. Pero al haberte causado una desgracia, pensé que si me encontraba contigo otra vez te haría un favor, si pudiera. Como de un descubridor a otro, ¿entiendes? —La respiración de Nutria cada vez era más dificultosa. Sabueso posó su mano sobre la de Nutria durante un segundo, y añadió—: No te preocupes. —Y se puso de pie.— Descansa tranquilo.

Encontró un carretero que estaba dispuesto a llevarlos hasta Endlane. La madre y la hermana de Nutria estaban viviendo con unos primos mientras reconstruían su casa quemada lo mejor que podían. Lo recibieron con incrédula alegría. Al no conocer la conexión de Sabueso con el señor de la guerra y con su mago, lo trataron como a uno de ellos, el buen hombre que había encontrado al pobre Nutria medio muerto en el bosque, y lo había traído a casa. Un hombre sabio, decía la madre de Nutria, Rosa, seguramente un hombre sabio. Nada era demasiado bueno para un hombre como él. Nutria tardó bastante en recuperarse, en curarse. El arreglador de huesos hizo lo que pudo con su brazo roto y con su cadera dañada, la mujer sabia curó con ungüentos los cortes que las rocas le habían hecho en las manos, en la cabeza y en las rodillas, su madre le traía todas las exquisiteces que podía encontrar en los jardines y en los matorrales de bayas; pero él yacía tan débil y demacrado como cuando Sabueso lo había traído. No había ya corazón en él, decía la mujer sabia de Endlane. Estaba en otro sitio, y estaba siendo consumido por la preocupación o por el miedo o por la pena.

—¿Entonces dónde lo tienes? —preguntó Sabueso.

Nutria, después de un largo silencio, dijo: —En la Isla de Roke.

—Donde el viejo Primitivo ha ido con la gran flota. Ya veo. Hay amigos allí. Bien, sé que uno de los barcos ha regresado, porque vi a uno de sus hombres, por el camino, en la taberna. Iré a preguntar. Averiguaré si llegaron a Roke y qué sucedió allí. Lo que puedo decirte es que parece que el viejo Primitivo se está demorando en regresar a casa. —Sonrió, complacido con su broma.— Se está demorando en regresar a casa —repitió, y se puso de pie. Miró a Nutria, aunque no había mucho que mirar—. Descansa tranquilo —le dijo, y se fue.

Tardó varios días en regresar. Cuando lo hizo, montado en una carreta tirada por caballos, tenía tal aspecto que la hermana de Nutría entró corriendo en la casa para decirle: —¡Sabueso ha ganado una batalla o una fortuna! ¡Ha llegado conduciendo un caballo de la ciudad, en una carreta de la ciudad, como un príncipe!

Sabueso entró pisándole los talones. —Bueno —dijo—, en primer lugar, cuando llegué a la ciudad, subí al palacio, solamente para saber las noticias, y ¿qué es lo que veo? Veo al viejo Rey Pirata sosteniéndose sobre sus piernas, gritando órdenes como solía hacerlo. ¡De pie! No se había puesto de pie en años. ¡Gritando órdenes! Y algunos de ellos hacían lo que él decía, y otros no. Así que me fui de allí, ya que ese tipo de situación es peligroso en un palacio. Luego fui a visitar a varios amigos y les pregunté dónde estaba el viejo Primitivo y si la flota había llegado a Roke y había regresado y todo eso. «Primitivo», dijeron, «nadie sabe nada de Primitivo. Ni una señal, ni nada. Tal vez yo podría encontrarlo», bromearon ellos. Saben que quiero dar con él. En cuanto a los barcos, algunos han regresado, con los hombres de a bordo diciendo que nunca llegaron a la Isla de Roke, que nunca la vieron, que navegaron justo por donde las cartas marítimas indicaban que había una isla, y no había ninguna isla. Y luego he visto a algunos hombres de una de las grandes galeras. Dijeron que cuando llegaron cerca de donde debería estar la isla, se vieron envueltos por una bruma tan espesa como una tela mojada, y el mar se espesó también, con lo cual los remeros apenas podían mover los remos a través del agua, y permanecieron allí atrapados durante un día y una noche. Cuando salieron de allí, no había en el mar ni un solo barco más de toda la flota, y los esclavos estaban a punto de rebelarse, así que el señor de la galera la trajo de regreso a casa tan rápido como pudo. Otra, la antigua Nube de tormenta, solía ser el barco del propio Losen, llegó mientras yo estaba allí. Hablé con algunos hombres que habían estado a bordo. Dijeron que no había absolutamente nada excepto bruma y arrecifes por todas partes donde se suponía que tenía que estar Roke, así que siguieron navegando con otros siete barcos, hacia el sur, y se encontraron con una flota que navegaba hacia el norte desde Wathort. Tal vez los señores de allí habían oído hablar de una gran flota que se dedicaba al saqueo, porque no se detuvieron a hacer preguntas, sino que lanzaron fuegos de mago a nuestros barcos, y se pusieron a la misma altura para abordarlo si podían, y los hombres con los que hablé me dijeron que habían librado una ardua batalla únicamente para escapar de ellos, y no todos lo hicieron. Durante todo aquel tiempo, no supieron nada de Primitivo, y nadie trabajó allí con el clima para su beneficio, a menos que tuvieran su propio hombre con bolsa a bordo. Así que regresaron otra vez atravesando todo el Mar Interior, según dijo el hombre del Nube de tormenta, una derrota tras otra, como perros que perdieran una lucha de perros. Y bien, ¿te gustan las noticias que te traigo?

Nutria había estado luchando para contener las lágrimas; escondió su rostro. —Sí —le contestó—, gracias.

—Pensé que así sería. En cuanto al Rey Losen —dijo Sabueso—, quién sabe. —Olfateó y suspiró.— Si yo fuera él me retiraría —dijo—. Creo que eso es lo que yo haré.

Nutria había recobrado el control de su rostro y de su voz. Se limpió los ojos y la nariz, se aclaró la garganta, y dijo: —Puede ser una buena idea. Ven a Roke. Salvador.

—Parece ser un lugar difícil de encontrar —dijo Sabueso.

—Yo puedo encontrarlo —le contestó Nutria.

IV. Medra

En nuestra puerta había un hombre viejo

que la abrió para ricos y pobres;

los pequeños y los mayores, todos quisieron acercarse

pero por la puerta de Medra pocos pasaron.

Y así el agua se va, se va,

Así el agua se va.


Sabueso se quedó en Endlane. Allí podía ganarse la vida como descubridor, y le gustaba la taberna, y la hospitalidad de la madre de Nutria.

Al comienzo del otoño, Losen estaba colgando de una ventana del Nuevo Palacio, atado con una cuerda por los pies, pudriéndose, mientras seis señores de la guerra se disputaban el reino, y los barcos de la gran escuadra se perseguían y peleaban unos contra otros a lo largo y a lo ancho de los estrechos y de la mar turbulenta por los hechizos de los magos.

Pero el Esperanza, pilotado y conducido por dos jóvenes hechiceros de la Mano de Havnor, llevaron a Medra a salvo por el Mar Interior hasta Roke.

Ascua estaba en el muelle para recibirlo. Cojo y muy delgado, se acercó a ella y la cogió de las manos, pero no podía levantar el rostro para mirarla. Le dijo: —Tengo demasiadas muertes en mi corazón, Elehal.

—Ven conmigo al Bosquecillo —le dijo ella.

Fueron juntos hasta allí y se quedaron hasta que llegó el invierno. Al año siguiente, construyeron una pequeña casa cerca de la orilla del arroyo de Zuil en el sitio donde éste sale del Bosquecillo, y vivieron allí durante los veranos.

Trabajaban y enseñaban en la Casa Grande. La vieron crecer piedra a piedra, cada una de ellas envuelta en hechizos de protección, resistencia y paz. Vieron cómo se establecía la Norma de Roke, aunque nunca tan firmemente como hubieran deseado, y siempre con resistencia; porque llegaban magos de otras islas y surgían entre los alumnos de la escuela mujeres y hombres de poder, con conocimiento y orgullo, que habían jurado trabajar juntos y para el bien de todos, pero cada uno pensando en una forma diferente de hacerlo.

Al envejecer, Elehal se cansó de las pasiones y de las cuestiones de la escuela, y se sentía cada vez más atraída por los árboles, entre los que se iba sola, tan lejos como llegara su mente. Medra también caminaba por allí, pero no tan lejos como ella, porque estaba cojo.

Después de que ella muriera, vivió solo durante un tiempo en la pequeña casa junto al Bosquecillo.

Un día de otoño regresó a la escuela. Entró por la puerta del jardín, que da al sendero que atraviesa los campos que conducen al Collado de Roke. Hay algo curioso en la Casa Grande de Roke, pues no tiene ningún pórtico ni camino de entrada. Se puede entrar por lo que llaman la puerta trasera, que, a pesar de estar hecha de cuerno y enmarcada con dientes de dragón, y tener tallado sobre ella al Árbol de las mil hojas, no parece existir desde fuera, cuando uno se llega a ella desde el lúgubre callejón; o también se puede entrar por la puerta del jardín, de suave roble, con un cerrojo de hierro. Pero no hay una puerta principal.

Atravesó las salas y los corredores de piedra hasta llegar al lugar más profundo, el jardín pavimentado de mármol de la fuente, donde el árbol que Elehal había plantado era ahora muy alto, sus bayas tiñéndose de rojo.

Al saber que estaba allí, acudieron a verlo los maestros de Roke, las mujeres y los hombres que eran maestros de sus artes. Medra había sido el Maestro Descubridor, hasta que se fuera a vivir al Bosquecillo. Ahora una mujer joven enseñaba ese arte, tal como él se lo había enseñado a ella.

—He estado pensando —dijo—. Vosotros sois ocho. El nueve es mejor número. Consideradme un maestro otra vez, si queréis.

—¿Qué harás, Maestro Golondrina? —le preguntó el Invocador, un mago de cabellos grises de Ilien.

—Vigilaré la puerta —dijo Medra—. Puesto que estoy cojo, no iré muy lejos. Puesto que soy viejo, sabré qué decirles a aquellos que vengan. Puesto que soy un descubridor, descubriré si pertenecen a este lugar.

—Eso nos ahorraría muchos problemas y algunos peligros —dijo la joven descubridora.

—¿Cómo lo harás? —preguntó el Invocador.

—Les preguntaré su nombre —le contestó Medra. Luego sonrió—. Si me lo dicen, podrán entrar. Y cuando crean que lo han aprendido todo, podrán salir otra vez. Si pueden decirme mi nombre.

Y así fue. Durante el resto de su vida, Medra vigiló las puertas de la Casa Grande de Roke. La puerta del jardín que se abría ante el Collado se llamó durante mucho tiempo la Puerta de Medra, incluso después de que muchas cosas cambiaran en aquella casa a medida que los siglos iban pasando por ella. Y todavía ahora, el noveno Maestro de Roke es el Portero.

En Endlane y en las aldeas que están alrededor del pie del Monte Onn en Havnor, las mujeres, mientras hilan y tejen, cantan una gesta adivinanza cuya última línea tiene que ver, tal vez, con el hombre que era Medra, y Nutria, y Golondrina.

Había, tres cosas que ya no serán nunca:

la resplandeciente Solea sobre la marea,

un dragón que nada en el mar,

una golondrina que vuela en la tumba.

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