En el Gran Pantano

La isla de Semel está situada al norte y al oeste de Havnor, atravesando el Mar de Pelni, al sur y al oeste de las Enlades. A pesar de ser una de las islas mayores del Archipiélago de Terramar, no hay muchas historias provenientes de Semel. Enlad tiene su historia gloriosa, y Havnor su riqueza, y Paln su mala fama, pero Semel tiene únicamente ganado y ovejas, bosques y pequeñas ciudades, y el inmenso y silencioso volcán llamado Andanden que se eleva por encima de todo.

Al sur de Andanden yace la tierra sobre la que cayeron las cenizas a treinta metros de profundidad la última vez que el volcán habló. Los ríos y los arroyos cortaron sus recorridos en dirección al mar al atravesar aquella alta llanura, serpenteando y formando estanques, extendiéndose y dando vueltas, creando así un pantano, una inmensa y desolada zona pantanosa con un lejano horizonte, algunos árboles, no mucha gente. El suelo de cenizas deja crecer una hierba rica y brillante, y la gente de allí tiene ganado, engorda carne vacuna para la populosa costa del sur, dejando que los animales se pierdan millas y millas a través de la llanura, con los ríos como cercas.

Tal como lo harían las montañas, Andanden decide el clima. Reúne nubes a su alrededor. El verano es corto, el invierno largo, allá en el gran pantano.

Con la temprana oscuridad de un día de invierno, un viajero se detuvo en el cruce de dos caminos azotados por el viento, ninguno de los dos demasiado prometedor, simples senderos para el ganado entre cañaverales, y buscó alguna señal que le indicara qué camino debía tomar.

Al bajar la última pendiente de la montaña, había visto casas desperdigadas por aquí y por allá en las tierras pantanosas, una aldea que no parecía estar muy lejos. En aquel momento había pensado que iba camino a la aldea, pero en algún sitio había tomado la dirección equivocada. Los altos juncos se elevaban unos sobre otros junto a los senderos, así que si alguna luz brillaba en algún lado, él no podía verla. El agua murmuraba en alguna parte cerca de sus pies. Se había destrozado los zapatos caminando alrededor de Andanden, por los crueles caminos de lava negra. Las suelas estaban gastadas completamente, y le dolían los pies al caminar sobre la helada humedad de los caminos del pantano.

Pronto oscureció aun más. Desde el sur se acercaba una neblina, cubriendo totalmente el cielo. Únicamente sobre la inmensa y difusa mole de la montaña brillaban claramente las estrellas. El viento silbaba entre los juncos, suave, quejumbroso.

El viajero se detuvo en el cruce de caminos y silbó él también a los cañaverales.

Algo se movió en uno de los senderos, algo grande, negro, en la oscuridad.

—¿Estás ahí, querida? —preguntó el viajero. Habló en el Habla Antigua, en la Lengua de la Creación—. Ven, entonces, Ulla —dijo, y la vaquilla dio uno o dos pasos para acercarse a él, para acercarse a su nombre, mientras él caminaba para encontrarla. Descubrió la inmensa cabeza más por el tacto que por la vista, acariciando la sedosa depresión entre sus ojos, rascándole la frente entre los protuberantes cuernos—. Preciosa, eres preciosa —le dijo, respirando su aliento a hierbas, acercándose a su inmenso calor—. ¿Serías mi guía, querida Ulla? ¿Podrás guiarme hacia donde necesito ir?

Tuvo suerte de haberse encontrado con una vaquilla de granja, no con una del ganado errante que lo hubiera adentrado cada vez más y más en los pantanos. A su Ulla le daba por saltar las cercas, pero después de haber andado de aquí para allá comenzaba a tener afectuosos pensamientos del establo de las vacas y de la madre a quien todavía le robaba un trago de leche de vez en cuando; y ahora llevaba al viajero a casa de buena gana. Bajaba caminando, lenta pero decididamente, uno de los senderos, y él iba con ella, una mano sobre su cadera cuando el camino era lo suficientemente ancho. Cuando ella atravesaba un arroyo cuya agua le llegaba a la rodilla, él le cogía la cola. Ella trepaba por la baja y cenagosa ribera y sacudía la cola, pero esperaba a que él trepara aun más torpemente detrás de ella. Luego seguía caminando con paso cansino. Él se apretaba contra su flanco y se aferraba a ella, puesto que el arroyo lo había helado hasta los huesos, y estaba temblando.

—Muu —dijo su guía, suavemente, y él vio el borroso y pequeño cuadrado de luz amarilla apenas a su derecha.

—Gracias —le dijo él, abriendo la verja para la vaquilla, quien fue a encontrarse con su madre, luego atravesó el patio de la casa hasta llegar a la puerta.

Seguramente sería Baya quien estaba allí afuera, pero no entendía por qué llamaba a la puerta. —¡Entra ya, tonto! —dijo ella, pero él golpeó la puerta otra vez, y ella dejó sus zurcidos y fue hasta allí—. ¿Es que ya estás borracho? —dijo ella, y entonces lo vio.

Lo primero que pensó fue que era un rey, un señor, el Maharion de las canciones, alto, erguido, hermoso. Lo siguiente que pensó fue que era un mendigo, un hombre perdido, con las ropas sucias, abrazándose a sí mismo con brazos temblorosos.

Entonces él dijo: —Me he perdido. ¿He llegado a la aldea? —Su voz era ronca y áspera, la voz de un mendigo, pero no tenía el acento de un mendigo.

—Está media milla más adelante —dijo Regalo.

—¿Hay allí alguna fonda?

—No hasta que llegue a Oraby, diez o doce millas más al sur. —Pensó sólo unos instantes.— Si necesita una habitación para pasar la noche, yo tengo una. O San puede tener una, si es que va a la aldea.

—Me quedaré aquí si no hay ningún problema —dijo de aquella manera principesca, con los dientes castañeteando, agarrándose de la jamba de la puerta para mantenerse en pie.

—Quitaos los zapatos —le dijo ella—, están empapados. Luego entrad. —Se hizo a un lado y añadió:— Venid junto al fuego —e hizo que se sentara en el banco de Fusil, que estaba junto al hogar—. Alimentad un poco el fuego —dijo ella—. ¿Queréis un poco de sopa? Todavía está caliente.

—Gracias, señora —murmuró él, agachándose sobre el fuego. Ella le trajo un tazón de caldo. Él bebió con entusiasmo pero con cautela, como si hiciera mucho que había perdido el hábito de tomar sopa caliente.

—¿Habéis venido por la montaña?

Él asintió con la cabeza.

—¿Para qué?

—Para llegar hasta aquí —le contestó él. Estaba empezando a temblar menos. Sus pies desnudos ofrecían una imagen desoladora, magullados, hinchados, empapados. Ella quería decirle que los pusiera lo más cerca posible del calor del fuego, pero no se atrevió. Fuera lo que fuese, no era mendigo por elección.

—No mucha gente viene aquí, al Gran Pantano —dijo ella—. Vendedores ambulantes y gente así, pero no en invierno.

Él terminó su sopa, y ella cogió el tazón. Se sentó en su sitio, el taburete junto a la lámpara de aceite, a la derecha del hogar, y retomó sus zurcidos. —Calentaos bien, y luego os mostraré vuestra cama —le dijo—. En aquella habitación no hay fuego. ¿Habéis tenido que enfrentaros a un clima duro, arriba en la montaña? Dicen que ha nevado.

—Algunas ráfagas —contestó él. Ahora podía verlo bien a la luz de la lámpara y el fuego. No era joven, ni delgado, ni tan alto como ella había pensado. Tenía un rostro agradable, pero había algo que no estaba bien, algo estaba mal. Parece arruinado, pensó, un hombre arruinado.

—¿Por qué habéis venido al Pantano? —le preguntó. Tenía derecho a preguntar, puesto que lo había acogido en su casa, pero sin embargo sintió cierta incomodidad al formular la pregunta.

—Me han dicho que aquí hay una peste entre el ganado. —Ahora que ya no estaba tan totalmente aterido, su voz era hermosa. Hablaba como los contadores de cuentos cuando llegaban a las partes de los héroes y los señores de dragones. Tal vez fuera un contador de cuentos o un cantor. Pero no; la peste, había dicho.

—Sí que la hay.

—Yo puedo ayudar a las bestias.

—¿Sois curandero?

El asintió con la cabeza.

—Entonces seréis más que bienvenido. La plaga es terrible entre las bestias. Y está empeorando.

Él no dijo nada. Ella podía ver cómo el calor le iba entrando a él en el cuerpo, cómo lo iba haciendo sentir menos rígido.

—Poned los pies sobre el fuego —le dijo ella abruptamente—. Tengo algunos zapatos viejos de mi marido —le costó un poco decir aquello, pero sin embargo cuando lo hubo dicho se sintió liberada, también más cómoda. Después de todo, ¿para qué guardaba los zapatos de Fusil? Eran demasiado pequeños para Baya y demasiado grandes para ella. Había dado sus ropas, pero se había quedado con los zapatos, no sabía para qué. Parecería ser que para este tipo. Las cosas llegaban si uno sabía esperarlas, pensó—. Los sacaré para vos —le dijo—. Los vuestros están destrozados.

Él le lanzó una mirada. Sus ojos oscuros eran grandes, profundos, opacos como los ojos de un caballo, ilegibles.

—Está muerto —dijo ella—. Hace dos años. La fiebre del pantano. Tiene que tener cuidado con eso, aquí. El agua. Yo vivo con mi hermano. Ahora está en la aldea, en la taberna. Tenemos una lechería. Yo hago queso. Nuestro rebaño ha estado bien —y esbozó la señal para ahuyentar el mal—. Las mantengo cerca. Allá en las sierras, la peste es muy mala. Tal vez el clima frío termine con ella.

—Es más probable que mate a las bestias que están enfermas —dijo el hombre. Por la voz parecía que tenía un poco de sueño.

—Me llamo Regalo —le dijo ella—. Mi hermano es Baya.

—Gully —dijo él que se llamaba después de una breve pausa, y ella pensó que era un nombre que había inventado. No le encajaba. Nada en él encajaba, ni formaba un todo. Pero sin embargo no le provocaba desconfianza. Se sentía cómoda con él. No iba a hacerle daño. Pensó que había bondad en él, por como hablaba de los animales. Seguramente estaría acostumbrado a tratar con ellos, pensó. Él mismo era como un animal, una silenciosa y lastimada criatura que necesitaba protección pero no podía pedirla.

—Venga —le dijo ella—, antes de que se quede dormido. —Y él la siguió obedientemente hasta la habitación de Baya, que no era mucho más que un armario construido en un rincón de la casa. La habitación de ella estaba detrás de la chimenea. Baya llegaría, borracho, dentro de un rato, y ella le pondría el jergón en un rincón de la chimenea. Dejemos que el viajero tenga una buena cama al menos por una noche. Tal vez le dejara una o dos monedas antes de irse. Había una terrible escasez de monedas en su casa aquellos días.

Se despertó, como siempre, en su habitación de la Casa Grande. No entendía por qué el techo era bajo y el aire olía fresco pero agrio y el ganado berreaba allí afuera. Tuvo que quedarse allí acostado, inmóvil, y regresar a este otro lugar y a este otro hombre, cuyo nombre de pila ya no recordaba, aunque se lo había dicho anoche a una vaquilla o a una mujer. Conocía su verdadero nombre pero aquí no servía de nada, dondequiera que estuviera, ni en ningún otro sitio. Había habido caminos negros y cuestas hacia abajo y una vasta y verde llanura ante él antes de ser cortada por ríos de aguas brillantes. Soplaba un viento muy frío. Los cañaverales habían silbado, y la joven vaca lo había llevado atravesando el arroyo, y Emer había abierto la puerta. Había descubierto su nombre apenas la vio. Pero él debía utilizar algún otro nombre. No debía llamarla por su nombre. Tenía que recordar con qué nombre le había dicho él que debía llamarlo. No debía ser Irioth, aunque él era Irioth. Tal vez con el tiempo se convertiría en otro hombre. No; eso estaba mal; él tenía que ser este hombre. A este hombre le dolían las piernas y los pies. Pero era una buena cama, una cama de plumas, cálida, y todavía no tenía que salir de ella. Se quedó medio dormido otra vez, alejándose de Irioth.

Cuando por fin se levantó, se preguntó cuántos años tenía, y se miró las manos y los brazos para ver si tenía setenta. Todavía parecía de cuarenta, aunque se sentía de setenta y se movía como tal, con una mueca de dolor. Se vistió, con las ropas sucias como estaban por los interminables días de viaje. Había un par de zapatos debajo de la silla, gastados pero buenos, zapatos resistentes, y un par de medias tejidas de lana junto a ellos. Se puso las medias sobre los pies lastimados y cojeó hasta la cocina. Emer estaba de pie frente al gran fregadero, pasando algo pesado por un trozo de tela.

—Gracias por estas medias y por los zapatos —dijo él, y al agradecerle el regalo recordó su nombre de pila, pero sólo dijo—: señora.

—De nada —le contestó ella, y levantó lo que fuera que había dentro de un enorme cuenco de cerámica, y se secó las manos con el delantal. Él no sabía nada de mujeres. No había vivido en un sitio en el que vivieran mujeres desde que tenía diez años. Les había tenido miedo a las mujeres que le gritaban para que se apartara de sus caminos en aquella otra inmensa cocina hacía ya tanto tiempo. Pero había estado viajando de un lado a otro de Terramar, y había conocido mujeres y había aprendido a sentirse cómodo con ellas, como con los animales; ellos hacían sus cosas sin prestarle a él demasiada atención, a menos que él los asustara. Intentaba no hacerlo. No tenía deseos, ni razón alguna, para asustarlos. No eran hombres.

—¿Queréis un poco de cuajada fresca? Es buena para el desayuno. —Lo estaba mirando, pero la mirada no duró mucho, y no se encontró con la suya. Ella era como un animal, como un gato, lo evaluaba pero no lo juzgaba. Había un gato, uno grande y gris, sentado sobre sus cuatro patas sobre el hogar, mirando fijamente los carbones. Irioth aceptó el tazón y la cuchara que ella le alcanzara y se sentó en el banco. El gato saltó a su lado y ronroneó.

—Mirad eso —exclamó la mujer—. No es amistoso con mucha gente.

—Es por la cuajada.

—Tal vez reconozca a los curanderos.

Allí había paz, con la mujer y con el gato. Había llegado a una buena casa.

—Afuera hace frío —dijo ella—. Esta mañana había hielo en el abrevadero. ¿ Os iréis hoy de aquí, con este día?

Se hizo un silencio. Olvidó que tenía que contestar con palabras.

—Me quedaré, si no hay problema —contestó él—. Me quedaré aquí.

La vio sonreír, pero también parecía insegura, y después de un rato dijo: —Bueno, sed bienvenido, señor, pero debo preguntaros: ¿podéis pagar aunque sea un poco?

—Oh, sí —le respondió él, confundido, se puso de pie y regresó cojeando a la habitación en busca de su pequeña bolsa. Le trajo algo de dinero, una pequeña moneda de oro de la corona de Enlade.

—Solamente para la comida y el fuego, sabéis, la turba está tan cara ahora… —estaba diciendo ella, y entonces miró lo que él le ofrecía—. Oh, señor —le dijo, y él supo que había hecho mal—. No hay nadie en la aldea que pueda cambiarme esto —le dijo ella. Lo miró a la cara un momento—. ¡Toda la aldea junta no podría cambiar esto! —dijo, y se rió. Estaba bien, entonces, aunque la palabra «cambiar» resonaba una y otra vez en su cabeza.

—No ha sido cambiada —dijo él, pero supo que no era eso lo que ella quería decir—. Lo siento —añadió—. Si me quedara un mes, si me quedara todo el invierno, ¿eso sería suficiente? Debería tener un lugar donde quedarme, mientras trabajo con las bestias.

—Guardadlo —le dijo ella, riendo otra vez, y agitando las manos—. Si podéis curar el ganado, los ganaderos os pagarán, y entonces vos podréis pagarme a mí. Llamadle fianza, si queréis. ¡Pero guardad eso, señor! Me mareo con sólo mirarlo. Baya —dijo, mientras un hombre intoxicado y apergaminado entraba por la puerta junto con una ráfaga de viento frío—, el caballero se quedará con nosotros mientras cura al ganado, ¡para ganar tiempo! Nos ha asegurado el pago. Así que tú dormirás en el rincón de la chimenea, y él en la habitación. Éste es mi hermano Baya, señor.

Baya agachó la cabeza y refunfuñó. Tenía los ojos tristes. A Irioth le pareció que el hombre había sido envenenado. Cuando Baya salió otra vez, la mujer se acercó y le dijo, resuelta, en voz baja: —No hay nada malo más que la bebida, pero tampoco queda mucho de él salvo la bebida. Se ha comido gran parte de su mente, y gran parte de lo que tenemos. Así que, ya veis, poned vuestro dinero donde no pueda verlo, si no os importa, señor. No lo buscará. Pero si lo viera, lo cogería. A menudo no sabe ni lo que hace, ¿comprendéis?

—Sí —contestó Irioth—, lo entiendo. Sois una mujer muy bondadosa. —Ella hablaba de su hermano, y decía que no sabía lo que hacía. Lo estaba perdonando.— Una hermana bondadosa —dijo. Las palabras eran tan nuevas para él, palabras que nunca antes había pronunciado o pensado, que creyó que las había dicho en la Lengua Verdadera, en la cual no debía hablar. Pero ella simplemente se encogió de hombros, sonriendo con el ceño fruncido.

—A veces podría arrancarle la cabeza —dijo, y volvió a sus quehaceres.

Él no se había dado cuenta de lo cansado que estaba hasta que llegó a aquel refugio. Se pasó todo el día dormitando junto al fuego con el gato gris, mientras Regalo entraba y salía haciendo sus cosas, ofreciéndole comida varias veces. Comida pobre, ordinaria, pero él se la comía toda, lentamente, apreciándola. Al caer la noche, el hermano salió, y ella dijo con un suspiro:

—Pedirá otro crédito en la taberna ahora que tenemos un huésped. No es que sea vuestra culpa.

—Oh, sí —dijo Irioth—. Ha sido mi culpa. —Pero ella perdonaba; y el gato gris estaba acurrucado contra su muslo, soñando. Los sueños del gato acudían a su mente, en los bajos campos, donde hablaba con los animales, en los lugares oscuros. El gato saltó hacia allí, y luego había leche, y una profunda y suave emoción. No había ningún mal, sólo una gran inocencia. No había necesidad de palabras. Aquí no lo encontrarían. No estaba allí para que lo encontraran. No había necesidad de decir ningún nombre. No había nadie más que ella, y el gato soñando, y el fuego ardiendo. Había cruzado la montaña por caminos negros, pero aquí los arroyos fluían lentamente entre los pastos.

Estaba loco, y ella no sabía qué era lo que la poseía y hacía que le permitiera quedarse, y sin embargo no podía temerle ni desconfiar de él. ¿Qué importaba si estaba loco? Era amable, y alguna vez debió haber sido sabio, antes de que le pasara lo que le había pasado. Y no estaba tan loco después de todo. Loco en cosas, loco a momentos. Nada en él estaba entero, ni siquiera su locura. Se había olvidado del nombre que le había dicho a ella, y a la gente de la aldea les había dicho que lo llamaran Otak. Probablemente tampoco podía recordar su nombre; siempre la llamaba señora. Pero tal vez así era su cortesía. Ella lo llamaba señor, por cortesía, y porque ni Gully ni Otak parecían nombres que fueran con él. Un otak, según lo que ella había oído, era un pequeño animal con dientes afilados y sin voz, pero no había semejantes criaturas en el Gran Pantano.

Llegó a creer que tal vez todo lo que él había dicho sobre que había ido allí para curar la enfermedad del ganado era una de las partes locas. No se comportaba como los curanderos que llegaban con remedios y hechizos y bálsamos para los animales. Pero después de haber descansado durante un par de días, le preguntó quiénes eran los ganaderos de la aldea, y salió, andando con los pies todavía doloridos, con los viejos zapatos de Fusil. A ella se le partía el corazón, al verlo así.

Regresó por la noche, más cojo que nunca, porque por supuesto San lo había llevado andando muy lejos, adentrándolo en los Grandes Prados, donde estaban muchas de sus reses vacunas. Nadie tenía caballos excepto Aliso, y eran para sus vaqueros. Le dio a su invitado un balde con agua caliente y una toalla limpia para sus pobres pies, y luego pensó en preguntarle si querría un baño, lo cual aceptó. Calentaron el agua y llenaron la vieja bañera, y ella fue a su habitación mientras él se bañaba frente al hogar. Cuando salió de su habitación, estaba todo ordenado y limpio, las toallas colgadas delante del fuego. Nunca había conocido a un hombre que se ocupara de ese tipo de cosas, ¿y quién lo hubiera esperado de un hombre rico? ¿No tendría acaso sirvientes, en el lugar del que venía? Pero él no causaba más problemas que el gato. Se lavaba su propia ropa, hasta las sábanas de su cama, lo había hecho y las había colgado afuera un día de sol antes de que ella se diera cuenta de lo que estaba haciendo. —No es necesario que hagáis eso vos, señor. Lavaré vuestras cosas con las mías —le había dicho ella.

—No hace falta —le contestó él con aquel tono distante, como si apenas supiera de qué estaba hablándole ella; pero luego agregó—: Trabajáis mucho.

—¿Y quién no? Me gusta hacer queso. Es algo interesante. Y soy fuerte. A lo único que le temo es a envejecer, cuando no pueda levantar los cubos y los moldes —le enseñó uno de sus brazos, redondo y musculoso, cerrando el puño y sonriendo—. ¡Está bastante bien para tener ya cincuenta años! —dijo ella. Era estúpido presumir, pero estaba orgullosa de sus fuertes brazos, de su energía y de su destreza.

—Hará más rápido el trabajo —dijo él seriamente.

Tenía una relación con sus vacas que era maravillosa. Cuando él estaba allí y ella necesitaba una mano, él ocupaba el lugar de Baya, y como le había dicho a su amiga Leonada, riendo, era más astuto con las vacas de lo que lo había sido el viejo perro de Fusil.

—Les habla, y juraría que ellas lo entienden. Y esa vaquilla lo sigue como un perrito. —Fuera lo que fuese lo que estuviera haciendo allí fuera con las reses vacunas, los ganaderos estaban empezando a apreciarle. Por supuesto que se aferrarían a cualquier promesa de ayuda. La mitad del rebaño de San había muerto. Aliso no quería ni decir cuántas cabezas había perdido. Los cadáveres de las vacas estaban esparcidos por todas partes. Si no hubiera habido un clima tan frío, el Pantano habría apestado a carne podrida. No podía tomarse nada de agua a menos que se hirviera durante una hora, excepto la que se sacaba de los pozos, el de ella aquí y el de la aldea, que le daba el nombre al lugar.

Una mañana, uno de los vaqueros de Aliso apareció en el patio montado en un caballo y arrastrando una mula ensillada.

—El señor Aliso dice que el señor Otak puede montarla, ya que hay de diez a doce millas desde aquí hasta los Prados del este —dijo el joven.

Su invitado salió de la casa. Era una mañana clara pero neblinosa, los pantanos estaban ocultos por vapores relucientes. Andanden flotaba sobre la niebla, una vasta forma rota contra el cielo del norte.

El curandero no le dijo nada al vaquero, sino que fue directamente hacia la mula, o hacia el burdégano, más bien, puesto que había salido del cruce entre la gran burra de San y el caballo blanco de Aliso. Era una yegua ruana blancuzca, joven, con un bonito rostro. Fue y le habló durante un minuto, diciéndole algo en su inmensa y delicada oreja, y acariciándole la cabeza.

—Suele hacerlo —le dijo el vaquero a Regalo—. Les habla. —Parecía divertirse, desdeñoso. Era uno de los compañeros de copas de Baya en la taberna, un muchacho bastante amable, para ser un vaquero.

—¿Está curando al ganado? —le preguntó ella.

—Bueno, no puede deshacerse de la peste en un abrir y cerrar de ojos, pero parece que puede curar a una bestia si se lo propone antes de que empiece a flaquear. Y a las que todavía no les ha atacado, dice que puede evitar que se infecten. Así que el señor lo está enviando por toda la cordillera para que haga todo lo que pueda. Para muchas es demasiado tarde.

El curandero revisó la cincha, aflojó una correa y se subió a la silla de montar, no lo hizo muy expertamente, pero el burdégano no se quejó. Levantó el largo hocico color crema y los hermosos ojos para mirar a su jinete. Él sonrió. Regalo nunca lo había visto sonreír.

—¿Nos vamos? —le dijo al vaquero, quien se puso en camino inmediatamente después de que él saludara a Regalo con la mano y su pequeña yegua resoplara. El curandero iba detrás. El burdégano tenía un andar tranquilo, de piernas largas, y su blancura brillaba con la luz de la mañana. Regalo pensó que era como ver a un príncipe cabalgando, como algo salido de un cuento, figuras que cabalgaban por los pardos campos invernales atravesando la clara neblina, y se desvanecían en la luz, y desaparecían.

En los pastos el trabajo era muy duro. «¿Quién no trabaja duro?», le había preguntado Emer, mostrándole sus fuertes y redondos brazos, sus fuertes y rojas manos. El ganadero Aliso esperaba que él se quedara allí afuera en las praderas hasta haber tocado a cada una de las bestias con vida, allí en los rebaños. Aliso había enviado con él a dos vaqueros. Montaron una especie de campamento, con una gran tela para el suelo y una media tienda. Lo único que había para quemar allí en el pantano eran pequeñas ramitas y juncos muertos, y el fuego apenas era suficiente para hervir agua y nunca suficiente para calentar a un hombre. Los vaqueros montaron y trataron de reunir a los animales para que él pudiera tenerlos en un rebaño, en vez de acudir a ellos uno por uno mientras se dispersaban buscando en los pastos hierbas secas, escarchadas. No podían mantener al ganado reunido durante mucho tiempo, y se enfadaban con las reses, y con él por no moverse más rápido. A él le parecía extraño que no tuvieran paciencia con los animales, a los que trataban como cosas, manejándolos como una viga de madera empuja troncos en un río, simplemente por la fuerza.

No tenían paciencia tampoco con él, siempre le decían que se apurara y que terminara con su trabajo; ni con ellos mismos, ni con sus propias vidas. Cuando hablaban entre ellos era siempre sobre lo que iban a hacer en el pueblo, en Oraby, cuando les pagaran. Oyó hablar bastante sobre las prostitutas de Oraby, Margarita y Goldie y de la que llamaban «el arbusto ardiente». Irioth tenía que sentarse con aquellos muchachos porque todos necesitaban todo el calor que el fuego pudiera aportar, pero ellos no querían que él estuviera allí y él no quería estar allí con ellos. Sabía que ellos temían, aunque levemente, que él fuera un hechicero, y le tenían celos, pero sobre todo desprecio. Era viejo, distinto, no era uno de ellos. Conocía el miedo y los celos, y los evitaba, y el desprecio lo recordaba. Estaba contento de no ser uno de ellos, de que ellos no quisieran hablarle. Tenía miedo de hacerles daño.

Se levantó en la helada mañana mientras ellos aún dormían enrollados en sus mantas. Sabía dónde estaba el ganado más cercano, y se acercó a él. Ahora la enfermedad le era muy familiar. La sentía en sus manos como una quemadura, y sentía náuseas si estaba muy avanzada. Al acercarse a un buey que estaba recostado en el suelo, se sintió mareado y con arcadas. No se acercó más, pero pronunció las palabras que podrían hacer la muerte más llevadera, y siguió adelante.

Le dejaban caminar entre ellos, salvajes como eran y no habiendo obtenido nada de los hombres más que castraciones y matanzas. Le gustaba sentir que ellos confiaban en él, y se sentía orgulloso. No debería, pero así era. Si quería tocar a alguna de las bestias más grandes, simplemente tenía que detenerse junto a ella y hablarle durante un rato en la lengua de aquellos que no hablan. «Ulla», decía, nombrándolos. «Ellu. Ellua.» Ellos se detenían, grandes, indiferentes; a veces uno lo miraba durante un largo rato. A veces otro se acercaba a él con su andar tranquilo, suelto, majestuoso, y respiraba en su palma abierta. A todos los que se acercaban a él podía curarlos. Posaba sus manos sobre ellos, sobre el duro pelaje, sobre las ijadas calientes y sobre el cuello, y enviaba la curación a sus manos pronunciando una y otra vez las palabras del poder. Después de un rato, el animal tendría un temblor, o sacudiría un poco la cabeza, o daría un paso hacia adelante. Y él bajaría las manos y se quedaría allí de pie, agotado y sin expresión, durante un rato. Luego vendría otro, grande, curioso, tímidamente audaz, cubierto de barro, con la enfermedad en él como un escozor, un hormigueo, un calor en sus manos, un mareo. «Ellu», diría entonces, y caminaría hasta la bestia, y posaría sus manos sobre ella hasta sentirlas frías, como si el arroyo de una montaña pasara a través de ellas.

Los vaqueros estaban discutiendo si era seguro o no comer la carne de un buey muerto por la peste. Las provisiones de comida que habían traído, para empezar escasas, estaban a punto de acabarse. En lugar de cabalgar entre veinte y treinta millas para reabastecerse, querían cortarle la lengua a un buey que había muerto por allí cerca aquella mañana.

Él les había obligado a hervir toda el agua que usaran. Y ahora les dijo: —Si coméis esa carne, dentro de un año comenzaréis a sentiros mareados. Terminaréis tambaleándoos y moriréis como estos animales.

Ellos maldijeron y se burlaron, pero le creyeron. El no tenía idea de si lo que había dicho era verdad. Le había parecido que era verdad mientras lo decía. Tal vez quería fastidiarlos. Tal vez quería deshacerse de ellos.

—Cabalgad de vuelta—les dijo—. Dejadme aquí. Hay comida suficiente para un hombre para tres o cuatro días más. El burdégano me llevará de regreso.

No necesitaban que los persuadieran. Se marcharon cabalgando, dejándolo todo atrás, sus mantas, la tienda, la olla de hierro. «¿Cómo llevaremos todo eso de regreso a la aldea?», le preguntó al burdégano. Ella cuidaba de los ponies y decía lo que dicen los burdéganos: «¡Aaawww!», dijo. Echaría de menos a los ponis.

—Tenemos que terminar el trabajo aquí —le dijo él, y ella lo miró dulcemente. Todos los animales tenían paciencia, pero la paciencia de los caballos era maravillosa, y era innata. Los perros eran leales, aunque más que nada aquello era obediencia. Los perros eran jerárquicos, dividían al mundo en señores y plebeyos. Los caballos eran todos señores. Acordaban la connivencia. Se recordaba caminando entre las inmensas y empenachadas patas de los caballos de carretas, sin miedo. El calor de su respiración sobre su cabeza. Hacía ya mucho tiempo. Se acercó al hermoso burdégano y le habló, llamándola querida, confortándola para que no se sintiera sola.

Le llevó seis días más llegar a los grandes rebaños que estaban en los pantanos del este. Los últimos dos días los pasó cabalgando de aquí para allá para alcanzar a los grupos que se habían dispersado hasta llegar al pie de la montaña. Muchos de ellos todavía no estaban infectados, y pudo protegerlos. El burdégano lo llevó sobre el lomo desnudo y con un andar muy tranquilo. Pero ya no tenía nada para comer. Cabalgando de regreso a la aldea se sentía mareado y débil. Le costó un buen rato llegar a la casa desde el establo de Aliso, donde dejó al burdégano. Emer lo recibió y lo regañó y trató de hacer que comiera, pero él le explicó que todavía no podía comer. —Mientras estaba allí en medio de la enfermedad, en los campos infectados, me sentía enfermo. Dentro de un rato podré volver a comer —le explicó.

—Estáis loco —le dijo ella, muy enfadada. Era un enfado dulce. ¿Por qué no podía ser el enfado algo dulce?

—¡Al menos daros un baño! —le dijo.

Él sabía cómo olía, y se lo agradeció.

—¿Cuánto os pagará Aliso por todo esto? —le preguntó mientras se calentaba el agua. Todavía estaba indignada, hablaba con menos rodeos incluso que de costumbre.

—No lo sé —le contestó él.

Ella dejó lo que estaba haciendo y lo miró fijamente.

—¿No habéis acordado un precio?

—¿Acordar un precio? —preguntó él de inmediato. Luego recordó quién no era, y habló humildemente—: No. No lo hicimos.

—Qué inocente sois —le dijo Regalo, susurrando la palabra—. Os despellejará. —Echó la olla llena de agua hirviendo dentro de la bañera.— Tiene marfil —le dijo—. Decidle que tiene que pagaros en marfil. ¡Allí arriba, muriéndoos de hambre y congelándoos, para curar a sus bestias! Lo único que tiene San es cobre, pero Aliso puede pagaros en marfil. Siento entrometerme en vuestros asuntos, señor. —Salió por la puerta con dos cubos, iba hacia la bomba. Aquellos días se negaba a usar el agua del arroyo. Era sabia y bondadosa. ¿Por qué había vivido durante tanto tiempo entre aquellos que no eran bondadosos?

—Ya veremos —dijo Aliso, al día siguiente— si mis bestias se han curado. Si logran aguantar el invierno, ¿sabéis?, entonces sabremos que habéis curado a todas, que están sanas, ¿sabéis? No es que tenga dudas, pero es lo más justo, lo justo, ¿verdad? No me pediríais vos que os pague lo que tengo pensado pagaros, si la cura no funciona y las bestias acaban muriendo después de todo. ¡Toco madera! Pero tampoco os pediría que esperarais todo ese tiempo sin pagaros nada. Así que aquí tenéis un adelanto, ¿ sabéis?, de lo que vendrá después, y por ahora estamos en paz, ¿sí?

Ni siquiera le entregó las monedas de cobre en una bolsa. Irioth tuvo que estirar la mano, y el ganadero depositó en ella seis monedas de cobre, una por una. —¡Ya está! ¡Quedamos en paz! —le dijo, expansivo—. Y tal vez podáis echarle un vistazo a los potros que tengo en los prados del Gran Estanque, mañana o un día de éstos.

—No —le contestó Irioth—. El rebaño de San se estaba muriendo cuando me fui de allí. Me necesitan.

—Oh, no, no lo necesitan, señor Otak. Mientras vos estabais allá en la cordillera del este vino un hechicero curandero, un tipo que ya había estado antes aquí, de la costa del sur, y entonces San lo contrató. Vos trabajaréis para mí y os pagaré bien. Mejor que en cobre, tal vez, ¡si a las bestias les va bien! —Irioth no dijo que sí ni que no, ni gracias, sino que se retiró sin hablar. El ganadero lo miró mientras se iba y escupió—. Atrás —dijo.

El problema apareció en la mente de Irioth como no lo había hecho desde que llegara al Gran Pantano. Luchaba contra él. Un hombre de poder había venido a curar el ganado, otro hombre de poder. Pero un hechicero, había dicho Aliso. No un mago, no. Simplemente un curandero, un curandero de ganado. No necesito temerle. No necesito temerle a su poder. No necesito su poder. Debo verlo, para estar seguro. Si hace lo mismo que hago yo aquí, no hay ningún peligro. Podemos trabajar juntos. Si yo hago lo mismo que hace él aquí. Si él sólo utiliza la hechicería y no tiene malas intenciones. Como yo.

Bajó caminando la desordenada calle de los Pozospuros hasta llegar a la casa de San, que estaba a mitad de camino, frente a la taberna. San, un hombre curtido, entre los treinta y los cuarenta años, estaba hablando con otro hombre en la puerta de su casa, con un extraño. Cuando vieron a Irioth parecieron sentirse incómodos. San entró en su casa y el extraño lo siguió.

Irioth se acercó hasta la puerta. No entró, sino que habló desde allí:

—Señor San, es acerca del ganado que tiene allí entre los ríos. Puedo ir a verlos hoy. —No sabía por qué había dicho eso. No era lo que había querido decir.

—Ah —dijo San, acercándose a la puerta, y tosió un poco—. No hace falta, señor Otak. Este de aquí es el señor Claridad, ha venido a lidiar con la peste. Ya ha curado a algunas de mis bestias en otras ocasiones, pezuñas podridas y todo eso. Necesitándose como se necesita a un hombre a tiempo completo para ocuparse de las reses de Aliso, ¿sabéis?…

El hechicero apareció por detrás de San. Su nombre era Ayeth. El poder que poseía era pequeño, estaba estropeado, corrompido por la ignorancia, el mal uso y las mentiras. Pero los celos que en él había eran como un fuego amenazador. —He estado yendo y viniendo por aquí, trabajando, durante diez años —dijo, mirando a Irioth de arriba abajo—. Un hombre llega desde algún sitio del norte, se queda mis trabajos, algunas personas no estarían muy de acuerdo con eso. Una pelea entre hechiceros no es algo bueno. Si es que vos sois un hechicero, es decir, un hombre de poder. Yo lo soy. Como bien lo sabe la buena gente de por aquí.

Irioth trató de decir que no quería ninguna pelea. Trató de decir que había trabajo suficiente para los dos. Trató de decir que no le quitaría el trabajo. Pero todas estas palabras se quemaron con el ácido de los celos del hombre, que no quería escucharlas, y las quemó antes de que fueran dichas.

La mirada de Ayeth se hacía más y más insolente mientras miraba a Irioth tartamudear. Comenzó a decirle algo a San, pero Irioth habló.

—Tienes… —le dijo, tienes que irte. Vuélvete. —Mientras decía «Vuélvete», su mano izquierda golpeó el aire como un cuchillo, y Ayeth cayó hacia atrás contra una silla, con la mirada fija.

Era tan sólo un pequeño hechicero, un curandero estafador con unos cuantos hechizos lamentables. O eso parecía. ¿Y qué pasaría si estaba fingiendo, si ocultaba su poder, un rival que ocultaba su poder? Un rival celoso. Hay que detenerlo, hay que atarlo, nombrarlo, llamarlo. Irioth comenzó a decir las palabras que lo atarían, y el hombre, tembloroso, se encogió, acurrucándose para esconderse, marchitándose, lanzando un gemido agudo y chillón. «Está mal, está mal. Estoy haciendo el mal, yo soy el enfermo», pensó Irioth. Detuvo las palabras del hechizo en su boca, luchando contra ellas, y finalmente gritó una palabra distinta. Luego el hombre Ayeth se quedó allí acurrucado, vomitando y temblando, y San lo miraba fijamente e intentaba decir: «¡Atrás! ¡Atrás!» No sucedió nada malo, pero el fuego ardió en las manos de Irioth, le quemó los ojos cuando intentó esconderlos entre las manos, le quemó la lengua cuando trató de hablar.

Durante mucho rato nadie quiso tocarlo. Había caído presa de un ataque en la puerta de la casa de San. Ahora yacía allí como un hombre muerto. Pero el curandero del sur dijo que no estaba muerto, y que era tan peligroso como una víbora. San contó cómo Otak había obrado un hechizo sobre Claridad, que había pronunciado algunas horribles palabras que habían hecho que Claridad se encogiera más y más y gimiera como una rama en el fuego, y luego, en un segundo, había vuelto a ser él otra vez, aunque enfermo como un perro, quién podría culparlo, y todo el rato había habido un resplandor alrededor del otro, de Otak, como un fuego ardiendo, y sombras saltando, y su voz no era como ninguna voz humana. Algo terrible.

Claridad les dijo que se deshicieran de aquel tipo, pero no se quedó allí para ocuparse de que lo hicieran. Regresó por el camino del sur tan pronto como terminó de tragarse una pinta de cerveza en la taberna, diciéndoles que no había lugar para dos hechiceros en una misma aldea y que regresaría, tal vez, cuando aquel hombre, o lo que fuera que era, se hubiera ido.

Nadie se atrevía a tocarlo. Miraban desde una distancia prudente el bulto que yacía en la puerta de la casa de San. La esposa de San lloraba a los gritos por toda la calle. —¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! —gritaba—. ¡Oh, mi bebé nacerá muerto, lo sé!

Baya fue a buscar a su hermana, después de haber escuchado el relato de Claridad en la taberna, la versión de San de aquella historia y otras varias versiones que ya corrían por allí. En la mejor de ellas, Otak había crecido tres metros y, con un rayo, había convertido a Claridad en un trozo de carbón antes de comenzar a echar espuma por la boca, volverse de color azul, y caer inconsciente.

Regalo se apresuró para llegar a la aldea. Fue directo a la puerta de la casa de San, se agachó sobre el hombre y posó su mano sobre él. Todos contuvieron la respiración y murmuraron: «¡Atrás! ¡Atrás!», excepto la hija más pequeña de Leonada, quien entendió mal las señales y saltó con una sugerencia: «¡Al trabajo!».

El hombre se movió, y se incorporó lentamente. Vieron que era el curandero, tal y como había sido antes, sin fuegos ni sombras, aunque parecía muy enfermo. —Vamos —le dijo Regalo, lo ayudó a ponerse de pie y subió la calle caminando lentamente a su lado.

Los aldeanos sacudieron la cabeza. Regalo era una mujer valiente, pero también se podía llegar a ser demasiado valiente. O valiente, decían alrededor de la mesa de la taberna, de la manera equivocada, o en el lugar equivocado, ¿sabes? Nadie que no haya nacido para la hechicería debería atreverse a meterse con ella. Ni con los hechiceros. Uno se olvida de eso. Parecen igual que el resto de la gente. Pero no son como el resto de la gente. Parecería ser que no hay peligro alguno en un curandero. Curan las pezuñas podridas, ablandan una ubre endurecida. Todo eso está muy bien. Pero enfréntate con uno y allí estarás, fuego y sombras y maldiciones y caes víctima de las convulsiones. Es extraño. Ése siempre fue extraño. ¿Ya todo esto, de dónde ha venido? A ver si puedes contestar esa pregunta.

Regalo lo llevó hasta su cama, le quitó los zapatos, y lo dejó allí para que durmiera. Baya llegó tarde a casa y más borracho que de costumbre, así que se cayó y se cortó la frente con el morillo. Sangrando y furioso, le ordenó a Regalo que sacara «al hechicero de la casa, ahora mismo», que lo sacara. Luego vomitó en las cenizas y se quedó dormido sobre el hogar. Ella lo arrastró hasta el jergón, le quitó los zapatos, y lo dejó allí para que durmiera. Fue a ver al otro. Parecía tener fiebre y le puso la mano sobre la frente. Él abrió los ojos, y miró fijamente los de ella sin ninguna expresión. —Emer —dijo, y volvió a cerrar los ojos.

Ella se alejó de él, aterrorizada.

En su cama, en la oscuridad, se acostó y pensó: «Ha conocido al mago que me dio el nombre. O yo dije mi nombre. Tal vez lo dije en voz alta mientras dormía. O alguien se lo dijo. Pero nadie lo sabe. Los únicos que supieron y saben mi nombre son el mago y mi madre. Y están muertos, están muertos… Lo dije mientras dormía…».

Pero ella sabía bien lo que ocurría.

Se quedó de pie con la pequeña lámpara en la mano, y la luz brilló roja entre sus dedos y dorada en su rostro. Él dijo su nombre. Ella lo dejó dormir.

Durmió hasta tarde aquella mañana y despertó como de una enfermedad, débil y tranquilo. Ella era incapaz de tenerle miedo. Descubrió que no tenía recuerdos de lo que había acontecido en la aldea, del otro hechicero, ni siquiera de las seis monedas de cobre que ella había encontrado desparramadas sobre la colcha, las cuales debió de haber tenido apretadas en la mano durante todo lo acontecido.

—No hay duda de que eso es lo que os ha dado Aliso —le dijo—. ¡Nada!

—Le dije que me ocuparía de sus bestias en… en los prados que se encuentran entre los ríos, ¿no es así? —dijo él, poniéndose ansioso; volvía a tener aquella mirada de cacería, y se levantó del banco.

—Sentaros —le dijo ella. Él se sentó, pero parecía preocupado.

—¿Cómo podéis curar si estáis enfermo? —le preguntó.

—¿Y cómo si no? —le contestó él.

Pero una vez más se quedó callado, acariciando al gato gris.

Entró su hermano. —Sal un momento —le dijo a ella apenas vio al curandero dormitando en el banco. Ella salió afuera con él.

—No quiero verlo más aquí—dijo Baya con actitud de dueño y señor de la casa, con el gran corte negro en la frente, los ojos como ostras y las manos temblorosas.

—¿Y adonde irás?

—Es él el que tiene que irse.

—Ésta es mi casa. La casa de Fusil. Él se queda. Tú puedes irte o quedarte, es asunto tuyo.

—También es asunto mío si él se queda o se va, y se irá. No eres quien tiene la última palabra. Todo el mundo cree que debe irse. No es astuto.

—Oh, sí, como ha curado a la mitad de los rebaños y le han pagado por eso tan sólo seis monedas de cobre, es hora de que se vaya, ¡qué bien!, ¿no? Lo tendré aquí todo el tiempo que quiera, y se acabó.

—No querrán comprarnos ni la leche ni el queso —lloriqueó Baya.

—¿Quién ha dicho eso?

—La esposa de San. Todas las mujeres.

—Entonces llevaré los quesos a Oraby —dijo ella—, y los venderé allí. En nombre del honor, hermano, ve a lavarte ese corte, y cámbiate la camisa. Apestas a taberna. —Y volvió a entrar en la casa.— Oh, Dios —dijo, y se puso a llorar.

—¿Qué sucede, Emer? —le preguntó el curandero, volviendo su delgada cara y mirándola con sus ojos extraños.

—Oh, no hay nada que hacer, no hay nada que hacer, lo sé. Nada puede hacerse con un borracho —le contestó. Se secó los ojos con el delantal—. ¿Fue eso lo que os hizo estallar —le preguntó ella—, la bebida?

—No —contestó él, sin ofenderse, tal vez sin entender.

—Por supuesto que no. Disculpadme —dijo ella.

—Tal vez él beba para tratar de ser otro hombre —dijo él—. Para variar, para cambiar…

—Bebe porque bebe —dijo ella—. Para algunos, eso es todo, simplemente eso. Estaré en la lechería. Cerraré la puerta con llave. Ha habido… ha habido algunos extraños merodeando por aquí. Vos descansad. Afuera hace mucho frío. —Quería asegurarse de que se quedara dentro, fuera de peligro, y de que nadie viniera a acosarlo. Más tarde iría a la aldea, hablaría con algunas de las personas más sensatas, y acabaría con aquellas habladurías, si es que podía.

Cuando lo hizo, la esposa de Aliso, Leonada, y otras varias personas estuvieron de acuerdo con ella en que una riña entre hechiceros por cuestiones de trabajo no era nada nuevo ni nada por lo que debieran preocuparse. Pero San y su esposa y la gente de la taberna no paraban de hablar de lo mismo, puesto que era lo único interesante sobre lo que podían hablar durante el resto del invierno, a no ser que lo hicieran sobre el ganado que estaba muriendo. —Además —decía Leonada—, mi hombre nunca pagaría con cobre algo que pensaba que debía pagar con marfil.

—Entonces ¿las vacas que tocó todavía están en pie?

—Hasta donde podemos ver, sí que lo están. Y no ha habido nuevas infectadas.

—Es un verdadero hechicero, Leonada —dijo Regalo, muy honestamente—. Yo lo sé.

—Ése es el problema, cariño —le contestó Leonada—. ¡Y tú lo sabes! Éste no es sitio para un hombre así. Quienquiera que sea, no es asunto nuestro, pero por qué vino hasta aquí, eso es lo que tienes que preguntar.

—Para curar a las bestias —dijo Regalo.

No hacía ni tres días que Claridad se había ido cuando un nuevo extraño apareció en la aldea: un hombre que subía por el camino del sur montando un buen caballo y preguntando en la taberna por alojamiento. Lo enviaron a la casa de San, pero la esposa de éste dio un chillido cuando le dijeron que había un extraño en la puerta, y se puso a gritar que, si San dejaba entrar a otro hombre brujo, su bebé nacería doblemente muerto. Los gritos se escucharon en varias de las casas contiguas, calle arriba y calle abajo, y una multitud, es decir, diez u once personas, se reunieron entre la casa de San y la taberna.

—Bueno, creo que no funcionaría —dijo el extraño con buen humor—. No puedo ayudar en un parto prematuro. ¿Hay tal vez una habitación sobre la taberna?

—Enviadlo a la lechería —dijo uno de los vaqueros de Aliso—. Regalo acepta lo que sea. —Hubo algunas risitas disimuladas.

—Por allí—le dijo el dueño de la taberna.

—Gracias —dijo el viajero, y condujo su caballo por el camino que le habían indicado.

—Todos los extranjeros en una misma cesta —dijo el dueño de la taberna. Y esa frase fue repetida aquella noche en la taberna una docena de veces, una inagotable fuente de admiración, lo mejor que nadie había dicho desde que comenzara la peste.

Regalo estaba en la lechería, y ya había terminado de ordeñar. Estaba colando la leche y sacando las cazuelas.

—Señora… —dijo una voz desde la puerta, ella pensó que era el curandero y contestó:— Esperad un momento que ya termino con esto. —Y luego, al darse la vuelta, vio a un extraño, lo que casi la hizo caer todas las cazuelas.— ¡Oh, me asustasteis! ¿Qué puedo hacer por vos?

—Estoy buscando una cama para pasar la noche.

—No, lo siento, ya somos mi huésped, mi hermano y yo. Tal vez San, en la aldea…

—Ellos me enviaron aquí. Dijeron: «Todos los extranjeros en una misma cesta». —El extraño tenía poco más de treinta años, un rostro franco y un aspecto agradable, llevaba ropas simples, aunque la jaca que estaba detrás de él era un buen caballo.— Ponedme en el establo, señora, estará bien. Mi caballo es quien necesita una buena cama; está cansado. Dormiré en el establo y me iré por la mañana. Es un placer dormir con vacas en una noche fría. Y os pagaré con gusto, señora, si dos monedas de cobre alcanzan. Mi nombre es Halcón.

—Yo soy Regalo —contestó ella, un poco aturullada, pero el hombre le caía bien—. De acuerdo, entonces, señor Halcón. Traed vuestro caballo y encargaos de él. Allí está la bomba, y hay mucho heno. Después venid a la casa. Puedo daros un poco de sopa de leche, y una moneda será más que suficiente, gracias. —No se sentía cómoda llamándolo señor, como hacía siempre con el curandero. Éste no tenía nada de sus modales señoriales. No le había parecido ver a un rey, como le había pasado con el otro cuando lo vio por primera vez.

Cuando terminó en la lechería y fue a la casa, el recién llegado, Halcón, estaba agachado sobre el hogar, avivando hábilmente el fuego. El curandero estaba durmiendo en su habitación. Miró dentro, y cerró la puerta.

—No está muy bien —dijo ella, hablando en voz baja—. Ha estado curando al ganado allí arriba, al este del pantano, con frío, durante días y días, y está agotado.

Mientras ella hacía sus cosas en la cocina, Halcón la ayudaba de vez en cuando de una forma muy natural, y entonces ella comenzó a preguntarse si todos los hombres que provenían de otros sitios eran tanto más colaboradores con los quehaceres de la casa que los hombres del Pantano. Era alguien agradable con quien hablar, y le habló sobre el curandero, ya que no tenía mucho que contar sobre ella.

—Utilizan a un hechicero y luego hablan mal de él por su utilidad —dijo ella—. No es justo.

—Pero él los asustó de alguna manera, ¿verdad?

—Supongo que sí. Apareció otro curandero, un tipo que ya había estado por aquí antes. La verdad es que no hizo demasiado. A mi vaca no le hizo ningún bien cuando tuvo la bolsa entumecida, hace dos años. Y juraría que su bálsamo es simplemente grasa de cerdo. Bueno, entonces le dice a Otak: «Estás cogiendo mis trabajos». Y tal vez Otak le contestara lo mismo. Y pierden la paciencia, y tal vez hicieran algunos hechizos negros. Creo que Otak lo hizo. Pero no lastimó al hombre en absoluto, sino que él mismo cayó al suelo deshecho. Y ahora ya no recuerda nada de todo aquello, y el otro hombre se fue de aquí totalmente ileso. Y dicen que todas las bestias que Otak ha tocado aún están vivas, sanas y fuertes. Diez días se pasó allí fuera con el viento y la lluvia, tocando a las bestias y curándolas. ¿Y sabéis lo que le dio el ganadero? ¡Seis monedas! ¿Podéis imaginaros que estuviera un poco furioso? Pero yo no digo… —se detuvo y luego prosiguió—: No digo que no sea un poco extraño, a veces. De la manera en que lo son las brujas y los hechiceros, supongo. Tal vez tienen que serlo, puesto que tratan con semejantes poderes y males. Pero él es un verdadero hombre, y muy bondadoso.

—Señora —dijo Halcón—, ¿puedo contaros una historia?

—Oh, ¿sois un contador? Oh, ¿por qué no me habíais dicho eso desde un principio? ¿Entonces eso es lo que sois? Yo me preguntaba, puesto que estamos en invierno y todo eso, y vos estáis por los caminos. Pero con ese caballo, pensé que seríais un comerciante. ¿Que si podéis contarme una historia? Sería la alegría de mi vida, ¡y cuanto más larga mejor! Pero primero tomad vuestra sopa, y dejad que me siente aquí para escuchar…

—En realidad no soy un contador, señora —dijo con su agradable sonrisa—, pero sí es verdad que tengo una historia para vos. —Y cuando se hubo tomado toda la sopa, y ella se hubo instalado con sus zurcidos, la contó.

—En el Mar Interior, en la Isla de los Sabios, en la Isla de Roke, donde se enseña toda la magia, hay nueve Maestros —comenzó.

Ella cerró los ojos dichosa, y escuchó.

Nombró a los Maestros, al de Hierbas y al Maestro Mano, al Invocador y al Hacedor de Formas, al Maestro de Vientos y Nubes y al Cantor, al Nombrador y al Transformador. —Las artes del Transformador y el Invocador son muy peligrosas —dijo—. De cambiar, o de transformar, podéis haber escuchado hablar alguna vez, señora. Hasta un hechicero normal y corriente puede saber cómo realizar cambios ilusorios convirtiendo una cosa en otra cosa durante un rato, o adoptar una apariencia que no es la suya propia. ¿Habéis visto alguna vez eso?

—He oído algo acerca de ello —susurró ella.

—Y a veces las brujas y los hechiceros dirán que han invocado a los muertos para hablar a través de ellos. Tal vez un niño por el cual los padres están llorando. En la choza de la bruja, en la oscuridad, lo oyen llorar, o reír…

Ella asintió con la cabeza.

—Ésos son simplemente hechizos ilusorios, apariencias. Pero hay verdaderos cambios, y verdaderas invocaciones. ¡Y éstas pueden ser verdaderas tentaciones para un mago! Es algo maravilloso volar con las alas de un halcón, señora, y ver la tierra debajo de uno con los ojos de un halcón. Y el de invocar, que en realidad es nombrar, es un gran poder. Saber el verdadero nombre es tener poder, como vos sabéis, señora. Y el arte del invocador apunta directamente a eso. Es algo maravilloso invocar la apariencia y el espíritu de alguien muerto hace mucho tiempo. Ver la belleza de Elfarran en los huertos de Solea, así como la vio Morred cuando el mundo era joven…

Su voz se había vuelto muy suave, muy oscura.

—Bueno, volvamos a mi historia. Hace cuarenta años y más, nació un niño en la Isla de Ark, una rica isla del Mar Interior, al sur y al este de Semel. Este niño era el hijo de un mayordomo de la casa del Señor de Ark. No era el hijo de un hombre pobre, pero tampoco un niño de demasiada importancia. Y sus padres murieron jóvenes. Así que no se le hizo demasiado caso, hasta que tuvieron que fijarse en él por lo que hacía y podía hacer. Era un muchacho extraño, como decían ellos. Tenía poderes. Podía encender un fuego o apagarlo con una palabra. Podía hacer que las ollas y las cazuelas volaran por los aires. Podía convertir una rata en una paloma y hacerla volar por las inmensas colinas del Señor de Ark. Y si estaba enfadado, o asustado, entonces hacía daño. Por ejemplo volcando una tetera llena de agua hirviendo sobre una cocinera que lo había maltratado.

—Dios mío —susurró Regalo. No había dado ni una puntada desde que él comenzara a hablar.

—Era sólo un niño, y los magos de aquella casa no supieron tratarlo con sabiduría, puesto que con él utilizaban poco ésta o la gentileza. Tal vez le tenían miedo. Le ataban las manos y lo amordazaban para evitar que urdiera hechizos. Lo encerraron en uno de los salones del sótano, una habitación de piedra, hasta que pensaron que se habría calmado. Entonces lo mandaron a vivir a los establos de la gran granja, puesto que sabía manejar a los animales, y se tranquilizaba cuando estaba con los caballos. Pero se peleaba bastante con uno de los muchachos del establo, y un día convirtió al pobre muchacho en un montón de excremento. Después de que los magos devolvieron al muchacho del establo a su forma original, volvieron a atar al niño, lo amordazaron y lo metieron en un barco camino a Roke. Pensaron que tal vez allí los Maestros podrían domesticarlo.

—Pobre niño —murmuró ella.

—Ciertamente, puesto que los marineros también le temían, y lo dejaron así atado durante todo el viaje. Cuando el Portero de la Casa Grande de Roke lo vio, le soltó las manos y liberó su lengua. Y lo primero que hizo el niño en la Casa Grande, según dicen, fue poner la Mesa Larga del comedor patas arriba, y agriar la cerveza, y un alumno que intentó detenerlo se convirtió durante un par de segundos en un cerdo… Pero el niño había encontrado en los Maestros sus contrincantes.

»Ellos no lo castigaron, sino que mantuvieron sus salvajes poderes atados con hechizos hasta que pudieron hacerle escuchar y comenzar a aprender. Les llevó mucho tiempo. Había en él un espíritu de rivalidad que le hacía ver cualquier poder que él no tuviera, cualquier cosa que no supiera, como una amenaza, un desafío, algo contra lo cual pelear hasta destruirlo. Hay muchos niños que son así. Yo era así. Pero he tenido suerte. Aprendí mi lección de muy joven.

»Bueno, ese niño aprendió finalmente a domesticar su furia y a controlar su poder. Y era un gran poder. Fuera cual fuese el arte que estudiaba, lo aprendía muy fácilmente, demasiado fácilmente, así que despreciaba las ilusiones, y a los que trabajaban con el clima, e incluso a los curanderos, porque no representaban para él ningún temor, ningún desafío. No veía en sí mismo ninguna virtud por poder dominarlos. Y así fue como, después de que el Archimago Nemmerle le diera su nombre, el muchacho puso todo su empeño en el gran y poderoso arte de la invocación. Y estudió con el Maestro de aquel arte durante mucho tiempo.

»Siempre vivió en Roke, puesto que es allí donde llegan todos los conocimientos de magia, y allí donde se guardan. Y no sentía deseos de viajar y conocer otros tipos de gente, o de ver el mundo, decía que podía invocar a todo el mundo para que acudiera a él, lo cual era verdad. Tal vez ahí es donde yace el peligro de esa arte.

»Ahora bien, lo que se le prohíbe al invocador, o a cualquier mago, es llamar a un espíritu con vida. Podemos llamarlos, sí. Podemos enviarles una voz o un presentimiento, una apariencia de nosotros mismos. Pero no los invocamos nosotros a ellos, en espíritu o en carne, para que acudan a nosotros. Únicamente podemos invocar a los muertos. Únicamente a las sombras. Vos entenderéis por qué esto debe ser así. Invocar a un hombre vivo es tener poder absoluto sobre él, sobre su cuerpo y sobre su mente. Nadie, no importa lo fuerte o sabio o poderoso que sea, puede adueñarse y utilizar a otro ser racional.

»Pero el espíritu de rivalidad fue haciendo su labor sobre el muchacho a medida que iba creciendo y convirtiéndose en un hombre. Es un espíritu muy frecuente en Roke: siempre hacer las cosas mejor que el otro, siempre ser el primero… El arte se convierte en un concurso, en un juego. El fin se convierte en un fin en sí mismo… No hubo allí ningún hombre tan dotado como este hombre, y aun así, si cualquiera hacía algo mejor que él en cualquier cosa, para él era algo muy difícil de soportar. Le asustaba, le indignaba.

»No había lugar para él entre los Maestros, ya que un nuevo Maestro Invocador había sido elegido recientemente, un hombre poderoso, en la flor de su vida, y no parecía probable que se retirara o que muriera. El hombre de nuestra historia ocupaba un lugar de honor entre los eruditos y los demás maestros pero no era uno de los Nueve. A él lo habían pasado por alto. Tal vez no era bueno para él quedarse allí, siempre entre magos, entre niños aprendiendo magia, todos ellos ansiando más y más poder, luchando para ser los más poderosos. De todos modos, a medida que fueron pasando los años él se fue haciendo cada vez más distante, profundizando sus estudios en su celda en la torre, apartado de los demás, enseñando a unos pocos alumnos, hablando poco. El Invocador le enviaba alumnos muy bien dotados, pero muchos de los muchachos de la escuela apenas lo conocían. Sumergido en este aislamiento, comenzó a practicar ciertas artes que no deben practicarse y que no llevan a nada bueno.

»Un invocador se acaba acostumbrando a tratar con espíritus y con sombras y a hacer que vengan según su voluntad y se vayan con sólo decir una palabra. Tal vez este nombre comenzó a pensar: ¿Quién me prohibirá que haga lo mismo con los vivos? ¿Por qué tengo este poder si no puedo utilizarlo? Así que comenzó a llamar a los vivos para que acudieran a él, llamaba a aquellos que vivían en Roke y a quienes él temía, pensando en ellos como rivales, a aquellos cuyos poderes le daban celos. Cuando acudieron a él les quitó sus poderes y los cogió para sí, dejándolos en silencio. No podían decir lo que les había sucedido, ni qué les había pasado a sus poderes. No lo sabían.

»Así que finalmente invocó a su propio maestro, al Invocador de Roke, cogiéndolo desprevenido.

»Pero el Invocador luchó contra él tanto en cuerpo como en espíritu, y me llamó a mí, y yo acudí. Juntos luchamos contra la voluntad que nos destruiría.

Se había hecho de noche. La lámpara de Regalo se había apagado. Sólo el resplandor rojo del fuego brillaba en el rostro de Halcón. No era el rostro que ella se había imaginado. Estaba desgastado, y era un rostro duro y lleno de cicatrices en un lado. La cara de un halcón, pensó ella. Se quedó quieta, escuchando.

—Este no es el cuento de un narrador, señora. Ésta es una historia que nunca más volverá a escuchar. A nadie.

»Yo era nuevo en el oficio de ser Archimago en aquel entonces. Y era más joven que el hombre contra el cual luchábamos, y tal vez no le tenía suficiente miedo. Hicimos todo lo que pudimos para aguantar contra él, allí, en el silencio, en la celda de la torre. Nadie más sabía lo que estaba sucediendo. Luchamos. Luchamos durante un largo rato. Y luego terminó. Él se rompió. Como se rompe una rama. Estaba roto. Pero se fue volando. Para poder vencer aquella ciega voluntad. El Invocador había perdido parte de su fuerza para siempre. Y yo no tuve la fuerza en mí para detener al hombre cuando se fue volando, ni la astucia de enviar a alguien detrás de él. Y no quedaba en mí ni una pizca de poder para perseguirlo yo mismo. Así que escapó de Roke. Se fue sin problema.

»No pudimos ocultar la pelea que habíamos tenido con él, aunque contamos sobre ella lo menos que pudimos. Y muchos dijeron “Mejor que se haya marchado, porque siempre ha estado medio loco, y ahora estaba loco del todo”.

»Pero cuando el Invocador y yo nos recuperamos de los golpes que habían recibido nuestras almas, por decirlo de alguna manera, y de la terrible estupidez en la que cae la mente después de una lucha semejante, comenzamos a pensar que no era bueno tener a un hombre de mucho poder, a un mago, vagando por Terramar con la mente no muy serena, y tal vez lleno de vergüenza y de furia y de sed de venganza.

»No pudimos encontrar rastro alguno de él. Seguramente se convirtió en pájaro o en pez cuando se fue de Roke, hasta llegar a otra isla. Y un mago puede esconderse de todos los sortilegios de encuentro. Mandamos a hacer nuestras investigaciones, de la manera que solemos hacerlo, pero nada ni nadie contestó. Así que nos dispusimos a buscarlo, el Invocador por las islas del este y yo por el oeste. Porque cada vez que pensaba en ese hombre, había empezado a ver en mi mente una gran montaña, un cono roto, con una inmensa y verde tierra debajo, extendiéndose hacia el sur. Recordaba mis lecciones de geografía de cuando era sólo un niño en Roke, y la disposición de la tierra en Semel, y la montaña cuyo nombre es Andanden. Por eso he venido al Gran Pantano. Creo que he venido al sitio correcto.

Se hizo un silencio. El fuego susurraba.

—¿Debería hablar con él? —preguntó Regalo con voz serena.

—No hace falta —dijo el hombre como un halcón—. Yo lo haré. —Y luego dijo:— Irioth.

Ella miró la puerta de la habitación. Se abrió y él estaba allí de pie, delgado y cansado, con los ojos oscuros llenos de sueño y de aturdimiento y de dolor.

—Ged —dijo, y agachó la cabeza. Después de un rato levantó la vista y preguntó—: ¿Puedes quitarme mi nombre?

—¿Por qué debería hacer eso?

—Solamente significa dolor. Odio, orgullo, codicia.

—Te sacaré esos nombres, Irioth, pero no el tuyo.

—No lo entendía —dijo Irioth—. Lo de los otros. Que son otros. Todos somos otro. Debemos serlo. Yo estaba equivocado.

El hombre llamado Ged se acercó a él y le cogió las manos, que Irioth tenía ya medio estiradas, implorando.

—Te equivocaste y has rectificado. Pero estás cansado, Irioth, y el camino es muy arduo cuando uno va solo. Ven a casa conmigo.

La cabeza de Irioth se inclinó de total cansancio. Toda la tensión y la pasión habían salido de su cuerpo. Pero levantó la vista para mirar no a Ged sino a Regalo, callada en el rincón del hogar.

—Aquí tengo trabajo —dijo él.

Ged también la miró.

—Es cierto —dijo ella—. Cura al ganado.

—Me muestran lo que debo hacer —dijo Irioth—, y quién soy. Saben mi nombre. Pero nunca lo dicen.

Después de un rato Ged acercó gentilmente hacia él al hombre más viejo, y lo sostuvo con el brazo. Le dijo algo en voz muy baja y lo dejó ir. Irioth suspiró profundamente.

—Allí no sirvo para nada, ¿entiendes Ged? —dijo—. Aquí, soy. Si me dejan hacer el trabajo. —Miró nuevamente a Regalo, y Ged también. Ella los miró a los dos.

—¿Qué dices tú, Emer? —le preguntó el que parecía un halcón.

—Yo diría —contestó ella, con la voz aguda y chillona, y hablándole al curandero—, que si las reses de Aliso todavía están en pie cuando termine el invierno, los ganaderos os suplicarán que os quedéis. Aunque puede que no os quieran.

—Nadie quiere a un hechicero —dijo el Archimago—. ¡Bueno, Irioth! ¿Acaso he venido hasta aquí, soportando el frío del invierno para buscarte, y debo regresar solo?

—Diles… Diles que estaba equivocado —dijo Irioth—. Diles que me equivoqué. Dile a Thorion… —Y se detuvo, confundido.

—Le diré que los cambios en la vida de un hombre pueden ir más allá de todas las artes que nosotros conocemos, y de toda nuestra sabiduría —dijo el Archimago. Miró a Emer otra vez y le dijo—: ¿Puede quedarse aquí, señora? ¿Es tanto vuestro deseo como el de él?

—Es diez veces más ayuda y más compañía para mí de lo que lo es mi hermano —le contestó ella—. Y un verdadero buen hombre, como ya os he dicho antes, señor.

—Muy bien. Entonces, Irioth, mi querido compañero, mi maestro, mi rival, mi amigo, adiós. Emer, valiente mujer, mi honor y mi agradecimiento para vos. Que vuestro corazón y vuestro hogar estén en paz. —Y entonces hizo un gesto que dejó una huella resplandeciente en el aire durante unos instantes, sobre la piedra del hogar.— Ahora iré al establo —dijo él, y así fue.

La puerta se cerró. Todo estaba en silencio a no ser por el susurro del fuego.

—Acercaos al fuego —dijo ella. Irioth se acercó y se sentó en el banco.

—¿Ése era el Archimago? ¿De verdad?

Él asintió con la cabeza.

—El Archimago del mundo —dijo ella—. En mi establo. Debería dejarle mi cama…

—No la aceptaría —dijo Irioth.

Ella sabía que tenía razón.

—Vuestro nombre es hermoso, Irioth —dijo ella al cabo de un rato—. Nunca supe el verdadero nombre de mi esposo. Ni él el mío. Nunca más diré el vuestro. Pero me gusta saberlo, ya que vos conocéis el mío.

—Vuestro nombre es hermoso, Emer —le dijo él—. Lo diré cuando vos me lo pidáis.

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