Los huesos de la Tierra

Estaba lloviendo otra vez, y el mago de Re Albi tenía una poderosa tentación: obrar un sortilegio sobre el clima, apenas un breve, pequeño sortilegio, para enviar a la lluvia detrás de la montaña. Le dolían los huesos. Le dolían por la ausencia del sol. Un sortilegio para que el sol saliera y brillara a través de su carne y los secara. Por supuesto que podría urdir un hechizo de dolor, pero todo lo que haría sería esconder el dolor durante un rato. No había cura para lo que lo atormentaba. Los huesos más viejos necesitan del sol. El mago se quedó inmóvil en la puerta de su casa, entre la habitación oscura y el aire azotado por la lluvia, controlándose a sí mismo para no pronunciar un conjuro, y enfadado consigo mismo por estarse controlando y por tener que controlarse.

Nunca maldecía —los hombres de poder no maldicen: no es seguro—, pero se aclaraba la garganta con un gruñido de tos, como un oso. Un segundo después un trueno retumbó en las ocultas altas laderas de la Montaña Gontesca, resonando de norte a sur, desvaneciéndose en los bosques invadidos por las nubes.

«Una buena señal, truenos», pensó Dulse. Pronto dejaría de llover. Se levantó la capucha y salió bajo la lluvia para alimentar a las gallinas.

Le echó un vistazo al gallinero y encontró tres huevos. Bucea Roja estaba poniendo. Los cascarones de sus huevos estaban a punto de romperse. Los ácaros la molestaban, y parecía abandonada y agotada. Pronunció unas cuantas palabras contra los ácaros, se dijo a sí mismo que debía acordarse de limpiar la caja del nido en cuanto los polluelos rompieran el cascarón, y se dirigió al corral de las aves, donde Bucea Marrón y Gris y Leggins y Candor y el Rey se acurrucaban bajo el alero haciendo comentarios suaves pero enfadados sobre la lluvia.

—A mediodía ya no lloverá —les dijo el mago a las gallinas. Les dio de comer y cruzó el barro chapoteando hasta llegar a la casa con tres cálidos huevos. Cuando era pequeño le gustaba caminar sobre el barro. Recordaba cómo disfrutaba del frío que subía por entre sus dedos. Todavía le gustaba ir descalzo, pero ya no disfrutaba del barro; era pegajoso, y no le gustaba nada tener que agacharse en el umbral de su casa para limpiarse los pies antes de entrar. Cuando tenía el suelo de tierra no importaba, pero ahora tenía un suelo de madera, como un señor o un comerciante o un Archimago. Para mantener el frío y la humedad lejos de sus huesos. No había sido su decisión. Silencio había venido desde el Puerto Gontesco, la primavera pasada, para colocar un suelo en la casa vieja. Habían tenido una de sus discusiones por aquello. Debería haber sido más listo, después de tanto tiempo, y no haber discutido otra vez con Silencio.

—He caminado sobre la tierra durante setenta y cinco años —le había dicho Dulse—. ¡Unos pocos más no me matarán!

A lo que por supuesto Silencio no respondió, dejando que escuchara lo que había dicho y sintiera a fondo la necedad de sus palabras.

—La tierra es más fácil de mantener limpia —dijo, sabiendo que la pelea ya estaba perdida. Era verdad que todo lo que había que hacer con un buen suelo de arcilla compacto era barrerlo y de vez en cuando rociarlo para mantener la tierra apisonada. Pero igualmente sonaba un poco estúpido.

—¿Quién se supone que va a colocar ese suelo? —preguntó, ahora apenas quejumbroso.

Silencio asintió con la cabeza, queriendo decir que él mismo lo haría.

El muchacho era de hecho un trabajador de primera clase, carpintero, ebanista, colocador de piedras, techador; lo había demostrado cuando vivía allí arriba, como alumno de Dulse, y su vida con los hombres ricos del Puerto Gontesco no le había ablandado las manos. Trajo los tablones del aserradero de Sexto en Re Albi, conduciendo el equipo de bueyes de Gammer; colocó el suelo y lo pulió al día siguiente, mientras el viejo mago estaba en el Lago Cenagal. Cuando Dulse regresó a casa allí estaba, brillante como el lago oscuro. —Tendré que lavarme los pies cada vez que entre —refunfuñó. Entró con mucho tiento. La madera era tan tersa que la sentía suave debajo de las plantas desnudas de los pies.— Satén —dijo—. No me digas que has hecho todo esto en un día sin urdir un par de hechizos. Una choza de aldea con suelo de palacio. ¡Bueno, será una buena vista, cuando llegue el invierno, ver brillar el fuego en eso! ¿O es que ahora tengo que conseguirme una alfombra? ¿Un vellocino, una urdimbre de oro?

Silencio sonrió. Estaba satisfecho consigo mismo.

Había aparecido en la puerta de Dulse hacía unos pocos años. Bueno, no, debía de hacer ya veinte años, o veinticinco. Hacía ya bastante tiempo. En aquel entonces era realmente un niño, de piernas largas, cabellos enmarañados y rostro suave. La sonrisa forzada, los ojos claros. —¿Qué quieres? —le había preguntado el mago, sabiendo ya lo que quería, lo que todos querían, y alejando sus ojos de aquellos ojos claros. Era un buen maestro, el mejor de Gont, y lo sabía. Pero estaba cansado de enseñar, no quería otro aprendiz a su cargo. Y percibía peligro.

—Aprender —susurró el muchacho.

—Ve a Roke —le contestó el mago. El niño llevaba zapatos y un buen chaleco de cuero. Podía costearse un pasaje en barco para ir a la escuela.

—Ya he estado allí.

Al oír esto Dulse volvió a mirarlo. No tenía capa, ni vara.

—¿Has fallado? ¿Te han echado? ¿Has escapado?

El niño sacudió la cabeza después de cada pregunta. Cerró los ojos; su boca ya estaba cerrada. Estaba allí de pie, tremendamente concentrado, sufriendo; tomó aire, miró al mago directamente a los ojos.

—Mi maestro está aquí, en Gont —dijo, todavía hablando con dificultad apenas en un susurro—. Mi maestro es Heleth.

Ante eso, el mago cuyo nombre verdadero era Heleth, se quedó tan inmóvil como el muchacho, devolviéndole la mirada, hasta que los ojos del niño se apartaron.

En silencio, Dulse buscó el nombre del niño, y vio dos cosas: la pina de un abeto, y la runa de la Boca Cerrada. Luego, buscando un poco más, escuchó en su mente un nombre; pero no lo dijo.

—Estoy cansado de enseñar y de hablar —le dijo—. Necesito silencio. ¿Te basta con eso?

El niño asintió una vez con la cabeza.

—Entonces para mí eres Silencio —dijo el mago—. Puedes dormir en el rincón que está debajo de la ventana que da al oeste. Hay un viejo jergón en la leñera. Ventílalo. No traigas ratones aquí con él.

Y salió con paso airado hacia el Vertedero, enfadado con el niño por haber ido y con él mismo por haber aceptado; pero no era el enojo lo que hacía palpitar su corazón. Andando a zancadas de aquí para allá —en aquel entonces podía hacerlo— con el viento marino golpeando sin parar su flanco izquierdo, y los primeros rayos de sol sobre la mar más allá de las sombras de la montaña, pensó en los Magos de Roke, los maestros del arte de la magia, los profesores del misterio y del poder. «Era demasiado para ellos, ¿verdad? Y será demasiado para mí», pensó, y sonrió. Era un hombre tranquilo, pero no le importaba correr un poco de peligro.

En ese momento se agachó y sintió la tierra bajo sus pies. Estaba descalzo, como siempre. Cuando era un alumno en Roke, usaba zapatos. Pero había regresado a casa, a Gont, a Re Albi, con su vara de mago, y se había quitado los zapatos. Se quedó quieto y sintió la tierra y las rocas del sendero de la cima del acantilado bajo los pies, y los acantilados debajo de ellos, y las raíces de la isla en la oscuridad que yacían por debajo de todo aquello. En la oscuridad bajo las aguas todas las islas se tocaban y eran una. Eso es lo que le había dicho su maestro Ard, y lo que le habían dicho sus maestros en Roke. Pero ésta era su isla, su roca, su tierra. Su magia había crecido entre ellas. «Mi maestro está aquí», había dicho el niño, pero había algo más que la magia. Eso, tal vez, era algo que Dulse podría enseñarle: lo que estaba más allá de la magia. Lo que él había aprendido allí, en Gont, antes de ir a Roke.

Y el niño tiene que tener un báculo. ¿Por qué permitió Nemmerle que abandonara Roke sin un báculo, con las manos vacías como un aprendiz o como una bruja? Un poder así no debería ir deambulando por ahí sin canalizar y sin símbolo alguno.

«Mi maestro no tenía vara», pensó Dulse, y al mismo tiempo pensó: «El muchacho quiere que yo le dé su báculo. Roble gontesco, de las manos de un mago gontesco. Pues bien, si se lo gana le haré uno. Si puede mantener la boca cerrada. Y le dejaré mis libros del saber. Si puede limpiar un gallinero, y entender las Glosas de Danemer, y mantener la boca cerrada».

El nuevo alumno limpió el gallinero y aró la parcela de judías, aprendió el significado de las Glosas de Danemer y la Arcana de las Enlades, y mantuvo la boca cerrada. Escuchaba. Escuchaba lo que Dulse le decía; a veces escuchaba lo que Dulse pensaba. Hacía lo que Dulse quería y lo que Dulse no sabía que quería. Su don superaba ampliamente las enseñanzas de Dulse, sin embargo había hecho lo correcto al ir a Re Albi, y los dos lo sabían.

Durante aquellos años, Dulse pensaba a menudo en padres e hijos. Él se había peleado con su padre, un hechicero prospector, por haber elegido a Ard como su maestro. Su padre le había dicho a gritos que un alumno de Ara no era hijo suyo, había amamantado su propia ira, había muerto implacable.

Dulse había visto a hombres jóvenes llorar de alegría por el nacimiento de un primer hijo. Había visto a hombres pobres pagar a las brujas las ganancias de todo un año para que le prometieran que el niño tendría siempre buena salud, y a un hombre rico tocar el rostro de su bebé acicalado con oro y susurrar, lleno de adoración: «Mi inmortalidad». Había visto a hombres golpear a sus hijos, abusar de ellos y humillarlos, molestarlos y frustrarlos, odiar la muerte que veían en ellos. Había visto el odio en respuesta en los ojos de los hijos, el desprecio cruel. Y al verlo, Dulse sabía por qué nunca había buscado reconciliarse con su padre.

Había visto a un padre y a un hijo trabajar juntos del amanecer al atardecer, el viejo guiando a un buey ciego, el hombre de edad mediana conduciendo el arado de hoja de acero, ni una palabra entre ellos. Cuando llegaban a la casa el viejo posaba un momento su mano sobre el hombro del hijo.

Siempre se había acordado de eso. Lo recordaba ahora, mientras miraba a través del hogar, en las noches de invierno, la cara oscura inclinada sobre un libro del saber o sobre una camisa que necesitaba un remiendo. Los ojos mirando hacia abajo, la boca cerrada, el espíritu escuchando.

—Una vez en su vida, si es que tiene suerte, un mago encuentra a alguien con quien hablar. —Nemmerle le había dicho eso a Dulse una o dos noches antes de que Dulse abandonara Roke, uno o dos años antes de que Nemmerle fuera elegido Archimago. Había sido el Maestro de Formas y el más bondadoso de todos los maestros de Dulse en la escuela.— Creo que si te quedaras, Heleth, podríamos hablar.

Dulse había sido incapaz de responder absolutamente nada durante un rato. Luego, tartamudeando, sintiéndose culpable por su ingratitud e incrédulo ante su terquedad, dijo: —Maestro, me quedaría, pero mi trabajo está en Gont. Desearía que estuviera aquí, con vos…

—Es un don bastante extraño, saber dónde necesitas estar, antes de haber estado en todos los lugares en los que no necesitas estar. Bueno, pues envíame un alumno de vez en cuando. Roke necesita de la magia gontesca. Creo que estamos ignorando algunas cosas, aquí, cosas que vale la pena saber…

Dulse había enviado alumnos a la escuela, cuatro o cinco, agradables muchachos con un don para esto o para aquello; pero el que Nemmerle esperaba había llegado y se había ido por voluntad propia, y lo que habían pensado de él en Roke, Dulse no lo sabía. Y Silencio, por supuesto, no lo decía. Era evidente que había aprendido allí en dos o tres años lo que algunos niños aprenden en seis o siete, y muchos no aprendían nunca. Para él había sido simplemente trabajo preliminar.

—¿Por qué no acudiste a mí desde un principio? —le había preguntado Dulse—. Y luego hubieses ido a Roke, para perfeccionar el trabajo.

—No quería haceros perder el tiempo.

—¿Sabía Nemmerle que vendrías a trabajar conmigo?

Silencio sacudió la cabeza.

—Si te hubieras dignado decirle cuáles eran tus intenciones, él me habría enviado un mensaje.

Silencio pareció sorprenderse. —¿Era vuestro amigo?

Dulse calló un momento. —Era mi maestro. Habría sido mi amigo, tal vez, si me hubiera quedado en Roke. ¿Acaso los magos tienen amigos? Solamente esposas, o hijos, supongo… Una vez me dijo que en nuestro oficio, el que encuentra alguien con quien hablar es un hombre de suerte… Acuérdate de eso. Si tienes suerte, un día tendrás que abrir la boca.

Silencio inclinó su enmarañada y pensativa cabeza.

—Si es que no se ha oxidado de estar cerrada —agregó Dulse.

—Si me lo pidierais, hablaría —le contestó el muchacho, tan sincero, tan deseoso de negar su naturaleza ante la petición de Dulse, que el mago tuvo que reírse.

—Te he pedido que no hables —le dijo—. Y no es una necesidad mía. Yo hablo suficiente para los dos. No importa. Sabrás qué decir cuando llegue el momento. Así es el arte, ¿no? Qué decir, y cuándo decirlo. Y el resto es silencio.

El muchacho durmió durante tres años sobre un jergón debajo de la pequeña ventana de la casa de Dulse que daba al oeste. Aprendió magia, alimentó a las gallinas, ordeñó la vaca. Una vez le sugirió a Dulse que tuviera cabras. No había dicho nada durante una semana aproximadamente, una fría y húmeda semana de otoño. Un día dijo:

—Podríais tener algunas cabras.

Dulse tenía el gran libro del saber abierto sobre la mesa. Había estado intentando retejer uno de los Hechizos de Acastan, bastante roto y ya sin poder a causa de las Emanaciones de Fundaur varios siglos atrás. Acababa de comenzar a captar algo de la palabra que le faltaba, la que podría llenar uno de los espacios en blanco, casi la tenía y Silencio dijo:

—Podríais tener algunas cabras.

Dulse se consideraba a sí mismo un hombre verboso e impaciente, con bastante genio. La voluntad de no maldecir había sido una carga para él en su juventud, y durante cuarenta años la imbecilidad de los aprendices, la de los clientes, la de las vacas y la de las gallinas lo habían puesto a prueba incansablemente. Los aprendices y los clientes temían su lengua, en cambio las vacas y las gallinas no prestaban ninguna atención a sus explosiones. Nunca antes se había enfadado con Silencio. Hubo una pausa muy larga.

—¿Para qué?

Aparentemente, Silencio no se había dado cuenta de lo que significaba aquella pausa o la exagerada dulzura en la voz de Dulse.

—Leche, queso, cabritos asados, compañía —le contestó.

—¿Alguna vez has tenido cabras? —le preguntó Dulse, con la misma voz dulce y amable.

Silencio sacudió la cabeza.

En realidad era un muchacho de ciudad, nacido en el Puerto de Gont. No había dicho nada sobre sí mismo, pero Dulse había estado por allí haciendo algunas preguntas. El padre, un estibador, había muerto en el gran terremoto, cuando Silencio tendría siete u ocho años; la madre era cocinera en una fonda del muelle. Cuando tenía doce años, el muchacho se había metido en alguna clase de problema, probablemente fastidiando a alguien con magia, y su madre se las había arreglado para que fuera aprendiz de Elassen, un respetado hechicero en Valmouth. Allí el muchacho había obtenido su verdadero nombre, y algunas nociones de carpintería y agricultura, y poco más; y Elassen había tenido la generosidad, después de tres años, de pagarle el pasaje a Roke. Eso era todo lo que Dulse sabía de él.

—No me gusta el queso de cabra —dijo Dulse.

Silencio asintió con la cabeza, aceptando, como siempre.

De vez en cuando, en los años posteriores, Dulse recordaba cómo no había perdido la paciencia cuando Silencio le preguntara si podían tener cabras; y cada vez que lo recordaba la memoria le devolvía una tranquila satisfacción, como la de terminar el último bocado de una pera en su punto.

Después de pasar los días siguientes tratando de recuperar la palabra perdida, había puesto a Silencio a estudiar los Hechizos de Acastan. Finalmente lo resolvieron juntos, un largo y arduo trabajo. —Como arar con un buey ciego —dijo Dulse.

No mucho después de aquello le dio a Silencio la vara de roble gontesco que había hecho para él.

Y cuando el Señor del Puerto de Gont había tratado una vez más de que Dulse bajara para hacer lo que necesitaba hacerse en el Puerto de Gont, Dulse había enviado a Silencio en su lugar, y allí se había quedado.

Ahora Dulse estaba de pie en su puerta, tres huevos en la mano y la lluvia cayéndole fría por la espalda.

¿Cuánto hacía que estaba allí de pie? ¿Por qué estaba allí de pie? Había estado pensando en el barro, en el suelo, en Silencio. ¿Acaso había estado fuera, caminando por el sendero sobre el Vertedero? No, eso había sido hacía ya muchos años, muchos años, bajo la luz del sol. Estaba lloviendo. Le había dado de comer a las gallinas, y había regresado a la casa con tres huevos, todavía estaban tibios en su mano, huevos de un marrón sedoso, y el sonido del trueno aún retumbaba en su mente, la vibración del trueno estaba en sus huesos, en sus pies. ¿Trueno?

No. Había habido una especie de estallido, hacía un rato. Aquello no eran truenos. Había tenido antes esa extraña sensación y no la había reconocido, antes, ¿cuándo?, hacía mucho, antes de todos los días y todos los años en los que había estado pensando. ¿Cuándo, cuándo había sido? Antes del terremoto. Justo antes del terremoto. Justo antes de que media milla de la costa de Essary se hundiera en el mar, y de que la gente muriera aplastada en las ruinas de sus aldeas, y de que una inmensa ola inundara el muelle del Puerto de Gont.

Bajó el peldaño que separaba el suelo de madera de su casa de la tierra y posó los pies sobre ésta para poder sentir el suelo con los nervios de las plantas de los pies, pero el barro babeaba y ensuciaba cualquier mensaje que la tierra pudiera tener para él. Dejó los huevos junto a la puerta, se sentó a su lado, se limpió los pies con el agua de lluvia recogida en el bote que estaba junto al peldaño, se los secó con el trapo que colgaba del asa del bote, enjuagó y escurrió el trapo y lo colgó en el asa del bote, cogió los huevos, se puso de pie lentamente y entró en su casa.

Le echó una mirada penetrante al báculo que estaba apoyado en la esquina, detrás de la puerta. Puso los huevos en la despensa, se comió una manzana rápidamente porque tenía hambre, y cogió su vara. Era de tejo, con la punta recubierta de cobre, la empuñadura suave como el satén por el uso. Se la había dado Nemmerle.

—¡De pie! —le dijo en su lengua, y la soltó. Se sostuvo como si la hubiera metido dentro de una fosa.

—¡A la raíz! —dijo impacientemente, en la Lengua de la Creación—. ¡A la raíz!

Observó la vara que estaba de pie sobre el suelo brillante. Después de unos escasos segundos la vio temblar muy ligeramente, un escalofrío, un estremecimiento.

—Ah, ah, ah —dijo el viejo mago—. ¿Qué debo hacer? —dijo en voz alta al cabo de un rato.

La vara se balanceó, se quedó quieta, volvió a temblar.

—Basta con eso, querida —le dijo Dulse, posando su mano sobre ella—. Vamos. No me extraña que estuviera pensando, y pensando en Silencio. Debería enviar a alguien… enviarle a él… No. ¿Qué dijo Ard? Encuentra el centro, encuentra el centro. Eso es lo que hay que preguntar. Eso es lo que hay que hacer… —Mientras se murmuraba a sí mismo, echando hacia atrás su pesada capa, poniendo agua a hervir sobre el pequeño fuego que había encendido antes, se preguntaba si siempre se había hablado a sí mismo, si había hablado todo el tiempo cuando Silencio vivía con él. No. Se había convertido en un hábito después de que Silencio se fuera, pensó, aunque un trocito de su mente seguía pensando los pensamientos normales y corrientes de la vida, mientras que el resto se preparaba para el terror y la destrucción.

Hirvió los tres nuevos huevos y uno que ya estaba en la despensa hasta que estuvieron duros, y los puso dentro de una pequeña bolsa junto con cuatro manzanas y una vejiga de vino resinado, para el caso de que tuviera que quedarse fuera toda la noche. Se encogió artríticamente en su pesada capa, cogió su báculo, le dijo al fuego que se apagara y se fue.

Ya no tenía vaca. Se detuvo unos instantes a mirar el corral de las aves, pensando. El zorro había estado visitando el huerto últimamente. Pero las gallinas tendrían que buscar algo si él no aparecía. Tendrían que arriesgarse, como todos los demás. Abrió un poco la verja del gallinero. Aunque la lluvia no era entonces ya más que una llovizna neblinosa, se quedaron acurrucadas bajo el alero del gallinero, desconsoladas. El Rey no había cantado ni una vez aquella mañana.

—¿Tenéis algo que decirme? —les preguntó Dulse.

Bucea Marrón, su favorita, se sacudió y dijo su nombre unas cuantas veces. Las otras no dijeron nada.

—Bueno, cuidaos. He visto al zorro en la noche de luna llena —dijo Dulse, y siguió su camino.

Mientras caminaba pensaba, pensaba mucho, recordaba. Recordaba todo lo que podía sobre asuntos de los que su maestro gontesco le había hablado sólo una vez y hacía mucho tiempo. Asuntos extraños, tan extraños que nunca había sabido si eran verdadera magia o mera brujería, como decían en Roke. Asuntos sobre los que desde luego nunca había oído hablar en Roke, y tampoco había hablado de ellos allí, tal vez por temor a que los Maestros lo despreciaran por tomarse en serio semejantes cosas, tal vez sabiendo que ellos no los entenderían, porque eran temas gontescos, verdades de Gont. No estaban escritos ni siquiera en los libros del saber de Ard, que provenían del Gran Mago Ennas de Perregal. Eran todos asuntos que pasaban de boca en boca, asuntos de palabra. Eran verdades de casa.

—Si necesitas leer la montaña —le había dicho su maestro—, ve al Lagunajo Oscuro en los pastos de ganado más altos de Semere. Desde allí puedes ver los caminos. Necesitas encontrar el centro. Ver por dónde entrar.

—¿Entrar? —había susurrado el niño Dulse.

—¿Qué podrías hacer desde fuera?

Dulse permaneció en silencio durante un largo rato, y luego preguntó: —¿Cómo?

—Así. —Y los largos brazos de Ard se extendieron hacia arriba pronunciando lo que Dulse sabría más adelante era un gran sortilegio de Transformación. Ard pronunció mal las palabras del sortilegio, como deben hacerlo los maestros de magia para que los sortilegios funcionen. Dulse conocía el truco que le permitía escucharlos bien y recordarlos. Cuando Ard terminó, Dulse había repetido las palabras en su mente en silencio, medio esbozando los extraños y complicados gestos que formaban parte de ellas. De repente su mano se detuvo.

—¡Pero no puedes deshacer esto! —dijo en voz alta.

Ard asintió con la cabeza. —Es irrevocable.

Dulse no conocía ninguna transformación que fuera irrevocable, ningún sortilegio que no pudiera ser deshecho, excepto la Palabra de Desatar, que se dice sólo una vez.

—Pero ¿por qué… ?

—Por necesidad —le contestó Ard.

Dulse sabía que era mejor no pedir explicaciones. La necesidad de pronunciar semejante sortilegio no podía ser algo de todos los días; la oportunidad que tenía de usarlo alguna vez era muy remota. Dejó que el terrible hechizo se hundiera en su mente, y que se escondiera y se cubriera con miles de útiles o hermosos o instructivos hechizos y encantamientos, con todo el saber y las reglas de Roke, con toda la sabiduría de los libros que Ard le había legado. Tosco, monstruoso, inútil, había permanecido en la oscuridad de su mente durante sesenta años, como la piedra angular de una casa antigua y olvidada en el sótano de una mansión llena de luces y tesoros y niños.

La lluvia había cesado, aunque la neblina todavía escondía el techo y los jirones de nubes que se amontonaban atravesando los altos bosques. A pesar de no ser un andarín incansable como Silencio, quien habría pasado su vida merodeando por los bosques de la Montaña de Gont si hubiera podido, Dulse había nacido en Re Albi y conocía los caminos y los senderos que la rodeaban como si formaran parte de él. Tomó el atajo en el pozo de Rissi y apareció antes del mediodía en los altos pastos de Semere, un peldaño llano en la ladera de la montaña. Una milla más abajo, ahora bañadas completamente por los rayos del sol, las construcciones de las granjas yacían al abrigo de una colina a través de la cual un rebaño de ovejas se movía como la sombra de una nube. El Puerto de Gont y su bahía estaban ocultos bajo las empinadas y anudadas colinas que se erguían tierra adentro sobre la ciudad.

Dulse se paseó un poco por allí antes de encontrar lo que pensó era el Lagunajo Oscuro. Era pequeño, mitad barro y cañaveral, con un vago y cenagoso sendero hacia el agua, y ninguna huella en él a no ser las de las pezuñas de las cabras. El agua era oscura, aunque se encontraba bajo el claro cielo y bastante por encima de la tierra turbia. Dulse siguió las huellas de las cabras, gruñendo cada vez que sus pies resbalaban en el barro y se torcía el tobillo para evitar caerse. Se quedó inmóvil al llegar al agua, en la orilla. Se agachó para frotarse el tobillo. Escuchó.

Todo estaba sumergido en un silencio absoluto.

No soplaba el viento. Los pájaros no cantaban. No se oía el susurro ni el balido ni el sonido de una voz. Como si toda la isla se hubiera quedado petrificada. No zumbaba ni una mosca.

Miró el agua oscura. No reflejaba nada.

Reacio, dio un paso hacia adelante, descalzo y con las piernas desnudas; había enrollado la capa y la había metido dentro de su bolsa hacía una hora, cuando salió el sol. Los juncos le rozaban las piernas. El barro era blando y absorbente bajo sus pies, lleno de raíces de junco enmarañadas. No hacía ningún ruido mientras se movía lentamente por el estanque, y los círculos que se formaban en el agua al ir atravesándola eran ligeros y pequeños. Durante un buen trecho era poco profundo. Luego sus prudentes pies ya no sintieron el fondo, y se detuvo.

El agua tembló. La sintió primero en los muslos, un lengüetazo, como las cosquillas que produce el pelaje de un animal; luego lo vio, el temblor de la superficie de todo el lagunajo. No los círculos que él formaba, que ya se había desvanecido, sino una agitación, un temblor, una vez y otra.

—¿Dónde? —susurró, y luego pronunció la palabra en voz alta en la lengua que entienden todas las cosas que no tienen otra lengua.

Todo era silencio. Luego un pez saltó desde el agua negra y temblorosa, un pez gris claro del largo de su mano, y mientras saltaba gritó con una voz pequeña y muy clara, en esa misma lengua: —¡Yaved!

El viejo mago permaneció allí de pie. Trató de recordar todo lo que sabía acerca de los nombres de Gont, trajo a todas sus cuestas y a sus acantilados y a sus barrancos hasta su mente, y en un minuto vio dónde estaba Yaved. Era el sitio en el que se separaban las crestas, sólo un poco hacia el interior del Puerto de Gont, en lo profundo del nudo de colinas que se eleva sobre la ciudad. Era el lugar de la falla. Un terremoto centrado allí podría derribar toda la ciudad, podría causar avalanchas y grandes olas unir los acantilados de la bahía como manos atadas. Dulse se estremeció, tembló de arriba abajo como el agua del estanque.

Dio media vuelta y emprendió el camino hacia la costa, apresurado, sin preocuparse de dónde apoyaba los pies y sin importarle romper el silencio chapoteando y respirando agitadamente. Recorrió con dificultad una vez más el camino atravesando los juncos hasta que llegó a pisar tierra seca y ásperas hierbas, y oyó el zumbido de mosquitos y de grillos. Entonces se sentó en el suelo, duro, porque le temblaban las piernas.

—No funcionará —dijo, hablando para sí mismo en hárdico, y luego añadió—: No puedo hacerlo. —Y después:— No puedo hacerlo solo.

Estaba tan perturbado que cuando se decidió a llamar a Silencio no podía acordarse del comienzo del hechizo, el cual había practicado durante sesenta años; luego, cuando creyó que lo tenía, comenzó a decir en cambio uno de Invocación, y el hechizo había comenzado a funcionar antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, entonces se detuvo y tuvo que deshacerlo palabra por palabra.

Arrancó algo de hierba y frotó con ella el barro baboso que tenía en pies y piernas. Todavía no estaba seco, y simplemente se lo extendió aun más por la piel.

—Odio el barro —susurró. Luego abrió de golpe la boca y dejó de intentar limpiarse las piernas—. Tierra, tierra —dijo, acariciando gentilmente el suelo en el que se sentaba. Luego, muy lenta, muy cuidadosamente, comenzó a urdir el hechizo de llamada.

En una ajetreada calle en bajada que iba a dar al atareado muelle del Puerto de Gont, el mago Ogión se paró en seco. El capitán de barco que estaba a su lado dio varios pasos más y se volvió para mirar a Ogión hablando solo.

—¡Pero yo iré, Maestro! —dijo. Y luego, después de una pausa—: ¿ Qué? ¿Tan pronto? —Y después de una pausa más larga, le dijo al aire algo en una lengua que el capitán de barco no comprendía, e hizo un gesto que oscureció el aire a su alrededor por un instante.

—Capitán —le dijo—. Lo siento, debo esperar para hechizar sus velas. Se acerca un terremoto. Debo prevenir a la ciudad. Avisad vos allí abajo, que todos los barcos que puedan navegar salgan a alta mar. ¡Que despejen los Promontorios Fortificados! Buena suerte. —Y dio media vuelta y subió la calle corriendo, un hombre alto y fuerte de ásperos cabellos grises, ahora corriendo como un ciervo.

El Puerto de Gont yace en el límite interior de una extensa pero estrecha bahía entre costas empinadas. Su entrada desde el mar se encuentra entre dos grandes cabos, las Puertas del Puerto, los Promontorios Fortificados, separados por menos de treinta metros. La gente del Puerto de Gont está a salvo de piratas marítimos. Pero su seguridad es también su peligro: la extensa bahía sigue una falla en la tierra, y las mandíbulas que se han abierto podrían volver a cerrarse.

Cuando hubo hecho todo lo que podía hacer para prevenir a la ciudad, y cuando hubo visto a todos los guardianes de las puertas y del puerto hacer lo que podían para evitar que los pocos caminos se atascaran y se convirtieran en trampas mortales llenas de gente presa del pánico, Ogión se encerró en una habitación en la torre de las señales del Puerto, cerró la puerta con llave, ya que todos querían hablar con él al mismo tiempo, y se envió al Lagunajo Oscuro, en los pastos de ganado de Semere, en lo alto de la Montaña.

Su antiguo maestro estaba sentado sobre la hierba, próximo al lagunajo, comiendo una manzana. Trozos de cáscara de huevo salpicaban el suelo cerca de sus piernas, las cuales estaban cubiertas de barro seco. Cuando alzó la vista y vio la imagen de Ogión, esbozó una amplia y dulce sonrisa. Pero se veía viejo. Nunca le había parecido tan viejo a Ogión. Éste no lo veía hacía más de un año, puesto que había estado muy atareado en el Puerto de Gont, lidiando con los negocios de los señores y de la gente, nunca una oportunidad para caminar por los bosques sobre la ladera de la montaña o para ir a sentarse con Heleth en la pequeña morada de Re Albi, y escuchar y estarse quieto. Heleth era un anciano, tenía ahora cerca de ochenta años; y tenía miedo. Sonrió con alegría al ver a Ogión, pero tenía miedo.

—Creo que lo que tenemos que hacer —dijo sin preámbulos— es tratar de evitar que la falla se cierre demasiado. Tú en las Puertas y yo en el límite interior, en la Montaña. Trabajando juntos, ya sabes. Podríamos llegar a conseguirlo. Puedo sentir cómo se está formando, ¿lo sientes?

Ogión sacudió la cabeza. Dejó que su imagen se sentara sobre la hierba cerca de Heleth, pero no curvó los tallos de la hierba donde pisó o se sentó. —Lo único que he hecho ha sido hundir a la ciudad en el pánico y sacar a todos los barcos de la bahía —dijo—. ¿Qué es lo que sentís? ¿Cómo lo sentís?

Eran preguntas técnicas, de mago a mago. Heleth dudó unos instantes antes de responder.

—Ard me enseñó algo acerca de esto —dijo, e hizo una pausa.

Nunca le había dicho a Ogión nada acerca de su primer maestro, un hechicero desconocido incluso en Gont, y tal vez con mala fama. Ogión sabía solamente que Ard nunca había ido a Roke, que había sido adiestrado en Perregal, y que algún misterio o alguna vergüenza oscurecía su nombre. Aunque era bastante hablador, para ser un mago, Heleth era silencioso como una piedra cuando se trataba de ciertas cosas. Así que Ogión, que respetaba el silencio, nunca le había preguntado nada acerca de su maestro.

—No es magia de Roke —dijo el viejo. Su voz era seca, un poco forzada—. Nada que afecte al equilibrio, sin embargo. Nada engorroso.

Aquélla había sido siempre su palabra para las acciones viles, los sortilegios para obtener beneficios, las maldiciones, la magia negra: «las cosas engorrosas».

Después de un rato, buscando las palabras, prosiguió: —Tierra. Rocas. Es una magia sucia. Antigua. Muy antigua. Tan antigua como la Isla de Gont.

—¿Los Antiguos Poderes? —murmuró Ogión.

Heleth le contestó: —No estoy seguro.

—¿Controlará a la misma tierra?

—Creo que es más un asunto de meterse en ella. Dentro de ella. —El viejo estaba enterrando el corazón de su manzana y los trozos más grandes de cáscara de huevo debajo de la tierra suelta, aplastándola con la mano pulcramente.— Por supuesto que conozco las palabras, pero tendré que descubrir qué hacer a medida que lo voy haciendo. Ése es el problema de los grandes sortilegios, ¿verdad? Sabes lo que tienes que hacer a medida que vas haciéndolo. No hay oportunidad de practicar —levantó la vista—. Ah… ¡ahí! ¿Sientes eso?

Ogión sacudió la cabeza.

—Resistid —dijo Heleth, su mano todavía aplastando ausente y gentilmente la tierra, como se acariciaría a una vaca asustada—. Ahora falta poco, creo. ¿Puedes mantener las Puertas abiertas, querido?

—Decidme lo que haréis vos…

Pero Heleth ya estaba sacudiendo la cabeza. —No —le dijo—. No hay tiempo. No es a lo que estás acostumbrado. —Se distraía cada vez más con lo que fuera que sentía en la tierra o en el aire, y a través de él Ogión también sintió aquella tensión acumulándose, intolerable.

Permanecieron allí sentados sin hablar. La crisis pasó. Heleth se relajó un poco y hasta sonrió. —Es algo muy antiguo —dijo— lo que voy a hacer. Ahora me gustaría haber pensado más en ello. Habértelo enseñado a ti. Pero me parecía un poco tosco. Un poco torpe… Ella no me dijo dónde lo había aprendido. Aquí, por supuesto… Hay distintas clases de conocimiento, después de todo. —¿Ella?

—Ard. Mi Maestro. —Heleth levantó la vista, su rostro indescifrable, su expresión probablemente furtiva.— ¿No lo sabías? No, supongo que nunca lo mencioné. Me pregunto qué diferencia habría en su magia, por ser una mujer. O en la mía, por ser un hombre… Lo que importa, me parece a mí, es en la casa de quién vivimos. Y a quién dejamos entrar en la casa. Este tipo de cosas… ¡Ahí está? Ahí está otra vez…

Su repentina tensión e inmovilidad, la cara de preocupación y la mirada hacia adentro eran como las de una mujer haciendo el trabajo de parto cuando la matriz se contrae. Ése era el pensamiento de Ogión, incluso cuando le preguntaba: —¿Qué habéis querido decir con: «en la Montaña»?

El espasmo pasó; Heleth respondió: —Dentro de ella. Allí en Yaved. —Señaló el grupo de colinas debajo de ellos.— Entraré e intentaré que las cosas no empeoren. Mientras lo haga, descubriré la forma de hacerlo, no lo dudo. Pienso que deberías volver a ti mismo. Las cosas se están poniendo tensas. —Se detuvo otra vez, con la mirada fija como si estuviese sufriendo un intenso dolor, encorvado y acurrucado. Se puso de pie con inmensa dificultad. Sin pensar, Ogión estiró la mano para ayudarlo.

—No sirve de nada —le dijo el viejo mago, sonriendo—, eres sólo viento y luz de sol. Ahora yo seré tierra y piedra. Será mejor que continúes con lo tuyo. Adiós, Aihal. Mantén la… mantén la boca abierta, por una vez, ¿eh?

Ogión, obediente, se llevó a sí mismo de regreso a aquella habitación mal ventilada y llena de tapices en el Puerto de Gont, pero no comprendió la broma del viejo hasta que miró por la ventana y vio los Promontorios Fortificados allí abajo, al final de la extensa bahía, las mandíbulas listas para cerrarse de golpe.

—Lo haré —dijo, y a ello se dispuso.

—Lo que tengo que hacer, verás —dijo el viejo mago, todavía hablándole a Silencio, porque era reconfortante hablar con él aunque ya no estuviera allí—, es entrar en la montaña, bien adentro. Pero no de la manera en que lo hace un hechicero-prospector, no simplemente deslizarme entre las cosas y mirar y probar. Más profundamente. Hasta el fondo. No en las venas, sino hasta los huesos. De acuerdo. —Y allí solo, de pie, en los altos pastos, a la luz del mediodía, Heleth abrió los brazos ampliamente en el gesto de invocación que abre todos los grandes hechizos, y habló.

Nada sucedió mientras decía las palabras que Ard le había enseñado, su antiguo maestro-bruja, con su boca amargada y sus largos y delgados brazos, las palabras mal dichas en aquel entonces, bien dichas ahora.

Nada sucedió, y tuvo tiempo de lamentarse de la luz del sol y del viento del mar, y de dudar del hechizo, y de dudar de sí mismo, antes de que la tierra se levantara a su alrededor, seca, cálida y oscura.

Allí dentro supo que debía darse prisa, que los huesos de la tierra le dolían al moverse, y que debía convertirse en ellos para guiarlos, pero no pudo ir menos lento. En él yacía el aturdimiento de cualquier transformación. En sus días había sido zorro, y toro, y dragón volador, y sabía lo que era cambiar de ser. Pero esto era distinto, este lento agrandamiento. «Me estoy ampliando», pensó.

Se estiró para llegar a Yaved, hacia el dolor, hacia el sufrimiento. A medida que se iba acercando sintió una inmensa fuerza que entraba en él fluyendo desde el oeste, como si Silencio lo hubiera cogido de la mano después de todo. A través de aquella conexión pudo enviar su propia fuerza, para ayudar. «No le he dicho que no iba a regresar», pensó, sus últimas palabras en hárdico, su último pesar, porque ahora estaba en los huesos de la montaña. Conocía las arterias del fuego, y el latido del inmenso corazón. Sabía lo que debía hacer. No fue en la lengua de ningún hombre en la que dijo: —Estáte callada, estáte tranquila. Así, ahora, así. Aguanta. Así, así. Podemos estar tranquilos.

Y él estaba tranquilo, estaba quieto, aguantaba, roca en roca y tierra en tierra, en la intensa oscuridad de la montaña.

Fue a su mago Ogión a quien la gente vio de pie solo sobre el techo de la torre de las señales en el muelle, cuando las calles corrían de arriba abajo empujadas por las olas, los adoquines saltaban, y las paredes de ladrillos de arcilla se convertían en polvo, y los Promontorios Fortificados se inclinaban unos sobre otros, crujiendo. Fue a Ogión a quien vieron, las manos estiradas hacia adelante, aguantando, separándose; y los acantilados se separaron con ellas, y se quedaron rectos, inmóviles. La ciudad se sacudió y se quedó también inmóvil. Fue Ogión quien detuvo el terremoto. Ellos lo vieron, lo dijeron.

—Mi maestro estaba conmigo, y su maestro con él —dijo Ogión cuando lo elogiaban—. Pude mantener la Puerta abierta porque él mantuvo quieta a la Montaña. —Elogiaron su modestia y no lo escucharon. Escuchar es un don poco común, y los hombres querían tener a sus héroes.

Cuando la ciudad estuvo otra vez en orden, y todos los barcos hubieron ya regresado, y las paredes fueron reconstruidas, Ogión escapó de los elogios y se adentró en las colinas, sobre el Puerto de Gont. Encontró el extraño pequeño valle llamado el Vallecito Cabio, el verdadero nombre de lo que en la Lengua de la Creación era Yaved, al igual que el verdadero nombre de Ogión era Aihal. Caminó por allí durante todo un día, como si estuviera buscando algo. Cuando cayó la noche se acostó en la tierra y le habló: —Deberíais habérmelo dicho. Podría haberme despedido —dijo. Y entonces lloró, y sus lágrimas cayeron sobre la tierra entre los tallos de la hierba y formaron pequeñas motas de barro, pequeñas motas engorrosas.

Durmió allí en el suelo, sin jergón ni manta entre él y la tierra. Al amanecer se levantó y caminó siguiendo el alto camino que va a Re Albi. No entró en la aldea, sino que la pasó de largo hasta llegar a la casa que se erguía sola al norte de las otras casas, al comienzo del Vertedero. La puerta estaba abierta.

Las últimas judías habían crecido y madurado en las parras, los repollos estaban rebosantes. Tres gallinas vinieron cloqueando y picoteando alrededor de la polvorienta entrada, una roja, una marrón, una blanca; una gallina gris estaba poniendo huevos en el gallinero. No había polluelos, ni señal alguna del gallo, el Rey, lo había llamado Heleth. «El Rey está muerto», pensó Ogión. «Tal vez un polluelo esté rompiendo el cascarón ahora mismo para ocupar su lugar.» Pensó que podía sentir el olorcillo de un zorro desde el huerto que estaba detrás de la casa.

Barrió el polvo y las hojas que habían entrado volando por la puerta abierta, y que cubrían el suelo de madera lustrada. Colocó el colchón y la manta de Heleth al sol para que se airearan. «Me quedaré aquí durante un tiempo», pensó. «Es una buena casa.» Y después de un rato siguió pensando: «Podría tener algunas cabras».

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