Capítulo 1

Kelsa se subió a su coche, consiguió poner en marcha el motor y alejándose sacó el auto fuera de su lugar de estacionamiento de su apartamento, para llevarlo al taller de servicio que siempre utilizaba. Sólo tenía viviendo en Londres tres meses, pero ya los mecánicos del taller estaban familiarizados con ella. Casi no pasaba una semana sin que su Ford Fiesta -desde luego un modelo viejo- no tuviera que visitar el taller automotriz.

En el fondo, Kelsa sabía que ya tenía que cambiar de coche; pero como ése pertenecía a sus padres y siempre fue el auto familiar, todavía no soportaba la idea de tener que deshacerse de él. Para ella fue un gran paso venir a trabajar a Londres y sentía que necesitaba un tiempo de respiro, antes de dar otro más grande.

Hasta tres meses antes, ella vivía en Drifton Edge, un pueblo de mediano tamaño en Herefordshire, donde nació y creció. Era un sitio agradable y Kelsa fue feliz ahí hasta dos años atrás, cuando su padre y su madre fallecieron en un accidente, al estar de vacaciones en el extranjero.

Ella tenía veinte años entonces y durante casi un año, estuvo aturdida por el impacto, apesadumbrada y tratando de afrontar el hecho de que las dos personas a quienes más amaba, ya no existían y que ella estaba sola en este mundo. Hija única; ni siquiera tenía abuelos a quienes acudir, pues su padre fue huérfano y los padres de su madre eran ya mayores cuando nació ella y murieron unos años después.

Kelsa sentía que tenía que agradecerle a su amiga Vonnie la ayuda que le ofreció, lo cual dio por resultado que ella abandonara su empleo en Herefordshire. Seis meses antes, ella fue la dama de honor principal en la boda de Vonnie y cuando le ayudaba a cambiarse para el viaje de luna de miel, comentaron algo acerca de la “nueva vida”. Vonnie se volvió hacia ella y con seriedad le preguntó:

– ¿Y qué va a pasar con tu vida, Kelsa?

– ¿Mi vida? Ah, supongo que seguiré trabajando en Coopers y… -empezó a decir Kelsa con una sonrisa, pero Vonnie, con la expresión seria, la interrumpió.

– Estás desperdiciando tu vida ahí -declaró categóricamente, siendo empleada de la misma compañía y consciente de que no se aprovechaban bastante las capacidades de su amiga-. Y de hecho, estás desperdiciando tu vida en Drifton Edge también.

– ¡Pero siempre he vivido en Drifton Edge! -protestó Kelsa.

– ¡Precisamente!-respondió Vonnie.

– Ah, yo estoy bien -Kelsa se encogió de hombros. Ahora no era el momento de confesarle a su amiga que de un tiempo para acá, se sentía inquieta, con una necesidad que la invadía de vez en cuando, de hacer algo diferente a lo que hacía.

– Me preocupas -dijo Vonnie.

– ¡Por amor de Dios! -exclamó Kelsa, intentando bromear-. La única persona que debe preocuparte ahora es tu marido -pero en lugar de que su amiga olvidara el tema al recordarle a su flamante marido, Kelsa notó que no podía desviar a Vonnie de su propósito; pues, en lugar de que su semblante se tornara sonriente, permaneció tan grave, que Kelsa tuvo que ceder-. Está bien, buscaré en el periódico mañana, para ver qué hay en los empleos.

– Mañana, no. Hazlo hoy -insistió Vonnie.

– Si eso te pondrá una sonrisa en el semblante, será hoy -prometió Kelsa y se fue a su casa, después de la boda, con esa sensación de inestabilidad nuevamente. Quizá Vonnie tenía razón y debería de pensar en encontrar un empleo más estimulante que el que tenía en Coopers. Era inteligente, ¿no?

De hecho, su maestra de aprovechamiento en la escuela insistió en que Kelsa solicitara su ingreso a una universidad… pero su madre, con sus estrictas ideas de cómo debía educar a su hija, estuvo absolutamente en contra de esa propuesta. En cambio, y firmemente apoyada por su marido, sugirió que Kelsa se inscribiera en la escuela local de enseñanza comercial para secretarias, lo cual hizo pensar a Kelsa que tal vez había problemas financieros en su familia que impedirían, a futuro, su manutención. Así que reprimió la breve excitación ante la idea de asistir a una universidad y se inscribió en el colegio para secretarias.

Más adelante, se dio cuenta de que no había ningún problema financiero en especial, sino que el deseo de sus padres de mantenerla en casa, sólo era una extensión de su actitud protectora, que incluía un fuerte énfasis en su ética moral, a tal grado, que se extendía a sus amigos y amigas. Kelsa no se sentía reprimida por la autoridad de sus padres, pues los amaba mucho y sabía que era correspondida.

Salió de su meditación, al introducir el coche al patio del taller. Pero, mientras esperaba al encargado, que estaba ocupado con otro cliente, empezó a recordar cómo fue que se trasladó de Herefordshire a Londres. Fiel a la promesa que le hizo a Vonnie, buscó en los anuncios clasificados del periódico y encontró varias vacantes de trabajo aceptables, pero le llamó la atención una en especial… donde solicitaban empleados en una sucursal del Grupo Hetherington, una enorme compañía multinacional. Una compañía de ese tamaño, advirtió Kelsa, debía tener una gran rotación de personal; ¿pero quería ella trabajar para ellos?

No le tomó mucho tiempo llegar a la conclusión de que en un lugar tan grande, seguramente existía algún puesto que ella pudiera calificar de “estimulante”. Sin pensarlo más, mandó la solicitud para el puesto en Hetheringtons en un pueblo cercano, y quedó asombrada de cómo funcionaban las grandes compañías, pues rápidamente le ofrecieron un trabajo… ¡en Londres!

– ¡Pero… pero yo vivo aquí! -exclamó en la entrevista, después de haber resumido sus circunstancias.

– Pero no hay nada especial que la retenga aquí, ¿o sí? Además, le ayudaríamos a encontrar alojamiento.

Kelsa se fue a su casa, diciendo que lo pensaría. Y lo pensó durante mucho tiempo. De hecho, Vonnie regresó de su luna de miel, antes que Kelsa tomara una resolución. Le contó a su amiga acerca del puesto que le ofrecieron, cuando Vonnie pasó a verla a la oficina, al día siguiente de que regresó.

– ¿Qué puedes perder? -fue su reacción-. Podrías rentar tu casa mientras estás allá y haces la prueba. Si no resulta, estarían felices aquí de volver a darte tu puesto.

Era cierto, ¿qué podía perder? De pronto, después de tanto tiempo de meditarlo, Kelsa supo lo que iba a hacer. Tomó una hoja de papel y una pluma.

– Tengo el honor de dar aviso de mi renuncia -declaró y sonrió cuando Vonnie soltó una exclamación de gusto y la abrazó.

La siguiente decisión de Kelsa, fue la de no rentar su casa. Por alguna razón, no le gustaba la idea. Tal vez más adelante, si las cosas iban bien en Londres, pensaría en venderla; pero por el momento, no podía asimilar la idea de tener gente extraña viviendo ahí, con las cosas que sus padres amaban y, en algunos casos, guardaban como un tesoro.

– ¡Señorita Stevens! -el encargado del taller, que se le acercó y le dio una palmada al capó del coche, la sacó de sus pensamientos, ya que, como ella temió, empezó a explicarle con detalles técnicos las fallas de su coche.

– ¿Pero lo puede arreglar? -interrumpió Kelsa cuando él se detuvo un instante-. ¿Y puedo pasar por él esta tarde?

– Sí lo puedo arreglar -replicó el hombre-, pero no estará listo antes de mañana. Enero es un mes muy atareado, como sabrá.

Kelsa no lo sabía, aunque sospechaba que sería porque el mal tiempo causaba muchos accidentes. Sus padres habían muerto en un accidente automovilístico y rápidamente apartó su mente de ese tema.

– Entonces pasaré por el coche mañana -acordó y, dándole al encargado las llaves, salió rápidamente del taller.

Advirtió que tendría que tomar el autobús esa noche para ir a su pequeño apartamento; en seguida, se dirigió a Hetheringtons, que afortunadamente estaba bastante cerca del taller. También lo estaba el apartamento, que encontró por sí misma sin ayuda de la empresa; no tenía muebles y ella utilizó algunos de su propia casa.

El edificio Hetherington apareció ante su vista y Kelsa esbozó una sonrisa. Con una sensación de calidez pensó en lo bien… lo sorprendentemente bien que había progresado desde su primer día de trabajo ahí, hacía casi tres meses.

No es que hubiera empezado muy bien, pues al tardar demasiado en aceptar el puesto que le ofrecieron inicialmente, cuando respondió, ya no estaba vacante; pero habiendo quemado ya sus naves al presentar su renuncia en el otro empleo, se consideró afortunada de que le ofrecieran un puesto de mucho menos categoría, como secretaria de Ian Collins, en la sección de transportes en la oficina matriz. Sin titubear, lo aceptó.

No obstante, ese trabajo no resultó ser más estimulante que el que tenía en Coopers, pero cuando llevaba trabajando para Ian Collins dos meses, sucedió algo que cambió de manera dramática la situación. Sintió una cálida satisfacción al recordar el afortunado encuentro que tuvo un día con el presidente de toda la compañía. Tal vez no fue precisamente un encuentro, sino un tropiezo con él.

Kelsa iba camino de otro departamento a una diligencia, cuando vio a un hombre alto y canoso de unos sesenta años, que caminaba hacia ella. No había nadie más alrededor en ese momento, pero al irse acercando la miró como para saludarla y entonces el tropezó y tambaleó hacia ella.

En un instante, a pesar de su aspecto refinado y del elegante traje que portaba, Kelsa lo tomó del brazo para estabilizarlo.

– ¿Está usted bien? -preguntó con la voz gentil y musical como la de su madre, al mirarlo con preocupación.

– ¿Es usted… nueva aquí? -preguntó él, incorporándose.

Kelsa lo soltó, aunque se quedó cerca de él, pues todavía se veía pálido.

– Llevo aquí dos meses -sonrió, atrasando su partida por si acaso el hombre todavía no se recuperaba, como quería aparentarlo. Sin importar quién fuera, Kelsa no podía dejar al hombre, si estaba a punto de desmayarse-. Trabajo en la sección de transportes, para Ian Collins -agregó, mientras advertía que él parecía bastante afectado por su tropezón.

– Eso explica el porqué no la he visto por acá… Habría recordado esa sonrisa -comentó él, muy galantemente. Considerando los cientos de empleados que debían pasar por esos corredores, sería un milagro que él recordara el rostro y la sonrisa de todos. Ya estaba pensando que podría seguir su camino y dejar al hombre sin riesgo, cuando él, sin dejar de mirarla, dijo:

– Por cierto, yo soy Garwood Hetherington.

– ¡Ah! -murmuró ella, sin saber qué reacción esperaba él de ella, al darle esa noticia. Ella ya había intuido que él debía ser un alto ejecutivo de Hetherington, así que no fue mucha sorpresa enterarse de que no sólo lo era, sino que estaba en la misma cima de todos. El Presidente -murmuró e instintivamente le extendió la mano.

– ¿Y usted es? -preguntó él, estrechándole la mano.

– Kelsa Stevens -sonrió ella y advirtió que el señor Hetherington estaba tan ocupado, como debía estarlo cualquier presidente de una compañía, cuando, con un movimiento brusco, el hombre miró su reloj para ver la hora.

– Ese es un nombre muy poco usual -comentó él y, con un esbozo de sonrisa, preguntó-: ¿Y tiene otros nombres, también?

Sintiéndose extrañamente a gusto con su trato, Kelsa no experimentó ninguna timidez.

– Para librarme de pecados, mis padres me clasificaron con el nombre de Kelsa Primrose March Stevens -contestó ella, pero por si acaso a él le parecían sus nombres muy graciosos, Kelsa apartó la vista con el pretexto de ver la hora.

Pero no había ningún buen humor en la voz del hombre cuando, después de un par de segundos, comentó:

– Supongo que eso fue porque nació usted en marzo.

Ella lo miró, sintiéndose nuevamente cómoda con él.

– No, de hecho fue en diciembre -Kelsa sonrió-. El nombre de mi madre era March y creo que, como ella tenía un solo nombre, lo quiso compensar poniéndome tres a mí, pero…

– ¿Tenía? -la interrumpió Garwood Hetherington.

– Mis padres murieron en un accidente automovilístico hace dos años -repuso ella en voz baja.

– Lo… siento -dijo él con aspereza, y siendo obviamente un hombre muy ocupado, sin decir nada más, hizo una inclinación de cabeza y siguió su camino.

En los siguientes días, el hecho de que el presidente de la compañía se hubiera dignado charlar un buen rato con una de sus empleadas, comenzó a borrarse de su mente. Sin embargo, a la semana, cuando el trabajo tan monótono que hacía la hizo pensar en buscarse otro puesto, se dio cuenta de que el presidente de la compañía, no la había olvidado. Y estaba sorprendida de que, gracias a su nombre, que a él le pareció muy poco usual, la tomó en cuenta para auxiliar de su secretaria particular que estaba saturada de trabajo.

Kelsa apenas pudo creer en su buena suerte cuando recibió una petición para presentarse de inmediato en la oficina del presidente y tener una entrevista para el puesto de asistente de la secretaria particular.

Simpatizó con Nadine Anderson de inmediato y le dio gusto darse cuenta de que fue recíproco. La secretaria particular del presidente tenía unos cuarenta años, pensó Kelsa, y la entrevistó de una manera muy agradable; y Kelsa casi no lo podía creer cuando, a los pocos minutos, la mujer declaró… que pensaba que las dos podrían trabajar muy a gusto juntas.

Fue tan rápido, que Kelsa apenas lo podía digerir; se despidió de la sección de transporte y en un par de horas, ya se encontraba establecida en la oficina de Nadine Anderson.

Aprendió mucho en las siguientes tres semanas. Tenía una mente ágil y absorbía los conocimientos como una esponja; en poco tiempo se dio cuenta de que nunca había sido tan feliz. El trabajo, aunque le era extraño al principio, estaba dentro de sus capacidades, era agradable y la mantenía completamente ocupada. Además, había una bonificación: tanto Nadine como el señor Garwood Hetherington eran siempre generosos, independientemente de las tensiones que afrontaran. Y al pasar una semana y otra, Kelsa advirtió que se había formado un lazo afectivo no sólo con Nadine, sino también con el presidente.

En el aspecto personal, Kelsa se enteró de que Nadine era divorciada, pero que estaba nuevamente comprometida, aunque no tenía prisa por volver a casarse. Del presidente, Kelsa supo que era casado y que vivía con su esposa Edwina en Surrey.

Su hijo, Carlyle Hetherington, además de ser el director general del Grupo Hetherington, era de ideas avanzadas y se responsabilizaba por los nuevos proyectos. Lyle, como su padre afectuosamente lo llamaba, estaba inspeccionando su planta en Australia todo ese mes y Kelsa todavía no lo conocía. Al detenerse el ascensor en su piso, ella, haciendo divagaciones, advirtió que llevaba tres semanas trabajando en el último piso, y que no faltaba mucho para que conociera al hijo y heredero de Hetherington. Él debía llegar ese día o al siguiente, recordó Kelsa, y como según Nadine, él visitaba la oficina de su padre una vez por semana aproximadamente, sin duda vendría esa semana también. Al parecer, Lyle Hetherington era de los que alcanzan el éxito en el mundo.

– Yo tenía muchas ambiciones a su edad -le confió Garwood Hetherington un día cuando le comentaba sobre los planes futuros de su hijo. Y conseguirá lo que se propone -dijo con orgullo-, aunque, con la mitad de la junta directiva en contra, no sé cómo lo hará, pero es capaz de ser despiadado si tiene que serlo; así que será interesante ver cómo se desarrollan las cosas -terminó con admiración.

Kelsa se dirigió a su oficina, comprendiendo que a veces se tenía que ser algo rudo en los negocios, pero esperaba que Carlyle, aunque fuera así, tuviera algo del encanto de su padre también. Luego se olvidó completamente de él, al ver que su jefe ya había llegado y tenía la puerta de su oficina abierta.

– Buenos días, señor Hetherington -le sonrió Kelsa.

– Buenos días, Kelsa -respondió él-; creo que hoy sólo estamos usted y yo -refiriéndose al hecho de que Nadine se había tomado unos días de descanso. Con eso empezó la semana y al poco rato estaban ambos enfrascados en su trabajo.

Ya eran más de las once y media, cuando Kelsa advirtió que ninguno de los dos se había tomado un descanso para disfrutar de un café.

– ¿Café? -le preguntó al presidente, consciente de lo duro que trabajaba el hombre y pensando en que, a su edad, debería de relajarse un poco.

– ¡Es usted un ángel! -aceptó él y dejó a un lado su pluma para charlar un rato con Kelsa.

En las últimas semanas ella le había revelado, poco a poco, algo de sí misma, incluyendo el hecho de que recientemente se había mudado de Herefordshire, a Londres, pero que regresaba a Drifton Edge casi todos los fines de semana en esos meses de invierno, para revisar si había tuberías rotas o algo por el estilo.

A su vez, ella concluyó, por los comentarios que su jefe le hacía, que él parecía disfrutar más del trabajo que de la vida hogareña. Aunque, según advirtió Kelsa, eso no disminuía en nada el cariño y el orgullo que experimentaba por su hijo. El hijo soltero disfrutaba mucho de su soltería, pues no vivía con sus padres, sino que tenía su propiedad en Berkshire.

– Y bien, Kelsa -le sonrió el presidente-, ha estado aquí durante tres semanas conmigo. ¿Le gusta el trabajo?

– Me encanta -repuso ella con honestidad y advirtió nuevamente la corriente afectiva que había entre ellos.

– ¿Y su vida privada? ¿No se siente muy sola en la gran ciudad? -preguntó y parecía que realmente le interesaba.

– De ninguna manera -le aseguró ella. Había tenido muchas oportunidades de salir con jóvenes… Probablemente era su propia culpa que, a causa de lo estricto de su educación, no se animaba a salir con cualquier persona de Hetherington cuando la invitaban.

– Bien -sonrió él-. No me gustaría saber que es usted infeliz aquí -el hombre era un dulce, pensó Kelsa, y advirtió que en el poco tiempo que se conocían, ella había llegado a apreciarlo mucho. Luego, él le apartó los pensamientos de ese tema, al preguntarle-: ¿Y cómo se comporta su automóvil?

– Eso me recuerda que debo informarme de las horas de salida de los autobuses esta tarde -repuso Kelsa.

– ¿Su coche está en el taller de nuevo?

– Sí y esta vez hasta mañana -informó ella y sonrió al agregar-: Pronto tendré que pensar seriamente en cambiarlo por algo más confiable.

– Bueno, pero no se preocupe por tomar el autobús esta tarde. Yo la llevaré a su casa.

– Ah, no quisiera molestarlo -protestó ella rápidamente-. ¿Qué acaso no llega su hijo hoy? De seguro querrá usted…

– Mire; no es ninguna molestia llevarla a su casa, se lo aseguro. En cuanto a Lyle, no es seguro que llegue hoy y si viene, sé que estará tan ocupado que no tendrá ni tiempo de respirar -se detuvo y, como según él, el asunto ya estaba arreglado, sonrió-. ¿Continuamos?

A las tres de la tarde, Kelsa le recordó que él debía estar en su habitual reunión de los lunes.

– Lo estarán esperando, señor Hetherington -le sugirió.

– No, no lo creo -repuso él con ligereza-. Tanto Kendall como Pettit tienen gripe y Ramsey Ford tampoco se veía muy bien hoy que lo vi en el almuerzo, así que pospuse la reunión para el jueves; lo cuál significa -sonrió al pensarlo-, que podemos irnos temprano. ¿Qué le parece?

Kelsa pensó en la cantidad de trabajo que le quedaba todavía; pero cuando lo meditó, decidió que ella podría trabajar el doble al día siguiente.

– ¡Me parece la mejor noticia que he oído esta semana! -se rió.

Eran las cuatro y media cuando salieron de la oficina y Kelsa tuvo una sensación de culpa cuando bajaron por el ascensor y se dirigieron a la puerta de vidrio cilindrado de la salida. También advirtió que su jefe, que después de todo era el dueño de toda la organización, seguramente estaba tan poco acostumbrado a irse temprano del trabajo, que parecía sentirse culpable de eso. Él debió captar el humor en la mirada de Kelsa, pues al detenerle la puerta abierta para que ella pasara, ambos soltaron la carcajada al salir a la noche de enero.

Era un hombre muy gentil y Kelsa se sentía muy cómoda al contestar sus comentarios, mientras le daba indicaciones del camino a seguir. Cuando llegaron al edificio, él exclamó de repente:

– Debo estar en la luna… ¡Tenía que hacer una llamada muy importante!

– ¿Gusta hacer su llamada desde mi apartamento? -ofreció Kelsa de inmediato.

– ¿Puedo? -preguntó él y, haciendo un comentario de que ya debería de comprarse un teléfono celular, entró con Kelsa al viejo edificio.

– El teléfono está ahí -sonrió Kelsa, dejándolo para ir a quitarse el abrigo y la bufanda. Él había terminado su llamada cuando Kelsa regresó a la sala.

– Qué habitación tan agradable -comentó él, al observar sus muebles.

– Los muebles vienen de mi casa vieja… que era de mis padres.

– ¿Sus padres también eran de Herefordshire?

– Mi padre sí -aclaró ella-. Mi madre nació en Inchborough… un pueblo cerca de Warwickshire.

– Y usted los quería mucho -comentó él con gentileza.

– Éramos una familia muy feliz -sonrió Kelsa.

– Me alegra -dijo él y parecía dispuesto a retirarse cuando comentó-: No tiene retratos de sus padres a la vista -y, siguiendo un impulso, Kelsa se dirigió al pequeño escritorio y sacó una fotografía instantánea de sus padres.

– Les tomaron esta foto unos meses antes de que murieran -reveló Kelsa, mostrándosela.

Durante varios segundos, Kelsa se quedó parada ahí, mientras Garwood Hetherington estudiaba la impresión en silencio. Luego, sin hacer ningún comentario sobre su padre, le dijo suavemente a Kelsa:

– Su madre era muy hermosa.

– Sí; lo era -convino Kelsa.

– Y usted -comentó en el mismo tono suave- es igual a ella. Eso no era exactamente verdad, pues Kelsa, aunque heredó las facciones de su madre, tenía el cabello más rubio, pero aunque en la foto no podía observarse el color de sus ojos, era un hecho que los de Kelsa eran del mismo sorprendente y hermoso tono azul.

– Gracias -dijo ella.

– Gracias a usted -recalcó él-; gracias por mostrarme esta foto -y, devolviéndosela, se volvió y se dirigió hacia la puerta-. Nos vemos mañana -dijo con ligereza y salió antes que ella pudiera darle las gracias por traerla a la casa.

El hombre tenía la misma sonrisa amistosa cuando Kelsa entró a su oficina, al día siguiente. De hecho, su sonrisa nunca había sido tan brillante, así que Kelsa tuvo que adivinar.

– ¿Su hijo ya está aquí?

Él asintió, ampliando su sonrisa.

– No hemos tenido oportunidad de charlar gran cosa, pero sí, ya está aquí. Quiero presentarlos a ustedes dos en la primera oportunidad que tenga.

Kelsa sacó unos papeles para trabajar, pensando que era muy gentil por parte de su jefe haberle dicho eso. Sin embargo, más tarde, después de conocer a Carlyle Hetherington, ya no estaba tan segura de sus sentimientos. Era media tarde cuando, al oír una leve exclamación en la oficina de junto, Kelsa se asomó y vio que Garwood Hetherington trataba de sacarse una astilla del dedo.

– Se supone que este escritorio que es una antigüedad, ya debería tener la madera alisada -se quejó él y se pareció tanto a un niño chiquito, que mientras Kelsa se acercaba y le sacaba la astilla, tuvo que reírse.

Pero en ese momento, al desvanecerse su risa musical, un sonido detrás de ella hizo que se volviera, y al observar al moreno desconocido de treinta y tantos años que entró, ella empezó a temblar. No es que hubiera nada desfavorable en la apariencia del hombre… al contrario, con su nariz recta y su firme barbilla, era bastante bien parecido. Era alto, más alto que su padre… pues Kelsa no tenía ninguna duda acerca de quién se trataba. Un rasgo de su risa todavía curvaba su bella boca, al encontrarse sus sorprendentes ojos azules con los de él… pero en cuanto su mirada hizo conexión con la helada explosión de los ojos gris acero, ¡Kelsa supo que ese hombre sería su enemigo!

Se quedó boquiabierta por el impacto. No tuvo tiempo de considerar el porqué él podía ser su enemigo, pues de pronto su orgullo le exigía que, aun antes de ser presentados, él debería saber que, aunque la apreciara o la odiara, eso a ella no le importaba.

– ¡Lyle! -exclamó su padre, todo sonrisas y volviéndose hacia Kelsa, continuó-. No conoces a Kelsa, ¿verdad?

– No he tenido ese placer -murmuró suavemente Lyle Hetherington y Kelsa comprendió algo más… Lyle Hetherington era muy inteligente. Aunque sintiera aversión por ella a primera vista, por el momento, no declararía la guerra.

De algún modo, con Garwood Hetherington sonriéndoles cariñosamente a los dos, Kelsa se obligó a estrechar la mano de su hijo, que Lyle Hetherington, aunque su apretón fue firme, no prolongó, sino que soltó la mano de Kelsa, como si el contacto con su piel lo molestara.

– Quería hablar contigo sobre nuestra sucursal de Dundee -se dirigió a su padre, con una voz de timbre profundo, excluyendo a Kelsa. Ella captó la indirecta de inmediato y se dirigió hacia la puerta. Con indolencia, Lyle caminó detrás de ella y cuando Kelsa atravesó el umbral, él cerró con un portazo, casi echándola fuera.

¡Vaya!, exclamó internamente Kelsa y pasmada, se dejó caer en su silla. Tomó su pluma, pero no podía concentrarse en su trabajo. ¿Fue producto de su imaginación la hostilidad de Lyle Hetherington? ¿Se había imaginado que dentro de poco él le declararía la guerra?

Debido a que nunca había conocido a alguien con quien sintiera una aversión tan instantánea hacia ella, esperaba estar equivocada; sin embargo, cuando unos diez minutos después, se abrió la puerta de comunicación y salió Lyle Hetherington mirándola fijamente al pasar frente a ella y sin decir palabra, Kelsa supo que no se había equivocado.

Pasó el resto de la mañana tratando de concentrarse en su trabajo, pero al mismo tiempo los pensamientos sobre Lyle llenaban su mente. Su padre le comentó varias veces que él podía ser despiadado… Pero, ¿qué razones podía tener para ser rudo con ella? ¿Por qué molestarse? Ya era el director general y heredero del puesto de presidente cuando su padre decidiera retirarse; entonces, ¿era posible que un hombre que en un futuro iba a manejar un imperio como el Grupo Hetherington, perdiera su valioso tiempo con una asistente de la secretaria de su padre?

Kelsa comprobó que así era, cuando esa misma tarde, poco después de que salió Garwood Hetherington de la oficina para acudir a una cita que tenía pon los abogados de la compañía, se abrió la puerta exterior y entró su hijo.

Una mirada a su helada expresión cuando él cerró la puerta para aislarlos de los demás empleados, fue todo lo que necesitó Kelsa para saber que el hombre continuaba con la misma actitud áspera.

Sin embargo, en vez de enfrentarse a lo que parecía una guerra abierta, Kelsa empezó a decir:

– Me temo que el señor Hetherington salió temprano para una cita que tenía y no creo que regrese hoy a…

– ¡Eso ya lo sé! -la interrumpió bruscamente él-. He venido a verla a usted.

A Kelsa definitivamente no le gustó su tono de voz, pero siendo de buen carácter por naturaleza, preguntó con toda la calma que pudo:

– ¿Quería verme para algún asunto? -y se quedó atónita por la respuesta.

– ¿Qué diablos hay entre usted y mi padre? -ladró, furioso.

– ¿Qué? -exclamó ella y se le quedó mirando con la boca abierta, segura de no haberlo oído bien. Pero por su expresión sombría, Kelsa vio que Lyle Hetherington no tenía intenciones de repetir lo que dijo, lo cual la obligó a salir de su asombro y preguntar-: ¿Qué es lo que quiere decir?

– Lo obvio, desde luego -gruñó él, con la mirada más dura. Era evidente que no creía en el aspecto perturbado de Kelsa-. Es obvio que hay algo entre ustedes dos, además de haber visto la forma en que se toman de las manos a la primera oportunidad y se ríe usted con él…

– ¡Tomarnos de las manos! -exclamó Kelsa, a punto de perder la paciencia, pero tratando de seguir calmada. Él debió ver cuando ella tomaba la mano de su padre cuando le sacó la astilla, esa mañana-. Usted está equivocado -le explicó de inmediato-. Si hubiera usted llegado a la oficina del señor Hetherington unos segundos antes, habría visto cómo le sacaba una astilla de la m…

– ¡Vaya! ¡Por favor! -la interrumpió él con dureza-. ¿Acaso parece que nací ayer?

Ciertamente no lo parecía. El hombre era muy rudo, sofisticado y alguien tendría que ser muy astuto para poder tomarle el pelo. Pero ella no trataba de engañarlo, así que lo único que podía hacer era protestar.

– ¡Es la verdad! Se lo juro…

– Puede jurar todo lo que quiera, señorita Stevens -nuevamente la interrumpió haciéndola perder la calma-; pero, además, en cuanto salió usted de su oficina esta mañana, mi padre me dijo que tenía un asunto de índole personal que quería discutir conmigo…

– Pero eso qué tiene que ver conmigo -trató de interrumpirlo ella a su vez, elevando un poco la voz.

– Algo -continuó él, como si ella no hubiera hablado-, que era tan personal que no quería discutirlo aquí en la oficina…, ni en su casa, donde hay el riesgo de que mi madre…, su esposa durante los últimos cuarenta años…, pudiera oírlo.

– ¡Le digo que no tiene nada que ver conmigo! -insistió Kelsa con energía-. Lo que sea, será algo relacionado con otra persona. Le repito que no hay absolutamente nada entre su padre y yo y le…

– ¿Ni siquiera está encariñada con él? -preguntó él burlonamente y agregó con cinismo-: Aunque, desde luego, eso no es necesario.

– Pues estoy encariñada con él. ¡Es un hombre fabuloso! -replicó ella, acalorada-. Pero eso no quiere decir que tenga yo un amorío con él o lo que sea que está usted insinuando.

– Ah, no sólo lo estoy insinuando, señorita Stevens. Lo estoy afirmando. Tengo la evidencia de mis propios ojos, la evidencia de verlos a ustedes dos con risitas de colegiales cuando, sin esperar a que dieran las cinco, mi padre rompió con su tradición y se fue temprano de la oficina, para llevarla a usted a su casa, para estar en su ambiente de mayor intimidad.

Ante eso, Kelsa estalló.

– ¡No sea repugnante! -exclamó, con los ojos fulgurantes.

– ¿Niega que fue usted con él en su coche a…?

– No, eso no lo niego. Él me iba a llevar, porque mi coche estaba en el taller y…

– ¡Vaya! ¡Creía que yo pensaba con rapidez!

– ¿Dejará de interrumpirme? -gritó ella.

– ¿Por qué habría yo de hacerlo? Yo mismo vi cómo salieron ustedes alegremente del coche de mi padre y entraron al apartamento de usted. Y eso que sólo la iba a llevar.

Kelsa quedó tan sorprendida que parpadeó.

– ¿Nos vio? -y luego de pensarlo, preguntó-: ¿Nos siguió? -casi sin poder creerlo.

– Eso le cortó su hilo de mentiras, ¿eh? -sonrió él sombríamente-. Sí, los vi y los seguí; además, tengo muy buena vista.

– ¡Está usted equivocado! ¡Muy equivocado! Su padre subió conmigo a mi apartamento, sí, pero…

– ¡No necesito seguir escuchando esto! -la cortó él-. No necesito su inventiva para decir mentiras por más rápida que sea. Su ascenso a esta oficina desde la banca de mecanógrafas ha sido meteórica, en el poco tiempo que lleva aquí.

¡Banca de las mecanógrafas! Una furia hasta ahora desconocida por ella, la invadió ante la fría insolencia del hombre; obviamente, él la había investigado y supo que ella fue secretaria antes de su ascenso.

– ¡Pues soy una secretaria titulada -replicó, acaloradamente, y demasiado furiosa para seguir sentada, se puso de pie-. Y lo que es más, soy muy buena secretaria y hago muy bien mi trabajo -le gritó.

Para mayor ira de Kelsa, él no se inmutó, sino que, con sus helados ojos grises fijos en los de ella, le dijo con tono áspero y frío:

– Pues no lo seguirá haciendo mucho tiempo, si yo puedo evitarlo -y, habiéndole dado en qué pensar, Lyle Hetherington le dirigió una mirada mordaz y salió de la oficina.

Kelsa se dejó caer en su silla y, sintiéndose sin aliento, se quedó sentada ahí un largo rato, casi sin poder creer lo que acababa de suceder.

No supo cuánto tiempo permaneció ahí, mirando al espacio, atónita, tambaleante e incrédula; pero, para cuando pudo reponerse y salir al taller a recoger su coche, comprendió que su confrontación con Lyle Hetherington no había sido producto de su imaginación.

¡Contundentemente, ese hombre la había acusado de tener una aventura amorosa con su padre! Todavía no podía digerirlo. Aunque, cuando iba en su coche unos quince minutos después, recordó que una vez se preguntó si Lyle Hetherington tendría algo del encanto de su padre. ¡Encanto! Ese cerdo estaba totalmente desprovisto de eso. El incrédulo puerco… ¡Era antipático hasta los huesos!

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