Segunda Parte. Fortuna

Una cáscara de grano de arroz

Pagamos catorce dólares para viajar en el vapor Harvard hasta San Pedro. Durante la travesía, con la lección bien aprendida en Angel Island, nos dedicamos a repasar el relato de por qué perdimos el barco meses atrás, de lo mucho que nos costó salir de China y reunimos con nuestros maridos, y de lo difíciles que fueron los interrogatorios. Pero no necesitamos contar ninguna historia, ni real ni inventada. Cuando Sam nos recoge en el muelle, se limita a decir:

– Os dábamos por muertas.

Sólo nos hemos visto tres veces: en la ciudad vieja, el día de nuestra boda y cuando nos dio los billetes y documentos que necesitábamos para viajar. Tras pronunciar esa frase, me mira a los ojos sin añadir nada. Yo también lo miro sin decir nada. May se queda detrás de mí, con nuestras dos bolsas. Joy duerme en mis brazos. No espero abrazos ni besos, ni que Sam le haga carantoñas a la niña. Eso resultaría inapropiado. Aun así, nuestro reencuentro después de tanto tiempo resulta embarazoso.

En el tranvía, May y yo nos sentamos detrás de Sam. Ésta no es una ciudad de «altos edificios mágicos» como los que había en Shanghai. Al cabo de un rato veo una torre blanca a mi izquierda. Unas cuantas manzanas más allá, Sam se levanta y nos hace señas. A la derecha se extiende un gran solar en construcción. A la izquierda hay una larga manzana de edificios de ladrillo de dos pisos, algunos con letreros en chino. El tranvía se detiene; nos apeamos y rodeamos la manzana. Veo un letrero que reza LOS ANGELES STREET. Cruzamos la calle, bordeamos una plaza con un quiosco de música en el centro, pasamos junto a un parque de bomberos, y luego torcemos a la izquierda por Sanchez Alley, una calle flanqueada por más edificios de ladrillo. Entramos por una puerta con las palabras GARNIER BLOCK grabadas en el dintel, recorremos un oscuro corredor, subimos una vieja escalera de madera y avanzamos por un pasillo que huele a humedad, comida y pañales sucios. Sam vacila un momento ante la puerta del piso que comparte con sus padres y con Vern. Se da la vuelta y nos mira con compasión. Finalmente, abre la puerta y entramos.

Lo primero que pienso es lo pobre, sucio y destartalado que parece todo. Hay un sofá cubierto con una manchada tela malva, apoyado contra una pared. Una mesa con seis sillas de madera, muy sencillas, ocupa el centro de la sala. Junto a la mesa hay una escupidera que no se han molestado en colocar en un rincón; basta con echarle un vistazo para ver que no se ha vaciado recientemente. En las paredes no hay fotografías, cuadros ni calendarios. Las ventanas están sucias y no tienen cortinas. Desde el umbral veo la cocina, que se reduce a una encimera con algunos aparatos eléctricos y un rincón para venerar a los antepasados de la familia Louie.

Una mujer bajita y regordeta, con el cabello recogido en la nuca en un pequeño moño, corre hacia nosotras gritando en sze yup:

– ¡Bienvenidas! ¡Ya habéis llegado! ¡Bienvenidas! -Luego anuncia por encima del hombro-: ¡Ya están aquí! ¡Ya han llegado! -Agita una mano-. Ve a buscar a tu padre y a tu hermano -le dice a Sam, quien cruza la estancia y desaparece por un pasillo-. ¡Déjame coger el bebé! ¡Oh, déjame verlo! Soy tu yen-yen -le dice a Joy, utilizando el diminutivo sze yup de «abuela». Nos mira y añade-: Vosotras también podéis llamarme así.

Nuestra suegra es mayor de lo que había imaginado, teniendo en cuenta que Vernon sólo cuenta catorce años. Aparenta cincuenta y tantos; es vieja comparada con mama, que tenía treinta y ocho años cuando murió.

– Yo me encargaré del bebé -dice una voz severa, también en sze yup-. Dámelo.

El venerable Louie, con una larga túnica de mandarín, entra en la sala con Vern, que no ha crecido mucho desde la última vez que lo vimos. May y yo suponemos, una vez más, que nos harán preguntas sobre dónde hemos estado y por qué hemos tardado tanto en llegar, pero el viejo no muestra ningún interés por nosotras. Le entrego a Joy. Él la pone sobre la mesa y la desviste sin muchos miramientos. La pequeña empieza a llorar, alarmada por los huesudos dedos del anciano, por las exclamaciones de su abuela, por la dureza de la mesa y por encontrarse desnuda de pronto.

Cuando el venerable Louie descubre que es una niña, aparta bruscamente las manos, y una expresión de desagrado arruga sus facciones.

– No nos dijisteis que el bebé era una niña. Deberíais haber avisado. De haberlo sabido, no habríamos preparado un banquete.

– ¡Claro que necesita una fiesta del primer mes! -protesta mi suegra con voz chillona-. Todos los recién nacidos, incluidas las niñas, necesitan una fiesta del primer mes. Además, ya no podemos cancelarla. Va a venir todo el mundo.

– ¿Ya han preparado algo? -pregunta May.

– ¡Pues claro! -salta Yen-yen-. Habéis tardado más de lo que creíamos en llegar desde el puerto. Nos están esperando todos en el restaurante.

– ¿Ahora?

– ¡Ahora!

– ¿Podemos cambiarnos?

El venerable Louie frunce el entrecejo.

– No hay tiempo para eso. No necesitáis nada. Ahora ya no sois especiales. Aquí no tenéis que venderos.

Si fuera más valiente, le preguntaría por qué es tan grosero y mezquino, pero ni siquiera hace diez minutos que hemos entrado en esta casa.

– Necesitará un nombre -comenta el venerable Louie señalando a la niña.

– Se llama Joy -digo.

Él suelta un bufido.

– No sirve. Es mejor Chao-di, o Pan-di.

Un rubor de rabia asciende por mi cuello. Esto es exactamente lo que nos advirtieron las mujeres de Angel Island. Noto la mano de Sam en la parte baja de mi espalda, pero ese gesto de consuelo me provoca un estremecimiento, y me aparto de él.

May nota que pasa algo raro y me pregunta en dialecto wu:

– ¿Qué dice?

– Pretende que llamemos a Joy «Petición de un hermano» o «Esperanza de un hermano».

May entorna los ojos.

– No permitiré que habléis un idioma secreto en mi casa -declara el venerable Louie-. Necesito entender todo lo que decís.

– May no habla sze yup -explico, furiosa por lo que él propone para Joy, cuyos estridentes berridos atraviesan el silencio de desaprobación que la rodea.

– Sólo sze yup -insiste mi suegro, y golpea la mesa para enfatizar su decisión-. Si os oigo hablar en otro idioma, aunque sea inglés, tendréis que poner una moneda de diez centavos en un tarro. ¿Entendido?

No es alto ni fornido, pero está plantado con los pies separados, como desafiándonos. May y yo somos nuevas aquí; Yen-yen ha ido retirándose hacia una pared, como si quisiera volverse invisible; Sam apenas ha dicho una palabra desde que hemos bajado del tranvía; y Vernon está a un lado, nervioso, trasladando el peso del cuerpo de una pierna a la otra.

– Vestid a Pan-di -ordena el venerable Louie-. Peinaos. Y quiero que os pongáis esto.

Mete una mano en uno de los hondos bolsillos de su túnica de mandarín y saca cuatro brazaletes nupciales de oro.

Me coge una mano y me coloca un brazalete de oro macizo, de ocho centímetros de ancho, alrededor de la muñeca. A continuación, me pone otro en la otra muñeca, apartando bruscamente el brazalete de jade de mi madre. Mientras le pone los brazaletes nupciales a May, examino los míos. Son muy bonitos, tradicionales y muy caros. Por fin veo la prueba material de la supuesta riqueza de los Louie. Si May y yo encontramos una casa de empeños, podremos utilizar el dinero para…

– No te quedes ahí plantada -me espeta el venerable Louie-. Haz algo para que esa cría deje de llorar. Tenemos que irnos. -Nos mira con desagrado y añade-: Acabemos con esto cuanto antes.


Quince minutos más tarde, tras doblar la esquina, cruzar Los Angeles Street y subir una escalera, entramos en el restaurante Soochow, donde han preparado un banquete nupcial y una fiesta del primer mes. En una mesa, junto a la entrada, han puesto bandejas de huevos duros teñidos de rojo que representan la fertilidad y la felicidad. De las paredes cuelgan pareados nupciales. En todas las mesas hay finas rodajas de jengibre dulce que simbolizan el continuado calentamiento de mi yin tras los esfuerzos del parto. El banquete, pese a no ser tan espléndido como el que imaginaba en mis sueños románticos en el estudio de Z.G., es la mejor comida que veo desde hace meses -un surtido de platos fríos con medusa, pollo con salsa de soja y riñones en rodajas, sopa de nido de pájaro, un pescado asado entero, pollo pequinés, fideos, gambas y nueces-; pero May y yo todavía no podemos comer.

Yen-yen, que tiene a su nieta en brazos, nos lleva de mesa en mesa para hacer las presentaciones. Casi todos los invitados pertenecen a la familia Louie, y todos hablan sze yup.

– Éste es tío Wilburt. Éste es tío Charley. Y éste es tío Edfred -le dice a Joy.

Esos hombres que visten trajes casi idénticos confeccionados con tela barata son los hermanos de Sam y Vernon. ¿Son ésos los nombres que les pusieron al nacer? Imposible. Son los que adoptaron para parecer más americanos; May, Tommy, Z.G. y yo también adoptamos nombres occidentales para parecer más sofisticados en Shanghai.

Como ya llevamos tiempo casadas, en lugar de gastarnos las típicas bromas sobre la fortaleza de nuestros esposos en la cámara nupcial o sobre el hecho de que estemos a punto de ser desvirgadas, se centran en Joy.

– ¡Eres muy rápida haciendo niños, Pearl! -comenta tío Wilburt en un inglés con acento muy marcado. Gracias al manual, sé que tiene treinta y un años, pero parece mucho mayor-. ¡Esta niña ha nacido muy pronto!

– ¡Joy está muy grande para su edad! -añade Edfred, que tiene veintisiete años pero parece mucho más joven. Lo ha envalentonado el mao tai que está bebiendo-. Sabemos contar, Pearl.

– ¡La próxima vez, Sam te hará un niño! -tercia Charley. Tiene treinta años, pero no es fácil adivinarlo, porque sus ojos están enrojecidos, hinchados y llorosos a causa de la alergia que padece-. ¡A ver si lo haces igual de bien y el niño nace pronto!

– ¡Los hombres Louie sois todos iguales! -los reprende Yen-yen-. Creéis que sabéis contar, ¿no? Pues contad los días que han pasado mis nueras huyendo de los micos. ¿Creéis que aquí habéis pasado penalidades? ¡Bah! ¡Es un milagro que esta niña haya nacido! ¡Es un milagro que esté viva!

May y yo servimos el té a los invitados y recibimos regalos de boda en forma de lai see -sobres rojos con caracteres dorados, que contienen un dinero que nos pertenece sólo a nosotras- y más joyas de oro: pendientes, broches, anillos y suficientes brazaletes para cubrirnos los brazos hasta los codos. Estoy impaciente por quedarme a solas con mi hermana; entonces podremos contar nuestro primer dinero para la huida, y planearemos cómo vender las joyas.

Como es lógico, oímos algunos comentarios sobre que Joy sea una niña, pero la mayoría de los invitados están encantados de ver un recién nacido, aunque no sea varón. Entonces me percato de que son casi todos hombres; sólo hay unas pocas mujeres y casi ningún niño. Nuestra experiencia en Angel Island empieza a adquirir sentido. Si el gobierno americano hace todo lo posible para que los hombres chinos no entren en el país, a las mujeres les cuesta aún más entrar. Y en muchos estados, los chinos tienen prohibido casarse con blancas. El resultado es el deseado por Estados Unidos: como hay muy pocas chinas en suelo americano, no pueden nacer muchos niños, y el país se libra de tener que aceptar a indeseados ciudadanos de origen chino.

Vamos de mesa en mesa; todos quieren coger a Joy en brazos, y algunos hasta lloran mientras le examinan los dedos de manos y pies. No puedo evitar sentirme orgullosa de mi nueva condición de madre. Me siento feliz; no loca de felicidad, pero sí felizmente aliviada. Hemos sobrevivido. Hemos llegado a Los Ángeles. Aunque el venerable Louie se haya mostrado decepcionado por Joy -a la que no pienso llamar Pan-di jamás-, al menos se ha molestado en organizar esta celebración y nos han dado la bienvenida. Miro a May con la esperanza de que ella sienta lo mismo que yo. Pero mi hermana -que cumple debidamente sus deberes de recién casada- parece pensativa y retraída. Se me encoge el corazón. Qué cruel es todo esto para ella; pero no fue su debilidad lo que le permitió recorrer kilómetros empujando una carretilla y cuidar de mí hasta que me recuperé. Mi hermanita tiene fuerzas para seguir adelante.

Recuerdo que en Angel Island, antes de nacer la niña, hablábamos de la importancia de la sopa de parturienta y de si pedirle a alguien que engatusara a los cocineros para que nos la prepararan.

– La necesitaré para cortar la hemorragia -dijo May con sentido práctico, aun sabiendo que también haría que le subiera la leche.

Así que ella y yo compartimos la sopa. Cuando Joy ya tenía tres días, May fue a las duchas y tardaba en volver. Dejé a la pequeña con Lee-shee y fui a buscarla. Me preocupaba lo que pudiese hacer estando sola. La encontré llorando en la ducha, no de pena, sino del dolor que tenía en los pechos.

– Esto es peor que los dolores del parto -me confió entre sollozos.

Sí, su útero se había encogido, e incluso desnuda apenas se notaba que había dado a luz, pero tenía los pechos hinchados y duros como piedras por la acumulación de leche que no hallaba salida. El agua caliente la alivió un poco, y empezó a salirle leche que se mezcló con el agua antes de escurrirse por el desagüe.

Se podría pensar que cometí una imprudencia al dejar que May se tomara una sopa que haría que le subiera la leche. Pero no sabíamos nada de bebés. No sabíamos nada de la subida de la leche, ni de lo dolorosa que podía resultar. Unos días más tarde, cuando May descubrió que, cada vez que Joy lloraba, empezaba a salirle leche, se trasladó a una litera del fondo del dormitorio.

– La niña llora demasiado -les explicó a las demás-. ¿Cómo voy a ayudar a mi hermana por la noche si no duermo un poco durante el día?

Ahora miro cómo May sirve el té en una mesa de hombres solos y cómo recoge los sobres rojos y se los guarda en los bolsillos. Los hombres cumplen con su deber bromeando y burlándose de ella, y ella cumple con el suyo esbozando una sonrisa.

– ¡Ahora te toca a ti, May! -grita Wilburt cuando volvemos a la mesa de los tíos.

Charley la mira de arriba abajo, y luego dice:

– Eres pequeña, pero tienes buenas caderas.

– Si le das al viejo el nieto que desea, te convertirás en su favorita -asegura Edfred.

Yen-yen ríe con ellos, pero, antes de que pasemos a la siguiente mesa, me pone a Joy en brazos. Luego coge a May de la mano y empieza a andar, hablando en sze yup.

– No les hagas caso. Están solos, lejos de sus esposas. ¡Algunos ni siquiera tienen esposa! Tú has venido aquí con tu hermana. La has ayudado a traernos esta niña. Eres muy valiente. -Yen-yen se detiene en el pasillo y espera a que yo termine de traducir. Cuando acabo, le coge las manos a May-. Puedes librarte de un problema, pero eso te lleva a otra dificultad. ¿Me entiendes?

Cuando volvemos al apartamento, ya es tarde. Todos estamos cansados, pero el venerable Louie todavía no ha terminado con nosotras.

– Entregadme vuestras joyas -nos ordena.

Su petición me asombra. El oro de la boda pertenece sólo a la novia. Es el tesoro secreto al que puede recurrir para comprarse algún capricho sin exponerse a las críticas de su marido, o que puede utilizar en caso de emergencia, como hizo nuestra madre cuando baba lo perdió todo. Antes de que yo pueda protestar, May dice:

– Estas joyas son nuestras. Lo sabe todo el mundo.

– Me parece que te equivocas -se impone el venerable Louie-. Soy vuestro suegro. Aquí mando yo. -Podría decir que no confía en nosotras, y tendría razón. Podría acusarnos de querer utilizar ese oro para buscar una forma de huir de aquí, y tendría razón. Pero añade-: ¿Acaso crees que tu hermana y tú, pese a lo listas y espabiladas que os creéis con vuestras costumbres de Shanghai, sabríais adónde ir esta noche con esa cría? ¿Sabríais adónde ir mañana? La sangre de vuestro padre os ha arruinado a ambas. Por eso pude compraros a un precio tan bajo, pero eso no significa que esté dispuesto a perder mis bienes tan fácilmente.

May me mira. Yo soy la hermana mayor y se supone que sé qué hay que hacer, pero estoy completamente desconcertada. Nadie nos ha preguntado por qué no nos reunimos con los Louie en Hong Kong el día acordado, qué nos ha pasado, cómo hemos sobrevivido ni cómo hemos llegado a América. Lo único que les importa al venerable Louie y a Yen-yen son el bebé y los brazaletes; Vernon vive encerrado en su propio mundo, y Sam parece extrañamente desvinculado de su familia. Nadie parece preocupado por nosotras, y sin embargo tenemos la impresión de estar atrapadas en las redes de un pescador. Podemos sacudirnos un poco y seguir respirando, pero no veo escapatoria. Al menos, no todavía.

Le entregamos las joyas, y él no nos pide el dinero de los lai see. Quizá sepa que eso sería demasiado. Pero no tengo ninguna sensación de triunfo, y May tampoco. Mi hermana está plantada en medio de la habitación, y parece vencida, triste y muy sola.

Por turnos, vamos todos al lavabo, al final del pasillo. El venerable Louie y Yen-yen son los primeros en acostarse. May se queda mirando a Vern, que juguetea con su cabello. Cuando Vern sale de la habitación, May lo sigue.

– ¿Hay un sitio para la niña? -le pregunto a Sam.

– Yen-yen ha preparado algo. Espero.

Lo sigo por el oscuro pasillo. La habitación de Sam no tiene ventanas. Del centro del techo cuelga una bombilla. La cama y la cómoda ocupan casi todo el espacio. El cajón inferior de la cómoda está abierto, y dentro hay una manta mullida, donde dormirá Joy. La deposito en su improvisada cuna y miro alrededor. No hay armario, pero en un rincón cuelga una tela que ofrece cierta intimidad.

– ¿Y mi ropa? -pregunto-. La que tu padre se llevó cuando nos casamos.

Sam mira al suelo.

– Está en China City. Mañana te llevaré allí y quizá mi padre te deje coger algunas cosas.

No sé qué es China City. No sé qué significa eso de que quizá mi suegro me deje coger mi ropa, porque de pronto mi mente está ocupada en otra cosa: tengo que meterme en la cama con mi marido. No sé cómo ha pasado, pero May y yo no hemos previsto este detalle en nuestros planes. Ahora me encuentro en el dormitorio, tan paralizada como lo debe de estar mi hermana.

Pese al poco espacio que hay en la habitación, Sam no para de hacer cosas. Abre un tarro de una sustancia de olor acre, se arrodilla y la vierte en cuatro recipientes metálicos que hay junto a las patas de la cama. Cuando termina, se sienta en cuclillas, cierra el tarro y dice:

– Uso queroseno para ahuyentar las chinches.

¡Chinches!

Se quita la camisa y el cinturón y los cuelga de un gancho que hay detrás de la cortina. Se deja caer en el borde de la cama y se queda mirando el suelo. Tras un rato que se me antoja eterno, dice:

– Siento lo de hoy. -Hace una pausa y agrega-: Siento todo esto.

Recuerdo lo atrevida que fui en nuestra noche de bodas. Aquel día me porté como una guerrera de la antigüedad, audaz y temeraria, pero a esa guerrera la derrotaron en una cabaña, en algún lugar entre Shanghai y el Gran Canal.

– Todavía no me he recuperado del parto -consigo articular.

Sam me mira con sus tristes y oscuros ojos. Al final dice:

– Supongo que prefieres el lado de la cama que queda más cerca de nuestra Joy.

En cuanto se mete entre las sábanas, tiro del cordón para apagar la luz, me quito los zapatos y me tumbo encima de la manta. Agradezco que Sam no intente tocarme. Cuando se queda dormido, meto las manos en los bolsillos v acaricio mis lai see.


¿Cuál es la primera impresión que te queda de un sitio nuevo? ¿Es la primera comida? ¿El primer cucurucho de helado que tomas? ¿La primera persona que conoces? ¿La primera noche que pasas en tu nuevo hogar? ¿La primera promesa rota? ¿La primera vez que comprendes que nadie te valora por algo que no sea tu capacidad para traer al mundo hijos varones? ¿Saber que tus vecinos son tan pobres que sólo han puesto un dólar en tu lai see, como si eso bastara para proporcionarle a una mujer un tesoro secreto que tendrá que durarle toda una vida? ¿Ver que tu suegro, un hombre nacido en este país, ha pasado toda la vida tan aislado en los barrios chinos que habla un inglés deplorable? ¿El momento en que comprendes que todo lo que creías acerca de la clase, la posición, la prosperidad y la fortuna de tu familia política es tan falso como lo que creías acerca de la posición social y la riqueza de tu familia de sangre?

Lo que más pesa en mí son los sentimientos de pérdida, inseguridad, desazón, y una nostalgia del pasado que no puedo aliviar con nada. Y eso no se debe sólo a que May y yo nos hallemos en un lugar extraño. Parece como si en Chinatown todo el mundo fuera un refugiado. Aquí nadie es un habitante de la Montaña Dorada, inimaginablemente rico. Ni siquiera el venerable Louie. En Angel Island memoricé sus empresas y el valor de sus mercancías; pero aquí no significan nada, aquí todos son pobres. La gente se quedó sin empleo durante la Gran Depresión. Los afortunados que tenían una familia enviaron a sus parientes a China, porque era más fácil mantenerlos allí que alimentarlos y darles un techo aquí. Cuando nos atacaron los japoneses, esos parientes regresaron a Estados Unidos. Pero aquí nadie está ganando dinero, y las condiciones son más inestables y duras que nunca, o eso dicen.

Cinco años atrás, en 1933, derribaron la mayor parte de Chinatown para hacer sitio a una nueva estación de ferrocarril; la están construyendo en el enorme solar que vimos cuando Sam nos trajo hasta aquí en el tranvía. A los habitantes del barrio les concedieron veinticuatro horas para desalojar sus viviendas -mucho menos de lo que May y yo tuvimos para abandonar Shanghai-, pero ¿adónde podían ir? Según la ley, los chinos no pueden tener propiedades, y la mayoría de los caseros no quieren inquilinos chinos, de forma que la gente se apretuja en los pocos edificios que quedan del Chinatown original, donde vivimos nosotros, o en el Chinatown de City Market, que abastece a cultivadores y vendedores, y del que nos separan muchas manzanas y toda una cultura. Todos, incluida yo, añoramos a nuestras familias de China. Sin embargo, cuando cuelgo en la pared de mi dormitorio las fotografías que hemos logrado traer con nosotras, Yen-yen me grita:

– ¡Estúpida! ¿Acaso quieres que tengamos problemas? ¿Y si vienen los inspectores de inmigración? ¿Cómo vas a explicarles quiénes son ésos?

– Son mis padres -replico-. Y ésas somos May y yo de pequeñas. No es ningún secreto.

– Todo es un secreto. ¿Ves alguna fotografía en esta casa? Quita eso de ahí y escóndelo antes de que lo tire a la basura.

Eso sucede la primera mañana, y pronto descubro que, aunque me encuentro en un país joven, en muchos aspectos es como si hubiera dado un gigantesco paso atrás en el tiempo.

La palabra cantonesa fu yen, «esposa», está compuesta por dos elementos. El primero significa «mujer», y el otro, «escoba». En Shanghai, May y yo teníamos sirvientes. Ahora yo soy la sirvienta. ¿Por qué sólo yo? No lo sé. Quizá porque tengo un bebé, quizá porque May no entiende a Yen-yen cuando ésta le dice en sze yup lo que ha de hacer, o quizá porque May no vive con el temor a que nos descubran, nos repudien -a ella por tener un hijo que no es de su marido, y a mí por no poder engendrar hijos- y nos echen a la calle. Así que todas las mañanas, cuando Vern se va a sus clases de noveno grado en el instituto Central Junior, y May, Sam y mi suegro se van a China City, yo me quedo en el apartamento y lavo -sobre una tabla- sábanas, ropa interior sucia, los pañales de Joy y la ropa sudada de los tíos, además de la de los solteros que periódicamente se hospedan en nuestra casa. Vacío la escupidera y otros recipientes para las cáscaras de pepitas de sandía que mordisquean mis parientes políticos. Friego el suelo y limpio las ventanas.

Mientras Yen-yen me enseña a preparar sopa, hirviendo un cogollo de lechuga y vertiendo salsa de soja sobre él, o a coger un cuenco de arroz, cubrirlo de manteca y rociarlo con salsa de soja para disimular el mal sabor, mi hermana sigue explorando los alrededores. Mientras yo pelo nueces que Yen-yen vende a los restaurantes o limpio la bañera donde mi suegro se baña todos los días, mi hermana conoce a gente. Mientras mi suegra me enseña a ser esposa y madre -funciones que ella desempeña con una frustrante combinación de ineptitud, buen humor y exagerada protección-, mi hermana se entera de dónde está todo.

Sam me dijo que me llevaría a China City -una atracción turística que están construyendo a dos manzanas de aquí-, pero todavía no he ido. En cambio, May va andando hasta allí todos los días y ayuda a preparar la Gran Inauguración. Me cuenta que dentro de poco trabajaré en el restaurante, la tienda de antigüedades, la tienda de curiosidades o dondequiera que nuestro suegro le haya dicho esa tarde; yo escucho con cierto recelo, sabiendo que no puedo elegir dónde quiero trabajar, pero agradeceré no seguir trabajando a destajo con Yen-yen: atando cebolletas en manojos, separando fresas por tamaño y calidad, pelando esas malditas nueces hasta que se me quedan los dedos manchados y agrietados, o -y esto es francamente repugnante- cultivando judías germinadas en la bañera entre baño y baño del viejo. Yo me quedo en casa con mi suegra y con Joy; mi hermana vuelve todos los días y nos habla de personas con nombres ridículos, como Peanut («cacahuete») o Dolly. En China City, May revisa nuestras cajas de ropa. Acordamos que, si íbamos a América, nos vestiríamos como americanas, pero ella insiste en traer sólo cheongsams. Escoge los más bonitos para ella, y pienso que quizá sea lo correcto. Yen-yen me dice:

– Ahora eres madre. Tu hermana todavía debe lograr que mi hijo engendre a mi nieto.

May me cuenta sus aventuras; tiene las mejillas sonrosadas de estar a la intemperie e irradia felicidad. Yo soy la hermana mayor y aun así siento envidia, la enfermedad de los ojos rojos. Siempre he sido la primera en descubrir cosas nuevas, pero ahora es May quien habla de las tiendas, los almacenes y las cosas divertidas que están planeando en China City. Me cuenta que la están construyendo con antiguos decorados de películas, y los describe con tanto detalle que, cuando por fin los vea, los reconoceré todos y sabré la historia de cada uno. Pero no puedo mentir. Me fastidia que May participe en los preparativos, mientras que yo tengo que quedarme con mi suegra y la niña en el mugriento apartamento, donde el polvo suspendido en el aire me produce ahogos. Me digo que todo esto sólo es pasajero, como Angel Island, y que pronto -no sé cómo- escaparemos de aquí.

Entretanto, el venerable Louie sigue ninguneándome: es su castigo por haber traído al mundo a una niña. Sam está muy alicaído y se pasea por el apartamento con gesto huraño, porque sigo negándome a tener relaciones esposo-esposa. Cada vez que se me acerca, cruzo los brazos y me sujeto los codos. Él se marcha avergonzado, como si lo hubiera humillado. Casi nunca me habla, y cuando lo hace es en el dialecto wu de las calles, como si yo no estuviera a su altura. Yen-yen reacciona a mi evidente infelicidad y frustración con una lección sobre el matrimonio:

– Tienes que acostumbrarte.

A principios de mayo, cuando ya llevamos dos semanas aquí, mi hermana pide permiso a Yen-yen para sacarnos a Joy y a mí a dar un paseo, y lo consigue.

– Al otro lado de La Plaza está Olvera Street, donde los mexicanos tienen tiendas para los turistas -me explica May señalando en esa dirección-. Más allá está China City. Desde allí, si subes por Broadway y tuerces hacia el norte, tendrás la impresión de haber entrado en una postal de Italia. Hay salamis colgados en las ventanas, y… ¡ay, Pearl, todo es tan raro y pintoresco como las calles de los rusos blancos de la Concesión Francesa! -Hace una pausa y ríe para sí-. Casi me olvido: aquí también hay una Concesión Francesa. La llaman French Town y está en Hill Street, a sólo una manzana de Broadway. Hay un hospital francés, cafeterías y… Pero eso no importa ahora. Vamos a dar un paseo por Broadway. Si vas por Broadway hacia el sur, llegas a unos cines y unos grandes almacenes americanos. Si vas hacia el norte y atraviesas Little Italy, llegas a otro Chinatown que están construyendo. Lo llaman el Nuevo Chinatown. Puedo llevarte allí cuando quieras.

Pero en este momento no me apetece.

– Esto no es como Shanghai, donde, pese a estar separados por razas, dinero y poder, nos veíamos todos los días -me aclara May a la semana siguiente, cuando nos lleva otra vez a dar una vuelta por el barrio-. Allí íbamos juntos por la calle, aunque no frecuentáramos los mismos clubs nocturnos. Aquí todos están separados de los demás: japoneses, mexicanos, italianos, negros y chinos. Los blancos están en todas partes, pero el resto estamos al fondo. Todos quieren ser un poco mejores que sus vecinos, aunque la diferencia sólo sea una cáscara de grano de arroz. ¿Recuerdas lo importante que era en Shanghai saber inglés y cómo la gente se enorgullecía de su acento británico o americano? Aquí, lo que te distingue es cómo hablas el chino, y dónde y con quién lo aprendiste. ¿Te lo enseñaron en una de las misiones de Chinatown? ¿Lo aprendiste en China? Pasa lo mismo que entre los hablantes de sze yup y los hablantes de sam yup. No se hablan entre sí. No hacen negocios entre sí. Por si fuera poco, los chinos nacidos en América menosprecian a la gente como nosotras y nos llaman «recién llegados» y «atrasados». Nosotros los menospreciamos porque sabemos que la cultura americana no es tan rica como la china. La gente también se agrupa por familias. Si eres un Louie, debes comprar en los establecimientos de los Louie, aunque te cobren cinco centavos más. Todos saben que los lo fan no los ayudarán, pero un Mock, un Wong o un SooHoo tampoco ayudará a un Louie.

May me enseña la gasolinera, aunque no conocemos a nadie que tenga automóvil. Pasamos delante de Jerry's Joint, un bar con comida y ambiente chinos, pero cuyo propietario no es chino. Todos los edificios que no albergan negocios son viviendas de algún tipo: pequeños apartamentos como el nuestro para familias, pensiones baratas para trabajadores chinos solteros como los tíos, y habitaciones cedidas por las misiones, donde los verdaderamente necesitados pueden dormir, comer y ganarse un par de dólares al mes a cambio de mantener limpio el lugar.

Tras un mes haciendo excursiones como ésa, alrededor del bloque, May me lleva a La Plaza.

– Antes, esto era el centro de la colonia española original. ¿Había españoles en Shanghai? -me pregunta casi alegremente-. No recuerdo a ninguno.

No tengo ocasión de contestar, porque está empeñada en enseñarme Olvera Street, que se halla justo enfrente de Sanchez Alley, al otro lado de La Plaza. Yo no tengo ningún interés especial en ir, pero como May lleva días quejándose e insistiendo, cruzo el recinto con ella y entro en un pasaje peatonal; está lleno de tenderetes de contrachapado pintados de colores llamativos donde se exponen camisas de algodón bordadas, pesados ceniceros de cerámica y pirulís. Los vendedores, ataviados con ropa de encaje, fabrican velas, soplan vidrio o confeccionan sandalias, mientras otros cantan y tocan instrumentos.

– ¿Tú crees que en México la gente vive así? -pregunta May.

No sé si esto se parece a México pero, comparado con nuestro lúgubre apartamento, aquí reina una atmósfera festiva y vibrante.

– No tengo ni idea. Quizá sí.

– Pues si esto te parece bonito y divertido, espera a ver China City.

Seguimos bajando por la calle, y al poco rato May se para de golpe.

– Mira, allí está Christine Sterling. -Señala a una mujer blanca, mayor pero elegantemente vestida, sentada en el porche de una casa que parece hecha de barro-. Ella creó Olvera Street. Y también está detrás de China City. Todos dicen que tiene un gran corazón. Dicen que quiere ayudar a que los mexicanos y los chinos tengan sus propios negocios en estos tiempos difíciles. Ella llegó a Los Ángeles sin nada, como nosotras, y dentro de poco ya tendrá dos atracciones turísticas.

Llegamos al final de la manzana. Un grupo de coches americanos pasa lentamente por la calzada, tocando la bocina. Frente a Macy Street, veo el muro que rodea China City.

– Si quieres te llevo -propone May-. Lo único que hay que hacer es cruzar la calle.

Niego con la cabeza.

– Quizá otro día.

Volvemos a pasar por Olvera Street. May sonríe y saluda con la mano a los tenderos, que no le devuelven el saludo.

Mientras mi hermana trabaja con el venerable Louie y Sam prepara las cosas en China City, Yen-yen y yo nos encargamos del apartamento, nos ocupamos de Vernon cuando vuelve de la escuela y nos turnamos para coger a Joy durante las largas tardes, cuando la niña llora desconsoladamente, quién sabe por qué. Pero aunque pudiera salir a hacer visitas, ¿a quién iría a ver? Aquí sólo hay una mujer o una niña por cada diez hombres. A las muchachas de mi edad y la de May les prohíben salir con chicos, y de todas formas, los chinos que viven aquí no quieren casarse con ellas.

– Las nacidas aquí están demasiado americanizadas -nos explica tío Edfred un domingo, cuando viene a cenar-. Cuando sea rico, volveré a mi pueblo natal a por una esposa tradicional.

Algunos hombres, como tío Wilburt, tienen una esposa en China a la que no ven durante años.

– Hace una eternidad que no tengo relaciones esposo-esposa con mi mujer. Ir a China para eso sale demasiado caro. Estoy ahorrando para volver a China para siempre.

Con ese planteamiento, la mayoría de las muchachas chinas de aquí se quedan solteras. Entre semana van a la escuela americana y luego a la escuela de chino en una misión. Los fines de semana trabajan en los negocios familiares y reciben clases de cultura china en las misiones. Nosotras no encajamos con esas chicas, y somos demasiado jóvenes para encajar con las esposas y madres, que nos parecen atrasadas. Aunque hayan nacido aquí, la mayoría -como Yen-yen- no terminaron sus estudios elementales. Viven aisladas, vigiladas y sobreprotegidas.

Una noche de finales de mayo, treinta y nueve días después de nuestra llegada a Los Ángeles y unos días antes de la inauguración de China City, Sam llega a casa y me dice:

– Si quieres, puedes salir con tu hermana. Yo le daré el biberón a Joy.

No me convence la idea de dejarla con él, pero en las últimas semanas Joy reacciona bien a la torpeza con que Sam la coge, a cómo le susurra al oído y las cosquillas que le hace en la barriga. Como veo a la niña tranquila -y como sé que Sam prefiere que me marche para no tener que conversar conmigo-, me decido a salir con May. Vamos andando a La Plaza y nos sentamos en un banco; allí escuchamos la música mexicana que llega de Olvera Street y vemos unos niños jugando con una pelota hecha con una bolsa de papel rellena de periódicos arrugados y atada con una cuerda.

May ya no se empeña en mostrarme cosas ni en que cruce determinadas calles. Por fin podemos sentarnos y ser nosotras mismas durante unos minutos. En el apartamento no tenemos intimidad, porque todos pueden oírnos y vernos. Aquí, donde no hay oídos pendientes de nosotras, podemos hablar con libertad y confiarnos nuestros secretos. Recordamos a mama, baba, Tommy, Betsy, Z.G. e incluso a nuestros antiguos sirvientes. Hablamos de la comida que añoramos y de los olores y los sonidos de Shanghai, que tan lejanos nos parecen ahora. Al final dejamos de hablar de las personas y los lugares perdidos para concentrarnos en el presente. Sé cuándo Yen-yen y el venerable Louie mantienen relaciones esposo-esposa porque oigo crujir su colchón. También sé que Vern y May todavía no han tenido esa clase de relaciones.

– Tú tampoco las has tenido con Sam -replica ella-. Debes hacerlo. Estás casada con él. Tenéis un bebé.

– ¿Y por qué debo hacerlo cuando tú todavía no lo has hecho con Vern?

May esboza una mueca.

– ¿Cómo quieres que lo haga? A Vern le pasa algo.

En Shanghai pensé que May se mostraba injusta, pero después de convivir con Vern -y he pasado mucho más tiempo con él que May-, he de admitir que mi hermana tiene razón. Y no se trata sólo de que Vern no haya madurado aún.

– No creo que sea retrasado mental -digo para animarla.

Ella descarta esa idea con un ademán de impaciencia.

– No es eso. Yo creo que está… dañado. -Recorre con la mirada el toldo de ramas que tenemos encima, como si allí fuera a encontrar la respuesta-. Habla, pero no mucho. A veces tengo la impresión de que no entiende lo que pasa alrededor. Otras veces se obsesiona por completo, como con esos aviones y barcos en miniatura que el viejo le compra para que los monte.

– Al menos se ocupan de él. ¿Te acuerdas de aquel niño que vimos en el barco, en el Gran Canal? Su familia lo tenía en una jaula.

Pero ella sigue hablando sin prestarme atención:

– Tratan a Vern como si fuera especial. Yen-yen le plancha la ropa y se la deja preparada en su habitación. Lo llama «niño-esposo».

– En eso se parece a mama. Nos llama a todos por el título o por el rango que ocupamos en la familia. ¡Hasta llama a su esposo venerable Louie!

Me sienta bien reír. Mama y baba lo llamaban así en señal de respeto; nosotras, porque no nos caía bien; y Yen-yen porque es así como lo ve.

– Yen-yen no tiene los pies vendados, pero es mucho más atrasada que mama -continúo-. Cree en fantasmas, espíritus, pociones, el zodíaco, en qué alimentos hay que comer y todas esas bobadas.

May suelta un bufido de fastidio.

– ¿Te acuerdas de cuando cometí el error de decir que me había resfriado, y ella me preparó un té de jengibre y cebolletas secas para despejarme el pecho y me hizo respirar vapor de vinagre para aliviarme la congestión? ¡Fue asqueroso!

– Sí, pero funcionó.

– Ya -admite May-, pero ahora quiere que vaya al herborista y le pida algo que me haga más fértil y más atractiva para el niño-esposo. Según ella, la Oveja y el Cerdo son de los signos más compatibles.

– Mama siempre decía que el Cerdo tiene un corazón puro y es muy sincero y sencillo.

– Vern es sencillo, desde luego. -May se estremece-. Mira, lo he intentado. Quiero decir que… -Titubea-. Duermo en la misma cama que él. Muchos lo considerarían afortunado por tenerme allí. Pero él no hace nada, pese a que tiene todo lo que necesita ahí abajo.

Deja la frase en el aire para que yo lo entienda. Ambas nos encontramos viviendo en un horrible limbo, matando el tiempo; pero cada vez que pienso que lo estoy pasando mal, recuerdo a mi hermana, que está en la habitación de al lado.

– Y luego, cuando voy a la cocina por la mañana -continúa-, Yen-yen me pregunta: «¿Dónde está tu hijo? Necesito un nieto.» La semana pasada, cuando volví de China City, me llevó a un rincón y me dijo: «Veo que has vuelto a recibir la visita de la hermanita roja.

Mañana comerás riñones de gorrión y piel de mandarina seca para fortalecer tu chi. El herborista dice que eso ayudará a que tu útero acoja la esencia vital de mi hijo.»

Su imitación de la voz chillona y aguda de Yen-yen me hace sonreír, pero May no lo encuentra gracioso.

– ¿Por qué no te dan a ti riñones de gorrión y piel de mandarina? ¿Por qué no te envían al herborista? -inquiere.

Ignoro por qué el venerable Louie y su esposa nos tratan de forma diferente a Sam y a mí. Es cierto que Yen-yen tiene un título para todo el mundo, pero nunca la he oído llamarle nada a Sam: ni por un título, ni por su nombre americano, ni siquiera por su nombre chino. Y con la excepción del día que llegamos, mi suegro casi nunca habla conmigo ni con Sam.

– Sam y su padre no se llevan bien -comento-. ¿Te has fijado?

– Discuten mucho. El venerable Louie llama a Sam toh gee y chok gin. No sé qué significa, pero seguro que no son cumplidos.

– Significa «vago» y «necio». -No paso mucho tiempo con Sam, así que le pregunto a May-: ¿Crees que lo es?

– A mí no me lo parece. El viejo está empeñado en que Sam se encargue de los paseos en rickshaw cuando abran China City. Quiere que Sam conduzca los rickshaws. Y él se niega.

– No me extraña. ¿Quién iba a querer conducir rickshaws? -digo con un estremecimiento.

– Ya. Ni aquí ni en ningún otro sitio. Aunque sólo sea una atracción para turistas.

No me importaría seguir hablando de Sam, pero May vuelve a hablar de su marido.

– Lo normal sería que lo trataran como a los otros chicos de aquí y que trabajara con su padre cuando vuelve de la escuela. Podría ayudarnos a Sam y a mí a abrir cajas y poner los artículos en los estantes para cuando inauguren China City, pero el viejo insiste en que Vern se vaya directamente al apartamento a hacer los deberes. Creo que lo único que hace Vern es encerrarse en su habitación y trabajar en sus aviones en miniatura. Y por lo que he podido ver, no lo hace muy bien.

– Ya lo sé. Yo lo veo más que tú. Todos los días. -No sé si May detecta la amargura de mi voz, pero yo sí, y me apresuro a disimular-. Ya sabemos que un hijo varón es algo muy valioso. Quizá lo estén preparando para que se encargue del negocio cuando llegue el momento.

– Pero ¡si es el pequeño! ¿Cómo van a dejar que se encargue del negocio familiar? Eso no estaría bien. Además, Vern tendrá que aprender a hacer algo. Parece que quieran que sea un niño pequeño toda la vida.

– Quizá no quieran que se marche. Quizá no quieran que nadie se marche. Son muy atrasados. Vivimos todos juntos, el negocio es estrictamente familiar, tienen el dinero escondido y protegido, no nos dan nada para gastar…

Es verdad. May y yo no recibimos ninguna asignación para gastos domésticos, y, como es lógico, no podemos decir que necesitamos dinero para escapar de aquí y empezar desde cero.

– Parecen un puñado de campesinos -dice May con amargura-. Y mira cómo cocina Yen-yen -añade-. ¿Qué clase de mujer china es?

– Nosotras tampoco sabemos cocinar.

– Pero ¡es que no nos educaron para saber cocinar! Íbamos a tener sirvientes que se encargarían de eso.

Nos quedamos un rato calladas, pensando en lo que May acaba de exponer, pero ¿qué sentido tiene soñar con el pasado? May mira hacia Sanchez Alley. La mayoría de los niños han regresado a sus casas.

– Será mejor que volvamos antes de que el venerable Louie nos deje en la calle.

Regresamos al apartamento cogidas del brazo. Estoy más animada. May y yo no sólo somos hermanas, sino también cuñadas. Durante miles de años, las cuñadas se han quejado de las dificultades de la vida en casa de sus maridos, donde viven bajo el puño de hierro de sus suegros y bajo los pulgares encallecidos de sus suegras. May y yo somos muy afortunadas: nos tenemos la una a la otra.

Encantos del romanticismo oriental

El 8 de junio, casi dos meses después de nuestra llegada a Los Ángeles, cruzo por fin la calle y entro en China City para asistir a la Gran Inauguración. China City está rodeada de una Gran Muralla en miniatura (aunque resulta extraño llamarla «gran», ya que parece hecha con recortables de cartón montados sobre una estrecha tapia). Entro por la puerta principal y veo a unas mil personas reunidas en un gran espacio abierto, el Patio de las Cuatro Estaciones. Los dignatarios y las estrellas de cine pronuncian discursos, chisporrotean y estallan petardos, desfila un dragón, y los bailarines disfrazados de león juguetean. Los lo fan tienen un aire muy sofisticado y moderno: las mujeres visten traje de seda y abrigo de piel, guantes y sombrero, y llevan los labios pintados de colores brillantes; los hombres llevan traje, zapatos de costura inglesa y sombrero de fieltro. May y yo lucimos cheongsams, pero pese a lo elegantes y hermosas que estamos, tengo la impresión de que, comparadas con las americanas, parecemos extrañas y pasadas de moda.

– Los encantos del romanticismo oriental están entretejidos, como hilos de seda, en la tela de esta China City -proclama Christine Sterling desde el escenario-. Nos gustaría que vieran ustedes los brillantes colores de sus esperanzas e ideales, y que no se fijaran en sus imperfecciones, porque éstas desaparecerán con el paso de los años. Que los protagonistas de varias generaciones de la historia de China, que quienes han sobrevivido a catástrofes de todo tipo en su tierra natal, encuentren un nuevo refugio donde perpetuar su deseo de una identidad colectiva, seguir los pasos de sus antepasados y ejercer serenamente los oficios y las artes de sus mayores.

«Madre mía.»

– Dejen atrás el nuevo mundo de las prisas y la confusión -continúa Christine Sterling- y entren en el antiguo mundo de lánguido hechizo.

Las tiendas y los restaurantes abrirán sus puertas en cuanto terminen los discursos, y los empleados -incluidas Yen-yen y yo- tendrán que apresurarse a ocupar sus puestos. Mientras escuchamos, sostengo a Joy en brazos para que vea el espectáculo. Hay mucha gente, y la ondulación de la multitud y los empujones hacen que, poco a poco, nos separemos de Yen-yen. Tengo que ir al Golden Dragon Café, pero no sé dónde está. ¿Cómo es posible que me haya perdido en sólo una manzana rodeada por un muro? Pero el laberinto de callejones sin salida y senderos estrechos y retorcidos consigue desorientarme por completo. Cruzo una puerta y me encuentro en un patio con un estanque de peces y un puesto donde venden incienso. Aprieto a Joy contra mi pecho y me pego a la pared para dejar pasar los rickshaws -con el logo de Golden Rickshaws pintado- que pasean a los lo fan por las callejuelas. Los conductores gritan: «¡Paso! ¡Paso!» No se parecen en nada a los que he visto toda mi vida. Van muy emperifollados con inmaculados pijamas de seda, zapatillas bordadas y sombreros de culi de paja. Y no son chinos, sino mexicanos.

Una niña vestida de golfilla -sólo que más limpia- se contonea entre la multitud repartiendo planos del recinto. Cojo uno, lo abro y busco el sitio al que debo ir. En el mapa están marcados los lugares de interés: la Escalera del Cielo, el Puerto del Whangpoo, el Estanque del Loto y el Patio de las Cuatro Estaciones. En la parte inferior, dibujados con tinta china, dos hombres ataviados con túnica china y zapatillas se saludan. La leyenda reza: «Si se presta usted a iluminar con su presencia nuestra humilde ciudad, lo recibiremos con dulces, vinos y música excelentes, y con objetos de arte que deleitarán sus nobles ojos.» En el plano no aparece ninguno de los establecimientos del venerable Louie, todos con la palabra Golden en el nombre.

China City no es como Shanghai. Tampoco es como la ciudad vieja. Ni siquiera parece una aldea china. Se parece mucho a la China que May y yo veíamos en las películas hollywoodienses que proyectaban en Shanghai. Sí, es exactamente así. Los estudios Paramount han donado un decorado de La octava esposa de Barbazul, que se ha convertido en el Chinese Junk Café. Los obreros de la MGM han vuelto a montar la granja de Wang de La buena tierra, sin olvidar los patos y las gallinas del patio. Por detrás de la granja de Wang está el Pasaje de las Cien Sorpresas, donde los mismos carpinteros de la MGM han convertido una vieja herrería en diez boutiques de novedades, donde venden colgadores de joyas, tés perfumados y chales «españoles», con flecos y bordados, fabricados en China. Dicen que los tapices del templo de Kwan Yin tienen miles de años, y que la estatua se salvó del bombardeo de Shanghai. En realidad, como ocurre con la mayor parte de las cosas de China City, el templo se ha construido con sobrantes de decorados de la MGM. Hasta la Gran Muralla ha salido de una película, aunque debía de ser una de vaqueros en que había que defender un fuerte. Es evidente que el empeño de Christine Sterling en reutilizar su idea de Olvera Street para recrear un escenario chino va acompañado de un total desconocimiento de nuestra cultura, nuestra historia y nuestros gustos.

Mi mente me dice que estoy a salvo. Hay demasiada gente a mi alrededor para que alguien intente atraparme o hacerme daño, pero estoy nerviosa y asustada. Corro por otro callejón sin salida. Estrecho a Joy tan fuerte que la pobre empieza a llorar. Las personas con que me cruzo piensan que soy una mala madre. «¡No soy una mala madre! -quisiera gritarles-. Ésta es mi hija.» Presa del pánico, pienso que, si encuentro la entrada, sabré volver al apartamento. Pero el venerable Louie cerró con llave al salir, y no tengo llave. Agitada e inquieta, agacho la cabeza y me abro paso entre el gentío.

– ¿Te has perdido? -dice una voz con el más puro acento del dialecto wu de Shanghai-. ¿Necesitas ayuda?

Levanto la cabeza y veo a un lo fan de cabello blanco, gafas y una poblada barba blanca.

– Tú debes de ser la hermana de May -añade-. ¿Eres Pearl?

Asiento con la cabeza.

– Me llamo Tom Gubbins. Todo el mundo me llama Bak Wah Tom, Tom el Películas. Tengo una tienda aquí, y conozco a tu hermana. Dime adónde quieres ir.

– Debo ir al Golden Dragon Café.

– Ah, sí, una de las muchas tiendas Golden. Aquí, todo lo que vale la pena lo dirige tu suegro -dice con aire de complicidad-. Ven conmigo. Te llevaré hasta allí.

No conozco a este hombre, y May nunca lo ha mencionado, pero quizá sea una de las muchas cosas que no me ha contado. Sin embargo, su acento shanghaiano me proporciona la tranquilidad que necesito. De camino al restaurante, él me señala varios negocios de mi suegro. En la Golden Lantern, la primera tienda que el venerable Louie tuvo en la antigua Chinatown, venden baratijas y curiosidades: ceniceros, palilleros y rascadores para la espalda. Por la ventana veo a Yen-yen hablando con unos clientes. Vern está sentado, solo, en un local diminuto, el Golden Lotus, vendiendo flores de seda. He oído cómo el venerable Louie alardeaba ante nuestros vecinos de lo poco que le había costado abrir esta tienda: «En China, las flores de seda son baratísimas. Aquí puedo venderlas por cinco veces su precio original.» Se burlaba de otra familia que había abierto un establecimiento de flores naturales. «Han pagado dieciocho dólares por la nevera en una tienda de segunda mano. Todos los días se gastarán cincuenta centavos en hielo. Tienen que comprar botes y jarrones donde poner las flores. ¡Eso ya son cincuenta dólares! ¡Demasiado dinero! ¡Un despilfarro! Y vender flores de seda no es difícil, porque hasta mi hijo sabe hacerlo.»

Veo el tejado del Golden Pagoda antes de llegar allí, y sé que a partir de ahora podré mirar hacia arriba para orientarme. El Golden Pagoda es un edificio de cinco plantas, con forma de pagoda. En este local, el venerable Louie -ataviado con una túnica azul de mandarín- planea vender sus mejores artículos: jarrones de cloisonné, porcelana fina, piezas con incrustaciones de nácar, muebles de teca labrada, pipas de opio, juegos de majong de marfil, y antigüedades. Por la ventana veo a May junto a mi suegro, charlando con una familia formada por cuatro personas, gesticulando animadamente y con una sonrisa tan amplia que hasta puedo verle los dientes. Parece cambiada, y al mismo tiempo es mi hermana de siempre. El cheongsam se le adhiere al cuerpo como una segunda piel. El cabello se le arremolina alrededor de la cara, y reparo en que se lo ha cortado y arreglado. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora? Pero lo que de verdad me sorprende es lo radiante que está. Hacía mucho tiempo que no la veía así.

– Es muy hermosa -dice Tom, como si me leyera el pensamiento-. Ya le he dicho que podría conseguirle trabajo, pero le da miedo que tú no lo apruebes. ¿Qué te parece, Pearl? Ya ves que no soy mala persona. ¿Por qué no lo piensas y lo comentas con May?

Entiendo lo que dice, pero no alcanzo a comprender el significado de sus palabras.

Al advertir mi confusión, Tom se encoge de hombros:

– Muy bien. Vamos al Golden Dragon.

Cuando llegamos, Tom mira por la ventana y dice:

– Me parece que te necesitan, así que no te entretendré. Pero si alguna vez necesitas algo, pásate por la Asiatic Costume Company. May te enseñará dónde está. Viene a visitarme todos los días.

Dicho eso, se da la vuelta y se pierde entre la muchedumbre. Abro la puerta del Golden Dragon Café y entro. Hay ocho mesas y una barra con diez taburetes. Detrás de la barra, tío Wilburt, con una camiseta blanca y un sombrero de papel de periódico, suda mientras maneja un wok humeante. A su lado, tío Charley corta ingredientes en trozos pequeños con un cuchillo de carnicero. Tío Edfred lleva un montón de platos al fregadero, mientras Sam lava vasos bajo el grifo de agua caliente.

– ¿Alguien nos atiende? -grita un cliente.

Sam se seca las manos, se apresura a darme un bloc, me quita a Joy de los brazos y la pone en una caja de madera detrás de la barra. Trabajamos seis horas sin descanso. Cuando finaliza oficialmente la Gran Inauguración, Sam tiene la ropa manchada de comida y grasa, y a mí me duelen los pies, hombros y brazos, pero Joy está profundamente dormida en su caja. El venerable Louie y los demás pasan a recogernos. Los tíos se van adondequiera que vayan los solteros de Chinatown por la noche. Mi suegro cierra la puerta con llave y nos dirigimos al apartamento. Los hombres van delante, mientras que Yen-yen, May y yo los seguimos a la preceptiva distancia de diez pasos. Estoy agotada, y Joy me pesa como un saco de arroz, pero nadie se ofrece a llevarla.

El venerable Louie nos prohibió hablar en ninguna lengua que él no entienda, pero le hablo a May en dialecto wu, con la esperanza de que Yen-yen no nos delate y confiando en estar lo bastante lejos de los hombres para que no nos oigan.

– Me has estado ocultando cosas, May.

No estoy enfadada, sino dolida. Mientras yo permanecía encerrada en el apartamento, May se estaba forjando una nueva vida en China City. ¡Hasta se ha cambiado el peinado! Ay, cómo me duele eso ahora que lo he notado.

– ¿Cosas? ¿Qué cosas? -Habla en voz baja. ¿Para que no nos oigan? ¿Para que yo no suba la voz?

– Habíamos decidido que cuando llegáramos aquí sólo llevaríamos ropa occidental. Dijimos que procuraríamos parecer americanas, pero lo único que me traes es esto.

– Ese es uno de tus cheongsams favoritos.

– No quiero ponerme cheongsams. Acordamos que…

May aminora el paso y me retiene por el hombro. Yen-yen sigue caminando, obediente, detrás de su marido y sus hijos.

– No quería decírtelo para no disgustarte -susurra. Se da unos golpecitos en los labios con los nudillos, vacilante.

– ¿Qué pasa? Dímelo.

– Nuestros vestidos occidentales han desaparecido. Él -prosigue, apuntando a los hombres con la barbilla, pero sé que se refiere a nuestro suegro- quiere que sólo nos pongamos ropa china.

– ¿Por qué?

– Escúchame, Pearl. He intentado explicarte cosas. He intentado enseñarte cosas, pero a veces eres peor que mama. No quieres saber. No quieres escuchar.

Sus palabras me hieren, pero May no ha terminado.

– Ya has visto que los empleados de Olvera Street llevan trajes mexicanos. Se lo exige la señora Sterling. Está en sus contratos de alquiler, y también en los nuestros de China City. Tenemos que vestir cheongsams para trabajar. La señora Sterling y sus socios lo fan quieren que parezca que no hemos salido nunca de China. El venerable Louie debía de saberlo cuando nos quitó la ropa en Shanghai. Piénsalo, Pearl. Nosotras creíamos que no tenía gusto ni criterio, pero él sabía exactamente qué buscaba, y sólo cogió lo que pensó que nos sería útil aquí. Lo demás lo dejó.

– ¿Por qué no me lo habías contado antes?

– ¿Cómo iba a hacerlo? Casi no te veo. He intentado convencerte para que salgas conmigo, pero tú te resistes a abandonar el apartamento. Tuve que llevarte a rastras a sentarnos un rato en La Plaza. No lo dices, pero sé que nos culpas a todos por dejarte en el apartamento. Aunque nadie te obliga a quedarte allí. No quieres ir a ningún sitio. ¡Ni siquiera había conseguido que cruzaras la calle para conocer China City hasta hoy!

– ¿Qué me importan a mí estos sitios? No vamos a quedarnos aquí para siempre.

– Pero ¿cómo vamos a huir si no sabemos qué hay ahí fuera?

«Es que resulta más fácil no hacer nada. Es que tengo miedo», pienso, pero no lo digo.

– Eres como un pájaro al que han liberado de una jaula -continúa May- y que ya no sabe volar. Eres mi hermana, pero no sé qué te ha pasado. Ahora estás muy lejos de mí.

Subimos la escalera que conduce al apartamento. En la puerta, May vuelve a retenerme.

– ¿Por qué ya no eres la hermana que tenía en Shanghai? Eras divertida. No le temías a nada. Ahora te comportas como una fu yen. -Hace una pausa-. Lo siento. No debería haber dicho eso. Ya sé que has sufrido mucho, y que tienes que dedicarle toda tu atención y tus cuidados a la niña. Pero te echo de menos, Pearl. Echo de menos a mi hermana.

Oímos a Yen-yen, que ya ha entrado, hablándole a su hijo:

– Niño-esposo, es hora de que vayas a acostarte. Ve a buscar a tu esposa e idos a la cama.

– Echo de menos a mama y baba. Echo de menos nuestra casa. Esto -añade May, abarcando con un brazo el oscuro pasillo- es muy duro. No puedo soportarlo sin ti.

Las lágrimas resbalan por sus mejillas. Se las enjuga con el dorso de la mano, respira hondo y entra en el apartamento para ir a acostarse con su niño-esposo.

Unos minutos más tarde, dejo a Joy en el cajón y me meto en la cama. Sam se aparta, como suele hacer, y yo me arrimo al borde del colchón, lejos de mi esposo y cerca de Joy. Tengo sentimientos y pensamientos confusos. Lo de la ropa es un golpe inesperado, pero ¿y las otras cosas que me ha dicho May? No me había dado cuenta de que ella también sufría. Y tiene razón. Yo tenía miedo: de salir del apartamento, de llegar hasta el final de Sanchez Alley, de ir a La Plaza, de recorrer Olvera Street y cruzar hasta China City. Estas últimas semanas, May se ha ofrecido en innumerables ocasiones a llevarme a China City, y yo siempre he encontrado alguna excusa para no ir.

Cojo la bolsita que me dio mama y que llevo colgada del cuello. ¿Qué me ha pasado? ¿Cómo me he convertido en una temerosa fu yen?


El 25 de junio, menos de tres semanas más tarde y a pocas manzanas de distancia, el Nuevo Chinatown celebra su Gran Inauguración. En cada extremo de la manzana se alzan grandes puertas labradas chinas, majestuosas y pintadas de colores vivos. Anna May Wong, la famosa estrella de cine, encabeza el desfile. Una banda de tambores integrada por muchachas chinas realiza una actuación ensordecedora. Luces de neón decoran el contorno de los edificios, pintados de colores llamativos y con toda clase de ornamentos chinos colgados en los aleros y balcones. Hay más petardos, los políticos que cortan las cintas y pronuncian discursos son más importantes, los movimientos de los bailarines que representan las danzas del dragón y el león son más sinuosos y acrobáticos. Hasta la gente que ha abierto tiendas y restaurantes aquí se considera mejor, más rica y más establecida que la de China City.

Se comenta que la inauguración de estos dos barrios chinos señala el inicio de una buena racha para los chinos de Los Ángeles. Yo opino que marca el inicio de una rivalidad. En China City tenemos que trabajar y esforzarnos más. Mi suegro se muestra implacable y nos impone un horario aún más duro. Es despiadado; a veces, hasta cruel. Nadie lo desobedece, pero no veo cómo vamos a ponernos a la altura del Nuevo Chinatown. ¿Cómo puedes competir cuando tu adversario está en una situación de clara ventaja? Y, tal como están las cosas, ¿cómo vamos a conseguir May y yo el dinero necesario para marcharnos de aquí?

Aromas hogareños

Debería estar planeando adónde nos iremos, pero no hay nada que me anime a explorar más que mi estómago, donde se ha instalado la tristeza. Echo de menos cosas como los dulces cubiertos de miel, los pastelillos de rosa con azúcar y los huevos hervidos en té con especias. Como con la comida que prepara Yen-yen he adelgazado más que en Angel Island, observo a tío Wilburt y tío Charley, respectivamente el primer y el segundo cocinero del Golden Dragon, y procuro aprender de ellos. Me dejan acompañarlos a la carnicería Sam Sing, con su cerdo de pan de oro en el escaparate, a comprar cerdo y pato. Me llevan al mercado de pescado de George Wong, en Spring Street, que suministra a China City, donde me enseñan a comprar sólo los especímenes que todavía respiran. Cruzamos la calle y vamos a la tienda de comestibles International Grocery, y por primera vez desde que llegué aquí, vuelvo a percibir aromas hogareños. Tío Wilburt me compra, con dinero de su propio bolsillo, una bolsa de alubias negras saladas. Se lo agradezco tanto que, después, los tíos se turnan para comprarme otras chucherías: azufaifas, dátiles con miel, brotes de bambú, capullos de loto y setas. De vez en cuando, si en el restaurante hay un período de calma, me dejan pasar detrás de la barra y me enseñan a preparar un solo plato, y muy deprisa, con esos ingredientes especiales.

Los tíos vienen a cenar al apartamento todos los domingos. Un día le pregunto a Yen-yen si me dejará preparar la cena. La familia come lo que he cocinado. A partir de ese día, soy yo quien se encarga de la cena dominical. Al poco tiempo ya puedo prepararla en sólo media hora, siempre que Vern lave el arroz y Sam corte las verduras. Al principio, el venerable Louie no está satisfecho.

– ¿Por qué debo dejar que derroches mi dinero en comida? ¿Por qué debo dejarte salir a comprar comida? -Y lo dice pese a que no le importa que vayamos al trabajo y volvamos andando, ni que sirvamos a perfectos desconocidos, blancos por si fuera poco.

– No derrocho su dinero -replico-, porque tío Wilburt y tío Charley pagan la comida. Y no voy sola, porque siempre estoy con ellos dos.

– ¡Eso es peor todavía! Los tíos están ahorrando para volver a China. Todos, incluido yo, deseamos regresar a China; si no es a vivir, a morir, y si no es a morir, a que entierren nuestros huesos allí. -Como tantos chinos, el venerable Louie quiere ahorrar diez mil dólares y regresar a su pueblo natal convertido en un hombre rico; allí adquirirá unas cuantas concubinas, tendrá más hijos varones y se pasará el día bebiendo té. También quiere que lo consideren un «gran hombre», un concepto de lo más americano-. Cada vez que voy a China, compro tierras. Ya que no me permiten comprarlas aquí, las compraré allí. Sí, ya sé qué piensas, Pearl. Piensas: «Pero ¡si tú has nacido aquí! ¡Si eres americano!» Pues mira: quizá haya nacido aquí, pero en el fondo soy chino. Y acabaré volviendo a China.

Sus quejas y su habilidad para arrebatarles el protagonismo a los tíos son completamente previsibles, pero se lo perdono porque le gusta cómo cocino. Él nunca lo admitirá, pero hace algo aún mejor. Unas semanas más tarde, anuncia:

– Todos los lunes te daré dinero para que compres comida.

A veces estoy tentada de guardarme un poco de ese dinero, pero sé que mi suegro vigila cada centavo y cada receta, y que de vez en cuando habla con los empleados de la carnicería, la pescadería y la tienda de comestibles. Es tan precavido con su dinero que se niega a guardarlo en un banco. Lo tiene escondido en los diferentes establecimientos Golden, para protegerlo de cualquier desastre y de los banqueros lo fan.

Ahora que ya puedo ir sola a las tiendas, los vendedores empiezan a conocerme. Les gusto como clienta -aunque compre poco-, y para premiar mi lealtad a sus patos asados, su pescado o sus nabos en vinagre, me regalan calendarios. Las ilustraciones imitan el estilo chino, con intensos rojos, azules y verdes destacados sobre fondo blanco. En lugar de chicas bonitas reclinadas en sus tocadores, transmitiendo paz, relajación y sensualidad, los pintores han decidido plasmar paisajes inspirados de la Gran Muralla, la montaña sagrada de Emei, los místicos karsts de Kweilin, o retratar mujeres insulsas ataviadas con cheongsams confeccionados con una tela brillante de estampados geométricos, en posturas pensadas para transmitir las virtudes de la moralidad. Las obras de esos ilustradores son chillonas y comerciales, carentes de delicadeza y emoción; pero las cuelgo en las paredes del apartamento, como hacían los pobres más pobres de Shanghai, que las colgaban en sus miserables casuchas para poner un poco de color y esperanza en sus vidas. Los calendarios alegran el apartamento, igual que mis comidas, y mientras me los regalen, a mi suegro no le importa que los cuelgue.


El día de Nochebuena me levanto a las cinco de la mañana, me visto, dejo a Joy con mi suegra y voy con Sam a China City. Todavía es muy temprano, pero hace un calor inusual. Toda la noche ha soplado un viento muy cálido que ha dejado ramas rotas, hojas secas, confeti y otros restos de los parranderos de Olvera Street esparcidos por La Plaza y Main Street. Cruzamos Macy, entramos en China City y seguimos nuestra ruta habitual, que empieza en el puesto de rickshaws del Patio de las Cuatro Estaciones y luego bordea el corral de las gallinas y los patos de la Granja Wang. Todavía no he visto La buena tierra, pero tío Charley me ha aconsejado que la vea. «Es igual que China», me ha dicho. Tío Wilburt también me la ha recomendado: «Si vas, fíjate bien en la escena de la muchedumbre. ¡Salgo yo! En esa película verás a muchos tíos y tías de Chinatown.» Pero yo no voy al cine, ni entro en la granja, porque cada vez que paso por delante me acuerdo de la cabaña de las afueras de Shanghai.

Desde la Granja Wang, sigo a Sam por Dragon Road.

– Camina a mi lado -me invita Sam en sze yup, pero no acepto, porque no quiero que se haga ilusiones.

Si converso con él durante el día o hago algo como caminar a su lado, por la noche querrá tener relaciones esposo-esposa.

Todos los negocios Golden, excepto el de paseos en rickshaw, están en el óvalo donde confluyen Dragon Road y Kwan Yin Road. Esta es la ruta por donde los rickshaws realizan su serpenteante paseo. En los seis meses que llevo trabajando aquí, sólo me he aventurado dos veces hasta el Estanque del Loto y la zona cubierta que acoge el teatro de ópera china, el salón recreativo y la Asiatic Costume Company de Tom Gubbins. Quizá China City no sea más que una manzana con forma extraña y bordeada por las calles Main, Macy, Spring y Ord -con más de cuarenta tiendas apretujadas entre los bares, restaurantes y otras «atracciones turísticas» como la Granja Wang-, pero hay enclaves muy bien delimitados dentro de sus muros, y la gente de esos enclaves raramente se relaciona con sus vecinos.

Sam abre el restaurante, enciende las luces y empieza a preparar café. Mientras relleno los saleros y pimenteros, los tíos y los otros empleados van llegando e inician sus tareas. Para cuando los pasteles están cortados y expuestos, han entrado los primeros clientes. Charlo con los habituales -camioneros y empleados de correos-, anoto los pedidos y se los paso a los cocineros.

A las nueve entran dos policías y se sientan a la barra. Me aliso el delantal y muestro una amplia sonrisa. Si no les damos de comer gratis, siguen a nuestros clientes hasta sus coches y los multan. Las dos últimas semanas han sido especialmente malas, porque los policías iban de una tienda a otra recogiendo «regalos» de Navidad. La semana pasada, tras decidir que no habían recibido suficientes obsequios, cerraron el aparcamiento, lo que impidió que vinieran clientes. Ahora estamos todos atemorizados y dispuestos a darles lo que nos pidan para que no perjudiquen al negocio.

Cuando se marchan los policías, un camionero le grita a Sam:

– ¡Eh, amigo!, ¡dame un trozo de ese pastel de arándanos!, ¿quieres?

Quizá Sam todavía esté nervioso por la visita de los agentes, pues pasa por alto el pedido y sigue lavando vasos. Parece que haya transcurrido una eternidad desde que leí en mi manual que Sam iba a ser el encargado del restaurante, pero en realidad su puesto está entre un lavaplatos y un lavavasos. Lo observo mientras sirvo un menú de huevos, patatas, tostadas y café que cuesta treinta y cinco centavos, o un rollo de mermelada y un café por cinco centavos. Alguien le pide a Sam más café, pero él no se acerca con la cafetera hasta que el cliente, impaciente, da unos golpecitos con su taza. Media hora más tarde, el mismo cliente pide la cuenta, y Sam me señala. No intercambia ni una sola palabra con ningún cliente.

Pasa la hora punta de los desayunos. Sam recoge platos y cubiertos sucios, y yo voy detrás con un trapo húmedo limpiando las mesas y la barra.

– ¿Por qué nunca hablas con los clientes? -le pregunto en inglés. Como no me contesta, insisto-: En Shanghai, los lo fan siempre se quejaban de que los camareros chinos eran hoscos y maleducados. No querrás que nuestros clientes piensen eso de ti, ¿verdad?

Se lo ve apurado y se mordisquea el labio inferior.

– No sabes inglés, ¿verdad? -le pregunto en sze yup.

– Sólo poco -contesta. Y se corrige con una sonrisa avergonzada-: Sólo un poco. Muy poco.

– ¿Cómo puede ser?

– Nací en China. ¿Por qué tendría que saber inglés?

– Porque viviste aquí hasta los siete años.

– De eso hace mucho tiempo. Ya no me acuerdo de nada.

– Pero ¿no lo estudiaste en China? -inquiero. Toda la gente que yo conocía en Shanghai estudiaba inglés. Hasta May, que no era muy buena alumna, sabe hablar inglés.

Sam no me contesta directamente:

– Puedo intentar hablarlo, pero los clientes no quieren entenderme. Y cuando me hablan, yo tampoco los entiendo. -Señala el reloj de pared y añade-: Tienes que irte.

Siempre me mete prisa para que me marche. Sé que va a algún sitio por las mañanas y por las tardes, igual que yo. Soy una fu yen, y no me corresponde preguntarle adónde va. Si Sam se ha aficionado al juego, o si paga a alguien para que tenga relaciones esposo-esposa con él, ¿qué puedo hacer? Si es un mujeriego, ¿qué puedo hacer? Si es un jugador como mi padre, ¿qué puedo hacer? Mi madre y mi suegra me han enseñado cómo debe comportarse una esposa, y sé que si tu marido te deja plantada, no puedes hacer nada para impedirlo. No sabes adónde va. Vuelve cuando quiere, y punto.

Me lavo las manos y me quito el delantal. Me dirijo a la Golden Lantern, y por el camino pienso en lo que me ha dicho Sam. ¿Cómo es posible que no sepa inglés? Mi inglés es perfecto -y sé que lo correcto y educado es decir «occidental» en lugar de lo fan o fan gwaytze, y «oriental» en lugar de «amarillo»-, pero comprendo que emplearlo no es la forma más indicada para conseguir una propina o una venta. La gente viene a China City a divertirse. A los clientes les gusta que chapurree el inglés, y a mí me resulta fácil después de oír a Vern, al venerable Louie y a tantos otros, que nacieron aquí pero lo hablan muy incorrectamente. En mi caso es teatro, pero en el de Sam es ignorancia; es un rasgo de campesino, y se me antoja tan desagradable como sus devaneos secretos con quién sabe quién.

Llego a la Golden Lantern, donde Yen-yen trabaja y cuida a Joy. Juntas, quitamos el polvo, barremos y sacamos brillo a los objetos expuestos. Cuando termino, juego un rato con Joy. A las once y media, dejo de nuevo a mi hija con Yen-yen y vuelvo al restaurante, donde, tan aprisa como puedo, sirvo hamburguesas por quince centavos. Nuestras hamburguesas no son tan buenas como las chinaburguers de Fook Gay's Café, que llevan judías germinadas salteadas, setas negras y salsa de soja; pero en cambio, tienen fama nuestros cuencos de pescado en salazón con cerdo, a diez centavos, y nuestros cuencos de arroz blanco y té, a cinco.

Después de comer, trabajo en el Golden Lotus, donde vendo flores de seda hasta que Vern llega de la escuela. Luego voy al Golden Pagoda. Quiero hablar con mi hermana de nuestros planes para el día de Navidad, pero ella está ocupada convenciendo a un cliente de que una pieza de laca se pintó en una balsa en medio de un lago para que ni una mota de polvo estropeara la perfección de su superficie, así que me pongo a barrer, quitar el polvo y sacar brillo.

Antes de regresar al restaurante, paso por la Golden Lantern, recojo a Joy y la llevo a dar un breve paseo por las callejuelas de China City. A Joy le encanta mirar los rickshaws, como a los turistas. Los paseos del Golden Rickshaw están muy solicitados; es la empresa más próspera del venerable Louie. Johnny Yee, uno de los empleados, conduce cuando hay que pasear a algún famoso o a algún fotógrafo que viene a tomar fotografías para algún anuncio, pero normalmente son Miguel, José y Ramón quienes hacen el trabajo. Se llevan propinas y cobran un pequeño porcentaje de los veinticinco centavos que cuesta cada paseo. Si convencen a un cliente para que compre una fotografía, que vale veinticinco centavos, se llevan un poco más.

Hoy, una clienta le da una patada a Miguel y luego lo golpea con el bolso. ¿Por qué lo hará? Porque puede. Nunca me llamó la atención cómo la gente trataba a los conductores de rickshaw en Shanghai. ¿Sería porque mi padre era el dueño del negocio? ¿Porque yo hacía como esa mujer blanca, y me creía por encima de los conductores? ¿Porque en Shanghai los conductores de rickshaw no eran mejores que los perros, mientras que ahora May y yo pertenecemos a la misma clase que ellos? Las tres preguntas tienen la misma respuesta: sí.

Vuelvo a dejar a Joy con su abuela, le doy un beso de buenas noches -porque no la veré hasta que llegue a casa- y paso el resto de la noche sirviendo cerdo agridulce, pollo con anacardos y chop suey -platos que jamás había visto en Shanghai y de los que ni siquiera había oído hablar- hasta la hora de cierre, a las diez. Sam se queda a cerrar el local, y yo voy hacia el apartamento abriéndome paso entre la multitud que celebra la Nochebuena en Olvera Street, en lugar de ir sola por Main.

Me avergüenza que May y yo hayamos acabado aquí. Me culpo de que tengamos que trabajar tanto y de que nunca recibamos un solo céntimo de los lo fan. Un día, cuando le tendí la mano al venerable Louie y le pedí mi paga, él me escupió en la palma. «Os doy comida y techo -me espetó-. Tu hermana y tú no necesitáis ningún dinero.» Y se acabó la discusión; sólo que ahora empiezo a comprender qué valor tenemos May y yo. En China City, la mayoría de los empleados ganan entre treinta y cincuenta dólares mensuales. Los lavavasos, sólo veinte dólares, mientras que los lavaplatos y los camareros se llevan cuarenta o cincuenta. Tío Wilburt gana setenta, lo cual se considera un muy buen sueldo.

– ¿Cuánto dinero has ganado esta semana? -le pregunto a Sam todos los sábados por la noche-. ¿Has ahorrado algo?

Confío en que algún día me dé parte de ese dinero para marcharme de aquí. Pero él nunca me dice cuánto gana. Se limita a agachar la cabeza, limpiar una mesa, recoger a Joy del suelo, o recorrer el pasillo para encerrarse en el lavabo.

Ahora, con la distancia, entiendo que en mi familia creyésemos que el venerable Louie era un hombre rico. En Shanghai éramos una familia adinerada. Baba dirigía su propio negocio. Teníamos una casa y sirvientes. Pensábamos que el venerable Louie era mucho más rico que nosotros. Ahora lo veo de otra manera. Un dólar americano daba para mucho en Shanghai, donde todo, desde la vivienda y la ropa hasta las esposas como nosotras, era barato. En Shanghai, mirábamos al venerable Louie y veíamos lo que queríamos ver: a un hombre que se daba importancia gracias al dinero que tenía. Tratando a baba con profundo desdén durante sus visitas, nos hacía parecer y sentir insignificantes. Pero era todo mentira, porque aquí, en la tierra de la Bandera Floreada, el venerable Louie, pese a estar mejor situado que la mayoría de los habitantes de China City, sigue siendo pobre. Sí, tiene cinco negocios, pero son pequeños -minúsculos, de hecho, de entre cincuenta y cien metros cuadrados-, y ni siquiera juntos son gran cosa. Al fin y al cabo, sus cincuenta mil dólares en mercancías no tienen ningún valor si nadie las compra. Sin embargo, si mi familia hubiera venido aquí, habría estado aún más abajo, con los empleados de lavandería, los lavavasos y los vendedores ambulantes de verdura.

Con ese espeluznante pensamiento subo la escalera del apartamento, me quito la apestosa ropa y la dejo apelotonada en un rincón de la habitación. Me meto en la cama e intento permanecer despierta para disfrutar de unos minutos de silencio y tranquilidad con mi pequeña, que ya duerme en su cajón.


El día de Navidad nos vestimos y reunimos con los demás en la habitación principal. Yen-yen y el venerable Louie están reparando unos jarrones que han llegado rotos; proceden de una tienda de curiosidades de San Francisco que ha cerrado. May remueve una olla de jook en el hornillo de la cocina. Vern está sentado con sus padres, mirando alrededor con cierta tristeza. Se ha criado aquí y va a una escuela americana, así que sabe qué es la Navidad. Estas dos últimas semanas ha traído decoraciones navideñas que había hecho en la clase de Plástica, pero por lo demás, en nuestra casa no hay ninguna referencia a estas fiestas: ni calcetines, ni árbol, ni regalos. Da la impresión de que a Vern le gustaría celebrar la Navidad, pero ¿qué puede hacer o decir él? Vive en la casa de sus padres y tiene que aceptar sus normas. May y yo nos miramos, miramos a Vern y volvemos a mirarnos. Entendemos cómo se siente. En Shanghai celebrábamos el nacimiento del Niño Jesús en la escuela de la misión, pero nuestros padres tampoco lo celebraban. Ahora que estamos aquí, queremos festejar la Navidad como los lo fan.

– ¿Qué podemos hacer hoy? -pregunta May, optimista-. ¿Vamos a la iglesia de La Plaza y a Olvera Street? Habrá celebraciones.

– Nosotros no hacemos nada con esa gente -dice el venerable Louie.

– No digo que hagamos nada con ellos -replica May-. Sólo digo que sería interesante ver cómo lo celebran.

Pero mi hermana y yo ya hemos llegado a la conclusión de que no tiene sentido discutir con nuestros suegros. Podemos alegrarnos de tener un día de fiesta.

– Yo quiero ir a la playa -declara Vern. Habla tan poco que, cuando lo hace, sabemos que desea algo de verdad-. Quiero ir en tranvía.

– Está demasiado lejos -objeta su padre.

– Yo no necesito ver su mar -se burla Yen-yen-. Todo lo que necesito lo tengo aquí.

– Vosotros os quedáis en casa -dice Vern, sorprendiendo a todos.

May arquea las cejas. Veo que le apetece mucho ir a la playa, pero no pienso gastar el dinero de nuestra boda en algo tan frívolo; y, salvo en el restaurante, nunca he visto a Sam con dinero en las manos.

– Podemos pasarlo bien aquí -intervengo-. Podríamos ir a la parte lo fan de Broadway y mirar los escaparates de los grandes almacenes. Hay decoraciones navideñas por todas partes. Te gustará mucho, Vern.

– Quiero ir a la playa -insiste él-. Quiero ver el mar.

Como nadie dice nada, Vern retira su silla, va a su habitación y cierra de un portazo. Unos minutos más tarde reaparece con unos dólares en el puño.

– Pago yo -anuncia tímidamente.

Yen-yen intenta quitarle los billetes, y nos dice a los demás:

– Al Cerdo no le cuesta separarse de su dinero, pero no debéis aprovecharos de él.

Vern forcejea con su madre y levanta el brazo por encima de su cabeza para que ella no pueda quitarle el dinero.

– Es un regalo de Navidad para mi hermano, para May, Pearl y el bebé. Mama y baba, vosotros os quedáis en casa.

Es la vez que más lo oigo hablar, y me parece que no soy la única que lo piensa. Así que lo complacemos. Nos vamos los cinco a la playa, paseamos por el embarcadero y nos mojamos los pies en las frías aguas del Pacífico. Procuramos que Joy no se queme con el sol, muy intenso para la época en que estamos. El agua brilla bajo el cielo. A lo lejos, unas verdes colinas descienden hasta el mar. May y yo damos un paseo solas. Dejamos que el viento y el sonido de las olas se lleven nuestras preocupaciones. Cuando volvemos a donde están Vern y Sam con la niña, bajo una sombrilla, May dice:

– Vern ha sido muy generoso invitándonos a venir.

Es el primer comentario agradable que hace sobre él.


Dos semanas más tarde, un grupo de mujeres del Fondo Chino de Ayuda invita a Yen-yen a ir a Wilmington y unirse al piquete que han organizado en el astillero para protestar por el envío de chatarra a Japón. Estoy convencida de que el venerable Louie se negará cuando le pida permiso para acompañarlas, pero él nos sorprende a todos:

– Puedes ir si te llevas a Pearl y a May.

– Si me las llevo, te quedarás con muy pocos trabajadores -argumenta Yen-yen; el temor de que eso pueda pasar y de que su marido cambie de opinión hacen que le tiemble levemente la voz.

– No importa. No importa. Ya trabajarán más horas los tíos.

Yen-yen sería incapaz de hacer algo como sonreír abiertamente para expresar lo contenta que está, pero todos notamos el deje de emoción en su voz cuando nos pregunta:

– ¿Queréis venir?

– Por supuesto -contesto.

Haría cualquier cosa con tal de reunir dinero para combatir a los japoneses, que han sido crueles y sistemáticos en su política de los «tres todos»: matarlos a todos, quemarlo todo y destruirlo todo. Mi deber es hacer algo por las mujeres chinas que están siendo violadas y asesinadas. Miro a May. Estoy segura de que querrá acompañarnos, aunque sólo sea para salir un poco de China City; pero ella se encoge de hombros:

– ¿Qué podemos hacer nosotras? Sólo somos mujeres.

Pero yo quiero ir precisamente porque soy mujer. Yen-yen y yo vamos andando hasta el punto de reunión y subimos a un autobús que nos lleva a los astilleros. Las organizadoras nos entregan unas pancartas. Desfilamos y gritamos eslóganes, y yo experimento una sensación de libertad que le debo enteramente a mi suegra.

– China es mi hogar -dice Yen-yen de camino a Chinatown en el autobús-. Siempre será mi hogar.

Después de ese día, pongo una taza en la barra del restaurante para que los clientes dejen allí sus propinas. Llevo una insignia del Fondo Chino de Ayuda. Tomo parte en los piquetes para detener esos envíos de chatarra, y participo en otras manifestaciones para detener la venta de combustible de aviación a los micos. Hago todo eso porque llevo a Shanghai y China en el corazón.

Tragar hiel para conseguir oro

Llega el Año Nuevo chino y lo celebramos como manda la tradición. El venerable Louie nos da dinero para comprarnos ropa. Consigo para Joy un conjunto que es un canto al Tigre, su signo: unas zapatillas con forma de cachorro de tigre y un sombrerito naranja y dorado, con dos orejas en lo alto y una cola hecha con hilo de bordar retorcido en la parte posterior. May y yo escogemos unos vestidos de algodón americanos con estampado de flores. Vamos a peinarnos a la peluquería. En casa, bajamos la imagen del Dios de la Cocina y la quemamos en el callejón; así, el dios viajará al más allá e informará de nuestro comportamiento de este último año. Guardamos los cuchillos y tijeras para que no se corte nuestra buena suerte. Yen-yen hace ofrendas a los antepasados de los Louie. Sus ruegos y oraciones son sencillos:

– Enviadle un hijo varón al niño-esposo. Que su mujer se quede embarazada. Enviadme un nieto.

En China City, colgamos farolillos rojos de gasa y pareados escritos en papel rojo y dorado. Contratamos a bailarines, cantantes y acróbatas para que diviertan a los niños y sus padres. En el restaurante buscamos ingredientes especiales y preparamos platos festivos de origen chino pero que satisfagan también al paladar occidental. Se prevé que acudirá mucha gente, así que el venerable Louie contrata a empleados de refuerzo para sus diferentes locales; donde necesita más ayuda es en el negocio de los paseos en rickshaw, pues espera que ése sea el más rentable del Año Nuevo.

– Tenemos que superar a los del Nuevo Chinatown -le dice a Sam la víspera de Año Nuevo-. ¿Cómo vamos a lograrlo si el día más chino del año pongo a unos mexicanos a conducir mis rickshaws? Vern no es lo bastante fuerte, pero tú sí.

– Tendré mucho trabajo en el restaurante -objeta Sam.

El viejo ya le ha pedido otras veces que conduzca un rickshaw, y mi marido siempre ha encontrado alguna excusa para no hacerlo. No sé qué pasará el día de Año Nuevo, pero he visto otros días festivos. Nunca hemos estado tan desbordados de trabajo como para que yo no pudiera mantener mi rutina habitual en el restaurante, la floristería, la tienda de novedades y la de antigüedades. Sé que Sam miente, y también lo sabe el venerable Louie. En otras circunstancias, mi suegro se habría enfadado mucho, pero estamos en Año Nuevo y no deben pronunciarse palabras crueles.

La mañana del día de Año Nuevo, nos ataviamos con nuestra ropa nueva, anteponiendo la costumbre china a la norma impuesta por la señora Sterling respecto al atuendo en el trabajo. Son vestidos confeccionados en fábricas, pero nos encanta ir de estreno, y más aún si se trata de ropa occidental. Joy, que tiene once meses, está adorable con su sombrero y sus zapatillas de tigre. Soy su madre y, como es lógico, pienso que es preciosa. Tiene la cara redonda como la luna. Los iris de sus ojos, casi negros, están rodeados de un blanco tan limpio como la nieve recién caída. Tiene un cabello fino y suave. Su piel es blanca y translúcida como la leche de arroz.

Yo no creía en el horóscopo chino cuando mama nos hablaba de él, pero a medida que pasa el tiempo, voy entendiendo mejor algunos de sus comentarios sobre May y sobre mí. Ahora, cuando oigo a Yen-yen hablar de los rasgos del Tigre, veo claramente a mi hija. Como el Tigre, Joy puede ser temperamental y voluble. Tan pronto desborda alegría como rompe a llorar. Un minuto más tarde quizá intente trepar por las piernas de su abuelo, exigiendo su atención y consiguiéndola. Tal vez sea una niña inútil para el venerable Louie -siempre será Pan-di, «Esperanza de un hermano»-, pero el Tigre que hay en ella se ha abalanzado sobre el corazón de su abuelo. El mal genio de Joy supera al del venerable Louie, y creo que él la respeta por eso.

Percibo el momento exacto en que se estropea el día de Año Nuevo. May y yo estamos peinándonos en la habitación principal. Mientras, Yen-yen juega con Joy, que está tumbada en el suelo boca arriba; le hace cosquillas en la barriga, acercando y retirando la mano y modulando la voz para añadir suspense, pero las palabras que pronuncia no se corresponden con sus juguetones movimientos.

– ¿Fu yen o yen fu? -pregunta Yen-yen mientras Joy grita de nerviosismo-. ¿Qué prefieres ser, esposa o criada? Todas las mujeres prefieren ser criadas.

La risa de Joy no enternece a su abuelo como en otras ocasiones. El venerable Louie observa con cara avinagrada desde la mesa.

– Una esposa tiene a su suegra -canturrea Yen-yen-. A una esposa la sacan de quicio sus hijos. Debe obedecer a su marido aunque éste se equivoque. Una esposa debe trabajar sin descanso, pero nunca recibe una palabra de agradecimiento. Es mejor ser criada y dueña de ti misma. Así, si quieres, puedes saltar al pozo. Si tuviéramos un pozo…

El venerable Louie aparta la silla y se levanta. Sin decir nada señala la puerta, y salimos del apartamento. Todavía es temprano, y ya se han pronunciado palabras aciagas.

Miles de personas acuden a China City, y la fiesta es un éxito. Tiran muchos petardos. Los bailarines disfrazados de dragón y león van de tienda en tienda retorciéndose y contoneándose. Todo el mundo lleva ropa de colores llamativos, y parece que un gran arco iris haya cubierto la tierra. Por la tarde llega aún más gente. Cada vez que miro por la ventana veo pasar un rickshaw. Por la noche, los conductores mexicanos están agotados.

A la hora de cenar, el Golden Dragon está atiborrado de clientela, y en la puerta hay una docena personas esperando a que se vacíe una mesa. Hacia las siete y media, mi suegro se abre paso a empujones entre los clientes.

– Necesito a Sam -dice.

Miro alrededor y veo a Sam preparando una mesa para ocho personas. El venerable Louie sigue mi mirada, cruza la sala y habla con mi marido. No oigo lo que le dice, pero Sam niega con la cabeza. Su padre insiste, y Sam vuelve a negar con la cabeza. A la tercera negativa, mi suegro lo agarra por la camisa. Sam le aparta la mano. Los clientes se quedan mirándolos, perplejos.

El venerable Louie levanta la voz y le espeta en sze yup, como si le lanzara un salivazo:

– ¡No me desobedezcas!

– Te dije que no lo haría.

– Toh gee! Chok gin!

Llevo varios meses trabajando con Sam, y sé que no es vago ni necio. Su padre se lo lleva a rastras, tropezando con las mesas y abriéndose paso entre la gente que se apiña en la puerta. Los sigo afuera, y llego a tiempo de ver cómo mi suegro lo tira al suelo.

– ¡Cuando te digo que hagas algo, tienes que obedecerme! Los otros conductores están cansados, y tú sabes hacer ese trabajo.

– No.

– Eres mi hijo y harás lo que te ordene -insiste el viejo, y le tiemblan los labios, pero enseguida vence ese momento de debilidad. Cuando vuelve a hablar, lo hace con dureza y frialdad-: Te lo he prometido todo.

Los turistas no entienden de qué discuten, pero tienen claro que no se trata de una de las representaciones con música y baile que se ofrecen por toda China City como parte de las celebraciones del Año Nuevo. Sin embargo, la escena les resulta entretenida. Cuando el viejo empieza a darle patadas a Sam por el callejón, yo los sigo junto con un grupo de curiosos. Sam no se defiende ni grita; se limita a encajar los golpes. ¿Qué clase de hombre es mi marido?

Cuando llegamos al puesto de rickshaws, en el Patio de las Cuatro Estaciones, el venerable Louie lo mira y dice:

– Eres un conductor de rickshaw y un Buey. Por eso te traje aquí. ¡Haz tu trabajo!

Mi marido palidece de miedo y vergüenza. Se levanta despacio del suelo. Es más alto que su padre, y por primera vez veo que eso le fastidia tanto al viejo como le fastidiaba a baba mi estatura. Sam da un paso hacia él, lo mira desde arriba y, con voz temblorosa, declara:

– No voy a conducir tus rickshaws. Ni ahora ni nunca.

De pronto parece que ambos se quedan presa del silencio subsiguiente. Mi suegro se sacude la túnica de mandarín. Sam mira hacia uno y otro lado, abochornado. Al verme, su cuerpo se encoge. Luego echa a andar a buen paso entre los sorprendidos turistas y los curiosos vecinos. Corro tras él.

Lo encuentro en el apartamento, en nuestra habitación sin ventanas. Tiene los puños apretados. Está colorado de rabia y humillación, pero mantiene los hombros rectos y la espalda erguida, y su tono es desafiante cuando dice:

– Llevo mucho tiempo sintiéndome incómodo y avergonzado delante de ti, pero ahora ya lo sabes. Te casaste con un conductor de rickshaw.

Mi corazón lo cree, pero mi cerebro duda.

– Pero si eres el cuarto hijo de…

– Sólo soy un hijo de papel. En China, la gente siempre te pregunta: Kuei hsing?, ¿cómo te llamas?, pero en realidad eso significa: «¿Cuál es tu precioso nombre de familia?» Louie sólo es un chi ming, un apellido de papel. En realidad soy un Wong. Nací en Low Tin, cerca de tu pueblo natal, en los Cuatro Distritos. Mi padre era campesino.

Me siento en el borde de la cama. Me da vueltas la cabeza. Un conductor de rickshaw y, por si fuera poco, un hijo de papel. Eso me convierte en una esposa de papel, así que ambos estamos aquí ilegalmente. Noto un ligero mareo. Sin embargo, recito los datos del manual:

– Tu padre es el venerable Louie. Naciste en Wah Hong. Viniste aquí de muy pequeño…

Sam niega con la cabeza.

– Ese niño murió en China hace muchos años. Vine a América utilizando sus papeles.

Recuerdo que cuando el comisario Plumb me mostró una fotografía de un niño pequeño, pensé que no se parecía mucho a Sam. ¿Por qué no me lo cuestioné? Necesito saber la verdad. Lo necesito por mí, por mi hermana y por Joy. Y necesito que Sam me lo cuente todo, sin que se encierre en sí mismo y me deje plantada, como suele hacer. Empleo una táctica que aprendí en los interrogatorios de Angel Island.

– Háblame de tu pueblo y de tu verdadera familia -pido, intentando que la emoción no me quiebre mucho la voz.

Si Sam me habla de esos recuerdos agradables, quizá luego me cuente la verdad sobre cómo se convirtió en un hijo de papel de los Louie. Pero él se queda mirándome con fijeza, como tantas veces desde el día que nos conocimos. Siempre he interpretado esa mirada como una expresión de lástima por mí, pero quizá lo que intentaba expresar era la lástima que sentía por nuestros problemas y nuestros secretos. Procuro imitar su expresión, y noto que lo hago sinceramente.

– Delante de nuestra casa había un estanque -murmura por fin-. Allí podía ir cualquiera, arrojar peces y criarlos. Metías una vasija en el agua y la sacabas llena de peces. Nadie tenía que pagar. Cuando el estanque se secó, los vecinos venían a recoger los peces del barro. Pero tampoco entonces les cobrábamos nada. Cultivábamos hortalizas y melones en un campo detrás de nuestra casa. Todos los años criábamos dos cerdos. No éramos ricos, pero tampoco pobres.

Eso, para mí, sí es pobreza. Su familia vivía de lo que obtenía de la tierra. Sam continúa con voz entrecortada, y tengo la impresión de que percibe que lo entiendo:

– Cuando llegó la sequía, mi abuelo, mi padre y yo tuvimos que trabajar mucho para que la tierra cediera a nuestros deseos. Mama iba a los demás pueblos y ganaba algún dinero ayudando a otros a plantar o cosechar arroz, pero a esos pueblos también les afectó la escasez de lluvias. Mi madre tejía tela y la llevaba al mercado. Intentaba ayudar, pero sus esfuerzos no bastaban. No se puede vivir del aire y el sol. Cuando murieron dos de mis hermanas, mi padre, mi segundo hermano y yo nos fuimos a Shanghai. Confiábamos en ganar suficiente dinero para volver a Low Tin y poner la granja en marcha de nuevo. Mama se quedó en casa con mis hermanos pequeños.

Pero en Shanghai no encontraron lo que buscaban, sino muchas penurias. No tenían contactos, así que no consiguieron empleo en las fábricas. El padre de Sam se puso a trabajar de conductor de rickshaw, y Sam, que acababa de cumplir doce años, y su hermano, que era dos años menor, realizaban trabajillos. Sam vendía cerillas en las esquinas; su hermano corría detrás de los camiones de carbón y recogía los trozos que caían para vendérselos a los pobres. En verano comían corteza de sandía recogida de los basureros, y en invierno subsistían a base de jook aguado.

– Mi padre trabajaba tantas horas como podía -prosigue Sam-. Al principio bebía té con dos terrones de azúcar para reponer fuerzas y refrescarse. Cuando empezó a escasear el dinero, sólo podía comprar el té más barato, hecho con los tallos de la planta, y lo tomaba sin azúcar. Luego, como tantos otros conductores de rickshaw, comenzó a fumar opio. Bueno, no opio de verdad, claro. Eso no podía permitírselo. Tampoco fumaba por placer. Lo necesitaba para estimularse, para seguir tirando del rickshaw cuando más calor hacía o cuando llegaba un tifón. Les compraba a los sirvientes de los ricos los posos que desechaban. El opio le proporcionaba un falso vigor, sus fuerzas se consumieron y su corazón se marchitó. No tardó en empezar a toser sangre. Dicen que un conductor de rickshaw nunca llega a los cincuenta años, y que la mayoría ya son viejos cuando cumplen treinta. Mi padre murió a los treinta y cinco. Lo envolví en una estera de paja y lo dejé en la calle. Entonces ocupé su lugar, tirando de un rickshaw y vendiendo mi sudor. Yo tenía diecisiete años, y mi hermano quince.

Mientras habla, pienso en todos los rickshaws que he utilizado y en que, en realidad, nunca me paré a pensar en quiénes eran los hombres que los conducían. No los veía como personas de carne y hueso, apenas parecían humanos. Recuerdo que muchos de ellos no llevaban zapatos ni camisa; recuerdo cómo se les notaban las vértebras y les sobresalían los omoplatos, y cómo sudaban incluso en invierno.

– Aprendí todos los trucos -continúa Sam-. Aprendí que durante la estación de lluvias podía ganarme una propina doble: llevando en brazos a mis clientes desde el rickshaw hasta la puerta para que no se les estropearan los zapatos. Aprendí a saludar con una reverencia a hombres y mujeres, a invitarlos a montar en mi li-ke-xi, a chapurrear fórmulas de cortesía. Disimulaba la vergüenza que sentía cuando se reían de mi pésimo inglés. Ganaba nueve dólares de plata al mes, pero aun así no podía enviarle dinero a mi familia en Low Tin. No sé qué fue de ellos. Seguramente habrán muerto. Ni siquiera pude ocuparme de mi hermano, que, junto con otros niños pobres, ayudaba a empujar los rickshaws por los empinados puentes del canal Soochow por unos peniques. Murió del mal de los pulmones sangrantes el invierno siguiente. -Hace una pausa; su pensamiento está en Shanghai. Al cabo me pregunta-: ¿Conoces la canción de los conductores de rickshaw?

No espera a mi respuesta y empieza a cantar:


Para comprar arroz, su gorra es el recipiente.

Para comprar leña, sus brazos son el recipiente.

Vive en una cabaña de paja.

La luna es su única lámpara.


Recuerdo esa melodía, que me transporta a las calles y los sonidos de Shanghai. Sam me habla de los apuros que pasó, pero yo siento nostalgia de mi hogar.

– Algunos conductores eran comunistas -prosigue-. Los oía quejarse de que, desde tiempos inmemoriales, se ha instado a los pobres a contentarse con la pobreza, y pensaba que yo no estaba hecho para eso. Mi padre y mi hermano no habían muerto para eso. Me gustaría haber podido cambiar su destino, pero cuando ellos murieron, yo sólo podía pensar en cómo alimentarme. Pensaba: «Si los líderes del Clan Verde empezaron conduciendo rickshaws, ¿por qué no puedo hacer yo lo mismo?» En Low Tin no había ido a la escuela; era el hijo de un campesino. Pero hasta los conductores de rickshaw entendían la importancia de la educación, y por eso el gremio de conductores subvencionaba escuelas en Shanghai. Aprendí el dialecto wu. Aprendí más inglés, no los rudimentos, pero sí algunas palabras.

Cuanto más habla, más se abre mi corazón a él. La primera vez que lo vi, en el jardín Yu Yuan, no me desagradó. Ahora veo cómo ha luchado para cambiar el rumbo de su vida y lo poco que lo he entendido. Habla sze yup con fluidez y el dialecto wu de las calles, mientras que su inglés es muy rudimentario. Siempre me ha dado la impresión de que se siente muy incómodo con la ropa que viste. Recuerdo que el día que nos conocimos llevaba un traje y unos zapatos nuevos. Debían de ser los primeros que tenía. Recuerdo los reflejos rojizos de su cabello y que creí, equivocadamente, que tendrían que ver con que era americano, en lugar de reconocerlos como una señal de malnutrición. Y luego está su actitud. Siempre me trata con deferencia; no como a una fu yen, sino como a una clienta a la que hay que complacer. Siempre saluda con una pequeña reverencia al venerable Louie y Yen-yen, no porque sean sus padres, sino porque es como un sirviente para ellos.

– No sientas lástima por mí -dice mi marido-. El campo habría acabado con mi padre de todas formas. Trajinar una carga de doscientos cincuenta jin suspendida de los extremos de una pértiga de bambú, o pasarse todo el día encorvado en los campos de arroz, no es bueno para nadie. Mis únicas ganancias las he obtenido trabajando con las manos y los pies. Empecé como tantos otros conductores de rickshaw, sin saber cómo se hacía; mis pies descalzos batían la calzada como hojas de palmera. Aprendí a meter la barriga, sacar pecho, levantar mucho las rodillas y estirar el cuello hacia delante. Con el tiempo, me hice con el «ventilador de hierro» de los conductores de rickshaw.

Recuerdo que mi padre empleaba esa expresión al hablar de sus mejores conductores. Se refería a su espalda dura y recta y al pecho ancho, abierto y fuerte como un ventilador de hierro. También recuerdo lo que decía mama de los nacidos en el año del Buey: que el Buey es capaz de hacer grandes sacrificios por el bien de su familia, que sabe llevar su carga y la de los demás, y que, aunque sencillo y resistente como la bestia de carga cuyo nombre lleva, vale su peso en oro.

– Si conseguía cuarenta y cinco peniques de cobre por una carrera, me consideraba afortunado -continúa Sam-. Cambiaba esos peniques por quince centavos de plata. Seguí cambiando mis peniques de cobre por centavos de plata, y éstos por dólares de plata. Si obtenía una buena propina, me ponía aún más contento. Pensaba que si conseguía ahorrar diez centavos todos los días, al cabo de mil días tendría cien dólares. Estaba dispuesto a tragar hiel para conseguir oro.

– ¿Trabajaste para mi padre?

– No, al menos no tuve que sufrir esa humillación. -Sam acaricia mi brazalete de jade. Como no me aparto, él mete un dedo por el brazalete, y al hacerlo me roza suavemente el brazo.

– Entonces, ¿cómo encontraste al venerable Louie? ¿Y por qué tuviste que casarte conmigo?

– El Clan Verde dirigía la empresa más importante de rickshaws. Yo trabajaba para ellos. Muchas veces, el Clan Verde hacía de intermediario entre quienes aspiraban a convertirse en hijos de papel y quienes ofrecían esas plazas. En nuestro caso, hizo también de casamentero. Yo quería darle un giro a mi vida. El venerable Louie tenía una plaza de hijo de papel que quería vender…

– Y necesitaba rickshaws y dos novias -termino por él, y sacudo la cabeza para apartar los recuerdos que me trae todo esto-. Mi padre le debía dinero al Clan Verde. Lo único que le quedaba por vender eran sus rickshaws y sus hijas. May y yo estamos aquí. Los rickshaws también están aquí, pero sigo sin entender por qué estás tú aquí.

– El precio de mis papeles era de cien dólares por cada año de mi vida. Tenía veinticuatro años, así que el coste ascendía a dos mil cuatrocientos dólares; eso cubría el pasaje, así como comida y alojamiento cuando llegara a Los Ángeles. Ganando nueve dólares al mes jamás lograría reunir ese dinero. Ahora trabajo para saldar mi deuda con el viejo, y no sólo la mía, sino también la tuya y la de Joy.

– ¿Por eso nunca nos pagan?

Sam asiente con la cabeza.

– El viejo se guarda nuestro dinero hasta que la deuda quede saldada. Por eso tampoco paga a los tíos. Ellos también son hijos de papel. Sólo Vern es hijo suyo de verdad.

– Pero tú no eres como los otros tíos…

– Eso es cierto. Los Louie me consideran un verdadero sustituto del hijo que se les murió. Por eso vivimos con ellos y por eso soy el encargado del restaurante, pese a que no tengo ni idea de cocina ni de negocios. Si los funcionarios de inmigración descubrieran que no soy quien digo ser, podrían detenerme y deportarme. Pero quizá podría evitar la deportación porque el viejo también me hizo socio del negocio.

– Sigo sin entender por qué necesitabas casarte conmigo. ¿Qué quiere él de nosotros?

– Sólo una cosa: un nieto. Por eso os compró. Quiere un nieto, cueste lo que cueste.

Se me encoge el estómago. El médico de Hangchow me dijo que seguramente no podré tener hijos, pero, si se lo cuento a Sam, tendré que revelarle por qué. En lugar de eso, digo:

– Si él te considera su verdadero hijo, ¿por qué tienes que devolverle el dinero?

Cuando me coge las manos, no me aparto, pese a que su tacto me aterra.

– Zhen Long -dice Sam con solemnidad. Ni siquiera mis padres me llamaban por mi nombre chino, Perla de Dragón. Suena a expresión de cariño-. Un hijo debe pagar sus deudas, por su propio bien, por el de su esposa y por el de sus hijos. En Shanghai, cuando me planteaba todo este acuerdo, pensé: «Cuando muera el viejo, me convertiré en un hombre de la Montaña Dorada con muchas empresas.» Y vine a América. Al principio había días en que lo único que deseaba era volver a casa. El pasaje sólo cuesta ciento treinta dólares en tercera clase. Creí que conseguiría reunir ese dinero guardándome las propinas, pero entonces llegasteis Joy y tú. ¿Qué clase de marido sería si os dejara aquí? ¿Qué clase de padre sería?

Desde que llegamos a Los Ángeles, May y yo no hemos cesado de pensar en formas de escapar. Nunca habríamos sospechado que Sam había estado planeando lo mismo.

– Empecé a pensar que Joy, tú y yo podríamos volver a China juntos, pero ¿cómo iba a permitir que nuestra hija viajase en la bodega de un barco? Quizá no sobreviviría al viaje. -Me aprieta las manos. Me mira a los ojos y yo no desvío la mirada-. No soy como los demás. Ya no quiero regresar a China. Aquí sufro mucho, todos los días, pero éste es un buen sitio para Joy.

– Pero China es nuestro hogar. Tarde o temprano, los japoneses se cansarán…

– Pero ¿qué puede ofrecerle China a Joy? ¿Qué puede ofrecernos a nosotros? En Shanghai, yo era conductor de rickshaw. Tú eras una chica bonita.

Ignoraba que Sam conociese ese detalle sobre nosotras. La forma en que lo dice me roba el orgullo que siempre he sentido por lo que hacíamos.

– No me gusta odiar a nadie, pero odio mi destino, y también el tuyo -dice Sam-. Aunque no podemos cambiar quiénes somos ni lo que nos ha pasado, ¿no crees que deberíamos intentar cambiar el destino de nuestra hija? ¿Qué futuro le espera en China? Aquí puedo devolverle al viejo lo que le debo y, por fin, comprar nuestra libertad. Entonces podremos darle a Joy una vida digna, una vida de oportunidades que ni tú ni yo tendremos nunca. Quizá hasta pueda ir a la universidad algún día.

Sam le habla a mi corazón de madre, pero mi lado más práctico, el que sobrevivió después de que baba lo perdiera todo y de que los micos destrozaran mi cuerpo, no ve cómo pueden cumplirse sus sueños.

– Nunca conseguiremos salir de aquí y librarnos de esta gente -replico-. Mira alrededor. Tío Wilburt lleva veinte años trabajando para el viejo y todavía no ha saldado su deuda.

– Quizá la haya saldado y esté ahorrando para volver a China convertido en un hombre rico. O quizá sea feliz tal como está. Tiene un empleo, un sitio donde vivir, una familia con la que cenar los domingos por la noche. Tú no sabes lo que es vivir en un pueblo sin electricidad ni agua caliente, en una cabaña con una sola habitación para toda la familia, dos a lo sumo. Sólo comes arroz y hortalizas, a menos que haya alguna fiesta o celebración; y eso ya exige un gran sacrificio.

– Lo único que digo es que un hombre solo apenas puede mantenerse a sí mismo. ¿Cómo vas a mantenernos tú a los cuatro?

– ¿Cuatro? ¿Te refieres a May?

– Es mi hermana, y le prometí a mi madre que cuidaría de ella.

Sam lo piensa un momento.

– Tengo paciencia. Puedo esperar y trabajar duro. -Sonríe con timidez y añade-: Por las mañanas, cuando vas a la Golden Lantern a ayudar a Yen-yen y ver a Joy, yo trabajo en el templo de Kwan Yin, donde vendo incienso a los lo fan para que lo pongan en esos grandes quemadores de bronce. Debería decirles: «Tus sueños se harán realidad, porque las bendiciones de esta magnánima deidad son ilimitadas», pero no sé decirlo en inglés. Aun así, creo que la gente me compadece y por eso me compra incienso.

Se levanta y va hasta la cómoda. Está muy flaco, pero no entiendo cómo no he sabido reconocer su ventilador de hierro. Abre el primer cajón, rebusca un poco y regresa a la cama con un calcetín con el talón abultado. Le da la vuelta y vierte sobre el colchón un montón de monedas de cinco, diez y veinticinco centavos y unos cuantos billetes de dólar.

– Esto es lo que he ahorrado para Joy.

Paso las manos por encima del dinero.

– Eres muy bueno -digo, pero cuesta imaginar que esta miseria pueda cambiar la vida de Joy.

– Ya sé que no es mucho -admite-, pero es más de lo que ganaba trabajando de conductor de rickshaw, y aumentará. Y quizá, dentro de un año, pueda llegar a segundo cocinero. Si aprendo a ser primer cocinero, quizá llegue a ganar veinte dólares por semana. Cuando podamos permitirnos vivir por nuestra cuenta, trabajaré de vendedor ambulante de pescado o quizá de hortelano. Si me hago vendedor de pescado, siempre tendremos pescado para comer. Y si me hago hortelano, nunca nos faltarán hortalizas.

– Yo domino el inglés -propongo con vacilación-. Quizá podría buscar un empleo fuera de Chinatown.

Pero, francamente, ¿cómo se nos ocurre pensar que el venerable Louie nos soltará? Y aunque nos soltara, ¿no debería contarle a Sam toda mi verdad? ¡Menos lo de que Joy no es hija suya! Ese secreto es mío y de May, jamás lo revelaré; pero tengo que explicarle a mi marido lo que me hicieron los micos y cómo mataron a mama.

– Me he manchado con un barro que nunca lograré limpiar -empiezo titubeante, confiando en que sea cierto lo que decía mama sobre el Buey: que no te abandona en los momentos difíciles, que es fiel y se queda a tu lado, caritativo y bondadoso. ¿Qué puedo hacer sino creerlo?

Sin embargo, las emociones reflejadas en el rostro de Sam mientras le cuento mi historia -ira, asco y lástima- no me lo ponen fácil.

Cuando termino, mi marido dice:

– Pese a todo lo que tuviste que soportar, Joy nació sana. Nuestra hija se merece un buen futuro. -Acerca un dedo a mis labios para que no diga nada más-. Prefiero estar casado con una mujer de jade roto que con una de arcilla impecable. Mi padre siempre decía que cualquiera sabe añadir una flor más a un brocado, pero ¿cuántas mujeres son capaces de ir a buscar carbón en invierno? Hablaba de mi madre, que era una mujer buena y leal, como tú.

Oímos entrar a los demás en el apartamento, pero no nos movemos. Sam se inclina y me susurra al oído:

– En aquel banco del jardín Yu Yuan, te dije que me gustabas y te pregunté si yo te gustaba. Tú te limitaste a asentir con la cabeza. En un matrimonio concertado, eso es más de lo que se puede pedir. Nunca esperé ser feliz, pero ¿no deberíamos buscar la felicidad juntos?

Me vuelvo hacia él. Nuestros labios casi se tocan cuando musito:

– Y ¿no quieres tener más hijos? -Pese a lo cerca que me siento ahora de él, me cuesta confesarle toda la verdad-. Cuando nació Joy, los médicos de Angel Island me dijeron que no podré tener más hijos.

– De pequeños nos dicen que, si no tenemos un hijo varón a los treinta años, somos unos desgraciados. El peor insulto que puedes gritar en las calles es: «¡Ojalá mueras sin hijos varones!» Nos dicen que, si no tenemos un varón, deberíamos adoptar uno para perpetuar el nombre de la familia y para que nos cuide cuando nos convirtamos en antepasados. Pero si tienes un hijo que es… que tiene… que no puede… -Se esfuerza, como hemos hecho a menudo May y yo, por ponerle un nombre al problema de Vern.

– Compras un hijo -termino por él-, como hizo el venerable Louie contigo para que lo cuides a él y Yen-yen cuando se conviertan en antepasados.

– Sí, yo o el hijo que se supone que tendremos algún día. Un nieto les aseguraría una existencia feliz aquí y en el más allá.

– Pero yo no puedo darles ese nieto.

– Ellos no tienen por qué saberlo, y a mí no me importa. Y ¿quién sabe? Quizá Vern le haga un hijo varón a tu hermana, y así se habrán saldado todas las deudas y se habrán cumplido todas las obligaciones.

– Pero, Sam, yo no puedo darte un varón.

– Dicen que una familia está incompleta sin un hijo varón, pero yo soy feliz con Joy. Ella es sangre de mi sangre. Cada vez que me sonríe, me coge un dedo o me mira con sus negros ojos, sé que soy un hombre afortunado. -Mientras habla, me llevo su mano a la mejilla, y luego le beso las yemas de los dedos-. Pearl, quizá a nosotros nos haya tocado un mal destino, pero Joy es nuestro futuro. Si sólo tenemos una hija, podremos dárselo todo. Joy podrá tener la educación que yo no tuve. Quizá sea doctora o… Todo eso no importa mucho, porque ella siempre será nuestro consuelo y nuestra alegría.

Cuando me besa, le correspondo. Estamos sentados en el borde de la cama, así que lo único que tengo que hacer es rodearlo con los brazos y tumbarme. Pese a que hay más gente en el apartamento, y pese a que pueden oír los chirridos de la cama y los gemidos ahogados, Sam y yo tenemos relaciones esposo-esposa. Para mí no resulta fácil. Mantengo los ojos fuertemente cerrados, y el terror me atenaza el corazón. Procuro concentrarme en los músculos que trabajaban en los campos, que tiraban de un rickshaw por mi ciudad natal y que hace poco acunaban a nuestra Joy. Para mí, las relaciones esposo-esposa nunca irán acompañadas de fabulosos sentimientos de placer, de la liberación de nubes y lluvia, del sabor de un éxtasis primitivo, ni de ninguna de esas sensaciones que describen los poetas. Para mí, significa estar cerca de Sam; tiene que ver con la nostalgia que sentimos de nuestro país natal, con cómo echamos de menos a nuestros padres, y con los apuros de nuestra vida cotidiana en América, donde somos wang k'uo nu, esclavos de la tierra perdida, que viven para siempre bajo un gobierno extranjero.

Cuando Sam termina, dejo pasar un rato, me levanto y voy a buscar a Joy ala sala principal. Vern y May ya se han retirado a su habitación, pero el venerable Louie y Yen-yen se lanzan miradas de complicidad.

– ¿Vas a darme un nieto? -me pregunta ella poniéndome a Joy en los brazos-. Eres una buena nuera.

– Serías mejor nuera si animaras a tu hermana a cumplir con su deber -añade el viejo.

No digo nada. Me llevo a Joy a mi habitación y la acuesto en el último cajón de la cómoda. Luego tomo la bolsita que llevo colgada del cuello. Abro el primer cajón y la guardo junto a la que May le regaló a Joy. Ya no la necesito. Cierro el cajón y me vuelvo hacia Sam. Me quito la ropa y me acuesto desnuda. Mientras él me acaricia el costado, encuentro el valor para hacerle una pregunta más:

– A veces también desapareces por la tarde. ¿Adónde vas?

Su mano se detiene en mi cadera.

– Pearl. -Pronuncia mi nombre, largo y suave-. En Shanghai yo no frecuentaba esos lugares, y nunca los frecuentaré aquí.

– Entonces, ¿dónde…?

– Vuelvo al templo, pero no para vender incienso, sino para hacer ofrendas a mi familia, a tu familia e incluso a los antepasados de los Louie.

– ¿A mi familia?

– Acabas de contarme cómo murió tu madre, pero yo ya suponía que ella y tu padre habrían muerto. Porque, si siguieran con vida, no habríais venido aquí con nosotros.

Es inteligente. Me conoce bien y me entiende.

– También hice ofrendas a nuestros antepasados después de casarnos -agrega.

Asiento en silencio. Respecto a eso, Sam no había mentido en los interrogatorios de Angel Island.

– Yo no creo en esas cosas -confieso.

– Quizá deberías creer. Llevamos cinco mil años haciéndolo.

Volvemos a tener relaciones esposo-esposa, y se oyen sirenas a lo lejos.

Al levantarnos por la mañana, nos enteramos de que un incendio ha destruido China City. Algunos creen que ha sido un accidente y que las llamas las originaron unas brasas mal apagadas detrás del mercado de pescado de George Wong, mientras que otros insisten en que ha sido un incendio provocado por los comerciantes del Nuevo Chinatown, a quienes no les gusta la idea de Christine Sterling de construir una «pintoresca aldea china», o por la gente de Olvera Street, a la que no le gusta tener competidores. Seguirán circulando todo tipo de rumores, pero no importa quién haya provocado el incendio: una buena parte de China City ha quedado destruida o dañada.

Hasta la luna más perfecta

El Dios del Fuego no discrimina. Enciende lámparas, hace que las luciérnagas resplandezcan, reduce pueblos a cenizas, quema libros, prepara comida y caldea familias. Lo único que podemos esperar es que un dragón -con su esencia de agua- apague los fuegos no deseados cuando éstos se produzcan. Tanto si crees en esas cosas como si no, lo más prudente es realizar ofrendas. Como lo expresaría un occidental, es mejor prevenir que curar. Después del incendio de China City, donde nadie tiene póliza de seguro, no se realizan ofrendas para apaciguar al Dios del Fuego ni para apelar a la benevolencia del dragón. Esa actitud no presagia nada bueno, pero me digo que en América la gente también dice que tales cosas sólo pasan una vez.

Se tardará casi seis meses en reparar las partes dañadas por el humo y el agua y en reconstruir las zonas destruidas. El venerable Louie ha salido más perjudicado que la mayoría, porque no sólo se ha quemado parte del dinero en efectivo que escondía en sus diversos locales, sino que parte de su riqueza real -su mercancía- se ha convertido en cenizas. La familia deja de ingresar dinero, pero invierte mucho en la reconstrucción, en encargar nuevas mercancías a sus fábricas de Shanghai y los emporios de Cantón (con la esperanza de que los cargamentos salgan de esas ciudades en barcos extranjeros y pasen por las aguas infestadas de japoneses sin percance alguno), y en alimentar, alojar y vestir a una familia de siete miembros y mantener a sus socios e hijos de papel, que viven en cercanas pensiones para solteros. Todo eso no le sienta nada bien a mi suegro.

Aunque éste se empeña en que May y yo nos quedemos junto a nuestros maridos y trabajemos a su lado, no tenemos nada que hacer.

Nosotras no sabemos utilizar ni el martillo ni la sierra. No hay mercancías que desembalar, desempolvar ni vender. No hay suelos que barrer, ventanas que limpiar ni clientes que atender. Aun así, May, Joy y yo vamos a China City todas las mañanas para ver cómo avanza la reconstrucción. A May no le parece mal el plan de Sam de quedarnos juntos y ahorrar dinero.

– Aquí nos alimentan -dice, demostrando por fin cierta madurez-. Sí, esperemos hasta que los cuatro podamos marcharnos juntos.

Por la tarde, solemos ir a la Asiatic Costume Company, que no ha sido afectada por el incendio, a visitar a Tom Gubbins. Tom alquila trajes y otros accesorios de atrezo, y ejerce de agente de extras chinos para los estudios cinematográficos, pero por lo demás es un misterio. Algunos dicen que nació en Shanghai. Otros, que desciende de chinos. Otros, que es medio chino. Otros, que no tiene ni una sola gota de sangre china. Algunos lo llaman tío Tom. Otros, Lo Fan Tom. Nosotros lo llamamos Bale Wah Tom, Tom el Películas, que es como él mismo se presentó cuando nos conocimos, el día de la Gran Inauguración de China City. De Tom aprendo que el misterio, lo equívoco y lo exagerado pueden aumentar tu reputación.

Tom ayuda a muchos chinos -les regala ropa, les compra la ropa vieja, les busca habitación, les encuentra trabajo, les consigue cita a las embarazadas en los hospitales donde no miran bien a los chinos, se deja interrogar por los inspectores de inmigración, que siempre andan en busca de comerciantes e hijos de papel-, pero poca gente le tiene simpatía. Quizá se deba a que trabajó de intérprete en Angel Island, donde lo acusaron de dejar embarazada a una mujer. Quizá sea porque le gustan las muchachas jóvenes, aunque otros dicen que le gustan los muchachos. Lo único que sé es que su cantonés es casi perfecto, y que su dialecto wu es excelente. A May y a mí nos encanta oírlo hablar en nuestro dialecto natal.

Tom quiere que mi hermana trabaje de extra en el cine; como es lógico, el venerable Louie se opone con el argumento de que es «un trabajo para mujeres con tres agujeros».

Es de lo más predecible; pero expresa los sentimientos de muchos ancianos, que creen que las actrices -ya sean de ópera, teatro o cine- no son mucho mejores que las prostitutas.

– Intenta convencer a tu suegro -le dice Tom a May-. Dile que uno de cada diez vecinos suyos trabaja en el cine. Es una buena forma de conseguir ingresos adicionales. Hasta podría conseguirle trabajo a él. En una semana ganaría más dinero del que gana en tres meses sentado en sus tiendas de antigüedades.

Esa idea nos hace reír.

Dicen que los habitantes de Chinatown se desempeñan muy bien ante las cámaras. Cuando los estudios cinematográficos comprendieron que podían contratar a un chino por sólo cinco dólares, utilizaron a nuestros vecinos para llenar los platos y para cubrir todo tipo de papeles sin texto en películas como Stowaway, Horizontes perdidos, El general murió al amanecer; Las aventuras de Marco Polo, la serie de Charlie Chan y, por supuesto, La buena tierra. Quizá la Gran Depresión esté remitiendo, pero la gente necesita dinero y está dispuesta a trabajar en lo que sea. Incluso a los habitantes del Nuevo Chinatown, más ricos que nosotros, les gusta trabajar de extras. Lo hacen por divertirse y para verse en la gran pantalla.

Yo no quiero trabajar en Haolaiwu. No porque sea anticuada, sino porque no soy lo bastante guapa. Mi hermana, en cambio, sí lo es, y está deseando aparecer en una película. Idolatra a Anna May Wong, aunque aquí todo el mundo la considere una vergüenza, porque siempre interpreta a prostitutas, criadas y asesinas. Pero cuando veo a Anna May en la pantalla, me acuerdo de cómo pintaba Z.G. a mi hermana. May, como Anna May, resplandece como una diosa.

Durante semanas, Tom nos suplica que le vendamos nuestros cheongsams.

– Normalmente, les compro la ropa a los que vuelven de un viaje a China, porque allí engordan mucho. O a los que llegan por primera vez, porque adelgazan mucho durante el viaje y la estancia en Angel Island. Pero ahora nadie va a China por culpa de la guerra, y quienes tienen la suerte de salir de allí suelen llegar con lo puesto. Pero vosotras sois diferentes. Vuestro suegro tuvo el detalle de traeros el vestuario.

No me importa vender nuestros vestidos -me fastidia tener que llevarlos para complacer a los turistas de China City-, pero May no quiere separarse de ellos.

– Pero ¡si son preciosos! -exclama indignada-. ¡Son parte de nosotras! Nuestros cheongsams están confeccionados en Shanghai. La tela provenía de París. Son elegantes, más elegantes que nada que haya visto aquí.

– Pero si vendemos algunos, podremos comprar vestidos nuevos, vestidos americanos -razono-. Estoy harta de llevar esta ropa. Parezco una recién desembarcada.

– Si la vendemos -replica con astucia-, ¿qué haremos cuando reabran China City? ¿Crees que el venerable Louie no se percatará de que ya no la tenemos?

Tom no da importancia a los temores de May:

– Es un hombre. No se fijará.

Pero claro que se fijará. Se fija en todo.

– Si le damos una parte de lo que nos pague Tom, no le importará -digo, confiando en no equivocarme.

– Pero no le deis demasiado. -Tom se acaricia la barba-. Dejad que piense que conseguiréis más dinero si seguís viniendo aquí.

Le vendemos un cheongsam cada una, los más viejos y feos, pero son espectaculares comparados con el resto de prendas de la colección de Tom. Cogemos el dinero y vamos por Broadway hacia el sur, hasta los grandes almacenes occidentales. Compramos vestidos de rayón, zapatos de tacón, guantes, ropa interior nueva y un par de sombreros; todo eso con lo que hemos obtenido por dos vestidos raídos, y nos sobra suficiente dinero para que nuestro suegro no se enfade con nosotras cuando se lo entreguemos. Entonces May inicia su campaña: lo incordia, lo engatusa y hasta coquetea con él para que ceda a sus deseos, como hacía con baba en el pasado.

– Te gusta que trabajemos -le dice-, pero ¿cómo vamos a hacerlo ahora? Bale Wah Tom dice que si trabajo en Haolaiwu puedo ganar cinco dólares al día. ¡Piensa lo que podría ganar en una semana! Y añade a eso el dinero extra que ganaré si llevo mi propia ropa. ¡Tengo muchos vestidos!

– No -responde el venerable Louie.

– Con mis bonitos trajes, seguro que me tomarían un primer plano. Por eso me pagarían diez dólares. Si consigo decir una frase, aunque sólo sea una, me pagarán veinte.

– No -insiste el viejo, pero esta vez me parece ver cómo cuenta el dinero mentalmente.

A May le tiembla el labio inferior. Se cruza de brazos y encoge el cuerpo para adoptar un aire lastimoso.

– En Shanghai era una chica bonita. ¿Por qué no puedo ser una chica bonita aquí?

La montaña se derrumba poco a poco. Tras varias semanas, nuestro suegro acaba cediendo.

– Una vez. Puedes hacerlo una sola vez.

Al oírlo, Yen-yen da un resoplido y sale de la habitación, Sam niega con la cabeza, asombrado, y yo me ruborizo de placer al ver que May ha vencido a nuestro suegro a base de, simplemente, ser ella misma.

No sé cómo se titula su primera película, pero como mi hermana tiene su propia ropa, consigue el papel de prostituta en lugar del de campesina. Trabaja tres noches y duerme de día, así que no me cuenta su experiencia hasta que termina el rodaje.

– Me pasaba toda la noche sentada en un falso salón de té, mordisqueando pastelillos de almendra -recuerda con embeleso-. El ayudante de dirección me llamaba «tomatito». ¿Te imaginas?

Durante días, May llama «tomatito» a Joy, lo cual no tiene mucho sentido para mí. La siguiente vez que May trabaja de extra, vuelve a casa con una nueva expresión: «¿Qué demonios?» Por ejemplo: «¿Qué demonios has puesto en esta sopa, Pearl?»

Muchas veces, al regresar del estudio, se pone a alardear de lo que ha comido.

– Nos dan dos comidas al día, y muy buenas. ¡Comida americana! Tengo que ir con cuidado, Pearl, porque si no voy a engordar. Y entonces no cabré en mis cheongsams. Si no estoy perfecta, nunca me darán un papel con texto.

Entonces Tom le consigue otro trabajo y May se pone a régimen -ella, que es tan menuda y sabe lo que es pasar hambre por culpa de la guerra, la pobreza y la ignorancia-, y cuando termina, vuelve a ponerse a régimen para perder los kilos imaginarios que asegura haber ganado. Y todo eso con la esperanza de que algún director le dé un papel con texto. Hasta yo sé que los papeles con texto -excepto los de Anna May Wong y Keye Luke, que interpreta al hijo mayor de Charlie Chan- sólo se los dan a los lo fan, que se ponen maquillaje amarillo, se achinan los ojos con esparadrapo y fingen hablar inglés con acento chino.

En junio, a Tom se le ocurre otra idea, y May, encantada, se la traslada a nuestro suegro, que la adopta como si fuera suya.

– Joy es una niña muy guapa -le dice Tom a May-. Podría trabajar de extra.

– Con ella podrías ganar más dinero que conmigo -le transmite May al venerable Louie.

– Pan-di tiene mucha suerte para ser una niña -me confía el viejo-. Puede ganar dinero por su cuenta, y es sólo una cría.

No me convence la idea de que Joy pase tanto tiempo con su tía, pero una vez que el venerable Louie ha descubierto que puede ganar dinero explotando a un bebé…

– Aceptaré con una condición. -Puedo imponer condiciones porque, al ser la madre, sólo yo puedo firmar el documento que la autoriza a trabajar todo el día, y a veces por la noche, bajo la supervisión y el cuidado de su tía-. Joy se quedará con todo el dinero que gane.

Al venerable Louie no le gusta mi proposición. ¿Cómo iba a gustarle?

– Nunca más tendrás que comprarle ropa -lo presiono-. Nunca más tendrás que pagarle la comida. Nunca más le pagarás ni un solo centavo a tu Esperanza de un Hermano.

El viejo sonríe.


Cuando May y Joy no están trabajando, se quedan en el apartamento con Yen-yen y conmigo. A menudo, en las largas tardes mientras esperamos a que reabran China City, recuerdo las historias que me contaba mama de cuando era pequeña y vivía confinada en las habitaciones de las mujeres en su casa natal, con su abuela, su madre, sus tías, primas y hermanas, que tenían, como ella, los pies vendados. Las mantenían encerradas, y es lógico que ellas maquinaran para conseguir una buena posición, que abrigaran resentimientos y se criticaran unas a otras. Ahora, en América, May y Yen-yen se pelean por cualquier cosa, como dos tortugas en un cubo.

– El jook está demasiado salado -protesta May.

– Le falta sal -es la predecible respuesta de Yen-yen.

Cuando May se pasea por la sala principal con un vestido sin mangas, sin medias y con sandalias, Yen-yen la reprende:

– No deberías dejarte ver así en público.

– A las mujeres de Los Ángeles les gusta llevar las piernas y los brazos desnudos.

– Pero tú no eres una lo fan -le recuerda Yen-yen.

Aunque no hay mejor tema de discusión que Joy. Si Yen-yen dice «Debería ponerse un jersey», May replica «Se está achicharrando». Si Yen-yen observa: «Debería aprender a bordar», mi hermana le suelta: «Debería aprender a patinar.»

Lo que más le molesta a Yen-yen es que May trabaje en el cine y exponga a Joy a una actividad tan vulgar, y me culpa a mí por permitirlo.

– ¿Por qué dejas que lleve a Joy a esos sitios? Supongo que quieres que tu hija se case algún día, ¿no? ¿Crees que algún hombre querrá a una novia que deja su sombra en esas historias inmorales?

Antes de que yo pueda contestar -de todas formas, seguramente no espera que conteste-, mi hermana objeta:

– No son historias inmorales. Lo que pasa es que no son para gente como tú.

– Las únicas historias verdaderas son las antiguas. Las que nos enseñan cómo hemos de vivir.

– Las películas también nos enseñan a vivir. Joy y yo ayudamos a contar historias de héroes y mujeres buenas; son historias románticas y modernas. No tratan de doncellas de la luna ni de muchachas fantasmagóricas que languidecen de amor.

– Eres demasiado ingenua -la increpa Yen-yen-. Por eso conviene que tu hermana te vigile. Necesitas aprender de tu jie jie. Ella sabe que son las historias de antes las que nos enseñan algo.

– ¿Qué va a saber Pearl? -espeta May, como si yo no estuviera delante-. Es tan anticuada como nuestra madre.

¿Cómo se atreve a llamarme anticuada? ¿Y a compararme con mama? Aunque reconozco que, debido a la nostalgia que siento del hogar, el pasado y nuestros padres, me he vuelto como mama en muchos aspectos. Todas esas ideas antiguas sobre el zodíaco, la comida y otras tradiciones me reconfortan, pero no soy la única que mira hacia el pasado en busca de consuelo. May tiene veinte años, es lista, efervescente y bellísima, pero su vida -aunque lleve lindos vestidos y trabaje de extra- no es lo que ella imaginaba cuando éramos chicas bonitas en Shanghai. Ambas arrastramos decepciones, pero me gustaría que fuera un poco más comprensiva conmigo.

– Si tus películas te enseñan a ser romántica, ¿por qué tu hermana, que se queda conmigo todos los días, lo es mucho más que tú? -le pregunta Yen-yen.

– ¡Yo soy romántica! -protesta May, cayendo como una tonta en la trampa.

Mi suegra sonríe.

– ¡No lo bastante para darme un nieto! Ya deberías haber tenido un hijo.

Suelto un suspiro. Esta clase de discusiones entre suegra y nuera son más antiguas que la humanidad. Con estas conversaciones, me alegro de que la mayoría de los días May y Joy se marchen a los estudios cinematográficos y yo me quede a solas con Yen-yen.

Los martes, después de llevar la comida a nuestros maridos en China City, Yen-yen y yo vamos puerta por puerta a todas las pensiones, apartamentos y tiendas de Spring Street donde la gente compra los comestibles, e incluso hasta el Nuevo Chinatown, y recaudamos dinero para el Fondo Chino de Ayuda y la salvación nacional. Ya no sólo tomamos parte en piquetes. Ahora llevamos latas de comida vacías para utilizarlas como cuencos de mendigo; recorremos las calles Mei Ling, Gin Ling y Sun Mun, con el acuerdo de no regresar a casa hasta que las latas estén llenas hasta la mitad, como mínimo, de monedas de uno, cinco y diez centavos. En China, la gente se muere de hambre, así que también visitamos las tiendas de ultramarinos e instamos a los propietarios a donar comida china importada, que nosotras empaquetamos y volvemos a enviar al sitio del que procede: China, nuestro país natal.

Realizando esta labor conozco a mucha gente. Todo el mundo quiere saber mi apellido de soltera y de qué pueblo provengo. Conozco a muchísimos Wong. También a muchos Lee, Fong y Moy. El venerable Louie no se queja ni una sola vez de que me dedique a recorrer los dos barrios chinos de la ciudad ni de que todos los días conozca a desconocidos, porque siempre voy con mi suegra, que empieza a confiarse a mí no como a una nuera, sino como a una amiga.

– Me secuestraron de mi pueblo cuando era una cría -me cuenta un martes mientras regresamos del Nuevo Chinatown por Broadway-. ¿Lo sabías?

– No. Lo lamento -contesto, y mi respuesta no manifiesta ni la mitad de lo que siento. A mí me echaron de mi casa, pero no puedo imaginar lo que debe de ser que te saquen a la fuerza-. ¿Cuántos años tenías?

– ¿Cuántos años? ¿Cómo voy a saberlo? No tengo a nadie que pueda decírmelo. Quizá cinco años. Quizá más, quizá menos. Recuerdo que tenía un hermano y una hermana. Recuerdo que en la calle principal de mi pueblo había castaños de agua. Recuerdo un estanque de peces, pero supongo que en todos los pueblos hay uno. -Hace una pausa y continúa-: Me marché de China hace mucho tiempo. La añoro todos los días y sufro cuando ella sufre. Por eso recaudo dinero para el Fondo Chino de Ayuda.

No me extraña que no sepa cocinar. Su madre no le enseñó, como a mí tampoco la mía, aunque por diferentes motivos. Yen-yen no siente la necesidad de comer mejor, porque ella no sabe lo que son la sopa de aleta de tiburón, la anguila del río Yangtsé ni la paloma estofada en hojas de lechuga. Siempre se ha aferrado a las tradiciones, como yo me aferro ahora a ellas: porque son un medio de supervivencia para el alma, una forma de retener a los fantasmas de la memoria. Quizá sea mejor tratar una tos con té de melón de invierno que untando el pecho con mostaza. Sí, igual que el sabor del jengibre impregna la sopa, sus arcaicas costumbres y sus anticuadas historias están calando en mí, me están cambiando, me están volviendo más china.

– ¿Qué pasó después, cuando te secuestraron? -pregunto, conmovida.

Yen-yen se para en la acera; en cada mano lleva una bolsa llena de donativos.

– ¿Tú qué crees? Ya has visto lo que les ocurre a las muchachas solteras que no tienen familia. Me vendieron como criada en Cantón. En cuanto tuve edad suficiente, me convertí en una chica con tres agujeros. -Levanta la barbilla-. Y un día, cuando tenía unos trece años, me metieron en un saco y me subieron a un barco. Y aparecí en América.

– ¿Y Angel Island? ¿No te hicieron preguntas? ¿Por qué no te deportaron?

– Llegué antes de que abrieran Angel Island. A veces me miro en el espejo y me sorprende lo que veo. Todavía espero ver a aquella niña, pero no me gusta recordar esa época. ¿Qué me importa ya? ¿Crees que quiero recordar que fui la esposa de muchos hombres? -Echa a andar de nuevo, y yo me apresuro a alcanzarla-. He tenido relaciones esposo-esposa demasiadas veces. La gente le da mucha importancia a eso, pero ¿qué sentido tiene? El hombre entra. El hombre sale. Nosotras, las mujeres, nos quedamos igual. ¿Me entiendes, Pearl?

¿La entiendo? Sam no es como los soldados de la cabaña, de eso estoy segura. Pero ¿me quedo igual? Recuerdo todas las veces que he visto a Yen-yen durmiendo en el sofá. Normalmente, ese sofá siempre lo ocupa algún soltero: un inmigrante chino que aparece en la lista de socios del venerable Louie hasta que alguien que necesita un obrero barato salda su deuda. Pero cuando está desocupado, suelo encontrar a Yen-yen en el salón por la mañana, doblando las sábanas y recitando alguna excusa: «Ese viejo ronca como un búfalo de agua.» O: «Me duele la espalda. Este sofá es más cómodo que mi cama.» O: «Ese viejo dice que me muevo como un mosquito y no lo dejo dormir. Y si él no duerme, al día siguiente nos amarga la vida a todos, ¿no?» Ahora comprendo que el motivo por el que Yen-yen duerme en el sofá es el mismo por el que yo deseaba escapar de la cama de Sam: ella se ha acostado con tantos hombres que no quiere recordarlo.

Le pongo una mano en el brazo. Nuestras miradas se encuentran, y algo sucede entre ambas. No le cuento lo que me ocurrió. ¿Cómo voy a contárselo? Pero creo que Yen-yen entiende algo, porque dice:

– Es una suerte que hayas tenido a Joy y que la niña esté sana. Mi hijo… -Aspira entre los dientes y suelta el aire lentamente-. Quizá pasé demasiado tiempo en ese negocio. Llevaba casi diez años trabajando cuando el viejo me compró. Entonces había muy pocas chinas aquí, una por cada veinte hombres a lo sumo, pero él me consiguió a buen precio debido a mi trabajo. Yo estaba contenta, por fin podía marcharme de San Francisco y venir a Los Ángeles. Pero ya entonces él era como ahora: viejo y tacaño. Lo único que quería era un hijo varón, y se esforzó mucho para hacerme uno.

Yen-yen saluda con la cabeza a un hombre que barre la acera delante de su tienda. El hombre desvía la mirada para que no le pidamos un donativo.

– Cuando el viejo volvía a su pueblo natal a ver a sus padres, yo lo acompañaba -continúa mi suegra. Ya le he oído contar eso otras veces, pero ahora la escucho con otra actitud-. Cuando se iba a recorrer China para comprar mercancías, me dejaba en el pueblo. Debía de pensar que durante su ausencia me quedaría en casa, con su esencia dentro de mí, las piernas en alto, esperando a que nuestro hijo se afianzara en mi interior. Pero en cuanto él se marchaba, yo iba de pueblo en pueblo. Hablo sze yup, así que mi pueblo natal debe de estar en los Cuatro Distritos, ¿no? Todos los días buscaba un pueblo con castaños de agua y un estanque. No lo encontré nunca, y tampoco tuve ningún hijo. Me quedaba embarazada, pero todos los bebés se negaban a respirar el aire de este mundo. Cada vez que volvíamos a Los Ángeles, decíamos que habíamos tenido un hijo en China y lo habíamos dejado con sus abuelos. Así fue como nos trajimos a los tíos. Wilburt fue mi primer hijo de papel. Tenía dieciocho años, pero dijo que tenía once para que las fechas concordaran con nuestros papeles, donde afirmábamos que había nacido un año después del terremoto de San Francisco. Luego vino Charley. Con él no hubo problemas. Yo tenía un certificado de otro hijo nacido al año siguiente, en mil novecientos ocho, y Charley nació ese mismo año.

El venerable Louie tuvo que esperar mucho tiempo para que su inversión -su cosecha- madurara, pero su plan funcionó: consiguió mano de obra barata para sus empresas, con la que ganaba un dinero fácil.

– ¿Y Edfred? -Yen-yen sonríe-. Edfred es hijo de Wilburt, ¿lo sabías?

No, no lo sabía. Hasta hace poco creía que todos esos hombres eran hermanos de Sam.

– Teníamos el certificado de un hijo nacido en mil novecientos once -continúa Yen-yen-, pero Edfred nació en mil novecientos dieciocho. Sólo tenía seis años cuando lo trajimos aquí, aunque en sus papeles decía que tenía trece años.

– ¿Y nadie lo descubrió?

– Tampoco descubrieron que Wilburt no tenía once años. -Se encoge de hombros, como riéndose de la estupidez de los inspectores de inmigración-. En el caso de Edfred, dijimos que era pequeño y estaba poco desarrollado para su edad porque en el pueblo pasaba mucha hambre. Los inspectores tuvieron en cuenta que el niño no había recibido una «nutrición adecuada». Me aseguraron que ahora que estaba en el país que le correspondía, «se hincharía».

– Qué complicado es todo.

– Se supone que lo es. Los lo fan intentan impedirnos la entrada cambiando las leyes, pero cuanto más las complican, más fácil lo tenemos nosotros para engañarlos. -Hace una pausa para que yo asimile sus palabras-. Yo sólo tuve dos hijos. El primero nació en China. Lo trajimos aquí, donde teníamos una vida tranquila. Cuando cumplió siete años, lo llevamos al pueblo, pero el niño tenía un estómago americano, no un estómago de pueblo, y murió al poco tiempo.

– Lo siento mucho.

– Han pasado muchos años -dice Yen-yen casi con desenfado-. Pero no me rendí: seguí intentando concebir otro hijo. Y al final, ¡al final!, me quedé embarazada. El viejo estaba contento. Yo estaba contenta. Pero la felicidad no cambia tu destino. La comadrona que ayudó a nacer a Vernon supo enseguida que algo iba mal. Dijo que a veces ocurre cuando la madre es mayor. Yo debía de tener más de cuarenta años cuando nació Vernon. La comadrona tuvo que usar unas…

Se detiene frente a una tienda donde venden billetes de lotería, y deja las bolsas en el suelo para formar unas garras con las manos.

– Lo sacó con unas cosas así. Cuando salió, el niño tenía la cabeza deformada. La comadrona se la apretó por aquí y por allá, pero…

Vuelve a coger sus bolsas.

– Cuando Vern todavía era muy pequeño, el viejo quiso regresar a China a por otro hijo de papel. Teníamos el certificado, ¿lo entiendes? El último. Yo no quería ir. Mi hijo Sam había muerto en el pueblo, y no deseaba que Vern muriera también. El viejo me dijo: «No te preocupes. Alimentarás al pequeño.» Así que fuimos a China, recogimos a Edfred, subimos al barco y lo trajimos aquí.

– ¿Y Vern?

– Ya sabes lo que dicen del matrimonio. Hasta un ciego puede conseguir una esposa. Hasta el hombre más necio puede conseguir una esposa. Hasta un hombre con parálisis puede conseguir una esposa. Todos tienen una sola obligación: traer al mundo un hijo varón. -Me mira con gesto lastimoso, pero su voluntad, fuerte como el jade, se refleja en su cara-. ¿Quién cuidará del viejo y de mí en el otro mundo si no tenemos un nieto que nos haga ofrendas? ¿Quién cuidará de mi hijo en el otro mundo si tu hermana no le da un hijo varón? Si no lo hace ella, Pearl, entonces tendrás que hacerlo tú, aunque sólo sea un nieto de papel. Por eso os mantenemos aquí. Por eso os alimentamos.

Mi suegra entra en la tienda para comprar el billete de lotería de todas las semanas -la eterna esperanza de los chinos-, pero yo me quedo muy preocupada.


Estoy impaciente por que May llegue a casa. En cuanto entra, le insisto para que venga conmigo a China City, donde Sam participa en los trabajos de reconstrucción. Nos sentamos los tres en unas cajas, y les cuento lo que me ha explicado Yen-yen. Nada de lo que digo los sorprende.

– Entonces es que no me habéis oído bien, o que yo no me he explicado. Yen-yen dice que iban al pueblo natal del viejo a ver a sus padres. Él siempre ha dicho que nació aquí, pero si sus padres vivían en China, eso es imposible.

Sam y May se miran y luego a mí.

– Quizá sus padres vivían aquí, lo tuvieron a él y luego regresaron a China.

– Puede ser -admito-. Pero si nació aquí y ha vivido aquí casi setenta años, ¿cómo se explica que su inglés sea tan pobre?

– Porque nunca ha salido de Chinatown -razona Sam.

Niego con la cabeza.

– Pensadlo bien. Si nació aquí, ¿por qué es tan leal a China? ¿Por qué nos dejó a Yen-yen y a mí tomar parte en el piquete y recaudar dinero para China? ¿Por qué siempre dice que quiere retirarse en su país? ¿Por qué está tan desesperado por mantenernos unidos? Porque no es ciudadano americano. Y si no es ciudadano americano, las consecuencias para nosotros…

Sam se levanta.

– Quiero saber la verdad.

Encontramos al venerable Louie en un bar de Spring Street, tomando té y pastelillos con sus amigos. Al vernos, se levanta y viene a la puerta.

– ¿Qué queréis? ¿Por qué no estáis trabajando?

– Tenemos que hablar contigo.

– Ahora no. Aquí no.

Pero no pensamos irnos si no nos ofrece las respuestas que buscamos. Nos conduce a una mesa lo bastante alejada de sus amigos para que éstos no puedan oírnos. Han pasado meses desde la pelea de Año Nuevo, pero en Chinatown todavía se murmura sobre aquel incidente. El venerable Louie ha intentado mostrarse más agradable, pero Sam todavía le guarda resentimiento, y no pierde el tiempo con sutilezas:

– Naciste en Wah Hong, ¿no?

El viejo entrecierra sus ojos de lagarto.

– ¿Quién os ha dicho eso?

– No importa quién. ¿Es verdad o no? -replica Sam.

Él no contesta. Esperamos. Se oyen risas, conversaciones y el sonido de los palillos contra los cuencos. Al final, el viejo suelta un resoplido.

– No sois los únicos que están aquí bajo un falso supuesto -dice en sze yup-. Mirad a la gente que hay en este restaurante. Mirad a la gente que trabaja en China City. Mirad a la gente de nuestra manzana y nuestro edificio. Todo el mundo tiene una mentira. La mía es que no nací aquí. Cuando el terremoto y el incendio de San Francisco destruyeron todos los registros de nacimientos, yo me encontraba aquí y, según los cálculos de los americanos, tenía treinta y cinco años. Como tantos otros, fui a las autoridades y les dije que había nacido en San Francisco. No podía demostrar que era verdad, pero ellos tampoco podían demostrar que era falso. Así que ahora soy ciudadano… sobre el papel, igual que tú eres mi hijo sobre el papel.

– ¿Y Yen-yen? Ella también vino aquí antes del terremoto. ¿También ella afirmó ser ciudadana americana?

El viejo frunce el ceño con expresión de fastidio.

– Ella es una fu yen. No sabe mentir ni guardar un secreto. Es evidente, ¿no? O no estaríais aquí.

Sam se frota la frente mientras asimila toda esta información.

– Si alguien descubre que no eres ciudadano americano, Wilburt, Edfred…

– Sí, todos nosotros, incluida Pearl, nos veremos en apuros. Por eso os mantengo unidos. -El viejo cierra una mano y aprieta el puño-. No podemos cometer errores, no podemos tener ningún desliz, ¿vale?

– ¿Y yo? -pregunta May con voz titubeante.

– Vern sí nació aquí, así que tú, May, eres la mujer de un ciudadano de verdad. Entraste legalmente en el país y siempre estarás a salvo. Pero debes vigilar a tu hermana y su marido. Si las autoridades reciben algún informe negativo sobre ellos, los deportarán. Podrían deportarnos a todos excepto a ti, a Vern y a Pan-di; aunque estoy seguro de que la niña volvería a China con sus padres y sus abuelos. Confío en que nos ayudes a impedir que eso suceda, May.

Al oír eso, ella palidece.

– ¿Qué puedo hacer yo?

El venerable Louie ofrece una sonrisa, pero por primera vez ese gesto no refleja crueldad.

– No te preocupes demasiado -dice. Y a Sam-: Ahora ya sabes mi secreto, y yo sé el tuyo. Estamos unidos para siempre, como verdaderos padre e hijo. No sólo nos protegemos el uno al otro, sino que también protegemos a los tíos.

– ¿Por qué yo? -inquiere Sam-. ¿Por qué no alguno de ellos?

– Ya sabes por qué. Necesito que alguien se ocupe de mis negocios, cuide a mi verdadero hijo cuando yo muera, y me cuide a mí cuando esté en el otro mundo, pues Vern no podrá hacerlo. Ya sé que me consideras cruel y seguramente no me crees, pero te escogí para que fueras el sustituto de mi hijo. Siempre te consideraré mi hijo mayor, mi primogénito; por eso soy tan duro contigo. ¡Intento ser un padre como es debido! Te lo doy todo, pero tú has de hacer tres cosas. Primero, debes abandonar tus planes de huida. -Levanta una mano para acallarnos-. No os molestéis en negarlo. No soy estúpido; sé lo que pasa en mi propia casa, y estoy harto de preocuparme continuamente por ello. -Hace una pausa-. Segundo, debes dejar de trabajar en el templo de Kwan Yin. Para mí, eso es una vergüenza; mi hijo no debería necesitarlo. Y tercero, debes prometerme que cuidarás de mi hijo cuando llegue el momento.

Sam, May y yo nos miramos. May me envía un mensaje, casi suplicándome: «No quiero irme a ningún sitio. Quiero quedarme en Haolaiwu.» Sam, al que todavía no conozco muy bien, me coge una mano: «Después de todo, quizá esto sea una oportunidad. El viejo dice que me tratará como si fuera su verdadero primogénito.» Y yo… estoy cansada de huir. No se me da muy bien, y tengo una cría de la que ocuparme. Pero ¿vamos a vendernos por menos de lo que el venerable Louie pagó por nosotros?

– Si nos quedamos -dice Sam-, debes darnos más libertad.

– Esto no es una negociación -replica el viejo-. No tenéis nada con que negociar.

Pero Sam no se rinde.

– May ya trabaja de extra. Está contenta con su empleo. Ahora debes hacer lo mismo con Pearl: deja que ella vea qué hay fuera de China City. Y ya que me prohíbes trabajar en el templo, tendrás que pagarme. Si voy a ser tu primogénito, debes tratarme igual que a mi hermano.

– No sois lo mismo.

– Exacto. Yo trabajo mucho más que él. Y él se lleva una parte de los ingresos familiares. Necesito que me pagues a mí también. Padre -añade con deferencia-, sabes que es justo.

El anciano da unos golpecitos en la mesa con los nudillos, sopesando, calculando. Da un último golpe, el decisivo, y se pone en pie. Estira un brazo y le aprieta el hombro a Sam. Luego vuelve con sus amigos, con su té y sus pastelillos.

Al día siguiente compro un periódico, marco un anuncio por palabras y voy hasta una cabina telefónica, desde donde llamo para pedir información sobre un puesto en un taller de reparación de frigoríficos.

– Parece usted la candidata ideal, señora Louie -me dice una agradable voz-. Venga para que le hagamos una entrevista, por favor.

Pero cuando llego allí, el dueño me dice:

– No me di cuenta de que era usted china. Por su nombre pensé que quizá fuera italiana.

No consigo el empleo, y me pasa lo mismo varias veces. Al final presento una solicitud en los grandes almacenes Bullock's Wilshire. Me contratan para trabajar en el almacén, donde no tendrá que verme nadie. Gano dieciocho dólares semanales. Después de trabajar en China City, donde pasaba todo el día yendo del restaurante a las diferentes tiendas, permanecer en el mismo sitio me resulta fácil. Visto mejor que las otras empleadas del almacén y trabajo más que ellas. Un día, el subdirector me lleva a la tienda para que coloque unas mercancías y las mantenga en orden. Un par de meses más tarde -e intrigado por mi acento británico, que utilizo porque veo que le gusta-, me asciende a ascensorista. El trabajo es facilísimo y mecánico -subir y bajar, desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde-, y gano unos dólares más al mes.

Un buen día, al subdirector se le ocurre otra idea.

– Acabamos de recibir un cargamento de juegos de majong. Quiero que me ayudes a venderlos. Tú proporcionarás ambiente.

Me indica que me ponga un cheongsam barato enviado por el fabricante de los juegos, y luego me lleva a la planta baja, no lejos de la entrada principal, y me instala ante una mesa: mi mesa. Al final de la jornada he vendido ocho juegos. Al día siguiente voy a trabajar con uno de mis cheongsams más bonitos, de un rojo intenso con peonías bordadas. Vendo dos docenas de juegos. Cuando los clientes comentan que quieren aprender a jugar, el subdirector me pide que les dé clase un día por semana. Las clases se pagan, y yo recibiré un porcentaje. Me va tan bien que le solicito al subdirector que me deje presentar al examen escrito para otro ascenso. Cuando su jefe me pone una nota más baja de la que merezco por mi cabello, mi piel y mis ojos rasgados, comprendo que en Bullock's ya he alcanzado mi techo, pese a que vendo más que las dependientas de la sección de complementos.

Pero ¿qué puedo hacer? De momento estoy contenta con el dinero que gano. Le entrego una tercera parte a padre Louie, que es como todos lo llamamos desde que Sam y él llegaron a un acuerdo. Otra tercera parte la reservo para Joy. Y el resto me lo quedo para gastarlo como quiera.


El 2 de agosto de 1939, seis meses después del incendio, se celebra la segunda Gran Inauguración de China City. Hay ópera, desfile de dragón, baile de leones, magos, demonios danzarines y petardos cuidadosamente controlados. En los meses siguientes, la fragancia del incienso y las gardenias perfuma la atmósfera. En los callejones suena una suave música china. Los niños corretean entre los turistas. Nos visitan Mae West, Gene Tierney y Eleanor Roosevelt. Los shriners organizan actos a los que sus miembros acuden en masa. Otros grupos van al Chinese Junk Café -inspirado en el buque insignia de una flota corsaria dirigida por el pirata más grande de la historia, que resultó ser una mujer china-, «atracado» en el puerto del Whangpoo, a comer «rancho de piratas» y beber «ponche de piratas» preparado por «un experto mezclador, un hombre de palabras suaves y brebajes intensos». Las callejuelas están llenas de occidentales, pero China City nunca volverá a ser lo que era.

Quizá ya no venga tanta gente porque muchos de los escenarios originales, que fueron un reclamo excelente, son ahora reproducciones. Quizá no venga tanta gente porque el Nuevo Chinatown se considera más moderno y divertido. Mientras nosotros teníamos cerrado, el Nuevo Chinatown y sus luces de neón seducían a los visitantes con la promesa de largas noches, baile y diversión, mientras que China City -por mucho ponche de piratas que bebas- es apacible, tranquila y pintoresca, con sus estrechas callejas y sus empleados ataviados de aldeanos.

Dejo mi puesto en Bullock's y retomo la antigua rutina de limpiar y servir comidas en China City. Esta vez me pagan adecuadamente. May, en cambio, no quiere volver al Golden Pagoda.

– Bak Wah Tom me ha ofrecido un empleo a jornada completa -le explica a padre Louie-. Quiere que lo ayude a buscar extras, que me asegure de que todo el mundo tome puntual el autobús del estudio, y que haga de intérprete en los platos.

La escucho, asombrada. Yo haría mejor ese trabajo. Para empezar, hablo sze yup con fluidez; eso lo entiende hasta mi suegro.

– ¿Y tu hermana? Ella es la más inteligente. Es ella quien debería hacer ese trabajo.

– Sí, mi jie jie es muy lista, pero…

Antes de que May pueda defender sus argumentos, el viejo prueba otra táctica:

– ¿Por qué quieres alejarte de la familia? ¿No te gusta estar con tu hermana?

– A Pearl no le importa. Yo le he dado muchas cosas que de otra forma ella nunca tendría.

Últimamente, siempre que May quiere conseguir algo, me recuerda que si tengo una hija es gracias a ella, y que compartimos muchos secretos. ¿Debo interpretar sus palabras como una amenaza? ¿Me está insinuando que si le impido hacer esto le contará al viejo que Joy no es hija mía? No, nada de eso. Es una de esas ocasiones en que May lo ha calculado todo muy bien. Ésta es su forma de recordarme que tengo una hija preciosa, un marido que me quiere y un pequeño hogar para los tres en nuestro dormitorio, mientras que ella no tiene nada. ¿No debería ayudarla a que su vida sea más llevadera?

– May ya tiene experiencia con la gente de Haolaiwu -le digo a mi suegro-. Estoy segura de que lo hará muy bien.

Así que May empieza a trabajar para Tom Gubbins, y yo ocupo su puesto en el Golden Pagoda. Quito el polvo de todo el local. Limpio el suelo y las ventanas. Le preparo la comida a padre Louie y luego friego sus platos en un barreño; tiro el agua sucia a la calle, como si fuera la hija de un campesino. Y me encargo de cuidar a Joy.

Como todas las mujeres, me gustaría ser mejor madre. Joy tiene diecisiete meses y todavía lleva pañales, que yo le lavo a mano. Suele llorar por las tardes, y tengo que pasearla arriba y abajo durante horas para calmarla. Ella no tiene la culpa. Debido a sus horarios en los platos, no descansa bien por la noche, y durante el día apenas duerme siestas. Toma comida americana en los platos y escupe la comida china que yo le preparo. Trato de abrazarla, acunarla y hacer todas las cosas que se supone que hacen las madres, pero a una parte de mí sigue sin gustarle tocar y que la toquen. Quiero a mi hija, pero Joy es Tigre y no tiene un carácter fácil. Y además está May, que ahora pasa mucho tiempo con ella. Empieza a germinar en mí una semilla de amargura que Yen-yen se dedica a nutrir. No debería escuchar a la anciana, pero no puedo rehuirla todo el tiempo.

– Tu hermana May sólo piensa en sí misma. Su hermoso rostro oculta un corazón malvado. Sólo tiene una obligación, y se niega a cumplirla. ¡Ay, Pearl! Tú te quedas aquí todo el día cuidando de tu hija inútil. Pero ¿dónde está el hijo de tu hermana? ¿Por qué no nos da un nieto? ¿Por qué, Pearl? ¿Por qué? Porque es egoísta, porque no piensa en ayudarte a ti ni a la familia.

No quiero creer que lo que dice Yen-yen sea cierto, pero no puedo negar que May está cambiando. Soy su jie jie, y debería intentar pararle los pies; pero mis padres y yo no sabíamos cómo hacerlo cuando era una cría, y tampoco sé cómo hacerlo ahora.

Por si fuera poco, May me llama a menudo desde el plató, baja la voz y me pregunta: «¿Cómo demonios le digo a esta gente que tiene que llevar la escopeta al hombro?» O: «¿Cómo demonios les digo que se arrimen unos a otros mientras los golpean?» Y yo le explico cómo decirlo en sze yup, porque no sé qué otra cosa hacer.

Por Navidad ya nos hemos adaptado a nuestra nueva vida. May y yo llevamos veinte meses aquí. Como ahora ganamos dinero, podemos escaparnos de vez en cuando y permitirnos pequeños lujos. Padre Louie nos llama derrochadoras, pero siempre calculamos bien en qué vamos a gastar el dinero. A mí me gustaría llevar un corte de pelo más moderno que los que hacen en Chinatown, pero cada vez que entro en una peluquería de la parte occidental de la ciudad, me dicen: «Aquí no cortamos el pelo a los chinos.» Al final, consigo que me lo corten después del horario comercial, para que los clientes occidentales no se ofendan por mi presencia. También me gustaría tener un coche -podríamos comprar un Plymouth de cuatro puertas, de segunda mano, por quinientos dólares-, pero para eso todavía hemos de ahorrar mucho.

Entretanto, vamos a los cines de Broadway. Aunque paguemos las entradas más caras, tenemos que sentarnos en el gallinero. Pero no nos importa, porque las películas nos levantan la moral. Aplaudimos al ver a May interpretando a una perdida que le pide perdón a una misionera, o a Joy interpretando a una niña huérfana que Clark Gable sube a un sampán. Cuando veo el hermoso rostro de mi hija en la pantalla, me avergüenzo de mi oscuro cutis. Voy a la farmacia y adquiero una crema facial con perlas molidas, con la esperanza de que mi semblante se vuelva tan claro como debería ser el rostro de la madre de Joy.

En el tiempo que llevamos aquí, May y yo hemos pasado de ser dos chicas bonitas zarandeadas por el destino que buscaban una forma de escapar, a ser dos jóvenes esposas no completamente satisfechas con su suerte. Aunque ¿qué jóvenes esposas lo están? Sam y yo tenemos relaciones esposo-esposa, pero May y Vern también. Lo sé porque las paredes son muy finas y se oye todo. Hemos aceptado y nos hemos adaptado a lo que nos conviene, y hacemos todo lo posible por hallar placer donde podemos. En Nochevieja, nos arreglamos y vamos al Palomar Dance Hall, pero no nos dejan entrar porque somos chinas. Plantada en una esquina de la calle, miro hacia arriba y veo una luna llena, borrosa y desdibujada por las luces y los gases de los tubos de escape. Como escribió un poeta: «Hasta la luna más perfecta se tiñe de tristeza.»

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