Flor de Nieve y yo cumplimos quince años. Nuestro peinado representaba un fénix, símbolo de que pronto nos casaríamos. Trabajábamos con ahínco en la elaboración de nuestros ajuares. Hablábamos con voz queda. Caminábamos con gracia con nuestros lotos dorados. Dominábamos el nu shu y, cuando no estábamos juntas, nos escribíamos casi a diario. Ya teníamos la menstruación. Ayudábamos en la casa barriendo, recogiendo hortalizas del huerto, cocinando, lavando los platos y la ropa, tejiendo y cosiendo. Se nos consideraba mujeres, pero sin las responsabilidades de las mujeres casadas. Todavía gozábamos de libertad para visitarnos cuando queríamos y para pasar las horas en la habitación de arriba, donde cuchicheábamos y bordábamos con las cabezas muy juntas. Nos unía ese amor con que yo soñaba de pequeña.
Ese año, Flor de Nieve vino a pasar con nosotros la Fiesta de la Brisa, que se celebra durante la época más calurosa del año, cuando las reservas de la anterior cosecha se están agotando y todavía no se ha recogido la nueva. Las nueras, que son las mujeres de rango inferior de la casa, viajan a su hogar natal y pasan allí varios días o incluso semanas. Lo llamamos la Fiesta de la Brisa, pero en realidad son varios días en que las familias se libran de tener que alimentar a sus nueras.
Hermana Mayor acababa de instalarse definitivamente en la casa de su esposo. Estaba a punto de nacer su primer hijo y era allí donde le correspondía estar. Mi madre había ido a visitar a su familia y se había llevado a Hermano Segundo. Mi tía también había ido a su casa natal, y Luna Hermosa estaba con sus hermanas de juramento, en el mismo Puwei. La esposa de Hermano Mayor y su hija estaban «capturando la brisa» con su familia natal. Mi padre, mi tío y Hermano Mayor se las apañaban muy bien solos. De vez en cuando nos pedían a Flor de Nieve y a mí que les lleváramos té caliente, tabaco y rodajas de sandía, pero, aparte de eso, no teníamos gran cosa que hacer. Así pues, pasamos tres días y tres noches de la semana de la Fiesta de la Brisa solas en la habitación de arriba.
La primera noche, nos tumbamos juntas con los vendajes en los pies, las zapatillas de dormir, la ropa interior y los camisones. Pusimos la cama bajo la celosía, con la esperanza de «capturar la brisa», pero no corría ni pizca de aire y nos estábamos asando de calor. La luna pronto estaría llena. Su luz, que se colaba por la ventana, iluminaba nuestros rostros, bañados en sudor, y nos causaba mayor sensación de bochorno. La segunda noche, que fue aún más calurosa, Flor de Nieve propuso que nos quitáramos la camisa de dormir.
– Estamos solas -dijo-. Nadie se enterará.
Eso nos alivió un poco, pero aún teníamos calor.
La tercera noche que pasamos solas, la luna estaba llena y un resplandor azulado bañaba la habitación de arriba. Tras asegurarnos de que los hombres dormían, nos quitamos la ropa, incluso la interior. Sólo nos dejamos puestos los vendajes y las zapatillas de dormir. El aire nos acariciaba la piel, pero no era una brisa fresca y seguimos con tanto calor como si estuviéramos completamente vestidas.
– Con esto no basta -dijo Flor de Nieve, como si me hubiera leído el pensamiento.
Se incorporó y cogió nuestro abanico. Lo abrió despacio y empezó a abanicarme. Pese a que el aire estaba caliente, me proporcionaba una sensación muy placentera. Sin embargo, Flor de Nieve frunció el entrecejo. Cerró el abanico y lo dejó.
Entonces escudriñó mi rostro un instante, y luego dejó que su mirada descendiera por mi cuello y mis pechos hasta posarse en mi vientre. No me avergonzó que me mirara de ese modo, porque era mi laotong, mi alma gemela. No había nada de que avergonzarse.
Levanté la cabeza y vi que se llevaba el índice a los labios, entre los que asomó la punta de su lengua, rosada y brillante a la luz de la luna llena. Con un gesto delicadísimo deslizó la yema del dedo por la húmeda superficie. Luego llevó el dedo hasta mi vientre. Trazó una línea hacia la izquierda, después otra en la dirección opuesta, y a continuación dibujó algo parecido a dos cruces. El frío de la saliva me puso carne de gallina. Cerré los ojos y dejé que esa sensación se extendiera por mi cuerpo, hasta que de pronto la humedad desapareció. Cuando abrí los ojos, Flor de Nieve me miraba fijamente.
– ¿Qué? -No esperó a que yo contestara-. Es un carácter -explicó-. A ver si sabes cuál.
Entonces comprendí qué había hecho. Había escrito un carácter de nu shu en mi vientre. Llevábamos años haciendo algo parecido: trazábamos caracteres en el suelo con un palo, o nos los dibujábamos la una a la otra con el dedo en la palma de la mano o en la espalda.
– Lo haré otra vez -dijo-, pero presta atención.
Volvió a lamerse el dedo con un fluido movimiento y, cuando rozó de nuevo mi piel, no pude evitar cerrar los ojos. Noté como si mi cuerpo se volviera más pesado y me faltara el aliento. Un trazo hacia la izquierda que formaba una media luna, otra media luna debajo, mirando hacia el otro lado, dos trazos a la derecha para crear la primera cruz, y otros dos a la izquierda para dibujar la segunda. Una vez más, mantuve los párpados cerrados hasta que dejé de sentir aquel frescor pasajero. Cuando los abrí, Flor de Nieve me observaba con curiosidad.
– Cama -dije.
– Muy bien -susurró-. Cierra los ojos. Voy a escribir otro.
Esta vez lo escribió más apretujado y más pequeño, justo al lado del hueso derecho de mi cadera. Lo reconocí de inmediato: era un verbo que significaba «iluminar».
Cuando lo dije, ella acercó su cara a la mía y me susurró al oído:
– Perfecto.
El siguiente carácter se arremolinó en mi vientre, junto al otro hueso de la cadera.
– Luz de luna -dije, y abrí los ojos-. La luz de la luna ilumina mi cama.
Flor de Nieve sonrió al ver que había reconocido el primer verso del poema de la dinastía Tang que ella misma me había enseñado; entonces permutamos las posiciones. Tal como ella había hecho conmigo, me entretuve contemplando su cuerpo: la finura del cuello, sus pequeños senos, la lisa extensión de su vientre, tentadora como un pedazo de seda por bordar; los huesos de la cadera, que sobresalían angulosos; un triángulo idéntico al mío, y dos delgadas piernas que se estrechaban hasta desaparecer en las zapatillas de dormir de seda roja.
No olvidéis que yo todavía no me había casado. Aún no sabía nada acerca de la vida de los esposos. Más tarde comprendería que para una mujer no hay nada más íntimo que sus zapatillas de dormir y que para un hombre no hay nada más erótico que ver la blanca piel de una mujer desnuda realzada por el rojo intenso de esas zapatillas, pero os aseguro que esa noche mi mirada se detuvo en ellas. Eran las zapatillas de verano de Flor de Nieve, en las que mi laotong había bordado los Cinco Venenos: el ciempiés, el sapo, el escorpión, la serpiente y el lagarto. Ésos eran los símbolos tradicionales para contrarrestar los males del verano: el cólera, la peste, la fiebre tifoidea, la malaria y el tifus. Sus puntadas eran perfectas, y también era perfecto todo su cuerpo.
Me lamí el dedo y contemplé su blanca piel. Cuando le acaricié el vientre por encima del ombligo con el dedo húmedo, noté cómo ella inspiraba. Sus pechos ascendieron, su estómago se hundió y se le puso carne de gallina.
– Yo -dijo. Había acertado. Escribí el siguiente carácter debajo de su ombligo-. Creer -dijo. Entonces la imité y escribí junto al hueso derecho de su cadera-. Ligera. -A continuación junto al hueso izquierdo-: Nieve.
Ella conocía el poema, así que las palabras no tenían ningún misterio; la gracia consistía en las sensaciones que producía escribirlas y leerlas. Hasta ese momento yo había trazado los caracteres en los mismos sitios que ella; ahora tenía que encontrar otro lugar. Elegí ese punto blando donde se juntan las costillas encima del estómago, consciente de que era una zona sensible al tacto, al miedo, al amor. Flor de Nieve se estremeció al notar la yema de mi dedo cuando escribí «temprano».
Sólo faltaban dos palabras para terminar el verso. Yo sabía qué quería hacer, pero vacilé. Volví a deslizar la yema del dedo por la punta de la lengua. Entonces, envalentonada por el calor, la luz de la luna y el tacto de su piel, escribí con el dedo húmedo en uno de sus pechos. Flor de Nieve separó los labios y emitió un débil gemido. No dijo qué carácter era, y yo no se lo pedí. Antes de dibujar el último carácter del verso me tumbé de costado junto a ella para ver mejor cómo reaccionaba su piel. Me lamí el dedo, tracé el carácter y observé cómo su pezón se tensaba y fruncía. Nos quedamos inmóviles un momento. Después, sin abrir los ojos, Flor de Nieve susurró el verso completo: «Yo creo que es la ligera nevada de una mañana de principios de invierno.»
Mi laotong se puso de costado y me miró. Me tocó una mejilla con ternura, como hacía todas las noches desde que empezáramos a dormir juntas, años atrás. Su rostro resplandecía a la luz de la luna. Entonces deslizó la mano por mi cuello y por mi pecho hasta llegar a las caderas.
– Quedan dos versos -dijo.
Se incorporó y yo me tumbé boca arriba. Yo creía que nunca había soportado tanto calor como en las noches pasadas, pero entonces, desnuda a la luz de la luna, sentí arder en mi interior un fuego mucho más abrasador que cualquier castigo que los dioses pudieran imponernos con los ciclos de las estaciones.
Cuando comprendí dónde pensaba escribir Flor de Nieve el primer carácter, hice un esfuerzo y me concentré. Se había colocado a mis pies, los había levantado y apoyado sobre su regazo. Empezó a escribir en la cara interna del tobillo izquierdo, justo encima del borde de mi zapatilla de dormir roja. Cuando terminó, repitió la operación en el tobillo derecho. A continuación fue pasando de una extremidad a otra, escribiendo siempre justo por encima de los vendajes. Yo notaba un cosquilleo de placer en los pies, esas partes de mi cuerpo que me habían provocado tanto dolor y sufrimiento, y de los que recogía tanto orgullo y tanta belleza. Flor de Nieve y yo éramos almas gemelas desde hacía ocho años, pero nunca habíamos compartido una intimidad semejante. Éste fue el verso que escribió: «Miro hacia arriba y contemplo la luna llena en el cielo nocturno.»
Estaba deseando que mi laotong experimentara el mismo placer que yo acababa de sentir. Levanté sus lotos dorados y me los puse sobre los muslos. Elegí el sitio que había encontrado más exquisito: el hueco entre el hueso del tobillo y el tendón que arranca de allí y asciende por la parte de atrás de la pantorrilla. Escribí un carácter que puede significar «inclinarse», «doblegarse» o «postrarse». En el otro tobillo escribí la palabra «Yo».
Le solté los pies y escribí un carácter en la pantorrilla. Después elegí un punto en la cara interna del muslo izquierdo, un poco más arriba de la rodilla. Dibujé los dos últimos caracteres en la parte más alta de los muslos. Me incliné y me concentré en dibujarlos a la perfección. Soplé sobre los trazos, consciente de la sensación que con eso iba a causar, y observé cómo se agitaba el vello que crecía entre sus piernas.
Después recitamos juntas el poema entero:
La luz de la luna ilumina mi cama.
Yo creo que es la ligera nevada de una mañana de principios de invierno.
Miro hacia arriba y contemplo la luna llena en el cielo nocturno.
Me inclino. Echo de menos mi hogar.
Como es bien sabido, el poema habla de un funcionario que siente nostalgia de su hogar; pero aquella noche, y siempre a partir de entonces, yo creí que hablaba de nosotras. Flor de Nieve era mi hogar, y yo el suyo.
Al día siguiente regresó Luna Hermosa y nos pusimos a trabajar de nuevo. Hacía varios meses que nuestros respectivos suegros habían elegido la fecha de nuestras bodas, y ya habían hecho entrega de los primeros regalos a la familia de las novias: más carne de cerdo y dulces, así como cajas de madera para ir colocando todos los elementos de nuestro ajuar. Por último enviaron la tela, que era lo más importante.
Ya he explicado que mi madre y mi tía tejían para nuestra familia, y por aquel entonces Luna Hermosa y yo ya éramos también dos expertas tejedoras. Participábamos en un proceso artesanal: mi padre y mi tío cultivaban el algodón y las mujeres de la familia lo limpiaban; nuestra posición económica no nos permitía derrochar las materias primas, así que empleábamos con moderación la cera de abeja con que dibujábamos los estampados y los tintes con que teñíamos la tela de azul.
Aparte de con los tejidos que fabricábamos con nuestras propias manos, yo sólo podía comparar la tela nupcial que había recibido con la de las túnicas, los pantalones y los tocados de Flor de Nieve, confeccionados con hermosos tejidos y adornados con sofisticados dibujos para formar un elegante vestuario. De las prendas que llevaba Flor de Nieve en esa época, mi favorita era un traje de color añil. El complicado estampado y el corte de la túnica no podían compararse siquiera con los atuendos de las mujeres casadas de Puwei. Sin embargo, Flor de Nieve lo llevó con toda naturalidad hasta que empezó a desteñirse y deshilacharse. Lo que intento decir es que yo me inspiraba en la tela y su corte. Quería hacerme ropa de diario que no desentonara en Tongkou.
El algodón que enviaron mis suegros en concepto de pago por la novia cambió por completo mi forma de pensar. Era suave, sin semillas, con elaborados dibujos, y estaba teñido con el añil intenso que tanto apreciaba el pueblo yao. Al recibir ese regalo comprendí que todavía me quedaba mucho por aprender y hacer. Con todo, esa tela de algodón no era nada comparada con las sedas que me mandaron más tarde, de excelente calidad y perfectamente teñidas. Rojo para la boda, pero también para los aniversarios, las celebraciones de Año Nuevo y otras fiestas. Morado y verde, apropiados para una joven esposa. Un gris azulado como el cielo antes de una tormenta y un verde azulado como el estanque del pueblo en verano para mis años de madurez y, por último, de viudedad. Negro y azul oscuro para los hombres de mi nueva familia. Había sedas sencillas y otras cuya trama dibujaba signos de la doble felicidad, peonías o nubes.
No podía disponer a mi antojo de esos rollos de seda y algodón que me habían enviado mis suegros. Tenía que emplearlos para preparar mi ajuar, igual que Luna Hermosa y Flor de Nieve tenían que utilizar sus regalos para preparar los suyos. Debíamos confeccionar suficientes colchas, fundas de almohada, zapatos y prendas de vestir para toda una vida, pues las mujeres yao creen que no deben aceptar nada de su familia política. ¡Ay, las colchas! Voy a hablaros de las colchas. Su confección resulta aburrida y agotadora. Sin embargo, existe la creencia de que cuantas más aporte una mujer al hogar de sus suegros, más hijos varones engendrará; por eso hacíamos el mayor número posible.
En cambio, nos encantaba hacer zapatos. Confeccionábamos zapatos para nuestros maridos, nuestras suegras, nuestros suegros y cualquier otra persona que viviera en nuestro nuevo hogar, incluidos hermanos, hermanas, cuñadas y niños. (Yo tuve suerte, porque mi esposo era el primogénito de la familia y sólo tenía tres hermanos más jóvenes. Los zapatos de los hombres eran muy sencillos y no daban ningún trabajo. Luna Hermosa, en cambio, tenía que soportar una carga mucho más pesada. En su nuevo hogar vivían el hijo, sus padres, cinco hermanas, una tía, un tío y sus tres hijos.) Además teníamos que hacer dieciséis pares para nosotras: cuatro pares para cada una de las cuatro estaciones. De todas nuestras labores, los zapatos serían los más examinados, pero eso no nos preocupaba, porque poníamos muchísimo cuidado en la confección de cada par, desde la suela hasta la última puntada del bordado. Los zapatos nos permitían demostrar nuestras habilidades técnicas y artísticas, y además transmitían un mensaje alegre y optimista. En nuestro dialecto, la palabra «zapato» se pronuncia igual que la palabra «niño». Igual que con las colchas, se suponía que cuantos más hiciéramos, más hijos tendríamos. La diferencia es que su confección requiere delicadeza, mientras que coser colchas es una dura tarea. Como las tres niñas trabajábamos juntas, competíamos de forma amistosa para crear los diseños más espléndidos en la parte exterior de cada par de zapatos, y para que el interior fuera sólido y resistente.
Nuestras futuras familias nos habían enviado patrones de sus pies. No conocíamos a nuestros esposos y, por lo tanto, ignorábamos si eran altos o tenían la cara picada de viruela, pero sí sabíamos qué tamaño tenían sus pies. Eramos jóvenes (y románticas, como todas las niñas a esa edad) e imaginábamos toda clase de cosas acerca de nuestros esposos a partir de esos patrones. Algunas resultaron ciertas, pero la mayoría no.
Con ayuda de los patrones, cortábamos trozos de tela de algodón y los pegábamos formando tres capas. Cuando habíamos hecho varias suelas, las dejábamos secar en el alféizar de la ventana. Durante la semana de la Fiesta de la Brisa se secaban muy deprisa. Una vez secas, cogíamos esas piezas de varias capas, juntábamos tres y las cosíamos para confeccionar una suela gruesa y fuerte. Muchas mujeres las cosen con puntadas sencillas que recuerdan a las semillas de arroz, pero nosotras queríamos impresionar a nuestras nuevas familias, así que las cosíamos creando diferentes dibujos: una mariposa con las alas desplegadas para los zapatos del esposo, un crisantemo en flor para los de la suegra, un grillo en una rama para los del suegro. ¡Y todo ese trabajo sólo para las suelas! Pensad que para nosotras esos zapatos eran mensajes destinados a nuestra futura familia, que esperábamos nos acogiera bien cuando llegara el momento.
Como ya he dicho, aquel año hizo un calor insoportable durante la Fiesta de la Brisa, que duraba una semana, y en la habitación de arriba nos asfixiábamos. Abajo se estaba un poquito mejor. Bebíamos té con la esperanza de refrescarnos, pero sufríamos aunque lleváramos puestas nuestras túnicas de verano y nuestros pantalones más ligeros. Para aliviarnos evocábamos sensaciones refrescantes. Yo hablaba de cuánto me gustaba sumergir los pies en el río. Luna Hermosa recordaba sus carreras por los campos, a finales de otoño, cuando el aire frío te cortaba las mejillas. Flor de Nieve nos contó que en una ocasión había viajado al norte con su padre y había sentido el gélido viento que llegaba de Mongolia. Pero nada de eso nos confortaba. Era un tormento.
Mi padre y mi tío se compadecían de nosotras. Sabían mejor que nadie lo cruel que era aquel calor, pues trabajaban todos los días bajo un sol abrasador. Pero éramos pobres. No teníamos un patio interior donde pasar las horas, ni una parcela adonde pudieran llevarnos los porteadores para estar a la sombra de un árbol, ni ningún otro sitio donde estar al abrigo de las miradas de los desconocidos. Así pues, mi padre cogió tela de mi madre y, con la ayuda de mi tío, levantó una suerte de pabellón en la fachada norte de la casa. Pusieron unas colchas de invierno en el suelo para que nos sentáramos.
– Los hombres pasan todo el día en el campo, de modo que no os verán -dijo mi padre-. Hasta que cambie el tiempo, podéis trabajar aquí. Pero no se lo digáis a vuestras madres.
Luna Hermosa estaba acostumbrada a ir a pie a casa de sus hermanas de juramento para hacer sus labores con ellas, pero yo no salía a las calles de Puwei desde mi primera infancia. Sí, había cruzado el umbral para subir al palanquín de la señora Wang y recogido hortalizas en el huerto, pero, aparte de eso, sólo me permitían mirar por la celosía y ver desde allí el callejón que discurría junto a nuestro hogar. Hacía mucho tiempo que no participaba en la vida del pueblo.
Así pues, nos sentimos muy felices en aquel pabellón; el calor seguía, pero estábamos cómodas y distendidas. Sentadas a la sombra «capturando la brisa», bordábamos zapatos o les dábamos los últimos retoques. Luna Hermosa confeccionaba con esmero sus zapatillas de boda de seda roja, en las que hacía brotar flores de loto rosadas y blancas, que simbolizaban su pureza y fertilidad. Flor de Nieve acababa de terminar un par de zapatos de seda azul celeste con nubes bordadas para su suegra; reposaban a nuestro lado, en la colcha, minúsculos y elegantes, y eran un discreto recordatorio de la calidad que debían tener todos nuestros proyectos. Verlos me producía una gran alegría, pues me recordaban la túnica que Flor de Nieve llevaba el día que nos conocimos. Pero los sentimientos nostálgicos no parecían interesar a mi alma gemela, que se había puesto a trabajar en otro par de zapatos de seda morada con reborde blanco. Los caracteres que representaban las palabras «morado» y «blanco», escritos uno al lado del otro, significaban «muchos hijos». Flor de Nieve solía inspirarse en el cielo para elegir los adornos de sus bordados, y en ese par, que era para ella, había pájaros y otras criaturas voladoras. Yo estaba terminando unos zapatos para mi suegra. Sus pies eran un poco más grandes que los míos, y me enorgullecía pensar que, a juzgar por el tamaño de los míos, ella tendría que considerarme digna de su hijo. Todavía no la conocía, de modo que ignoraba sus preferencias, pero con el calor que hacía aquellos días yo sólo pensaba en cosas refrescantes. Mi dibujo, que cubría todo el zapato, representaba un paisaje con mujeres descansando bajo los sauces junto a un arroyo. La escena era una fantasía, pero también lo eran las aves míticas que adornaban los zapatos de Flor de Nieve.
Formábamos un bonito cuadro sentadas en aquellas colchas, con las piernas dobladas bajo el cuerpo: tres alegres doncellas destinadas a buenas familias, trabajando en la elaboración de sus ajuares y haciendo gala de excelentes modales cuando alguna vecina las visitaba. Los niños se paraban a hablar con nosotras cuando salían a recoger leña o llevaban al río el carabao de su familia. Las niñas encargadas de vigilar a sus hermanos pequeños nos dejaban cogerlos en brazos. Imaginábamos cómo sería cuidar de nuestros propios hijos. Las ancianas viudas, cuya reputación no peligraba, venían a vernos para chismorrear, examinar nuestros bordados y admirar la palidez de nuestro cutis.
El quinto día nos visitó la señora Gao. Acababa de regresar del poblado de Getan, donde estaba negociando una unión. Había aprovechado el viaje para entregar a Hermana Mayor unas cartas que le habíamos escrito y para recoger la que ella nos enviaba. No sentíamos el menor afecto por la señora Gao, pero nos habían enseñado a respetar a nuestros mayores. Le ofrecimos té, pero rehusó. Como a nosotras no podía sacarnos dinero, me entregó la carta y volvió a subir al palanquín. Esperamos a que hubiera doblado la esquina y entonces cogí mi aguja de bordar para rasgar el sello de pasta de arroz. Debido a lo que ocurrió más tarde ese mismo día, y a que Hermana Mayor usaba muchas frases formularias del nu shu, creo que puedo reconstruir el texto de aquella carta:
Familia:
Hoy cojo un pincel y mi corazón vuela hasta mi hogar.
Escribo a mi familia: saludos a mis queridos padres, a mi tía y a mi tío.
Cuando pienso en el pasado, no puedo reprimir las lágrimas.
Todavía me entristece haber dejado mi hogar.
Mi hijo está a punto de nacer y paso mucho calor.
Mis suegros son despreciables.
Hago todas las labores domésticas.
Con este calor no se puede vivir.
Hermana, prima, cuidad de nuestros padres.
La única esperanza de las mujeres es que nuestros padres vivan muchos años.
Así siempre tendremos un lugar al que regresar y donde pasar las fiestas.
En nuestra casa natal siempre habrá gente que nos quiere.
Por favor, sed buenas con nuestros padres.
Vuestra hija, hermana y prima
Cuando acabé de leerla, cerré los ojos y pensé: «Qué triste está Hermana Mayor y qué contenta estoy yo.» Me alegraba de que siguiéramos la costumbre de no instalarnos en la casa de nuestro esposo hasta poco antes del nacimiento de nuestro primer hijo. Todavía faltaban dos años para mi boda y tres, seguramente, para que me fuera a vivir con mis suegros.
Una especie de sollozo interrumpió mis pensamientos. Abrí los ojos y miré a Flor de Nieve, que con expresión de desconcierto miraba fijamente hacia su derecha. Me volví hacia Luna Hermosa, que se frotaba el cuello, al tiempo que aspiraba grandes bocanadas de aire.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
Luna Hermosa respiraba con dificultad, produciendo un angustioso sonido -«uuuu, uuuu, uuuu»- que jamás olvidaré.
Me miró con sus preciosos ojos. Dejó de frotarse con la mano y se apretó el cuello. No hizo ademán de levantarse; continuaba sentada con las piernas dobladas debajo del cuerpo. Seguía pareciendo una muchacha sentada a la sombra en una tarde calurosa, con la labor en el regazo, pero yo me percaté de que el cuello empezaba a hinchársele.
– Ve a pedir ayuda, Flor de Nieve -la apremié-. Busca a mi padre, busca a mi tío. ¡Deprisa!
Con el rabillo del ojo vi cómo Flor de Nieve intentaba correr con sus diminutos pies. Su voz, que no estaba acostumbrada a que la forzaran, sonó temblorosa y chillona cuando exclamó:
– ¡Socorro! ¡Socorro!
Me arrastré por la colcha hasta Luna Hermosa y vi que una abeja agonizaba sobre su labor. El aguijón debía de haberse quedado clavado en el cuello de mi prima. Le cogí una mano. Ella abrió la boca y vi que tenía la lengua hinchada.
– ¿Qué puedo hacer? -pregunté-. ¿Quieres que intente extraer el aguijón?
Ambas sabíamos que era demasiado tarde para eso.
– ¿Quieres agua? -pregunté.
Luna Hermosa no podía contestar. Respiraba sólo por la nariz y cada vez le costaba más inspirar.
Oí a Flor de Nieve gritar por el pueblo:
– ¡Padre! ¡Tío! ¡Hermano Mayor! ¡Que alguien nos ayude!
Los niños que solían visitarnos acudieron con presteza y se reunieron alrededor de nuestra colcha, observando boquiabiertos cómo a Luna Hermosa se le hinchaban el cuello, la lengua, los párpados y las manos. Su piel pasó de la palidez de la luna que evocaba su nombre al rosa, el rojo, el morado y el azul. Parecía un personaje de una historia de fantasmas. Llegaron algunas viudas de Puwei y al ver a mi prima menearon la cabeza, compungidas.
Luna Hermosa me miró a los ojos. Se le había hinchado tanto la mano que yo le sujetaba que sus dedos parecían salchichas sobre mi palma; la piel estaba tan tensa y brillante que parecía a punto de desgarrarse. Apreté contra mi pecho su monstruosa mano.
– Escúchame, Luna Hermosa -supliqué-. Tu padre vendrá enseguida. Espéralo. Él te quiere mucho. Todos te queremos, Luna Hermosa. ¿Me oyes?
Las ancianas rompieron a llorar. Los niños se abrazaban unos a otros. La vida en nuestro pueblo era difícil. ¿Quién no había visto morir a alguien? Pero no era habitual ver tanto valor, tanta serenidad, tanta nobleza en los últimos momentos.
– Has sido una buena prima -proseguí-. Siempre te he querido. Siempre te querré.
Luna Hermosa volvió a tomar aliento, y esta vez su respiración sonó como el lento chirrido de una bisagra. Ya apenas entraba aire en sus pulmones.
– Luna Hermosa, Luna Hermosa…
Cesó el espeluznante sonido. Los ojos de mi prima no eran más que dos estrechas rendijas en un rostro brutalmente crispado, pero ella no dejaba de mirarme, consciente de lo que ocurría. Había oído cuanto yo le había dicho. En sus últimos momentos, cuando ya no entraba ni salía aire de sus pulmones, sentí que Luna Hermosa me transmitía muchos mensajes. «Dile a mi madre que la quiero», «Dile a mi padre que lo quiero», «Diles a tus padres que les agradezco todo cuanto han hecho por mí», «No dejes que sufran por mí». Entonces inclinó la cabeza.
Nadie se movió. Todo se quedó tan inmóvil como el paisaje que yo había bordado en mis zapatos. Sólo los sollozos y los gemidos indicaban que estaba ocurriendo una desgracia.
Mi tío entró corriendo en el callejón y se abrió paso a empujones entre la gente hasta llegar a donde estábamos sentadas Luna Hermosa y yo. Mi prima parecía tan serena que mi tío abrigó esperanzas, pero mi rostro y el de los que nos rodeaban lo desengañaron. Entonces soltó un grito desgarrador y cayó de rodillas. Y al ver cuan distorsionada tenía la cara, soltó un aullido estremecedor. Los niños más pequeños huyeron, asustados. Mi tío sudaba porque venía de trabajar en los campos y por la carrera hasta la casa, y yo percibía su olor corporal. Las lágrimas le resbalaban por la nariz, las mejillas y la barbilla y desaparecían en su sudada túnica.
Entonces llegó mi padre, que se arrodilló junto a su hermano. Unos segundos más tarde, Hermano Mayor se abrió paso entre la muchedumbre, jadeando. Llevaba a Flor de Nieve a cuestas.
Mi tío empezó a hablar a su hija.
– Despierta, pequeña. Despierta. Voy a buscar a tu madre. Ella te necesita. Despierta. Despierta.
Mi padre lo agarró por el brazo y dijo:
– Es inútil.
La postura en que se había sentado mi tío era muy parecida a la de Luna Hermosa: la cabeza inclinada, las piernas dobladas debajo del cuerpo, las manos sobre el regazo; todo era igual, salvo las lágrimas que derramaban sus ojos y el implacable dolor que hacía estremecer su cuerpo.
Mi padre preguntó:
– ¿Quieres cogerla tú o prefieres que lo haga yo?
Mi tío negó con la cabeza. Sin pronunciar palabra, sacó una pierna de debajo del cuerpo y plantó el pie en el suelo para incorporarse; a continuación levantó a Luna Hermosa y la llevó a la casa. Los demás estábamos tan conmocionados que apenas podíamos pensar. Sólo Flor de Nieve reaccionó; se encaminó presurosa hacia la mesa de la sala principal y retiró las tazas de té que habíamos puesto para cuando los hombres regresaran del campo. Mi tío tendió sobre ella a Luna Hermosa y entonces los demás pudieron ver los estragos que el veneno de la abeja había hecho en el rostro y el cuerpo de mi prima. Yo no paraba de pensar: «Sólo han sido cinco minutos.»
Flor de Nieve tomó de nuevo las riendas y dijo:
– Perdonad, pero tenéis que ir a buscar a los otros.
Cuando mi tío comprendió que eso significaba que había que decir a mi tía que Luna Hermosa había muerto, sus sollozos arreciaron. Yo no quería ni pensar en mi tía. Luna Hermosa siempre había sido su única fuente de verdadera felicidad. Estaba tan conmocionada por lo que le había pasado a mi prima que todavía no había tenido ocasión de sentir nada. De pronto noté que las fuerzas me abandonaban y las lágrimas anegaban mis ojos. Flor de Nieve me rodeó con un brazo y me guió hasta una silla, sin dejar de dar instrucciones.
– Hermano Mayor, ve corriendo al pueblo natal de tu tía -ordenó-. Tengo unas monedas. Utilízalas para alquilar un palanquín para ella. Luego ve al pueblo natal de tu madre y dile que venga. Tendrás que traerla a cuestas, como has hecho conmigo. Quizá Hermano Segundo pueda ayudarte. Date prisa. Tu tía la necesitará.
Los demás aguardamos. Mi tío se sentó en un taburete junto a la mesa y lloró a mares sobre la túnica de Luna Hermosa, de modo que las manchas se extendían por la tela como nubes de lluvia. Padre intentaba consolarlo, pero era inútil; nada podía consolarlo. Quien diga que los yao no quieren a sus hijas miente. Es verdad que carecemos de valor. Es verdad que nos crían con el único propósito de entregarnos a otra familia. Sin embargo, muchas veces nos aman y nos cuidan, pese a que nuestras familias natales se esfuercen por no encariñarse con nosotras. Si no, ¿por qué encontramos tan a menudo frases como «Yo era una perla en la palma de la mano de mi padre» en nuestra escritura secreta? Puede que los padres intentemos no encariñarnos en exceso con nuestras hijas. Yo intenté no encariñarme con la mía, pero fue en vano. Ella mamaba de mis pechos como habían hecho mis hijos varones, lloraba en mis brazos, y me honró convirtiéndose en una mujer buena e inteligente que dominaba el nu shu. Mi tío había perdido para siempre a su perla.
Observando el rostro de Luna Hermosa recordé cuánto nos habíamos querido. Nos habían vendado los pies al mismo tiempo. Nos habían encontrado esposo en el mismo pueblo. Nuestras vidas estaban felizmente entretejidas, y ahora nos separábamos para siempre.
Flor de Nieve iba de un lado para otro. Preparó té, pero nadie lo bebió. Recorrió toda la casa en busca de prendas blancas de luto y nos las entregó. Se quedó junto a la puerta para recibir a la gente que se había enterado de la noticia. La señora Wang llegó en su palanquín y Flor de Nieve la hizo entrar. Yo pensé que la casamentera se lamentaría por haber perdido sus honorarios, pero lo que hizo fue preguntar cómo podía ayudarnos. El futuro de Luna Hermosa había estado en sus manos y se sentía obligada a asistirla en su último viaje. Cuando vio el rostro deformado de Luna Hermosa y sus monstruosos y escalofriantes dedos, se tapó la boca con una mano. Hacía mucho calor y en la casa no había ningún lugar fresco donde poner a mi prima. El cadáver no tardaría en empezar a corromperse.
– ¿Cuándo llegará su madre? -preguntó la señora Wang.
Nadie lo sabía.
– Flor de Nieve, tápale la cara con muselina y vístela con las prendas de la eternidad. Deprisa. No conviene que una madre vea a su hija en este estado. -Flor de Nieve se dispuso a subir por la escalera, pero la señora Wang la retuvo por la manga-. Iré a Tongkou y te traeré la ropa de luto. No salgas de esta casa hasta que yo te lo diga. -La soltó, echó un último vistazo a Luna Hermosa y luego se marchó.
Cuando mi tía llegó, mi padre, mi tío, mis hermanos y yo nos habíamos puesto unas sencillas prendas de arpillera. Habíamos envuelto a mi prima de la cabeza a los pies con muselina y a continuación la habíamos vestido para su viaje al más allá. Aquel día se derramaron muchas lágrimas en mi casa, pero a mi tía no la vimos llorar. Entró oscilando sobre sus lotos dorados y fue derecha hacia el cadáver de su hija. Le alisó la ropa y le puso una mano sobre el corazón. Se quedó así durante horas.
Mi tía cumplió a rajatabla todos los ritos del funeral. Fue al entierro de rodillas. Quemó billetes y ropa junto a la tumba para que Luna Hermosa los empleara en el más allá. Reunió todos los textos que mi prima había escrito en nu shu y también los quemó. Después construyó un pequeño altar en nuestra casa y todos los días hacía ofrendas en él. No lloraba delante de nosotros, pero nunca olvidaré los sonidos que invadían la casa por la noche, cuando mi tía se acostaba. Sus lamentos surgían de lo más profundo de su alma. Los demás no podíamos dormir. No podíamos consolarla. Mis hermanos y yo intentábamos no hacer ningún ruido, volvernos invisibles, pues sabíamos que para ella nuestras voces y caras sólo eran amargos recordatorios de lo que acababa de perder. Por la mañana, cuando los hombres se marchaban al campo, mi tía se retiraba a su habitación y no salía de allí. Se tumbaba de costado, de cara a la pared, y se negaba a comer otra cosa que no fuera el cuenco de arroz que mi madre le llevaba; pasaba el día en silencio hasta que caía la noche, y entonces iniciaba de nuevo aquel espeluznante lamento.
Todo el mundo sabe que, cuando alguien fallece, una parte de su espíritu desciende al más allá y otra parte permanece con la familia; según otra creencia, el espíritu de una muchacha muerta antes de casarse persigue a sus amigas solteras, no para asustarlas sino para llevárselas al más allá, donde le harán compañía. Todas las noches, la infelicidad de Luna Hermosa llegaba hasta nosotras a través de los sobrenaturales lamentos de mi tía, y Flor de Nieve y yo sabíamos que corríamos peligro.
A Flor de Nieve se le ocurrió una idea. «Hemos de construir una torre de flores», dijo una mañana. Una torre de flores era justo lo que necesitábamos para apaciguar al espíritu de Luna Hermosa. Así tendría un sitio donde refugiarse y distraerse. Si ella era feliz, Flor de Nieve y yo estaríamos protegidas.
Las familias ricas acuden a un constructor de torres de flores profesional, pero Flor de Nieve y yo decidimos levantarla con nuestras manos. Diseñamos una pagoda de siete plantas. Pusimos un par de perros foo en la entrada. En las paredes interiores pintamos poemas con nuestra escritura secreta. Construimos un piso para bailar y otro para flotar. En el techo de un dormitorio pintamos estrellas y la luna. En otro piso hicimos una habitación de las mujeres, con celosías confeccionadas con ornados recortes de papel que permitían mirar en todas direcciones. Fabricamos una mesa sobre la que pusimos muestras de nuestros hilos favoritos, tinta, papel y un pincel, para que Luna Hermosa bordara o escribiera en nu shu a sus nuevas amigas fantasmas. Hicimos criados y bufones con papel de colores y los repartimos por la torre para que en todos los pisos hubiera compañía, distracción y diversiones. Cuando no estábamos trabajando en la torre de flores, componíamos un lamento que cantaríamos para tranquilizar a mi prima. Si la torre de flores era para que Luna Hermosa la disfrutara toda la eternidad, nuestras palabras serían una despedida definitiva del mundo de los vivos.
El día que por fin cambió el tiempo, pedimos permiso para ir a la tumba de Luna Hermosa. No había que andar mucho; Flor de Nieve había tenido que caminar mucho más para llegar a los campos y avisar a mi padre y mi tío cuando murió Luna Hermosa. Nos sentamos junto al túmulo y, al cabo de unos minutos, Flor de Nieve quemó la torre de flores. La vimos arder, imaginando que viajaba hasta el más allá y que Luna Hermosa se paseaba encantada por sus habitaciones. Luego saqué el papel donde habíamos escrito a Luna Hermosa en nuestra escritura secreta y empezamos a cantar:
Luna Hermosa, esperamos que encuentres la paz en tu torre de flores.
Esperamos que nos olvides, pero nosotras nunca te olvidaremos.
Te honraremos. Limpiaremos tu tumba el día de la Fiesta de Primavera.
No dejes que tus pensamientos se desboquen.
Vive en tu torre de flores y sé feliz.
Regresamos a casa y subimos a la habitación de las mujeres. Nos sentamos juntas y escribimos por turnos el lamento en los pliegues de nuestro abanico. Cuando hubimos terminado, añadí a la guirnalda del borde superior una media luna, delgada y discreta como Luna Hermosa.
La torre de flores nos protegía y aplacaba al inquieto fantasma de Luna Hermosa, pero no ayudaba a mis inconsolables tíos. Había que resignarse. Estábamos a merced de poderosos elementos y no podíamos hacer nada para adivinar nuestro destino. Eso se explica mediante el yin y el yang: hay hombres y mujeres, oscuridad y luz, pena y felicidad; todas esas cosas crean un equilibrio. Vivimos un momento de máxima felicidad, como nos ocurrió a Flor de Nieve y a mí al principio de la Fiesta de la Brisa, y de pronto se produce una desgracia como la muerte de Luna Hermosa. Mis tíos, que hasta entonces habían sido felices, se convirtieron de la noche a la mañana en dos desdichados sin descendientes ni motivación en la vida; cuando muriera mi padre, tendrían que confiar en la bondad de Hermano Mayor para que se ocupara de ellos y no los echara de la casa. Mi familia no era muy pudiente y había demasiadas bodas en perspectiva… Eso alteraba el equilibrio del universo, de modo que los dioses lo restablecieron matando a una niña de buen corazón. No hay vida sin muerte. Ése es el verdadero significado del yin y el yang.
Dos años después de la muerte de Luna Hermosa, empecé a peinarme el cabello -que llevaba recogido desde los quince años- al estilo del dragón, como corresponde a una joven que está a punto de contraer matrimonio. Mis suegros enviaron más telas, dinero para que pudiera tener mi propio monedero y joyas (pendientes, anillos, collares) de plata y jade. Además regalaron a mis padres treinta paquetes de arroz glutinoso -suficiente para alimentar a la familia y los amigos que nos visitarían esos días- y una pieza de magro de cerdo, que mi padre cortó y mis hermanos repartieron entre los vecinos de Puwei para hacerles saber que había empezado oficialmente la celebración de la boda, que duraría un mes. Pero lo que más sorprendió y complació a mi padre -y lo que demostró que el sacrificio que mi familia había hecho por mí había valido la pena- fue la llegada de otro carabao. Con ese solo regalo mi padre se convirtió en uno de los tres hombres más prósperos de nuestro pueblo.
Flor de Nieve vino a pasar con nosotros todo el mes del rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Durante esas cuatro últimas semanas, mientras yo terminaba mi ajuar, me ayudó en todo y estrechamos aún más los lazos que nos unían. Ambas teníamos ideas descabelladas acerca de lo que sería el matrimonio, pero creíamos que nada podría compararse con el placer que sentíamos cuando nos abrazábamos: el calor de nuestros cuerpos, la suavidad y el delicado perfume de nuestra piel. Nada podría cambiar el amor que nos profesábamos y no cabía ninguna duda de que en el futuro tendríamos cada vez más cosas que compartir.
Para nosotras el rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba señalaba el principio de un compromiso aún más profundo entre las dos. Tras diez años de amistad, nuestra relación estaba a punto de entrar en una fase nueva y mucho más profunda. Al cabo de dos o tres años, cuando me instalara definitivamente en la casa de mi esposo y Flor de Nieve se marchara al hogar de su esposo en Jintian, nos visitaríamos con frecuencia. Estábamos seguras de que nuestros maridos, que eran hombres adinerados y distinguidos, alquilarían palanquines con ese propósito.
Como yo no tenía hermanas de juramento que me acompañaran durante esas celebraciones, mi madre, mi tía, mi cuñada, Hermana Mayor -que había venido a casa porque volvía a estar embarazada- y unas cuantas muchachas solteras de Puwei subían a la habitación para celebrar mi buena suerte. La señora Wang también acudía de vez en cuando. En ocasiones contábamos nuestras historias favoritas, o una elegía una canción que todas cantábamos a coro. Otras veces cantábamos la historia de nuestra propia vida. Mi madre, que estaba satisfecha con su destino, nos contó «El cuento de la Niña Flor», y mi tía, que todavía estaba de luto, nos hizo llorar a todas entonando un triste canto fúnebre.
Una tarde, mientras yo bordaba el cinturón con que me ceñiría el traje de boda, la señora Wang vino a distraernos con «La historia de la esposa Wang». Se sentó en un taburete al lado de Flor de Nieve, que estaba muy concentrada componiendo mi libro del tercer día y buscando las palabras idóneas para hablarles de mí a mis suegros, y empezaron a decirse cosas al oído. De vez en cuando yo oía a Flor de Nieve decir «Sí, tiíta» o «No, tiíta». Siempre se había mostrado muy cariñosa con la casamentera y yo había intentado seguir su ejemplo con relativo éxito.
Cuando la señora Wang vio que todas estábamos esperando, removió el trasero sobre el taburete para ponerse cómoda y empezó su relato.
– Erase una vez una mujer piadosa con muy pocas perspectivas. -En los últimos años la señora Wang había engordado mucho, y por eso tanto sus relatos como sus movimientos eran más lentos-. Su familia la casó con un carnicero. No podía haber otra unión más baja tratándose de una mujer de creencias budistas. Pese a ser muy piadosa, era ante todo mujer, y tuvo hijos e hijas. Sin embargo, la esposa Wang no comía pescado ni carne. Todos los días recitaba sutras durante horas, sobre todo el sutra del diamante. Cuando no recitaba, suplicaba a su esposo que no matara más animales. Lo prevenía del mal karma que arrastraría en su siguiente vida si continuaba desempeñando aquel oficio.
La casamentera puso una mano sobre el muslo de Flor de Nieve en un gesto de consuelo. A mí me habría molestado sentir la mano de la anciana en mi pierna, pero Flor de Nieve no la apartó.
– El esposo Wang le decía (y algunos creerán que con razón) que los hombres de su familia eran carniceros desde hacía innumerables generaciones -prosiguió-. «Sigue recitando el sutra del diamante», le decía. «En tu próxima vida recibirás tu recompensa. Yo seguiré matando animales. Compraré tierras en esta vida y dejaré que me castiguen en la próxima.»
La esposa Wang sabía que estaba condenada por haberse acostado con su esposo, pero, cuando él puso a prueba sus conocimientos del sutra del diamante y descubrió que lo recitaba sin saltarse ni una palabra, le dio una habitación para ella sola a fin de que pudiera ser casta el resto de su vida de casada.
– Entretanto -continuó la señora Wang, cuya mano volvió a moverse hacia Flor de Nieve y se posó suavemente en su nuca-, el rey del más allá envió fantasmas para que vigilaran a las personas virtuosas. Espiaron a la esposa Wang y, tras convencerse de su pureza, la animaron a viajar al más allá para recitar el sutra del diamante. Ella sabía qué significaba eso: le estaban pidiendo que muriera. Les suplicó que no la obligaran a abandonar a sus hijos, pero los fantasmas no quisieron oír sus ruegos. La esposa Wang dijo a su marido que tomara otra esposa, y a sus hijos, que fueran buenos y obedecieran a su nueva madre. Y, tras pronunciar esas palabras, cayó al suelo, muerta.
»La esposa Wang padeció mucho antes de que la condujeran ante el rey del más allá. Él, que había comprobado su virtud y devoción observando cómo soportaba todas sus tribulaciones, le pidió, al igual que había hecho el marido de la esposa Wang, que recitara el sutra del diamante. Ella se dejó nueve palabras, pero el rey del más allá quedó tan satisfecho con sus esfuerzos (los que había hecho tanto en vida como después de muerta) que la recompensó permitiéndole regresar al mundo de los vivos convertida en recién nacido. Esa vez, la esposa Wang nació como varón en la casa de un erudito funcionario, pero llevaba escrito su verdadero nombre en la planta del pie.
»La esposa Wang había llevado una vida ejemplar, pero sólo había sido una mujer -nos recordó la casamentera-. Ahora que era un hombre, destacaba en todo cuanto hacía. Alcanzó el más alto rango entre los funcionarios imperiales, consiguió riquezas, honores y prestigio. No obstante, echaba de menos a su familia y ansiaba volver a ser una mujer. Al final el emperador le concedió audiencia; ella le contó su historia y le suplicó que la dejara regresar al pueblo natal de su esposo. Tal como había ocurrido con el rey del más allá, el valor y la virtud de la mujer conmovieron al emperador, que, sin embargo, vio algo más en ella: devoción filial. Le concedió una plaza de magistrado en el pueblo natal de su esposo. La esposa Wang llegó allí con sus lujosos ropajes de funcionario imperial. Cuando todos los habitantes salieron a rendirle pleitesía, dejó perpleja a la multitud quitándose los zapatos de varón y revelando su verdadero nombre. Dijo a su esposo, que ya era muy anciano, que quería volver a ser su esposa. El esposo Wang y sus hijos fueron a la tumba de la esposa Wang y la abrieron. El emperador de jade salió de ella y anunció que toda la familia Wang podía abandonar este mundo y alcanzar el nirvana, y eso fue lo que hicieron.
Pensé que la señora Wang había contado esa historia para hablarme de mi futuro. Mi esposo Lu y su familia, por muy queridos y respetados que fueran en el condado, quizá hicieran cosas que pudieran considerarse ofensivas o incluso impuras. Además, era propio de la naturaleza de un hombre nacido bajo el signo del tigre ser fogoso, enérgico e impulsivo. Pudiera ser que mi esposo se rebelara contra la sociedad o se burlara de las tradiciones. (He de admitir que eso no es tan grave como ser carnicero; aun así, eran conductas que podían resultar peligrosas.) Yo, como mujer nacida bajo el signo del caballo, podría ayudar a mi esposo a corregir esas conductas negativas. Una mujer caballo nunca debe tener miedo de tomar el mando y apartar a su compañero de los problemas. Para mí, ése era el verdadero mensaje de «La historia de la esposa Wang». Ella no había conseguido que su esposo hiciera lo que ella le pedía, pero, gracias a su devoción y sus buenas obras, no sólo lo había salvado de la condena que le habrían acarreado sus actos impuros, sino que además había ayudado a toda su familia a alcanzar el nirvana. Es uno de los pocos relatos didácticos con final feliz que nos contaron, y aquel día de últimos de otoño, un mes antes de mi boda, me hizo sentir feliz.
Por lo demás, yo experimentaba sentimientos encontrados durante el rito de Sentarse y Cantar. Me entristecía saber que iba a alejarme de mi familia, pero, tal como había hecho con el vendado de los pies, procuraba ver más allá; no me quedaba con aquel pedacito de vida que podía ver por la celosía, sino que contemplaba un paisaje como los que Flor de Nieve y yo veíamos por la ventanilla del palanquín de la señora Wang. Estaba convencida de que me esperaba un futuro nuevo y mejor. Quizá era una actitud innata en mí; si pueden, los caballos recorren el mundo. Me complacía la idea de vivir en otro sitio. Como es lógico, me gustaría poder afirmar que Flor de Nieve y yo seguíamos nuestra naturaleza de caballo exactamente como la definen los horóscopos, pero los caballos (y las personas) no siempre obedecen. Decimos una cosa y hacemos otra. Sentimos de una forma; luego nuestros corazones se abren en otra dirección. Vemos una cosa, pero no comprendemos que las anteojeras limitan nuestra visión. Avanzamos por una vereda que nos gusta, pero entonces vemos un camino, un callejón, un río que nos tienta…
Así es como me sentía, y pensaba que Flor de Nieve debía de sentir lo mismo que yo, pero mi laotong era un misterio para mí. Su boda se celebraría un mes después de la mía, pero no parecía ni emocionada ni triste. Estaba muy apagada, incluso cuando cantaba, sin equivocarse, la letra de nuestras canciones o trabajaba con diligencia en el libro del tercer día que estaba componiendo para mí. Pensé que quizá la ponía más nerviosa que a mí la perspectiva de la noche de bodas.
– Eso no me asusta -dijo, mientras doblábamos y envolvíamos mis colchas.
– A mí tampoco -aseguré, pero ninguna de las dos lo decía con mucha convicción.
En mis años de hija, cuando todavía me dejaban jugar en la calle, había visto muchos animales aparearse. Sabía que tendría que hacer algo parecido, pero no entendía cómo iba a pasar ni qué se esperaba de mí, y Flor de Nieve, que generalmente sabía mucho más que yo, no podía ayudarme. Ambas esperábamos que nuestras madres, hermanas mayores, mi tía o incluso la casamentera, nos explicaran cómo realizar aquella tarea, igual que nos habían enseñado a hacer tantas otras.
Como a ambas nos resultaba violento abordar ese tema, intenté conducir la conversación hacia los planes que teníamos para las semanas siguientes. En lugar de regresar con mi familia después de mi boda, iría a casa de Flor de Nieve para acompañarla durante el mes del rito de Sentarse y Cantar. Tenía que ayudarla con los preparativos de la boda, como ella me había ayudado a mí. Hacía diez años que deseaba ir allí y, en cierto modo, eso me hacía más ilusión que conocer a mi esposo, porque había oído hablar mucho acerca de la casa y la familia de Flor de Nieve, mientras que apenas sabía nada del hombre con el que iba a casarme. Sin embargo, pese a estar muy emocionada (¡por fin iba a ver la casa de Flor de Nieve!), ella sólo me daba detalles muy vagos.
– Te llevará alguien de tu familia política -dijo mi alma gemela.
– ¿Crees que mi suegra participará en el rito de Sentarse y Cantar de tu boda? -pregunté. Eso me habría complacido, porque así mi suegra me vería con mi laotong.
– La señora Lu está demasiado ocupada. Tiene muchas obligaciones, y tú también las tendrás algún día.
– Pero conoceré a tu madre, a tu hermana mayor y… ¿A quién más invitaréis?
Suponía que mi madre y mi tía participarían en los rituales de su boda. Flor de Nieve era casi un miembro más de nuestra familia y yo creía que querría tenerlas a su lado durante esos días.
– Vendrá tía Wang -contestó.
Seguramente la casamentera haría varias apariciones durante el rito de Sentarse y Cantar de mi laotong, tal como había hecho con el mío. Para la señora Wang nuestra boda suponía la culminación de largos años de duro trabajo; cuando abandonáramos el hogar paterno, ella recibiría sus honorarios. Era lógico que no quisiera desperdiciar ni una sola oportunidad de demostrar a las otras mujeres -madres de potenciales clientes- los espléndidos resultados que había obtenido.
– No sé si mi madre ha invitado a alguien además. No sé qué ha planeado -continuó mi laotong-. Todo será una sorpresa.
Nos quedamos calladas mientras cada una doblaba otra colcha. La miré y me pareció advertir cierta tensión en sus facciones. Por primera vez en muchos años volvió a invadirme la inseguridad. ¿Y si Flor de Nieve seguía considerando que no era digna de ella? ¿La avergonzaba que las mujeres de Tongkou conocieran a mi madre y mi tía? Entonces recordé que estábamos hablando de su rito de Sentarse y Cantar. Todo se haría exactamente como su madre decidiera.
Le aparté un mechón de la cara y se lo puse detrás de la oreja.
– Estoy impaciente por conocer a tu familia. Vamos a pasarlo muy bien.
Todavía estaba tensa cuando dijo:
– No quisiera que te llevaras una decepción. Te he hablado tanto de mi madre, de mi padre…
– Y de Tongkou, y de tu casa…
– Seguro que nada te resultará tan bonito como lo has imaginado.
Me reí.
– Es una tontería que te preocupes. Todo lo que he imaginado proviene de los hermosos cuadros que tú has dibujado con tus palabras.
Tres días antes de mi boda empecé las ceremonias relacionadas con el Día de la Pena y las Preocupaciones. Mi madre se sentó en el cuarto peldaño de la escalera que conducía a la habitación de arriba, las mujeres de nuestro pueblo vinieron a presenciar los lamentos y todos exclamaron ku, ku, ku entre sollozos. Cuando mi madre y yo hubimos terminado de llorar y cantarnos una a otra, repetí el rito con mi padre, mis tíos y mis hermanos. Es cierto que era valiente y pensaba sin temor en mi nueva vida, pero mi cuerpo y mi alma estaban debilitados por el hambre, pues la novia no puede comer durante los diez últimos días de las ceremonias de la boda. ¿Observamos esta tradición para que nos entristezca aún más dejar a nuestra familia, para estar más complacientes cuando llegamos a la casa de nuestro esposo, o para que éste nos encuentre más puras? ¿Cómo voy a saberlo? Lo único que sé es que mi madre, como la mayoría de las madres, escondió unos huevos duros para mí en la habitación de las mujeres; sin embargo, no me proporcionaban mucha fuerza, y mis emociones se debilitaban con cada nuevo evento.
A la mañana siguiente me despertaron los nervios, pero Flor de Nieve estaba a mi lado, y con sus suaves dedos en mi mejilla intentó tranquilizarme. Ese día iban a presentarme a mis suegros y yo tenía tanto miedo que no habría podido comer aunque hubiese estado permitido. Me ayudó a ponerme el traje nupcial que yo misma había confeccionado: una túnica corta sin cuello, ceñida con un cinturón, y unos pantalones largos. Luego deslizó en mi muñeca los brazaletes de plata que me había enviado la familia de mi esposo y me ayudó a ponerme los otros regalos: los pendientes, el collar y las horquillas. Los brazaletes hacían un ruido metálico y los dijes de plata que yo había cosido en mi túnica tintineaban armoniosamente. Calzaba los zapatos rojos de boda y lucía un ornado tocado con cuentas perladas y alhajas de plata que temblaban cuando caminaba, movía la cabeza o no podía contener mis sentimientos. De la parte delantera del tocado colgaban unas borlas rojas que formaban un velo y me impedían ver. Para no perder el decoro debía mantener la vista fija en el suelo.
Flor de Nieve me guió hasta la planta baja. Que no viera no significaba que infinidad de emociones no me recorrieran el cuerpo. Oí los irregulares pasos de mi madre, a mi tía y mi tío hablar en voz baja, y a mi padre arrastrar la silla al levantarse. Fuimos juntos hasta el templo de Puwei, donde agradecí a mis antepasados la vida que había tenido. Flor de Nieve no se separó ni un momento de mí; me conducía por los callejones, me susurraba palabras de ánimo al oído y me recordaba que debía apresurar el paso, si podía, porque mis suegros no tardarían en llegar.
De vuelta en casa, subimos a la habitación de las mujeres. Para tranquilizarme, mi laotong me cogió las manos e intentó describirme lo que debía de estar haciendo en esos momentos mi nueva familia.
– Cierra los ojos y trata de imaginarlo. -Se inclinó hacia mí, de modo que las borlas de mi tocado se agitaban con cada palabra que pronunciaba-. El señor y la señora Lu, sin duda elegantemente vestidos, han partido hacia Puwei con sus amigos y parientes. Los acompaña una banda de músicos para anunciar a todos cuantos encuentren por el camino que hoy van a realizar una buena adquisición. -Bajó la voz para añadir-: ¿Dónde está el novio? Él te espera en Tongkou. ¡Sólo faltan dos días para que lo veas!
De pronto oímos música. Estaban llegando. Flor de Nieve y yo nos acercamos a la celosía. Me aparté las borlas de la cara y miré. Todavía no veíamos la banda ni el cortejo, pero sí a un emisario que entraba en el callejón; se paró ante la puerta y entregó a mi padre una carta escrita en papel rojo, donde se declaraba que mi nueva familia había venido a buscarme.
En ese momento la banda dobló la esquina, seguida de un gran grupo de desconocidos. Cuando llegaron a nuestra casa, empezó el clásico tumulto. La gente lanzó agua y hojas de bambú a la banda, y se oyeron las risas y bromas de rigor. Me llamaron para que bajara. Una vez más, Flor de Nieve me cogió de la mano y me guió. Las mujeres cantaban: «Criar a una niña y casarla es como construir un buen camino para que otros lo utilicen.»
Salimos, y la señora Wang presentó a los padres de ambas familias. Yo tenía que mostrarme tan recatada como pudiera en ese momento, en que mis suegros me veían por primera vez, así que ni siquiera podía pedir en voz baja a Flor de Nieve que me describiera qué aspecto tenían ni preguntarle qué creía que pensaban de mí. A continuación, mis padres encabezaron el cortejo hacia el templo de los antepasados, donde mi familia ofrecería el primero de numerosos banquetes. Flor de Nieve y otras niñas de mi pueblo se sentaron alrededor de mí. Se sirvieron platos especiales y bebidas alcohólicas. A los comensales se les pusieron las mejillas coloradas. Los hombres y las ancianas me lanzaban pullas. Durante todo el convite yo canté lamentos y las mujeres me respondieron a coro. Llevaba siete días sin probar bocado y el olor de la comida me mareó.
Al día siguiente, el de los Grandes Cantos, se celebró un almuerzo. Se expusieron todos mis trabajos y mis libros nupciales del tercer día, y Flor de Nieve, las mujeres y yo cantamos otra vez. Mi madre y mi tía me condujeron a la mesa principal. Tan pronto me senté, mi suegra me puso delante un cuenco de sopa que ella misma había preparado y que simbolizaba la bondad de mi nueva familia. Yo habría dado cualquier cosa por haber podido probar aunque sólo fuera un sorbito de aquel caldo.
El velo me impedía ver la cara de mi suegra, pero, cuando miré hacia abajo entre las borlas y vi unos lotos dorados que parecían tan pequeños como los míos, me asaltó el pánico. Mi suegra no calzaba los zapatos que yo había confeccionado para ella. Y comprendí el porqué: el bordado de los que llevaba era mucho mejor que cualquiera de los míos. Me sentí muy desdichada. Seguro que mis padres estaban avergonzados, y mis suegros, desilusionados.
En ese terrible momento Flor de Nieve se acercó y me cogió del brazo. La tradición dictaba que yo debía abandonar la fiesta, así que me condujo fuera del templo y me acompañó a casa. Me ayudó a subir por la escalera, me quitó el tocado y el resto del traje nupcial y me puso una camisa y las zapatillas de dormir. Yo no despegué los labios. La perfección de los zapatos de mi suegra me atormentaba, pero no me atrevía a hacer ningún comentario, ni siquiera ante Flor de Nieve. No quería que ella también se avergonzara de mí.
Esa noche, mi familia regresó muy tarde a casa. Si alguien pensaba darme algún consejo sobre el acto carnal, tenía que ser entonces. Mi madre entró en la habitación y Flor de Nieve salió. Mi madre parecía preocupada, y por un instante pensé que iba a decirme que mis suegros querían deshacer la unión. Dejó el bastón sobre la cama y se sentó a mi lado.
– Siempre te he dicho que una verdadera dama no permite que la indignidad entre en su vida -dijo-, y que la belleza sólo se alcanza a través del dolor.
Asentí con pudor, pero por dentro casi gritaba de terror. Mi madre había pronunciado aquella frase una y otra vez durante el vendado de mis pies. ¿Tan malo era lo del acto carnal?
– Espero que recuerdes, Lirio Blanco, que no siempre podemos evitar la indignidad. Tienes que ser valiente. Te has comprometido de por vida. Sé la dama que te hemos enseñado a ser.
Entonces se levantó, se apoyó en el bastón y salió renqueando de la habitación. ¡Sus palabras no me habían ayudado en absoluto! Mi buen ánimo, mi audacia y mi fuerza me abandonaron del todo. En verdad, me sentía como una novia: asustada, triste y aterrada ante la idea de abandonar a mi familia.
Cuando Flor de Nieve volvió a entrar y me vio pálida de miedo, ocupó el lugar que mi madre acababa de dejar en la cama e intentó consolarme.
– Llevas diez años preparándote para este momento -dijo con ternura-. Obedeces las normas recogidas en las Enseñanzas para mujeres. Tus palabras son dulces, pero tu corazón es fuerte. Te peinas con recato. No te pintas los labios con carmín ni te aplicas polvos. Sabes hilar lana y algodón, tejer, coser y bordar. Sabes cocinar, limpiar, lavar, tener siempre a punto té caliente y encender el fuego en el hogar. Te ocupas de tus pies como es debido. Todas las noches, antes de acostarte, te quitas las vendas viejas. Te lavas los pies con esmero y utilizas la cantidad justa de perfume antes de vendártelos con vendas limpias.
– ¿Y el… acto carnal?
– ¿Qué pasa con eso? Tus tíos han sido muy felices en la cama. Tus padres han tenido suficiente trato carnal para concebir muchos hijos. No puede ser tan duro como limpiar y bordar.
Me sentí un poco mejor, pero Flor de Nieve no había terminado. Me ayudó a meterme en la cama, se acurrucó a mi lado y siguió elogiándome.
– Serás una buena madre, porque eres cariñosa -me susurró al oído-, y al mismo tiempo serás una buena maestra. ¿Cómo lo sé? Mira cuántas cosas me has enseñado. -Hizo una breve pausa para que mi mente y mi cuerpo asimilaran sus palabras, y luego continuó con un tono más natural-: Además, me he fijado en cómo te miraban los Lu ayer y hoy.
Me aparté de sus brazos para mirarla.
– Cuéntame. Cuéntamelo todo.
– ¿Te acuerdas de cuando la señora Lu te llevó la sopa?
Claro que me acordaba. Eso había sido el principio de lo que yo imaginaba sería una vida entera de humillación.
– Temblabas de pies a cabeza -continuó Flor de Nieve-. ¿Cómo lo hiciste? Todos los presentes se dieron cuenta. Todos comentaron tu fragilidad combinada con tu circunspección. Mientras permanecías sentada con la cabeza agachada, demostrando que eres una doncella perfecta, la señora Lu desvió la mirada hacia su esposo. Sonrió satisfecha y él le devolvió la sonrisa. Verás, la señora Lu es muy estricta, pero tiene buen corazón.
– Pero si…
– ¡Y cómo te examinaban los pies todos los miembros del clan Lu! Oh, Lirio Blanco, estoy segura de que en mi pueblo todos se alegran de saber que un día te convertirás en la nueva señora Lu. Ahora procura dormir. Te aguardan muchos largos días.
Nos tumbamos frente a frente. Flor de Nieve me puso una mano en la mejilla, como solía hacer.
– Cierra los ojos -susurró, y yo la obedecí.
Al día siguiente mis suegros llegaron a Puwei lo bastante temprano para recogerme y regresar a Tongkou conmigo antes del anochecer. Cuando oí la banda en las afueras del pueblo, se me aceleró el corazón. No pude evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos. Mi madre, mi tía, Hermana Mayor y Flor de Nieve lloraban mientras me acompañaban abajo. Los emisarios del novio llegaron ante la puerta de mi casa. Mis hermanos ayudaron a cargar mi ajuar en los palanquines. Yo volvía a llevar puesto el tocado, de modo que no pude ver a nadie, pero oía las voces de mis familiares mientras recitábamos los últimos cantos tradicionales.
– Una mujer no adquiere ningún valor hasta que se marcha de su pueblo -cantó mi madre.
– Adiós, mamá -contesté-. Gracias por criar a una hija inútil.
– Adiós, hija -susurró mi padre.
Al oír su voz derramé aún más lágrimas. Me aferré a la barandilla de la escalera que conduda a la habitación del piso de arriba. De pronto no quería marcharme.
– Las mujeres nacemos para abandonar nuestro pueblo natal -cantó mi tía-. Eres como un pájaro que entra en una nube para nunca regresar.
– Gracias, tía, por hacerme reír. Gracias por mostrarme el verdadero significado del dolor. Gracias por compartir tu talento conmigo.
Oí los sollozos de mi tía. No podía dejar que sufriera sola. Mis lágrimas se unieron a las suyas.
Miré hacia abajo y vi las curtidas manos de mi tío sobre las mías, desasiendo mis dedos de la barandilla.
– La silla de flores te espera -anunció con voz quebrada por la emoción.
– Tío…
Entonces oí las voces de mis hermanos, que se despedían de mí. Quería verlos, librarme de esas borlas rojas que me tapaban la cara.
– Hermano Mayor, gracias por la bondad que siempre me has demostrado -entoné-. Hermano Segundo, gracias por dejar que cuidara de ti cuando eras un crío de pañales. Hermana Mayor, gracias por tu paciencia.
Fuera, la banda se puso a tocar más fuerte. Extendí los brazos. Mis padres me cogieron de las manos y me ayudaron a traspasar el umbral. Las borlas oscilaron ante mi rostro y alcancé a ver mi palanquín, cubierto de flores y seda roja. Mi hua jiao, la silla de flores, era preciosa.
Acudió a mi mente todo cuanto me habían contado desde que se concertó mi compromiso matrimonial, seis años atrás: iba a casarme con un tigre, la mejor unión para mí según nuestros horóscopos; mi esposo era un hombre sano, inteligente e instruido; su familia era respetada, rica y generosa. En efecto, así lo indicaban la calidad y cantidad de los regalos que había recibido mi familia, y ahora volvía a comprobarlo con la silla de flores. Solté las manos de mis padres.
Avancé dos pasos a ciegas y me paré. No veía por dónde iba. Extendí de nuevo los brazos, con la esperanza de que Flor de Nieve los cogiera. Ella acudió en mi ayuda, como siempre. Entrelazó sus dedos con los míos y me guió hasta el palanquín. Abrió la portezuela. Oí llantos alrededor. Mi madre y mi tía cantaban una canción triste, la que siempre entonaban las mujeres para despedirse de sus hijas. Flor de Nieve se inclinó hacia mí y me susurró al oído, para que nadie la oyera:
– Recuerda: siempre seremos almas gemelas. -A continuación se sacó algo de la manga y me lo escondió dentro de la túnica-. He hecho esto para ti -añadió-. Léelo por el camino hasta Tongkou. Nos veremos allí.
Subí al palanquín. Los porteadores me levantaron y echaron a andar. Mi madre, mi tía, mi padre, Flor de Nieve y varias amigas de Puwei nos siguieron a mí y a mi escolta hasta la linde del pueblo dedicándome palabras de ánimo. Sola en el palanquín, rompí a llorar.
Os preguntaréis por qué estaba tan afligida si iba a volver al hogar paterno al cabo de tres días. La explicación es sencilla: la expresión que utilizamos para «casarse» es buluo fujia, que significa «no caer inmediatamente en la casa del esposo». La partícula luo significa «caer», como caen las hojas en otoño o como caer muerto. Y en nuestro dialecto local la palabra «esposa» se pronuncia igual que «huésped». Durante el resto de mi vida yo no sería más que un huésped en la casa de mi esposo, no de la clase de huésped al que se agasaja con manjares, regalos y cariño o con blandas camas, sino de esos que siempre se contemplan como extraños y sospechosos.
Metí una mano en la túnica y saqué el paquete que Flor de Nieve había dejado. Era nuestro abanico, envuelto con un trozo de tela. Lo abrí, ansiosa por leer las alegres palabras que mi laotong habría escrito en él. Recorrí los pliegues con la mirada hasta encontrar su mensaje: «Dos pájaros vuelan libres, sus corazones laten como uno solo. El sol brilla en sus alas, bañándolos con un calor curativo. Abajo la tierra se extiende hasta el infinito.» En la guirnalda que había en el borde superior, dos pajaritos volaban juntos: mi esposo y yo. Me gustó que Flor de Nieve hubiera representado a mi esposo en nuestro objeto más preciado.
A continuación extendí sobre mi regazo el pañuelo con que Flor de Nieve había envuelto el abanico. Mirando hacia abajo, mientras las borlas oscilaban con el movimiento de los porteadores, vi que mi laotong había bordado una carta para mí en nuestra escritura secreta para celebrar aquel momento tan especial.
Empezaba con la introducción tradicional de una carta dirigida a una novia:
Te escribo y siento que me clavan puñales en el corazón. Prometimos que nunca nos separaríamos, que nunca habría ni una sola palabra cruel entre nosotras.
Esas palabras estaban extraídas de nuestro contrato y sonreí al recordarlas.
Pensaba que estaríamos juntas toda la vida. Nunca creí que este día llegaría. Es triste que nos haya tocado ser niñas en esta vida, pero ése es nuestro destino. Lirio Blanco, hemos sido como un par de patos mandarines. Ahora todo va a cambiar. En los próximos días descubrirás muchas cosas de mí. He estado muy inquieta y consternada. He llorado con el corazón y con la boca pensando que ya no me querrás. Por favor, ten presente que, pienses lo que pienses de mí, mi opinión sobre ti nunca cambiará.
Flor de Nieve
¿Podéis imaginar cómo me sentía? Flor de Nieve había estado muy callada en las últimas semanas porque temía que yo dejara de quererla. ¿Cómo había podido pensar tal cosa? Sentada en mi silla de flores, camino de la casa de mi esposo, sabía que nada podría cambiar nunca lo que yo sentía por Flor de Nieve. De pronto me invadió una espantosa aprensión y me entraron ganas de pedir a los porteadores que me llevaran a casa para ahuyentar los temores de mi laotong.
Entonces llegamos a la entrada principal de Tongkou. Oí el chisporroteo y los estallidos de los petardos; los miembros de la banda tocaban sus instrumentos. Empezaron a descargar mi ajuar. Había que llevarlo todo a mi nuevo hogar para que mi esposo se pusiera el traje de boda que yo había confeccionado para él. De repente oí un sonido terrible, pero que me resultaba familiar: acababan de degollar a un pollo. Alguien esparció su sangre por el suelo, junto a mi silla de flores, para ahuyentar los malos espíritus que pudieran haber llegado conmigo.
Por fin se abrió la portezuela del palanquín y me ayudó a bajar una mujer, que debía ser la más importante del pueblo. En realidad la mujer más importante de Tongkou era mi suegra, pero en aquel caso la sustituía la que tenía más hijos varones. Me condujo hasta mi nuevo hogar, donde traspuse el umbral y me presentaron a mis suegros. Me arrodillé ante ellos y toqué el suelo con la frente tres veces.
– Os obedeceré -dije-. Trabajaré para vosotros.
A continuación les serví el té. Después me acompañaron a la cámara nupcial, donde me dejaron sola, con la puerta abierta. Estaba a punto de conocer a mi esposo. Esperaba ese momento desde la primera vez que la señora Wang había ido a mi casa para examinar mis pies; aun así, estaba muy aturullada, nerviosa y desorientada. Aquel hombre era un completo desconocido, de modo que era lógico que sintiera curiosidad por saber cómo era. Sería el padre de mis hijos, así que me producía ansiedad pensar qué íbamos a hacer para engendrarlos. Y acababa de leer una misteriosa carta de mi alma gemela y estaba muy preocupada por ella.
Oí cómo movían una mesa para bloquear la puerta. Incliné un poco la cabeza, las borlas se separaron y vi cómo mis suegros amontonaban mis colchas de boda sobre la mesa y ponían dos copas de vino en lo alto del montón; una llevaba atado un hilo verde, la otra uno rojo, y los dos hilos estaban, a su vez, atados el uno al otro.
Mi esposo entró en la antesala, y todos aplaudieron y vitorearon. Esa vez no intenté mirar entre las borlas. Quería mostrarme muy convencional en ese primer encuentro. Desde su lado de la mesa mi esposo tiró del hilo rojo; yo, desde mi lado, tiré del verde. Entonces él saltó por encima de las colchas y entró en la habitación. Con ese acto quedamos oficialmente casados.
¿Qué pensé de mi esposo la primera vez que estuvimos juntos? Al olerlo comprendí que se había lavado concienzudamente. Los zapatos que yo le había confeccionado quedaban muy bonitos en sus pies y sus pantalones rojos de boda tenían la longitud exacta. Pero fue sólo un instante, porque enseguida se inició el rito de Bromear y Chillar en la Cámara Nupcial. Los amigos de mi esposo irrumpieron en ella, tambaleándose y balbuceando porque habían bebido demasiado. Nos dieron cacahuetes y dátiles para que tuviéramos muchos hijos, y dulces para que tuviéramos una dulce vida. Pero a mí no me ponían las golosinas en la mano, como hacían con mi esposo. ¡Nada de eso! Las ataban a una cuerda y las agitaban delante de mi boca. Me hacían saltar para cogerlas, pero asegurándose de que no lo lograra. Entretanto no paraban de bromear. Imaginaréis qué clase de bromas eran. Decían que esa noche mi esposo sería fuerte como un toro, y que yo sería tan sumisa como un cordero, y que mis pechos parecían dos melocotones a punto de reventar las costuras de mi túnica, y que mi esposo tendría tantas semillas como una granada, y que si utilizábamos determinada postura seguro que engendrábamos un varón. Es lo que se hace en todas partes: la primera noche que los esposos pasan juntos, se permite toda suerte de comentarios soeces. Yo les seguía la corriente, pese a que cada vez estaba más nerviosa.
Llevaba varias horas en Tongkou. Ya era noche cerrada. En la calle los vecinos bebían, comían, bailaban y se divertían. Volvieron a lanzar petardos para anunciar que todos debían regresar a sus casas. Por fin la señora Wang cerró la puerta de la cámara nupcial y mi esposo y yo nos quedamos a solas.
– Hola -dijo.
– Hola -dije.
– ¿Has comido?
– No puedo comer nada hasta dentro de dos días.
– Aquí tienes cacahuetes y dátiles -repuso-. Si quieres comértelos, no se lo diré a nadie.
Negué con la cabeza, y las pequeñas cuentas de mi tocado se agitaron y los dijes de plata tintinearon. Las borlas se separaron y vi que mi esposo miraba hacia abajo. Me estaba mirando los pies. Me ruboricé. Contuve la respiración con la esperanza de que las borlas se quedaran quietas y así él no pudiera ver las emociones reflejadas en mis mejillas. No me moví, y él tampoco. Estaba segura de que seguía examinándome. Lo único que podía hacer era esperar.
Finalmente mi esposo comentó:
– Me han dicho que eres muy hermosa. ¿Es verdad?
– Ayúdame a quitarme el tocado y juzga tú mismo.
Pronuncié esas palabras con más aspereza de la que pretendía, pero mi esposo se limitó a reír. Un instante después dejó el tocado en una mesita. Entonces se dio la vuelta y me miró. Sólo estábamos a un metro el uno del otro. Escudriñó mi rostro, y yo escudriñé el suyo sin disimulo. Lo que la señora Wang y Flor de Nieve me habían dicho acerca de él era verdad. No tenía marcas de viruela ni cicatrices de ninguna clase. No tenía la piel tan curtida como mi padre o mi tío, lo cual indicaba que no pasaba muchas horas trabajando en los campos de su familia. Tenía los pómulos marcados y su barbilla denotaba seguridad, pero no insolencia. Un rebelde mechón de cabello le caía sobre la frente y le daba un aire despreocupado. Sus ojos chispeaban y revelaban buen humor.
Avanzó un paso, me cogió las manos y dijo:
– Me parece que tú y yo podemos ser felices.
¿Acaso podía esperar mejores palabras una muchacha de diecisiete años de la etnia yao? Al igual que mi esposo, yo adivinaba un esplendoroso futuro para nosotros. Esa noche, él siguió todas las tradiciones; me quitó los zapatos de boda y me puso las zapatillas rojas de dormir. Yo estaba tan acostumbrada a las suaves caricias de Flor de Nieve que no sabría describir cómo me sentí cuando me cogió los pies; sólo puedo decir que encontré ese acto mucho más íntimo que lo que vino después. Yo no sabía qué estaba haciendo, pero él tampoco. Sólo intenté imaginar qué habría hecho Flor de Nieve si hubiera sido ella, no yo, la que hubiera estado debajo de aquel hombre.
El segundo día de la boda me levanté temprano. Dejé a mi esposo durmiendo y salí de la cámara nupcial. Estaba muy angustiada desde que había leído la carta de Flor de Nieve, pero no podía hacer nada: ni durante la boda, ni la noche anterior ni ahora. Debía tratar de seguir los ritos hasta que volviera a ver a mi laotong, pero resultaba muy difícil porque estaba hambrienta, agotada y dolorida. Tenía los pies cansados, porque en los días pasados había caminado mucho. También me dolía en otro sitio, pero intenté olvidarme de todo eso mientras iba hacia la cocina, donde había una criada de unos diez años acuclillada, al parecer esperándome. Era mi criada particular; nadie me había hablado de eso. En Puwei nadie tenía sirvientes, pero me di cuenta de que aquella niña lo era porque no le habían vendado los pies. Se llamaba Yonggang, que significa «valiente y fuerte como el hierro». (Pronto comprobaría que la niña hacía honor a su nombre.) Ya había encendido el fuego en un brasero y llevado agua a la cocina; lo único que yo debía hacer era calentarla y llevársela a mis suegros para que se lavaran la cara. También preparé té para todos los habitantes de la casa y, cuando fueron a la cocina, se lo serví sin derramar ni una sola gota.
Al cabo de unas horas mis suegros enviaron más carne de cerdo y dulces a mi familia. Los Lu celebraron un gran banquete en el templo de los antepasados, otro festín en el que no me estaba permitido comer. Mi esposo y yo nos inclinamos ante el Cielo y la Tierra, ante mis suegros y ante los antepasados de la familia Lu. Luego recorrimos el templo inclinando la cabeza ante todas las personas que eran mayores que nosotros. Ellas, a su vez, nos dieron dinero envuelto en papel rojo. Después… volvimos a la cámara nupcial.
El siguiente día, el tercero de la boda, es el que todas las novias esperan, porque es entonces cuando se leen los libros nupciales del tercer día que han compuesto su familia y sus amigas. Pero yo sólo pensaba en Flor de Nieve y que por fin la vería en aquella celebración.
Llegaron Hermana Mayor y la esposa de Hermano Mayor portando los libros y comida que por fin pude comer. Muchas mujeres de Tongkou se unieron a las de la familia de mi esposo para leer aquellos textos, pero no aparecieron ni Flor de Nieve ni su madre. Yo no lo entendía. Me sentía muy dolida… y me asustaba la ausencia de mi alma gemela. Estaba en el que se considera el más alegre de los ritos nupciales, pero no podía disfrutarlo.
Mis sanzhaoshu contenían los consabidos versos acerca de la tristeza de mi familia ahora que no viviría con ella. Al mismo tiempo, ensalzaban mis virtudes y repetían frases como: «Nos gustaría convencer a esa noble familia de que espere unos cuantos años antes de llevarte.» O bien: «Es triste que ahora estemos separadas.» Además, rogaban a mis suegros que fueran indulgentes y me enseñaran las costumbres de su familia con paciencia.
El sanzhaoshu de Flor de Nieve también era tal como yo esperaba, e incorporaba el amor que ella sentía por los pájaros. Empezaba así: «El fénix se une a la gallina dorada, una unión celestial.» Hasta mi laotong había escrito frases estereotipadas.
En circunstancias normales el cuarto día después de la boda yo habría regresado a Puwei, con mi familia, pero tenía planeado desde hacía tiempo ir primero a casa de Flor de Nieve para pasar con ella el mes del rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Ahora que estaba a punto de volver a verla, estaba más nerviosa que nunca. Estrené uno de mis trajes de diario: una túnica de seda verde claro y unos pantalones con un bordado de tallos de bambú. Quería causar buena impresión no sólo a cualquiera con quien me cruzara por Tongkou, sino también a la familia de Flor de Nieve, sobre la que tanto había oído hablar en los últimos años. Yonggang, la criada, me guió por los callejones de Tongkou. La niña llevaba en una cesta mi ropa, mi hilo de bordar, mi tela y el libro del tercer día que yo había compuesto para Flor de Nieve. Era una suerte que Yonggang me hiciera de guía, y sin embargo su compañía me molestaba. La criada era una de las muchas novedades a las que tendría que acostumbrarme.
Tongkou era mucho mayor y próspero que Puwei. Los callejones estaban limpios y no había gallinas, patos ni cerdos correteando a su antojo. Nos detuvimos ante una casa que era tal como Flor de Nieve la había descrito: de dos plantas, tranquila y elegante. Yo acababa de llegar a ese pueblo y no conocía sus costumbres, pero algo funcionaba exactamente igual que en Puwei: no gritamos desde la calle ni llamamos a la puerta para anunciar nuestra llegada, sino que Yonggang se limitó a abrirla y entró en la casa de Flor de Nieve.
La seguí y de inmediato me asaltó un extraño hedor, en el que un repugnante olor dulzón se mezclaba con el de excrementos y carne podrida. No sabía de dónde procedía, pero me pareció humano. Se me revolvió el estómago, pero aún me trastornó más lo que vieron mis ojos.
La sala principal era mucho más amplia que la de mi casa natal, pero con bastantes menos muebles. Vi una mesa, pero ninguna silla; vi una balaustrada tallada que conducía a la habitación de las mujeres. Aparte de esos pocos elementos -de una calidad muy superior a la de cualquier mueble de mi hogar-, no había nada. Ni siquiera chimenea. Estábamos a finales de otoño y hacía frío. Además, la habitación se veía sucia y con restos de comida por el suelo. Había varias puertas que debían de conducir a los dormitorios.
El interior de la vivienda no sólo no era lo que cualquier transeúnte habría esperado encontrar tras ver la fachada, sino que no se parecía en nada a como Flor de Nieve me lo había descrito. Sin duda me había equivocado de casa.
Cerca del techo había varias ventanas, todas cegadas, excepto una por la que entraba un solo haz de luz que atravesaba la oscuridad. Cuando mi vista se acostumbró a la penumbra, vi a una mujer acuclillada junto a una palangana. Llevaba la ropa sucia y raída, como una modesta campesina. Cuando nuestras miradas se encontraron, se apresuró a desviar la vista. Cabizbaja, se levantó y se colocó bajo el haz de luz. Tenía un hermoso cutis, pálido y terso como la porcelana. Juntó los dedos de las manos e hizo una inclinación.
– Bienvenida, Lirio Blanco, bienvenida. -Hablaba en voz baja, pero no por deferencia a mi recién adquirida posición, sino más bien con miedo-. Espera aquí. Voy a buscar a Flor de Nieve.
Me quedé pasmada. Así pues, no me había equivocado, me encontraba en la casa de mi laotong. ¿Cómo era posible? Cuando la mujer cruzó la sala en dirección a la escalera, vi que sus lotos dorados eran casi tan pequeños como los míos, algo asombroso tratándose de una sirvienta.
Agucé el oído. Oí a la mujer hablar con alguien en el piso de arriba y, a continuación, algo a lo que me costó dar crédito: la voz de Flor de Nieve, con tono obstinado y discutidor. Me sentía cada vez más consternada. Por lo demás, en la casa reinaba un silencio inquietante. Y en medio de ese silencio noté que me acechaba algo parecido a un espíritu maligno del más allá. Todo mi cuerpo reaccionó para defenderse de esa sensación. Se me puso carne de gallina. Temblaba dentro de mi traje de seda verde claro, que me había puesto para impresionar a los padres de Flor de Nieve, pero que no me protegía del húmedo viento que entraba por la ventana ni del miedo que me producía hallarme en un lugar tan extraño, oscuro, hediondo y aterrador.
Flor de Nieve apareció en lo alto de la escalera.
– Sube -dijo.
Me quedé paralizada, tratando de asimilar lo que veían mis ojos. De pronto algo me tocó la manga y di un respingo.
– No creo que a mi amo le guste que te deje aquí -dijo Yonggang con gesto de preocupación.
– Tu amo sabe dónde estoy -repuse sin pensar.
– Lirio Blanco. -La voz de Flor de Nieve traslucía una triste desesperación que jamás había percibido en ella.
En ese momento acudió a mi mente un recuerdo reciente. Mi madre me había dicho que, como mujer, no siempre podría evitar la indignidad y que tenía que ser valiente. «Te has comprometido de por vida -me había dicho-. Sé la dama que te hemos enseñado a ser.» Comprendí que no se refería al trato carnal con mi esposo, sino a esto. Flor de Nieve era mi alma gemela para toda la vida. Yo le profesaba un amor mayor y más profundo que el que jamás sentiría por mi esposo. Ése era el verdadero significado de la relación de dos laotong.
Di un paso y Yonggang emitió un débil gemido. Yo no sabía qué hacer, porque nunca había tenido criadas. Le di unas palmaditas en el hombro, vacilante.
– Vete. -Adopté el tono que suponía utilizaban las señoras, aunque no sabía exactamente cómo era-. No pasa nada.
– Si por algún motivo tienes que marcharte, sal a la calle y pide ayuda -me aconsejó Yonggang, que estaba muy preocupada-. Aquí todo el mundo conoce a mi amo y a la señora Lu. Cualquiera te acompañará hasta la casa de tus suegros.
Le quité la cesta de las manos. Como seguía sin moverse, le indiqué por señas que se marchara. Ella dejó escapar un suspiro de resignación, hizo una pequeña reverencia, caminó de espaldas hasta la puerta, se dio la vuelta y salió.
Subí por la escalera, sujetando la cesta con una mano. Cuando me acerqué a Flor de Nieve, vi que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Mi laotong, al igual que la otra mujer, llevaba prendas acolchadas de color gris, gastadas y remendadas. Me paré un escalón antes del rellano.
– Nada ha cambiado -dije-. Somos almas gemelas.
Ella me dio la mano, me ayudó a subir el último peldaño y me condujo a la habitación de las mujeres. En otros tiempos aquella estancia también debía de haber sido muy bonita. Parecía tres veces más amplia que la equivalente de mi casa natal. En lugar de una celosía con barrotes verticales, cubría la ventana una pantalla de madera delicadamente tallada. Por lo demás, la habitación estaba casi vacía; sólo había una rueca y una cama. La hermosa mujer a la que yo había visto abajo estaba sentada con elegancia en el borde de la cama, con las manos pulcramente entrelazadas sobre el regazo.
– Lirio Blanco -dijo Flor de Nieve-, te presento a mi madre.
Crucé la estancia, junté las manos y me incliné ante la mujer que había traído al mundo a mi laotong.
– Te ruego que disculpes nuestra pobreza -dijo la madre de Flor de Nieve-. Sólo puedo ofrecerte té. -Se levantó y añadió-: Tenéis mucho que contaros. -Dicho esto, abandonó la habitación con la sublime elegancia que proporciona un vendado de pies perfecto.
Cuatro días atrás, cuando salí de mi casa natal, yo había llorado de pena, alegría y miedo, todo a la vez. Ahora, sentada con Flor de Nieve en la cama de aquella habitación, vi en sus mejillas lágrimas de remordimiento, culpabilidad, vergüenza y turbación. Deseaba gritarle: «¡Cuéntame!», pero esperé a que ella hablara y me dijera la verdad, consciente de que cada palabra que saliera de sus labios le haría perder el poco prestigio que todavía conservaba.
– Mucho antes de que nos conociéramos -dijo por fin-, mi familia era una de las mejores del condado. Como ves -añadió señalando la estancia-, esta casa fue hermosa en otros tiempos. Éramos una familia muy próspera. Mi bisabuelo, el funcionario imperial, recibió muchos mou del emperador.
Yo la escuchaba atentamente, y mi mente no paraba.
– Cuando murió el emperador, mi bisabuelo cayó en desgracia y decidió retirarse aquí. Llevaba una vida tranquila. Cuando falleció, mi abuelo ocupó su lugar. Tenía muchos trabajadores y muchas criadas. También tenía tres concubinas, pero sólo le dieron hijas. Mi abuela tuvo por fin un hijo varón y se aseguró su lugar en la familia. Casaron a ese hijo con mi madre. Dicen que mi madre era como Hu Yuxiu, aquella mujer tan inteligente y adorable que sedujo a un emperador. Mi padre no era funcionario imperial, pero había estudiado los clásicos. Decían que un día sería el jefe de Tongkou, y mi madre así lo creía. También había quien vaticinaba un futuro diferente. Mis abuelos reconocían en mi padre la debilidad propia de los varones que crecen en una casa llena de hermanas y con demasiadas concubinas, mientras mi tía sospechaba que era cobarde y propenso a los vicios.
Flor de Nieve tenía la mirada perdida mientras rememoraba el pasado.
– Mis abuelos murieron dos años después de mi nacimiento -continuó-. Mi familia lo tenía todo: ropa lujosa, comida en abundancia, criados. Mi padre me llevaba de viaje; mi madre me llevaba al templo de Gupo. De niña vi y aprendí muchas cosas. Pero mi padre tenía que ocuparse de las tres concubinas de mi abuelo y casar a sus cuatro hermanas y a sus cinco hermanastras, las hijas de las concubinas. Además tenía que proporcionar trabajo, alimento y cobijo a los trabajadores del campo y a las criadas. Concertó la boda de sus hermanas y sus hermanastras. Intentó demostrar a todos que era un hombre importante. Cada vez hacía regalos más caros a las familias de los novios. Empezó a vender campos al gran terrateniente del oeste de nuestra provincia para comprar más seda y más cerdos con que obsequiar a los novios. Mi madre es una mujer muy hermosa, ya lo has visto, pero por dentro es como era yo antes de conocerte: mimada e ignorante de las tareas de las mujeres, con excepción del bordado y el nu shu. Y entonces mi padre… -Vaciló un momento, y soltó de corrido-: Mi padre se aficionó a la pipa.
Recordé el día que la señora Gao nos había incomodado hablando de la familia de Flor de Nieve. Había mencionado el juego y las concubinas, pero también había comentado que el padre se había aficionado a la pipa. Entonces yo tenía nueve años y pensé que se refería a que fumaba demasiado tabaco. Ahora comprendí no sólo que el padre de mi laotong había caído en las garras del opio, sino que todas las mujeres que se encontraban en la habitación de arriba aquel día, salvo yo, sabían muy bien de qué hablaba la señora Gao. Mi madre lo sabía, mi tía lo sabía, la señora Wang lo sabía. Todas lo sabían y se habían puesto de acuerdo para que yo no me enterara.
– ¿Tu padre todavía vive? -pregunté tímidamente. Lo lógico era pensar que si hubiera fallecido, mi alma gemela me lo habría dicho, pero, puesto que me había contado tantas mentiras, también podía haberme engañado en eso.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Está abajo? -inquirí, pensando en el extraño y desagradable olor que impregnaba la sala principal.
No respondió. Se limitó a arquear las cejas, y yo interpreté ese gesto como una afirmación.
– La situación empeoró con la hambruna -prosiguió-. ¿Lo recuerdas? Tú y yo todavía no nos conocíamos, pero hubo una mala cosecha, seguida de un invierno extremadamente crudo.
¿Cómo podría haberlo olvidado? En aquella época, en mi casa sólo comimos gachas de arroz con nabos secos. Mi madre administraba las provisiones con prudencia, mi padre y mi tío apenas probaban bocado, y todos habíamos sobrevivido.
– Mi padre no estaba preparado para algo así -admitió Flor de Nieve-. Fumaba su pipa y se olvidaba de nosotros. Un día, sus concubinas se marcharon. Quizá regresaron a sus hogares natales. O murieron en la nieve. No se supo más de ellas. Cuando llegó la primavera, sólo mis padres, mis dos hermanos, mis dos hermanas y yo vivíamos en la casa. De puertas afuera todavía llevábamos una vida elegante, pero en realidad los acreedores empezaban a visitarnos con regularidad. Mi padre vendió más campos. Al final sólo nos quedó la casa. Pero a él le importaba más su pipa que su familia. Antes de empeñar los muebles (no te imaginas lo bonitos que eran, Lirio Blanco), se le ocurrió venderme a mí.
– ¿Como criada? ¡No!
– Peor aún. Como falsa nuera.
Aquello era, a mi juicio, la pesadilla más espantosa de toda niña: que no le vendaran los pies, que la criaran unos desconocidos tan inmorales que no les importaba no tener una nuera auténtica, y que la trataran peor que a una criada. Yo era bastante mayor para comprender que las falsas nueras se convertían en meros objetos que cualquier varón de la casa podía utilizar para satisfacer sus apetitos sexuales.
– Fue la hermana de mi madre quien nos salvó -prosiguió-. Cuando tú y yo nos hicimos laotong, buscó una unión pasable para mi hermana mayor. Mi hermana ya nunca viene aquí. Después mi tía colocó a mi hermano mayor de aprendiz en Shangjiangxu. Ahora mi hermano pequeño trabaja en los campos para la familia de tu esposo. Mi hermana pequeña murió, ya lo sabes…
A mí no me interesaba la vida de unas personas a las que no conocía y sobre las que sólo había oído contar mentiras.
– Y a ti ¿qué te pasó?
– Mi tía cambió mi futuro con tijeras, tela y alumbre. Mi padre se opuso, pero ya conoces a tía Wang. ¿Quién se atreve a decirle que no una vez que ha tomado una decisión?
– ¿Tía Wang? ¿Te refieres a nuestra tía Wang, la casamentera?
– Es la hermana de mi madre.
Me llevé los dedos a las sienes. El día que conocí a Flor de Nieve y fuimos juntas al templo de Gupo, ella se había dirigido a la casamentera llamándola tiíta. Yo pensé que lo hacía por cortesía y respeto, y con el tiempo me acostumbré a llamarla también así. Ahora me sentí muy necia.
– No me lo habías dicho.
– ¿Lo de tía Wang? Eso es lo único que creía que sabías.
«Lo único que creía que sabías.» Intenté asimilar esas palabras.
– Tía Wang había adivinado cómo era mi padre -continuó Flor de Nieve-. Sabía que era un hombre débil. A mí también me conocía bien. Sabía que no me gustaba obedecer, que no prestaba atención, que era una inútil en el arte de las labores domésticas, pero que mi madre podía enseñarme a bordar, a vestirme, a comportarme delante de un hombre, a dominar nuestra escritura secreta. Mi tía no es una mujer como las demás; es una casamentera y por tanto tiene mentalidad de comerciante. Comprendía lo que nos esperaba a mi familia y a mí. Empezó a buscarme una laotong con objeto de que esa relación difundiera por el condado la idea de que yo era una muchacha educada, fiel, obediente…
– Y digna de una buena boda -concluí. Eso también podía aplicarse a mí.
– Buscó por todo el condado, viajó hasta mucho más allá de su territorio, hasta que el adivino le habló de ti. Cuando te conoció, decidió unir mi destino al tuyo.
– No lo entiendo.
Flor de Nieve sonrió con tristeza.
– Tú ibas hacia arriba; yo, hacia abajo. Cuando nos conocimos, yo no sabía nada. Se suponía que tenía que aprender de ti.
– Pero si fuiste tú quien me lo enseñó todo a mí. Siempre has bordado mejor que yo. Y dominabas el nu shu a la perfección. Me enseñaste a vivir en una familia distinguida…
– Y tú me enseñaste a sacar agua del pozo, lavar la ropa, cocinar y limpiar la casa. He intentado enseñar a mi madre, pero ella está anclada en el pasado.
Yo ya había comprendido que la madre de Flor de Nieve se resistía a olvidar un pasado que nunca podría recuperar, pero tras oír a mi laotong contar la historia de su familia pensé que también ella veía las cosas a través del feliz velo de la memoria. Había convivido con mi alma gemela muchos años y sabía que ella concebía el reino interior de las mujeres como un lugar hermoso y libre de preocupaciones. Quizá Flor de Nieve pensaba que se obraría algún milagro y que las cosas volverían a ser como antes.
– Aprendí de ti todo cuanto necesitaba saber para afrontar mi nueva vida -prosiguió-, aunque nunca he limpiado tan bien como tú.
Cierto, nunca me había superado en eso. Yo siempre había pensado que ése era su recurso para no ver la modestia con que vivíamos, pero entonces me di cuenta de que para ella era más fácil deslizarse por el aire, por encima de las nubes, que admitir la indignidad que tenía ante los ojos.
– Pero tu casa es mucho más grande y difícil de limpiar que la mía, y tú sólo eras una niña en tus años de cabello recogido -argumenté para hacerla sentir mejor-. Tú tenías…
– Una madre que no podía ayudarme, un padre adicto al opio y unos hermanos y hermanas que se marchaban uno tras otro.
– Pero vas a casarte…
De pronto me acordé del último día que la señora Gao entró en mi casa, cuando fue a la habitación de arriba y yo presencié su discusión con la señora Wang. ¿Qué había dicho del compromiso matrimonial de Flor de Nieve? Intenté recordar lo que sabía acerca del acuerdo, pero Flor de Nieve casi nunca hablaba de su futuro esposo ni nos enseñaba los regalos que le enviaba su futura familia política. Sí, habíamos visto algunas piezas de seda y algodón en que estaba trabajando, pero ella siempre decía que no eran nada especial, sólo prendas de diario que bordaba para sí.
En mi mente empezó a formarse una idea aterradora: Flor de Nieve iba a casarse con el hijo de una familia muy humilde. Sólo faltaba por saber cuan humilde era.
Creo que ella adivinó mis pensamientos, porque dijo:
– Mi tía hizo cuanto pudo por mí. Mi futuro esposo no es un campesino.
El comentario me dolió un poco, porque mi padre era un campesino.
– Entonces, ¿qué es? ¿Comerciante? -Era un oficio deshonroso, sí, pero quizá con esa unión la vida de Flor de Nieve podría mejorar.
– Me casaré con un hombre de Jintian, como dijo tía Wang, pero la familia de mi esposo… -Vaciló otra vez y por fin dijo-: Son carniceros.
Waaa! ¡No podía haber un matrimonio peor! El esposo de Flor de Nieve debía de tener dinero, pero se ganaba el sustento con una actividad impura y repugnante. Recordé todo lo que habíamos hecho durante el último mes, mientras preparábamos mi boda. Sobre todo recordé que la señora Wang había permanecido al lado de Flor de Nieve, ofreciéndole consuelo y apaciguándola. Entonces me vino a la memoria el día en que la casamentera nos contó «La historia de la esposa Wang» y comprendí, con gran pesar, que esa historia no iba dirigida a mí, sino a Flor de Nieve.
No sabía qué decir. Había oído retazos de la verdad desde los nueve años, pero había decidido no creerla ni admitirla. Ahora pensaba: «¿Acaso no es mi deber procurar que mi laotong sea feliz? ¿Conseguir que olvide esos problemas? ¿Hacerle creer que todo irá bien?»
La abracé.
– Al menos nunca pasarás hambre -dije, aunque con el tiempo descubriría que en esto me equivocaba-. A una mujer pueden ocurrirle cosas mucho peores -añadí, pues no lograba imaginar nada peor.
Apoyó la cara sobre mi hombro y rompió a llorar. Al cabo de un rato me apartó con brusquedad. Tenía los ojos anegados en lágrimas, pero no vi tristeza en ellos, sino una intensa rabia.
– ¡No quiero que me compadezcas!
No era compasión lo que yo sentía, sino tristeza y desconcierto. La carta que mi alma gemela me había escrito me había impedido disfrutar de mi boda. Su ausencia durante el rito de la lectura de los libros del tercer día me había herido profundamente. Y ahora, esto. Bajo la perplejidad fermentaba la sensación de que Flor de Nieve me había traicionado. Habíamos pasado muchas noches juntas, y sin embargo nunca me había contado la verdad. ¿Por qué? ¿Acaso porque en el fondo era incapaz de aceptar su destino? ¿Porque, como siempre se evadía de todo, creía que podría evadirse de la realidad? ¿Acaso creía de verdad que nuestros pies dejarían de tocar el suelo y nuestros corazones volarían como los pájaros? ¿O quizá me había ocultado la verdad con la intención de guardar las apariencias, creyendo que este día nunca llegaría?
Tal vez debí enfadarme con ella por haberme mentido, pero no era enojo lo que sentía. Creía que me había correspondido un futuro especial y eso me había vuelto tan egocéntrica que me había impedido ver lo que tenía delante. ¿Acaso no había sido fallo mío, como laotong, no plantearle las preguntas pertinentes acerca de su pasado y su futuro?
Yo sólo tenía diecisiete años. Había pasado los diez últimos sin salir apenas de la habitación, rodeada de mujeres que veían un futuro concreto para mí. Lo mismo podía decirse de los hombres de la casa. Sin embargo, de todas esas personas -mi madre, mi tía, mi padre, mi tío, la señora Gao, la señora Wang e incluso Flor de Nieve-, la única a quien podía culpar era mi madre. La señora Wang quizá la engañara al principio, pero más adelante mi madre había descubierto la verdad y decidido ocultármela. Lo que yo pensaba de ella se mezclaba con la súbita revelación de que sus esporádicas muestras de afecto, que ahora veía como parte del engaño, no habían sido más que una forma de mantenerme en el buen camino para lograr una boda que beneficiara a toda mi familia.
Me sentía absolutamente confundida, y creo que mi confusión fue uno de los factores que desencadenaron los sucesos posteriores. No entendía lo que me ocurría. No sabía qué era lo que de verdad importaba. No era más que una niña ignorante que creía saber algo porque se había casado. No sabía cómo resolver la situación, así que lo enterré todo en lo más hondo de mí. Pero mis sentimientos no desaparecieron, no podían desaparecer. Era como si hubiera comido carne de un cerdo enfermo y ésta hubiera empezado a envenenarme poco a poco.
Todavía no me había convertido en la señora Lu a la que hoy día todos respetan por su elegancia, compasión y poder. Sin embargo, tan pronto entré en la casa de Flor de Nieve sentí algo nuevo en mi interior. Pensad otra vez en ese trozo de carne de cerdo enfermo y entenderéis a qué me refiero. Tenía que fingir que no estaba enferma ni infectada, de modo que me apliqué con tesón a esa tarea. Quería honrar a la familia de mi esposo siendo caritativa y bondadosa con las personas que se hallaban en peor situación. No sabía cómo hacerlo, por supuesto, porque eso no estaba en mi naturaleza.
Flor de Nieve debía casarse al cabo de un mes, de modo que ayudé a ella y a su madre a limpiar la casa. Quería que estuviera presentable cuando llegaran los emisarios del novio, pero no había forma de hacer desaparecer el hedor que impregnaba las habitaciones. Aquel repugnante olor dulzón procedía del opio que fumaba el padre de Flor de Nieve. Y los otros malos olores, como ya habréis deducido, los despedían sus excrementos. Ni quemando incienso o vinagre, ni abriendo las ventanas incluso en aquellos fríos meses, lográbamos disimular la inmundicia de aquel hombre y de sus hábitos.
Pronto aprendí cómo era la vida en aquella casa, con dos mujeres aterrorizadas por un hombre que no salía de su habitación de la planta baja. Las oía hablar en voz baja y encogerse de miedo cuando él las llamaba. También vi a aquel hombre, tumbado sobre su propia suciedad. Pese a ser pobre, era arrogante e irascible como un niño malcriado. En otros tiempos debía de maltratar a su esposa e hija, pero ahora no era más que un drogadicto aturdido, al que era mejor dejar solo con su vicio.
Intenté ocultar mis emociones. En aquella casa ya se habían vertido suficientes lágrimas; sólo faltaba que yo me pusiera a llorar. Pedí a Flor de Nieve que me enseñara los regalos que le había enviado la familia del carnicero. Pensaba que quizá no sería tan mala al fin y al cabo. Había visto las piezas de seda en que trabajaba mi laotong. Debía de ser una familia más o menos próspera, aunque fuera espiritualmente impura.
Abrió un baúl de madera y fue depositando con delicadeza todas sus labores sobre la cama. Vi los zapatos de seda azul celeste con las nubes bordadas que había terminado el día que murió Luna Hermosa. Vi una túnica que tenía esa misma seda en la parte delantera. A continuación sacó cinco pares de zapatos de tallas diferentes confeccionados con la misma tela, pero con otros bordados. De pronto comprendí que Flor de Nieve había hecho todo aquello con la túnica que llevaba el día que nos conocimos.
Examiné otras prendas del ajuar. Allí estaba la tela azul lavanda con ribete blanco del traje de viaje que llevaba cuando tenía nueve años; con ella había confeccionado camisas y zapatos. También vi el tejido añil y blanco, mi favorito, del que había cortado tiras que luego había cosido a túnicas, tocados, cinturones y adornos para las colchas. Flor de Nieve había recibido poquísimos regalos de su familia política, pero había aprovechado la tela de sus prendas viejas para confeccionar un insólito ajuar.
– Serás una excelente esposa -dije, admirada de lo que mi alma gemela había conseguido hacer.
Ella rió por primera vez. Yo siempre había adorado el sonido de su risa, aguda y seductora. Reí con ella, porque todo aquello… superaba cualquier cosa que hubiera podido imaginar, superaba todo lo bueno y lo malo del universo. La situación en que se encontraba era terrible y trágica, extraña y sorprendente a la vez.
– Tus cosas…
– Ni siquiera son mías -aclaró Flor de Nieve después de respirar hondo-. Mi madre me hacía ropa con lo que quedaba de su ajuar para que la llevara cuando iba a visitarte. Ahora he vuelto a utilizarla para presentarme ante mi esposo y mis suegros.
¡Claro! Entonces recordé haber pensado que cierto bordado era demasiado sofisticado para ser obra de una niña tan pequeña, o haber cortado algún hilo suelto de su puño cuando ella no miraba. ¡Qué ingenua había sido! Me ruboricé, me llevé las manos a las mejillas y reí aún con más ganas.
– ¿Crees que mi suegra lo notará? -preguntó Flor de Nieve.
– Si yo no lo noté, no creo que… -La risa no me dejó terminar la frase.
Quizá sólo las niñas y las mujeres le vean la gracia. Se nos considera completamente inútiles. Aunque nuestra familia natal nos quiera, somos una carga para ella. Cuando nos casamos, nos presentamos ante un hombre al que jamás hemos visto, nos acostamos con él y nos sometemos a las exigencias de nuestras suegras. Si tenemos suerte, engendramos hijos varones y aseguramos nuestra posición en la casa de nuestro esposo. Si no, nos enfrentamos al desprecio de nuestra suegra, a las burlas de las concubinas de nuestro marido y a la cara de decepción de nuestras hijas. Recurrimos a artimañas femeninas -de las que las niñas de diecisiete años no saben casi nada-, pero eso es lo único que podemos hacer para alterar nuestro destino. Vivimos para satisfacer los caprichos y placeres de los demás, y por eso lo que habían hecho Flor de Nieve y su madre era casi inconcebible. Habían recuperado la tela que en su día la familia de Flor de Nieve enviara a su madre como regalo de boda, la tela con que ésta había confeccionado el ajuar de una elegante doncella y que más tarde había utilizado de nuevo para vestir a su hermosa hija; ahora habían vuelto a retocarla para anunciar las virtudes de una joven que iba a casarse con un impuro carnicero. Todo aquello era obra de mujeres -obra que los hombres consideran meramente decorativa- y se servían de ella para cambiar el curso de sus vidas.
No obstante, hacía falta mucho más. Flor de Nieve tenía que presentarse en su nuevo hogar con ropa suficiente para vestirse durante muchos años y de momento tenía muy pocas prendas. Me puse a pensar qué podíamos hacer en el mes que nos quedaba.
Cuando llegó la señora Wang para el rito de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba de Flor de Nieve, me la llevé a un rincón y le supliqué que fuera a mi casa natal.
– Necesito ciertas cosas… -dije.
Aquella mujer siempre había sido muy crítica conmigo. Además, había mentido, no a mi familia sino a mí. Nunca me había inspirado mucha simpatía, pero hizo lo que le pedí porque, al fin y al cabo, ahora yo gozaba de una posición superior a la suya. Volvió de mi casa al cabo de varias horas con dos cestas; una contenía mis golosinas de boda, unos trozos de carne de cerdo que mis suegros me habían regalado y hortalizas del huerto, y la otra, la tela que yo tenía pensado cortar cuando regresara al hogar paterno. Nunca olvidaré cómo se comió aquella carne la madre de Flor de Nieve. Le habían enseñado a comportarse como una dama y, pese a lo hambrienta que estaba, no se lanzó sobre la comida como habría hecho cualquiera de mi familia, sino que desprendía pequeños trozos de carne con los palillos y se los llevaba con delicadeza a la boca. Su contención y compostura me enseñaron algo que siempre he tenido presente: aunque esté desesperada, debo conducirme en todo momento como una mujer educada.
Todavía no había terminado con la señora Wang.
– Necesitamos muchachas para el rito de Sentarse y Cantar -dije-. ¿Puedes traer a la hermana mayor de Flor de Nieve?
– No. Sus suegros no la dejarán volver a esta casa.
Traté de digerirlo. Jamás había oído que semejante cosa fuera posible.
– Pues necesitamos muchachas -insistí.
– No vendrá nadie, Lirio Blanco -me confió la señora Wang-. Mi cuñado tiene muy mala reputación. Ninguna familia permitirá que una niña soltera traspase este umbral. Quizá tu madre y tu tía, que ya conocen la situación…
– ¡No!
Todavía no estaba preparada para verlas, y a Flor de Nieve no le serviría de nada su compasión. Lo que necesitaba mi laotong era la compañía de muchachas desconocidas.
Yo tenía algunas monedas que me habían regalado por mi boda. Deslicé unas pocas en la mano de la señora Wang y dije:
– No vuelvas hasta que hayas encontrado a tres muchachas. Paga a sus padres la cantidad que consideres oportuna. Diles que yo me hago responsable de sus hijas.
Estaba convencida de que, como esposa de la mejor familia de Tongkou, podría conseguir lo que quisiera, y sin embargo lo que estaba haciendo era muy arriesgado, porque mis suegros no tenían ni idea de que utilizaba su posición de ese modo. No obstante, la señora Wang evaluó la situación. Ella necesitaba seguir haciendo negocios en Tongkou y estaba a punto de cosechar los frutos de haberme introducido en la familia Lu. No quería poner en peligro su posición, pero ya se había saltado muchas normas para beneficiar a su sobrina. Al final resolvió mentalmente la ecuación, asintió con la cabeza y se marchó.
Al día siguiente regresó con tres crías, hijas de unos campesinos que trabajaban para mi suegro. Dicho de otro modo: eran niñas como yo, pero que no habían disfrutado de mis ventajas.
Fue un mes agotador. Enseñé a cantar a las niñas. Las ayudé a buscar palabras bonitas para describir a Flor de Nieve -a quien no conocían de nada- en sus libros del tercer día. Si no sabían un carácter, yo se lo escribía. Si se dedicaban a perder el tiempo cuando debían confeccionar las colchas, las llevaba aparte y les susurraba que sus padres las castigarían si no realizaban bien las tareas para las que las habían contratado.
¿Recordáis cómo se sentía mi hermana mayor durante los ritos nupciales? Estaba muy triste por tener que marcharse de su casa natal, pero todos consideraban que iba a hacer una buena boda. Las canciones que entonó no eran ni demasiado trágicas ni demasiado alegres, y reflejaban lo que iba ser su futuro. Por mi parte, había tenido sentimientos encontrados acerca de mi matrimonio. También estaba triste por tener que abandonar mi casa natal, pero al mismo tiempo me sentía emocionada porque mi vida iba a cambiar para mejor. En mis canciones había elogiado a mis padres por haberme criado y les había dado las gracias por lo mucho que habían trabajado por mí. El futuro de Flor de Nieve, en cambio, se vislumbraba sombrío. Era algo que nadie podía negar ni cambiar, de modo que nuestras canciones estaban impregnadas de melancolía.
– Madre -cantó Flor de Nieve un día-, padre no me plantó en una colina soleada. Viviré para siempre en la sombra.
Y su madre contestó:
– Ciertamente, es como plantar una flor hermosa en un muladar.
Las tres niñas y yo no podíamos sino estar de acuerdo, y alzamos nuestras voces al unísono para repetir ambas frases. Así es como hacíamos las cosas: con sentimiento, pero a la manera tradicional.
Hacía cada vez más frío. Un día, vino el hermano menor de Flor de Nieve y tapó las celosías con papel, aunque eso no impidió que la humedad siguiera entrando en la casa. Teníamos los dedos rígidos y enrojecidos a causa del frío. Las tres niñas campesinas no se atrevían a quejarse. Como no podíamos continuar de aquella manera, propuse que nos trasladáramos a la cocina, donde podríamos calentarnos junto al brasero. La señora Wang y la madre de Flor de Nieve se plegaron a mi deseo, demostrando una vez más que yo tenía poder.
El libro del tercer día que había escrito para Flor de Nieve tiempo atrás estaba lleno de espléndidas predicciones acerca de su futuro, pero aquellas frases ya no eran pertinentes. Empecé de nuevo. Corté un trozo de tela añil para confeccionar las tapas, entre las que coloqué varias hojas de papel de arroz que cosí con hilo blanco. En las esquinas de la primera hoja pegué recortes de papel rojo. En las primeras páginas escribiría mi canción de despedida; en las siguientes presentaría a mi laotong a su nueva familia, y las últimas las dejaría en blanco para que ella escribiera lo que quisiera y guardara las muestras de sus bordados. Molí tinta en el tintero de piedra y cogí el pincel. Dibujé los trazos de nuestra escritura secreta con gran esmero. No debía permitir que mi mano, tan temblorosa a causa de las emociones de aquellos días, estropeara los sentimientos que pretendía expresar.
Transcurridos los treinta días, empezó el Día de los Lamentos. Flor de Nieve se quedó en el piso de arriba. Su madre se sentó en el cuarto peldaño de la escalera que conducía a la habitación de las mujeres. Nosotras ya teníamos preparadas las canciones. Pese a la amenaza de la ira del padre de Flor de Nieve ante cualquier ruido, elevé la voz para cantar mis sentimientos y mis consejos.
– Una buena mujer no debe aborrecer los defectos de su esposo -canté, recordando «La historia de la esposa Wang»-. Ayuda a mejorar a tu familia. Sirve y obedece a tu marido.
La madre y la tía de Flor de Nieve cantaron:
– Para ser buenas hijas, debemos obedecer. -Al oír sus voces nadie habría puesto en duda la devoción y el afecto que se profesaban-. Debemos recogernos en la habitación de arriba, ser castas, mostrarnos recatadas y perfeccionar las artes de las mujeres. Para ser buenas hijas, debemos abandonar el hogar. Ése es nuestro destino. Cuando nos vamos a la casa de nuestro esposo, se abren ante nosotras nuevos mundos, a veces mejores y a veces peores.
– Disfrutamos juntas de los felices años de hija -recordé a Flor de Nieve-. Pasó el tiempo y nunca nos separamos. Ahora seguiremos juntas. -Evocando los primeros mensajes intercambiados en nuestro abanico y lo escrito en nuestro contrato de laotong, añadí-: Seguiremos hablándonos al oído. Seguiremos eligiendo nuestros colores, enhebrando nuestras agujas y bordando juntas.
Flor de Nieve apareció en lo alto de la escalera y su voz llegó hasta mí.
– Creía que volaríamos juntas como dos aves fénix, eternamente. Ahora soy como una criatura muerta que yace en el fondo de un estanque. Dices que seguiremos juntas, como antes. Te creo. Sin embargo, el umbral de mi casa nunca podrá compararse con el tuyo.
Bajó despacio por la escalera y se sentó junto a su madre. Creíamos que la veríamos llorar, pero no derramó ni una lágrima. Entrelazó un brazo en el de su madre y escuchó con educación cómo las niñas del pueblo entonaban sus lamentos. La observé sin entender su aparente falta de emoción, cuando hasta yo, que había estado muy contenta porque iba a hacer una buena boda, había llorado en aquella ceremonia. ¿Acaso abrigaba sentimientos encontrados, como me había ocurrido a mí? Sin duda echaría de menos a su madre, pero ¿echaría de menos a aquel despreciable padre o añoraría despertar cada mañana en una casa vacía que le recordaba la desgraciade su familia? Casarse con un carnicero era terrible, pero ¿era peor que la vida que había llevado hasta entonces? Además, Flor de Nieve había nacido bajo el signo del caballo, como yo. Sus ansias de libertad y aventuras eran tan fuertes como las mías. Sin embargo, aunque éramos almas gemelas, nacidas bajo el signo del caballo, yo siempre tenía los pies en el suelo y era realista, fiel y obediente, mientras que su caballo tenía alas que querían elevarla por el aire y luchar contra cualquier cosa que pudiera frenarla, pese a tener una mente que perseguía la belleza y el refinamiento.
Dos días más tarde, llegó la silla de flores de mi laotong. Tampoco esta vez lloró ni se rebeló contra lo inevitable. Se entretuvo un momento con el pequeño grupo de mujeres que se habían congregado y luego subió al palanquín, escasamente decorado. Las tres niñas a las que yo había contratado ni siquiera esperaron a que hubiera doblado la esquina para marcharse. La madre de Flor de Nieve entró en la casa y yo me quedé sola con la señora Wang.
– Pensarás que soy una vieja despreciable -dijo ésta-, pero debes saber que nunca mentí a tu madre ni a tu tía. Pocas veces se le presenta a una mujer la oportunidad de cambiar su destino o el de otra persona, pero…
Levanté una mano para impedir que enumerara sus excusas, porque lo que yo necesitaba saber era otra cosa.
– Durante los años que fuiste a mi casa para examinarme los pies…
– ¿Quieres saber si es verdad que eras especial?
Asentí. Ella me miró con fijeza.
– No es fácil encontrar una laotong -admitió-. Tenía a varios adivinos recorriendo el condado en busca de alguien a quien pudiera unir con mi sobrina. Por supuesto, habría preferido a alguien de una familia más próspera, pero el adivino Hu te encontró a ti. Tus ocho caracteres encajan con los de mi sobrina. Aunque no hubiera sido así, él habría venido igualmente a mí porque, sí, tus pies eran muy especiales. Tu suerte estaba destinada a cambiar, tanto si te convertías en la laotong de mi sobrina como si no. Ahora espero que su destino haya cambiado también gracias a su relación contigo. Dije muchas mentiras para que Flor de Nieve tuviera una vida mejor. Nunca te pediré perdón por eso.
Contemplé el pintarrajeado rostro de la señora Wang mientras sopesaba sus palabras. Quería odiarla, pero no podía. Ella había hecho todo lo posible por la persona a quien yo más quería en el mundo.
Como la hermana mayor de Flor de Nieve no podía entregar los libros del tercer día, fui yo en su lugar. Mi familia natal me envió un palanquín y no tardé en llegar a Jintian. No había adornos ni estridentes sonidos de una banda nupcial que hicieran sospechar que ese día sucedía algo especial en el pueblo. Me bajé del palanquín en un callejón de tierra, delante de una casa con el tejado bajo y un montón de leña arrimado a la pared. A la derecha de la puerta había algo que parecía un gigantesco wok empotrado en una plataforma de ladrillos.
A mi llegada debería haberse celebrado un banquete. No lo hubo. Las mujeres más importantes del pueblo deberían haber salido a recibirme. Lo hicieron, pero la tosquedad de su dialecto, pese a que sólo estaban a unos pocos ti de Tongkou, concordaba con el desagradable carácter de la gente de Jintian.
Cuando llegó el momento de leer los sanzhaoshu, me condujeron a la sala principal. A primera vista la casa se parecía a aquella donde yo había nacido. De la viga central colgaban pimientos puestos a secar. Las paredes eran de ladrillo basto y no estaban pintadas. Yo confiaba en que el parecido con mi hogar se reflejara también en sus moradores. Aquel día no conocí al esposo de Flor de Nieve, pero sí a su suegra, y he de decir que era una mujer muy malcarada. Tenía los ojos muy juntos y los labios delgados que caracterizan a las personas de mentalidad cerrada y espíritu mezquino.
Flor de Nieve entró en la sala, se sentó en un taburete junto a sus libros del tercer día y esperó en silencio. Yo tenía la impresión de que había cambiado al casarme, pero ella estaba igual que siempre. Las mujeres de Jintian se apiñaron alrededor de los sanzhaoshu y empezaron a toquetearlos con sus sucias manos. Hablaban entre sí de las puntadas de los bordes y de los recortes de papel, pero ninguna hizo ni un solo comentario acerca de la calidad de la caligrafía ni de los sentimientos expresados. Al cabo de unos minutos tomaron asiento.
La suegra de Flor de Nieve se dirigió hacia un banco. No le habían vendado los pies tan mal como a mi madre, pero tenía unos andares extraños, que revelaban su baja extracción social aún mejor que los sonidos guturales que salían de su boca. Se sentó, miró con desdén a su nueva nuera y a continuación posó su severa mirada en mí.
– Tengo entendido que te has casado con el hijo de la familia Lu. Tienes mucha suerte. -Sus palabras eran educadas, pero por la forma en que las pronunció parecía que yo me hubiera bañado en estiércol-. Dicen que mi nuera y tú domináis el nu shu. Las mujeres de nuestro pueblo no practican ese pasatiempo. Sabemos leerlo, pero nos gusta más oírlo.
No la creí. Esa mujer era como mi madre: no sabía nu shu. Recorrí la habitación con la mirada evaluando a las otras mujeres. No habían hecho ningún comentario sobre la caligrafía porque seguramente no sabían nada de ella.
– No necesitamos ocultar nuestros pensamientos en unos garabatos escritos sobre papel-prosiguió la suegra de Flor de Nieve-. Todas estas vecinas saben cómo pienso. -La frase fue recibida con unas risitas nerviosas. La mujer levantó tres dedos para mandar callar a sus amigas-. Nos haría gracia oírte leer los sanzhaoshu de mi nuera. Será interesante saber lo que una muchacha venida de una casa importante de Tongkou tiene que decir acerca de mi nuera.
Todas las palabras que pronunciaba eran despectivas. Yo reaccioné como lo haría cualquier muchacha de diecisiete años. Cogí el libro del tercer día que había escrito la madre de Flor de Nieve y lo abrí. Recordé su refinada voz e intenté imitarla cuando leí:
– «Presento esta carta a tu noble familia tres días después de tu boda. Soy tu madre y llevamos tres días separadas. La desgracia golpeó a nuestra familia, y ahora tú te has casado y te has ido a un pueblo difícil donde la vida es dura.» -A continuación, siguiendo la tradición de los libros del tercer día, la madre de Flor de Nieve se dirigía a la nueva familia de su hija-. «Espero que seáis compasivos con el modesto ajuar de mi hija. Todas sus prendas son sencillas. No os burléis de ella, por favor.» -El texto continuaba refiriendo la mala suerte que había tenido la familia de Flor de Nieve, su pérdida de posición social y la pobreza en que vivían, pero mis ojos pasaron por encima de los caracteres escritos como si no existieran, e improvisé-: A una mujer honrada como nuestra Flor de Nieve le corresponde una buena casa. Merece una familia decente.
Dejé el libro. La habitación estaba en silencio. Entonces cogí mi libro del tercer día y lo abrí. Busqué con la mirada a la suegra de mi laotong. Quería que supiera que mi alma gemela siempre tendría en mí a una protectora. Luego, mirando a Flor de Nieve, canté:
– «Somos dos niñas que se han casado y se han marchado de su casa natal, pero nuestros corazones siempre permanecerán unidos. Tú bajas y yo subo. Tu familia sacrifica animales. La mía es la mejor del condado. Estás tan cerca de mí como mi propio corazón. Nuestros futuros están unidos. Somos como un puente sobre un ancho río. Caminamos juntas.» -Quería que la suegra de Flor de Nieve me oyera y entendiera mis palabras, pero ella me miraba con desconfianza, los delgados labios apretados en una mueca de desagrado.
Cuando hube terminado de leer, añadí estas palabras:
– No expreses tu tristeza cuando otras personas puedan verte. No dejes que tus ojos viertan lágrimas. No des a la gente maleducada motivos para reírse de ti ni de tu familia. Obedece las normas. Borra las arrugas de tu frente. Seremos almas gemelas para siempre.
Flor de Nieve y yo no tuvimos ocasión de hablar. Me condujeron a mi palanquín y regresé a mi casa natal. Cuando me quedé sola, saqué nuestro abanico de su envoltorio y lo abrí. Ya había tres pliegues llenos de frases que conmemoraban momentos que para nosotras habían sido especiales. Era lógico, porque habíamos vivido más de una tercera parte de lo que en nuestro condado se consideraba una larga vida. Repasé todos aquellos momentos. Cuánta felicidad. Cuánta tristeza. Cuánta intimidad.
Busqué la última anotación de Flor de Nieve, concerniente a mi boda con el hijo de la familia Lu. Preparé tinta y saqué mi pincel más fino. Debajo de las frases con que ella me deseaba buena suerte, dibujé con sumo cuidado nuevos trazos: «Un fénix vuela por encima de un gallo. Siente el viento contra su cuerpo. Nada lo atará a la tierra.» Solo entonces, tras haber escrito esas palabras, me permití por fin pensar en la realidad del destino de mi laotong. En la guirnalda del borde superior pinté una flor marchita de la que goteaban pequeñas lágrimas. Esperé a que se secara la tinta. Entonces cerré el abanico.
Cuando regresé a mi casa natal, mis padres se alegraron de verme. Y aún se alegraron más al ver los dulces enviados por mis suegros. Pero, si he de ser sincera, yo no me alegré de verlos a ellos. Me habían mentido durante diez años y en mi interior hervían emociones despreciables. Ya no era la niña pequeña cuyos sentimientos desagradables se llevaba el agua del río. Quería acusar a mi familia, pero por mi propio bien debía observar las normas de la devoción filial. Así pues, me rebelaba con discreción, aislándome emocional y físicamente.
Al principio mi familia no pareció reparar en mi cambio de actitud. Ellos se comportaban como siempre y yo hacía cuanto podía para rechazar sus tentativas de acercamiento. Mi madre quiso examinarme las partes íntimas, pero me negué alegando vergüenza. Mi tía me preguntó cómo lo había pasado en la cama con mi esposo, pero le di la espalda fingiendo timidez. Mi padre intentó cogerme la mano, pero le insinué que esas muestras de cariño no eran apropiadas para una mujer casada. Hermano Mayor buscaba mi compañía para compartir conmigo risas e historias, pero le dije que para eso ya tenía a su esposa. Hermano Segundo me miraba y guardaba las distancias; yo me limitaba a indicarle con recato que cuando se casara lo entendería. Sólo mi tío, con su mirada de desconcierto y su nerviosismo, me inspiraba cierta simpatía, pero tampoco le dije nada. Hacía mis labores. Trabajaba en silencio en la habitación de arriba. Me mostraba educada. Me mordía la lengua, porque todos ellos, excepto mi hermano menor, eran mayores que yo. Pese a ser una mujer casada, no estaba en posición de acusarlos de nada.
Sin embargo, no podía seguir actuando así mucho tiempo sin despertar sospechas. Para mi madre, mi comportamiento, pese a ser cortés en todo momento, era inaceptable. En aquella pequeña casa convivían varias personas y no estaba bien que yo llenara tanto espacio de lo que ella consideraba mi mezquindad.
Llevaba cinco días en mi casa natal cuando mi madre pidió a mi tía que bajara a buscar té. En cuanto nos quedamos solas, vino hacia mí, apoyó el bastón contra la mesa a la que yo estaba sentada, me agarró por el brazo y me hincó las uñas en la carne.
– ¿Qué te pasa? ¿Te crees mejor que el resto de nosotros? -susurró con rabia-. ¿Te crees superior porque te has acostado con el hijo de un cacique?
Levanté la cabeza y la miré a los ojos. Nunca le había faltado al respeto, pero esa vez no disimulé la ira que sentía. Me sostuvo la mirada, creyendo que la dureza de su expresión me amilanaría, pero yo no me arredré. Entonces, con un rápido movimiento, me soltó el brazo, tomó impulso y me dio una fuerte bofetada. Volví la cabeza y luego la miré de nuevo a los ojos, y mi madre se sintió aún más ofendida.
– Deshonras esta casa con tu comportamiento -afirmó-. Eres una vergüenza.
– Una vergüenza -musité, a sabiendas de que mi madre se enfurecería aún más.
Entonces la agarré por el brazo y tiré de ella hacia abajo para que su cara y la mía quedaran a la misma altura. Su bastón cayó al suelo con estrépito.
– ¿Estás bien, hermana? -preguntó mi tía desde el piso de abajo.
– Sí, trae el té cuando esté listo -respondió mi madre adoptando un tono desenfadado.
Las emociones que rugían en mi interior hacían que me temblara todo el cuerpo. Mi madre se dio cuenta y sonrió. Le clavé las uñas en el brazo, tal como ella me había hecho a mí. Bajé la voz para decir:
– Eres una mentirosa. Me habéis engañado. ¿Creíais que no descubriría la verdad acerca de Flor de Nieve?
– No te dijimos nada por piedad hacia ella -gimió-. Queremos mucho a Flor de Nieve. Ella era feliz aquí. ¿Por qué habríamos tenido que cambiar la opinión que tenías de ella?
– Si hubiera sabido la verdad, nada habría cambiado. Flor de Nieve es mi laotong.
Mi madre compuso un gesto porfiado y cambió de táctica.
– Todo cuanto hicimos fue por tu propio bien.
Le hinqué las uñas aún más fuerte.
– Querrás decir por vuestro propio bien.
Yo era consciente del dolor físico que le estaba causando, pero mi madre no dio muestras de ello, sino que adoptó una expresión amable y suplicante. Yo sabía que intentaría justificarse, pero jamás habría podido imaginar la excusa que me presentó.
– Tu relación con Flor de Nieve y la perfección de tus pies os garantizaban una buena boda a ti y a tu prima. Luna Hermosa merecía ser feliz.
Me indignó que desviara la conversación del tema que a mí me preocupaba, pero mantuve la compostura.
– Luna Hermosa murió hace dos años -dije con voz ronca-. Flor de Nieve vino a esta casa hace diez años. Y tú nunca encontraste el momento de hablarme de sus circunstancias.
– Luna Hermosa…
– ¡No estamos hablando de Luna Hermosa!
– Tú la llevaste fuera. Si no lo hubieras hecho, ella seguiría con vida. Destrozaste el corazón a tu tía.
Debería haber supuesto que mi madre, como buen mono, tergiversaría los hechos. Aun así, la acusación era demasiado cruel. Pero ¿qué podía hacer yo? Era una buena hija. Dependía de mi familia hasta que quedara encinta y me marchara definitivamente a la casa de mi esposo. ¿Cómo una muchacha nacida bajo el signo del caballo iba a ganar la batalla contra un artero mono?
Mi madre debió de darse cuenta de que tenía ventaja, porque añadió:
– Si fueras una hija decente, me agradecerías…
– ¿Qué debería agradecerte?
– Te he dado la vida que yo no pude tener por culpa de estos pies -afirmó señalando sus deformes extremidades-. Te vendé los pies y ahora has recibido la recompensa.
Sus palabras me transportaron a las largas horas de sufrimiento, cuando ella solía repetirme una versión de aquella promesa. Me di cuenta, horrorizada, de que durante aquellos espantosos días mi madre no me había demostrado su amor maternal. En realidad, el dolor que me había infligido tenía que ver con su egoísmo, sus deseos y sus necesidades.
Sentía una rabia y una decepción insoportables.
– Nunca volveré a esperar de ti la menor muestra de bondad -le espeté, y le solté el brazo con una mueca de asco-. Pero recuerda esto: me educaste para que algún día llegara a tener poder para controlar lo que ocurre en esta familia. Seré una mujer buena y caritativa, pero no creas que olvidaré lo que me has hecho.
Mi madre se agachó, recogió su bastón y se apoyó en él.
– Me compadezco de la familia Lu. El día que te marches de esta casa será el más feliz de mi vida. Hasta entonces, no vuelvas a comportarte como una estúpida.
– ¿O si no qué? ¿No me darás de comer?
Mi madre me miró como si yo fuera una desconocida. Luego dio media vuelta y fue renqueando hasta su silla. Cuando llegó mi tía con el té, no dijimos nada.
Así fue como quedaron las cosas. Yo me mostré más amable con los demás: mis hermanos, mi tía, mi tío y mi padre. Quería borrar por completo a mi madre de mi vida, pero mis circunstancias me lo impedían. Tenía que permanecer en mi casa natal hasta que me quedara embarazada y estuviera a punto de dar a luz. E incluso cuando me instalara en el hogar de mi esposo, la tradición me obligaría a volver con mi familia varias veces al año. Con todo, intentaba mantener una distancia emocional con mi madre (aunque pasábamos muchos días en la misma habitación) comportándome como si hubiera madurado y ya no necesitara su cariño. Era la primera vez que lo hacía -en apariencia cumplía las tradiciones y las normas, liberaba mis emociones brevemente y luego me aferraba a mi resentimiento como un pulpo a una roca-, y la verdad es que funcionaba. Mi familia aceptó mi conducta, y yo seguí pareciendo una buena hija. Más tarde volvería a hacer algo similar, aunque por motivos muy diferentes y con resultados desastrosos.
Tenía más estima que nunca a Flor de Nieve. Nos escribíamos a menudo y la señora Wang hacía de correo. A mí me preocupaban sus circunstancias (si su suegra era amable con ella, cómo la trataba su esposo en la cama y si la situación había empeorado en su casa natal), y ella temía que yo no la quisiera como antes. Nos habría gustado vernos, pero ya no teníamos el pretexto de trabajar en nuestros ajuares para reunimos y sólo se nos permitía salir para las visitas conyugales.
Yo pasaba cuatro o cinco noches al año en la casa de mi esposo. Cada vez que me marchaba del hogar paterno, las mujeres de mi familia lloraban por mí. Siempre me llevaba comida, pues mis suegros no me alimentarían hasta que fuera a vivir definitivamente con ellos. Cada vez que iba a Tongkou, me animaba el trato que allí recibía. Cuando volvía a mi casa natal, las emociones de mi familia eran agridulces, porque cada noche que pasaba lejos de ellos me hacía parecer más valiosa y les recordaba que pronto los abandonaría para siempre.
Con cada viaje me volvía más atrevida. Miraba por la ventanilla del palanquín hasta que llegué a conocer bien el trayecto. El camino solía estar lleno de barro y baches. Estaba bordeado de arrozales y algún que otro campo de taro. En las afueras de Tongkou, un pino se retorcía sobre el sendero, como si saludara a los viajeros. Un poco más allá, a la izquierda, estaba el estanque del pueblo. El río Xiao serpenteaba detrás de mí. Enfrente, tal como había descrito Flor de Nieve, Tongkou se acurrucaba en los brazos de las colinas.
Cuando los porteadores me dejaban ante la entrada principal de Tongkou, los adoquines que yo pisaba formaban un intrincado dibujo que imitaba las escamas de los peces. Esa zona tenía forma de herradura, con el pabellón donde se descascarillaba el arroz a la derecha y un establo a la izquierda. Los pilares de la puerta, decorados con tallas pintadas, sostenían un ornado tejado con aleros que se elevaban hacia el cielo. En las paredes había frescos que representaban escenas de la vida de los inmortales. El umbral era alto, para indicar a los visitantes que Tongkou era el pueblo más importante del condado. Un par de bloques de ónice adornados con peces saltarines flanqueaban la puerta y ayudaban a desmontar a los visitantes que llegaban a caballo.
Detrás del umbral estaba el patio principal de Tongkou, amplio y acogedor, cubierto por una cúpula de ocho lados, tallada y pintada, que tenía un feng shui perfecto. Si traspasaba la puerta secundaria que había a la derecha, llegaba al salón principal de Tongkou, que se utilizaba para recibir a los visitantes comunes y para celebrar pequeñas reuniones. Más allá estaba el templo de los antepasados, que servía para acoger a los emisarios y a los funcionarios imperiales, así como para las celebraciones importantes, como las bodas. Los edificios más humildes, algunos de madera, se apiñaban detrás.
La casa de mis suegros se alzaba al otro lado de la puerta secundaria de la derecha. Todas las viviendas de esa zona eran majestuosas, pero la de mis suegros era particularmente bonita. Incluso ahora me alegro de vivir aquí. Es de ladrillo, de dos plantas, con la fachada enyesada. Bajo los aleros exteriores hay pinturas de hermosas doncellas y apuestos hombres estudiando, tocando instrumentos, practicando caligrafía, repasando las cuentas. Ésas son las cosas que siempre se han hecho en esta casa, de modo que esas pinturas ofrecen a los transeúntes información sobre el carácter de sus moradores y sobre cómo emplean su tiempo. Las paredes interiores están revestidas de las nobles maderas de nuestras colinas, y las habitaciones, ricamente ornamentadas con columnas, celosías y barandillas labradas.
Cuando llegué por primera vez, la sala principal estaba prácticamente igual que ahora: los muebles eran elegantes; el suelo, de madera; el aire entraba por las altas ventanas, y la escalera subía por la pared oriental hasta un balcón de madera decorado con una cenefa de rombos. En aquella época mis suegros dormían en la habitación más amplia de la parte trasera, en la planta baja. Cada uno de mis cuñados tenía su propia habitación alrededor de la sala principal. Al cabo de un tiempo sus esposas vinieron a vivir con ellos. Si no les daban hijos varones, acababan trasladándose a otras dependencias y las concubinas o las falsas nueras ocupaban su lugar en la cama de mis cuñados.
Durante mis visitas dedicaba las noches a tener trato carnal con mi esposo. Debíamos concebir un hijo varón y nos esforzábamos para lograrlo. Aparte de eso, apenas nos veíamos -él pasaba el día con su padre, y yo, con su madre-, pero con el tiempo acabamos conociéndonos mejor y eso hacía que nuestros empeños nocturnos resultaran más llevaderos.
Como ocurre en la mayoría de los matrimonios, la persona con la que era más importante que yo estableciera una relación era mi suegra. Enseguida comprobé que la señora Lu era una mujer muy convencional, tal como me había dicho Flor de Nieve. Me observaba con atención mientras yo realizaba las mismas tareas que hacía en mi casa natal: preparar el té y el desayuno, lavar la ropa de vestir y las sábanas, preparar la comida, coser, bordar y tejer por la tarde, y por último preparar la cena. Mi suegra me corregía y me daba órdenes continuamente. «Corta el melón en dados más pequeños -me decía mientras yo preparaba la sopa de melón-. Eso parece la comida de los cerdos.» O bien: «Tengo la menstruación y he manchado las sábanas. Frótalas bien hasta que queden limpias.» Cuando veía la comida que yo había traído de mi casa, la olfateaba y decía: «La próxima vez, trae algo que no huela tanto. Los olores de tu comida quitan el apetito a mi esposo y a mis hijos.» Cuando terminaba la visita, me enviaban de nuevo a mi casa natal sin darme las gracias ni decirme adiós.
Eso resume más o menos cómo era la vida que llevaba: ni muy mala ni muy buena, sino normal. La señora Lu era comprensiva; yo era obediente y me esforzaba por aprender. Dicho de otro modo, ambas sabíamos qué se esperaba de nosotras y hacíamos todo lo posible por cumplir con nuestras obligaciones. Por ejemplo, a los dos días del primer Año Nuevo después de mi boda, mi suegra invitó a todas las muchachas solteras de Tongkou y a todas las muchachas que, como yo, se habían casado con hombres del pueblo, y les ofreció té y golosinas. Se mostró educada y elegante. Cuando se marcharon, salimos con ellas. Ese día visitamos cinco casas y conocí a cinco nuevas nueras. Si no hubiera sido la laotong de Flor de Nieve, quizá habría escudriñado sus rostros tratando de adivinar cuál de ellas querría formar conmigo una hermandad de mujeres casadas.
La primera vez que Flor de Nieve y yo volvimos a encontrarnos fue el día de nuestra visita anual al templo de Gupo. Creeréis que teníamos mucho que contarnos, pero ambas estábamos muy apagadas. Atribuí su tristeza al arrepentimiento por haberme mentido durante tantos años y a su pobre boda. No obstante, yo también me sentía incómoda. No sabía cómo explicarle mis sentimientos hacia mi madre sin recordarle que ella también me había engañado. Por si aquellos secretos no bastaran para dificultar el diálogo, ahora además teníamos esposos y hacíamos con ellos cosas de las que nos avergonzábamos. Ya era bastante desagradable que nuestros suegros escucharan detrás de la puerta o que nuestras suegras examinaran las sábanas por la mañana. Sin embargo, Flor de Nieve y yo teníamos que hablar de algo, y parecía más seguro conversar acerca de nuestro deber de quedarnos embarazadas que ahondar en aquellos otros asuntos espinosos.
Empezamos a hablar con sutileza de los elementos fundamentales que debían coincidir para que concibiéramos un hijo y sobre si nuestros esposos obedecían o no esos rituales. Todo el mundo sabe que el cuerpo humano es un trasunto en miniatura del universo: los ojos y las orejas son el sol y la luna, el aliento es el aire, la sangre es la lluvia. A su vez, esos elementos desempeñan un importante papel en el desarrollo de una criatura. Por ese motivo los esposos no deben tener trato carnal cuando llueve sobre el tejado, porque el bebé se sentiría atrapado. Tampoco deben hacerlo durante una tormenta, porque el bebé desarrollaría miedos e instintos de destrucción. Y no deben hacerlo cuando el esposo o la esposa están angustiados, porque ese desasosiego pasaría a la siguiente generación.
– Me han dicho que no hay que tener trato carnal cuando estás muy cansada -comentó Flor de Nieve-, pero creo que mi suegra no lo sabe. -Ella estaba extenuada. A mí me pasaba lo mismo durante las visitas conyugales; acababa agotada de tanto trabajar, de ser educada y de sentirme continuamente observada.
– Ésa es la única norma que mi esposo tampoco respeta -reconocí-. ¿Acaso no han oído decir que un pozo agotado no da agua?
Negamos con la cabeza desaprobando el carácter de nuestras suegras, pero también nos preocupaba la posibilidad de que nuestros hijos no fueran sanos o inteligentes.
– Mi tía me ha dicho cuál es el mejor momento para quedarse embarazada -añadí. Aunque todos sus hijos habían nacido muertos excepto Luna Hermosa, nosotras seguíamos confiando en la experiencia de mi tía en esos asuntos-. Debe haber armonía en tu vida.
– Ya lo sé. -Flor de Nieve suspiró-. Cuando las aguas están tranquilas, el pez respira sin esfuerzo; cuando deja de soplar el viento, el árbol se mantiene firme -recitó.
– Necesitamos una noche tranquila con una luna llena y brillante, que representa la redondez del vientre de una embarazada y la pureza de la madre.
– Y un cielo despejado -apuntó Flor de Nieve-, que indica que el universo está sereno y bien dispuesto.
– Y nosotras y nuestros esposos hemos de estar contentos, porque así la flecha podrá volar hacia su objetivo. Dice mi tía que en esas circunstancias hasta el más mortífero de los insectos sale para aparearse.
– Sé qué circunstancias son las que deben darse -repuso Flor de Nieve, y volvió a suspirar-, pero es difícil que todas ellas coincidan en el tiempo.
– Aun así debemos intentarlo.
Así pues, en nuestra primera visita al templo de Gupo después de nuestra boda, Flor de Nieve y yo hicimos ofrendas y rezamos para que sucedieran todas esas cosas. Sin embargo, pese a haber seguido las normas, no nos quedamos embarazadas. ¿Creéis que es fácil quedarse encinta acostándose con un hombre sólo unas cuantas veces al año? En ocasiones mi esposo estaba tan ansioso que su esencia no llegaba a entrar en mí.
Durante nuestra segunda visita al templo después de habernos casado, las oraciones que rezamos fueron más sentidas, y las ofrendas que hicimos, más generosas. Luego, como de costumbre, fuimos a visitar al vendedor de taro, que nos preparó nuestro postre favorito. A ambas nos encantaba aquel plato, pero ese día ninguna se lo comió a gusto. Comparamos nuestras tácticas e intentamos inventar nuevas estrategias para quedarnos embarazadas.
En los meses siguientes hice cuanto pude por complacer a mi suegra cuando visitaba a la familia Lu. En mi casa natal intentaba mostrarme tan agradable como podía. Pero tanto en un sitio como en el otro me lanzaban miradas que yo interpretaba como amonestaciones por mi infecundidad. Un par de meses después la señora Wang me trajo una carta de Flor de Nieve. Esperé a que la casamentera se hubiera marchado y entonces desdoblé la hoja. Mi laotong había escrito en nu shu:
Estoy embarazada. Vomito todos los días. Mi madre dice que eso significa que el bebé está cómodo dentro de mi cuerpo. Espero, que sea un varón. Deseo que lo mismo te ocurra a ti.
No podía creer que Flor de Nieve se me hubiera adelantado. Mi posición social era más elevada que la suya y daba por hecho que me quedaría embarazada antes que ella. Me sentí tan humillada que no comuniqué la buena noticia a mi madre ni a mi tía. Sabía cómo reaccionarían: mi madre me criticaría y mi tía se alegraría demasiado por Flor de Nieve.
La siguiente vez que visité a mi esposo y tuvimos trato carnal, lo rodeé con las piernas y los brazos y lo retuve sobre mí hasta que se quedó dormido con el miembro fiácido dentro de mí. Permanecí largo rato despierta, respirando acompasadamente, pensando en la luna llena que brillaba en el cielo y aguzando el oído por si oía moverse el bambú detrás de nuestra ventana. Por la mañana él se había apartado de mí y dormía tumbado de costado. Yo sabía qué debía hacer. Metí una mano bajo la colcha y le sujeté el miembro hasta que se endureció. Cuando me pareció que mi esposo estaba a punto de abrir los ojos, retiré la mano y cerré los míos. Dejé que volviera a poseerme y, cuando se levantó y vistió para iniciar su jornada, yo me quedé inmóvil. Oímos a su madre en la cocina, empezando a realizar las tareas que me correspondían. Mi esposo me miró una sola vez, como advirtiéndome de que me atuviera a las consecuencias si no me levantaba pronto y me ponía a trabajar. No me gritó ni me pegó, como habrían hecho otros esposos, sino que salió de la habitación sin despedirse de mí. Un momento después oí las voces apagadas de mi marido y su madre en la cocina. Nadie vino a buscarme. Cuando por fin me levanté, me vestí y entré en la cocina, mi suegra me sonrió feliz y Yonggang y las otras muchachas intercambiaron miradas de complicidad.
Dos semanas más tarde, cuando volvía a estar en mi cama, en el hogar paterno, me desperté con la sensación de que los fantasmas de zorro sacudían la casa. Conseguí llegar hasta el orinal, medio lleno, y vomité. Mi tía entró en la habitación, se arrodilló a mi lado y me secó el sudor de la cara con el dorso de la mano.
– Ahora sí nos vas a abandonar -dijo, y por primera vez desde hacía mucho tiempo la gran cueva de su boca se abrió y dibujó una amplia sonrisa.
Esa tarde, me senté, cogí tinta y pincel y escribí una carta a mi laotong. «Cuando este año nos veamos en el templo de Gupo, ambas estaremos redondas como la luna.»
Como imaginaréis, mi madre fue tan estricta conmigo durante aquellos meses como lo había sido durante el vendado de mis pies. Supongo que sólo pensaba en todo lo que podía salir mal. «No subas por las colinas -me advertía, como si alguna vez me hubiera estado permitido hacerlo-. No pases por un puente estrecho, no te sostengas sobre una sola pierna, no mires los eclipses, no te bañes en agua caliente.» No había ningún peligro de que yo hiciera nada de eso; en cambio, las restricciones en la alimentación eran otro asunto. En nuestro condado estamos orgullosos de nuestros platos, muy condimentados, pero no me dejaban comer nada aderezado con ajo, pimientos o pimienta, porque esos ingredientes podían retrasar la expulsión de la placenta. Tampoco me permitían comer cordero, que podía perjudicar la salud del niño, ni pescado con escamas, porque podía provocar un parto difícil. Me prohibían cualquier alimento que fuera demasiado salado, demasiado amargo, demasiado dulce, demasiado ácido o demasiado picante, de modo que no podía comer judías negras fermentadas, melón amargo, crema de almendras, sopa con especias ni nada que fuera remotamente sabroso. Me alimentaba de sopas insípidas, verduras salteadas con arroz y té. Yo aceptaba esas limitaciones, consciente de que mi valía dependía enteramente del niño que crecía dentro de mí.
Mi esposo y mis suegros estaban encantados, por supuesto, y empezaron a prepararse para mi llegada. Mi hijo nacería a finales del séptimo mes lunar. Yo iría al templo de Gupo con motivo de la fiesta anual para suplicar a la diosa que me concediera un varón, y luego continuaría el viaje hasta Tongkou. Mis suegros estaban de acuerdo en que realizara ese peregrinaje (habrían hecho cualquier cosa por asegurarse un heredero), con la condición de que pasara la noche en una posada y no me cansara en exceso. Vino a recogerme un palanquín que había enviado la familia de mi esposo. Me planté ante el umbral de mi casa natal y acepté las lágrimas y los abrazos de todos. A continuación subí al palanquín y los porteadores se pusieron en marcha. Sabía que en los años venideros regresaría a mi pueblo natal para la Fiesta de la Brisa, la de los Fantasmas, la de los Pájaros y la de la Cata, así como cualquier otra celebración que pudiera haber en mi familia natal. No se trataba de una despedida definitiva, era sólo temporal, como lo había sido para Hermana Mayor.
Flor de Nieve, que estaba más avanzada en su embarazo, ya vivía en Jintian, de modo que pasé a recogerla. Tenía el vientre tan abultado que me extrañó que su nueva familia le permitiera viajar, aunque fuera para rogar a la diosa que le concediera un hijo varón. Era gracioso vernos mientras intentábamos abrazarnos con aquellos vientres enormes y sin parar de reír. Ella estaba más hermosa que nunca y emanaba una sincera felicidad.
Flor de Nieve no paró de hablar durante todo el trayecto; me contó los cambios que había experimentado su cuerpo, cómo disfrutaba cuando el bebé se movía en su interior y lo amables que eran todos con ella desde que se había instalado en la casa de su esposo. Acariciaba un trozo de jade blanco que llevaba colgado del cuello para que el bebé tuviera la piel tan clara como esa piedra y no heredara la tez rojiza de su esposo. Yo también llevaba un colgante de jade, pero no para proteger a mi hijo del color de la piel de mi esposo, sino de la mía, pues, aunque pasaba el día entero dentro de casa, la tenía más oscura que mi laotong.
En los años anteriores nuestras visitas al templo habían sido muy breves: hacíamos reverencias ante la diosa y tocábamos el suelo con la frente mientras rezábamos. Esa vez, en cambio, entramos orgullosas, sin disimular nuestra redondez, mirando a las otras futuras madres para ver quién estaba más gorda, quién tenía la barriga alta y quién la tenía baja, y al mismo tiempo procurando controlar nuestra mente y nuestra lengua para no transmitir a nuestro hijo ninguna idea innoble.
Avanzamos hacia el altar, donde había un centenar de pares de zapatos de recién nacido. Ambas habíamos escrito poemas en sendos abanicos que íbamos a ofrecer a la diosa. El mío expresaba mis deseos de tener un hijo varón que prolongara el linaje de los Lu y honrara a sus antepasados. Terminaba con estas palabras: «Diosa, tu bondad es una bendición. Vienen muchas mujeres a suplicarte que les des un hijo varón, pero espero que escuches mis ruegos. Por favor, concédeme mi deseo.» Cuando lo redacté me pareció adecuado, pero ahora imaginé qué habría escrito Flor de Nieve en su abanico. Seguro que estaba lleno de palabras cariñosas y memorables decoraciones. Recé para que la diosa no se dejara impresionar demasiado por la ofrenda de Flor de Nieve. «Por favor, escúchame a mí, escúchame a mí, escúchame a mí», suplicaba para mis adentros.
Mi laotong y yo dejamos los abanicos en el altar con la mano derecha, mientras con la izquierda cogíamos uno de los pares de zapatos de niño y los escondíamos en una manga de la túnica. Luego salimos rápidamente del templo, confiando en que no nos pillaran. En el condado de Yongming las mujeres que quieren tener un hijo sano roban un par de zapatos del altar de la diosa. Lo hacen sin ningún reparo, pero fingiendo que no quieren que las descubran. Como sabéis, en nuestro dialecto las palabras «zapato» y «niño» se pronuncian igual. Cuando nacen nuestros hijos, llevamos otro par al altar -eso explica que siempre haya zapatos para robar- y hacemos ofrendas para dar las gracias a la diosa.
Salimos del templo y nos dirigimos a la tienda de hilos. Como hacíamos desde hacía doce años, buscamos colores adecuados para elaborar los bordados que habíamos imaginado. Flor de Nieve me mostró una selección de verdes para que yo los examinara. Había verdes tan brillantes como la primavera, pálidos como la hierba marchita, parduscos como las hojas a finales de verano, intensos como el musgo después de la lluvia, apagados como el momento antes de que los amarillos y los rojos del otoño empiecen a adueñarse del paisaje.
– Mañana -dijo Flor de Nieve-, antes de regresar a casa, nos detendremos junto al río. Nos sentaremos y contemplaremos cómo las nubes pasan por el cielo, oiremos cómo el agua acaricia las piedras y bordaremos y cantaremos juntas. Así nuestros hijos nacerán con un gusto elegante y refinado.
La besé en la mejilla. Cuando no estaba con Flor de Nieve, a veces dejaba que mi mente divagara hacia regiones oscuras, pero en ese momento la amaba como siempre la había amado. ¡Cuánto había echado de menos a mi laotong!
La visita al templo de Gupo habría quedado incompleta sin una parada en el puesto de taro. El anciano Zuo sonrió exhibiendo sus encías desdentadas cuando nos vio llegar embarazadas. Nos preparó una comida especial, cuidando de seguir todas las normas que exigía nuestra dieta. Saboreamos cada bocado. Al final nos sirvió nuestro plato preferido, el taro frito cubierto de azúcar caramelizado. Flor de Nieve y yo éramos como dos niñitas risueñas; no parecíamos dos mujeres casadas a punto de dar a luz.
Esa noche, en la posada, después de ponernos las camisas de dormir, Flor de Nieve y yo nos tumbamos en la cama, cara a cara. Era la última noche que pasaríamos juntas antes de ser madres. Habíamos aprendido muchas lecciones sobre lo que debíamos y no debíamos hacer y sobre cómo esas cosas podían afectar a los bebés que estaban a punto de nacer. Si a mi hijo podía afectarle oír palabras vulgares o sentir el roce del jade blanco sobre mi piel, seguro que también podía percibir en su cuerpecito el amor que yo sentía por mi laotong.
Flor de Nieve me puso las manos en el vientre. Yo puse las mías sobre el suyo. Estaba acostumbrada a notar las patadas de mi hijo contra mi piel, sobre todo por la noche. Ahora sentí cómo el bebé de Flor de Nieve se movía dentro de ella. No habríamos podido estar más cerca la una de la otra.
– Me alegro de estar contigo -dijo, y pasó un dedo por el sitio donde mi bebé empujaba con un codo o con una rodilla.
– Yo también me alegro.
– Siento a tu hijo. Es fuerte como su madre.
Sus palabras me hicieron sentir llena de orgullo y de vida. Su dedo se detuvo, y una vez más posó sus tibias manos sobre mi vientre.
– Lo querré tanto como te quiero a ti -agregó. Entonces, como solía hacer desde que éramos niñas, me puso una mano en la mejilla y la dejó descansar allí hasta que ambas nos quedamos dormidas.
Faltaban dos semanas para que yo cumpliera veinte años, mi hijo no tardaría en nacer y la vida real estaba a punto de empezar.