Recogimiento

Arrepentimiento

Ahora soy demasiado vieja para utilizar las manos para cocinar, tejer o bordar, y cuando me las miro veo las manchas propias de quienes han vivido muchos años, tanto si han trabajado a la intemperie como si han pasado toda la vida resguardadas en la habitación de las mujeres. Tengo la piel tan fina que se forman charquitos de sangre bajo la superficie cuando me golpeo con algo o cuando algo me golpea. Mis manos están cansadas de moler tinta en el tintero de piedra, y mis nudillos, hinchados de sujetar el pincel. Hay dos moscas posadas en mi dedo pulgar, pero estoy demasiado cansada para ahuyentarlas. Mis ojos -mis vidriosos ojos de anciana- están muy llorosos últimamente. Mi cabello, fino y cano, se ha desprendido de las horquillas que deberían sujetarlo bajo mi tocado. Cuando vienen visitas, intentan no mirarme. Yo también intento no mirarlas. He vivido demasiado.

Cuando murió Flor de Nieve, yo todavía tenía media vida por delante. Mis años de arroz y sal no habían terminado, pero en mi corazón inicié mis años de recogimiento. Para la mayoría de las mujeres esa etapa de la vida empieza tras la muerte del esposo. En mi caso comenzó tras la muerte de mi laotong. Yo era «la que no ha muerto», pero no podía entregarme a un recogimiento completo. Mi esposo y mi familia me necesitaban. Mi comunidad me necesitaba. Además, estaban los hijos de Flor de Nieve, a los que yo necesitaba para poder desagraviarla. Pero no resulta fácil ser sinceramente generosa y comportarse con franqueza cuando no sabes cómo hacerlo.

Lo primero que hice en los meses posteriores a su muerte fue ocupar su lugar en todas las tradiciones y celebraciones de la boda de su hija. Luna de Primavera parecía resignada a la idea del matrimonio, triste por tener que abandonar el hogar e insegura ante lo que le depararía la vida, pues había visto cómo su padre había tratado a su madre. Eran las preocupaciones que tenían todas las muchachas, pensé yo, pero la noche de la boda, cuando su esposo se quedó dormido, Luna de Primavera se suicidó arrojándose al pozo del pueblo.

«Esa niña no sólo ha envenenado a su nueva familia, sino que ha envenenado toda el agua del pueblo -rumoreaba la gente-. Era igual que su madre. ¿Os acordáis de aquella Carta de Vituperio?» Yo había redactado la carta que había arruinado la reputación de Flor de Nieve, y eso pesaba en mi conciencia, así que siempre que oía algún comentario como ése lo acallaba. De mis palabras todos deducían que yo era una persona indulgente y caritativa con los impuros, pero sabía que en mi primer intento de arreglar las cosas con Flor de Nieve había fracasado estrepitosamente.

El día que anoté la muerte de esa niña en el abanico fue uno de los peores de mi vida.


A continuación centré todos mis esfuerzos en el hijo de Flor de Nieve. Pese a que sus circunstancias no le ayudaban nada y a que no recibía ningún apoyo de su padre, el muchacho había aprendido la escritura de los hombres y se le daban bien los números. Con todo, trabajaba con su padre y en su vida no había más alegría que cuando era un niño pequeño. Conocí a su esposa, que todavía vivía con su familia natal, y comprobé que en ese caso habían hecho una buena elección. La muchacha quedó encinta. Me atormentaba pensar que se instalaría en la casa del carnicero. Aunque no suelo inmiscuirme en el reino exterior de los hombres, convencí a mi esposo -que no sólo había heredado las extensas propiedades de tío Lu, sino que las había ampliado con los beneficios del negocio de la sal, y cuyos campos se extendían ya hasta Jintian- de que buscara a aquel joven un trabajo que no fuera matar cerdos. Mi esposo lo contrató como cobrador de las rentas de los campesinos y le ofreció una casa con jardín. El carnicero acabó retirándose, se fue a vivir con su hijo y empezó a adorar a su nieto, que llenaba de alegría aquel hogar. El joven y su familia eran felices, pero yo sabía que todavía no había hecho suficiente para resarcir a Flor de Nieve.


Cuando cumplí cincuenta años y se me retiró la menstruación, mi vida volvió a dar un giro. Pasé de servir a los demás a que los demás me sirvieran a mí, aunque vigilaba lo que hacían y los corregía cuando no hacían algo a mi entera satisfacción. Pero, como ya he dicho, en mi corazón ya estaba entregada al recogimiento. Me hice vegetariana y me abstenía de comer alimentos rojos como el ajo y el vino. Recitaba sutras religiosos, practicaba rituales de purificación y esperaba poder renunciar a los aspectos impuros del trato carnal.

Pese a haber conspirado durante toda mi vida de casada para que mi esposo nunca tuviera concubinas, sentía lástima por él. Mi marido merecía una recompensa tras toda una vida de duro trabajo. No esperé a que él actuara -quizá nunca hubiera llegado a hacerlo- y yo misma busqué y traje a nuestra casa no a una sino a tres concubinas para que lo distrajeran. Al elegirlas yo misma pude impedir en gran medida los celos y las pequeñas discrepancias que suelen surgir cuando llegan a un hogar mujeres jóvenes y atractivas. No me ofendí cuando tuvieron hijos. Y la verdad es que el prestigio de mi esposo en el pueblo aumentó. No sólo había demostrado que podía permitirse el lujo de tener concubinas, sino también que su chi era más fuerte que el de cualquier otro hombre del condado.

Mi relación con mi esposo se convirtió en una relación de gran compañerismo. Él solía entrar en la habitación de las mujeres para beber té y charlar conmigo. El solaz que hallaba en la serenidad del reino interior hacía que se disiparan sus preocupaciones acerca del caos, la inestabilidad y la corrupción que dominaban en el reino exterior. Creo que en esa época fuimos más felices juntos que en cualquier otra etapa de nuestra vida. Habíamos sembrado un jardín y las plantas florecían alrededor de la casa. Todos nuestros hijos varones se casaron y trajeron a sus esposas. Todas sus esposas fueron fértiles. Nuestros nietos correteaban por la casa y la llenaban de alegría. Nosotros los adorábamos, pero el que más me interesaba a mí era una niña que no llevaba mi sangre. Quería tenerla cerca de mí.

En la casita de Jintian, la esposa del cobrador de rentas había dado a luz una hija. Yo quería que esa niña, la nieta de Flor de Nieve, se casara con el mayor de mis nietos. La edad de seis años no es demasiado temprana para el rito de la Elección de Pretendiente, siempre que ambas familias accedan a firmar el compromiso, que la del novio esté dispuesta a empezar a enviar regalos a la familia de la novia y que ésta sea lo bastante pobre para necesitarlos. Yo consideraba que nosotros cumplíamos todos los requisitos y mi esposo -tras treinta y dos años de matrimonio, en los que jamás había tenido motivos para avergonzarse de mí- fue lo bastante generoso para aceptar mi petición.

Mandé llamar a la señora Wang cuando estaban a punto de vendar los pies a la niña. La anciana entró en la sala principal acompañada por dos criadas de pies grandes, lo cual indicaba que, pese a que había otras casamenteras que tenían más trabajo, había ahorrado dinero suficiente para vivir con comodidad. Sin embargo, los años le habían pasado factura. La señora Wang tenía el rostro marchito y los ojos blancos y ciegos. Se había quedado sin dientes y tenía muy poco cabello. Su cuerpo se había encogido y la espalda se le había encorvado. Estaba tan frágil y deforme que apenas podía caminar con sus lotos dorados. Entonces me dije que yo no quería vivir tantos años, pero aquí me tenéis.

Le ofrecí té y dulces. Charlamos un rato. Pensé que ella no se acordaba de quién era yo y creí que podría aprovecharme de ello. Conversamos un rato y entonces abordé el tema.

– Estoy buscando una prometida para mi nieto.

– ¿No crees que debería hablar con el padre del muchacho? -preguntó la señora Wang.

– Él está fuera y me ha pedido que negocie la unión.

La anciana cerró los ojos y reflexionó. O eso, o se quedó dormida.

– Me han dicho que en Jintian hay una muchacha que podría interesarnos -proseguí elevando la voz-. Es la hija del cobrador de rentas.

Lo que la señora Wang dijo a continuación me hizo comprender que sabía muy bien quién era yo.

– ¿Por qué no acoges a esa niña como falsa nuera? -preguntó-. Tu umbral es muy alto. Estoy segura de que tu hijo y tu nuera estarían de acuerdo.

La verdad es que mi hijo y mi nuera estaban disgustados conmigo por lo que había decidido. Pero ¿qué podían hacer? Mi hijo era funcionario imperial. Acababa de aprobar el examen imperial para el cargo de juren a la temprana edad de treinta años. Cuando no estaba viajando por el país, parecía estar en las nubes. Casi nunca venía a casa y, cuando lo hacía, nos contaba disparatadas historias de lo que había visto: extranjeros altos y grotescos con barbas rojas, cuyas esposas llevaban trajes con la cintura tan apretada que no podían respirar y tenían unos pies enormes con los que chancleteaban ruidosamente, como peces recién atrapados. Por lo demás, era un buen hijo y hacía cuanto su padre le pedía. Mi nuera, por su parte, tenía que obedecerme. Sin embargo, se había desentendido por completo de las conversaciones acerca del futuro de su hijo y se había retirado a llorar a su habitación.

– No busco una niña de pies grandes -dije-. Quiero que mi nieto se case con la niña que tenga los pies más perfectos del condado.

– A esa niña todavía no le han vendado los pies. No hay ninguna garantía de que…

– Pero tú se los has visto, ¿me equivoco, señora Wang? Tú sabes juzgar. ¿Cuál crees que será el resultado?

– Es posible que la madre de la niña no sepa hacer bien su trabajo…

– Entonces me encargaré yo misma de vendárselos.

– No puedes traer a la niña a esta casa si pretendes casarla con tu nieto -argumentó con voz quejumbrosa-. No sería correcto que tu nieto viera a su futura esposa.

La señora Wang no había cambiado, pero yo tampoco.

– Tienes razón, anciana. Iré a ver a la niña a su casa.

– Eso tampoco sería correcto…

– La visitaré con regularidad. Tengo muchas cosas que enseñarle.

Caviló sobre mi propuesta. Entonces me incliné hacia ella y puse una mano sobre la suya.

– Creo que la abuela de la niña lo habría aprobado, tiíta -agregué.

Las lágrimas anegaron los ojos de la casamentera.

– Esa muchacha tendrá que aprender las artes femeninas -me apresuré a añadir-. Tendrá que viajar… no demasiado lejos, desde luego, para que no nazcan en ella ambiciones impropias del reino de las mujeres. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que debería visitar el templo de Gupo todos los años. Me han dicho que había un hombre que preparaba un delicioso postre de taro. Y creo que su nieto ha heredado su maestría.

Seguí negociando, y la nieta de Flor de Nieve quedó bajo mi tutela. Yo misma le vendé los pies. Le mostré todo el amor maternal que pude mientras la obligaba a recorrer la habitación de arriba de su casa natal. Los pies de Peonía se convirtieron en unos lotos dorados perfectos, idénticos en tamaño a los míos. Durante los largos meses del vendado, mientras los huesos de Peonía adoptaban su nueva forma, la visité casi a diario. Sus padres la adoraban, pero el padre intentaba no pensar en el pasado y la madre lo desconocía. Así pues, yo contaba a la niña historias sobre su abuela y su laotong y le hablaba de la escritura secreta y los cantos de las mujeres, de la amistad y las tribulaciones.

– Tu abuela nació en el seno de una familia educada -le expliqué-. Tú aprenderás lo que ella me enseñó: las labores de aguja, la dignidad y, más importante aún, nuestra escritura secreta.

Peonía era muy aplicada en sus estudios, pero un día me dijo:

– Escribo muy mal. Espero que me perdones.

La niña era la nieta de Flor de Nieve, pero ¿cómo no iba a verme yo misma retratada en ella?


A veces me pregunto qué fue peor, si ver morir a Flor de Nieve o a mi esposo. Ambos sufrieron mucho, pero sólo en el cortejo fúnebre de mi esposo hubo tres hijos varones avanzando de rodillas hasta la tumba. Yo tenía cincuenta y siete años cuando mi marido se fue al más allá, de modo que era demasiado vieja para que mis hijos pensaran en casarme otra vez o se preocuparan por si sería una viuda casta. Era casta. Siempre lo había sido, sólo que ahora era viuda por partida doble. No he escrito mucho acerca de mi esposo en estas páginas. Todo eso está en mi autobiografía oficial. Pero quiero deciros una cosa: era él lo que me animaba a seguir día a día. Tenía que asegurarme de que se le preparaban las comidas. Tenía que pensar en cosas inteligentes para distraerlo. Cuando murió, empecé a comer cada vez menos. Me traía sin cuidado ser un ejemplo para las mujeres de mi condado. Los días transcurrían y se convertían en semanas. Perdí la noción del tiempo. No prestaba atención al ciclo de las estaciones. Los años se acumulaban en décadas.

Lo malo de vivir tantos años es que ves morir a muchas personas. Yo he sobrevivido a casi todo el mundo: a mis padres, a mis tíos, a mis hermanos, a la señora Wang, a mi esposo, a mi hija, a dos hijos, a todas mis nueras, incluso a Yonggang. Mi hijo mayor consiguió el título de gongsheng y por último el de jinshi. El emperador en persona leyó su examen. Como funcionario de la corte, mi hijo pasa la mayor parte del tiempo fuera de casa, pero ha consolidado la posición de la familia Lu para las próximas generaciones. Es un buen hijo y sé que nunca olvidará sus deberes. Hasta ha comprado un ataúd, grande y lacado, para que yo descanse en él cuando muera. Su nombre, junto con el de su tío abuelo Lu y el del bisabuelo de Flor de Nieve, cuelga escrito con los orgullosos caracteres de los hombres en el templo de los antepasados de Tongkou. Esos tres nombres permanecerán allí hasta que el edificio se desmorone.

Peonía tiene treinta y siete años, seis más de los que tenía yo cuando me convertí en la señora Lu. Es la esposa del mayor de mis nietos y, por lo tanto, se convertirá en la próxima señora Lu cuando yo muera. Tiene dos hijos y tres hijas, y quizá aún tenga más. Su primogénito se casó con una muchacha de otro pueblo, que ahora vive con nosotros y hace poco tuvo gemelos, un niño y una niña. En sus caras veo a Flor de Nieve, pero también me veo a mí. De niñas nos dicen que somos ramas inútiles, porque no perpetuaremos el nombre de nuestra familia natal, sino el de la familia en la que entramos al casarnos, siempre que tengamos la suerte de parir hijos varones. De ese modo una mujer pertenece eternamente a la familia de su esposo, tanto en vida como después de muerta. Todo eso es cierto y, sin embargo, ahora me consuelo pensando que la sangre de Flor de Nieve y la mía pronto gobernarán la casa de los Lu.

Siempre he creído en un viejo proverbio que advierte: «Una mujer sin sabiduría es mejor que una mujer con educación.» Toda mi vida he intentado mantenerme al margen de lo que sucedía en el reino exterior y nunca aspiré a aprender la escritura de los hombres, pero aprendí las costumbres, las historias y la escritura de las mujeres. Hace años, cuando estaba en Jintian enseñando a Peonía y a sus hermanas de juramento los trazos que componen nuestro código secreto, muchas mujeres me pidieron que escribiera al dictado sus autobiografías. No pude negarme. Les cobraba por hacer ese trabajo, desde luego: tres huevos y una moneda. No necesitaba ni el dinero ni los huevos, pero era la señora Lu y ellas tenían que respetar mi posición. Pero había algo más. Yo quería que ellas dieran valor a sus vidas, que en general eran muy deprimentes. Esas mujeres procedían de familias pobres y desagradecidas, que las casaron cuando ellas eran muy jóvenes. Habían sufrido al separarse de sus padres, habían perdido a algunos hijos, habían sido humilladas en la casa de sus suegros y muchas de ellas recibían palizas de sus esposos. Sé mucho acerca de las mujeres y sus padecimientos, pero sigo sin saber casi nada acerca de los hombres. Si un hombre no valora a su mujer al casarse con ella, ¿cómo va a tratarla como algo precioso? Si no cree que su esposa valga más que una gallina, que le proporciona huevos todos los días, o que un carabao, que soporta cualquier carga sobre su lomo, ¿cómo va a valorarla más que a esos animales? Es posible que hasta la aprecie menos, porque ella no es tan valiente, tan fuerte, tan tolerante como ellos ni puede valerse por sí misma.

Después de escuchar todas esas historias reflexioné sobre mi propia vida. Durante cuarenta años el pasado sólo ha suscitado arrepentimiento en mí. Sólo ha habido una persona que me haya importado de verdad, pero me porté con ella peor que el peor de los esposos. Cuando Flor de Nieve me pidió que fuera la tía de sus hijos, me dijo (fueron las últimas palabras que me dirigió): «Aunque nunca he sido tan buena como tú, creo que los espíritus celestiales nos unieron. Estaremos juntas eternamente.» He meditado a menudo sobre eso. ¿Decía Flor de Nieve la verdad? ¿Y si no hay piedad en el más allá? En todo caso, si los muertos tienen las mismas necesidades y los mismos deseos que los vivos, espero que me oigan Flor de Nieve y los otros que lo presenciaron todo.

Escuchad mis palabras, por favor. Os ruego que me perdonéis.


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