Años de arroz y sal

Hijos

Lirio Blanco:

Te escribo como madre.

Mi hijo nació ayer.

Es un varón de pelo negro.

Es largo y delgado.

Todavía no ha terminado mi período de purificación.

Mi esposo y yo dormiremos separados durante cien días.

Te imagino en tu habitación de arriba.

Espero noticias de tu bebé.

Espero que nazca vivo.

Rezo para que la diosa te proteja de cualquier contratiempo.

Estoy deseando verte y saber que estás bien.

Por favor, ven a la Fiesta del Primer Mes.

Verás lo que he escrito sobre mi hijo en nuestro abanico.

Flor de Nieve

Me alegré mucho de que el hijo de Flor de Nieve hubiera nacido sano y esperaba que siguiera gozando de buena salud, porque en nuestro condado mueren muchos niños en sus primeros días de vida. Las mujeres abrigamos la esperanza de que cinco de nuestros vastagos alcancen la edad adulta. Para que eso suceda, tenemos que quedarnos embarazadas cada año o cada dos años. Muchas de esas criaturas mueren durante el embarazo, en el parto o al poco de nacer. Las niñas, frágiles a causa de la mala alimentación y la negligencia de que son víctimas, nunca superan su vulnerabilidad. Las que no mueren jóvenes (por culpa del vendado de los pies, como le ocurrió a mi hermana; al dar a luz, o de trabajar hasta la extenuación sin una alimentación adecuada) sobreviven a sus seres queridos. Los varones recién nacidos, tan valiosos, también mueren con facilidad, pues su cuerpo es demasiado tierno para haber echado raíces y su alma tienta a los fantasmas del más allá. Cuando crecen y se convierten en hombres, corren el riesgo de sufrir infecciones por heridas, de envenenarse, de tener accidentes en los campos y en los caminos, o de que su corazón no soporte la presión que supone cuidar de toda una familia. Por eso hay tantas viudas. Sea como sea, los cinco primeros años de vida son peligrosos tanto para los niños como para las niñas.

No sólo sufría por el hijo de Flor de Nieve, sino también por el bebé que llevaba en mi vientre. Era duro estar asustada y no tener a nadie que me animara ni consolara. Cuando todavía vivía en mi casa natal, mi madre estaba demasiado ocupada imponiéndome opresivas tradiciones y costumbres para ofrecerme consejos prácticos, y mi tía, que había tenido varios hijos muertos, me evitaba para no transmitirme su mala suerte. Ahora que vivía en la casa de mi esposo, no tenía a nadie. Mis suegros y mi marido se preocupaban por el bienestar del niño, por supuesto, pero a nadie parecía preocuparle que yo pudiera morir en el parto de su heredero.

La carta de Flor de Nieve fue como un buen presagio. Si ella había tenido un buen parto, seguro que mi bebé también sobreviviría. Me infundía fuerza saber que, aunque llevábamos una vida nueva, el amor que nos profesábamos no había disminuido. Ese amor se fortaleció cuando nos embarcamos en nuestros años de arroz y sal. A través de nuestras cartas compartiríamos nuestros sinsabores y triunfos, pero, como en todo lo demás, había que seguir ciertas reglas. Como mujeres casadas que habían «caído» en la casa de su esposo, teníamos que abandonar nuestras costumbres infantiles. Escribíamos cartas llenas de tópicos, con frases y expresiones formularias. En parte eso se debía a que éramos unas forasteras en la casa de nuestro esposo y estábamos ocupadas aprendiendo las costumbres de nuestra nueva familia. Y en parte a que no sabíamos quién podía leer nuestras cartas.

Nuestras palabras tenían que ser circunspectas. No podíamos censurar en excesó la vida que llevábamos, lo cual no resultaba fácil porque, por otra parte, la correspondencia de una mujer casada debía incluir las típicas quejas: que éramos dignas de lástima, impotentes, que trabajábamos hasta el agotamiento, que estábamos tristes y añorábamos nuestro hogar natal. Se suponía que teníamos que hablar con franqueza de nuestros sentimientos sin parecer desagradecidas, despreciables o malas hijas. Una nuera que habla abiertamente de la vida que lleva es una vergüenza tanto para su familia natal como para la de su esposo; como ya sabéis, ésa es la razón por la que no me decidí a escribir mi historia hasta que hubieron muerto todos.

Al principio tuve suerte, porque no tenía motivos para quejarme. Cuando se concertó mi compromiso matrimonial, me enteré de que el tío de mi esposo era un jinshi, el cargo más elevado de los funcionarios imperiales. Ahora entendí el dicho que había oído de niña («Si un hombre se convierte en funcionario imperial, todos los perros y gatos de su familia van al cielo»). Tío Lu vivía en la capital y había encargado la administración de sus propiedades al señor Lu, mi suegro, que casi todos los días se marchaba de casa antes del amanecer y recorría los terrenos hablando con los campesinos de las cosechas, supervisando proyectos de riego y reuniéndose con otros mayores de Tongkou. La responsabilidad de todo cuanto sucedía en sus tierras recaía sobre sus hombros. Tío Lu gastaba el dinero sin preocuparse por cómo llegaba a sus cofres. Le iban tan bien las cosas que sus dos hermanos menores vivían en sus propias casas, aunque éstas no eran tan lujosas como la nuestra. A menudo venían a cenar a nuestro hogar con sus familias, y sus esposas acudían casi a diario a la habitación de las mujeres. Dicho de otro modo, todos los miembros de la familia de tío Lu -los perros y los gatos, hasta las cinco criadas de grandes pies que compartían una habitación contigua a la cocina- se beneficiaban de su privilegiada posición.

Tío Lu era el amo y estaba por encima de todos, pero yo tenía asegurado mi lugar porque era la primera nuera y había dado a mi esposo su primer hijo varón. Tan pronto nació mi hijo y la comadrona me lo puso en los brazos, me sentí tan feliz que olvidé los dolores del parto, y tan aliviada que dejaron de preocuparme todas las desgracias que todavía podían sucederle. En la casa todos estaban contentos y me expresaron su gratitud de diversas formas. Mi suegra me preparó una sopa especial con licor, jengibre y cacahuetes para ayudar a que me subiera la leche y a que se me redujera el vientre. Mi suegro me envió a través de sus concubinas un trozo de brocado de seda azul para que confeccionara una túnica a su nieto. Mi esposo se sentó a mi lado y habló conmigo.

Por eso aconsejaba a las jóvenes que se casaban con miembros de la familia Lu, y a otras a las que conocí cuando empecé a enseñar nu shu, que se dieran prisa y tuvieran un hijo varón cuanto antes. Los hijos varones son la base de la identidad de toda mujer. Son ellos quienes le confieren dignidad, protección y valor económico. Crean el vínculo que las une a su esposo y a sus antepasados. Ése es el único logro que un hombre no puede alcanzar sin ayuda de su esposa. Sólo ella puede garantizar la perpetuación del linaje familiar, que a su vez es el máximo deber de todos los hijos varones. De ese modo, el hombre cumple con su deber filial, mientras los hijos son la suprema gloria de una mujer. Yo lo había conseguido y estaba eufórica.

Flor de Nieve:

Tengo a mi hijo a mi lado.

Todavía no ha terminado mi período de purificación.

Mi esposo me visita por la mañana.

Parece feliz.

Mi hijo me mira con expresión interrogante.

Estoy deseando verte en la Fiesta del Primer Mes.

Por favor, emplea tus mejores palabras para poner a mi hijo en nuestro abanico.

Háblame de tu nueva familia.

No veo mucho a mi esposo. ¿Y tú?

Miro por la celosía y veo tu ventana.

Siempre cantas en mi corazón.

Pienso en ti todos los días.

Lirio Blanco

¿Por qué los llaman años de arroz y sal? Porque los pasamos realizando las tareas cotidianas: bordando, tejiendo, cosiendo, remendando, confeccionando zapatos, cocinando, fregando los platos, limpiando la casa, lavando la ropa, manteniendo encendido el brasero y, por la noche, mostrándonos dispuestas a cohabitar con un hombre al que todavía no conocemos bien. También son días dominados por la ansiedad y los afanes de toda madre primeriza. ¿Por qué llora el niño? ¿Tendrá hambre? ¿Toma suficiente leche? ¿Conseguiré que se duerma? ¿Duerme demasiado? ¿Y qué hay de las fiebres, los sarpullidos, las picaduras de insectos, el calor excesivo, el frío extremo, los cólicos, por no mencionar las enfermedades que asolan el país todos los años llevándose a montones de niños, pese a los esfuerzos de los herboristas y sus ofrendas en los altares de las familias, y pese a las lágrimas de las madres? Además de preocuparnos por el bebé al que damos de mamar, hemos de preocuparnos aún más por la verdadera responsabilidad de toda mujer: tener más hijos y asegurar la siguiente generación y las posteriores. Sin embargo, durante las primeras semanas de la vida de mi hijo yo tenía otra preocupación que no guardaba relación con mis deberes de nuera, esposa o madre.

Cuando pregunté a mi suegra si podía invitar a Flor de Nieve a la Fiesta del Primer Mes de mi hijo, me contestó que no. Ese desaire es algo que la gente de nuestro condado considera un terrible insulto. Me quedé muy abatida y desconcertada por su actitud, pero no podía hacerle cambiar de opinión. Ese día se convirtió en uno de los más importantes y alegres de mi vida, y lo pasé sin la compañía de mi laotong. La familia Lu acudió al templo de los antepasados para poner el nombre de mi hijo en la pared con los del resto de los miembros de la familia. Entre los invitados y parientes repartieron huevos rojos -símbolo de una vida llena de celebraciones y momentos felices-. Se sirvió un gran banquete con sopa de nido de pájaro, aves que habían estado seis meses en salazón y pato aumentado con vino y cocido con jengibre, ajo y pimientos rojos y verdes picantes. Yo echaba de menos a Flor de Nieve, y más tarde le escribí para contarle todos los detalles de la fiesta, sin pensar que eso le recordaría el terrible desprecio de que había sido víctima. Al parecer encajó bien el desaire que le habíamos hecho, porque me envió un regalo: una túnica y un gorro con bordados y pequeños dijes para mi hijo.

Cuando mi suegra los vio, dijo: «Una madre debe vigilar siempre a quién deja entrar en su vida. La madre de tu hijo no puede juntarse con la esposa de un carnicero. Las mujeres con amor filial crían hijos con amor filial, y nosotros esperamos que cumplas nuestros deseos.»

Al oírle esas palabras comprendí que mis suegros no sólo no querían que Flor de Nieve viniera a la fiesta, sino que no deseaban que volviera a verla. Yo estaba horrorizada, aterrada, y, como acababa de tener el bebé, no paraba de llorar. No sabía qué hacer. Acabaría rebelándome contra mis suegros por esa cuestión, sin darme cuenta de cuan peligroso podía resultar.

Entretanto, Flor de Nieve y yo nos escribíamos furtivamente casi a diario. Yo creía saberlo todo acerca del nu shu y estaba convencida de que los hombres no debían tocarlo ni verlo jamás, pero en la casa de los Lu, donde todos los varones dominaban la escritura de los hombres, me di cuenta de que la escritura secreta de las mujeres no era en realidad tan secreta. Entonces comprendí que los hombres de todo el condado debían de conocer el nu shu. ¿Cómo no iban a conocerlo? Lo llevaban bordado en los zapatos. Nos veían tejer nuestros mensajes en piezas de tela. Nos oían cantar nuestras canciones y nos veían exhibir nuestros libros del tercer día. Lo que pasaba era que los hombres consideraban que su escritura era muy superior a la nuestra.

Dicen que los hombres tienen el corazón de hierro, mientras que el de las mujeres es de agua. Eso se hace patente en las diferencias entre la escritura de los hombres y las mujeres. La de ellos tiene más de cincuenta mil caracteres, cada uno bien diferenciado, cada uno con profundos significados y matices. La de las mujeres quizá tenga seiscientos, que utilizamos fonéticamente, como bebés, para crear cerca de diez mil palabras. Para aprender y entender la escritura de los hombres hace falta toda una vida. La de las mujeres es algo que aprendemos de niñas, y necesitamos el contexto para captar su significado. Los hombres escriben acerca del reino exterior de la literatura, las cuentas y el rendimiento de los cultivos; las mujeres escriben acerca del reino interior de los hijos, las tareas domésticas y las emociones. Los hombres de la familia Lu estaban orgullosos del dominio que sus esposas tenían del nu shu y de su habilidad para el bordado, aunque esas cosas eran tan importantes para la supervivencia como la ventosidad de un cerdo.

Como los hombres de la familia consideraban que nuestra escritura era insignificante, no prestaban atención a las cartas que yo escribía ni a las que recibía. Pero mi suegra era otro cantar. Tenía que andarme con mucho cuidado con ella. De momento no me había preguntado a quién escribía, y en las semanas siguientes Flor de Nieve y yo perfeccionamos un sistema de entregas. Utilizábamos a Yonggang, que iba de un pueblo a otro transportando los textos que habíamos bordado en pañuelos o tejido en piezas de tela. Me gustaba sentarme junto a la celosía y observarla. Muchas veces pensaba que yo misma podía hacer aquel viaje. El pueblo de Flor de Nieve no estaba muy lejos y mis pies eran lo bastante fuertes para llevarme hasta allí, pero había normas que regían esas cosas. Aunque una mujer pudiera recorrer una larga distancia a pie, no debían verla sola por el camino. Se exponía al peligro de que la secuestraran; además, su reputación corría un riesgo aún mayor si no llevaba una escolta adecuada: su esposo, sus hijos, su casamentera o sus porteadores. Yo habría podido ir a pie a casa de Flor de Nieve, pero nunca me habría arriesgado a hacerlo.

Lirio Blanco:

Me pides que te hable de mi nueva familia.

Tengo mucha suerte.

En mi casa natal no había felicidad.

Mi madre y yo teníamos que guardar silencio de día y de noche.

Las concubinas, mis hermanos, mis hermanas y las criadas se habían ido.

Mi casa natal estaba vacía.

Aquí tengo a mi suegra, a mi suegro, a mi esposo y a sus hermanas pequeñas.

No hay concubinas ni criadas en la casa de mi esposo.

Sólo yo desempeño esas funciones.

No me importa tener que trabajar duro.

Todo cuanto necesitaba saber me lo enseñasteis tú, tu hermana, tu madre y tu tía.

Pero las mujeres de aquí no son como las de tu familia.

No les gusta divertirse.

No se cuentan historias.

Mi suegra nació en el año de la rata.

¿Te imaginas algo peor para alguien nacido en el año del caballo?

La rata cree que el caballo es egoísta y desconsiderado, aunque yo no soy ni lo uno ni lo otro.

El caballo cree que la rata es maquinadora y exigente, y así es como es mi suegra.

Pero no me pega.

No me grita más de lo que se merece una nueva nuera.

¿Sabes algo de mis padres?

Poco después de que yo cayera en la casa de mi esposo, mis padres vendieron el resto de sus pertenencias.

Una noche, cogieron el dinero y se marcharon.

Ahora son mendigos y no tienen que pagar impuestos ni otras deudas. Pero ¿dónde están?

Estoy preocupada por mi madre.

¿Seguirá viva?

¿Estará en el más allá?

Lo ignoro.

Quizá no vuelva a verla nunca.

¿Quién iba a pensar que mi familia tendría tan mala suerte?

Debieron de hacer muy malas obras en vidas anteriores.

Pero, si así es, ¿qué hay de mí?

¿Sabes algo que puedas contarme?

¿y tú? ¿Eres feliz?

Flor de Nieve

Tras conocer la trágica noticia sobre los padres de Flor de Nieve, empecé a prestar más atención a los cotilleos que circulaban por la casa. Llegaban rumores, traídos por comerciantes y vendedores que recorrían el país, de que habían visto a los padres de Flor de Nieve durmiendo bajo un árbol, mendigando comida o vestidos con sucios andrajos. Yo pensaba a menudo en que la familia de mi laotong había sido antaño una de las más poderosas de Tongkou y en cómo se habría sentido su hermosa madre al casarse con el hijo de la familia de un funcionario imperial. Y lo bajo que había caído. Temía por ella con sus lotos dorados. Sin amigos influyentes, los padres de Flor de Nieve habían quedado a merced de los elementos. Sin una casa natal, mi alma gemela se encontraba en peor situación que una huérfana. Yo consideraba preferible que los padres hubieran muerto, porque así uno podía venerarlos y honrarlos como antepasados, a que se convirtieran en vagabundos. ¿Cómo sabría Flor de Nieve que habían fallecido? ¿Cómo podría organizar un funeral digno por ellos, limpiar sus tumbas el día de Año Nuevo o apaciguarlos cuando se inquietaran en el más allá? Mi laotong estaba triste y no podía explicarme lo que sentía, y eso resultaba duro para mí e insoportable para ella.

En cuanto a su última pregunta, si yo era feliz, no sabía muy bien qué responder. ¿Debía describirle a las mujeres de mi nuevo hogar? En la habitación de arriba había demasiadas mujeres con las que no me llevaba bien. Yo era la primera nuera, pero poco después de mi llegada a Tongkou la esposa del segundo hijo vino a vivir a la casa. Se había quedado embarazada enseguida. Acababa de cumplir dieciocho años y lloraba sin parar porque añoraba a su familia. Dio a luz una niña, y eso disgustó a mi suegra y empeoró la situación. Intenté trabar amistad con Cuñada Segunda, pero ella siempre estaba en un rincón con su papel, su tinta y su pincel, escribiendo a su madre y a sus hermanas de juramento, que seguían en su pueblo natal. Habría podido explicar a Flor de Nieve los indecorosos métodos que empleaba Cuñada Segunda para impresionar a la señora Lu; no paraba de doblegarse ante ella, de susurrar palabras halagadoras y de manipular a los demás para mejorar su posición. Por su parte, las tres concubinas del señor Lu estaban siempre discutiendo; su mezquindad y sus celos demacraban su cara y llenaban de bilis su estómago. Pero no me atrevía a poner esos sentimientos por escrito.

¿Habría podido escribir a Flor de Nieve sobre mi esposo? Supongo que sí, pero no sabía qué contarle. Las pocas veces que lo veía solía estar hablando con alguien u ocupado con alguna tarea importante. Durante el día se marchaba al campo para supervisar proyectos, mientras yo bordaba o realizaba otras tareas en la habitación de arriba. Le servía el desayuno, la comida y la cena, y procuraba mostrarme tan recatada y silenciosa como Flor de Nieve cuando servía la mesa en mi casa. En esas ocasiones él no me dirigía la palabra. Aveces entraba en nuestra habitación temprano para visitar a nuestro hijo o para tener trato carnal conmigo. Yo creía que éramos como cualquier otro matrimonio (y como Flor de Nieve y su esposo), de modo que no había nada interesante que contar.

¿Cómo podía contestar a la pregunta acerca de mi felicidad, cuando el principal conflicto de mi vida estaba relacionado con ella?

– Admito que has aprendido muchas cosas de Flor de Nieve -me dijo un día mi suegra tras sorprenderme escribiendo a mi laotong- y estamos agradecidos por eso, pero ella ya no pertenece a nuestro pueblo ni se halla bajo la protección del señor Lu. Él no puede ni debe tratar de cambiar su destino. Como sabes, los códigos por los que se rigen las esposas están relacionados con la guerra y con otros conflictos fronterizos. Por nuestra condición de huéspedes, las esposas no debemos ser agredidas durante las contiendas, los asaltos ni las guerras, porque se considera que pertenecemos tanto al pueblo de nuestro esposo como a aquel donde nacimos. Como esposas, se nos presta protección y lealtad en ambos sitios. Pero, si te pasara algo en el pueblo de Flor de Nieve, cualquier cosa que nosotros hiciéramos podría provocar represalias y quizá incluso una larga contienda.

Escuché las explicaciones de la señora Lu, pero sabía que sus motivos eran mucho más viles. La familia natal de Flor de Nieve había caído en desgracia y ella se había casado con un hombre impuro. Mis suegros no querían que yo me relacionara con ella.

– Flor de Nieve estaba predestinada -prosiguió mi suegra, acercándose un poco más a la verdad- y su destino no se parece en nada al tuyo. Al señor Lu y a mí nos complacería mucho que nuestra nuera decidiera romper el contrato con alguien que ya no es su verdadera alma gemela. Si necesitas compañía, visitaremos a las jóvenes esposas de Tongkou que te presenté.

– Las recuerdo. Gracias -murmuré, contrita, mientras por dentro gritaba aterrada: «¡Nunca, nunca, nunca!»

– Les gustaría que formaras con ellas una hermandad de mujeres casadas.

– Gracias, pero…

– Deberías considerar un honor su propuesta.

– Así la considero.

– Sólo quiero que entiendas que debes quitarte a Flor de Nieve de la cabeza -añadió mi suegra, y terminó con una variación de su habitual reprimenda-: No quiero que los recuerdos de esa desgraciada influyan en mi nieto.

Las concubinas rieron tapándose la boca. Les encantaba verme sufrir. En momentos como aquél su estatus subía y el mío bajaba. Con todo, exceptuando esas críticas continuas, con las que las otras mujeres disfrutaban y que a mí me asustaban muchísimo, mi suegra era más amable conmigo de lo que lo había sido mi propia madre y cumplía las normas a rajatabla. «Cuando seas niña, obedece a tu padre; cuando seas esposa, obedece a tu esposo; cuando seas viuda, obedece a tu hijo.» Llevaba toda la vida oyendo ese consejo, de modo que no me intimidaba. Pero un día en que se enfadó con su esposo mi suegra me enseñó otro proverbio: «Obedece, obedece, obedece, y luego haz lo que quieras.» De momento mis suegros podían impedir que viera a Flor de Nieve, pero nunca podrían impedir que la amara.

Flor de Nieve:

Mi esposo me trata bien.

Ni siquiera sé dónde están todos los campos de la familia.

Yo también trabajo mucho.

Mi suegra vigila todo lo que hago.

Las mujeres de mi casa dominan el nu shu.

Mi suegra me ha enseñado algunos caracteres nuevos.

Te los enseñaré la próxima vez que nos veamos.

Paso el día bordando, tejiendo y haciendo zapatos.

Hilo y cocino.

Tengo un hijo. Rezo a la diosa para tener otro algún día.

Tú también deberías rezar.

Escúchame, for favor.

Debes obedecer a tu esposo.

Debes escuchar a tu suegra.

Te pido que no sufras tanto.

Recuerda cuando bordábamos juntas y cuchicheábamos por la noche.

Somos dos patos mandarines.

Somos dos aves fénix que surcan el cielo.

Lirio Blanco


En su siguiente carta, mi laotong no hacía ningún comentario sobre su nueva familia, aparte de que su hijo había aprendido a sentarse. Hacia el final volvía a preguntarme por mi vida.

Cuéntame cómo son las comidas y de qué se habla durante ellas.

¿Recitan los clásicos mientras comen?

¿Entretiene tu suegra a los hombres contándoles historias?

¿Les canta para ayudarlos a digerir la comida?

Intenté responder con sinceridad. Los hombres de mi casa hablaban de negocios: qué parcela de tierra podían arrendar, quién la cultivaría, cuánto tenían que pedir por el arrendamiento, cuánto habría que pagar de impuestos. Querían «llegar más alto», «alcanzar la cima de la montaña». Todas las familias dicen cosas así el día de Año Nuevo, cuando sirven platos especiales que evocan esos deseos, conscientes de que no son más que eso: deseos. Sin embargo, mis suegros trabajaban con empeño para verlos cumplidos. Las suyas eran conversaciones aburridas que yo no entendía ni me interesaba entender. Eran la familia más rica de Tongkou. Yo no podía imaginar qué más podían desear y, sin embargo, ellos nunca apartaban la vista de la cima de la montaña.

Esperaba que Flor de Nieve se sintiera más feliz en su nuevo hogar, amoldándose, como debe hacer toda esposa, a unas circunstancias completamente diferentes de las que había conocido en su casa natal. Entonces, una oscura tarde, mientras amamantaba a mi hijo, oí que el palanquín de la señora Wang se detenía delante del umbral. Pensé que la casamentera subiría por la escalera, pero fue mi suegra quien entró en la habitación y, con gesto de desaprobación, dejó una carta encima de la mesa. En cuanto mi hijo se durmió, acerqué la lámpara de aceite y la abrí. Me di cuenta enseguida de que el formato era diferente del de las anteriores. Empecé a leer con gran temor.

Lirio Blanco:

Estoy sentada en la habitación de arriba, llorando. Oigo fuera a mi esposo, que está matando un cerdo. Sigue violando las reglas de la purificación.

La primera vez que vine aquí, mi suegra me hizo subir a la plataforma que hay fuera de la casa y me obligó a mirar cómo mataban un cerdo, para que supiera de dónde procedía nuestro sustento. Mi esposo y mi suegro llevaron el cerdo hasta el umbral. El animal iba colgado de las patas a un palo que mi suegro y mi esposo llevaban sobre el hombro. Estaba entre los dos hombres y no paraba de chillar. Sabía lo que iba a sucederle. Ahora he oído ese sonido muchas veces, porque todos saben lo que les va a pasar y sus gritos resuenan por el pueblo muy a menudo.

Mi suegro sujetó el cerdo junto a un gran wook lleno de agua hirviendo. (¿Te acuerdas del wok que hay delante de mi casa? El que está empotrado en la plataforma. Debajo hay un hueco para quemar carbón.) A continuación mi esposo le cortó el cuello. Primero recogió la sangre, que luego las mujeres freirían, y después metió el animal en el wok, donde lo hirvió hasta ablandarle la piel. Entonces me hizo arrancarle el pelo. Yo no paraba de llorar, aunque no hacía tanto ruido como el que había armado el cerdo. Juré que nunca volvería a mirar ni a participar en aquel acto impuro. Mi suegra reprobó mi debilidad.

Cada día que pasa me parezco más a la esposa Wang. ¿Te acuerdas de la historia que nos contó mi tía? He dejado de comer carne. A mis suegros no les importa; así tienen más para repartirse.

Estoy sola en el mundo; sólo os tengo a ti y a mi hijo.

Ojalá no te hubiera mentido. Prometí que siempre te diría la verdad, pero no me gusta que conozcas la indignidad de mi vida.

Me siento junto a la celosía y miro más allá de los campos, en dirección a mi pueblo natal. Te imagino junto a tu ventana, mirándome. Mi corazón sobrevuela los campos y llega hasta ti. ¿Estás ahí sentada? ¿Me ves? ¿Me sientes?

Estoy muy triste sin ti. Me gustaría que me escribieras o vinieras a visitarme.

Flor de Nieve

¡Era una tortura! Miré por la celosía en dirección a Jintian con la esperanza de ver al menos a Flor de Nieve. Me torturaba saber que mi laotong estaba sufriendo y yo no podía abrazarla para ofrecerle consuelo. En la habitación de arriba, delante de mi suegra y las otras mujeres, saqué un trozo de papel y preparé tinta. Antes de coger el pincel releí la misiva de Flor de Nieve. En la primera lectura sólo había captado su tristeza, pero entonces me di cuenta de que ya no escribía las frases tradicionales que las esposas utilizaban para componer sus cartas, sino que hablaba con más sinceridad y franqueza acerca de su vida.

La audacia de mi laotong me hizo comprender la verdadera función de nuestra escritura secreta: no había sido concebida para que nos escribiéramos cartas ingenuas ni para que nos presentáramos a las mujeres de la familia de nuestro esposo, sino para darnos voz. El nu shu era un medio por el que nuestros pies vendados podían acercarnos unas a otras, por el que nuestros pensamientos podían sobrevolar los campos, como había escrito Flor de Nieve. Los hombres de nuestras casas no concebían que nosotras pudiéramos tener algo importante que decir. No imaginaban que pudiéramos tener emociones ni expresar ideas creativas. Las mujeres -nuestras suegras y las demás- levantaban bloqueos aún mayores para protegerse de nosotras. Sin embargo, a partir de ese momento confié en que Flor de Nieve y yo escribiéramos la verdad acerca de nuestras vidas, tanto si estábamos juntas como separadas. Quería dejar de utilizar las frases estereotipadas que tan comunes eran entre las esposas en sus años de arroz y sal y expresar mis verdaderos pensamientos. Hablaríamos como hablábamos cuando estábamos acurrucadas en la habitación de arriba de mi casa natal.

Necesitaba ver a Flor de Nieve y asegurarle que la situación mejoraría, pero, si desobedecía a mi suegra e iba a visitarla, cometería uno de los delitos más graves. Esconderme para escribir o leer cartas no era nada comparado con eso, pero tenía que hacerlo si quería ver a mi laotong.

Flor de Nieve:

Lloro cuando te imagino en esa casa. Eres demasiado buena para tener que soportar tanta indignidad. Tenemos que vernos. Por favor, ven a mi casa natal el Día de la Expulsión de los Pájaros. Llevaremos a nuestros hijos. Volveremos a ser felices. Te olvidarás de tus problemas. Recuerda que junto a un pozo nadie pasa sed. Junto a una hermana nadie desespera. Siempre seré tu hermana.

Lirio Blanco

Sentada en la habitación de arriba, planeaba y conspiraba, pero tenía miedo. Decidí que lo más aconsejable era la simplicidad -recogería a Flor de Nieve con mi palanquín de camino a casa-, pero también era la forma más fácil de que me descubrieran. Las concubinas podían estar mirando por la celosía y ver cómo el palanquín torcía hacia la derecha, hacia Jintian. Y había otro factor aún más peligroso: los caminos estarían llenos de mujeres -mi suegra entre ellas- que volvían a sus hogares natales para pasar allí la fiesta. Podía vernos cualquiera; cualquiera podía denunciarnos, aunque sólo fuera para congraciarse con la familia Lu. Sin embargo, cuando llegó el día, ya había reunido suficiente valor para creer que podía salirme con la mía.


El primer día del segundo mes lunar señalaba el inicio de la temporada de labranza y por eso se celebraba entonces la Fiesta de la Expulsión de los Pájaros. Esa mañana, las mujeres se levantaron temprano para preparar bolas de arroz glutinoso; fuera, los pájaros esperaban a que los hombres empezaran a sembrar los campos. Mi suegra y yo cocinábamos las bolas de arroz, nuestro alimento diario más preciado, con que protegeríamos la cosecha. Cuando llegó la hora, las mujeres solteras de Tongkou llevaron las bolas fuera y las pincharon en unos palos, que a continuación clavaron en los campos para atraer a los pájaros, mientras los hombres lanzaban grano envenenado en los bordes de los labrantíos para que las aves siguieran atracándose. Tan pronto éstas picotearon los primeros granos mortales, las mujeres casadas de Tongkou subieron a carros y palanquines, o a la espalda de mujeres de pies grandes, y partieron hacia sus pueblos natales. Según cuentan las ancianas, si no nos marchamos, los pájaros se comen las semillas de arroz que nuestros esposos están a punto de plantar y no podemos darles más hijos.

Tal como había planeado, mis porteadores se pararon en Jintian. No salí del palanquín por temor a que me viera alguien. Se abrió la portezuela y subió Flor de Nieve, con su hijo dormido en brazos. Habían pasado ocho meses desde que nos viéramos en el templo de Gupo. Yo creía que mi laotong, de tanto trabajar, habría perdido la lozanía del embarazo, pero sus formas aún se adivinaban redondas bajo la túnica y la falda. Tenía los pechos más grandes que yo, aunque su hijo era escuálido comparado con el mío. También tenía el vientre abultado, y por eso se había apoyado al bebé sobre el hombro, en lugar de llevarlo en el regazo.

Cambió de posición al niño, con suavidad, para enseñármelo. Yo aparté a mi hijo de mi pecho y lo levanté para que los dos críos se miraran. Tenían siete y seis meses. Dicen que todos los bebés son guapos. Mi hijo lo era, pero el de Flor de Nieve, pese a tener el pelo espeso y negro, era delgado como un junco, tenía la piel de un amarillo enfermizo y la frente arrugada. Pero, como es lógico, elogié su belleza, y ella hizo lo mismo con mi hijo.

Mientras nos bamboleábamos en el palanquín, nos interesamos por los nuevos proyectos de la otra. Flor de Nieve estaba tejiendo una pieza de tela que incorporaba un verso de un poema; era una labor muy difícil y agotadora. Yo estaba aprendiendo a adobar pájaros; era una tarea relativamente fácil, pero que había que hacer con cuidado para que la carne no se estropeara. Pero eso sólo eran cumplidos; teníamos temas más serios de que hablar. Cuando le pregunté cómo iban las cosas, ella no vaciló ni un instante.

– Cuando me despierto por la mañana, la única alegría que tengo es sentir a mi hijo cerca -me confió mirándome a los ojos-. Me gusta cantar mientras lavo la ropa o entro la leña en la casa, pero mi esposo se enfada si me oye. Cuando está disgustado, no me deja cruzar el umbral si no es para realizar mis tareas. Cuando está contento, por la noche me deja sentarme fuera, en la plataforma donde mata los cerdos. Pero, mientras estoy allí, sólo sé pensar en los animales sacrificados. Por la noche me quedo dormida pensando que volveré a levantarme, pero que no habrá amanecer, sino sólo oscuridad.

Intenté tranquilizarla.

– Dices eso porque hace poco que has sido madre y el invierno ha sido muy duro. -Yo no tenía derecho a comparar mi congoja con la suya, pero también a mí me invadía la melancolía en ocasiones, cuando echaba de menos a mi familia natal o cuando las frías sombras de los cortos días de invierno entristecían mi corazón-. Está llegando la primavera -le recordé-. Cuando los días sean más largos, seremos más felices.

– Yo prefiero que los días sean cortos -afirmó con rotundidad-. Las quejas sólo cesan cuando mi esposo y yo nos acostamos. Entonces no oigo protestar a mi suegro porque el té está flojo, a mi suegra regañarme porque tengo el corazón blando, a mis cuñadas ordenarme que les lave la ropa, a mi esposo ordenarme que no haga el ridículo en el pueblo, ni a mi hijo exigir, exigir, exigir.

Me horrorizaba que la situación de mi alma gemela fuera tan mala. Ella se sentía desgraciada y yo no sabía qué decir, aunque sólo unos días atrás me había hecho la promesa de que seríamos más francas. La confusión y la torpeza hicieron que me dejara llevar por el convencionalismo.

– Yo he intentado adaptarme a mi esposo y a mi suegra y eso me ha hecho la vida más fácil -apunté-. Deberías hacer lo mismo. Ahora sufres, pero un día tu suegra morirá y tú serás la dueña de la casa. Todas las primeras esposas que tienen hijos varones acaban venciendo.

Sonrió sin ganas y yo pensé en sus quejas respecto a su hijo. No lo entendía. Un hijo varón lo era todo para una mujer. Era su deber y su máximo logro satisfacer todas sus exigencias.

– Tu hijo pronto aprenderá a caminar -añadí-. Tendrás que perseguirlo por todas partes. Eso te hará feliz.

Ella abrazó con fuerza a su hijo.

– Vuelvo a estar embarazada.

La felicité, pero estaba muy desconcertada. Eso explicaba por qué tenía los pechos tan grandes y el vientre tan abultado. Debía de estar muy avanzada. Pero ¿cómo podía haberse quedado encinta tan pronto? ¿Era ése el acto impuro al que se refería en su carta? ¿Se había acostado con su esposo antes de los cien días? Sí, debía de ser eso.

– Deseo que tengas otro hijo varón -conseguí decir.

– Eso espero. -Suspiró-. Porque mi esposo dice que es mejor tener un perro que una hija.

Todos sabíamos que esas palabras eran ciertas, pero ¿qué clase de hombre decía una cosa así a su esposa estando ella embarazada?

Los porteadores dejaron el palanquín en el suelo y oímos los gritos de júbilo de mis hermanos; así me libré de tener que decir unas palabras adecuadas a mi laotong. Había llegado a casa.

¡Cómo había cambiado todo! Hermano Mayor y su esposa tenían dos hijos. Ella había vuelto al hogar paterno para pasar la Fiesta de la Expulsión de los Pájaros, pero había dejado a los niños en la casa de mis padres para que los viéramos. Mi hermano menor todavía no se había casado, pero ya se estaba preparando su boda, de modo que era hombre oficialmente. Hermana Mayor había llegado con sus dos hijas y su hijo. Se estaba haciendo mayor, aunque yo todavía la veía como una niña en sus años de cabello recogido. Mi madre ya no podía criticarme con tanta facilidad, aunque lo intentaba. Mi padre se sentía orgulloso, pero hasta yo me daba cuenta de la carga que suponía para él tener que alimentar tantas bocas aunque sólo fuera unos días. En total había bajo nuestro techo siete niños de entre seis meses y seis años. Armaban jaleo, correteaban de aquí para allá, lloraban para reclamar atención y las mujeres les cantaban canciones para tranquilizarlos. Mi tía estaba feliz rodeada de crios; vivir en una casa llena de niños siempre había sido su sueño. Sin embargo, de vez en cuando yo veía que se le empañaban los ojos. Si el mundo hubiera sido más justo, Luna Hermosa también habría estado allí con sus hijos.

Pasamos tres días charlando, riendo, comiendo y durmiendo; nadie discutía, murmuraba, condenaba ni acusaba. Para Flor de Nieve y para mí los mejores momentos eran los que pasábamos por la noche en la habitación de arriba. Poníamos a nuestros hijos en la cama, entre ambas. Al verlos juntos las diferencias eran aún más patentes. Mi hijo era rollizo y tenía un mechón de cabello levantado, como su padre. Le encantaba mamar y gorjeaba pegado a mi pezón hasta que se emborrachaba con mi leche, y sólo paraba para mirarme de vez en cuando y sonreír. Al hijo de Flor de Nieve le costaba mamar, y escupía la leche sobre el hombro de su madre cuando ella lo hacía eructar. También era problemático en otros aspectos: solía llorar al atardecer, rojo de ira, y tenía el trasero irritado. Sin embargo, cuando los cuatro nos acurrucábamos bajo la colcha, los dos crios se tranquilizaban, apaciguados por nuestros susurros.

– ¿Te gusta tener trato carnal? -preguntó Flor de Nieve tras asegurarse de que todos los demás dormían.

Durante años habíamos oído los chistes subidos de tono que contaban las ancianas y los comentarios jocosos de mi tía sobre lo bien que lo pasaba en la cama con mi tío. Todo eso nos había resultado muy desconcertante cuando éramos niñas, pero yo ya había entendido que no tenía nada de desconcertante.

– Mi esposo y yo somos como dos patos mandarines -añadió al ver que tardaba en contestar-. Ambos hallamos la felicidad volando juntos.

Sus palabras me sorprendieron. ¿Estaba mintiendo otra vez, como había hecho durante años? Me quedé callada, y ella continuó:

– No obstante, aunque ambos gozamos mucho en la cama, me molesta que mi esposo no respete los períodos de purificación. Cuando di a luz, sólo esperó veinte días. -Hizo otra pausa, y luego admitió-: No le culpo por ello. Yo consentí. Quería que pasara.

Sentí alivio, aunque estaba muy asombrada por su deseo de tener trato carnal con su esposo. Debía de estar diciéndome la verdad, porque nadie mentiría para encubrir una verdad peor. ¿Podía haber algo más vergonzoso que realizar un acto impuro?

– Eso está mal -susurré-. Debes cumplir las normas.

– ¿Qué ocurrirá si no? ¿Me volveré tan impura como mi esposo?

Eso era algo que yo ya había pensado, pero contesté:

– Podrías enfermar o morir.

Flor de Nieve rió en la oscuridad.

– Nadie enferma por tener trato carnal. Sólo da placer. Me paso el día trabajando sin descanso para mi suegra. ¿Acaso no merezco los placeres de la noche? Y si tengo otro hijo, aún seré más feliz.

En eso tenía razón. El niño que dormía entre nosotras era difícil y débil. Flor de Nieve necesitaba tener otro hijo… por si acaso.

Los tres días de fiesta transcurrieron con asombrosa rapidez. Mi corazón estaba más alegre. Flor de Nieve bajó de mi palanquín delante de su casa y yo me fui a la mía. Nadie me había visto cambiar de camino y el dinero que había pagado a mis porteadores garantizaba su silencio. Animada por mi éxito, pensé que podría verla más a menudo. Había muchas fiestas durante el año que requerían que las mujeres casadas regresaran a sus hogares natales, y también estaba nuestra visita anual al templo de Gupo. Éramos mujeres casadas, pero seguíamos siendo almas gemelas, dijera lo que dijese mi suegra.


En los meses siguientes seguimos escribiéndonos; nuestras palabras atravesaban los campos en ambas direcciones, libres como dos pájaros que planean en una corriente alta. Sus quejas disminuyeron, y también las mías. Éramos jóvenes madres y las aventuras cotidianas de nuestros hijos nos alegraban la vida: los primeros dientes, las primeras palabras, los primeros pasos. Yo pensaba que ambas estábamos satisfechas a medida que nos adaptábamos al ritmo de nuestro nuevo hogar, aprendíamos a complacer a nuestras suegras y nos habituábamos a los deberes de las esposas.

Hasta me acostumbré a escribirle acerca de mi esposo y de nuestros momentos de intimidad. Por fin comprendía aquella antigua enseñanza: «Sube a la cama, pórtate como un esposo; baja de la cama, pórtate como un caballero.» Yo prefería a mi marido cuando él bajaba de la cama. Durante el día él obedecía las Nueve Consideraciones. Era lúcido, escuchaba atentamente y se mostraba cariñoso. Era recatado, leal, respetuoso y honrado. Cuando tenía dudas, consultaba a su padre, y en las raras ocasiones en que se enfadaba procuraba que no se notara. Así pues, por la noche, cuando subía a la cama, yo me alegraba de su goce, aunque sentía alivio cuando él terminaba. No entendía lo que había oído decir a mi tía cuando yo estaba en mis años de cabello recogido, ni que Flor de Nieve encontrara placer en el acto carnal.

Pese a mi gran ignorancia, había una cosa que sí sabía: no se pueden infringir las normas sin pagar un alto precio.

Lirio Blanco:

Mi hija nació muerta. Se marchó sin haber echado raíces, de modo que no conoció los pesares de la vida. Le cogí los pies. Nunca conocerían la agonía del vendado. Le toqué los ojos. Nunca conocerían la tristeza de abandonar su hogar natal, de ver a su madre por última vez, de despedirse de un hijo muerto. Puse mis dedos sobre su corazón. Nunca conocería el dolor, la pena, la soledad, la tristeza. Me la imagino en el más allá. ¿Estará mi madre con ella? Ignoro cuál habrá sido el destino de ambas.

En mi casa todos me culpan. Mi suegra dice: «¿Para qué te casaste con mi hijo, si no vas a darle hijos varones?» Mi esposo dice: «Eres joven. Tendrás más hijos. La próxima vez me darás un varón.»

No tengo forma de desahogarme. No tengo a nadie que me escuche. Ojalá te oyera subir por la escalera.

Imagino que soy un pájaro. Vuelo hacia las nubes y el mundo, abajo, parece muy lejano.

Me pesa el trozo de jade que llevaba colgado del cuello para proteger a mi bebé. No puedo dejar de pensar en mi niñita muerta.

Flor de Nieve

Los abortos eran muy frecuentes en nuestro condado, y las mujeres no solían preocuparse demasiado si sufrían uno, sobre todo si el bebé era una niña. Los partos de niños muertos sólo se consideraban espantosos si el bebé era un varón. Si la criatura que nacía muerta era una niña, los padres solían agradecerlo. Nadie necesitaba más bocas inútiles que alimentar. En mi caso, pese a que durante el embarazo me había aterrado pensar que pudiera pasarle algo malo a mi bebé, la verdad es que no sabía cómo me habría sentido si hubiera resultado una niña y hubiera muerto antes de respirar el aire de este mundo. Lo que intento decir es que me había dejado perpleja que Flor de Nieve tuviera semejantes sentimientos.

Yo le había suplicado que me contara la verdad, pero, ahora que ella se sinceraba conmigo, no sabía qué decir.

Quería responder con compasión. Quería ofrecerle consuelo y solaz, pero temía por ella y no sabía qué escribir. No alcanzaba a comprender nada de lo que le había pasado en la vida: su infancia, su pésima boda y ahora esto. Yo acababa de cumplir veintiún años; no sabía qué era la verdadera pobreza, vivía bien, y eso reducía mi empatía.

Busqué con ahínco las palabras que podía escribir a la mujer que amaba y, muy a mi pesar, dejé que las convenciones con que me había criado envolvieran mi corazón, como había hecho aquel día en el palanquín.

Cuando cogí el pincel, me refugié en los versos formales apropiados para una mujer casada, con la esperanza de que eso recordara a Flor de Nieve que la única protección real que teníamos las mujeres era la apariencia plácida que ofrecíamos, incluso en los momentos de mayor angustia. Lo que tenía que hacer era procurar quedarse embarazada otra vez, y pronto, porque el deber de toda mujer era seguir pariendo hijos varones.

Flor de Nieve:

Estoy sentada en la habitación de arriba, reflexionando.

Escribo para consolarte.

Por favor, escúchame.

Querida amiga, calma tu corazón.

Piensa que estoy a tu lado, mi mano sobre la tuya.

Imagina que lloro a tu lado.

Nuestras lágrimas forman cuatro arroyos que fluyen eternamente.

No lo olvides.

Tu pena es profunda, pero no estás sola. No sufras.

Todo está escrito, la riqueza y la pobreza.

Muchos bebés mueren.

Esa es la gran congoja de toda mujer.

No podemos controlar estas cosas.

Sólo podemos intentarlo de nuevo.

La próxima vez, un hijo varón…

Lirio Blanco


Pasaron dos años, y nuestros hijos aprendieron a caminar y hablar. El de Flor de Nieve lo hizo primero, como es lógico. Era seis semanas mayor que el mío, pero sus piernas no eran dos robustos troncos, como las de mi hijo. Siguió siendo delgado, y su delgadez también afectaba a su personalidad. No quiero decir que no fuera listo. Era muy inteligente, pero no tanto como mi hijo. A los tres años, mi hijo ya quería coger el pincel de caligrafía. Era adorable, y se convirtió en el niño mimado de la habitación de arriba. Hasta las concubinas lo colmaban de atenciones y se peleaban por él como se peleaban por las piezas de tela nuevas.

Tres años después del nacimiento de mi primer hijo, llegó el segundo. Flor de Nieve no tuvo la misma suerte. Quizá ella disfrutara teniendo trato carnal con su esposo, pero eso no dio ningún fruto, salvo una segunda hija que nació muerta. Tras esa pérdida, le aconsejé que visitara al herborista del pueblo para pedirle que le diera hierbas que la ayudaran a concebir un hijo y aumentaran su fuerza y su frecuencia en el bajo vientre. Poco después me informó que, gracias a mis consejos, su esposo y ella habían encontrado grandes satisfacciones.

Penas y alegrías

Cuando mi hijo mayor cumplió cinco años, mi esposo me propuso buscar a un profesor para iniciar su educación formal. Como vivíamos en la casa de mis suegros y carecíamos de recursos propios, tuvimos que pedirles que pagaran los gastos. Yo debería haberme avergonzado de las aspiraciones de mi esposo, pero lo cierto es que nunca me arrepentí de que no hubiera sido así. Mis suegros, por su parte, se alegraron infinitamente el día que el profesor se instaló en la casa y nuestro hijo abandonó la habitación de arriba. Lloré al verlo marchar, pero al mismo tiempo aquél fue uno de los momentos más felices de mi vida. Nunca me había sentido tan orgullosa. Abrigaba la secreta esperanza de que quizá algún día mi hijo hiciera los exámenes imperiales. No era más que una mujer, pero hasta yo sabía que esos exámenes significaban un peldaño en el camino hacia el éxito incluso para los funcionarios más pobres. Con todo, su ausencia en la habitación de arriba dejó en mí un vacío que no lograban llenar las divertidas payasadas de mi segundo hijo, las quejas de las concubinas, las discusiones de mis cuñadas ni mis periódicas visitas a Flor de Nieve. Por fortuna, el primer mes del nuevo año lunar volvía a estar embarazada.

Por esa época la habitación de arriba estaba abarrotada. Cuñada Tercera se había instalado en la casa y había tenido una hija. La siguió Cuñada Cuarta, cuyas quejas nos crispaban a todos. Ella también dio a luz una hija. Mi suegra era particularmente cruel con Cuñada Cuarta, que después parió dos varones muertos. Así pues, no miento si digo que las otras mujeres de la casa recibieron la noticia de mi embarazo con envidia. Nada causaba mayor consternación en la habitación de arriba que la llegada, todos los meses, de la menstruación de alguna de las esposas. Todas se enteraban y hablaban de ello. La señora Lu anotaba la fecha y maldecía en voz alta a la joven en cuestión para que todas se enteraran. «Una esposa que no tiene un hijo varón siempre puede ser sustituida», decía, aunque odiaba con toda su alma a las concubinas de su esposo. Cuando yo miraba a las otras mujeres, veía celos y ardiente resentimiento en su semblante, pero ¿qué podían hacer ellas, salvo esperar y ver si yo daba a luz otro varón? Sin embargo, ya no pensaba como antes. Quería tener una hija por razones puramente prácticas. Mi segundo hijo pronto me dejaría para entrar en el mundo de los hombres, mientras que las hijas no abandonaban a sus madres hasta que se casaban. Mi secreta ambición aumentó con la noticia de que Flor de Nieve volvía a estar encinta. Yo deseaba que ella también tuviera una hija.

La primera oportunidad que tuvimos para compartir nuestras aspiraciones y esperanzas llegó con la Fiesta de la Cata, el sexto día del sexto mes. Después de vivir cinco años con los Lu yo sabía que mi suegra no había cambiado de opinión respecto a Flor de Nieve. Sospechaba que ella sabía que nos veíamos en las celebraciones, pero, mientras yo no alardeara de mi relación y cumpliera con mis deberes domésticos, mi suegra me dejaría tranquila.

Como siempre, disfrutamos de nuestros momentos de intimidad en la habitación de arriba de mi casa paterna, aunque no podíamos expresarnos como antes, porque teníamos a nuestros hijos en la cama o acostados en su cuna. Sin embargo, nos hablamos al oído. Yo le confié que deseaba tener una hija que me hiciera compañía. Flor de Nieve se acarició el vientre y en voz baja me recordó que las niñas no eran más que ramas inútiles que no podían perpetuar el linaje de los padres.

– Para nosotras no serán inútiles -repuse-. ¿No podríamos unirlas como laotong antes de que nazcan?

– Lirio Blanco, nosotras somos inútiles. -Se incorporó y vi su rostro iluminado por la luz de la luna-. Lo sabes, ¿verdad?

– Las mujeres somos madres de hijos varones -la corregí. Eso me había asegurado un lugar en la casa de mi esposo. Y sin duda el hijo de Flor de Nieve también le había asegurado un lugar en la suya.

– Ya lo sé. Madres de hijos varones, pero…

– Y nuestras hijas serán nuestras compañeras.

– Yo ya he perdido a dos…

– ¿No quieres que nuestras hijas sean almas gemelas, Flor de Nieve? -De pronto la idea de que pudiera rechazar mi proposición me produjo pánico.

Me miró y esbozó una sonrisa triste.

– Claro que sí. Si tenemos hijas. Ellas podrían prolongar nuestro amor incluso después del más allá.

– Estupendo. Así será. Ahora, túmbate a mi lado. No arrugues la frente. Éste es un momento feliz. Seamos felices juntas.

La primavera siguiente, volvimos a Puwei con nuestras hijas recién nacidas. Sus fechas de nacimiento no concordaban. Sus meses de nacimiento no concordaban. Les quitamos los pañales y juntamos sus pies, cuyo tamaño tampoco concordaba. Quizá hasta entonces había mirado a mi hija, Jade, con ojos de madre, pero incluso yo me daba cuenta de que la de Flor de Nieve, Luna de Primavera, era mucho más hermosa que la mía. Jade tenía la piel demasiado oscura comparada con la de la familia Lu, mientras que el cutis de Luna de Primavera era como la pulpa de un blanco melocotón. Yo esperaba que Jade fuera tan fuerte como la piedra que le daba nombre y deseaba que Luna de Primavera fuera más robusta que mi prima, a quien Flor de Nieve había rendido homenaje con el nombre de su hija. Ninguno de los ocho caracteres concordaba, pero eso no nos importó. Nuestras hijas serían almas gemelas.

Abrimos nuestro abanico y repasamos la vida que habíamos compartido. En sus pliegues habíamos registrado muchos momentos felices. Nuestra unión. Nuestras respectivas bodas. El nacimiento de nuestros hijos. El nacimiento de nuestras hijas. Su futura unión. «Algún día, dos niñas se conocerán y se harán laotong -escribí yo-. Serán como dos patos mandarines. Otra pareja feliz se sentará en un puente y las verá volar.» En la guirnalda del borde superior, Flor de Nieve pintó dos pequeños pares de alas volando hacia la luna. Otros dos pájaros, posados uno junto a otro, las contemplaban. Cuando hubimos terminado, nos quedamos sentadas con nuestras hijas en brazos. Yo sentía una gran dicha, pero no dejaba de pensar en que al quebrantar las normas que gobernaban la unión de dos niñas estábamos rompiendo un tabú.


Dos años más tarde, Flor de Nieve me envió una carta para anunciarme que por fin había dado a luz a su segundo hijo varón. Estaba radiante de felicidad, y yo también, pues creía que mejoraría su estatus en la casa de su esposo.

Sin embargo, apenas tuvimos tiempo para celebrarlo, porque sólo tres días después nuestro condado recibió una triste noticia: el emperador Daoguang se había ido al más allá. Nuestro condado todavía estaba de luto cuando el hijo del emperador, Xianfeng, sucedió a su padre.

A través de la amarga experiencia de la familia de Flor de Nieve yo había aprendido que, cuando muere un emperador, su corte cae en desgracia, de modo que con cada transición imperial llegan el desorden y la discordia no sólo al palacio, sino a todo el país. En la cena, cuando mi suegro, mi esposo y sus hermanos hablaron de lo que ocurría fuera de Tongkou, yo sólo asimilé lo que no podía ignorar. Los rebeldes estaban causando problemas en algún lugar y los terratenientes exigían rentas más elevadas a sus arrendatarios. Me angustiaba pensar que mucha gente, incluida mi familia natal, iba a sufrir, pero en realidad todo eso parecía muy alejado de las comodidades de la casa de los Lu.

Entonces tío Lu perdió su cargo y regresó a Tongkou. Cuando bajó del palanquín, todos lo saludamos con una reverencia, tocando el suelo con la frente. Cuando ordenó que nos levantáramos, vi a un anciano ataviado con una túnica de seda. Tenía dos lunares en la cara. Todo el mundo valora el pelo de sus lunares, pero los de tío Lu eran espléndidos. Tenía al menos diez pelos -ásperos, blancos y de más de tres centímetros de largo- en cada lunar. Cuando empecé a conocerlo mejor, vi que le encantaba jugar con esos pelos; tiraba suavemente de ellos para que le crecieran aún más.

Nos miró a todos con sus brillantes ojos antes de fijarse en mi primer hijo, que ya había cumplido ocho años. Tío Lu, que debería haber saludado primero a su hermano, estiró un brazo y puso una mano surcada de venas sobre el hombro de mi hijo.

– Lee mil libros -dijo con tono afable, si bien su voz delataba los muchos años que había vivido en la capital-, y tus palabras fluirán como un río. Y ahora, pequeño, muéstrame el camino de tu casa. -Dicho esto, el hombre más estimado de la familia dio la mano a mi hijo y juntos traspusieron las puertas de Tongkou.


Pasaron dos años más. Yo acababa de tener un tercer varón, y todos trabajábamos mucho para que todo siguiera como siempre, pero era evidente que con la caída en desgracia de tío Lu y la rebelión contra el aumento de las rentas la situación había cambiado. Mi suegro empezó a reducir su consumo de tabaco; mi esposo pasaba más horas en los campos, e incluso a veces cogía un apero y ayudaba a nuestros campesinos en sus tareas. El profesor se marchó y tío Lu se encargó personalmente de las lecciones de mi hijo mayor. En la habitación de arriba, las discusiones entre las esposas y las concubinas arreciaban a medida que disminuían los regalos de seda e hilo de bordar. Ese año, cuando Flor de Nieve y yo nos encontramos en mi casa natal, apenas estuve con mi familia. Sí, comíamos juntos y por la noche nos sentábamos fuera, como hacíamos cuando yo era pequeña, pero no había ido a Puwei para ver a mis padres. Lo que quería era ver a Flor de Nieve y estar con ella. Habíamos cumplido treinta años y hacía veintitrés que éramos laotong. Costaba creer que hubiera pasado tanto tiempo, y costaba más aún creer que antaño habíamos sido como una sola persona. Yo le profesaba un gran cariño, pero mis hijos y mis tareas cotidianas ocupaban todo mi tiempo. Tenía tres hijos y una hija, y ella tenía dos hijos y una hija. Compartíamos una relación emocional más profunda que los vínculos que nos unían a nuestros esposos y creíamos que nunca se rompería, pero la pasión de nuestro amor había disminuido. Eso no nos preocupaba, pues la monotonía de los años de arroz y sal hace mella en todas las relaciones profundas. Sabíamos que cuando nos llegaran los años de recogimiento volveríamos a estar tan unidas como en el pasado. De momento lo único que podíamos hacer era compartir al máximo nuestra vida cotidiana.

En casa de Flor de Nieve las últimas cuñadas se habían casado y marchado, de modo que ya no tenía que trabajar para ellas. Su suegro había muerto. Estaba matando un cerdo y en el último momento el animal se agitó bruscamente; el cuchillo se le escapó de las manos y le hizo un profundo corte en un brazo; se desangró en el umbral del hogar familiar, como habían hecho tantos cerdos. Desde entonces el marido de Flor de Nieve era el amo de la casa, aunque él -y todos los que vivían bajo aquel techo- todavía estaba en gran medida controlado por su madre. Consciente de que Flor de Nieve no tenía nada ni a nadie, su suegra redobló sus críticas y sus quejas, al tiempo que su esposo dejaba de protegerla. Sin embargo, ella se consolaba con su segundo hijo, un niño robusto y risueño. Todo el mundo lo adoraba, mientras que nadie creía que su primer hijo llegara a cumplir veinte años, quizá ni siquiera los diez.

Pese a que Flor de Nieve tenía una posición muy inferior a la mía, prestaba más atención y escuchaba más que yo. Debí imaginarlo. Siempre le había interesado más que a mí el reino exterior. Me explicó que los rebeldes de los que yo había oído hablar se llamaban taiping y que pretendían un orden armonioso. Creían, al igual que el pueblo yao, que los fantasmas, los dioses y las diosas influyen en las cosechas, la salud y el nacimiento de los hijos varones. Los taiping prohibían el vino, el opio, el juego, las danzas y el tabaco. Decían que había que arrebatar las fincas a los terratenientes, que tenían el noventa por ciento de las tierras y recibían el setenta por ciento de la cosecha, y que los que trabajaban la tierra debían compartirla por igual. En nuestra provincia cientos de miles de personas habían abandonado sus hogares para unirse a los taiping y estaban invadiendo pueblos y ciudades. Me habló de su cabecilla, que creía ser hijo de un famoso dios; de algo que él llamaba su Reino Celestial, de su aversión a los extranjeros y de la corrupción política. Yo no entendía qué intentaba decirme. Para mí un extranjero era alguien de otro condado. Yo vivía dentro de las cuatro paredes de la habitación de arriba, pero la mente de Flor de Nieve volaba hasta lugares lejanos, observando, buscando y preguntando.

Cuando regresé a mi casa y pregunté a mi esposo quiénes eran los taiping, él contestó: «Una esposa debe preocuparse de sus hijos y de hacer feliz a su familia. Si vuelves tan inquieta de tu pueblo natal, la próxima vez no te daré permiso para visitar a tu familia.» No dije ni una palabra más acerca del reino exterior.


La escasez de lluvias y las consecuencias que ésta tuvo en las cosechas hicieron que el hambre asolara Tongkou. Sin embargo, no me preocupé hasta que vi que nuestra despensa empezaba a vaciarse. Al poco tiempo mi suegra comenzó a castigarnos si derramábamos unas gotas de té o encendíamos un fuego demasiado grande en el brasero. Mi suegro se moderaba al servirse carne del plato central, pues prefería que sus nietos comieran antes que él aquel valioso alimento. Tío Lu, que había vivido en el palacio, no protestaba, pero, cuando comprendió la gravedad de la situación, empezó a exigirle más a mi hijo, con la esperanza de convertirlo en una garantía de que la familia recuperaría su buena posición.

Eso suponía un desafío para mi esposo. Una noche, cuando estábamos en la cama con las lámparas apagadas, me confió:

– Tío Lu cree que nuestro hijo tiene talento, y yo me alegré de que se ocupara de sus lecciones, pero ahora miro hacia el futuro y veo que quizá tendremos que enviarlo lejos para que siga sus estudios. ¿Cómo vamos a hacerlo, si todo el condado sabe que pronto tendremos que empezar a vender campos para poder comer? -Mi esposo me cogió la mano en la oscuridad-. Lirio Blanco, se me ha ocurrido una idea y mi padre la apoya, pero estoy preocupado por ti y por nuestros hijos.

Esperé, temiendo qué diría a continuación.

– La gente necesita ciertas cosas para vivir -prosiguió mi esposo-. El aire, el sol, el agua y la leña no cuestan dinero, aunque a veces no sean abundantes. Pero la sal sí cuesta dinero, y todo el mundo necesita sal para vivir.

Mi mano estrechó la suya. ¿Adónde quería llegar?

– He preguntado a mi padre si puedo coger nuestros últimos ahorros -añadió-, viajar hasta Guilin, comprar sal y traerla aquí para venderla. Me ha dado permiso.

El plan de mi esposo entrañaba más peligros que los que yo podía nombrar. Guilin estaba en la provincia vecina. Para llegar hasta allí mi esposo tendría que pasar por territorio ocupado por los rebeldes. Y los que no eran rebeldes eran campesinos desesperados que habían perdido sus hogares y se habían convertido en bandidos que asaltaban a quienes se atrevían a transitar por los caminos. El negocio de la sal era peligroso en sí mismo, y ésa era una de las razones por las que la sal siempre escaseaba. Los hombres que controlaban su comercio en nuestra provincia tenían sus propios ejércitos, pero mi esposo estaba solo. Carecía de experiencia en el trato con los caudillos y los astutos comerciantes. Por si eso fuera poco, mi mente femenina lo imaginaba conociendo a hermosas mujeres en Guilin. Si salía airoso de su aventura, quizá volviera a casa con unas cuantas concubinas. Mi debilidad de mujer fue lo primero que expresé.

– No recojas flores silvestres -le supliqué, utilizando el eufemismo con que denominábamos a esa clase de mujeres que podía encontrar en su viaje.

– El valor de una esposa reside en sus virtudes, no en su rostro -me tranquilizó él-. Me has dado hijos. Mi cuerpo recorrerá una larga distancia, pero mis ojos no mirarán lo que no deben ver. -Hizo una pausa, y añadió-: Sé fiel, evita la tentación, obedece a mi madre y sirve a nuestros hijos.

– Eso haré -prometí-. Pero no me preocupa lo que pueda sucederme a mí.

Intenté expresar mis otros temores, pero él dijo:

– ¿Acaso vamos a dejar de vivir porque unos cuantos estén descontentos? Debemos seguir utilizando nuestros caminos y nuestros ríos, que son de todos los chinos.

Dijo que calculaba estar lejos durante un año.


Tan pronto mi esposo partió, el desasosiego se apoderó de mí. A medida que pasaban los meses, cada vez estaba más nerviosa y asustada. Si le ocurría algo, ¿qué sería de mí? Como viuda, tendría muy pocas opciones. Puesto que mis hijos eran demasiado pequeños para ocuparse de mí, mi suegro me vendería a otro hombre. Sabía que si eso llegaba a ocurrir quizá no volvería a ver a mis hijos, y entendí por qué tantas viudas se suicidaban. Sin embargo, no iba a conseguir nada llorando día y noche abrumada por los riesgos que me amenazaban. Intentaba mantener una apariencia serena en la habitación de arriba, pese a que me preocupaba muchísimo la seguridad de mi esposo.

Pensando que me consolaría ver a mi primer hijo, comencé a hacer algo que no se me habría pasado por la cabeza hasta entonces. Varias veces al día, me ofrecía a ir a buscar el té para las mujeres de la habitación de arriba; una vez abajo, me sentaba y escuchaba las lecciones de mi hijo con tío Lu.

– Las tres fuerzas más importantes son el cielo, la tierra y el hombre -recitaba el pequeño-. Las tres luces son el sol, la luna y las estrellas. Las oportunidades que ofrece el cielo no son iguales a las ventajas conseguidas en la tierra, mientras que las ventajas de la tierra no están a la altura de las bendiciones que proceden de la armonía entre los hombres.

– Esas palabras puede memorizarlas cualquier niño, pero ¿qué significan? -Tío Lu era exigente y riguroso.

¿Creéis que mi hijo erraba alguna vez en las respuestas? Pues no, y os diré por qué. Si no contestaba correctamente a una pregunta o cometía algún error en sus recitaciones, tío Lu le golpeaba en la palma de la mano con una vara de bambú. Si al día siguiente volvía a equivocarse, el castigo era doble.

– El cielo da al hombre el clima, pero sin el fértil suelo de la tierra el clima no tiene ningún valor -contestó mi hijo-. Y el rico suelo es inútil si no reina la armonía entre los hombres.

Sonreí, orgullosa, en mi escondite, pero tío Lu no se contentaba con una sola respuesta correcta.

– Muy bien. Ahora hablemos del imperio. Si fortaleces a tu familia y cumples las normas que están escritas en el Libro de los ritos, habrá orden en tu casa. Eso se extiende de una casa a la siguiente, construyendo la seguridad del estado hasta llegar al emperador. Pero un rebelde engendra a otro rebelde, y pronto reina el desorden. Presta atención, pequeño. Nuestra familia posee tierras. Tu abuelo las gobernó durante mi ausencia, pero ahora la gente sabe que ya no tengo contactos en la corte. Ven y oyen a los rebeldes. Debemos ser prudentes.

Pero el terror que tío Lu tanto temía no llegó en la forma de los taiping. Lo último que oí antes de que los fantasmas de la muerte descendieran sobre nosotros fue que Flor de Nieve volvía a estar encinta. Le bordé un pañuelo para desearle una gestación sana y feliz, y lo decoré con peces plateados que saltaban de un arroyo azul claro, creyendo que ésa era la imagen más propicia y refrescante que podía ofrecer a una mujer que iba a estar embarazada durante el verano.


Aquel año, el gran calor llegó antes. Era demasiado pronto para que volviéramos a nuestra casa natal, así que las mujeres y nuestros hijos languidecíamos en la habitación de arriba esperando, esperando, esperando. Como la temperatura aumentaba día a día, los hombres de Tongkou y de los pueblos de los alrededores llevaban a los niños a bañarse al río. Era el mismo río en que de niña me refrescaba los pies, y sentí una gran alegría cuando mi suegro y mi cuñado se ofrecieron a llevar allí a los niños. Pero también era el mismo río donde las niñas de pies grandes lavaban la ropa y de donde cogían agua para beber y cocinar, porque los pozos del pueblo estaban llenos de larvas de insectos.

El primer caso de fiebre tifoidea apareció en el mejor pueblo del condado, mi Tongkou. Afectó al precioso primogénito de uno de nuestros arrendatarios y se extendió por su casa hasta matar a toda su familia. La enfermedad empezaba con fiebres, seguidas de un fuerte dolor de cabeza y vómitos. A veces también producía tos y ronquera, o un sarpullido de granos de color rosa. Cuando aparecía la diarrea, sólo era cuestión de horas que la muerte pusiera fin a la agonía. En cuanto nos enterábamos de que un niño había caído enfermo, sabíamos qué iba a pasar. Primero moría el niño, luego sus hermanos y hermanas, luego la madre y por último el padre. Era un proceso que se repetía una y otra vez, porque una madre no puede abandonar a su hijo enfermo y un esposo no puede abandonar a su esposa moribunda. Pronto el caos reinó en todas las poblaciones del condado.

La familia Lu se retiró de la vida del pueblo y cerró las puertas de su casa. Las criadas desaparecieron; no sé si mi suegro las echó o huyeron atemorizadas. No supe más de ellas. Las mujeres de la familia reunimos a los niños en la habitación de arriba creyendo que allí estarían más seguros. El hijo de Cuñada Tercera fue el primero en presentar los síntomas de la enfermedad. Le ardía la frente y tenía las mejillas muy coloradas. Al verlo me llevé a mis hijos a mi dormitorio y llamé a mi hijo mayor. En ausencia de mi esposo, debería haber consentido en su deseo de quedarse con su tío abuelo y el resto de los hombres, pero no lo dejé elegir.

– Sólo yo saldré de esta habitación -dije a mis hijos-. Hermano Mayor se ocupará de vosotros mientras yo no esté aquí. Tenéis que obedecerlo en todo.

Todos los días salía de la habitación una vez por la mañana y otra por la noche. Consciente de la gravedad de la enfermedad, me llevaba el orinal y lo vaciaba yo misma, procurando que nada de la zona donde se acumulaban los excrementos tocara el recipiente, mis manos, mis pies o mi ropa. Sacaba agua salobre del pozo, la hervía y la filtraba hasta que quedaba clara y limpia. Me daba miedo la comida, pero algo teníamos que comer. No sabía qué hacer. ¿Debíamos ingerir alimentos crudos, directamente arrancados del huerto? Cuando pensé en el estiércol que utilizábamos para abonar los campos, comprendí que eso no podía ser aconsejable. Recordé lo único que cocinaba mi madre cuando yo estaba enferma: congee. Lo preparaba dos veces al día.

El resto del tiempo estaba encerrada en mi dormitorio con mis hijos. Durante el día oíamos gente correr de un lado a otro. Por la noche llegaban hasta nosotros los gritos intermitentes de los enfermos y los angustiados lamentos de las madres. Por la mañana yo pegaba una oreja a la puerta y me enteraba de quién se había marchado al más allá. Las concubinas, que no tenían a nadie que se ocupara de ellas, agonizaban y morían solas, con la única compañía de las mismas mujeres contra las que hasta entonces habían conspirado.

Tanto de día como de noche me preocupaba por Flor de Nieve y mi esposo. ¿Mi laotong pondría en práctica las mismas medidas preventivas que empleaba yo? ¿Estaría bien? ¿Habría muerto? ¿Habría perecido su primer hijo, que siempre me había parecido tan débil? ¿Habría muerto toda la familia? ¿Y mi esposo? ¿Habría muerto en otra provincia o en algún camino? Si algo malo le pasaba a alguno de los dos, no sabía qué iba a hacer. Me sentía enjaulada por el miedo.

En mi dormitorio sólo había una ventana y estaba demasiado alta para asomarme a ella. Los olores que desprendían los hinchados cadáveres que la gente dejaba ante las casas impregnaban la húmeda atmósfera. Nos tapábamos la nariz y la boca, pero no había escapatoria: el hedor hacía que nos escocieran los ojos y se nos adhería a la lengua. Yo repasaba mentalmente todas las tareas que debía realizar: rezar constantemente a la diosa, envolver a los niños con tela rojo oscuro, barrer la habitación tres veces al día para asustar a los fantasmas que acecharan en busca de presas. También enumeraba todas las cosas de que debíamos abstenernos: nada de comida frita ni salteada. Si mi esposo hubiera estado en casa, tampoco deberíamos haber tenido trato carnal. Pero él estaba lejos, y era yo la que debía permanecer alerta.

Un día, mientras preparaba las gachas de arroz, mi suegra entró en la cocina con un pollo muerto en la mano.

– Ya no tiene sentido que reservemos los pollos -dijo con aspereza. Mientras lo descuartizaba y picaba ajo, me previno-: Tus hijos morirán si no comen carne y verdura. Vas a matarlos de hambre y ni siquiera habrán tenido tiempo de enfermar.

Me quedé contemplando el pollo. Se me hacía la boca agua y me rugía el estómago, pero por primera vez desde que me había casado hice oídos sordos a los comentarios de mi suegra. No dije nada. Puse el congee en cuencos y los coloqué en una bandeja. Cuando me dirigía a mi dormitorio, me detuve ante la puerta de tío Lu, llamé con los nudillos y dejé un cuenco para él. Tenía que hacerlo, porque no sólo era el miembro de más edad y más respetado de nuestra familia, sino que además era el maestro de mi hijo. Los clásicos nos enseñan que la relación del maestro y el alumno es la segunda en importancia después de la del padre y el hijo.

Llevé los otros cuencos a mis hijos. Jade protestó al ver que no había cebollas ni trozos de cerdo, ni siquiera verduras en conserva, y le di una fuerte bofetada. Los otros niños se tragaron sus quejas, mientras su hermana se mordía el labio inferior y contenía las lágrimas. No les hice caso. Cogí la escoba y me puse a barrer.

Pasaban los días y los síntomas de la enfermedad seguían sin aparecer en nuestro dormitorio, pero el calor era insoportable y empeoraba los olores de la enfermedad y la muerte. Una noche, cuando fui a la cocina, encontré a Cuñada Tercera de pie, como una aparición, en medio de la habitación oscura, vestida de pies a cabeza con prendas blancas de luto. Deduje por su atuendo que sus hijos y su esposo habían muerto. Su mirada, vacía y perdida, me dejó paralizada. Ella no se movió ni dio muestras de haberme visto, pese a que yo estaba a sólo un metro de ella. Estaba tan asustada que no me atrevía a retirarme ni a avanzar. Oí el canto de las aves nocturnas y el débil gemido de carabao. Entonces se me ocurrió una idea estúpida: ¿por qué no morían los animales? ¿O sí morían y no había nadie para decírmelo?

– ¡La cerda inútil sigue viva! -exclamó una voz amarga y virulenta detrás de mí.

Cuñada Tercera ni siquiera parpadeó, pero yo me di la vuelta. Era mi suegra. Se había quitado las horquillas y unos grasientos mechones de cabello enmarcaban su cara.

– Nunca debimos dejarte entrar en esta casa -añadió-. Estás destruyendo el clan Lu, asquerosa y corrupta cerda. -A continuación escupió a Cuñada Tercera, que ni siquiera se limpió la cara-. Te maldigo -prosiguió mi suegra, roja de ira y de dolor-. Espero que mueras. Si no mueres, el señor Lu te echará de aquí cuando llegue el otoño. Y espero que la diosa te haga sufrir. Pero, si estuviera en mi mano, no vivirías lo suficiente para ver la luz del día.

Mi suegra, que parecía no haber reparado siquiera en mí, dio media vuelta, apoyó una mano contra la pared y salió tambaleándose de la cocina. Miré a mi cuñada, que seguía pareciendo ausente de este mundo. Yo sabía que lo que iba a hacer no era conveniente, pero me acerqué a ella, la abracé y la guié hasta una silla. Puse agua a calentar y, haciendo acopio de valor, mojé un trapo en un cubo de agua fresca y limpié la cara a mi cuñada. Luego arrojé el trapo al brasero y vi cómo ardía. Cuando hirvió el agua, preparé té, le serví una taza y se la puse delante. Ella no la cogió. No sabía qué más podía hacer, así que me puse a preparar el congee, removiendo con paciencia el fondo del cazo para que el arroz no se pegara ni se quemara.

– Me esfuerzo por oír el llanto de mis hijos. Busco a mi esposo por todas partes -murmuró Cuñada Tercera, Me di la vuelta, creyendo que se dirigía a mí, pero comprendí por su mirada que hablaba sola-. Si vuelvo a casarme, ¿cómo podré reunirme con mi esposo y con mis hijos en el más allá?

Yo no podía ofrecerle palabras de consuelo, porque no las había. Cuñada Tercera no tenía ningún árbol robusto que la protegiera, ni ninguna montaña fiel se alzaba detrás de ella. Se levantó y salió de la cocina tambaleándose sobre sus delicados lotos dorados, frágil como uno de esos farolillos que soltamos en la Fiesta de los Farolillos. Seguí removiendo el congee.

A la mañana siguiente, cuando bajé, me pareció que algo había cambiado. Yonggang y otras dos criadas habían regresado y estaban limpiando la cocina y amontonando leña. Yonggang me informó de que esa misma mañana habían encontrado muerta a Cuñada Tercera. Se había suicidado bebiendo lejía. A menudo me pregunto qué habría pasado si hubiera esperado unas horas más, porque durante la comida mi suegra empezó a tener fiebre. Ya debía de estar enferma la noche anterior, cuando fue tan cruel con su nuera.

Yo tenía que tomar una decisión difícil. Hasta ese momento había mantenido protegidos a mis hijos en mi dormitorio, pero mi deber como esposa era servir a mis suegros antes que a nadie. Eso no significaba sólo llevarles el té por la mañana, lavarles la ropa o aceptar sus críticas con resignación. Servirlos significaba que debía apreciarlos más que a nadie, más que a mis padres, mi esposo o mis hijos. Como mi marido no estaba en la casa, no me quedaba otro remedio que olvidar el miedo a la enfermedad, expulsar de mi corazón todos los sentimientos que tenía hacia mis hijos y cumplir con mi deber. Si no lo hacía y mi suegra moría, mi vergüenza sería insoportable.

Aun así, no podía abandonar a mis hijos sin más. Mis otras cuñadas estaban con sus respectivas familias en sus propias habitaciones. Yo no sabía qué estaba pasando detrás de esas puertas cerradas. Quizá ya habían enfermado. Quizá ya habían muerto. Tampoco podía confiar a mi suegro el cuidado de mis hijos. Él había pasado la noche junto a su esposa y quizá sería el siguiente en enfermar. Por otro lado, no veía a tío Lu desde el inicio de la epidemia, aunque todas las mañanas y todas las noches él dejaba su cuenco vacío junto a la puerta de su habitación para que yo se lo rellenara.

Me senté en la cocina, retorciéndome las manos con nerviosismo. Yonggang se acercó, se arrodilló ante mí y dijo:

– Yo vigilaré a tus hijos.

Recordé cómo me había acompañado a casa de Flor de Nieve después de mi boda, cómo me había cuidado tras cada parto y cómo me había demostrado su fidelidad y su discreción llevando mis cartas a mi laotong. Había hecho muchas cosas por mí desde que sólo era una niñita de diez años y, sin que yo me diera cuenta, se había convertido en una joven corpulenta de grandes pies que ya tenía veinticuatro. Para mí seguía siendo tan fea como los genitales de un cerdo, pero sabía que todavía no había enfermado y que cuidaría de mis hijos como si fueran suyos.

Le di instrucciones muy precisas de cómo quería que les preparara el agua y la comida, y le entregué un cuchillo para que lo guardara por si la situación empeoraba y tenía que defender la puerta. Dejé a mis hijos en manos del destino y me concentré en la madre de mi esposo.

Durante cinco días me ocupé de mi suegra e hice por ella todo cuanto habría hecho cualquier nuera decente. Le lavaba las partes íntimas cuando ella ya no tenía fuerzas para utilizar el orinal. Le preparaba el mismo congee que había preparado a mis hijos; luego me hacía un corte en el brazo, como había visto hacer a mi madre, para añadir mi fluido vital a las gachas de arroz. Ese era el regalo más valioso que podía hacer una nuera, y yo se lo hice con la esperanza de que, por medio de algún milagro, lo que a mí me había dado vitalidad le devolviera a ella la suya.

Pero no es necesario que os diga lo terrible que es esa enfermedad, y ya podéis imaginar lo que pasó. Mi suegra murió. Siempre había sido justa conmigo, incluso amable, de modo que me costó decirle adiós. Cuando exhaló su último suspiro, comprendí que yo no podría hacer todo lo que merecía una mujer de su categoría. Lavé su sucio y reseco cuerpo con agua caliente aromatizada con madera de sándalo. Le puse las prendas mortuorias y metí sus textos de nu shu en los bolsillos, las mangas y los pliegues de su túnica. El propósito de esos textos no era que las generaciones venideras recordaran su nombre; los había escrito para expresar sus pensamientos y sus emociones a sus amigas, y ellas habían hecho otro tanto. En otras circunstancias yo habría quemado todo eso junto a su tumba pero, a causa del calor y la epidemia, había que enterrar los cadáveres deprisa sin pensar mucho en cosas como el feng shui, el nu shu o el deber filial. Lo único que podía hacer era asegurarme de que mi suegra tendría el consuelo de las palabras de sus amigas para leerlas y cantarlas en el más allá. Cuando hube terminado, se llevaron su cadáver en un carro para enterrarlo cuanto antes.

Mi suegra había vivido muchos años. En ese sentido yo podía alegrarme por ella. Y, tras su muerte, me convertí en la mujer más importante de la casa, aunque mi esposo no hubiera regresado. A partir de ese momento las cuñadas tendrían que obedecerme. Tendrían que congraciarse conmigo si querían recibir un trato favorable. Como las concubinas también habían muerto, confiaba en conseguir una mayor armonía, porque tenía muy clara una cosa: bajo ese techo no iba a haber más concubinas.

Tal como las criadas habían intuido, la enfermedad estaba abandonando nuestro condado. Abrimos las puertas y evaluamos la situación. En nuestra casa habían muerto mi suegra, mi tercer cuñado, toda su familia y las concubinas. Hermano Segundo y Hermano Cuarto sobrevivieron, y también sus familias. En mi familia natal habían muerto mi padre y mi madre. Yo lamentaba no haber pasado más tiempo con ellos en mi ultima visita, por supuesto, pero mi padre y yo habíamos dejado de relacionarnos cuando me vendaron los pies y nada había vuelto a ser como antes con mi madre después de nuestra discusión sobre las mentiras que me había contado acerca de Flor de Nieve. Como hija casada, mi única obligación era llorar a mis padres durante un año. Intenté agradecer a mi madre lo que había hecho por mí, pero no puedo afirmar que me consumiera la pena.

En general podíamos considerarnos afortunados. Tío Lu y yo no nos dijimos nada, pues eso habría sido indecoroso. Cuando salió de su habitación, ya no era un anciano benévolo que pasaba las horas muertas durante su retiro. Enseñaba a mi hijo con tanta intensidad, concentración y dedicación que nunca tuvimos que volver a contratar a un maestro venido de fuera. Mi hijo jamás eludía sus estudios, animado por la certeza de que la noche de su boda y el día en que su nombre apareciera en la lista dorada del emperador serían los más felices de su vida. En el primero estaría cumpliendo su papel de buen hijo; en el segundo pasaría de la oscuridad de nuestro pequeño condado a una fama tan grande que toda China sabría de él.

Pero antes de que eso sucediera mi esposo regresó a casa. No puedo describir el alivio que sentí cuando vi su palanquín acercarse por el camino, seguido de una caravana de carros tirados por bueyes y cargados de bolsas de sal y otros productos. No iba a pasarme nada de aquello que yo había temido y por lo que tantas lágrimas había derramado, o al menos no todavía. Me contagié de la felicidad que expresaban las mujeres de Tongkou mientras nuestros hombres descargaban los carros. Todas llorábamos liberando la tensión, el miedo y el dolor que habíamos soportado. Para mí -para todas nosotras-, mi esposo era la primera buena señal que veía desde hacía varios meses.

Vendieron la sal por todo el condado a gente desesperada pero agradecida. Los insólitos beneficios obtenidos con esas ventas nos libraron de toda preocupación económica. Pagamos nuestros impuestos. Volvimos a comprar los campos que habíamos tenido que vender. La familia Lu recuperó su prestigio y su riqueza. La cosecha de ese año resultó abundante, y por ese motivo el otoño fue aún más festivo. Habíamos capeado los malos tiempos y sentíamos un gran alivio. Mi suegro contrató a unos artesanos, que vinieron a Tongkou y pintaron bajo los aleros de la casa unos frescos que hablarían a los vecinos, y a todos cuantos visitaran el pueblo en el futuro, de nuestra prosperidad y nuestra buena suerte. Podría salir hoy mismo y verlos: mi esposo subiendo a la barca que lo llevaría río abajo, sus tratos con los comerciantes de Guilin, las mujeres de nuestra casa, ataviadas con amplias túnicas, bordando mientras esperábamos y el feliz regreso de mi esposo.

Está todo pintado bajo los aleros tal como sucedió, excepto el retrato de mi suegro. Está representado en una silla de respaldo alto, contemplando con gesto orgulloso todas sus propiedades, pero la verdad es que añoraba a su esposa y ya no tenía ánimos para ocuparse de las cosas mundanas.

Murió un día mientras paseaba por el campo. Nuestro principal deber era ser los mejores dolientes que el condado hubiera visto jamás. Pusieron a mi suegro en un ataúd y lo dejaron fuera cinco días. Con el dinero que habíamos conseguido, contratamos a una banda para que tocara música día y noche. Vino gente de todo el condado para postrarse ante el ataúd. Traían regalos o dinero envuelto en sobres blancos, banderines y rollos de seda decorados con caracteres de la escritura de los hombres que elogiaban a mi suegro. Todos los hermanos y sus esposas fueron de rodillas hasta la tumba. Los vecinos de Tongkou y mucha gente venida de los pueblos cercanos nos siguieron a pie. Con nuestra ropa de luto, formábamos un río blanco que avanzaba lentamente por los verdes campos. Cada siete pasos, todos nos postrábamos y tocábamos el suelo con la frente. La tumba estaba a un kilómetro de distancia, de modo que podéis imaginar cuántas veces nos paramos por aquel pedregoso camino.

Jóvenes y viejos entonaban sus lamentos, mientras la banda tocaba cuernos, flautas, címbalos y tambores. Mi esposo, como era el primogénito, quemó unos billetes y lanzó petardos. Los hombres cantaron sus canciones, y las mujeres, las suyas. Mi esposo también había contratado a varios monjes, que oficiaron ritos para guiar a mi suegro -y a todas las víctimas de la epidemia- hasta una existencia feliz en el mundo de los espíritus. Después del entierro ofrecimos un banquete al que estuvo invitado todo el pueblo. A medida que los comensales regresaban a sus casas, los primos Lu de mayor estatus les entregaban una moneda de la buena suerte envuelta con papel, un trozo de caramelo para eliminar el sabor amargo de la muerte y una toallita para limpiarse. Así transcurrió la primera semana de los rituales. En total hubo cuarenta y cinco días de ceremonias, ofrendas, banquetes, discursos, música y lágrimas. Al final -aunque mi esposo y yo todavía no habíamos terminado el período oficial de luto- todo el condado sabía que nosotros dos nos habíamos convertido, al menos de nombre, en el señor y la señora Lu.

En las montañas

Todavía no sabía si Flor de Nieve y su familia habían sobrevivido a la epidemia de fiebre tifoidea. Había estado muy preocupada por mis hijos y después había tenido que atender a mi suegra; cuando todavía no había desaparecido la euforia que me produjo el regreso de mi esposo, murió mi suegro y tuvimos que encargarnos del funeral. Mi marido y yo nos convertimos, antes de lo previsto, en el señor y la señora Lu, y con tanto ajetreo me había olvidado por primera vez de mi laotong.

Entonces recibí una carta suya.

Querida Lirio Blanco:

Me han dicho que estás viva. Lamento la muerte de tus suegros. Todavía me ha dolido más saber que tus padres también han fallecido. Los quería mucho.

Nosotros sobrevivimos a la epidemia. En los primeros días parí otra hija muerta. Mi esposo dice que es mejor así. Si todas mis hijas hubieran sobrevivido, ahora tendría cuatro, y eso sería un desastre. Sin embargo, perder a tres hijos es demasiado para una madre.

Tú siempre me dices que vuelva a intentarlo. Desearía ser como tú y tener tres hijos varones. Como tú dices, el tesoro de una mujer son sus hijos varones.

Aquí murió mucha gente. Te diría que ahora vivimos más tranquilos, pero mi suegra sobrevivió. No pasa ni un solo día sin que hable mal de mí, y hace todo lo posible para poner a mi esposo en mi contra.

Te invito a visitarnos. Mi humilde puerta no puede compararse con la tuya, pero estoy deseando que olvidemos nuestros problemas. Si me quieres, ven, por favor. Tenemos que prepararlo todo bien antes de empezar a vendar los pies de nuestras hijas.

Flor de Nieve

Ahora que mi suegra no vigilaba mis movimientos, ya no tenía por qué esconderme para ver a Flor de Nieve. Recordaba su consejo acerca de los deberes de una esposa: «Obedece, obedece, obedece, y luego haz lo que quieras.»

Mi esposo, en cambio, ponía muchas objeciones porque no le gustaba que desatendiera a nuestros hijos (los varones tenían once, ocho y un año y medio, respectivamente, y nuestra hija acababa de cumplir seis). Dediqué varios días a tranquilizarlo. Le cantaba para ahuyentar las preocupaciones de su mente. Ponía trabajo a los niños, y eso aplacaba los temores de su padre. Le preparaba sus platos favoritos. Le lavaba y le daba masajes en los pies todas las noches, cuando volvía cansado de recorrer los campos. Satisfacía su deseo sexual. Él seguía sin querer que yo me marchara, y más tarde lamenté no haberle hecho caso.

El vigésimo octavo día del décimo mes, me puse una túnica de seda azul lavanda que había bordado con crisantemos, apropiada para el otoño. Yo creía que sólo vestiría las prendas que había confeccionado durante mis años de cabello recogido. No se me había ocurrido pensar que mi suegra moriría y dejaría numerosos rollos de tela que ni siquiera había tocado, ni que tendría dinero suficiente para comprar grandes cantidades de la mejor seda de Suzhou.

Iba a pasar tres noches lejos de mi hogar, pero, recordando que cuando éramos niñas mi laotong se ponía mi ropa siempre que me visitaba, no me llevé ninguna otra prenda para no hacer ostentación de mi riqueza ante una familia más humilde que la mía.

El palanquín me dejó delante de su casa. Flor de Nieve me esperaba sentada en la plataforma que había junto al umbral, vestida con una túnica, unos pantalones, un delantal y un tocado de algodón de color añil sucio, gastado y mal teñido. No entramos enseguida en la casa, porque a ella le apetecía disfrutar del fresco de la tarde. Mientras charlábamos, me fijé por primera vez en el gigantesco wok donde hervían los animales muertos para arrancarles el pelo y despellejarlos. En un cobertizo que tenía la puerta abierta vi unas piezas de carne colgada de las vigas. El olor me revolvió el estómago. Pero lo peor eran la cerda y sus crías, que subían una y otra vez a la plataforma buscando comida. Cuando dimos cuenta del arroz con mijo, ella cogió los cuencos y los dejó a nuestros pies para que la cerda y sus crías los rebañaran.

Al poco rato vimos llegar al carnicero -empujaba un carro cargado con cuatro banastas, cada una de las cuales contenía un cerdo tumbado boca abajo y con las patas estiradas- y fuimos al piso de arriba, donde la hija de Flor de Nieve bordaba y su suegra limpiaba algodón. La estancia era húmeda y sombría. La celosía era aún más pequeña y sencilla que la de mi casa natal; aun así, al asomarme distinguí mi ventana de Tongkou. Ni siquiera allí arriba podíamos librarnos del olor a cerdo.

Nos sentamos y nos pusimos a hablar de lo que más nos importaba: nuestras hijas.

– ¿Has pensado cuándo deberíamos empezar el vendado? -inquirió Flor de Nieve.

Lo correcto era iniciarlo ese año, pero su pregunta me hizo abrigar esperanzas de que ella pensara como yo.

– Nuestras madres esperaron hasta que cumplimos siete años, y desde entonces hemos sido muy felices juntas -me aventuré a decir.

Ella esbozó una amplia sonrisa.

– Eso mismo he pensado yo. Nuestros ocho caracteres encajaban a la perfección. ¿No crees que no sólo deberíamos unir los ocho caracteres de nuestras hijas, sino también sus ocho caracteres a los nuestros en la medida de lo posible? Podrían iniciar el vendado el mismo día y a la misma edad que nosotras.

Miré a la hija de Flor de Nieve. Luna de Primavera era tan hermosa como su madre a esa edad -piel sedosa, cabello negro y brillante-, pero adoptaba una actitud resignada. Estaba sentada con la cabeza gacha, sin apartar la vista de su bordado, intentando no escuchar cómo hablábamos de su destino.

– Serán como un par de patos mandarines -auguré, y me alegré de que nos hubiéramos puesto de acuerdo con tanta facilidad, aunque estoy segura de que ambas confiábamos en que nuestros armoniosos ocho caracteres compensaran el hecho de que los de las niñas no encajaban a la perfección.

Era una gran suerte que Flor de Nieve tuviera a Luna de Primavera; de lo contrario, habría tenido que pasar los días a solas con su suegra. Dejad que os diga que esa mujer seguía siendo tan mordaz y mezquina como yo la recordaba. Sólo sabía decir una cosa: «Tu hijo mayor no es mejor que una niña. Es un debilucho. Nunca será lo bastante fuerte para matar un cerdo.» Cuando la oía, yo pensaba: «¿Por qué los fantasmas no se la llevaron durante la epidemia?», aunque ese pensamiento no fuera digno de una mujer de mi posición.

La cena me hizo recordar sabores de mi infancia, pues se sirvió lo mismo que comíamos en mi casa natal antes de que empezaran a llegar los regalos de mis suegros: judías en conserva, pies de cerdo con salsa de pimientos, rodajas de calabaza fritas en el wok y arroz rojo. Todas las comidas que hacíamos en Jintian se parecían en una cosa: siempre contenían carne de cerdo. Grasa de cerdo con las judías negras, orejas de cerdo cocidas en una olla de barro, intestinos de cerdo, pene de cerdo salteado con ajo y pimientos. Flor de Nieve no probaba nada de todo aquello y comía sus verduras y su arroz en silencio.

Después de cenar su suegra fue a acostarse. Aunque la tradición dicta que las almas gemelas deben compartir la cama cuando se visitan y que el esposo debe dormir en otra habitación, el carnicero anunció que no pensaba renunciar a la compañía de su esposa. ¿Qué excusa dio? «No hay nada más malvado que el corazón de una mujer.» Era un viejo proverbio, y seguramente cierto, pero no era muy elegante decir una cosa así a la señora Lu. Con todo, él mandaba en su casa y nosotras no teníamos más remedio que obedecerlo.

Flor de Nieve me llevó a la habitación del piso de arriba, donde me preparó una cama con las colchas de su ajuar, limpias pero deshilachadas. Puso sobre un mueble un cuenco lleno de agua caliente para que me lavara la cara. Cómo me habría gustado mojar en ella un trapo y borrar las preocupaciones del rostro de mi laotong. Mientras lo pensaba, ella me trajo un traje casi idéntico al suyo -casi, porque yo recordaba cómo lo había confeccionado con una de las prendas rescatadas del ajuar de su madre-. Luego se inclinó hacia mí, me besó en la mejilla y me susurró al oído:

– Mañana pasaremos el día juntas. Te enseñaré mis bordados y lo que he escrito en nuestro abanico. Hablaremos y recordaremos viejos tiempos. -Después me dejó sola.

Apagué el farolillo y me tumbé bajo las colchas. La luna estaba casi llena y la luz azulada que entraba por la celosía me transportó al pasado. Apreté la cara contra los pliegues de la colcha, que conservaba el perfume, fresco y delicado, de Flor de Nieve en nuestros años de cabello recogido. Me pareció volver a oír nuestros débiles gemidos de placer. Sola en aquella oscura habitación, me ruboricé al recordar cosas que era mejor olvidar. Pero los gemidos no desaparecieron de mis oídos y me incorporé. Ese sonido no lo imaginaba yo, sino que procedía del dormitorio de Flor de Nieve. ¡Mi laotong estaba teniendo trato carnal con su esposo! Quizá se hubiera hecho vegetariana, pero no se parecía a la esposa Wang de la historia que nos contaba mi tía. Me tapé los oídos e intenté conciliar el sueño, pero no lo conseguía. Mi buena suerte me había convertido en una persona impaciente e intolerante. El carácter impuro de aquella casa y sus moradores me irritaba los sentidos, la piel y el alma.

A la mañana siguiente el carnicero se marchó a trabajar. Ayudé a Flor de Nieve a lavar y secar los platos, a entrar leña, a sacar agua del pozo, a cortar las hortalizas para la comida, a coger carne del cobertizo donde se guardaban las piezas de cerdo y a cuidar a su hija. Cuando terminamos, puso a calentar el agua que utilizaríamos para bañarnos. Luego la subió a la habitación de las mujeres y cerró la puerta. Nunca habíamos sentido pudor; ¿por qué habíamos de sentirlo entonces? En aquella casita hacía mucho calor, pese a que estábamos en el décimo mes, pero se me puso carne de gallina cuando Flor de Nieve pasó el trapo mojado por mi piel.

¿Cómo puedo explicar esto sin que mis palabras parezcan propias de un esposo? Cuando la miré, vi que su pálida piel, siempre tan hermosa, había empezado a tornarse gruesa y oscura. Sus manos, siempre tan suaves, parecían rugosas sobre mi piel. Tenía arrugas encima del labio superior y en las comisuras de los ojos. Llevaba el cabello recogido en un prieto moño, en el que se apreciaban algunos mechones blancos. Tenía la misma edad que yo: treinta y dos años. Las mujeres de nuestro país no suelen vivir más de cuarenta, pero yo acababa de ver cómo mi suegra se iba al más allá, cuando aún parecía muy hermosa, a pesar de haber alcanzado la asombrosa edad de cincuenta y un años.

Esa noche volvimos a comer cerdo para cenar.


Entonces no me daba cuenta, pero el reino exterior, ese tumultuoso mundo de los hombres, se estaba filtrando en mi vida y en la de Flor de Nieve. La segunda noche que pasamos en su casa, nos despertaron unos ruidos espantosos. Nos reunimos en la sala principal y nos acurrucamos unos contra otros; todos, incluso el carnicero, estábamos aterrados. La habitación se llenó de humo. Una casa, quizá un pueblo entero, se estaba quemando cerca de allí. El polvo y la ceniza se depositaban sobre nuestra ropa. Se oían ruidos de metal y de cascos de caballos, que resonaban en nuestras cabezas. Estaba oscuro y no sabíamos qué sucedía. ¿Se estaba produciendo una catástrofe en un solo pueblo, o se trataba de algo mucho peor?

Se avecinaba un gran desastre. Los habitantes de los pueblos cercanos empezaron a huir de sus casas para refugiarse en las montañas. A la mañana siguiente, desde la celosía de Flor de Nieve vimos una caravana de hombres, mujeres y niños en carros empujados por otras personas o tirados por bueyes, a pie o en ponis. El carnicero corrió hasta las afueras del pueblo y les preguntó:

– ¿Qué ha pasado? ¿Es la guerra?

Unas voces le contestaron:

– ¡El emperador ha enviado un mensajero a Yongming para que nuestro gobierno actúe contra los taiping!

– ¡Las tropas imperiales han llegado para echar a los rebeldes!

– ¡Hay combates por todas partes!

El carnicero hizo bocina con las manos y preguntó:

– ¿Qué debemos hacer?

– ¡Huid!

– ¡La batalla pronto llegará aquí!

Yo estaba paralizada, abrumada y muerta de miedo. ¿Por qué mi esposo no había venido a buscarme? Una y otra vez me reprochaba a mí misma haber elegido aquel momento, después de tantos años, para visitar a mi laotong. Pero así es el destino. Tomamos decisiones acertadas y sensatas, pero a veces los dioses tienen otros planes para nosotros.

Ayudé a Flor de Nieve a preparar unas bolsas para ella y sus hijos. Fuimos a la cocina y cogimos un gran saco de arroz, té y licor para beber y para curar heridas. Por último enrollamos cuatro colchas de su ajuar, las atamos y las dejamos junto a la puerta. Cuando todo estuvo preparado, me puse mi traje de viaje de seda, salí, me planté en la plataforma y esperé a que viniera mi esposo, pero no apareció. No apartaba la vista del camino de Tongkou. De allí también salían tropeles de gente, sólo que, en lugar de subir hacia las colinas que se elevaban detrás del pueblo, cruzaban los campos en dirección a Yongming. Los dos torrentes de refugiados -el que iba hacia las colinas y el que se dirigía a la ciudad- me confundieron. ¿Acaso no había dicho siempre Flor de Nieve que las montañas eran los brazos que nos protegían? Entonces, ¿por qué iban los habitantes de Tongkou en la dirección opuesta?

A última hora de la tarde vi que un palanquín se apartaba del grupo que salía de Tongkou y viraba hacia Jintian. Yo sabía que venía a buscarme, pero el carnicero no quiso esperar.

– ¡Es hora de marcharnos! -exclamó.

Yo quería quedarme allí hasta que mi familia viniera a recogerme, pero el carnicero se negó.

– Entonces iré caminando hacia el palanquín -dije. Desde la celosía de mi casa había imaginado infinidad de veces que iba caminando hasta Jintian. ¿Por qué no podía hacer el viaje a la inversa y reunirme con mi familia?

El carnicero hizo un brusco gesto con la mano, como si cortara el aire, indicando que no quería oír ni una palabra más.

– Están viniendo muchos hombres. ¿Sabes lo que le harían a una mujer sola? ¿Sabes lo que me haría tu familia si te pasara algo?

– Pero…

– Lirio Blanco -intervino Flor de Nieve-, ven con nosotros… Sólo estaremos fuera unas horas y luego te enviaremos con tu familia. Tenemos que ponernos a salvo.

El carnicero subió al carro a su madre, a su esposa, a los niños más pequeños y a mí; luego, junto con su hijo mayor, empezó a empujar de él. Yo miraba más allá de los campos que se extendían al otro lado de Jintian y veía llamas y penachos de humo agitados por el viento.

Flor de Nieve ofrecía continuamente agua a su esposo y a su hijo mayor. El otoño estaba avanzado y, cuando se puso el sol, el frío cayó sobre nosotros, pero el esposo y el hijo sudaban como si fuera pleno verano. Sin que nadie se lo pidiera, Luna de Primavera bajó del carro y cogió a su hermano pequeño. Llevó al niño sobre la cadera, y luego a la espalda. Por último lo dejó en el suelo, le cogió de la mano y se agarró al carro con la otra.

El carnicero aseguró a su esposa y a su madre que pronto nos detendríamos, pero no nos detuvimos. Formábamos parte de una siniestra caravana. Poco antes del amanecer, a la hora en que la oscuridad es más impenetrable, ascendimos por la primera ladera empinada. El carnicero tenía el rostro crispado, las venas se destacaban en su piel y le temblaban los brazos del esfuerzo que hacía para empujar el carro colina arriba. Al final se rindió y cayó al suelo detrás de nosotros. Flor de Nieve se bajó de un salto. Me miró. Yo la miré también. Detrás de mi laotong el cielo estaba rojo como el fuego. Los sonidos que transportaba el viento me hicieron apearme del carro. Nos atamos sendas colchas a la espalda. El carnicero se cargó el saco de arroz al hombro y los niños cogieron toda la comida que pudieron. Entonces pensé algo. Si sólo íbamos a estar fuera unas horas, ¿por qué llevábamos tanta comida? Quizá no volvería a ver a mi esposo ni a mis hijos durante varios días. Entretanto estaría allí, a merced de los elementos, con el carnicero. Me tapé la cara con las manos y procuré serenarme. No podía permitir que él viera en mí síntomas de debilidad.

Seguimos a pie hasta alcanzar a los otros. Flor de Nieve y yo sujetábamos a la madre del carnicero por los brazos para ayudarla a remontar la cuesta. Ella descansaba todo su peso en nosotras, como era de esperar en una rata. Cuando Buda quiso que la rata divulgara sus enseñanzas, la astuta criatura intentó aprovecharse del caballo. El caballo, que es un animal sabio, se negó a llevarla, y por eso los dos signos son incompatibles desde entonces. Pero en aquel espantoso camino, aquella espeluznante noche, ¿qué podíamos hacer nosotras, los dos caballos?

Los hombres que veíamos alrededor tenían una expresión adusta. Habían abandonado sus hogares y su sustento y se preguntaban si acabarían convertidos en montones de ceniza. Las mujeres tenían la cara surcada de lágrimas de miedo y dolor, pues en una sola noche estaban caminando todo lo que no habían caminado desde que les habían vendado los pies. Los niños no se quejaban, porque estaban demasiado asustados. No habíamos hecho más que iniciar nuestra huida.

Al día siguiente, a última hora de la tarde -no habíamos parado ni una sola vez-, el camino se estrechó hasta quedar reducido a una vereda que serpenteaba por una ladera que se empinaba cada vez más. Veíamos imágenes dolorosas y oíamos sonidos lastimeros. A veces pasábamos junto a ancianos o ancianas que se habían sentado para descansar y que no volverían a levantarse. Jamás había imaginado que en nuestro propio condado vería a padres abandonados de esa forma. A menudo, mientras avanzábamos, oíamos quejidos y últimas palabras dirigidas con resignación a un hijo o una hija: «Márchate. Vuelve a buscarme mañana, cuando todo haya terminado.» «Sigue caminando. Salva a tus hijos. No olvides levantarme un altar cuando llegue la Fiesta de la Primavera.» Cada vez que pasábamos junto a alguien así, yo pensaba en mi madre. Ella no habría podido hacer ese viaje con la única ayuda de su bastón. ¿Habría pedido que la dejaran atrás? ¿La habría abandonado mi padre? ¿Y Hermano Mayor?

Los pies me dolían como durante el vendado, y el dolor ascendía por las piernas con cada paso que daba. De todas formas, podía considerarme afortunada. Vi a mujeres de mi edad, e incluso más jóvenes -en sus años de arroz y sal-, con los pies destrozados por el esfuerzo. Tenían las piernas ilesas del tobillo para arriba, pero bajo las vendas sus pies estaban completamente deshechos. Se quedaban tumbadas en el suelo, inmóviles, llorando, abandonadas a su suerte, conscientes de que no tardarían en morir de sed, de hambre o de frío. Nosotros seguíamos nuestro camino sin mirar atrás, enterrando la pena en nuestros vacíos corazones, haciendo oídos sordos a los sonidos de la agonía y el sufrimiento.

Cuando cayó la segunda noche y el mundo se tornó negro, el desaliento nos invadió a todos. Algunos abandonaban sus pertenencias. Más de uno se había separado de su familia. Los esposos buscaban a sus esposas. Las madres llamaban a sus hijos. Estábamos a finales de otoño, la estación en que suele iniciarse el vendado de los pies, de modo que muchas veces encontrábamos a niñas pequeñas cuyos huesos se habían roto hacía poco y que se habían quedado atrás, igual que la comida, la ropa innecesaria, el agua, los altares de viaje, los ajuares y los tesoros familiares.

También veíamos a niños pequeños -terceros, cuartos o quintos hijos- que pedían ayuda a quienes pasaban a su lado. Pero ¿cómo íbamos a socorrer a unos desconocidos, si teníamos que seguir andando sin soltar la mano de nuestro hijo favorito y aferradas a la de nuestro esposo? Cuando temes por tu vida no piensas en los demás. Sólo piensas en tus seres queridos, y quizá ni siquiera eso sea suficiente.

No oíamos campanas que nos anunciaran la hora, pero la oscuridad era impenetrable y estábamos extenuados. Llevábamos más de treinta y seis horas caminando sin descanso, sin comida, y bebiendo sólo un sorbo de agua de vez en cuando. Empezamos a oír unos gritos largos y estremecedores, pero ignorábamos de dónde provenían. Descendió la temperatura. La escarcha se acumulaba en las hojas y en las ramas de los árboles. Flor de Nieve llevaba un traje de algodón añil, y yo, uno de seda; esas prendas no iban a protegernos de las duras condiciones que se avecinaban. Bajo la suela de nuestros zapatos las rocas se volvieron resbaladizas. Yo estaba convencida de que me sangraban los pies, porque notaba en ellos un extraño calor. Pero seguimos caminando. La madre del carnicero se tambaleaba entre mi laotong y yo. Era una anciana débil, pero su personalidad de rata le impedía rendirse.

El sendero se estrechó aún más. A la derecha, la montaña -ya no puedo llamarla colina- se alzaba con tal pendiente que rozábamos la pared con los hombros mientras avanzábamos en fila india. A la izquierda, la ladera descendía abruptamente hasta perderse en la oscuridad. Yo no alcanzaba a ver qué había allí abajo, pero delante y detrás de mí, en el sendero, había muchas mujeres con los pies vendados. Eramos como flores en medio de una tormenta. Y no sólo nos dolían los pies, sino que además teníamos calambres y temblores en las piernas, porque sometíamos a nuestros músculos a un esfuerzo al que no estaban acostumbrados.

Durante una hora caminamos detrás de una familia -el padre, la madre y tres hijos-, hasta que la mujer resbaló en una roca y se precipitó en aquel pozo de oscuridad que se abría bajo nosotros. Oímos un grito agudo y prolongado, que se interrumpió abruptamente, y me di cuenta de que era eso lo que llevábamos oyendo toda la noche. A partir de ese momento yo pasaba una mano sobre la otra para agarrarme a la hierba, sin importarme los rasguños que me hacían las piedras que sobresalían de la pared montañosa que se alzaba a mi derecha. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para no convertirme en otro grito en la noche.

Llegamos a una hondonada que quedaba resguardada. Las montañas se perfilaban contra el cielo alrededor de nosotros. Había pequeñas hogueras encendidas. Nos hallábamos a gran altitud, y sin embargo la depresión del terreno impedía que los taiping vieran el resplandor del fuego, o al menos eso esperábamos. Seguimos caminando despacio hacia la hondonada.

Quizá porque yo no estaba con mi familia, sólo veía rostros infantiles en torno a las fogatas diseminadas por el campamento. Tenían los ojos llorosos y la mirada perdida. Quizá se les había muerto una abuela o un abuelo. Quizá habían perdido a su madre o a una hermana. Todos tenían miedo. Ver a un niño en ese estado es algo que no deseo a nadie.

Nos detuvimos cuando Flor de Nieve reconoció a tres familias de Jintian que habían encontrado un lugar relativamente protegido bajo un gran árbol. Al ver al carnicero cargado con un saco de arroz, se levantaron a toda prisa para hacernos sitio junto a la hoguera. Me senté y acerqué las manos y los pies a las llamas, y éstos empezaron aarderme, no por el calor del fuego, sino porque los huesos y la carne, helados, empezaban a descongelarse.

Flor de Nieve y yo frotamos las manos a sus hijos. Ellos lloraban en silencio, incluso el mayor. Sentamos a los tres niños juntos y los tapamos con una colcha. Nosotras nos acurrucamos bajo otra, mientras su suegra cogía otra colcha para ella sola. La última era para el carnicero, pero él la rechazó con un gesto. Se puso a hablar en voz baja con uno de los hombres de Jintian. Luego se arrodilló al lado de Flor de Nieve.

– Voy a buscar más leña -anunció.

Ella lo agarró del brazo y exclamó:

– ¡No te vayas! ¡No nos dejes aquí!

– Si no mantenemos encendida la hoguera, habremos muerto todos antes del amanecer -repuso él-. ¿No lo notas? Está a punto de nevar. -Separó con delicadeza de su brazo los dedos de su esposa-. Nuestros vecinos os vigilarán hasta que yo vuelva. No tengas miedo. Y, si es necesario -añadió bajando la voz-, aparta a esa gente del fuego y haz sitio para ti y para tu amiga. Tú puedes hacerlo.

Y yo pensé: «Quizá ella no se atreva, pero yo no pienso morir aquí sin mi familia.»

Pese a lo cansados que estábamos, teníamos tanto miedo que no podíamos dormir; ni siquiera nos atrevíamos a cerrar los ojos. Y teníamos hambre y sed. En el pequeño corro alrededor de la hoguera, las mujeres -luego supe que eran hermanas de juramento casadas- aliviaron nuestros temores cantando una historia. Es curioso que, aunque mi suegra dominaba el nu shu -quizá precisamente porque conocía a la perfección tanta variedad de caracteres-, para ella cantar no fuera muy importante. Valoraba más una carta redactada con primor o un precioso poema que una canción para distraer o consolar. Por eso mis cuñadas y yo habíamos renunciado a los viejos cantos con que habíamos crecido. Yo conocía el cuento que las mujeres cantaron esa noche, pero no lo oía desde la infancia. Hablaba del pueblo yao, de su primer hogar y de su valiente lucha por la independencia.

– Somos el pueblo yao -empezó Loto, que era unos diez años mayor que yo-. En la antigüedad Gao Xin, un emperador Han amable y benévolo, sufrió el ataque de un malvado y ambicioso general. Panhu, un perro sarnoso y abandonado, oyó hablar de los problemas que acuciaban al emperador y desafió al general. Lo venció y recibió como recompensa la mano de una hija del emperador. Panhu se sentía muy feliz, pero su prometida estaba avergonzada, porque no quería casarse con un perro. Sin embargo, su deber era obedecer a su padre, así que Panhu y ella se marcharon a las montañas, donde tuvieron doce hijos, que son los antepasados del pueblo yao. Cuando los niños crecieron, construyeron una ciudad llamada Qianjiandong, la gruta de las mil familias.

Terminada la primera parte de la historia, otra mujer, Sauce, siguió cantando. Flor de Nieve, sentada a mi lado, se estremeció. ¿Estaba recordando nuestros días de hija, cuando escuchábamos a Hermana Mayor y a sus hermanas de juramento, o a mi madre y mi tía, cantar esa historia que narra nuestros orígenes?

– No había otro lugar con tanta agua ni con una tierra tan fértil -continuó Sauce-. Estaba muy bien protegido de los intrusos, pues quedaba escondido y sólo se podía llegar a él a través de ün cavernoso túnel. Qianjiandong era un lugar mágico para el pueblo yao. Pero un paraíso como aquél no podía permanecer inalterado eternamente.

Las mujeres sentadas alrededor de otras hogueras empezaron a cantar los versos de aquella canción. Los hombres deberían habernos hecho callar, pues los rebeldes podían oírnos, pero la pureza de la voz de las mujeres nos infundía fuerza y valor a todos.

Sauce prosiguió:

– Muchas generaciones más tarde, durante la dinastía Yuan, un temerario explorador del gobierno local recorrió el túnel y encontró al pueblo yao. Los yao vestían ropas lujosas y estaban sanos y rollizos gracias a los frutos de aquella tierra tan fértil. Al oír hablar de aquel esplendoroso lugar, el emperador, codicioso e ingrato, exigió más impuestos al pueblo yao.

Cuando los primeros copos de nieve empezaron a caer sobre nuestras caras y nuestro pelo, Flor de Nieve entrelazó su brazo con el mío y narró la siguiente parte de la historia.

– «¿Por qué vamos a pagar?», se preguntaba el pueblo yao. -La voz de mi alma gemela temblaba de frío-. En la cima de la montaña que protegía su ciudad de los intrusos, construyeron un parapeto de piedra. El emperador envió a tres recaudadores de impuestos a la caverna para negociar con el pueblo yao, pero no regresaron. El emperador envió a otros tres…

Las mujeres sentadas alrededor de nuestra hoguera cantaron con ella:

– No regresaron.

– El emperador envió a un tercer contingente. -La voz de Flor de Nieve cobraba fuerza. Jamás la había oído cantar así. Su voz flotaba, clara y hermosa, hacia las montañas. Si los rebeldes la hubieran oído, habrían huido tomándola por un fantasma de zorro.

– No regresaron -cantaron las otras mujeres.

– El emperador envió a sus soldados. Iniciaron un sangriento asedio. Murieron muchos yao, hombres, mujeres y niños. ¿Qué podían hacer? ¿Qué podían hacer? El caudillo cogió un cuerno de carabao y lo dividió en doce trozos. A continuación los repartió a diferentes grupos y les dijo que se dispersaran para salvar la vida.

– Que se dispersaran para salvar la vida -repitieron las otras mujeres.

– Fue así como el pueblo yao llegó a los valles y a las montañas, a esta provincia y a otras -prosiguió Flor de Nieve.

Flor de Ciruelo, la más joven del grupo, terminó de cantar el cuento.

– Dicen qué dentro de quinientos años el pueblo yao, esté donde esté, volverá a recorrer la caverna, juntará los trozos de cuerno y reconstruirá nuestro hogar encantado. Ese momento no tardará en llegar.

Hacía muchos años que había oído la historia y no sabía qué pensar. Los yao habían creído que estaban a salvo, protegidos por las montañas, su parapeto y la caverna secreta, pero se equivocaban. Me pregunté quién llegaría antes a la hondonada donde nos encontrábamos y qué pasaría entonces. Los taiping quizá intentaran conquistarnos para su causa, mientras que el gran ejército de Hunan quizá nos tomara por rebeldes. Tanto en un caso como en el otro, ¿perderíamos la batalla y nos pasaría lo mismo que a nuestros antepasados? ¿Podríamos regresar a nuestros hogares?

Pensé en los taiping, que, como el pueblo yao, se habían rebelado contra los elevados impuestos y el sistema feudal. ¿Tenían razón? ¿Debíamos unirnos a ellos? ¿Estábamos ofendiendo a nuestros antepasados al no reconocer sus derechos?

Esa noche nadie consiguió dormir.

Invierno

Las cuatro familias de Jintian siguieron juntas bajo la protección del gran árbol de largas ramas, pero sus sufrimientos no terminaron ni en dos noches ni en una semana. Ese año nevó más de lo que nadie recordaba haber visto nevar en nuestra provincia. Tuvimos que soportar temperaturas muy bajas, no sólo de noche, sino también de día. De nuestras bocas salían nubes de vaho que el viento de la montaña se tragaba. Pasábamos hambre. Las familias guardaban con celo sus provisiones, pues no sabíamos cuánto tiempo pasaríamos allí. Por todo el campamento había gente con tos, resfriados y dolor de garganta. Seguían muriendo hombres, mujeres y niños a causa de la enfermedad y de las gélidas noches.

Durante la huida me había lastimado los pies, y lo mismo le había pasado a la mayoría de las mujeres que se habían refugiado en aquellas montañas. Privadas de intimidad, teníamos que quitarnos los vendajes, lavarnos los pies y volver a vendarlos delante de los hombres. También teníamos que superar la vergüenza respecto a otras necesidades fisiológicas, y aprendimos a aliviarnos detrás de un árbol o en la letrina comunitaria, cuando la excavaron. Pero, a diferencia de las otras mujeres, yo no estaba con mi familia. Me consumía de preocupación por mi esposo, sus hermanos, mis cuñadas, sus hijos y hasta las criadas, pues no sabía si habrían conseguido refugiarse en Yongming.

Mis pies tardaron casi un mes en curarse lo suficiente para permitirme caminar sin que volvieran a sangrar. A principios del duodécimo mes lunar decidí que todos los días iría en busca de mis hermanos y sus familias y de Hermana Mayor y su familia. Esperaba que estuvieran a salvo no lejos de donde nos encontrábamos nosotros, pero ¿cómo podía localizarlos, si éramos diez mil personas esparcidas por las montañas? Todos los días me echaba una colcha sobre los hombros y me ponía en marcha, marcando siempre el camino, consciente de que perecería si no lograba regresar hasta la familia de Flor de Nieve.

Un día, cuando llevaba unas dos semanas buscando, encontré a un grupo de Getan acurrucado bajo un saliente de roca. Les pregunté si conocían a Hermana Mayor.

– ¡Sí, sí, la conocemos! -contestó una mujer.

– Nos separamos de ella la primera noche -explicó su amiga-. Si la encuentras, dile que venga con nosotros. Podemos dar cobijo a una familia más.

Otra mujer, que parecía la cabecilla del grupo, me advirtió que sólo tenían sitio para gente de Getan, por si se me había ocurrido alguna idea.

– Lo comprendo -dije-. De todas formas, si la veis, ¿podríais decirle que la estoy buscando? Soy su hermana.

– ¿Su hermana? Entonces, ¿eres la señora Lu?

– Sí -respondí con cierto recelo. Si creían que tenía algo para darles, se equivocaban.

– Vinieron unos hombres buscándote.

Al oír esas palabras me dio un vuelco el corazón.

– ¿Quiénes eran? ¿Mis hermanos?

Las mujeres se miraron y luego me observaron con desconfianza. La cabecilla volvió a tomar la palabra.

– No quisieron decir quiénes eran. Ya sabes lo que pasa aquí arriba. Entre ellos había uno que era el jefe. Creo recordar que era corpulento. Llevaba ropa y zapatos de calidad. Un mechón de cabello le tapaba la frente, así.

¡Mi esposo! ¡Tenía que ser mi esposo!

– ¿Qué dijo? ¿Dónde está? ¿Cómo…?

– No tenemos ni idea, pero, si de verdad eres la señora Lu, debes saber que hay un hombre que te busca. No te preocupes. -La mujer me dio unas palmaditas en la mano-. Dijo que regresaría.

Seguí buscando, pero no volví a oír ninguna historia parecida. Acabé pensando que aquellas mujeres se habían burlado de mí. Cuando regresé al lugar donde las había encontrado, había otra familia acurrucada bajo el saliente de roca. Tras ese descubrimiento regresé a mi campamento con una profunda desesperación. Nadie que me viera creería que era la señora Lu. Mi seda azul lavanda con los crisantemos primorosamente bordados estaba sucia y desgarrada, y mis zapatos estaban manchados de sangre y desgastados de tanto andar. Además, no quería ni imaginar cómo debían de estar estropeándome la cara el sol, el viento y el frío. Ahora que tengo ochenta años, al recordar aquellos días puedo afirmar con certeza que era una joven frívola y estúpida por pensar en esas cosas, cuando las verdaderas amenazas eran la escasez de alimentos y el frío implacable.

El esposo de Flor de Nieve se convirtió en el héroe de nuestro pequeño grupo de refugiados. Como desempeñaba un oficio impuro, hizo muchas cosas que eran necesarias sin quejarse ni esperar la menor muestra de agradecimiento. Había nacido bajo el signo del gallo; era apuesto, crítico, enérgico y cruel si hacía falta. Estaba en su naturaleza recurrir a la tierra para sobrevivir; sabía cazar, limpiar un animal, cocinar en la hoguera y secar las pieles para que nos abrigáramos con ellas. Cargaba leña y grandes cantidades de agua. Nunca se cansaba. Allí arriba no era una persona impura, sino un guardián y un protector. Flor de Nieve estaba orgullosa de él por su carisma, y yo estaba y le estaré eternamente agradecida porque su actitud me salvó la vida.

Aiya! Pero su madre, la rata… Siempre estaba merodeando y escabulléndose. En aquellas circunstancias tan desesperadas, seguía criticándolo todo y quejándose incluso de las cosas más nimias. Siempre se sentaba lo más cerca que podía del fuego. Nunca se desprendía de la colcha que había cogido la primera noche y, si tenía ocasión, se hacía con alguna otra hasta que le pedíamos que la devolviera. Escondía comida en las mangas de su túnica y, cuando creía que no la veíamos, la sacaba y se metía enormes pedazos de carne quemada en la boca. Dicen que las ratas son avaras, y nosotros tuvimos oportunidad de comprobarlo. No paraba de enredar y manipular a su hijo, pese a que no tenía ningún motivo para hacerlo. Él siempre se comportaba como un buen hijo y la obedecía en todo. Cuando la anciana se quejaba de que necesitaba más comida que su nuera, él se aseguraba de que comiera primero. Como yo también había sido una buena hija, no podía reprocharle esa actitud, de modo que Flor de Nieve y yo empezamos a compartir mis raciones. Un día, cuando se acabó el arroz del saco, la anciana dijo que no había que dar al hijo mayor la comida que el carnicero había cazado o rapiñado.

– Es demasiado valiosa para dársela a alguien tan débil -argumentó-. Cuando se muera, todos nos sentiremos aliviados.

Miré al niño, que entonces tenía once años, igual que mi hijo mayor. El crío miró a su abuela con sus hundidos ojos y no osó defenderse. Yo estaba segura de que Flor de Nieve intercedería por él, pues al fin y al cabo era su primogénito. Sin embargo, mi alma gemela no lo amaba como debería haberlo amado. La abuela estaba condenando al niño a una muerte segura, pero la mirada de Flor de Nieve no se posó en él, sino en su segundo hijo. Pese a que éste era inteligente y fuerte, yo no podía permitir que le pasara aquello a un primogénito, porque iba contra todas las tradiciones. ¿Qué contestaría a mis antepasados cuando me preguntaran por qué había dejado morir a aquel niño? ¿Cómo recibiría al pobre muchacho cuando lo viera en el más allá? Como primogénito, merecía comer más que cualquiera de nosotros, incluido el carnicero. Así pues, empecé a compartir mi ración con Flor de Nieve y su hijo. Cuando el carnicero nos descubrió, abofeteó al niño y luego a su esposa.

– Esa comida es para la señora Lu.

Antes de que ellos pudieran hablar, la rata saltó:

– Hijo, ¿por qué das de comer a esa mujer? Es una extraña para nosotros. Tenemos que pensar en los de nuestra sangre: en ti, en tu segundo hijo y en mí.

No mencionó, por descontado, al primogénito ni a Luna de Primavera, que habían sobrevivido hasta ese momento alimentándose de sobras y estaban cada vez más débiles.

En esta ocasión el carnicero no cedió a la presión de su madre.

– La señora Lu es nuestra invitada. Si la devuelvo con vida, quizá reciba una recompensa.

– ¿Dinero? -preguntó su madre, incapaz de disimular su codicia.

– El señor Lu puede procurarnos cosas mucho más importantes que el dinero.

La anciana entornó los ojos mientras cavilaba sobre esas palabras. Me apresuré a intervenir en la conversación antes de que ella hablara.

– Si lo que esperas es una recompensa, necesito una ración más generosa. Si no -añadí torciendo el gesto como había visto hacer a las concubinas de mi suegro-, diré que tu familia no me mostró hospitalidad, sino sólo avaricia, desconsideración y vulgaridad.

¡Qué riesgo corrí aquel día! El carnicero habría podido echarme del grupo en ese mismo instante. Sin embargo, pese a las incesantes protestas de su madre, recibí la mayor ración de comida, que compartí con Flor de Nieve, su hijo mayor y Luna de Primavera. Qué hambre pasábamos. Quedamos reducidos a poco más que la piel y los huesos; estábamos el día entero tumbados, inmóviles, con los ojos cerrados, respirando superficialmente, intentando conservar la poca energía que nos quedaba. Las enfermedades que en nuestro pueblo considerábamos benignas seguían haciendo estragos en el campamento. Todo escaseaba -los alimentos, las fuerzas, las tazas de té caliente y las hierbas vigorizantes-, de modo que nadie tenía ánimos para combatir esos males menores. Seguía muriendo gente y los demás no teníamos fuerzas para apartar los cadáveres.

El hijo mayor de Flor de Nieve buscaba mi compañía siempre que podía. Nadie lo quería, pero no era tan estúpido como creía su familia. Recordé el día que Flor de Nieve y yo habíamos ido a rezar al templo de Gupo y cómo habíamos expresado el deseo de transmitir a nuestros hijos el gusto por la elegancia y el refinamiento. Me percaté de que esas virtudes latían dormidas en el interior del muchacho, aunque no había recibido educación. Yo no podía enseñarle la escritura de los hombres, pero sí inculcarle lo que tío Lu había enseñado a mi hijo, porque muchas veces había escuchado sus lecciones a hurtadillas. «Las cinco cosas que más respetan los chinos son el cielo, la tierra, el emperador, los padres y los maestros…» Cuando le hube dado todas las lecciones que recordaba, le conté un cuento didáctico, transmitido por las mujeres de nuestro condado, acerca de un segundo hijo que se convierte en mandarín y regresa a su casa paterna, pero lo cambié un poco para que se adaptara a las circunstancias del niño.

– Un primogénito corre junto al río -empecé-. Está verde como el bambú. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, su padre, su hermano pequeño y su hermana pequeña. El hermano menor seguirá el negocio de su padre. La hermana pequeña se casará y se marchará de su casa. La madre y el padre nunca se fijan en su hijo mayor. Cuando se fijan en él, le aporrean la cabeza hasta que se le hincha como un melón.

El niño, acurrucado a mi lado junto al fuego, me miraba con fijeza. Proseguí:

– Un día, el niño va al sitio donde su padre guarda el dinero. Coge unas monedas y se las esconde en el bolsillo. A continuación va a donde su madre guarda la comida. Llena un saco con todo lo que puede transportar. Luego, sin despedirse de nadie, sale de su casa y atraviesa los campos. Cruza el río a nado y sigue caminando. -Pensé en un lugar lejano-. Va caminando hasta Guilin. ¿Crees que éste viaje a las montañas ha sido duro? ¿Crees que vivir a la intemperie en invierno es duro? Pues esto no es nada. El niño no tenía amigos ni protectores, ni más ropa que la que llevaba puesta. Cuando se le acabaron la comida y el dinero, tuvo que mendigar para sobrevivir.

El crío se ruborizó, no por el calor de la hoguera, sino de vergüenza. Debía de haber oído que sus abuelos maternos habían acabado convertidos en pordioseros.

– Hay quien dice que eso es vergonzoso -continué-, pero, si es la única forma de sobrevivir, entonces requiere un gran valor.

Al otro lado de la hoguera, la madre del carnicero masculló:

– La historia no es así.

No le hice caso. Sabía cómo era la historia, pero quería ofrecer al niño algo a lo que aferrarse.

– El crío deambulaba por las calles de Guilin tras los hombres vestidos de mandarines. Los escuchaba e imitaba su forma de hablar. Se sentaba junto a las casas de té e intentaba hablar con los hombres que entraban en ellas. Cuando empezó a hablar con refinamiento, uno se fijó en él. -Al llegar a este punto hice un paréntesis para decir-: Muchacho, en el mundo hay gente amable. Quizá no lo creas, pero yo he conocido a personas de buen corazón. Debes buscar siempre a alguien que pueda ser tu benefactor.

– ¿Como tú? -preguntó él.

Su abuela soltó un bufido, y yo volví a hacer caso omiso de ella.

– Aquel hombre tomó al muchacho como criado -proseguí-. Mientras el niño hacía sus tareas, el benefactor le enseñaba todo cuanto sabía. Cuando ya no pudo enseñarle nada más, contrató a un maestro. Pasados muchos años, el niño, que ya se había convertido en adulto, hizo el examen imperial y consiguió el título de mandarín. El nivel más bajo -añadí, creyendo que semejante logro estaba al alcance incluso del hijo de Flor de Nieve.

»El mandarín regresó a su pueblo natal. El perro de su casa paterna lo reconoció y ladró tres veces. Sus padres salieron a la calle, pero no reconocieron a su hijo. Salió también el hermano segundo, que tampoco lo reconoció. ¿Y la hermana? Ella se había casado y vivía en el hogar de su esposo. Cuando el hijo mayor se identificó, sus parientes hicieron una reverencia ante él, y poco después empezaron a pedirle favores. «Necesitamos un pozo nuevo. ¿Puedes contratar a alguien para que lo excave?», dijo su padre. «No tengo seda. ¿Puedes comprarme un poco?», dijo su madre. «Llevo años ocupándome de nuestros padres. ¿Puedes pagarme por el tiempo que he empleado?», dijo el hermano menor. El mandarín recordó lo mal que lo habían tratado todos. Volvió a subir a su palanquín y regresó a Guilin, donde se casó, tuvo muchos hijos y fue feliz el resto de su vida.

– Waaa! ¿Para qué le cuentas esas historias a este desgraciado? ¿Para desgraciarlo aún más? -La anciana escupió en el fuego y me fulminó con la mirada-. Le haces abrigar falsas esperanzas. ¿Por qué lo haces?

Yo conocía la respuesta, pero no pensaba dársela a aquella anciana rata. Ya sé que no estábamos en circunstancias normales, pero, como me hallaba lejos de mi familia, necesitaba ocuparme de alguien. Me gustaba pensar que mi esposo podía convertirse en el benefactor del muchacho. ¿Por qué no? Si Flor de Nieve me había ayudado cuando éramos niñas, ¿por qué no podía mi familia influir en el futuro de aquel muchacho?


Pronto empezaron a escasear los animales que vivían en los alrededores, ahuyentados por la presencia de tantos refugiados y tantos cadáveres, pues aquel crudo invierno hubo muchos muertos. Los hombres -todos eran campesinos- estaban cada vez más débiles. Sólo habían llevado consigo lo que habían podido transportar; cuando se agotaban las provisiones, ellos y sus familias morían de hambre. Muchos esposos pedían a sus esposas que bajaran de la montaña y fueran a buscar víveres. En nuestro condado, como sabéis, no se puede atacar a las mujeres en tiempo de guerra, y por eso solían enviarlas a buscar comida, agua u otros suministros durante las épocas de conflictos. Atacar a una mujer durante las hostilidades podía producir una escalada de violencia, pero ni los taiping ni los soldados del gran ejército de Hunan eran de la región, de modo que ignoraban las costumbres del pueblo yao. Además, ¿cómo íbamos a bajar de las montañas en pleno invierno y volver con provisiones, si estábamos débiles a causa del hambre y apenas podíamos caminar con nuestros pies vendados?

Así pues, los hombres formaron una cuadrilla y se pusieron en marcha. Bajaron con mucho cuidado por la montaña, con la esperanza de encontrar provisiones en los pueblos que habíamos abandonado. Sólo volvieron unos pocos; nos contaron que habían visto a sus amigos decapitados y las cabezas clavadas en picas. Muchas nuevas viudas, incapaces de soportar la noticia, se suicidaron; se arrojaban por el precipicio por el que tanto les había costado trepar, se tragaban brasas ardiendo de las hogueras que encendíamos por la noche, se cortaban el cuello o se dejaban morir lentamente de hambre. Las que no elegían ese camino se deshonraban aún más buscando una nueva vida con otros hombres alrededor de otras hogueras. Al parecer, en las montañas algunas mujeres olvidaban las normas que rigen la viudedad. Aunque seamos pobres, aunque seamos jóvenes, aunque tengamos hijos, es preferible morir y seguir siendo fieles a nuestros esposos que deshonrar su memoria, porque así preservamos nuestra virtud.

Como no tenía a mis hijos cerca, observaba atentamente a los de Flor de Nieve y descubría en ellos algunos rasgos de personalidad que habían heredado de su madre; añoraba muchísimo a los míos y no podía evitar compararlos con los de mi laotong. Mi hijo mayor ya había ocupado el lugar que le correspondía en la familia y le esperaba un futuro espléndido. El hijo mayor de Flor de Nieve tenía dentro de su familia una posición aún inferior a la de su madre. Nadie lo quería y parecía ir a la deriva. Sin embargo, a mis ojos era el que más se parecía a mi laotong. Era amable y delicado, y quizá por eso ella se apartaba de él con tanta crueldad.

Mi segundo hijo era un muchacho bondadoso e inteligente, pero sin tantas ansias de aprender como mi primogénito. Lo imaginaba viviendo con nosotros el resto de su vida, trayendo a su esposa a casa, engendrando hijos y trabajando para su hermano mayor. El segundo hijo de Flor de Nieve, por su parte, era el preferido de su familia. Tenía la misma constitución que su padre: era bajo y robusto, con brazos y piernas fuertes. Jamás tenía miedo, nunca tiritaba de frío ni protestaba si tenía hambre. Seguía a su padre como un fantasma, incluso cuando él salía a cazar. Y debía de servirle de alguna ayuda, porque de lo contrario el carnicero no habría permitido que el crío lo acompañara. Cuando volvían al campamento con un animal muerto, el niño se acuclillaba junto a su padre y aprendía a preparar la carne. Ese parecido del muchacho con su padre me permitía entender mejor a Flor de Nieve. Su esposo quizá era rudo y apestoso, y quizá estaba muy por debajo de mi alma gemela, pero el amor que ella demostraba por su hijo significaba que también quería mucho a su marido.

El aspecto y la conducta de Luna de Primavera no podían ser más diferentes de los de mi hija. Jade había heredado las facciones más bien toscas de mi familia, y por eso yo era tan dura con ella. Como el dinero que habíamos ganado con la venta de la sal le permitiría contar con una generosa dote, era muy probable que encontrara un buen marido. Yo creía que Jade sería una buena esposa, pero Luna de Primavera sería una esposa extraordinaria si se le brindaban las mismas oportunidades que había tenido yo.

Todos ellos hacían que yo añorara a mi familia.

Estaba triste y asustada, pero las noches con Flor de Nieve aligeraban mi pena. ¿Cómo os digo esto? Incluso allí, incluso en aquella situación tan extrema, con tanta gente alrededor, el carnicero quería tener trato carnal con mi laotong. Cohabitaban a la intemperie, protegiéndose del frío con una colcha junto a la hoguera. Los demás desviábamos la mirada, pero no podíamos evitar oírlos. Por fortuna el carnicero no hacía ruido y sólo de vez en cuando emitía algún gruñido. Los suspiros de placer que yo oía no eran del carnicero, sino de mi laotong, y me costaba entenderlo. Cuando terminaban, ella venía a mi lado y me abrazaba, como hacía cuando éramos niñas. Olía a sexo, pero hacía tanto frío que de todos modos yo agradecía su calor. Sin su cuerpo junto al mío, habría muerto cualquiera de aquellas noches, como tantas mujeres.

Como era de esperar, con tanto trato carnal Flor de Nieve volvió a quedar encinta. Al principio creí que el frío, las privaciones y la mala alimentación eran la causa de que hubiera dejado de tener la menstruación, pues a mí me había ocurrido lo mismo. Sin embargo, ella descartaba tajantemente esa posibilidad.

– No es la primera vez que me quedo embarazada -me dijo-. Conozco los síntomas.

– Entonces, espero que tengas otro hijo varón.

– Sí, esta vez será varón -afirmó, y sus ojos destellaron con una mezcla de felicidad y convicción.

– Sí, los hijos varones son una bendición. Deberías estar orgullosa de tu primogénito.

– Desde luego -repuso sin entusiasmo. A continuación añadió-: Os he visto juntos. Sé que le tienes mucho aprecio. ¿Le tienes suficiente aprecio para que se convierta en tu yerno?

En efecto, yo apreciaba al muchacho, pero esa propuesta estaba fuera de lugar.

– No puede haber matrimonios entre nuestras familias -contesté. Me sentía en deuda con Flor de Nieve por haberme convertido en quien era y estaba dispuesta a ayudar a Luna de Primavera, pero nunca permitiría que mi hija cayera tan bajo-. Es mucho más importante una unión entre nuestras dos hijas, ¿no te parece?

– Sí, tienes razón-concedió sin darse cuenta de mis verdaderos sentimientos-. Cuando volvamos a casa, iremos a ver a tía Wang, tal como teníamos pensado. Tan pronto como los pies de las niñas adopten su nueva forma, irán al templo de Gupo para firmar su contrato, se comprarán un abanico para escribir en él sus vidas y comerán en el puesto de taro.

– Tú y yo también deberíamos encontrarnos en Shexia. Si somos discretas, podremos observarlas.

– ¿Me estás proponiendo que las espiemos? -preguntó, escandalizada. Al ver que yo sonreía se echó a reír-. Siempre he creído que era yo la traviesa, ¡pero mira quién es ahora la que conspira!

Pese a las privaciones que tuvimos que soportar durante aquellos meses, el plan que habíamos trazado para nuestras hijas nos infundía esperanzas e intentábamos recordar en todo momento lo bueno de la vida. Celebramos el quinto cumpleaños del hijo menor de Flor de Nieve. Era un niñito muy gracioso y nos divertía observarlo cuando ayudaba a su padre. Parecían dos cerdos: husmeaban, hurgaban, se frotaban el uno contra el otro; iban manchados de barro y mugre y se deleitaban con su mutua compañía. Al hijo mayor le gustaba sentarse con las mujeres. Como yo me interesaba por él, Flor de Nieve también empezó a prestarle atención. Cuando su madre lo miraba, él siempre sonreía. Su expresión me recordaba a la de mi alma gemela cuando tenía esa edad: dulce, candida, inteligente. Flor de Nieve no lo miraba con verdadero amor maternal, pero sí como si lo que veía le gustara más que antes.

Un día, mientras yo estaba enseñando una canción al muchacho, mi laotong dijo:

– El niño no debería aprender las canciones de las mujeres. De pequeñas aprendimos algunos poemas…

– Sí, tu madre te los enseñaba y tú…

– Y estoy segura de que en la casa de tu esposo habrás aprendido otros.

– Sí, así es.

Ambas nos emocionamos mientras recordábamos títulos de poemas que conocíamos.

Flor de Nieve cogió a su hijo de la mano.

– Enseñémosle lo que sabemos y hagamos de él un hombre culto.

No podíamos enseñarle gran cosa, pues no habíamos recibido educación, pero aquel chico era como una seta seca que se echa en agua hirviendo y absorbía todo cuanto le ofrecíamos. No tardaría en recitar de corrido el poema de la dinastía Tang que a nosotras tanto nos gustaba de niñas, además de pasajes enteros del libro clásico infantil que yo había memorizado para ayudar a mi hijo en sus estudios. Por primera vez vi verdadero orgullo en el rostro de Flor de Nieve. El resto de la familia no sentía lo mismo, pero mi alma gemela no se acobardó ni cedió a sus demandas de que abandonara aquel empeño. Se había acordado de la niñita que apartaba la cortina del palanquín para asomarse al exterior.

Aquellos días -pese a ser fríos y estar llenos de miedo y penalidades- tenían algo maravilloso: Flor de Nieve irradiaba una felicidad que hacía muchos años yo no veía en ella. Estaba embarazada y, aunque no comía mucho, resplandecía como si tuviera dentro una lámpara de aceite. Disfrutaba de la compañía de las tres hermanas de juramento de Jintian y se alegraba de no pasar el día encerrada con su suegra. Sentada con esas mujeres, entonaba canciones que yo llevaba mucho tiempo sin oír. Allí, a la intemperie, lejos de los confines de su oscura y lúgubre casita, su espíritu de caballo se sentía libre.

Una noche gélida, cuando ya llevábamos diez semanas allí arriba, el segundo hijo de Flor de Nieve se ovilló junto a la hoguera para dormir y nunca despertó. No sé si murió de alguna enfermedad, de hambre o de frío, pero al amanecer vimos que la escarcha cubría su cuerpo y que tenía la piel azul. Los lamentos de Flor de Nieve resonaban por las montañas, pero el carnicero aún estaba más afligido. Cogió al niño en brazos; las lágrimas le resbalaban por las mejillas y abrían surcos en la mugre acumulada durante semanas en su cara. No había forma de consolarlo y se resistía a soltar al crío. No tenía oídos para su esposa ni para su madre. Hundió el rostro en el cuerpo de su hijo para no oír las súplicas de las mujeres. Ni siquiera cedió cuando los campesinos de nuestro grupo se sentaron alrededor de él, protegiéndolo de nuestra mirada y consolándolo con susurros. De vez en cuando levantaba la cabeza y exclamaba mirando al cielo: «¿Cómo puede ser que haya perdido a mi precioso hijo?» La desgarrada pregunta del carnicero aparecía en muchas historias y canciones de nu shu. Miré a las otras mujeres sentadas en torno al fuego y vi en sus rostros la pregunta sin formular: ¿podía un hombre, un carnicero, experimentar la misma desesperación y tristeza que sentíamos las mujeres cuando perdíamos a un hijo?

El padre permaneció dos días allí sentado, con el cadáver en los brazos, mientras los demás entonábamos cantos fúnebres. Al tercer día se levantó, estrechó al niño contra su pecho y se alejó de la hoguera, sorteando los corros que formaban otras familias, en dirección al bosque, donde tantas veces se había adentrado con su hijo. Regresó dos días más tarde con las manos vacías. Cuando Flor de Nieve le preguntó dónde había enterrado a su hijo, el carnicero se volvió y la golpeó con tanta brutalidad que mi laotong salió despedida hacia atrás y fue a caer con un ruido sordo dos metros más allá, en la nieve endurecida.

El carnicero siguió golpeándola hasta que ella abortó, expulsando un violento chorro de sangre negra que manchó las heladas pendientes del campamento. El embarazo no estaba muy avanzado, de modo que no encontramos el feto, pero el carnicero estaba convencido de que había librado al mundo de otra niña. «No hay nada más malvado que el corazón de una mujer», recitaba una y otra vez, como si ninguna de nosotras hubiera oído nunca ese proverbio. Las mujeres nos limitamos a atender a Flor de Nieve -le quitamos los pantalones, derretimos nieve para lavarlos, le limpiamos la sangre de los muslos y con el relleno de una de sus colchas nupciales intentamos contener el hediondo flujo que seguía saliendo de entre sus piernas- sin dirigir la palabra a su esposo.

Cuando lo recuerdo, pienso que fue un milagro que Flor de Nieve sobreviviera esas dos últimas semanas en las montañas mientras aguantaba con resignación las palizas de su esposo. Su cuerpo se debilitó a causa de la hemorragia. Estaba cubierta de heridas y cardenales de las palizas diarias que le propinaba su esposo. ¿Por qué no hice nada para detenerlo? Yo era la señora Lu. En otras ocasiones lo había obligado a hacer lo que yo quería. ¿Por qué no lo hice esa vez? Precisamente por ser la señora Lu no podía hacer nada más. Él era un hombre físicamente fuerte que no tenía reparos en emplear esa fuerza. Yo era una mujer con categoría, pero estaba sola. Carecía de poder. Él lo sabía, y yo también.

Cuando mi laotong pasaba sus peores momentos, me di cuenta de cuánto necesitaba a mi esposo. Para mí, gran parte de mi vida con él tenía que ver con los deberes y los papeles que debíamos desempeñar. Lamentaba todas las ocasiones en que no había sido la esposa que él merecía. Me juraba que, si conseguía bajar de aquella montaña, me convertiría en una mujer digna del título de señora Lu y no sería sólo una actriz de una obra de teatro. Deseaba que así fuera, pero poco después descubrí que podía llegar a ser mucho más brutal y cruel que el esposo de Flor de Nieve.

Las mujeres que convivíamos bajo el árbol seguíamos cuidando de Flor de Nieve. Le curábamos las heridas limpiándolas con agua hervida para evitar posibles infecciones y las vendábamos con tela arrancada de nuestra propia ropa. Las otras querían prepararle sopa con el tuétano de los animales que traía el carnicero, pero les recordé que ella era vegetariana; decidimos turnarnos e ir por parejas al bosque a recoger corteza de árbol, hierbas y raíces. Con esos ingredientes cocinábamos un caldo amargo y la obligábamos a tomárselo, mientras intentábamos consolarla con nuestras canciones.

Pero nada de lo que hacíamos o decíamos conseguía tranquilizarla. Flor de Nieve no podía dormir. Se quedaba sentada junto al fuego, con los muslos pegados al pecho y los brazos en torno a las rodillas, meciéndose con una desesperación desgarradora. Pese a que no teníamos ropa limpia, todas habíamos intentado mantener un aspecto pulcro. A ella, en cambio, eso le traía sin cuidado. No se lavaba la cara con puñados de nieve ni se frotaba los dientes con el dobladillo de la túnica, y llevaba el pelo suelto. Me recordaba a Cuñada Tercera la noche que mi suegra cayó enferma: era como si no estuviera ya con nosotros y su mente se alejara cada vez más.

Todos los días llegaba un momento en que Flor de Nieve se levantaba con dificultad y se iba a pasear por las nevadas montañas. Caminaba como sonámbula, perdida, desarraigada, desgajada. Yo siempre la acompañaba sin que ella me lo pidiera; entrelazaba mi brazo en el suyo y juntas avanzábamos tambaleándonos por las heladas piedras con nuestros lotos dorados hasta llegar al borde del precipicio; una vez allí, ella gritaba al vacío y el fuerte viento del norte se llevaba el eco de sus gritos.

Aquello me producía pavor, pues recordaba nuestra espantosa huida a las montañas y los horrísonos chillidos que proferían las mujeres al despeñarse por aquellos barrancos. Ella no compartía mi temor. Se quedaba contemplando el cielo por encima de las montañas, donde los halcones planeaban aprovechando las corrientes. Yo pensaba en todas las veces en que me había hablado de sus ansias de volar. Qué fácil habría sido para ella dar un paso más y precipitarse al vacío. Pero yo nunca me apartaba de su lado ni le soltaba el brazo.

Intentaba hablar con ella de cosas que la ataran a la tierra. Le preguntaba: «¿Quieres hablar tú con la señora Wang acerca de nuestras hijas, o prefieres que lo haga yo?» Si ella no contestaba, yo intentaba sacar otro tema. «Tú y yo vivimos muy cerca. ¿Por qué esperar a que las niñas se hagan almas gemelas para que se conozcan? Deberíais pasar las dos una temporada en mi casa. Les vendaremos los pies juntas. Así también tendremos eso para recordar.» O bien: «Mira ese árbol de nieve. Se acerca la primavera y pronto nos marcharemos de aquí.» Durante diez días ella sólo me contestó con monosílabos.

El undécimo día, mientras se dirigía hacia el borde del precipicio, habló por fin.

– He perdido cinco hijos y todas las veces mi esposo me ha echado la culpa. Coge su frustración y la encierra en sus puños. Cuando necesita liberar esas armas, me pega. Antes creía que estaba enfadado conmigo por engendrar hijas, pero ahora, con mi hijo… ¿Era dolor lo que sentía mi esposo? -Hizo una pausa y ladeó la cabeza, como si intentara aclarar sus ideas-. Sea como sea, él tiene que hacer algo con sus puños -concluyó con pesimismo.

Eso significaba que las palizas habían empezado tan pronto como mi laotong llegó a la casa del carnicero. Pese a que la conducta de éste era algo habitual y aceptado en nuestro condado, me apenaba que Flor de Nieve me lo hubiera ocultado tan bien y durante tanto tiempo. Yo había creído que nunca volvería a mentirme y que nunca más tendríamos secretos, pero no era eso lo que me dolía; me sentía culpable por no haber reparado en los indicios de que mi laotong llevaba una vida desgraciada.

– Flor de Nieve…

– No, escúchame. Crees que mi esposo es malo, pero te equivocas.

– Te trata peor que a un animal…

– Lirio Blanco -me interrumpió-, es mi esposo.

Entonces su mente pareció descender hasta una región aún más oscura.

– Hace mucho tiempo que me gustaría poner fin a mi vida, pero siempre hay alguien cerca.

– No digas esas cosas.

Ella no me hizo caso.

– ¿Piensas a menudo en el destino? Yo lo hago casi todos los días. ¿Qué habría pasado si mi madre no se hubiera casado con mi padre? ¿Qué habría pasado si mi padre no se hubiera aficionado a la pipa? ¿Y si mis padres no me hubieran casado con el carnicero? ¿Y si yo hubiera sido un varón? ¿Habría podido salvar a mi familia? Lirio Blanco, siento tanta humillación…

– Yo nunca…

– Desde el día que entraste por primera vez en mi casa natal percibo que te avergüenzas de mí. -Meneó la cabeza al ver que me disponía a hablar-. No lo niegues. Escúchame. -Hizo una breve pausa antes de continuar-: Me miras y piensas que he caído muy bajo, pero lo que le sucedió a mi madre fue mucho peor. Recuerdo que de niña la veía llorar día y noche. Estoy segura de que ella deseaba morir, pero jamás me habría abandonado. Luego, cuando me instalé en la casa de mi esposo, no quiso abandonar a mi padre.

Vi adónde quería llegar, así que dije:

– Tu madre nunca se permitió un pensamiento amargo. Jamás se rindió…

– Se marchó con mi padre. Nunca sabré qué fue de ellos, pero estoy segura de que mi madre no se dejó morir hasta que hubo fallecido mi padre. Han pasado ya doce años. Muchas veces me he preguntado si yo habría podido ayudarla. ¿Habría acudido ella a mí? Te contestaré así. Yo soñaba que me casaría y encontraría la felicidad lejos de la enfermedad de mi padre y de la tristeza de mi madre. No sabía que me convertiría en una mendiga en la casa de mi esposo. Entonces aprendí cómo convencer a mi esposo de que trajera a casa los alimentos que yo quería comer. Mira, Lirio Blanco, hay cosas que no nos explican acerca de los hombres. Podemos hacerlos felices si les proporcionamos placer. Y eso también puede resultar agradable para nosotras, si queremos.

Flor de Nieve parecía una de esas ancianas que se divierten asustando a las muchachas solteras con esa clase de conversación.

– No tienes por qué mentirme. Soy tu laotong. Puedes ser sincera conmigo.

Apartó la mirada de las nubes y por un breve instante me miró como si no me reconociera.

– Lirio Blanco -dijo entonces, compungida-, lo eres todo y, sin embargo, no tienes nada.

Sus palabras me hirieron, pero no pude detenerme a pensar en ellas, porque a continuación me confió:

– Mi esposo y yo no obedecimos las normas de purificación que las esposas deben respetar después del parto. Ambos queríamos tener más hijos varones.

– Los hijos varones son el tesoro de toda mujer…

– Pero ya has visto qué ocurre. Engendro demasiadas hijas.

Ofrecí una respuesta práctica a ese innegable problema.

– No estaba escrito que vivieran -argumenté-. Deberías estar agradecida, porque seguramente había algo en ellas que no estaba bien. Lo único que podemos hacer las mujeres es volver a intentarlo…

– Lirio Blanco, cuando hablas así, mi mente se vacía. Sólo oigo el viento entre los árboles. ¿Notas cómo el suelo quiere ceder bajo mis pies? Deberías volver al campamento. Déjame estar con mi madre…

Habían transcurrido muchos años desde que Flor de Nieve perdió a su primera hija. Entonces yo no había sabido comprender su dolor. Pero con el tiempo yo también había experimentado las miserias de la vida y veía las cosas de otra forma. Si era perfectamente aceptable que una viuda se desfigurara o se suicidara para no desprestigiar a la familia de su esposo, ¿por qué la muerte de un hijo, o de más de uno como en su caso, no iba a impulsar a una mujer a realizar actos extremos? Cuidamos a nuestros hijos. Los queremos. Los atendemos cuando están enfermos. Si son varones, los preparamos para dar los primeros pasos en el reino de los hombres. Si son niñas, les vendamos los pies, les enseñamos nuestra escritura secreta y las educamos para que sean buenas esposas, nueras y madres, para que se adapten bien a las habitaciones de arriba de sus nuevas casas. Pero ninguna mujer debería sobrevivir a sus hijos; eso va contra las leyes de la naturaleza. Si eso ocurre,¿por qué no íbamos a desear arrojarnos por un precipicio, ahorcarnos de una rama o beber lejía?

– Todos los días llego a la misma conclusión -admitió Flor de Nieve, mientras contemplaba el profundo valle que se extendía a sus pies-. Pero entonces me acuerdo de tu tía. Lirio Blanco, piensa en cómo sufría ella y en lo poco que a nosotras nos importaba su sufrimiento.

Respondí con la verdad:

– Mi tía sufría mucho, pero creo que nosotras éramos un consuelo para ella.

– ¿Te acuerdas de lo dulce que era Luna Hermosa? ¿Te acuerdas de lo recatada que era, incluso muerta? ¿Te acuerdas de cuando tu tía llegó a casa y se quedó ante su cadáver? A todos nos preocupaban sus sentimientos, y por eso tapamos la cara a Luna Hermosa. Tu tía nunca volvió a ver a su hija. ¿Por qué fuimos tan crueles con ella?

Habría podido decir que el cadáver de Luna Hermosa era un recuerdo demasiado horrible para plantarlo en la mente de su madre, pero dije:

– Iremos a visitar a mi tía tan pronto como tengamos ocasión. Se alegrará de vernos.

– Quizá se alegre de verte a ti -repuso Flor de Nieve-, pero no a mí. Yo sólo le recordaré su desdicha. Pero debes saber que tu tía me recuerda cada día que no debo desfallecer. -Levantó la barbilla, paseó la mirada por última vez por las neblinosas colinas y añadió-: Creo que deberíamos volver. Veo que tienes frío. Además, quiero que me ayudes a escribir una cosa. -Metió una mano en su túnica y sacó nuestro abanico-. Lo he traído conmigo. Temía que los rebeldes quemaran nuestra casa y que lo perdiéramos. -Me miró a los ojos y me di cuenta de que ya no estaba ausente. Suspiró y meneó la cabeza-. Dije que nunca volvería a mentirte. La verdad es que creí que moriríamos todos aquí. No quería que muriéramos sin él. -Me tiró del brazo y añadió-: Apártate del borde, Lirio Blanco. Verte ahí me produce escalofríos.

Volvimos al campamento y, una vez allí, improvisamos tinta y un pincel. Cogimos dos troncos medio quemados de la hoguera y los dejamos enfriar; luego rascamos las partes chamuscadas con piedras y guardamos con cuidado el hollín que se desprendió. Lo mezclamos con agua, en la que hervimos unas raíces. El líquido que obtuvimos no era tan opaco ni tan negro como la tinta, pero serviría. Después extrajimos una tira de bambú del borde de un cesto y la afilamos lo mejor que pudimos para hacer un pincel. Por turnos registramos en nuestra escritura secreta el viaje a las montañas, la muerte de su hijo menor y el aborto, las frías noches y el consuelo de nuestra amistad. Cuando terminamos, ella cerró suavemente el abanico y volvió a guardarlo en su túnica.

Esa noche, el carnicero no la golpeó. Quería tener trato carnal con su esposa, y lo tuvo. Luego ella vino a mi lado de la hoguera, se deslizó bajo la colcha, se acurrucó junto a mí y apoyó la palma de la mano sobre mi mejilla. Estaba cansada después de tantas noches sin dormir, y noté cómo su cuerpo se relajaba rápidamente. Poco antes de quedarse dormida me susurró:

– Él me quiere, a su manera. Ahora todo irá mejor. Ya lo verás. Mi esposo ha cambiado.

Y yo pensé: «Sí, hasta la próxima vez que descargue su dolor o su rabia contra la adorable persona que está a mi lado.»


Al día siguiente nos anunciaron que podíamos regresar a nuestros pueblos. Llevábamos tres meses en las montañas, y me gustaría decir que habíamos visto lo peor. Pero no es así. Tuvimos que pasar junto a todos los que se habían quedado atrás durante nuestra huida. Vimos cadáveres de hombres, mujeres y niños deteriorados por la exposición a los elementos, en estado de putrefacción y comidos por los animales. El sol, radiante, destellaba en sus blancos huesos. Las prendas de ropa permitían una rápida identificación de los muertos, y de vez en cuando oíamos a alguien gritar al reconocer a un ser querido.

Por si fuera poco, estábamos todos tan débiles que seguía pereciendo gente… cuando nos hallábamos en la etapa final de nuestra aventura y pronto llegaríamos a nuestros hogares. La mayoría de las víctimas fueron mujeres que murieron mientras bajábamos de las montañas. Caminábamos inseguras con nuestros lotos dorados y muchas caían al abismo que se abría a la derecha. Esa vez, a la luz del día, no sólo oíamos los gritos de las desdichadas al despeñarse, sino que veíamos cómo agitaban los brazos intentando en vano aferrarse a algo. Un día antes, yo habría temido por Flor de Nieve, pero su rostro denotaba una firme determinación y ponía un pie delante del otro con mucho cuidado.

El carnicero llevaba a su madre a la espalda. En una ocasión advirtió que Flor de Nieve vacilaba, impresionada al ver a una mujer que envolvía los restos mortales de su hijo para llevárselos a casa y darles sepultura; entonces él se detuvo, dejó a su madre en el suelo y cogió a Flor de Nieve por el codo.

– Sigue andando, por favor -le suplicó con dulzura-. Pronto llegaremos a nuestro carro. Podrás ir montada en él hasta Jintian.

Como ella se resistía a apartar la vista de la madre y su hijo, el carnicero añadió:

– Volveré cuando llegue la primavera y me llevaré sus huesos a casa. Te prometo que lo tendremos cerca.

Flor de Nieve se enderezó y se obligó a seguir su camino, dejando atrás a la mujer con su diminuto fardo.

El carro no estaba donde lo habíamos dejado. Lo habían robado los rebeldes o el ejército de Hunan, como tantas otras cosas de que habíamos tenido que desprendernos tres meses atrás. Aun así llegamos a terreno llano y seguimos avanzando hacia nuestros hogares, olvidando el dolor, las heridas y el hambre. Jintian no había sufrido daños. Ayudé a la madre del carnicero a entrar en la casa y volví a salir. Quería irme con los míos. Había andado tanto que sabía que podía recorrer a pie los li que quedaban hasta Tongkou, pero el carnicero fue personalmente a avisar a mi esposo de que yo había vuelto y a pedirle que viniera a buscarme.

Apenas partió, Flor de Nieve me agarró del brazo.

– Ven -dijo-. No tenemos mucho tiempo.

Me hizo entrar en la casa, pese a que yo me resistía a perder de vista al carnicero, que se alejaba por el camino hacia mi pueblo. Cuando estuvimos en el piso de arriba, mi laotong explicó:

– Una vez me hiciste un gran favor ayudándome a confeccionar mi ajuar. Ahora quiero saldar una pequeña parte de esa deuda. -Abrió un baúl y sacó de él una túnica azul oscuro, que en la parte delantera llevaba cosida una pieza de seda azul celeste con estampado de nubes, igual que la de la túnica que ella llevaba el día que nos conocimos. Me la ofreció y dijo-: Será un honor que te la pongas para recibir a tu esposo.

Yo me daba cuenta del lamentable aspecto de Flor de Nieve, pero no se me había ocurrido pensar en el aspecto que tendría yo cuando me presentara ante mi marido. Hacía tres meses que no me quitaba la túnica de seda azul lavanda con los crisantemos bordados. La prenda estaba sucia y desgarrada. Poco después, al mirarme en el espejo, mientras se calentaba el agua para bañarme, vi que esos tres meses viviendo en el barro y la nieve bajo un sol implacable y a gran altitud habían deteriorado mi cutis.

Sólo tuve tiempo para lavarme las partes del cuerpo que mi esposo vería y olería primero: las manos, los brazos, la cara, el cuello, las axilas y el pubis. Flor de Nieve hizo lo que pudo con mi pelo; me recogió la mugrienta maraña en un moño, que a continuación envolvió con un tocado limpio. Cuando me ayudaba a ponerme unos pantalones de su ajuar, oímos los cascos de un poni y el crujido de las ruedas de un carro que se acercaba. Me puso la túnica y me la abrochó rápidamente. Nos quedamos una frente a otra y ella posó la mano sobre el cuadrado de seda azul celeste de mi pecho.

– Estás preciosa -afirmó.

Tenía ante mí a la persona a quien más amaba. Sin embargo, me atormentaba que en las montañas hubiera dicho que yo me avergonzaba de ella. No quería marcharme de allí sin explicarme.

– Yo nunca he pensado que tú fueras… -me interrumpí intentando buscar una palabra adecuada, pero desistí- menos que yo.

Ella sonrió. Mi corazón palpitaba deprisa bajo su mano.

– Nunca me has mentido.

Entonces, antes de que yo pudiera hablar, oí la voz de mi esposo, que me llamaba:

– ¡Lirio Blanco! ¡Lirio Blanco! ¡Lirio Blanco!

Bajé corriendo por la escalera -sí, corriendo- y salí a la calle. Cuando lo vi, caí de rodillas y le toqué los pies con la cabeza, avergonzada de mi aspecto. Él me levantó del suelo y me abrazó.

– Lirio Blanco, Lirio Blanco, Lirio Blanco… -repetía mientras me besaba, sin importarle que los demás presenciaran nuestro reencuentro.

– Dalang… -Era la primera vez que yo pronunciaba su nombre.

Mi esposo me sujetó por los hombros y me apartó de sí para verme la cara. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Luego volvió a abrazarme con fuerza.

– Tuve que sacar a todo el mundo de Tongkou -explicó-. Luego tuve que poner a salvo a nuestros hijos…

Esas acciones, que yo no entendí del todo hasta más tarde, permitieron que mi marido, de ser el hijo de un jefe bueno y generoso, se convirtiera por derecho propio en un jefe respetado por todos.

Mi esposo tembló al añadir:

– Te busqué muchas veces.

Cuando cantamos, las mujeres solemos decir «Yo no sentía nada por mi esposo» o «Mi esposo no sentía nada por mí». Son versos populares que utilizamos en los coros, pero aquel día yo tenía profundos sentimientos hacia mi esposo y él los tenía hacia mí.

Los últimos momentos que pasé en Jintian fueron como un torbellino. Mi esposo pagó una generosa recompensa al carnicero. Flor de Nieve y yo nos abrazamos. Ella me entregó el abanico para que me lo llevara a mi casa, pero yo preferí que se lo quedara, porque su sufrimiento era aún reciente y yo, en cambio, sólo sentía felicidad. Me despedí de su hijo y le prometí que le enviaría cuadernos para que estudiara la caligrafía de los hombres. Por último me agaché para hablar con la hija de mi laotong.

– Nos veremos muy pronto -le aseguré.

A continuación subí al carro y mi esposo agitó las riendas. Miré a Flor de Nieve, le dije adiós con la mano y me volví hacia Tongkou, hacia mi hogar, mi familia, mi vida.

Carta de vituperio

Las familias de todo el condado reconstruían sus vidas. Los supervivientes de la epidemia y la rebelión habíamos soportado terribles experiencias. Estábamos emocionalmente agotados y habíamos perdido a muchos seres queridos, pero seguíamos vivos y lo agradecíamos. Poco a poco nos recuperamos. Los hombres volvieron a trabajar en los campos y los hijos varones regresaron al salón principal de sus pueblos para continuar sus estudios, mientras las mujeres y las niñas se retiraban a las habitaciones de arriba para bordar y tejer. Todos seguíamos adelante, animados por nuestra buena suerte. En el pasado yo había sentido a veces curiosidad por el reino exterior de los hombres. Tras la dura experiencia vivida en las montañas juré que nunca volvería a asomarme a él. Tenía que vivir en la habitación de arriba. Me alegró volver a ver a mis cuñadas y estaba deseando pasar largas tardes con ellas cosiendo, tomando té, cantando y contando historias. Pero eso no era nada comparado con cómo me sentí al volver a ver a mis hijos. Aquellos tres meses habían sido una eternidad tanto para ellos como para mí. Mis hijos habían crecido y habían cambiado. El mayor había cumplido doce años durante mi ausencia. Se había refugiado en el centro administrativo del condado durante la revuelta, protegido por los soldados del emperador, y había estudiado mucho. Había aprendido la lección más importante: todos los funcionarios, con independencia de dónde vivieran o de qué dialecto hablaran, leían los mismos textos y hacían los mismos exámenes para que la lealtad, la integridad y una visión singular prevalecieran en todo el reino. Incluso lejos de la capital, en condados tan remotos como el nuestro, los magistrados locales -todos educados por igual- ayudaban a los subditos a entender la relación que había entre ellos y el emperador. Si mi hijo no se apartaba de su camino, algún día se presentaría a los exámenes.

Ese año, vi a Flor de Nieve tan a menudo como durante nuestra infancia. Nuestros esposos no ponían reparos, pese a que la rebelión seguía asolando otras regiones del país. Después de todo lo que había ocurrido, mi marido creía que yo estaría a salvo bajo la vigilancia del carnicero, y éste animaba a su esposa a visitarme, pues ella siempre regresaba a casa con comida, libros y dinero que yo le regalaba. Durante nuestras visitas mi laotong y yo compartíamos la cama y nuestros esposos dormían en otras habitaciones para permitirnos estar juntas. El carnicero no se atrevía a poner objeciones y seguía el ejemplo de mi esposo. ¿Cómo habrían podido impedir nuestras visitas, nuestras noches juntas, las confidencias que nos susurrábamos al oído? Ya no temíamos al sol, a la lluvia ni a la nieve. «Obedece, obedece, obedece, y luego haz lo que quieras.»

Continuamos reuniéndonos en Puwei con motivo de las fiestas, como siempre habíamos hecho. A ella le gustaba ver a mis tíos, que se habían ganado el amor y el respeto de la familia con toda una vida de bondad. Mi tía recibía todo el cariño que merecía de sus «nietos». Mi tío gozaba de mejor posición que cuando vivía mi padre; Hermano Mayor necesitaba sus consejos para cuidar los campos y llevar las cuentas, y mi tío estaba encantado de poder ofrecérselos. Mis tíos habían encontrado un final feliz que nadie habría imaginado.

Ese año, cuando Flor de Nieve y yo fuimos al templo de Gupo, dimos gracias a la diosa con todo nuestro corazón. Le hicimos ofrendas y nos inclinamos ante ella para agradecerle que hubiéramos sobrevivido a aquel invierno. Luego, cogidas del brazo, no encaminamos hacia el puesto de taro. Allí sentadas, planeamos el futuro de nuestras hijas y hablamos de los métodos de vendado que les asegurarían unos lotos dorados perfectos. Cuando regresamos a nuestros respectivos hogares, hicimos vendajes, compramos hierbas calmantes, bordamos zapatos en miniatura para poner en el altar de Guanyin, preparamos bolas de arroz glutinoso que presentaríamos ante la Doncella de los Pies Diminutos y dimos a nuestras hijas pastelillos de judías rojas para ablandarles los pies. Negociamos por separado con la señora Wang la unión de nuestras hijas. Cuando Flor de Nieve y yo volvimos a encontrarnos, comparamos las conversaciones que habíamos mantenido con la casamentera y reímos al comprobar que su tía no había cambiado: seguía demostrando una gran astucia y todavía llevaba la cara empolvada.

Cuando recuerdo aquellos meses de primavera y de principios de verano, me doy cuenta de que era muy feliz. Tenía a mi familia y tenía a mi laotong. Como ya he dicho, seguía adelante. Pero no le ocurría lo mismo a Flor de Nieve. No recuperó el peso que había perdido. Comía muy poco -unos granos de arroz, un poco de verdura- y prefería beber té. Su piel recobró la palidez de antaño, pero sus mejillas no volvieron a llenarse. Cuando venía a Tongkou y yo le proponía visitar a nuestras viejas amigas, rechazaba educadamente mi invitación diciendo «Seguro que no quieren verme», o «No se acordarán de mí». Yo insistía, hasta que ella me prometía que al año siguiente iría conmigo al rito de Sentarse y Cantar de una muchacha Lu de Tongkou que era prima lejana suya y vecina mía.

Por las tardes Flor de Nieve se sentaba conmigo mientras yo bordaba, pero siempre miraba por la celosía, como si su pensamiento estuviera en otra parte. Era como si se hubiera arrojado a aquel precipicio, el último día que pasamos en las montañas, y todavía estuviera cayendo al vacío. Yo percibía su tristeza, pero me negaba a aceptarla. Mi esposo me previno varias veces acerca de eso.

– Eres fuerte -me dijo una noche después de que Flor de Nieve regresara a Jintian-. Volviste de las montañas y cada día haces que me sienta más orgulloso de cómo llevas nuestra casa y del buen ejemplo que das a las mujeres de nuestro pueblo. No te enfades conmigo, por favor, pero por lo que respecta a tu alma gemela estás ciega. Ella no es tu alma gemela en todos los sentidos. Quizá lo que ocurrió el invierno pasado fue demasiado duro para ella. Yo no la conozco bien, pero seguro que hasta tú te das cuenta de que intenta poner al mal tiempo buena cara. Has tardado años en comprender que no todos los hombres son como tu esposo.

Me avergonzó enormemente que mi esposo me confiara sus pensamientos. Mejor dicho, me irritó que se atreviera a entrometerse en los asuntos del reino interior de las mujeres. No obstante, no discutí con él, porque no debía. Sin embargo, necesitaba demostrarle que se equivocaba y que yo tenía razón. Así pues, observé con mayor atención a Flor de Nieve la siguiente vez que vino a visitarme. La escuché de verdad. Su vida había empeorado. Su suegra le racionaba los alimentos y sólo le permitía comer una tercera parte del arroz necesario para subsistir.

– Sólo como gachas de arroz -me confió-, pero no me importa. No tengo mucha hambre.

Peor aún, el carnicero no había dejado de pegarle.

– Me dijiste que no volvería a hacerlo -protesté. Me resistía a creer lo que mi esposo había visto con claridad.

– ¿Qué quieres que haga yo? No puedo defenderme. -Estaba sentada enfrente de mí, con la labor en el regazo, lánguida y arrugada como la piel de un bulbo de taro.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

Ella contestó con otra pregunta:

– ¿Para qué preocuparte con cosas que no puedes cambiar?

– Si nos esforzamos, podemos alterar el destino -afirmé-. Yo cambié mi vida. Tú también puedes cambiar la tuya.

Me miró fijamente sin decir nada.

– ¿Lo hace muy a menudo? -pregunté intentando controlar la voz, pese a que me producía una gran frustración saber que su esposo seguía golpeándola y a que me indignaba que ella lo aceptara con esa actitud pasiva. Además, me dolía que, una vez más, no se hubiera sincerado conmigo.

– Las montañas lo cambiaron. Nos cambiaron a todos. ¿No te das cuenta?

– ¿Muy a menudo? -insistí.

– Yo no le doy todo lo que esperaba de mí…

Dicho de otro modo, la pegaba más a menudo de lo que ella podía admitir.

– Quiero que vengas a vivir conmigo -dije.

– Lo peor que puede hacer una mujer es abandonar a su esposo -repuso-. Ya lo sabes.

En efecto, lo sabía. Era una ofensa por la que el esposo podía castigar a la mujer con la muerte.

– Además -continuó-, yo jamás abandonaría a mis hijos. Mi hijo necesita protección.

– ¿Y lo proteges con tu propio cuerpo? -pregunté.

¿Qué podía responder ella?

Ahora que tengo ochenta años, recuerdo aquello y comprendo que me mostré excesivamente impaciente con el desaliento de Flor de Nieve. En el pasado, cuando no estaba segura de cómo debía reaccionar ante la infelicidad de mi laotong, siempre la había animado a obedecer las reglas y las tradiciones del reino interior como forma de combatir las adversidades de su vida. Esa vez fui más allá e inicié una campaña para que controlara a su esposo gallo, creyendo que, como mujer nacida bajo el signo del caballo, ella podría utilizar su fuerza de voluntad para cambiar la situación. Flor de Nieve, que sólo tenía una hija inútil y un primogénito al que todos despreciaban, debía intentar volver a quedarse embarazada. Necesitaba rezar más, comer mejor y pedir tónicos al herborista para concebir otro hijo varón. Si ofrecía a su esposo lo que éste quería, él recordaría la valía de su esposa. Pero eso no era todo…

Cuando llegó la Fiesta de los Fantasmas, el decimoquinto día del séptimo mes, yo llevaba tiempo acribillando a preguntas a Flor de Nieve con la esperanza de animarla a mejorar su situación. ¿Por qué no trataba de llevar una vida mejor? ¿Por qué no hacía feliz a su esposo por los medios que ella sabía utilizar? ¿Por qué no se pellizcaba las mejillas para devolverles el color? ¿Por qué no comía más para tener más energía? ¿Por qué no iba a su casa y se inclinaba ante su suegra, le preparaba las comidas, cosía para ella, cantaba para ella y hacía lo que había que hacer para que una anciana fuera feliz en su vejez? ¿Por qué no se esforzaba más para que todo fuera mejor? Yo creía que le daba consejos prácticos, aunque no tenía sus problemas ni sus preocupaciones. Pero era la señora Lu y creía que tenía razón.

Cuando ya no se me ocurrían más cosas que Flor de Nieve podía hacer en su casa, la interrogaba acerca del tiempo que pasaba en la mía. ¿No se alegraba de estar conmigo? ¿No le gustaban las sedas que le regalaba? ¿No presentaba a su esposo los obsequios que le enviaba la familia Lu en señal de gratitud con suficiente deferencia para que él le estuviera agradecido? ¿No le gustaba que yo hubiera contratado a un maestro para que enseñara a leer y escribir a los niños de la edad de su hijo que vivían en Jintian? ¿No se daba cuenta de que haciendo laotong a nuestras hijas podíamos cambiar el destino de Luna de Primavera?

Si de verdad me quería, ¿por qué no hacía lo mismo que había hecho yo -envolverse en las convenciones que protegían a las mujeres- para mejorar su situación?

Ella nunca contestaba. Se limitaba a suspirar y asentir con la cabeza. Su reacción acentuaba aún más mi impaciencia. Yo remachaba mis razonamientos, hasta que ella se rendía y prometía poner en práctica mis instrucciones, pero no lo hacía, y la siguiente vez mi frustración era aún mayor. Yo no entendía cómo el audaz caballo de la infancia de Flor de Nieve había perdido su energía. Era lo bastante testaruda para creer que podía curar a un caballo que se había quedado cojo.


Mi vida cambió para siempre el decimoquinto día del octavo mes lunar del sexto año del reinado de Xianfeng. Había llegado la Fiesta del Otoño. Faltaban pocos días para que iniciáramos el vendado de nuestras hijas. Ese año, Flor de Nieve y sus hijos iban a visitarnos durante las fiestas, pero no fueron ellos quienes se presentaron ante mi puerta, sino Loto, una de las mujeres con las que habíamos convivido bajo el árbol en las montañas. La invité a tomar el té conmigo en la habitación de arriba.

– Gracias -dijo-, pero he venido a Tongkou para visitar a mi familia natal.

– Todas las familias agradecen la visita de una hija casada -repuse, como requería la tradición-. Estoy segura de que se alegrarán de verte.

– Y yo a ellos -afirmó Loto, al tiempo que metía la mano en la cesta de pastelillos de luna que llevaba colgada del brazo-. Nuestra amiga me ha pedido que te entregue una cosa.

Sacó un paquete largo y delgado, envuelto con un trozo de seda verde claro que yo había regalado poco tiempo atrás a Flor de Nieve. Loto me lo dio, me deseó buena suerte y se alejó contoneándose por el callejón hasta doblar la esquina.

Por la forma del paquete supe de inmediato qué era, pero no me explicaba por qué me había enviado el abanico en lugar de traérmelo personalmente. Me lo llevé arriba y esperé hasta que mis cuñadas salieron juntas a repartir pastelillos de luna entre nuestras vecinas. Les pedí que se llevaran a mi hija, que pronto no podría salir a corretear por ahí, y me senté en una silla junto a la celosía. Una débil luz se filtraba por ella y proyectaba un dibujo de hojas y enredaderas sobre mi mesa de trabajo. Me quedé largo rato contemplando el paquete; intuía que aquello no era un buen presagio. Al final abrí un extremo del envoltorio de seda verde y luego el otro, hasta que nuestro abanico quedó a la vista. Lo cogí y lo desplegué poco a poco. Junto a los caracteres que habíamos escrito con hollín la noche antes de nuestro descenso de las montañas, vi una nueva columna de caracteres.

«Tengo demasiados problemas», había escrito Flor de Nieve. Su caligrafía siempre había sido más pulcra que la mía; sus líneas como patas de mosquito eran tan finas y delicadas que los extremos se afilaban hasta desaparecer. «No puedo ser lo que tú deseas. Ya no tendrás que oír mis quejas. Tres hermanas de juramento han prometido amarme tal como soy. Escríbeme, no para consolarme como hasta ahora, sino para recordar los felices días de infancia que pasamos juntas.»

Nada más.

Sentí como si me hubieran traspasado con una espada. Mi estómago dio una sacudida y luego se contrajo hasta formar una dura pelota. ¿Amarla? ¿Cómo podía ser que estuviera hablando del amor de unas hermanas de juramento en nuestro abanico secreto? Releí las líneas, aturdida y confusa. «Tres hermanas de juramento han prometido amarme…» Flor de Nieve y yo éramos laotong y nuestra unión era lo bastante fuerte para superar grandes distancias y largas separaciones. Se suponía que el lazo que nos unía era más importante que el matrimonio con un hombre. Habíamos jurado ser sinceras y fieles hasta que la muerte nos separara. Que ella incumpliese sus promesas a cambio de una nueva relación con tres hermanas de juramento me dolía como ninguna otra cosa habría logrado hacerlo. No podía creer que estuviera insinuando que podíamos seguir siendo amigas y escribiéndonos. Para mí ese mensaje era diez mil veces más humillante que si mi esposo hubiera entrado en mi casa y hubiera anunciado que acababa de traer a su primera concubina. Además, yo había tenido la oportunidad de entrar a formar parte de una hermandad de mujeres casadas y había renunciado a ella. Mi suegra me había presionado mucho, pero yo había conspirado para mantener a Flor de Nieve en mi vida. Y de pronto me abandonaba. Por lo visto, aquella mujer por la que yo sentía verdadero amor, a la que valoraba y con la que me había comprometido de por vida, no me quería como yo a ella.

Cuando creía que mi desgracia no podía ser mayor, me di cuenta de que las tres hermanas de juramento de que hablaba Flor de Nieve tenían que ser las mujeres de su pueblo que habíamos conocido en las montañas. Recordé todo cuanto había sucedido el invierno anterior. ¿Se habían confabulado para robarme a mi laotong la primera noche, cuando se pusieron a cantar? ¿Se había sentido Flor de Nieve atraída por ellas, como un esposo por nuevas concubinas más jóvenes, más hermosas y más adorables que una esposa fiel? ¿Eran las camas de esas mujeres más cálidas, sus cuerpos más firmes, sus cuentos más originales? ¿Acaso ella contemplaba sus rostros y no veía en ellos expectativas ni responsabilidades?

Jamás había sentido un dolor parecido: intenso, desgarrador, insoportable, mucho peor que los dolores de parto. Entonces algo cambió dentro de mí. Empecé a reaccionar no como la niña pequeña que se había enamorado de Flor de Nieve, sino como la señora Lu, la mujer que creía que las reglas y convenciones podían proporcionar la paz mental. Me resultaba más fácil empezar a enumerar los defectos de Flor de Nieve que enfrentarme a las emociones que estaban surgiendo en mi interior.

El amor siempre me había hecho mostrarme indulgente con ella, pero cuando empecé a concentrarme en sus debilidades surgió toda una trama de engaños, falsedades y traiciones. Pensé en todas las veces que me había mentido: acerca de su familia, de su vida de casada, incluso de las palizas. No sólo no había sido una laotong fiel, sino que ni siquiera había sido una buena amiga. Una amiga habría sido sincera y franca conmigo. Por si fuera poco, dejé que se apoderaran de mí los recuerdos de las últimas semanas. Flor de Nieve se había aprovechado de mi dinero y de mi posición para conseguir ropa, alimentos y una mejor situación para su hija, al tiempo que rechazaba mi ayuda y mis consejos. Me sentí engañada y necia.

Entonces ocurrió algo muy extraño. Surgió en mi mente la imagen de mi madre. Recordé que de niña yo siempre había anhelado que me expresara su amor. Creía que si yo hacía todo cuanto ella me ordenaba durante el vendado de mis pies me ganaría su afecto. Creía que lo había logrado, pero ella no sentía nada por mí. Igual que Flor de Nieve, mi madre sólo había perseguido sus propios intereses. Mi primera reacción ante sus mentiras y falta de consideración hacia mí había sido la rabia, y nunca la había perdonado, pero con el tiempo me había alejado cada vez más de ella, hasta que dejó de tener poder emocional sobre mí. Si quería proteger mi corazón, tendría que hacer lo mismo con Flor de Nieve. No podía permitir que nadie sospechara que me moría de angustia porque ella ya no me amara. Además, tenía que ocultar mi ira y mi desasosiego porque ésas no eran emociones propias de una mujer de mi categoría.

Cerré el abanico y lo guardé. Flor de Nieve me había pedido que le contestara. Pasó una semana. No inicié el vendado de los pies de mi hija en la fecha que habíamos acordado. Pasó otra semana. Loto volvió a presentarse ante mi puerta, esta vez con una carta que Yonggang me llevó a la habitación de arriba. Desdoblé el papel y me quedé mirando los caracteres. Aquellos trazos siempre habían parecido caricias. Esa vez los leí como si fueran cuchilladas.

¿Por qué no me has escrito? ¿Estás enferma, o ha vuelto a sonreírte la buena suerte? Empecé a vendar los pies a mi hija el vigésimo cuarto día, el mismo día que empezaron a vendárnoslos a nosotras. ¿Empezaste tú también a vendar a tu hija ese día? Miro por mi celosía hacia la tuya. Mi corazón vuela hacia ti, cantando y deseándoles felicidad a nuestras hijas.

Leí la carta una vez y luego acerqué una esquina del papel a la llama de la lámpara de aceite. Observé cómo los bordes se enroscaban y cómo las palabras se convertían en humo. En los días siguientes, mientras el tiempo era cada vez más frío y empezaba con el vendado de mi hija, recibí otras cartas. También las quemé.

Yo tenía treinta y tres años. Podría considerarme afortunada si vivía otros siete. No soportaba la desagradable sensación que notaba en el estómago ni un minuto más, menos aún un año. Estaba muy atormentada, pero recurrí a la misma disciplina que me había ayudado a superar el vendado de los pies, la epidemia y el invierno en las montañas. Empecé a Arrancar la Enfermedad de mi Corazón. Cada vez que un recuerdo aparecía en mi mente, pintaba sobre él con tinta negra. Si mi mirada se detenía sobre algún recuerdo, lo apartaba de mi memoria cerrando los ojos. Si el recuerdo llegaba a mí en forma de aroma, acercaba la nariz a los pétalos de una flor, echaba más ajo de la cuenta en el wok o evocaba el olor a muerte que nos rodeaba en las montañas. Si el recuerdo me rozaba la piel -en forma de una caricia de mi hija, del aliento de mi esposo en mi oreja por la noche o del roce de la brisa en mis pechos cuando me bañaba-, me rascaba, me frotaba o me golpeaba para alejarlo de mí. Era implacable como el campesino después de la cosecha, que arranca cada resto de lo que la pasada temporada había sido su más preciado cultivo. Intentaba vaciar por completo mi mente, consciente de que ésa era la única forma de proteger mi herido corazón.

Como los recuerdos del amor de Flor de Nieve seguían atormentándome, construí una torre de flores como la que habíamos levantado para protegernos del fantasma de Luna Hermosa. Tenía que exorcizar a ese otro fantasma para impedir que entrara en mi mente y me atormentara con promesas rotas de amor verdadero. Vacié mis cestos, baúles, cajones y estantes y saqué todos los regalos que Flor de Nieve me había hecho a lo largo de los años. Busqué todas las cartas que me había escrito desde que nos conocíamos. Me costó trabajo buscarlo todo. No encontré nuestro abanico. Tampoco encontré… Bueno, digamos que faltaban muchas cosas. Puse todo lo que encontré en la torre de flores y a continuación redacté una carta:

Tú, que antes conocías mi corazón, ya no sabes nada de mí.

Quemo todas tus palabras y confío en que desaparezcan entre las nubes. Tú, que me traicionaste y me abandonaste, has salido para siempre de mi corazón. Por favor, déjame tranquila.

Doblé el papel y lo deslicé por la diminuta celosía de la habitación de arriba de la torre de flores. Entonces prendí fuego a la base, añadiendo aceite cuando era necesario para que ardieran todos los pañuelos, los tejidos y los bordados.

Sin embargo, Flor de Nieve seguía atormentándome. Cuando vendaba los pies a mi hija, era como si ella estuviera conmigo en la habitación, con una mano en mi hombro, susurrándome al oído: «Asegúrate de que no se forman pliegues en las vendas. Demuéstrale a tu hija tu amor maternal.» Yo cantaba para no oír sus palabras. Por la noche notaba a veces su mano sobre mi mejilla y no podía conciliar el sueño. Me quedaba despierta, furiosa conmigo misma y con ella, pensando: «Te odio, te odio, te odio. No cumpliste tu promesa de ser sincera. Me traicionaste.»

Hubo dos personas que pagaron las consecuencias de mi sufrimiento. Me avergüenza admitirlo, pero la primera fue mi hija. Y la segunda, lamento decirlo, fue la anciana señora Wang. Mi amor maternal era muy intenso y no podéis imaginar el cuidado que tenía cuando vendaba los pies a mi hija, recordando no sólo lo que le había pasado a Hermana Tercera, sino también las lecciones que me había inculcado mi suegra sobre cómo tenía que hacer ese trabajo para reducir el peligro de infecciones y deformidades que podían acarrear incluso la muerte. Sin embargo, también trasladé de mi cuerpo a los pies de mi hija el dolor que sentía por lo que me había hecho Flor de Nieve. ¿Acaso no eran mis lotos dorados el origen de todas mis penas y de todos mis logros?

Aunque mi hija tenía unos huesos blandos y un carácter dócil, lloraba desconsoladamente. Yo no soportaba oír sus sollozos, aunque no habíamos hecho más que empezar. Cogía mis sentimientos y los controlaba, y obligaba a mi hija a pasearse por la habitación de arriba; los días que tocaba cambiarle los vendajes, se los apretaba aún más y la atormentaba recitándole a gritos las palabras que mi madre me había dicho a mí: «Una verdadera dama debe eliminar la fealdad de su vida. La belleza sólo se consigue a través del dolor. La paz sólo se encuentra a través del sufrimiento. Yo te vendo los pies, pero tú tendrás tu recompensa.» Confiaba en que mediante mis actos yo también arañaría un poco de esa recompensa y encontraría la paz que mi madre me había prometido.

Fingiendo que quería lo mejor para Jade, hablaba con otras mujeres de Tongkou que también estaban vendando los pies a sus hijas. «Todas vivimos aquí -decía-. Todas somos de buenas familias. ¿No deberían nuestras hijas ser hermanas de juramento?»

Mi hija consiguió tener unos pies casi tan pequeños como los míos. Pero antes de que yo viera el resultado definitivo la señora Wang me visitó, el quinto mes del nuevo año lunar. Para mí, la casamentera no había cambiado. Siempre había sido una anciana, pero ese día la observé con ojo crítico. La señora Wang era entonces mucho más joven de lo que yo soy ahora; eso significa que cuando la conocí ella sólo tenía cuarenta años a lo sumo. Pero mi madre y la madre de Flor de Nieve habían muerto más o menos a esa edad y se consideraba que habían sido longevas. Al recordar aquella época pienso que la señora Wang, que era viuda, no quería morir ni irse a vivir con otro hombre. Decidió valerse por sí misma. No lo habría conseguido si no hubiera sido extremadamente hábil y astuta. Sin embargo, tenía que lidiar con su cuerpo. Daba a entender a la gente que era invulnerable cubriendo con polvos la belleza que podía quedar en su rostro y vistiéndose con ropa chabacana para desmarcarse de las mujeres casadas de nuestro condado. Ahora que contaba casi setenta años, ya no necesitaba esconderse detrás de los polvos ni de las ropas de seda llamativa. Era una anciana; todavía era astuta y hábil, pero tenía una debilidad que yo conocía muy bien: adoraba a su sobrina.

– Cuánto tiempo sin vernos, señora Lu -dijo, al tiempo que se sentaba en una silla de la sala principal. Como no le ofrecí té, miró alrededor con nerviosismo-. ¿Está tu esposo en la casa?

– El señor Lu vendrá más tarde, pero puedes empezar. Mi hija es demasiado joven para que vengas a negociar su unión matrimonial.

La señora Wang se dio una palmada en el muslo y soltó una carcajada. Como yo no me reí, se puso seria y dijo:

– Ya sabes que no he venido para eso. He venido a hablar de una unión de laotong. Estos asuntos atañen sólo a las mujeres.

Empecé a tamborilear con la uña del dedo índice en el reposabrazos de teca de mi silla. El sonido resultaba demasiado fuerte e inquietante incluso para mí, pero no dejé de hacerlo.

La casamentera metió una mano en la manga y sacó un abanico.

– He traído esto para tu hija. Me gustaría dárselo.

– Mi hija está arriba, pero el señor Lu no consideraría apropiado que se lo enseñases antes de que él lo haya examinado.

– Verás, señora Lu, esto contiene un mensaje escrito en nuestra escritura secreta -explicó la señora Wang.

– Entonces dámelo a mí -dije tendiendo la mano.

La anciana casamentera vio cómo me temblaba y vaciló.

– Flor de Nieve…

– ¡No! -exclamé con más brusquedad de la deseada, porque no soportaba oír el nombre de mi laotong. Me serené y añadí-: El abanico, por favor.

Me lo entregó de mala gana. Dentro de mi cabeza un ejército de pinceles mojados en tinta negra tachaba los pensamientos y los recuerdos que surgían a borbotones. Evoqué la dureza de los bronces del templo de los antepasados, la dureza del hielo en invierno y la dureza de los huesos resecos bajo un sol implacable para que me dieran fuerza. Abrí el abanico con un rápido movimiento.

«Me han dicho que en vuestra casa hay una niña de buen carácter y hábil en las tareas domésticas.» Era la misma frase que Flor de Nieve me había escrito años atrás. Levanté la cabeza y vi que la señora Wang me miraba de hito en hito aguardando mi reacción, pero mantuve las facciones plácidas como la superficie de un estanque en una noche sin brisa. «Nuestras dos familias plantan jardines. Se abren dos flores. Están a punto de encontrarse. Tú y yo nacimos en el mismo año. ¿No podemos ser almas gemelas? Juntas volaremos más alto que las nubes.»

Me parecía oír la voz de Flor de Nieve en cada uno de los caracteres, primorosamente trazados. Cerré el abanico con un golpe seco y se lo tendí a la casamentera, pero ella no lo cogió.

– Señora Wang, creo que ha habido un error. Los ocho caracteres de las dos niñas no encajan. Nacieron en días diferentes de meses diferentes. Además, sus pies no se parecían antes de que empezaran a vendárselos y dudo que se parezcan cuando termine el proceso de vendado. Además -añadí haciendo con la mano un amplio gesto que abarcaba toda la sala principal-, las circunstancias familiares tampoco se parecen. Eso salta a la vista.

Entornó los ojos.

– ¿Crees que no conozco la verdad? -me espetó-. Déjame decirte lo que sé. Has roto tu lazo sin dar ninguna explicación. Una mujer, tu laotong, llora desconcertada…

– ¿Desconcertada? ¿Sabes qué me hizo?

– Habla con ella. No desbarates el plan que idearon dos buenas madres. Hay dos niñas con un brillante futuro. Podrían ser tan felices como lo fueron sus madres.

Era impensable que yo aceptara el trato que me proponía la casamentera. La pena me había debilitado, y en el pasado yo había dejado en varias ocasiones que Flor de Nieve me engañara: que me distrajera, que influyera en mí, que me convenciera. Además, no podía arriesgarme a ver a Flor de Nieve con sus hermanas de juramento. Ya me atormentaba bastante imaginarlas susurrándose secretos al oído y haciéndose caricias.

– Señora Wang -dije-, jamás permitiría que mi hija cayera tan bajo como para unirse a la hija de un carnicero.

Fui intencionadamente desdeñosa, con la esperanza de que la casamentera abandonara el tema, pero fue como si no me hubiera oído, porque dijo:

– Os recuerdo juntas. Al cruzar un puente vuestra imagen se reflejaba en el agua que fluía abajo: la misma estatura, idénticos pies, el mismo valor. Prometisteis fidelidad. Prometisteis que nunca os alejaríais la una de la otra, que siempre estaríais juntas, que nunca os separaríais ni os distanciaríais…

Yo había cumplido todas mis promesas de buen grado, pero ¿qué había hecho Flor de Nieve?

– No sabes de qué hablas -repliqué-. El día que tu sobrina y yo firmamos el contrato, nos dijiste: «Nada de concubinas.» ¿No te acuerdas, anciana? Ahora ve y pregunta a tu sobrina qué ha hecho.

Le arrojé el abanico al regazo y miré hacia otro lado. Tenía el corazón tan frío como el agua del río que me refrescaba los pies cuando era niña. Notaba cómo la mirada de la anciana me atravesaba, me evaluaba, inquiría, indagaba, pero no quiso continuar. La oí levantarse con dificultad. Seguía mirándome, pero mi firmeza no flaqueó.

– Transmitiré tu mensaje -dijo por fin, y su voz traslucía bondad y una profunda comprensión que me inquietó-, pero quiero que sepas una cosa. Eres una mujer muy extraña. Me di cuenta hace mucho tiempo. En este condado todos envidian tu buena suerte. Todos te desean longevidad y prosperidad. Pero yo te veo romper dos corazones. Es muy triste. Te recuerdo cuando eras una cría. No tenías nada, sólo unos pies bonitos. Ahora hay abundancia en tu vida, señora Lu; abundancia de malicia, ingratitud y mala memoria.

Salió renqueando de la habitación. La oí subir al palanquín y ordenar a los porteadores que la llevaran a Jintian. No podía creer que le hubiera permitido decir las últimas palabras.


Pasó un año. Para la prima de Flor de Nieve, mi vecina, se acercaba el día de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Yo todavía estaba deshecha de dolor y notaba un martilleo continuo en la cabeza, como los latidos del corazón o el canto de una mujer. Flor de Nieve y yo habíamos planeado acudir juntas a la celebración, pero ignoraba si ahora ella querría asistir. Si iba, confiaba en que pudiéramos evitar una confrontación. No quería pelearme con ella como me había peleado con mi madre.

Llegó el décimo día del décimo mes, una fecha propicia para que la hija de los vecinos iniciara las celebraciones de su boda. Fui a su casa y me dirigí a la habitación de arriba. La novia era una muchacha pálida y hermosa. Sus hermanas de juramento estaban sentadas alrededor de ella. Vi a la señora Wang y, a su lado, a Flor de Nieve. Mi laotong iba limpia, con el cabello recogido, como correspondía a una mujer casada, y vestía uno de los trajes que yo le había regalado. Noté que se contraía ese punto sensible donde se juntaban mis costillas, sobre el estómago. Me pareció que la sangre no me llegaba a la cabeza y temí desmayarme. No sabía si podría aguantar toda la celebración con Flor de Nieve en la misma habitación y mantener mi dignidad de mujer. Miré rápidamente a las demás mujeres. Flor de Nieve no había llevado consigo a Sauce, Loto ni Flor de Ciruelo para que le hicieran compañía. Solté un bufido de alivio. Si alguna de ellas hubiera estado allí, yo habría salido corriendo.

Me senté enfrente de ella y de su tía. La celebración incluyó los cantos, las quejas, las historias y las bromas de rigor. Luego la madre de la novia pidió a Flor de Nieve que nos contara su vida desde que se había marchado de Tongkou.

– Hoy voy a cantar una Carta de Vituperio -anunció Flor de Nieve.

No era lo que yo esperaba. ¿Cómo se atrevía a expresar públicamente el resentimiento que sentía hacia mí, si la víctima era yo? En todo caso, yo debería haber preparado una canción de acusación y represalia.

– Cuando el faisán grazna, el sonido llega hasta muy lejos -empezó. Las mujeres se volvieron hacia ella al oír la tradicional introducción de esa clase de mensajes. Entonces Flor de Nieve comenzó a cantar con el mismo ritmo que llevaba meses martilleando en mi cabeza-. Durante cinco días quemé incienso y recé hasta reunir el valor suficiente para venir aquí. Durante tres días herví agua perfumada para lavarme la piel y la ropa, porque quería estar presentable ante mis viejas amigas. He puesto mi alma en mi canción. De niña yo era muy valorada como hija, pero todas las que estáis aquí sabéis cuan dura ha sido mi vida. Perdí mi casa natal. Perdí a mi familia natal. Las mujeres de mi familia han sido desafortunadas desde hace dos generaciones. Mi esposo no es bueno. Mi suegra es cruel. Me he quedado encinta siete veces, pero sólo tres de mis retoños respiraron el aire de este mundo. Sólo han sobrevivido un hijo y una hija. Es como si mi destino estuviera maldito. Debí de cometer muy malas obras en mi vida anterior. Se me considera menos que a los demás.

Compadecidas de ella, las hermanas de juramento de la novia lloraban, como se esperaba que hicieran. Sus madres escuchaban atentamente; lanzaban exclamaciones en las partes más tristes de la historia, meneaban la cabeza ante lo inevitable del destino de las mujeres y en todo momento admiraban el modo en que Flor de Nieve empleaba nuestro lenguaje para expresar su desdicha.

– Sólo había un motivo de felicidad en mi vida: mi laotong -prosiguió-. Cuando redactamos nuestro contrato, juramos que nunca habría una palabra cruel entre nosotras, y durante veintisiete años cumplimos nuestra promesa. Éramos sinceras. Éramos como dos largas enredaderas, que intentan alcanzarse y permanecen eternamente entrelazadas. Sin embargo, cuando yo hablaba de mi tristeza a mi laotong, ella no tenia paciencia. Al ver que yo era pobre de espíritu me recordaba que los hombres cultivan los campos y las mujeres tejen, y que con laboriosidad no puede haber hambre, creyendo que yo podría cambiar mi destino. Pero ¿cómo puede haber un mundo sin pobres y desventurados?

Vi cómo las demás mujeres lloraban por ella. Yo estaba estupefacta.

– ¿Por qué te has alejado de mí? -cantó con voz fuerte y hermosa-. Tú y yo somos laotong, y nuestras almas estaban juntas, aunque físicamente estuviéramos separadas. -De pronto cambió de tema-. ¿Y por qué has hecho daño a mi hija? Luna de Primavera es demasiado joven para entenderlo y tú ni siquiera te has molestado en explicárselo. No pensaba que tuvieras un corazón tan malvado. Te ruego que recuerdes que hubo un tiempo en que nuestros buenos sentimientos eran tan profundos como el mar. No hagas sufrir a una tercera generación de mujeres.

Cuando cantó esa última frase, cambió el ambiente en la estancia, mientras las otras mujeres trataban de asimilar aquella injusticia. La vida ya era bastante difícil para las niñas en general sin que yo se la hiciera aún más difícil a alguien mucho más débil que yo.

Me erguí en el asiento. Era la señora Lu, la mujer más respetada del condado, y debería haber estado por encima de aquellas acusaciones. Pero oía esa música interior que había estado martilleando mi cabeza y mi corazón durante meses.

– Cuando el faisán grazna, el sonido llega hasta muy lejos -dije, y una Carta de Vituperio empezó a formarse en mi mente. Quería ser razonable, de modo que abordé la última acusación de Flor de Nieve, que era también la más injusta. Miré una a una a las mujeres y canté-: Nuestras dos hijas no pueden ser laotong. No tienen nada en común. Vuestra antigua vecina quiere algo para su hija, pero yo no pienso romper el tabú. Cuando me negué, hice lo que habría hecho cualquier madre.

»Todas las que estamos en esta habitación hemos pasado apuros. Cuando somos niñas, nos crían como si fuéramos ramas inútiles. Aunque amemos a nuestra familia, no estamos con ella mucho tiempo. Nos casamos y nos vamos a vivir a pueblos que no conocemos, con familias a las que no conocemos, con hombres que no conocemos. Trabajamos sin descanso y, si protestamos, perdemos el poco respeto que sienten por nosotras nuestros suegros. Parimos hijos; a veces nuestros hijos mueren, y a veces morimos nosotras. Cuando nuestro esposo se cansa de nosotras, busca concubinas. Todas nos hemos enfrentado a la adversidad: cosechas que no llegan, inviernos demasiado fríos, épocas de siembra sin lluvias. Nada de eso es especial, pero esta mujer espera recibir una atención especial.

Me volví hacia Flor de Nieve. Las lagrimas se agolpaban en mis ojos mientras le cantaba, y me arrepentí de mis palabras en cuanto éstas salieron de mis labios:

– Tú y yo éramos como dos patos mandarines. Yo siempre he sido sincera y por ti no he tenido hermanas de juramento. Una niña envía un abanico a otra niña, pero no los va repartiendo por ahí. Un caballo no tiene dos sillas de montar; una buena mujer no es infiel a su laotong. Quizá tu perfidia es la causa de que tu esposo, tu suegra, tus hijos y también la traicionada alma gemela que tienes ante ti no te cuiden como deberían. Nos avergüenzas a todos con tus fantasías infantiles. Si mi esposo trajera una concubina a mi casa hoy, yo me vería apartada de mi cama, descuidada, y dejaría de recibir sus atenciones. Yo, como todas las mujeres que estamos aquí, tendría que aceptarlo. Pero lo que has hecho tú…

Se me hizo un nudo en la garganta y las lágrimas que había estado conteniendo se desbordaron. Creí que no podría continuar. Me distancié de mi propio dolor e intenté expresarlo de un modo que todas las mujeres que estaban allí pudieran entender.

– Podemos esperar que nuestros esposos nos rechacen, porque ellos tienen ese derecho y nosotras sólo somos mujeres; pero que nos rechace otra mujer, que por el simple hecho de serlo ha soportado mucha crueldad, es inconcebible.

A continuación recordé a mis vecinas mi estatus, el hecho de que mi esposo había llevado sal al pueblo y cómo había procurado que durante la rebelión todos los habitantes de Tongkou fueran llevados a un lugar seguro.

– Mi puerta está limpia -declaré acto seguido, y luego me volví hacia Flor de Nieve-. ¿Y la tuya?

Entonces toda la rabia que tenía acumulada salió a la superficie y ninguna de las presentes me impidió expresarla. Las palabras que empleé procedían de un lugar tan oscuro y amargo que sentía como si me hubieran abierto con un cuchillo. Yo lo sabía todo de Flor de Nieve y lo utilicé contra ella con el pretexto de la corrección social y el poder que me confería ser la señora Lu. La humillé delante de las demás revelando todas sus debilidades. No me callé nada, porque había perdido el control. De forma espontánea surgió en mi mente el lejano recuerdo de la pierna de mi hermana pequeña agitándose y de sus vendajes, sueltos, desenroscándose alrededor de ella. Con cada invectiva que lanzaba, era como si mis propios vendajes se hubieran soltado y por fin fuera libre para decir lo que pensaba. Tardé muchos años en darme cuenta de que mis percepciones eran erróneas. Los vendajes no ondeaban en el aire y azotaban a mi laotong, sino que se enroscaban alrededor de mí y me estrechaban cada vez más para que expulsara el amor verdadero que había ansiado toda mi vida.

– Esta mujer que antes era vuestra vecina hizo su ajuar con el ajuar de su madre, y cuando la pobre mujer se quedó en la calle no tenía colchas ni ropa para calentarse -proclamé-. Esta mujer que antes era vuestra vecina no limpia su casa. Su esposo tiene un oficio impuro, mata cerdos en una plataforma delante de la puerta de su casa. Esta mujer que antes era vuestra vecina tenía un gran talento, pero lo ocultaba y se negaba a enseñar nuestra escritura secreta a las mujeres del hogar de su esposo. Esta mujer que antes era vuestra vecina mintió cuando era una niña en sus años de hija, mintió cuando era una joven en sus años de cabello recogido y sigue mintiendo ahora, que es una esposa y una madre en sus años de arroz y sal. No sólo os ha mentido a todas vosotras, sino que también ha mentido a su laotong. -Hice una pausa para escudriñar el rostro de las presentes-. ¿Queréis saber a qué se dedica? ¡Os lo diré! ¡A satisfacer su lujuria! Los animales se ponen en celo cuando es la estación, pero esta mujer está siempre en celo. Cuando está en celo, toda la casa guarda silencio. Cuando huimos de los rebeldes y nos refugiamos en las montañas -añadí inclinándome hacia las otras mujeres, que se acercaron a mí-, prefería tener trato camal con su esposo a estar conmigo, su laotong. Dice que debe de haber realizado malas obras en su vida anterior, pero yo, la señora Lu, os digo que son las malas obras que ha realizado en esta vida las que determinan su destino.

Flor de Nieve estaba sentada enfrente de mí, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero yo estaba tan dolida y desconcertada que sólo podía expresar mi rabia.

– Cuando éramos niñas, redactamos un contrato -concluí-. Hiciste una promesa y la rompiste.

Ella respiró hondo, temblorosa.

– Una vez me pediste que siempre te dijera la verdad, pero cuando te la digo me interpretas mal o no te gusta lo que oyes. En mi pueblo he encontrado mujeres que no me miran con desprecio. No me critican. No esperan que sea diferente.

Cada una de las palabras que pronunciaba reforzaba todas mis sospechas.

– No me humillan delante de los demás -prosiguió-. He bordado con ellas y nos consolamos unas a otras cuando tenemos problemas. No se avergüenzan de mí. Me visitan cuando no me encuentro bien… Estoy sola y triste. Necesito la compañía de mujeres que me consuelen todos los días, no sólo cuando a ti te convenga. Necesito la compañía de mujeres que me acepten tal como soy, no como ellas me recuerdan o como querrían que fuera. Me siento como un pájaro que vuela en solitario. No encuentro a mi pareja…

Sus tiernas palabras y amables excusas eran precisamente lo que yo temía. Cerré los ojos e intenté controlar mis sentimientos. Para protegerme tenía que aferrarme a su ofensa, como había hecho con mi madre. Cuando abrí los ojos, ella se había puesto en pie y caminaba oscilando delicadamente hacia la escalera. Al ver que la señora Wang no la seguía sentí una punzada de lástima. Ni siquiera su propia tía, la única de nosotras que se había ganado el sustento y había sobrevivido gracias a su ingenio, estaba dispuesta a ofrecerle consuelo.

Mientras Flor de Nieve desaparecía paso a paso por la escalera, me prometí que nunca volvería a verla.


Cuando recuerdo aquel día, sé que incumplí gravemente mis obligaciones. Lo que Flor de Nieve me había hecho era imperdonable, pero lo que dije yo fue despreciable. Dejé que mi rabia, mi dolor y mi deseo de venganza guiaran mis actos. Paradójicamente, las mismas cosas que me habían avergonzado, y que más adelante tanto lamenté, me ayudaron a convertirme en la señora Lu. Mis vecinas habían sido testigos de mi valentía cuando mi esposo se marchó a Guilin. Sabían que me había ocupado de mi suegra durante la epidemia y que había expresado adecuadamente mi amor filial en los funerales de mis suegros. Cuando regresé de las montañas, ellas me habían visto contratar a maestros y enviarlos a otros pueblos cercanos, participar en las ceremonias de casi todas las familias de Tongkou y, en general, desenvolverme bien como la esposa del jefe del pueblo. Pero aquel día me gané definitivamente el respeto de mis vecinas haciendo lo que se suponía que toda mujer debía hacer por nuestro condado. Una mujer ha de dar ejemplo de decoro y sensatez en el reino interior. Si lo consigue, su conducta pasa de una puerta a otra, no sólo haciendo que las mujeres y los niños se comporten como es debido, sino inspirando también a nuestros hombres a convertir el reino exterior en un lugar seguro y firme para que el emperador vea paz cuando contempla su territorio desde el trono. Yo hice todo eso en público mostrando a mis vecinas que Flor de Nieve era una mujer vil, que no debía formar parte de nuestras vidas. Reafirmé mi poder al tiempo que con él destruía a mi laotong.

Mi Carta de Vituperio se hizo famosa. Las mujeres la escribían en pañuelos y abanicos. Se la enseñaban a las niñas y la cantaban durante el mes de las celebraciones de boda para prevenir a las novias de los riesgos que entraña la vida. De ese modo la desgracia de Flor de Nieve se extendió por todo el condado. En cuanto a mí, todo lo que había sucedido me paralizó. ¿Qué sentido tenía ser la señora Lu, si no había amor en mi vida?

Hacia las nubes

Pasaron ocho años. En ese tiempo murió el emperador Xianfeng, el emperador Tongzhi subió al poder y la rebelión de los taiping terminó en una provincia remota. Mi primer hijo se casó; su esposa quedó embarazada y vino a vivir a nuestra casa poco antes de dar a luz un varón, el primero de mis preciosos nietos. Mi hijo aprobó además sus exámenes de funcionario shengyuan del distrito. A continuación se puso a estudiar para ser funcionario xiucai de la provincia. No podía dedicar mucho tiempo a su esposa, pero creo que ella se sentía a gusto en nuestra habitación de arriba. Era una joven refinada y hábil en las tareas domésticas, y yo le tenía un profundo cariño. En sus años de cabello recogido, cuando contaba dieciséis, mi hija se comprometió con el hijo de un comerciante de arroz de la lejana Guilin. Quizá nunca volvería a ver a Jade, pero esa alianza consolidaría nuestros lazos con el negocio de la sal. La familia Lu era adinerada, respetada y afortunada. Yo tenía cuarenta y dos años y había hecho todo lo posible para olvidar a Flor de Nieve.

Un día, a finales del otoño del cuarto año del reinado del emperador Tongzhi, Yonggang entró en la habitación de arriba y me susurró al oído que había venido alguien que quería verme. Le pedí que hiciera subir al visitante, pero Yonggang miró a mi nuera y a mi hija, que estaban conmigo bordando, y negó con la cabeza. Ese gesto era una impertinencia por su parte, o algo más grave. Me dirigí al piso de abajo sin decir nada. Cuando entré en la sala principal, una muchacha vestida con harapos se arrodilló y tocó el suelo con la frente. Solían acudir mendigos a mi puerta, porque yo tenía fama de ser una persona generosa.

– Sólo tú puedes ayudarme, señora Lu -imploró la muchacha, mientras se arrastraba hacia mí hasta posar la frente sobre mis lotos dorados.

Me agaché y le toqué un hombro.

– Dame tu cuenco y te lo llenaré -dije.

– No tengo cuenco de mendiga y no necesito comida.

– Entonces, ¿para qué has venido?

La muchacha rompió a llorar. Le pedí que se levantara y, al ver que no obedecía, le di unas palmaditas en el hombro. Yonggang estaba a mi lado, con la vista clavada en el suelo.

– ¡Levántate! -ordené a la muchacha.

Ella alzó la cabeza y me miró. La habría reconocido en cualquier parte. La hija de Flor de Nieve era la viva imagen de ésta cuando tenía esa edad. Su cabello se resistía a la sujeción de las horquillas y unos mechones sueltos le caían sobre la cara, pálida y tersa como la luna de primavera a la que hacía referencia su nombre. A través de la neblina de la memoria vi a Luna de Primavera cuando sólo era un bebé, y luego durante aquellos días y noches terribles de nuestro invierno en las montañas. Aquella preciosa criatura habría podido ser la laotong de mi hija. Y allí estaba, posando la frente sobre mis pies, suplicándome ayuda.

– Mi madre está muy enferma. No sobrevivirá al invierno. Ya no podemos hacer nada por ella, salvo aliviar su agitado espíritu. Ven a verla, por favor. No para de llamarte. Sólo tú puedes confortarla.

Cinco años atrás, la intensidad de mi dolor habría sido tan grande que habría echado a la joven de mi casa, pero era la esposa del hombre más importante de Tongkou y había aprendido cuáles eran mis deberes. Nunca podría perdonar a Flor de Nieve por toda la tristeza que me había causado, pero la posición que tenía en el condado me obligaba a mostrar mi cara de dama elegante. Dije a Luna de Primavera que se marchara a su casa y le prometí que yo no tardaría en llegar; entonces dispuse que un palanquín me llevara a Jintian. Mientras viajaba hacia allí, me preparé para volver a ver a Flor de Nieve y al carnicero, a su hijo, que ya debía de haberse casado, y, por supuesto, a las hermanas de juramento.

El palanquín me dejó ante la puerta del hogar de Flor de Nieve. Todo estaba tal como yo lo recordaba. Había un montón de leña junto a la fachada de la casa. La plataforma con el wok empotrado estaba preparada para nuevos sacrificios. Vacilé un momento mientras contemplaba todo aquello. La silueta del carnicero se dibujaba en el oscuro umbral, y entonces apareció ante mí: más viejo, más enjuto, pero inconfundible pese al paso de los años.

– No soporto verla sufrir. -Ésas fueron las primeras palabras que me dijo tras ocho años. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano-. Me dio un hijo, que me ha ayudado a hacer mejor mi trabajo. Me dio una buena hija. Embelleció mi casa. Se ocupó de mi madre hasta su muerte. Hizo todo cuanto debe hacer una esposa, pero yo fui cruel con ella, señora Lu. Ahora me doy cuenta. -Entonces pasó a mi lado y añadió-: Está mejor acompañada de mujeres. -Lo vi caminar hacia los campos, el único lugar donde un hombre puede estar solo con sus emociones.

Incluso ahora, al cabo de tantos años, me cuesta recordar aquel momento. Creía que había borrado a Flor de Nieve de mi memoria y que la había arrancado de mi corazón. Estaba convencida de que jamás la perdonaría por amar a sus hermanas de juramento más que a mí, pero tan pronto la vi en su cama todos esos pensamientos y esas emociones desaparecieron. El tiempo -la vida- la había maltratado. Me quedé allí plantada; yo había envejecido, por supuesto, pero mi piel conservaba su tersura gracias a las cremas, los polvos y la escasa exposición al sol, mientras mi ropa indicaba a todo el condado qué clase de persona era. Flor de Nieve yacía en la cama y parecía una vieja bruja envuelta en harapos. Yo había reconocido de inmediato a su hija, pero a ella no la habría reconocido.

Sí, allí estaban las otras mujeres: Loto, Sauce y Flor de Ciruelo. Como yo había sospechado durante aquellos años, las hermanas de juramento de Flor de Nieve eran las mujeres que habían convivido con nosotras bajo el árbol en las montañas. No nos saludamos.

Cuando me acerqué a la cama, Luna de Primavera se levantó y se hizo a un lado. Flor de Nieve tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida. Miré a su hija sin saber qué hacer. La joven me hizo una señal con la cabeza y cogí una mano de su madre; la noté fría. Ella se movió, pero no abrió los ojos, y entonces se humedeció los labios, que tenía agrietados.

– Noto… -Meneó la cabeza como si intentara alejar de su mente un pensamiento.

Pronuncié su nombre en voz baja y le apreté ligeramente los dedos.

Mi laotong abrió los ojos y parpadeó, sin acabar de creer que yo estuviera allí.

– He notado tu caricia -murmuró por fin-. Sabía que eras tú. -Su voz era débil, pero, cuando habló, todos los años de dolor y horror desaparecieron. Tras los estragos de la enfermedad vi y oí a la niña que un día me había invitado a ser su laotong.

– Te he oído llamarme -mentí- y he venido tan rápido como he podido.

– Estaba esperándote.

En su rostro apareció una mueca de dolor. Con la otra mano se apretó el estómago, al tiempo que doblaba las piernas. Su hija, sin decir nada, mojó un paño en un cuenco de agua, lo escurrió y me lo dio. Yo lo cogí y enjugué el sudor que había humedecido la frente de Flor de Nieve durante el espasmo.

– Lamento lo que ocurrió -dijo ella conteniendo su dolor-, pero debes saber que nunca he dejado de quererte.

Mientras yo aceptaba sus disculpas, la sacudió otro espasmo, peor que el primero. Mi laotong volvió a apretar los párpados y se quedó callada. Mojé el paño y se lo puse en la frente; luego volví a cogerle la mano y permanecí sentada a su lado hasta que se puso el sol. Para entonces las otras mujeres ya se habían marchado y Luna de Primavera había bajado a preparar la cena. A solas con Flor de Nieve, retiré la colcha. La enfermedad se había comido la carne que rodeaba sus huesos y había alimentado un tumor que había crecido hasta alcanzar el tamaño de un bebé dentro de su vientre.

Ni siquiera ahora soy capaz de explicar mis emociones. Durante mucho tiempo me había sentido dolida y furiosa. Estaba segura de que nunca perdonaría a Flor de Nieve, pero, en lugar de aferrarse a esa certeza, mi mente comprendió que el vientre de mi laotong había vuelto a traicionarla y que el tumor que tenía dentro debía de llevar varios años formándose. Yo tenía un deber que cumplir…

¡No! No es eso. Yo había sufrido durante todos esos años porque todavía la quería. Ella era la única que había descubierto mis debilidades y me había amado a pesar de ellas. Y yo había seguido amándola incluso cuando más la odiaba.

Volví a arroparla con la colcha y empecé a pensar. Tenía que buscar a un buen médico. Flor de Nieve debía comer, y necesitábamos un adivino. Yo quería que ella luchara como yo habría luchado. Veréis, todavía no entendía que no se pueden controlar las manifestaciones del amor ni cambiar el destino de otra persona.

Me llevé su fría mano a los labios y luego fui al piso de abajo. El carnicero estaba sentado a la mesa. El hijo de Flor de Nieve, ya un hombre hecho y derecho, estaba sentado al lado de su hermana. Los dos me miraron con expresiones heredadas de su madre: orgullo, resistencia, resignación, súplica.

– Me marcho a mi casa -anuncié. El hijo de Flor de Nieve compuso una mueca de decepción, de modo que alcé una mano y aclaré-: Volveré mañana. Por favor, preparadme un sitio para dormir. No me iré de esta casa hasta que… -No pude terminar la frase.

Creí que cuando me instalara allí ganaríamos aquella batalla, pero Flor de Nieve sólo aguantó dos semanas. Dos semanas de mis ochenta años de vida para mostrar a mi alma gemela todo el amor que sentía por ella. No salí ni una sola vez de su habitación. Su hija me traía todo lo que entraba en mi cuerpo y se llevaba todo lo que salía de él. Yo lavaba a Flor de Nieve todos los días y luego me lavaba con esa misma agua. Años atrás, el hecho de que ella compartiera un cuenco de agua conmigo me había demostrado que me amaba. Confiaba en que ahora viera lo que yo hacía, recordara el pasado y supiera que nada había cambiado.

Por la noche, cuando los otros se retiraban, me levantaba del jergón que la familia me había preparado y me metía en su cama. La abrazaba e intentaba dar calor a su marchito cuerpo y aliviar el tormento que lo sacudía y la hacía gemir incluso mientras dormía. Todas las noches me quedaba dormida deseando que mis manos fueran esponjas que pudieran absorber el tumor que crecía dentro del vientre de mi laotong. Todas las mañanas, al despertar, la encontraba mirándome fijamente con sus hundidos ojos, la palma de su mano sobre mi mejilla.

El médico de Jintian llevaba años atendiéndola, pero decidí mandar a buscar al mío. El hombre miró a mi laotong y meneó la cabeza.

– Esta mujer no tiene cura, señora Lu -afirmó-. Lo único que puedes hacer es esperar a que llegue la muerte. Ya se aprecia en el tono morado de la piel por encima de los vendajes. Primero, los tobillos; luego las piernas, que se hincharán y adquirirán un color morado a medida que su fuerza vital se debilite. Sospecho que pronto cambiará su respiración. Reconocerás las señales. Una inhalación, una exhalación, y luego nada. Cuando creas que ya no va a volver a respirar, inhalará de nuevo. No llores, señora Lu. Entonces el fin estará muy cerca, y ella ni siquiera será consciente de su dolor.

El médico dejó unos paquetes de hierbas para que preparáramos una infusión medicinal; le pagué y juré que no volvería a solicitar sus servicios. Cuando se hubo marchado, Loto, la mayor de las hermanas de juramento, intentó consolarme.

– El esposo de Flor de Nieve ha hecho venir a muchos médicos, pero ninguno podría hacer nada por ella.

El viejo resentimiento amenazó con surgir de nuevo en mí, pero vi compasión en el rostro de Loto, no sólo por Flor de Nieve, sino también por mí.

Recordé que el amargo era el más yin de todos los sabores. Causaba contracciones, reducía la fiebre y calmaba el corazón y el espíritu. Convencida de que el melón amargo detendría el avance de la enfermedad, pedí a sus hermanas de juramento que me ayudaran a preparar melón amargo salteado con puré de judías negras y sopa de melón amargo. Las tres mujeres me obedecieron. Me senté en la cama de Flor de Nieve y se lo di a pequeñas cucharadas. Al principio ella comía sin protestar. Después cerró la boca y desvió la mirada, como si yo no estuviera allí con ella.

La hermana de juramento mediana me llevó aparte. En el rellano de la escalera, Sauce cogió el cuenco que yo tenía en las manos y susurró:

– Es demasiado tarde para esto. No quiere comer. Debes dejarla marchar. -Sauce me acarició la mejilla con ternura. Más tarde, ese mismo día, fue ella quien limpió el vómito de melón amargo de Flor de Nieve.

Mi siguiente y último plan era consultar al adivino. Entró en la habitación y anunció:

– Un fantasma se ha pegado al cuerpo de tu amiga. No te preocupes. Juntos lo expulsaremos de esta habitación y ella se curará. Flor de Nieve -dijo inclinándose sobre la cama-, te he traído unas palabras para que las recites. -A continuación nos ordenó a las demás-: Arrodillaos y rezad.

Luna de Primavera, la señora Wang (sí, la anciana casamentera también estuvo allí la mayor parte del tiempo), las tres hermanas de juramento y yo nos postramos alrededor de la cama y comenzamos a rezar y a cantar a la Diosa de la Compasión, mientras Flor de Nieve repetía las oraciones con un hilo de voz. Cuando el adivino nos vio enfrascadas en nuestra tarea, sacó un pedazo de papel de su bolsillo, escribió unos conjuros en él, le prendió fuego y recorrió varias veces la habitación intentando ahuyentar al fantasma hambriento. Por último cortó el humo con una espada, zas, zas, zas.

– ¡Fuera, fantasma! ¡Fuera, fantasma! ¡Fuera, fantasma!

Pero no sirvió de nada. Pagué al adivino y desde la celosía de Flor de Nieve lo vi subir a su carro tirado por un poni y alejarse por el camino. Juré que a partir de entonces sólo recurriría a los adivinos para buscar fechas propicias.

Flor de Ciruelo, la menor de las hermanas de juramento, vino a mi lado y dijo:

– Flor de Nieve hace todo lo que le pides. Espero que te des cuenta, señora Lu, de que sólo lo hace por ti. Este tormento dura ya demasiado tiempo. Si ella fuera un perro, ¿la obligarías a seguir sufriendo?

Existen muchas clases de dolor: la agonía física que soportaba Flor de Nieve, la pena que me invadía al ver su sufrimiento y pensar que ni yo misma podría aguantar un momento más, el arrepentimiento que sentía por lo que le había dicho ocho años atrás (¿y para qué? ¿Para que me respetaran las mujeres de mi pueblo? ¿Para herir a Flor de Nieve como ella me había herido? ¿O había sido una cuestión de orgullo, pues no quería que ella estuviera con nadie si no estaba conmigo?). Me había equivocado en todo, incluso en lo último, pues durante aquellos largos días vi el consuelo que las otras mujeres proporcionaban a mi laotong. No habían venido a verla sólo en sus últimos momentos, como había hecho yo, sino que llevaban años pendientes de ella. Su generosidad -en forma de pequeñas bolsas de arroz, hortalizas cortadas y leña- la había mantenido viva. Mientras yo estuve allí, acudieron todos los días, sin importarles dejar sus propios hogares desatendidos. No se inmiscuían en la especial relación que teníamos nosotras dos y se movían con discreción, como espíritus benignos, sin que apenas se notara su presencia; rezaban y seguían encendiendo fuegos para ahuyentar a los fantasmas que acechaban a Flor de Nieve, pero siempre nos dejaban tranquilas.

Supongo que dormía, pero no lo recuerdo. Cuando no estaba cuidándola, le preparaba zapatos para el funeral. Elegía colores que sabía que le gustaban. Enhebraba la aguja y bordaba en un zapato una flor de loto, que simbolizaba la continuidad, y una escalera, que simbolizaba el ascenso, para expresar la idea de que Flor de Nieve iniciaba un ascenso continuo hacia el cielo. En otro par bordé pequeños ciervos y murciélagos de curvas alas, símbolos de longevidad -los mismos que aparecen en las prendas nupciales y se cuelgan en las fiestas de cumpleaños-, para que Flor de Nieve supiera que, incluso después de su muerte, su sangre se perpetuaría en sus hijos.

Flor de Nieve empeoró. La primera vez que le había lavado los pies y se los había vuelto a vendar, vi que tenía los dedos de un color morado oscuro. Tal como había vaticinado el médico, ese color, que anunciaba la muerte, fue ascendiendo por sus pantorrillas. Intenté que Flor de Nieve combatiera la enfermedad. Los primeros días le suplicaba que recurriera a su carácter de caballo para ahuyentar a coces a los fantasmas que venían a reclamarla, pero acabé comprendiendo que lo único que se podía hacer era facilitarle el viaje al más allá.

Yonggang venía todas las mañanas y me traía huevos frescos, ropa limpia y mensajes de mi esposo. Había sido una criada fiel y obediente durante muchos años, pero entonces descubrí que en una ocasión había traicionado mi confianza, y le estaré eternamente agradecida por ello. Tres días antes de la muerte de Flor de Nieve, llegó una mañana, se arrodilló ante mí y dejó un cesto a mis pies.

– Señora, hace muchos años te vi -dijo con la voz quebrada por el miedo-. Sabía que no querías hacer lo que estabas haciendo.

No entendí de qué me hablaba ni por qué elegía ese momento para confesar su falta. Entonces retiró el paño que cubría el cesto, metió una mano en él y empezó a sacar cartas, pañuelos, bordados y nuestro abanico secreto. Yo había buscado esas cosas cuando quise quemar todo recuerdo de nuestro pasado, pero mi criada se había arriesgado a que la echaran de casa para salvarlas durante aquellos días en que yo intentaba por todos los medios Arrancar la Enfermedad de mi Corazón y las había guardado todos esos años.

Al verlo, Luna de Primavera y las hermanas de juramento empezaron a corretear por la habitación revolviendo en el cesto de los bordados de Flor de Nieve y en los cajones, y mirando debajo de la cama en busca de escondites. Pronto tuve ante mí todas las cartas que había escrito a Flor de Nieve y todas las labores que había hecho para ella. Al final todo, excepto lo que yo ya había destruido, se acumuló allí.

Dediqué los últimos días a realizar con ella un viaje a lo largo de toda nuestra vida juntas. Ambas habíamos memorizado muchos textos y podíamos recitar pasajes enteros, pero ella se debilitaba rápidamente y pasó el resto del tiempo escuchándome, cogida a mi mano.

Por la noche, juntas en la cama bajo la celosía, bañadas por la luz de la luna, nos transportábamos a nuestros años de cabello recogido. Yo le escribía caracteres de nu shu en la palma de la mano. «La luz de la luna ilumina mi cama…»

– ¿Qué he escrito? -preguntaba-. Dime los caracteres.

– No lo sé -susurraba ella.

Así pues, yo recitaba el poema y veía cómo las lágrimas escapaban por las comisuras de los ojos de mi laotong, corrían por sus sienes y se perdían en sus orejas.

Durante la última conversación que mantuvimos, me preguntó:

– ¿Puedes hacerme un favor?

– Claro que sí. Haré lo que quieras -contesté.

– Por favor, sé la tía de mis hijos.

Prometí que lo sería.

No había nada que aliviara su sufrimiento. En las últimas horas le leí nuestro contrato y le recordé que habíamos ido al templo de Gupo y comprado papel rojo, que nos habíamos sentado juntas y habíamos redactado el texto. Volví a leerle las palabras que nos habíamos enviado en nuestras misivas. Le leí partes felices de nuestro abanico. Le tarareé viejas melodías de la infancia. Le dije cuánto la quería y que deseaba que estuviera esperándome en el más allá. Le hablé hasta que llegó al borde del cielo, resistiéndome a que se marchara y al mismo tiempo ansiando soltarla para que volara hacia las nubes.

Su piel pasó del blanco fantasmal al dorado. Toda una vida de preocupaciones se borró de su cara. Las hermanas de juramento, Luna de Primavera, la señora Wang y yo escuchamos atentamente el ritmo de su respiración: una inhalación, una exhalación y luego nada. Pasaron unos segundos; otra inhalación, otra exhalación y luego nada. De nuevo unos segundos torturadores, después una inhalación, una exhalación y luego nada. Yo tenía una mano sobre su mejilla, igual que ella solía posar su mano en la mía, para que supiera que su laotong estaría a su lado hasta la última inhalación, la última exhalación y luego nada de verdad.


Lo que sucedió me recordaba a la fábula que mi tía solía cantar acerca de la muchacha que tenía tres hermanos. Ahora comprendo que nos enseñaban esas canciones y esos cuentos no sólo para que aprendiéramos cómo debíamos comportarnos, sino también porque íbamos a vivir versiones parecidas de esas historias una y otra vez a lo largo de la vida.

Bajamos a Flor de Nieve a la sala principal. La lavé y le puse las prendas de la eternidad; estaban desteñidas y deshilachadas, pero conservaban bordados que yo recordaba de nuestra infancia. La mayor de las hermanas de juramento la peinó. La mediana le empolvó la cara y le pintó los labios. La menor le adornó el cabello con flores. Colocamos el cadáver en un ataúd. Una pequeña banda vino a tocar música fúnebre, mientras nosotras nos sentamos alrededor de la difunta en la sala principal. La mayor de las hermanas de juramento tenía dinero y compró incienso para quemar. La mediana tenía dinero y compró papel para quemar. La menor no tenía dinero para comprar incienso ni papel, pero lloró como debe llorar una mujer en una ocasión así.


Al cabo de tres días el carnicero, su hijo y los esposos e hijos de las hermanas de juramento llevaron el ataúd a la tumba. Andaban muy deprisa, como si no tocaran el suelo con los pies. Cogí casi todos los escritos de nu shu de Flor de Nieve, incluidas casi todas las cartas que yo le había enviado, y los quemé para que nuestras palabras la acompañaran hasta el más allá.

Luego regresamos a la casa del carnicero. Luna de Primavera preparó té y las tres hermanas de juramento y yo fuimos a la habitación de arriba para eliminar de allí todo rastro de la muerte.

Fueron ellas quienes me revelaron mi mayor vergüenza. Me dijeron que Flor de Nieve no era su hermana de juramento. Yo no las creí. Intentaron convencerme de que decían la verdad.

– Pero ¿y el abanico? -exclamé, presa de la frustración-. Flor de Nieve me escribió que se había unido a vuestra hermandad.

– No -me corrigió Loto-. Escribió que no quería que siguieras preocupándote por ella, porque tenía amigas que la consolaban.

Me pidieron que les dejara ver las palabras de mi laotong y así me enteré de que les había enseñado a leer nu shu. Apiñadas alrededor del abanico, lanzaban exclamaciones y señalaban detalles de los que Flor de Nieve les había hablado a lo largo de los años. Cuando llegaron a la última anotación, sus rostros se ensombrecieron.

– Mira -dijo Loto señalando los caracteres-. Aquí no pone que entrara en nuestra hermandad.

Les arrebaté el abanico de las manos y me lo llevé a un rincón para examinarlo sola. «Tengo demasiados problemas -había escrito Flor de Nieve-. No puedo ser lo que tú deseas. Ya no tendrás que oír mis quejas. Tres hermanas de juramento han prometido amarme tal como soy…»

– ¿Lo ves, señora Lu? -dijo Loto-. Flor de Nieve quería que la escucháramos. A cambio, nos enseñó la escritura secreta. Era nuestra maestra y nosotras la respetábamos y amábamos. Pero ella no nos amaba a nosotras, sino a ti. Quería que tú correspondieras a su amor sin las cargas de tu vergüenza y tu impaciencia.

Que yo hubiera sido superficial, testaruda y egoísta no alteraba la gravedad ni la estupidez de lo que había hecho. Había incurrido en el mayor error que puede cometer una mujer que conoce el nu shu: no había tenido en cuenta la textura, el contexto ni los matices de significado.

Peor aún, mi egocentrismo me había hecho olvidar lo que había aprendido el día que conocí a Flor de Nieve: que ella siempre era más sutil y sofisticada en sus palabras que la segunda hija de un vulgar campesino. Durante ocho años Flor de Nieve había sufrido por culpa de mi ceguera y mi ignorancia. Durante el resto de mi vida -casi tantos años como los que tenía Flor de Nieve cuando murió- no he dejado de lamentarlo.

Pero las hermanas de juramento no habían terminado conmigo.

– Ella intentaba complacerte en todo -prosiguió Loto-, incluso teniendo trato carnal con su esposo poco después de dar a luz, sin respetar los plazos de purificación.

– ¡Eso no es verdad!

– Cada vez que Flor de Nieve perdía un hijo, no le ofrecías más compasión que su esposo o su suegra -intervino Sauce-. Siempre decías que su único valor residía en su capacidad de engendrar hijos varones, y ella te creía. Le decías que volviera a intentarlo, y ella te obedecía.

– Eso es lo que debemos decir -repuse, indignada-. Así es como las mujeres nos consolamos…

– ¿Crees que esas palabras la consolaban cuando acababa de perder otro hijo?

– Vosotras no estabais allí. Vosotras no la oíais…

– ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo otra vez! -dijo Flor de Ciruelo-. ¿Vas a negar que era eso lo que le decías?

No. No podía negarlo.

– Exigías que siguiera tus consejos en eso y en muchas otras cosas -terció Loto-. Y, cuando lo hacía, tú la criticabas…

– Estáis tergiversando mis palabras.

– ¿Ah, sí? -preguntó Sauce-. Flor de Nieve siempre hablaba de ti. Jamás te censuró, pero nosotras entendíamos lo que pasaba.

– Te quería como se debe querer a una laotong, por todo lo que eras y por todo lo que no eras -concluyó Flor de Ciruelo-. Pero tú tenías una mentalidad demasiado masculina. Tú la querías como la habría querido un varón y sólo la valorabas según las reglas de los hombres.

Loto cambió de tema.

– ¿Te acuerdas de cuando estábamos en las montañas y perdió el niño que llevaba en el vientre? -me preguntó con un tono que me hizo temer lo que diría a continuación.

– Sí, claro que me acuerdo.

– Entonces ya estaba enferma.

– No puede ser. El carnicero…

– Es posible que su esposo acelerara el proceso ese día -admitió Sauce-, pero la sangre que salía de su cuerpo era negra y vieja, y nadie vio que expulsara un feto.

Una vez más, Flor de Ciruelo zanjó la cuestión.

– Hemos pasado muchos años aquí, a su lado, y eso ocurrió varias veces más. Ya estaba gravemente enferma cuando tú le cantaste tu Carta de Vituperio.

Hasta entonces yo no había podido desmentir sus palabras, así que ¿cómo iba a discutir ese punto? Era evidente que el tumor llevaba mucho tiempo creciendo. De pronto empezaron a encajar otros detalles del pasado: la pérdida de apetito de Flor de Nieve, la palidez de su piel y su falta de energía cuando yo la chinchaba para que comiera más, se pellizcara las mejillas a fin de darles color y realizara todas las tareas que se esperaba de una esposa para que la armonía reinara en el hogar de su esposo. Entonces recordé que sólo dos semanas atrás, cuando llegué a su casa, Flor de Nieve se había disculpado. Yo no le había pedido perdón… ni siquiera cuando ella soportaba un dolor atroz, ni siquiera cuando su muerte era inminente, ni siquiera mientras, con suficiencia, yo me decía que todavía la amaba. Su corazón siempre había sido puro, pero el mío estaba duro, reseco y arrugado como una nuez vieja.

A veces pienso en esas hermanas de juramento, que ya han muerto. Tenían que ser prudentes cuando hablaban conmigo, porque yo era la señora Lu, pero no estaban dispuestas a dejar que me marchara de aquella casa sin saber la verdad.


Regresé a mi hogar y me refugié en la habitación de arriba con el abanico y unas cuantas cartas que se habían salvado. Molí tinta hasta obtener un líquido negro como el cielo nocturno. Abrí el abanico, mojé el pincel en la tinta e hice la que creí sería mi última anotación.

«Tú, que siempre conociste mi corazón, vuelas ahora más allá de las nubes, acariciada por el sol. Espero que un día volemos juntas.» Tendría muchos años para reflexionar sobre esas palabras y hacer todo lo posible para remediar el daño que había causado a la persona a quien más quería.

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