Había un Ángel de la Muerte situado en un rincón, con los brazos extendidos sobre un ornamentado mausoleo. Recuerdo eso muy bien porque alguien estaba practicando al órgano y la luz penetraba en el camposanto en franjas coloreadas a través de las vidrieras de colores. La iglesia no era especialmente antigua; había sido construida durante un período álgido de prosperidad victoriana, al igual que las casas altas que la rodeaban. Era la plaza de St. Martin. Una buena dirección, en otros tiempos. Ahora no era más que una zona destartalada y atrasada en Belsize Park, aunque eso sí, tranquila; un lugar por donde una mujer sola podía atreverse a caminar hasta la tienda de la esquina a medianoche con plena seguridad, y donde la gente sólo se metía en sus propios asuntos.
El piso situado en el número trece se hallaba al nivel de la calle. Mi agente me lo había prestado, tras obtenerlo de un primo que se había marchado seis meses a Nueva York. Era un tanto anticuado, pero cómodo, y a mí me venía muy bien. Yo estaba terminando una nueva novela y la mayoría de los días necesitaba acudir a la sala de lectura del Museo Británico.
Aquella tarde de noviembre, la tarde en que todo empezó, estaba lloviendo mucho. Poco después de las seis crucé las puertas de hierro y seguí el camino a través del bosque de monumentos góticos y lápidas. Tenía empapadas las hombreras de la gabardina, a pesar del paraguas, aunque eso no me importaba demasiado. A mí siempre me ha gustado la lluvia, la ciudad al anochecer, las calles húmedas perdiéndose en la oscuridad invernal, con la peculiar sensación de libertad que parecen contener. Y ese día las cosas habían salido bien en cuanto al trabajo, cuyo final estaba definitivamente próximo.
Ahora, el Ángel de la Muerte estaba más cercano, medio envuelto en sombras, a la media luz procedente de la iglesia, con los dos ayudantes de mármol montando guardia ante las puertas de bronce del mausoleo. Todo estaba como siempre, sólo que esta noche podría haber jurado que había una tercera figura que surgía de entre la oscuridad y avanzaba hacia mí.
Por un momento, sentí un escalofrío de verdadero miedo y luego, cuando la figura surgió a la luz, vi a una mujer joven, bastante pequeña, que llevaba una boina negra y una gabardina empapada. Sostenía un maletín en una mano. Su rostro era pálido, los ojos, oscuros, y la mirada era, de algún modo, ansiosa.
– ¿El señor Higgins? Es usted Jack Higgins, ¿verdad?
Era estadounidense, eso me pareció evidente. Respiré profundamente para tranquilizar mis nervios.
– En efecto. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Tengo que hablar con usted, señor Higgins. ¿Podemos ir a alguna parte?
Vacilé, receloso, por toda clase de razones evidentes, de permitir que aquella situación llegara más lejos; y, sin embargo, me pareció que en aquella mujer había algo fuera de lo común. Algo a lo que uno no podía resistirse.
– Mi piso está situado al otro lado de la plaza -dije.
– Lo sé -asintió ella. Al ver que yo seguía vacilando, añadió-: No lo lamentará, créame. Tengo para usted una información de vital importancia.
– ¿Acerca de qué? -pregunté.
– De lo que ocurrió en realidad después de lo de Studley Constable. Oh, hay muchas cosas que usted no sabe.
Y eso fue más que suficiente. La tomé por el brazo y dije:
– Muy bien, protejámonos de esta condenada lluvia antes de que nos ahogue, y así podrá decirme a qué demonios viene todo esto.
El interior de la casa había cambiado muy poco y, desde luego, no había hecho nada en mi piso, donde el inquilino había vivido rodeado por una decoración victoriana, con muchos muebles de caoba, cortinas de terciopelo rojo en la ventana salediza y una especie de papel pintado chino, de colores dorado y verde, con profusión de pájaros. A excepción de los radiadores de la calefacción central, la única concesión a la vida moderna era una especie de fuego de gas en la chimenea que la hacía aparecer como si unos leños ardieran en una cesta de acero inoxidable.
– Es agradable -dijo la mujer volviéndose a mirarme. Pareció más pequeña de lo que había imaginado. Extendió la mano derecha de forma extraña, sosteniendo con firmeza el maletín con la otra mano-. Cohén -se presentó-. Ruth Cohén.
– Permítame esa gabardina -le dije-. La colocaré delante de uno de los radiadores.
– Gracias.
Trató de desatarse el cinturón con una sola mano y yo me eché a reír y le tomé el maletín.
– Permítame -dije, dejándolo sobre la mesa. Al hacerlo, vi sus iniciales grabadas en negro. La única diferencia era que, al final, decía: «Dra. en Fil.»-. ¿Doctora en filosofía? -pregunté.
Ella me sonrió ligeramente, al tiempo que se quitaba la gabardina.
«-Harvard, historia moderna.
– Eso es interesante -dije-. Prepararé algo de té, ¿o prefiere tomar café?
– Diez meses de curso para posgraduados en la universidad de Londres, señor Higgins. Definitivamente, prefiero el té.
Me dirigí a la cocina, donde puse a hervir el agua y preparé una bandeja. Encendí un cigarrillo mientras esperaba y, al volverme, la vi apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados.
– ¿Cuál fue el tema de su testó de doctorado? -le pregunté.
– Ciertos aspectos del Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial.
– Interesante, Cohén…, ¿es usted judía? -pregunté, volviéndome para preparar el té.
– Mi padre fue un judío alemán. Sobrevivió a Auschwitz y consiguió llegar a Estados Unidos, pero murió un año después de nacer yo.
No se me ocurrió decir otra cosa que el habitual- mente inadecuado:
– Lo siento.
Ella se me quedó mirando, inexpresiva, durante un momento, luego se volvió y regresó al salón. Yo la seguí con la bandeja, que dejé sobre una pequeña mesa de café, situada junto al fuego, y nos sentamos el uno frente al otro, en sendos sillones.
– Lo que explica su interés por el Tercer Reich -le dije, mientras le servía el té.
Ella frunció el ceño y aceptó la taza que le ofrecí.
– Sólo soy historiadora. No tengo ningún agravio que vengar. Mi obsesión particular es el Abwehr, el servicio alemán de inteligencia militar. Deseo descubrir por qué fueron tan buenos, y por qué fueron tan malos al mismo tiempo.
– ¿El almirante Wilhelm Canaris y sus alegres hombres? -pregunté, encogiéndome de hombros-. Yo diría que nunca puso verdadero empeño en su trabajo, aunque eso es algo que nunca sabremos, puesto que las SS lo ahorcaron en el campo de concentración de Flossenburg, en abril del cuarenta y cinco.
– Lo que me conduce hasta usted -dijo ella-. Y a su libroHa llegado el águila.
– Sólo se trata de una novela, doctora Cohén -dije-. Pura especulación.
– Por 1o menos del cincuenta por ciento del material que utiliza en ella son hechos históricos documentados. Eso es algo que usted mismo afirma al principio de su libro.
Se inclinó hacia delante, con las manos agarrándose las rodillas, con una cierta ferocidad en su actitud.
– Está bien -admití con suavidad-, ¿a dónde la lleva eso exactamente?
– ¿Recuerda cómo descubrió usted el asunto? ¿El detalle que le hizo empezar?
– Desde luego -asentí-. El monumento a Steiner y a sus hombres, que los habitantes del pueblo de Studley Constable habían ocultado bajo la lápida, en el cementerio de la iglesia.
«-¿Recuerda lo que decía?
– Hier ruhen Qberstleutnant Kurt Steiner und 13 deutsche Vallschirmjager gefallem am 6 November 1943.
– Exactamente -dijo ella-. Aquí descansan el teniente coronel Kurt Steiner y trece paracaidistas alemanes muertos en acción el seis de noviembre de mil novecientos cuarenta y tres,
– ¿A dónde pretende usted llegar?
– Bueno, trece más uno son catorce, mientras que en esa tumba no hay catorce cuerpos, sin sólo trece.
La miré con una expresión de incredulidad.
– ¿Y cómo demonios ha deducido usted eso?
– Porque Kurt Steiner no murió aquella noche, en la terraza de Meltham House, señor Higgins. -Tomó entonces el maletín que había traído, lo abrió y extrajo de su interior un sobre grande de papel marrón-, Y aquí tengo la prueba de lo que afirmo.
Esto, definitivamente, exigía un whisky Bushmílls. Me serví uno y pregunté:
– Muy bien, ¿puedo verla?
– Desde luego, ésa es la razón por la que he venido a verle, pero antes permítame explicarle algo. Cualquier estudio de los asuntos relacionados con el Abwehr alemán durante la Segunda Guerra Mundial se refiere constantemente al trabajo del SOE, o Special Operations Executive, es decir, departamento ejecutivo de operaciones especiales, creado por la inteligencia británica en mil novecientos cuarenta, siguiendo instrucciones de Churchill, para coordinar la resistencia y los movimientos clandestinos en toda Europa.
– «Incendiad Europa», eso fue lo que ordenó el viejo -dije.
– Me sentí fascinada al descubrir que una serie de estadounidenses trabajaron para el SOE antes de que Estados Unidos entrara en guerra. Pensé que se podría escribir un libro sobre ese tema. Me las arreglé para venir aquí y llevar a cabo la investigación; uno de los nombres con los que me encontré una y otra vez fue el de Munro, brigadier Dougal Munro. Antes de la guerra era un arqueólogo que trabajaba en Oxford. En el SOE fue jefe de la sección D, conocida habitualmente como el departamento de asuntos sucios.
– He oído hablar de él -dije.
– Llevé a cabo la mayor parte de mi investigación en la Oficina de Registros Públicos. Como sabe, son pocos los archivos relacionados con cuestiones de inteligencia militar que se ponen inmediatamente a disposición del público. El contenido de algunos de esos archivos no puede desvelarse hasta después de transcurridos veinticinco años, el de otros, hasta después de cincuenta…
– Y cuando se trata de material excepcional- mente sensible, han de transcurrir cien años -dije.
– Y eso eslo que yo tengo aquí -dijo ella extendiendo una carpeta-. Se trata de un archivo, con prohibición de divulgación durante cien años, referente a Dougal Munro, Kurt Steiner, Liam Devlin y otros. Es toda una historia, puede usted creerme.
Me entregó la carpeta y yo la sostuve sobre las rodillas, sin abrirla.
– ¿Y cómo demonios ha conseguido esto?
– Ayer mismo estuve comprobando algunos archivos referentes a Munro. Estaba de servicio un joven empleado, y supongo que actuó con descuido. El caso es que encontré la carpeta metida entre otras dos, sellada, desde luego. Una tiene que hacer la investigación de acuerdo con las facilidades ofrecidas por la Oficina de Registros, pero, puesto que esta carpeta se había traspapelado y no estaba en el formulario de préstamo, la saqué metiéndola en mi maletín.
– Lo que representa un delito criminal, según la ley de Cuestiones de la Defensa -le dije.
– Lo sé. Abrí los sellos con todo el cuidado que pude y leí el contenido de la carpeta. Se trata únicamente de un resumen de treinta páginas de ciertos acontecimientos… realmente asombrosos.
– ¿Y luego?
– Hice fotocopias de las páginas.
– Las maravillas de la tecnología moderna les permitirán saber lo que se ha hecho.
– Lo sé. De todos modos, volví a sellar la carpeta y la he devuelto esta misma mañana a su sitio.
– ¿Y cómo se las ha arreglado para hacerlo? -pregunté.
– Ayer volví a comprobar los mismos archivos. Luego llevé la carpeta relacionada con Munro al empleado de servicio y le dije que se había producido un error.
– ¿Y la creyó?
– Supongo que sí. Quiero decir, ¿por qué no iba a creerme?
– ¿Se trataba del mismo empleado?
– No, era alguien más viejo.
Me quedé allí sentado, pensando, sintiéndome decididamente inquieto.
– ¿Por qué no prepara usted un poco de té recién hecho mientras yo le echo un vistazo a esto? -le pedí finalmente.
– Muy bien.
Tomó la bandeja y abandonó el salón. Después de un momento de vacilación, abrí la carpeta y empecé a leer.
Ni siquiera me di cuenta de que ella estaba allí, de tanto como me enfrasqué en los acontecimientos registrados en las páginas contenidas en aquella carpeta. Una vez que hube terminado de leer, la cerré y levanté la mirada. Ella había vuelto a sentarse en el otro sillón, y me estaba mirando, con una expresión curiosamente intensa en su rostro.
– Comprendo la prohibición de divulgación de estos hechos durante cien años -dije-. Las potencias no querrían que se divulgara nada de lo que hay aquí, ni siquiera ahora.
– Eso fue lo mismo que yo pensé.
– ¿Puedo quedarme con este material durante un tiempo?
– Hasta mañana, si así lo desea -asintió tras un momento de vacilación-. Yo regresaré a Estados Unidos en el vuelo de la noche. Por Pan Am.
– ¿Se trata acaso de una decisión repentina?
– En efecto -admitió levantándose y recuperando su gabardina-. He decidido que sería mejor estar en mi propio país.
– ¿Preocupada? -le pregunté.
– Probablemente estoy reaccionando de un modo hipersensible, pero seguro. Pasaré a recoger la carpeta mañana por la tarde. Digamos que a las tres, de camino hacia el aeropuerto de Heathrow, ¿le parece bien?
– Estupendo -asentí dejando la carpeta sobre la mesa de café.
El reloj de la repisa de la chimenea hizo sonar las campanadas de la media, después de las siete, mientras yo la acompañaba hasta la puerta. La abrí y permanecimos allí un momento, con la lluvia cayendo con fuerza.
– Desde luego, hay alguien que confirmaría la veracidad del contenido de esa carpeta -dijo ella-. Liam Devlin. En su libro dijo usted que seguía deambulando por ahí, operando con el IRA provisional en Irlanda.
– Eso fue lo último que oí decir de él -dije-. Ahora tendría sesenta y siete años, pero seguiría con vida.
– Muy bien -dijo ella sonriendo-. Le veré entonces mañana por la tarde.
Bajó los escalones y se alejó, caminando bajo la lluvia, desapareciendo entre la neblina de primeras horas de la noche, al final de la calle.
Me senté junto al fuego y leí el contenido de la carpeta por segunda vez. Luego, fui a la cocina y me preparé más té y un bocadillo de pollo. Me senté ante la mesa y me dediqué a reflexionar en todo aquello mientras comía.
Resulta extraordinario observar cómo los acontecimientos surgidos de la nada son capaces de cambiar las cosas. Eso ya me había sucedido en otra ocasión, con el descubrimiento de aquel monumento oculto a Steiner y a sus hombres, en el cementerio de Studley Constable. En aquel entonces, yo andaba investigando para redactar un artículo para una revista de historia. En lugar de eso, me encontré con algo tan inesperado que terminó por cambiar toda mi vida. Escribí sobre ello un libro que dio la vuelta al mundo, desde Nueva York a Moscú, y me hizo rico. Ahora, de repente, sucedía esto, k› de Ruth Cohén y su carpeta robada, y yo me sentía lleno de la misma extraña y hormigueante excitación.
Tenía que bajar a la tierra. Ver las cosas con perspectiva. Así que me fui a darme una ducha, me tomé mi tiempo, me afeité y me vestí de nuevo. Sólo eran las ocho y media y no daba la impresión de que fuera a acostarme temprano, si es que me acostaba.
No me quedaba más whisky, y necesitaba pensar, así que me preparé más té y volví a instalarme en el sillón junto al fuego. Encendí un cigarrillo y empecé a repasar de nuevo el contenido de la carpeta.
Sonó el timbre de la puerta, despertándome de mi ensoñación. Miré el reloj. Era poco antes de las nueve. El timbre volvió a sonar, con insistencia, y volví a dejar las páginas en la carpeta, la dejé sobre la mesita y me dirigí hacia la puerta. Se me ocurrió pensar que podría tratarse nuevamente de Ruth Cohén, pero no podría haber estado más equivocado porque, al abrirla, me encontré allí a un joven policía con su impermeable azul marino húmedo a causa de la lluvia.
– ¿Señor Higgins? -preguntó, mirando un trozo de papel que sostenía en la mano izquierda-. ¿El señor Jack Higgins?
A veces resulta tan extraña la certidumbre que sentimos de estar a punto de recibir malas noticias, que ni siquiera necesitamos que nos las comuniquen.
– Sí -asentí.
– Siento mucho molestarle, señor -dijo el policía entrando en el vestíbulo-, pero estoy haciendo una investigación relativa a la señorita Ruth Cohén. ¿Es usted amigo de ella, señor?
– No exactamente -contesté-. ¿Hay algún problema?
– Me temo que esa joven ha muerto, señor. Fue un accidente de circulación en la parte de atrás del Museo Británico, hace una hora. El conductor se dio a la fuga.
– ¡Dios santo! -susurré.
– Lo cierto, señor, es que encontramos su nombre y dirección en una tarjeta que llevaba en el bolso.
Fue muy difícil asumirlo. Hacía muy poco tiempo ella había estado ante aquella misma puerta. El policía apenas si tendría veintiuno o veintidós años de edad. Era lo bastante joven como para sentir preocupación por los demás, y me puso una mano en el brazo.
– ¿Se encuentra bien, señor?
– Un poco conmocionado, eso es todo -contesté. Respiré profundamente-. ¿Qué es lo que desea usted de mí?
– Parece ser que la joven dama trabajaba en la universidad de Londres. Hemos investigado en el alojamiento de estudiantes que utilizaba, pero, como es fin de semana, no había nadie por allí. Se trata de una cuestión de identificación oficial, para el juez de instrucción.
– ¿Y quisiera usted que yo la identificara?
– Si no le importa, señor. No está lejos, en el depósito de Kensington.
Respiré profundamente una vez más y me preparé para lo que me esperaba.
– Está bien. Permítame un momento para recoger la gabardina.
El depósito estaba en un edificio de aspecto deprimente, en una calle lateral, y parecía más un almacén que cualquier otra cosa. Al entrar en el vestíbulo encontramos a un portero de servicio uniformado, sentado ante una mesa. Había un hombre pequeño y moreno, que debía de tener unos cincuenta años, y que estaba de pie junto a la ventana, contemplando cómo llovía, con un cigarrillo encendido colgando de la comisura de los labios. Llevaba un sombrero de tejido flexible y una trinchera.
Se volvió a mirarme, con las manos en los bolsillos.
– El señor Higgins, ¿verdad?
– Sí -contesté.
No se dignó sacar las manos de los bolsillos. Tosió y la ceniza del cigarrillo le cayó sobre la trinchera.
– Soy el inspector jefe Fox. Un asunto de lo más infortunado, señor.
– Sí,
– Esta joven, Ruth Cohén, ¿era amiga suya?
– No -contesté-. La conocí esta misma tarde.
– Llevaba su nombre y dirección anotados en su bolso. -Y antes de que yo pudiera explicar nada, siguió diciendo-: En cualquier caso, será mejor terminar con esto de una vez. Si quiere venir por aquí…
La sala en la que me hicieron entrar estaba cubierta de azulejos blancos y tenía una brillante iluminación fluorescente. Había una hilera de mesas de operación. El cuerpo estaba en la del extremo, cubierto con una sábana blanca, de goma. Ruth Cohén tenía un aspecto muy tranquilo, con los ojos cerrados, pero la cabeza aparecía envuelta en una capucha de goma empapada de sangre.
– ¿Identifica usted formalmente a la fallecida como Ruth Cohén, señor? -preguntó el policía.
– Sí, es ella -asentí y el policía volvió a cubrirla con la sábana.
Al volverme, vi a Fox sentado en el extremo de una mesa situada en un rincón, encendiendo otro cigarrillo.
– Como ya le dije, encontramos su nombre en el bobo de esa mujer.
Y fue entonces, como si alguien hubiera apretado un conmutador en mi cabeza, cuando volví de pronto a la realidad. Alcanzada por un vehículo cuyo conductor se había dado a la fuga; un delito muy grave, pero ¿por qué había merecido la atención de todo un inspector jefe? ¿Y no había algo extraño en aquel Fox, con su rostro saturnino, y sus ojos oscuros y vigilantes? Éste no era un policía ordinario. Me olía a miembro de la rama especial.
Hace ya mucho tiempo descubrí que siempre es conveniente mantenerse fiel a la verdad, en la medida de lo posible.
– Me dijo que había llegado de Boston y que trabajaba en la universidad de Londres, dedicada a hacer investigaciones para escribir un libro -dije.
– ¿Sobre qué tema, señor?
Una pregunta que confirmó instantáneamente mis sospechas.
– Algo relacionado con la Segunda Guerra Mundial, inspector. Resulta que yo también había escrito algo sobre el tema.
– Comprendo. ¿Iba ella buscando ayuda, consejo, alguna cosa así?
Y fue entonces cuando mentí por completo.
– En modo alguno. No era de las personas que
pudieran necesitarla, puesto que, por lo que tengo entendido, estaba doctorada. Lo cierto, inspector, es que yo escribí un libro que tuvo bastante éxito, y cuya trama se desarrollaba durante la Segunda Guerra Mundial. Ella sólo quería conocerme. Me dijo que volaba mañana mismo de regreso a Estados Unidos.
El contenido del bolso y del maletín estaba sobre la mesa, junto al inspector, donde era evidente la presencia del billete de la Pan Am. Él lo tomó y asintió:
– Sí, eso es lo que parece. -¿Puedo marcharme ya? -Sí, desde luego. El policía le acompañará a su casa. -Salimos al vestíbulo y nos detuvimos ante la puerta. El inspector tosió, al tiempo que encendía otro cigarrillo-. Maldita lluvia. Supongo que el conductor de ese coche patinó. Pero, aunque hubiera sido un accidente, no debería haberse escapado. De todos modos, eso es algo que ya no podemos evitar, ¿no le parece?
– Buenas noches, inspector -le dije, bajando los escalones y subiendo al coche de la policía.
Había dejado la luz encendida en el vestíbulo. Al entrar, me dirigí directamente a la cocina, sin quitarme siquiera el impermeable, puse a calentar agua y luego regresé al salón. Me serví una copa de Bushmills y me volví hacia el fuego de la chimenea. Fue entonces cuando me di cuenta de que la carpeta que había dejado sobre la mesita de café había desaparecido. Durante un momento de desesperación, pensé que había cometido un error, que la habría dejado en alguna otra parte, pero aquello no era más que una tontería, claro.
Dejé la copa de whisky sobre la mesita y encendí un cigarrillo, pensando en lo ocurrido. El misterioso Fox -ahora estaba más convencido que nunca de que pertenecía a la rama especial-, aquella mujer joven tumbada sobre la mesa, en el depósito de cadáveres. Recordé entonces la inquietud que había experimentado cuando me contó cómo había devuelto la carpeta original a la Oficina de Registros. Me la imaginé caminando por la acerca y cruzando luego la calle situada por detrás del Museo Británico, bajo la lluvia, y entonces se produjo la aparición repentina del coche. Una noche húmeda y un coche que patina, tal como había dicho Fox. Podría haberse tratado de un accidente, pero yo sabía que no era muy probable, y mucho menos después de haber devuelto aquella carpeta. Lo que planteaba el problema de la continuación de mi propia existencia.
Había llegado el momento de trasladarse a algún otro sitio, pero ¿a dónde? Y entonces recordé lo que ella me había dicho. Sólo quedaba con vida una única persona que podía confirmar la historia registrada en aquella carpeta. Preparé una bolsa de viaje con lo indispensable y me asomé con cuidado para comprobar la calle, por detrás de la cortina. Había coches aparcados por todas partes, de modo que me fue imposible saber si alguien me estaba vigilando.
Salí por la puerta de la cocina, que daba a la parte posterior de la casa. Avancé con precaución por el callejón de atrás y luego me alejé con rapidez por entre un dédalo de callejuelas tranquilas, pensando en todo lo ocurrido. Tenía que tratarse de una cuestión de seguridad, eso estaba claro. Algún pequeño departamento anónimo del DI5 que se ocupaba de las personas que se pasaban de la raya, pero ¿significaría eso necesariamente que irían a por mí también? Después de todo, aquella joven ya había muerto, la carpeta volvía a encontrarse en los archivos de la Oficina de Registros y habían recuperado la única copia que se había hecho. ¿Qué podía yo decir que pudiera demostrarse o creerse de alguna forma? Por otro lado, tenía que demostrarlo, aunque sólo fuese para mi propia satisfacción. En cuanto salí de las callejuelas y llegué a la esquina tomé el primer taxi que encontré.
«The Green Man», en Kilburn, es una zona de Londres bastante popular entre los irlandeses, y mostraba sobre la puerta una pintura impresionante de un tonelero irlandés, indicando así la clase de costumbre que se practicaba en el establecimiento. El bar estaba lleno, como pude comprobar a través de la ventana del salón. Di la vuelta al edificio, acercándome por el patio de atrás. Las cortinas estaban corridas y Sean Riley se hallaba sentado ante una mesa abarrotada, narrando sus historias. Era un hombre bajo de estatura, con abundante cabello blanco, activo para su edad, que, por lo que yo sabía, era de setenta y dos años. Era el propietario de «The Green Man», pero lo más importante es que era un organizador del Sinn Fein, el ala política del IRA, en Londres. Llamé a la ventana con los nudillos; él se levantó y se acercó para echar un vistazo. Se volvió y se alejó. Un momento más tarde se abrió la puerta de atrás.
– Señor Higgins, ¿qué le trae por aquí?
– No quiero entrar, Sean. Voy de camino a Heathrow.
– ¿De veras? A tomarse unas vacaciones al sol, ¿verdad?
– No exactamente. Voy camino de Belfast. Probablemente perderé el último vuelo, pero tomaré el primero de mañana. Hágaselo saber a Liam Devlin. Dígale que me alojaré en el hotel Europa y que tengo que verle.
– Dios santo, señor Higgins, ¿y cómo quiere usted que yo conozca a un tipo tan desesperado como ése?
A través de la puerta, escuché la música procedente del bar. Unos hombres cantaban: «Armas para el IRA».
– No discuta, Sean. Limítese a hacer lo que le digo. Es importante.
Naturalmente, yo sabía que él lo haría así, de modo que me di media vuelta, sin añadir una sola palabra más. Un par de minutos más tarde tomé otro taxi y me dirigí al aeropuerto de Heathrow.
El hotel Europa, en Belfast, era legendario entre los periodistas procedentes de todo el mundo. Había sobrevivido a numerosos atentados terroristas con bombas efectuados por el IRA, y se alzaba en la Great Victoria Street, cerca de la estación de ferrocarril. Permanecí en mi habitación del octavo piso durante la mayor parte del día, esperando. Las cosas parecían estar muy tranquilas, pero era una calma tensa y a últimas horas de la tarde se escuchó el lejano retumbar del estallido de una bomba. Me asomé a la ventana y vi una nube de humo negro en la distancia.
Poco después de las seis, cuando ya se hacía de noche, decidí bajar al bar a tomar una copa, y me estaba poniendo ya la chaqueta cuando sonó el teléfono.
– ¿Señor Higgins? -preguntó una voz-. Aquí la recepción, señor. Su taxi le está esperando.
Era un taxi negro, del modelo londinense, y la conductora era una mujer de mediana edad, de rostro agradable, que tenía el aspecto de ser la tía favorita de cualquiera. Bajé el panel de cristal que nos separaba y le ofrecí el saludo habitual en Belfast.
– Le deseo buenas noches.
– Y yo a usted.
– No es habitual ver a una taxista, al menos en Londres.
– Un lugar terrible. ¿Qué se puede esperar? Y ahora quédese sentado tranquilamente, como un caballero, y disfrute del trayecto.
Ella cerró el panel con una sola mano. El viaje no duró más de diez minutos. Pasamos por Falls Road, una zona católica que recordaba bien de mi juventud, y nos metimos por una red de callejuelas laterales, deteniéndonos finalmente delante de una iglesia. La conductora abrió el panel de cristal.
– El primer confesionario a la derecha, entrando.
– Si usted lo dice…
Bajé del taxi y el vehículo se alejó al instante. El tablón de anuncios decía: «Iglesia del Santo Nombre», y estaba en condiciones sorprendentemente buenas, con los horarios de las misas y las confesiones indicados en pintura dorada. Abrí la puerta que encontré en lo alto de los escalones y entré. No era una iglesia grande, y estaba débilmente iluminada, con velas encendidas parpadeando en el altar, y la Virgen en una capilla lateral. Instintivamente, introduje las puntas de los dedos en el agua bendita y tracé la señal de la cruz, recordando a la tía católica de South Armagh, quien me crió durante una temporada cuando no era más que un niño, y la pobre se sentía angustiada por mi desvalida, negra y pequeña alma de protestante.
Los confesionarios se hallaban alineados a un lado. Nadie esperaba, lo que no era sorprendente, ya que, según el tablón de anuncios del exterior aún faltaba una hora para que empezaran las confesiones. Entré en el primero de la derecha y cerré la puerta. Permanecí allí sentado durante un momento, en la oscuridad; luego, se abrió la rejilla.
– ¿Sí? -preguntó una voz con suavidad.
– Bendígame, padre, porque he pecado -dije automáticamente.
– Desde luego que ha pecado, hijo mío -dijo la voz.
En el otro habitáculo se encendió la luz y Liam Devlin me sonrió a través de la rejilla.
Tenía un aspecto notablemente bueno. De hecho, bastante mejor de lo que me había parecido la última vez que lo había visto. Tenía sesenta y siete, pero, como le había dicho a Ruth Cohén, bien llevados. Era un hombre bajo de estatura, con una vitalidad enorme, el cabello tan negro como siempre y unos vivaces ojos azules. En el lado izquierdo de la frente mostraba la cicatriz dejada por una vieja bala, y siempre aparecía en su lugar una ligera sonrisa irónica. Llevaba una sotana y alzacuello, y parecía sentirse perfectamente a gusto en la sacristía, al fondo de la iglesia, hacia donde me condujo.
– Tiene usted muy buen aspecto, hijo mío, con todo ese éxito y ese dinero -me dijo con una mueca burlona-. Beberemos a la salud de eso. Tiene que haber una botella por aquí.
Abrió un armario y encontró una botella de Bushmills y dos copas.
– ¿Y qué pensará de esto el ocupante habitual? -pregunté.
– ¿El padre Murphy? -replicó, sirviendo el whisky en las dos copas-. Ése tiene corazón de maíz. Le parecerá bien, como siempre.
– ¿Quiere decir que mirará hacia el otro lado?
– Algo así -contestó levantando su copa-. Por usted, hijo.
– Y por usted, Liam -contesté a su brindis-. Nunca deja de asombrarme. Aparece incluido en la lista de los más buscados por el ejército británico durante los últimos cinco años, y aún le quedan nervios para quedarse aquí sentado, en medio de Belfast.
– Ah, bueno, pero un hombre tiene derecho a divertirse un poco. -Extrajo un cigarrillo de una pitillera de plata y me ofreció uno-. En cualquier caso, ¿a qué debo el placer de su visita?
– ¿Le dice algo el nombre de Dougal Munro? -pregunté.
Sus ojos se abrieron, con una expresión de asombro.
– ¿Con qué demonios se ha encontrado usted ahora? Hacía muchos años que no escuchaba pronunciar el nombre de ese viejo bastardo.
– ¿Y el de Schellenberg?
– ¿Walter Schellenberg? Ése sí que habría sido un personaje para usted. Llegó a general a la edad de treinta años. Pero ¿qué significa esto? ¿Schellenberg…, Munro?
– ¿Y Kurt Steiner? -seguí preguntando-. Un hombre que, según todo el mundo, incluido usted mismo, murió tratando de desembarazarse de Churchill en la terraza de Meltham House.
Devlin se tomó un buen trago de whisky y sonrió amistosamente.
– Siempre he sido un terrible embustero. Y ahora, dígame, ¿a qué viene todo esto?
Así que le hablé de Ruth Cohén, de la carpeta secreta y su contenido, y de todo lo que había ocurrido después, mientras él me escuchaba con suma atención. Una vez que hube terminado, dijo:
– Muy conveniente la muerte de esa joven. En eso tiene usted razón.
– Lo que no deja que la situación tenga buenas perspectivas para mí.
Se produjo entonces una explosión, no lejos de donde nos encontrábamos, y cuando él se levantó y abrió la puerta que daba al patio trasero, se escuchó el traqueteo de armas de fuego cortas.
– Parece que va a ser una noche movidita -comenté.
– Oh, sí, lo será. En estos momentos es mucho mejor no andar suelto por las calles.
Cerró la puerta y se volvió a mirarme.
– Los datos contenidos en esa carpeta, ¿son ciertos?
– Es una buena historia.
– A grandes rasgos.
– ¿Significa eso que le gustaría conocer el resto?
– Necesito conocerlo.
– ¿Por qué no? -replicó con una sonrisa, se sentó ante la mesa y extendió la mano hacia la botella de Bushmills-. Claro. Además, eso me impedirá hacer travesuras durante un rato. Y ahora, ¿por dónde quiere que empiece?