Primera parte: Desangrado son corazón

Dónde esperaremos si el amor no llega.

Cubiertas de qué estas heridas.

Antonio Gil,

Los lugares habidos


1

El amor se ha vuelto un objeto esquivo: fue la última ráfaga en la mente de Floreana Fabres mientras leía Bienvenidos en un largo letrero a todo lo ancho del camino. El destartalado autobús cruza la entrada del pueblo y ella mira por la ventanilla: la sorprende el brillo del azul. Floreana había olvidado completamente el cielo.

Desciende y estira las piernas. Sobre su cuerpo pesan demasiadas horas de carretera, sumadas al vaivén del trasbordador que la trajo desde Puerto Montt a la isla, y a los innumerables caminos de tierra por los que el bus ha debido internarse para llegar hasta el pueblo donde se encuentra el Albergue. Mide sus fuerzas con la maleta en una mano y la mochila sobre la espalda: sí, piensa, me la puedo todavía. Con los ojos busca la colina anunciada: de modo casi espectral se eleva el Albergue, recortado sobre el fondo del promontorio que mira al mar. El entusiasmo que el verde invernal le produce y las ansias por llegar la obligan a desentenderse del peso de su equipaje, y comienza animosamente el ascenso. Absorta, avanza por la senda polvorienta y apenas da una ojeada a la clásica iglesia de tejuelas, rodeada de casas y boliches. Identifica solamente los rótulos inevitables en la plaza de cualquier pueblo que merezca llamarse así, por muy dejado que esté de la mano de Dios: Municipalidad, Escuela, Bomberos, Policlínico, Retén de Carabineros…

Empinada es la ladera que deja atrás el pueblo.

Atisba en la cima, en medio de una espesa arboleda, esa curiosa construcción de madera a la que su fantasía ha llegado mucho antes que ella, y la excitación le impide oír el llamado del mar, allá abajo…

Aparece de pronto un hombre, o una parodia de tal: su cuerpo encorvado se halla cubierto de sucias lanas blancas y sus pies desnudos saltan como los de un conejo. Con una enorme sonrisa desdentada balbucea algo incomprensible mientras alivia a Floreana del peso de su maleta. Ella lo sigue hasta la puerta misma del Albergue.

– Buenos días, soy Maruja -se presenta una mujer que la recibe allí-. Tenía que habernos avisado a qué hora llegaba… ¡Miren que subiendo sola esa maleta! Si el Curco se la traía en un dos por tres… Porque usted debe ser la señorita Floreana, ¿verdad?

La mujer no espera respuesta, le basta la sonrisa tímida que Floreana le devuelve. Se limpia tres veces seguidas las manos en un delantal que no muestra huella alguna de suciedad.

– La estábamos esperando -continúa-. Bienvenida, bienvenida… Pase, le voy a avisar al tiro a la señora Elena.

Maruja, repite para sí misma Floreana, observando la figura gruesa y oscura, plantada en la puerta con su impecable delantal. Y cuando una leve brisa le limpia la fatiga del rostro, ella le agradece y piensa que le habría gustado sentirse siempre así. Y haber sido leve.


– Adelante, Floreana, aquí está tu casa -Elena abre la puerta de la cabaña tras cruzar un pequeño porche donde se acumula la leña.

Son cinco cabañas, cada una equipada para cuatro habitantes. Voy a vivir por tres meses entre veinte mujeres, más Elena que equivale ella sola a unas diez, medita Floreana mientras curiosea a su alrededor, sintiendo que se la tragan el olor de la madera y la tibieza de una salamandra encendida en la pequeña sala de estar. Al centro ve una mesa con cuatro sillas, y detrás una pequeña cocinilla adosada a la pared. Pero antes de fijarse en el escaso mobiliario, le llama la atención un libro abierto sobre la mesa del desayuno. Lo toma para leer su título: New Economics in the United States.

– ¡Por favor…! ¿Quién lee esto? -pregunta con el tono de las que nunca aprendieron matemáticas más allá de las cuatro operaciones básicas.

Elena se acerca con una calma que, Floreana sospecha, nunca la abandona.

– Constanza, no cabe duda.

– ¿Constanza?

– Sí, tu compañera de baño.

– ¿De baño o de dormitorio?

– No, cada pieza tiene una sola cama.

– ¿Y no has pensado aprovechar el espacio con dos camas por pieza?

– No, Floreana. Cualquier reparación posible pasa por dormir sola.

Mira a Elena sintiéndose un poco idiota y no se le ocurre qué decir.

– Tenemos un baño cada dos dormitorios, pero cada una tiene acceso propio -Elena continúa en su papel de anfitriona-. Cuando tú lo ocupas, cierras por dentro el pestillo de la otra puerta.

Entra al baño y hace la demostración. Floreana observa la cortina. ¿Habrá una simple ducha ahí detrás? Respira tranquila al ver la tina: tengo todo lo que tenía que tener, se dice recordando a Guillen. Como si le adivinara el pensamiento, Elena comenta:

– Tuviste suerte: no hay más que una tina por cabaña, el baño del frente sólo tiene ducha.

– Bueno, se la prestaremos a las otras dos cuando les entre el antojo de darse un baño con espuma -contesta Floreana de buen humor-. A propósito, ¿quién es Constanza?

– Ya iremos a mi oficina en cuanto descanses un poco y te explicaré todo lo que necesitas saber. En todo caso, se llama Constanza Guzmán.

– ¡Constanza Guzmán! ¿Es ella misma?

– Sí, la economista. ¿La conoces?

– No personalmente, pero todo Chile la ubica. Sale siempre en la tele, en los diarios, es una súper ejecutiva… ¡Qué increíble! Jamás imaginé encontrármela aquí…

La invade una leve timidez ante la idea de convivir estrechamente con una mujer tan famosa. Elena la interrumpe:

– También está en tu cabaña Toña París.

Esta vez su asombro es aun mayor.

– ¿La actriz?

– Sí, la actriz -sonríe su anfitriona.

– Pero, Elena -exclama Floreana, admirada-, ¡tienes mujeres muy destacadas aquí!

– No es raro -responde Elena-, suelen ser las que están más tristes.


Todo es mínimo, suficiente y preciso.

Floreana se tiende sobre la colcha blanca tejida a crochet, con miles de diseños que alcanzan el suelo en ampulosos pliegues; es el único lujo, se dice tocándola. Observa su austero entorno. El techo es bajo y sobre las paredes de color castaño brilla el barniz que protege la madera. Aparte del ropero, solamente una cómoda, un velador, un estante de libros y la pequeña mesa con su silla. Se imagina sentada allí, escribiendo cartas o, si el ánimo la acompaña, corrigiendo su última investigación, ésa que ha devorado largas, eternas horas de su vida.

Desempacar no le tomó mucho tiempo. Le dio un toque personal a su dormitorio ordenando algunos libros en el estante y poniendo dos fotografías sobre la cómoda. Una es pequeña, en blanco y negro: un niño de tonos oscuros y mirada seria, muy parecido a ella. La otra, aprisionada en un antiguo marco de plata, muestra un numeroso grupo familiar: una pareja de cierta edad en un sillón, al centro, rodeada de un considerable número de adultos, hombres y mujeres, y varios niños, muchos en realidad, distribuidos a sus pies en el suelo. Un convencional retrato de familia. Floreana lo contempla; son todos fragmentos de una misma especie, representan la continuidad de tres generaciones. Lo que ella no desea recordar es una tercera fotografía que ha dejado dentro de la maleta. En un principio la extrajo junto a las demás: desde un liviano marco de madera, una mujer cuya edad podría fluctuar entre los treinta y los treinta y cinco años -un poco más joven que ella misma-, de pelo ensombrecido y con una bonita sonrisa de dientes perfectos, observa a Floreana con ojos que la miran y no la ven. Una mirada que ya no es mirada, pero que intenta capturar la vida a través de sus pupilas fijas, engañosas como toda fotografía. Son esas pupilas las que Floreana no resiste, y decide guardar el retrato en la maleta.

El aura de Elena inunda ahora el dormitorio, y hacia ella se vuelve Floreana. ¡Cuántas veces se la mencionó su hermana Fernandina! No, no exageraba, un fuerte resplandor emana de ella. Sólo una vez la ha visto antes -no lo olvida-, hace tantos años: era un día oscuro, el aeropuerto, Fernandina partiendo al exilio aferrada al brazo del marido que nunca volvió, confundida entre la familia y los amigos que la despedían. Floreana retuvo en su mente esa figura que sus ojos percibieron como majestuosa. Ese momento coincidía con el adiós definitivo de Elena a su actividad política clandestina: la partida de su amiga Fernandina, con quien trabajaba, hizo estallar de una vez las contradicciones entre la mujer comprometida con su tiempo que Elena siempre fue -ayudando a los que estaban en problemas en un momento crucial de la historia del país-, y la que sentía, a fin de cuentas, que abusaban de su buena voluntad. Feroz combinación la de los pijes y los ultras, como le dijo Fernandina entonces. Es como si unos existieran gracias a los otros; éstos se aprovechan sistemáticamente de aquéllos, de sus sentimientos de culpa por venir de donde vienen, y al final los dejan botados.

Elena nunca fue una militante, le había explicado Fernandina a Floreana. Se convirtió solamente en una ayudista -como llamaban a quienes cooperaban con la causa de la resistencia sin realmente pertenecer a ella-, y lo hizo por su espontánea generosidad, por las ganas que tenía de servir y cambiar el mundo, como buena hija de los años sesenta.

Floreana no habría dejado la capital sin conocer la historia de este personaje que excitaba su curiosidad: la formación universitaria de Elena había coincidido con el comienzo de esos años -los benditos o malditos sesenta-, y muy pronto comenzó a sentir su alma partida en dos: por un lado su interés por la excelencia académico-profesional y por otro su vocación social. Estudiar medicina mitigó por un tiempo esta contradicción. Elena provenía de una familia adinerada y rangosa. No fue extraño, entonces, que se interesara por conocer ese otro mundo, el «Chile real». Para tomar contacto con la gente trabajó en el departamento de Acción Social de la Federación de Estudiantes. Pero como era una buena alumna, quiso completar su trayectoria académica con un doctorado en el extranjero, y al hacerlo en esa época, inevitablemente se desconectó de la militancia por la que sin duda habría optado de permanecer en su país. Al regresar a principios de los años setenta, se encontró con un Chile efervescente y políticamente polarizado. Cuando sobrevino el golpe de estado, quiso ayudar a sus amigos en desgracia: ella estaba «limpia», podía usar libremente sus infinitos recursos… entre otros, los familiares. En ese momento conoció a Fernandina. Trabajaron un tiempo juntas, y fue ésta quien, llegado un cierto punto, la reconvino: aquéllos a quienes ayudas te exponen, le dijo, no te dan cobertura, son deshonestos contigo al no informarte de los peligros que corres, se han aprovechado de tu buena fe. Elena terminó por cortar con la izquierda de la resistencia, pero al bajar esa cortina la acometió el vacío. Buscó entonces una salida individual para su propia vocación. Se había especializado en siquiatría y a través de su trabajo clínico en los consultorios populares pudo palpar la realidad de las más desamparadas. La comunicación fluía sin problemas entre ella y las mujeres que trataba, y se sorprendió al ver acrecentarse su sensibilidad en el contacto con las de su propio sexo. Según Fernandina, esa experiencia había constituido el turningpoint de Elena.


Ya está en el Albergue: el tiempo no se escurrirá y Floreana podrá observar a Elena con toda calma. Pasea su vista por el dormitorio y la detiene en una alfombra de lana blanca y gruesa; es típicamente chilota, se dice al recordar aquel mercado en Dalcahue donde había comprado otra idéntica para la primera casa que armó por su cuenta, al casarse. ¿Dónde estará hoy esa alfombra? Muchos años y muchas casas han transcurrido para semejante pregunta. Luego de deslizar suavemente sus manos por el mañío que uniforma los muebles, aspira profundamente el aire: tiene la certeza de habitar al fin en el cuarto que buscaba. Éste va a ser su cuarto propio durante los próximos tres meses.

2

– ¿Dónde está nuestra nueva conviviente?

La puerta de la habitación se abre y Floreana, aún adormilada sobre su cama, mira confundida. Reconoce aquella figura que tanto ha apreciado sobre las tablas y en las pantallas de televisión: una silueta elástica, muy joven, vestida enteramente de negro, el pelo color naranja cortado casi al rape. La miran dos ojos enormes, negros también, y oye una voz áspera que parece no hacer concesiones.

– Hola, yo soy Toña -se acerca a saludar a Floreana y le besa la mejilla-. ¿Ya hablaste con Elena? ¿Lo tienes todo claro?

– Sí -el sueño todavía flota vaporoso alrededor de su conciencia-, estuve en su oficina.

– Bueno, si tienes alguna duda -dice Toña-, aquí estamos nosotras para aclarártela. ¡Angelita, ven! -se vuelve hacia alguien que Floreana no ve-. ¡No seas tímida, si ya se despertó!

– ¿Podemos entrar? -pregunta con recato otra mujer, asomándose a la puerta. Su rostro, a contraluz, no se distingue bien.

– Mejor me levanto y nos tomamos un café -sugiere Floreana, incorporándose.

Se alisa el pelo y la ropa, se calza las botas forradas en lana de las que no piensa desprenderse en toda su estadía y camina hacia la sala de estar. La mujer de la puerta ya ha tomado la tetera para hervir el agua.

– Siéntate -le dice Toña a Floreana-, por hoy te atenderemos nosotras. Ella es Angelita Bascuñán. No se conocen, ¿verdad? Nuestras piezas están aquí -las apunta con el dedo-, al frente tuyo, y compartimos baño. Angelita es para mí el equivalente de Constanza para ti, y las dos son… ¡insoportablemente glamorosas! -suelta una risa breve.

Caída del cielo. Ésa y no otra es la sensación de Floreana al mirar a Angelita: sus reflejos dorados asoman como si ella misma fuese una hojuela de maíz. Obscena tanta belleza, piensa. A pesar de su aire distinguido, Angelita lleva la más común de las vestimentas: jeans y un suéter azul de cuello subido, lo apropiado para el clima duro del sur. Tiene ojos verdes que recuerdan los de un gato y sus manos se ven suaves, sin asomo de sequedad o aspereza alguna. Se acerca a besarla, con una dulzura casi opuesta a la actitud de Toña.

– Vas a ser feliz aquí, Floreana -le dice-. Muy feliz.

– Si es que se puede ser feliz en alguna parte -dispara Toña con ese dejo de cinismo al que Floreana pronto se acostumbraría.

Angelita saca del mueble de cocina el tarro de Nescafé, un azucarero pintado con flores azul pálido y tres tazas de la misma loza floreada. En un momento todo está dispuesto. Con razón se llama Angelita, piensa Floreana, nadie con esta hermosura podría llamarse Ángela a secas.

– De Toña ya lo sé todo -se dirige a ella con curiosidad-, o al menos lo que todo el mundo sabe. ¿A qué te dedicas tú?

– Técnicamente, soy dueña de casa -Angelita lo dice con cierta ironía, mientras vierte el agua en las tazas con cuidado y levanta la vista-. Y tú, Floreana, ¿qué haces cuando no estás triste? -esto último lo pregunta con humor, para alivio de la recién llegada que aún no sabe cómo se lo toman las mujeres del Albergue.

– Soy historiadora. Me dedico a la investigación.

– ¿Y qué haces después con tus investigaciones? -pregunta Toña.

– Las publico y terminan siendo libros que nadie lee, salvo algunos especialistas tan locos como yo.

Toña se ríe y hace unas exageradas muecas de espanto con sus labios pintados de ciruela.

– Como si nadie fuera a ver mis obras de teatro… ¡Qué frustración! O como si mis programas en la tele no tuvieran rating.

– No, no es igual… Los historiadores sabemos desde el principio que la nuestra es una vocación solitaria.

– ¿Cuál es tu especialidad? -Toña quiere saberlo todo.

– El siglo XVI chileno. También me he adentrado en el XVII… Pero el XVI es mi fuerte.

– Uy, ¡qué aburrido! ¿Por qué no elegiste algo más vivo? -los gestos de Toña son divertidos, habla con su rostro.

– A mí me parece estupendo -la interrumpe su compañera, muy compuesta en la silla, las manos entrelazadas sobre su falda-. No sé nada de historia, nada, y no me vendrían mal unas lecciones.

– Bueno -se disculpa Floreana-, la gracia está en hacerlo vivo, pero en fin, hace un par de años cambié de tema y he incursionado en otra cosa…

– ¿En cuál?

– La extinción de la raza yagana.

– ¿Qué es eso? -pregunta Angelita.

Está a punto de hablar del sur austral de Chile, de la Patagonia, cuando se abre la puerta y entra la cuarta integrante de la cabaña. Floreana no desvía ni un poco su mirada: es tal como la recuerda de las fotos en la prensa.

– Tú eres Constanza -le dice de inmediato.

La sonrisa que la otra le devuelve mientras se desprende de su chaqueta entraña siglos de reserva. Es una sonrisa melancólica, aunque su figura irradie un aplomo imposible de ignorar. Floreana aplica sobre ella una especie de radiografía: su porte altivo sobrepasa el de las demás, la espalda se mantiene orgullosamente recta y sus largas piernas se adivinan bien torneadas bajo el pantalón de franela gris. Constanza irradia un colorido castaño claro, con tenues luces casi amarillas. Pero es sobre sus uñas que Floreana fija su atención: el corte es perfecto, están delicadamente limadas y esmaltadas, y no sobra cutícula alguna. Son las uñas más cuidadas que jamás ha visto.

(Al desempacar, sola, en el dormitorio, Floreana había entrado al baño a dejar sus cosas y encontró las de Constanza. Cómo sospechar que usaba esta crema o que tomaba estas cápsulas cuando la veía en las noticias o en una entrevista, se dijo analizándola a través de sus objetos más íntimos; o que ésta es su colonia… Es lo que nunca sabemos de las otras, ni siquiera de las cercanas. ¿Cómo será el botiquín de Isabella, el de Fernandina? No sé qué crema se ponen de noche mis hermanas, y ahora lo sé de Constanza Guzmán.)

Ya son las siete de la tarde; a las siete y media irán a la casa grande, donde se hallan el comedor, la biblioteca, la oficina y el departamento de Elena, y donde se desarrolla la actividad comunitaria. Hoy, a la hora de comida, Floreana será presentada.

Conversando todavía con sus compañeras de cabaña, no deja de sentir un rayo de opacidad cayendo sobre ella. La originalidad y el desenfado de Toña, la belleza y la dulzura de Angelita, la superioridad que emana de Constanza, la golpean al mismo tiempo. ¿Por qué tuvo que tocarme esta cabaña? Yo venía a convivir con mis iguales, gente normal, mujeres de carne y hueso… Voy a ser la que desentona, la aburrida, la común y corriente… Seguiré siendo exactamente lo que he sido siempre.


Arropada en su propia tibieza, Floreana no puede conciliar el sueño esa noche, a pesar del cansancio que se ha adueñado de cada uno de sus huesos. Un carrusel de rostros y nombres la confunde. Ha visto mujeres por todos lados. No trates de retener todas las caras, le había advertido Elena, lentamente se te irán grabando las que valgan la pena. Entre palabras cordiales y risas solidarias celebraron su llegada. Por ahora, recuerda a Olguita y a Cherrie, que se sentaron a su lado en la larga mesa del comedor.

Olguita viste de riguroso negro y su cabello, delgado y grisáceo, luce tirante por un moño recogido sobre su nuca. Ella es la que teje las colchas a crochet, como la que Floreana acarició con tanta devoción al tenderse por primera vez en su cama.

– Yo soy de la zona -le dijo Olguita-, de Puerto Montt. Y tengo el orgullo de haber inaugurado el Albergue con Elenita, hace ya más de seis años… y tengo setenta.

Fue la primera en llegar. La envió su yerno, el chofer del intendente, por recomendación de éste, y ella accedió contenta. Una flexibilidad poco común a su edad, reflexiona Floreana.

– Mire, mijita, yo ya estoy vieja, a mis hijos y nietos les sobro. Vine aquí cuando enviudé, segura de que ya nadie más me iba a querer en lo que me quedaba de vida. Pasé los tres meses reglamentarios y volví a la ciudad. Pero allá me sentí tan, tan sola que al poco tiempo me pillé sacando cuentas: mantenerme un mes en Puerto Montt me costaba lo mismo que un mes aquí. Encontré una tontera gastarme la pensión y mantener una casa grande y vacía para la pura soledad. Entonces le escribí a Elenita y le propuse venirme a vivir en el Albergue, con la condición eso sí de volverme a la ciudad cada vez que ella necesitara un espacio urgente para otra mujer. Y así lo hemos hecho.

A la hora de los postres, saboreando el dulce de mora que cubre el flan de leche, le dijo:

– Aquí yo no sobro, mijita, aquí me quieren. Dios me dio la virtud de tejer y poco a poco he ido haciendo estas colchas que usted ha visto. Me demoro meses en cada una. Ahora me faltan dos no más para las camas de la cabaña del fondo, y listo, quedan todas las piezas completas. Elenita me compra los hilos para el crochet. Y cuando termine las colchas, voy a hacer manteles, cortinas y mantillas… ¡si hasta los podemos vender! Elenita cobra lo justo y necesario, y no le vendría nada de mal una platita extra. Es que ella dice que si cobrara más, esto se repletaría de viejas ricas y ociosas, y quedarían fuera las mujeres que de verdad lo necesitan.

Las arrugas en el semblante de Olguita hablan de alguien que ha debido surcar con esfuerzo cada día de sus largos setenta años.

Cherrie, que comparte cabaña con Olguita, es de otro estilo. Es una mujer joven y al reír muestra unos dientecillos inocentes, como si fuesen de leche. Se enorgullece de su oficio: es artesana y hace muñecas. Nació en Osorno, sus abuelos eran alemanes empobrecidos y ella cuenta que tuvo una infancia muy estrecha. Floreana observa los coquetos vuelos de su blusa bajo el grueso chaleco, mientras ella afirma, tocándose las caderas, que ser «rellenita» no es un mal. A la hora de la «quietud», como llaman al atardecer, cuando se convive escuchando música, leyendo o trabajando en cualquier cosa, ella confecciona sus muñecas. Con manos de oro va formando los cuerpos de trozos de madera -desprecia el plástico-, y luego pinta las cabezas de loza que ha traído consigo. Después les fabrica el pelo con los materiales más diversos y las viste, cosiéndoles amorosamente la ropa, los calcetines, los zapatos. Le habla a Floreana sin darle respiro: su formación consistió en aprender técnicas usadas en la confección de muñecas exclusivas para las niñas ricas de principios de siglo. No sé nada de peluches, le dice, eso no entra en mi rubro, pero algún día te contaré de las muñecas con música y también de las que tienen piezas desmembrables. Su cabaña está llena de estas maravillas que regalará al resto de las mujeres cuando deba partir.

(Son unos mamarrachos, le diría después Toña, parecen del siglo pasado. Pero Angelita la había contradicho: ésa es la gracia que tienen, no le hagas caso, Floreana, te van a encantar. Y Floreana pensó que el pelo rubio de Cherrie era igual al de las muñecas.)

Durante la comida observó, repartidas en distintos asientos, a sus compañeras de cabaña. Toña es el alma de la fiesta, la pongan donde la pongan. Imposible que esté calmada o pase inadvertida, y cuenta con que las demás sean sus espectadoras. Angelita, que la sobrepasa al menos por quince años, es su compañera inseparable. Comen también juntas. Constanza, en cambio, está lejos y, aunque se la ve rodeada por tantas, parece comer sola; proyecta una rara distancia intraspasable. Elena la observa a menudo. ¿Será una de sus favoritas? No es que Floreana ponga en duda la ecuanimidad de la anfitriona, sino que la siente -por este detalle- humana, vulnerable. Constanza no se sabe centro de mirada alguna y efectúa cada acción con parsimonia, desde la frase que le dirige a su compañera de asiento hasta el rutinario acto de untar el pan con mantequilla.

Floreana se arropa todavía más. Hace un buen tiempo que no duerme tranquila, y entrega sus esperanzas a la noche. Se siente segura; el cielo de las solitarias hará callada vigilia sobre el Albergue y los cerros.

3

– Es que las mujeres, Floreana -dice Elena mientras caminan hacia el pueblo-, ya no quieren ser madres de sus hombres… y tampoco quieren ser sus hijas.

– ¿Y qué quieren ser?

– Pares. Aspiran a construir relaciones de igualdad que sean compatibles con el afecto.

– No me parece una aspiración descabellada…

– Tampoco a mí. Pero existe una mitad de la humanidad que lo pone en duda.

– ¡Y una mitad más bien poderosa!

– Es raro esto que nos pasa… Hemos crecido, hemos logrado salir hacia el mundo, pero estamos más solas que nunca.

– ¿Por qué?

– Porque se nos ha alejado el amor.

– ¿Lo sientes así, tan rotundo?

– No es que lo sienta; lo sé. Lo veo todos los días. Creo que la desconfianza y la incomprensión entre hombres y mujeres va agigantándose. Los viejos códigos del amor ya no sirven, y los hombres no han dado, o nosotras mismas no hemos dado, con los nuevos…

Elena se vuelve hacia el mar, verifica el persistente tronar de las olas.

– El sueño -continúa- era que, en la medida en que abarcáramos más espacio y tuviéramos más reconocimiento, seríamos más felices. Pero no me da la impresión de que esté siendo así.

Mierda, piensa Floreana. Reconoce la verdad en el diagnóstico de Elena, pero no tiene ganas de que se lo comprueben. Un dolor aún no anestesiado la impulsa a pronunciar palabras que creía secretas.

– ¿Sabes, Elena? Es tan cierto lo que dices, que después de muchas idas y venidas he optado por lo más sano: la castidad.

– No me parece una buena idea, eres muy joven todavía.

– De acuerdo… Se podría juzgar como una renuncia seca, muerta. Pero, en serio, no quiero tener nunca más una pareja.

Mi instinto me acerca a los hombres, se dice atribulada, y mucho, pero sólo la absoluta prescindencia me permite ganar la pelea y tener paz. Siente una vez más su cuerpo como un estuche cerrado que no debe abrirse, para que no se desparramen las joyas guardadas allí. Lo pensó aquel día en que resolvió vivir en castidad.

– No puedes torcer la naturaleza -agrega Elena-. Creo que esencialmente es buena, aunque a veces los destinos están mal trazados. Deja la castidad para el día en que no tengas pasión alguna que esconder o confesar. Entonces, créeme, vas a ser libre.

– ¿Eso también lo sabes?

– En carne propia. El día en que la libido me abandonó, en que prácticamente desapareció, comprendí que había alcanzado la libertad.

– ¿Cuándo te ocurrió?

– Cerca de los cincuenta años. Todo cambió: nunca más un dolor… de ésos, al menos.

– Y tampoco un hombre…

– No tengo una posición, digamos, militante. De vez en cuando puede haber un encuentro… pero suave, relajado, sin las connotaciones de antes. Voy por otro riel, definitivamente.

– ¿Pero es cierto eso? ¿Se acaba la libido algún día?

– Sí. Bueno, no sé si a todas les pasa, pero ésa es al menos mi experiencia.

Elena es un cuento aparte, piensa Floreana, en el amor como en tantas otras cosas.

Evoca a sus hermanas hablando de Elena con indisimulada envidia por los estragos que producía en el sexo opuesto y los muchos enamorados que la rodeaban constantemente. Recuerda los escándalos que le atribuían los que no soportaron la forma en que Elena les dio la espalda a sus orígenes. ¿Y a esta mujer -¡a ella!- la abandonó la libido? Se desconcierta observando esos ojos de aguamarina sin asomo de maquillaje. Sus arrugas están tostadas por el sol y luce el pelo blanco como un desafío, parece orgullosa de mostrar que por ella el tiempo no ha pasado en vano. Aunque parezca contradictorio, piensa Floreana, ese rostro y sus huellas resultan joviales y dignos al no intentar disimulo alguno. Su porte perfecto no amaina con el tiempo, su cuerpo sigue siendo templo, baluarte y gloriosa fortaleza. ¿Cómo iré a ser yo a esa edad? Así, como ella, aunque pusiera todo mi empeño, ciertamente no.

Llegan al almacén. Pegada a la vitrina, una hoja de cuaderno escrita con lápiz a pasta azul dice: Se vende vaca. Entran donde la anciana señora Carmen, probable protagonista de la vida del pueblo desde antes que éste naciera. Su brazo derecho no existe y la manga de su delantal cuelga vacía.

Luego de los saludos, Elena le pide azúcar.

– ¿Un kilo o cinco?

– Déme dos no más, señora Carmen, que luego voy a la ciudad.

– ¡María! -pega un grito la vieja-. ¡Tráete dos kilos de azúcar!

Floreana supone que María estará en la bodega oscura que se insinúa detrás del mostrador.

– Por mientras, déme un paquete de mantequilla.

Los movimientos de la señora Carmen son lentos como los de un ave herida. Estira su única mano hasta el estante, saca la mantequilla y la envuelve en papel. La operación toma exactamente ocho minutos. Nadie llega con el azúcar.

– ¡María! -el segundo grito es igualmente sonoro-. ¡Tráete la azúcar!

Elena pide fósforos: todo el procedimiento tarda casi lo mismo que con la mantequilla. No hay caso, el azúcar no llega.

– ¿Cuánto le debo, señora Carmen?

La vieja trata de sujetar una pequeña libreta y al mismo tiempo sumar las tres pequeñas cifras con una máquina calculadora. Que no se preocupe, le dice Elena, ella sumará. Al tercer grito hacia la invisible María, Floreana empieza a taconear el suelo con su bota, enervada.

– Calma -le susurra Elena al oído-. Tienes que olvidarte de la ciudad; estamos en el tiempo del sur.

Se encuentran con un carabinero a la salida del almacén. A Floreana le sorprende la amabilidad de su trato con Elena:

– ¿Todo bien, señora Elena? ¿No se le ofrece nada?

– No, gracias, mi cabo, todo bien.

– Estamos preparando la llegada del ministro.

– ¡Qué interesante! ¿Cuándo llega?

– Dentro de diez días. Pero no se preocupe, le avisaremos a tiempo -responde pronunciando con precisión cada s y cada z.

Se lleva una mano a la gorra y se despide. En uno de sus dedos reluce un grueso anillo con una piedra roja al centro.

– El ministro es amigo mío y ellos saben que yo moví algunos hilos para que viniera -le explica Elena a Floreana; cuando termina la frase, la alcanza un anciano vestido pulcramente-. ¿De nuevo la cuenta de la electricidad, don Cristino? -Elena descifra el papel que el anciano le muestra.

– Es que alguien tiene que explicarme, pues, Elenita. El costo de un kilovatio… ¿dónde dice el costo? ¡Yo no puedo pagar estas cuentas!

– Pregúntele al ministro, don Cristino. Viene en diez días más. Usted sabe que yo no entiendo de kilovatios…

– Pero si usted entiende de todo, Elenita, no se haga la lesa.

– Le sugiero que hable con el alcalde para que le fije una audiencia, no vaya a ser que ese día no pueda conversar con el ministro.

– Buena idea, buena idea…

Parte don Cristino camino a la Alcaldía.

– Siempre la misma historia -se ríe Elena-, vive obsesionado con los kilovatios.

– Se ve que te quieren en el pueblo.

– Al principio me miraban con bastante recelo. Tuve que superar un lento proceso de aceptación… y por fin se hizo claro que a ambos, pueblo y Albergue, nos cundía más si hacíamos alianza. Les trajimos un poco de prosperidad, también. Constituimos una buena fuente de trabajo para ellos, desde la señora que nos hace el pan cada mañana hasta los pequeños agricultores que nos venden los corderos, los patos y los vacunos. Además de los huerteros con sus hortalizas, porque nuestra pequeña huerta no da para abastecernos… ¿Te imaginas la fortuna que se ha hecho con nosotras el tipo de la Telefónica, o el del Correo? También ayudaron las conexiones que tengo en Santiago. Tú sabes, éste es un país chico y no es difícil conocer gente. Consigo que los parlamentarios vengan más allá del período de elecciones y que gestionen proyectos. Pero la razón por la que más me quieren es el policlínico.

– ¿Tú lo formaste?

– No. Cuando yo llegué, tenían la infraestructura pero no había médico. Ningún profesional parecía dispuesto a venirse a este pueblo perdido. Convencí a un colega que atravesaba por una crisis personal en Santiago para que se viniera. El pueblo adquirió otro carácter ahora que tienen doctor. Y el policlínico es su orgullo, vienen de todos los pueblos vecinos a atenderse aquí.

– ¿Y cómo se te ocurrió formar el Albergue? -pregunta Floreana mientras comienzan a escalar la colina, a la salida del pueblo.

– Mi padre era un hombre muy rico y construyó un hotel en esta isla por puro capricho, antes de que estuviera de moda, cuando aún no existía en este país un concepto del turismo como negocio. Lo recibí de herencia a su muerte. Mis hermanos decidieron que yo era la única chiflada de la familia que podía sacarle algún provecho.

– El lugar es estupendo y tiene una vista privilegiada. Si lo hubieras destinado a un hotel común y corriente habrías ganado mucha plata.

– No es tan cierto. Tendría clientes sólo en verano. ¿A quién se le ocurriría pasar aquí el invierno? Pero la verdad es que ni el lucro ni la hotelería me interesaban.

Floreana constata el buen estado físico de Elena a través de la fluidez con que habla, a pesar del esfuerzo que significa subir la colina.

– ¿Cuándo te vino la idea del Albergue, entonces?

– Cuando detecté un nuevo mal: las mujeres ya no eran las mismas, pero no todos los resultados del cambio las beneficiaban.

– ¿O sea?

– O sea que, alcanzada su autonomía, se quedaron a medio camino entre el amor romántico y la desprotección.

– ¿Y eso es todo?

– No deja de ser. Los hombres se sienten amenazados por nuestra independencia, y esto da lugar al rechazo, a la impotencia… y así empieza un círculo vicioso bastante dramático.

– A este rechazo masculino siguen el desconcierto y el miedo femeninos; ¿es ésa la idea?

– Es que las mujeres viven esta lejanía como agresión, lo que a su vez produce más distancia en ellos. ¿Te das cuenta del resultado? Las mujeres se vuelcan más hacia adentro, se afirman en lo propio…

– Se quema la cara de la luna.

Elena la mira, interrogante.

– ¡Olvídalo! Es parte de la mitología del pueblo yagan.

– Bueno, el resultado es lisa y llanamente el desamor -dice Elena, categórica.

Se detiene y mira a su interlocutora con intensidad, como advirtiéndole que no bromea.

Floreana le cree. ¡Cómo no va a creerle, si lleva las marcas del desamor en sus propias espaldas!

– Me haces un diagnóstico, de acuerdo -prosigue tras unos momentos Floreana, reanudada la caminata-, pero lo que no me has respondido es qué te trajo hasta aquí.

– A ver… Todo comenzó cuando partió Fernandina. Abandoné el trabajo político y fui desarrollando a fondo mi profesión. Al trabajar con los problemas sicológicos y culturales de mis pacientes, fui descubriendo que para poder sanarlas, en este mundo tan complejo, no bastaba la actividad siquiátrica que yo podía ejercer en la ciudad; era necesario darle un carácter más sistemático al proceso de recuperación de las mujeres.

– ¡Menuda tarea! ¿Cómo se puede lograr?

– Mis objetivos son modestos. Algo se logra permitiéndoles «socializar» sus penurias, contarse sus dramas individuales, los que, créeme, siempre terminan siendo colectivos, y generando así una atmósfera de compañerismo.

– ¿A condición de estar a más de mil kilómetros de Santiago?

– Ironías aparte, sí. El silencio es vital, Floreana. Concebí un lugar lejos del mundanal ruido, donde las que necesitan recuperar la paz puedan hacerlo, para luego reinsertarse…

– ¡Qué difícil armar esta enorme empresa!

– Sí -Elena suelta una risa divertida-. No fue fácil; tengo un punto de vista medio heterodoxo y no encontré apoyo institucional. Tampoco una socia dispuesta. Pero perseveré, eché mano a mis propios recursos, y contra viento y marea me vine.

– A fin de cuentas, Elena, ¿qué es el Albergue? ¿Una terapia, una casa de reposo, un hotel entretenido, un resort ecológico? ¿Puedes definírmelo?

– El Albergue es lo que tú quieras que sea.

Floreana guarda silencio un trecho, concentrada en el brillo de las piedras lavadas por la lluvia, semihundidas en la huella de barro.

– Y con ello -insiste-, ¿resolviste tus propias inquietudes?

– Sí. Logré lo que no pude hacer en los veinte años anteriores: ayudar realmente a personas de carne y hueso. He llegado a una profunda tranquilidad personal.

No cabe duda, basta mirarla, piensa Floreana.

– Los tiempos en Chile estaban muy revueltos entonces, y esperé a que eso acabara -sonríe Elena, maliciosa-. ¿Te imaginas la cara de los militares ante un grupo de mujeres refugiadas en un cerro de Chiloé?

– ¡Una facción lesbiana del Frente Patriótico!

Elena se ríe. Al llegar a la arboleda que anuncia la gran construcción central de alerce y sus cinco cabañas, da un cierre a sus ideas:

– Cuando en Chile comenzó la transición a la democracia, sentí que estábamos todos convocados a construir acercamientos, a hacer posible esa convivencia que antes no tuvimos. Pero como yo ya estaba lejos de la política, mi proyecto fue éste. Me vine con camas y petacas. La ciudad ya no me interesaba, mi alma buscaba desesperadamente lugares todavía humanos. Entonces abrí el Albergue.

4

Esa tarde, al caer la hora obligatoria de silencio, Floreana abre el último cajón de la cómoda y saca las fichas de su investigación. Las recorre hasta dar con la que busca.

«Cuenta la mitología que antiguamente, cuando mandaban las mujeres, los hombres estaban obligados a obedecer y a efectuar todos los trabajos, aun los menos agradables. Para mantener a los hombres en esta subordinación, las mujeres habían inventado unos juegos que transformaron en la ceremonia llamada Kloketen. Éstos consistían en que las mujeres se pintaban el cuerpo de formas diversas y a través de la pintura se convertían en espíritus. Por medio de apariciones de estos espíritus fingidos, atemorizaban a los hombres haciéndoles creer que tales espíritus descendían del cielo o salían del interior de la tierra.

»Sigue refiriendo la mitología que un día el Sol, en aquel entonces hombre inteligente y buen cazador, era marido de la Luna, la que ejercía gran influencia sobre las demás mujeres. Un día el Sol, al regresar de la caza, observó cómo dos mujeres se bañaban en el río, haciendo desaparecer del cuerpo la pintura con la cual se presentaban como espíritus.

»E1 Sol comunicó sus observaciones y sospechas a los demás hombres, quienes seguían observando a las mujeres sigilosamente; de este modo se descubrieron los engaños. Entonces los hombres, muy enojados y armados de un gran palo, asaltaron el rancho del Kloketen, matando a todas las mujeres. La luna, que era de gran poder, recibió también un fuerte golpe. Pero en seguida se estremeció el mundo entero y el cielo amenazaba romperse. Nadie se atrevía a darle un segundo golpe para terminar con ella. Al final, un hombre valiente la echó al fuego; mas la Luna logró huir hacia el cielo, llevándose en el rostro algunas quemaduras que todavía pueden verse.

»Muertas así las mujeres, con excepción de las creaturas pequeñas, los hombres estudiaron la manera de imitar y practicar los juegos que antes ellas ejecutaban. Se pintaron de la forma más variada y según las características del espíritu a quien querían representar. Engañaron a las mujeres de igual modo y las tuvieron bajo su dominación. Hoy, ellas contemplan desde lejos los movimientos y bailes de esos espíritus y el miedo las mantiene sujetas a la voluntad de sus maridos.»

Hacia la derecha de la arboleda, en cuyo interior parecen esconderse las cabañas, se levanta una pequeña construcción, aislada, a la que llaman «capilla». No se escucha ningún ruido humano. La hora de silencio es solemnemente respetada por las mujeres. Viendo que aún le queda tiempo, Floreana se dirige hasta ahí.

Entra y se sienta en un banco. Todo es de madera. En lugar de las inexistentes imágenes -ni Jesús, ni Buda, ni Krishna-, sólo troncos en los muros y en el cielo, y al centro, presidiendo los bancos, un entramado de varillas de canelo forma un dibujo, una escultura, un altar virtual que la naturaleza pura ofrenda a las huéspedes.

Debe haber estado pendiente Floreana de que estaba viva. Todo su silencio -¡bendita hora diaria!- se concentra en un detalle inmenso: no ha muerto. Ella no ha muerto. El movimiento de sus vísceras continúa, como la respiración a través de su apretada garganta: no duele el aire que del mismo aire penetra. Por lo tanto, está viva. Sigue pensando, aunque sus pensamientos no tengan ton ni son: está viva. Siguen frente a sus ojos las varillas de canelo: está viva. Y los troncos en el cielo: está viva. Sus dedos siguen apretándose unos a otros: está viva. Se levantará, caminará por la arboleda y si se cruza con el Curco, éste saltará como conejo: por lo tanto, el Curco y ella están vivos. Entrará a la cabaña y la controlada voz de Constanza romperá la ausencia de sonido: imposible no estar viva si oye a Constanza en su hablar. La lluvia, sí, también la lluvia romperá el silencio, y si ella aún escucha la lluvia y siente la lluvia, y se moja con la lluvia, quiere decir que no ha muerto.

Ella no ha muerto.

Aunque parezca romperse el firmamento y la lluvia dé paso a la tormenta y se aproxime la borrasca y crujan vidrios y puertas, no morirá. La lluvia insensible y despiadada y desnuda, la tormenta y el firmamento enfurecido, serán inofensivos. Porque la vida aún no la ha descartado.

En la capilla, Floreana piensa en la muerte.

Luego, al saberse viva, recuerda que el camino a casa está siempre abierto. Ésa es la esperanza, le dijo Dulce un día: la última llama. Pero Floreana se pregunta: la casa y la patria, ¿qué son, dónde están?

Palabras que retumban en la madera vacía.

Su archivo de historiadora es un delirio del tiempo detenido. Todo lo que quedó del pasado yace ahí, inmovilizado en su materialidad. Ella lo hará vivir: es una forma de controlarlo. En los documentos mismos nada puede pasar ni cambiar, pero ella los hará bailar a su ritmo. Su interés en la Patagonia, ¿no es, Floreana, una fascinación por esa marginalidad radical que implica la extinción, los mundos que se acaban? Es la forma más absoluta de desaparecer de la historia. («Allí, al abrigo de sus pobres chozas, me referían cómo y de dónde habían venido los primeros hombres a estas regiones; cómo se formó la inmensidad de los canales y la nieve eterna que cubre de blanco sus montañas. Me dejaron conocer los nombres de las aves y demás seres vivientes, refiriéndome la particularidad mitológica de cada una de ellos; finalmente me referían los destinos de su raza, su pasado y su presente, y el porvenir oscuro que los condena a una desaparición definitiva.»)

Mis muertos vivirán en mi recuerdo, pero, ¿qué pasa con un pueblo entero que desaparece de la geografía y, finalmente, de la historia? Sólo la memoria rescata a esos hombres y esas mujeres, allí vuelven a vivir. Consuelo que no les queda a los muertos propios, los que una amó, los que no perecieron colectivamente.

La memoria es más potente que el recuerdo.

La memoria quedará en los textos, el recuerdo no.

Y la patria. En latín, la tierra de los padres. ¿Dónde está el origen, dónde la pertenencia? No te engañes, Floreana, la historia para ti no es más que una necesidad, una forma aparentemente digna de buscar arraigo, de aplacar tu infinito terror a su opuesto, el desarraigo. Si estudias la dimensión temporal de los problemas del hombre es porque el tema del tiempo es para ti vitalmente significativo, por tu miedo a su volatilidad, a lo perecedero. Pobre Floreana, tan profunda tu angustia frente al no pertenecer. Sólo te queda rescatar. Eso es tu profesión: rescatar lo vivo de los muertos.

No, Dulce, no conozco bien el camino a casa.


No debo confundir este mar con el de Ciudad del Cabo, se repite Floreana. No es su deseo desamar estas aguas frías, azules y australes. Fija los ojos hasta que no queda en ellos ni una gota de humedad. Entonces atraviesa la arboleda y se dirige a la casa grande. Al inscribirse esa mañana en el diario mural de la entrada para ayudar con el almuerzo, le agradó la idea de participar en el trabajo doméstico, no sólo porque las dos chiquillas del pueblo no dan abasto sino porque hacer cosas mínimas le viene bien. Nada grandioso, nada que sea tan fuerte que carezca de lenguaje. Floreana ha llegado al momento paralizador de enfrentarse con sensaciones tan intensas que no es posible, a su juicio, modularlas. El dolor no tiene lenguaje, el cáncer tampoco lo tiene, la injusticia no lo tiene. La representación nunca podría ser suficientemente pura; falsearía las imágenes con sólo pretender describirlas.

Camina rápido para tomar su puesto en la cocina. Pelar papas no requiere palabras. Eso, además de la poética monacal que el Albergue le sugiere, la calma. Confía en que llegará el día en que las aguas de Ciudad del Cabo, frente al mar de Chiloé, sean sólo una coincidencia a lo lejos. Pero no se engaña, sabe que el mar no lo es todo y que deberá aprender a vivir con otros fantasmas, multiplicadamente innombrables.

Acercándose a la casa, detiene su atención en esas hortensias purpúreas, lilas, moradas, celestes, azules, escarlatas… tantas hortensias descansan con su voluptuosa pigmentación contra la madera. ¡Los lirios del campo!, recuerda Floreana… ¿dónde, dónde está la voluntad de Dios?

5

– Elena piensa que todo ser humano extirpado de sus raíces tiende a reproducir, donde lo pongas, su hábitat anterior -afirma Toña, bebiendo un sorbo del insípido Nescafé-. Por eso combina los espacios comunes con el gueto: la distribución de las cabañas no es casual.

– Eso es una idea tuya -replica Angelita-. Primero, no le viene al carácter de Elena, y segundo, ella no puede saber quién va a llegar a cada espacio que se desocupa.

– Puede ser… Pero yo he observado la onda de cada cabaña, he establecido categorías y les he puesto nombre.

– A ver, dale -pide Floreana de buen humor, mientras apoya sus botas forradas de lana sobre una silla, tratando de no mancharla con el barro adherido a las suelas.

– En la primera cabaña -Toña estira su cuerpo elástico al hablar- están las esotéricas, que son evidentes y no requieren mayor explicación; vuelan entre las hierbas y la astrología y siempre se muestran cálidas. En la segunda, las «proletas»…

– ¿Las proletas? -Angelita, con el cepillo de pelo en una mano, las mira desconcertada.

– Las proletarias, mujer… Las pobres del mundo. Olguita, Cherrie, Maritza, Aurora. ¿Qué tienen ellas cuatro en común? La pobreza, pues, Angelita, ubícate… En la tercera están las intelectuales, todas súper profesionales, densas y un poco insoportables… de esa cabaña hay que arrancar lejos. La cuarta somos nosotras, las vip.

– Yo no creo ser una very important person… -objeta Floreana.

– No seas tan literal -se impacienta Toña-. No significa que todas se ajusten en un cien por ciento a la nomenclatura, hablo de la línea general. Además, tu hermana es diputada y tú ya has publicado dos libros.

– Si es por eso, la que sobra aquí soy yo, nunca he hecho nada importante -se queja Angelita mientras con una traba ordena su hermoso pelo en una larga y dorada cola de caballo que agita coquetamente-. Las vip son Constanza y Toña, y nosotras dos pasamos coladas…

– ¿Y la quinta cabaña?

– Ésas son las bellas durmientes.

– ¿Como las del cuento?

– Sí, más o menos… Son románticas, convencionales, apegadas a lo cotidiano; todavía creen que un día despertarán con un beso y todo amanecerá diferente por arte de magia, y que ellas no tienen ninguna responsabilidad en dicha transformación: serán felices por mandato divino. En buenas cuentas, esperan ser resucitadas por el beso del Príncipe Azul -contesta Toña mientras abre una caja de polvos de arroz y comienza a aplicárselos en el rostro.

– ¡El Príncipe Azul! -exclama Angelita-. ¿Todavía no se les destiñe? Yo ya lo tengo en celeste bien clarito…

– ¿No hay una sola que tenga marido entre todas estas mujeres? -se percibe en Floreana cierta estupefacción.

– Marido como Dios manda, no. Si la hubiera, no estaría aquí -responde Toña; mira a Angelita y se largan ambas a reír.

Floreana no sabe si bromean. Es su tercer día en la isla, hoy ha pelado papas luego de su hora de ejercicio físico y del encuentro diario con la naturaleza -el conocimiento de la flora y fauna de Chiloé, le habría corregido Elena-. Después del almuerzo quiso dormir una breve siesta. Encontró a sus dos compañeras en la salita común: tomaban una taza de café y Toña, sentada en el suelo frente a la mesa de centro, manipulaba una gran caja de maquillaje. Contenía de todo. A Floreana le pareció mágica, y miró embelesada la destreza con que la actriz se aplicaba los diferentes ungüentos. Posterga la siesta para sumarse al café, atraída por la novedad de esta convivencia. Constanza, le informan, sale a caminar después de almuerzo. Son caminatas largas, nunca vuelve a la cabaña antes de las cinco.

– Supongo que no hablan en serio -exclama Floreana-. ¡No van a decirme que las únicas mujeres que están en problemas son las que no tienen marido!

– Nada es tan automático -contesta Toña, aún riendo.


El sueño ignora su llamado, pero Floreana cierra igualmente los ojos, como si borrara así la habitación, la cabaña, la arboleda… el Albergue entero. Siente que los recovecos del pasado se desanudan y todo se vuelve presente. Un día de campo. Isabella (su hermana mayor) y su marido están con ella bajo la higuera. Recogen higos blancos -el aperitivo de la eternidad, los llamaba Hugo- y Floreana se ha subido al árbol para alcanzar los más maduros. Al tratar de bajarse, tuvo miedo de caer. Hugo se acercó, recibió de ella los higos y le ofreció ayuda. Floreana titubeaba, temerosa de dar un paso en falso. Puso el pie tímidamente en el hombro de Hugo. Pisa firme, no más, estás apoyada sobre algo sólido, escuchó la voz de su cuñado, estás sobre mis hombros.

Isabella es la dueña de esa solidez.

Cada verano los padres de Floreana -cuando aún vivían en Chile- arrendaban una casa grande en la playa del litoral central, e invitaban a todos sus hijos, con sus cónyuges y su descendencia, a disfrutarla. Imagen enclavada: viernes seis de la tarde, Floreana y Fernandina tendidas sobre sus camas, saturadas ya del sol de toda la semana, mirando a Isabella y a Dulce arreglarse para esperar a sus maridos. Isabella comenzaba por lavarse el pelo, cepillándolo largamente, luego se encremaba el cuerpo entero, gozando mientras la crema daba diversos brillos al tostado de su piel, y elegía una solera rebajada para insinuar el escote doradísimo. Dulce buscaba su perfume en aquel desorden femenino, aprovechaba sus piernas largas para darles un toque con las sandalias nuevas y una minifalda casi escandalosa, y esperaba a que Isabella desocupara la crema para empezar ella la tarea, sensualmente, por los brazos, el vientre… Dulce todavía usaba bikini, Isabella no. Floreana miraba su propio color avellana y el de Fernandina, y se preguntaba para qué les servía si no tenían a quién ofrecerlo. El rito veraniego del viernes por la tarde sólo le recordaba lo inútil de sus cuerpos; la belleza que el sol les agregaba como un regalo, enteramente desechada.

Muchos ojos le devolvieron a Floreana la imagen de Isabella y Dulce como las mujeres logradas de la familia. Como si Fernandina y ella no se hubiesen empeñado en nada. Ni el Parlamento ni la Biblioteca Nacional equivalían a la dedicación de las otras dos a sus maridos. Y a pesar del enojo que esto les producía, Fernandina le dijo a su hermana antes de partir: «¿Sabes, Floreana? Lo bueno de estar casada es tener derecho sobre un cuerpo. Sea como sea ese cuerpo, es el único que a una le pertenece.»

Tener derecho: Fernandina.

Ser dueña de: Isabella.

Floreana acude al recuerdo del magallánico. Don Eugenio, se llamaba. Lo conoció en Puerto Williams mientras llevaba a cabo su investigación sobre las comunidades yaganas. Ella nunca perdía el asombro de encontrarse en la capital de la Provincia Antártica, en la ciudad más austral de las australes. Presentía que la vastedad de esas soledades tenía pocos equivalentes en esta tierra. La isla Navarino se rodea de muchas pequeñas islas, casi todas desiertas. Una de esas islas contaba con un habitante. Un hombre solo: la isla y él. Lo acompañaban su alma, su ganado y el frío. Visitaba Puerto Williams una vez al mes para vender sus ovejas y comprar provisiones: un odioso trámite obligatorio. Cuando Floreana lo conoció, se hizo muchas preguntas fantaseando sobre la vida de don Eugenio. Y cada atardecer, al mirar el poder de la montaña en los Dientes de Navarino, sentía una oleada de admiración por este hombre, hasta el día en que la montaña le devolvió esa admiración convertida en envidia. Porque Floreana había observado atentamente a los guanacos de la zona. Las manadas tienen un solo macho. Éste espanta a los más jóvenes, los expulsa de la manada y se queda solo con todas las hembras. De tanto en tanto, a través de la pampa, un guanaco solitario comiendo pasto, como un exiliado, espera su turno.

Don Eugenio no espera turno alguno; ha prescindido. La envidia de Floreana.

6

El pizarrón del hall se repleta con notas diarias: desde pedidos de ayuda para la cocina o la huerta hasta el aviso de partida de alguna huésped. Allí se inscriben las mujeres para una determinada tarea, se dejan recados, se ofrecen servicios.

Floreana se anota para hacer las compras en el pueblo. Con ello intenta sacudirse el aceleramiento metropolitano. Demostrar apuro es una forma de ganar status, de sentirse importante, le decía socarronamente Dulce a Fernandina cuando ésta empezó a correr entre Santiago y Valparaíso, tras asumir su escaño en el Congreso.

Floreana respira el aire seco y frío del sur. Tengo todo el tiempo del mundo, el que le es negado a Fernandina, el que ya no tendrá Dulce. Y reconociéndose afortunada, comienza el descenso de la ladera.

Aunque en la lista que Elena le entregó no aparece el pedido de azúcar, decide entrar al almacén de la señora Carmen y probar su propia paciencia.

La vaca no se ha vendido. Y ante el estupor de Floreana, la escena de días atrás se repite.

– María, tráete la azúcar. ¡Dos kilos no más!

Imagina la pieza oscura detrás del mostrador con un inmenso barril de azúcar donde la torpe María empaqueta cada kilo. Mirando su reloj, Floreana se sienta en un banco al fondo del almacén. Se oye el ruido de un vehículo pesado que se estaciona a la entrada, y distingue un jeep a través del brumoso vidrio de la única ventana. Aparece un hombre cuyo aspecto difiere de la gente del pueblo. Un turista despistado, si acaba de empezar el invierno, piensa ella al mirar su casaca de gamuza. Es alto, macizo, un poco tosco de cara y cromáticamente sugiere una mezcla entre el café tostado y la vainilla. Se sorprende al escucharlo.

– ¿Encargó mis cigarrillos, señora Carmen?

– Ay, doctorcito lindo, todavía no me los traen.

– ¡Pero usted está muy desatenta conmigo, señora Carmen!

– ¡Cómo quisiera yo tenerle sus cosas a tiempo! Pero es que no han venido… -revisa los estantes inútilmente-. ¡María! ¿No ha pasado la camioneta de los cigarrillos?

Nadie responde.

– Fúmese un Hilton, doctor, ¿qué más le da? ¿Qué tanta diferencia va a tener con esos Kent que le gustan a usted?

– Ninguna, señora Carmen, ninguna -responde él-. Déme un Hilton, si ya me tiene fumando esa porquería hace una semana…

Seis minutos se demora en buscar la cajetilla de Hilton. Empieza, con su único brazo, a empaquetarla.

– Démela así no más.

– ¡Ay, válgame Dios, la azúcar! -recuerda la vieja llevándose la mano a la cabeza, y vuelve a gritarle a María. Entonces el hombre mira a su alrededor y descubre a Floreana en la penumbra.

– Buenos días -le dice en un murmullo apenas audible, saludando como lo hacen todos en el pueblo.

Floreana le responde del mismo modo. Él la mira extrañado, ella también a él. Saca el dinero de su billetera y olvida a la figura arrinconada en el almacén. Cuando se va, un cierto aire felino queda impregnado sobre las viejas murallas.

Cuando María aparece con los dos kilos de azúcar, Floreana está perdida en conjeturas sobre el hombre que fuma Hilton a falta de Kent. Es el médico, evidente, el amigo de Elena. Vive en el pueblo; tuvo una crisis y abandonó la ciudad. Qué ganas de ver a un hombre de ese tamaño tumbado como cualquiera, dolido en medio de un quiebre. No debiera ser tan distinto a nosotras cuando nos vamos a la mierda… Pero al subir hacia el Albergue, entre árboles, viejas pircas de piedra y caballos que pastan tranquilos, una frase de Elena le viene de golpe: «No tengo posiciones militantes… de vez en cuando un encuentro, suave, relajado…»


– ¿Un encuentro real con un hombre? No, hace un buen tiempo que no lo tengo -responde Toña mientras prepara los jugos de manzana.

Han traído hielo de la cocina, en la hielera que encargó Constanza a la ciudad para ir completando un pequeño bar en la cabaña: como el alcohol no está permitido más que en raras ocasiones señaladas por Elena, sólo hay cocacolas, algunos jugos de fruta y un bajativo dulce de damascos que le gusta a Angelita. En rigor, éste no debería haber llegado hasta ahí, pero su baja graduación alcohólica las convence de su inocencia.

– Cualquier capricho o preferencia que tengas, debes aportarlo tú misma -le advierte Toña.

El vodka y la tónica es lo único que a Floreana le habría apetecido; vedados ellos, le da igual la naranjada o una manzanilla.

Poco a poco el espacio se tiñe de vida personal. Floreana mira la escena con cariño: aunque las estadías sean fugaces, ninguna se queda atrás en el intento de armar un remedo de hogar, cálido, ornamentado… Constanza ha trasladado sus libros desde el estante del dormitorio. Dan calor, dijo al instalarlos en la sala común, aunque sabe que nadie los leerá. La fotografía de Andy Warhol fue pinchada a la muralla por Toña, el toca-cassettes de Angelita se comparte, total, nunca estoy sola despierta en la pieza, y ella misma se encarga de recoger flores y helechos para vestir la única mesa. Y mantiene llena de chocolates la caja de madera que ha comprado en Angelmó.

Las esotéricas invitaron a la recién llegada a tomar un agua de hierbas después de la comida, ofreciéndole runas o tarot. Su propia cabaña le parece, en comparación, la de un franciscano. Acompañada por Toña -las otras dos se han quedado en la casa grande viendo una película en video-, Floreana compartió allí tibios instantes entre los pañuelos de colores que cuelgan junto a las cortinas, las muchas velas encendidas, la manta sobre la mesa de centro, el incienso inserto en un pequeño contenedor hindú con espejos incrustados, la luz sensualmente difundida por la lámpara de pie gracias a una seda color violeta que cubre la pantalla. Han cambiado la distribución de los muebles para despejar la alfombra, acondicionando el espacio para el yoga y el tai-chi. Sobre el estante de la cocinilla, como si fuesen potes de aliño, se ordenan los frascos de antioxidantes, centella asiática, pastillas de ajo, jalea real, polvos de guaraná y otros que Floreana desconoce.

En esa cabaña nadie fuma. El cigarrillo está prohibido.

– ¡Qué insulsas las aguas de hierbas! Si al menos tuvieran café… -le dice Toña al salir-. ¡Con qué gusto me tomaría un whisky! Y ni hablar de lo bien que me vendría un pito…

– ¿Trajiste? -pregunta Floreana, criada en la tradición de que la única adicción tolerable es la del tabaco y, en menor grado, la del alcohol.

– ¡No! Totalmente prohibido. La desintoxicación es una de las razones de mi presencia aquí. ¡Imagínate la cara que pondría Elena si me pillara! Fue la promesa que hice para que me aceptara.

– Y si Elena no estuviera…

– No -admite Toña con un tono más humilde-. No debo volver a tocar una droga nunca más. Estuve metida firme en la coca y… ¡reventé! Me fui al infierno. ¡No más!

Mira hacia el cielo, acariciándose el cuello con manos nerviosas.

– ¿Conoces la autoagresión del ahogado, Floreana?

– No.

– Es simple: cuando estás a punto de ahogarte, flotando desesperada, tragando agua y sal, llega un punto en que te entregas y decides ahogarte. Eso hice yo.

Floreana piensa en el mundo del espectáculo, tan ajeno a su quehacer silencioso y a sus mujeres yaganas de cuerpos desnudos hermosamente dibujados; le pregunta a Toña si existe alguna relación entre ese ambiente y lo que le ha sucedido.

– En parte. Pero también tiene que ver con lo estúpida que he sido yo. Cuando hacía sólo teatro, me las arreglaba mejor. ¡La tele me mató! Entre las anfetaminas para no engordar… porque ser gorda es el pecado número uno en la televisión, ¿sabías?, y la coca para estar siempre arriba a la hora de las grabaciones… La competencia es feroz, no puedes decaer ni un minuto, no puedes bajar la guardia… hay veinte «estrellas carnívoras» esperando para reemplazarte.

– ¿Saliste de eso sola?

– No, imposible, no sirve la pura voluntad. Yo ya era una adicta, de esos seres que han perdido la capacidad de sentir. Tuve ayuda médica, incluso me interné. ¡La clínica era siniestra entre las locas, los alcohólicos y los depresivos!

– ¿Y quién pagaba todo eso? -Floreana se agota de sólo recordar los artilugios a que somete sus escuálidas finanzas mes a mes.

– Mi mamá. Cuando empecé a ganar plata, porque en la tele se gana si una es figura estelar, abrí una cuenta de ahorros. Esta profesión es como la montaña rusa: para arriba, para abajo. Recién ahora los estoy gastando, aquí. Hice que mi mamá pagara el tratamiento y la clínica para vengarme un poco; es lo mínimo que podía hacer.

– ¿Tienes mala onda con ella?

– Sí. Relación amor-odio, no soy muy original. Es la típica mujer todavía joven que después de separarse se autoasignó el rol de abandonada, desahuciada, mientras su ex marido, mi padre, anda espléndido por la vida. Estas mujeres son terribles, se casan con sus hijos hombres y se llevan pésimo con las hijas mujeres.

– ¿Por qué, Toña?

– Porque éstas quieren vivir. Nuestra vitalidad les parece una afrenta. Una anécdota ilustrativa: Cristóbal, mi hermano menor, sofocado por esta madre-esposa, se arrancó una vez de la casa. Ella, histérica, fuera de sí, llega a mi pieza gritando: ¡se va a suicidar, se va a suicidar! Yo, en la más cool, le pregunto: ¿se llevó la tabla de surf? Me contesta que sí. Entonces, le digo, no hay suicidio; ubícalo en alguna playa del norte. Obvio, lo encontró esa misma tarde. Le pagó la vuelta a casa con su tarjeta de crédito.

Toña sonríe como para sí misma:

– Pero cuando yo me fui, no me buscó.

Camina un par de pasos pensativa, luego continúa.

– No resisto que nunca haya aprobado nada en mí. ¡Imagínate la seguridad con que he transitado por la vida! Quise ser una actriz famosa más que nada para que ella me admirara.

– ¿Y lo lograste?

– Más o menos… En público, se vanagloria de su hija. En privado, lo dudo. De todos modos, me abandonó mucho. Soy la típica víctima de padres separados en la infancia… ¡de manual toda mi historia!

– ¿Y tu papá?

– Se casó de nuevo, modelito familia ideal, lleno de hijos. Cerró el capítulo de su vida anterior. Lo veo una vez a las mil y creo que nosotros le sobramos. Lo que es yo, vivo por mi cuenta hace mucho, desde que estudiaba en la escuela de teatro.

Se detienen un momento a mirar la noche: fresca, oscura, limpia. Toña se confunde en ella con sus atuendos siempre negros; sólo brilla su cabeza naranja. Continúa hablando bajo esas estrellas, las más brillantes de cuantas ella o Floreana recuerden.

– He vivido en todos los barrios de Santiago, y con todo tipo de gente. A veces con una pareja, pero no por mucho tiempo. Al final le propuse a Rubi, que también es actriz, la debes ubicar por las teleseries, que nos fuéramos a vivir a Santiago Centro. Arrendamos un departamento el descueve en San Camilo.

– ¿San Camilo? -Floreana recuerda tantas leyendas de mala vida sobre esa calle.

– Sí, con travestis, putas y todo. Nos vemos cada día, somos parte del inventario unas y otras, pero, muy respetuosamente, nunca cruzamos palabra. Los travestis son patéticos y maravillosos a la vez: los últimos seductores, ahora que las mujeres no usan más que bluyines. Y las putas… ellas me provocan enormes fantasías, le tengo una historia imaginada a cada una: la anoréxica dopada que pesa cuarenta kilos y no usa calzones; la que parece costurera, tan vieja con el mismo abrigo raído todo el invierno, es la antítesis de lo glamoroso y sin embargo conserva su clientela; la que se pellizca los pezones para tenerlos siempre parados bajo su blusa de macramé. También hay una señora canosa, con pinta de mamá; si la vieras haciendo las compras en el supermercado, jamás te imaginarías dónde trabaja de noche. Hay una muy sexy que anda vestida de plateado, usa mallas y tacones altísimos. Son siempre las mismas. Lo divertido fue el día en que caímos en cuenta con Rubí de que no sólo ellas nos provocaban fantasías a nosotras, sino también nosotras a ellas. No sé cuáles, pero me entretiene especular…

Al llegar, Toña sirve los jugos. Ya envueltas en la cálida intimidad de la cabaña, ambas tendidas sobre la alfombra, las piernas arriba del pequeño sillón, retoma la pregunta de Floreana:

– Bueno, mis encuentros son cada vez más escasos. Es como si los hombres me tuvieran ganas y terror a la vez; mi imagen pública los acojona y los excita, pero al final tanta pantalla y tanta prensa les resultan amenazantes. ¿Quién dijo que la fama era afrodisíaca? ¡Mentira! A mí solamente me ha servido para convertirme en una desconfiada.

– Yo habría jurado que tenías miles de pretendientes…

– Sí, pero algo pasa cuando soy yo la que los elijo. Al principio se sienten orgullosos, pero al final siempre terminan arrancando. Mi última historia duró tres semanas. Él es un actor de televisión que se ve de lo más macho, pero en realidad es un desastre. Le costaba calentarse de verdad. En nuestro segundo encuentro, me dijo que no le gustaba mi ropa interior, parece que la hallaba rasca. Humillada, accedí a ir con él de compras. Me da hasta vergüenza contártelo.

Floreana se pregunta si existe algo que verdaderamente avergüence a Toña.

– Me compré portaligas, negligé… todos los lugares comunes del erotismo visual, porque él los necesitaba. Pero resulta que en la cama los preámbulos eran eternos. Al principio pensé: qué maravilla, éste sí sabe lo que queremos las mujeres. Cuando por fin me penetraba, era tal mi calentura que yo acababa al tiro, y él conmigo. Tenemos sincronía, más encima, dije, esto es como mandado del cielo. Pero a poco andar capté que todo ese preámbulo no era para hacerme feliz a mí, sino para disimular lo poco que él duraba.

– Eyaculación precoz… ¿Y ni siquiera lo asumía como un problema?

– ¡Ni soñarlo! Y yo, la muy tonta, gastando todas mis energías haciéndole comiditas, masajes en la espalda, tinas con espumas… ¡para eso! A mí me gusta el pico y estoy dispuesta a hacer por un rato de geisha a cambio. Pero este hombre me hacía de todo menos lo que yo quería: que me lo metiera bien metido.

– Lo abandonaste, supongo.

– No me lo vas a creer, pero se dio el lujo de dejarme él. Con la cantinela de siempre: que yo era amenazante, que conmigo o se comprometía en serio o nada, que yo era tan total que no servía para una simple aventura, etcétera.

– ¿Por lo menos le dijiste en su cara lo que pensabas?

– ¡Por cierto! Que era último de malo para la cama, que para ser masturbada prefería a una mujer, que él era un eyaculador precoz y que se fuera a la mierda. Se puso furioso: métete con una mujer, entonces, me dijo, si te crees tan experta en sexo. Esa noche se lo sugerí a Rubi, y la verdad es que lo pasé mucho, pero mucho mejor.

7

El comedor parece especialmente alborotado a la hora del almuerzo. La austeridad de la construcción, sumada a una enorme mesa rectangular con largas banquetas a sus lados, podría dar la impresión de un convento, pero el barullo lo desmiente.

Aparte de Elena, en la cabecera, nadie ocupa un puesto fijo. Se van sentando a medida que llegan, después de que a la una y media de la tarde ha sonado la gran campana que cuelga en las afueras de la cocina. Maruja la toca dos veces al día como si en ello le fuera la vida. El tañido es de tal potencia que llega hasta cada una de las cinco cabañas alrededor de la casa. En rigor, no es necesario; al terminar las mujeres sus tareas (la ociosidad matinal está prohibida; es para prevenir la depre, según Toña), se dirigen espontáneamente al gran salón que precede al comedor. Y a la hora de comida, pasan todas juntas a la mesa tras la convivencia de la tarde. Actividades hay para todos los gustos en la casa grande. De partida, «la terapia», como la apodó Toña: consiste en un grupo de conversación donde cada mujer plantea con libertad el tema que le interesa, personal o colectivo, abstracto o concreto, y se charla en torno a él, normalmente bajo la guía de Elena. Esto se lleva a cabo en el comedor, las puertas cerradas hacia el salón, porque el desorden y el ruido se generan básicamente ahí. La televisión abarca un sector al que se arriman las adictas a las telenovelas; al otro extremo esperan los mullidos sillones de tapiz blanco donde se teje, se copuchea, se hojean revistas, y donde toda actividad está permitida, desde confeccionar muñecas hasta pintarse las uñas. Es usual ver a alguna sentada de lo más erguida en la silla de coigüe de la esquina, peinándose al lado de la mesita de vidrio llena de los adminículos que administra Maritza. Ella es peluquera y todas las tardes acarrea al salón un enorme canasto donde se encuentra desde un secador de pelo hasta anticuados bigudíes, pasando por distintos tipos de cepillos, lacas, peinetas y tijeras.

– Nadie es más generosa que Maritza -le había comentado Constanza la primera tarde, espantando el desconcierto de la cara de Floreana ante esta escena-. Ella se gana la vida en una peluquería de Talca, y con mucho esfuerzo logró costearse la estadía aquí. Una habría esperado que en este lugar descansara, pero todas las tardes peina a alguien y lo hace con enorme gusto. No soporta vernos con los pelos mal cortados, o secos y desarreglados. A mí me aconsejó un aceite especial que le encargué a Elena a Puerto Montt, y con él me hizo unos estupendos masajes capilares. Pero, eso sí, en la cabaña; lo máximo que Elena acepta aquí en la sala son cortes y peinados. Maritza lo hace todo gratis.

Y con alegría: Floreana la ha visto reír con la boca muy abierta, mostrando sin pudor un diente de oro.

El único otro lugar de convivencia al atardecer es la biblioteca, lugar favorito de Floreana. Sospecha que lo es también de Elena, por la ornamentación del espacio. Los estantes de libros son enormes, cerrados con puertas de vidrio, y cubren las cuatro paredes. El piso es el único alfombrado de todo el establecimiento. La gran estufa de fierro se ve siempre prendida, y se le sugiere a cada visitante agregar al fuego un palo de leña. Las terminaciones de las murallas son especialmente finas y se destacan las ventanas cuyas torneadas molduras de canelo y vidrios de colores acogen con silenciosa elegancia. Las mesas de trabajo se esparcen amistosas por la pieza. Al fondo, al lado de un equipo de música, dos sillones de cuero tientan hasta al más iletrado. La biblioteca es también sala de música para la que desee escucharla de verdad, porque allí se escribe y se lee, y la ausencia de voces humanas es absoluta. Cuando Floreana vio la cantidad de discos disponibles, Elena le contó que no todo era obra suya: las visitantes regalan sus discos al partir. De las siete de la tarde en adelante, sólo se oye música clásica.


El día de su llegada, Floreana había mirado los estantes en su orden perfecto, y por hábito se dirigió a la sección «Historia», en el mueble que contenía los ensayos. Su sorpresa fue grande cuando aparecieron ante ella sus propias publicaciones.

– ¿Cómo llegaron hasta aquí? -le preguntó a Elena, emocionada.

– Este libro lo compré yo, hace años -Elena tomó la obra más conocida de Floreana, El imaginario mestizo: ritual y fiestas en el siglo XVIIchileno-. El otro me lo envió Fernandina apenas supo que tu visita al Albergue se había concretado.

Qué diligente Fernandina, pensó Floreana, y aunque se habría quedado horas mirando sus propios libros en este nuevo contexto, avanzó al siguiente estante, abochornada de que Elena la pudiera creer egocéntrica.

– Aquí está la sección «Literatura», la más codiciada y voluminosa -comentó Elena-. No sólo por mi gran afición, sino por la cantidad de libros que las mujeres traen. Son muchas las que se ilusionan pensando que por fin tendrán tiempo para leer. Y más de una se ha encontrado con la misma novela en las manos, por eso hay libros repetidos. Es como con los discos, los dejan para que otras los aprovechen.

Mirando títulos al azar, también Floreana ha alentado esperanzas en cuanto al tiempo. Si sigue así de escaso, vamos a volvernos todos estúpidos, era su certeza. (Durante la dictadura se condenaba a algunos «enemigos de la patria» a arresto domiciliario. Floreana había fantaseado con ser importante y perseguida, para estar obligada a permanecer inactiva y encerrarse a leer como única actividad. Una fantasía frívola, imposible de compartir o reconocer.)


Pero Floreana participa en el ruidoso almuerzo de esa mañana a comienzos del invierno, y está lejos de la tentación de la biblioteca. Elena ha avisado que va a Castro al día siguiente y pregunta si hay encargos.

– A mí se me acabó el hilo -anuncia Olguita, como si perdiera el rumbo cuando su crochet está ocioso.

– Pucha, Elena, tienes que traer muchos ovillos… mi cama no tiene colcha bordada todavía y me siento discriminada -se queja una de las bellas durmientes, las únicas que no disfrutan todavía ese lujo.

– Yo necesito urgente una caja de támpax -dice Patricia, una mujer cuarentona que se ha sentado a la derecha de Floreana.

Salta sobre su voz una chiquilla joven de aspecto herméticamente puro:

– Patty, deberías usar las toallas higiénicas que venden en el pueblo. Te lo he dicho veinte veces: a la larga los támpax producen cáncer al útero.

– ¡Me cago en el cáncer, Consuelo, y de paso en todas las nuevas tiranas: las ecologistas, las naturistas y las sanas! El támpax es la gran liberación del siglo y no lo cambio por nada.

– Yo diría que es la píldora, no el támpax -dice otra con voz indiferente.

– Es que esta Patty le pone tanto color a todo… -mueve la cabeza Maritza.

– Ya, no discutan -interviene Elena-. Esta noche dejen sus listas en mi oficina, porque salgo al alba.

– ¿Se puede encargar cigarrillos? -pregunta Floreana tímidamente.

– Pero si hay en el pueblo…

– Es que no hay Kent.

Elena la mira y Floreana se pregunta qué diablos acaba de decir.

Cuando Maruja ya ha depositado con orgullo el cordero asado en una enorme fuente de greda, Patricia se da vuelta hacia Floreana:

– ¿Por qué tienes un nombre tan raro? -le pregunta a boca de jarro.

– Por culpa de mi padre. Es un ornitólogo un poco fanático, pasó su luna de miel en las islas Galápagos y les puso a sus hijas los nombres de esas islas.

– ¿Es cierto eso? -Patricia se ajusta al cuerpo una ruana de colores estridentes.

– Sí. Mi hermana mayor se llama Isabella, la segunda soy yo, y la tercera, Fernandina. Luego vinieron hombres, pero de haber sido mujeres se habrían llamado Genovesa y Española. ¿Te imaginas? Cuando nació una última mujer, mi mamá se opuso a seguir con el juego. Gracias a eso, la cuarta se salvó.

La cuarta se salvó, repite en su interior. La cuarta se salvó.

– ¿Y cómo se llama ella?

– Dulce.

– La regalona, ¿verdad?

– Tanto así que cuando se paró por primera vez para caminar, mis padres la volvieron al suelo para que siguiera gateando.

– ¿Y tus hermanos?

– Luis, Juan y Manuel.

– ¡Qué discriminación! ¿Y te gusta llamarte así? -insiste Patricia.

– Si el nombre nos determinara -suspira Floreana-, preferiría no tener nombre de isla.

Su interlocutora la mira con ironía. Pertenece a la cabaña de las intelectuales.

– ¿A qué te dedicas? -pregunta Floreana.

– Soy socióloga.

– ¡Ah!

– ¿Eres casada? -le pregunta Patricia a su vez.

– Ya no. ¿Y tú?

– Tampoco -dice Patricia-. Lo fui.

Y como Floreana advierte que en este lugar todo se puede preguntar, lanza su curiosidad como si tal cosa:

– ¿Y qué pasó?

– Nada -contesta Patricia con toda naturalidad-. Mi primer marido fue como todo primer marido: una lata. Cumplió su papel y yo el mío. Después, empezó la vida -y ensarta el tenedor en su pedazo de cordero, despachando a Floreana.

Para Dulce, recuerda Floreana, el encanto constituía una profesión en sí misma, como tal vez la irreverencia para Patricia. Mira su plato. No quiere comer cordero. Su estómago le avisa cierta inquietud. La sangre de las veredas no se borra. Queda impregnada en las calles. No se limpia sino hasta pasadas muchas lluvias.

8

El humo y la bruma se confunden cuando comienza el invierno en la isla. De día, las siluetas se diluyen en el fondo verde oscuro y en el gris del atardecer; por la noche no se ven, porque no se ve nada de nada… a menos que las estrellas se apiaden de los mortales venciendo a las nubes. Llueve mucho en el invierno de la isla, las nubes parecen ariscas ante cualquier voluntad que no sea la propia.

De colores difusos, las personas del pueblo se escurren hacia el interior de sus corazones y de sus casas siempre bajas cuando comienza el invierno, pero aun así nadie acostumbra excluir a nadie de la intimidad. Los braseros y las estufas arden a la espera de quien los comparta, y enormes ollas con agua nunca terminan de hervir sobre sus lomos. La lana lo cubre todo: cuerpos, camas, manos, sillas; las palmas y las cabezas de hombres y mujeres comprueban la sensatez de las ovejas. Viven en el interior por la irrupción de la lluvia, pero ellos han coexistido durante siglos con el agua. Ya saben llamar al calor; lo invitan y, una vez llegado, lo amansan. El deseo vehemente de cada habitante de esta isla es ocupar junto a otro la cama de la noche; es demasiado triste dormir solo y despertar al hielo. No, las camas de a uno no son carnavales cuando se descuelga el interminable invierno. Las papas siempre en el fogón, los chicharrones, los mariscos, la harina y la chicha de manzana que se ha guardado del verano, nutren esa energía que el frío no consigue arrancar porque el calor, efectivamente, se apaciguó en el adentro gracias al alerce y sus tejuelas que velan por expulsar la humedad, grises de lluvia hoy aunque un día fueron rojas. El barro ablanda caminos y huellas y el viento hace de las suyas, con el solo obstáculo de las ramas de los mañíos, los cipreses y los canelos; los hombres no molestan al viento, caminan inclinando hombros y cabezas para que no los haga bailar. Si alguien cree que en el invierno del pueblo la naturaleza no cesa de llorar, se equivoca. Es sólo el agua que, como si el mar no hubiese bastado, se enamoró del lugar.

Estos comienzos de invierno son los que han recibido a Floreana. El Albergue es sobrio pero no es precario. Firme como un castillo de piedra, el viento no lo mece ni lo atraviesa la lluvia. Floreana está segura.


Ha desafiado su propia descripción de sí misma con esa impetuosa visita al policlínico. Segura en ese momento de que sus sentimientos eran pulcros, le entregó a la enfermera los paquetes de cigarrillos Kent. Son para el doctor, le dijo. Cuando la enfermera le preguntó si deseaba hablar con él, ella salió casi corriendo. No se detuvo hasta llegar al comienzo de la ladera. Allí respiró y fue como encontrarse con su propia persona de visita, mirándose sin reconocerse. ¡Dios de los cielos, mi desmesura! Pero reunir las energías para subir la colina era ya trabajoso en sí mismo, y en aquel esfuerzo postergó, como otras veces, la reprimenda que creía merecer.

El cementerio del pueblo, con sus tumbas mirando al mar desde lo alto, indiferente al estampido de las olas, se halla a medio camino de la subida. Majestuoso el paraje, humildes las moradas finales. A Floreana siempre le ha gustado visitar los cementerios en los lugares a los que llega, piensa que siempre entregan claves sobre sus habitantes. Se interna por la pequeña senda para acudir a esta primera cita. Entre las cuatro y media y las cinco se marca el inicio de la tarde para Floreana en estos días. Son las cuatro, aún es temprano.

Algunas lápidas se acuestan sobre la tierra, otras se yerguen sin altivez. Ausente el mármol, las hay construidas de piedra y otras de simple madera. Apegando su manta al cuerpo, Floreana pasea entre los nombres desconocidos con sus fechas lejanas o recientes, y las flores marchitas, inevitables. Piensa en cuan hermosos son los pequeños cementerios de los pueblos y elige un montículo de arena rodeado de maleza larga, el lugar idóneo para sentarse a mirar el mar. Fija los ojos en la línea del sol.

La reprimenda, ya, que venga. Total, no ha pasado más de un mes desde la tarde aquélla, en ese café.


Una ranura en la conciencia: Santiago.

Floreana detesta esperar. La irrita que su ritmo interno no coincida con el del mundo. No sabe qué hacer en el café. No desea ser percibida como la que espera, que la olfateen como a una hembra y detecten ese desajuste. Prende un cigarrillo y fingiendo encontrarse allí por casualidad, decide ocuparse de otra cosa. Pide el primer café, luego saca su agenda de la cartera y mira muy concentrada alguna anotación.

Aprovecha de prepararte, le dice la voz interna, has salido muy arreglada, gastaste un buen tiempo moldeando tu apariencia, hasta la distribución de las gotas de perfume fue exacta, pero se te olvidó prepararte: ¿qué táctica vas a usar? Mierda, responde la otra voz -las mujeres suelen tener dos voces-, ¿por qué debo tener una táctica?, ¿es que no puedo asistir a una simple cita sin cálculo? Se responde: ¿has olvidado en qué mundo vives?; ya nadie se enfrenta a nadie sin un mínimo diseño. ¿Y qué diseño necesito?, su segunda voz suena más bien humilde. La otra, segura: una estrategia de poder, aunque sea simple; de eso se tratan hoy las relaciones. Además, él está atrasado; tú nunca habrías llegado tarde…

Pobre, ¡cómo vendrá de angustiado con la tardanza, se quedó atascado en un taco, no ha tenido dónde estacionar, debe venir agitadísimo! Y yo, relajada, no he necesitado caminar más de un par de cuadras. No tengo oficina ni jefe que me requieran a último minuto, a nadie le importa a qué hora me levanto de mi escritorio.

Ya, Floreana, no seas tonta justificándolo así: si para él fuera importante la cita, habría tomado las precauciones.

La palabra táctica queda rondando en sus contradictorias percepciones. Ella no traía ninguna y de pronto se sintió mal equipada. Bebe un sorbo de su capuchino y trata de concentrarse. Mierda, estoy desarmada.

Media hora de atraso. ¿Será humillante esperarlo un poco más? ¿Cuánto es el tiempo razonable, lo decente, que una mujer espera a un hombre en un café? Nadie le enseña a una esas cosas. Lo peor es intuir que él de verdad ha tenido algún problema inmanejable y por dignidad, por mera dignidad, verme obligada a partir… En realidad, debe ser feo esperar más de media hora.

Anota algo en su agenda, que la crean ocupada, que nadie sepa que está esperando mientras suplica, por favor, que no me postergue esta cita, que no me llame esta noche para aplazarla, ya no es un problema de sentimientos sino de producción, no resisto la idea de arreglarme de nuevo, de elegir hasta los calzones, de volver a fijar un sitio, de volver a llegar antes que él, de enredarme una vez más en estos nervios anticipatorios.

Debo parecer patética. La primera voz, más ronca y asertiva, le murmura: eres patética. Te han dejado plantada.

Fue efectivo: la dejaron plantada.

Floreana esperó una hora, una larga hora, y él no llegó.

Al retirarse, sólo atina a identificarse con aquélla que su almita arrastró por el fango.

9

Inobjetable la hermosura de su rostro: tendida esa noche en la alfombra de la salita común, con el licor de damasco en la mano y su largo pelo alborotado, Angelita hace su relato.

– Lo peor de todo es que vivo entre dos aguas y no distingo bien cuál es la mía. No soy, en el fondo, una de ustedes. No sé a qué categoría pertenezco -lo dice con delicadeza, mirando una por una a sus tres compañeras de cabaña.

La pieza se ha convertido en una sola y densa humareda azul. Cada vez que la conversación se pone «intensa», las cuatro encienden un cigarrillo tras otro…

– Es el impulso de la antigua mujer, la que cabalga entre dos caballos y se ha quedado al medio, sin identidad muy definida. No se atreve a acelerar, por razones casi ancestrales, pero intuye que el freno no la lleva a ninguna parte -murmura Constanza, vestida entera de gris perla. Está sentada en una de las sillas y reclina su cabeza sobre el brazo que apoya en la mesa del desayuno.

– Me da la impresión -dice Toña- de que las mujeres del mundo popular lo han resuelto mejor que las pitucas, han avanzado más. No se dejan embaucar así no más. Con o sin conciencia, ellas tienen bastante propiedad sobre sí mismas, la vida las ha obligado a echarle para adelante con todo. Miren a Aurora, por ejemplo -Toña está sentada con las piernas cruzadas en el suelo y Floreana la imagina, por su posición y su cara tan pintada, como un jefe indio-. Para mí, Aurora está a la vanguardia con respecto a Angelita.

– Eso yo creo que habría que discutirlo más -opina Constanza.

– ¿Y cómo llegaste tú aquí? -le pregunta Floreana a Angelita, temiendo perder el hilo anterior.

– Por sugerencia de mi sicóloga. Al principio me miraron raro, debo reconocerlo.

– ¡Obvio! Todas pensamos: ¿qué hace aquí esta mujer tan linda y tan elegante? ¿Qué problema puede tener? -Toña imita a una mujer censuradora.

– Mi problema es que siempre me encantaron los hombres de mala reputación, hasta que me casé con uno -Angelita sonríe-. Era un sol, un verdadero Adonis. Su olor siempre fresco me fascinaba. Le entregué mi devoción absoluta. Él pensaba que mi belleza (por favor, no me crean pretenciosa, lo decía él) era la única justificación para que yo estuviera en esta tierra, la única.

– ¿Y qué pensabas tú? -pregunta Constanza, un poco agresiva-. ¿No calculaste que la belleza es pasajera?

– No, yo no pensaba nada, sólo que él era mi razón de ser. No se me habría pasado por la mente estudiar ni trabajar. ¿Para qué? La plata nos sobraba, vivíamos en una casa muy bonita, teníamos un fundo precioso en Paine. Viajábamos continuamente, vivíamos de fiesta en fiesta. Él tomaba como loco, coqueteaba mucho, pero a mí me daba risa, nunca se me ocurrió que fuera a hacer nada contra mí, aunque todo el mundo sabía, incluida yo misma, que era un putamadre.

– Un poquito frívolo… -acota Toña, pero tras su comentario se adivina una benevolencia desacostumbrada en ella.

– Sigue, Angelita -pide Floreana.

– Tuvimos hijos apenas nos casamos, tres hijos en tres años. No pienso aburrirte con el cuento -mira a Floreana como disculpándose-, pero entre el trago, el juego y su pega como agricultor, empecé a verlo cada vez menos y él a aburrirse cada vez más conmigo. Bueno, pobrecito, la verdad es que yo era enferma de aburrida.

– ¿Cuándo resuelve una que es aburrida? ¡No es tan fácil darse cuenta!

– Ay, Constanza, ¡era evidente! Fui criada en las monjas, alemanas más encima, y en mi mente no existía el mal, eran diablos o demonios que aparecían en los libros, tan ajenos a mí. Le buscaba un lado positivo a todo y, en mi inocencia, lo encontraba. Pero este hombre empezó a hacerme una carajada tras otra, ¡cómo serían para que una tonta como yo tuviera que reaccionar! Le perdoné varias, te diré. Pero ya al final era demasiado.

– ¡Flor de autoestima! -comenta Toña.

– Lamentablemente, no soy como las mujeres que he conocido aquí. No sabía ni que existía la autoestima. Lo que sí sabía era el terror de quedarme sin él. Terror, terror. Prefería cualquier humillación a que me abandonara. Es que sencillamente yo no podía existir al margen de él…

– ¡Para variar! -exclama Constanza.

– Exactamente -le responde Angelita-. Y tampoco me atrevía a contarle a nadie mis penas, ni menos a buscar consejo. Todo esto de las redes de mujeres, de la solidaridad de la que habla Elena, era chino para mí. Nunca tuve muchas amigas, no sé por qué las mujeres nunca me han querido demasiado…

– ¡Por envidia, pues, tonta!

– Bueno, los hombres no me tomaban en serio… y como yo seguía con mi ¿adicción a los hombres malos, tuve un par de aventuras buscando consuelo, pero terminaron siendo el peor remedio. Horribles experiencias, horribles.

– ¿Sigues casada con ese hombre?

– Fernando, se llama. No, me separé de él hace cinco años y empecé, literalmente, a dar bote. Los hombres huían de mí o se me tiraban al cuello en forma escandalosa, hasta los mismos amigos de Fernando. En mi medio pasé a ser «la Separada», con mayúscula.

– Exactamente lo que me pasó a mí. ¡Hay ambientes donde es tan complicado ser separada! -se exalta Constanza.

– Y yo era tan loca que hacía el amor con los hombres sólo mientras los estaba conquistando; después los seguía queriendo, pero ya no me excitaban.

– Eras una narcisista.

– No sé, Toña, no sé de sicología, llámalo como quieras… yo lo concibo como locura. Y, obvio, ellos me abandonaban cuando me sospechaban medio frígida. Caminaba por la vida sin rumbo. Hasta que un alma caritativa, una compañera de colegio con la que me encontré en un avión, me recomendó a una sicóloga. Si entonces me hubieran hablado de terapia, habría salido arrancando, arrancando. Pensé en una sola visita, una conversación con alguien que no quisiera lastimarme, y nada más…

– Pero volviste a ir, evidente -agrega Floreana.

– Tal cual. Así empezó todo esto. Cuando mi sicóloga quiso trabajar en serio el tema de mi identidad (dice que casi no tengo, se lo podrán imaginar), decidí que la única forma de soportar el día era durmiéndolo, y empecé a no levantarme en las mañanas.

– O sea, estabas totalmente deprimida…

– Eso me dijo mi sicóloga -se pasa una mano por los cabellos-. Yo no me había dado cuenta y el término me pareció medio indecoroso. Fue entonces que ella le escribió a Elena… y Elena me aceptó.

– Como huésped -específica Toña-, porque has de saber, Floreana, que en el Albergue no se es cliente ni paciente; somos todas huéspedes.

– Es una bonita palabra -dice Floreana-. Pero volviendo a ti, Angelita, ¿cómo tuviste el valor para dejar a tu marido?

– Fue la época en que me vino la feroz crisis. A mí como ser humano, al margen de mi matrimonio. ¿Quieres saber esa parte?

– Sí, y en detalle.

– Fernando tenía una oficina, de ésas muy elegantes, que a su vez era un departamento. Supongo que le servía para ahorrarse los hoteles. Era domingo, los niños estaban fuera con mi madre y Fernando, que como ya te dije se aburría como loco conmigo, decidió ponerse al día con trabajo atrasado. Se fue a la oficina y yo me quedé sola todo el día, sola, sola, sin nada que hacer sino darle vueltas al absoluto sinsentido de mi vida.

– Es cuando una toca físicamente el vacío -Constanza lo describe llevándose una mano al corazón.

– Sí, cuando una toca físicamente el vacío -repite Angelita dulce, dulcemente-. Mi tristeza era tanta que partí a verlo, quería que me hiciera cariño en el pelo… algo así. Serían como las siete de la tarde cuando toqué el timbre del edificio. El portero no estaba, por ser domingo, y nadie me respondió. Vi luz en la ventana del departamento, así es que insistí. Esperé un rato frente al portón, igual no quería ir a ningún otro lado. Entonces salió por la puerta del edificio una mujer. Me llamó la atención su apuro. Pasó frente a mis narices totalmente ensimismada, y caminó hacia su auto estacionado en la vereda del frente. La observé: iba tan desarreglada, la blusa colgaba fuera de la pollera, las medias no estaban estiradas… ¡se acababa de vestir! Ni siquiera alcanzó a peinarse. Se me apretó el pecho: viene del tercer piso, fue mi corazonada. Nunca había tenido ante mis ojos una evidencia tan material. Subí al departamento por la puerta del edificio que la mujer había dejado abierta.

– ¿Era buenamoza? -pregunta Toña.

– No le vi la cara, pero tenía buena facha.

– ¿Crees que ella sabía que tú eras tú? -pregunta Constanza.

– No, ni me miró. Además, intuyo que Fernando me pintaba ante ellas como inofensiva, casi inexistente, y que aunque hubiera sabido que era yo, le habría dado lo mismo.

– ¿Entonces?

– Toqué el timbre, ya del departamento mismo, y no me abrieron. Seguí tocando con desesperación. Sentí el ruido de la cadena del baño. No me cupo duda, él estaba dentro. Por fin me abrió. Y tú, me dice con cara de espanto, ¿qué haces aquí? Estoy muy triste, le dije, quiero que me consueles, déjame entrar.

Angelita prende un cigarrillo y continúa, inmóvil frente a la salamandra.

– En el living las evidencias estaban por todas partes. Un plato de helados a medio consumir en el suelo; Fernando nunca come helados. Tomé un vaso con cocacola y automáticamente me lo llevé a la boca. ¡No!, me gritó, y me lo quitó, fue a la cocina a buscar uno limpio. No quiere contaminarme, pensé, en el fondo me está cuidando. Sacaba ceniceros, los vaciaba desesperado. Huellas y más huellas. Fui al baño, pasé frente a la pieza donde él puso una cama y que nunca quiso llamar dormitorio, y vi las sábanas todas revueltas. En el basurero del baño vi el sobre de un condón. Me sujeté del lavatorio, creí que iba a desmayarme. Son pruebas irresistibles para una mujer, créeme, Floreana, una cosa es sospechar la infidelidad y otra es verla así, descarnada. Como una loca metí las manos al basurero y encontré una caja de condones ahí botada… Traía ocho.

– ¡Pero qué pasión, a esa edad!

– A lo mejor inflaron la mitad para entretenerse…

Angelita se ríe, luego continúa:

– Correspondían a dos días, supongo. No pude moverme, no podía salir del baño. Cuando por fin lo hice, dejé salir el llanto que venía reteniendo por meses, desde que caí en la cuenta de que mi vida era una mierda y yo no valía ni un centavo. No me importaba todo lo que estaba viendo…

– Sí -la interrumpe Constanza-, entiendo. Una se siente básica, con dolores tan primarios que no le caben los sofisticados dolores de la infidelidad. No en ese momento.

– Déjame dormir aquí, le pedí. A él no le pareció adecuado. En el sillón, Fernando, le dije, ni siquiera me voy a meter a tu cama. Él me miró dudoso, seguramente pensando también que mi crisis estaba llegando al límite y preguntándose, yo creo, si importaba o no que otra mujer hubiese abandonado recién el departamento… Porque en el fondo no era de verdad importante para ninguno de los dos.

– A veces ese tipo de cosas son culturalmente importantes, pero no genuinamente -dice Toña, comprensiva.

– Terminé en su cama deshecha, ni asco me dio. Fernando se quedó dormido en el sofá. A medianoche lo fui a ver.

Azorada, escruta a sus interlocutoras con sus ojos verdes -los ojos de un gato, confirma Floreana: el color limón del suéter los realza-, vergüenza y sumisión parecen combatir en ella.

– Terminamos haciendo el amor.

– ¿Cómo te sentiste sabiendo que eras su segunda opción de la noche? -le pregunta Constanza-. Porque una casi nunca tiene las pruebas, que siempre son virtuales…

– Ni vejada ni humillada. Es que yo misma se lo pedí, y de la forma más obscena: yo, que era tan recatada, me encontré fuera de mí, desnuda frente al sillón donde él estaba durmiendo, con las piernas abiertas, rogándole, desesperada… ¿Saben por qué no me importó? Era como si me hubieran tirado un misil de frente para destruirme, y yo lo desarmé con mis propias manos.

Angelita vuelve a prender un cigarrillo, su licor está casi intacto. Mira a Toña, que no ha cambiado un ápice su postura en el suelo, a Floreana y a Constanza, sentadas ambas, reclinadas sobre la mesa del desayuno, y con la mano trata de limpiar el aire:

– Así logré topar fondo. Eso es todo.

10

– De partida, Aurora, tienes que arreglarte esos dientes -Angelita lo dice alzando su cuerpo con dificultad desde la mata de papas en que está trabajando, y se despereza-. Ninguna reparación interior puede resultar sin ese detalle.

Su interlocutora es la más pobre de todo el Albergue, según le han dicho a Floreana.

– No puedo, no tengo plata para eso -contesta Aurora.

Angelita se le acerca, se limpia bien las manos contra sus pantalones y le abre cuidadosamente los labios, dibujando con el gesto un nuevo orden de los dientes en ese rostro. Luego la mira, evaluándola.

– Entonces, yo te la regalo. Pero el tratamiento te lo vas a hacer de todos modos, Aurora, de todos modos.

Trabajan en la huerta, detrás de la arboleda que esconde las cabañas. Floreana siente la huerta como un lugar que calma. Un lugar del hacer, de las manos, del alimento. Se ha inscrito para trabajar allí toda la semana. Los pepinos crecen enormes en un pequeño invernadero al final del terreno sembrado, tan grandes como los que vio en Ciudad del Cabo. Ella, que aborrece descomunalmente lo doméstico, escucha a Dulce diciéndole: «Acuérdate de que la Yourcenar amasaba su pan cada mañana.» Entonces piensa en arrancar ciboulettes del almacigo y en comprar unos yogures sin sabor para hacer la ensalada de pepinos cortando la verdura en trocitos y no en rodajas, como la comió una vez en Sudáfrica.

Olguita está sentada sobre una manta en el suelo, limpiándoles el verde a las zanahorias, y escucha las débiles protestas de Aurora.

– ¡Qué rara debe sentirse una con tanto dinero en la mano! -le dice a Angelita-. ¿A usted no le bajan sentimientos de culpa, mijita, al ver tanta pobreza a su alrededor?

– No, ninguno -responde Angelita con genuina liviandad-. Trato de compartir y suelo dar gracias por lo que me tocó. Créeme, Olguita -agrega con su preciosa sonrisa-, que yo puedo ver a Dios en un pañuelo de Hermès.

– ¿Qué es eso? -pregunta Olguita, mirándola con el ceño fruncido.

– No importa, olvídalo.

Mientras Floreana se ríe, Angelita se acerca más a ella y, maliciosa como una niña, le confiesa:

– La verdad es que en el fondo lo paso fantástico; pero la tentación de pasarlo mal es irresistible, irresistible -y se vuelve hacia Aurora-: Hemos hecho un trato y ya está cerrado. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -responde Aurora, parca y digna como es.

– ¿Adonde partió Fernandina cuando te fuiste a Sudáfrica? -le pregunta Angelita a Floreana, cambiando de tema para no hablar más del asunto-. ¿A Cartagena?

– ¿Cartagena? Ah, la conozco. Mi yerno tiene allá una casita de veraneo.

– No, Olguita -interrumpe Angelita-, no estamos hablando exactamente de ese lugar. Cartagena de Indias, querida, de Indias. ¡Créeme que es otra cosa!

Floreana renuncia a responder, y Olguita a entender el léxico de estas chiquillas -como las llama-, concentrando sus manos en las zanahorias. Luego se las mira y comienza a hablar sobre su reumatismo.

– Cuando una se enferma aquí, ¿qué hace? -pregunta Floreana.

– Depende -le responde Olguita-. Para mi reuma no hay nada que hacer. Pero si alguna se indispone, acuérdese de Elenita que no por ser siquiatra deja de ser doctora.

– Y si es algo más grave, nos vamos al policlínico -agrega Aurora-. Yo, por ejemplo, tuve una otitis y me la curaron ahí.

– Yo quisiera enfermarme -dice Angelita, que ha vuelto a su posición en la tierra junto a las papas- sólo para ver al doctor y estar con él. Pero tengo una salud de fierro, de fierro.

– Ay, el doctorcito -Olguita asiente con la cabeza, moviéndola de arriba hacia abajo-. ¡Qué hombre tan bueno ése!

– Lo he visto cabalgando sobre un precioso caballo negro, ¡irresistible! Pero es como si no existiéramos para él, ¿se han fijado? Tiene veinte mujeres arriba de su cabeza y ni nos ve.

– A Elenita sí la ve, porque son amigos. A veces viene a tomarse un trago con ella.

– ¿Y por qué nosotras no lo vemos nunca? -pregunta Angelita con curiosidad.

– Porque viene de noche y se va directo a las dependencias de Elenita. No tiene ningún interés en toparse con tanta mujer dando vueltas…

– ¿Qué tenemos de malo? -insiste Angelita.

– Ustedes no tienen nada de malo, mijita. Lo que pasa es que él no quiere ni saber… Pobrecito, ha sufrido mucho.

– Y tú, Olguita, ¿cómo lo sabes?

– Porque somos amigotes. Yo ya estaba aquí cuando él llegó, cuando Elenita lo convenció de que se viniera. No crean que fue una decisión fácil para un médico de la capital.

Las otras tres mujeres han detenido el trabajo y miran interesadas a la vieja.

– Yo soy una tumba -les dice Olguita-. Si quieren información, pídansela a Elenita, no a mí. Yo nunca cuento las cosas de otros.

– De acuerdo -transa Angelita-, pero dinos al menos qué le pasa con las mujeres, no creo que sea tan privado, tan privado. ¿O acaso es gay?

– ¿Qué es eso? -pregunta Olguita, sospechosa ante semejante palabra.

– Maricón.

– Ay, por Diosito, ¡cómo se le ocurre!

– Pero si no es un pecado -interviene Floreana por primera vez-. De hecho, cada vez abundan más sobre el planeta…

– Pero es feo -sentencia Aurora, en general de pocas palabras.

– Así es que ése era el problema -la provoca Angelita-, ¡quién lo hubiese dicho!

– No, no -salta Olguita, resuelta a dejar a su doctor bien plantado-. Es que tuvo un matrimonio desgraciado; le tocó una mala mujer.

– ¿Tú crees que existen las malas mujeres? -pregunta Angelita, dudosa.

– Sí, mijita, hay que reconocerlo. Una cosa es que haya tantas que sufren, en eso estoy de acuerdo. Pero que existen las malas… existen. Y yo me las he topado. También se las topó el doctor.

– Las brujas -sentencia Floreana-. Las famosas brujas. Debiéramos reivindicar esa palabra. Apuesto a que a todas nos han llamado así alguna vez.

– Apuesto a que todas alguna vez hemos sido malas -agrega Aurora, medio riéndose- y se nos olvida.

– Más vale que lo recuerden, chiquillas. Porque si ustedes, que son jóvenes, no son capaces de ver el otro lado, no van a encontrar ni un solo hombre que las quiera. ¡Acuérdense de mí! Yo tuve un matrimonio feliz y sé lo que digo.

– Pero ha pasado el tiempo, Olguita -responde Angelita con su dulzura acostumbrada-, y ahora las relaciones son más complicadas, créeme que son mucho más complicadas.

– ¿Y cómo se llama el doctor? -Floreana aparenta un interés casual.

– Se llama Flavián -contesta Olguita con respeto-, el doctor Flavián Barros.

– Nadita de malo el doctor ése -opina Aurora-, que me toque no más si tiene que hacerlo, aunque con la otitis me tocó la pura oreja…

No gasta muchas palabras Aurora, pero es mujer de armas tomar y cuando habla, lo hace de veras.

Esa mañana ha conversado con Floreana cuando iban a la huerta.

– Todo lo que soy se lo debo al Juancho -había comenzado-. Si no es porque me abandonó, no me pongo nunca las pilas.

– ¿Cómo pasó?

– Llegué un día por ahí a pedir cinco mil pesos prestados, para comprar una maleta. ¿Pa qué querís comprar una maleta, Aurora? Pa ir a Copiapó, contesté yo. ¿Y a qué? A buscar a mi marido. ¿Cuánto hace que se fue?, me preguntaron. Hace doce años, contesté. ¡Doce años! ¿Y quién te dijo que lo ibai a encontrar? Llegué a Copiapó y lo encontré. Le dije: te vengo a buscar, eres mi marido, tengo tres hijos tuyos, nos vamos. Ya, puh, me dijo él, ¿cuándo nos vamos? Mañana.

– Y él, ¿estaba solo?

– No. Igual hizo su maleta y me dijo: te voy a pedir un favor no más. Déjame dormir esta noche con la otra, dame permiso… Bueno, ya, le dije, entre doce años o doce años y un día, ¡qué más da! Y me llevé las maletas hechas, la suya y la mía, y lo esperé, como habíamos quedado, a la mañana siguiente en la parada del bus. Yo tenía mi pasaje y ni un peso más. Llegó el bus, él no apareció. Me subí no más.

– ¿Fuiste tan lejos para nada?

No deja de jugar con los botones de su casaca de lana, café como la tierra, como las papas más viejas… O como el barro. Café como sus ojos y su pelo.

– Tú dirás si fue para nada -habla lentamente-. De acuerdo, Juancho se hizo humo, pero llegué a mi pueblo, allá cerca de Chillan. No tengo marido, avisé. Y resulta que al año, mujer, me había convertido en lo que llaman microempresaria, en el rubro de la agricultura, y en dirigente gremial. Empecé a juntarme con gente distinta, como que adquirí mundo. Mis amigos del sindicato me presentaron al gobernador, y él, cuando me vio mal, tuvo la idea de que me viniera para acá. Es amigo del gobernador de Chiloé y me recomendó.

– ¿Por qué te bajoneaste, si te fue tan bien después de lo de Juancho?

– Por culpa de otro, del Rambo. Parece que no se me atreven los hombres, como que me ven muy fuerte. Y eso me decae…

– ¿Y fue larga tu historia con el Rambo?

– Sí -rápida pasa una sombra por sus ojos-. No me iba a quedar sola pa siempre, si una necesita un macho. Pero yo era más capaz que él y él lo sabía. No me trataba bien; ¿sabís qué nombre me puso?

– ¿Cuál?

– La Cara de Poto. Así hablaba de mí el huevón del Rambo. Antes de venirme se las pagué. Alentada por las compañeras del sindicato, nos fuimos al bar donde él se la pasa tomando y en venganza escribí en todos los baños: «Al Rambo no se le para.»

Se ríe contenta mostrando sus dientes chuecos.

– ¿Y llegaste alguna vez a Santiago?

– Una vez, no más. Fui porque mis hijas querían conocer los ascensores. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Hoy no me hace ni una ilusión.

Aurora representa cerca de sesenta años. Floreana se impresionó cuando, al cerrar la conversación, ella le confesó que tiene cuarenta y ocho. Enrabiada frente a la crueldad de la naturaleza había comenzado Floreana su jornada en la huerta.

Ahora la terminaba porque el sol, debilitado, avisa que el mediodía ya cruzó la isla hace un buen rato. Atraviesa la huerta para recoger los pepinos del invernadero; piensa en su propio nombre y en el del doctor. Flavián y Floreana son nombres que tienen sonido de agua, la f con la l suenan acuáticas a sus oídos.

11

– ¡Se me fue mi niño! -llora doña Fresia al borde de la histeria, sujetándose en el hombro de Elena-. ¡Se me fue mi niño, y usted, señora Elena, usted tiene que ayudarme a recuperarlo!

Como los llantos se transformaban en alaridos y no bastaron las manos suavizadoras ni el consuelo susurrado de Elena, ésta mira a Floreana y le ordena despacio pero con firmeza:

– Corre al policlínico, díle al doctor que venga rápido, que traiga un calmante inyectable.

Atravesada por la angustia de la vieja doña Fresia, Floreana obedece. Hace un rato ella iba cruzando por casualidad la puerta del Albergue cuando el Curco, corriendo como conejo asustado, llegó donde Elena avisando que la necesitaban en el pueblo. Floreana había interrumpido su trabajo en la huerta un momento y se disponía a volver cuando Elena le pidió que la acompañara.

Es que esa mañana ha aparecido, luego de ocho años, la nuera de doña Fresia, sin aviso, desde la nada, y arrebató a su hijo, partiendo con él luego de haber insultado y acusado de robo a su suegra mientras ambas tironeaban del niño, venciendo la más joven. Dicen que el niño gritaba aterrado tratando de zafarse de su madre, esa mujer a quien no conocía, y que lloraba por volver a las manos de su abuela. La casa de doña Fresia se encuentra en las afueras del pueblo, sin vecinos cercanos que la hubiesen podido ayudar ni dar testimonio del hecho.

La nuera no quería al niño, nunca lo quiso, les había explicado doña Fresia. Cuando llegó el momento del nacimiento, fue a parirlo a la letrina; lo botó ahí mismo y se arrancó. Por cosa de Dios, dijo doña Fresia, la habíamos recién limpiado y la guagua se mantuvo ahí hasta que los niños sintieron su llanto. Doña Fresia recogió a su nieto del pozo, lo aseó, lo salvó de morir. Pasaron ocho años hasta hoy, cuando la verdadera madre volvió a buscarlo.

Se me fue mi niño. Esas palabras palpitaban en el corazón de Floreana. La imagen de José, su propio niño ya crecido, le golpea la cara como un aguacero. También la de Emilia, su sobrina del alma, la hija de Isabella que siente tan suya. Y envuelta en los resplandores de esos dos rostros, probablemente los que más ama, llegó sin darse cuenta a la puerta del policlínico.

El policlínico está situado al final del pueblo, a la orilla del mar, en una especie de prolongación de la tierra firme que parece falsa por alzarse allí la única construcción que se sale de la ordenada línea de la ribera. Es una casa antigua, de construcción chilena. En estas tierras los adobes del Valle Central se transforman en tejuelas. Cuatro vigas anchas sujetan un largo corredor, y la casa está entera pintada de color café, sólo las ventanas son amarillas. Dos cipreses bien torneados esconden alguna construcción hacia el costado izquierdo mientras un gran manzano antecede a la casa. Y tras él, una gruta con la Virgen, diseño de algún Gaudí local, de piedras pintadas entre blanco y celeste, formando una rara estructura, un triángulo triste que casi llegó a ser rectángulo. La Virgen moldeada en cerámica tiene unos alucinados ojos de loza. Siempre hay muchas velas prendidas a sus pies.

La enfermera pidió excusas, un paciente muy enfermo había recién entrado a la consulta, ¿no le importaría esperar un poco? Alcanza a ver, a través de la puerta de la oficina del doctor, un ventanal hacia el mar que le regala la más privilegiada vista de la isla. A la derecha, el pequeño faro que ella ha divisado muchas veces desde la colina, y a la izquierda, escondida, una caleta, una pequeña hendidura de agua con botes, gaviotas, pescadores y redes. La enfermera le ofrece asiento. Inquieta, Floreana opta por pararse frente a la ventana de la sala de espera, dándole la espalda al quehacer de este pequeño hospital y a los olores que de él emanan, entre químicos y humanos, olores que la trasladan a recuerdos que quiere evitar a toda costa. Trata de concentrarse en doña Fresia, pero se entromete su propio hijo sin que su voluntad lo llame. Él está bien, se repite Floreana, está con su padre que es toda su dicha, no debo alterarme. Le va a escribir a Emilia; la única carta que ha recibido hasta ahora venía de ella.

Si el tiempo de espera fue corto o largo, no lo supo. Abandonó su postura sólo cuando una voz masculina se convirtió en silueta. Le costó distinguir sus rasgos, obnubilada por la luz de la ventana. Sólo resaltaba el blanco de su delantal de trabajo.

Apenas un instante transcurrió entre explicarle que Elena lo necesitaba, lo de doña Fresia y la inyección, y que él estuviese listo:

– Vamos en el jeep, es más rápido.

Mientras él manejaba, sin mirarla preguntó:

– ¿Eres la misma del almacén?

– Sí.

Un silencio corto.

– ¿Tú me mandaste los cigarrillos?

– Sí.

Entonces él apartó la vista del camino y la dirigió hacia ella. Floreana se ruborizó. ¡Cómo le gustaría sentirse misteriosa! Es más, siempre temía que en la aproximación un hombre le descorriera el primer velo, el segundo, y todo quedase ya a la vista. Y tampoco tenía la fuerza, aunque su anhelo fuese tenerla, para sujetar sus velos al cuerpo, y que ninguna desnudez probara lo fácil que era conocerla. A Floreana le gustan las mujeres reservadas, como Elena o Constanza, y en su propio desorden ella dice siempre lo primero que se le viene a la cabeza, entrega información sin esperar a que se la pregunten.

– Muchas gracias -es todo lo que él dice.

– De nada -es todo lo que dice ella.

Las manos de él sobre el volante son el objeto de la atención de Floreana. Quizás escribirle a Emilia, cómo esas manos podrían ser las del personaje de un gran lienzo: inventar al personaje a través de unas manos.

Es un improbable día de sol a comienzos del invierno en la isla.

Habiendo caminado desde la casa de doña Fresia al policlínico por la huella peatonal, el recorrido del jeep le resulta desconocido. En una curva, ya a la salida del pueblo, la mirada de Floreana encuentra sorpresivamente una caleta de la cual ignoraba toda existencia, un lugar donde se juntan desde lejos el mar y la tierra, en una imagen casi bendita. Los botes de colores chocan con el azul rotundo y los pescadores no parecen parte de los cerros sino del generoso verde que se instala con respeto a unos metros del agua.

– El Creador hizo esto cuando estaba descansado, seguro que fue en un día domingo -comenta en voz alta.

– Probablemente -responde Flavián-. Porque no cabe duda de que este paisaje está pintado por la mano de Dios.

Es todo lo que se han dicho cuando llegan a la casa de doña Fresia.

Más tarde Floreana analizará lo sucedido: el personaje que manejaba el jeep en hosco silencio, el que ignoraba el gesto de una mujer que sin conocerlo le lleva una ofrenda, el que no le preguntó ni su nombre, ése no era el mismo que atendió a doña Fresia. La visión del doctor acogiéndola, mientras la tomaba por los hombros, mientras la inyectaba, mientras le daba consuelo, hablaba de dos personas diferentes. Quizás escindidas. A él los fuertes no le interesan, concluirá, él ostenta un tipo de gentileza, de amabilidad, como sólo se detecta en el que está acostumbrado a tratar con los débiles y sufrientes.


«…desde las terrazas, a los dos costados de la casa grande, todas nos inundamos de mar: el Pacífico, anegados los ojos de Pacífico. La casa es azotada por los cuatro vientos, y me pregunto si no será éste el único lugar adonde llegan todos los vientos. Desde esas mismas terrazas la vista alcanza una gran extensión. De frente veo la tierra con sus cerros y praderas, y de lado veo el mar. Todo bulle de verde y de azul. Diviso el pueblo, se alza graciosa la torre de alerce gris de la iglesia, y su pequeño faro al lado del policlínico parece de juguete.

»Estoy rodeada por mujeres, todo tipo de mujeres. Viejas y jóvenes, ricas y humildes, hermosas y feas. Cuando llegaron estaban tristes. No todas tienen el espíritu de abandono que yo les supuse. La honda desolación no pasea por los corredores excluyendo a sus protagonistas del mundo viviente.

»Todas hacen conjeturas sobre la fortuna del padre de Elena y esta construcción. ¿Cuánto significó para el padre? ¿Por qué lo hizo todo tan perfecto, si después lo iba a abandonar? Elena me cuenta que ella pensó en distintas alternativas. Un convento fue la primera iluminación. Pero no, me dijo, creo en todos los dioses, no en uno solo; tampoco creo en el sacrificio inútil del cuerpo. Tampoco un refugio, nadie debiera tener que esconderse por acciones cometidas, salvo los criminales. Ni convento ni refugio, por eso lo llamó Albergue: un lugar de acogida.

»A ella le gusta definir su actitud frente a sus posibles huéspedes con una palabra religiosa: una actitud ecuménica.

»Acoge a sus invitadas de acuerdo a una estricta escala de sus padecimientos -que sólo ella conoce en su total dimensión- y con rigurosa prescindencia de sus orígenes sociales, status económico o procedencia geográfica. (A veces me pregunto si me habría aceptado de no ser por Fernandina.) Para algunas hace funcionar la fortuna de su padre como una generosa fundación; a las que pueden pagar les aplica los estrictos precios del mercado. Cultiva la tolerancia y el pluralismo que los avatares de su propia vida la han llevado a abrazar. Con nada se escandaliza, los lenguajes y modos de cada una son respetados por ella: convive con todo y con todas.

»Ella se hace cargo de nosotras. Su meta es sanar a las mujeres, no cambiarlas, pero es el consuelo que aquí lava heridas lo que lleva al cambio, y ese consuelo lo sientes sólo por ser acogida, sin juicio, sin un reproche. Dulce huésped del alma, como dice el rezo. La falta de exigencia en cuanto a papeles que representar lleva lentamente a la reparación. El recogimiento en esta casa me parece medieval y me recuerda la misericordia. Existen algunas cláusulas rigurosas de conducta: la falta de alcohol, la hora obligatoria de silencio a las seis de la tarde, el trabajo manual, la hora de ejercicios corporales a las nueve y media de la mañana (los hacemos todas juntas en el salón grande), la atención diaria a la naturaleza: cuando no llueve vamos a los bosques, he aprendido a reconocer las maderas, las hojas de los árboles. A veces esos bosques no son bosques sino árboles abrazándose. Existe también, antes de la comida, una hora y media de conversación (todas debemos participar al menos una vez por semana). Allí aparecen imágenes tan desgarradoras como divertidas. También tenemos acceso a terapia individual con Elena, y para ello hay que pedir una hora.

»Creo, Emilia, que lo que cura es el goce de la soledad y, a la vez, de sentirnos tan acompañadas. De vernos a nosotras mismas en lo más primario. Definitivamente, se respira un aire de otros siglos, siglos del pasado que deben haber sido más humanos.

»Es difícil creer que Elena no haya vivido siempre en esta casa, parece tan integrada a este espacio. Desprende un alto sentido de su propia presencia. Intuyo que nunca debió andar en los asientos de atrás de los autos. ¿Has pensado, Emilia, que las mujeres se dividen entre las que espontáneamente se suben a los asientos delanteros y todos se lo respetan, y las otras, como tú y yo, que andan en el asiento de atrás?

»Y esto de Elena se percibe tanto aquí como allá abajo, donde se ha ganado todo un lugar. Una vez al año invita a las diversas autoridades del pueblo a un almuerzo, al que también llegan los diputados de la zona -deben ser amigos de Fernandina, aún no los conozco-, y cuentan que desde el alcalde hasta el cura se preparan con entusiasmo para este acontecimiento. Las mujeres prestan distintos servicios al pueblo; como Rosario, que es abogada y da consejos legales, o Ana María, que es asistente social y explica las formas de acceder a beneficios estatales que aquí ignoran. Te ilustro con el ejemplo de la señora Rosa: está emputecida porque el proyecto para regularizar los títulos de dominio es para «jefas de hogar». Ella tiene marido, lo que le impide entrar en esa categoría. Anda furiosa por tener marido, dice que no le sirve para nada y no puede resignarse a demorar el título por su culpa. Rosario ha tenido que explicárselo veinte veces. Lo claro es que le importa mucho más el título de dominio que el marido.

»Me cuentan que al principio el pueblo miraba esto con sospecha, desconfiado. Después empezó a necesitar el Albergue. Hoy ha llegado a quererlo.

»Una cosa que he ido comprobando desde hace un par de años y que aquí se me hace evidente, Emilia, es la honestidad entre las mujeres. Cuando se juntan, ninguna acalla verdades, ninguna disimula ni fanfarronea. Me sorprenden las versiones -un poco lapidarias- que cada una da sobre sí misma. Cuando cuentan sus historias, no están solamente contándolas, están sintiéndolas otra vez. Como si fuera una nueva forma de enfrentarse, la única que augurara la paz y los brazos abiertos de la otra.

»¿Sabes? Pienso en el amor. Todo esto se trata, en el fondo, de aquel sentimiento tan común, fantástico, paralizador, sobrevalorado, escaso. Tengo la impresión de que estamos todas, sin saberlo, paradas sobre la médula misma del drama de estos tiempos, uno de los dilemas cruciales de fines de siglo: el desencuentro entre los dos sexos.


»PD: Olvidaba hablarte de las manos de un hombre. ¿Cuántas hojas podrías bocetear sobre un par de manos? Éstas que conocí son grandes, muy cuadradas, como si las hubiesen dibujado con regla. Son manos solventes, cabría dentro de ellas una casa, un árbol, algo enorme y básico. Y también la compasión.»

12

Sentada en los escalones del porche de la cabaña, Constanza aguanta la vida, sintiéndose la dueña de toda la escasez, la más pobre entre las pobres.

Son las tres de la tarde.

– ¿Hoy no haces tu caminata habitual?

– No tengo energías.

– ¿Y si te tiento? -le sonríe Floreana-. Vamos juntas, necesito un poco de ejercicio.

Constanza se levanta de mala gana y emprende el movimiento. Floreana está deseosa de compartir aquella danza de luces que entrevió en la caleta.

– La conozco -dice Constanza-, pero vamos, es un lugar precioso.

Ya lejos del Albergue, tras un largo silencio, Floreana la mira de reojo. Su rostro es un óvalo perfecto. ¡Qué golpe de vista dan esos huesos tan afilados de los pómulos y el mentón!

– ¿Cómo te las arreglaste para venir al Albergue, teniendo un puesto de tanta responsabilidad?

– Pedí tres meses de permiso sin sueldo. Nadie se atrevió a negármelo, si he trabajado como una bruta todos estos años.

– Díme, Constanza… ¿te ha costado mucho llegar a cargos tan altos en ese mundo tan masculino?

– Siempre pensé que no, que incluso me ayudaba el ser mujer. En una audiencia con el Presidente de la República o en una conferencia de prensa, creía que este dato me favorecía. Pero ahora que he reflexionado, comprendo que he pagado enormes costos. Creo que el peor ha sido trabajar el doble que los hombres para demostrar que me la podía…

– Con el consiguiente costo para tu vida personal…

– Evidente. Pero yo no me daba cuenta.

Siguen caminando. Las finas botas de cuero de Constanza aplastan los helechos y las malezas.

– ¿Con quién dejaste a tus hijos? -Floreana vuelve a la carga.

– Con mi madre. ¿Sabes? Apenas los echo de menos. Y no porque sea una mamá desnaturalizada, no lo soy en absoluto. Es porque por primera vez en mi vida adulta me he dado un tiempo para mí misma.

Se acercan al mar, la marea está baja aún, un par de pescadores trabajan en sus redes y las observan curiosos. Al hincarse en la arena amarilla, los ojos de Constanza son arrancados por el reflejo del agua, tumultuosa y airada.

– ¿Te pasa algo malo? -Floreana pondera si debe o no interrogarla; Constanza es tan reservada.

– Sí.

– ¿Quieres conversarlo?

– Estoy enferma de amor, es sólo eso.

– Sólo eso… -repite Floreana, dimensionando la respuesta.

– Hace tanto que necesito una amiga, Floreana -hasta en sus suspiros mantiene cierto control-, que estoy dispuesta a confiarte todo.

Recoge de la playa una varilla y comienza a hacer círculos con ella, como si quisiera perforar el aire, darle mil vueltas. Transformarlo en otro aire, distinto.

– Estoy enamorada de un hombre casado. Me juró que se iba a separar de su esposa por mí, pero no ha sido capaz de hacerlo. Y sabiendo a ciencia cierta que su única posibilidad de ser feliz es conmigo.

– ¿Por qué no lo ha hecho?

– El es católico, más bien tradicional en sus concepciones. Luego de dos años de apasionada relación, en que me prometía rehacer su vida y no llegaba a hacerlo, le di un ultimátum. El resultado fue negativo. No exagero si te digo que casi enloquecí.

– Comprendo… debe ser un conservador.

– ¿Cómo definirías a un conservador?

– Como el policía de las costumbres. Tiene más relación con cómo se comportan los demás que con el comportamiento propio. No cejará nunca de controlar la vida sexual y personal de los otros, para que se adapten a sus propias restricciones… las de su mente, no de sus actos.

– Es un poco duro, pero en el fondo tienes razón… Bueno, se supone que a partir de entonces el romance terminó. Pero igual espero noticias suyas cada día desde que llegué aquí… y nada. Como nuestro amor fue clandestino, tampoco puedo llamar, preguntar abiertamente por él. No resisto su distancia. Aunque sé que necesito este aislamiento, a veces me mata.

Su rostro tan hermoso se contrae, pero su voluntad le devuelve de inmediato la expresión anterior.

– Es un hombre de cincuenta años. También es ingeniero comercial y está a la cabeza de una de las empresas más importantes del país.

– Igual que tú…

– No es casualidad, son empresas asociadas. Al fin y al cabo mi mundo laboral y social es también el suyo, y es el único que tengo; no me da el tiempo para mirar más allá. Él está casado con una mujer de su edad… sé que es una injusticia para ella, siendo yo diez años menor -Constanza sonríe con un dejo de amargura-. Tiene cinco hijos, cree en Dios y en el valor de la familia por sobre cualquier otra cosa.

– ¡Pobre! ¡Me imagino sus contradicciones!

– ¡Tremendas! Se enamoró de mí muy a pesar de sí mismo. Cuando lo conocí, creí que la infidelidad era imposible para él. Yo estaba recién separada, con ganas de empezar a vivir luego de un matrimonio aburrido y de un marido que no soportaba que yo ocupase cargos de más importancia que él ni que ganara más dinero. Me había casado virgen, y nunca le fui infiel.

– Suena aburrido, en realidad.

– Al quedarme sola, me compré mi penthouse, es una lindura, ya lo conocerás cuando estemos en Santiago. Lo decoré con una sensualidad que ni yo misma sospechaba que tenía. Ése fue nuestro nido, porque mis hijos van mucho a alojar donde su padre y la casa queda sola para mí.

– ¿Qué tipo de relación tenían?

– Mira, lo que más me atrajo al comienzo fue la paridad con que nos enfrentábamos. A él le merecían mucho respeto mi trabajo y mis conocimientos.

Me tomaba en serio. Hablábamos el mismo lenguaje, éramos compañeros, algo que ninguno había vivido nunca, ni él con su mujer, ni yo con mi marido.

– Perdón, Constanza, pero díme: ¿qué hombre resiste estar con una mujer inteligente, importante, y que además es buenamoza y rica?

– Parece que ninguno -su risa corta fue la primera del día-, acuérdate de que él sigue con su esposa. Una vez me dijo: nosotros los católicos también somos infieles, y tal vez con menos dolor que los agnósticos, porque reconocemos nuestra calidad de pecadores y tenemos a quien pedirle perdón.

Constanza sonríe otra vez con tristeza ante este recuerdo.

– Es un hombre muy desconfiado -retoma el hilo luego de un momento en que Floreana temió que lo abandonara-. Ven, tendámonos sobre mi poncho -se despoja de esos metros de suave alpaca blanca, tan fina, y lo extiende sobre la arena-. Tanta lana invernal tranquiliza, ¿verdad?

Se instalan, sacan cigarrillos -ambas conservan ese vicio tan femenino-, y Constanza, absorta la vista en una bandada de pájaros que vuelan por el cielo, no logra ocultar un brillo extraño, parecido al delirio, que desprenden sus ojos. Algo cambia en su voz, comienza a hablar en un tono monocorde.

– Su madre se metió con el jardinero de la casa. Él tenía catorce años ese día que volvió del colegio con fiebre. Vivían en una casa enorme, una especie de parcela, en Las Condes. Estaban las empleadas, el mozo, todo el mundo haciendo el aseo en el primer piso. Al pasar a su pieza, sintió ruidos en la de su mamá. Eran ruidos que él nunca había oído y que nunca pudo olvidar después. Como de gatos, no de seres humanos. En vez de irrumpir en el dormitorio, lo turbó algo que aún hoy no puede identificar claramente, algo que lo obligó a espiar. Se quedó oyendo. En la ventana abierta a la terraza se reflejaban las imágenes de un hombre y una mujer revolcándose en la cama. Le dieron ganas de matarla cuando reconoció al jardinero… pero se quedó paralizado. De ahí en adelante, vivió como en una pesadilla.

– ¡Pobrecito! Debe haber sentido una impotencia feroz…

– Sí, feroz. Ella con sus blusitas de seda cerradas hasta el cuello en la mesa, escandalizándose si alguien decía «poto», y su padre tratándola como si fuera una mujer decente. Lo odió más a él que a ella, por débil, por crédulo, por imbécil. El jardinero iba todos los jueves. Su padre se despedía de él en la mañana, afable, cariñoso, dándole instrucciones sobre el pasto, las rosas, el riego, y el otro siempre obsecuente. Y mi pobre amor lloraba de rabia. Empezó a enfermarse los jueves para no ir al colegio y así asegurarse la atención de su madre, coartándola con su presencia para que aquella escena no se volviera a repetir. Nunca lo habló con nadie.

– Eso sí que mata… el no hablarlo.

– Era incapaz de hacerlo. A los dieciséis años se masturbó por primera vez con la imagen de su madre y el jardinero, vomitando y eyaculando al mismo tiempo. No confió más en las mujeres. Se casó con una especie de monja, fea, santa, asexuada.

– Previsible, ¿no?

– Absolutamente. Nunca volvió a querer a sus padres. De ahí hasta que me conoció, tenía sospechas de todo y de todos. ¡Y de todas! No te imaginas cómo era su casa, su mundo: la formalidad extrema. La aparente bondad, los buenos modales, los principios inamovibles. Su sentimiento íntimo era así: todos son crápulas, yo también. Cuando me conoció en el directorio de su propia empresa, donde nos tocó trabajar un buen tiempo juntos, se fue enamorando sin darse cuenta, básicamente por mi apoyo diario a sus asuntos. Viajamos muchas veces los dos, sin ser amantes todavía. Ni siquiera éramos amigos.

– ¿Pero se coqueteaban, o algo?

– Inconscientemente, sí. Claro que ninguno de los dos lo habría reconocido. No sé cómo empezó a excitarse conmigo. La primera vez que nos acostamos, él estaba aterrorizado. Me dijo que no sabía nada en materia de amor. Prometí enseñarle, disimulando lo poco que sabía yo, aunque muy pronto me di cuenta de que a pesar de la pobreza de mi vida sexual anterior, él era efectivamente mucho más ignorante que yo. Vomita cada vez que se acuesta conmigo, al eyacular. Se descompone de amor y de rabia.

– ¿Vomita? Pero, Constanza, ese hombre te tiene pavor… Jamás había oído algo semejante.

– El mismo no podía explicarme por qué, y yo me angustiaba. Imagínate cómo me insegurizaba: ¿quería decir que verme, tocarme desnuda, le daba asco? Me volvía loca de desconcierto. Creí que nunca se iba a atrever a contarme qué le pasaba. Hasta que hubo una noche rara, especial. Estábamos en Singapur, en un antiguo hotel inglés, el Raffles, que es como de sueño, un lugar que te transporta, no sé, a la India del siglo pasado. Creo que influyó que estuviera tan lejos de nuestra realidad cotidiana.

– Sí, yo también he comprobado en carne propia que en el extranjero los hombres se sueltan.

– Y nosotras también… Esa noche, otro miembro del directorio, joven y bastante buenmozo, le confesó en medio de una especie de borrachera que estaba enamorado de mí y le pidió consejos sobre cómo abordarme. Esto lo volvió loco. La sola idea de imaginarme en manos de ese hombre le desató tal angustia (el otro no sólo era más joven sino que además estaba disponible) que tuvimos un encuentro sexual desenfrenado. Y a la hora de vomitar, ante el miedo de perderme, tomó la decisión de hablar conmigo. Allí me contó esta historia. Fue un puro acto de pasión.

– Y de confianza.

– Sí, o mejor dicho: a mí me quiere, a pesar de sí mismo. Me ama siempre que me vomite. No puede quedarse con el amor adentro.

Constanza se cubre el rostro con sus manos cuidadas.

– ¡Qué horror lo que te he contado! Debe ser el Albergue…

– Sabes muy bien que te entiendo…

– Sí, sí, lo sé… -el delirio ha emergido abruptamente a la superficie, sofocado de tanto esconderse.

Se pone de pie. Parece fatigada, como oscilante, sacudida. Una hoja de otoño a punto de ser aplastada por una inminente pisada.

– Perdóname, Floreana… Déjame caminar un rato sola.

Olvida la alpaca blanca y se va en dirección a los cerros que resguardan la caleta. Floreana recoge el poncho, se lo cuelga sobre los hombros y se queda mirando a los pescadores. Debe dejarla tranquila. Constanza ha descubierto en sí misma el salvajismo de una forma de franqueza vivida por primera vez.

Yo también pillé a mi madre, aunque no fue tan brutal, piensa, mientras por una estrecha fisura de su mente se cuelan imágenes olvidadas. Cursaba uno de los últimos años de colegio y había una reunión con alumnos y apoderados en su curso. Cuando ésta terminó, Floreana caminó al paradero de buses, frustrada por la ausencia de su madre. Entre el colegio y el bus, en una esquina, se situaba un pequeño pub, tranquilo y oscuro, que ella ya no veía por el hábito de pasar cada día frente a él. Floreana nunca se ha explicado qué la impulsó a mirar para adentro. Allí estaba su madre, en una pequeña mesa, tomada de la mano con un hombre. Salió disparada, por el terror de que la hubiesen advertido. Su madre llegó al hogar casi a la misma hora que ella, como si viniera de la reunión. ¿Supuso que le guardarían las espaldas?

Esa noche la alcanzó en su dormitorio y la vio frente al espejo del tocador, observándose minuciosamente. Ignoraba -era evidente- que su hija la había visto. Floreana la abrazó por la espalda y le preguntó qué ocurría.

– Me siento indigna.

Y no hubo más palabras.

Al día siguiente, a la hora de la siesta, Floreana presenció cómo se acurrucaba contra el cuerpo de su marido, que leía en el gran sofá del escritorio. Ella copiaba unas definiciones de la enciclopedia; pensó que su mamá dormía, pero al volverse vio que sus ojos estaban abiertos, fijos y grandes. Floreana recordaría siempre lo que detectó en esos ojos: miedo.

Caminando sola de vuelta de la caleta, siente cómo cada día el manto de la noche cubre tantas cicatrices en el Albergue. ¿No estará ella a tiempo de destapar sus propias espaldas?

13

– ¡Qué grupo de escépticas! -les dice Elena, ella que ha confiado en el amor justo y equilibrado-. Bueno, mujeres, yo me voy a la cama-sonríe, despidiéndolas luego de la sesión de Clásicos del Cine que han visto en televisión-. Pero, antes de retirarnos: ¿quién me va a acompañar mañana a la ceremonia con el ministro?

– ¡No cuentes conmigo! -se apresura Patricia-. Ya he cumplido con mi cuota después de la convivencia con el cura. ¿Sabías, Floreana, que cada tanto el cura llama a Elena para recordarle que somos sus feligresas? Alguna de sus mujeres será creyente, pues, señora, le dice. Y ella, para quedar bien con las estructuras, nos obliga a aparecer en la iglesia. ¡Y la última vez me tocó a mí, que soy completamente atea!

– Una plegaria no te hará mal -se ríe Elena.

– ¿Plegaria? Bonita palabra -ajusta, como siempre, la colorida ruana a su cuerpo-. No necesariamente debe ser para Dios, ¿verdad?

– No. Puedes someterte a un momento de humildad y pedir por algo. Por todas nosotras, por ejemplo.

Floreana se ofrece para acompañar a Elena al día siguiente. Constanza, aunque no simpatiza mucho con el actual gobierno, dice que también irá.

– Con dos me basta -dice Elena-. Y como Floreana y Constanza tuvieron la gentileza de ofrecerse, las demás se quedarán con las ganas. Les aviso que tienen preparado un curanto. ¡Ustedes se lo pierden!


Al llegar a la cabaña, encuentran el estar vacío; Toña y Angelita no están a la vista.

– ¡Qué raro! -comenta Constanza-. ¿Dónde se habrán metido?

– Deben estar de visita en otra cabaña, o habrán salido a caminar.

– ¿A esta hora, con tanto frío?

Floreana se dirige al baño, abriendo la puerta. Ve a Angelita desnuda dentro de la tina. Sus hermosos pechos sobresalen entre la espuma y el vapor mientras Toña, hincada en el suelo, le frota la espalda con delicadeza.

– Perdón -se excusa Floreana.

Toña se sobresalta y se apresura a dar explicaciones.

– Perdonen ustedes. Ocupamos la tina sin pedirla. Es que se demoraban mucho y Angelita tenía frío.

– Úsenla todo lo que quieran, siempre que me permitan lavarme los dientes -grita Constanza desde su dormitorio, empezando a desvestirse-. Lo que es yo, estaré durmiendo dentro de diez minutos.


Ya en su cama, Floreana arremete consigo misma. Le ronda la discusión en que se trabaron después de la película. Se pregunta si estará tan enajenada como para que Hollywood, con Cleopatra -la superproducción por antonomasia-, la deslice hacia disquisiciones anémicas.

Analizando a Marco Antonio y Cleopatra, no puede dejar de pensar en el amor actual, en el diminuto instante inmerso en el vivir, como diría Silvio. Tras la primera noche de amor, Cleopatra le dice a Marco Antonio que a partir de ese momento no debe temer ni tenerle celos a César. ¡Por una sola noche…!, se dice Floreana, incrédula. Igual él se casa después con Octavia: razones de Estado. ¡No se puede creer ni en las más altas pasiones! O si se cree en ellas, ¡miren el fin de Marco Antonio! Toda su vida rota por el amor de Cleopatra: poder, honor, voluntad… ¿Valdrá la pena un amor de ese tipo?

– Y ella le perdona todo -había comentado Patricia.

– Tiene que ver con el deseo satisfecho. Siempre hay que relacionar esa idea con las conductas aparentemente inexplicables -descifra Constanza con su cara de mujer inteligente-. Cuando un deseo profundo ha sido satisfecho, una mujer perdona. Si no ha sucedido así, ¡no perdona nunca!

Se quedaron todas calladas. Es probable que cada una evaluase de cuánta satisfacción se ha beneficiado. Y cuánto ha perdonado.

Una vez que se entra en el sexo, no hay vuelta atrás. La piel, al exponerse entera, exige deberes y derechos que en horas anteriores no existían, medita Floreana, deseosa de gritarlo de una vez: ¡yo soy mala para la cama!, ¿me oyen? ¡No soy Cleopatra y habría dado mi vida por serlo! No hay magia alguna que resista la embestida de un ser ansioso. Del sexo a la ansiedad hay un paso. El sexo es el puente que no debe cruzarse; si una lo hace, automáticamente pierde el poder.

– ¡Es lo más anticuado que he oído en mi vida! -le había gritado Patricia de vuelta-. Yo no pierdo ningún poder: hago el amor y punto.

– ¿Y esperas su llamada al día siguiente?

– No, no espero nada. Ya tuve el goce que buscaba, cero rollo después.

– No te creo -aventura Floreana-. Nuestra tragedia es que siempre esperamos la llamada al día siguiente. Y si no llega, nos sentimos indignas. Casi vejadas.

– ¡Por favor! -Patricia la mira con agresividad-. Y él, ¿no debiera esperar también una llamada?

– Al revés, él está aterrado de que esa llamada llegue. Si suena el teléfono y oye la voz femenina preguntando «¿cuándo volveré a verte?», le dan tres tiritones y sale arrancando. Hay hombres que evitan meterse a la cama sólo por el horror de esa llamada al día siguiente.

¿Por qué ellos no y nosotras sí?

Porque estamos cagadas, por eso. ¿O alguna cree que el mito de la virginidad como la joya a entregar es invento? Aunque todo ha cambiado, nuestra vagina sigue siendo nuestro instrumento de poder. Pensemos en Ana Bolena. El día que se entregó, perdió a Enrique VIII… y terminó decapitada.

¡No vale!, dice una de sus voces internas, eso pasó hace siglos.

Mi problema es más serio, se lamenta Floreana. Llegado el momento, vuelvo atrás: dejo de ser la mujer de fin de siglo que se supone que soy, y paso a reencarnar a mi madre y a mi abuela. Entonces, después de una noche de amor, no sólo espero la llamada telefónica… Espero flores, cartas… ¡Y ojalá él me diga, con palabras reales, que el encuentro ha sido trascendente, que el mundo se detuvo porque se metió a la cama conmigo!

Maritza se había largado a reír cuando Floreana osó formularlo públicamente. ¡Ahí sí que te fregaste!, le dijo burlona, mejor no te acostís con nadie; ¿a qué hombre se le detiene el mundo hoy en día? ¿Ah? ¡A ninguno!

Ensaya levantar su dignidad… pero en el fondo se siente derrotada. La única que parece no vivir en permanente conflicto es Elena. Todos los comentarios de la siquiatra fueron divertidos pero sensatos, como de alguien que ha sido evidentemente bien amada. Tuvo un marido al que voluntariamente dejó, dos hijos grandes que la adoran -y a los que pudo criar y mantener sin el agobio que sufren casi todas las mujeres del Albergue, que se matan por conseguir el dinero que los respectivos padres muchas veces niegan-, y miles de hombres que probablemente le llevaron flores y a quienes se les detuvo la vida por ella. Seguro que ninguno la abandonó. Es la satisfacción de la que hablaba Constanza: Elena la conoce.

Cagaste, Floreana, se dice. ¿Cuándo empezó el amor a devenir en terror en vez de incentivo? Dirás lo que te hemos escuchado en otras oportunidades, dirás que la vida te ha enseñado, que estás dolida por acumulación… De acuerdo, pero… ¿hasta ese grado delirante y obsesivo? El que no te conste la semejanza de la realidad del otro con la tuya no debiera paralizarte así, mujer descreída y asustada. ¿No eras tú acaso la que se reía con Fernandina del maldito miedo de los hombres? Bueno, el miedo es esto. Ni más abstracto ni más indiscernible que esta terrenal sensación de verse cercada, de que las cercas crecen a veces hasta dimensiones gigantes, como esas verduras de invernadero que parecen distorsionar la naturaleza. Sus puntas hacen daño, por cierto, lastiman. Siempre existe la posibilidad de seguir de largo y resultar indemne, pero sólo si estás en condiciones de darle la espalda a la vida misma. El problema del amor, Floreana -con todos los lugares comunes que trae consigo-, es que es casi inseparable de la vida misma. Entonces, cómo resistirse al juego de conocerse, de tocarse el alma, de añadir el cuerpo como peligroso contrabando, de adivinar al otro, de adecuarse, de creerle… o mejor seamos sinceras: de creerse uno en el otro. Ése es el pavor. Nadie quiere una gota de riesgo ni dolor. Es el signo de los tiempos. ¡Qué nada nos toque! Ése es el nuevo concepto de salvación en esta modernidad arrolladora.

– ¿Tú crees, Elena, que esto del miedo es nuevo? ¿Este miedo que nos tienen los hombres hoy? -había preguntado Constanza con inquietud.

– No, yo creo que nos han temido desde la eternidad -respondió Elena, reflexiva-. Tal vez lo nuevo sea que nosotras nos dimos cuenta y lo estamos diciendo; y al hacerlo explícito, al exhibirlo, nosotras mismas hemos definido una nueva etapa.

– ¿Y qué vamos a hacer ahora? -el desaliento impregna la voz de Constanza.

– Tender puentes, querida, tender puentes. No veo otra salida.

– Ay, Elena, sé más explícita, por favor…

– Por ejemplo, hacerles sentir que no son menos hombres por sentir ese miedo… una vez que lo reconozcan, por supuesto. Habría que convencerlos de que dejen aflorar su parte femenina… y así podríamos encontrarnos en un punto medio, ¿no te parece? No se me ocurre otra manera.

– Y hombres así, ¿existen?

– Son escasos, no lo niego -Elena se ríe con malicia-, pero existen, Constanza, existen.

Se te seca la garganta, Floreana. El amor es un paso en falso. No caminar mal. No caminar, mejor. Inmovilicémonos. Cada uno en su propio hielo: así no nos haremos daño.

Tu desesperado anhelo es protegerte, pero no tienes la entereza para desahuciarte totalmente del amor: algo en ti aún se siente llamado al peligro. Total, Floreana, ¿qué es lo peor que podría pasarte? Que no te quieran.

¿Será eso tan grave?

14

Floreana se siente tan ajena de sí misma como le sucedía en la adolescencia, cuando salía de un cine y enfrentaba la realidad de la calle. Por largo rato deambulaba, sintiéndose la heroína de la película, convencida de ser tal o cual actriz, encarnando con pasión al personaje, mirando a su alrededor como si todo fuera una porquería que se confabulaba para sacarla de su verdadero medio: el cine, la atmósfera, la fantasía recién vivida. Volvía a ser ella sólo cuando la inmediatez y la trivialidad se hacían ineludibles.

Regresar al Albergue significará arrancarla de la ensoñación en que la sumerge la piadosa mentira del filme que ahora protagoniza en Puqueldón.

Puqueldón es un pueblo tendido en la isla Lemuy, una de las cuarenta y dos que conforman el Archipiélago de Chiloé. No son más de mil sus habitantes y el aire es siempre fresco, aun en los días veraniegos de calor. Cualquiera sea la temperatura, el aire despierta a hombres y mujeres, los alerta, los mueve.

Floreana pensará a este pueblo como el lugar del aire.

¿Qué hace ella tan lejos del Albergue? Fue por culpa de la visita del ministro, del pueblo embanderado y de Elena que le sugirió reemplazarla.

Al llegar a la ceremonia, Floreana observó detenidamente, y por primera vez, a Elena -«la Abadesa», como dice Toña a sus espaldas- junto a su amigo el médico. Se apretaron las manos al darse el beso de saludo, arrimaron sus sillas para sentarse lo más cerca posible el uno del otro, y luego de hacerse comentarios al oído sus risas mostraban una evidente complicidad. Terminado el discurso del alcalde, y cuando estaba por comenzar el del ministro, uno de los carabineros se acercó al doctor con su radio encendida. Un feo accidente había ocurrido en Puqueldón: el hijo de la directora de la escuela estaba herido. Flavián no demoró en partir, pero antes le pidió a Elena que lo acompañara.

– No puedo, tengo que almorzar con el ministro. ¿Necesitas ayuda? -como chiquillos secreteándose, así de bajo es el tono de sus voces.

– Es que pasé casi toda la noche en vela…

– ¿Por qué? -le pregunta Elena, preocupada.

– Estuve cuidando al Payaso, deliraba de fiebre y no quería que lo dejara solo.

El Payaso es un hombre viejo que trabaja cuidándole los caballos a un alemán de la zona. De paso le cuida también a Flavián el suyo; en su juventud fue payaso, y aún ejerce como tal en las fiestas del pueblo.

– Me da miedo dormirme mientras manejo -agrega Flavián.

– Que tu enfermera vaya contigo…

– Por ningún motivo, ¡tendríamos que cerrar el policlínico!

Elena mira hacia atrás, donde están sentadas, muy compuestas, Constanza y Floreana. Toma el brazo de ésta última para que se acerque. Cuando el doctor comprende lo que Elena está haciendo, protesta, todo en voz baja porque el carabinero espera y el ministro ya se dirige al micrófono.

– Por favor, no quiero molestar a nadie -alcanza a decir mirando a la elegida-. Mejor voy a buscar al auxiliar del policlínico.

– A mí me encantaría acompañarte -le susurra Floreana-. Cuanto más pueda conocer de estas islas, mejor.

Entre el apuro, la mirada impaciente de las autoridades y la distracción que causan al público, Flavián no tiene más remedio que acceder desganado… o así lo percibe Floreana mientras camina hacia el jeep, y se pregunta por qué Elena se lo ha pedido a ella y no a Constanza.

Se instala en el asiento delantero, cruza sobre su cuerpo el cinturón de seguridad y, una vez emprendido el viaje, abre la boca:

– ¿Quieres que te cante para que no te quedes dormido? Lo hacíamos en los viajes cuando chicas, para mantener despierto a mi papá.

– Prefiero que me converses. Si cantas bien, me duermo de una vez -al menos sus ojos muestran una pizca de buen humor.

– ¿Te puedo hacer preguntas? ¿O prefieres que maneje yo un rato? -Floreana es de los raros seres en este mundo que se relacionan con otro preguntando, como si todavía el género humano le interesara.

– Adelante, pregunta no más. Pero me reservo el derecho de decidir si respondo. Y después manejas tú, si yo me rindo.

– Partamos por lo más básico: ¿qué especialidad tienes en medicina?

– Soy internista. Vale decir, le hago a casi todo… como el antiguo médico de familia.

– ¿Y por qué estás aquí?

– Me vine al sur por culpa de una mujer -el tono es casual-. Necesitaba aire fresco.

– ¿Y piensas volver cuando estés curado?

– Aún no se airean mis pulmones. Además, como soy médico, tengo una tarea que cumplir aquí.

– ¿Alma de misionero?

– Ojalá fuera tan bueno… No, no soy un hombre bueno. Y para que veas que no miento, te lo puedo contar: tuve un problema en la clínica privada donde trabajaba en Santiago y quise poner todos los kilómetros posibles entre ese lugar y yo. Entonces, elegí una localidad donde de verdad hiciera falta.

A pesar de su curiosidad, Floreana no se atreve a preguntar más.

– Bueno, algo de misionero tienes de todos modos, igual podrías estar en una ciudad grande.

– Es que, ¿sabes?, no soy hijo del cinismo ni del escepticismo, como está tan en boga hoy día. Todavía me gusta involucrarme con ciertas causas, de ésas que ya no le importan a nadie.

– ¿Como los pobres?

– Por ejemplo.

– Bueno, pobreza no nos falta en este país. Según eso, podrías haberte ido a… veamos… a Putre, en el norte mismo.

– Pero es que en Putre no estaba Elena. Elegí este lugar porque ella estaba aquí.

– O sea, ejerce su cierta influencia en ti.

– Alguna… Debo haber estado enamorado de ella en mi juventud, como todos en la Escuela de Medicina, especialmente los de cursos inferiores, como yo. Eso siempre deja huellas…

– ¿Qué diferencia de edad tienen?

– Unos siete u ocho años, no sé.

Floreana hace conjeturas mientras finge mirar el paisaje. Por supuesto, él no le pregunta nada.

– ¿Tienes familia? -insiste Floreana.

– A medias: dos hijos semiadolescentes, el menor todavía es un niño… Un padre muerto, una madre un poco muerta en vida, varios hermanos y sobrinos, uno de ellos muy querido para mí.

– O sea, te casaste alguna vez…

– Que yo sepa, las ex esposas no son parte de la familia.

– Era otra mi pregunta…

– Si lo que quieres saber es si estoy casado, no, no lo estoy.

Es fácil provocar en Floreana la percepción de ser una tonta, y ella lo resiente.

– ¡Qué pregunta tan típica! -comenta él, por añadidura-. ¿Por qué será que a las mujeres les interesa tanto el estado civil de uno? Te puedo agregar información: pretendo seguir soltero para siempre.

– Un poco taxativo -responde Floreana, como si no hubiese detectado ni un dejo de agresión.

– No es extraño cuando uno ha sido esclavo de una mujer.

– ¿Y qué pasó con ella?

– Luego de convencerse a sí misma de que la víctima era ella, ya sabes, el típico juego de los culposos deshonestos, los que se convencen de ser las víctimas cuando evidentemente han victimizado, partió con otro. Se fue, como en la canción mexicana, arrastrando la cobija y ensuciando el apellido -sonríe con buen humor.

Floreana no puede dejar de mirar esas manos que se mueven entre el manubrio y el cambio. Es un hombre que debe tocar tan poco, deduce lamentándolo.

– Además, pienso que el matrimonio es perverso -continúa él, ajeno a los pensamientos de Floreana.

Ella rompe a reír.

– En eso estamos de acuerdo, pero explícame por qué lo dices tú.

– Porque para mí es un hecho, no una posición intelectual. El matrimonio es el espacio de la esclavitud, la muerte de toda convivencia sana. También, el de la impaciencia, el aburrimiento y el ahogo de la sensualidad.

Sensualidad, se repite Floreana, sorprendida de que le guste tanto que él la mencione. Tal vez porque en ella es el flanco más débil.

Súbitamente, aparece una curva peligrosa y Flavián prefiere concentrarse en la conducción. Floreana, siempre atemorizada de parecer demasiado evidente a los ojos del otro, guarda silencio para no enturbiar la tenue comunicación que se insinúa y que ella anhela. Tras la segunda curva, le habla:

– Creo que ya me toca manejar a mí, Flavián.

– De acuerdo, pero… -la observa dudoso- ¿has manejado alguna vez un jeep de este porte?

– Sí. ¡Por favor, qué pregunta!

– Perdón, perdón -Flavián detiene el jeep y abre la puerta para bajarse-, ¡si ustedes son las sú-per-mujeres!

Ella decide ignorarlo y se instala al volante. Él se recuesta en el asiento a su lado, tan felino como lo vio aquel día en el almacén. Extiende sus dos brazos detrás de la cabeza, parece disponerse a conversar frente a una chimenea.

– A ver si estamos de acuerdo en esto del matrimonio, que me interesa -prosigue él-. Primero, la generosidad no resulta una buena aliada para formular una vida en común. Las mujeres siempre se aprovechan de un hombre generoso y uno termina siendo un títere en sus manos. Segundo, me molesta sobremanera que el matrimonio sea el lugar elegido para vivir la suma de las impaciencias: un lujo único. Impacientarse cada vez que uno quiere, y hacerlo gratis, porque en ningún otro espacio puede perderse el control… Para eso se inventó esta institución: el corral donde pueden enjaularse, bien protegidas, todas las impaciencias.

Ella piensa en todo lo que ha escuchado y decide que él es un poco loco. Nadie habla de estas cosas con una desconocida.

Tomando un paquete de Kent, Flavián le ofrece un cigarrillo que Floreana rechaza.

– Tú, como médico, no debieras fumar -le sonríe-. No debí regalártelos.

– Les ruego siempre a mis pacientes que no me sigan el ejemplo -desprende apenas los escombros grises de la punta del cigarrillo en el cenicero del jeep y continúa charlando sólo cuando aparece el brillo de la brasa, listo para llevarlo otra vez a su boca-. Al mes de la muerte de mi padre, le pregunté a mi madre, con toda la consternación del caso, cómo estaba. Me miró sin saber si decirme o no la verdad. Al fin estalló en llanto y me dijo: ¡esto es horroroso, ya no tengo con quien pelear! Textual. Eso es el matrimonio.

Floreana ríe.

Luego de aspirar el humo, él vuelve a hablar. Da la impresión de que lo hace más para sí mismo que para ella.

– Tercero: el erotismo. ¿Has pensado que los casados no tienen casi derecho a calentarse? Están obligados a usar el bache, el pequeño espacio que les quedó entre una cosa y otra, aprovechar la coyuntura al margen de las ganas. Por eso buscan amantes, para poder planear el deseo y los preparativos románticos que tanto les gustan a ustedes. Para inventarse el momento.

– Eso no es culpa nuestra -se defiende Floreana, y hace un esfuerzo por disimular el vértigo que le produce esta descripción. De nuevo oye el dúo de sus voces, la que se enciende con sólo escucharlo y la que le recuerda que es aquélla la parte más negada y difícil de sí misma.

– No, no he dicho que lo sea… -vuelve a aspirar el humo con indolencia-. Pero coincidirás conmigo en que, para la búsqueda del erotismo, la preparación del deseo es importante, esa anticipación fantasiosa de lo que viene -habla mirando por la ventana, como si los patos o los corderos fuesen interlocutores tan válidos como Floreana-. Los casados, en cambio, tienen la obligación de usar el tiempo que tienen, y hacerlo, además, entre el hastío, la pequeñez doméstica y las intromisiones de los hijos. En buenas cuentas, ¡el sexo en el matrimonio no es una fiesta!

– ¿Cuántos puntos más te quedan?

– Ya he tocado los principales -responde riendo.

– Veo que hablas en serio sobre no volver a casarte. ¿Y el amor? ¿Tampoco ahí piensas reincidir? -ella quisiera que él hablara de erotismo para siempre, pero es más seguro hablar de amor.

– Tengo mi trabajo. Es lo único que controlo, por lo tanto no quisiera desviarme de él. No estoy dispuesto para el amor; me debilita y me hace perder energías preciosas.

– ¿Perder? ¿Y no podrías ganarlas? -¡miren quién habla!, le dice a Floreana su segunda voz.

– ¿Ganarlas con el amor? No, no. El amor me desconcierta y me descontrola. No me sirve.

Busca una cassette en la guantera y le comenta, sin mirarla:

Oye… ¿qué está pasando? Nadie me hace nunca preguntas tan directas. Estaré muy cansado, o muy solo, o tú eres mágica, que me haces hablar así…

De puro nerviosa, Floreana le pregunta qué música va a elegir.

– La estoy buscando, algo muy bonito… además, acabo de instalarle un equipo nuevo al jeep y se escucha estupendo… -sigue buscando-. Como manejo tanto de pueblo en pueblo, valía la pena la inversión.

Mientras se concentra en el paisaje -que en esta isla tiene el don de subyugarla-, llegan a sus oídos las primeras notas de una sinfonía, y junto a ellas un golpe lacerante a sus entrañas.

– ¿Puedo cambiarla? -balbucea.

– ¿No te gusta Brahms? -Flavián parece confundido.

– Mucho, pero no esta sinfonía -y sin pedir permiso la arranca del aparato.

Flavián la mira. En el fulgor de esa mirada, Floreana reconoce los ojos que trataron la pena de doña Fresia; la observan como si fueran expertos en detectar heridas aunque éstas pretendan ocultarse.

– ¿Quieres hablar de algo especial? -se lo dice con un tono cuidadoso que hasta ahora no había usado con ella.

– No.

Coloca un concierto para clarinete de Mozart y el silencio se instala entre ellos por un buen trecho.

– Falta poco para el trasbordador -la alienta él transcurridos unos diez minutos-. Y cruzando, estaremos muy luego en Puqueldón.

Ella mira complaciente hacia el camino y no responde. Entonces, él vuelve a hablar, otra vez como para sí mismo. Ya ha olvidado el episodio de Brahms.

– Las mujeres piensan, y lo que es peor, discuten sus emociones infatigablemente. Nosotros no lo hacemos, ¿sabías?

– Ustedes se lo pierden.

– Es que los hombres no tenemos amigos, como las mujeres. Tenemos competidores.

– A veces ustedes me dan pena… honestamente -murmura Floreana.

– A mí también. Creo que los hombres estamos atravesando por algunos problemas.

Sube el volumen de la música en un pasaje que lo conmueve. Pero el respeto por Mozart no dura mucho.

– Sin embargo -sigue-, las sensaciones de las mujeres están bastante desprestigiadas también, tienes que reconocerlo -él nunca pierde el hilo, observa ella-. ¿O no? Que las hormonas, que las emociones, que la identidad… ¡Tanto rollo!

– Perdóneme, señor doctor -dice Floreana, sardónica-, pero por muy desprestigiadas que estén, al menos las tenemos. ¿No cree usted, suponiendo que cuenta con algún conocimiento sobre el ser humano, que la ausencia de esas emociones nos aplasta contra el vacío?

– No. Y lo que es yo, señorita, no quiero saber de ellas.

Pero medio kilómetro más allá, agrega:

– No sé en qué están ustedes allá arriba en el Albergue, pero quizás no andemos tan lejos…

– Lo que nosotras tratamos de enterrar es la tristeza, no las emociones.

– Bueno, admito que eso es honorable. La desesperación o la mala suerte pueden ser indecorosas, pero la tristeza no. Y quisiera explicarte algo que me pasa con ustedes. Estoy demasiado cerca de la miseria real, la que estoy obligado a compartir todos los días con los que de verdad sufren, para guardarle espacios a la compasión por un grupo cuyos dolores quedan muy por debajo de esa línea. La verdad es que me aburre el pesar del intelecto.

Desasosegada, Floreana calla. Divisar de pronto el trasbordador en el mar resulta una salida para su ánimo.

15

La tormenta, aire, tierra y agua. Todo. El mundo se va a ahogar. Floreana siente miedo y el mar no le ofrece ningún consuelo. Aprieta con fuerza el tazón de té caliente, sentada a la mesa del comedor en esa casa vacía que la cobija. Con la tetera hirviendo y un plato de chápateles, espera a Flavián, quien se toma el tiempo necesario para evaluar, luego de curarlo, si el niño accidentado necesita o no ser trasladado al hospital de Castro. Ella había caminado sola por el pueblo y sus alrededores, antes de que el agua lo llenara todo con su avasalladora presencia. El atardecer irradiaba tal luz que parecía inventarle una tristeza inusual a la isla, en contraste con la exaltación que a pesar de lo que le dicta su conciencia la está desentumeciendo. Volviendo, Floreana compró un cuaderno en el almacén y se acomodó en la tibieza vacía de esta pequeña casa de madera que le han prestado. No estaba en su ánimo acompañar al médico, presenciar la sangre y el dolor es lo último que su memoria podría desear. La idea de escribirle una carta a Emilia la reconforta.

Aunque la intención del pálido sol hubiese sido detenerse un poco más en el cielo, la tarde en esta pequeña isla ha caído con implacable puntualidad. Y con ella, la tormenta. Aunque la lluvia en el sur es pan de cada día, este diluvio parece harina de otro costal. Aparta el cuaderno. Cualquier frase resultará falsa si su mente está llena de otras palabras y otros momentos.

¡Cuan ruidoso es el baile del viento! ¡Qué energéticas sus piruetas de saltimbanqui!

Cuando Floreana piensa algo inadecuado, es uno de sus demonios el que lo hace por ella. Quiero quedarme aquí, ha dicho el demonio de hoy, el más desatado. Se acerca a la ventana y ve a Flavián que regresa; ella observa el movimiento de su silueta a través del frío. Y al entrar, como si adivinara sus voces internas, él le dice, empapado:

– Imposible volver a la isla grande con esta tempestad…

Floreana va en busca de una toalla. Mientras intenta secarse, Flavián la mira como aturdido.

– Estoy preocupado por ti -dice-, creo que estoy abusando contigo. A mí me suele suceder, pero yo duermo en cualquier parte. O son los enfermos o es el clima: alguno de ellos decide siempre por mí. Pero tú, Floreana…

– No te preocupes, yo me adapto. Ya me perdí el curanto, que era lo que me entusiasmaba. A esta hora da lo mismo. Elena supondrá que ha sido la lluvia, y sabe que estoy contigo.

– Sobre el curanto, estamos en Chiloé, yo me encargo de organizarte uno de primer nivel -Flavián suena casi alegre-. Sobre Elena, podemos llamar a la Telefónica y pedir que le lleven el recado.

Frota la toalla contra su pelo castaño, desordenándolo. Luego levanta la cabeza y contempla un momento a Floreana.

– Díme, en serio, ¿te resultaría un problema no volver al Albergue?

– No, doctor -le sonríe Floreana-, los ritos diarios me los puedo saltar por una vez.

– Eso me alivia -extrae del bolsillo del gamulán una escobilla de dientes aún empaquetada-. Mira, la acabo de comprar -se la entrega con una sonrisa-. ¿Qué más necesitas? En el jeep hay un maletín para estas emergencias.

– Con esto me basta. ¿Quieres una taza de té?

– Un té… sí, lo necesito.

Se sienta a la mesa y hunde la cabeza en sus manos.

– Estás exhausto, Flavián…

– Cansado solamente -Floreana recuerda que los hombres no exageran con el lenguaje-. El niño va a andar bien, eso es lo importante. Las heridas eran superficiales, fue la cantidad de sangre lo que alarmó a la gente. Pero es cierto que estoy muy cansado, y no me vendría mal un pequeño reposo. Ah, se me olvidaba… estamos invitados a comer más tarde en casa del alcalde. Se ofendería mucho si lo dejamos plantado.

– En el dormitorio hay una cama y aquí está el sofá, que se puede acomodar -responde Floreana, contenta de verse incluida en ese plural.

– A propósito de camas -recuerda Flavián-, la directora de la escuela mandó a invitarte a dormir en su casa.

Floreana se estremece y su «¡no!» parece surgirle directamente del estómago.

– ¿Por qué? -se extraña él.

– Porque me da frío.

Flavián deja su taza sobre la mesa, como si esa sola frase justificara cualquier interrupción.

– Las casas en Chiloé nunca son frías, y mucho menos una habitada. Aquí está mucho más helado, te advierto.

– Perdona, Flavián, no me creas rara, pero yo no hablaba de eso. Me refería al otro frío. ¡No me mandes a esa casa!

Frunce el ceño. Es evidente su desconcierto frente a esta mujer a la que, a fin de cuentas, conoce apenas.

– No te voy a mandar a ninguna parte, ni tienes que hacer nada que esté fuera de tu voluntad. A ver, Floreana, siéntate aquí a mi lado. ¿Qué pasa contigo?

Ella obedece, dócil, y arrima una silla. De haber sido una gata, habría restregado el lomo contra su brazo.

– Para entenderte bien: no estamos hablando de los cuerpos, ¿verdad?

– No -apenas le sale la voz.

– ¿Quieres decir, y no encuentras bien las palabras, que es mi presencia la que te abriga?

– Sí.

Y algo en la recóndita inmaterialidad de Flavián se desanuda ante esa afirmación. Floreana ve cómo se acerca a ella una de sus grandes manos y siente en su nuca la caricia. En voz muy baja, como si le hablara a una niña, él le pregunta.

– ¿Por qué le temes a la falta de abrigo?

– No sé, no sé. Me pasa desde que era chica… pero entonces no lo entendía, corría adonde mi mamá o me encerraba en el escritorio, y ese frío se iba. Pero desde que dejé la casa de mis padres, no me abandonó más. Quizás por un tiempo, mientras estuve casada… quizás… pero ya hace mucho de eso. El trabajo también me ayuda…

El rostro del hombre a su lado se ve tan concentrado en cada una de sus palabras, que Floreana cree que él va a tragárselas. ¡Hace tanto tiempo que nadie le daba esa importancia a una sensación de ella!

– Eres una cría… una linda cría -le susurra Flavián con dulzura.

Le revuelve el pelo, y cuando ella está a punto de reclinarse sobre su hombro, él retira la mano, dejando su nuca tibia pero ya desnuda.

– Bueno, nos quedamos los dos aquí. Pero tú vas a ocupar el dormitorio, y yo el sofá -el tono es autoritario, rompiendo así el encantamiento.

– De acuerdo. Pero ahora úsala tú, tiéndete un rato en la cama y descansa -Floreana se levanta de la mesa y va al dormitorio, busca una frazada extra que ha visto sobre una silla. Él la sigue con la taza de té en la mano y la toalla colgando de los hombros.

– ¿Tienes hambre?

– No todavía. Esos chapaleles estaban deliciosos. Y tú termina de secarte, no puedes irte a la cama con el pelo mojado.

– Oye, yo tengo un hambre feroz, pero me da pena sacarte a la lluvia para ir donde el alcalde… Si quieres, puedo ir solo.

– No me cuides tanto, voy a estar bien.

– ¡Ah! Se me olvidaba que a las mujeres como ustedes no hay que protegerlas.

– No me malinterpretes. Es que no quiero ser un estorbo. ¡Con qué facilidad te pones antipático!

Además, no hables en plural, como si las veinte del Albergue fuéramos la misma cosa -dice, y luego se suaviza-: Quiero que te recuestes ya, para que por fin descanses.

– ¿No lo son acaso? -la ironía es insoslayable; ¡qué poco dura su ternura!

– En el fondo, nos miras en menos -dice Floreana, sentada a los pies de la cama.

– No te enojes. Es que las mujeres en manada son la destrucción del encanto. ¿Eso no lo puedes entender?

Estoy concediendo mucho, se dice Floreana. ¿Cómo respondería Toña en su lugar, o Patricia, la irreverente, o la misma Elena? Pero él continúa mientras sorbe el último trago de té y se desembaraza de la toalla:

– ¿Qué tal te avienes con ellas?

– Las conozco poco, llevo diez días aquí. Pero ya me he encariñado. Tuve mala suerte, ¿sabes? -agrega, decidiendo acudir al buen humor-, las dos mujeres más lindas están en mi cabaña, y por si fuera poco, las dos más famosas. ¡Imagínate el complejo de inferioridad con que voy a salir de ahí después de tres meses!

– ¡Uf, ésas me producen horror! ¡No me metería jamás con ellas! -las facciones de Flavián se relajan-. Gracias a Dios, la que me acompañó hoy fuiste tú.

– ¿Por qué? -cierra las cortinas y recoge la taza, contenta de estar a cargo de él, de cuidarlo.

– Porque tú pareces menos dueña de ti misma.

Y se tumba sobre la cama, entregado. Floreana lo cubre con las frazadas, él sonríe y cierra los ojos.


Todos los fantasmas caen de bruces sobre su cabeza mientras Flavián duerme tranquilo. Ella le ha prometido despertarlo a la hora de ir a casa del alcalde.

Ésa es ella misma, como sus huellas dactilares. La Floreana desprovista, poco mundana, no reconocida, mal pagada, autora de libros casi ignorados y nunca sabiendo contener la expresión de sus sentimientos, si surgen. Amorosa, transparente, asustada.

El mentón apoyado en la mano era su típica posición; inmóvil aun cuando estuviera tan impaciente como ahora. Un recuerdo inesperado la toca: un castigo de la infancia. Durante una de las expediciones de sus padres a las Galápagos, quedaron todos ellos -los niños- en manos de una mujer de mediana edad; no se entendía bien si actuaba de niñera o de mayordoma… Cuando se portaban mal, esta mujer los llevaba al baño, les metía la cabeza dentro del escusado y tiraba la cadena. Floreana sentía cómo se diluía, cómo el cerebro se le arrancaba, cómo se iba a quedar sin sesos. Su única pregunta ante la irrupción de este episodio aparentemente olvidado es por qué surge en este momento, ahora, colándose por entre el ruido feroz de la tormenta.

Busca en la cocina algo para tomar; algo fuerte, no más té. ¡Cómo quisiera un vodka! Encuentra unas botellas de tinto barato. Contenta, se lleva una al lado de la estufa. Este solo descubrimiento le cambia el ánimo. Bebe ese líquido humilde, color del cielo cuando lo rompe un relámpago. Al cuarto sorbo, ya con el cuerpo caliente, se acerca al dormitorio, cuya puerta no cerró, y contempla al hombre. Observa ese cuerpo en reposo, colgado quizás de qué sueños, desvalido. Indefenso cuerpo confiado. El que de día es rápido y fuerte, el que expele a veces un cierto aire gitano por su hosquedad, y a la vez parece el de un gato montes, salvaje y silvestre, rodeado por una naturaleza que lo ha hecho suyo al robárselo a la ciudad. La naturaleza acentúa en él rasgos que posiblemente la gran ciudad ahogaba.

Floreana teme -añora- el anochecer.

Vuelve a la estufa, toma su vaso.

Ciudad del Cabo.


The day after.

No. Floreana no necesita estremecimientos nucleares. Le bastan los de su impulso.

Se yergue en ella, despiadado, el conocido repudio hacia sí misma. Es la mañana siguiente, y es como toda mañana siguiente después de una noche en que el control se ha mandado cambiar: el ambiente adecuado relajó sus defensas, un trago, una canción determinada emanando de algún parlante escondido, ojos que miran con más insistencia que la acostumbrada, cierta conversación ambigua, y lentamente, nunca Floreana lo percibe a tiempo, ella abre nuevos escaparates de su mente, elabora ingeniosos discursos, pide otro vodka, no cesa de fumar, como si el humo pudiera esconder sus estremecimientos, los ojos aquéllos están en ella y se asomará de pronto ese momento en que dirá lo que no desea decir, y comprometerá algo de sí misma que no debe comprometer. Hace un gesto sutil con la mano que toca como al pasar ese otro pantalón y las horas nocturnas volarán, y al despertar -incierto y lento despertar-, una a una, torpemente al principio, llegarán las imágenes hasta dar con la película completa. No, nunca será completa, los hoyos negros que el vodka agujereó no serán restaurados. Ella se tocará el cuerpo buscando los signos, la única memoria es el cuerpo que arroja su propia luz sobre los recuerdos amnésicos. El cuerpo: siempre una marca.

¡La castidad, Señor, dame la castidad! Pero así dejarías de vivir, le dijo él, que por cierto tenía una esposa de sueños cansados en algún lugar de la tierra. Un hombre como todos. ¿Es ésa la parodia del amor? ¿Apegarse a una vitalidad pasajera, a la patética fantasía de que no moriremos? ¿O es mantener la ilusión de que el futuro existe?

La castidad al menos aleja los espejismos. Pero después de Ciudad del Cabo los espejismos volvieron, en gloria y majestad.

Apenas la caricia es caricia, la complicidad se hace carne y las certezas construidas a medias se debilitan. No hay cómo pelearle a la corriente subterránea, eléctrica, sorda, que generan entre sí, desde que el mundo es mundo, los hombres y las mujeres.

No hay atenuante. Sólo una torpe, ambigua prerrogativa que ni la propia Floreana sabe manejar, porque sus propósitos se le escapan de las manos con un aullido de loba solitaria: ¡no más cerrarse en falso! Dios mío, no me abandones a la merced de una mente brillante, unas piernas atrevidas y ágiles, una piel enfebrecida por la música. Una carne viva.

Me voy a desatar, se dijo en Ciudad del Cabo. Pulcramente escribe en su mente el letrero, ojalá luminoso, que proclame al mundo su nuevo estado. O mejor poner un aviso en el diario: Soy vulnerable.

Y lo fue.

– Desperté -la voz de Flavián la regresa a Puqueldón.

Floreana lo mira, sobresaltada.

Cuidado, un gato montes siempre acecha con cautela y da golpes certeros.

16

Y al fin, tiznado enteramente el cielo, sin rayos ni relámpagos, se ha hecho la más completa oscuridad, la que envuelve a su hija perdida, acunándola en su aturdimiento. La noche se arrastra interminable. Entre el silencio de una habitación y el silencio de la otra habitación, se ha dibujado un tercer silencio: el deseo de Floreana. Alerta -la lluvia es un pretexto para el oído atento-, anhelando y temiendo a la vez el movimiento del otro, sin sueño alguno para conciliar. Tan pocos metros de madera y una acústica promiscua: cada crujido rebota en su boca, sus manos, su espalda cuya piel se ha erizado. ¿Vendrá? Los instantes parecen horas. El tiempo de Floreana pierde su forma. Si unas pisadas en el piso… ¿es idea mía o las oigo? No hay tal pisada… Continúa la lluvia sin piedad, lo único vivo de la noche.

Arroparse, cobijarse en las frazadas vacías… esperando. Silencio traidor, nada se oye. Ni un crujido. Lo más sabio es que el silencio continúe, le dice una de sus voces, ése es tu designio, a eso has venido. Pero si yo no lo estoy llamando, contesta la otra voz, mi humildad yace en esta cama, no he hecho un solo gesto. No te defiendas, no te acuso, pero aunque es mudo tu grito, gritas igual.

La lana del suéter es tan delicada como su obsequio: no arrugues tu ropa al dormir, le dijo él, si no tienes piyama usa este chaleco. Levantó los brazos, desprendiendo de su cuerpo el poco calor que poseía. Floreana se fue a acostar acariciando el suéter. Ahora lo huele. Apoderarse de cualquier huella, aunque sea la de su sudor.


– Un vaso de vino antes de dormir, ¿verdad? -le había sugerido Flavián cuando regresaron de la casa del alcalde.

Se sentaron a la única mesa, la estufa de leña cerca -la volvió a encender, como un advertido guardabosques-, ese olor a humedad de las casas de Chiloé rondando el aire.

Flavián la mira sin distracción y alza el vaso. Le sonríe con ese placer callado y somnoliento de un buen fin de jornada.

– ¡Salud, Floreana de las Galápagos, bienvenida a esta isla!

Ella le devuelve su sonrisa más tímida. Él ha tocado esa timidez. No dan por terminado el día.

– Se me espantó el sueño con la siesta… -dice él-. ¿Tú quieres irte a dormir?

Nada más lejano a sus intenciones. Responde muy comedida: no, tampoco yo tengo sueño.

– Entonces, abramos otra botella de vino y aprovechemos la noche. A propósito, estuviste genial en la comida. ¿Viste cómo se reía el alcalde con las expediciones de tu papá con los siete hijos a cuestas?

– Y tú eres mucho mejor cuando estás con los isleños… No se te escapa ninguna agresión. Estuviste encantador, ¿sabes?

– A veces lo soy -replica él, divertido-, mientras no me entre la bestia al cuerpo… Yo estoy acostumbrado a andar solo por los pueblos, pero de repente te miraba y me preguntaba: ¿qué hace esta mujer aquí? ¡Quizás qué historias van a tejer los de Puqueldón!

Vuelve a chocar su vaso con el de ella y, risueño, le dice:

– ¿Sabes? Después de todo, me da curiosidad la convivencia de ustedes en el Albergue. ¿Por qué no me cuentas un poco?

– A ver, te podría contar tantas cosas… -Floreana medita mientras bebe un sorbo de ese vino barato, aspirando más el placer de una noche larga que el vino mismo-. ¿Prefieres el día a día, o el rollo más profundo?

– Lo que tú quieras. Si eres capaz de hacerme un relato fiel, quizás les tenga menos bronca.

Flavián apoya el mentón en ambas manos y con una sonrisa se dispone a escuchar. Floreana toma un Kent de la cajetilla que está a su lado, y él se apresura a encenderlo, inclinándose sobre la mesa con el mechero para alcanzarla. Una gruesa vena azul surca la mano huesuda y grande del doctor; ya no es joven, y esto le inspira a Floreana, no sabe bien por qué, ternura.

– En el Albergue hablamos de cuanto hay. Es divertido, mezclamos todo, gritamos para que nos escuchen, abrazamos a alguien que llora, somos un caos coherente. Por ejemplo, anoche Olguita nos estuvo enseñando cómo desmanchar aceite en la seda… mientras Angelita alegaba contra su papá que la había malcriado, Constanza se probaba un chaleco tratando de que las demás le dieran una opinión, y otras tres discutían si se podía o no tirar con hombres de otra clase social que la propia.

– ¿Hablan mucho de sexo?

– Algunas sí, otras nada.

– ¿Y de nosotros los hombres?

– Mucho, pero menos de lo que ustedes se imaginan.

– ¿Y cuál es la principal queja?

– Depende… En las casadas, actuales o ex, son quejas de agobio, de falta de colaboración y diálogo. Y a veces, de falta de romanticismo. Y, como tú, de la rutina sexual. En las solteras y las separadas hay definitivamente un resentimiento enorme por no ser conocidas… o reconocidas, y por ser tratadas como un rebaño. Rebaño al que los hombres llaman «minas disponibles». Suponen también que todas mentimos, que todas somos brujas. Y que si expresamos una necesidad, nos estamos quejando. Todas, en el fondo, lo único que queremos es emparejarnos o casarnos… según ustedes.

– Oye, pero eso es en parte culpa de ustedes mismas, porque andan discurseando sobre la libertad y no siempre es cierto…

– Tienes razón. ¿Pero no te das cuenta de que lo hacemos para defendernos de la frasecita «no creas que esto significa un compromiso»? ¡Qué bueno sería poder decirnos las cosas sin presuponer tantas otras!

– No entendí bien lo del rebaño…

– Mira, te llama un señor y tú le dices: ¡qué rico, te eché de menos! Es una frase amorosa, pero él la recibe como una crítica y responde: pero si te he llamado cada vez que vine a Santiago, me carga estar en falta. ¿Ves? Ya se rompió el encanto y la espontaneidad se fue a las pailas.

Flavián ríe, como si se reconociese en las palabras de Floreana.

– Otro ejemplo -sigue ella-: has pasado una noche de amor con un hombre, y la próxima vez qué lo ves, abres los brazos para saludarlo por la simple razón de que hay una intimidad ya creada, y una nunca es fría en ese sentido. Entonces, él te dice: lo del otro día no significó nada. ¡Mejor no verlo nunca más! Y a las que de verdad no quieren volver a emparejarse, los hombres no les creen, y claro, eso las saca de quicio.

– ¿Alguna otra queja que se repita en varias, o en todas?

– Sí, la falta de sexo. Parece que se tira muy poco hoy en día. Ellas quieren y ellos no, por mil razones distintas, pero básicamente ellas lo entienden como una mezquindad, casi una venganza.

– Es que estas mujeres que aparentan tanta seguridad han debilitado su buen poco el erotismo de los hombres.

– En ese tema, yo prefiero no meterme.

Flavián la mira, sospechoso.

– Es que yo -sigue Floreana- no estoy en el mercado, como diría un economista. Y no me hagas más preguntas.

– ¿Se cuentan mucho las vidas de cada una?

– Sí, y hacemos unos resúmenes fantásticos.

– O sea, ¿cada una sabe algo de la otra?

– Sí, definitivamente.

– A ver, cuéntame la última historia que escuchaste.

Floreana trata de recordar. Él la espera, siempre divertido.

– ¡Ya! Fue Magdalena, una de las bellas durmientes.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Nada, son categorías inventadas por Toña París, no tiene importancia.

– Dale, soy todo oídos.

– Voy a hablar como si fuera Magdalena, tú no me interrumpas.

– Adelante, Magdalena.

– Cuando conocí a Pancho, yo tenía quince años, y me casé con él a los dieciocho. Vivíamos en un fundo y de sexo no entendíamos casi nada. Un día, ya habían pasado varios años, hubo un incendio enorme y se quemó nuestra casa. Yo sufrí serias quemaduras y pasé varios meses inmóvil en cama. Pancho me cuidaba como si yo fuese una niña. ¿Sabes, Floreana, cómo maduré? Cuando él empezó a lamerme las heridas. Yo lloraba de agradecimiento y muy luego empecé a esperar con ansias las vueltas de Pancho del campo. Él me preguntaba si yo tenía dolor, yo le decía que sí, y empezaba este rito. Creo que los dos sabíamos que ya no era cosa del dolor sino del placer, pero no nos atrevíamos a hacerlo de otra manera. ¡Bendito incendio, ya que sin él yo no habría conocido el verdadero sentido del amor!

Flavián se queda mirándola, extrañado:

– Es una bonita historia. Es sutil.

– ¿Y por qué no habría de serlo?

– ¡Cuéntame otra! -le pide, como un niño.

– Veamos… Esta vez soy Constanza, una ejecutiva muy destacada. Ella es mi amiga más cercana. Un día le pregunté por qué se había separado. Ahora hablo por ella, que es muy exacta para todo: Yo debía asistir a una reunión en Madrid. Aprovechando esa coyuntura, invité a Carlos, mi marido, a Marruecos para unos días de vacaciones; luego separaríamos rumbos, yo a mi reunión y él a Santiago por su cuenta. Fue en la ciudad de Fez. Pleno Ramadán. Eso significa, por si no lo sabes, ayuno total hasta el atardecer. Salimos del hotel de Tánger a las seis de la mañana, sin desayuno, para tomar el tren. Siete horas hasta Fez, nada para comer, nada para beber, nada de nada. Desesperados, avanzábamos por los campos árabes, acumulando hora a hora esa extraña rabia que produce el hambre. A medida que pasaba el día, nuestros estómagos parecían a punto de romperse de puro vacíos. Nos cambiamos de asiento en el tren, alejándonos uno del otro para no hablarnos; me imagino que en el fondo temíamos destrozarnos si nos comunicábamos. Por fin llegamos a Fez. Aunque aún no se había puesto el sol, momento en que se levanta el ayuno, la ciudad contaba con algún restaurante para extranjeros. Como un par de desquiciados, corrimos Carlos y yo al único lugar disponible. Comimos. Imagínate, Floreana, cómo fue esa comida, la hostilidad casi evaporaba los platos. A esas alturas el único vínculo que nos unía era el hambre. Saciados, no encontramos nada que decirnos. ¡El más débil de los vínculos, te lo aseguro! Y constaté el resentimiento escondido. El de Carlos… y el mío.

– ¡Eres fantástica! -exclama Flavián en un arrebato de espontaneidad-. ¡Fantástica!

– ¿Por qué?

– Por tu versatilidad, eres capaz de dar tantos tonos.

– Te gustaron Magdalena y Constanza, no yo… -sonríe ella.

– ¡Qué raras son ustedes! Cómo, cómo llegar a entenderlas. Parece que funcionáramos con distintos hemisferios del cerebro.

– ¿No será más bien que tú eres un prejuiciado?

– No niego esa posibilidad. Sin embargo, cada vez que atiendo a una niña violada, me dan ganas de matar a todos los hombres, ¡a todos!

– ¿Sabes, Flavián? A propósito del Albergue, siento que segmentos enteros de vida ajena se están adhiriendo en estos días a mi piel, verdaderas escamas… y yo no me sacudo… las dejo ahí.

– Eso está bien, no te las sacudas. Supongo que esa suma de historias relativizará tus propias penas. ¿Son muchas, Floreana?

– No tantas… También soy afortunada.

En la sonrisa de Flavián hay algo que podría asemejarse a la ternura.

– ¿No quieres hablarme de tus penas?

– No.

– Bueno. Me has hecho reír durante la tarde y la noche, y también casi llorar, hace tiempo que no pasaba por tantas sensaciones. Tengo que agradecértelo.

Levanta su vaso de vino ante los tímidos ojos oscuros de Floreana.

– Una mujer entretenida es como un lugar peligroso: uno puede ir quedándose allí sin darse cuenta.

17

La tormenta arreciaba y el único sonido que llegaba hasta ellos eran sus golpes de viento y lluvia. Sólo porque Floreana le tiene miedo a este silencio, y porque no quiere que él se levante de la mesa, le pregunta:

– ¿De dónde vienes, Flavián? ¿Cuál fue el mundo que te crió?

– La antigua oligarquía chilena -no titubea, poniendo de manifiesto al interior de Floreana las propias incertidumbres de ella, su eterno deambular entre preguntas, acechando luces sobre lo que, por su carencia, la hería.

– Mis padres y abuelos estuvieron todos ligados a la tierra y a un alto sentido de servicio hacia el país. Creían en su historia, en forjarla. Que lo hayan hecho mal o bien es cuento aparte. Nunca ricos del todo, más bien empobreciéndose cada vez más, mantenían un cierto orgullo por la autenticidad de representar algo que se desvanecía. Vengo de la decadencia, mujer, y eso no necesito explicárselo a una historiadora.

– ¿Y cómo la vives? ¿Prima lo encantador o lo patético?

Flavián se ríe. Aleja los ojos, se va a algún lugar remoto y vuelve de la mano de palabras precisas; las suelta de a poco, como si no estuviese dispuesto a repetirlas:

– ¿Sabes? Este país cambió irreversiblemente. Mi mundo se acabó, Floreana. Era el mundo agrario. Terminó eso y el sentido del servicio público, que constituían la esencia de mi biografía.

– En buenas cuentas, la tierra y la política.

– Exactamente. ¿Conoces la diferencia entre los decadentes y los emergentes?

– ¿Cómo es eso?

Se levanta hacia la estufa, la rellena con leña fresca y vuelve a sentarse. Bajo la mesa, las rodillas de ambos están a punto de rozarse.

– ¡Ah! -Flavián sonríe-. ¡El mundo de los emergentes! Allí no existe el desaliento, que es un concepto importante para mí: tengo que espantarlo continuamente para que no me sobrepase. Los emergentes tienen una inagotable energía. En ese mundo se evita el dolor de forma sistemática. No entra por las rendijas, no lo dejan pasar, no cabe. Y si te detienes un momento, comprenderás que es muy coherente: el desaliento y el dolor van siempre unidos. Los propensos a una cosa lo serán también a la otra.

– Comprendo… No me imagino al hijo de un nuevo rico haciendo una opción como la tuya: el médico de un pueblo perdido.

– ¡Qué alivio que me entiendas! -vuelve a sonreír, como si constatara un hecho-. En los grupos ascendentes siempre existe el futuro -sintetiza-. Y no te imaginas cuánto los envidio a veces.

Sirve más vino en ambos vasos. Ninguno se ha tomado el trabajo de mirar su reloj.

– Ya sabes de dónde vengo. Díme tú ahora, ¿tienes hijos?

– Sí, uno solo. Se llama José.

– ¿Qué edad tiene?

– Dieciséis.

– También yo tengo uno de dieciséis, es el mayor. ¿Tú vives con él?

– Vivimos los dos solos en un departamento en el barrio de La Reina, en un quinto piso. Los pájaros trinan en la ventana de mi escritorio.

Siempre está ese trinar, vive llena de canto de pájaros, le asombra que no se detengan, esas ganas de cantar siempre… Y cuando sus ojos amanecen nublados el trino la confunde, le impide ubicar el origen de su desazón.

– ¿Has pensado alguna vez en lo que significa quedarse sin los hijos?

– Supongo que en parte será un alivio.

– ¿Por qué lo dices?

A Floreana se le esfumó la vigilancia interna y el resentimiento habló por ella:

– Porque creo que es fácil y cómodo no criarlos, saltarse la pataleta diaria, la disciplina de las tareas, los platos intactos sobre la mesa de la cocina. Los padres de fin de semana se convierten en una fuente de placer para los niños, son la diversión, no el día a día. Ustedes pueden proteger su paternidad de los aburrimientos rutinarios.

– ¡Cómo te equivocas! -Flavián sube la voz.

– ¡Déjame hablar! Éste es mi punto de vista, escúchamelo: ¡nadie se siente tan magnánimo y encantador como el papá separado que les cocina un plato de espaguetis a sus hijos en su nuevo departamento de soltero!

– ¿Y qué tal si somos víctimas, sin el más mínimo aire de «encanto»? ¿Te lo has preguntado? ¿Has pensado en nuestra mortificación al mirar cómo los que uno más quiere se transforman en instrumentos de una madre que las tiene todas a su favor, desde la ley de tuición hasta esa misma vida diaria, para convencerlos de que su padre es una mierda? ¿Qué tal cuando te prohíben las visitas para chantajearte con el tema de cuánto dinero más ella requiere para seguir viviendo de un ex marido y sin trabajarle un solo día a nadie?

– ¿Y qué tal la cantidad de hogares financiados en su totalidad por mujeres que se sacan la mugre para poder hacerlo, por culpa de un padre irresponsable, o de uno fresco, como hay muchos?

– No te desvíes del tema, ése no es mi caso, Floreana. ¡Ni lejanamente! ¿No has pensado que yo tengo el mismo derecho que tú a verlos crecer en ese día a día que tanto miras en menos? Uno llega de noche a ese piso de soltero y daría cualquier cosa por oír la voz de un niño. Su sola presencia te relativiza todo lo cósmico que ronda por tu cabeza exhausta cuando llegas a casa. Cuando ya te has saltado los besos de tantas buenas noches y de tantos despertares, cuesta mucho volver a besar. Uno queda desarmado frente a quien los cría, sólo porque se supone que ella lo hace mejor por el simple hecho biológico de haberlos parido.

– Lo que no es un detalle, si me lo permites.

No hay disimulo ya en el enojo. No logra quedarse sentado, se ha levantado hace un rato, recorre la pieza mientras habla y sus pisadas hieren las maderas del suelo.

– Yo hice lo imposible por quedarme con mis hijos, hurgué todas las posibilidades, hice todas las proposiciones… ¡y me quedé sin ellos porque no quise traumatizarlos con juicios ni nada por el estilo! Y cada vez que los veo, estoy obligado a gastarme todo el tiempo con ellos en convencerlos de que la campaña que su madre ha hecho en mi contra es una sarta de mentiras. ¡Mira qué fluida relación! Yo prácticamente perdí a mis hijos.

– No todos los casos son así, Flavián…

– Pero hay muchos que sí son así. ¿Sabes en qué condiciones nació mi segundo hijo? Cuando me quise separar la primera vez, porque mi mujer se había enamorado de otro, a ella le vino el terror de que yo me fuera. Parece que el romance no funcionó y lo único que a ella le importaba era no quedarse sola. Entonces, ¿a qué recurrió? ¡Al embarazo! Habíamos pactado solemnemente que eso no podía ocurrir, me tenía convencido de que tomaba sus píldoras todas las noches. Lo planificó para que yo no me fuera. Tuvo la desfachatez de confesármelo años más tarde: lo había calculado fríamente. ¿Sabes de la cantidad de niños que han nacido en esas condiciones? ¿Sabes el daño que eso significa para ellos? ¿Y sabes lo que un hombre siente cuando la mujer manipula su propia capacidad reproductora como chantaje? ¿Conoces el sentido de la impotencia? El concepto de dar vida es sagrado cuando refleja un deseo compartido. Por eso la manipulación se vuelve tan terrible. Pueden engañarnos como quieran, nosotros no tenemos defensas. Y eso que no voy a entrar en el tema de todas las que se han embarazado para casarse…

– Me da pena oírte hablar así, pero no me parece tampoco que las justas paguen por las pecadoras.

El intenta sacudirse la ira.

– ¿Eres justa? -exclama-. ¿Existe una mujer justa sobre la faz de la tierra?

– Mira: tú tienes rabia, yo tengo rabia. A mí me abandonaron como a ti, y he tenido inmensos problemas para criar a mi hijo… No todas somos iguales… Considero deshonesto lo que hizo tu esposa… pero estamos las otras, las que peleamos por relaciones pares y honradas… Estamos las que sufrimos… Te he hablado de ellas. ¿Sabes tú, Flavián, que en el Albergue hay mujeres que duermen hechas un ovillo cada noche, porque la pena les impide enderezar el cuerpo, y que hacen enormes esfuerzos para quererse a sí mismas porque nadie más las quiere?

Flavián no cambia su gesto ni su posición.

– Son todas iguales, en el fondo.

– No. No lo somos, aunque te escudes en eso -Floreana inspira con dificultad el aire desde su desolación y se lo arroja-. Yo creo que los hombres no quieren amarnos.

– A ver, explícamelo mejor -no es un tono invitador ni receptivo, pero al menos ha dejado de caminar por la pieza.

– No nos aman desde que nos dio por pelear por el amor para nosotras, y ya no preocuparnos solamente de satisfacer al otro.

– Algo en tu tono me indica que estás en guerra. Sí, claro, es difícil amar a quien nos trata como a enemigos.

– Puedes imaginar entonces la imposibilidad de amar a uno como tú -ya se arruinó la noche, piensa Floreana, ya no importa nada.

– La diferencia es que yo no pido que me amen, no pretendo que nadie me ame, no me quejo, y es más, te puedo agregar que no soporto que me amen… y no te sorprenderá, espero, que no me guste la mujer guerrera.

– Bueno, las guerreras les tienen mucha rabia a los hombres, por mil motivos reales, y no se imaginan con un hombre sino en la transacción. Pero también hay mujeres que no quieren más guerra, que apuestan a la dulzura, a la solidaridad, al cuidado profundo y recíproco de uno por el otro, al amor mutuo; no a la protección convencional.

– ¿Y tú -la escudriña-, qué quieres tú?

Floreana lo mira incierta, casi perdida.

– No sé. Sólo sé que tengo miedo a ser herida otra vez.

– Las mujeres piden ellas mismas que las duelan… -se levanta de la mesa, brutal, bebe el último sorbo de vino.

…para no llegar secas a la tierra de Dios, Floreana completa la oración en silencio.

Entonces él le entregó su suéter: ya es muy tarde, vamos a dormir, le dijo, y ella se retiró a la única habitación de la casa.


– ¿Floreana? -oye su llamado al salir del baño con la escobilla de dientes en la mano-. Ven un poco.

Se dirige a la salita. Ahí está él, acostado en el sillón, vestido con la sola camisa celeste, los pantalones y los zapatos ordenados sobre la silla, su cabeza y sus ojos vueltos hacia el techo como si esa noche todas las constelaciones estuviesen reunidas allí.

Cuando Floreana se acerca, él alarga su mano por encima de las frazadas revueltas y busca la de ella, de pie frente a él. Se la toma ligeramente. Es un contacto mínimo, pero su piel lo registra de inmediato.

– Te queda bien el suéter. Me gusta esa cosa larga y huesuda que tienes, tan desmañangada…

– Me da pena verte así. ¿Por qué no me dejas a mí el sofá y te vas tú a la cama? Ahí vas a poder dormir bien. Es culpa mía, yo debería estar en la casa de la directora de la escuela.

– Me diste la oportunidad de sentir que te abrigaba, y tengo que reconocer que eso me tocó el corazón. Pero mira cómo lo he hecho… -se vuelve hacia ella, Floreana se conmueve ante lo contrariada que luce su expresión-. Soy un imbécil, y necesitaba decírtelo. Y si no supiese a ciencia cierta que soy ese imbécil, no estaríamos hablando de esto sino de compartir la cama. Discúlpame, Floreana, me he descargado contigo y tú no eres responsable de nada. Ha sido feo de mi parte, una especie de cobardía inexcusable.

– Parece que el destino de las justas es pagar por las pecadoras, como te lo dije antes… Al menos tú eres más sano que otros, tu rabia es evidente y eres capaz de expresarla. Hay tantos que se la guardan, no la reconocen y hieren de lado, no de frente.

– Pero es imperdonable que se la arroje a una mujer como tú, que es lo último que se merece.

Es que algo se me mueve adentro y me aflora la rabia sin que yo la controle. Soy un caso perdido, Floreana, te diste cuenta ya, ¿verdad? Ésta ha sido una noche larga, muy larga, la más larga de muchas noches. Me apena…

Floreana se sienta a su lado, en el borde de la cama, siempre con su mano sujeta por la de Flavián.

– ¿Qué te apena?

Flavián la mira con los ojos del hombre que el afán de Floreana quiere que sea.

– Nada. Mejor me callo. Voy a cumplir prácticamente dos noches sin dormir; no estoy en mis cabales y me siento a punto de cometer cualquier estupidez. Anda, Floreana, anda a acostarte -retira con suavidad su mano.

Cometámosla, la estupidez que sea: es su plegaria interna junto a su anhelo de guarecerse bajo esas mismas frazadas. Pero su voluntad largamente entrenada la obliga a levantarse. Sabe que no se le ofrendará otra noche como ésta.

– Buenas noches, Flavián -le dice, su mano vacía, de pie en el umbral.

– Buenas noches, Floreana -y cierra los ojos.


Así comenzó la larga vigilia. Entre los nudos del temor y los del deseo, Floreana esperó. Palpó su cuerpo inútil y, al hacerlo, acudió a ella otro momento lejano, demasiado, quizás, pero siempre fijo en la acumulación de su sangre.

Floreana embargada de placer, de ése, de aquél. Se tiende a esperar el día, a esperar el cuerpo del delito que la mantiene alucinada, avergonzada, estremecida. Cada poro se hunde y espera y espera para ver a ese hombre testigo, dueño y hacedor de su desenfreno. Floreana se lame los dedos, roza sus pezones, se palpa abajo preguntándose cómo tanto grito, líquido, espasmo, delirio y delicia se desatan, cómo, de dónde vienen. Cuenta las horas para que él llegue, aunque sabe que puede no llegar más… y si reptara por el suelo y si jugara a que la alfombra es el cuerpo del otro… Arrojada en la alfombra juega a balancearse, la pelvis sujeta a la alfombra como único anclaje hasta que empieza la voluptuosidad, luego el cosquilleo, es suyo este cosquilleo, sigue la alfombra, es suyo ese espasmo, sigue la alfombra, es suyo el voltaje, sigue la alfombra, es suyo, todo suyo el desborde, sin testigo, sin dueño, sin hacedor: es su propia estrella que irrumpe en un gran fuego artificial. Comprende que no necesita esperar al hombre.

En ese momento comprendió que estaba preparada para asumir la castidad.


Por fin pasó la solemne fijeza de la noche y sólo la lluvia ha impedido que su silencio fuese sepulcral. No hubo otro sonido, fuera de ése, indiscernible, de su espera.

Después del amanecer, el día, tan poco respetuoso con las ondulaciones de la noche previa, desmintiendo lo que se creyó cierto cuando el sol se ocultaba, siempre falsificando una armonía que sólo desliza la oscuridad anterior, ese día frío se precipitó hacia el campo y el Albergue. Floreana se sintió lanzada a los primeros reflejos del alba, siendo ella quien se precipitaba, y no el día.

18

Como el cielo se ha convertido en una acuarela, los colores se acompasan en Floreana. Camina sin rumbo. Si pudiese desprenderse de la desolación, como hacían las mujeres yaganas con las pinturas de sus cuerpos cuando las fiestas rituales concluían…

Llegó de Puqueldón esta mañana y encontró a Constanza -la más madrugadora de la cabaña- todavía en cama; su cuerpo doblado en dos parecía adolorido, y mirándola desde sus ojeras violáceas le dijo:

– Te eché de menos.

Floreana se sentó a su lado, en el borde de la cama.

– ¿No fuiste a la gimnasia?

– No.

– Estás con mala cara, ¿no te sientes bien?

– Dormí en el suelo, fue atroz.

– ¿Por qué en el suelo?

– Así dormía cuando él me dejó.

– ¡Pobrecita! -Floreana se sorprende ante el arrebato de dulzura que le inspira esta mujer.

– Acostaba a los niños, me encerraba en mi pieza, me acurrucaba en un rincón en posición fetal, me mordía las manos, me chupaba el dedo, lloraba y sólo así me dormía. En el suelo. Al amanecer, entre el sueño, volvía a mi cama.

– ¿No te daba un poco de vergüenza?

– Sí, no sé… Me lo dictaba el cuerpo, no tenía opción.

– Ay, Constanza, qué dolor… -Floreana viene de otro universo, viene de Puqueldón, viene de Flavián con sus manos cuadradas, manos que tocaron las suyas. Viene de la implacabilidad de la noche que no fue perturbada. Le acaricia el pelo a Constanza, no sabe qué más hacer, temerosa de la amargura en que caen las románticas fallidas.

Constanza sigue inmóvil.

– Levántate, yo te ayudo. Estamos a tiempo para nuestra incursión en el bosque. Escampó, mujer, y este aire lleno de olores podría despertar a un muerto… Después podemos ir juntas a trabajar a la cocina, no te voy a dejar sola.

Prepara una tina muy caliente para los entumecidos huesos de Constanza y le elige la ropa, registrando su ropero. La otra la mira hacer, entregada. Luego, siempre ausente, le pregunta:

– ¿Estudiaste alguna vez a las nutrias?

– No, nunca.

– La hembra busca una roca resguardada para cuidar sus heridas; el macho se va a buscar otra hembra por los alrededores. Tiene que pasar un tiempo para que surja nueva vida cerca de las grutas.

La acompaña al baño, la ve desnudarse descuidadamente mientras sigue hablando. Es primera vez que Floreana la mira entera desnuda y no puede dejar de admirarla, su cuerpo es de tal armonía, con la carne firme donde corresponde, las curvas ricamente cinceladas, como si hubiesen esculpido esa figura a mano. Algo le duele a Floreana: ¿qué le pasaría a Flavián frente a ese cuerpo? Si Constanza hubiese estado anoche en Puqueldón, ¿Flavián habría compartido la cama con ella?

– Te odio por ser tan hermosa -le dice risueñamente.

Así le arranca a Constanza la primera sonrisa, aunque su respuesta sea amarga: ¿y para qué me sirve?

Tras el aseo matinal, vuelve milagrosamente a ser ella misma, la que el país admira en las pantallas de televisión. Al constatar que el cuello de su camisa estaba mal abotonado, Floreana sonrió para sus adentros ante ese inocente signo de abandono.

Camino al bosque, el viento les golpea la cara y las despeja.

– ¿Piensas contarme algo de anoche, del doctor?

– Más tarde, con Toña y Angelita, que querrán saber.

– Pero dame un adelanto… ¿Pasó algo?

– Menos de lo que yo hubiese querido.

– Es atractivo ese hombre, Floreana. No sé cómo será en la intimidad, pero arriba de su caballo negro, como lo he visto tantas veces, dan unas ganas de subirse al anca y arrimársele…

Pero a Floreana cualquier narración le resulta demasiado temprana: antes quiere hundirse a concho en la experiencia, y quiere que se lo permitan. Sabe que a Constanza, sólo a ella, se lo contará todo. Sonríe. En sus oídos, la voz de Flavián, esa mañana: «Las vidas de todos nosotros son iguales, por eso no es entretenido conversar entre hombres. Somos incapaces de salimos de la balanza de pagos, del recalentamiento de la economía, de los senadores designados o, a lo más, de nuestros trabajos… o del último libro que leímos. Nos gustan las mismas cosas, buscamos las mismas metas y de las mismas maneras. Las mujeres se las arreglan para que sus vidas sean diferentes o, si no, las inventan. Por eso se juntan tanto entre ustedes y lo pasan mucho mejor que nosotros.»


Cada tarea del día fue cumplida con meticulosidad. Así, Floreana se siente contenida. Se dirigió a la capilla para la hora del silencio y el silencio la encontró llena de añoranzas.

En el atardecer, recién escondido el sol, contó once colores en el arrebol. El primero fue el morado, pasó por varios rojos, hasta que el marengo se emparejó con el celeste. Y eso fue todo.

Inmóvil, caía Floreana con la tarde.

Durmiente, masa dorada de sombras y abandono.

Hasta que se borró la acuarela; no hay más que la tinta de la noche. La oscuridad conforta, ejerce su compasión al escondernos. Apura el paso, porque Constanza la espera junto a Toña y Angelita. Ve al Curco moverse entre la arboleda, le hace un saludo y él la saluda de vuelta, siempre saltando.

Floreana piensa que su cuerpo está frío.

Piensa que el congelamiento del aire en la isla puede introducirse en los espíritus.

Piensa en Flavián.

Piensa en su hermana Dulce y también en esta mujer que es ella misma.

Piensa que la mezquindad se ha instalado en las terminaciones nerviosas de los hombres.

Piensa que, paulatinamente, las sensaciones son cada vez menores. Avanza el siglo, helando a sus habitantes.

Cada día todos dicen menos.

Cada día todos sienten menos.

Cada día todos aman menos.

Y emprende el camino de regreso a la cabaña, buscando el abrigo, preguntándose una vez más aquello que la atormenta desde que advirtió que la patria no era más un territorio, que el sitio de la pertenencia profunda debía buscarse en el contraste entre la estación del cuerpo y el lugar del alma.

Por favor, alguien respóndame: ¿dónde, dónde está la patria?

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