Las hijas nunca fueron
verdaderas novias del padre;
las hijas fueron, para empezar,
novias de la madre,
luego novias una de otra
bajo una ley distinta.
Deja que me sostenga y te cuente.
Adrienne Rich,
Misterios de hermanas
Deja que me sostenga y te cuente, Elena, porque son muchas las cosas que me recorren… Si estas páginas no fuesen más que un desahogo, las nombraría un largo e inevitable suspiro. Pero no: esto es también un petitorio.
Son mis hermanas las que enturbian la nueva oportunidad de ensoñación que el cielo me ha dispuesto, y sobre ellas quisiera hablarte. Prepárate un trago. Lástima que no fumes, el humo de un cigarrillo te haría más ligero el extenso momento que compartiremos. Por mi parte, me regalaré un día de parlamentaria irresponsable, no voy a asistir a la sesión del Congreso; y dudo que la orden del día se altere por mi ausencia.
Verás, Elena: se rompió entre nosotras el círculo de la inmortalidad.
Que el cuerpo de Dulce albergue un tumor, y éste sea maligno, es una idea apenas soportable. El cáncer dentro de Dulce es algo que ninguna puede tolerar. Ni como palabra ni como pensamiento.
La Ráfaga Azul de la Incredulidad nos envolvió.
La familia empezó a vivir como en una alucinación, nos negábamos a enfrentar la verdad. Pero la operación urgente que tuvieron que hacerle a Dulce para extraer el tumor de su mama nos puso en un ineludible movimiento. Avisamos a Estados Unidos (ya sabes, mis padres y hermanos viven allá), e Isabella -como siempre- se puso al mando: la antigua mina de cobre provee, se viaja a Cabildo, se ajustan diversos arreglos económicos. El ex marido de Dulce se presenta, quién sabe con qué remordimientos el muy fresco, e Isabella le dice que no lo necesitamos. Dulce observa todo desconcertada, no toma el asunto muy en serio y -el mundo al revés- termina siendo ella quien nos consuela.
La primera operación nos reunió a las tres mujeres en la clínica mientras Dulce está en el quirófano. Isabella hace cosas prácticas: desocupa el maletín, distribuye potes en el botiquín del baño, arregla flores en un pequeño jarrón. Floreana, la segunda en edad, seria, privada, rigurosa, ovilla su desmadejado cuerpo contra la pared y clava allí sus ojos; sólo el que la conoce mucho sabe que esa timidez cerrada convive con una tumultuosa audacia. Ya no le cuelga esa trenza negra que la caracterizó la vida entera y su pelo cae en desorden hasta los hombros, sobre el suéter largo y desaliñado. (Para mi gusto, a veces descuida en exceso su aspecto.) En cuanto a mí, muerdo mis cutículas con verdadera concentración. Mi delgadez -«delicada», como tú decías- pone nerviosas a mis hermanas: mis huesos sobresalen en manos, rodillas y clavículas.
Isabella es muy práctica. ¡Qué alivio! Su matrimonio con Hugo es tan normal y su vida tan organizada… No en vano mi padre le confió la administración de los bienes familiares al radicarse en Stanford. (No es que sean muchos los bienes, pero requieren atención.) Además de la mina de cobre en Cabildo, existe un pequeño predio cerca de Quillota, tierra a la que se agradece su privilegiado clima: Isabella ha hecho maravillas con las paltas, las chirimoyas y las flores, y el resultado es una entrada anual para cada miembro de mi extensa familia. Entrada pequeña pero muy bienvenida por los más pobres: Floreana, que se dedica a la historia, y Manuel, que es compositor.
Isabella suelta de pronto los tallos de las flores que ha intentado ordenar en el jarrón y nos enfrenta:
«Basta de eufemismos. Llamemos las cosas por su nombre: Dulce tiene cáncer.»
Silencio total.
«Es la enfermedad de la mitad del siglo, ya nos alcanzó», insiste Isabella.
«Es la enfermedad que las mujeres se provocan a sí mismas», responde Floreana.
«Es la enfermedad de la rabia contenida», agrego yo.
«No sé si de la rabia», dice Isabella, «pero sí de la infelicidad.»
Nuestros ojos se entrecruzan en la curva rápida de una serpentina.
«Es raro que la única que apostó por el amor en forma radical, la que hizo del amor su objetivo y su compromiso, sea la que se autoinfirió la peor herida», Floreana parece hablar para sí misma.
«¿Valdrá la pena jugársela por el amor y nada más en este momento de la historia, justo cuando las mujeres deben funcionar dentro de la sociedad? Me refiero al problema global…», trato de distanciarme.
«No hablen así, ustedes dos», nos interrumpe Isabella muy molesta, «parece que estuvieran teorizando sobre algo ajeno. ¡Es Dulce! ¡Esto le está pasando a nuestra Dulce!»
(«Que mis hermanas sean las inteligentes», solía decir Dulce, «a mí me da flojera. Con ellas basta.»)
Y es cierto: la enferma es nuestra hermana, aquí no corre la sociología. Dulce, la más amada de todas, la del ánimo vigoroso. Y su cuerpo… Siempre se dijo que Isabella era rosada y rubicunda, Floreana oscura, larga y desataviada, y yo transparente, mi piel volviéndose celeste pálido en invierno. Quizás solamente en el cuerpo de Dulce se daban todos los colores. Un cuerpo que ella balanceaba, movía, deslizaba, moldeaba… No parecía un cuerpo abandonado. Su alma sí lo estaba, dijo más tarde Floreana.
Elena, portentosa Elena: aunque Floreana es el objeto de mi petición, no puedo obviar a Dulce. Lo triste es cómo las dos se han entrelazado en esta historia.
Dulce: la más encantadora. A pesar de que nadie me haya señalado todavía cuánto importa el encanto en la vida, sospecho que no es un elemento a desechar. Y con ese encanto Dulce fue dibujándose una vida simple, sin otras grandezas que las que ella misma inspiraba. Los estudios nunca la entusiasmaron, la sola idea de entrar a la universidad la aburría. Ejerció un tiempo como secretaria, y terminó, como en el más vulgar de los cuentos, casándose con su jefe. Diecisiete años juntos. Los últimos diez fueron un desastre; le quedan los siete primeros para alimentar su espíritu romántico. Aun así, se jugó cada uno de aquellos días, los buenos y los malos, por ese matrimonio. Es que la familia era el único eje de su vida. Dulce siempre alimentó extrañas fantasías al respecto -casi bucólicas, diría yo-, teniendo hijos, abriendo su casa, llenándola de gente que la adoraba. Banquetera, taxista, amante y profesora: ella era todo al mismo tiempo dentro de esa casa, su templo vivo.
Su marido la amó infinitamente los primeros años, hasta que se enamoró de otra de sus secretarias -rara afición-, quince años menor que él. Dulce se empeñaba en conservarlo, como fuera, aun pactando (yo lo consideré una indignidad), dejándose basurear, aferrándose. Se creía segura de recuperar su lugar… Sepárate, le decía Floreana, déjalo ahora que eres joven y vital, no esperes a que él te abandone cuando seas una vieja. ¿Dejarlo? Jamás. Ella se aferra a sus bonitos recuerdos como un náufrago a las tablas junto al buque hundiéndose. ¿No estaba destinada acaso a la familia feliz? Cumple sus tareas con ahínco y lo espera, lo espera… hasta que él se fue. Hace ya dos años. La temperatura del cuerpo de Dulce empezó a disminuir: no hubo un solo día, desde entonces, en que Dulce no tuviese las manos frías. Congelaba tocarla.
El día en que Dulce amaneció sin poder moverse, llamó a Isabella llorando a mares:
«¡Necesito un marido!»
«¡No seas tonta! Nos tienes a nosotras. ¿O crees que una mujer sola, no más que por serlo, se va a quedar abandonada para siempre en una cama?»
Isabella la lleva velozmente al médico. Le ponen suero, inyecciones intravenosas, le hablan de la tensión y de las contracciones musculares. En la noche, Dulce le relata a Floreana su desconcierto cuando el doctor le habla de la enorme cantidad de mujeres que llegan a la sección «Urgencias» de la clínica, llorando de dolor porque no pueden moverse. Ella pregunta cuántos hombres acuden a «Urgencias» por esta misma razón.
«¿Hombres?», el doctor se extraña. «Ninguno. Ellos llegan con síntomas específicos, desgarros musculares por accidentes deportivos, o ligamentos… Pero esto, así tan difuso… esto les pasa a las mujeres.»
«La espalda acumula todo lo que no queremos enfrentar», sentencia Floreana.
Dulce se queda meditando y más tarde la llama por teléfono:
«Lo he pasado pésimo con esto de la inmovilidad. Estoy por enfrentar lo que me pasa, sea lo que sea. Lo juro.»
Y tuvo que hacerlo.
Porque el diagnóstico fue malo. Los ganglios enteramente tomados. Empieza la quimioterapia: Dulce queda hecha pedazos después de cada sesión. Entonces se reconoció enferma y dejó de resistirse a la tristeza. Junto a su cuerpo se instalaron, sin que nadie los invitase, los Fatales Estragos del Miedo.
¡Como si el cuerpo ya no le perteneciera! ¿Cómo resignarse a no contar con el cuerpo? Le pasan cosas absolutamente desconocidas para ella: alergias, quemaduras, tumores. Le hablan de la Nueva Medicina, de mejorar extirpándose odios y rencores, limpiándose sicológicamente, pasándolo bien, haciendo una vida lo más placentera posible. Le cuentan de tantas otras que han pasado por lo mismo y han sanado; le explican que cuando comienzan los dolores, ahí empieza la sanación. Dulce simula escuchar, como siempre.
El día en que yo osé plantearle que de ella dependía sanarse, me dio una respuesta inesperada:
«¡No me carguen con más responsabilidad! ¡Por favor! ¡Yo no soy la culpable de mi propio cáncer! Eso es poner todo el peso sobre los hombros de la víctima.»
Yo me fui llorando. Pero llorando para adentro, porque no conozco otra forma.
«A veces me miro», me había dicho Dulce esa tarde, «y me da la impresión de ser una mujer con la que no tengo nada en común.»
Las metástasis. Aparecieron las malditas.
Se habló de Houston. Los médicos no expresaron mayores esperanzas, pero en este país lejano se cree siempre que Houston es la solución. Dulce se niega: que la medicina chilena es estupenda, que lo que deba hacerse se haga aquí. Pero Daniel Fabres, dominante como es, y con el apoyo de mi madre y mis hermanos, insiste: doblegan su voluntad y se la llevan.
El vacío es enorme. La casa de Dulce había pasado a ser el centro de operaciones de la familia, todas llegábamos ahí a la hora en que el trabajo nos lo permitía; nunca convivimos tanto como ahora, floreciendo las voces, interrumpiéndonos unas a otras, hilando el día a día como antaño, pasando de la anécdota a la reflexión sin ton ni son, distrayéndonos a nosotras mismas y a Dulce de esta realidad feroz. Hasta Emilia, la hija mayor de Isabella, adquirió el hábito de instalarse allí después de sus clases en la universidad, invadiéndolo todo con su implacable juventud.
Emilia dibuja todo el día. Quiere ser pintora. Contempla acuciosamente la situación, como si en las noches bosquejara en secreto una gran tela sobre nosotras.
Una tarde -me lo comenta- se ha puesto a observar a cada una en sus diferentes poses mientras escuchan la Cuarta Sinfonía de Brahms: Dulce desde su cama de enferma, Floreana desde el sillón. Se han dedicado una risa cómplice al comienzo, luego se confunden en sus gestos el placer que proviene de la música y el rictus de sus propias aflicciones. ¿Qué significa Brahms en ese momento para las dos hermanas? La pregunta se la hace Emilia a sí misma. ¿Cuáles son las penas que salen a la superficie a través de esta música? ¿Son tenues, sutiles o desgarradas? Mi sobrina acaricia su juventud: para ella la Cuarta Sinfonía es sólo la Cuarta Sinfonía; no es todavía la inevitable antesala de alguna tristeza.
Porque has de saber, Elena, que existe una vieja historia entre Floreana y Dulce.
Recordarás que Daniel Fabres albergaba dos pasiones, grandes e inalienables: la ciencia y la música. En la música, era víctima de un fanatismo específico: Brahms. Para una Navidad, cuando éramos adolescentes, llegó con un sobre plano y cuadrado para cada hija mujer. Los había envuelto en un papel con rosas amarillas y una enorme cinta azul al centro, cuatro paquetes iguales, las cuatro sinfonías de Brahms. Le entregó la Primera a Isabella, la Segunda a Floreana, la Tercera fue para mí y la Cuarta para Dulce. Comenzamos a pelear. Es injusto, grité yo, la Segunda es lejos la más linda, ¿por qué tiene que ser para Floreana? Isabella me hizo coro: la Segunda es la que todo el mundo conoce, la más famosa, ¡no pensamos quedarnos nosotras con lo que sobra! Daniel Fabres nos tildó de ignorantes. Enojado, sometió a toda la familia al más absoluto silencio y nos obligó a escuchar las sinfonías, exceptuando la Segunda porque todos se la sabían de memoria. Las miradas de envidia eran disparos feroces hacia el rostro de Floreana. Ella no abría la boca.
Pero hay algo que Daniel Fabres no supo: a la mañana siguiente, muy temprano, su hija Floreana se dirige en puntillas al dormitorio de Dulce. Lleva en sus manos el regalo de la noche anterior.
«Estoy dispuesta a hacerte un favor enorme, solamente porque eres la menor», le dice. «Un trueque. Y te conviene. Te cambio mi disco por el tuyo.»
Dulce la mira, incrédula.
«Pero… ¿cómo? Tú has sido la más afortunada, la elegida, como dijo Isabella… ¿Por qué cambiármelo?»
«Es que me gusta más la Cuarta», responde su hermana esforzándose por disimular la vehemencia de su deseo.
Como si todas las luces de la casa se hubiesen encendido al unísono, Dulce se ilumina de pronto. Comprende que la han investido de un nuevo poder. Y se aferra a él.
«No, no pienso cambiártela, estoy feliz con lo que me tocó.»
Floreana se indigna y pierde su aplomo.
«¿Feliz? No te creo nada, todas quieren la Segunda Sinfonía, y tú… ¡tú te das el lujo de rechazarla!»
«La que se está dando ese lujo eres tú», contesta Dulce con dignidad, «y yo me quedaré con mi lugar y tú con el tuyo, te guste o no.» Y tomando su disco del velador, aún envuelto en el papel de rosas amarillas, lo esconde bajo las sábanas y se tapa con ellas hasta la barbilla, dejando a su hermana impotente y desconcertada.
Entonces, estando Dulce en Houston, sucedió aquello:
«¡Las sincronías!», exclamé cuando emprendimos viaje Floreana y yo, una a Cartagena de Indias, la otra a Ciudad del Cabo. Me lo dijo una vez una gitana: la única forma de vivir abierta a tomar el destino en las manos para que no se arranque es estar alerta a las sincronías que en él se den.
«Todo ocurre dos veces», afirmó Isabella, que había escuchado a la misma gitana.
De acuerdo, hubo una sincronía entre mi viaje y el de Floreana, no sólo porque partimos en los mismos días, sino por lo extrañas que volvimos las dos. Vernos era recordar a las fragatas, esas aves negras (las observamos largamente en las islas Galápagos) que cuando enamoran sacan pecho y éste se les pone rojo. Hasta ese momento, para las dos, los viajes eran lo que son las infidelidades para tantas otras mujeres: oleadas punzantes de recuerdos, suficientemente ricas como para regar el pensamiento en los momentos de sequía. Y nada más. Pero esta vez la percepción cambió.
No es extraño que sucediese con nosotras dos. Éramos las hermanas del medio, las profesionales serias y las mujeres solas. La diferencia entre una y otra es que yo he asumido el recordatorio de la culpa como un carisma virtuoso, mientras que a Floreana esta culpa la impregna -a pesar de sí misma- de una insalvable voluptuosidad. Lo que nos asemeja es que ambas estamos determinadas por la culpa. Ya sé que puede sonar obvio como antecedente, puesto que ser mujer y ser culposa parecen haber llegado a ser la misma cosa.
Floreana y yo nos llamábamos casi todas las noches por teléfono, a horas en que a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacerlo. A veces las conversaciones eran eternas y fluctuaban desde lo más doméstico o puntual hasta la metafísica pura. Todo cabía en esas dos líneas nocturnas que se conectaban a través de la ciudad. Ni ella ni yo nos habríamos atrevido a hacer lo mismo con las otras dos hermanas, por miedo de molestar a los maridos. Así es que la cama vacía de cada una era esencial en estas conversaciones.
Floreana me leía párrafos de libros, yo le contaba del partido y le reproducía mi discurso de ese día en el Parlamento. Cuando ella me hablaba de sexo, yo me interesaba sólo moderadamente.
«¿Has pensado en que somos amantes por el mismo orificio por el que somos madres?», me dijo una noche.
«Pero, Floreana, eso es más o menos evidente…»
«No sé si a nivel simbólico sea tan evidente. ¡Es una gran carajada, Fernandina!»
«Más importante me parece la obsesión de Dulce por no estar ya casada. Todo el viaje entre Valparaíso y Santiago me dediqué a pensar en eso.»
«Pero si está tan dolida, ¿qué reacción esperas? Acuérdate de que se declara todavía enamorada…»
«Ésa es mi duda. Creo que ya no distingue entre la pena por la ausencia y la necesidad de un hombre concreto. Estuve pensando lo siguiente, Floreana…»
«En el auto, ¿verdad? ¿A qué horas pensarías si el Congreso estuviera en Santiago?»
«Ya, no me interrumpas, a esta hora me queda apenas una neurona. He pensado algo seriamente: tenemos que contratarle a Dulce un hombre, una especie de Súperman doméstico que sea chofer, gasfiter, electricista, que acarree los balones de gas, la leña, los paquetes del supermercado, que traiga y lleve a los niños a todas partes. ¿Entiendes hacia dónde apunto?»
«Supongo. Que Dulce llegue a diferenciar qué le hace falta de un hombre, y que no confunda la casa con el amor. ¿Es eso?»
«Exacto. Si estás de acuerdo, hablemos mañana mismo con Isabella. Que lo que cueste lo pague la mina, porque Dulce no sabe gastar plata en sí misma.»
«Díme, Fernandina: ¿has pensado que este Súperman cumpla también labores sexuales?»
«¡Tonta! Ni lo insinúes, sería de muy mal gusto. ¿Sabes?, te voy a cortar, son las doce y media de la noche y mañana salgo a las siete a Valparaíso.»
«Ya, cortemos. Y duérmete con lo siguiente: Isabella opina que no se justifica que te revientes de esa manera si no vas a llegar a ser Presidente de la República.»
«Ése es un problema de Isabella, no mío. Buenas noches.»
Desde que Dulce se separó, reclama para ser incluida en las sesiones telefónicas nocturnas. ¡Cree que los hábitos se pueden cambiar de la noche a la mañana!
Efectivamente, Floreana la llama una noche, cuando ya todos duermen. Necesita un cable a tierra al terminar su jornada de encierro casi enajenado, polvoriento de archivos y soledad. José está con su padre y ella se ha pasado diez horas dentro de su escritorio con la raza yagana. Esos cuerpos medio desnudos y pintados le bailan en el cerebro y en los ojos; se ha leído todos los apuntes del jesuita alemán Martin Gusinde, que vivió entre ellos y llegó a fotografiarlos. Durante horas ha mirando esas fotografías, y se ha detenido largamente en aquélla donde aparecen dos mujeres fueguinas. Visten una simple falda negra, desnudas de la cintura para arriba, engrasado el cuerpo para resistir las temperaturas australes del fin del mundo, allá en la Tierra del Fuego, y sus pechos -grandes, pesados, vividos- están pintados con un perfecto diseño de líneas y puntos que van desde la clavícula hasta el estómago. Floreana no logra arrancar de sus retinas esta imagen, el fondo nevado de la fotografía no espanta el calor que estas mujeres le obsequian desde ese frío infinito. ¡Cómo le teme Floreana al frío, al verdadero! Tampoco le espanta la rabia: sobre los cuerpos de estas chilenas pesa no sólo la exclusión, sino la extinción simple y llana. Floreana ha olvidado, como siempre le sucede, que ella sí es parte del mundo; ha entrado en ese estado gaseoso en que la sumerge el trabajo, pierde la consistencia real, se le desaparecen las formas y la acomete el conocido temor de evaporarse: ¿será sólido el suelo que pisa? ¿Será verídico?
En su necesidad de sentirse parte de un otro todo, duda si tomarse un vodka cargado o llamar a Dulce. Gana su segundo yo.
«He estado pensando en la pintura, en la escena de la pintura chilena, en sus marcas, en su paisaje… Creo estar en condiciones de proclamar que la historia de la pintura chilena nace en los cuerpos de las mujeres yaganas.»
«No te entiendo mucho, Floreana…»
(Paréntesis necesario: éste es el estado usual de Floreana cuando aterriza luego de una sesión larga de trabajo.)
«Te explico, Dulce. Es que pensaba en el Mulato Gil… y creo que la historia de nuestra pintura no debiera comenzar con él; estas mujeres ya pintaban sus cuerpos en el sur cuando el Mulato llegó al país. Enteramente recamadas, un verdadero tributo pictórico. ¿No me encuentras razón?»
«Sí…»
«Piensa en la muerte del maquillaje: de maquillaje está hecho el cuadro, la extinción de esos cuerpos es el desgarro de la primera pintura. Trémulas, cautivas, temporales, ¡pictóricas, Dulce, y entonces vivas! Tribales, además, sin registro alguno en la historia de la pintura de Chile.»
«¿Sabes, Floreana? Parece que no soy yo tu interlocutora ideal.»
No alcanza a cerrar su diálogo. Su preocupación por los orígenes arcaicos de la pintura chilena no le hacen sentido a su hermana. Todo esto porque yo estaba de viaje.
Vuelvo al relato que nos atañe. Me tocó atender a una delegación del Parlamento sudafricano, y en el último momento una persona faltó para la comida que yo debía brindarles a los visitantes. Llamé a Floreana. Desganada, sólo por hacerme un favor, asistió. A su lado se sienta una diputada negra muy viva y muy linda. Luego de conversar -como correspondía- de política y de las equivalencias en ambos procesos democráticos, Floreana le hace preguntas personales. La negra, en su difícil inglés -hay once idiomas oficiales en Sudáfrica-, le cuenta que cría a tres hijos.
«¿Y el padre?»
«Estoy divorciada hace ocho años.»
«¿Y te da apoyo económico?»
«No.»
«¿No existen en tu país leyes que te protejan de eso?»
«Sí, las hay. Pero él las burla y ve a los niños una vez al año. No más.»
«¿No te has vuelto a casar?», Floreana va al grano.
«No hay muchos hombres disponibles…»
«Estarán los divorciados…»
«Se casan pronto, y con mujeres más jóvenes.»
Floreana se ríe:
«También entre ustedes hay un problema de desabastecimiento en el mercado, como aquí…»
La diputada le clava sus ojos negros.
«No es sólo eso, yo creo que es difícil ser pareja de mujeres tan ocupadas, públicas…»
«¿También allá les pasa lo mismo?», se sorprende Floreana.
«La verdad es que casi no he tenido pareja en estos ocho años, pues no hay con quién. Las mujeres económicamente autónomas y con vida propia estamos cada día más solas.»
Nunca pensó, al caminar hacia su casa esa noche, que las semejanzas entre ambos países llegarían a establecerse dentro de ella más allá de situaciones meramente políticas. Tampoco podía imaginar que una semana más tarde recibiría una llamada de la Embajada de Sudáfrica para cursarle una invitación a Ciudad del Cabo -su nombre había sido propuesto por la diputada de ojos brillantes-: participaría en una visita de un grupo de intelectuales, justamente para discutir y hacer un estudio comparativo entre las transiciones de ambos países.
La más sorprendida es la propia Floreana, que debe recurrir a toda una gimnasia intelectual para adaptarse al tema, tan ajeno… Terminó transformando a sus indios en «la cultura latinoamericana», insertándolos en las culturas híbridas más que en la transición.
Chile and South África: We are the south ofthe south, both countries, fue el paralelo que haría más tarde el Académico que dirigía la delegación chilena. Floreana sintió que era una síntesis perfecta.
The south ofthe south.
Cartagena es la palabra para mí, Capetown lo es para Floreana.
La Sinuosa Llama de la Sensualidad nos invadió.
A partir de entonces, cambió el aura en torno a mí. Ya no era solamente el carisma hacia las multitudes, como dicen mis hermanas; era también un carisma personal del que podía echar mano en privado, en mis asignaturas «no masivas».
«¡Se te soltaron las trenzas!», me comenta Isabella.
«¡Me estás censurando!», me sofoco yo.
«¡No! No es censura, es asombro.»
Porque has de saber, Elena, que hasta entonces toda relación con un hombre quedaba excluida para mí. Un día le oí a Emilia resumirlo con toda simplicidad: «Fernandina heredó la vocación política de su marido, que partió al exilio y nunca volvió; la única que se acuerda de él es ella, que lo espera envuelta en una completa ambigüedad, ya que si bien a veces se visitan y se escriben, no tienen ninguna intención de vivir en el mismo país. Digamos la verdad: es una farsa. Fernandina no tiene marido.»
Emilia es el retrato vivo del Actual Espíritu de los Tiempos.
Al principio, no solté prenda sobre mi viaje. La familia ya se había habituado a mi fanática fidelidad por un marido para ellos inexistente, a mi absoluta negación del sexo opuesto, a mi rara aspiración de pertenecer sólo a ese hombre a quien amaba tan de cuando en vez, autoinfligiéndome, a juicio de todos, una verdadera laceración. Hasta que Isabella me habló:
«Sea lo que sea lo que hayas vivido, intuyo que tuviste goce. Estás en una edad en que el goce es aún necesario. No te pido que me cuentes nada, sólo me gustaría recordarte que no todas las sensaciones son amoldadas por el pecado.»
Es el destino, me dije, una suerte de mecánica celestial. Relajé mis defensas y, aprisionada como estaba en el estallido, se lo conté todo a Floreana.
En rigor, Elena, esto no es parte del cuento que te incumbe, pero… ¿cómo dejarlo fuera, si eres mi amiga y si ésta es la nueva oportunidad de ensoñación de la que te hablé al empezar esta carta?
Luego de cerrar la paella con un buen tinto, salimos del restaurante La Escollera, el vicepresidente de mi partido y yo, y apoderándonos de las botellas de ron subimos los pocos escalones que nos separaban del bar que se erige sobre la muralla -dueñas de la noche y de la historia esas piedras, puestas allí por las manos españolas, manos conquistadoras, cinco siglos atrás-, donde una orquesta de rumba nos llamaba al aire libre. Sus gigantescos parlantes ofrecían al vecindario los sones de su música morena, invitando a caderas y pies a comenzar el movimiento bajo la brisa húmeda del Caribe y la ciudad vieja de Cartagena de Indias, con su Catedral, acoplándose a esa hora amurallada de antorchas en las almenas.
El y yo habíamos compartido el día en las Islas del Rosario. En la isla Grande nadamos atravesando la transparencia misma. Miré su pecho, una cubierta ondulada de negro; él retuvo mi imagen cuando comía el mango y me chorreaba y luego corría el jugo por mi vientre mientras chupaba la pulpa. Probamos la yuca y el arroz con coco. ¿Por qué es de color café?, pregunté, y por respuesta él me llevó a la boca una rebanada de plátano frito.
Fue entonces que, rebosantes de sol, llegamos a La Escollera.
Más tarde paseamos por la ciudad vieja. En la Calle de la Necesidad hay un balcón de madera, y bajo ese balcón el vicepresidente me besó. Toda Cartagena suda, todo suda en Cartagena: vasos, veredas, cuerpos, blancos y negros sudan, ¿por qué no Fernandina? Por fin llega la lluvia y nos limpia: estamos pegajosos de nosotros mismos, y por el costado de la ciudad amurallada, al lado del mar, nos encaminamos al hotel.
El poder es erótico, pensé mirando aquellos hombros cuadrados, hombros que parecen llevar parte del peso de un país, y llevarlo bien. Erótico, me debo haber repetido, dudosa ante el escenario más temido, ése horizontalmente creativo y ardiente donde es posible que se cuele la Incontenible Ambición y, a mitad del cigarrillo después del amor, él pida mi voto para afianzar su candidatura en el próximo congreso del partido.
Tranquilízate, no sucedió. Es que mis aprensiones se entrometían cual cucarachas en un piso húmedo.
Al día siguiente me arranco de la reunión, camino sola por los arcos de El Bodegón, tiembla y tiembla tu amiga Fernandina bajo los arcos en esa plaza larga. El último recurso que me queda es la cautela, pensé. Y no recurrí a ella.
Lo peor, Elena, lo peor fue comprobar que mi estricta fidelidad de estos años se había hecho trizas, y al romperla me daba cuenta de que no era por él que yo era fiel. No. Era por mí.
¿Cómo podía yo saberlo?, le pregunto desolada al retrato del marido ausente. Perdóname. Lo creí a pies juntillas, durante años. Tuve que vivir esto para descubrir algo tan doloroso: te inventé porque eras la única protección posible.
Bien, ya he regresado a mi ciudad natal y será el vicepresidente quien deba ocuparse de la Mentira de las Verdades de esta frágil diputada.
Volvamos a las sincronías.
Floreana camina con su hermetismo a cuestas, adusta y reconcentrada. ¿Qué sucedió con Floreana?
«También fue el sudor, Fernandina, fue esa mano palpando mi cuello mojado. Fue ese baile. Yo no debiera bailar nunca más. ¡Un mísero baile tiene la capacidad de convertirme en una puta!»
Siempre ha sido igual. Si Floreana representase a la Cenicienta, no habría tenido la voluntad de marcharse a medianoche. ¡Nadie encontraría su zapatilla de cristal abandonada en la premura por arrancar de los brazos del baile!
(Pero yo también sé cómo actúa la inteligencia del otro en mi hermana. Sé que cuando él empezó el discurso de apertura, en su buen inglés de sudamericano, y su primera frase fue aquello del sur, cayó sobre Floreana el rayo, estremeciéndola con la belleza de las palabras del Académico. No hubo un momento a partir de entonces en que pudiera su pulso desacelerarse. También sé que el día en que le tocó a ella leer su intervención, se la dirigió, irrevocable, a él, siendo su mayor preocupación la de estar a su altura. Cuando él la elogió calurosamente, ella, absoluta como siempre, ya se había enamorado. Y esto, Elena, en el estado en que se encontraba, debe haberle resultado no sólo inexplicable, sino del todo inexcusable. Y, valga la redundancia, intolerable.)
«Después de desgañitarnos con tanta percusión negra, la orquesta cambió la música. En honor a los latinoamericanos, nos dijeron, un danzón. Lento, lento el ritmo. Y no creas, Fernandina, que tanta abstinencia me ha hecho olvidar lo básico. Ese cuerpo temblaba. El Académico tan serio y seguro temblaba en el baile, sucumbió en ese baile. Yo cerré los ojos.»
Al abrirlos, no supo en qué lugar de la pista estaban. La intensidad era tal que al terminar el danzón se preguntó quién era ese hombre. Y quién era ella.
La orquesta demoraba en la pausa; ninguno de los dos pudo mirarse, a ninguno le salió la voz. A las cuatro de la madrugada él preguntó, ahogado entre el algodón de su vestido: ¿adonde nos vamos, a tu pieza o a la mía? Ella no respondió, lo hizo, casi sin voz, su cobardía: tú a la tuya, yo a la mía. Porque Floreana es como los buenos boxeadores, los que saben engañar y guardan la rabia (la emoción). Mostrarla abiertamente los derrota: en el boxeo los fuertes representan debilidad y los débiles demuestran una rotunda fortaleza.
Floreana, como yo, también había hecho una promesa.
Regresando, en el aeropuerto, Ciudad del Cabo se ha desvanecido. Y con ella la fuerza de Floreana. Es como si al tocar la losa se hubiese agotado. Porque con la negativa a cuestas -la más débil de las negativas- debieron seguir juntos después del danzón, calientes como estaban, por Ciudad del Cabo, con el resto de la delegación al día siguiente y al otro. Las casas victorianas y sus encajes de madera, la montaña de roca abrupta, categórica y tajante la Tablemountain ante las ventanas de sus dormitorios, el mar frío y enojado, el Waterfront con su colorido, sus mariscos y sus enormes estructuras metálicas, Clarke Street, el Bookshop donde compró una edición de Jane Austen del año 1903, el restaurante Afrika donde probaron la carne de avestruz, el recital de poesía negra que la hizo llorar en el teatro de la Universidad, luego el Cabo de Buena Esperanza, donde se juntan el índico y el Atlántico («quizás aquí termina la tierra», aventuró Floreana y los ojos del Académico sonrieron), el empinado roquerío en Cape Point recordando a Vasco da Gama y la antigua esperanza que efectivamente significó ir camino a las Indias: todo fue testigo de las oleadas feroces, locas como esa espuma que reúne a los océanos, penetrante como el viento de la puntilla. Así era lo que fluía entre el Académico -pulcro y casado- y la Historiadora -aterrada y soltera-.
(¡«Qué lástima que te tocó Capetown y no Tegucigalpa!», le digo muy seria. «O alguna otra ciudad con menos brillo, para que los recuerdos hubiesen sido más descoloridos, más amainables».)
Es todo lo que sabemos de lo vivido por Floreana en el continente africano. En cuanto a él, los únicos datos son que trabaja en la Universidad dirigiendo algún departamento humanista, que usa sólo camisas blancas y que fuma tabaco negro. Nada más.
Pero podemos suponer que en el avión, camino a casa, el señor de camisa blanca de la fila 24 nada tiene que ver con el torbellino emocional de la mujer de la fila 25. Al momento de pisar el suelo, el territorio santiaguino será el encargado de enderezarla, apisonarla como a la tierra dispersa y volverla a la realidad. Porque a él lo irán a esperar. No tendrá que hacer el esfuerzo de dejar Sudáfrica atrás; la camioneta con su esposa y alguno de sus hijos bastará.
Aparecerá la Bestia Negra de las Hipócritas Apariencias. Él ya no recordará el danzón.
En cambio, ella sabe que la excitación sexual mueve montañas con la misma facilidad con que, una vez saciada, deja que las piedras caigan. No importa si en la caída te destruyen la cabeza. Para los hombres, tras arrasar como la lava, se finiquita o, siguiendo la imagen, se petrifica y acaba. Mientras, ese mismo deseo, cálido dentro del cuerpo femenino, se instala ahí como una semilla, en son de ir creciendo hasta transformarse en longing. Tibiamente, acunado en piel y corazón dentro de la mujer, este deseo -el mismo que compartió, que fue de a dos- comienza a prepararse solitario como un ave que empolla sus huevos, en un verdadero encantamiento añorante.
Por eso no puede romper su promesa. No puede ni debe, porque la invadiría la vulnerabilidad. Mejor secarse, mejor nada, mejor que esas manos no traspasen el algodón de su vestido. Sólo eso la salva. Al rendirse a esta evidencia, Floreana se duele. Si fuese menor, lloraría. El melodrama: las mujeres, el amor y el melodrama. Claro que desea llorar, pero no, no corresponde. Porque las manos en el algodón sólo le han descorrido un velo. Ella no quiere ver lo que está detrás.
La sincronía de nuestros sudores no fue azarosa. Te preguntarás, Elena, cómo pudo ocurrir que de un momento a otro dos mujeres grandes y serias perdieran los estribos de esta manera, cuando ambas no han hecho sino dar pruebas de su voluntad. No pensarás que de la noche a la mañana nos transformamos en unas colegialas, ¿verdad? No sé si todos -y aquí te incluyo- lo anotaron así en sus mentes, pero yo no albergo dudas sobre la razón por la que ambas nos destapamos después de tanto cierre. Fue Dulce. Fue sentir la muerte cerca lo que nos desmadró.
Dulce. Continúo con ella, debo narrar con un cierto orden, ¿verdad? Créeme que hasta ahora me he esforzado por mantenerlo.
Volvió de Houston directamente a su cama en la ciudad de Santiago. Perdió casi en su totalidad al animal que llevaba dentro, le borraron los ojos y le deslavaron la cara. Avanzaba en ella la Fatalidad Indisimulada. Volvimos todas a cerrar el círculo a su alrededor.
«A mí me sobran las energías», decía Dulce no hace más de un año, causando la más profunda de las envidias en sus hermanas, que clamábamos a los cielos por tan preciado don.
Floreana está sentada en el sillón frente a la cama de Dulce. Es media tarde, ella dormita y Floreana mira de reojo la pequeña mesa que ha instalado a los pies de la cama para continuar su trabajo mientras acompaña a la enferma, y siente que Tierra del Fuego pierde toda relevancia. El empeño analítico que ha puesto en su investigación se le antoja inútil, todo parece estar de más frente a este cuerpo que hace apenas un año se vanagloriaba de su energía. La mirada de Floreana recorre el dormitorio, en cada pequeño detalle la enfermedad grita su presencia. Escenas diversas se arremolinan; abandona sus fichas, es Dulce quien reclama toda su capacidad imaginativa.
¿Cómo, cuándo comenzó esta demencia? Se mueve en el sillón, imposible la quietud, trata de idear lo que Dulce sintió en aquel primer encuentro, cara a cara, con el descontrol de sus células.
Visita por vez primera aquel consultorio, un examen de rigor, una simple mamografía, se lo ha pedido su ginecólogo porque sí, cree Dulce, como se lo pide a todas. Conversa amablemente con la tecnóloga médica que efectúa el examen. Le toma los pechos con suavidad, no se siente humillada ante esa siniestra máquina que aprieta como si fuese a degollar sin piedad esos órganos sagrados. Dulce pregunta por el promedio de los resultados, por la proporción de casos de enfermedad; la otra mujer, mientras realiza conscientemente su trabajo, le cuenta cómo ha aumentado el cáncer a la mama en los últimos años. Le habla del famoso stress, y a Dulce le parece un lugar común.
(Más tarde nos comenta: es uno de los tantos precios que estamos pagando por estar en el mundo; cuando las mujeres nos quedábamos en la casa, el índice era mucho más bajo.)
Le piden que no se vista todavía, necesitan comprobar la nitidez de la radiografía. Ella espera, entregada. Vuelve la tecnóloga y dice que le harán una placa focalizada porque se ve algo poco claro: no se preocupe, es cortito. Regresa una vez más: una ecografía. Algo de ansiedad invade a Dulce, le escurre por la sangre, aunque se lo han dicho tal cual, suavemente. Se dirige a la otra sala, percibe la misma ansiedad en otras mujeres que allí esperan. Entonces comenzó.
Dos meses más tarde, voy yo al mismo consultorio, al mismo examen, pero sin placas focalizadas ni ecografías. Llego airada donde mis hermanas.
«¡Nos hemos convertido de la noche a la mañana en un grupo de alto riesgo! Era tan fácil antes, cuando me preguntaban por los antecedentes: ni mamá, ni abuela, ni tías con cáncer a la mama. Ahora nos jodimos. ¡Somos parte de las estadísticas!»
Dulce nos hizo la marca.
Floreana sigue recorriéndola. No puede evitar una sonrisa cuando sus divagaciones alcanzan, involuntarias, el día en que, aún casada, publicó su primer libro. La sorpresa de Dulce fue genuina al tomar un ejemplar en sus manos. En medio del gentío que asistía a la presentación, en un salón de la Universidad, le espeta a la autora: ¡cómo, firmaste con tu nombre de soltera! Floreana responde que ése es su único nombre, que ninguna mujer seria anexaría el apellido del marido. Dulce no lo entiende. Nada la hacía tan feliz como escribir Dulce Fabres de Avilés. Ese pequeño «de», seguido del apellido Avilés, la enorgullecía, la agrandaba, le daba un contorno.
Es el romanticismo, se dice Floreana. El condenado romanticismo es el culpable de todo este embrollo. No sabemos hasta qué punto Dulce estaba enamorada de su marido, o si era su fantasía de estar enamorada lo que la gobernaba. Pero, si fantasía fue, ¡qué tenaz!
Dulce necesitaba que el hombre -el suyo- fuera superior. Mirarlo para arriba, sólo líneas diagonales, nunca una horizontal. Durante los primeros años se aquietaba frente a las carencias culpándose a sí misma por ellas. Él es grande, debe haberse repetido, no puede necesitarme a mí como yo lo necesito a él; no puede esta pelea haber sido provocada por una mala intención de su parte. Aquí hay un malentendido, él está por sobre estas pequeñeces. Cuando las evidencias fueron demasiadas, tuvo que mirarlo a él y no a sí misma, y sufrió una crisis profunda. Lo inaudito es cómo se aliviaba cuando podía alejar de él la mirada sospechosa y dirigirla a su propia persona. En definitiva, él debía ser mejor que ella, bajo todo punto de vista.
Lo que sucede a su alrededor llama a Floreana a la confusión. No encuentra nada a mano en su mitología que la ayude a obtener respuestas coherentes. Nada que la fuerce a entender ese fenómeno loco e incomprensible: el amor.
Recuerda cuando Emilia (como fiel representante que es de la Generación Despiadada) le dijo: «Nosotras nacimos con la distancia en los genes, el escepticismo no nos sorprendió a mitad de camino, como a ustedes; a veces creo que, aun valorando todo lo que nos fue vedado, es mejor nacer desencantada que tener que asumirlo a medio camino porque no te quedó alternativa.»
Dulce abre los ojos, se pasa la mano por la cabeza; no puede evitar ese gesto recurrente, ése y el de tocarse el costado izquierdo, donde estuvo su pecho. Palpar los agujeros negros que se lo han llevado todo.
«¿Estás aquí?», le pregunta somnolienta a su hermana.
«He estado aquí toda la tarde», contesta Floreana, «¿cómo te sientes?»
La mueca de Dulce basta, pero ella responde.
«Se lo ofrezco a Dios.»
En su congoja, Floreana se pregunta si la rabia que hoy siente la abandonará algún día.
«¿Cómo puedes amar a un Dios tan malo, un Dios que trama destinos tan crueles?»
«No importa lo que trame, lo que importa es ser querida por Él», la voz de Dulce se ha tornado ligera, tan suave y ligera.
«¿Es ése todo el punto?»
«No. El punto es ser conocida por Él: singularizada. Es el único amor donde una cabe. La tragedia de los amores terrenales, Floreana, es que no pueden ser perfectos. Siempre queda en ellos una franja de insatisfacción. Sólo en el amor de Dios una puede saciarse.»
Y Dulce hizo algo que no había hecho: lloró.
(-Cuando los muertos lloran, es señal de que empiezan a recuperarse -dijo el cuervo con solemnidad.
– Lamento contradecir a mi famoso amigo y colega -dijo el búho-, pero yo creo que cuando los muertos lloran es porque no quieren morir.)
Aquí dejo a Dulce. Ya es tiempo de entrar de lleno en Floreana; después de todo, ella es el personaje.
Si perdió las proporciones en Ciudad del Cabo, es porque las tenía perdidas desde antes. Por favor, hablemos con el decoro de la verdad. Si de personaje vamos a hablar, enfrentémoslo de una vez: éste es uno jodido.
Floreana heredó el rigor de Daniel Fabres. Eran los únicos habitantes de la casa a los que había que golpearles la puerta a la hora de comida -nunca sentían la punzada del hambre-, avisarles de un llamado -nunca oían la campanilla del teléfono- o de la llegada de alguna visita. Porque al otro lado de sus puertas, absortos en la búsqueda del conocimiento, ambos levitaban ante sus mesas de trabajo, abandonando a los mortales, arrancados de raíz del ruido que hace la tierra aquí abajo.
Cuando golpeaban a su puerta, Floreana sentía un pequeño daño, miraba con miedo el mundo de las cosas reales. ¿Cómo había logrado irse tan lejos? Empezó a gestarse en ella, sin que lo percibiera, el temor de volver, porque se sentía demasiado sola cuando lo hacía, como si no hubiese estado en la soledad misma mientras volaba lejos de los demás.
Su temor, Elena, y digámoslo claramente, siempre ha sido el no sentir pertenencia a ningún lugar. Cuando está en órbita es el único momento en que no lo percibe, y por eso bajar a la realidad la convierte en un náufrago que ha extraviado los puntos cardinales. Y entonces palpa la orfandad.
Su hijo José recuerda: un día habían salido de paseo y ella le compró un globo de gas. Jugaban alegremente por la calle cuando a él se le soltó. El globo partió cielo arriba, no había cómo detenerlo. No es que Floreana fuese una madre aprensiva, pero cuando vio los ojos de José, cuando advirtió en sus lágrimas y en el impotente gesto infantil esa pena tan honda, levantó los ojos al cielo y al atestiguar cómo el globo se elevaba cada vez más alto, más inalcanzable, más inasible, más perdido, experimentó una inexplicable identificación con el dolor de su hijo y no pudo moverse del punto que pisaban sus pies. Se quedó así, inmóvil, contemplando el globo cada vez más pequeño, hasta que desapareció.
Y en la infancia de la propia Floreana, esa tarde en que escribía una composición sobre la Revolución Francesa, fue traída de bruces al piso por su vecino Matías -sentía una gran debilidad por él-, quien la interrumpió para compartir con ella unos patines nuevos. Floreana dejó los cuadernos y se fue con él a la calle. Matías y sus patines, esa tarde, probaron ser la única acción tolerable lejos de sus libros, porque Matías y sus patines no le recordaron su soledad. Porque junto a Matías y los patines, ella se sentía parte de un algo que no la lastimaba.
Matías desapareció el día que su familia se cambió de casa. Todos en el futuro se mudaron, tarde o temprano, en algún momento. Nunca fue ella la que partió.
Cuando su cuerpo oscilaba entre el techo y el piso de su pequeña pieza de trabajo, José era un elemento que la sujetaba, pero un elemento involuntario. No despreciemos la maternidad de Floreana: aunque su casa no fuese espaciosa -nunca tuvo los medios para algo mejor que ese departamento de dos habitaciones en La Reina- y estuviera un poco desordenada, repleta de libros y papeles en vez de los hermosos muebles que tenía la casa de Dulce, y aunque sus idas al supermercado fuesen más bien esporádicas, para ella la maternidad era algo de la mayor importancia. José interrumpía su fantasía de ser el globo de gas que sube, inalcanzable, pero ella no lo había escogido para la tarea de hacerla bajar del azul inmenso. Hijo cuidado y amado, no era él, sin embargo, quien le daba la forma. No era ése su rol dentro de la pequeña familia, y Floreana tampoco habría encontrado justo que así fuera. Y no es raro que las ausencias del niño -las visitas a la casa de su papá- se constituyeran en los momentos más largos de su concentración, cuando nada la detenía: los momentos más difíciles de abandonar voluntariamente.
En casa de Floreana nunca hubo relojes.
Recuerda con nitidez un cuento de Sommerset Maugham que leyó en su adolescencia: un hombre mira diariamente en la muralla, con fijeza, un cuadro que lo obsesiona; empieza a subirse al cuadro y a meterse dentro de él por un rato todas las tardes, y le resulta cada vez menos placentero salir de allí. Aumenta su tiempo dentro del cuadro a medida que pasan los días. El cuento termina cuando el hombre sube al cuadro y resuelve no bajar más.
Y mientras yo dejo mis espaldas en el compromiso con el acontecer de mi país, soy testigo de esta mujer divagando por las calles como una enajenada, preguntándose una y otra vez, como una huérfana, cuáles son sus raíces, qué la ata, cuáles son sus Padres, cuál es su Lugar.
Más tarde, en un momento determinado de su vida, comprendió en palabras crudas lo que siempre le había sucedido: lo único que lograba romperle la distancia era, sin metáfora alguna, el sexo. A su vez, éste no dependía de ella, nunca era seguro. Entonces deseó una existencia entera sin la necesidad de romper esa distancia. Corta su larga y característica trenza negra, la que había colgado sobre su espalda desde la infancia: es su ofrenda a la Exigente Castidad. (Como en el proverbio alemán, la nueva vida sin las viejas trenzas.) Probablemente, lo asume como el fin de la juventud o de la libido; un fin impuesto. No fue natural, la trenza no cayó; fue cortada. No sabemos si queda un vacío mayor alojado en su cabeza. Sí sabemos que, de la noche a la mañana, pasa a ser una sobreviviente de sus penas, sospechas y resentimientos. Había abandonado los combates dando muestras de rigor, con una calma que, aun siendo falsa, significaba un nuevo orden para ella, y entonces una deseaba quererla por su pura tenacidad.
Pobrecita, hasta aturdirse debió sentir el abandono, el de todos los hombres que por ella pasaron, atravesándola a ciegas, minimizándola, usando su modestia emocional para volver luego triunfantes donde sus verdaderas dueñas, las eternas esposas.
Nunca más un hombre casado, nunca más. La anatomía, acallada ojalá para siempre. Su corazón, un desierto largo, pálido e inerte como un salar.
«Soy de la generación de la libertad», le dice un día a Emilia, pensativa: «A mi madre le tocaron los convencionalismos y la falta de anticonceptivos; a ti te tocó el sida. Yo me salvé. Y mira lo que he hecho con mi salvación.»
Desde que Floreana optó por la castidad, durante las ausencias de José crecía en ella la tentación de quedarse dentro del cuadro para siempre. Pero le peleaba a esa tentación, porque José volvería.
Es que ella sabía que para el encierro de la creación no las tenía todas a su favor. Se lo decía a Emilia (siempre Emilia su receptáculo): cuando seas una pintora de verdad, recuerda que la diferencia entre una mujer y un hombre frente a la producción creativa es la siguiente: siempre existe una mujer que cierra la puerta con llave para que el genio masculino se exprese; lo aísla del mundo, le resuelve todo para que se mantenga concentrado e inmaculado, lo desembaraza de la gente y de las odiosidades cotidianas y se hace cargo del exterior para que el interior esté iluminado sólo de sí mismo. A una mujer, Emilia, nadie le hace el favor de cerrarle una puerta. Si es madre, tampoco se la cerrará ella misma. Al primer grito del hijo, aunque éste tenga ya veinte años y viva en otro continente, abrirá la puerta, abandonará cualquier sublimidad de lo que esté creando y partirá hacia él. O sea, no es sólo no tener esposas lo que nos impide encerrarnos: es la maternidad. La maternidad y el aislamiento están irreparablemente reñidos. El cordón es lo prosaico, Emilia, por la ligazón que nos da con la vida misma; es lo que hace que al fin -al margen de la calidad, de lo bueno o lo malo- el producto artístico o intelectual de una mujer sea distinto. Como ves, no todo es negativo, no puedes negar que es interesante que los resultados indiquen una diferencia. ¡La diversidad es tan maravillosa como necesaria, Emilia! Nunca se te vaya a ocurrir que quisieras ser hombre porque pintar te sería más fácil.
Hasta Ciudad del Cabo, fue espartana de verdad, y de ello todos podemos dar fe. Su dedicación fue para su hijo y su trabajo, no cabe duda. Pero hoy me pregunto hasta qué punto estaría convencida… ¿O era una autoimposición?
Quisiera interrumpir para referirme a su trabajo, pues éste resulta crucial para comprender el extraño carácter de Floreana. Es mi hermana y no le permito a nadie hablar mal de ella: hacerlo es un derecho que me arrogo sólo yo, por ser probablemente la persona más cercana.
Por eso debo reconocerte, Elena, que me cansa mucho la distancia que existe entre la objetividad de quien Floreana es y la subjetividad con que ella se percibe. No hay cómo convencerla de que su trabajo es apreciado, de que pocas historiadoras de su edad han publicado con esa consistencia, de que ha hecho una estupenda carrera. Insiste en mirarse en menos, en desvalorizarse, creyendo que su quehacer es sólo de su incumbencia, que a nadie le importa, restándole significación hacia el exterior… y siendo en su interior casi lo único que bulle. Si se mira en un espejo, éste le devuelve una imagen sin luz, anónima, como un alma desdibujada que ni siquiera sugiere terrenalidad. Nosotros, en la familia, siempre hemos estado orgullosos de ella; el problema es que aunque ella lo sabe, no lo siente. Nunca lo ha sentido.
Te lo ilustro con una anécdota: concursó, junto a muchos otros historiadores, a un stage en un instituto muy prestigiado en Berlín, y lo ganó. Cuando la felicité (era de verdad difícil ser seleccionada), me explicó que el jurado no había sido transparente, que no era ella quien merecía ese premio. Me dio diez razones imaginadas de por qué debería haber ganado otra persona. Eso no es humildad, Elena, no te equivoques: es un simple y absoluto despilfarro de la autoestima. Una tenaz ceguera que a veces me saca de quicio, casi una sicopatía.
Floreana es una persona un tanto estrafalaria. ¿Es una erudita? No. Es una intelectual con pasión por lo que hace. Y siento la obligación de advertirte: la que conocerás no es la que esperarías luego de haber leído La guerra de Arauco y la formación de la frontera, o ese libro que a mí me gusta tanto, El imaginario mestizo: ritual y fiestas en el siglo XVII chileno.
En buenas cuentas, y para ahorrar racionalizaciones, te lo pongo en palabras de los Beatles; mi única duda es cuáles serán las más adecuadas, con cuáles se sentiría ella más identificada: Nowhere Man sitting in his Nowhere Land, o Eleonor Rigby con sus preguntas finales:
All the lonely people,
where do they all come from?
All the lonely people,
where do they all belong?
Ten paciencia, Elena, ya hemos llegado al final.
Avanza la enfermedad en Dulce, avanzan la eficiencia y la actividad en Isabella, avanza este nuevo esplendor en mí que me ayuda a vivir la pena… y me pregunto qué es lo que avanza en Floreana. Hay algo que no logro desentrañar. Da la impresión de estar poblada, como si perdurase en ella alguna obsesión, como si todo girara hacia el lado inverso de su necesidad.
A ver, observémosla un rato, en la probable imaginación. Ha terminado de trabajar, se levanta a la cocina; suena el teléfono y corre a atenderlo. Detengámonos ahí: Floreana escasamente oye la campanilla en tiempos normales, pero ahora corre. Levanta el auricular y cuando preguntan por José, en su respuesta se trasluce un resquemor. Se pasea por el pequeño departamento, ociosa como nunca ha sabido estarlo. Vuelve a la cocina, saca de la bandeja una botella de vodka. Gira buscando el agua tónica que no está en el refrigerador, como debiera. Al fin la encuentra en el estante, se sienta en la mesa de la cocina sin prender la luz; su mirada no tiene objetivo. El alcohol le entró, tocó el esófago y se deslizó por un túnel largo, el del descontrol. Toma el teléfono un poco temblorosa, sus manos dudan, lo suelta y vuelve a sentarse. ¿Trata de adecuarse a aspectos desacostumbrados de su personalidad? Pero nosotros, los que la conocemos, podemos suponer por qué derroteros se pasea su pobre autoestima.
Virgen imposible. Datos y marcas yacen irreversibles sobre ella. Por lo tanto, Ciudad del Cabo le recordó que lo único que aprendemos de las historias personales es que nunca aprendemos de ellas.
Floreana lleva a cuestas una nueva herida. El día que Dulce no esté, ¿a qué reservas podrá ella echar mano? He pensado en tu Albergue como el único lugar posible. Tal vez algo que recién he leído -para estar preparada yo misma- te dé las luces necesarias. Es un texto de C. S. Lewis, en Una pena observada:
«Creí que iba a descubrir un “estado”, trazar un mapa de la tristeza. La tristeza, sin embargo, no resultó un estado, sino un proceso. No necesita mapa, sino una historia; y si no ceso de escribir esta historia en algún punto arbitrario, entonces no hay razón para que la termine.»