Sólo pido un verano, ¡oh, poderosas!,
y otro otoño para que madure mi canto,
y más conforme, colmado por el juego,
mi corazón se resigne a morir.
Hölderlin,
A las parcas
– ¿Con quién dejaste a tus hijos?
– ¿Qué pasó con tu marido?
De boca en boca las preguntas, las voces pueblan el Albergue. Escucha: qué se preguntan, murmurando, las mujeres.
Detente.
Entre la lana y la madera se cuelan los susurros del mar: es que está ocupado prohibiéndoles a las olas abrir sus grandes fauces para contar historia alguna.
Es el invierno en la isla, el frío secuestra las historias de sol.
Las mujeres están tristes, Floreana.
Poco a poco se fueron plantando los campos con las nuevas semillas; los viejos robles, dueños de los potreros, enraizados en ellos desde siempre, no quisieron compartirlos y no movieron sus ramas para dejar al sol pasar. La semilla fue creciendo igual, ayudada por el agua y la luz porque éstas -agua y luz- se filtraban sin disolverse por las ramas. Pequeñas, lentas, esperaron las semillas a que sus frutos tomaran cuerpo. La tierra se mostraba amplia; esparcirse por ella era lo que habían soñado y, al atardecer, cansadas ya, ser acunadas por los árboles.
No ocurrió.
Algunas semillas, convertidas en fruto, crecieron tan altas que al no encontrar ramas donde treparse, lo hicieron sobre sí mismas, recogiéndose, obligadas a ser estepa y no hiedra. A los robles, fibrosos y rígidos, les faltó generosidad para albergarlas. Sólo las miraron, un poco atemorizados, anonadados: sí, crecían solas; salvajes, fuertes, aglomeradas, verdes en el día y rojas por la noche. Nadie las acunó.
Los robles no las quisieron, ¡que dejen de elevarse, nos tapan el sol! Pero ellas crecieron y se desencontraron; había sol para todos y los robles no supieron verlo.
El roble mayor, milenario y eterno, quedó en su sitio, pétreo, preguntándose qué había perdido, contemplando confuso a la semilla que no quería espigarse sola sino a su lado.
El roble quedó solo.
La semilla quedó triste.
Atrás quedó el comienzo del invierno. Ahora es el invierno profundo; oscuro y mojado, luce su orgullosa frialdad alejando a Constanza de la isla. La había recibido el otoño y el paso de una estación a otra es inexorable.
El dormitorio de la cabaña ha sido ocupado de inmediato, no pasaron más de dos días y Olivia ha reemplazado a Constanza. Angelita y Toña la reciben de buen humor, como hicieron con Floreana. Pero a ésta, Constanza le hace falta. El botiquín del baño se ve vacío sin sus lustrosas cremas.
– ¡Piensa en lo cómoda y abrigada que estará en su súper penthouse! -la consuela Toña-. Lo primero que voy a hacer al llegar a Santiago será conocerlo. Dicen que es total.
– ¿Desde cuándo te has puesto tan sofisticada? -le pregunta Angelita con un dejo de disgusto.
– ¿Sofisticada? -Toña se ríe, sardónica-. Arribista me he puesto, y eso es culpa de ustedes. Conviviendo con Constanza y contigo, ¿quién se salva?
– Nadie -Angelita simula orgullo-. ¿Y Elena? Ella es la más sofisticada de todas. Incluso viviendo en una isla…
– La isla es parte de su chic. Si yo hubiera inventado un proyecto como éste, sería un desastre: puras actrices de mala muerte… cero organización… orgías, bacanales…
Floreana las escucha sin participar. Una vaga sensación de pérdida la acompaña.
Esta mañana ha alimentado a las gallinas. Las envidió por su inconsciencia: las gallinas sólo piensan en el trigo, sólo tienen hambre. Cuando volvía con el canasto en los brazos se cruzó con Elena.
– ¿Te desocupaste? Acompáñame a la Telefónica…
– Claro, tengo que llamar a José. ¡Vamos!
Ya en la Telefónica -pomposo nombre para aquella piececita que cuenta con un teléfono y una vieja operadora que maneja la información sobre todas las vidas del pueblo-, trató de absorber cada latido de su hijo a través de sus parcas palabras de adolescente.
(Parcas habían sido también aquel día, tras organizarse su permanencia en casa de su padre para que Floreana viniese tranquila al Albergue. Interrumpiendo el trino de los pájaros (que en el departamento de La Reina nunca cesa), antes de salir al colegio, le dijo a boca de jarro: «Mamá, ¿te importaría si me quedo todo el año con el papá?»
– Pero… ¿por qué, José? Si me voy apenas por tres meses…
– Es que a mi edad uno necesita más un papá que una mamá. No es ninguna mala onda contigo.
De golpe acudieron a la memoria de Floreana todos los cuentos que le había contado en la infancia, toda esa imaginación que desplegó en la oscuridad, tendida en la cama de su hijo. Relatos del todo olvidados por ella.)
Comienzan a ascender por la colina. Floreana participa a Elena su amor por el cementerio y le habla de sus visitas para mirar el mar desde ahí.
– Vamos allá -propone Elena-, falta todavía para el almuerzo.
Al llegar, se sientan sobre las piedras que a Floreana más le gustan.
– Vi que faltaba uno de mis libros en la biblioteca -dice mordiéndose el labio inferior con timidez-. ¿Quién se habrá interesado en él?
– Ah, sí -Elena contesta en tono casual-. Me lo pidió Flavián.
Controlar la sorpresa, ¡controlarla! Ésa es la orden.
– ¿Sí? No sabía que se interesara en la historia, mucho menos en el siglo xvii.
– ¿Por qué no? Es un hombre muy culto.
Silencio. Elena se concentra en las olas; al cabo de un rato agrega:
– Él es un buen hombre, Floreana. Sólo que anda por la vida un poco… -entorna los ojos buscando la palabra exacta-, es sólo que está en el desconcierto.
Floreana desea oír más, pero su lengua parece no obedecerle. Siente a Elena invulnerable. La única ventaja que tiene frente a ella es su relativa juventud, dato más bien azaroso. ¿De verdad diez o quince años menos aún significan alguna oculta y sustancial oportunidad? Trata de borrar imágenes fantasiosas de Flavián cerca de aquel cuerpo, abrigado por ese dormitorio en la casa grande, lleno de tapices floreados, linos, alfombras afganas, cama doble con sofá al frente, como de condesa francesa. Sólo tuvo acceso a ese departamento a raíz de la partida de Constanza; fue la única ocasión en que Elena las invitó, y ambas se deslumbraron con el acogedor espacio que ha creado para sí, al margen del mundo. Excluyendo al mundo, riéndose de él. Aunque forme parte del Albergue, ese espacio fue diseñado para quedar aislado del resto. Elena podría dar un banquete allí, llenarlo de ruidosos comensales, y nadie se enteraría.
La línea de su pensamiento traiciona a Floreana.
– ¿Cómo se le ocurrió a tu padre crear ese departamento donde vives tú? ¿Qué fines tendría en mente para hacerlo tan perfecto?
Elena la mira, maliciosa.
– Adivina.
– ¿Una mujer? -pregunta Floreana como si no lo creyera.
– Efectivamente. Una mujer que nunca llegó a usarlo. Pobre papá… Todos creyeron que esta construcción era una especie de demencia suya. Entre todos sus hijos yo soy la única que conoce la verdad; él me la contó.
Elena duda sobre la conveniencia de hablar. Luego sus ojos de aguamarina se entregan con una chispa risueña, cariñosa.
– Mi padre respetaba a mi madre y le tenía un gran aprecio, pero ella, tan comme il faut, no podía llenar sus fantasías. Que Dios me perdone, pero mi mamá hizo todo lo posible para que su marido se enamorara de otra. Y así sucedió. Él empezó a viajar a Chiloé por algunas inversiones, compraba bosques y luego los vendía, participó en el negocio de las ostras cuando casi nadie lo hacía, antes de que llegaran los japoneses a devorárselo todo. Conoció a Ofelia en Castro, que más que una ciudad era todavía un pueblo. Esta mujer era viuda. Tú sabes que muchas veces las mujeres se llenan de energía al enviudar, y Ofelia convirtió su casa, muy grande, en un hotel. Recibía nada más que a mujeres modestas, las que por una razón u otra habían perdido su hogar o nunca lo habían tenido. Cobraba precios ridículos, lo que me confirma que el dinero nunca fue un incentivo para su acción ni para enamorarse de mi papá. Luego comenzó a alojar a las putas de una calle cercana, para que no pasaran frío cuando se quedaban sin clientes. Este conocimiento que trabó con ellas y sus ganas de salvarlas fueron simultáneos. Actuaba en connivencia con el cura del pueblo: juntos iban a buscarlas, las recogían, las convencían de cambiar de vida y, con los contactos del cura en Santiago, las metían después a la Escuela Normal para que estudiaran y recomenzaran sus vidas. Algunas lo hicieron, otras se arrancaban apenas llegaban a la ciudad y se perdían. Pero hay constancia de varias que se armaron una nueva existencia a partir de ahí. Una de ellas se hizo cargo de Ofelia hasta el día de su muerte, cuando mi papá estaba terminándole esta construcción. Él mismo mantuvo contacto con algunas de esas mujeres hasta su fin. No todas llegaron a ser profesoras, pero se fueron armando la vida según sus capacidades. Al final, el hotel era una mezcla de huérfanas, profesoras y putas… Debe haber sido divertido vivir ahí.
– ¿Tú conociste a Ofelia?
– No, no alcancé. Pero me dejó una gran herencia: Maruja.
– ¿Maruja?
– Sí. Es una de las prostitutas salvadas por Ofelia.
Floreana recuerda a Maruja diciéndole hace pocos días: «La pobreza no es sólo la pobreza, es una enfermedad.» Y por un momento se sintió feliz: esta enfermedad atávica ya no la tocaría a ella.
– ¿Y Ofelia pisó alguna vez el Albergue?
– Sí, participó en los tijerales. Estaba llena de sueños, me contaba mi padre, cada dormitorio era un alma que ella iba a salvar. Cuando murió repentinamente de un ataque al corazón, mi padre se volvió loco de angustia. Por perderla, claro, pero más que nada por la pena de que Ofelia no hubiese alcanzado a ser la dueña de este lugar.
Elena estira sus largas piernas, ya de pie.
– Como mi madre está viva, no suelo contar esta historia -gira la cabeza y mira a Floreana con auténtica calidez-. Algo debes tener tú que me remueve…
Las emociones turban a Floreana, nunca ha sabido cómo responder a ellas. Al fin suspira.
– Así es que Ofelia… ¡ése es el origen del Albergue…!
– Sí -responde Elena-. Y aún hoy, a veces, me llega su voz.
Esta casa nació para la misericordia, piensa Floreana. Primero acogió a las de mala vida, hoy a las tristes; siempre mujeres en busca de reparación. A Ofelia le habría gustado.
Las olas del mar de Chiloé se convierten, al amanecer, en la espuma de todas las olas, en las olas de todos los mares. Y Floreana nunca lo habría sabido -como dice la canción- si a la noche no se le hubiera pasado la mano. Sube la colina ataviada de una intensidad que no logra atenuar: es Flavián quien cautela sus pasos.
– Los grillos cantan de noche, por eso distingo que aún no amanece -había advertido él.
Hasta que enmudecieron los grillos. Ninguno de los dos oyó ese silencio, y salieron del pueblo creyendo que el amanecer no era.
– Escribo sencillamente porque no puedo soportar la realidad. Y tú historias los siglos pasados por la misma razón, no me cabe duda -fue la bienvenida que le dio «el Impertinente», como llama Flavián a su sobrino mayor recién llegado al pueblo.
– ¿Toda tu escritura se reduce a un problema afectivo? -le preguntaría más tarde Floreana.
– No lo había pensado… pero, puesto de ese modo, pareciera que sí.
– ¿Por qué no escribes una novela de amor?
– Por los lugares comunes. El amor y los lugares comunes, tú sabes, corren peligro de convertirse en sinónimos.
– ¡Una historia de amor es siempre una historia de lugares comunes! ¡Relájate, aquí no se salva nadie!
– Lo admito, lo admito. Pero hay una segunda razón.
– ¿Cuál?
– Que duele -el rictus torcido de sus labios se acentuó, como desdeñando algún recuerdo.
Este escritor en ciernes fue la razón por la que Floreana llegó a casa de Flavián, lugar que no habría pisado ni en su más loca fantasía.
Después de Puqueldón, solamente un par de encuentros en el pueblo, casuales, fortuitos. La mirada del médico, cada vez, había seguido la misma secuencia: posarse sobre ella como si en esa fijeza se precipitara la emoción de un momento perdido, él la reconociera y, a punto ya de legitimarla, vacilara, retirándola del primer plano de su conciencia para establecer la distancia. Hasta que sus ojos se tornaran comunes, sin conexiones secretas.
El reconocimiento, la vacilación y, al fin, la retirada convierten a Floreana en un receptáculo pasivo.
– En este pequeño espacio au bout du monde encuentro siempre tres de los cuatro elementos indispensables para mí: el alcohol, la música y los libros. El primer elemento es, modestamente, el contacto físico. Cuando no lo tengo, lo reemplazo con el sol. ¡Y aquí sólo hay lluvia! Así las cosas, ¿cómo iba a privarme de conocerte? Es, al menos, un sano substituto…
– ¡Qué logro fantástico para ti obtener el respeto de este hombre! -le comenta Flavián, risueño, mientras parte un limón en rodajas para completar el vodka-tónica-. Llegando, hurgueteó todos mis libros; encontró el tuyo en mi velador, porque lo estoy leyendo, ¿sabías?, y me dio una clase magistral sobre tu obra. ¿Quién se iba a imaginar que mi sobrino era un devoto de Floreana Fabres? Le conté que estabas aquí en el Albergue y desde ese momento no me dio respiro: tenía que conocerte esta misma noche. Si yo no te mandaba el recado, iba a subir él en persona a invitarte, lo que va un poco contra las reglas, me imagino, ¿o no?
Imposible presumir vanidades inexistentes en Floreana: su desconcierto fue absoluto cuando Maruja llegó a la cabaña a las cinco de la tarde para informarle que estaba invitada a comer a casa del doctor porque había una visita que deseaba conocerla. Un admirador, le dijo Maruja con un guiño malicioso. Y Floreana no entendió; según ella, no tenía admiradores. De vez en cuando un alumno de historia se conmovía con un artículo suyo, o un viejo profesor recibía aire fresco gracias a una de sus investigaciones. Sólo eso. Por más que la realidad le demuestre lo contrario, Floreana no puede concebir su vida sino como una suma de obsesivas intrascendencias, diligentemente llevadas a cabo durante años y años, sin que a nadie afectaran, dañaran ni beneficiaran.
Luego de consultar a Elena sobre la posibilidad de ausentarse de la diaria comida colectiva, buscó en su escuálido vestuario algo que hiciera resaltar este día como diferente. No lo encontró. Bluyines, suéteres gruesos y un buzo gris eran todo su capital. Angelita acudió en su ayuda y sobre los bluyines y la acostumbrada camiseta le colocó una camisa de cuero amarillo, entre el color del trigo y el de la cáscara de un fruto veraniego.
– Es cabritilla -le dice pasando su mano fina por esa suavidad; luego la mira, evaluándola-. ¡Te queda estupendo, estupendo!
– Nunca como a ti -contesta Floreana sin asomo de queja. Cada vez que la ha visto sobre el cuerpo de Angelita, ha pensado en lo hermosa que es; ella, en cambio, nunca se ha mirado al espejo con mucho entusiasmo y ahora sencillamente se desconoce.
– ¡Basta, Floreana, déjate de huevadas! ¿Por qué no te miras? -Angelita le señala el espejo del baño-. ¡Mira esos ojos negros y ese pelo abundante! Tienen exactamente el mismo color. Tu gracilidad corporal va justamente en esa cosa larga y destartalada que tienes. El problema es que tú no le das ninguna importancia a ese aspecto, ninguna, y no te sacas partido. Pero créeme, sin proponértelo has inventado un estilo casual, suelto, muy de intelectual francesa, que puede resultar de lo más erótico. Sí, mujer, erótico.
Floreana la escucha con incredulidad.
– ¿Sabes? Le vamos a pedir a Maritza que te peine un poco. Tienes un pelo precioso, tan negro y tan grueso… Vamos, la ocasión lo amerita. Dice Elena que es primera vez que alguna de sus huéspedes recibe una invitación para comer fuera.
Angelita está más excitada que la propia Floreana. Da vueltas alrededor de su amiga, y florece en ella su profundo instinto mundano.
Toda disfrazada de futuro, parte a las ocho y media de la tarde hacia el pueblo, acompañada por el Curco. Nadie que no conozca el terreno piedra a piedra se atreve a caminar en semejante oscuridad. El policlínico esconde el hogar de su doctor, dos cipreses bien torneados vigilan una sencilla casa de alerce de un piso, muchas ventanas parecen sonreír porque están contentas… cómo no, si hacia la izquierda miran la pequeña caleta aledaña, cerrada en sí misma, casi escondida con sus embarcaciones, y a la derecha se halla el faro, al borde mismo del mar.
Un enorme ventanal hacia el agua infinita y el olor a cordero asado la reciben.
– He cocinado yo, en tu honor -la saluda Flavián.
– ¿Y quién cocina todos los días?
– Estrella, la hija del Payaso. Viene en las mañanas, me lava la ropa, hace el aseo y me deja la comida lista. Vuelvo cansado del hospital o de los pueblos y me faltan energías para ocuparme de la casa.
– Pero igual te ocupas bastante bien -Floreana examina la madera, los pocos muebles confortables, la salamandra con su calor y los estantes de libros que cubren las murallas.
– Ven, quiero mostrarte mi casa.
Floreana lo sigue. El ventanal de la sala, que ya la ha deslumbrado, se prolonga hacia el dormitorio vecino.
– Aquí duermo yo.
El mar está encima. A un paso. Una cama ancha cubierta por una tela negra de fondo con trabajos de patchwork coloridos -«es de Indonesia, me la trajo mi sobrino trotamundos»-, una radio, muchos libros y papeles, todo traza las huellas de esa vida que se desarrolla al interior. Una silla con ropa abandonada al azar, el olor… Floreana percibe allí la marca de una presencia consistente.
Un pequeño escritorio se arrima a la ventana.
– ¡Cómo trabajaría yo en un lugar así! ¡Sería feliz escribiendo mis fichas frente al mar!
– Por ahora el feliz soy yo. Cuando necesite un reemplazo, te aviso.
¡Qué amable!, piensa ella. Va a mirar el resto de los dormitorios, que son tres, y se asoma por fin a ambos cuartos de baño.
– El médico anterior debe haber tenido varios hijos -comenta.
– Nunca sobran las piezas -responde Flavián-. Entre mis hijos y mis sobrinos, y a veces algunos amigos, pasan ocupadas.
El escritorio arrimado al ventanal se queda en las retinas de Floreana. Vuelven a la sala. Allí todo es color café, como él: café tostado. La madera, su piel, el cuero de algunas encuadernaciones, la mesa, su pelo, sus ojos y las sillas. Detecta una pequeña nota de desorden, del tipo estrictamente varonil. Floreana lo distingue fácilmente del desorden de las mujeres. Su olfato le advierte algo que le provoca rechazo. Una sensación involuntaria, lo reconoce: es el aroma del tabaco negro. El aire limpio y azul de Ciudad del Cabo y otro aire, encerrado, de habitaciones de hotel, la atrapan.
Al centro espera una bandeja con vasos y diversas botellas. Unas aceitunas en un pote de greda la conmueven, no sabe por qué. Igual que Elena, pareciera que Flavián no pisara el suelo sino a través de las alfombras. Quizás se las ha regalado ella, ¿o las traerá él de Santiago? Los muebles no son los de una típica casa de Chiloé, no, él se trasladó con todo a estas latitudes, y un par de piezas finas le recuerdan los orígenes de los cuales le habló. Se las ha arreglado para tener un refugio definitivamente confortable.
Mientras cada detalle era captado por sus ojos (el equipo de música, un cuadro al óleo de pintura abstracta, un jarrón transparente y vacío -¿lo llenaría con flores en el verano?-, las líneas mostaza y rojas del tapiz del sofá), y calculaba a la rápida qué cantidad de libros contendrían esos estantes, apareció su admirador. Aparentaba unos veinticinco años y medía casi lo mismo que su tío. El pelo claro y revuelto, la expresión ceñuda, los pantalones estrechos y el vaso de licor en la mano la hicieron pensar en el David Hemmings de Blow-Up, algo torcido en los labios, algo impetuoso en su gestualidad, algo ligeramente desconfiable. Establece el aire de familia en el movimiento felino. Otro gato montes, pensó, y no pudo dejar de lamentar que Emilia no estuviese allí.
Las presentaciones sobraban.
– Nunca pensé llegar a conocerte personalmente. Esto es un honor para mí, Floreana Fabres. Además, te imaginaba más simple, físicamente hablando.
Sintiéndose una mentirosa con su pelo peinado y su cuerpo forrado en cabritilla, Floreana le pregunta la razón de su presencia en este pueblo perdido.
– Vacaciones espirituales -dice él, jugando a mirarla con intensidad-. Lo único que me equilibra, a veces, es abandonar por un tiempo esa corte de los vicios llamada «mundo civilizado», como diría Bioy Casares…
Pasa de inmediato a ofrecerle un trago.
– En esta casa hay vino, y del bueno, pero yo traje cargamentos de vodka. ¿Qué tomas tú?
– Precisamente vodka. ¡Y no sabes cuánto lo añoro!
– ¿No las dejan tomar allá arriba? ¡Qué espanto! El vodka es lo mejor: no deja huellas ni en el hígado ni en el aliento, no echa a perder el estómago como el whisky ni te parte la cabeza como el gin. El vodka… es perfecto. Veo que ya empezamos a congeniar. Flavián lo toma con tónica; yo no, una rodaja de limón y agua, nada más.
Al menos es agua con gas, piensa Floreana. Y es Flavián quien le prepara el trago y corta limones mientras su sobrino habla sin cesar.
– Estudié historia, como tú. Pero sólo por disciplina, por ganas de entender el mundo. ¡Nunca pensé ejercer! ¿Ser profesor? Jamás, muy aburrido. ¿Investigar? No tengo rigor. Por eso decidí ser escritor.
– ¿Es una profesión que se decide, como aprender un idioma o ser contador?
– No te burles, no me tomo en serio la escritura. Es solamente lo que sé hacer mejor. Soy un novelista inédito que escribe y escribe, hasta el momento en que dé el gran golpe. No me muero de hambre por mientras, mi madre me mantiene.
– ¡Qué huevón más descarado! -opina Flavián desde atrás.
– El tema de mis novelas es uno: el erotismo. Eso es todo. Y te diré que mi sintaxis es bastante loca; ha pasado a ser parte de mi estilo.
Flavián acerca los vasos y los ofrece.
– Un pequeño monstruo este Pedro -le susurra a Floreana-, pero adorable. Es hijo de mi hermano mayor y el único de mi familia al que le gusta visitarme. Me hacen bien sus venidas, me obligan a usar otros sectores de mi cerebro, a plantearme cosas, pero quedo agotado. Duermo poco cuando está aquí; él es noctámbulo.
Antes de comenzar con el ataque al sabroso cordero, Pedro se acerca, al equipo de música donde han quedado suspendidas las últimas notas de la Pastoral de Beethoven, y busca un disco determinado.
– Los clásicos en la música son el puerto final; uno viaja, se mueve, puede ir y venir en cualquier otra música, pero sólo la clásica es el lugar para quedarse. ¿O no, Floreana?
– Estoy de acuerdo. ¿Qué nos vas a ofrecer para acompañar esta comida?
– Una cantante irlandesa, dudo que ustedes dos la conozcan. Loreena McKennitt. To drive the cold winter away… es una ilusión válida, ¿verdad?
– Depende… -responde Flavián, ocupado en untar las papas cocidas con mantequilla-. ¿Cuál invierno, el de afuera o el de adentro?
– El que te joda más…
Se arrellanan en los sillones con los vasos en la mano. Floreana ha exigido varias veces reposición en el suyo… La voz de una mujer que viene de muy lejos llena la habitación, una voz cuya finura puede en cualquier momento convertirse en quebranto. Floreana busca a Flavián; no, a él no lo conmueve… O no lo deja entrever. Qué inútil búsqueda, piensa Floreana, la verdad es que en él nada se trasluce. Paupérrima su emocionalidad. Y ella está ahí, en la privacidad de su casa, acurrucada como un gato en su sofá, y busca en él signos de vivencias anteriores sin encontrarlos. Los ojos de Flavián se escapan. Sólo el dolor de algún sufriente podría reclamar su atención. Flavián convierte a sus pares en ajenos y a su propio corazón en una periferia de sí mismo. ¿Es éste el hombre a quien le cuidó el sueño, cansado e indefenso en una pequeña isla del Archipiélago de Chiloé? ¿El que le confió el doloroso abandono de una mujer, la marca del chantaje en el nacimiento de su hijo? ¿Es éste el hombre al que pidió abrigo, el que tocó su nuca, su mano levemente, el que al finalizar la noche se disculpó por ser el que es? La intimidad vivida en un momento determinado no empalma con esta distancia de ahora. ¡Eso es! Es la falta de empalme lo que aflige a Floreana. Sólo hoy, siente ella, sólo en estos tiempos puede suceder: mirar dormir a un hombre, conocer su respirar en la inconsciencia, esperarlo en una cama la noche entera, y comprobar que esas huellas no se amalgamaron en él. Muy de estos tiempos. ¡Qué frígida es toda esta modernidad! Frígida entera.
– El gran fracasado hoy en día es el amor.
Trasnochada, soñolienta, Floreana, sentada a la mesa de la gran cocina, comparte con Cherrie -la que hace muñecas- y con Rosario -la abogada- la tarea de pelar las papas y desgranar las arvejas para el almuerzo. Los olores que despiden las ollas hirviendo confortan su espíritu, las idas y venidas de Maruja la consuelan, la convencen de que está en la realidad.
– ¿Te acuerdas, Cherrie, de que esa noche, cuando llegué, prometiste contarme tus penurias sentimentales? -había preguntado Floreana, tratando de sentir el buen humor que aparentaba.
– ¡Ah! Quieres saber de Enrique. Todos lo conocen en la zona de Osorno y Puerto Montt. Es un hombre importante en el gobierno regional.
– Pero tú ya no estás con él, ¿verdad?
– No.
– ¿Por qué? -pregunta Rosario-. ¿Qué pasó?
– Estuvimos hartos años juntos, tuvimos tres hijos, él era una buena persona. Odiaba a los militares y mientras trabajaba en el comercio también se metía en política. Cuando se acabó el gobierno militar, a él le fue bien, muy bien.
– Pero, ¿qué tiene que ver eso con tu matrimonio?
– Es bien simple. Cuando mi marido se puso importante, me dejó porque yo ya no estaba a su altura. Miren, chiquillas, apenas empezó a hablar en difícil, yo pensé: ojalá le vaya bien. Pero también pensé: ojalá no le vaya bien, ahí me va a abandonar. Dicho y hecho.
– ¿Por qué sentía él que no estabas a su altura?
– Porque en ese mundo de los poderosos miran en menos a la gente como yo. No alcancé a terminar el colegio, mi oficio son las muñecas, no entiendo el idioma que ellos usan y según él no soy para andar al lado del gobernador, del intendente, o del propio Presidente cuando viene. Enrique se abochornaba conmigo, ¡quién sabe!, empezó a decirme que era cursi. Se metió con una galla del Ministerio de la Vivienda, de ésas con harta cabeza y hartas palabras difíciles, y yo pasé a ser una nulidad al lado de ella.
– ¡Qué típico! -comenta Rosario-. He conocido tantos casos así. Los huevones que surgen de la noche a la mañana cambian siempre de mujer. La que se mama sus tiempos de don nadie es siempre una de su propio origen, y nunca es ella la que lo acompaña en los momentos de gloria. ¡Carajos!
– Bueno, así pasó. Y volví fracasada a mi taller de muñecas mientras él se empinaba sólito.
Floreana la mira, compasiva.
– ¿Y tú, Rosario? ¿Qué pasó con tu marido?
– Nada. Ahí está, esperándome en la casa.
– ¿Cómo? -reacciona Floreana-. Yo creí que casi ninguna aquí tenía marido.
– Pues yo sí. Ahora, que estemos enamorados o no, es otro cuento. Eso terminó hace un buen tiempo ya.
– ¿Por qué sigues casada?
– El es mi segundo marido, tengo cuarenta y ocho años… Valoramos otras cosas ahora. Estamos agotados de tanta experiencia fracasada a nuestro alrededor. Para mí, nuestro matrimonio significa la familia que ya hemos constituido y un buen equipo de trabajo. Los nietos de mi marido serán el día de mañana mis nietos, sus hijos son mis hijos y los ajenos de cada uno ya fueron adoptados, con tremendo esfuerzo, por el otro. ¿Vale la pena pagar los costos de deshacer todo eso?
– Pero tú eres una mujer joven.
– ¿Joven? No sé si tan joven -se ríe-. La cosa es que hemos hecho una opción que nos conviene a los dos. Somos un equipo. ¿Quién sería más honesta y más leal como socia de él que yo, si protegemos los mismos intereses? No tendría sentido romper todo esto.
– ¿Y qué sucede con los terceros que a cada uno se le aparezcan?
– Ninguno pretende introducir a otro en su vida, al menos no en un cien por ciento: eso está fuera de cuestión. Como les decía, yo ya no soy tan joven. No me interesaría partir de cero con nadie. Un amante, a lo mejor, sí. Un buen amigo con quien hacer el amor de vez en cuando, también. Pero otro marido, ¡por nada del mundo! Para eso me quedo con el mío.
– ¿Duermen juntos?
– Sí, duermo con él. Incluso me aprieto contra su cuerpo en las noches frías, pero sin sexo, eso quedó fuera. Tenemos un pacto civilizado: cada uno puede vivirlo fuera de la pareja mientras no se hable de eso y se haga con discreción. La idea es no ponerlo de manifiesto públicamente, cuidar el honor del otro, especialmente el honor del hombre; a las mujeres nos importa menos, estamos más acostumbradas a ser basureadas.
– Me parece una opción convencional, reaccionaria -objeta Floreana, asombrada de la vehemencia de su propio juicio.
– Son los años noventa, querida. Una opción de los tiempos. Hace diez años yo tampoco lo habría aprobado.
– Parece que después de todo soy una romántica. Aún creo en el amor. Sin él, nada. ¿Me entiendes? O el amor o nada.
– Creo, sinceramente, que estás fuera de lugar hoy día. Hemos pagado muchos costos y hemos aprendido la lección. ¡No se puede botar a la basura lo que ha sido tan difícil construir!
– Aun así, no me convences.
– Pero, Floreana, ¿es que no te das cuenta de que el gran ausente de fines de siglo es el amor?
Alcanza a retirarse un rato a su cabaña antes del almuerzo, entre las tres han hecho rápido el trabajo en la cocina. Siente en las palabras de Rosario una confabulación casi cósmica y necesita estar un rato a solas. A solas es un decir, lo que necesita es recapitular su noche anterior.
Se tiende en la cama de su pequeña habitación y, sumida en esa privacidad, las palabras acuden sin necesidad de ser llamadas:
– ¿Has tenido «sueño eterno»? -le pregunta el sobrino mientras los ojos de Floreana no pueden apartarse de las manos de Flavián, ese portento: ella las define como una catedral, las manos que toman dulcemente el cuerpo de doña Fresia, la frente afiebrada del Payaso, el disco de Brahms, los chapaleles de la mesa humilde del profesor. Y el manubrio del jeep con segura firmeza. ¿Dónde está Flavián? ¿En qué intersección de las líneas del universo?
– No sé a qué te refieres…
– A pasarse la vida durmiendo y soñando la realidad.
Dios mío, ¿es eso lo que hago yo? Floreana trata de eludir la embestida del desamparo, no puede, no puede, vuelve a llenar el vaso con vodka. ¿Por qué estoy tan sola? Escucha desde lejos.
– Considero virtud aquella inteligencia que permite a los individuos conocer y estar en contacto con sus propias emociones. Lo demás es un fraude.
¿Flavián es un fraude? ¿Yo soy un fraude? ¿Es que necesitamos al pequeño David Hemmings para que nos lo recuerde?
– Eres poderosa, Floreana, Flora, the lily of the west.
Poderosa yo (¡yo!), piensa Floreana sin conciencia alguna del lugar que toma su yo público. No sabe qué ha dicho, qué ha hablado. Pero súbitamente despierta. Escucha lo siguiente.
– ¡Mujeres! ¡Raros sujetos! ¡Temibles sujetos!
¿Cómo puede uno estar con seres tan poderosos y que más encima nos gustan? -Pedro mira a Flavián mientras Floreana lo mira a él, insinuante en la estrechez de su ropa-. Les tenemos terror a ustedes, Floreana, ¿sabías? Es irremediable reconocerlo. Al fin y al cabo, son los entes superiores que nos parieron, que tuvieron un poder total sobre nosotros, que nos expulsaron de su tibieza para ser nuestras dueñas. Claro, con el tiempo el miedo se ha mitigado, pero nunca del todo. Uno no puede, no debe, temer lo que ama. Basta con la madre, ¿o no, Flavián?
– Por eso yo vivo en la más sensata de las opciones. Es la misma razón por la que uno ejerce la voluntad -el médico concentra su mirada en la de su sobrino.
– ¿La voluntad? ¿Y qué con ella? ¡Aplastarla a rompe y raja! Con el solo chasquido de dos dedos, una varilla estática comienza el bamboleo. Si la varilla viene de la madera y puede ser bamboleada con esa fragilidad, ¿cómo no la carne? ¿Quién soy yo, querido tío, para recordarte la obligación de diferenciar calentura de enamoramiento, o de condenar a los que no la diferencian? Intuyo que tú metes todo en el mismo saco. Pero volvamos a la voluntad. ¿Cuánto sentido tiene, si uno ya ha perdido la aspiración de ser santo?
– ¿Alguna vez la tuviste? -pregunta Floreana.
– No quiero la santidad. Ya no la quiero, porque una vez la quise. Una vez, antes de conocer su límite y su total aburrimiento. ¡Viva Truman Capote, viva Céline, viva Tennessee Williams, viva Bukowski! ¡Vivan los tiburones que nunca duermen! ¡Y viva más que nadie el gran Malcolm Lowry! Vivan el vodka y el mezcal, su sabor profundo mezclado con el erótico negro del tabaco. ¡Viva la carne, señal única y final de que estamos vivos!
Flavián y Floreana se miran con un destello de mutua comprensión. ¿Pueden ellos ser calificados como vacíos? ¿Como corazones vacantes?
– No me sirvió de nada el estoicismo. Creí ser feliz en él hasta que lo contrasté -continúa apasionado el sobrino-. Mejor es perderse tres días en los tugurios. Mejor es no hacerse ese hara-kiri de mantener la cama vacía. ¡Mejor leamos, escribamos, forniquemos!
Flavián y Floreana escuchan. Un tercero los está volviendo cómplices involuntarios. Es probable que ambos se pregunten lo mismo: ¿cuánto tiempo hemos perdido apostando a la pura voluntad?
– Vodka, sexo, toxinas, tabaco. ¿Y qué? Al menos todo eso nos permite volar. ¿Sabes? -Pedro se dirige a Flavián-, te estás perdiendo la mitad de la vida. ¡Créeme! No sé si tú, Floreana, también te la pierdas.
– Yo me lo pierdo todo -responde, consciente de la cantidad de vodka que circula por sus venas-. Vivo el extremo opuesto al tuyo: he elegido la castidad.
Flavián la mira sin sorpresa.
– Eso dicen todas.
– Piensa lo que quieras -se encoge de hombros-, pero es cierto. Es lo único serio por lo que he optado en los últimos tiempos, para no ser lastimada de nuevo. No sólo me lastiman la falta de amor o el abandono del otro, lo que ya es bastante, sino mi propia torpeza.
De la mirada de Flavián escapa una inequívoca, inevitable suavidad que sin duda él trataría de reprimir si pudiera verse. Alza el vodka.
– ¡Floreana! A tu salud.
– ¡A la salud de la súper historiadora, la poseedora de una equivocada sabiduría! -brinda con él su sobrino.
Floreana mira a uno y otro. Balbucea «salud» y de golpe piensa en algo que nunca había pensado: la cantidad de placer que durante su vida no alcanzó. Se expande su pecho, se ensancha, exhala la voluptuosidad, inspira la turbación, y arrebatada en la intimidad de esa madera, en el calor de esos pocos metros, un poco mareada, siente que todo en ella es efectivamente un gran equívoco, y el vodka se vuelve piedra en su mano levantada.
– Nos sacude la juventud -murmura Flavián cuando la toma del brazo en la leve oscuridad del amanecer que ignoraron para emprender la subida a la colina.
– Hablas como si fuéramos viejos -responde Floreana, agradecida de la mano que toma su brazo y que va advirtiéndole: cuidado, aquí hay un terraplén, aquí el camino es liso.
Suben en un silencio poblado. Flavián lo rompe.
– Es un delator -dice.
– ¿Pedro?
– Sí, sabes perfectamente lo que quiero decir -y Floreana intuye su sonrisa.
Un delator.
Llegan por fin a la arboleda.
– No te librarás de él mientras dure su visita, ¿te queda claro? No te va a soltar, está fascinado contigo.
– Yo también con él.
– ¿Es cierto que vas a venir mañana, como le prometiste?
– Sí. Pero nos vamos a juntar después del almuerzo. Tú vas a estar trabajando a esa hora.
Ya están frente a la cabaña.
– ¿Ésta es la tuya? -Flavián observa la luz del porche que Angelita ha dejado encendida.
– Aquí vivo -sonríe Floreana.
Flavián está parado frente a la puerta de su cabaña. Inimaginable.
– La comida estuvo muy rica, me siento honrada de que hayas cocinado para mí.
– Lo puedo hacer cuando me lo pidas.
La luz del porche les permite mirarse. Floreana quisiera inclinarse sobre él, así, levemente, sólo para cerrar la noche. En cambio, él le toma ambos brazos a la altura de los codos, distanciándola de su cuerpo.
– Floreana… -su voz no es casual ni displicente, tiene algo de gravedad-. No sé por qué te digo esto, pero algo me obliga: mientras más joven sea mi sensibilidad, más dolorosa es. He decidido salvarme.
Esto es, renunciar a lo más personal que hay en mí.
Ella lo mira, muda.
– ¿Comprendes lo que quiero decir?
– Sí, supongo.
– Buenas noches, entonces -se inclina, le besa la mejilla amorosamente y emprende el regreso, desapareciendo muy pronto por la pendiente.
¡Qué fácil es despacharme, qué fácil herirme! Floreana lo piensa al día siguiente camino a la capilla. Las últimas palabras de Flavián no han dejado de perseguirla. Comienza la hora del silencio. La privacidad de la capilla, su diseño de varillas de canelo y sus troncos en los costados y en su cielo han terminado por conquistarla, hasta el punto de que se siente allí como en su lugar más propio.
En el presente intemporal del amor, en ese loco espacio donde una mujer y un hombre lo son todo para luego pasar a otro espacio donde ya nada resta, donde los derechos se han acabado, desapareciendo la intimidad para ser guardada con llave en el baúl de los recuerdos, en esa arbitrariedad de los amantes donde de un minuto a otro se ha instalado la nada, emergen los recuerdos.
«¿Por qué no te conocí antes, Floreana mía? No puedo irme contigo, sembrando la destrucción a mi alrededor. Pudimos constituir una gran pareja, enseñándome tú ese mundo tan distante para mí, el de las emociones, y potenciándonos, tu cerebro con el mío. Nos habríamos entretenido, nos habríamos divertido, y eso no es secundario. ¡Quizás fue un gran error que me llamaras a la vuelta de Ciudad del Cabo! Todo esto ahorrado, y el recuerdo imborrable. ¿Entiendes que no debo verte nunca más?»
Floreana sabe, con la misma certeza con que conoce su propio nombre, que el Académico no ama a su esposa. Tal vez nunca la haya amado. Y piensa con melancolía que es probable que existan hombres, cierto tipo de hombres, que conocieron el amor sólo porque una mujer fuerte se les puso por delante, se les paró al frente y los obligó: una mujer que les torció esa voluntad que no era siquiera voluntad. Existen las mujeres que tienen esa capacidad. Alguna vez Floreana conoció a alguna. Son escasas, pero sabe que las hay. Y Floreana tiene la certeza de no ser una de ellas.
No puedo dejar de enjuiciarte, no puedo dejar de acosarte; sin embargo, tampoco puedo dejar de amarte. Lo piensa mientras musita: sí, comprendo…
Él la toma de la cintura, esconde la cabeza en su cadera. «Necesito que me hagas dos preguntas, Floreana. Pregúntame, en primer lugar, si estoy dispuesto a pactar con el Diablo. Luego, si huiría contigo en caso de que me lo pidieras.»
«¿Estás dispuesto a hacer un pacto con el Diablo?»
«No.»
«¿Te arrancarías conmigo a algún lugar del mundo? ¿Por ejemplo a Capri?»
«No.»
«¿Cuál es la razón de la doble negativa?»
Entonces, esa palabra maldita; la obsesiva, la culpable:
«El miedo.»
No más que eso.
Aquí no hay locura.
Aquí no hay delirio.
Aquí no hay nada.
Creo, le dice Floreana al Académico, muy seria desde su banco en la capilla, que esto no habla bien de nosotros. En el momento del Juicio Final, nos van a preguntar: Señor/Señora, ¿cuántos momentos de verdadera pasión se permitió usted vivir? Yo voy a traer al baile mis libros de historia, pero, ¿con qué te salvarás tú? ¿Qué ardor de temperamento mostrarás? Te acusarán de haber aplacado tu sangre, de no haberla dejado correr por tus venas…
Y se mantuvo respetuosa frente a su negativa, se amarró las manos y los pies para no acudir a él. Hasta la mañana en que salieron a pasear todos los monstruos agazapados en su cabeza y condujeron sus pasos a la Universidad. La secretaria le dijo que él estaba en una reunión. Ella pidió que lo interrumpiera. Apareció muy asombrado: ¿no se habían despedido para siempre envueltos en las sábanas de un hotel?
«¿Tú aquí?», detrás de su sorpresa ella creyó adivinar un cierto placer.
Pero él vio su mirada maltrecha.
«¿Pasa algo, Floreana?»
«Sí, estoy destruida…», es lo que responde; pero por dentro grita: ¡mi hermana se está muriendo! «Y necesito tu consuelo.»
«Estamos en una reunión… No puedo hacer nada ahora, te llamo mañana.»
Mudado el cuerpo -en un breve instante ha experimentado mil transformaciones-, Floreana se retira de la oficina preguntándose cuál será el hilo que la conecta todavía con la realidad.
El teléfono tardó tres días en sonar. La cita es en un café, el mismo donde se encontraron aquella primera vez antes de inaugurar el hotel. Ella espera.
Él no llegó.
Y con el corazón mojado, Floreana murmura: es aterradora la forma en que ha envejecido el siglo.
Saturada de recuerdos, furiosa, abandona la capilla. Ya al aire libre, mira esperanzada el color del cielo. Ninguna lluvia se avecina. Dispone al menos de una hora antes de comparecer, en el comedor, a la sesión de terapia colectiva de hoy.
Su deseo de caminar es vehemente, aunque la oscuridad se está apoderando de la tarde. No importa, ya conozco todos los caminos, no me voy a perder sin la luz. Y toma por un atajo del cementerio hacia un cerro que ha avistado en varias ocasiones pero nunca ha visitado. Respirar, respirar, que los pulmones dejen ir su malestar en el aire y éste lo disuelva en el mar.
No le cuesta un gran esfuerzo subir por el cerro, la hora matinal de ejercicios muestra su eficacia: si no fuese por el maldito cigarrillo, se sentiría la más sana de las sanas. Pero es el único vicio que mantiene. De pronto su corazón empieza a palpitar más rápido: no es por el camino empinado, es que ha divisado a un jinete en un caballo negro, y sabe quién es el dueño de ese caballo.
– ¡Flavián! -grita muy fuerte.
Un tirón de las riendas, un cambio de dirección… Sí, ha oído. Irresistible, había dicho Angelita.
– ¿Qué haces aquí a estas horas, chiquilla loca? Está oscureciendo.
– Necesitaba cambiar de onda y nunca había venido por estos lados.
La mira desde arriba del caballo.
– No tienes buen semblante hoy. Ven, sube, te llevo a pasear.
Libera el estribo derecho, ella encaja allí su pie y con la ayuda de esas manos grandes se encuentra montada en el anca. Parten, sincronizando ella en sus piernas el celoso paso, corto y firme, la disciplina de esta bella bestia negra.
– ¿Adonde quieres ir?
– A la caleta, cerca de la casa de doña Fresia, la que conocí contigo ese día… Es el lugar más lindo de los alrededores.
– Está bien. Demos la vuelta por detrás para no pasar por el pueblo… Pueden creer que me he raptado a una de las solitarias…
Apoya su cabeza en las espaldas de Flavián, siente en su mejilla la aspereza de la manta de castilla, y se refriega en ella para volver a sentirla, inhalando el olor a humedad que despide. Al percibir Flavián ese gesto, le pregunta:
– ¿Qué te pasa, Floreana de las Galápagos? ¡No me digas que estás triste!
– Sí… -apenas audible-. Estoy triste.
– Mi pobre niña -musita él, estirando un brazo hacia atrás para tomar su cabeza, legitimando así la postura de ella-. Cuando lleguemos a la caleta, me lo contarás todo. Por ahora, descansa.
Glorioso ese trecho entre el cerro y el mar. Reclinarse, guarecerse, temperarse. Su firme manejo del caballo la hace sentirse a salvo: nada malo puede sucederme mientras permanezca aquí. Señor, déjame aquí para siempre, que no se detenga nunca, que cruce el continente entero. Y con esa certidumbre su cuerpo reposa, enmendado.
No recordó, hasta llegar a su destino, la falacia de su memoria: la última despedida, la lapidaria declaración que él le hiciera en la puerta de la cabaña, fue la que, después de todo, desató sus aflicciones. La responsable de su ida a la capilla. La culpable de repetir la saña con que otro hombre le transmitió hace un tiempo su estúpida avaricia.
A esa hora la caleta está vacía. Los pescadores ya han partido hacia la mar, o a sus casas en busca del calor. Él se desprende de su enorme manta y la coloca en la arena para sentarse.
– ¿No te dará frío?
– No, mira cómo ando de abrigado -toca su suéter, una polera de algodón que apenas se ve y una bufanda de lana chilota colgada de su cuello.
Con toda naturalidad, él abarca la espalda de Floreana con su brazo y así, tibios, dirigen infaliblemente la mirada al mar.
– ¿Quieres hablar?
– Tú eres mi amigo, ¿cierto? -pregunta Floreana tímidamente.
– ¿Amigo? Mira, mujer, con nadie he hablado en el último tiempo más cosas que contigo. Para mis cánones, aunque los reconozco un poco magros, ya somos amigos íntimos.
– Me siento dañada, Flavián. Estuve en la capilla y no sé, me surgieron tantos recuerdos que he reprimido, sentí tanta rabia…
– A ver… díme una cosa, Floreana: tu venida al Albergue, ¿tuvo que ver con la muerte de tu hermana o con algún amor desgraciado?
– ¿Cómo sabes lo de Dulce? Yo no hablo de ella.
– Elena me lo contó. Y sería bueno que empezaras a soltarte con ese tema. Lo otro es un error. Tienes que llorarla, Floreana.
– Me hiciste una pregunta y te respondo: fue la suma de ambas cosas. La verdadera razón es Dulce, pero surgió al mismo tiempo ese amor desgraciado y me quedé sin fuerzas. Habría sido tolerable en otro momento, pero no en éste. Además, Flavián, hacía mucho tiempo, mucho, que no me abría a vivir una relación con un hombre. Creí que me había hecho fuerte. Y cuando lo conocí en Ciudad del Cabo, tuve tal certeza de que él era distinto… Mientras estuvimos allá fue todo tan hermoso, pensé que jamás me ofendería. Y una vez más me equivoqué.
En un gesto inesperado para Floreana, la mano que le sujetaba la espalda la tumba sin suavidad hasta la manta en el suelo. Queda tendida. Él se apoya firme en su propio brazo, a un costado de ella. En rigor, ningún miembro del cuerpo de uno está tocando al otro, pero sus caras están tan cerca que cuando él le habla, ella casi prueba su aliento.
– ¿No te quiso?
– No quiso quererme.
– ¡Qué miserable!
Su boca está ahí, ahí, a su alcance. Floreana se pone a temblar, se le entra el habla. La brutalidad de Flavián la provoca, ahora sí que su voluntad no tiene armas: el deseo la impregna de la cabeza a los pies.
– Olvídate de él. Pon tu afán en recordar a tu hermana y en todo lo que ella te regaló durante los muchos años en que la tuviste… Yo te voy a ayudar.
¡Su voz es tan sincera! Y le habla bajito, como si la estuviese cuidando.
Una vez más no depende de ella, su voluntad no ha tenido que jugar ningún papel. Es tal su desconcierto cuando él vuelve a sentarse, dejándola tumbada en la arena, que lo imita y sigue el diálogo como si nada pasara.
– Estaba casado.
– ¿Será una razón suficiente?
– Mira, te voy a responder como lo han hecho muchas del Albergue: creo que no se la podía conmigo. Y lo odio por eso.
– Entonces, en buena hora te dejó. ¿Qué habrías hecho después con él?
– ¡Qué práctico eres! ¿Se te olvida lo irracional que es todo este lío del amor?
Él rompe a reír.
– Sí, parece que lo he olvidado. Como tú, me alejé de esas lides hace un buen tiempo. Pero, a la inversa tuya, me he preocupado meticulosamente de no recaer. Y lo he cumplido al pie de la letra.
– ¡Bonito dúo hacemos nosotros dos! -Floreana imita su ánimo-. ¿Y cómo lo haces? Quiero decir… eres joven, saludable, atractivo. No me dirás que vives en abstinencia…
Vuelve a reír:
– No creo que te incumba. Pero si ya estamos en las confidencias… no, tan estoico no soy. Tengo mis encuentros sexuales, si eso es lo que te preocupa. Pero con los límites tan establecidos que no entrañan peligro.
Casi las mismas palabras de Elena. Por un momento Floreana habría jurado que sus sospechas eran fundadas.
– ¿Mujeres de la zona? -pregunta, disimulando su agitación.
– El archipiélago es grande, también está el continente, está Puerto Montt… Pero no seas intrusa, ¿qué te importa a ti con quién me acuesto si a mí no me importa?
– Tienes razón.
Un poco abochornada, Floreana se concentra en el mar. Sus oídos se resisten a semejante nivel de frialdad, ¡como si el sexo fuese una necesidad anónima! Él respeta su silencio. Al cabo de un rato, ella vuelve la cabeza hacia Flavián; aunque ya no la toca, están muy cerca.
– Díme una cosa… a veces una cree que sus dolores, o lo que a una le han hecho, son lo peor. Es fácil equivocarse sin parámetros para comparar. Ya que tú y yo somos un par de animales heridos, ¿serías capaz de mostrarme una imagen donde sientas que ahí, justo ahí, perdura una llaga?
– Sí, varias.
– ¿Puedes contarme o te da pudor?
Flavián duda.
– Me dijiste que éramos amigos, Flavián.
– Es cierto. Pero no es fácil ser sincero.
Su mirada está acorralada, ficticiamente glacial, temeroso él de producir en ella alguna fisura.
– Te voy a hablar de una herida verdadera.
Pero tengo que contarte antes otra cosa, algo muy difícil de hablar.
Floreana le devuelve la mirada con tal empatía que nadie en su sano juicio se habría resistido.
– Debes saber, Floreana, que yo maté a un hombre.
– ¿Cómo? -no puede reprimir el sobresalto.
– Fue un paciente. Sucedió durante la peor época de mi matrimonio, creo que yo estaba medio loco, o de eso me trato de convencer cuando busco alguna cobarde justificación. Igual no me sirve de nada, pero hago el ejercicio. Cada noche.
– ¿Cómo sucedió?
– No voy a entrar en detalles, me resulta muy difícil. El resumen es que hice un diagnóstico equivocado y por mi culpa el paciente murió. Si yo hubiese estado más sano, más atento, jamás habría ocurrido.
– Pero eso no es matar…
– Claro, no lo maté con mis propias manos… Pero la negligencia médica puede ser mortal, y uno aprende eso el primer día.
– Ay, Flavián, ¡qué tremendo! -Floreana le toca la cabeza, acaricia su pelo castaño, y su atrevimiento al alzar la mano hacia su mejilla nace de la más pura compasión-. Fue por eso que te viniste, ¿cierto?
– Sí. Me echaron de la clínica donde trabajaba. Como ha sucedido más de una vez, no me acusaron al Colegio Médico, sólo me cortaron el trabajo. Tampoco hubo una familia que se querellara… Era un hombre rico, aparentemente bastante solo, y la viuda pareció más que resignada ante la herencia.
Todo el episodio fue muy abyecto.
– ¡Dios mío, cómo habrás sufrido!
– Lo indecible. La culpa no me abandona ni un solo día. Pero volviendo a tu primera pregunta… Cuando llegué esa noche a mi casa, destrozado, fui en busca de mi mujer. Venía saliendo de un largo baño de tina y se veía relajada. Hasta que me puse a hablar. Le conté todo. Su reacción fue la más opuesta a lo que yo esperaba y necesitaba. ¿Sabes qué me dijo? ¡Vivo con un asesino! Lo gritaba una y otra vez. Los niños oyeron. Los encerré en la pieza y volví furioso donde ella. La pelea fue feroz y comenzó a provocarme. La amenacé con pegarle si seguía. ¡Pégame!, me gritaba: si ya has matado a un hombre, ¿por qué no pegarle a una mujer? ¡Pégame de una vez, siempre has querido hacerlo, demuéstrame lo macho que eres! Yo hacía un esfuerzo descomunal por controlarme. Entonces ella hizo algo inaudito: se abrió la bata de baño que la cubría, debajo estaba desnuda. Separó las piernas y se llevó ambas manos al sexo, tomándoselo. ¿Ves?, me gritó, ¿ves este lugar? ¿Quieres saber cuántos hombres han estado aquí desde que nos casamos? ¡Además de asesino, eres un cornudo, y un cobarde porque no te atreves a pegarme! ¡Me tienes miedo!
– ¡Supongo que te fuiste y la dejaste sola con toda esa histeria! -lo interrumpe Floreana, que ha escuchado sin aliento.
– No. La golpeé. Ella parecía feliz de que por fin lo hiciera. Después se vistió con una perfecta sangre fría, tomó el auto y partió. Yo tenía ganas de pegarme un tiro. No tardó mucho en volver y me dijo que había dado aviso a la policía, que me había denunciado por maltrato físico, que había quedado fichado.
– ¡Mi pobre Flavián! ¿Cómo ayudarte a olvidar algo tan horrendo? -vuelve a acariciarle el pelo-. Tu mujer estaba loca o te odiaba mucho. ¿Qué le hiciste para que pudiese tratarte así?
– Algo que todos les hacen a todos: me había enamorado por fin de una mujer maravillosa y ella se había enterado.
Durante el trayecto de vuelta, ninguno habla. ¿Cuánto haría que él no ventilaba esa historia? A Floreana le parece pobre sacar a relucir sus heridas luego de lo que ha escuchado, y no sabe a qué expresión recurrir para el consuelo. Si te sirvió, le dijo él al montar, valió la pena contártelo. Por su postura delante de ella en el caballo, Floreana imagina que la cabalgata le ha devuelto la prestancia. Pero su corazón continúa pendiente de un hilo, delgado y frágil. Sólo la pena lo sujeta.
Evidentemente, llega tarde a la sesión colectiva en el comedor. Elena la mira pero no dice nada, y ella no logra atender a lo que las otras hablan. Sólo recuerda la historia de Flavián y sus palabras al despedirse: «A partir de hoy somos inevitablemente cómplices; tratemos de quedarnos en esa categoría, ya que no soy el mejor modelo de ser humano. Y me alivia que lo sepas.»
Lo dijo sonriendo con amargura.
Ahí está el sol: el forastero.
Sentadas en el porche de la cabaña después del almuerzo, le dan la bienvenida y lo aprovechan. Las distrae un matapiojos y su vuelo de ventilador ofuscado. Tintinean las cucharas en las tazas de café.
– Es verdad, hablo poco de mi madre -comenta Floreana-, pero es una gran mujer. Nos puso pocas cortapisas, las mínimas. Miren, mis amores, nos decía, la vida no es como yo quisiera que fuera, así es que tengo que prepararlas para esta vida, la real, que es una buena porquería. Me encantaría decirles que tienen los mismos derechos de los muchachos, pero si les enseño eso les va a ir mal: se lo van a creer y el día en que agarren a besos a uno porque ustedes tienen ganas, él las va a descalificar y las mirará en menos por encontrarlas disponibles, aunque él también haya sido criado por una mujer a quien este sistema deje perpleja, como a mí. Claro, ya de grandes… grandes-grandes quiero decir, podrán vengarse y hacer lo que quieran. ¡Pero en la adolescencia no!
– ¡Qué lujo de mamá, hasta cínica la hallo! -exclama Toña.
– La mía me ha controlado toda la vida -acota Angelita-, siempre ha sido una entrometida. Tanto así que en mi adolescencia yo mantenía dos diarios de vida: uno para ella y otro real. Ornamentaba de «confidencias» y de «secretos» el que dejaba a la vista, para que mi mamá se lo creyera.
– ¡Dios mío! -exclama Floreana riendo.
– ¿Cuál de los dos sería más entretenido? -pregunta Toña, burlona.
– Lo que es a la mía, sería incapaz de describirla. Escuchen esto: todos los días lunes y martes mis hijos se iban a casa de su padre, cuando estábamos recién separados. Y todos los martes llegaba mi madre a ver a sus nietos. La escena se repetía martes a martes. La empleada le servía un café y la acompañaba en el living mientras ella comentaba lo mala madre que era yo. Luego me decía por teléfono: nunca están los niños cuando voy a tu casa. Pero, mamá, le contestaba yo, los martes los niños se van con su papá y tú vienes siempre los martes. Pero cómo, yo creía que sólo martes por medio. No, mamá, te lo he explicado veinte veces. Y al martes siguiente volvía. Cuando entré en la peor de las crisis, mi mamá me dijo:
»Estás cansada.
»Sí, es que trabajo mucho.
»Te ves ajada.
»No es raro, con la vida que llevo. Después de todo, tengo que mantener a los niños…
»¿No te das cuenta de que, si te vieras más linda, todos tus problemas se resolverían?
»Un día me llama por teléfono: que se siente mal, que la vaya a ver. Yo estaba con una depresión que apenas podía levantarme de la cama; no era la persona más adecuada para consolar a nadie, la que necesitaba consuelo era yo. Pero igual fui.
»Creo que estoy en las últimas, me dice mi madre.
»No, mamá, no exageres. Estás un poco depre, eso es todo.
»Tengo un problema que resolver antes de morir.
»¿Cuál?
»No puedo dejar este mundo con una hija tan amargada.
«Como ven, lo hice mal. ¿Cómo fui tan tonta, cómo no me rebelé en la adolescencia, el único momento en que correspondía? Con mi hermana, en cambio, que es una loca adorable, tiene muy buena onda porque ella la hizo añicos en la juventud. Recuerdo cuando a los catorce años tomó una moneda y con su filo rayó toda la muralla de la fachada de la casa: ¡Vieja concha de su madre! Hoy son íntimas.»
Ésa es Olivia, alta, muy, muy flaca -puro hueso, como la Olivia de Popeye, le dice Toña-, y el pelo castaño con un corte masculino. Su cara es tirante y dura, seca, y su mandíbula parece estar a punto de ser reabsorbida. Cuando mastica, cada hueso confirma su presencia, dándole un cierto aire de codicia. Masca chicle sin parar, cosa que a Floreana la pone nerviosa. Olivia dice que es porque dejó de fumar. Le habría correspondido estar en la cabaña de las intelectuales, a juzgar por sus intereses. Es periodista y se ha especializado en cine, teatro, literatura, música. Desde que llegó, no se ha sacado su chaqueta de plástico acharolado, tan amarilla como la electricidad. Su acento delata una larga estadía en Argentina. («Inconmensurable Buenos Aires», murmura.) Su franqueza y su extraversión se encuentran con las de Toña y, en vez de chocar, se dan la mano.
– ¿Saben ustedes cómo llaman en Argentina a los moteles? ¡Albergues transitorios!
– ¿Usan la palabra albergue para eso? -pregunta Angelita, escandalizada.
– Bueno, con la cantidad de eyaculación precoz que existe en el continente, lo de transitorio sí que cobra sentido -señala Toña.
Es definitivamente más alegre que Constanza y mucho más descuidada con el orden del baño. Hay días en que no hace su cama y esto no le parece bien a Angelita, que vela por la pulcritud de la cabaña. Pero tras su vivacidad se esconde algo insondable.
Floreana la observa: es, sin duda alguna, una peso pesado.
– Yo no soy apta para encarnar a la mujer fetiche. No entro en esos cánones, ni física ni síquicamente -le ha confesado la noche anterior mientras se preparaba una tina caliente y la llenaba de espuma-. ¡Oh, Freud, el más machista de todos! ¡Pusiste el misterio por delante de la mujer porque no lo soportabas! Porque has de saber, Floreana, que si el labio, el muslo o cualquier otra cosa de la mujer no es fetiche, los hombres no tienen erección. Has leído a Freud, ¿verdad?
– Algo, pero no soy ninguna experta.
– ¿Sabes? Me encantaría tener un poco de lo que tienen las minas que cumplen bien su papel -continúa-. Las flores, las joyas… nunca un hombre me regala esas cosas… ¡Estoy cagada! -tantea la temperatura del agua con la mano-. De mí se enamoran puros desadaptados. Los normales, no. Me tienen miedo.
Me tienen miedo.
Me tienen miedo.
La repetición.
Floreana aspira esas palabras cuando su voluntad grita por vomitarlas. ¡No más!
No más, susurraron sus ojos entonces, cuando las montañas, en una escena cinemascope del Antiguo Testamento, la indujeron a creer que Dios o Yavé aparecería en cualquier momento. Los rayos del sol lo anunciaron en esa tierra sureña, la de la identidad propia, como le dio a Floreana por llamar a la Patagonia.
No más miedo, en esas soledades desérticas. ¡Qué color diverso tiene el abandono cuando es seco! La tierra se resquebraja, está a punto de partirse en dos, ¿qué capa de tristeza sostendrá estas sequedades?
No más miedo, susurraron sus ojos desde la Laguna Amarga con los flamencos -ellos color damasco, verde, verde la laguna-, viendo cómo se erguían majestuosas por detrás las dos torres, secas, de color café, cuidándolos a todos. El Almirante Nieto, nevado y real. Todos protegidos menos ella, sola en medio del paisaje bíblico porque un hombre tuvo miedo.
(Era después del amor, dentro de la cama en el Hotel Valdivia; ella le cuenta de Magallanes, no disimula la fascinación que le produce un lugar que contiene varios países dentro de él. Magallanes es la Patagonia, le dice, es otro país; luego le habla de Puerto Williams, ciudad final de Chile, la más austral, donde se ha entrevistado con una anciana, la última sobreviviente yagana: una sola de toda su raza. Le habla también de la sequía, cómo la naturaleza ha golpeado la zona, cómo los pastos se han secado antes de tiempo, y se detiene en la nieve, la peste blanca. El terremoto blanco, la llaman los fueguinos. El Académico hace un paralelo entre el Estrecho de Magallanes y Ciudad del Cabo, ambos envueltos en esperanza, Cape Point por el Cabo de la Buena Esperanza y aquí, en nuestra tierra, Magallanes por la Provincia de la Última Esperanza. También allá se juntan los océanos, the south of the south. Por eso, le dice ella, si estuviste allá conmigo debes también acompañarme aquí, he oído que en las Torres del Paine la esperanza es sagrada; yo tengo que volver allá dentro de poco, insiste, ¡ven conmigo! Él se lo prometió. Y no cumplió su promesa porque tuvo miedo.)
Ese miedo la obligó a navegar desacompañada por el lago Grey; los hielos que sobrepasaron a las cumbres, en el azul celeste de los ventisqueros, le dijeron que la montaña era sabia: deja ir aquello que no puede mantener. Allí los glaciares, los del lago, tenían formas de cristal tallado, y el corazón de Floreana constató que la naturaleza dotaba a cada uno de los suyos de esas líneas que a él le eran negadas: una página en blanco su corazón. Página abandonada con la misma irresponsabilidad de un escritor que habría debido imprimir en ella la emoción.
Creo que los ojos se copan, pensó Floreana concluyendo su vuelo, cerrando las alas para abandonar las Torres del Paine, adonde su cobarde insuficiencia nunca quiso ir sola. A partir de un cierto número de imágenes, los ojos ya no ven. No pueden seguir viendo.
Se anula la Patagonia, por excesiva, pero no se anula el irremediable miedo.
Un corazón quiso saltar un pozo
confiado en la proeza de su sangre,
y hoy se le escucha delirar de hambre
en el oscuro fondo de su gozo.
Las caderas del doble de David Hemmings se cimbran con la música.
El corazón se ahogaba de ternura,
de ganas de vivir multiplicadas,
y hoy es un corazón tan mutilado
que ha conseguido morir de cordura.
Interrumpe la canción:
– ¡Morir de cordura, Floreana! ¡Qué muerte!
¿Estará pensando en mí?
– Los dos conocemos un corazón que podría morir así, ¿verdad?
¿Es Flavián o es ella? Quisiera darles un giro creativo a las ideas.
– Ya que hablamos de eso, Pedro: ¿por qué escribes sobre el erotismo?
– Uno siempre escribe sobre lo que no ha resuelto, o desde sus carencias; no conozco a un solo escritor que escriba de sus certezas. Igual he malgastado mucho tiempo haciendo la distinción entre lo erótico y lo pornográfico. Nunca faltan las mentes estrechas que los confunden. ¿No crees que vivimos en este país un momento de mucho pan y poco circo? Tenemos que hacerle empeño a sacudir el marasmo. Ése es mi intento… como verás, del todo extraliterario.
– Dentro de la falta de circo, la libido se ha vuelto escurridiza, ¿verdad?
– Escurridiza y demodée. Este sistema está excluyendo el amor y el placer. Hay que horadar el sistema, Floreana, como los antiguos revolucionarios -Pedro sonríe y ella no sabe cuándo habla en serio, cuándo en broma-. En el peor de los casos, nos pegarán una patada en el culo, pero la tentación de transgredir es enorme…
– Se ha desordenado el amor -medita Floreana en voz alta.
– Sí… -parece conceder él-. Bueno, la tarea es enriquecer las apariencias para tomarles confianza fantasiosamente. En eso estoy yo.
Pasado un rato, Pedro le clava, muy serio, la mirada.
– Quizás sea más corto aclararte algo desde el principio. Soy un habitante forzoso de un mundo que yo mismo elegí.
– En otras palabras…
– Soy homosexual.
Floreana se sorprende. No se le había pasado por la mente.
– ¿Tienes algún problema al respecto? -pregunta él.
– Ninguno. Sólo que es una lástima para el género femenino. ¡Qué pérdida! -lo dice con toda espontaneidad.
A Pedro esto le hace gracia.
– Sin embargo, he hecho una opción justa porque, dejémonos de cosas, las mujeres están enamoradas del concepto del amor, no de los hombres.
– Y los hombres, ¿de quién están enamorados los hombres?
– Cada vez más de otros hombres.
Su sonrisa es vigorosa. Aliviado tras haber entregado una información que creía imprescindible, continúa:
– Estoy acostumbrado a la reserva que los demás tienen hacia mí; nunca me han dado el aplauso abierto, ese aplauso limpio y total. Siempre queda un espacio de vacilación, nunca hago las cosas enteramente bien. Lo raro es que ya ni sueño con ese aplauso, ahora parto de la base de que no me será concedido.
– En eso, créeme, soy tu hermana.
– Pero en otra cosa no lo eres: yo estoy en contacto con mis propios bajos instintos. Y basta mirarte para saber que tú no lo estás.
Desfila frente a Floreana un sinnúmero de recuerdos que ella debe ahogar. Impedir que esas semillas se transformen en fruto. Que el arado, a costa de pasar cien veces, las destruya… Pedro es capaz de crear una atmósfera tan persuasiva que llegue a diluir toda su solvencia interior. ¿Qué quedará de ella, entonces?
– Quizás yo también debiera haber sido escritora -dice, pensativa-. Habría logrado desentrañar lo que ignoro.
– Bueno, la literatura, como dijo un crítico, es la larga paciencia. Y tú pareces tenerla.
– Pero no estoy segura de que eso sea bueno.
Un siquiatra decía que se deprimen los virtuosos, no los sicóticos o los irresponsables. ¡Tú estás a salvo! -se ríe Floreana-. ¡Y yo en franco peligro!
– Déjame pervertirte, entonces.
– ¿A mí? ¡Jamás!
Una hora más tarde, Floreana corre colina arriba -ya puede correr-, liviana, fresca y puntual. A las siete en punto entra al salón de la casa grande como si viniese de su cabaña. Elena le entrega una carta: es de Emilia y decide guardarla para más tarde, cuando pueda saborearla a solas.
Cuando salió al porche, la luz de la luna le dio inmediatamente un aspecto metálico, transformándola en una Floreana que no era. Lleva la carta de Emilia en su mano: el abandono de Dulce se ha consumado una vez más.
«…y me ha dado pudor contarte que llevo encerrada todo este tiempo, preparando mi primera exposición. Estoy terminando las últimas piezas y debo reconocerte que mi material de trabajo han sido ustedes. Lo que no sabía lo he inventado, y espero haberlo inventado bien. Soy la futura artista de la familia y ésta ha sido mi primera experiencia narrando con los pinceles. Nunca lo habría hecho de no mediar esas largas tardes que pasé entre ustedes mientras Dulce moría. En su honor, y en el de ese equívoco gesto tuyo de querer tomar su lugar, he titulado mi muestra La Cuarta de Brahms.
»No creas, Floreana, que no he reflexionado sobre ustedes. Nosotros, los jóvenes, somos radicalmente distintos y doy gracias por ello. Pero no quisiera omitir algo que nunca antes te he dicho: tu generación me produce una rara nostalgia, tal vez debiera llamarla admiración. Al fin, ustedes han sido una generación peleadora, ruidosa, que no se irá en silencio. Y a pesar de haber hecho tantas malas opciones, nos han abierto las puertas… de muchas maneras. Creo haber aprendido un par de cosas; una de ellas es sobre el amor y esto de entregarse a él sin condiciones, como Dulce lo hizo con su propia vida.
«Supongo que mientras las observaba nunca supe que estaba pintando mi primera muestra.»
¿Qué lenguaje vas a usar, Emilia, si estamos al borde de quedarnos sin ese privilegiado instrumento? ¿Serás capaz, con la pintura, de eludir la obviedad?
Yo no sé ver ni mirar el lado oculto y nocturno de las cosas. Quizás Emilia, graciosamente, pueda hacerle el quite a lo evidente. ¿Quién sabe? Quizás ya esté en condiciones de ver lo que esconde la luz. Entonces habrá atravesado un puente tan largo como el que uniría esta isla con la tierra grande.
Dulce se filtra en sus pensamientos:
«¿Te acuerdas de cuando éramos chicas y tú me llamabas mi niña?» Dulce extiende su mano delgada, tan delgada, y toma la de su hermana sobre la cama metálica del hospital. «Era tan absurdo, me hablabas como si fueras mi mamá y eras solamente una hermana mayor. ¡Pero a mí me gustaba tanto!»
El recuerdo a veces miente. Floreana no confía en él ni en su arbitrario tiempo, tan lleno de vacíos.
La última e inútil operación.
Mi niña duerme en la placidez de la morfina. Mi niña duerme un sueño de justos. Mi niña tiene los ojos cerrados e ignora que su cuerpo ha sido abierto, herido y tajeado. Pasarán todavía muchas horas hasta que sepa del dolor. Por ahora, gocemos tu sueño. Más tarde conocerás el precio de la morfina: las náuseas, el asco, los vómitos. Pero duerme ahora, duerme creyendo que eludir el dolor no se paga.
Las palabras en Floreana eran como los volantines. A veces las amaba, pero ellas partían por el cielo y no lograba sujetarlas. Muchas veces sus palabras se soltaron de su mano y vagaron por el azul, inasibles. Se iban. Se iban.
En la seducción, las mujeres -sea en el lenguaje escrito o verbal- deben frenar constantemente las efusiones emocionales; la parquedad del reflejo que ven frente a sí las lleva a temer lo desaforado, las hace sentirse al borde del ridículo.
Pero en el dolor ya no hay palabras que frenar, porque en el dolor no hay lenguaje. Entonces, ¿qué está haciendo Emilia? ¿Puede eludir a Dulce?
Floreana evoca el momento exacto en que lo supo: Berlín, hace algunos años, cuando visitó Sachsenhausen, el campo de concentración nazi. Hasta el pelo que les raparon a los judíos y a los miembros de la resistencia está expuesto en las vitrinas. Tocó los hornos donde los cremaron, al lado de las cámaras de gas. Vio las celdas y el carretón en que apilaban los cadáveres. Vio las fotografías de los cuerpos mutilados para hacer experimentos con ellos. Vio los instrumentos que usaron para disectar estos cuerpos y las camillas de azulejos donde los tendían y las lámparas que hicieron con su piel y los cuadros o tapices resultantes de las pieles tatuadas. Vio muchas cosas. Ninguna imaginación humana parecería suficiente para concebir esos niveles de maldad.
Había olvidado esa imagen. Sin embargo, su olvido no ha producido ningún cambio: el olvido estaba ahí, y no por eso los campos de concentración han dejado de existir. No encontró lenguaje para ese reflejo. Ni siquiera el gesto (¿ojos engrandecidos, abiertos, muecas de horror?). Creyó que eran solamente las mujeres y los marginales los que quedaban en silencio, por carecer de un lenguaje capaz de traducirlos, de expresarlos; a partir de Berlín supo que debía agregar el horror.
Las mujeres, los marginales, el horror.
Para Floreana, la muerte de Dulce se ha convertido en una historia de dolor y en la imposibilidad de su lenguaje.
Las mujeres, los marginales, el horror y el dolor.
Floreana enmudece.
– Mi hijo menor decidió arrancar la maleza de los jardines vecinos para ganar un poco de dinero. Cuando le pagaron, corrió al almacén y compró un regalo para cada miembro de la familia: una hoja de afeitar para el papá, un caramelo para su hermana y un Rinso para mí. Me entregó el paquete y yo me largué a reír. ¿Qué tenía que ver el Rinso conmigo? Cuando caí en cuenta, casi me puse a llorar: mi hijo no esperaba que yo quisiera algo propio. Sólo el detergente.
– No hablemos de los hijos, que me viene la nostalgia. Ni menos de que ellos no nos concedan tener deseos propios, porque eso me da demasiada pena. ¿Por qué no nos reímos un rato de los hombres, mejor?
– ¡Buena idea!
– Ay, chiquillas, no sean frívolas…
– ¡Yo soy una experta! Analicemos a los amantes de los años noventa.
– ¡Ya! ¡Qué entretenido! ¿Se han fijado en que están cada vez más malos para la cama? Parece que se acojonaron con esto de que las mujeres ya no somos unas ignorantes…
– Es que saben que ya no pueden pitarnos. Antes se montaban arriba, se pegaban tres corcoveos y… ¡listo! Eso era un acto sexual. Los perlas quedaban regio, y nosotras… que nos llevara el Diablo.
– Mira, yo no hablaría tan en pasado. Hay muchos huevones que todavía tiran así. Y más encima con la luz apagada y en completa mudez. ¿Saben qué hago yo? Finjo el orgasmo para que todo el asunto se diluya de una vez, lo más rápido posible…
– ¡Por favor! Me parece atroz fingir…
– ¡Pero si todas hemos fingido en algún momento! Lo patético es que cada hombre está convencido de que eso no le sucede a él. La cantidad de imbéciles que creen que todas han acabado con ellos es infinita.
– ¿Se acuerdan de esa escena del orgasmo fingido en Cuando Harry conoció a Sally? ¡Magistral! Esa película debiera ser obligatoria para el género masculino.
– Una amiga mía ha logrado acabar tan pocas veces en los últimos años, que lo anota cada vez, como un trofeo.
– Otra amiga mía anotaba en su libreta no los orgasmos, sino cada polvo. Como tiraba con dos, hacía un signo distinto para cada uno: un círculo al primero y una equis al segundo. ¡Su agenda parecía un tablero para jugar al gato!
– Pero si hay cada loca… Una amiga mía, encantadora pero un poquito histérica, no acababa nunca con la penetración… en diez años de matrimonio. Se resignó a que su sexualidad era así no más, y ya no consultó a siquiatras ni le puso más empeño. Una noche estaba leyendo a la Doris Lessing en algún complicado análisis sobre los tipos de orgasmo de las mujeres, y quedó furiosa consigo misma por su incapacidad. Al día siguiente se acostó con su marido, hizo el amor como siempre y de repente, sin saber cómo, acabó con el pene adentro. ¡Después de diez años! Ella divide hoy su vida en dos: antes de la Doris Lessing y después de…
– Bien tonta tu amiga, andar preocupándose por eso… Si el porcentaje de mujeres que acaban con el clítoris es mil veces más alto que el de las que acaban por la vagina.
– Sí, las estadísticas son sorprendentes. Pero todavía hay mujeres que se torturan por no acabar con la penetración. Quizás no hay suficiente información…
– Todo por culpa del boludo de Freud, que calificó la sexualidad clitoridiana como «sexualidad infantil». ¡Qué huevón más grande! ¡Lo que a mí me da rabia es que nadie nos lo haya advertido, y que nos hayamos sentido anormales por tanto tiempo!
– ¡Sigan hablando de sexo, no más! Al final, somos todas incapaces de separarlo del amor. ¡Díganme que no…!
– Por favor, no vamos a discutir eso de nuevo. Es como el negro que se agota de explicarles el racismo a los racistas.
– Pero no nos pasemos películas, tampoco; las mujeres somos incapaces de relacionarnos sexualmente con un hombre sin enamorarnos.
– ¡Mentira! De todos los hombres que he conocido en los últimos años, creo que sólo a dos no me los tiré el primer día… y no me he enamorado de ninguno.
– ¿Y cómo lo haces?
– Me encierro con ellos en una orgía, tres largos días de bacanal, de amor que nos sale hasta por las orejas, la pasión más desenfrenada. Y terminados esos tres días, no los veo nunca más. Se los traga la tierra.
– No lo encuentro muy edificante como experiencia, qué quieres que te diga.
– ¿No estaremos enfocando mal el problema? Para mí no se trata de sexo sino de compromiso afectivo. Todo esto de la liberación femenina ha revuelto un poco las relaciones de poder, y la reacción de los hombres ha sido optar por el descompromiso, que es la mejor forma de herirnos. Pero no nos confundamos, a ellos les importa un rábano todo eso, y a nosotras sí. El asunto es: ¿quién sigue ostentando el poder?
– ¡Ellos, ellos, ellos! ¡A veces creo que me voy a volver loca de pura soledad! ¡Nadie me llama! ¿Qué puedo hacer? Me voy a desquiciar en este desierto. No le importo a ningún hombre sobre el planeta, créanme, a ninguno. Cuando he logrado meterme con alguien, este alguien está invariablemente a punto de separarse… pero, obvio, a los tres meses decide que mejor no hacerlo.
– Lo que es yo, llevo un año sola, desde que me separé, y en todo este tiempo no he recibido ni una invitación de parte de un hombre. Ni una sola. ¡Un año!
– No me extraña, no eres la única. Pero los hombres no están muy seguros tampoco de cómo seducirnos. Yo diría que están en aprietos también. Sin ir más lejos, mi hermano menor no sabía cómo abordar a las mujeres. Un día decidió ir al supermercado a la «hora femenina», como la llama él, y me pidió prestado a mi hijo para que lo acompañara. En síntesis, ha empezado a arrendármelo porque descubrió que todas las mujeres, al verlo solo con su chiquillo, lo suponen separado. Se les incentiva el instinto maternal, protector… Mi hermano siempre sale de ahí con una conquista.
– En provincias les resulta más fácil. ¡Putas que es fácil en provincias! Me acuerdo de mi hermano, un verdadero macho cabrío. En la empresa le regalaron un maletín de tevinil, él juraba que era cuero y se lucía dando vueltas por la plaza. Anduvo siempre con el maletín, hueveando sin parar de aquí para allá, con minas distintas. El día que le robaron su famoso maletín, ¡se casó!
– Claro… el Rambo y su compadre decían siempre: seamos humildes, compadre, dejemos que nos elijan ellas, las mujeres. ¡Y ahí estábamos las tontas que los elegíamos! En los pueblos la conquista es fácil.
– A mí nadie me elige. Sin embargo, he estado pensando… resulta que para tener cualquier posición social, yo debiera casarme de nuevo. Sin marido, una se vuelve sospechosa en mil sentidos. De partida, para portarse mal.
– ¿Tú sabías que las solteras casi no tiran? Nadie quiere tirar con ellas.
– Eso sí que es cierto. Mi caso es una muestra. Yo por eso me puse mala. Yo era buena, les juro que lo era. Pero de repente empezó en mí este maldito hábito de calcular. Mi marido era un perfecto huevón. Decidí quedarme con él porque me protegía el hecho de estar casada. Me quedé con él puro para meterme con otros. Porque si no tienes pareja, estás jodida, ni uno se te acerca. El único problema es que a la larga la maldad empieza a notarse…
– Les propongo que no hablemos más de hombres, ni de sexo, ni de amor… Como que me angustié.
– Es que es nuestro talón de Aquiles. Es por ahí que nos cagan, porque no depende de nosotras. Nadie que nos oyera creería cuánto nos importan otras cosas: los hijos, el trabajo, las ganas de cambiar el mundo.
– Oye, no seamos duras con nosotras mismas. Si hablamos leseras y nos reímos es porque nos alegra la vida. Total, estamos todas aquí por las mismas razones. Es la cercanía entre nosotras veinte lo que nos lleva a hablar así. No me cabe duda de que cada una en su cabaña, a solas, está en otra.
– Lo único que tengo claro es que los hombres nos tienen convencidas de que ellos son un bien muy escaso.
– Lo que yo no tengo tan claro es que sean un bien…
– ¡Pobres hombres! Seamos comprensivas. No saben cómo readecuar su realidad a este fenómeno de las mujeres, porque, si lo piensan bien, es lo más profundo que ha pasado como revolución cultural en este siglo de mierda. Porque nosotras no somos como la economía social de mercado o los estados totalitarios; a nosotras no nos pueden cambiar, ni reemplazar, ni derribar. Nuestro proceso es irreversible, por eso somos la verdadera revolución.
Cuando iban saliendo del salón grande, Toña se acercó a caminar junto a Floreana hacia la cabaña. Tenía el ceño fruncido, el rostro ofuscado.
– ¿Sabes? He estado reflexionando… aquí todas hablan de «los hombres». Pero si nos remontamos a lo más primario de lo que significa la atracción, nos encontramos cara a cara con la necesidad. A tal yo lo necesito, por lo tanto me atrae; de ahí viene todo. Pero tal como están las cosas hoy día, yo no necesito a un hombre. Mis capacidades son las mismas que las suyas, lo que me lleva a no sentirme atraída por él. No me sirve. La atracción, entonces, se libera, tiene un valor en sí misma y ahora lo que te atrae es una persona, no importando su sexo.
– ¡Qué inteligente estás, Toña! En teoría tienes toda la razón. Lástima que yo siga necesitándolos.
Mareada por tantas voces, Floreana se retira a su habitación. Hoy sí que han trasnochado, todo porque Elena se fue a Puerto Montt y no vuelve hasta mañana. La conversación le ha devuelto muchas imágenes que el Albergue había ido lentamente alejando; por lo tanto, vuelve a sentirse el blanco donde los dardos calan, justo al centro.
La primera vez que hicieron el amor, el Académico y ella, fue muy breve. Cuando ella sueña con volar juntos, él ya se ha ido. La esperada ternura en el post-amor no aparece. Él está en su mundo, satisfecho, y la suspensión sexual de Floreana no lo altera… si es que nota que ha quedado suspendida. Pero ella decide no darse por vencida: un placer desdeñado por tan largos años no debe dejarse ir como un volantín por el aire. Deja pasar un tiempo prudente y sutilmente inicia nuevos acercamientos amorosos hacia ese cuerpo tendido, de ojos cerrados. Tienta a disolver su distancia conquistando con su boca ese pedazo donde se concentra su sangre, poco a poco, hasta que percibe el cambio de respiración, la fisura en el hermético silencio y, al fin, la hondura electrizada. Logró que todo el acto de amor recomenzara. Más tarde, ya desahogados, avanza su mano con suavidad hacia el miembro en reposo y le dice: él y yo vamos a ser amigos, al margen de ti; tenemos que bautizarlo y establecer de inmediato esta distinción. Él se ríe, complacido; no por nada el falo ha comandado la historia, no por nada. «Corazón de León» le pondremos, dice ella, como el rey. Convienen en que es un nombre adecuado. Pero Corazón de León no hará nada que incomode o altere a su dueño, especifica el Académico. Floreana amolda su mejilla sobre su pecho y, dócil, responde: entonces yo aspiro a que las ganas de su dueño coincidan con las de él. A partir de ese día, Corazón de León pasó a ser un personaje central en el amor y Floreana nunca le escatimó mimos ni cuidados.
Cuando él la hubo abandonado, entre las mil recapitulaciones que atormentaron la imaginación de Floreana, la vagina volvió a ser un hito y una pregunta: ¿por qué fue siempre invisible? No se la nombró nunca, fue tocada sólo de paso (casi instrumentalmente), no tuvo ningún protagonismo. Ni una identidad propia, como Corazón de León.
Su boca también fue avara.
– ¡No me digan! ¿Están cayendo lacónicamente en el sentimiento?
– ¡No seas profano! La entrega de pan es siempre sentimiento -contesta Flavián justificando su gesto, caricia leve, tan leve, una mano ligera sobre la cabeza de Floreana al recibirla; pero aun en su levedad ese gesto no pasó desapercibido a los ojos de su sobrino, habituado a su parquedad.
Es domingo en el pueblo y en el país entero. Los domingos se amasa la tortilla al rescoldo en los braseros del Albergue y Pedro ha invitado a Floreana a tomar el té. Ella contribuye con la tortilla, y es a Flavián, como dueño de casa, que se la entrega, todavía con restos de ceniza en las manos.
Mientras Pedro va a la cocina a preparar el té, Floreana se desembaraza de sus muchas lanas: gorro, chaquetón, bufanda, guantes. No pretende engañar a nadie, llega a esta casa vestida de sí misma y de inmediato se acomoda en el sillón de las franjas rojas y mostaza. Le pregunta a Flavián cómo está. La última conversación que sostuvieron en la caleta no la ha dejado en paz. Ha ensayado restarle importancia, pero, ¿cómo bajarles el perfil a las palabras si ellas no han hecho sino enterrar poco a poco la visión de Ciudad del Cabo, primando Flavián sobre aquella imagen en cada oportunidad en que las palabras se presentan?
– Cuando veas al Payaso no lo vas a reconocer. Tuve que raparlo, dejarlo sin un pelo; los piojos le habían hecho surcos en la cabeza. El problema es que sigue con las fiebres.
– ¿Todavía?
– Sí. Creo que lo voy a hospitalizar en Puerto Montt. El director del hospital es mi amigo y siempre les da espacio a mis pacientes.
La intención de Flavián es mantenerme a distancia, se dice Floreana, alerta; está arrepentido de nuestro último encuentro, sé que otra vez va a retroceder.
– Tú quieres al Payaso más que a cualquiera de nosotros, ¿verdad? -el reproche es evidente como la luz de un mediodía estival. Una de sus voces internas la condena: ¡qué descontrol! No te preocupes, responde la otra voz, Flavián es un vigilante, nada se le escapa y él sabe cómo manejarse.
– Gran tipo, el Payaso. Sospecho que es analfabeto. A mí me dice que no puede leer si hay alguien a su lado porque se pone nervioso, pero que sí lee cuando está solo. Cursó hasta el cuarto grado en la escuela y la abandonó porque el profesor les pegaba a los niños. Parece que se ensañaba especialmente con él.
– ¿Con qué derecho…?
– Eran otros tiempos. Pero el Payaso se vengó. Cuando ya era un hombre grande, se topó con este profesor en una fiesta del pueblo. Lo agarró de las solapas y le dio un buen puñete. A cambio de lo que me hiciste de niño, le dijo. Y el profesor tuvo que pedir traslado.
– El amor por tus pacientes te llena la vida, ¿verdad?
¿Otra vez, Floreana? ¿Qué te pasa?
– No, sabes bien que soy un hombre bastante solo.
– Por tu propia voluntad…
– Quizás es por mi profesión. Padezco el síndrome del brujo de la tribu. ¿Sabes a lo que me refiero?
– Explícamelo.
– Ser médico es como ser el brujo de la tribu. El médico maneja los secretos del alma de mucha gente, se compenetra de tal cantidad de humanidad… Y no debe revelar ni sus pócimas ni sus saberes. Su arma debe ser siempre silenciosa, pero al mismo tiempo expuesta. Por eso está condenado a la soledad, porque no puede compartir. Y siempre llega a un lugar donde nadie puede ayudarlo.
A pesar de sí misma, Floreana lo mira intensamente.
– ¿Nadie? ¿Estás seguro?
– Es que esa soledad interior es la única condición posible para ser el brujo: la condena del hechicero.
Floreana piensa que él se adentra en esa soledad aterrado de no poder volver atrás, mientras, a pesar de sí mismo, la busca con desesperación; incluso ha elegido una geografía de soledad porque su gran fantasía es llegar allí enteramente.
Él reacciona ante su expresión reconcentrada:
– Esto no es exclusivo de un médico de pueblo -dice con un aire algo forzado-. Sucede en varios oficios. Hasta un escritor vive esa misma soledad, también él es un brujo de la tribu.
– ¡A la mesa! -los interrumpe Pedro-. El té está listo.
Repitiendo el rito de aquella noche del cordero, Floreana se sitúa a la cabecera, sentándose los hombres uno a su derecha, el otro a su izquierda. Ella toma la tetera y, separando el té del café, comienza a llenar las tazas.
– ¿Qué les pasa a las mujeres allá arriba? -pregunta Pedro sin preámbulos-. ¿Es idea mía o se asemeja a un pabellón de leprosos que viven en el extraño círculo vicioso del contagio?
Mientras habla, deja su café con leche para atacar directamente con la cuchara la mermelada de arándanos que reposa en un frasco, al lado del pan humeante.
– Están tristes -responde Floreana, decidiendo obviar la ofensiva metáfora de Pedro.
– Tristes… -el pequeño David Hemmings parece reflexionar-. Para algunos la tristeza no es más que una forma de cansancio.
– Entonces, estamos muy cansadas.
El viento afuera parece jugar a las escondidas con la poca luz que resta, ésa que no se ha tragado aún la tarde invernal. Floreana ve por la ventana cómo el viento arrasa la desprotegida intemperie. Siente que las maderas de la casa del doctor y el calor de la habitación son verdaderos diques; aquí está a salvo del pavoroso poder que el viento se ha asignado a sí mismo. Aquí está a salvo, a salvo.
– ¿Sabes lo que me recuerdan ustedes? -dice Pedro-. Blackpool, un balneario inglés en las costas de Lancashire, frente al mar de Irlanda. Allí llegan todos los fines de semana grupos de mujeres. Se apoderan de un pequeño hotel y se dedican a emborracharse. Son en general proletarias y, como me contó una de ellas, se apoyan entre sí contra maridos aun más borrachos que las maltratan. Casi no hablan, incluso siendo amigas. Lo único que hacen es emborracharse. Es raro verlas… Dice la policía que dan más problemas que los hombres.
– El Albergue no es Blackpool -se defiende Floreana-. Aquí el motivo es la reparación, no la evasión. Pero, claro, si yo fuera una mujer de la clase trabajadora inglesa y mi marido abusara de mí, seguramente optaría por el alcohol.
– De acuerdo. Son los hombres quienes tienen el patrimonio de la fuerza física, y personalmente la aborrezco -interviene Flavián desde su puesto en la mesa, tan atractivo a los ojos de Floreana con su suéter azul de cuello subido-. ¡Pero con qué arte y sagacidad manejan las mujeres la violencia sicológica!
– ¡Ahí sí que son irreductibles! -aprueba su sobrino dándole un golpe a la mesa-. Tanto como en sus verbalizaciones.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– ¡Las palabras! -responde Pedro con visible buen humor-. Las mujeres sienten y viven a través de lo que se dice, nunca a través de lo tácito o misterioso. Para tus congéneres, lo que no se dice no existe.
– Estoy de acuerdo -replica Floreana-. Las mujeres siempre queremos palabras, son las que dan forma al sentimiento, las que lo hacen real. Para ustedes, en cambio, resultan innecesarias y por eso son tan mezquinos con ellas.
– No sólo innecesarias, Floreana, es más que eso: las palabras deforman el sentimiento -responde Flavián con una sonrisa irónica; se sirve una nueva taza de café puro y agrega-: No hay nada más contradictorio que la verbalización de una mujer y su actuar. Por ejemplo: repite tres veces «no consentiré» y a la tercera negación ya está entregada.
– Pero eso es divertido -dice Pedro-. ¡Nada tan delicioso como la entrega en medio de la duda! Entregarse, estrellándose contra los pudores.
– ¿Pudores? El pudor femenino ya no existe… y lo echamos de menos.
– ¡No te creas! -Floreana es enfática al enfrentar a Flavián; siente que, aunque sutil, la castiga de todos modos-. ¡Existe! Pero está mezclado con tantos otros ingredientes que una termina disimulándolo porque lo siente anacrónico. ¡Créeme que aún existe!
– Digamos… matices más o matices menos, yo diría que desapareció. Es una lástima… Después de todo, el temor en la mujer era parte esencial de la calentura. Había que palpar algo de ese miedo y de esa pasividad para funcionar eróticamente. Ahora ustedes son dueñas de su cuerpo, dicen lo que quieren, ¿cierto?, hacen lo que quieren, se expresan. Se han masculinizado en la cama y eso nos deja sin repertorio. Antes esto pasaba solamente en la pornografía, y ahora pasa en la realidad. La conquista ya no es necesaria y, te lo aseguro, eso mata nuestras fantasías.
– Déjate de huevadas, Flavián, no estás en una corte del siglo xix. ¿Por qué les vas a negar a las mujeres el derecho de conquistar ellas, o incluso de asediar? ¡Qué monótono que sea una tarea siempre masculina! -las comisuras de Pedro se tuercen.
– La verdad es que está todo muy confuso -el tono de Flavián es defensivo-. Tanto hemos leído los hombres y tanto nos han dicho que hoy todo ha cambiado y que llegó el momento en que las mujeres ya no buscan sexo sino ternura… Pero resulta que si uno no se las tira, o no demuestra ganas de tirárselas, se ofenden. ¿Quién las entiende?
Floreana sonríe al percibir la vulnerabilidad disfrazada de duda.
– Las dos cosas, Flavián, las dos cosas.
– No me mires con esa cara de benevolencia, ¡como si tú estuvieras más allá del bien y del mal!
Los hombros de Floreana se tensan como los de un animal salvaje preparándose para una pelea, pero Pedro le quita la palabra.
– Tiras con cualquier mujer y es lo mismo: una gimnasia brutal, un esfuerzo agotador por sacarles un quejido, una búsqueda patética de aprobación. Ante la confusión reinante, parece acertado inclinarse por el propio sexo. Eso concluyo cada vez que discuto estos temas.
– Tú no te aproveches para sacar dividendos de esto -lo corta Flavián; luego se dirige a Floreana y pronostica, solemne-: ¡Es el caos! ¡Se ha producido la estampida! Las mujeres están interesadas en las aventuras, se sienten con derecho a vivir el amor con la misma seguridad con que históricamente lo han vivido los hombres. Empieza el juego: ellas llegan liberadas, uno las trata con displicencia, pero es todo una trampa. Nosotros les decimos: tú eres tan segura, tienes todo tan resuelto, yo no te destruiré la vida, me tomarás como una aventura, ninguno se va a enamorar… ¡No! Ya al decirlo, yo sé que lo digo para escudarme. Empieza la trampa porque, en el fondo, tengo miedo, y cuando ella llega a las sábanas empieza el miedo de ella. Se metamorfosean las soledades. Y si algo no funciona en la cama, ya no es solamente culpa mía, como antes; ahora ella, que se presume dueña de su sexualidad, pregunta: ¿qué habré hecho mal? Antes las mujeres pasivas no eran culpables si las cosas no resultaban; ahora sí, se responsabilizan porque en el sexo son activas y la consecuencia es que se culpan. Nadie cuida a nadie, ni yo a ella ni ella a mí. En la lucha de poderes, caemos en la trampa de nuestras propias palabras. Y el resultado es que ya no nos queremos.
– Mi tío es siempre muy lúcido, pero últimamente se ha puesto un poco denso. No tenemos derecho a invitar a Floreana a tomar té para echarle encima todas las neurosis que nos produce su género. Mírale la cara, ¡pobrecita, se ve agobiada!
Flavián vuelve sus ojos hacia ella, indiferente, como si en estos últimos minutos, a pesar de haberla mirado, no la hubiese visto.
– No creo que Floreana se agobie -responde, despachando las aprensiones de su sobrino-. Cuando converso estas cosas con Elena, ella las transforma en encendidas discusiones, tiene la capacidad de azuzarme y ponerme frenos simultáneamente… mientras que a Floreana nada la inmuta.
– ¡Qué injusta comparación! -es casi un gemido lo que sale de la garganta de Floreana, la rabia y la pena entrechocándose-. Lo que pasa es que Elena te enfrenta con una seguridad que a mí nunca me has concedido. Elena es más inteligente que yo, tiene más mundo del que yo nunca tendré, y más encima se siente querida por ti. A mí me has tomado como el receptáculo de tus heridas y no me das nada a cambio. Si te resulto pasiva es porque contigo evito la guerra, justamente para no hacerte recordar lo que odias. Elena puede darse lujos contigo… ¡porque puede tocarte!
Se encuentra hablando como una sonámbula aunque había creído que iba a enmudecer sin remedio. Pero luego enmudece de verdad y su silencio amortigua la estridencia de tan desatinada afirmación. Se acaba de ver representando un papel que no se había propuesto, y se extraña de que la voluntad haya andado por su cuenta. El buen sentido nunca fue su gran cualidad y ahora viene de veras a hacerle falta.
Siente que Flavián busca la verdad. No lo percibe en sus palabras sino en el timbre de su voz.
– Lo siento, Floreana. Es que mis sentimientos han llegado a ser muy pobres. Como bien lo sabes, tuve la mala suerte de casarme con una mujer que asesinó poco a poco mi candor, dulcemente.
– ¿Y cuántas tendrán que pagar por ella?
Flavián encoge los hombros en una actitud que a Floreana le parece insoportable.
Pedro se interpone con rapidez, cambia el giro amenazante que parece llevar la discusión: se levanta y toma a Floreana, que ya lo imitaba, por la cintura.
– ¡Si yo hubiese nacido con la voz de Joan Baez! I killed a man for Flora, the lily of the west… -su entonación es armoniosa-. Vamos, el pesimismo puede enviudarnos la cara. Alégrate, yo mataría a un hombre por ti, Floreana, cuenta con eso.
Aunque Pedro y sus palabras la alivian, la sonrisa que Floreana le devuelve es forzada. No quiere mirar siquiera a Flavián, que en ese momento abandona la sala sin disculpa alguna. Es que la intensidad que ella proyecta sobre cada uno de sus actos no puede sino teñirlo y empaparlo todo, sea persona, reflexión o sentir. Un tinte, sólo un ligero tinte, se decía, se prometía, pero su otra voz reclamaba la mentira, descubriendo el probable cansancio del objeto de su intensidad.
Temiendo que su desgano pase a desesperanza, a los pocos minutos Floreana abandona la casa del doctor. Sale a protegerse en el disimulo de la noche.
– Se trata de tener una convicción, Floreana. ¡Una convicción tan cierta como irracional!
Negándose ella a volver a casa del médico, se encontraron al pie de la colina; han caminado por un sendero que bordea el pueblo por detrás hasta llegar a la caleta de pescadores, la que Floreana vio por primera vez desde el jeep de Flavián camino a casa de doña Fresia, hace tanto tiempo, una eternidad le parece. Los fuertes muslos de Pedro no flaquean como los suyos y su hermoso cuerpo cruza elástico por rocas y arboledas, como el buen felino que es. Al llegar a la playa enmudecen frente al restregarse incansable del oleaje al abordar la arena. Pedro se desprende de la manta que lo protege (todo gesto está destinado a repetirse, piensa ella) y, midiendo la distancia del agua, la tiende con esmero sobre la arena. Alisa las arrugas para que Floreana se acomode.
– ¿Quieres saber, amiga mía, cuándo conocí yo el dolor? -le dice quebrando ese silencio casi excluyente que impone el mar-. En mi anterior visita a esta isla me dediqué a escarbar y a interrogar a mi cerebro…
– Lo que no te cuesta mucho hacer…
– Retrocedí hasta los siete años. Cuando me prohibieron hacer teatro.
– ¿Siete años? ¿Qué te sucedió a los siete años?
– Estaba en el colegio y formaba parte del grupo de teatro: escribía el libreto, dirigía y actuaba. ¡Lo hacía todo! Me asigné a mí mismo el papel de diva, la súper protagonista. Y elegí al niño que más me gustaba para el papel de mi amante. Teníamos que abrazarnos. ¿Es necesario?, me preguntaba él. Lo dice el libreto, respondía yo, otorgándole a la letra impresa una objetividad separada de mí. Me vestía de mujer, me ponía unos pañuelos de cabeza de mi mamá como turbantes. En alguna ocasión usé una toalla y se me sujetaba de lo más bien con las vueltas que le di. Me colgaba encima lo que tuviera a mano, además de joyas y bisutería. Estaba apasionado en mi papel. Hasta que me llamó el cura encargado de la actuación y me previno: que tuviera cuidado con los papeles de mujer, me podían llevar a ciertas desviaciones. Luego me pidió que mejor me retirara del teatro. Mi obra se presentó sin mí. No fue el teatro mi pena: fue la brutalidad de esa impertinencia, de mi intimidad revelada.
Floreana busca una de sus manos con delicadeza y la guarda en la suya.
– Ése fue el primer dolor de mi vida -concluye Pedro.
Ella absorbe la complicidad y presiona aquella mano. Está tendida de costado sobre la manta, afirmada en su codo, lo que le permite mirarlo desde arriba. El yace entero horizontal: sus piernas, extendidas sobre la manta, se ven más largas de lo habitual y la estrechez del pantalón dibuja con detalle cada músculo. Bajo la tela, su bulto aparece insinuante, impúdico. Su pelo está revuelto como nunca, las claras ondulaciones le ocultan la frente; sus labios relajados -llenos, ampuloso el inferior- no ostentan en las comisuras gesto alguno que llame a la desconfianza. En otra situación su impulso la habría volcado sobre ese cuerpo tendido, pero el instinto, siempre sabio, le recuerda la inutilidad. Cuando se quiebra una promesa, el dolor y la culpa estragan pero las defensas se aflojan: quebrarla de nuevo ya no resulta difícil. Lo piensa con Ciudad del Cabo bailando en su mente. Liberando su mano, Floreana se limita a acercarla a esa cabeza en abandono. Sumerge sus dedos en el cabello ensortijado, empieza a jugar con él. Al cabo de un rato se descubre a sí misma acariciándolo.
Floreana no es estúpida; sabe perfectamente qué escena está tratando de repetir, yendo hoy más lejos; inconsciente, desafía a sus fantasmas por si en el revuelo lograra espantarlos.
Imposible que esto pase desapercibido para el hombre que se tiende a su lado. Su reacción es estirar sus brazos, envolverla con ellos y atraerla a su pecho, obligándola a reposar en un abrazo angosto y constreñido, donde cada miembro reconoce a su contrario. Allí sumergido, el cuerpo de Floreana tiembla, reavivándose dentro de él marcas inevitables, ancestrales. Cuando abre los ojos, divisa el lucero de la tarde, el que anuncia la oscuridad de cada día.
– Me he prendado seriamente de ti, Floreana -su voz surge de la nada, sorpresiva al romper un silencio que no se suponía fuera a ser roto-. No te vuelvas a Santiago. Quedémonos aquí un tiempo, trabajemos, pensemos, creemos juntos.
– No hagas invitaciones irresponsables -se lo dice levantando la cabeza, dulcemente-; además, la del pueblo no es tu casa.
Pedro se incorpora, ha vuelto a ser él mismo. Responde, gesticulando:
– Pero si ya se lo propuse a Flavián y no le ha parecido mala idea. Nadie niega que él sea de baja graduación afectiva, pero sufre también el temor de todos los de nuestra raza: anquilosarse.
– No me hables de ese hombre… Estoy furiosa con él.
– No le des importancia. Lo que ocurre es que Flavián siente que las expectativas que sobre él tienen las mujeres son abusivas. Más vale reírse o relativizar ciertas profundidades. Pero no te me escurras, estábamos en otra cosa.
– Mi vida real está en Santiago.
– Floreana: ¡ésa es una declaración convencional! Espero más de ti, ¿sabes? ¿Cambia en algo la suerte de tus yaganas si tú estás en el kilómetro número uno de la carretera Panamericana o en el número mil?
– Está José…
– Me contaste que se iba a quedar todo el año en casa de su padre. Puede venir a visitarnos, ¿por qué no?
Atónita al comprobar la relación que se ha generado entre ellos, sorprendida del interés que despierta en él su persona (¿cómo ocurrió?, ¿por qué?) y desconcertada al extremo (aunque el desconcierto es tibio y reforzante, por esa ambigüedad en la que se han deslizado esta tarde), vuelve a tocarlo. Como si no pudiese dejar de tocarlo. Invadida como está, no encuentra respuestas inteligentes a mano.
– ¿Estás idealizando tu vida en la capital, Floreana, Florinela, Florina? No olvides que la memoria es una obstinada falsificadora -a Pedro le gusta su contacto y le acaricia la cadera en respuesta.
– ¡Eres un loco, Pedro! -se levanta de un salto, estira el cuerpo y lo invita a hacer lo mismo-. ¡Vamos! Ya oscureció, tengo que volver al Albergue.
Y ver a Elena, estar con ella, vencer este incipiente veneno. Ella no tiene la culpa de nada.
– ¡Deja ese apuro! Respóndeme una sola pregunta: ¿qué es para ti la historia?
– ¿La historia? -Floreana se muerde el labio inferior-. Es para asirme de algo… en realidad, es un consuelo personal.
– Entonces, si tu ambición es edificar cultura, como es la mía, cultura es todo lo que un hombre puede construir entre el polvo y las estrellas. ¿Te das cuenta del espacio enorme del que disponemos? -Pedro dirige sus ojos al firmamento.
– No sé si alguien lo dijo o lo inventé yo, pero es así.
Es que había caído una helada durante la noche anterior en el pueblo. Había amanecido todo congelado, hasta los pensamientos, y Floreana los llevó escritos en su cara todo ese día. Pedro ha visto esas marcas, piensa ella, por eso me invitó, por eso me abrazó. Por eso todo. Nada sucede porque sí, nada es del todo casual o inocente.
Durante esa mañana recibió la primera carta de Constanza, y con ella la confirmación irrefutable de que el Albergue -para Floreana- tiene los días contados.
A la vuelta de la playa, con la carta desdoblada todavía, relee el último párrafo y se le escapa una sonrisa.
«…todos mis desmayos y presiones son glamorosos, pero no dejan de ser desmayos. (¿No radicará el problema, Floreana, en que estamos todas disculpándonos por existir, por estar envejeciendo y seguir vigentes pero culpables porque tenemos una nueva arruga?)
»A falta del Albergue, y de ti, me fui hace unos días a Olmué para estar radicalmente sola, para evitar todo estímulo, para sentir que nadie en el mundo me requería. Me senté frente al sol en una silla de lona, por fin ociosa y sin persona alguna a mi alrededor, todos los cerros arrojados a mi cara marcando mi imperturbable retiro. De repente siento la voz de un hombre a mis espaldas que llama: ¡Carmen! No hay respuesta. ¡Carmen!
»No, no soy yo. No me llamo así, no soy Carmen. Oh, qué maravilla, ¡no me llamo Carmen! Agradezco a los buenos oficios mi nombre. Esta vez soy yo: Constanza. Esta vez no debo responder, por una vez en la vida no debo responder; esta vez no me llamo Carmen.»
Floreana dobla la carta diciéndose que Constanza ama de verdad; por lo tanto, todo acto que ella hace es legítimo.
Tendida sobre la colcha blanca tejida a crochet, ha contemplado largamente el techo mientras piensa, por vez primera, en lo que significará volver a lo suyo. Santiago, la ciudad desvivida. Piensa en su cotidianidad, en los perros que le ladran sistemáticamente en las veredas -lo han hecho con ella desde que nació-, en los taxistas del paradero de la esquina con los que habla de fútbol y de política, en las eternas y calladas horas frente a su escritorio mientras los pájaros trinan en la ventana, en el vicepresidente del partido que impedirá sus conversaciones nocturnas por teléfono con Fernandina, en Isabella corriendo entre la chacra, la mina, su marido, la crianza de sus hijos y de sus sobrinos casi huérfanos. Piensa en lo que no quiere pensar: la ciudad sin Dulce. Y aunque es temporal, contraria a la acerada permanencia de todo lo demás, en su propia casa sin José.
La sacude un sobresalto potente como esas ráfagas de viento a las que se ha acostumbrado en la isla.
Mira los papeles acumulados en el cajón de su cómoda: la vida y la muerte del pueblo yagan la esperan. Observa el espesor de las fichas y da vuelta su cabeza. No hay energías. La mayor parte del peso de su maleta era esto. Trajo muy poca ropa, porque casi no tiene. No le fue concedido ese don de la mínima mundanidad. El peso de su maleta es el de su trabajo. ¿Cómo pensar en tres meses de su vida -a estas alturas- dedicados nada más que a sus emociones? El trabajo la desembarazaría de la culpa que siente ante el dinero familiar invertido en ella, aunque ese dinero le pertenezca. No, nadie la apremia; los plazos de la Fundación son amplios, no le han puesto fecha límite. Sin embargo, se siente comprometida a apurarse. Es un problema nada más que entre su súper yo y ella.
Los papeles no han sido tocados sino una vez -para leer una ficha- desde que pisara la colina del Albergue.
Se levanta de la cama, va al baño a tomar un vaso de agua. La cabaña está vacía. Sólo la pequeña ventana del baño le regala un ángulo de la luna, como a Heidi en la casa de su abuelo en la montaña, cuando dormía en ese altillo de paja con la luna encima de ella. De esa luna parcelada cuelga algo de su infancia.
Floreana se imagina llegando a la ciudad; al abrir la puerta de su departamento, entra a la primera casa que fue suya, la de sus padres. Vuelve a correr, adulta, por ese pasillo lleno de sorpresas. Son las luces de esas muchas ventanas que dialogan entre sí, que existen unas gracias a las otras, que se refractan y complementan. Se atraviesan los olores, ¿qué olor específico era? No puede definirlo, pudo ser el pasto fresco recién cortado, la leña, las comidas. Algo de albahaca y de cebolla. Algo de ají. Algo de pulpa, jugosas las carnes en la parrilla caliente, jugosos los melones y las sandías en el verano. Es su casa de toda la vida la que está ahí, la que no le pesa por haberla acarreado siempre en el inconsciente. Cocina y pasillos, luces y olores, ésa es su casa paterna. Floreana anhela volver a oler con esa misma propiedad, pues sólo entonces podría conectarse otra vez con lo atávico, porque nunca más tuvo algo tan de ella. (El país natal eres tú, le había dicho Pedro.) Y porque ahora, más que antes, las casas han llegado a tomar un lugar tan central, una importancia distinta -verdaderas cuevas, refugios- por lo retirado que cada uno vive del otro, de los otros. ¿Es que sus casas de adulta nunca reprodujeron el olor de un horno atildado, el sabor de las hierbas? ¿Y la textura en la luz que le regalaban los vitrales a la casa paterna? No, ¡no me lo digan, por favor, si fue la única que tuve! Si he sido incapaz de impregnar ningún otro espacio, prefiero no saberlo.
Con la melodía de la más pura nostalgia, vuelve a su dormitorio, abre el cajón de la cómoda y extrae las fichas de su investigación. Se sienta con la espalda muy recta en la silla frente al pequeño escritorio. Se frota nerviosa las manos, pidiendo callado auxilio.
«En sus miradas hay algo que no es venganza ni sumisión, sino más bien la queja amarga y contenida ante la cruel necesidad de ocultar ambas cosas a la vez. Es el valor trocado en desesperación por la certidumbre de que aquel sitio es el designado para guardar sus despojos, como los últimos de una raza expoliada.»
Levanta la mirada de sus fichas y a través de la ventana asoma un pedazo de isla.
Aquí en Chiloé, piensa Floreana, en su paz helada y su dura contienda con la tierra, se encuentra un trozo de Chile, casi ajeno a ese nombre y a lo que su bandera significa hoy, distante de ese pomposo despertar del subdesarrollo, esa prosperidad pagada de sí misma que a los isleños no los alcanza. Y si mi bandera ha de ser ésta, se dice ella, me siento más cercana a sus espacios de tierra sureña, pobre y desolada, que a aquéllos del norte donde tantas veces la exclusión me barre la cara, recordando mi espíritu un poco errático.
Edificar la cultura: Pedro parece burlarse de ella detrás de las cortinas. Floreana no desea malherir sus propios acuerdos, pero a pesar de Pedro son miles los Flavianes que rondan su dormitorio, los que invaden su órbita, los que le roban su cordura.
Caminaban todas hacia el pueblo y, mientras bajaban por la colina, una pincelada púrpura hizo que el cielo se pareciera a las hortensias. La luz desistía con la promesa de una venidera oscuridad donde poder recogerse. Los árboles y el paisaje parecían recién hechos… o así se lo dictó a Floreana su pupila. Su sombra, que no había cesado de serpentear al sol, se proyectaba ahora en la penumbra por delante de ella.
Él estaría allí: directo, desenfadado, quizás lejano, pero al fin y al cabo siempre él.
Agiliza el paso para alcanzar a Olivia, que se ha adelantado junto a Toña y Angelita. Detrás viene Elena, acompañada de Olguita, Aurora, Cherrie y Maritza. Rosario, Graciela y Patricia conforman un último grupo que ha esperado a Consuelo, atrasada como de costumbre.
– Con la edad, las curvas empiezan a desperfilarse -había comentado Patricia mirándose al espejo con gesto crítico, en el salón de la casa grande-. Descubres la papada en vez del mentón, las piernas ya no son piernas, se engrosan las muñecas… pasan a ser «muñecas de muñeca», como las de Cherrie.
– ¿Tanta autocrítica para una simple fiesta del pueblo? -pregunta, sospechosa, Graciela a sus espaldas-. ¿No tendrás alguna intención escondida?
– Escondida, nada. Le tengo echado el ojo al doctor ése desde que llegué, pero no me ha dado ni la hora. A ver si hoy consigo al menos bailar con él. ¿Cómo nos vendría un pequeño atraque, para empezar a hablar?
– No, yo estoy en otra, no quiero saber de atraques ni nada parecido…
– El invitado del doctor es mucho más atractivo que él. ¿Se lo han topado? ¿No lo han visto en el almacén o en la Telefónica?
– Sí, por favor, lo capté el mismo día que llegó. ¡Es estupendo! ¿Han visto la facha sexy que tiene?
– Lo que es yo, nada de profesionales dándoselas de caritativos con los isleños; a mí me gusta uno de los pescadores, un macho recio, muy fornido. ¡Ojalá venga hoy día!
– Ah, no, yo soy clasista, nada de pescadores. A mí me gusta el ingeniero de las pesqueras.
– ¡Supiera el cura las connotaciones que le estamos dando a su fiesta! Se le caería el poco pelo que le queda…
Una especie de mareo acomete a Floreana. Retiene el aliento al experimentar un descenso en su humor, un bajón que muy luego se convierte en temor, y asoma en ella la tentación de prohibirse para siempre toda expresión, ya que evitar el sentimiento, definitivamente, no está en sus manos. Mantiene su fisonomía imperturbable, consciente de estar al borde de volverse vacilantemente mentirosa.
Ya lo sintió la noche anterior, después de la comida, cuando Angelita lanzó en la cabaña lo que a su juicio era una pregunta crucial:
– ¿Qué nos vamos a poner mañana para la fiesta? Acuérdense, chiquillas, ésta no es sólo la fiesta del pueblo, también es nuestra despedida. La de Toña, la mía y la de varias otras. ¡Vamos a partir todas juntas!
– Elena, con justa razón, quiere matar varios pájaros de un tiro.
– Yo me voy a poner mi minifalda naranja, la de cotelé. Me hace juego con el pelo.
– Te vas a cagar de frío con una mini… -opina Olivia.
– ¿Quién se caga de frío bailando? -responde Toña-. Además, me queda regio…
– Sí, ¡se te ven unas piernas espléndidas, espléndidas! -exclama Angelita.
– En honor al cura, me voy a sacar la chaqueta amarilla. Pensándolo bien, es entretenido usar faldas, por una vez que sea. Traje una muy cortita, de ésas que usan las argentinas.
– ¿Y tú, Floreana, cómo te vas a vestir? -interrumpe Angelita-. Mi camisa de cabritilla te queda tan bien… pero ya te la pusiste para esa comida donde el doctor.
– Media huevada -interviene Toña-, ¿tú crees que los hombres se acuerdan?
– Me da lo mismo qué ropa usar… mañana veré.
– Che, ¡qué indiferencia! -la mira de reojo Olivia.
Al día siguiente, cuando se acerca la hora, la cabaña es un solo gran desorden: las toallas tiradas en cualquier parte, las blusas y los suéteres desparramados; los adminículos de belleza inundan los dos baños y la mesa del desayuno.
Toña se ha ofrecido como maquilladora oficial. Mientras le echa una base de polvos compactos a Olivia, suspira.
– Me parte el alma dejar el Albergue.
– No pienses en eso, concéntrate en esta noche.
– De acuerdo -interrumpe su trabajo y sonríe-. Parecemos cabras chicas. ¡Qué fantástica nuestra capacidad para engancharnos con cualquier lesera!
– ¡Una fiesta en el gimnasio del pueblo…! ¿Habríamos sospechado en Santiago que algo así nos iba a excitar tanto? -ahora la que suspira es Olivia.
– La gracia está en bailar. Yo no bailo desde que llegué aquí -especifica Toña.
– Lo que es yo, hace más de un año -informa Olivia.
– Y yo, desde Ciudad del Cabo -replica Floreana-. Vale decir, una eternidad.
– ¿Y si nadie nos saca a bailar? -se preocupa Angelita.
– Bailamos entre nosotras, eso es lo de menos -la seguridad de Toña impregna el aire.
Avanzan en tropel hacia el gimnasio. De lejos se escucha la música, un ritmo de merengue le saca ya los primeros pasos a Angelita que, alegre, grita «¡viva la parranda!» El estómago de Floreana se recoge. Flavián es amigo del cura, no puede faltar. Odia esta ansiedad adolescente, su vértigo anticipatorio.
Han transcurrido seis días desde ese domingo ventoso y no lo ha vuelto a ver; tampoco ha enviado él señal alguna. Sus citas con Pedro, en cambio, han sido diarias. Pedro se ha introducido en su existencia sin que ella alcanzase a advertir la relevancia que han llegado a adquirir esos encuentros. Transcurren lejos del policlínico, en total discreción. Floreana se arranca del Albergue después del almuerzo y llega en la tarde a la convivencia colectiva sin que nadie haya notado su ausencia. Se ha saltado varias horas de silencio y eso sí le genera culpa. Constanza la habría sorprendido, pero Constanza ya no está. Angelita y Toña han ido cerrando progresivamente un cerco en torno a sí mismas, involuntarias excluyentes, concentradas de tal modo la una en la otra que Floreana no cabe allí. Olivia no importa, es nueva, pasa poco en la cabaña, se ha identificado con las intelectuales más que con ellas y no parece atenta a la rutina de esos dos dormitorios.
Para justificarse, piensa que sus indisciplinas han sido válidas porque Pedro le transmite alegría: con él se siente alegre como alguna vez lo fue, ya no recuerda cuándo. ¡La alegría! Si algo caracteriza a las mujeres del Albergue, pese a los dolores con los cuales cada una llegó, es que todas son alegres; todas menos ella, cree Floreana. Las mujeres en general son alegres cuando conviven entre ellas, piensa, y tienen una enorme capacidad de reírse de sí mismas. ¿Por qué yo no?
Pedro es su alimento, Pedro es su juego, Pedro es su baile. Es, en una buena medida, su desafío. Pedro drena su asfixia. Con Pedro el tiempo interno se burla del externo, con él ríe, con él habla de lo recóndito. Pedro es su pleito. A él puede tocarlo. De hecho, lo hace cada día con más desenfado, y aunque sus manos no son catedrales, acarician de vuelta. Actúas por un mero mecanismo de reemplazo, le dice una de sus voces con severidad. No, responde la segunda voz, porque no llegarás a ninguna parte con Pedro. Es como tener un pedazo de Flavián, dice la primera, es tu puerta hacia Flavián. ¡Mentira! Floreana se enoja con sus voces: Flavián no tiene nada que ver con esto; ¡y no toquen a Pedro!, ¡él es suficiente en sí mismo y yo soy su amiga! ¿Has pensado en lo joven que es, Floreana, y además en que nunca harás el amor con él? Lo sabes, ¿verdad? ¿De qué te sirven sus manos, entonces, y ese pecho caliente? Al menos Flavián es un hombre.
¡Cállense!
Desde la puerta del gimnasio, observa en panorámica el paisaje de la fiesta. Al fondo de la amplia sala están las bebidas, sobre un largo mesón cubierto con un mantel plástico de cuadros azules y blancos; al lado, el sacristán vela por la radio gigante y por las cassettes, designado por el cura para hacerse cargo de la música. A cada costado de la sala, dos hileras de sillas se ordenan en fila, una al lado de la otra; son las sillas de la escuela. Allí están sentadas las mujeres del pueblo, todas endomingadas, siempre recatadas, con las piernas muy juntas, estirando y bajando constantemente los bordes de sus faldas. Los más viejos las acompañan. El resto de la concurrencia deambula en grupos o baila. Varios jóvenes se han concentrado, bulliciosos, al lado de las bebidas y toman cerveza, chicha de manzana o vino tinto, riendo entre ellos. El Curco y Maruja, que han llegado temprano a ayudar, sirven papas fritas y pequeños trozos de queso fresco. La imagen de Maruja la enternece: a pesar de tener manos de carbonera, hoy en la tarde se ha dado el tiempo para pintarse las uñas, extrayendo de su baño un modesto frasquito de esmalte rojo, un gesto que le sugiere a Floreana el inmenso esfuerzo que toda mujer hace, sea cual sea su situación, para no abandonar su cuerpo. El Payaso, rapado y aparentemente sano, baila con la señora Carmen, la del almacén, y Floreana se pregunta cuál será la famosa María que siempre se esconde en la bodega con el azúcar. El cura, como buen anfitrión, va de aquí para allá, pendiente de todos, hablándole a cada uno. El alcalde también se ha arrimado al mesón del fondo y desde allí conversa, muy serio con su vaso en la mano, con el carabinero del anillo con la piedra roja, con el presidente de la Junta de Vecinos… y con el médico del pueblo. Ya, por fin sus ojos dieron con él. Como todos los demás, se ha vestido con formalidad para la ocasión y a Floreana no le pasan inadvertidas su chaqueta azul y su corbata, ni lo estilizada que se ve su silueta. Pedro, en cambio, con sus estrechos bluyines y una casaca de cuero, más parecido que nunca a David Hemmings -«buenmozo, buenmozo», dijo Angelita-, está situado al costado izquierdo de la pista con un grupo de pescadores y aparentemente les cuenta algún chiste.
Nadie puede ignorar la llegada de las mujeres del Albergue, son tantas que en un instante cambian el panorama del gimnasio.
Cuando Pedro la divisa, deja a los pescadores y atraviesa la sala, avanza hacia ella y se apresura a abrazarla ante la absoluta sorpresa del resto de las mujeres, que sólo sabían que fue invitada a comer una noche por este admirador de sus libros.
– He convocado a los invencibles dioses de la lascivia y de la perversión, como dice un amigo mío, ¡para sobornarte los sentidos! -se lo susurra como si acabase de oír a las voces de Floreana peleando.
Floreana es incapaz de establecer en ese instante los motivos precisos de su goce, pero la risa que le devuelve a Pedro es una risa iluminada. Hasta que ve de pronto al alcalde caminando solo hacia Elena y, al escrutar la mirada de Flavián, percibe que ésta se cubre de una fina desidia, irradiando una distancia infranqueable. Nadie, ni siquiera Elena, se ha atrevido a acercársele. (¿Elena? ¿Tampoco Elena?)
Cuando el sacristán ve que todas ya se han incorporado, cambia la música y a todo volumen empieza un ritmo de cumbia que tienta a los invitados con El negro José. En un momento la pista se repleta. Pedro saca a Floreana a bailar, qué bien lo hace, mientras los jóvenes disuelven su grupo y también los pescadores, y se prueba que las aprensiones de Angelita eran infundadas: cada mujer del Albergue se ha hecho de una pareja para la cumbia y todas aprovechan para cantarla ruidosamente. Sólo el cura, el carabinero y Flavián se han quedado inmóviles al fondo del gimnasio, observando.
La fiesta se ha armado. Cuando Floreana siente las primeras gotas de sudor sobre su frente y su cuello, Ciudad del Cabo se hace presente: no olvida que el baile y su voluntad nunca van de acuerdo. Mientras los ritmos sean movidos, está salvada. Teme los brazos de Pedro, la sensualidad de Pedro, el cuerpo de Pedro, su pubis siempre abultado. No debe su vientre dislocarse…
Y sus temores se confirman: el ritmo cambia de improviso y una voz empalagosa entona las primeras notas de El rey. ¿Cuántas veces ha escuchado las increíbles palabras del mexicanísimo José Alfredo Jiménez, dejándose cautivar por ellas a pesar del rechazo intelectual que le causaban? Ante su estupor, ve a Flavián avanzando hacia ella. Sin preguntarle nada, la toma por la cintura y Floreana se deja llevar: el baile ha comenzado. Pulcro, medido, él da pasos exactos y mantiene la justa distancia física que dictan el buen gusto o la prudencia.
– No te he visto en estos días -dice él sin mirarla, su boca próxima al oído de Floreana.
– No.
Está sorprendida; lo ha controlado desde lejos y sabe que es primera vez que él pisa la pista. La ha elegido, según la lógica económica de Constanza, en un momento en que las opciones de inversión son vastas para él y la competencia muy alta para ella.
– Me has hecho falta. Parece que me estoy acostumbrando a ti.
– Al revés, yo trato de desacostumbrarme -le contesta espontáneamente Floreana.
– No necesitas hacerlo. ¿Para qué? -todavía no se miran, hablan cada uno al aire a través de la cabeza del otro.
– Tú lo sabes.
– ¿Qué es lo que debiera saber?
– Lo fácil que resulta vulnerarme. Yo muestro de una vez todos los flancos, no disimulo, no guardo nada… ¡No sé protegerme!
Entonces Flavián la mira; ahora sus ojos son risueños.
– Por eso resultas querible. Debes ser el último ser humano en este planeta que todavía no se protege. ¡Pero no lo hagas conmigo! Yo no te voy a comer, te lo prometo.
El cierre que él da al abrazo es leve, muy leve, pero ella lo percibe. No en vano es la primera vez que siente ese cuerpo envolviéndola, es lo más cerca de él que ha estado nunca. En Puqueldón fue su mano, sobre el caballo fue sólo su espalda, en la caleta fue su brazo. Ahora es todo su cuerpo, todo su cuerpo. Manteniendo el aire risueño, él agrega:
– Debo reconocer que estoy un poco celoso del Impertinente. Me da la impresión de que ustedes ya no se separan…
– Acertado, doctor, acertado.
– Y eso, ¿por qué razón?
– Porque él tampoco se protege.
A Flavián no se le escapa la mirada inteligente y directa de Floreana, y continúa el baile en silencio, mientras ella se ordena a sí misma: debo resistirme a sus palabras; tratándose de él, ya ha dicho muchas, ¡por favor, que no me sumerjan en la embriaguez del romanticismo!
Súbitamente pendientes de la canción, ambos parecen escucharla muy atentos. Cuando termina, Flavián la suelta y ella entre que ríe y se emociona; a su vez, él sonríe burlón e irónico:
– Toda una pieza El rey, ¿no te parece?
Ella vuelve a reír, incapaz de hablar, como una colegiala. Se pregunta qué debe hacer ahora.
– Está bien -dice él como si le respondiera-. No te muevas de aquí: voy a pedir que toquen algo adecuado para ti.
Floreana se queda parada en la pista, inmóvil, rogando que nadie se le acerque para que él pueda volver, y se da cuenta de que está siendo observada. Son muchos los que la miran mientras Flavián se aproxima a la enorme toca-cassettes que los convoca desde el fondo del gimnasio.
– Adelante, doctor, ponga lo que usted quiera -le dice el sacristán.
Flavián introduce su mano en el bolsillo trasero de su pantalón y extrae una pequeña cinta que coloca con mucho cuidado en el estruendoso aparato. ¿Venía preparado?, se pregunta Floreana, atónita. Vuelve donde ella, que se ha mantenido sola, le dedica un gesto galante, se inclina con una venia y la toma entre sus brazos.
Llegan las primeras notas a sus oídos ya perturbados.
– ¿Un tango entre gaitas? ¿Qué es esto?
– Es Loreena McKennitt -responde él mientras acomoda su mano derecha en la espalda de Floreana, un poco más arriba de la cintura-. La irlandesa, ¿te acuerdas? Pedro nos la presentó.
– ¡Qué belleza! Y qué extraña esta música aquí, en la isla de Chiloé.
– Es una primicia… para ti, para los dos… Se llama Tango to Evora -estrecha el cuerpo de Floreana contra el suyo y baja la voz-: Entrégate.
Como una orden.
No era un misterio para Floreana que Flavián poseía, con respecto a las mujeres, un riguroso código personal. No sólo por cuidarse de lanzar frases afectuosas indiscriminadas, sino por el temor de que sus propios dichos lo comprometieran. Y esta vez lo desconoce. Entrégate.
Floreana percibe una corriente de timidez en el círculo humano que la rodea. El pueblo no tiene una respuesta danzante para Loreena McKennitt, ella está fuera de lugar, es un elemento demasiado foráneo, aceptado sólo porque viene del médico. Solos en la pista, los primeros pasos le resultan un suplicio al saber que todos los observan. Estoy dando el espectáculo de mi vida, todo mi absurdo al descubierto. Elena me mira fijo, Toña y Angelita me señalan, Pedro está sonriéndome desde lejos: todo eso cruza su mente hasta el momento en que, en una especie de arrebato, Flavián le oprime la espalda, hunde las manos en su carne encerrándola y al ritmo de la música la obliga secretamente a situarse en el lugar exacto, el que ambos necesitan para sentir. Baja su cabeza, la acerca a la de Floreana, su barbilla recién afeitada con olor a limpieza viril repasa primero sus mejillas, luego su cuello, para detenerse a hurgar en el nacimiento de ese cabello negro y grueso que alguna vez ella peinó en una trenza. No importa, nada importa, es lo último que alcanza a pensar Floreana antes de registrar que sus pantalones son delgados, bendita Angelita que la obligó a ponérselos cuando ella pensó que no la abrigarían, delgados, disponibles, virtual desnudez para cada uno de los pliegues del hombre que la toma, antes de perder por completo la lucidez.
Entonces el pueblo se nubló, porque la pelvis de Flavián comenzaba la búsqueda de la suya, ensayando flanquearla, cubrirla. Claro, las decenas de ojos no fueron más que pequeñas luces remotas que los acompañaban en una lejanía otra, ajena.
El alma desmayada arrojando este suspiro, ay,
y caída en los brazos del amor divino.
¿Qué bendita irlandesa ha cruzado el océano con su música para convertir su cuerpo en una brasa, en un puro deseo? Él la busca con aspereza, la instala en una emoción precisa. Los guía el puro instinto, y los lleva a escoger lo mejor. Esto es el comienzo del fin, siente el corazón contraído de Floreana. El ritmo ha penetrado sus venas, sus arterias, sus vasos comunicantes hasta no dejar un solo espacio libre. Floreana entregó sus escudos defensores y Flavián los horada como si fuese su adversario o, peor aun, su constructor. Porque cerrando ambos los ojos, el rapto arrasa con toda existencia posible: gimnasio, Albergue, pueblo, isla, todo lo que no fuese una mano que descendía por su cintura ciñéndola, ciñéndola, una pelvis que gira con urgencia tanteando a su opuesta, hasta ensamblarse, hasta atornillarse amalgamadas en un algo de fuego, lenguas del más allá que ya ninguno controla, que ninguno planificó ni previo. El mármol por fin derritiéndose, la seducción convirtiéndolo en materia flexible para miembros ayer agarrotados. Eran sólo dos cuerpos abrasados, dos cuerpos que se imploraban en el peor y más febril, el más delirante de los abrazos, buscándose voraces, absortos en esa necesidad eterna hasta encontrarse y sólo entonces se funden el uno en el otro y en el sonido amoroso del tango que no es tango sino quebranto que se adhiere a la vida de una mujer, y Evora los quemó como nada lo había hecho por siglos y siglos.
Se imploraban tanto.
Hasta que la música -¡nada es eterno, Floreana!- terminó y ella despertó de esa violenta dicha. Abrió los ojos y encontró una realidad nocturna frente al mar. Y el pueblo aplaudió, la gente del pueblo aplaudió su fiebre.
Sus mejillas están tan azoradas, su rostro tan desencajado y sus muslos tan húmedos que no puede sino mirar el suelo. Cada parte de su cuerpo se envuelve en tal temperatura que resulta imposible dar la cara a nadie. La reconforta ver a Flavián en igual estado, mirando hacia abajo, los brazos colgando como si le sobraran, vacíos, como si no supiera ya qué hacer con ellos, incapaz de enfrentar ni al público ni a ella. Entre ambos, el silencio estruendoso, absoluto. Un silencio feroz. La definitiva absorción de cada uno por el otro no puede sino anclarlos en el mutismo.
Este latido tuyo recorriéndome.
Ni siquiera Ciudad del Cabo -en su repetición- la rozó esta vez.
Floreana no pudo con su propio cuerpo. Solamente Flavián conocía la verdadera dimensión de ese abandono, sólo Flavián podría discurrir ahora sobre lo que han tocado. Él ha cubierto su fragante desmesura, un cuerpo desmadrado, como un potro arrancado de las manos del hombre que lo quiere domesticar. Desbocado por el tango, por unos brazos calientes, por un pubis duro y rastreador. Esa dureza, la que ya se ha acoplado -sin vuelta atrás- a su propia carne, podría hacerla sucumbir, rendirla para siempre, directamente matarla. Todo gracias a una irlandesa que juega a disfrazarse de tango y que los reúne en este rincón de un sur casi austral frente al Océano Pacífico, en un remoto país llamado Chile.
Entonces Floreana se va. Entre nieblas ve que se acerca Prosperina, una de las empleadas del Correo, bamboleando sus enormes pechos, cimbrando su cintura, abriendo los brazos para bailar con el doctor como si todo el gimnasio se hubiese arrebatado, como si la excitación de Floreana, extendiéndose, provocase el goce de cada criatura allí presente.
Flavián, con paso lento, vuelve donde el sacristán, retira su cinta, la guarda en el bolsillo trasero del pantalón y, ya con ritmos familiares, toma otro cuerpo de mujer sin que sus ojos busquen siquiera a Floreana.
La fiesta continúa.
La pista está libre. Quédense con su bendito doctor, se lo regalo a ustedes, cómanselo entre todas. Yo me voy.
Y la fiesta continúa.
Nadie le pone atajo. Floreana sube el cerro hasta el Albergue, sordas escalan sus piernas, no percibe la oscuridad. No es posible ignorar el invierno ni el mar, pero ella lo hace… No se detiene hasta llegar a la cabaña, entra en su dormitorio y se tumba sobre la cama. Porque efectivamente fueron convocados los dioses de la lascivia y lograron sobornar sus sentidos. Porque durante ese tango sintió lo incógnito.
¿A cuántos gestos les hemos dado el nombre de amor?
Ahogada, turbada, y sin embargo extrañamente engrandecida, ya no podrá ser, quiéralo o no, la misma. ¡Dios mío, el deseo! ¡Cuan avasallador e inoperante, cuan irreversible!
Tras un obstinado insomnio, Floreana amaneció nublada. Los sucesos de la noche habían sido tan intensos que la dejaron ciega para el próximo día. Ni pensar en abandonar su cama: el ruido familiar sobre el techo, reconfortante y monótono, indica que hay lluvia. La contempla por la ventana. ¡Se va a instalar para siempre aquí esta lluvia! Por primera vez durante su estadía en el Albergue -la que terminará más pronto de lo que ella quisiera- no se ha levantado, faltando a sus tareas matinales. Llamó al impulso, al único que podía interrogar, para preguntarle cómo sacarse del cuerpo esos anhelos ancestrales; pero el impulso no le respondió.
Las sábanas son Flavián: ropaje para su tibieza, cómplices para su desate. Son su cobijo. Se apega a ellas, se esconde en ellas, las sujeta, ¡que no se escurran! Pasan las horas matinales y ella espera, no sabe qué. Una pequeña voz comienza poco a poco a zumbarle dentro y le muestra una cierta cobardía… hasta obligarla a detener su devaneo y enfrentar el mundo más allá de su dormitorio. Vasto o diminuto el mundo allá afuera, pero mundo real al fin. No sabe si la realidad, sólo por serlo, resultará más consistente. O si la expresión de otros ojos será un espejo más eficaz de sí misma. Se levanta, cruza la pequeña sala vacía, las puertas de los otros dormitorios están cerradas. Se acerca a la de Angelita, no, no tocará, no dará los dos golpecitos de siempre, se asomará nada más por si también ella se ha quedado dormida; sí, Angelita duerme con la placidez de una niña. Angelita no está sola, Angelita duerme en el abrazo de Toña.
Floreana cierra la puerta muy despacio.
El hambre la empuja a salir de la cabaña. Se coloca un buzo con rapidez sobre el piyama, se echa la manta encima y corre a la cocina, no quiere ver a las demás, no aparecerá por el comedor. Llega empapada, toma el primer paño que encuentra a mano y busca a Maruja mientras se seca descuidadamente la cara y las manos. Maruja no está. La chiquilla del pueblo, una de las que van por el día al Albergue para ayudar en la cocina, le informa que Maruja está enferma. ¿Enferma?, ¿qué quiere decir eso, a estas alturas? ¿Pescó un resfrío o se volvió loca? No, algo le cayó mal anoche, muy mal, no puede levantarse, ha venido el doctor a verla.
– ¿Quién? -pregunta nerviosa, olvidándose del hambre.
– El doctor, pues. La señora Elena lo mandó llamar. Llegó en el jeep con el Curco.
– ¿Y está aquí? -helada, suelta el paño y lo deja caer al suelo.
La chiquilla no alcanza a responder, vuelve la cabeza hacia la puerta trasera de la cocina al oír voces. Floreana piensa esconderse, pero es tarde: Elena y Flavián están ahí y se dirigen hacia ella. Él lleva puesto su delantal blanco y de su mano cuelga un pequeño maletín. Es el doctor, ya no el hombre del tango; ha recuperado su aplomo y así lo demuestra al saludarla. Ella responde algo ininteligible, algo parecido a un saludo, y recoge el paño de secar, lo que le permite no mirarlo de frente.
– ¿No quieres tomarte un café? -lo invita Elena.
– Muchas gracias, no puedo. Tengo a varios pacientes esperando, les avisé que volvía pronto. Hago los arreglos para Maruja y te aviso -siempre de pie, mira de paso a Floreana y, como en un intento de incluirla, le informa-: Es la vesícula, le está jugando una mala pasada.
Floreana se consterna: ¡pobre Maruja!, ¡qué lesera!
Elena precede a Flavián hasta la puerta de salida. La cocina es larga. Cuando Elena atraviesa el umbral y desaparece, Flavián se vuelve y se acerca a Floreana. Le roza con un dedo la mejilla y le dice con un tono cariñoso, pero -para el gusto de ella- demasiado dueño de sí:
– Nada de arrepentimientos, ¿verdad?
Floreana se ruboriza. Balbucea un «no».
El vuelve a acariciarle apenas la mejilla y sonríe, como si algo lo divirtiera.
– Yo creí encontrarme con una recia exponente de los noventa, y me veo enfrentado a una damisela del siglo xviii.
Se va, dejando la cocina vacía. Más vacía de lo que nunca estuvo.
Floreana no se ha movido, sigue cerca de la puerta con el paño en la mano. Así la encuentra Elena. ¿Por qué ella nunca muestra huellas, ni de lluvia, ni de sueño, ni de cansancio? Esto resiente a Floreana, que sólo constata en Elena un justo grado de impaciencia.
– ¡Todo amaneció tan desordenado hoy! -exclama-. Nadie se levanta, Maruja está enferma… ¡Un desastre!
Floreana no abre la boca ni se mueve. Elena se acerca al fogón y levanta la tapa de una enorme olla que hierve.
– ¿Tienes hambre?
– Un poco.
– Siéntate. Hay litros de caldo de gallina, para todas las trasnochadas.
Su sonrisa alivia a Floreana, que toma una silla y se sienta cuidadosamente. El pan está sobre la mesa al lado de un enorme corte de queso fresco. Lo toma y parte un trozo con la mano; mientras lo saborea recuerda que no ha probado bocado desde la tarde de ayer. Le sabe bien, tan bien como la llama del fogón y ese olor a sopa reparadora en un día frío. O como todo lo que la cobije, todo lo que la inunde de nostálgica domesticidad. Luego de servirle un enorme plato de caldo, Elena despacha a la chiquilla, la envía a acompañar a Maruja, y ambas mujeres se quedan a solas.
Floreana mira su cuchara. Ha desaparecido el bienestar, fue tan breve. No osa levantar los ojos, ésta es la última situación que habría deseado. Y como se decretó de antemano vencida, no la sorprende la pregunta que Elena le dispara, arrancándole las nubes de su cabeza.
– ¿Por qué abandonaste de esa forma la fiesta anoche?
– No sé.
– Si no quieres hablar, estás en tu derecho -su modulación a la vez cálida y asertiva confunde a Floreana; están sentadas frente a frente y Elena, apoyando los codos en la mesa y sosteniendo su barbilla con ambas manos, da la impresión de contar con todo el tiempo del mundo.
– ¡No hay caso! Si es siempre lo mismo, Elena… en un baile yo puedo dejar mi vida.
¡Por la cresta!, se recrimina.
– ¿Recuerdas que te lo dije un día? No puedes forzar la castidad, eres muy joven para eso.
– Créeme, ¡lo he intentado tanto! -un eclipse, piensa Floreana, que se escondan la luna y el sol para que nadie me vea.
– Lo que prueba lo inútil que ha sido. El deseo es feroz, ¿verdad? Puede dar tanto miedo.
(¡Cómo es posible que un cuerpo determinado encienda y duela así! ¡Cómo es posible que su solo contacto, o sus huellas, perfore así!)
– Te vi anoche, Floreana. Todas te vimos, y el pueblo también.
Ella no responde, hunde la cuchara en su sopa como si en eso se le fuera la vida, rabiosa de sentirse tan poca cosa ante Elena, de palpar su superioridad, de comprobar una vez más -en desmedro de sí misma- la enorme distancia que las separa.
– No necesitas decirme nada. Sé perfectamente en qué estado te encuentras y creo que te convendría escucharme: estás dando una pelea difícil. Han pasado muchas mujeres por el Albergue, algunas con bastante más experiencia y destreza que tú en estas lides, Floreana, y ninguna se ha atrevido a dar semejante pelea. Flavián las paró en seco… Pero contigo es extraño, ha llegado más lejos.
– ¡No soy, ni con mucho, una conquistadora, Elena! Si las otras hubiesen tenido mis oportunidades, otro gallo les habría cantado. ¿Te das cuenta de que es sólo el azar? Probablemente a ninguna de ellas le tocó acompañarlo a una isla y quedarse aislada con él por una tormenta… o escribir libros que justo su sobrino hubiese leído. Puras casualidades, no es que yo sea mejor que las otras. Al revés, yo no sé conquistar.
– Tu encanto puede radicar exactamente en eso, quién sabe. Debo reconocer que te admiro, ¿sabes? Corres un riesgo, uno que yo conozco, y tal vez puedas ganar.
– ¿Uno que conoces?
Elena la mira inquisitiva, irresoluto el aguamarina de sus ojos. Luego suelta la mirada junto con las palabras.
– ¿Sabes cuántas veces me han preguntado sobre mi historia oculta? Todo el mundo supone que tuve una antes del Albergue.
– Muchas veces, imagino.
– Bueno, yo nunca digo nada, porque he llegado a creer que tal historia no existió. Pero tú, en tu corazón, ya la sabes, ¿no?
Insegura de cómo readecuar con este nuevo elemento sus respectivas realidades, dudosa de desear hacerlo, Floreana trata de incluir el horizonte y el detalle en la misma mirada.
– ¿Flavián…?
¿Cómo puede una palabra tan gruesa convertirse, con su voz, en delgadísima?
– Fue mi última historia de amor. Más bien, de la imposibilidad del amor. Después vino la retirada. Pero mi retirada fue auténtica, es importante que lo comprendas.
– ¿Qué pasó? -pregunta, atónita, Floreana.
– Vamos por partes. Fuimos compañeros en la Universidad, él estaba varios cursos más abajo que yo y era uno de mis tantos enamorados. Yo no le di mayor importancia entonces; me gustaba, cierto, pero también me gustaban otros. Nos volvimos a encontrar mucho tiempo después en un curso de siquiatría, en California. Flavián ya se había separado una vez porque su mujer se fue con otro, y estaba a punto de separarse de nuevo… de la misma mujer, tú sabes. Sufría mucho. Me enamoré de él, perdí la cabeza y, gran error, me desviví en el esfuerzo de curarle las heridas. Verás, Floreana, para Flavián entonces la pareja era un campo de batalla, con verdugo y con víctima, donde uno debía vivir y el otro morir. Se consideraba un esclavo de su mujer y la verdad es que lo era.
A pesar de la profunda atención con que Floreana escucha, una puntada en el vientre la distrae: su imaginación la lleva al departamento de Elena en el Albergue, convirtiendo el floreado del tapiz de los sillones en siniestras flores vivas que atrapan a Flavián, se enroscan a su alrededor hasta maniatarlo, induciéndolo a que por fin las muerda…
– Fuimos extremadamente discretos; sin embargo, ella se enteró. ¡Un desastre! Esta mujer decidió emprender la reconquista. ¡Qué mal tiempo fue ése! Tú sabes bien cómo las mujeres, en su lucha por lograr la estabilidad, se ponen ansiosas… A medida que él percibía esa ansiedad, ambas lo íbamos perdiendo. Fuimos tontos, él y yo: al no ser capaces de vivir lo permanente, transgredimos lo transitorio y arruinamos la relación. Él se hartó tanto que ya no distinguía si me amaba o no; pienso que en ese hartazgo ni siquiera sabía reconocer quién era yo y qué le ofrecía de nuevo. En fin, no fue mi mejor performance, Floreana.
Elena calla. Se observan en silencio, pesadumbre contra pesadumbre. Floreana busca sus cigarrillos en el bolsillo de su buzo. Los encuentra, prende uno y aspira el humo con alivio. Elena no fuma.
– Cuando su mujer se embarazó sin decírselo, yo perdí definitivamente la pelea. Flavián se quedó con ella.
La incredulidad de Floreana no es una pose, el asombro la enceguece.
– ¡No te creo, Elena, te juro que no te lo creo!
– Pero, Floreana… ¿por qué no?
– ¿Cómo por qué? ¡Ante nuestros ojos, y los de tantos, tú eres una mujer imbatible! ¿Quién es Flavián para haberse dado ese lujo? Me resulta difícil imaginar que un hombre te pueda haber dejado. ¡A ti, Elena!
– Sí, a mí -repite con humor, divertida ante la reacción de la mujer sentada frente a ella-. Dos cosas importantes, Floreana, para no olvidar: primero, no existen las mujeres todopoderosas, el amor no hace diferencias y arremete con todas por igual, porque es, gracias a Dios, una demencia muy democrática; segundo, los hombres actuales tienen una característica bastante rara: quieren lo que no tienen la valentía de elegir. No olvides eso. A mí me quiso y no me eligió. Bueno, más tarde también la dejó a ella.
– ¿Y por qué se vino al sur, entonces?
– Tuvo un problema en la clínica donde trabajaba.
– Sí, lo sé. Él me lo contó.
Elena se sorprende genuinamente.
– ¿Te lo contó él? Pero, ¿a qué grados de intimidad has llegado, mujer? No es una historia que Flavián suela relatar.
Floreana ríe suavemente, sintiéndose por primera vez dueña de algún poder sobre ese hombre aparentemente tan disputado.
– Sigue -le dice a Elena.
– Entre sus remordimientos, continuaron los problemas con su mujer. Ella insistía en quedarse con él. Flavián le propuso que anularan el matrimonio, le dijo que estaba dispuesto a pagar su consentimiento con este mundo y el otro. Ella aceptó y él pagó el precio muy confiado. ¿Qué crees tú que hizo ella luego de haberlo esquilmado? Se negó a firmar la nulidad. A eso se llega cuando no existe una ley de divorcio; la famosa nulidad en este país da lugar para las peores manipulaciones. ¡Y mejor ni te cuento cómo lo chantajeó con los hijos!
– En otras palabras, siguen casados… -murmura Floreana, consciente de que siempre le vienen a la cabeza las cosas importantes y las secundarias al mismo tiempo.
– Y lo estarán, en las formalidades vacías, hasta la muerte. Así lo ha jurado ella, al menos.
– ¿Y qué quiere conseguir, si ya lo perdió a él? -Floreana recuerda la facilidad con que ella había firmado la nulidad de su propio matrimonio cuando su marido se lo pidió.
– Es la única instancia de poder que le queda, su última venganza. Flavián ha encontrado la paz aquí, alejándose de ella, porque en Santiago no cesaba de perseguirlo en esa mutua destrucción en que vivían. Además, él quedó muy empobrecido. En la práctica, todo su dinero y sus propiedades quedaron en manos de ella. ¡Pobrecito! Sentía que se ensañaba en él la perversidad de todas las mujeres. Tal como ha dicho, quedó asqueado de la condición femenina. Y de sí mismo por tolerarla.
Elena sonríe para sus adentros. Quizás atrapó un recuerdo cariñoso en el aire, no hay dolor en sus palabras.
– ¡No se puede con él! -en la voz de Floreana la rabia y el resentimiento parecen sujetarse apenas, con puntadas hechas a mano, propensas a soltarse-. Cualquier impulso vital de entrega que una sienta, ¡cualquiera!, termina coartado por su avaricia.
– ¿Avaricia? No, nadie priva a otro de lo que no tiene. Debes distinguir entre un pobre y un avaro: uno retiene porque no quiere dar, el otro porque no tiene qué dar.
Como si Flavián hubiese olvidado por completo el alfabeto del amor.
Mierda, piensa Floreana, ¡mierda!
– Pero no te engañes con él -continúa Elena-. Una vez atravesado su resentimiento, te encuentras con un hombre querible en extremo. Ese tipo de hombre con que todas alguna vez soñamos: complejo, sensitivo y justo, capaz de adentrarse en los vericuetos más oscuros del otro y de acogerlos con una infinita ternura.
– ¿Por qué lo invitaste al pueblo, después de esa historia?
– Yo ya había clausurado hacía mucho mis sentimientos por él. Además, en algún espacio íntimo me sentía responsable de su descalabro. De no mediar nuestra relación, las cosas habrían ido por otro camino, estoy segura. Podría haberse evitado tanta indignidad. Yo fui, después de todo, lo que desequilibró más a su esposa: me transformé para ella en una verdadera obsesión.
– ¡Qué celos debe haber sentido! -Floreana lo afirma con vehemencia, como si supiera muy bien lo que dice.
– Pero lo importante es que nos convertimos en grandes amigos. No es raro, yo soy muy amiga de los hombres que he amado, me resulta fácil relacionarme con ellos en el plano de la amistad cuando el romance ha terminado. Y debo reconocer que me hace muy bien su presencia en estas latitudes, es un vínculo con ese antiguo yo que a veces olvido y, como no quiero borrarlo, él me ayuda.
– ¿No le tienes rabia?
– Ninguna. Ambos le creamos deudas al corazón, y las hemos pagado.
Odio ser tan irreductiblemente yo, medita Floreana al comprobar lo benéfica que resulta la serenidad de Elena.
– No volvamos a mencionar lo de anoche -dice súbitamente, y se levanta de la mesa como si todo lo que ha escuchado cambiase radicalmente sus puntos de referencia-. Ya pasó, te ruego que lo olvides, tal como lo haré yo -suena tajante, lo decide sin haberlo previsto-. Me queda muy poco tiempo aquí, Elena, y no quiero desaprovecharlo.
Soy la pecadora del Albergue, se dice, ¡no vine acá para esto!
Con el plato en una mano y el cenicero en la otra, busca el enorme recipiente de la basura y bota los restos del cigarrillo; luego se acerca al lavaplatos y abriendo la llave enjuaga su plato, dando así por terminada la conversación. Un brillo distinto, que Floreana no sabe interpretar, asoma en los ojos de Elena:
– De acuerdo. Entonces no olvides tú lo siguiente: existen seres, tanto hombres como mujeres, que los otros no pueden dejar de tocar, sea con el roce de una mano, un cariño en el pelo o el apretón de un músculo, en fin, algún gesto que desahogue, porque no tocarlos es una locura.
Floreana hace un esfuerzo por absorber la ambigüedad de esas palabras. ¿Cuántas lecturas le sugieren? ¿La está consolando Elena, le está informando o le está advirtiendo?
Su gran duda -la actual relación entre Elena y Flavián-, ésa que la ha desasosegado antes y después, permanece aún encubierta.
Al caminar hacia su cabaña, busca a través de la lluvia la línea del horizonte. Pero en la medida en que ignora dónde se encuentra ella misma, esa línea le parece falsa e inútil.
Nada de arrepentimientos, ¿verdad?
– Aunque estemos trasnochadas y todavía un poco borrachas, tomémonos el último trago las cuatro juntas, si es que podemos llamarle trago a este licor de damasco -pide Angelita esa noche, la del sábado siguiente al viernes de la fiesta.
– ¿A qué hora parten?
– Mañana al alba, para tomar el avión en Puerto Montt.
Floreana, entristecida, arregla la mesa de centro, pone cuatro pequeñas copas y sale a la intemperie -el refrigerador de la cabaña- para recoger el hielo. Corta en trozos el queso que ha robado de la cocina y coloca en un platillo las únicas aceitunas que consiguieron en la cabaña de las bellas durmientes. Nadie bajó ese día al pueblo, como si la lluvia y los sentimientos se lo hubiesen impedido a cada ocupante del Albergue.
Las maletas están listas, agrupadas al lado de la puerta.
– Cuéntenme sus planes -pide Olivia, siempre un poco al margen de lo que sucede a su alrededor.
– Nos vamos a vivir juntas, a mi casa -responde Angelita, y su mirada se vuelve brillante-. El tercer piso es una enorme mansarda, con baño propio. Les diremos a los niños que Toña arrienda esa pieza porque la casa, y eso es cierto, nos queda un poco grande a nosotros. Será la versión oficial, para mi mamá y para toda la familia, especialmente para mi ex marido. Como Toña es una actriz famosa, a todos les va a encantar tenerla entre ellos. La idea es que yo sea su agente: Toña no sabe manejarse con los contratos y le cuesta tomar decisiones. Yo lo haré con ella, en la idea de que vuelva al teatro y no a la televisión, por ahora. Y la cuidaré: ni una droga, ¡ninguna!
– ¿Y cómo te vas a mantener por mientras, Toña? -pregunta Olivia, para quien el dinero es esencial en todo paso que se dé.
Antes de que Toña alcance a responder, lo hace Angelita:
– Por ahora, yo mantengo el sistema. A mí lo único que me sobra es plata y no le tengo mayor apego, tú lo sabes -dice mirando a Toña.
– No será un préstamo en saco roto -la dignidad de Toña habla por ella-. Nos resarciremos las dos, con creces. No me cabe duda de que me va a ir muy bien, ya tengo a alguien que me cuide, lo que me ha faltado desde siempre. Sé que con un poco de apoyo puedo ser la mejor actriz de este país. También, a veces, me han faltado los hijos. ¡Qué alivio que Angelita ya los tenga, así no tendré que parirlos yo!
Floreana se ríe.
– Estos meses en el Albergue me han limpiado tanto por dentro -continúa- que hasta podré adoptarlos afectivamente, cosa insospechada para mí hace tres meses.
– Y mi tarea en la vida dejará de ser la dulzura, ¡por fin! ¡Van a ver cómo tomo las riendas, chiquillas!
Se las ve radiantes; Olivia las mira entre irónica y dubitativa:
– ¿Les irá a salir tan fácil?
– No seas aguafiestas -dice Floreana.
– Pero si de alivios hablamos -continúa Angelita-, el mayor es éste: no preguntarme más por los hombres, esos extraños seres a los que nunca entendí y que tampoco me entendieron a mí.
– ¡Adhiero! -exclama Toña triunfal, pero luego aparece en ella su expresión más reflexiva-: Elena cree que el día en que los hombres dejen aflorar su lado femenino, que indudablemente tienen, como nosotras el masculino, las cosas cambiarán. Pero yo pienso que eso es casi imposible… ¿Cómo van a dejar aflorar lo que en su infancia tuvieron que matar?
– ¿Qué quieres decir?
– Es lógico: nace el niño del vientre de una mujer y se encuentra con que la persona que le da la fuerza, la que lo nutre en todo sentido, no es de su mismo sexo. Mira hacia el padre y la mirada se le devuelve: no es él quien me ha dado la seguridad, él carece de los elementos de mi madre… sin embargo, yo debo aspirar a ser como él. Entierra en lo más recóndito cualquier identificación con la mujer y suplanta estas carencias con el poder. Allí él empieza a armarse. ¿A ese hombre le van a pedir veinte o treinta años después que deje fluir su lado femenino?
– ¡Uy, qué densa que te has puesto, che! -se burla Olivia.
– Pero tiene toda la razón -opina Floreana.
– A ver, contéstenme la siguiente pregunta -dice Toña-: si ya está claro que los hombres no quieren hacer el amor con nosotras, ¿con quiénes lo hacen, entonces?
– Lo harán con otros hombres -aventura Floreana, como si el tema le fuera ajeno.
– No generalices -la reta Olivia-. Sexo entre hombres y mujeres habrá hasta el fin de los días. No olviden, chicas, un elemento importante y muy en boga: el sexo pagado, el sexo seguro. La existencia de las prostitutas como remedo del amor. No compromete ni amenaza. Imagínense a un ejecutivo en viaje: ¿cuál es la forma más segura de sentirse querido sin arriesgar nada?
– Pagando y dejando establecidos los límites de la relación desde un principio -responde Toña-. Eso al menos aplaca el temor al sexo… por un tiempo.
– En Argentina es pan de todos los días – agrega Olivia dando un sorbo a su copa-. Tengo recortes que aparecen en los diarios más serios de Buenos Aires… ¡Vieran los ofrecimientos que hacen las mujeres, y el lenguaje que usan! Por ejemplo: Morochas infartantes y chiquitas: realizamos todas tus fantasías.
– Trata de acordarte de otro… -le pide Toña riéndose.
Floreana se pregunta cómo, con este frío, han entrado moscas a la cabaña. Angelita es experta en moscas, las olfatea, con un instinto especial escucha su aleteo y las descubre en los rincones. Las persigue y siempre logra aniquilarlas.
– ¿Quién dejará la cabaña libre de moscas mañana? -le pregunta Floreana, anticipando su nostalgia.
Angelita le toma una mano y se la estrecha con cariño.
– No van a ser más de dos semanas, Floreana, y dos semanas no es nada. Allá nos juntaremos con Constanza, las cuatro, en la mansarda de mi casa, y les mataré mosca por mosca. Además, les voy a tener los tragos listos a cada una; prometo algo más que puro queso y aceitunas. Vodka para ti, whisky para Constanza. ¡Cómo vamos a tomar después de tanta abstinencia!
Un golpe en la puerta las interrumpe. Es el Curco, con un sobre para Floreana. Las otras tres se abalanzan sobre ella cuando trata de abrirlo, lo que le cuesta hacer porque la lluvia lo ha mojado.
– ¡Apuesto a que es del doctor! -vaticina Angelita.
– No -dice Floreana-, yo sé quién es el único que no me deja sola aunque llueva.
– ¿Tu admirador? ¿El sobrino?
Floreana lee: es una nota corta, escrita con pluma y la tinta es verde.
Al acostarse, mira por la ventana las prendas colgadas a la intemperie que la lluvia moja y vuelve a mojar. Luego de su conversación con Elena en la cocina, se fue a la cabaña, tomó las ropas usadas anoche y, en vez de acudir a la enorme lavadora, las lavó con sus propias manos. Luego las tendió en el cordel del patio de atrás. No importaba que no se secaran, es que debían airearse. Sólo así podría volver a ponérselas, a mirarlas con ojos más limpios, más secos.
Se cubrió con la manta y caminó a un punto de la colina -uno que ella ha detectado- desde donde, bajando la vista por el cementerio hacia el pueblo, más allá del torreón de la iglesia, se divisa el policlínico, sólo porque el pedazo de tierra al que está anclado se adentra en el mar. Es fácil para los ojos distinguir el pequeño faro e inmediatamente después la construcción de colores café y amarillo. El manzano y los dos ordenados cipreses ocultan la casa del doctor, sólo se avista el humo que sube desde los cañones en volutas al cielo. Floreana imagina el fogón y la salamandra rodeados por troncos secos que vigilan la guarida contra la lluvia, a Flavián sentado en el sofá de los listones rojos y mostaza, estiradas las piernas para apoyarlas en la mesa de centro, con un libro en la mano y probablemente un concierto de Beethoven en el equipo, mientras Pedro -sentado a la mesa grande, aquélla donde comen- apuntará palabras en un cuaderno con su lapicera a tinta verde. Todo estará en calma, suave y rigurosa la calma, y entre ellos gozarán la compañía -discreta, callada- que los entibia sin obstruir.
Floreana se mete en la cama. Al taparse, su cuerpo se le antoja algo dividido pero a la vez unido y multiplicado; desencadenado, sin Dios ni ley. Pone las dos manos sobre sus pechos. El deseo: arder, robarle un momento a la muerte, resplandecer un instante para luego morir, siempre morir.
El sino -la esencia misma- del tango es la pérdida, piensa. Entonces… ¿cómo empezar con él?
La vida es prepotente, concluye; pasa por arriba de nosotros sin hacer la más mínima pregunta.
Con la certeza de que no doblan por ella, Floreana escucha las campanas de la iglesia desde su cabaña. Apresura un último detalle, se escobilla el pelo y toma desde el perchero su chaquetón forrado en lana de oveja. La lluvia es apenas un velo transparente. Corre colina abajo.
La gente del pueblo va acercándose por el camino principal -ni siquiera éste tiene pavimento- para asistir a la misa del domingo. Pedro la espera en la puerta de la iglesia, hermoso como siempre, despeinados sus rizos claros; los bluyines muy ajustados oprimen sus músculos sin miramientos, y sus botas de vaquero con gruesos tacones le dan más altura de la que ya posee.
Se abrazan como si hubiese pasado mucho tiempo.
– Rara tu invitación -Floreana lo dice escabulléndose de sus brazos: de nuevo la están mirando los del pueblo-. Yo entendía que no eras creyente.
– No lo sé. Si Dios existe o no, dudo que sea de mi incumbencia.
– ¿Y a qué vas a misa?
– A cantar, a mirar a la gente. Me gusta el rito, cualquiera sea. Y hoy te he invitado para que pidamos salvación después de tanto pecado -dice con tono burlón.
Floreana se ruboriza. No ha visto a Pedro ni ha hablado con él desde el viernes, en la fiesta.
La nave central está dividida en dos hileras de bancos: los hombres se sientan a la derecha, las mujeres a la izquierda. El techo, un óvalo construido con tablas antiguas que forman una perfecta cúpula, está pintado de cielo, azul el fondo y amarillas las estrellas que parecen titilar.
Pedro y Floreana se sientan en el segundo banco y con una inclinación de cabeza dirigen un discreto saludo al sacerdote y al sacristán, que hoy parece un obispo con su vestimenta morada de monaguillo. Pedro participa del ceremonial en perfecta consecuencia, y a la hora de los cánticos no sólo conoce de memoria las palabras sino que las entona a voz en cuello, con visible alegría.
Cuando el sacerdote ofrece la comunión, la fila se repleta de mujeres que esperan tomar el sacramento. Un solo hombre las acompaña, uno en toda la iglesia.
– Está claro en qué sexo se acumula el pecado -le susurra Pedro al oído.
– O está claro cuál es el sexo que necesita hacerse perdonar -responde Floreana, la voz muy baja.
Mientras el cura se afana en limpiar el cáliz y guardar las hostias sobrantes, sube el fiscal al pulpito y le habla al pueblo desde allí. El tema es el cementerio parroquial, el que linda con el Albergue.
– A partir de ahora, no habrá más moros -dice el fiscal-. Los no bautizados del pueblo podrán enterrarse junto a los cristianos, no van a quedar en las esquinas del cementerio, como antes.
Pedro clava su codo en las costillas de Floreana:
– ¡Moros y cristianos! Nunca creí que a fines de este siglo mis oídos llegaran a escuchar algo parecido.
A la salida de la misa, un esquivo rayo de sol tienta a los feligreses. Floreana cierra los ojos para recibirlo. La lluvia delgada se cruza con el sol y el arcoiris que atraviesa los cerros parece la cinta de un regalo de cumpleaños.
– Éste es el Chile arcaico -comenta Pedro-. ¿Cuánto más durarán estos reductos?
– No soy muy optimista, creo que tienen sus días contados.
– Aquí estamos salvados, Floreana, ¿lo sabías? Tantos viven hoy en la sobriedad y el aburrimiento de sus vidas diarias, sin vuelo alguno, porque los cerros no los rodean tentándolos, porque ven el mar como un obstáculo y no como un camino, porque no tienen cien imágenes de sí mismos que los interroguen: ¿cuál soy yo? Viven su mesura, elegida y calculada, la que yo nunca viviré. ¡Me sofocaría!
– Porque ellos no intoxican, como tú, hasta el más puro de los paisajes.
– De acuerdo. Si yo entro por un huerto de limones, soy capaz de transformar su inocente azahar en veneno.
– O sencillamente arremeter contra ellos.
– Es que le temo tanto a la velocidad. La he vivido hasta el tuétano, lo confieso, pero hoy quiero estar en el tiempo eterno: éste. Créeme, tengo que pelear para que no me mate la vorágine que me espera en cada esquina. Quiero que la inocencia me lleve a este otro tiempo, el del cementerio que divide a los muertos entre moros y cristianos. A propósito, no entendí la figura del señor que habló desde el pulpito. ¿Quién es?
– Es el fiscal. Los fiscales son una institución chilota, los encargados de las capillas cuando el cura no está. Es que aquí los jesuitas construyeron como cien iglesias, todas esas preciosuras que vemos en la isla, y el cura (había muy pocos) pasaba una vez al año por cada misión. Entonces el fiscal le juntaba a la gente para cada visita: los que debían casarse, bautizarse, etcétera, y tenía todo preparado para la fecha en que el cura llegaba.
– ¿Cuándo sucedió todo eso?
– En el siglo xvii.
– ¡Me enamoro de ti cuando te veo de historiadora! A veces lo disimulas tan bien.
Caminan un poco, sin dirección precisa.
– ¿Ves que tengo razón cuando te pido que nos quedemos en el pueblo? Esta misa te lo demuestra. Aquí podemos capear el temporal…
– ¿Cuál temporal? O mejor dicho, ¿cuál de todos?
– El del desorden actual que vive este país con su identidad, y todos los demás desórdenes de los que hemos hablado. Yo estoy por las formas, sólo las formas. Y aquí se mantienen, impertérritas.
Floreana lo mira, interrogante.
– El problema de Occidente, querida mía, es que pretendió unir forma y contenido. Los unió en el sentido y se armó la confusión, porque las formas deben mantenerse separadas del contenido. Su unión enreda los actos inocentes, que son los que aún importan. Ahora, si te interesa saberlo, para mí lo único que tiene sentido es la forma; los contenidos dan lo mismo. ¡Antes me importaban tanto! Ahora adoro todo lo aparente, cuando antes lo odiaba. Es una conclusión reciente a la que llegué al cumplir los veinticinco años.
Pedro la mira de reojo antes de concluir:
– Es por eso que me interesó la noche del viernes. Por las formas.
Ya, imposible hacerle el quite: como fuese, Pedro enfrentaría el tema y Floreana sabe que es inútil impedirlo.
– ¿Qué pasó el viernes con las formas? -pregunta con pretendida inocencia.
– ¡Desaparecieron! ¿No te parece fascinante como fenómeno? Fue la noche que se volvió loca. O, para ser precisos, Flavián y tú volvieron loca a la noche. ¿No te acuerdas de cómo los aplaudió la gente del pueblo? ¡Ustedes contagiaron cada palma, la yema de cada dedo! ¡Estuvo a punto de terminar en una bacanal! El cura, supongo que para mantener su virtud, se retiró. Tus amigas lesbianas empezaron a atracar sin tapujos, a los pescadores se les soltaron las trenzas y por poco lengüetean a unas cuarentonas con cara de intelectuales liberales que se dejaban hacer, felices. El carabinero punteaba a la auxiliar del policlínico y ella le pedía más y más, a don Cristino se le olvidó cuánto cuesta cada kilovatio y bailaba muy acaramelado con doña Fresia, el sacristán perdió la cabeza por esa esotérica con pinta de anoréxica, el ingeniero de la pesquera besuqueaba a la loca de la Telefónica, el alcalde perseguía a Elena por el gimnasio dando saltitos, excitadísimo don Raúl. ¡Todos perdieron la compostura! ¡Debieras haber visto el espectáculo!
– ¿Y Flavián?
– Se fue rápido. Bailó una vez con Prosperina y partió.
– ¿Y tú?
– Yo terminé adentro de un bote con uno de los pescadores, en la caleta chica al lado de la casa.
– Pero, Pedro… -algo ensombreció el semblante de Floreana.
– ¡No seas fresca, my lily of the west, my faithless Flora! Tú te pegaste el atraque de tu vida y pretendes estar celosa porque te seguí el ejemplo. En general yo salgo del pueblo cuando quiero hacer de las mías, tú sabes, por discreción con mi tío. Pero esa noche todo fue distinto. Gracias a la cantante irlandesa, o a ti, descubrí que no necesito salir. Aquí mismo hay mucho material y yo no lo había averiguado.
– Pedro… -Floreana se le acerca, toma una de sus manos, con la suya libre le sujeta una cadera; inquieta, no sabe cómo mover su cuerpo, cómo comportarse.
– Estás caliente -le dice él, muy serio.
Es mentira que sólo el viento silbe, las palabras también lo hacen.
– No digas leseras -se aparta de él avergonzada y le da la espalda.
– Estás caliente con Flavián y quieres que yo te alivie. Mírame, Floreana, mírame.
Se gira: su cuerpo joven se muestra ante ella, siempre ceñido, siempre provocativo, siempre tibio. Vulnerable como el de ella, desprotegido, aventurero. Pero a diferencia de Floreana, es un cuerpo que no vacila, que no guarda reservas. Es un cuerpo expuesto.
– Tengo que reconocer, Pedro, que entre Flavián y tú, cada uno a su manera, han revuelto mis pobres hormonas, que llegaron tan firmes a esta isla. ¡Las han revuelto tanto! Pero… tú no me deseas.
– No seas lineal, Floreana. ¡Como si no existieran los matices! Hasta en el deseo los hay. Los homosexuales no somos todos iguales. De vez en cuando se me enciende algo con una mujer, aunque no sean ellas mi proyecto de vida. Lo mismo le puede ocurrir a una mujer con otra, sin ser lesbianas. ¿Nunca te ha ocurrido desear, aunque sea levemente, a una mujer determinada sólo porque ella es ella, sin que por eso te dejen de gustar los hombres?
– Sí, quizás alguna vez.
– Entonces, yo me puedo permitir desearte hoy, aunque no soy capaz de hacer de ese deseo un flujo continuo.
Floreana posa en él su vista, totalmente sobrepasada por sus propias contradicciones. Pedro toma un mechón de su pelo y se lo acaricia.
– Si lograra hacerte feliz, de la forma que fuera, ¿te quedarías en el pueblo? ¿Postergarías esa estúpida vuelta a la ciudad?
No responde, sus pensamientos y deseos la turban visiblemente. Camina al lado de Pedro, distraída de la huella que sus pasos siguen, hasta percatarse de que van en dirección al mar, hacia el policlínico.
Cuando el manzano ya está encima de ella, se da cuenta de que han llegado. Vacila.
– No te preocupes -Pedro parece detectar siempre sus aprensiones-. No hay nadie en casa. Flavián almuerza hoy en la casa parroquial. Cambian al cura, ¿sabías? Llega un franciscano, un italiano experto en teología y otras materias. Flavián está muy contento, tendrá con quien discutir. A mí, en lo personal, me parece regio, pero no ignoro que es una competencia en ciernes. Flavián me va a necesitar menos.
Floreana se asombra de la capacidad de Pedro de pasar de lo más personal a lo objetivo, un giro que hace con la agilidad de un acróbata, en un instante.
– ¿Y quién te asegura que un italiano de esa congregación es más atractivo para discutir sobre la vida que tú? -le viene bien hablar de cualquier cosa, mientras sea capaz de hacerlo con distancia, una distancia que le está resultando cada vez más resbaladiza.
– Lo supongo, por ser más ajeno: es europeo y es misionero… Flavián tiene la obsesión de encontrar siempre pares en estas lejanías para no morirse de inanición. Seguramente este cura nuevo lee al Dante y a Ariosto. Se reduce mi lugar. Ven, te voy a preparar un aperitivo, como corresponde a un día domingo después de la misa de once.
Cruzan frente al manzano y a la absurda gruta con sus piedras pintadas, donde las pupilas de porcelana de la Virgen brillan como los ojos de una mujer enamorada a la luz de la mañana. Pasan entre los dos cipreses que escoltan la entrada como leales soldados. Es la primera vez que ella visita la casa a esta hora.
Al entrar, la sala -a través del gran ventanal- parece que fuera a ser arrojada al mar de un momento a otro. Todo el océano ahí encima. Floreana se reclina contra el vidrio, respira hondo y traga el azul. Pedro ha ido a buscar las bebidas.
– Y tú… -una voz la saca abruptamente del ensueño-. ¿En qué momento apareciste?
Floreana gira para encontrarse a boca de jarro con el dueño de casa. Acaba de entrar al living, viene de su pieza, supone ella, y no los oyó entrar.
– Pedro está en la cocina… -es lo único que atina a responder. Me dijo que Flavián no estaría, ¡mierda!
– Siempre serás bienvenida en esta casa, no necesitas que te traiga nadie.
Flavián está de buen humor, parece agradablemente sorprendido y se acerca a ella para depositar un beso en su mejilla, a la más común usanza chilena; pero Floreana cree advertir una cierta presión antes ausente en esos labios.
– Por un momento tuve la ilusión de que venías a visitarme -le dice contemplándola.
– Creí que no estabas -se disculpa-. Pedro me dijo que hoy ibas a almorzar en la casa parroquial.
Ella necesita desentrañar su imagen en la mirada de Flavián, pero siente que a sus años es mejor dejar tranquilas las cicatrices.
– Sí, pero eso será más tarde. Si ustedes van a tomarse un trago -se vuelve al sentir los cubos en la hielera, desde la puerta abierta de la pequeña cocina-, me gustaría ser incluido…
Floreana se queda absorta en un detalle: el pedazo de torso oscuro que deja entrever la camisa abierta. Los tres primeros botones están desabrochados. En Puqueldón llevaba una polera bajo la camisa celeste con que se acostó, ésta es la primera vez que lo ve sin sus suéteres cerrados o de cuello subido. En el gimnasio llevaba corbata. Le mira el cuello, un poco del pecho, lo más cercano al desnudo en este invierno de cuerpos cercados. No puede apartar los ojos de allí.
Pedro entra con la bandeja, la deja en la mesa.
– Creí que estabas donde el cura -le dice a su tío.
– Son recién las doce, nadie almuerza a esta hora. ¿Qué pasa? ¿Es que les sobro?
Floreana no sabe si sospechar o no de Pedro. ¿Sabía que Flavián estaría allí? ¿Es ésa la razón por la cual la trajo?
– Al revés -dice Pedro-. ¡Me encanta hacer vida de familia! Tú siempre estás invitado a comer o a almorzar con la gente del pueblo y muchas veces me aburro en esta casa tan sola. Un vodka para Floreana, ¿cierto? ¿Y un vino blanco para ti?
– No, dame un whisky, y que sea fuerte.
– Qué amenaza para tu templanza, hombre, ¡me sorprendes!
Flavián sonríe débilmente, hay algo vencido en su expresión, algo entregado.
Cuando cada uno ya tiene su vaso en la mano y han encendido los respectivos cigarrillos, Floreana vuelve a sentir ese aroma fuerte del tabaco negro.
– No me gusta ese olor -lo dice sencillamente; aunque ya casi nada le recuerda Ciudad del Cabo, rechaza este último eslabón.
– ¡Qué falta de sensualidad, belleza mía! -exclama Pedro-. Nunca me lo habías dicho.
– Fúmate un Kent, ¿ya? -y alarga su mano hacia la cajetilla de Flavián.
Pedro obedece. Se dirige luego al equipo de música. Floreana tiembla ante la certeza de que el Tango para Evora reposa en el mueble, ahí, a escasos centímetros de ella. Flavián parece advertirlo y actúa con rapidez:
– Los barrocos me vienen bien los domingos en la mañana.
– Yo, en cambio, creo que estaría en condiciones de escuchar a Brahms -dice Floreana-. Este año es el centenario de su muerte, debiéramos homenajearlo.
Flavián la mira. Su expresión revela que su memoria es nítida.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– Entonces, Pedro, escuchemos la Cuarta Sinfonía -ordena él con optimismo.
Un hombre capaz de adentrarse en los vericuetos más oscuros del otro y de acogerlos con infinita ternura.
Floreana se sienta en el sillón de siempre. Mientras acaricia las franjas rojas, disfruta, como los otros, del espectáculo del paisaje. Algo muy plácido parece penetrar en cada uno, más allá de Brahms o del deleite que les produce el alcohol a esa temprana hora.
– ¡Qué lujo es la luz de estos ventanales! Y la vista… ¡qué bien se está aquí! -exclama Floreana-. Ustedes son unos privilegiados.
– Sí -Flavián aspira el humo de su cigarrillo con intensidad-, es un privilegio, no tengo dudas. Esta casa está muy sola en la semana, Floreana. Yo paso dos días en los pueblos y el resto encerrado en el policlínico. Quisiera dejarte abierta la invitación para que la uses cuando quieras. La primera vez que viniste me dijiste que aquí podrías trabajar muy bien, ¿te acuerdas?
– Sí, pero entonces no me la ofreciste… Y ya no vale la pena, me quedan dos semanas en Chiloé.
– Lo que es una enorme cantidad de tiempo en estos lugares. Si te dan ganas, ya sabes, ¡adelante!
Los ojos de Pedro relampaguean.
– Te prestamos una llave. Así podemos tener la ilusión de que cualquier día uno llegará tarde, con frío, y habrá una presencia femenina entibiando el hogar.
– ¿Una presencia femenina, o específicamente la mía?
Pedro la mira, siempre un poco burlonas las comisuras de sus labios, siempre un poco de diversión en sus ojos.
– Ya que no puedo ofrecerte matrimonio, te haré entrega formal de la llave de esta casa -se levanta, la saca del bolsillo de su pantalón y se la alcanza con solemnidad-. Y junto a ello, quiero bautizarte como lo que realmente eres para mí: mi pupila veladora.
Si Flavián ha notado una corriente de emoción entre Floreana y Pedro, la interrumpe:
– Claro que puedes casarte con ella, Pedro. Uno sólo puede casarse en la calma y en la quietud, jamás en la pasión. Así, puedes proponérselo ahora mismo; yo haré de testigo.
Ambos fruncen el ceño, delatando su desconfianza.
– ¿Qué quieres decir con eso de la pasión? -pregunta Pedro.
Flavián los mira, primero a uno, luego al otro, toma un largo trago de whisky y adopta una actitud paternal.
– Escúchenme los dos: nunca hay que casarse mientras se vive la pasión, porque han de saber ustedes que ésta es algo distinto del amor; la pasión es el vértigo del descubrimiento, el afán constante de la posesión, un empecinarse en conocer las formas y lo íntimo de ese otro hacia el cual se está inexorablemente impulsado. El amor, en cambio, requiere tiempo, conversaciones tranquilas que construyen la amistad. Es como un sedimento que se acumula solamente una vez que se superan ciertos límites de la intimidad, y cuando se conocen ya con precisión los defectos y las limitaciones del otro. En suma: cuando en la balanza de los dos platillos, los factores positivos sobrepasan inequívocamente a los negativos.
– Flavián, ¡te advierto que ya tuvimos un sermón en la misa de esta mañana!
– Ya termino, déjame entregarte la conclusión: en semejante contexto, casarse en el entusiasmo de la pasión que todavía impide la profundidad del conocimiento me parecería la antesala segura del desastre. Nunca hay que casarse antes de que se evapore el placer inicial.
– ¡Dios mío! ¡Qué escepticismo! -exclama Floreana-. ¿O será realismo?
– Por eso, que Pedro te proponga matrimonio no más -Flavián mira su reloj y deja el vaso sobre la mesa; se levanta sonriendo-: Yo no podría hacerlo.
El corazón de Floreana se dispara, cómo sujetarlo para que no se arranque lejos. La sonrisa de Flavián al pronunciar esas palabras no es la irónica, tan típica en esa boca, el fácil rictus suyo. No, es por fin el reconocimiento del Tango para Evora.
– Espérate, Flavián, ¡no te vayas! Yo tengo la solución -irrumpe Pedro con el vaso en alto-. Uno de los más brillantes cerebros que Francia ha producido, Víctor Hugo en persona, dijo: «El matrimonio es una cadena tan pesada que para poderla llevar con dignidad no son suficientes dos personas. Son necesarias tres.»
Abre los brazos teatralmente.
– ¡Henos aquí!
– No es una mala idea. Por ahora, los dejo -anuncia Flavián entre las risas de Pedro y Floreana-. Me voy a mi almuerzo mientras ustedes meditan sobre el futuro. De que somos un estupendo trío, no tengo dudas.
Flavián toma su abrigo. Pedro le pide que lo espere unos minutos, quiere buscar un libro que ha prometido mandarle al cura, y se dirige a su dormitorio. Flavián y Floreana, sus nombres con sonido de agua, se quedan aterradoramente solos. Ella hace un amago, apenas un impulso de su cuerpo, casi imperceptible, que no se concreta porque él reconoce el movimiento y en vez de estirar sus brazos, de ofrecérselos, se retrae. El endurecimiento de cada uno de sus músculos no necesita comprobarse, la vista ya lo palpa. La mira como si pudiese traspasarles a los ojos de ella una ajena voluntad, la suya. Pero no lo consigue. En los de Floreana el suplicio no sabe de escondrijos.
Él respira y se agita; ella lo mira, lo sigue mirando, no puede dejar de mirarlo. Hasta que Flavián se acerca, extiende esas manos grandes y toma delicadamente su cabeza, la lleva hasta el espacio oscuro que ella ha vislumbrado y la esconde ahí, estrecha esa cabeza, la tapa con sus manos, la cubre. Ese tipo de hombre con el que todas alguna vez soñamos. Y mientras ella huele su piel, mientras la olfatea como una cría para no besarla, escucha cómo su voz emerge, más ronca de lo que nunca ha llegado a sus oídos:
– Ese tango se ha quedado adherido a mi cuerpo, Floreana, como posiblemente al tuyo. Pero tienes que ayudarme, niña mía. No debemos volver a bailarlo, o vamos a hacernos mucho daño los dos.
Camina despacio colina arriba, de vuelta al Albergue; toda intención previa que la llevó hacia Pedro fue borrada por el ruego de Flavián, tan contradictorio.
A pesar de su abrazo, es la contención.
El lenguaje cercenado.
La expresión de los sentimientos, cercenada.
No te pierdas en los laberintos de tu oficio, Floreana. El problema llega más allá de las palabras, es la impronta que debes manejar cada día para testimoniar los hechos, las memorias colectivas. La vida es más que la historia. Quizás son los sentimientos los vedados, no sólo la simple expresión de ellos.
Cabizbaja, Floreana cavila que en el Albergue sucede lo mismo que en un santuario: todo se ve doble. O para ser más exactos, se ve dos veces: una con los ojos despejados, y la otra, a causa de la quietud, con el alma, aquel órgano a través del cual nunca miramos en la ciudad porque allí no tiene cabida ni tiempo.
Y porque ahora habita el fin del mundo, porque está en el sur, porque no sabe nada de nada. Porque a veces intuye que, detrás de su fachada hosca, el hombre del tango le teme; pero tampoco está segura. Y si así fuera, Floreana no sabe qué hacer con ese miedo. Porque sospecha que el escepticismo rigidiza, haciendo que el ritmo natural se paralice. Palpa cómo ceden sus músculos y toda ella empieza a bajar la guardia: desmesura, desmesura, quédate conmigo de una vez, ¿por qué insistes en darme la espalda?
La cabaña ostenta el vacío de una tumba, como si fuese a estar vacía para siempre. Angelita le ha dejado de regalo una caja del color de una ciruela mansa; su madera se llama nazarena. La acaricia, vuelve a tocar su suave lisura y piensa que ya han partido casi todas las mujeres que la recibieron cuando ella llegó. En los últimos días se ha producido la estampida; los plazos se han cumplido y no distingue aún las nuevas caras. El silencio del domingo, único día en que la pereza es permitida y en que desaparecen los ritos y las obligaciones, impulsa a Floreana: abre su maleta, que ha permanecido cerca de tres meses dentro del closet, saca el retrato con el ligero marco de madera y lo coloca en su pequeño escritorio: los ojos de Dulce la miran y ya no la ven. Ahí están esas pupilas que intentan todavía capturar la vida que se agitó a través de su mirada. Ahí, a la vista, ese instante petrificado que ya conoce aquel otro instante eternizado, el de la muerte.
Para aprehender algo, debo inmovilizarlo: todo lo fluido es inasible salvo fragmentadamente, se dice Floreana. Para convertir mi vida en historia coherente, tengo que fragmentarla y mitificarla como se hace con la Historia, la grande. El retrato de Dulce: muerte sobre muerte, inmovilidad sobre inmovilidad, historia detenida. Floreana vuelve a mirarlo. Y para unir sus pedazos, vuelve también los ojos al marco de plata, a Daniel Fabres, a su madre, a sus hermanos y hermanas, a todos sus sobrinos. Entonces, se calma.
¿Cuánto tiempo real ha pasado? Se pregunta si el tiempo real tiene alguna relación, alguna, con el otro, y comprende que el tiempo se va de las manos sólo cuando se lo pierde, cuando se vuelve imperceptible, y sumergida entonces en el orgulloso tiempo perceptible abre la ventana de su dormitorio para escuchar la quietud. Se deja mecer por el sonido del viento contra el mañío, apenas alcanza a fijarse en el color de las vigas del techo y en cómo la imanta esa madera, cuando ya se ve, de pronto, otra vez, en el corredor de la casa de sus padres: un remolino de imágenes, La Reina, el hospital, Ciudad del Cabo, Berlín, las Galápagos, Chiloé, las fichas sobre el pueblo yagan, el sexo del Académico, las manos de Flavián. Sumergida en lo atemporal, lo no espacial, sus entrañas esbozan una vez más la pregunta que siempre esquiva, porque sabe que lleva demasiados años buscando la respuesta: ¿cuál es el lugar de la patria? Si no es físico ni geográfico, ¿dónde está ese lugar?
Sí, ya puede partir.
Ha visto el atardecer. Ha divisado desde la colina cómo, primero una y luego otra, cada ventana nace a la noche. Se ha quedado quieta en su modorra, tratando de recomponer el cuerpo y el espíritu, entre un sueño ido, un cielo que se arranca, un calor que amenaza con pasar al frío, una certeza de fertilidad, una ganancia a la muerte; no ha querido hacer ni un solo movimiento, cualquiera habría resultado incompleto. Antes, en su intransigencia, detestó todo gesto práctico que le recordara la cotidianidad. Hoy le da la bienvenida.
También el agua ha limpiado el cielo. ¿Ves esa cantidad de estrellas, Floreana? Es que la tierra en esta isla está colmada. Alguna vez Colón creyó que América era un paraíso y que sólo se podía entrar a él con el permiso de Dios. Y cada poro se le abre, se ensancha entera, absorbe el aire, no debe malgastar el momento: ya es capaz de nombrar la ausencia.
Entonces toma la decisión, cruda y apremiante. Elena debe estar despierta. Se levanta y encamina sus pasos a la casa grande.
Cuando al día siguiente vuelve de la Telefónica tras preparar su partida -reservar el pasaje del bus a Puerto Montt, avisar a José y a Fernandina-, vuelve a tomar la caja de madera nazarena y en su caricia subyace la certeza de que la reveladora tarde de ayer, de un triste día domingo, ha sido real. Pero no debe engañarse, en su decisión también juegan factores externos. Como bien dijo Flavián, dos semanas aquí en la isla pueden ser eternas y a ella no le alcanzan las fuerzas. No se ve a sí misma necesariamente débil, sino debilitada por una relación que no la reconoce.
Su deseo es desenfrenado, inconfesable, arrollador. Tal derroche vuelve imposible todo consentimiento. No basta para desentumecer a ese otro cuerpo irreductible y cansado que pega patadas, que mueve las piernas como un recién nacido, descoordinado, arbitrario, ciego. ¿Qué quiere avisar? ¿Cuáles son sus berridos? Flavián.
Ese cuerpo de hombre sólo puede manifestar que sus heridas lo han enmudecido.
Nada ha sido catastrófico ni sublime, nada ha sido tanto, nada ha sido tan poco, se dice Floreana: es sólo que, al final, lo más importante que me ha pasado, no pasó.
– ¿No te vas a despedir de Pedro y Flavián?
– Prefiero no hacerlo. Les escribiré desde Santiago. Me da mucha pena, ¿sabes? O quizás les deje una nota contigo.
Elena la ayuda a encontrar su ropa en el lavadero, escarban entre las rumas tratando de distinguir qué es de quién, colocan en la secadora las prendas que Floreana ha lavado por su cuenta.
– ¿Te vas en ese horrible bus del alba?
– No hay otro para llegar a Puerto Montt…
– ¿Y es necesario que lo hagas todo con tanta prisa?
– Es la única forma, creo. O parto mañana, o me quedo aquí para siempre -Floreana le sonríe, una sonrisa que titubea entre la vergüenza y la disculpa.
– ¿Estás segura de lo que estás haciendo?
– Totalmente. Y quiero que sepas cuánto aprecio tu comprensión, sé que estoy quebrando las reglas.
– Las has quebrado desde el primer día, Floreana.
Se ruboriza. Elena está en lo cierto. Desde que fue a comprar azúcar al almacén de doña Carmen y se enteró de que los cigarrillos Kent no habían sido distribuidos, no ha vivido en el Albergue como lo han hecho las demás.
– Por eso te he permitido partir antes de lo que te corresponde. Pero no te preocupes, ya informé en el diario mural y nadie, aparte de Olguita, conoce ese detalle. Hoy te despediremos a la hora de comida y podrás ahorrarte explicaciones.
Elena plancha con la palma de su mano la ropa que Floreana va separando, la dobla amorosamente.
– Anda a hacer tu maleta y deja todo listo. Así tendremos tiempo de verte tranquila esta tarde.
Deshacer su pequeño dormitorio resultó más difícil de lo que había pensado. Cada rincón significa una evocación diferente, y se aferraba a todas, incapaz de avanzar. ¡Con razón ahora se exige una eficiencia donde las emociones sobran! Se pregunta con ternura quién será la próxima ocupante, cuáles sus tristezas.
Los ojos de porcelana de la muñeca que le regaló Cherrie la miran fijamente, como los de la Virgen de la absurda gruta que cuida el policlínico. Cherrie, con sus blusas de vuelos y sus caderas rellenas, también ha partido, y al entregarle su regalo le ha dicho: «Para que no me olvides.»
– Imposible, Cherrie -dice Floreana en voz alta, sus manos presionando la rubia cabellera de la muñeca-. Ni a ti, ni a Olguita, ni a Maritza, ni a Aurora, menos aun a Toña y Angelita, ni a Constanza, creo que a ella menos que a nadie.
Envuelve la muñeca dentro de un suéter de lana gruesa para que resista bien el viaje por los caminos del archipiélago.
Guarda con cuidado la fotografía familiar y la de su hijo José, pero deja el retrato de Dulce sobre el velador; mañana, al partir, lo meterá en la maleta. Amarra las cartas y las ordena junto a sus fichas de trabajo. Ha guardado toda su ropa: voy a usar para el viaje la que llevo puesta, decide, y envidia a Constanza y a Angelita, que contaban con el dinero para hacer el viaje en avión.
Toma su maleta. ¿Por qué pesará más que al llegar? Se distrae calculando los kilos cuando de pronto golpean a su puerta. Es Elena.
– ¡Cambio de planes, Floreana! Tu despedida va a ser antes de la comida, a la hora de la «terapia», como la llamaba Toña.
– ¿Por qué?
– Ya te dije, tú quiebras las reglas…
– ¿Qué quieres decir?
– No vas a comer aquí -le sonríe con picardía.
– ¡Elena! ¿Qué pasó?
– Nada, no te pongas pálida. Es que me encontré con Pedro en el almacén, me vio haciendo las compras y preguntó a quién despedíamos hoy.
– ¿Me delataste?
– No creerás que te voy a hacer el juego mintiendo. Una cosa es omitir, otra es faltar a la verdad.
Floreana se sienta en la cama, exánime, incapaz de emitir palabra.
– Pedro se sintió un poco traicionado. Pero luego pareció recapacitar. ¿Pasó algo ayer?
– No, nada.
– ¿No fueron juntos a misa?
– Sí.
– No estás muy comunicativa. Pero creo que, después de todo, debieras haberle avisado. Yo tuve que consolarlo, ¿no te parece absurdo? Por eso le prometí adelantar la despedida para la tarde, así él podría invitarte a comer. Partió corriendo donde la directora de la escuela a ver si le mataba un pato para la noche. Quiere festejarte.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Floreana. Se la enjugó con la mano y la lamió. Sus lágrimas aún eran saladas. Hacía tanto que no las vertía, temió que la sal ya las hubiera abandonado.
– I vas betrayed by Flora, the lily of the west.
Una vez que se ha ido el Curco tras dejarla sana y salva en la casa del doctor, Pedro cierra la puerta y la estrecha con fuerza entre sus brazos.
– Lo que a mí me debilita es lo que a él lo fortifica. La vida no es justa, Floreana -le dice, y ella cree que es la primera vez que toda ironía está ausente de sus palabras-. Las grietas son fisuras, los huecos son vacíos. Tendré que desentrañar qué es lo que me dejas -lo murmura en su oído.
Una vez más, Floreana mete sus dedos por las ondulaciones claras y juega con ese pelo ensortijado. Permanecen así, en una inmovilidad mágica, como si un hada los hubiese encantado. El momento dura lo que Pedro es capaz de durar en la tristeza.
– Sólo voy a poder resistir tu partida con grandes ingestas de alcohol. Vamos, preparémonos un trago.
Mientras saca el hielo, le avisa que Flavián anda en la casa del presidente de la Junta de Vecinos y llegará pronto. Luego comprueban la temperatura del horno.
– ¡Ni un pato le quedaba a la directora de la escuela! Anda muy mal el stock de la señora Tomasa. ¿Te has fijado en que aquí cada casa es un pequeño comercio en potencia? Le pedí el jeep a Flavián y recorrí todas las alternativas posibles. ¡Nada! Terminé donde el viejo que tiene el negocio de golosinas allá arriba, el que arregla los neumáticos. Él me vendió este pato.
– No debieras haberte tomado toda esa molestia… No siento merecerla.
– ¿Por qué insistes en mirarte en menos? Yo creía que si de algo había servido nuestra relación, era para demostrarte lo poderosa que eres.
– ¿Poderosa yo? ¡Estás loco, Pedro!
– Precisamente ese sentimiento tuyo es lo que desarticula todo lo que tocas. ¡Y por eso mismo no habría soportado ofrecerte una comida cualquiera en tu despedida! Si me hubieses dado tiempo, niña apresurada, habría ido al supermercado de Castro y ahora estaríamos cocinando un tremendo banquete.
– Y este salmón ahumado, ¿te parece poco? ¡Qué buena cara tiene! -comenta ella probando una puntita de la cola.
– Éste es el primer plato: la entrada. Se lo trajeron de regalo a Flavián, doña Fresia vino hoy a dejarlo -introduce el dedo en el azafate donde se dora el pato, se lo chupa y busca un aliño entre los frascos ordenados uno al lado del otro, en el estante.
– Gracias, Pedro -agradecida, conmovida, Floreana le dedica una sonrisa luminosa como un traje de fiesta. El le acaricia la mejilla.
– Golondrina viajera, yo te habré de esperar.
– ¿Serás leal?
– ¡Siempre!
Pedro toma otro frasco de aliños y lo huele.
– Execrable tu partida, ¡execrable! -dice entre dientes.
– Tienes que avisarme apenas llegues a Santiago. No vas a dejar de hacerlo, ¿verdad?
– Admite que allá nos faltará poesía. ¡Admítelo! Nos van a faltar las flores del sur, la amabilidad de la gente. ¿Cómo lidiaremos con la escasez de corazón en medio de esa sociedad de la abundancia? No, Floreana… ¡no quiero la ciudad!
– ¿Cuánto tiempo más te vas a quedar?
– No sé, con tu partida voy a tener que replanteármelo todo. Pensaba empezar mi próxima novela aquí, contigo. Pero ya no sé…
– Mejor que me vaya, entonces. Yo podría resultarte poco erótica.
– ¡No juegues con fuego, historiadora de mis pasiones! Pero tengo razones ciertas para desear escribir aquí. ¿Conoces al poeta chino Li Fiu?
– Mi cultura literaria es más bien reducida.
– Es del setecientos, de la Dinastía Tang. Él buscaba la simplicidad en la poesía. Iba a la ribera donde las lavanderas lavaban la ropa. Les leía sus poemas, y sólo si las lavanderas los entendían, él los validaba. Únicamente si pasaban por la comprensión de aquellas lavanderas. ¿Entiendes por qué quiero quedarme?
– Sí, comprendo. ¿Sabes, Pedro? Tengo la convicción de que cuando empieces a tomarte en serio y dejes el erotismo de lado, o lo entiendas solamente como un factor más a narrar, llegarás a ser un gran escritor.
– Flavián piensa lo mismo. Quizás ése sea mi destino.
– Y él, ¿qué dice de tus planes?
– No quiere que me vaya. No sé si te contó: está comprando unas tierras en la isla, su idea es cultivarlas y vivir de ellas y de su profesión.
– No lo sabía. ¿Tiene la idea de hacerse rico? ¿O de emular a sus antepasados?
Pedro ríe con ganas.
– ¿Rico? No esperes nunca proyectos ambiciosos en Flavián, no corre por sus venas esa energía. Tales proyectos, diría él, son para los emergentes. Flavián no conoce la ambición, a lo más un par de sueños… Quizás uno de ellos sea volver a sus orígenes. Pero recuerda, él se autodefine como un decadente y le da pereza pelear por las cosas terrenales. Quiere que yo trabaje el campo con él -su voz se enternece-. Es bueno sentirse indispensable para alguien.
– Cosa que parece que yo no soy. Cuando llamé a José para avisarle que llegaba, temió que no cumpliera la promesa de dejarlo pasar un año con su padre. Sé que se va a poner contento de verme, pero no le soy indispensable.
– Da gracias por eso, nada peor que los hijos hombres apollerados. Me gusta tu José, me gusta que tome decisiones y que necesite vivir con su padre. Lo va a pasar mejor cuando grande. Además, tú no pareces tener el corte de la madre castradora. A lo más, un poco distraída… y eso es pecado venial.
Un ruido en la puerta avisa que Flavián ha llegado. Por su saludo lejano y poco entusiasta deducen que viene cansado; se tira en el sillón con el abrigo y la bufanda puestos. Floreana y Pedro salen de la cocina a recibirlo.
– ¿Cómo te fue?
– El René está preocupado. Por primera vez están ocurriendo asaltos en el pueblo. Los tienen identificados, pero a los carabineros les faltan evidencias. Son todos afuerinos, vienen del norte.
– Irrumpe la modernidad en el pueblo. ¡La inevitable!
– Además, está llegando la yerba… Nunca antes hubo marihuaneros por aquí.
– ¿No se referirán a mí?
– No, huevón, ponte serio. Para el pueblo es un problema y la Junta de Vecinos cree que yo puedo ayudar. Pero, ¿cómo?
– Ya lo pensaremos. Ahora, reanímate con el olor a pato asado, ¿no es delicioso?
Flavián se desprende de sus ropas de abrigo y va al dormitorio. Floreana oye correr el agua en el baño y al poco rato él vuelve refrescado, con mejor semblante, despidiendo algún aroma rico, masculino, sexual al olfato de Floreana. Ataviado otra vez con su aire felino. De inmediato se prepara un trago.
– En realidad, este pato promete. Y con el whisky ya me siento mejor. Entonces, Floreana -por fin alude a su presencia-, ¿es cierto que nos dejas?
– Sí, es cierto -frágil suena la voz de Floreana, temerosa; sin embargo, al pensarlo dos veces, hace un esfuerzo y se relaja, pues comprende que él será la última persona en preguntarle el porqué.
– Es una lástima.
Es todo su comentario; si Floreana se permitiera ser susceptible, adivinaría cierta acidez en el tono.
– ¡Y nunca comí un curanto! -se lamenta ella, haciendo un esfuerzo por atraer su complicidad.
– Te aseguro que te has perdido varias cosas de Chiloé, aparte del curanto… Tu decisión -agrega-, ¿es una reacción a lo estéril o a lo fecundo?
Floreana tartamudea, no sabe qué decir. Casi no puede hablar esta noche. Sólo atina a preguntarse, frente al hombre que la provoca, cuáles son las hendiduras de su mente, cuál el pasadizo de sus pensamientos. Él la observa sin piedad. Cada uno busca su propia mirada en los ojos del otro.
– Cuando lo averigües, házmelo saber -le dice él con ironía, sin dejar de observarla, y alza su vaso para hacerlo chocar con el de Floreana. Ella recoge sagradamente esa mirada hacia su interior, como si estuviese ante una pintura de Magritte.
– Salud, Flavián.
Afuera ladra un perro.
– Mientras no nos despidamos, persiste la ilusión de no separarse -dice Pedro con el bajativo en la mano.
– Deja eso -Flavián es perentorio-. Nadie ha obligado a Floreana, ella está partiendo por su propia voluntad. Más aun, adelanta su partida. ¡Es su problema, no el nuestro! Además, Pedro, cuida tus palabras: acuérdate de que, igual que todo, se gastan.
– Es que parece que yo soy el único de los tres que padece de incontinencia emocional. Si espero a que ustedes dos digan algo, me van a salir canas… ¡Aquí los tabúes acechan!
Es la primera vez que tocan este tema durante la noche. Si la partida de Floreana ha enojado a Flavián, él lo disimula muy bien. Probablemente, la escena les resulta peligrosa a todos, por lo cálida y natural… Porque el riesgo, para cada uno, es sentirla como propia. Se ve a los tres sentados a la mesa en sus puestos habituales; los platos de la comida han sido reemplazados por el café y los bajativos. El salmón ahumado y el pato fueron saboreados gozosamente, tal como la conversación, las discusiones, las muchas risas, las impertinencias con que Pedro lo ameniza todo y las tesis que proclama enfáticamente en los ámbitos más diversos. El ventanal les muestra estrellas luminiscentes, el faro les recuerda que se hallan todavía sobre la tierra. La buena música no ha cesado, incluso Pedro y Flavián han cantado en un genial dúo: todo marcha en la más perfecta armonía, como una velada cualquiera. Una mirada externa diría que cada uno ha encontrado por fin el lugar que anhelaba. Y para que sea así, no corresponde mencionar la partida de Floreana. Como si lo hubiesen acordado en un pacto previo.
Pero la expansividad de Pedro, la que alimenta a Flavián (por su estruendosa carencia), no ha podido refrenarse. Entonces, para aliviar la tensión, él se levanta, cambia la música, coloca un disco de la Rinaldi -«es un tango», advierte, «pero genuino»-, se para en medio de la pieza y mirando a Floreana canta junto a aquella voz argentina:
Rara,
como encendida,
te vi bebiendo
linda y fatal.
Bebías,
y en el fragor del champán
loca reías
por no llorar.
En un instante todos están cantando, la Rinaldi pasa al último lugar y Floreana, bebiendo, loca ríe porque sabe que va a llorar.
En ese momento las luces de la casa se apagan, calla la música. Flavián se dirige a la puerta y la abre: la luz ha desaparecido en todo el pueblo.
– Pedro, tráete velas. Es un apagón, puede ser largo.
Floreana decide retirarse e irse a acostar; no en vano tiene que madrugar. Recuerda cuando a Dulce, ya cercada por la muerte, le empezó a parecer que dormir era una pérdida de tiempo. Trata de distinguir a Flavián en la oscuridad. ¡Cómo ser ciega y poder tocarlo con sus manos! Acariciar esas heridas, palpar su pecho, reposar en ese refugio. Tocar su boca, la más avara de todas, la que nunca besó la suya. Palpar hacia abajo su vientre, comprobar que lo milenario sigue viviendo. Nada la convencería de que esa vivencia es pasajera.
¡En qué momento maldito me puse sobre su huella!
Cuando Pedro comienza a encender las velas, ella anuncia tímidamente su partida.
– Espera un poco -Pedro la detiene-. Tenemos un rito pendiente.
– ¿Cuál? -pregunta Flavián.
– Yo no soy desmemoriado y podría repetir cada cosa que le he escuchado a Floreana desde que vino por primera vez a esta casa. Siéntense ustedes dos al frente, les voy a leer una página que he seleccionado para ella. En su honor.
Un candelabro los acompaña. Flavián se acomoda junto a Floreana, muy cerca, y ninguno ignora que sus piernas están rozándose. Pero ninguno se mueve.
Vuelve Pedro con un libro. Acerca otra vela para alumbrar sus páginas.
– ¿Qué libro es?
– El amante de Lady Chatterley.
Guardan un silencio respetuoso. Pedro comienza su lectura:
«Y ahora amo mi actual castidad, porque es la paz que llega después del amor. Amo ser casto ahora. La amo como las campanillas blancas aman la nieve. Amo esa castidad que es un espacio de paz en nuestro amor, que es entre nosotros como una campanilla blanca bifurcada en blanca llama. Y cuando llegue la verdadera primavera, cuando nos reunamos, entonces podremos, al hacer el amor, volver la llama bien brillante, bien amarilla y brillante.
»¡Pero no ahora, no todavía! Ahora es el tiempo de ser casto; y es bueno ser casto; es como un arroyuelo de agua fresca en mi corazón. Amo la castidad, ahora que se desliza entre nosotros. Es como el agua fresca y la lluvia. ¡Cómo puede desearse correr aventuras aburridas! ¡Qué miseria ser un Don Juan, impotente hasta para extraer la más mínima paz de amor cuando brilla la pequeña llama; impotente, incapaz de ser casto!
»Y bien, van ahí muchas palabras, porque no puedo tocarte… Si pudiera dormir en ti, teniéndote en mis brazos, ¡cómo se secaría la tinta en la botella! Podemos ser castos juntos de la misma manera que podemos hacer el amor juntos. Pero es necesario que estemos separados por algún tiempo y ésa es la forma más prudente de proceder. Si solamente estuviera seguro…»
Pedro se detiene, cierra el libro y los mira.
¿Quién osará quebrar el silencio? Floreana gira hacia Flavián, sus ojos brillan como la escarcha entre las hojas de un olivillo. Él extiende su mano y con ella toma la de Floreana, entrelaza sus dedos con los de ella en un encaje preciso, como si dos piezas perdidas de un rompecabezas se encontraran por fin en un mismo tablero. Conduce, ya aprisionada, esa mano hacia su pierna, y sobre ella la cubre en un deseado reposo.
– Si solamente estuviera seguro… -dice, ronco, y presiona la mano de Floreana contra su muslo.
La penumbra los guarda en un silencio bendito, una estatua las tres figuras, mientras las llamas de las velas oscilan; o una pintura del Caravaggio en sus claroscuros, si éstos pudiesen fijarse para siempre.
Floreana nota que un hilillo de esperma ha ido resbalando desde el candelabro hasta la pana de su pantalón. Siente el calor del líquido; no alcanza a quemarla y ella se desentiende: sólo sabe de la mano grande de Flavián sobre la suya.
– Floreana, te voy a ir a dejar. Déjame buscar la linterna.
Y Flavián la suelta, como si su capacidad de intimidad se hubiese saturado; la catedral es retirada y con ella su jerarquía. Floreana mira su mano desguarnecida, al descubierto, y se siente como un niño en brazos de nadie.
La noche era un pedazo de tela estirada por las estrellas.
– Quiero llorar… y debo loca reír, ¿verdad?
– No te apenes por Pedro, seguro que lo verás aparecer en cualquier momento por tu departamento de La Reina.
– ¿Y a ti?
– Difícil, yo no voy a la gran ciudad.
Fueron las únicas frases pronunciadas al dejar la casa. Recorrieron sin hablar el camino que asciende por la colina, guiados por el haz luminoso de la linterna que Flavián sostenía en una mano; con la otra no soltó ni por un instante el brazo de Floreana, como si la llevase esposada. Vigoroso y vigilante, cauteloso su acecho de gato montes.
Cuánto pesa una pena, le susurró ella, callada, al abismo inaudible de la noche.
– Mira el Albergue, ¡volvió la luz! -exclama Floreana de pronto.
– Entonces, aquí te dejo -dice bruscamente Flavián-. ¿Ves la arboleda? Yo te miraré subir.
– Creí que me acompañarías hasta la cabaña.
– No hace falta. Puedes correr, cuando yo vea que apagas la luz del porche, me iré.
Una vez más, Floreana vuelve sus ojos, desconcertada. No distingue bien los de él. Flavián apaga la linterna, la guarda en el bolsillo de su chaqueta.
– Buenas noches -dice con un tono neutro.
Floreana no responde. Él espera.
– ¿Tantos son los límites, Flavián? ¿Así termina la historia?
– Porque hay límites, es así como termina. Tú lo has dicho.
Él no se mueve. Floreana abre los brazos.
– Ven, despídete de mí -lo ha dicho tan bajo que apenas se oyó.
Cómo se ha equivocado ella aceptando jugar con las reglas que él ha impuesto. ¡Si tan sólo le hubiese hecho, alguna vez, una petición explícita! Desde su impotencia, la formula hoy por vez primera y la reacción de él es inesperada. Como si la hubiese anhelado, en un instante se vuelca vertiginosamente hacia ella, entra en esos brazos que lo esperan, entra, extiende los suyos, entra. Y el abrazo repleta las praderas de la isla entera.
El deseo se desprendió violento e independiente de sus cuerpos, dejándolos desarmados. Flavián busca su boca, no demora en encontrarla, si ella lo ha esperado tanto… Tantea sus labios como si manos fueran, comienza a morderlos despacito, luego los lame, avanza hasta su lengua, besa su lengua, muerde su lengua hasta que ambas bocas se funden besando al deseo tenaz en esta nada en que la oscuridad ha transformado a la noche.
Y como si las costuras del alma hablasen por él, escondido en el cuello que seguía besando, desató lo que no era voz sino ruego.
– Sé indulgente con mi debilidad. Tengo miedo, Floreana.
Ambos abrazan su intimidad de extraños, reconociéndose. El Tango para Evora no fue en vano. Floreana siente que en ese instante se desprende de toda su anterior existencia.
Flavián toma su cara y, sujetándola como al bien más preciado, toca su boca, toca sus ojos y murmura:
– Quédate.
Floreana cree estar soñando, no sabe bien si oyó ese verbo o su imaginación lo ha inventado, tan suavemente fue dicho. Pero no alcanza a determinarlo, porque de inmediato aparece el Flavián de siempre.
– Anda, corre, yo te estaré mirando.
Floreana corrió hacia arriba, sin ninguna conciencia del esfuerzo de sus piernas. Nada, salvo la boca, la boca y sus contornos que ardían. El beso de Flavián dejó esa zona de su rostro señalada; empinar la ladera como si le hubiesen arrancado la boca; mordida, tragada, su boca ya no es su boca.
Con los poros ardiendo llega Floreana a su cabaña. Él la ha besado. La selección hecha por sus labios y su lengua distinguió esta boca que perdió su margen, esa línea que ella había creído exacta: su límite.
Boca de todas las bocas.
Floreana se tumba en la cama.
Tú, amor óptimo, dímelo: ¿en qué estaremos convertidos la última noche del siglo?
El cielo era una sábana.
Forrada de sí misma, ella amaneció a la mañana, y luego de guardar el retrato de Dulce partió con la maleta a cuestas. Con las reservas de vida que le restaban, respiró bocanadas de aire y enfrentó el nuevo sol. Sentía sus labios amoratados, vivos como las hortensias del jardín cuando las miró por última vez.
Cruza la arboleda, serpentea también por última vez su sombra, y el campo enorme se presenta virgen al amanecer, vasto y potente en su silencio. Lo mira embelesada, inhala el olor del viento como si inhalara además la totalidad del cielo. Y aunque el viento negro aún no se presenta, esta naturaleza le recuerda que la piedad está postergada. Sólo los cuervos limpiarán de pena estas praderas.
Tanteando sus pies la tierra como si fueran las manos de un hombre, baja por la colina, despacio. La maleta pesa. Por el costado del cementerio le hace una respetuosa venia al mar y, cuando la pequeña iglesia con su torre de alerce se aproxima, decide no mirar a su derecha: no se despedirá del faro ni de esa prolongación de tierra que alberga al policlínico.
Ya llegó al pueblo. Al lado de la Telefónica, en el familiar camino de tierra, divisa el bus con su cansancio polvoriento. Hacia él dirige sus pasos. Todos los pasajeros están ya sentados, pacientes y somnolientos, con la marca del alba en sus rostros. Floreana le ordena enderezarse a su cuerpo aún aterido. Y obedeciendo, aparentando ser muy dueña de sí, aborda el bus.
Ya en su asiento, al lado de la ventana, piensa en aquello del tiempo perceptible y se dice con horror: Dulce ya murió, yo moriré algún día, ¿qué le he arrancado yo a la muerte? ¿Sólo un baile y un beso?
El bus parte y Floreana mira el pueblo. No retira sus ojos hasta que cruzan bajo el lienzo que en otros tiempos le dio la bienvenida, y lee su reverso: Hasta pronto. Un «pronto» eterno.
Se distrae en el paisaje. Los mil verdes invernales la sobrecogen una vez más mientras van dejando atrás el mar. Los árboles parecen banderas con tantas manchas rojas en sus ramas. Se nubla la mañana, ¡poco duró el sol! Este día será otro de ésos plateados que ella conoce. Las nubes están bajas. ¡Qué lejos estoy!, se dice al verlas tan cerca. Atraviesan un pequeño bosque de arrayanes y la estridencia naranja de sus troncos le evocará siempre esta tierra del sur, perennemente húmeda.
Avanza el bus por el camino, por senderos interiores que se alejan y se alejan del mar. Los ojos de Floreana ya no ven el paisaje, o lo ven borroso porque están demasiado llenos de él. Mira al suelo, entre sus pies, donde ha guardado la mochila. Leer. Quizás historias ajenas puedan investirla de ese talante que no encuentra. Quizás le alivianen el peso de esos verdes que insisten, que la retienen, que hieren sus pupilas. Un libro, siempre una tabla de salvataje, le permitirá soñar que muchos lugares pueden ser el Lugar. Cuando se inclina para sacarlo del bolso, sus ojos encuentran una mancha blanquecina en el pantalón, a la altura del muslo. Es la esperma, es la vela de anoche, la derramada. ¿No debería limpiarla? Raspa con la uña el líquido solidificado sobre la tela, disponiéndose a arrancarlo, y de pronto se detiene. Se pregunta por el sentido de eliminarlo: esa esperma es su testimonio. La frota contra su pantalón, como si pudiese convertirla en un impreso sobre su pierna, un grabado o, para preservarla sin límite en el tiempo, un tatuaje. Y mientras repasa con la yema de sus dedos la esperma de la vela, un brillo acomete sus ojos: como una alucinada lleva su mano al bolsillo de su pantalón, busca un objeto, lo palpa, sí, la llave aún está ahí.
Sin más reflexión que el estallido de sus sentidos, en vez de sacar el libro recoge la mochila, se levanta de su asiento y camina hacia la puerta de adelante.
Al descender del bus, Floreana volvió a aferrar su maleta, como lo había hecho casi tres meses antes, cuando llegó al Albergue. Tomó una vez más su peso y se dispuso a caminar, a sobrellevarlo, porque el propio peso de su cuerpo se aligera cuando el desafío la llama. No se volverá a preguntar dónde está la patria: ya sabe que la patria es aquel lugar donde no se siente el frío.
Vamos, Floreana, ¡corre!
Haz un acto perfecto. Uno solo.
Mallarauco, mayo de 1997