XX

– Ahora ya no me importaría morirme -dijo Ismaíl.

Hubiera bastado que ella hiciera un solo gesto, que dijera una palabra o que negara simplemente con la cabeza. Pero no hizo nada, únicamente se quedó quieta. Estaba de pie con una novela en la mano que acababa de sacar de uno de los estantes superiores de la biblioteca y, cuando se dio cuenta de la presencia de Ismaíl en el umbral de la puerta, se le cayó el libro al suelo. Él la vio así, con el semblante somnoliento de quien no consigue conciliar el sueño y se levanta desvelado en mitad de la noche, los brazos caídos por encima de la tela blanca del camisón, los ojos serios y graves, como si supiera de golpe lo que inevitablemente iba a suceder, los hombros cubiertos por un chal muy fino de gasa azul.

A Ismaíl ya no le importó nada, ni el lugar, ni la lamparilla encendida, ni que alguien pudiera descubrirlos, ni siquiera su propia conciencia que seiba diluyendo igual que los límites de su cuerpo mientras la abrazaba y rodaban los dos por el suelo, derribados, emboscados como dos sombras. Se buscaban y se mordían y se apretaban impacientes, como si en su interior se hubiera desatado todo el dolor y toda la rabia de un deseo largamente contenido. El día en que Helena decidió poner fin a la relación no había previsto que fuera tan difícil llevar a cabo su propósito. Ismaíl tomó un almohadón M sofá y se lo colocó a ella bajo la nuca. Después desató con los dientes la cinta que le recogía el pelo y toda su cabellera quedó derramada por la alfombra, una espesura de membrillos en otoño, aquella luz primera de la infancia.

Despeinado también él, con el rostro mojado de saliva, recorrió su cuerpo centímetro a centímetro: el empeine muy arqueado, como el de las bailarinas, los talones, la línea frágil del tobillo, el hueso un poco saliente de la rótula, una colina en el mapa del cuerpo… Le separó las piernas y se volcó ciego entre sus muslos, erguido sobre ella, sin poder soportar la impaciencia cuando ella misma entreabrió la hendidura de sus labios con los dedos para recibirlo, apremiada por una urgencia ya despojada de cualquier pudor porque tampoco ella podía resistir más aquella excitación. Ismaíl la oyó pronunciar su nombre mientras sentía su cuerpo dilatándose y contrayéndose, como el latido de una herida a un ritmo cada vez más sofocado y veloz, y se oía a sí mismo, la ebriedad de sus gemidos, las palabras dulcísimas o crudas, osadas y brutales del delirio que ni siquiera era consciente de estar pronunciando, ni sabía ya a quién de los dos pertenecía aquella voz, ni el cuerpo, ni los jadeos de placer, ni el sudor que los fundía en un desfallecimiento común. Apenas tuvo el tiempo justo de salirse de ella y derramarse a borbotones densos y tibios encima de su vientre, un rastro blanco de sal.

Poco a poco fueron recuperando el aliento. Helena le hizo volver el rostro, le acariciaba el pelo y la frente muy despacio, con una devoción atenta enla que ya no había premura ni desesperación, sino sólo un abandono profundo, como el de los náufragos que han perdido la batalla y se entregan dóciles al mar. Él apoyó la cabeza en su pecho. Se sintió vencido también, cansado de vivir sin ella. «Ahora yano me importaría morirme», dijo.

La claridad nocturna entraba a través de los arcos del ventanal como en un templo. Entonces les pareció oír algo muy leve, como la carrera de un animal pequeño en el jardín. Fue sólo un momento. Después, otra vez el silencio. Ismaíl se abrochó los pantalones y se acercó a la ventana. Los árboles parecían rociados de escarcha por el relumbre lunar. Todo estaba en calma, como acolchado de silencio. Permanecieron todavía allí, como al final de una tregua, sin querer saber qué iba a ser de sus vidas mañana o a la semana siguiente o dentro de un año, apurando los últimos minutos antes de regresar cada uno a su dormitorio.

La detonación sonó algunas horas después. Exactamente a las seis menos cuarto de la madrugada. Ismaíl no se levantó en seguida, sino que se quedó durante unos segundos paralizado, sin atreverse siquiera a levantarse de la cama, dominado por la sensación de pesadez y hundimiento que presagia siempre las desgracias. El miedo era ese sabor a tierra en la lengua, una punzada de mal augurio en el pecho, el vértigo de bajar por una escalera a oscuras en laque de pronto falta un peldaño. Cuando por fin logró incorporarse y corrió hacia el lado de la casa en que había sonado el disparo, vio cómo su hermano Viktor se echaba las dos manos a la cabeza en el mismo momento en que descubría el cuerpo sin vida de su padre.

Helena estaba junto a él y trataba de sujetarlo y de ofrecerle su apoyo para que no perdiera estabilidad, aunque tal vez fuera ella, cada vez más pálida, la que buscaba amparo y sostén.

– No entres -le advirtió a Ismaíl cuando lo vio en el quicio de la puerta, como si temiera que algo pudiera dañar sus ojos irreparablemente. Pero el aviso llegó demasiado tarde, cuando Ismaíl ya había visto lo que tenía que ver.

El cuerpo de Zanum estaba tendido en el lecho, medio cubierto por la sábana’ con la mano derecha colgando fuera de la cama. Tenía la palma vuelta hacia arriba y los dedos agarrotados. A escasos centímetros se hallaba la pistola caída en el suelo, sobre los tablones de madera.

Los tres se quedaron paralizados y mudos. Sólo Viktor intentó balbucear unas palabras, pero lo único que acertaba a pronunciar era el nombre de su padre. Lo repetía como una letanía, moviendo la cabeza hacia los lados. Tenía los ojos fijos en el cadáver, espantados, sin reconocer aún del todo los hechos, esa clase de mirada de quien se despierta sobresaltado en medio del sueño y experimenta la misma sensación de enajenamiento que si se hallara todavía en el interior de una pesadilla. Cuando por fin consiguió desprenderse de los brazos de Helena, que intentaba retenerlo, corrió hacia la camay apartó la sábana que le cubría el cuerpo. Entonces todos pudieron ver la herida de bala a la altura del corazón, un solo impacto y no dos, como se anduvo diciendo después arriba y abajo. La pistola tuvo que ser disparada con el cañón del arma pegado al pecho, tal como indicó después el encargado de hacer el informe pericial, señalando el orificio circular que presentaba la chaqueta del pijama, de color beige muy claro, con los bordes requemados de pólvora.

Aun muerto, la presencia de aquel hombre dominaba todo el cuarto, impregnado por un fuerte aroma a cuero y a madera mezclado con su propio olor corporal. La expresión de su rostro era distinta de la que tenía en vida, sobre todo por la ausencia de mirada, las córneas vueltas hacía arriba. Sin embargo, no reflejaba tensión. Parecía más viejo quizá, con las arrugas acentuadas en torno a la boca entreabierta y en el cuello, pero su frente seguía siendo poderosa, con una mata espesa de cabello blanquísimo echado ligeramente hacia atrás, el pelaje de un zorro plateado.

Tanto la alcoba como el gabinete contiguo, separado sólo por un arco, presentaban un aspecto ordenado. La ropa estaba cuidadosamente plegada sobre una silla, la chaqueta oscura y el pantalón de paño negro. Le gustaba el orden y la austeridad. También los zapatos eran sobrios, con la suela de goma un poco impregnada en los bordes de barro o de cemento. Sobre el escritorio todavía se hallaban los papeles en los que probablemente había estado trabajando hasta muy tarde. Ismaíl se acercó ala mesa y vio que los documentos eran antiguos por el tono amarillento del papel y por el sello, el mismo que solía utilizar el Departamento de Seguridad e Interior hacía años, una águila bicéfala. Leyó únicamente un párrafo subrayado con lápiz rojo: «… organización de espionaje y colaboración con el enemigo…». Había también numerosas anotaciones al margen con abreviaturas que Ismaíl no consiguió descifrar en el primer vistazo a vuela pluma. Mientras tanto, su hermano estaba inclinado sobre el cuerpo del difunto, palpándole la vena del cuello, intentando inútilmente encontrarle el pulso, y Helena permanecía de pie a dos o tres pasos del lecho, sin acercarse más, sin saber qué hacer, aturdida, mirándolo a él, a Ismafi, con una intensidad desconcertante, quizá tratando de hablarle con los ojos, o de indagar acaso en los de él y de comunicarse de algún modo, el morse del entendimiento. No supo Ismaíl comprender esa mirada lentísima que, sin embargo, estaba sucediendo en décimas de segundo, porque, desde que sonó el disparo, se había quebrado el tiempo y él percibía las cosas de un modo fragmentario, como si las estuviese viendo a través de una lente rota en miles de esquirlas.

Pasaron dos horas hasta que la brigada de investigación criminal llegó a la mansión. Dos policías de uniforme quedaron apostados junto a la verja principal. El inspector iba vestido de paisano con un traje gris de solapa ancha, un poco anticuado. Interrogó a cada uno de los habitantes de la casa por separado. Parecía un funcionario meticuloso e intuitivo. Sus o os daban la impresión de estar siempre opinando, eran pequeños y acechantes, hasta cuando no formulaba ninguna pregunta y miraba distraídamente a través de las cristaleras hacia el jardín, donde aún se veían algunos montones de hojas rojas apiladas en jaulas de rejilla; una mirada que podía significar el cansancio que le inspiraba su trabajo, aquel interrogatorio y la propia condición humana. O tal vez fuera que el otoño lo volvía pensativo. Había algo raro, al parecer. Algo que no coincidía en las declaraciones de los tres testigos, pequeñas contradicciones, una mínima diferencia horaria en las coartadas de cada cual.

El dossier señalado con la letra Z que se encontraba en el gabinete de trabajo del muerto fue sometido a un exhaustivo peritaje grafológico. En él se incluía un croquis de las instalaciones militares situadas a las afueras de la aldea de Ndroq y todo el expediente referido a una detención realizada en Durrés un lejano día de setiembre de 1961. Su contenido evidenciaba sin lugar a dudas la implicación directa de Zanum en el proceso que acabó con el arresto y posterior asesinato del doctor Gjorg. El análisis de esta documentación, desaparecida hacía tiempo de los archivos, no benefició precisamente a Ismaíl. A la luz de los datos aportados, él era el único, entre todos los habitantes de la villa, que tenía un posible móvil para el crimen. Poseer un motivo para la venganza implica para la tradición albanesa dar prácticamente por consumado su cumplimiento, tan frágil es la frontera entre la ley y el derecho. Como reza un dicho popular balcánico, «Todo aquel que tiene una causa comete un crimen». Por otra parte, Ismaíl era consciente de que existían informes de la Seguridad sobre sus reuniones con miembros de la oposición y su actividad clandestina en la universidad. Pero, sin embargo, ni una cosa ni la otra fueron definitivas en el momento de su apresamiento. Lo que realmente resultó determinante fue el testimonio de su hermano.

Viktor no parpadeó ni le tembló la voz cuando señaló a Ismaíl, delante del inspector, haciendo alarde de una serenidad granítica: «Él lo hizo», dijo, imperturbable, mirando fijamente a su hermano con una dureza extrema y compacta, midiéndolo con los ojos. Estaban los dos de pie, uno enfrente del otro, a menos de cinco pasos. En aquel momento ya no eran dos hermanos huérfanos criados bajo el mismo techo, sino dos seres adultos, espoleados por un resorte muy antiguo, el mismo que late en el corazón del lobo y del cordero. También en los duelos entre hombres existe ese instante de máxima tensión en que la sangre se enfría dentro de las venas, señalando un límite. Pero lo que reflejaba el rostro de Viktor no era el arranque temperamental de un impulso súbito, sino la frialdad que proporciona el cálculo, una concentración de sombras minúsculas y oscuras en la frente, como si hubiera estado premeditando aquella denuncia durante varios días. Su frase era una oración definitiva que no admitía hipótesis ni conjeturas de ninguna clase. La frase de quien acusa sin vacilación. «Él lo hizo», sólo eso. Y bastó su palabra para que Ismaíl fuese sentenciado de inmediato. Así habían funcionado siempre las cosas, no se necesitaban pruebas, y en caso de que fueran necesarias, se falsificaban.

Una denuncia de cualquiera era suficiente para ser condenado, especialmente si el que formulaba la acusación era un militar y un miembro tan destacado del partido como Viktor Radjik.

Por qué Ismaíl no intentó siquiera defenderse nadie lo sabe. Tal vez necesitó fermentar aquella calumnia dentro de sí mismo, en silencio. La inocencia se vuelve muda tantas veces ante la inquina. Permaneció así, inmóvil, durante algunos segundos, como la presa que se queda paralizada ante su destino, sabiendo que el destino no es el azar, sino el resultado natural de unos hechos cruciales, apretados, no siempre comprensibles, como puede no ser comprensible a veces la soledad, el deseo sediento de placer y de venganza o el egoísmo y la compasión. Pero quizá ni siquiera se extrañó. En ocasiones, en el mismo instante en que algunas cosas suceden, uno experimenta la enigmática sensación de que ya las ha vivido, como si hubiera sabido desde siempre que iban a ocurrir. No acontecen tantas sorpresas en la vida, si se piensa. Había también en el ensimismamiento de Ismaíl algo cálido, una ligera expresión de lástima o añoranza que alteró su rostro con un minúsculo rubor, un pesar íntimo que acaso se remontaba al tiempo lejano de los juegos y de las carreras por el monte Dajú, y a un tren con cinco vagones de plata que brillaba en el fondo del túnel de su conciencia. Se quedó callado con una sonrisa inexplicable en los labios. Era una sonrisa cansada. Casi dulce.

Inculpar, persuadir con la mentira, resultaba fácil. Aun así, el inspector no renunció a hacer las preguntas reglamentarias. Pese a su aspecto un poco vulgar, aquel funcionario poseía una mente observadora e interpretativa. No necesitaba formular ningún juicio, para opinar, lo hacía para sus adentros.

No utilizaba malos modos. Era eficaz y educado. Debían de quedar pocos así en el ministerio. Se loveía más inclinado hacia la hipótesis del asesinato que hacia la del suicidio. Ismaíl no se extrañó por ello. También él empezaba a admitir esa posibilidad. Pero en su caso no tenía tanto mérito, al fin y al cabo, él había visto el cadáver tal como se encontraba originariamente, con la sábana subida cubriéndole el cuerpo. Ciertamente era un detalle mínimo, y en el momento no le concedió mayor importancia. Sin embargo, ahora no paraba de darle vueltas en la cabeza. Era difícil que un muerto pudiera arroparse a sí mismo.

A la mente de Ismaíl vino entonces el recuerdo de un ruido muy leve, apenas una vibración en el cristal de la biblioteca, y después un ligero movimiento en el ramaje del seto, la luna saltando sobre las hojas como una cresta de plata.

Otra vez volvió a tener la sensación de que estaba percibiendo las cosas de un modo onírico, fogonazos de escenas descabaladas. Imaginó a Zanuni escudriñando detrás del ventanal de la biblioteca, un hombre ya viejo y deprimido, con las facultades algo deterioradas, que tal vez no llegase a reconocer los rostros y los cuerpos que brillaban en la penumbra, y se viese asaltado por la certeza de haber regresado por efecto de algún prodigio a una noche pasada de hacía más de veinte años.

Igual que entonces, el anciano pudo ver la silueta de una mujer muy joven casi desnuda, apenas cubierta con un finísimo chal de gasa azul, y acaso vio también a un hombre alto que hundía las manos en su larga cabellera como en un río. Dos cuerpos que irradiaban un rescoldo luminoso, la fosforescencia del amor en la piel. Tal vez oyó los jadeos de placer, tan semejantes a otros gemidos lejanos que más bien parecían su repetición o sueco, sonidos oscuros cuyo fiero gozo le estallaba enla cabeza y casi llegaba a percibir en el aire el mismo olor fuertemente sexuado que emanaba de los cuerpos. Una cosa que recuerda a otra, como el reflejo de un rostro delante de un espejo. «Igual que el que toma el espectro y persigue el sueño es aquel que vive entre sombras.»

Pero también podría ser que el viejo hubiese reconocido los rostros y los nombres de los amantes, y entonces las cosas habrían sucedido de otro modo.

Puede que hubiese perseguido a Helena por el interior de la casa, su nuera adúltera, la mujer de su hijo predilecto, y la hubiera amenazado con su voz acusadora, o la hubiera chantajeado y se hubiera enfrentado a ella, y hubiese urdido una trama para hundirla y la hubiese maldecido igual que había hecho un día con su propia esposa, y hasta hubiera pronunciado las mismas palabras atroces.

Pero quién sabe. Quién puede saber a ciencia cierta lo que es verdad si la vida depende tantas veces de lo que uno cree o sueña o ha imaginado, y hasta la más apacible de las existencias se halla llena de enigmas y episodios inexplicables o difuminados. Todo se difumina con el tiempo. Aunque también es verdad, como había dicho Hanna, que nada de lo que ocurre se borra jamás por completo.

Antes de ser esposado y conducido al automóvil negro que esperaba abajo, Ismaíl se asomó a la ventana y olfateó el aire con expresión ausente, como si nada de lo sucedido tuviese que ver con él.

Lo embargaba la sensación de haber permanecido inmerso en la vida de otros, en tramas que se remontaban más de veinte años atrás.

Poco después, el coche oficial abandonaba la mansión, haciendo crujir la grava de la senda, suavemente curvada. Por el espejo retrovisor, Ismaíl pudo ver a Helena por última vez. Sus ojos estaban extrañamente nublados. Había algo allí contenido, un cansancio indulgente, una sabiduría muy antigua, la misma expresión de fatalidad de las oréades de las leyendas albanesas. Hizo un gesto lívido con la mano al despedirse de él. En aquel momento a Ismaíl le pareció una mujer menos joven, pero mucho más bella.

Por el este se avecinaban unas nubes muy densas que aplastaban el cielo de Tirana y oscurecían la carretera de Elbasan con las pequeñas villas construidas antes de la guerra, rodeadas de árboles y algunos macizos de flores. El bulevar de los Mártires ofrecía un aspecto desolado, las fachadas grises de los edificios oficiales, una plaza abierta con frontones de mármol y la estatua ecuestre del héroe Scanderberg levantando su espada de bronce en la mano derecha, con el semblante grávido, erigido para la eternidad y quizá por ello ya melancólico. Cuando pasaron por delante del palacio presidencial, el cielo había tomado un color de basalto entre pinceladas de azufre. Quedaba aún un hueco en el aire sólo horadado por el chasquido de la electricidad.

«Dentro de muy poco -pensó Ismaíl- comenzará a arreciar la lluvia.»

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