IX

Se acordó de un baúl de castaño en el que se escondió una tarde cuando tenía cuatro o cinco años, y de las voces que lo buscaban llamándolo por todas las habitaciones: Ismaíl, Ismaíl… Había permanecido allí escondido sin contestar, oliendo el aroma de la lavanda en un corpiño negro de encaje que lo tenía fascinado y que no había visto nunca antes, porque era la primera vez que exploraba las prendas íntimas de su madre: una enagua de raso, las medias de seda con costura, un abanico de madera de sándalo y un echarpe azul con flecos que estaba envuelto en papel de regalo. Pero por más que lo intentaba no conseguía acordarse con precisión del rostro ni del cuerpo que llevaba aquellas ropas, como suele suceder con aquellas imágenes que uno necesita recordar perentoriamente y se empeña en recordar a toda costa, pero que la memoria, caprichosa o selectiva, oculta tras una cinta de niebla, convirtiéndolas en una sensación vaga, como prendida de alfileres. Apenas podía retener el escorzo fugaz de una mujer muy pálida asomada a una ventana, mirando siempre hacia afuera, despidiéndose de alguien con la mano desde el balcón de la casa, quizá de algún vecino, de alguna visita que se había prolongado más de la cuenta, canturreando después risueña con el balcón entornado. Ese canto inconsciente de las mujeres que no saben que son observadas bajo su felicidad íntima y secreta, pero que alguien espía, el marido desde el otro lado de la puerta de doble hoja, o el niño escondido en un baúl que escucha y oye, pero todavía es muy pequeño para entender y para recordar la conversación con Hanna había despertado en él un afán por indagar no sólo en su memoria más remota, sino también entre los objetos y entre los papeles y los libros, buscando algún indicio no sabía muy bien de qué. Miraba en torno a él con ojos escrutadores, pero no lograba volver a establecer el vínculo antiguo con las cosas. Éstas le provocaban una emoción que nada tenía que ver con la nostalgia, sino quizá con cierta premonición difusa, como si temiese más el pasado que el futuro. Todo se había vuelto del revés y el tiempo discurría también de forma distinta, había cambiado de sentido.

Después de su regreso del servicio militar, la primera vez que Ismaíl subió al último piso de la villa por la escalerilla interior de caracol y empujó la puerta que daba acceso a la torre no se encontró ante el polvoriento paisaje de trastos arrumbados que esperaba, sino que descubrió que alguien antes que él había intentado poner cierto orden en aquel caos. Junto a la pared del fondo se hallaban apiladas varias cajas de cartón en cuyo interior permanecían cuidadosamente guardados los juguetes infantiles: el carrusel con música de concertina cuya cuerda había sido reparada; el reloj de rana que marcaba la hora exacta; la orquesta búlgara de títeres vestidos de frac que parecía estar dispuesta para comenzar un vals, y allí estaba también el tren de Vologda, con sus cinco magníficos vagones plateados y las iniciales V. I. perfectamente visibles en la puerta de la locomotora, como si una mano, indudablemente femenina, hubiera querido resguardar con esos retazos de infancia escenas que sin duda no había visto, o había visto sólo en fotografías, pero que acaso había imaginado o escuchado por boca de alguien que decidió confiarle esa intimidad, haciéndola así partícipe de los juegos y los miedos nocturnos y de todas las cosas remotas que acontecieron en aquel caserón ante los ojos medio velados de dos niños huérfanos. Las manos de algunas mujeres son curativas, poseen una disposición natural para restaurar.

Al principio, cuando llegó del campamento, Ismaíl se sentía incómodo en presencia de su cuñada. No es que tuviera nada contra ella, pero la consideraba en cierto sentido una intrusa. Había en su manera de ocupar el espacio algo vagamente amenazador, no sabía exactamente qué. A Helena le gustaba andar descalza por la casa con unos calcetines de lana, comprar plantas y dejarlas por todas las esquinas, tararear baladas antiguas. En una ocasión, Ismaíl oyó el murmullo de las ramas agitadas por el viento y le pareció el sonido de la garganta de un ave, tal vez una lechuza o una cigüeña. Después distinguió la voz de ella, que estaba entonando una melodía muy suave con la ventana de la habitación abierta. Andaba entre los libros y los tiestos como una bailarina. A veces sus miradas se cruzaban en el pasillo y entonces ella se limitaba a sonreír, bajando la cabeza. Sin embargo, no parecía una persona tímida propiamente, sino más bien ensimismada. Una vez Ismaíl la encontró sentada en la cocina, encima de un tambor de detergente, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre las manos. No podía verle la cara, sólo la espalda y las mangas blancas de la camisa. Estuvo observándola un rato.

Del otro lado de la ventana había una sábana agitándose en el tendedero y su blancura era el último residuo de luz entre las sombras del atardecer.

Se veía el declive que hacía la línea del tejado por encima del pequeño invernadero de hortalizas y después el sendero de grava entre los catorce cipreses. Helena contemplaba el camino con tanta fijeza como si de un momento a otro esperase ver aparecer a alguien entre los árboles. Se mostraba tan abstraída que Ismaíl estuvo a punto de desistir una vez más de dirigirle la palabra, pero de pronto algo lo hizo cambiar de idea, tal vez le pareció demasiado joven y melancólica. Una muchacha de veinte años que busca los rincones apartados del mundo. Probó a hablar.

– Creo que has estado en la Rotonda esta tarde -dijo.

Helena separó los ojos de la ventana un momento y asintió con un movimiento leve. Llevaba puesta una vieja camisa de Viktor y unas zapatillas de tenis. No parecía muy dispuesta a conversar, sus rodillas continuaban alzadas por encima del tambor de detergente. Cuando el silencio empezaba a hacerse ya embarazoso, se volvió y dijo:

– Nunca había visto unos juguetes tan bonitos…

Entonces, Ismaíl pudo contemplar abiertamente su rostro, que tenía algo de antiguo, la piel muy pálida, los pómulos demasiado altos, cierta irregularidad a la altura de los ojos que, sin embargo, miraban sin recelo, confiados, y el cabello caído sobre los hombros en ondas trigueñas o doradas, de un oro muy viejo, como el de las máscaras de las princesas micénicas. Pero no eran sólo los rasgos, sino que había también algo remoto en su expresión, una especie de sabiduría muy antigua, de paciencia secular y neutra, casi irónica. Lo que más desconcertaba a Ismaíl era eso precisamente, su manera de mirarlo desde un cansancio indulgente, como si tuviese la capacidad de absolverlo. Quizá fue esa benevolencia la que lo animó a hablar. Y habló. Habló sin premeditación pero con detalle, porque así sucede a veces en las conversaciones más inesperadas. Hablaron durante una hora larga de cosas de las que sólo es habitual hacerlo entre hermanos o personas unidas por algún vínculo familiar muy estrecho.

– ¿Cómo era Viktor de niño? -había preguntado ella con un deje de ternura en la voz. Y ese simple interrogante abrió una ventana por la que asomarse a la infancia de los dos niños en la villa, cuando todavía vivía la mujer M retrato y el doctor Gjorg.

La luz de la tarde entraba sesgada en la cocina, derramándose en diagonal sobre las baldosas del suelo y creaba entre ellos un espacio en semipenumbra apropiado para la confidencia. Fue entonces cuando Ismaíl rememoró en voz alta una escena ocurrida hacía mucho tiempo, durante una fiesta de cumpleaños en la parte cubierta del jardín. La primera anécdota que le vino a la cabeza para responder a la pregunta de Helena. Era el octavo aniversario de Viktor, el 12 de julio de 1958.

– Estábamos todos sentados alrededor de una mesa larga de caballete, Hanna y el doctor Gjorg, y dos matrimonios amigos de mis padres con sus hijos -dijo-. Viktor estaba en la cabecera como corresponde al homenajeado. Todo el mundo parecía muy alegre, riendo y cantando a los postres. Había helado de vainilla flambeado, recuerdo las llamas azules y amarillas. De pronto, Viktor se puso en pie y dijo que él también quería cantar una canción nueva que había aprendido en el colegio. Se descalzó, se puso de pie en el banco y subió a la mesa entre las fuentes y las velas encendidas. «Shq¡pérúé…»

»Lo hizo muy en serio. Con la mano en el corazón empezó a entonar el himno de las juventudes del partido, como si comprendiera el significado exacto de cada palabra, sin fallos, avanzando a lo largo del mantel sin volcar ni una sola copa, sin quemarse con las velas, con tanto fervor que todos se pusieron en pie emocionados y, al final, entre los aplausos, saltó triunfalmente desde la tabla a los brazos de mi padre, que tenía la vista alzada hacia él. -Ismaíl sonrió evocadoramente y añadió-: Pocas veces he visto a mi padre tan orgulloso.

Después se quedó unos minutos absorto, como si la evocación continuase horadando surcos silenciosos en el interior de su mente, donde los recuerdos no tienen principio ni final, sino que se enlazan unos con otros, formando un todo continuo, y tal vez lo que Ismaíl estaba recordando era lo sucedido justamente después de la escena que había relatado, cuando el doctor Gjorg lo había tomado a él en brazos y le había susurrado algo al oído con voz cálida, una frase de aliento al niño pequeño, demasiado pequeño quizá para que nadie reparase todavía en él. Pero las palabras que dijo las guardó Ismail para sí mismo, no se las contó a Helena, sino que cayó en el mutismo, con expresión ensombrecida, como si de pronto se le hubiera posado sobre los hombros un cansancio grávido con su exceso de lastre y de hundimiento, como el que pesa sobre algunos ancianos. Y también se acordó durante esos minutos fugaces en los que su mente permaneció abismada de la camisa que llevaba puesta Viktor, con un escudo rojo de águila sobre el corazón, y del gesto pensativo de un niño de ocho años que vigila a su hermano y que se aburre un poco de ser tan formal y al que de pronto se le avivan los ojos con una chispa, como suele sucederles a los críos ante la ocurrencia de cualquier travesura; aunque ese recuerdo quizá no perteneciese al mismo día, sino a otro anterior o posterior, ya que la nebulosa imprecisa de la memoria trastoca a menudo la secuencia de los hechos sucedidos a una edad muy temprana, confundiendo el antes y el después, lo que ha sido presenciado con lo que se ha sabido más tarde o le han contado a uno o se ha imaginado. Y seguramente el niño mayor se fija en los negros cipreses, desechándolos pronto como escondite, y ambos corren de la mano en dirección contraria a ocultarse detrás del seto demasiado crecido, agachados, con las rodillas en la tierra, mientras una criada ya entrada en años, con delantal almidonado, los busca, llamándolos por sus nombres porque es tarde y va siendo hora ya de que los niños se acuesten, y continúa voceando sus nombres con su peculiar acento húngaro, hasta que comienzan a aparecer por el cielo, en racimos, como sal, las estrellas, y anochece completamente y el jardín se va llenando de ruidos extraños: el grito de una lechuza, un sonido de ramas agitadas por el viento, los ladridos lejanos de un perro, las pisadas de alguien que corre y las voces familiares que de repente se vuelven escarpadas, como el cuarzo, irreconocibles, hirientes hasta dar miedo. Por encima de los setos se elevó entonces el fino tallo de un cuello infantil, que acaso quería saber de dónde partían aquellas palabras, qué significaban, a quién iban dirigidas, pero todo se fue llenando de sombras hasta la oscuridad total.

Exactamente igual que estaba sucediendo mientras Helena e Ismaíl conversaban en la cocina y la negrura del jardín se iba haciendo cada vez más espesa, sin que se dieran cuenta, más densa, con el único rectángulo brillante y claro de una sábana de algodón tendida en la noche, porque todas las cosas irradian vínculos entre sí. El velamen a la deriva de los recuerdos.

– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Helena ante su prolongado silencio, acercándose a él y poniéndole una mano en el hombro.

Ismaíl encendió una cerilla en el hueco de la ventana e inhaló el olor del fósforo al acercar la llama al cigarrillo, como si necesitara la pausa de una bocanada de humo para salir de su ensoñación y retomar el hilo de la charla.

– Nada. ¿Qué habría de sucederme? -respondió, recuperando la sonrisa casual.

Sin embargo, el recuerdo había cruzado su memoria como una mariposa volando alrededor de un foco de luz. No era la primera vez que afloraba asu mente, y sabía que volvería a hacerlo en otras ocasiones. Ahora ya no podía parar, tenía los brazos metidos en el barro de la memoria hasta los codos, pero no sólo en su propia memoria infantil, quebradiza y llena de lagunas, sino también en la otra memoria, en la colectiva, la que descansa pesadamente en archivos y hemerotecas.

Durante los últimos días había intensificado su vagabundeo por estos lugares donde esperaba poder encontrar actas de las reuniones del buró político del partido, o documentos que arrojasen alguna luz sobre su incertidumbre entre los ejemplares atrasados de periódicos y revistas… Indagaba todo lo que pudiese darle alguna pista sobre el paradero del doctor Gjorg, cuya desaparición estaba seguro, ya de que tenía que deberse a motivos involuntarios. Ríos de tinta que fluían como una corriente negra y subterránea, igual que los túneles inundados por el agua que se ramificaban bajo los sótanos del Comité Central, según contaban algunos, los que habían chapoteado en su curso y lo habían recorrido en algún tramo con botas negras y los bajos del abrigo mojados rozando las paredes y una linterna que se apagaba siempre antes de llegar al final: escaleras estrechas y resbaladizas, la oscuridad del acero, un pasillo angosto al que se accedía por un montacargas interior, el chirrido del portón de hierro que se abría y se cerraba con un sonido de herraje, una ciudad entera bajo tierra.

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