Si abrimos una querella entre el pasado y el presente, descubriremos que hemos perdido el futuro.
Chaney no tuvo ningún presentimiento de nada equivocado.
La luz roja dejó de parpadear. Alzó la mano para liberar la escotilla y la abrió. La luz verde se apagó. Chaney sujetó las dos barras de apoyo y se izó hasta una posición sentada, con la cabeza y los hombros saliendo por la abertura. Estaba solo en la habitación, como era de esperar. Se contorsionó fuera de la abertura y dejó colgar las piernas por el lado hasta que sus pies tocaron la banqueta. El vehículo estaba helado. Chaney cerró la escotilla, luego echó una mirada curiosa a las cámaras monitoras. Esperaba que aquellos ingenieros del futuro aprobaran su obediencia al ritual.
Chaney miró su reloj: eran las 10.03. Era lo previsto. Había sido enviado hacía menos de un minuto, el tercero y último en efectuar el viaje. Buscó el calendario y el reloj en la pared para verificar la fecha y la hora: 6 nov 80. El reloj marcaba las 7.55. Un termómetro había sido añadido al grupo de instrumentos para señalar la temperatura exterior: cero grados.
Chaney vaciló, dudando de su próximo movimiento. La hora no era la correcta; hubieran debido ser las diez, más o menos ocho minutos. Tomó nota mental de decirles a los ingenieros lo que pensaba de su sistema de guía.
El primero de los ensayos sobre el terreno había sido lanzado unos pocos minutos después de las nueve, con el mayor Moresby reclamando su derecho. Treinta minutos más tarde Arthur Saltus seguía al mayor hacia el futuro, y treinta minutos después Chaney se metía por el agujero y era lanzado también. Se suponía que todas las llegadas al objetivo debían ser idénticas a los tiempos de partida, con una diferencia de ocho minutos en más o en menos. Chaney había esperado aparecer alrededor de las diez y descubrir a los otros aguardándolo. Estaba previsto que se reagruparan en el refugio antiatómico, se equiparan, y partieran hacia la ciudad que era su objetivo en automóviles separados, a fin de cubrir un área más amplia.
Katrina les había dado a cada uno instrucciones explícitas y luego les había deseado buena suerte.
Saltus había dicho:
—¿No va a venir abajo para decirnos adiós?
Ella había replicado:
—Esperaré en la sala de conferencias, señor.
El reloj en la pared saltó a las 7.56.
Chaney abandonó su irresolución. Dando la vuelta al vehículo, abrió el armario y tomó el traje colgado allí unos pocos minutos antes. Una pequeña sorpresa. Su traje había sido lavado y planchado, y colgaba metido en una bolsa de papel proporcionada por la lavandería. Junto a él había otras bolsas similares pertenecientes a Moresby y Saltus. Su nombre estaba escrito en la bolsa, y reconoció la letra de la mujer. Él era el primero: privilegio.
Chaney rasgó la bolsa y se vistió rápidamente, acusando el frío reinante en la habitación. La camisa blanca que encontró en el armario era nueva, y observó con un cierto interés el ondulado y adornado cuello. Estilo 1980. Volvió a dejar la bolsa en el armario como un mensaje burlón.
Abandonando la habitación del vehículo, Chaney recorrió el bien iluminado corredor hacia el refugio antiatómico, consciente de las cámaras que observaban cada uno de sus pasos. El subterráneo, todo el edificio, estaba sumido en el silencio; los ingenieros del laboratorio evitarían todo contacto con él, del mismo modo que él debía evitarlos. Pero ellos teman ventaja: podían examinar a un curioso espécimen procedente de dos años atrás en el pasado, mientras que él sólo podía especular sobre quiénes había al otro lado de la pared. La puerta del laboratorio estaba cerrada. Chaney abrió la del refugio, y las luces del techo se encendieron en una respuesta automática. La habitación estaba vacía de vida.
Otro reloj sobre un banco de trabajo señalaba las 8.01.
Chaney penetró en el refugio para detenerse, volverse, mirar, inspeccionar todo lo que se ofrecía a su vista. Excepto unos cuantos objetos en el banco de trabajo, la habitación era exactamente la misma que había visto por última vez hacía un día o dos. Era de esperar. Tres grabadoras habían sido retiradas de los estantes y colocadas sobre el banco, junto con una caja sin abrir de cintas vírgenes; dos cámaras fotográficas destinadas a ser llevadas en el hombro estaban también allí, junto a una fumadora para Arthur Saltus y película virgen para los tres instrumentos. Tres largos sobres habían sido colocados encima de las cámaras, y de nuevo reconoció la letra de Ka-trina.
Chaney abrió el suyo rasgándolo, esperando encontrar una nota personal, pero era curiosamente fría e impersonal. El sobre contenía un pase para la verja de entrada y documentos de identificación, todo ello con la fecha del 6 de noviembre de 1980. Una pequeña fotografía de su rostro estaba pegada al documento de identificación. La breve nota advertía que no llevara armas fuera de la estación.
Dijo en voz alta:
—¡Saltus, me has echado fuera!
Aquella prueba sugería que la mujer había hecho su elección en el transcurso de aquellos dos años…, a menos que estuviera imaginando cosas.
Chaney se preparó para salir al exterior. Descubrió un abrigo grueso y un gorro en el almacén que le iban bien, luego se armó con cámara, grabadora, película de nailon y cinta. Tomó de una caja con dinero lo que le pareció una cantidad suficiente de. efectivo (había una nueva y brillante moneda de diez centavos y varios cuartos de dólar con la fecha de 1980; las figuras en las monedas no habían cambiado), y de un cajón escogió un polígrafo y un bloc de notas, y una linterna que funcionaba. Una última y cuidadosa mirada a la habitación no sugirió nada más que pudiera serle útil, y se sintió listo para partir.
El reloj señalaba las 8.14.
Chaney garabateó una rápida nota en el dorso de su arrugado sobre y la colocó contra la cámara fumadora: Llegado pronto para un baño. Los buscaré en la ciudad, rezagados. Los protones son pérfidos.
Se metió los papeles de identidad en el bolsillo y abandonó el refugio. El corredor estaba tan silencioso y vacío como antes. Chaney subió la escalera que conducía a la puerta de operaciones y se detuvo sin sorpresa para leer un aviso pintado en ella:
no lleven armas más allá de esta puerta. la ley federal prohíbe la posesión de armas de fuego a todos excepto a los representantes de la ley y al personal militar en servicio activo. desármense antes de salir.
Chaney introdujo dos llaves en las cerraduras gemelas y abrió. Un timbre sonó en algún lugar a sus espaldas. La puerta de operaciones giró fácilmente sobre sus goznes a cojinetes. Salió al exterior, al frío de 1980. Eran las 8.19 de una triste mañana de noviembre, y había una punzante promesa de nieve en el aire.
Reconoció uno de los tres automóviles estacionados en el aparcamiento al otro lado de la puerta: era el mismo coche que había conducido el mayor Moresby hacía poco —o dos años antes— cuando había llevado apresuradamente a Chaney y Saltus desde la piscina hasta el laboratorio. Las llaves estaban en el contacto. Yendo hacia la parte de atrás del vehículo, miró por un momento la placa de la matrícula roja y blanca para convencerse a sí mismo de que estaba donde se suponía que debía estar: Illinois 1980. Los otros dos automóviles estacionados al lado parecían más nuevos, pero al parecer el único cambio visible en su diseño consistía en un mayor número de adornos en sus parrillas delanteras y tapacubos. Demasiado descriptivo de los gustos del público y de las ansias de Detroit por satisfacerlos.
Chaney no entró inmediatamente en el coche.
Avanzando con cautela, medio temiendo un encuentro inesperado, dio la vuelta al edificio del laboratorio para inspeccionarlo. Nada parecía cambiado. La instalación era exactamente igual a como la recordaba: las calles y aceras bien cuidadas y limpias —era tarea diaria de los soldados de la estación—, el césped cuidadosamente cortado y preparado para la llegada del invierno, los árboles desnudos ahora de hojas. La pesada puerta delantera estaba cerrada, y el familiar signo negro y amarillo del refugio antiatómico colgaba sobre ella. No había ningún guardia apostado. Movido por un impulso, Chaney probó la puerta delantera, pero la encontró cerrada… Aquello ponía en duda la utilidad del refugio antiatómico que había debajo. Prosiguió su vuelta de inspección hasta desembocar de nuevo en el aparcamiento.
Algo había cambiado tras el aparcamiento.
Chaney observó el lugar durante un momento y luego captó la diferencia. Lo que hacía dos años no había sido más que una enorme extensión de césped era ahora un jardín de flores; las flores se habían marchitado con la proximidad del invierno y muchos de los muertos macizos y tallos habían sido limpiados y podados, pero en aquellos dos años transcurridos alguien —¿Katrina?— había hecho que fuera plantado un jardín en un lugar que hasta entonces había sido una vacía extensión de hierba.
Chaney dejó una señal para el mayor Moresby. Colocó una brillante moneda de un cuarto de dólar en el cemento junto a la cerrada puerta. Un momento más tarde accionaba la llave del contacto y conducía hacia la verja de entrada.
La garita estaba iluminada en su interior y ocupada por un oficial y dos soldados que llevaban el habitual uniforme de la Policía Militar. La verja en sí estaba cerrada, pero no con llave. Al otro lado la negra calzada de la carretera se perdía en la distancia, en dirección a la carretera principal y la distante ciudad. Una línea blanca había sido pintada —o repintada— en el centro.
—¿Sale usted de la estación, señor?
Chaney se volvió, sorprendido por la repentina pregunta. El oficial había salido de la garita.
—Voy a la ciudad—dijo.
Sí, señor. ¿Puedo ver su pase y su identificación?
Chaney le tendió sus papeles. El oficial los leyó dos veces y estudió la fotografía pegada al documento de identidad.
—¿Lleva usted armas, señor? ¿Hay algún arma en el coche?
—No a ambas preguntas.
—Muy bien, señor. Recuerde que Joliet tiene toque de queda a las seis; debe estar usted fuera de los límites de la ciudad antes de esa hora o arreglar las cosas para pasar allí la noche.
—A las seis —repitió Chaney—. Lo recordaré. ¿Es igual en Chicago?
—Sí, señor. —El oficial se lo quedó mirando—. Pero no puede entrar usted en Chicago por el sur desde que alzaron el muro. Señor, ¿piensa ir a Chicago? Dispondré una escolta armada.
—No, no tengo intención de ir. Sólo era curiosidad.
—Muy bien, señor. —Hizo un gesto a un soldado, y la puerta fue abierta—. A las seis, señor.
Chaney avanzó. Su mente no estaba en la carretera.
La advertencia indicaba que una parte del informe de la Indic se había visto corroborado por la realidad: las grandes ciudades habían tomado severas medidas para controlar los crecientes desórdenes, y era probable que la mayoría de ellas hubieran impuesto estrictos toques de queda desde el anochecer hasta el amanecer. Un viajero que no hubiera salido de la ciudad antes del anochecer debía buscar rápidamente un hotel y desaparecer de las calles. Pero la referencia al muro de Chicago lo desconcertaba. Eso no había sido previsto, no había sido recomendado. ¿Un muro para separar qué de qué? Chicago había tenido problemas desde las migraciones procedentes del sur en los años cincuenta, pero… ¿un muro?
La sinuosa carretera privada lo condujo hasta la general. Se detuvo ante la señal de stop y aguardó a un hueco en el tráfico de la carretera 66. Al otro lado de la calzada, un policía en un coche patrulla estacionado observó sus placas de matrícula y luego alzó la vista para inspeccionar su rostro. Chaney lo saludó y se metió entre el tráfico. El coche de policía no abandonó su posición para seguirlo.
Un segundo coche patrulla estaba estacionado en las cercanías de la ciudad, y Chaney observó con sorpresa que dos hombres en el asiento de atrás parecían ser guardias nacionales uniformados. Los rifles calados con bayonetas eran visibles. Su rostro y sus placas recibieron el mismo escrutinio, y luego su atención se trasladó al coche que iba tras él.
Dijo en voz alta (pero para sí mismo):
—Honestamente, amigos, no seré yo quien desate la revolución.
La ciudad parecía casi normal.
Chaney encontró un aparcamiento municipal cerca del centro de la ciudad y tuvo que buscar un espacio libre, de los que no había muchos. Le pareció escandaloso que costara veinticinco centavos cada hora de aparcamiento, y gruñendo metió dos de los cuartos de dólar de Seabrooke en el parkímetro. Un dependiente que barría la acera delante de una tienda cerrada al otro lado de la calle le indicó el camino a la biblioteca pública.
Se detuvo junto a las escaleras y aguardó hasta las nueve a que las puertas se abrieran. Dos coches patrulla municipales pasaron junto a él mientras aguardaba, y ambos llevaban un agente armado junto al conductor. Lo miraron, así como al dependiente de la escoba, y a cualquier otro transeúnte.
La empleada de la sala de lectura le dijo:
—Buenos días. Los periódicos aún no están listos.
Aún no había terminado de estampar el sello de goma con el nombre de la biblioteca en cada una de las primeras páginas, ni de colocar la barra metálica en el doblez central. Las perchas del exhibidor estaban vacías, aguardando los diarios. Leyó al revés una de las cabeceras: RECHAZADA LA LIBERTAD BAJO FIANZA DE LA JUNTA DE JEFES DE ESTADO MAYOR.
—No hay prisa —dijo Chaney—. Me gustaría ver los anuarios de Comercio y Agricultura de los últimos dos años, y los informes del Congreso de seis u ocho semanas.
Sabía que Saltus y el mayor comprarían los periódicos tan pronto como llegaran a la ciudad.
—Todas las publicaciones del gobierno se hallan en el ala dos, a su izquierda. ¿Necesita ayuda?
—No, gracias. Tengo práctica.
Encontró lo que buscaba y se sentó a leer.
La cámara baja del Congreso estaba debatiendo un proyecto de reforma fiscal. Chaney rió para sí mismo y observó que la fecha del informe era exactamente de tres semanas antes de las elecciones. En algunos aspectos el debate parecía un ejemplo de obstruccionismo, con algunos representantes de los estados mineros y petrolíferos embarcados en una acida discusión contra algunas de las proposiciones basándose en motivos éticos, de modo que las pretendidas reformas no harían finalmente sino penalizar a aquellos pioneros que arriesgaran capital en busca de nuevos recursos. El caballero de Texas recordaba a sus colegas que muchos de los campos del sudoeste se habían secado —las reservas petrolíferas se habían agotado—, y los campos de Alaska no alcanzarían su plena capacidad hasta dentro de diez años. Decía que el consumidor norteamericano se enfrentaba a una seria carencia de petróleo y de gasolina en un próximo futuro; y lanzaba un golpe a los servicios públicos recordando que las esperanzas de una energía barata a partir de los reactores nucleares nunca se habían cumplido.
El caballero de Oregón introducía un alegato para anular la prohibición de tala de árboles, proclamando que no sólo los leñadores clandestinos seguían haciéndolo, sino que los oportunistas extranjeros estaban inundando el mercado con madera a bajo precio. El presidente de la cámara proclamaba que las observaciones del representante no tenían nada que ver con la discusión que se estaba llevando a cabo.
El Senado parecía estar funcionando al turbulento ritmo de costumbre.
El caballero de Delaware discutía el intento de una resolución tendente a mejorar la situación de los indios norteamericanos, explicando que esa resolución permitiría a la Oficina de Asuntos Indios actuar sobre una resolución previa votada en 1954, relativa a la terminación del control gubernamental sobre los indios y a la devolución de sus recursos. El caballero se quejaba de que no se había tomado ninguna medida eficaz desde la resolución de 1954, y de que la situación de los indios era tan lamentable como siempre; urgía a sus compañeros a estudiar atentamente la nueva resolución, y deseaba que fuera votada con rapidez.
El oficial de orden había expulsado a varias personas del público que estaban alterando el buen orden de la cámara.
El caballero de Carolina del Sur arremetía contra un fenómeno que denominaba «una alarmante marea de ignorantes» y que estaba fluyendo de las universidades de la nación al gobierno y a la industria. Echaba las culpas de esa vergonzosa marea a «la izquierda radical empeñada en renovar y simplificar la enseñanza del inglés siguiendo las erróneas ideas de algunos profesores de nuestras instituciones superiores», y urgía a un regreso a las disciplinas más rigurosas del ayer, gracias a las cuales cualquier estudiante podía «leer, escribir y hablar un buen inglés americano en la tradición de sus padres».
El caballero de Oklahoma exigía que fuera insertado en las actas el texto completo de una noticia difundida por una agencia de prensa, quejándose de que los principales periódicos de la nación la habían ignorado o bien la habían relegado a las últimas páginas, lo cual era un pobre servicio a los esfuerzos de guerra.
grinnell visita el frente
Saigón (AP): El general David W. Grinnell llegó a Saigón el sábado para verificar los progresos logrados por las Fuerzas Especiales del Sur de Asia en asumir una mayor participación en los esfuerzos de guerra.
Grinnell, quien con ésta efectúa su tercera visita a la zona de guerra en dos años, dijo que estaba vivamente interesado en la aplicación del denominado Programa Cívico Asiático, y planeaba hablar con los hombres que luchaban en el país para saber de primera mano cómo iban las cosas.
Con el compromiso norteamericano de enviar tropas adicionales sujeto a la efectividad de las Fuerzas Especiales del Sur de Asia (FESA), la visita de Grinnell ha difundido rumores acerca de una nueva concentración de tropas en los castigados sectores del norte. Estimaciones no oficiales dan una cifra de dos millones de norteamericanos combatiendo actualmente en el teatro asiático de operaciones, cifra que el mando militar se niega a confirmar o negar.
Interrogado acerca de nuevas llegadas de tropas, Grinnell dijo: «Eso es algo que el Presidente tendrá que decidir en el momento oportuno». El general Grinnell conferenciará con oficiales militares y civiles norteamericanos en todos los frentes donde se lucha antes de regresar a Washington la semana próxima.
Chaney cerró el informe con una sensación de desmoralización, y lo apartó a un lado. Deseando perderse en temas menos deprimentes y más familiares, abrió el ejemplar del anuario de Comercio del último año y buscó las tablas estadísticas, que eran su especialidad.
Los humanos no habían cambiado de hábitos. Un índice útil que indicaba los esquemas de migración de una zona a otra era el estudio de la cifra anual tonelada-kilómetro de alimentos y bienes de equipo entre estados; la familia que se trasladaba junta seguía con sus hábitos junta. La afluencia continuaba hacia California y Florida, como él había predicho, y las tablas adjuntas revelaban los correspondientes incrementos en el tonelaje de productos perecederos y bienes durables no originarios de esos estados. El envío de automóviles (montados, nuevos) a California había descendido apreciablemente, y aquello le sorprendió. Había supuesto que la proposición de prohibir automóviles en el estado en 1985 daría como resultado un fluir acelerado —una especie de acumulación—, pero las cifras sugerían más bien que las autoridades habían encontrado una forma de desanimar la acumulación y deprimir el mercado al mismo tiempo. Unos impuestos prohibitivos, seguramente. La ciudad de Nueva York debía de haberse interesado por el éxito del programa.
Chaney empezó a llenar su bloc de notas.
El sonido regular y acompasado de una campana sonando en alguna parte fuera de la biblioteca lo arrancó sorprendido de su ensimismamiento en el libro, y el brusco apresuramiento de hombres de edad avanzada de la sección de periódicos hacia la salida le hizo darse cuenta del tiempo transcurrido. Era mediodía.
Chaney dejó a un lado las publicaciones del gobierno y dirigió una especulativa mirada a la bibliotecaria. Una muchacha joven había reemplazado a la mujer mayor que estaba al cargo antes. La estudió durante un momento, y finalmente decidió una forma de abordarla sin despertar sospechas.
—Disculpe.
—¿Sí?
La chica alzó la vista de un ejemplar de Teen Spin.
Chaney consultó su bloc de notas.
—¿Recuerda usted la fecha del muro de Chicago? La primera fecha…, el inicio de todo. No consigo localizarla.
La chica miró al aire por encima de su cabeza y dijo:
—Creo que fue en agosto… No, no, fue la última semana de julio. Estoy casi segura de que fue a finales de julio. —Su mirada descendió hasta él—. Tenemos archivadas las revistas de actualidad, si desea que se lo compruebe.
Chaney captó la insinuación.
—No se moleste; lo miraré yo mismo. ¿Dónde están?
Ella señaló tras él.
—Cuarta galería, cerca de las ventanas. Puede que no estén por orden cronológico.
—Lo encontraré. Gracias.
La cabeza de la chica estaba inclinada de nuevo sobre la revista cuando se dio la vuelta.
El muro de Chicago se había levantado en el centro mismo de la carretera de Cermak.
Se extendía a partir del Burnham Park, a la orilla del lago (donde consistía tan sólo en alambre espinoso), y se dirigía hacia el este hasta la avenida.
Austin en Cicero (donde finalmente moría en otro tramo de alambre espinoso en un barrio residencial blanco). El muro había sido construido con cemento y ladrillos de cenizas; con coches accidentados o robados, carrocerías incendiadas de autobuses urbanos, coches de la policía saboteados, camiones y semirremolques saqueados y desmantelados; con muebles desvencijados, cemento roto, ladrillos, cascotes, basura, excrementos. Dos cadáveres formaban para de él entre Ashland y la calle Paulina. La barrera empezó a edificarse en la noche del 29 de julio, la tercera noche de tumultos generalizados a lo largo de la carretera de Cermak; y a partir de ahí fue alargada y reforzada cada noche, hasta convertirse en una barricada de casi veinticinco kilómetros que cortaba la ciudad en dos.
La comunidad negra al sur de la carretera de Cermak había empezado a construir el muro en lo álgido de los disturbios, como un modo de impedir el paso de la policía y los coches de bomberos. Fue completado entre los negros y los beligerantes blancos. Los cadáveres cerca de la calle Paulina eran los de dos idiotas que habían intentado cruzarlo.
No había tráfico cruzando el muro, no a través de él, ni a lo largo de las arterias que se intersecaban con la carretera de Cermak. La autopista Dan Ryan había sido dinamitada a la altura de la calle Treinta y Cinco y de nuevo a la altura de la calle Sesenta y Tres; la autopista Stevenson había sido cortada a la altura de la carretera Pulaski. El reconocimiento aéreo informaba de que casi todas las calles importantes del sector estaban bloqueadas o como mínimo inutilizadas para la circulación rodada; los incendios arrasaban el barrio de South Halsted, y el ganado se había escapado de sus corrales. Las tropas de la policía y el ejército patrullaban la ciudad en la parte norte del muro, mientras que militantes negros patrullaban en la parte sur. El gobierno no hacía ningún esfuerzo por derribar la barrera, sino que parecía estar jugando al juego de esperar a ver qué ocurría. El tráfico por ferrocarril y carretera procedente del este y del sur era desviado en un amplio círculo en torno a la zona, entrando en la ciudad al norte del muro por el oeste; el tráfico aéreo civil estaba limitado a las grandes altitudes. Se habían bloqueado algunas carreteras, en el cinturón de Indiana y a lo largo de la Interestatal 80.
Por arriba del muro, Chicago contaba con trescientos muertos y otros doscientos heridos durante los disturbios y la construcción de la barricada. Nadie sabía la cifra por debajo del muro.
En la segunda semana de agosto el ejército había rodeado la zona afectada y se había preparado para un asedio; nadie excepto el personal autorizado podía entrar, y nadie excepto los refugiados blancos podía salir. Cifras incompletas situaban el número de refugiados en unos seiscientos mil, aunque esa cifra estaba muy por debajo de la población blanca que se sabía que vivía en la zona rebelde. Diariamente se efectuaban intentos —con escaso éxito— para rescatar a familias blancas que se suponía que seguían con vida en la zona. Era imposible penetrar por el norte, pero los grupos de rescate procedentes del oeste y del sur habían efectuado varias incursiones en la zona, llegando a veces tan al norte como el aeropuerto de Midway. Los refugiados eran alojados en zonas de Illinois e Indiana.
El norte de Chicago estaba bajo la ley marcial, con un estricto toque de queda del anochecer al amanecer. Quienes lo violaban circulando por las calles de noche se exponían a que les dispararan sin previo aviso y fueran identificados al día siguiente, cuando sus cadáveres pudieran ser retirados. El sur de Chicago no tenía ningún toque de queda, pero los disparos sonaban día y noche.
A finales de octubre, con las elecciones a tan sólo una semana, la mitad norte de la ciudad estaba relativamente en calma; el disparar a través del muro protegidos por la oscuridad se había convertido en algo rutinario, y la policía y las tropas habían recibido nuevas órdenes de no disparar a menos que fueran provocadas a ello. El suministro de agua a la zona proseguía, pero la electricidad había sido racionada.
La mañana del domingo anterior a las elecciones un grupo de unos doscientos negros desarmados se acercaron a las líneas de soldados en la avenida Cicero y pidieron asilo. Fueron obligados a volverse. Washington anunció que el asedio era efectivo y que estaba poniendo fin a la rebelión. El hambre y las epidemias terminarían destruyendo el muro.
Chaney cruzó la habitación en dirección a la zona de prensa.
Las ediciones del jueves por la mañana confirmaban las previsiones publicadas el día anterior: el presidente Meeks había obtenido la victoria en todos los estados menos en tres, y ganado la reelección por un amplísimo margen. Un editorial local aplaudía la victoria y declaraba sentirse orgulloso por «la maestría del Presidente en dominar la Confrontación de Chicago».
Brian Chaney salió de la biblioteca y se detuvo en los peldaños de la entrada bajo un frío sol de noviembre. Notaba una sensación de miedo, de confusión…, una inseguridad de hacia dónde dirigirse. Un coche patrulla de la policía municipal cruzó por delante del edificio, con un guardia armado sentado envaradamente al lado del conductor.
Ahora Chaney sabía por qué ambos se lo quedaron mirando fijamente.
Vagó sin rumbo fijo por la calle, mirando los escaparates de las tiendas que no estaban protegidos con maderas, y a los automóviles estacionados junto a las aceras. Ninguno de los coches obviamente más nuevos había cambiado demasiado con respecto a los más antiguos aparcados más adelante o más atrás; era una satisfacción personal ver que Detroit estaba dejando a un lado la política del cambio anual de modelos y volvía al más lógico equilibrio de hacía tres décadas.
Chaney se detuvo en la oficina de correos para enviar una postal a un viejo amigo de la Corporación Indiana, y descubrió que el franqueo había subido a diez centavos. (También tomó nota mental de no decírselo a Katrina. Probablemente lo acusaría de polucionar el futuro.)
El escaparate de una tienda de comestibles estaba recubierto enteramente con enormes carteles proclamando grandes reducciones de precios en todos los artículos: diez mil buenos negocios a realizar entrando en la tienda. Picado por su curiosidad de futurólogo, entró para inspeccionar las ofertas. Las manzanas se vendían dos a un cuarto de dólar, el pan a cuarenta y cinco centavos la barra de cuatrocientos gramos, la leche a sesenta centavos el litro, los huevos a un dólar la docena, la carne de buey picada a tres dólares y veintinueve centavos el kilo. El buey estaba bien repleto de grasa. Se dirigió al mostrador de la carne para comprobar el precio de su bistec favorito, y descubrió que valía a seis dólares y veintinueve centavos el kilo. Movido por un impulso, pagó noventa y nueve centavos por una caja de un cuarto de kilo de algo llamado Cápsulas lunares, y descubrió que eran caramelos de tres sabores enriquecidos con vitaminas. La publicidad en el fondo de la caja proclamaba que la NASA suministraba aquellas cápsulas a los astronautas que vivían en la Luna para suministrarles una capacidad extra-extra-extra de salto.
La tienda se enorgullecía de una innovación que era nueva para él.
Se había habilitado un salón para los clientes con mullidos sillones y un enorme aparato de televisión, y Chaney se dejó caer en uno de ellos para contemplar el coloreado ojo de cristal, sintiendo curiosidad hacia cuál podía ser la programación. Se sintió rápidamente decepcionado. La televisión no ofrecía nada excepto una interminable serie de anuncios publicitarios referentes a los artículos disponibles en la tienda; no era ningún entretenimiento para romper la monotonía. Cronometró la serie: veintidós anuncios en cuarenta y cuatro minutos, antes de que la cinta sin fin se repitiera.
Sólo uno de ellos le impresionó.
Una espléndida y hermosa chica de resplandeciente piel dorada estaba tendida desnuda en una nube de color blanco rosado; una sensual nube de humo o bruma se formaba y cambiaba y volvía a formarse para acariciar su azafranado cuerpo con amorosas lenguas vaporosas. La chica estaba fumando un cigarrillo dorado. Permanecía recostada en una soñolienta indolencia, los ojos cerrados, sus caderas agitándose a veces con eufórica voluptuosidad en respuesta a un beso de la nube. No había ningún mensaje hablado. A espaciados intervalos, durante los dos minutos, cuatro palabras llameaban en la pantalla debajo del desnudo: Vuele con Golden Maríjane.
Chaney decidió que los pechos de la chica eran demasiado pequeños y planos para su gusto.
Abandonó la tienda y regresó a su coche, encontrando una papeleta de multa por haber rebasado el tiempo de estacionamiento: dos dólares, si eran pagados el mismo día. Chaney garabateó una nota en una página arrancada de su bloc de notas y la metió dentro del sobre previsto para recibir los dos dólares, el cual depositó en el buzón previsto para tal fin unido a un parkímetro vecino. Pensó que la policía local apreciaría su delicadeza.
Hecho esto, salió del aparcamiento y tomó el camino de vuelta hacia la distante estación. El toque de queda del anochecer no se produciría hasta dentro de unas horas, pero ya había terminado con Joliet… y casi también con 1980. Parecía mucho más frío e inhospitalario de lo que sugería la temperatura.
Un coche patrulla de la policía del estado aparcado en la salida de la ciudad observó su partida.
La garita junto a la verja de entrada estaba iluminada interiormente y ocupada por un oficial y dos policías militares; no eran los mismos hombres que habían comprobado sus papeles aquella misma mañana, pero la rutina fue la misma.
—¿Va a entrar usted en la estación, señor?
Chaney miró más allá del capó delantero de su coche, a la verja que tocaba casi su parachoques.
—Sí, creo que sí.
—¿Puedo ver su pase y su identificación?
Chaney le tendió los papeles solicitados. El oficial los leyó dos veces y estudió la fotografía pegada a uno de ellos, luego alzó los ojos para comparar la fotografía con su rostro.
—¿Ha estado usted en Joliet?
—Sí.
—¿Pero no en Chicago?
—No.
—¿Ha adquirido usted algún arma mientras estuvo fuera de la estación?
—No.
—Muy bien, señor. —Hizo una seña al guardia, y la puerta fue abierta para él—. Pase, por favor.
Brian Chaney cruzó la verja y condujo el coche hacia el aparcamiento detrás del edificio del laboratorio. Los otros dos automóviles no estaban, como tampoco la brillante moneda de un cuarto de dólar.
Descargó la parafernalia de sus bolsillos y de debajo de su chaqueta, sólo para recordar con desánimo que no había tomado ni una sola foto; ni siquiera una imagen desenfocada de un policía con el ceño fruncido o del laborioso dependiente que barría la calle. Esta omisión iba a hacer que lo recibieran con todo menos con entusiasmo. Chaney colocó un cartucho de ; cinta en la grabadora y abrió su bloc de notas; pensó que podría llenar fácilmente dos o tres cintas con un informe oral para Ka trina y Seabrooke. Su personal forma de escribir era casi una taquigrafía…, indescifrable para todo el mundo excepto para él, pero su larga experiencia le permitió establecer un informe que era un resumen razonable de los anuarios de Comercio y Agricultura. Los hechos se interrelacionaban libremente con algunas opiniones personales, y las cifras con suposiciones muy probables, hasta que el conjunto tuvo la apariencia de una observación estadística con las acotaciones adecuadas de lo que deseaba Seabrooke: una sólida mirada hacia el futuro.
En la última cinta repitió todo lo que recordaba de las páginas del informe del Congreso, y tras una pausa le preguntó a Katrina si sabía lo que estaba haciendo en la actualidad el general Grinnell. El viejo se movía activamente.
Chaney dejó todos sus instrumentos sobre el asiento y salió del coche para estirar las piernas. Miró hacia el cielo del oeste para calcular la llegada* de la oscuridad, y supuso que tenía una o dos horas antes del anochecer. Su reloj señalaba las 6.38, pero iba dos horas por delante del reloj del subsuelo? el límite de cincuenta horas de los ingenieros estaban aún muy lejos.
El inquisitivo futurólogo decidió dar una vuelta.
Andando con paso elástico, siguió el camino familiar hacia su barracón, pero se sorprendió al descubrirlo a oscuras… y cerrado con un candado. Aquello le hizo detenerse. ¿Eledificio abandonado? ¿Se había ido él ya de allí? ¿Moresby, Saltus, él mismo, habían abandonado ya la estación?
Ese día, esa hora, ese ahora correspondían a dos años después de los ensayos del VDT coronados por el éxito, dos años después de que los animales dejaran de viajar por el tiempo y los hombres ocuparan su lugar; dos años después del inicio de los ensayos sobre el terreno y la expedición prevista para investigar Chicago. Todo ese trabajo había sido realizado; la misión se había completado. ¿No era razonable suponer entonces que el equipo había sido disuelto y había vuelto a sus propios rincones del mundo? Moresby, Saltus, él mismo, ¿ trabajando ahora en algún otro lugar? (Quizá hubiera debido enviarse esa postal a sí mismo a la Indic.)
Ni Gilbert Seabrooke ni Katrina habían dicho nunca nada de los planes futuros para el equipo; se había dado por supuesto que sería disuelto cuando hubiera terminado el sondeo de Chicago, y él nunca había considerado la posibilidad de seguir allí. No se imaginaba tampoco deseando seguir allí. Bueno…, con una reserva, por supuesto. Aceptaría de buen grado la idea de un sondeo en dirección opuesta: se sentiría encantado observando y fisgoneando en la antigua Palestina antes de la llegada de la Décima Legión Romana…; mucho antes de su llegada.
Se encontró de pronto en la calle E.
El área de esparcimiento no parecía haber cambiado en absoluto. El teatro aún no había sido abierto, el aparcamiento estaba vacío. El club de oficiales estaba ya brillantemente iluminado y se oía música, pero el segundo club reservado a la tropa, al lado del anterior, estaba oscuro y silencioso. La zona de la piscina estaba cerrada debido a la proximidad del invierno, y su verja asegurada con un candado. Chaney miró a través de la tela metálica, pero no vio más que un patio desierto y una lona cubriendo la piscina. Las tumbonas y los bancos, junto con las mesas y los parasoles, habían sido retirados, dejando tan sólo el recuerdo enfrentado a la fría realidad de un atardecer de noviembre.
Se apartó de la verja para iniciar un vagabundeo sin rumbo por la estación. Parecía normal en todos sus aspectos. Se cruzó con algunos automóviles, la mayoría de ellos en dirección a la cantina; él era el único que iba a pie. El sonido de un avión le hizo levantar la cabeza y registrar el cielo con la mirada. El aparato no era visible —supuso que estaba encima de las densas nubes que cubrían parcialmente el cielo— pero pudo seguir su paso por el sonido; el avión estaba siguiendo un corredor aéreo entre Chicago y St. Louis, un corredor paralelo a la línea férrea de abajo. A los pocos minutos había desaparecido. Una suave gota húmeda golpeó contra su rostro vuelto hacia arriba, y luego otra, los primeros copos de la anunciada nieve. El olor de la nieve había estado en el aire desde por la mañana.
Chaney dio la vuelta para regresar sobre sus pasos.
Tres automóviles aguardaban uno al lado del otro en el aparcamiento detrás del laboratorio. Sus compañeros habían vuelto, ninguno de ellos languidecía en la cárcel de Joliet, aunque sospechaba que debía de ser terriblemente fácil ir a parar a la cárcel. Chaney abrió el capó del coche más cercano y apoyó su mano en el bloque del motor. Casi se quemó la piel de la palma. Cerró el capó de golpe y tomó lo que había dejado en el asiento de su propio coche.
Metió las dos llaves en las cerraduras de la puerta de operaciones y las hizo girar. Un timbre sonó en algún lugar abajo mientras la puerta se abría con facilidad.
—¡Saltus! ¡Eh, ahí abajo…, Saltus!
El doloroso sonido lo golpeó casi como un impacto físico. Era como una gruesa banda de caucho restallando contra sus tímpanos, como un martillo golpeando contra un bloque de aire comprimido. Golpeó y rebotó con un trémulo suspiro. El vehículo regresaba a su base de origen siguiendo su sendero temporal. El sonido producía dolor.
Chaney cruzó la puerta y la cerró tras él.
—¿Saltus?
Una musculosa figura de pelo color arena apareció por la abierta puerta del refugio antiatómico allá abajo.
—¿Dónde demonios estaba, civil?
Chaney bajó las escaleras de dos en dos. Arthur Saltus lo aguardaba allá al fondo, con un puñado de películas en la mano.
—Ahí afuera…, ahí afuera —respondió Chaney—. Dando una vuelta por este lugar abandonado, mirando por entre las telas metálicas, olisqueando todos los rincones y atisbando por las ventanas. No he podido descubrir nada. Creo que nos hemos ido de aquí, comandante; hemos sido despedidos y nos hemos marchado. El barracón está cerrado con un candado. Espero que nos hayan pagado una buena indemnización.
—Civil, ¿ha estado bebiendo?
—No, pero podría tomar un trago. ¿Qué hay en el almacén?
—Ha estado bebiendo —decidió Saltus—. ¿Qué le ha ocurrido? Lo hemos estado buscando por toda la ciudad.
—No han mirado en la biblioteca.
—Oh, demonios. Usted pensó en ello, nosotros no. Un ratón de biblioteca. ¿Qué es lo que piensa de mil novecientos ochenta?
—No me gusta, y me gustará aún menos cuando esté viviendo en él. Ese gallina ha sido reelegido, y el país se está yendo al infierno por paquete certificado. ¡Ha ganado por mayoría aplastante en cuarenta y ocho estados! ¿Ha visto usted los resultados de las elecciones?
—Los he visto, y en estos momentos William debe de haberle transmitido ya las noticias a Seabrooke, y Seabrooke debe de estar llamando al Presidente. Esta noche lo celebrará. Pero yo no voy a votar por él, amigo… Sé que no voy a votar por él. Y si sigo en los Estados Unidos para entonces, es decir ahora, voy a elegir uno de los tres estados que votaron por el otro tipo, ese que fue actor.
—Alaska, Hawai y Utah.
—¿Cómo es Utah?
—Seco, desierto y resplandeciendo radiactivamente.
—Entonces digamos Hawai. ¿Volverá usted a Florida?
Chaney meneó la cabeza.
—Me sentiré más seguro en Alaska.
Rápidamente:
—¿Ha tenido algún problema?
—No, en absoluto; he caminado suavemente y con una sonrisa inocente en el rostro. Me he mostrado educado con una bibliotecaria tímida. No he insultado a ningún policía y no he comprado cerdo en ninguna tienda de alimentación. —Se rió ante el recuerdo—. Pero alguien va a tener que dar explicaciones sobre una multa de aparcamiento cuando rastreen el número de la matrícula hasta esta estación.
Saltus lo interrogó con la mirada.
Chaney dijo:
—Me pusieron una multa por rebasar el tiempo de estacionamiento. Una de esas multas con sobre incluido; se supone que yo debía meter dos dólares en el sobre y meterlo en un buzón previsto a tal efecto. No lo hice, comandante. En vez de ello rompí una lanza por la libertad. Les escribí una nota.
Saltus seguía mirándolo.
—¿Qué decía la nota?
—Venceremos.
Saltus intentó reprimir la risa, pero fracasó. Tras un rato dijo:
—¡Seabrooke va a echarle los perros, amigo!
—No va a tener ocasión. Espero estar muy lejos de aquí cuando llegue mil novecientos ochenta. ¿Ha leído usted los periódicos?
—¡Periódicos! ¡Hemos comprado todos los periódicos! William echaba mano a todos los que podía encontrar, y lo primero que hacía era leer su horóscopo. Se puso de mal humor; dijo que los signos eran malos, negativos. —Saltus se volvió e hizo un gesto hacia los periódicos esparcidos por el banco de trabajo—. Los estaba fotografiando cuando usted llegó. Es mejor copiarlos que leerlos o grabarlos; una vez de vuelta puedo sacar copias a tamaño natural, más grandes incluso, si las prefieren así.
Chaney se dirigió al banco y se inclinó para examinar la página que estaba bajo el objetivo de la cámara.
—No he leído nada excepto los resultados de las elecciones y un editorial.
Tras un momento, exclamó excitadamente:
—¿Ha leído usted eso? China ha invadido Formosa…, ¡la ha capturado!
—Siga, lea el resto —le urgió Saltus—. Eso ocurrió hace ya varias semanas, y ahora el infierno está en Washington. Canadá ha reconocido formalmente la invasión y patrocina un movimiento para expulsar a Formosa de las Naciones Unidas y darle su asiento a China. Se está hablando de romper las relaciones diplomáticas y establecer tropas a lo largo de la frontera canadiense. ¡Civil, eso será un auténtico follón! Me importan un pimiento la diplomacia y las relaciones diplomáticas, pero necesitamos otro enemigo tanto como un terremoto.
Chaney intentó leer entre líneas.
—China necesita el trigo canadiense, y a Ottawa le gusta el oro chino. Es una espina que Washington lleva clavada en la pata desde hace treinta años. ¿Colecciona usted sellos?
—¿Yo? No.
—No hace muchos años, a los ciudadanos norteamericanos se les prohibió adquirir sellos chinos en los mercados canadienses; su adquisición o su posesión se convirtieron en un delito. Washington hizo el ridículo una vez más. —Permaneció en silencio, y terminó de leer la noticia—. Si lo que se dice aquí es cierto, Ottawa ha hecho un buen negocio; van a enviar trigo suficiente como para aumentar dos o tres provincias chinas. El precio no ha sido hecho público, y eso es significativo… China ha comprado algo más que trigo. El reconocimiento diplomático y el apoyo del Canadá para un lugar en las Naciones Unidas han sido incluidos probablemente en el contrato de venta. Un buen trato, comandante.
—Los chinos han sacado una buena tajada también. De veras, no los soporto, pero tampoco los subestimo. —Pasó la página del periódico y ajustó de nuevo la cámara—. ¿A qué hora de esta mañana ha llegado? ¿Cómo ha sido el primero?
—He llegado a las siete cincuenta y cinco. No sé el porqué.
—El viejo William se ha puesto furioso, amigo. Se suponía que nosotros llegaríamos primero, pero usted ha trastocado el orden jerárquico.
—No puedo explicarlo; simplemente ocurrió —dijo Chaney con impaciencia—. Ese giroscopio no es tan bueno como proclaman los ingenieros. Quizá los protones de mercurio necesiten ser reglados, recargados o algo así. ¿Llegó usted a su objetivo previsto?
—En plena diana. William falló tres o cuatro minutos. A Seabrooke no va a gustarle eso, apuesto a que no.
—Yo tampoco he saltado de alegría; esperaba encontrarles a usted y al mayor aguardándome. Y me pregunto qué ocurrirá en un viaje largo. ¿Pueden esos protones encontrar el año dos mil?
—Si no pueden, amigo, usted y yo y el viejo William nos quedaremos vagando por ahí en medio de la niebla sin una brújula; lo único que podremos hacer será darle una patada a la barra para regresar e informar de nuestro fracaso.
Accionó de nuevo la cámara y copió otra página.
—Oiga, ¿ha visto usted a las chicas?
—A dos bibliotecarias. Estaban sentadas.
—Amigo, se ha perdido algo bueno. Llevan el pelo peinado de una forma curiosa, no puedo describirla…, y sus faldas no llegan a cubrirles las posaderas. ¡De veras! ¡Ahora, en noviembre! La mayoría llevan medias largas para calentarse las piernas, mientras que sus posaderas se hielan de frío, y casi siempre el color de las medias hace juego con el de sus lápices labiales: rojo y rojo, azul y azul, cualquiera. Es la moda de este año, supongo. ¡Oh, esas chicas!
Accionó la cámara y pasó otra página.
—He hablado con ellas, las he fotografiado, he obtenido incluso un número de teléfono, he comido con una encantadora rubia…, y sólo me ha costado ocho dólares los dos. No es demasiado, teniéndolo en cuenta todo. La gente de aquí es exactamente igual a nosotros, amigo. Son amistosos, hablan inglés. ¡Esa ciudad es como un puerto para marineros con permiso!
—Por fuerza tienen que ser como nosotros —protestó Chaney—. Sólo están a dos años de distancia.
—Era una broma, civil.
—Disculpe.
—¿No bromeaban nunca en su depósito de cerebros?
—Claro que bromeábamos. Uno de los matemáticos vino con las pruebas de que el sistema solar no existía.
Saltus se volvió para mirarlo.
—¿Pruebas escritas?
—Sí. Llenaban tres páginas, si no recuerdo mal. Decía que si miraba al este y las recitaba en voz alta, todo haría puf.
—Bueno, espero que no se le ocurra hacerlo; espero que no se le ocurra hacer una prueba para ver si funciona. Tengo una razón muy especial. —Saltus estudió al civil durante un largo momento—. Amigo, ¿sabe mantener la boca cerrada?
Cautelosamente:
—Sí. ¿Es una confidencia?
—Ni siquiera puede decírselo a William, ni a Katrina.
Chaney se sentía inquieto.
—¡Tiene algo que ver conmigo? ¿Con mi trabajo?
—No, usted no tiene nada que ver con ello, pero deseo la promesa de que no hablará, pase lo que pase. Yo no voy a decir nada cuando regresemos. Es algo que hay que guardar para uno mismo.
—Muy bien. Lo prometo.
Me detuve en el registro civil —dijo Saltus— y le eché una mirada a los registros, esas estadísticas demográficas que a usted tanto le gustan. Descubrí lo que estaba buscando, fechado en marzo pasado, hace ocho meses. —Sonrió—. Mi licencia matrimonial.
Fue como una patada en el estómago.
—¿Katrina?
—La única, la sin par Katrina. ¡Soy un hombre casado! Yo, un hombre casado, persiguiendo a las chicas e incluso invitando a una a comer…
Brian Chaney recordó la nota que había hallado junto a su cámara: había parecido fría, impersonal, incluso distante. Recordó el barracón cerrado, el aspecto vacío, el abandono. Él y el mayor Moresby se habían ido de allí.
Dijo:
—Abracemos nuestro deber, nos sea favorable o no. John Wesley, creo.
Chaney mantuvo su rostro vuelto hacia un lado para disimular sus emociones; sospechaba que su aguda sensación de pérdida quedaba reflejada en su rostro, y no se atrevía a dar una explicación o disculpa. Dejó a un lado las pesadas ropas que había llevado en el exterior y colocó en su sitio la cámara y las películas de nailon que no había utilizado. Sacó las cintas grabadas de la grabadora y dejó ésta en su estante. Como si hubiera pensado luego en ello, volvió a colocar los papeles de identificación y el pase para la verja en el arrugado sobre —junto con la nota de Katrina—, y depositó el sobre en el banco donde lo había encontrado.
Saltus había terminado su tarea y estaba sacando la película de la cámara. Había dejado los periódicos esparcidos sobre el banco.
Chaney los recogió y los reunió en un ordenado montón. Cuando terminaba, sus ojos se posaron en el titular: rechazada la libertad bajo
FIANZA DE LA JUNTA DE JEFES DE ESTADO MAYOR.
—¿Quiénes son la Junta de Jefes de Estado Mayor? ¿Qué es lo que han hecho?
Saltus lo miró incrédulo.
—Maldita sea, civil, ¿qué ha estado haciendo ahí afuera?
—No me he molestado en leer los periódicos.
—¿Qué demonios, acaso está usted ciego? ¿Por qué cree que la policía estaba patrullando la ciudad? ¿Por qué cree que la policía estatal llevaba armas?
—Bueno…, debido a lo de Chicago. El muro.
—¡Por Dios! —Arthur Saltus cruzó la habitación y se detuvo ante él, impaciente de pronto por su ingenuidad—. No se ofenda, amigo, pero a veces pienso que usted nunca abandonó esa torre de marfil, esa nube en Indiana. No parece haberse dado cuenta de lo que está ocurriendo en el mundo; tiene la nariz demasiado metida en esas malditas estadísticas. ¡Despierte, Chaney! Despierte antes de verse barrido. —Clavó un largo índice en los periódicos apilados sobre el banco—. Este país está bajo la ley marcial. La Junta de Jefes de Estado Mayor son el general Grinnell, el general Brandon, el almirante Elstar, las cabezas visibles del complot. Intentaron apoderarse del poder pero no lo consiguieron, intentaron…, ¿cuál es esa palabra francesa?
—¿Qué palabra francesa?
—La que indica la toma del poder.
Chaney estaba aturdido.
—Coup d’État.
—Ésa es la palabra. Entraron en la Casa Blanca con la intención de arrestar al Presidente y al Vicepresidente, pretendieron tomar el gobierno a punta de pistola. ¡Nuestro gobierno! Habrá oído que eso es algo que ocurre constantemente en Sudamérica, ¡pero aquí, precisamente aquí, en nuestro país! —Saltus dejó de hablar e hizo un visible esfuerzo por controlarse. Tras un momento prosiguió—: No se ofenda, amigo. He perdido la calma.
Chaney no estaba escuchando. Estaba corriendo hacia los periódicos apilados.
No había ocurrido en la Casa Blanca, sino en el retiro presidencial de Camp David.
Un fallo de la energía eléctrica dejó a oscuras toda la zona poco antes de la medianoche del lunes, la víspera de las elecciones. El Presidente había cerrado su campaña de reelección y volado a Camp David para descansar. El sistema de iluminación de emergencia falló, y el Camp se quedó a oscuras. Los doscientos soldados que guardaban las instalaciones se replegaron al anillo interior de defensa de acuerdo con un plan de emergencia preestablecido, y tomaron posiciones en torno a los edificios principales ocupados por el Presidente, el Vicepresidente y sus ayudantes. Se decidió no ir a los subterráneos puesto que no había ningún indicio de acción enemiga. El almirante Elstar estaba con el grupo presidencial, discutiendo las operaciones futuras en los mares de Asia del Sur.
Treinta minutos después del apagón, los generales Grinnell y Brandon llegaron en automóvil y fueron admitidos por las líneas de defensa. A una orden del general Grinnell, las tropas dieron media vuelta y establecieron un anillo de cuarentena en torno a los edificios; parecían haber estado esperando órdenes. Entonces los dos generales entraron en el edificio principal —esgrimiendo sus armas— e informaron al Presidente y al Vicepresidente que se hallaban bajo arresto militar, junto con todos los civiles que estaban con ellos. El almirante Elstar se unió a ellos y anunció que la Junta de Jefes de Estado Mayor tomaba el control del gobierno por un período indefinido de tiempo; expresó su insatisfacción por el mal gobierno del país por parte de los civiles y su blandura en los esfuerzos de guerra, y dijo que la Junta de Jefes se había visto obligada a tomar esa brusca decisión. El Presidente pareció tomarse las noticias con calma y no ofreció resistencia; pidió a los miembros de su grupo que evitaran la violencia y cooperaran con los oficiales rebeldes.
Los civiles fueron agrupados en un gran comedor y encerrados allí. Tan pronto como estuvieron a solas, los ayudantes de campo sacaron máscaras antigás previamente ocultadas allí; el grupo se puso las máscaras y se arrastró bajo las grandes mesas para aguardar. Afuera empezó a oírse fuego de mortero.
La energía eléctrica fue restablecida exactamente a la una. El fuego cesó.
Agentes del FBI llevando también máscaras forzaron la puerta del otro lado e informaron al Presidente que la rebelión estaba dominada. La Junta de Jefes de Estado Mayor y las tropas desleales habían sido reducidas con gases por un número no revelado de agentes, apoyados por la policía federal. Las pérdidas sufridas por las tropas eran mínimas. La Junta de Jefes no había sufrido ningún daño.
El grupo presidencial fue trasladado de vuelta a Washington en helicópteros, y el Presidente requirió la reactivación inmediata de todas las redes de televisión para anunciar la noticia del intento de golpe de estado y su subsiguiente fracaso. El Congreso fue reunido en una sesión de emergencia, y a petición del Presidente declaró al país bajo la ley marcial. El asunto había terminado.
Un portavoz de la Casa Blanca admitió que el complot era conocido de antemano, pero se negó a revelar las fuentes de la información. Dijo que se había permitido que la acción fuera tan lejos únicamente para saber con exactitud el número e identidad de las tropas que apoyaban a la Junta de Jefes. El portavoz negó los rumores de que estas tropas hubieran sido atacadas con gases neurotóxicos. Dijo que los responsables del complot habían sido acusados de traición y se hallaban detenidos en prisiones separadas; no reveló sus localizaciones, únicamente dijo que estaban lejos de Washington. El portavoz declinó responder a las preguntas relativas al número de agentes del FBI y federales que habían intervenido en la acción; se negó a comentar también, con un encogimiento de hombros, los informes no oficiales de que se habían necesitado varios miles de hombres.
La única información conocida digna de confianza era que un buen número de ellos habían permanecido en secreto en los alrededores de Camp David desde varios días antes de la acción. El portavoz se limitó a decir que los dos grupos habían rescatado valientemente al Presidente y a su grupo.
Brian Chaney no se dio cuenta de que las luces disminuían ni de la dolorosa banda de caucho restallando contra sus tímpanos; tampoco oyó el mazo golpear contra el bloque de aire comprimido y luego rebotar con un suave y oleoso suspiro. No se dio cuenta de que Arthur Saltus se había ido hasta que se dio la vuelta y descubrió que estaba solo.
Chaney miró a su alrededor en el vado refugio y gritó:
—¡Saltus!
No hubo respuesta.
Se dirigió hacia la puerta y gritó en el corredor:
—¡Saltus!
Sonaron varios ecos, luego silencio. El comandante estaba saliendo del vehículo en la base de origen.
—¡Escucha la voz de la torre de marfil, Saltus! ¡Escúchame! ¿Qué te apuestas a que el Presidente no arriesgó su preciosa piel bajo una mesa de comedor? ¿Qué te apuestas a que envió un doble a Camp David? No es un Ricardo Corazón de León, no es un Bayard; no podía estar seguro del resultado.
Chaney salió al corredor.
—Nosotros le prevenimos, idiota…, nosotros le dimos la información. Nosotros le hablamos del complot y de su reelección. ¿ Crees realmente que ha tenido nunca el valor de exponerse? ¿Sabiendo que va a ser reelegido al día siguiente para otros cuatro años? ¿Crees realmente eso, Saltus?
Las cámaras monitoras lo miraron fijamente bajo las brillantes luces.
En la hermética sala de operaciones, el VDT volvió a por él con un explosivo estallido de aire.
Chaney giró sobre sus talones y penetró en el refugio. Los periódicos estaban apilados, todo el material en su sitio, las ropas colgaban ordenadamente en sus perchas. Había vuelto y se estaba preparando para abandonar aquel lugar sin apenas dejar huellas de su paso.
El arrugado sobre atrajo su mirada…, las instrucciones de Katrina y sus papeles de identificación, su pase para la verja de entrada. Frío, impersonal, distante, impasible, reservado… La esposa de Arthur Saltus dándole las instrucciones de última hora para el ensayo sobre el terreno. Aún vivía en la estación; aún trabajaba para la Oficina y para el proyecto secreto, y a menos que el comandante hubiera sido destinado al teatro de la guerra, él estaba viviendo allí con ella.
Pero el barracón estaba oscuro y cerrado.
Brian Chaney tenía la intensa convicción de que él se había ido, de que él y el mayor habían abandonado la estación. No creía en bolas de cristal, en clarividencia, en intuiciones, en premoniciones…; el mayor Moresby podía guardar toda aquella charlatanería en su biblioteca de falsos profetas. Pero una única convicción estaba profundamente asentada en su mente: él no estaba allí en noviembre de 1980.
Chaney captó un sutil cambio en las relaciones. No era nada que pudiera identificar, señalar, marcar claramente, pero se había establecido la sombra de una diferencia.
Gilbert Seabrooke había dado una fiesta para celebrar el éxito la noche de su regreso, y el Presidente telefoneó desde la Casa Blanca para ofrecer sus congratulaciones por un trabajo bien hecho. Habló de un premio, una medalla con la que testimoniar la gratitud de una nación…, pese a que la nación no iba a ser informada del sorprendente logro. Brian Chaney respondió con un educado «gracias» y se calló el resto. Seabrooke estaba cerca, atento y vigilante.
La fiesta no fue tan conseguida como hubiera debido ser. Había algún indefinible elemento de espontaneidad que faltaba, ese destello que cuando brota cambia una fiesta ordinaria en una memorable velada placentera. Chaney recordaría la celebración, pero no agradablemente. Dejó a un lado el champaña en favor del bourbon, pero bebió moderadamente. El mayor Moresby parecía encerrado en sí mismo, turbado, meditando sobre algún problema interno, y Chaney imaginaba que estaba preocupado ya por la temible lucha por el poder que iba a producirse dentro de dos años. Moresby había pronunciado unas rígidas y desmañadas palabras de agradecimiento al Presidente, esforzándose en asegurarle sin palabras su constante lealtad. Chaney se sintió turbado a causa de él.
Arthur Saltus bailó. Monopolizó a Katrina, hasta el punto de ignorar incluso las susurradas advertencias de ella de que debía dedicar también algo de su tiempo a Chaney y al mayor. Chaney no deseaba interrumpirlos. En cualquier otra ocasión, en otra fiesta antes de los ensayos sobre el terreno, los hubiera interrumpido tantas veces como se hubiera atrevido, pero ahora captaba el mismo sutil cambio en Kathryn van Hise que había captado en los demás. Las montañas de información que habían traído del noviembre de 1980 en Joliet habían alterado muchos puntos de vista, y el superficial barniz de la fiesta no podía ocultar aquella alteración.
Había un extraño en la fiesta, el agente de enlace enviado por el subcomité del Senado. Chaney descubrió que el hombre lo observaba subrepticiamente.
La sala de conferencias presentaba su aspecto familiar.
El mayor Moresby estaba estudiando de nuevo un mapa de la zona de Chicago. Utilizaba un dedo para señalar las diversas rutas importantes y los desvíos entre Joliet y la metrópoli; el dedo trazaba también la línea del ferrocarril que cruzaba los suburbios de Chicago hasta el enlace ferroviario. Arthur Saltus estaba estudiando las fotografías que había traído de Joliet. Parecía particularmente complacido con una foto de una atractiva muchacha de pie en la ventosa esquina de una calle, medio observando al fotógrafo y medio observando un coche o un autobús que se acercaba por la calle desde atrás. La foto revelaba una mano experta en la composición y realización, con la chica a contraluz, aureolada por el sol.
Kathryn van Hise dijo:
—¿Señor Chaney?
Se volvió para mirarla.
—¿Sí, señorita Van Hise?
—Los ingenieros me han asegurado firmemente que ese error no volverá a producirse. Han empleado todo su tiempo desde su regreso en reconstruir el giroscopio. Parece ser que la causa fue un fallo del vacío, y ha sido reparado. El error es lamentable, pero no volverá a pasar.
—¡Pero si a mí me gusta llegar el primero! —protestó—. Es la única forma de afirmar mi privilegio.
—No volverá a ocurrir, señor.
—Es posible. Sin embargo, ¿cómo saben que no volverá a ocurrir?
Katrina lo estudió.
—Los siguientes objetivos estarán separados entre sí un año, señor, a fin de cubrir un área mayor. ¿Quiere sugerir alguna fecha determinada?
Chaney mostró su sorpresa.
—¿Podemos elegir?
—Dentro de un margen razonable, señor. El señor Seabrooke les ha invitado a cada uno de ustedes a sugerir una fecha apropiada. El plan original de investigación debe ser seguido, por supuesto, pero aceptará con agrado sus ideas. Si ustedes prefieren no sugerir ninguna fecha, entonces el señor Seabrooke y los ingenieros seleccionarán una.
Chaney miró al mayor Moresby al otro lado de la mesa.
—¿Cuál escoge usted?
Rápidamente:
—El cuatro de julio de mil novecientos noventa y nueve.
—¿Por qué ésa precisamente?
—¡Tiene su significado, después de todo!
—Sí, supongo que sí. —Se volvió a Saltus—. ¿Y usted?
—Mi cumpleaños, civil: el veintitrés de noviembre del dos mil. Una hermosa cifra redonda, ¿no cree? Eso al menos es lo que he pensado. Ese día cumpliré los cincuenta años, y no puedo pensar en una forma mejor de celebrarlo. —Su voz bajó a un susurro conspirativo—. Quizá pueda tomarme unas copas conmigo mismo. ¡Viva la vida!
Chaney consideró las posibilidades.
—Mire, amigo —intervino Saltus—, no le diga a Seabrooke que desea usted visitar Jericó en el día más largo del año, hace diez mil años. Si lo hace sólo conseguirá que le dé una patada directamente a través de la verja de entrada. Siga las reglas. ¿No le gustaría pasar las Navidades en el dos mil uno? ¿La noche de Fin de Año?
—No.
—Aguafiestas. ¿Qué es lo que quiere?
—Realmente no me importa. Cualquier fecha sirve.
—Elija alguna —lo animó Saltus.
—Uh, digamos simplemente el dos mil y pico. Qué importa.
Katrina dijo ansiosamente:
—Señor Chaney, ¿hay algo que va mal?
—Sólo eso —dijo, y señaló las fotografías esparcidas sobre la mesa ante Arthur Saltus, así como los nuevos fajos de papeles fotocopiados cuidadosamente apilados delante de cada silla—. El futuro no es muy atractivo según parece.
—¿Desea usted retirarse?
—No. No soy un desertor. ¿ Cuándo vamos?
—La partida está prevista para pasado mañana. Partirán a intervalos de una hora.
Chaney removió los papeles sobre la mesa.
—Supongo que todo esto deberá ser estudiado ahora. Debemos seguir adelante.
—Sí, señor. La información que han obtenido ustedes en los ensayos forma parte ahora de la investigación, y deseamos que cada segmento sea seguido hasta su conclusión. Deseamos conocer las soluciones finales, por supuesto, de modo que deberán sondear ustedes esos nuevos desarrollos. —Vaciló—. Su papel en la investigación ha sido ligeramente modificado, señor.
Chaney se envaró instantáneamente, receloso.
—¿En qué sentido?
—No irá usted a Chicago.
—No… ¿Qué demonios se supone que debo hacer?
—Puede visitar cualquier otra ciudad dentro del radio de su límite de cincuenta horas: Elgin, Aurora, Joliet, Bloomington, la ciudad que elija, pero Chicago queda cerrada para usted.
Se quedó mirando a la mujer, sintiéndose humillado.
—¡Pero esto es ridículo! El problema puede haber quedado solucionado, incluso olvidado, dentro de veintidós años.
—No será olvidado tan fácilmente, señor. Será juicioso observar todas las precauciones posibles. El señor Seabrooke ha decidido que es mejor que no entre usted en Chicago.
—Dimito…, ¡abandono!
—Bien, señor, puede hacerlo. Su contrato con la Indic le será devuelto.
—¡No deseo abandonar! —dijo furioso.
—Como quiera.
—Civil… —interrumpió Saltus—, siéntese.
Chaney se sorprendió al darse cuenta de que estaba en pie. Se sentó, con una mezcla de frustración y orgullo humillado. Entrelazó los dedos sobre las rodillas y apretó hasta que le dolieron.
Tras un lapso de tiempo dijo:
—Lo siento. Disculpen.
—Aceptadas sus disculpas —dijo Saltus rápidamente—. Y no deje que esto le preocupe. Seabrooke sabe lo que está haciendo. No desea verle a usted desnudo y temblando en cualquier cárcel de Chicago, y no desea que algún maldito estúpido lo persiga con una pistola.
El mayor Moresby estaba mirándolo de soslayo.
—No acabo de comprenderle, Chaney. O tiene usted más valor del que sospechaba, o es un condenado imbécil.
—Soy un condenado imbécil cuando pierdo los estribos. No puedo remediarlo. —Notó que Katrina lo estaba observando, y se volvió hacia ella—. ¿Qué se supone que debo hacer allí?
—El señor Seabrooke desea que pase usted la mayor parte de su tiempo en una biblioteca, copiando la información pertinente. Será equipado con una cámara con un objetivo especial para copiar documentos cuando salga en su objetivo; su tarea específica consiste en fotografiar aquellos libros y periódicos que se relacionen con la información descubierta en Joliet.
—De modo que desean que persiga todos los complots y las guerras y los terremotos a lo largo de la historia. Hacer una copia de todo ello, robar un libro de historia si es preciso.
—Puede comprar uno, y copiar las páginas en la habitación subterránea.
—Eso suena excitante. Una visita realmente impetuosa al futuro. ¿Por qué no traer de vuelta el libro conmigo?
La mujer dudó.
—Tendré que preguntarle al señor Seabrooke. Parece razonable, si usted compensa el peso.
—Katrina, deseo salir fuera y ver algo. No quiero malgastar todo mi tiempo en un agujero.
—Puede visitar cualquier otra ciudad dentro del límite de sus cincuenta horas, señor—dijo ella de nuevo—. Si es segura.
Lentamente:
—Me pregunto cómo será Bloomington.
—¡Lleno de chicas! —respondió Saltus—. ¡Un puerto ideal para un marinero de permiso!
—¿Ha estado usted allí?
—No.
—¿Entonces de qué está hablando?
—Sólo intentaba levantarle la moral, civil. Ésa es mi especialidad. —Tomó la fotografía de la chica en la esquina de la calle de Joliet y la agitó entre el pulgar y el índice—. Vaya en verano. Es mejor entonces.
Chaney se lo quedó mirando con un recuerdo en particular delante mismo de su mente. Saltus comprendió y enrojeció violentamente. Dejó caer la fotografía, y traicionó su sentimiento de culpa lanzando una mirada de reojo a Katrina.
—Esperamos que cubra usted mucha información, señor —dijo ésta.
—Me gustaría disponer de más de cincuenta horas en una biblioteca. Un trabajo de investigación decente requiere varias semanas, incluso meses.
—Puede que sea posible volver de nuevo una y otra vez, con sus intervalos correspondientes, por supuesto. Se lo preguntaré al señor Seabrooke.
Saltus:
—Oiga…, ¿qué hay de eso, Katrina? ¿Qué ocurrirá después de la investigación? ¿Qué haremos luego?
—No puedo darles ninguna respuesta satisfactoria, comandante. En este estadio de la operación no hay programado nada más allá del sondeo de Chicago. No puede programarse nada más hasta que conozcamos el resultado de estos primeros dos pasos. No podemos dar una respuesta definitiva hasta que vuelvan ustedes de Chicago.
—Pero ¿cree usted que proseguiremos?
—Imagino que se prepararán otros sondeos cuando éste sea completado satisfactoriamente y los datos resultantes hayan sido analizados. —Sin embargo, luego añadió una rápida posdata—: Ésa es mi opinión, comandante. El señor Seabrooke no ha dicho nada de posibles operaciones futuras.
—Me gusta su opinión, Katrina. Es mejor que una cascara de nuez en el mar de la China.
—¿Qué ha ocurrido con las alternativas? —preguntó Chaney—. ¿Con Jerusalén y Dallas?
—¿Qué es eso? —saltó Moresby.
La joven se lo explicó a Moresby y a Saltus. Chaney se dio cuenta de que sólo le habían comunicado a él los dos programas alternativos, y se preguntó si no habría cometido un error al mencionarlos.
—Las alternativas fueron tomadas como último recurso —dijo Katrina—; puede que nunca sean llevadas a cabo. —Miró a Brian Chaney e hizo una pausa—. Los ingenieros están estudiando una nueva cuestión relativa a la operatividad del vehículo; parece que no está claro todavía si el vehículo puede funcionar a la inversa hasta una fecha anterior al establecimiento de su fuente de energía.
—¿Qué significa eso en lenguaje llano?
—Significa que no podemos ir a la antigua Jericó —le dijo Chaney—. Allí no hay electricidad. Creo que lo que ella quiere decir es que el VDT necesita energía a todo lo largo del camino para moverse hasta donde sea.
Moresby:
—Sin embargo, tenía entendido que dijo usted que en esas pruebas con animales los habían enviado un año o más hacia el pasado.
—Sí, señor, eso es correcto, pero el reactor nuclear lleva operando desde hace más de dos años. El antiguo límite inferior del VDT era el treinta de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno, pero quizá eso tenga que ser drásticamente revisado ahora. Si se descubre que el vehículo no puede operar antes del establecimiento de su fuente de energía, el límite inferior deberá ser reducido hasta una fecha arbitraria hace dos años. No deseamos perder el vehículo.
—Uno de esos brillantes ingenieros debería sentarse y dedicarse seriamente al trabajo —dijo Chaney—; trazar un gráfico de paradojas, o un mapa, o lo que sea. Katrina, si siguen ustedes tanteando así llegará un momento, más tarde o más temprano, en que se encontrarán contra la pared.
Ella enrojeció y traicionó un minuto de vacilación antes de responderle.
—La Corporación Indiana ha sido incluida en este asunto, señor. El señor Seabrooke ha propuesto que todos nuestros datos sean entregados a ellos para un estudio exhaustivo. Los ingenieros están empezando a ser conscientes de los problemas.
Saltus miró directamente a Chaney y dijo:
—Sheeg!
Chaney sonrió y pensó que debía ofrecer una disculpa a Moresby y a la mujer.
—Es una antigua palabra aramea. Pero expresa adecuadamente mis sentimientos. —Consideró el asunto—. No puedo decidir qué es lo que preferiría hacer: si quedarme aquí y trazar paradojas, o ir allá y resolverlas.
—No tiene suerte, civil —dijo Saltus—. Yo estaba casi a punto de presentarme voluntario. «Casi», he dicho. Creo que me hubiera gustado poner los pies en los muros de la ciudad de Larsa y observar la crecida del Eufrates; creo que me hubiera gustado… ¿Qué pasa?
—Los muros de la ciudad de Ur, no de Larsa.
—Bueno, la que sea. Una crecida, de todos modos, la inundación de la que dice que habla la Biblia. Tiene usted una forma convincente de hablar, puede llegar a persuadirme de acompañarlo hasta allí. —Hizo un gesto vago—. Pero me temo que podemos olvidarnos de ello; nunca irá usted al pasado.
—De todos modos no creo que la Casa Blanca autorizara un sondeo hasta tan lejos en el pasado —respondió Chaney—. No verían ninguna ventaja política en ello, ningún provecho para ellos mismos.
—Chaney —dijo el mayor Moresby secamente—, está hablando como un estúpido.
—Quizá. No obstante, si pudiéramos sondear hacia atrás estaría dispuesto a apoyar con todo mi dinero algunos objetivos políticos, pero con nada en absoluto algunos otros. ¿Cómo sería el mapa de Europa si Atila hubiera sido estrangulado en su cuna?
—¡Chaney, ya basta!
Pero él siguió.
—Como seria el mapa de Europa si Lenin hubiera sido ejecutado a causa del complot antizarista, en vez de su hermano mayor? ¿Cómo sería el mapa de los Estados Unidos si Jorge III hubiera sido curado de su demencia? ¿Si Robert E. Lee hubiera muerto en la infancia?
—Civil, puede estar seguro de que no van a dejarle poner el pie en ningún lugar del pasado con ideas como ésas.
Secamente:
—Nunca esperaría una recompensa por ellas.
—¡Por supuesto que no!
Kathryn van Hise aprovechó la pausa para intervenir.
—Por favor, caballeros. Tienen que acudir ustedes a sus últimos exámenes médicos. Llamaré al doctor y le informaré que van a ir ustedes ahora.
Chaney sonrió y chasqueó los dedos.
—Ahora.
Ella se volvió.
—Señor Chaney, me gustaría que se quedara un momento más; desearía un poco de información suplementaria sobre los datos que trajo de su sondeo.
Saltus se mostró rápidamente curioso.
—Eh, ¿de qué se trata?
Ella buscó entre las páginas del montón de papeles fotocopiados hasta que encontró la transcripción de la cinta de Chaney.
—Algunas partes de este informe necesitan algo más de evaluación. Si no le importa dictar, señor Chaney, yo tornaré nota.
—Cualquier cosa que necesite —dijo él.
—Gracias. —Se volvió a medias hacia los demás, sentados alrededor de la mesa—. El médico los está esperando, caballeros.
Moresby y Saltus echaron hacia atrás sus sillas. Saltus atravesó a Chaney con una mirada de advertencia, recordándole una promesa. Su recordatorio fue respondido con un gesto de asentimiento.
Los dos hombres abandonaron la sala de conferencias.
Brian Chaney miró a Katrina desde el otro lado de la mesa en el silencio que los dos hombres dejaron tras de sí. Ella aguardaba calmadamente, los dedos entrelazados encima de la mesa.
Recordó sus pies desnudos en la arena, los sucintos pantaloncillos en delta, la blusa transparente, el libro que llevaba en la mano y la expresión de desaprobación que exhibía en su rostro. Recordó el asombrosamente breve traje de baño que llevara en la piscina, y la forma en que Arthur Saltus la había monopolizado.
—Esto se ha visto demasiado claro, Katrina.
Ella lo siguió estudiando, no dispuesta todavía a hablar. Chaney aguardó a que ella ofreciera la siguiente palabra, manteniendo en su mente la imagen de aquella primera visión de ella en la playa.
Finalmente:
—¿Qué ocurrió allá arriba, Brian?
Él parpadeó ante el uso de su nombre de pila. Era la primera vez que ella lo utilizaba.
—Muchas, muchas cosas… Creo que lo hemos cubierto todo en nuestros informes.
De nuevo:
—¿Qué ocurrió allá arriba, Brian?
Él meneó la cabeza:
—Seabrooke deberá considerarse satisfecho con los informes.
—Esto no tiene nada que ver con el señor Seabrooke.
Cautelosamente:
—No sé qué otra cosa puedo decirle.
—Ocurrió algo allá arriba. Soy consciente de un cambio en las relaciones que prevalecían antes de los ensayos, y creo que usted también lo es. Algo ha creado una discordancia, una sutil disonancia que es difícil de definir.
—El muro de Chicago, supongo. Y la revuelta de los Jefes de Estado Mayor.
—Eso nos ha impresionado a todos, pero ¿qué más?
Chaney hizo un gesto ambiguo, buscando una vía de escape.
—Encontré el barracón cerrado, con un candado. Creo que el mayor y yo habíamos abandonado la estación.
—¿Pero no el comandante Saltus?
—Puede que también se hubiera ido…, no lo sé.
—No parece estar usted muy seguro de eso.
—No estoy seguro de nada. Se nos prohibió abrir puertas, mirar a la gente, hacer preguntas. No abrí ninguna puerta. Sólo sé que nuestro barracón había sido cerrado, y no creo que Seabrooke nos hubiera hecho trasladar junto a su residencia.
—¿Qué habría hecho usted si se le hubiera permitido abrir puertas?
Chaney sonrió.
—Habría ido en su busca.
—¿Cree que yo estaba en la estación?
—¡Naturalmente! Usted nos escribió notas a cada uno de nosotros, dándonos instrucciones finales y depositándolas en la habitación de abajo. Reconocí su letra.
Una vacilación.
—¿Encontró usted alguna evidencia similar de alguien más que siguiera en la estación?
Prudentemente:
—No. Su nota era la única.
—¿Por qué ha cambiado la actitud del comandante?
Chaney se la quedó mirando, casi atrapado.
—¿Lo ha hecho?
—Creo que usted se ha dado cuenta también de la diferencia.
—Quizá. Todo el mundo se me presenta ahora bajo una nueva luz. Me estoy volviendo paranoico estos días.
—¿Por qué ha cambiado su actitud?
—Oh. ¿La mía también?
—Está fingiendo conmigo, Brian.
—Le he dicho todo lo que podía decirle, Katrina.
Los entrelazados dedos de ella se movieron nerviosamente sobre la mesa.
—Noto algunas reservas mentales.
—Chica observadora.
—¿Se había producido alguna…, alguna tragedia personal allí arriba? ¿Implicando a alguno de ustedes?
Rápidamente:
—No. —Sonrió a la mujer a fin de borrar cualquier carácter ofensivo de sus siguientes palabras—. Y, Katrina…, si es usted lista, si es usted realmente lista, no haya más preguntas. Yo mantengo algunas reservas mentales; eludiré algunas preguntas. ¿Por qué no nos detenemos aquí?
Ella se lo quedó mirando, frustrada y desconcertada.
—Cuando haya terminado esta investigación—dijo él—, deseo irme. Haré todo lo que sea necesario para completar el trabajo cuando volvamos del sondeo, pero en cuanto éste haya terminado me gustaría regresar a la Indic, si eso es posible; me gustaría trabajar en el nuevo estudio de las paradojas, si se me permite, pero no deseo seguir aquí. He terminado aquí, Katrina.
Rápidamente:
—¿Es a causa de algo que descubrió usted allí arriba? ¿Algo que lo ha alejado de aquí, Brian?
—Oh, no más preguntas, por favor.
—¡Pero no puede usted dejarme tan insatisfecha!
Chaney se puso en pie y empujó la silla vacía contra la mesa.
—Todo le llega a todo el mundo, si dispone del tiempo necesario para esperar. Suena como si fuera de Talleyrand, pero no estoy seguro. Usted dispone de ese tiempo, Katrina. Viva simplemente esos dos próximos años y conocerá las respuestas a todas sus preguntas. Le deseo suerte, y pensaré a menudo en usted en mi depósito de cerebros…, si me dejan volver a él.
Un momento de silencio. Luego:
—Por favor, no olvide su cita con el médico, señor Chaney.
—Ahora voy para allí.
—Dígale a los demás que estén aquí mañana a las diez de la mañana para las instrucciones finales. Debemos evaluar esos informes. El sondeo está previsto para pasado mañana.
—¿Va a bajar usted para vernos partir?
—No, señor. Los aguardaré aquí.