Brian Chaney 2000+

Los mansos, los terribles mansos,

los feroces y agonizantes mansos,

están a punto de tomar posesión de su herencia.

Charles Rann Kennedy

15

Chaney se sentía aprensivo.

La luz roja dejó de parpadear. Alzó la mano para liberar la escotilla y la abrió. La luz verde se apagó. Chaney sujetó las dos barras de apoyo y se izó hasta una posición sentada, con la cabeza y los hombros surgiendo por la abertura. Supuso que estaba solo en la habitación; el vehículo estaba a oscuras. El aire era tremendamente frío y olía a ozono. Se contorsionó fuera de la abertura y dejó colgar las piernas por el lado. Saltus le había advertido que la banqueta no estaba, así que se deslizó cautelosamente hasta el suelo, y se sujetó por un momento en el tanque de poliagua para orientarse. La oscuridad era completa a su alrededor; no oía nada, nada excepto el ronco sonido de su propia respiración.

Brian Chaney se puso de puntillas para cerrar la escotilla pero se detuvo bruscamente. El VDT era su único nexo de unión con la base de origen, y era más prudente dejar la escotilla abierta y esperándolo. Adelantó las manos para encontrar a tientas el armario; recordaba su situación aproximada, y le bastaron unos pocos pasos vacilantes en la oscuridad para chocar con él. Su traje colgaba metido en una polvorienta bolsa de papel, limpiado en la lavandería hacía quién sabe cuántos años, y sus zapatos estaban al fondo, debajo del traje. Una pistola automática —puesta allí ante la insistencia de Arthur Saltus— formaba ahora un bulto desagradable en el bolsillo de su chaqueta.

El arma no hizo sino aumentar su aprensión.

Chaney no se molestó en comprobar su reloj: no tenía esfera luminosa, y no podía verse nada en la pared. Abandonó la habitación a oscuras.

Avanzó lentamente por el corredor en un fantasmal silencio negro hasta el refugio; el polvo alzado por sus pasos le daba deseos de estornudar. Encontró al tacto la puerta del refugio y la abrió, pero las luces del techo no se encendieron en automática respuesta. Chaney buscó el interruptor manual junto a la puerta, lo accionó, pero siguió sumido en la oscuridad: la energía eléctrica había fallado, y el ingeniero que les había dado la conferencia era un mentiroso. Escuchó atentamente en la invisible habitación.

No tenía ni encendedor ni cerillas —ése es el precio que tiene que pagar un no fumador cuando necesita luz o fuego—, y se quedó inmóvil allí durante un momento de indecisión, intentando recordar dónde estaban almacenados los artículos pequeños. Creyó que estaban en unas estanterías metálicas adosadas a la pared del fondo, cerca de la ropa de invierno.

Chaney cruzó la habitación arrastrando los pies, deseando tener a su lado a aquel ingeniero tan seguro de sí mismo.

Sus pies tropezaron con una caja de cartón vacía, sobresaltándolo, y la pateó fuera de su camino; colisionó con otro objeto antes de detenerse. Saltus se había quejado de un mal mantenimiento, y Katrina había escrito un memorándum. Tras un período de cauteloso tantear, el desagradable bulto del bolsillo de su chaqueta chocó contra el borde del banco, y Chaney adelantó ambas manos para explorar la superficie del mismo. Una radio —enchufada y conectada a la antena—, una linterna, unas cuantas cajas pequeñas vacías, una grande, un cierto número de objetos metálicos que sus dedos no pudieron identificar inmediatamente, y una segunda linterna. Chaney apenas se entretuvo con aquellos objetos y prosiguió su sondeo. Sus errantes dedos hallaron una caja de cerillas; los depósitos de gasolina de ambas linternas resonaron con tranquilizadores sonidos. Encendió las dos linternas y se volvió para echar un vistazo a la habitación. A Chaney no le gustaba pensar que era un cobarde, pero su mano se mantuvo en el bolsillo donde estaba la pistola mientras se volvía y escrutaba la semipenumbra.

El incursor había vuelto a saquear el almacén.

Por el aspecto del lugar el hombre debía de haber pasado los últimos inviernos allí, o había invitado a sus amigos.

Había una tercera linterna en el suelo, cerca de la puerta, y habría tropezado con ella si se hubiera desviado hacia un lado en la oscuridad. Una caja de cerillas estaba tirada a su lado. Un número increíble de cajas de comida vacías estaban apiladas junto a una pared, mezcladas con una colección de depósitos de agua, y se preguntó por qué el hombre no habría llevado las cajas afuera y las habría quemado para librarse de todo aquel engorroso amontonamiento. Chaney contó los depósitos y cajas con creciente asombro, e intentó adivinar cuántos años separaban a Arthur Saltus de su propia llegada. Eso le recordó que debía mirar su reloj: las cinco menos nueve minutos. Tuvo la intranquilizadora sospecha de que el VDT lo había enviado de nuevo a un momento equivocado. Una bolsa de plástico había sido abierta —como había informado Saltus— y un cierto número de ropas de abrigo faltaban de los colgadores. Varios pares de botas habían desaparecido de sus estanterías. El paquete de guantes había sido abierto y uno de ellos había caído al suelo, pasando desapercibido en la oscuridad.

Pero no había comida esparcida por el suelo pese a la montaña de cajas apiladas; hasta el último ápice había sido tomado y usado. Tampoco había señales de ratas.

Se volvió hacia el armero. Cinco rifles habían desaparecido, además de un número indeterminado de pistolas automáticas de reglamento. Supuso —sin contarlo— que un número correspondiente de municiones habría desaparecido con ellos. El mayor Moresby y Saltus debían de haberse hecho cargo de dos de los rifles.

Los pequeños objetos metálicos en el banco de trabajo eran las insignias que Moresby se había quitado del uniforme, y Saltus había basado las razones de esta desposesión en los combates que se estaban librando en la zona. Las cajas vacías habían contenido cintas, películas de nailon y cartuchos; la caja grande restante era su chaleco antibalas. El mapa revelaba la habitual capa de polvo. La radio era ahora inútil, a menos que la reserva de baterías hubiera sobrevivido a los años transcurridos.

Años: tiempo.

Chaney tomó ambas linternas y regresó a la habitación que albergaba al VDT. Cruzó hasta la pared del fondo y se detuvo para leer el calendario y el reloj. Ambos se habían parado cuando falló la energía.

El reloj señalaba unos pocos minutos antes de las doce del mediodía, o de las doce de la noche. El calendario se había detenido el 4 de marzo del 2009. Sólo el termómetro ofrecía una lectura significativa: 12 °C.

Ocho años y medio después de que Arthur Saltus viviera su desastroso cincuenta cumpleaños, diez años después de que el mayor Moresby muriera en la escaramuza junto a la verja, la planta nuclear que suministraba energía al laboratorio había fallado, o las líneas habían sido destruidas. Podían haber resultado destruidas por sí mismas por falta de mantenimiento; los transformadores podían haber saltado; el combustible nuclear podía haberse agotado; podía haber ocurrido cualquiera de otras cien cosas que interrumpieran la transmisión. No había energía.

Chaney no tenía idea de cuánto tiempo hacía que se había producido eso; sólo sabía que ahora estaba en algún momento más allá de marzo del 2009.

La interrupción podía haber ocurrido la semana pasada, el mes pasado, el año pasado, o en cualquier momento de los últimos cien años. No había preguntado a los ingenieros la fecha exacta de su objetivo, pero había supuesto que iban a enviarlo al futuro un año después que Saltus, para explorar la estación. La suposición era errónea… o el vehículo se había desviado una vez más. Apesadumbrado, Chaney llegó a la conclusión de que en realidad no importaba en absoluto. La fracasada investigación estaba prácticamente terminada; estaría terminada tan pronto como él diera una última vuelta a la estación y regresara con su informe.

Regresó con la linterna al refugio.

La radio llamó su atención. Chaney abrió una caja precintada de baterías e introdujo el número necesario en la unidad conversora. El selector de frecuencias recorrió los canales militares una y otra vez, sin resultado. Aumentó el volumen al máximo y colocó el aparato junto a su oído, pero se negó a ofrecerle incluso el ligero silbido de un aire vado; la falta de ese silbido y de estática le indicaron que las baterías no habían sobrevivido al paso del tiempo. Chaney desechó la radio como inservible y se preparó para su exploración.

Se sintió decepcionado al no hallar ninguna nota de Katrina, como había encontrado en el ensayo sobre el terreno.

Primero se colocó el chaleco antibalas. Arthur Saltus le había advertido al respecto, le había mostrado la valiosa protección que representaba: Saltus había sobrevivido gracias a llevar uno.

Puesto que no sabía en qué estación del año estaba —sólo la temperatura—, Chaney se calzó un par de botas y se puso una chaqueta gruesa y un par de guantes. Tomó un fusil, lo cargó tal como Moresby le había enseñado a hacerlo y vació una caja de cartuchos en su bolsillo. El mapa no le era de ningún interés: los sondeos hasta Joliet y Chicago habían sido rápidamente cancelados, y ahora estaban restringidos a la propia estación. Una inspección rápida y un regreso inmediato a la base. Katrina había dicho que el Presidente y su Gabinete aguardaban un informe final antes de decidir un plan para hacer frente a la situación. Lo llamaban «formulación de una política de polarización positiva», fuera lo que fuese lo que significase.

Una última vuelta a la estación, y la investigación estaría terminada; aquello sería todo lo que se conocería y cartografiaría del futuro.

Chaney se colgó al hombro un depósito de agua, luego llenó una mochila con raciones y cerillas y se la colgó del otro hombro; no esperaba estar fuera tanto tiempo como para usar ninguna de las dos cosas. En el fondo le alegraba que las baterías no hubieran funcionado debido al paso del tiempo —era una excusa suficiente para dejar la radio y la grabadora detrás—, pero colocó un cartucho de película en la cámara porque Gilbert Seabrooke le había pedido que tomara unas imágenes de la destrucción de la estación. La descripción verbal ofrecida por Saltus había sido deprimente. Un último examen de la habitación no le mostró ninguna otra cosa que creyera que podía necesitar.

Chaney se humedeció los labios, secos ahora por la aprensión, y abandonó el refugio.

El corredor terminaba en un tramo de escaleras que conducía hacia arriba hasta la salida de operaciones. El aviso pintado sobre la puerta indicando que el llevar armas más allá de ella estaba prohibido había sido borrado: un largo trazo de pintura negra había tachado desde la primera hasta la última palabra, anulando la advertencia. Chaney comprobó la hora, y dejó las dos linternas en el escalón superior para su regreso. Metió las llaves en las dos cerraduras gemelas y salió vacilante al aire libre.

El día era brillante y soleado pero muy frío. El cielo era claro, azul y libre de aviones; parecía como si acabara de ser barrido, un cielo muy distinto del brumoso y polucionado que había conocido durante casi toda su vida. Placas de escarcha cubrían los lugares donde el sol aún no había llegado.

Su reloj marcaba las 9.30, y supuso que la hora era correcta; la brillante mañana parecía recién iniciada.

Una carreta de dos ruedas aguardaba en el aparcamiento.

Chaney se quedó contemplando la primitiva aparición, preparado para casi todo menos para eso. La carreta no estaba muy bien construida, y había sido montada con maderas viejas, un eje, y un par de ruedas tomadas de uno de los pequeños coches eléctricos que Saltus había descrito. Tiras de cable metálico habían sido utilizadas para mantener unidos los cuatro lados allí donde los clavos no hubieran conseguido hacer un buen trabajo, y para unir el chasis al eje; los neumáticos de las ruedas se habían podrido hacía mucho, y la carreta rodaba sobre sus llantas metálicas. Ciertamente el trabajo no era el de un carpintero habilidoso.

El segundo objeto que llamó su atención fue un montón de arcilla apilado en la zona contigua que había sido en su tiempo un jardín de flores. Hierbas y maleza desusadamente altas crecían por todas partes, cubriendo en parte la visión de la estación y bloqueando casi la visión del amarillento montón; las hierbas crecían altas alrededor del aparcamiento, y más allá de él, y en todos los espacios despejados que rodeaban a los edificios al otro lado de la calle. La maleza y las hierbas llenaban toda la distancia hasta tan lejos como alcanzaba la vista, y aquello le hizo recordar que se decía que aquella región había sido zona de pasto de los bisontes cuando Illinois era una pradera india. El tiempo había hecho aquello, el tiempo y la falta de cuidados. Los jardines de la estación llevaban mucho tiempo desatendidos.

Avanzando cautelosamente, deteniéndose a menudo para escrutar a su alrededor, Chaney se acercó al montículo.

Cuando estuvo a poca distancia descubrió el leve rastro de un camino que discurría desde el borde del aparcamiento y a través del jardín hasta el montículo. Su siguiente descubrimiento fue también contundente. A lo largo del sendero —casi inviable entre la alta hierba— había una canalización de agua, un burdo acueducto hecho con desagües arrancados de algún edificio y retorcidos hasta darles la forma necesaria para su propósito. Chaney se detuvo en seco, sorprendido, y contempló los desagües y el cercano montículo, preguntándose qué iba a descubrir. Siguió avanzando lentamente.

De pronto llegó a un claro entre la abundante maleza y descubrió el artefacto: una cisterna con una burda tapa de tablas de madera. Un cubo y una cuerda larga descansaban a su lado.

Chaney rodeó lentamente la cisterna y el montón de arcilla resultado de la excavación, para tropezar con otra canalización hecha con el mismo tipo de desagües; el segundo acueducto discurría entre las hierbas y la maleza hacia el edificio del laboratorio, probablemente para recoger el agua del tejado. El montón de arcilla no era reciente. Golpeado por una repentina curiosidad, se arrodilló y alzó la tapadera, para hallar la cisterna medio llena de agua. Las paredes del pozo estaban construidas con viejos ladrillos y piedras sin desbastar, pero el agua era notablemente limpia, y miró para averiguar el porqué. Filtros hechos con telas metálicas arrancadas de ventanas estaban colocados en los extremos de cada desagüe para proteger la cisterna de escombros y pequeños animales. Los propios desagües estaban despejados de hojas y basura, y las uniones habían sido selladas con una sustancia alquitranada.

Chaney dejó a un lado el rifle y se inclinó para estudiar con asombro la cisterna. Era fácilmente reconocible.

Como la carreta, no había sido construida por unas manos expertas. La forma —sus Líneas generales— le resultaba familiar: los lados no del todo perpendiculares, la boca no exactamente redonda, más ancha en el fondo que en la parte alta. Era extraña, imperfecta, con un total desprecio de la plomada…, pero era una copia razonable de una cisterna nabatea, y se podía esperar que conservara el agua durante un siglo o más. En aquel lugar era algo sorprendente. Chaney volvió a colocar la tapa y se puso en pie.

Cuando se volvió vio la tumba.

Le impresionó. El lugar había quedado oculto a sus ojos hasta ahora por la alta vegetación del jardín, pero de nuevo un sendero apenas insinuado conducía de la cisterna hasta ella. El montículo que formaba la tumba era pequeño, antiguo, y cubierto por una corta hierba; la cruz que la señalaba estaba sujeta con clavos y pintada de blanco, aunque la pintura se veía ya vieja. Unas letras casi borradas eran visibles en los brazos de la cruz.

Chaney se acercó y se arrodilló de nuevo para leerlas.


A ditat Deus K


La puerta de la garita de la verja de entrada había sido arrancada de sus goznes y había desaparecido, quizá para construir con ella la carreta.

Chaney miró cautelosamente por la abertura, atento al peligro pero temiendo su posibilidad, luego penetró para examinar la garita más de cerca. Estaba vacía. No quedaba el menor rastro de los hombres que habían muerto allí: huesos, armas, restos de ropas, nada. Algunos de los cristales de las ventanas habían desaparecido, pero otros seguían intactos; a dos de las ventanas les faltaba su enrejado. Un lugar vacío.

Salió de nuevo y volvió a mirar la verja de entrada.

Había sido cerrada y asegurada con cadenas, bloqueando efectivamente cualquier intento de penetración de alguien que no fuera un decidido escalador, y se habían hecho esfuerzos por reparar los daños que había sufrido. Chaney observó todo aquello con una simple mirada, y avanzó para estudiar los signos disuasorios adicionales, las advertencias añadidas. Tres macabros talismanes colgaban por la parte exterior de la verja, frente a la carretera: tres cráneos, tomados de los cadáveres de los hombres que habían muerto en la garita hacía tantos años. La advertencia de prohibida la entrada no podía ser más explícita.

Chaney se quedó mirando los cráneos, sabiendo que aquel tipo de advertencia era tan viejo como la historia; sabía de avisos similares que habían guardado ciudades en Palestina antes de la conquista romana, advertencias que habían sido utilizadas incluso hasta el siglo xvm en algunos de los más remotos poblados del Negev.

No vio a nadie en la zona: la entrada y sus alrededores estaban desiertos, la advertencia era respetada. Hierbas y maleza que llegaban hasta la cintura crecían en las cunetas y los campos a ambos lados de la carretera privada que conducía hasta la lejana carretera general, pero aquellas hierbas no habían sido alteradas por el paso de los hombres. La negra calzada estaba vacía, la línea blanca pintada en su centro había desaparecido hada tiempo, y la superficie del asfalto estaba muy estropeada por los años. Un automóvil que la utilizara actualmente se vería obligado a circular a paso de caracol.

Chaney fotografió la escena y abandonó el lugar.

Caminando hacia el norte a un paso rápido, siguió la ruta familiar hacia el barracón donde había vivido hacía tan poco con Saltus y Moresby. Casi pasó junto al lugar sin verlo debido a que estaba cubierto por un amasijo de hierbas y maleza; ningún edificio se elevaba sobre aquella jungla.

Abriéndose paso entre la entremezclada maleza —y haciendo huir de su madriguera a un animalillo peludo y veloz que tardíamente reconoció como un conejo—, Chaney llegó hasta la quemada base de un edificio casi perdida entre la maleza. No pudo reconocerlo como su propio barracón, como tampoco la localización de su pequeña habitación, si es que aquél había sido el barracón que habían ocupado; sólo el estrecho rectángulo de los cimientos sugería el tipo de construcción que había sido. Chaney miró por encima de la pared. Una delgada franja de escarcha bordeaba los bordes de cemento por la parte norte, señalando la frialdad del aire. Manchas de azules flores silvestres crecían a la luz del sol, y ante su sorpresa otras manchas de rojas fresas silvestres despuntaban por todos lados en las partes más soleadas de los cimientos. Echó una mirada al cielo, midiendo la progresión del sol y la posible estación, luego volvió a mirar las fresas. Debía de estar a comienzos del verano.

Chaney fotografió el lugar y regresó a la calle. Un lugar abandonado. Continuó hacia el norte.

La calle E era fácilmente identificable sin necesidad del oxidado cartel que colgaba de un poste en una esquina. Permaneció alerta, caminando precavidamente y escuchando con atención cualquier sonido que se produjera a su alrededor. La estación estaba tranquila bajo el sol.

El área de esparcimiento apenas era reconocible.

Chaney cruzó silenciosamente la entrada y el roto cemento del patio hasta el borde de la piscina. Miró hacia abajo. Unos pocos centímetros de sucia agua cubrían el fondo —residuo de las lluvias—, junto con una triste colección de armas oxidadas y rotas y una apreciable cantidad de escombros arrastrados hasta allí por el viento: la piscina se había convertido en un almacén de desechos de basura y armamento. El hinchado cadáver de un pequeño animal flotaba en una esquina. Un lugar solitario. Chaney apartó cuidadosamente el recuerdo de la piscina tal como la había conocido y se alejó de su borde. El área parecía descuidada y fea, no una escena que pudiera ser comparada con tiempos más agradables.

La abandonó rápidamente, dirigiéndose hacia el noroeste. El ángulo más alejado estaba a un par de kilómetros de distancia, según lo que recordaba del mapa de la estación, pero pensó que podía recorrer la distancia en un tiempo razonable.

Chaney tropezó con el depósito de vehículos antes de rebasar la media docena de largas manzanas de edificios. Había casi una veintena de coches alineados en el gran aparcamiento, pero ninguno era utilizable: todos habían sido despojados de algunas de sus partes, y varios de ellos no eran más que carcasas quemadas. El capó de todos los vehículos estaba abierto, y las baterías habían desaparecido; ninguno de los pequeños motores estaba intacto para darle alguna idea de sus características. Chaney husmeó por entre ellos movido por la curiosidad, y porque Arthur Saltus le había hablado de los pequeños coches eléctricos. Deseó poder conducir uno. No había camiones en el depósito y tampoco había visto ninguno en toda la estación, aunque un buen número de ellos estaban asignados al complejo durante su período de entrenamiento. Supuso que habrían sido transferidos a Chicago para hacer frente a la emergencia… o habrían sido robados cuando los ramjets invadieron la estación.

Chaney salió del depósito y se detuvo bruscamente en la calle. Podía tratarse de una ilusión producida por la tensión, pero creyó haber entrevisto un movimiento entre las altas hierbas al otro lado de la calle. Soltó el seguro del rifle y caminó hacia el bordillo de la acera. Nada era visible entre la maleza.

No había agujeros en la verja en la esquina noroeste.

La quemada y oxidada carcasa de un camión ocupaba un lugar que en un tiempo había sido un agujero, pero ahora ese camión formaba parte de la reparada verja. Había sido tendido alambre espinoso cerrando de un lado a otro la abertura, colocado de tal modo por encima, por debajo y a través de la propia carcasa que el camión se había convertido así en parte integrante de la barrera; otras tiras de alambre espinoso habían sido tendidas verticalmente a través del agujero, de tal modo que ni siquiera un cuerpo pequeño podía arrastrarse entre ellas. Siguió la verja a lo largo para examinar la segunda abertura. Había sido reparada y reconstruida tan cuidadosamente como la primera, y una vieja cavidad en el suelo había sido rellenada. La barricada estaba intacta, era impenetrable.

Las hierbas y la maleza eran extremadamente altas por todos lados, ocultando el tercio inferior de la verja a una persona que estuviera situada a unos pocos metros de distancia. Chaney no se sorprendió de descubrir los mismos macabros talismanes guardando la esquina noroeste; había esperado encontrarlos. Los esqueletos propietarios de los cráneos habían desaparecido, pero en ningún lugar de la estación había visto ningún cadáver humano; alguien los había enterrado a todos, amigos y enemigos juntos. Los tres cráneos colgaban en la parte superior de la verja, mirando fijamente a la llanura que se extendía a sus pies y a la oxidada vía férrea que había más allá.

Chaney volvió sobre sus pasos.

Erró por entre la altas hierbas, buscando cualquier cosa. Arthur Saltus no había encontrado huellas del mayor, pero Chaney no podía evitar el buscar por sí mismo cualquier indicio que pudiera señalarle la presencia del hombre en aquel lugar. Era imposible abandonar al mayor Moresby sin ningún esfuerzo, sin intentar situarlo de algún modo allí.

De algún lugar en la distancia le llegó el alegre y estridente grito de un niño traspasando la mañana.

Chaney se sobresaltó asombrado, y estuvo a punto de perder pie al tropezar con un trozo de metal oculto entre las hierbas. Se volvió rápidamente para escrutar la esquina de la estación que había creído vacía, luego miró más allá siguiendo el camino que había tomado desde el depósito de automóviles. Oyó de nuevo al niño, y luego una voz de mujer llamándolo. Tras él. Ladera abajo. Chaney sintió una creciente y exaltante excitación mientras echaba a correr hacia la verja. Estaban fuera, al otro lado del perímetro.

Los descubrió inmediatamente: un hombre, una mujer y un niño de tres o cuatro años, siguiendo el camino de la vía férrea a media distancia. El hombre no llevaba más que un bastón o un garrote, mientras que la mujer acarreaba un cesto. El pequeño corría detrás de ellos, jugando a algo de su propia invención.

Chaney se sintió tan contento de verlos que olvidó el propio peligro que corría y gritó a pleno pulmón. El rifle era un estorbo y lo arrojó a un lado, para agitar ambas manos.

Ignorando el alambre espinoso, trepó por la verja para mostrarse y llamar más la atención. Gritó de nuevo, y les hizo señas de que acudieran hacia él.

El resultado lo dejó completamente sin habla.

Los miembros adultos de la familia miraron a su alrededor con cierta sorpresa, miraron la vía férrea en ambas direcciones, luego miraron a través de los campos, y finalmente lo descubrieron aferrado a la verja junto a los talismanes. Se inmovilizaron un momento, helados por el temor. Luego la mujer lanzó un grito como de dolor y dejó caer el cesto; echó a correr para proteger al niño. El hombre corrió tras ella, pasó delante de ella, y agarró al niño en un rápido movimiento envolvente. El bastón cayó de sus manos. Se volvió sólo una vez para mirar a Chaney colgado de la verja, y luego huyó a lo largo de la vía férrea. La mujer tropezó, estuvo a punto de caer, luego corrió desesperadamente para no quedarse atrás con respecto al hombre. El padre alzó su pequeña carga hasta uno de sus hombros, luego utilizó su mano libre para ayudar a la mujer, dándole prisa, animándola. Corrieron alejándose de él a toda velocidad y con todas sus fuerzas, con el niño llorando asustado. El miedo corría con ellos.

—¡Vuelvan!

Se aferró a la espinosa verja y los contempló hasta que desaparecieron de su vista. La valla publicitaria y las altas hierbas los ocultaron, y el llanto infantil se perdió. Chaney quedó colgando allí, con sus dedos engaritados en los agujeros de la verja.

—¡Por favor, vuelvan!

El ángulo noroeste del mundo permaneció vacío. Se soltó de la verja con las manos ensangrentadas.

Chaney tomó de nuevo el rifle y se alejó, abriéndose camino entre las hierbas hacia la distante carretera y el grupo de edificios en el centro de la estación. Le faltaba valor para mirar atrás. Nunca había conocido a nadie que echara a correr huyendo de él, ni siquiera esos niños mendigos que se acuclillaban en las arenas del Negev y lo observaban cavar en busca de su historia olvidada. Eran tímidos y temerosos esos beduinos, pero no habían huido de él. Caminó sobre sus pasos sin detenerse, negándose a mirar de nuevo a los despojados coches, al área de esparcimiento con su basurero del tamaño de una piscina, a los quemados barracones y a las flores silvestres, negándose a mirar nada de todo aquello, no deseando ver nada de aquello, no deseando ver nada más del mundo que había sido o del nuevo mundo que había descubierto hoy. Caminaba con el sabor de la amargura en su boca.

La Estación de Elwood era un mundo cerrado, un mundo vallado y que causaba pavor, irguiéndose como una isla de estricto aislamiento entre los supervivientes de aquella violenta guerra civil. Había supervivientes. Estaban allá afuera, en el exterior, y habían huido de él…, del interior. Su miedo se centraba en la estación: allí estaban los demonios a los que conocían. Él era el demonio que habían entrevisto.

Pero la estación tenía un residente. No un visitante, no un intruso del otro lado de la verja que saqueaba el almacén en invierno, sino un residente permanente. Un demonio residente que había reparado la verja y colgado los talismanes para mantener alejados a los supervivientes, un residente cristiano que había cavado una fosa y había erigido una cruz sobre ella.

Chaney se detuvo en medio del aparcamiento.

Ante él: las impenetrables paredes del laboratorio alzándose como un gran templo gris en un campo de maleza. Ante él: un montículo de arcilla amarillenta apilado junto a una cisterna nabatea erigida como un símbolo anacrónico al lado de una única tumba. Ante él: una carreta de dos ruedas hecha con maderas recuperadas y ruedas tomadas de un coche ya inútil.

En algún lugar detrás de él: un par de ojos observándolo.

16

Brian Chaney tomó las llaves de su bolsillo y abrió la puerta de operaciones. Había dos linternas en el escalón superior, pero ningún timbre sonó abajo cuando la puerta se abrió. Un soplo de aire húmedo cruzó el umbral y se perdió en el puro y frío aire de fuera. El sol estaba alto —cerca del cénit—, pero el día seguía siendo frío, con poca promesa de hacerse más cálido. Chaney agradeció las gruesas ropas que llevaba.

Un sol tranquilo, un cielo limpio, un clima anormalmente frío para la estación: tenía que informar de todo aquello a Gilbert Seabrooke.

Mantuvo abierta la pesada puerta apoyando la carreta contra ella, y luego bajó a buscar la primera provisión de raciones. Dejó el rifle junto a la carreta, casi olvidado. Caja tras caja de comida fue subida por las escaleras y apilada en la carreta, hasta que sus brazos empezaron a dolerle de transportarlas y sus piernas de subir; pero había olvidado las medicinas y las cerillas e hizo otro viaje. Unas pocas herramientas para él fueron incluidas a última hora. Chaney había sobreestimado sus propias fuerzas: el carro estaba tan cargado que le costó moverlo de junto a la puerta, de modo que tuvo que dejar tras él algunas de las cajas más pesadas.

Abandonó el aparcamiento, empujando la carreta.

Le costó más de tres horas y más resolución de la que se creía capaz de poseer el alcanzar la esquina noroeste de la verja por segunda vez aquel día. La carga avanzaba con facilidad a lo largo de las calles pavimentadas, pero cuando abandonó el final de la calle y se metió por entre las altas hierbas para seguir el camino que había tomado antes, el avance fue penoso. La carreta era tan sólo un poco más fácil de arrastrar que de empujar. Chaney no recordaba haber visto un machete en los almacenes, pero deseó tener una docena de ellos… y una docena de peones trabajando ante él para abrirle un camino por entre aquella jungla. La carga era agotadora.

Cuando finalmente alcanzó la verja se dejó caer jadeante, intentando recuperar el aliento. El sol hacía rato que había cruzado su cénit.

La verja fue atacada con unas tenazas. La tarea pareció más fácil allí donde la verja había sido reparada sobre los restos del camión; no estaba tan tensa allí, no era tan resistente como en las secciones no dañadas, y se concentró en aquel lugar. Cortó el alambre espinoso y lo liberó de la carcasa del camión, luego dobló los extremos de la verja original y la enrolló para dejar un paso libre. Cuando hubo terminado sus manos sangraban de nuevo a causa de varios cortes y arañazos, pero había conseguido una abertura lo suficientemente amplia como para hacer pasar por ella la carreta al lado del camión. Había abierto una brecha en la verja.

La pesada carreta escapó de sus manos en el descenso de la ladera.

Corrió junto a ella, forcejeando por detenerla y gritando sus maldiciones en su agotamiento, pero la carreta ignoró sus voces y siguió bajando la ladera por entre las malezas, que no constituían ninguna barrera para ella —ahora—, hasta que finalmente alcanzó la llanura de abajo y volcó, esparciendo su contenido por entre las hierbas. Chaney rugió su irritación: el término arameo que tanto le gustaba a Arthur Saltus, y luego otra frase reservada a los asnos y a los recaudadores de impuestos. La carreta —como los asnos, pero no como los recaudadores— no respondió.

Enderezó trabajosamente la carreta, recuperó su cargamento, y lo remolcó con esfuerzo a través del campo hacia la vía férrea.

El olvidado bastón le sirvió como indicador.

Su pequeño tesoro fue dejado allí para quien lo encontrara, abandonado junto a la vía férrea al alcance de aquella asustada familia o de cualquier otro viajero que pasara por allí. Puso las cerillas y las medicinas encima de la caja más grande, y luego las cubrió con su abrigo para protegerlas de la intemperie. Chaney perdió tan sólo un momento escrutando la distancia a lo largo de la vía férrea en busca de algún ser humano; estaba seguro de que sus gritos y sus maldiciones habrían asustado a cualquiera que estuviera por la zona. Como antes, estaba solo en un mundo vacío. De algún lugar entre los árboles le llegó la llamada de un pájaro, y tuvo que contentarse con eso.

Al atardecer, cuando el débil calor del sol empezaba ya a desvanecerse, empujó la vacía carreta ladera arriba y a través de la abertura que había abierto, deteniéndose tan sólo para recuperar las tenazas. Chaney no se atrevió a mirar atrás. Tenía miedo de lo que podía descubrir… o no descubrir. Si se volvía bruscamente y miraba, el descubrir a alguien rebuscando ya entre las cajas sería su perdición; sabía que no podría impedir el comportarse como antes y asustar nuevamente al otro. Pero volverse y ver de nuevo el mismo mundo vacío y deshabitado no haría sino acentuar su depresión. No se volvió.

Chaney siguió el camino que él mismo había abierto entre las verdeantes hierbas, en busca del inicio de la carretera pavimentada. Un pequeño animal huyó corriendo al aproximarse él.

Se detuvo al extremo del aparcamiento, mirando hacia el jardín abandonado y pensando en Kathryn van Hise. De no haber sido por ella, ahora estaría sin hacer nada en la playa y pensando en volver al trabajo en el depósito de cerebros…, pero sólo pensando en ello; quizá dentro de una semana o dos se decidiría a tomar una decisión y a estudiar los horarios de los trenes y los enlaces a Indianapolis, si aún existían en una era de extinción de los trenes. La única preocupación en su mente serían los críticos que leían los libros demasiado apresuradamente y saltaban a fantásticas conclusiones. De no haber sido por ella, nunca hubiera oído hablar de Seabrooke, de Moresby, de Saltus…, a menos que sus nombres aparecieran en algún documento llegado al depósito de cerebros. No hubiera saltado a un Joliet dos años más allá de su tiempo y descubierto un muro; no hubiera saltado a aquel deprimente futuro, fuera en el año que fuese, y descubierto una catástrofe. Se habría hundido en su microscópico y lento mundo particular hasta que el cruel futuro hubiera llamado a su puerta… o él mismo hubiera entrado en él.

Se preguntó qué estaba haciendo allí: qué estaba haciendo con la abortada investigación, y qué estaba haciendo con el tranquilo y casi abandonado mundo del 2000 y algo. No podía hacer ya otra cosa más que ir a decírselo a Katrina, a Seabrooke, y quizá escuchar mientras ellos transmitan la noticia a Washington. El siguiente movimiento correspondía a los políticos y a los burócratas; era mejor dejar que ellos cambiaran el futuro si podían, si tenían el poder.

Su papel había terminado. Podía grabar un informe y ponerle una etiqueta: Eschatos.

El montón de arcilla amarillenta llamó su atención, y siguió el desagüe por entre las hierbas hasta la cisterna, deseando fotografiarla. Aún se maravillaba ante el descubrimiento de un artefacto nabateo proyectado para el ligio XXI, y sospechaba que el responsable era Arthur Saltus: lo había copiado del libro que él le había dejado, de las páginas de Pax Abrahamitica. Con suerte, podría recoger y albergar agua durante otro siglo o más, y si pudiera medir su capacidad estaba seguro de que descubriría que su volumen debía de ser aproximadamente de diez cor. Saltus había hecho un buen trabajo para un aficionado.

Chaney se volvió hacia la tumba.

No la fotografiaría, porque la foto suscitaría preguntas que no se atrevería a responder. Seabrooke desearía saber si había alguna inscripción en los brazos, y por qué no había fotografiado esa inscripción. Y Katrina permanecería sentada, con su lápiz preparado para tomar nota de su informe verbal.


A ditat Deus K


¿Quién estaba allí, Arthur o Katrina?

¿Cómo podía decirle a Katrina que había encontrado su tumba? ¿O la tumba de su esposo? Aunque… ¿por qué no podía ser ése el lugar final de reposo del mayor Moresby?

Un pájaro llamó de nuevo desde algún lejano lugar, haciéndole alzar la vista hacia los distantes árboles y el cielo más allá.

Los árboles tenían hojas nuevas, anunciando el verano; la hierba era tierna e intensamente verde, no reseca aún por las sequías del pleno verano: un mundo de frescor. Diáfanas nubes se arracimaban en torno al sol en su ocaso, creando un espejismo de resplandor doradorrojizo como una aureola. Hacia el este, el cielo era maravillosamente azul y límpido, un cielo recién barrido, desinfectado y esterilizado. Por la noche las estrellas debían de parecer enormes diamantes tallados.

¿Arthur o Katrina?

Brian Chaney se arrodilló para tocar la corta hierba de encima de la tumba, y mentalmente se preparó para regresar a casa. Su depresión era profunda.

Una voz dijo:

—Por favor…, ¿el señor Chaney?

La impresión lo inmovilizó. Tuvo miedo de que, si se volvía demasiado rápido o se ponía en pie, un dedo nervioso apretara un gatillo y lo enviara a unirse con Moresby bajo el suelo de la estación. Se mantuvo rígidamente inmóvil, consciente de pronto de que su propio rifle estaba en la carreta. Descuido; negligencia; estupidez. Una mano permaneció apoyada sobre la tumba; su mirada siguió fija en la cruz.

—¿Señor Chaney?

Tras un tiempo infinito —una angustiosa eternidad—, giró únicamente la cabeza para mirar hacia el sendero tras él.

Dos extraños: dos casi extraños, dos personas que reflejaban su propia inseguridad y aprensión.

El más cercano de los dos llevaba un grueso abrigo y un par de botas tomadas del almacén; iba con la cabeza y las manos descubiertas, y la única arma que esgrimía era un par de prismáticos también tomados del almacén. Era alto, delgado, larguirucho, sólo unos pocos centímetros más bajo que Chaney, pero no tenía el pelo color arena ni el cuerpo musculoso de su padre; le faltaban la piel bronceada y el empaste de plata en su diente, carecía del modo de mirar que sugería el de un marino mirando directamente al sol. Le faltaba la arrogante juventud. Si el hombre hubiera poseído esas características en vez de carecer de ellas, Chaney habría dicho que estaba mirando a Arthur Saltus.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Usted es el único al que aún esperábamos, señor.

—¿Y tenía usted mi descripción?

Suavemente:

—Sí, señor.

Chaney giró sobre sus rodillas para hacer frente a los extraños. Se dio cuenta de que tenían tanto miedo de él como él lo tenía de ellos. ¿Cuándo habían visto por última vez a un hombre allí?

—¿Su nombre es Saltus?

Un signo de afirmación.

—Arthur Saltus.

Chaney desvió la mirada hacia la mujer que permanecía un poco detrás de su compañero. Lo estaba mirando con una curiosa mezcla de fascinación y temor, como preparada para emprender una instantánea huida. ¿Cuándo había visto por última vez a un hombre allí?

Chaney preguntó:

—¿Kathryn?

Ella no respondió, pero el hombre dijo:

—Mi hermana.

La hija era igual que la madre en casi todo, faltándole únicamente el bronceado veraniego y los pantalones cortos en delta. Iba envuelta en un gran abrigo que la protegía del frío, y llevaba unas botas que eran demasiado grandes para sus pies. Un par de prismáticos colgaban en torno a su cuello; él se había sentido observado de cerca. Llevaba la cabeza descubierta, revelando la misma gran avalancha de fino pelo marrón de Katrina; sus ojos tenían la misma expresión suave y cálida, aunque ahora estaban asustados. Era una mujer menuda, no más de cuarenta y cinco kilos una vez liberada de las enormes botas y del abrigo, y tenía toda la apariencia de ser despierta e inteligente. También parecía mayor que Katrina.

Chaney miró del uno a la otra: los dos, hermano y hermana, estaban a años de distancia de la gente a la que había abandonado en el pasado, a años de distancia de sus padres.

Dijo finalmente:

—¿Saben en qué fecha estamos?

—No, señor.

Una vacilación; luego:

—Creo que me estaban esperando.

Arthur Saltus asintió, y hubo un gesto que podía ser el esbozo de una confirmación por parte de la mujer.

—Mi padre dijo que vendría usted… algún día. Estaba seguro de que vendría; usted era el último de los tres.

Sorpresa:

—¿No hubo nadie más, después de nosotros?

—No.

Chaney tocó la tumba una última vez, y sus ojos siguieron el movimiento de su mano. Había otra pregunta que hacer antes de arriesgarse a ponerse en pie.

—¿Quién está enterrado aquí?

Arthur Saltus dijo:

—Mi padre.

Chaney deseó gritar: ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué?, pero algo retuvo su lengua, embarazo, dolor y abatimiento; lamentó amargamente el día en que había aceptado la oferta de Katrina y había dado el primer paso que lo había conducido hasta aquella infeliz posición. Se puso en pie, evitando los movimientos bruscos que pudieran ser mal interpretados, y agradeció el no haber tomado una foto de la tumba…, agradeció el no tener que decirle a Katrina, o a Saltus, o a Seabrooke, lo que había encontrado allí. No mencionaría la tumba en absoluto.

De pie, Chaney observó atentamente los alrededores, mirando por encima de las otras dos cabezas hacia el jardín invadido por la maleza, el aparcamiento, la calle que pasaba por el otro lado, y toda la estación visible a sus ojos. No vio a nadie más.

Una pregunta difícil:

—¿Están los dos solos aquí?

La mujer se sobresaltó ante su tono y pareció a punto de echar a correr, pero su hermano se mantuvo en su sitio.

—No, señor.

Una pausa; luego:

—¿Dónde está Katrina?

—Lo está esperando en su puesto, señor Chaney.

—¿Sabe ella que estoy aquí?

—Sí, señor.

—¿Sabía que iba a preguntar por ella?

—Sí, señor. Pensó que lo haría.

—Voy a romper una regla —dijo Chaney.

—Ella pensó también que lo haría.

—¿Y no ha puesto ninguna objeción?

—Nos dio instrucciones, señor. Si usted preguntaba, debíamos decirle que ella le había dicho ya el lugar donde lo esperaba.

Chaney asintió, admirado.

—Sí…, lo hizo. Lo hizo dos veces. —Caminó por el sendero que conducía a la cisterna, y ambos se apartaron prudentemente, como si aún no confiaran en él—. ¿Ustedes hicieron esto?

—Mi padre y yo lo hicimos, señor Chaney. Teníamos su libro. Las descripciones eran muy claras.

—Se lo diré a Haakon, si me atrevo.

Arthur Saltus se apartó a un lado cuando alcanzaron el aparcamiento y permitió que Chaney fuera por delante de él. La mujer se había situado a un lado y mantenía ahora una prudente distancia. Seguía mirándolo, una mirada que podría haber sido inconveniente en otras circunstancias; Chaney estaba Seguro de que no había visto a otro hombre durante demasiados años. Estaba igualmente seguro de que nunca había visto a un hombre como él dentro de la verja protectora: ésa era su aprensión.

Ignoró el rifle que había en la carreta.

Brian Chaney metió las dos llaves en las cerraduras gemelas y abrió la pesada puerta. Sus dos linternas permanecían en el escalón superior, y como tintes un soplo de mohoso aire surgió a la evanescente luz del atardecer. Chaney hizo una incómoda pausa en el umbral, preguntándose qué decir, cómo decirles adiós a aquellas dos personas. Sólo un maldito estúpido diría algo intrascendente o vacuo o anodino; sólo un maldito estúpido pronunciaría uno de los clichés sin significado de su generación; pero sólo un maldito estúpido podría simplemente seguir su camino sin decirles nada.

Miró de nuevo al cielo y al halo dorado que rodeaba al sol poniente, y a la nueva hierba y a las nuevas hojas y luego al viejo montón de arcilla amarillenta. Finalmente, su mirada se posó en el hombre y en la mujer que aguardaban a su lado.

—Gracias por confiar en mí —dijo.

Saltus asintió.

—Dijeron que se podía confiar en usted.

Chaney estudió a Arthur Saltus y casi creyó volver a ver el alborotado pelo color arena y el peculiar gesto de sus ojos, los ojos de un hombre acostumbrado a mirar directamente al sol brillante del mar. Miró un largo rato a Kathryn Saltus, pero no pudo ver la blusa transparente ni los pantalones en delta: en ella esas ropas serían obscenas. Esas ropas pertenecían a un mundo desaparecido hacía mucho. Escrutó su rostro por un momento demasiado largo, y estaba a punto de perder el sentido de la realidad cuando la realidad se impuso bruscamente.

Una dura realidad: ella vivía allí, pero él pertenecía a allá atrás. Era una locura mantener sueños acerca de una mujer que vivía un centenar de amos más allá de él. Una dolorosa realidad.

Su conciencia lo atenazó cuando cerró la puerta, porque ya no tenía nada más que decirles. Chaney se volvió y bajó los escalones, dejando tras él el sol tranquilo, el frío mundo del 2000+, los desconocidos supervivientes más allá de la verja que habían huido aterrorizados al verlo y oírlo, y a los semifamiliares sobrevivientes dentro de la verja que eran agudos recuerdos de su propia pérdida. Su conciencia le dolió, pero no volvió atrás.

Era el anochecer de un día desconocido.

Era el día más largo de su vida.

17

La sala de conferencias era sutilmente distinta de aquella en la que había entrado por primera vez, hacía semanas o años o siglos.

Recordó al policía militar que lo había escoltado desde la verja de entrada y luego había abierto la puerta por él; recordó su primera mirada dentro de: la habitación, la recepción poco calurosa, su tardía llegada. Había descubierto a Kathryn van Hise observándolo críticamente, evaluándolo, preguntándose si daría la talla en la tarea que le esperaba; había descubierto al mayor Moresby y a Arthur Saltus jugando a las cartas, aburridos, aguardando impacientemente su llegada; había descubierto la larga mesa de acero situada bajo las luces en medio de la habitación…, todo ello esperándolo.

Había dado su nombre e iniciado una disculpa por su tardanza cuando:» el primer doloroso sonido lo había interrumpido, cortándole la palabra en mitad de una frase y martilleando sus oídos. Los había visto volverse: al unísono para observar el reloj: sesenta y un segundos. Todo aquello tan sólo una o dos semanas —tan sólo uno o dos siglos— antes de que los abultadlos sobres fueran abiertos y un centenar de vuelos de fantasía fueran liberados. El largo viaje desde la playa de Florida lo había conducido dos veces a esa habitación, pero esta vez la linterna iluminaba pobremente el lugar.

Katrina estaba allí.

La anciana mujer estaba sentada en su habitual silla a un lado de: la enorme mesa de acero, sentada apaciblemente en la oscuridad bajo lias apagadas luces del techo. Como siempre, sus entrelazadas manos permanecían descansando sobre la mesa. Chaney depositó la linterna en la mesa entre ellos, y la débil luz incidió en el rostro de la mujer.

Katrina.

Sus ojos eran brillantes y vivos, tan agudos y alertas como los recordaba, pero el tiempo no había sido benévolo con ella. Leyó arrugas de dolor, de desconocidos problemas y pesares; las arrugas de una mujer tenaz que había soportado mucho, había sufrido mucho, pero nunca había permitido que se derrumbara su coraje. La piel estaba tensa sobre sus pómulos, en torno a su boca y en su mentón, y parecía cetrina a la luz de la linterna. Su lustroso pelo era enteramente gris. Habían sido unos años duros, infelices, difíciles.

Pese a todo reconoció aquel destello familiar que provocaba en él: era una belleza tanto en su vejez como en su juventud. Se alegró de descubrir que su encanto soportaba el paso del tiempo.

Chaney apartó su propia silla de la mesa y se sentó, sin separar los ojos de ella. La vieja mujer permanecía sentada sin moverse, sin hablar, observándolo atentamente y esperando sus primeras palabras.

Pensó: ella debía de haber permanecido sentada allí durante siglos, mientras el polvo y la oscuridad se acumulaban a su alrededor, aguardando pacientemente a que él llegara, aguardando a que él explorara la estación, cumpliera con su última misión, terminara el sondeo, y luego empezara a abrir puertas para buscar las respuestas a las preguntas que se le habían planteado sobre el terreno. Chaney no se habría sorprendido demasiado si la hubiera descubierto aguardándolo en la antigua Jericó, de haber ido diez mil años hacia el pasado. Habría estado allí, aguardándolo plácidamente en algún templo o choza, aguardándolo en algún lugar donde él la habría encontrado cuando empezara a abrir puertas.

La polvorienta sala de conferencias estaba tan fría como lo había estado el subterráneo, tan fría como el aire de fuera, y ella iba arropada con las ropas de abrigo tomadas del almacén. Sus manos estaban enfundadas en unos guantes pensados para un hombre, y si hubiera podido mirar, habría comprobado que sus botas eran también demasiado grandes. Parecía acurrucada, como empequeñecida, en su asiento, y terriblemente cansada.

Katrina lo esperaba.

Chaney buscó algo que decir, algo que no sonara estúpido o melodramático o cargado de una falsa cordialidad. Ella lo hubiera despreciado por eso. Se debatía de nuevo del mismo modo que en la puerta exterior, y allí también tenía miedo de equivocarse. Había abandonado a aquella mujer en esa misma habitación hacía apenas unas horas, la había dejado con una sensación de seca aprensión mientras se preparaba para su tercer —y último, ahora lo sabía— sondeo al futuro. Había estado sentada en aquella misma silla, en aquella misma actitud de relajación.

Chaney dijo:

—Sigo enamorado de usted, Katrina.

La miró directamente a los ojos, y creyó verlos llenarse de humor y placentera risa.

—Gracias, Brian.

Su voz también había envejecido: sonaba más ronca de lo que recordaba, y reflejaba su cansancio.

—Descubrí fresas en los viejos barracones, Katrina. ¿Cuándo es la estación de las fresas en Illinois?

Había risa en sus ojos.

—En mayo o junio. Los veranos se han vuelto más bien fríos, pero en mayo o junio.

—¿Sabe el año? ¿La fecha?

Un imperceptible movimiento de su cabeza.

—La electricidad falló hace muchos años. Lo siento, Brian, pero he perdido la cuenta.

—Imagino que no importa realmente…, no ahora, no con lo que ya sabemos. Estoy de acuerdo con Píndaro.

Ella lo interrogó con la mirada.

Él dijo:

—Píndaro vivió hará unos dos mil quinientos años, pero era más sabio que la mayoría de los hombres que viven hoy en día. Previno a los hombres contra intentar mirar demasiado lejos en el futuro, les advirtió que no les gustaría lo que hallarían allí. —Un gesto de disculpa, una sonrisa—. Bartlett de nuevo: mi vicio. El comandante siempre me pinchaba sobre mi predilección por Bartlett.

—Arthur lo esperó durante mucho tiempo. Confiaba en que llegara más pronto, en poder verlo de nuevo.

—Me hubiera gustado… Pero ¿nadie lo supo?

—No.

—¿Por qué no? Ese giroscopio estaba marcando mi rastro.

—Nadie supo nunca su fecha de llegada; nadie pudo llegar siquiera a imaginarla. El giroscopio no podía medir su avance después de que la energía quedara interrumpida aquí. Supimos solamente la fecha en que se produjo esa interrupción, cuando el VDT dejó repentinamente de transmitir señales a la computadora de allí. Lo perdimos por completo, Brian.

Sheeg! ¡Esos malditos ingenieros infalibles y sus malditos inventos infalibles! —Se dominó, sintiéndose avergonzado por el estallido—. Discúlpeme, Katrina. —Chaney se inclinó sobre la mesa y cerró sus manos sobre las de ella—. Encontré la tumba del comandante ahí fuera… Me hubiera gustado llegar a tiempo. Y había decidido ya no decirle nada a usted sobre esa tumba cuando regresara, cuando hiciera mi informe. —La miró fijamente—. No dije nada a nadie, ¿verdad?

—No, no informó usted de nada.

Un satisfecho gesto de asentimiento.

—Un punto para mí…; sigo sabiendo mantener la boca cerrada. El comandante me hizo prometer que no le diría a usted nada acerca de su futuro matrimonio, hace de eso una o dos semanas, cuando regresamos de las pruebas en Joliet. Pero usted intentó arrancarme el secreto, ¿recuerda?

Ella sonrió ante sus palabras.

—Hace una o dos semanas.

Chaney se dio mentalmente una patada.

—Tengo la mala costumbre de meter siempre la pata.

Ella hizo un ligero movimiento con su cabeza para tranquilizarlo.

—Pero yo adiviné su secreto, Brian. Entre su comportamiento y la forma de actuar de Arthur, lo adiviné. Usted se alejó de mí.

—Pensé que usted había tomado ya su decisión. Los pequeños indicios empezaban a hacerse evidentes, Katrina.

Tuvo un vivido recuerdo de la fiesta de la victoria, la noche de su regreso.

—Casi me había decidido por aquel entonces —dijo ella—, y me decidí poco después; me decidí cuando él regresó herido de su exploración. Estaba tan indefenso, tan cerca de la muerte cuando usted y el doctor lo sacaron del vehículo, que decidí en aquel mismo momento. —Miró sus manos cruzadas, y luego alzó los ojos—. Pero yo era consciente de sus sentimientos. Sabía que a usted iba a dolerle.

Él apretó los dedos de ella en un gesto de ánimo.

—Hace tanto tiempo de eso, Katrina… Ya lo estoy superando.

Ella no respondió, sabiendo que era una verdad a medias.

—Encontré a los niños… —Se interrumpió, sabiendo que acababa de decir una tontería—. Bueno, ya no son niños… ¡Son mayores que yo! Encontré a Arthur y Kathryn ahí fuera, pero tuvieron miedo de mí.

Katrina asintió, y de nuevo su mirada se apartó de él para clavarse en las manos que rodeaban las suyas.

—Arthur es diez años mayor que usted, creo, pero Kathryn debe de tener aproximadamente su misma edad. Lamento no poder ser más precisa que eso; lamento no poder decirle cuánto tiempo hace que murió mi marido. Ya no contamos el tiempo aquí, Brian; simplemente vivimos de un verano a otro. No es la más feliz de las existencias. —Tras un instante sus manos se movieron dentro de las de él, y lo miró de nuevo—. Tuvieron miedo de usted porque no han conocido a otro hombre desde que la estación fue invadida, desde que el personal militar abandonó el recinto y nosotros nos quedamos dentro por razones de seguridad. Durante un año o dos ni siquiera nos atrevimos a abandonar este edificio.

Amargamente:

—La gente de ahí fuera tuvo miedo de mí también. Huyeron al verme.

Ella mostró una rápida sorpresa, y traicionó su alarma.

—¿Qué gente? ¿Dónde?

—La familia que descubrí fuera de la verja…, allá en la vía férrea.

—No hay nadie con vida ahí fuera.

—Katrina, sí lo hay… Yo los vi, los llamé, les supliqué que volvieran, pero huyeron corriendo, asustados.

—¿Cuántos? ¿Cuántos eran?

—Tres. Una familia de tres: el padre, la madre y un niño pequeño. Los descubrí caminando a lo largo de la vía férrea, allá en la esquina norte. El niño estaba recogiendo algo, trozos de carbón quizá, y los metía en el cesto que llevaba su madre; parecían estar haciendo de ello un juego. Estaban andando tranquilamente, contentos, hasta que los llamé.

Secamente:

—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué atrajo su atención hacia usted?

—¡Porque me sentía solo! ¡Porque la visión de este mundo vacío me dolía y me ponía enfermo! Los llamé porque esa gente eran las únicas cosas vivas que descubrí aquí, aparte un conejo asustado. Deseaba su compañía, ¿deseaba sus noticias? Les hubiera dado todo lo que tengo por sólo una hora de su tiempo. Katrina, deseaba saber si todavía había gente viviendo en este mundo. —Se detuvo e intentó dominar sus emociones. Más calmadamente—: Deseaba hablar con ellos, hacerles preguntas, pero ellos tuvieron miedo de mí… Huyeron asustados, horrorizados al verme. Corrieron como ese conejo, y ya no he vuelto a verlos. No puedo expresarle lo mucho que me dolió eso.

Ella extrajo sus manos de entre las de él y las dejó caer en su regazo.

—Katrina…

La mujer se negó a alzar de nuevo la mirada, manteniéndola obstinadamente fija en la superficie de la mesa. El movimiento de sus manos había dejado pequeños surcos en el polvo. Chaney pensó que parecía más pequeña y arrugada que antes: la tensa piel de su rostro parecía haber envejecido en los últimos minutos…, o quizá esa edad había estado reclamando sus derechos durante todo el tiempo que habían estado hablando.

—Katrina, por favor.

Tras un largo rato, ella dijo:

—Lo siento, Brian. Debo disculparme por mis hijos, y por esa familia. No se atrevieron a confiar en usted, ninguno de ellos, y la pobre familia tenía buenas razones para temerle. —Alzó la cabeza, y él se estremeció—. Todo el mundo le teme; nadie confiará en usted desde la rebelión. Yo soy la única aquí que no le teme a un hombre negro.

Él se sintió dolido de nuevo, no por sus palabras sino porque ella estaba llorando. Le dolía verla llorar.

Brian Chaney entró en la sala de conferencias por segunda vez. Llevaba consigo otra linterna, dos tazas de plástico y un contenedor de agua del almacén. Habría traído consigo una botella de whisky si hubiera encontrado alguna, pero probablemente el comandante había consumido todo el whisky hacía mucho tiempo, a base de celebrar sus sucesivos cumpleaños.

La vieja mujer se había secado los ojos.

Chaney llenó las dos tazas y empujó una sobre la mesa hacia ella.

—Beba… Brindaremos.

—¿En honor a qué, Brian?

—¿En honor a qué? ¿Necesitamos alguna excusa? —Agitó su brazo en un amplio gesto que abarcó toda la habitación—. En honor a ese maldito reloj de ahí arriba, sonando cada sesenta y un segundos y rompiéndome los tímpanos. En honor a ese teléfono rojo; nunca lo utilicé para llamar al Presidente y decirle que era un asno. En honor nuestro: un demógrafo de la Corporación Indiana y una supervisora de investigaciones de la Oficina de Pesas y Medidas…, los últimos dos inadaptados esperando el fin del mundo. Estamos fuera de lugar y fuera de tiempo, Katrina; no necesitan demógrafos ni investigadores aquí, no necesitan corporaciones ni oficinas. Bebamos por nosotros.

—Brian, es usted un payaso.

—Oh, sí. —Se reclinó en su asiento y la miró fijamente a la luz de la linterna—. Sí, lo soy. Y creo que usted está casi sonriendo de nuevo. Por favor, sonría para mí.

Katrina sonrió: la pálida sombra de una vieja sonrisa.

Chaney dijo:

—¡Es por eso que aún la sigo amando! —Alzó su taza—. A la salud de la más hermosa investigadora del mundo… Y usted puede brindar a la salud del más frustrado demógrafo del mundo. ¡Hasta el fondo! —Chaney vació la taza, y notó que el agua era insípida, vieja.

Ella asintió sobre el borde de su taza y dio un sorbo.

Chaney miró la enorme mesa, las inútiles luces del techo, el reloj parado, los teléfonos muertos.

—Se supone que yo debo estar trabajando, realizando una investigación.

—Ya no importa.

—Hay que mantener contento a Seabrooke. Puedo informar de la existencia de una familia fuera de aquí: al menos una familia con vida y viviendo en paz. Supongo que habrá más… Tienen que haber más. ¿No conoce usted a nadie más? ¿Nadie en absoluto?

Pacientemente:

—Hubo unas pocas al principio, hace muchos años; conseguimos mantenernos en contacto con algunos supervivientes a través de la radio antes de que se acabara la energía. Arthur localizó a un pequeño grupo en Virginia, un grupo militar que vivía bajo tierra en un puesto de mando del ejército; y luego contactó con una familia en Maine. A veces establecíamos breves contactos con uno o dos individuos en el oeste, en los estados montañosos, pero las noticias eran siempre deprimentes. Todos ellos sobrevivían por las mismas razones: por una serie de circunstancias afortunadas, o por su valor y habilidad, o porque estaban mejor protegidos de lo normal, como nosotros aquí. Su número era siempre pequeño, y las noticias eran siempre decepcionantes.

—Pero algunos sobrevivieron. Eso es importante, Katrina. ¿Cuánto tiempo hace que están solos en la estación?

—Desde la rebelión, desde el año del mayor.

Chaney hizo un gesto.

—Eso puede ser… —La miró fijamente, intentando adivinar su edad—. Eso puede ser hace treinta años.

—Quizá.

—Pero ¿qué le ocurrió a la otra gente de aquí?

—Casi todo el personal militar fue retirado al principio —dijo ella—; fue destinado a ultramar. Los pocos que quedaron no sobrevivieron al ataque cuando los rebeldes invadieron la estación. Unos pocos técnicos civiles se quedaron con nosotros durante un tiempo, pero luego se marcharon para reunirse con sus familias… o para ir en busca de sus familias. El laboratorio estaba prácticamente vado en el año de Arthur. Nosotros recibimos órdenes de mantenernos en el refugio subterráneo mientras duraran las hostilidades.

—Las hostilidades. ¿Cuánto tiempo duraron?

Los viejos ojos inquisitivos lo estudiaron.

—Me atrevería a decir que están terminando ahora, Brian. Su descripción de la familia del otro lado de la verja sugiere que están terminando ahora.

Amargamente:

—Y nadie a nuestro alrededor excepto usted y yo para firmar el tratado de paz y posar para las cámaras. ¿Y Seabrooke?

—El señor Seabrooke fue relevado de su puesto, cesado, poco después de los tres lanzamientos. Creo que regresó a Dakota. El Presidente le echó a él la culpa del fracaso de la investigación, y lo convirtió en su chivo expiatorio.

Chaney golpeó la mesa con un puño.

—Siempre dije que ese hombre era un asno, uno más en la larga lista de idiotas y zopencos que han ocupado la Casa Blanca. Katrina, no comprendo cómo este país ha conseguido sobrevivir con tantos incompetentes idiotas a su cabeza.

—No ha sobrevivido, Brian —le recordó ella con voz suave.

Él murmuró algo para sí mismo y miró al polvo acumulado encima de la mesa.

—Perdón —dijo en voz alta.

Ella asintió pero no dijo nada.

Un recuerdo atosigaba a Chaney.

—¿Qué le ocurrió a la Junta de Jefes de Estado Mayor, a esos hombres que intentaron tomar Camp David?

Ella cerró los ojos por un momento, como si los cerrara al pasado. Su expresión era amarga.

—Los componentes de la Junta de Jefes de Estado Mayor fueron fusilados ante un pelotón de ejecución, en un espectáculo público. El Presidente declaró festivo el día de la ejecución; las oficinas del gobierno cerraron y los niños no fueron a la escuela, y todas las cadenas de televisión dieron el espectáculo. Estaba determinado a darle una lección al país. Fue horrible, deprimente, y lo odié por actuar así.

Chaney la miró fijamente.

—Y yo tengo que regresar y decirle lo que va a hacer. ¿Qué mierda de trabajo es esta investigación? —Lanzó la taza al otro lado de la habitación, incapaz de dominar su irritado impulso—. Katrina, desearía que nunca me hubiera encontrado usted allá en la playa. Desearía haber huido de usted, o haberla arrojado al mar, o haberla raptado y huido con usted a Israel… ¡Cualquier cosa!

Ella sonrió de nuevo, quizá ante el recuerdo de la playa.

—No hubiera conseguido nada con eso, Brian. La Federación Árabe invadió Israel y echó a toda su gente al mar. No hubiéramos escapado de ningún modo.

Él pronunció una única palabra, y luego se disculpó de nuevo, aunque la mujer no había comprendido el epíteto.

—Seguramente el mayor fue a parar al inicio del infierno.

Ella lo corrigió.

—El mayor fue a parar a su final; las guerras se prolongaban ya desde hacía casi veinte años, y la nación estaba al borde del desastre. El mayor Moresby fue al futuro tan sólo para ver el final de todos nosotros, de los Estados Unidos de Norteamérica. Tras él, el gobierno dejó de existir. Tras veinte años estábamos completamente agotados, gastados hasta la médula, incapaces de defendernos contra nadie.

La vieja mujer habló con seco cansancio, una larga fatiga, y él pudo darse cuenta de que su voz y su espíritu iban menguando a medida que hablaba.

Las guerras empezaron inmediatamente después de las elecciones presidenciales de 1980, inmediatamente después de los ensayos sobre el terreno en Joliet. Arthur Saltus le había hablado de los dos centros ferroviarios chinos borrados del mapa, y repentinamente, un día de diciembre, los chinos bombardearon Darwin, Australia, en unas largo tiempo diferidas represalias. Toda la parte norte de Australia se volvió inhabitable a causa de las radiaciones. Al público no se le contó jamás el primer golpe contra los centros ferroviarios, sino tan sólo el segundo: fue pintado como un acto de brutal salvajismo contra una población inocente. La radiactividad se extendió por el mar de Arafura hasta las islas del norte, y derivó en dirección a las Filipinas. Gran Bretaña apeló a los Estados Unidos solicitando ayuda.

El reelegido Presidente y su Congreso declararon la guerra contra la República Popular China a la semana siguiente de la reelección, tras haber mantenido una guerra no declarada desde 1954. El Pentágono les había asegurado privadamente que el asunto podía quedar terminado y el enemigo derrotado en tres semanas. Algunos meses más tarde el Presidente envió un número masivo de tropas al frente asiático; la guerra implicaba ahora a once naciones, desde la República de Filipinas hasta el Pakistán, además de la defensa de Australia. Luego se vio obligado a enviar tropas a Corea, para contrarrestar las renovadas hostilidades allí, pero las perdió cuando los chinos y los mongoles invadieron la península y terminaron con la ocupación extranjera.

Katrina dijo cansadamente:

—El Presidente fue reelegido en mil novecientos ochenta, y de nuevo para un tercer mandato en el ochenta y cuatro. Después de que Arthur regresara con las terribles noticias de Joliet, el hombre pareció incapaz de controlarse e incapaz de hacer nada correcto. La prohibición de un tercer mandato fue anulada a petición suya, y en un momento determinado durante ese tercer mandato la Constitución fue suspendida «durante la duración de la emergencia». La emergencia no terminó nunca. Brian, ese hombre fue el último Presidente electo que tuvo este país. Después de él ya no hubo nada. —Los mansos, los terribles mansos —dijo Chaney amargamente—. ¡Espero que esté aún con vida para ver todo esto!

—No lo está, no llegó a estarlo nunca. Fue asesinado y su cuerpo arrojado a la Casa Blanca en llamas. Quemaron Washington para destruir un símbolo de opresión.

—¡Lo quemaron! Espere a que le cuente eso. Ella hizo un gesto ambiguo para hacerlo callar o para contradecirlo. —Eso no es todo. Hubo más, mucho más. Esos veinte años han sido una prueba atroz; los últimos años han sido una pesadilla. La vida pareció detenerse, volver al salvajismo. Al principio fueron las pequeñas cosas: los trenes y aviones de pasajeros fueron prohibidos al tráfico civil, el correo se entregaba dos veces por semana y luego simplemente fue suprimido, los noticiarios de la televisión fueron restringidos a uno solo al día y, cuando la guerra empeoró, limitados a las noticias locales de naturaleza no militar. Nos encontramos aislados del mundo y casi aislados de Washington.

»Nuestros camiones fueron retirados para ser llevados a algún otro lugar; la comida dejó de llegar, y luego los medicamentos, las ropas, el combustible, y tuvimos que acudir a las provisiones almacenadas en la estación. El personal militar fue transferido a otros puestos o a ultramar, dejando sólo una guardia simbólica para custodiar esta instalación.

»Brian, esa guardia se vio obligada a disparar contra la gente de las localidades vecinas que intentaban asaltar nuestros almacenes: había corrido el rumor de que enormes provisiones de comida se hallaban guardadas aquí, y estaban desesperadamente hambrientos.

Katrina se miró las manos y tragó dolorosamente saliva.

—Esos veinte años terminaron finalmente para nosotros en una horrible guerra civil.

Chaney dijo:

—Los ramjets.

—Así fueron llamados cuando salieron a la luz, cuando hicieron públicas sus intenciones: «Revolution And Morality»…, revolución y moralidad. A veces podíamos ver banderas con las siglas RAM, pero el nombre se convirtió pronto en algo sucio…, algo parecido a ese otro nombre con que habían sido llamados durante siglos; fueron tiempos muy amargos, y los hubiera sufrido usted duramente si se hubiera quedado en la estación.

»Brian, la gente moría de hambre por todos lados, moría de enfermedades, pudriéndose en el abandono y la miseria, pero esa gente poseía unos líderes de los que nosotros carecíamos. Los ramjets poseían unos líderes carismáticos. Unos líderes que los usaban contra nosotros sin piedad, y ése fue nuestro turno de sufrir. Era una revolución, pero había muy poca moralidad; cualquier moralidad que hubieran poseído al principio fue pronto perdida en la rebelión, y todos sufrimos a causa de ello. El país se sumergió en un salvajismo sin sentido.

—¿Fue entonces cuando llegó Moresby?

Un cansado signo de afirmación.

El mayor Moresby había sido testigo del inicio de la guerra civil cuando salió en la fecha que había elegido como objetivo. Ellos habían elegido la misma fecha para desencadenar la rebelión…, habían seleccionado el 4 de julio como su objetivo para independizarse de la Norteamérica blanca, y el bombardeo de Chicago tenía que ser la señal. El contacto de los ramjets con Pequín lo había arreglado: Chicago —no Atlanta o Memphis o Birmingham— era el objetivo más odiado desde el muro. Pero el plan salió de diferente modo.

La rebelión se inició casi una semana antes —casi por accidente—, desencadenada por unos disturbios en la pequeña ciudad fluvial de Cairo, Illinois. Un embotellamiento de tráfico allí, seguido por unos disparos callejeros y luego por una liberación masiva de prisioneros negros, lo desencadenó todo: la revuelta escapó pronto de todo control. La milicia del estado y la policía se vieron impotentes, abrumados por el número, con sus reservas enviadas desde hacía tiempo a ultramar; no había ningún ejército regular estacionado en los Estados Unidos, excepto algunas pocas tropas en varios puestos y estaciones, e incluso las guardias ceremoniales en los monumentos nacionales habían sido eliminadas y asignadas a unidades de combate en el extranjero. No había en el país ninguna fuerza para reprimir la rebelión. El mayor Moresby saltó del vehículo y se metió en mitad del holocausto.

La agonía duró al menos diecisiete meses.

El Presidente fue asesinado, el Congreso huyó —o murió mientras intentaba huir— y Washington ardió. Ardieron la mayoría de las ciudades donde los rebeldes eran numéricamente fuertes. En su pasión, incendiaron sus casas y destruyeron los campos y las cosechas que los alimentaban.

Las pocas líneas de transporte que aún funcionaban en ese momento se interrumpieron definitivamente. Los camiones fueron interceptados, saqueados e incendiados, sus conductores muertos a tiros. Los autobuses fueron detenidos en las carreteras interestatales y los pasajeros blancos asesinados. Los trenes fueron abandonados allí donde fueron detenidos, o las vías fueron destruidas, y los maquinistas fueron muertos allí donde fueron encontrados. Un hambre desesperada siguió pronto a la interrupción del tráfico.

Katrina dijo:

—Todo el mundo esperaba que los chinos intervinieran, que nos invadieran, y sabíamos que no podríamos detenerlos. Brian, nuestro país había perdido o abandonado a veinte millones de hombres al otro lado del mar; estábamos indefensos ante cualquier invasor. Pero no vinieron. Doy gracias a Dios de que no vinieron. No pudieron venir porque los soviéticos desencadenaron contra ellos una guerra santa en nombre del comunismo: la larga disputa fronteriza se convirtió de pronto en una guerra abierta, y los rusos atacaron Lop Nor. —Hizo un breve gesto de futilidad—. Nunca llegamos a saber lo que ocurrió; nunca llegamos a saber nada de lo que ocurrió allí o en Europa. Quizá aún estén luchando, si queda alguien todavía para luchar. Nuestros contactos con el continente se perdieron, y nunca han sido restablecidos, por lo que sabemos. Perdimos el contacto con el grupo militar de Virginia cuando falló la electricidad. Estábamos solos.

Él dijo asombrado:

—Israel, Egipto, Australia, Gran Bretaña, Rusia, China…, todos ellos: el mundo.

—Todos ellos —repitió la mujer con un embotado cansancio—. Y nuestras tropas fueron malgastadas en casi cada uno de esos países, desperdiciadas por un hombre con un ego monumental. Ni un puñado de esas tropas llegó a regresar nunca. Estábamos perdidos.

Chaney dijo:

—Supongo que el comandante salió al final de todo eso, diecisiete meses más tarde.

—Arthur salió del VDT en la fecha prevista, inmediatamente después del final de todo, en el inicio del segundo invierno después de la rebelión. Creemos que la rebelión había terminado, agotada por su propia furia. Creemos que los hombres que lo asaltaron en la garita de la verja de entrada eran combatientes rezagados, supervivientes que habían conseguido pasar el primer invierno. Él dijo que aquellos hombres parecían tan sorprendidos por su aparición como él por la de ellos. —Katrina entrelazó sus dedos sobre la mesa en su gesto tan familiar y lo miró—. Vimos algunas bandas armadas rondando la región aquel segundo invierno. Reparamos la verja, montamos guardias, pero no fuimos molestados de nuevo. Arthur colgó advertencias como las que había visto en el libro que usted le dio. A la primavera siguiente las bandas de hombres se habían reducido a unos pocos merodeadores en busca de caza, y luego ya no vimos a nadie. Hasta su llegada, no hemos vuelto a tener ningún tropiezo.

Él dijo:

—Y así terminan los sangrientos asuntos del día.

18

Katrina lo miró fijamente desde el otro lado de la mesa y se esforzó en romper el penoso silencio que se había establecido entre ellos.

—¿Una familia, ha dicho? ¿Padre, madre e hijo? ¿Un niño sano? ¿Cuántos años tenía?

—No sé; tres, quizá cuatro. El chico se lo estaba pasando bien…, jugando, gritando, recogiendo cosas…, hasta que yo asusté a sus padres. —Chaney seguía sintiéndose amargado con respecto a aquel encuentro—. Todos parecían sanos. Corrían como si estuvieran sanos.

Katrina asintió, satisfecha.

—Eso nos da una esperanza de futuro, ¿no?

—Supongo que sí.

Ella lo reconvino:

—Sabe que sí. Si esa gente era sana, eso quiere decir que tienen comida y viven con un cierto grado de seguridad. Si el hombre no llevaba ningún arma, eso quiere decir que pensaba que no la necesitaba. Si tenían un hijo y estaban juntos, eso quiere decir que la vida familiar ha sido restablecida. Y si ese niño sobrevivió a su nacimiento y se había desarrollado, eso sugiere que una tranquila normalidad ha vuelto al mundo, un cierto grado de cordura. Todo eso me da esperanzas de un futuro.

—Una tranquila normalidad —repitió él—. El sol en ese cielo era tranquilo. Hacía frío ahí fuera.

Los oscuros ojos lo escrutaron.

—¿Ha admitido usted alguna vez que podía estar equivocado, Brian? ¿Ha pensado en sus traducciones hoy? Es usted un hombre obstinado; está muy cerca del burlón mayor Moresby.

Chaney no halló nada que responder: no era fácil reconsiderar el papiro Eschatos en un solo día. Una parte de su mente insistía en que aquella antigua ficción hebrea era tan sólo ficción.

Permanecieron sentados en el denso silencio de la sala de conferencias, mirándose mutuamente a la luz de la linterna y sabiendo que aquello estaba llegando a su final. Chaney se sentía inquieto. Había habido un centenar —un millar— de preguntas que había deseado hacer cuando entró por primera vez en la habitación, cuando la descubrió a ella por primera vez, pero ahora no podía pensar en qué decir. Allí estaba Katrina, la en otro tiempo joven y radiante Katrina de la piscina…, y afuera estaba la familia de Katrina, aguardando a que él se fuera.

Deseó desesperadamente hacer otra pregunta, pero al mismo tiempo temía hacerla: ¿qué le había ocurrido a él tras su regreso, tras haber completado su sondeo? Deseaba saber adonde se había ido, qué había hecho, cómo había sobrevivido a los años peligrosos… Deseaba saber si había sobrevivido a esos años. Chaney estaba profundamente convencido de que no estaba en la estación en 1980, no en el momento de las primeras pruebas sobre el terreno, pero ¿dónde estaba entonces? Ella tenía que saber algo sobre él después que hubo terminado su misión y se fue; debían de haberse mantenido en contacto. Tenía miedo de preguntar. La advertencia de Píndaro inmovilizaba su lengua.

Se alzó bruscamente de su silla.

—Katrina, ¿bajará conmigo ahora?

Ella le lanzó una extraña mirada, una mirada casi estremecedora, pero dijo:

—Sí, señor.

Katrina abandonó su asiento y rodeó la mesa hacia él. La edad había frenado su gracioso modo de andar, y él se sintió agudamente apenado viéndola moverse con dificultad. Chaney tomó la linterna y le ofreció su brazo libre. Sintió un fluir de excitación cuando ella se le acercó y lo tocó.

Descendieron la escalera sin hablar. Chaney retuvo su paso para acomodarlo al de ella y bajaron lentamente, con precaución, un peldaño tras otro. Kathryn van Hise se sujetaba a la barandilla y avanzaba con el paso vacilante de la vejez.

Se detuvieron frente a la puerta abierta de la sala de operaciones. Chaney alzó la linterna para inspeccionar el vehículo: la escotilla estaba abierta, y el casco del aparato cubierto de polvo; el soporte de cemento parecía sucio y viejo.

Preguntó bruscamente:

—¿Qué es lo que informé, Katrina? ¿Hablé de usted? ¿De su familia? ¿Hablé de esa otra familia en la vía férrea? ¿Qué es lo que dije?

—Nada.

Ella no alzó la vista.

—¿Qué?

No informó usted nada.

Él creyó notar que su voz era tensa.

—Pero tuve que decir algo. Gilbert Seabrooke me exigiría algo.

—Brian… —Se detuvo, tragó saliva, luego empezó de nuevo—. No informó usted nada, señor Chaney. No regresó de su expedición. Supimos que lo habíamos perdido cuando el vehículo no regresó a los sesenta y un segundos; supimos que lo habíamos perdido para siempre.

Brian Chaney depositó con mucho cuidado la linterna en el suelo, y luego alzó el rostro de Katrina, obligándola a mirarlo fijamente. Deseaba verle la cara, deseaba ver por qué ella estaba mintiendo. Sus ojos estaban húmedos con lágrimas contenidas, pero no había mentira allí.

Rígidamente:

—¿Por qué no, Katrina?

—Aquí no tenemos energía, señor Chaney. El vehículo es impotente, está inmovilizado.

Chaney giró la cabeza para mirar al VDT, y luego la giró de nuevo rápidamente hacia la mujer. No se daba cuenta de que la estaba sujetando con una fuerza dolorosa.

—Los ingenieros pueden hacerme volver.

—No. No pueden hacer nada por usted: lo perdieron cuando el aparato dejó de señalar su localización, cuando la computadora quedó en silencio, cuando la energía falló aquí y usted rebasó la fecha del fallo. Lo perdieron; perdieron el vehículo. —Se soltó de su dolorosa presa, y su incierta mirada bajó—. No volvió usted al laboratorio, señor Chaney. Nadie volvió a verlo nunca tras el lanzamiento; nadie volvió a verlo de nuevo hasta que apareció usted aquí hoy.

Casi gritando:

—¡Deje de llamarme «señor Chaney»!

—Lo siento…, lo siento terriblemente. Estaba usted tan perdido para nosotros como el mayor Moresby. Pensamos…

Él se volvió de espaldas a la mujer y penetró decididamente en la sala de operaciones. Brian Chaney trepó al tanque de poliagua y pasó una pierna por la abertura del VDT. No se preocupó de desnudarse ni de quitarse las pesadas botas. Se metió trabajosamente por la abertura, cerró de golpe la escotilla sobre su cabeza y buscó la parpadeante luz verde. No hubo ninguna. Chaney se estiró cuan largo era en la litera de mallas y apoyó los pies contra la barra del fondo. Hizo presión. Ninguna luz roja le respondió.

Conoció el pánico.

Luchó contra él y aguardó a que sus nervios se calmaran, aguardó el regreso de una estólida placidez. El recuerdo de su primera prueba llegó hasta él; entonces había creído que el vehículo era como una tumba angosta, y ahora volvió a pensarlo de nuevo. Tendido en la litera de mallas por primera vez —y aguardando a que sucediera algo espectacular—, había sentido un dolor en las piernas y las había estirado para aliviarlo. Sus pies habían golpeado la barra, enviándolo de vuelta a su punto de origen antes de que los ingenieros estuvieran preparados; se habían irritado con él. Y una hora más tarde, en la sala de conferencias, todo el mundo oyó y vio los resultados de su acción: el sonido del vehículo volviendo hacia atrás bajo la acción de sus pies golpeó sus tímpanos, y las luces vacilaron. Los sorprendidos ingenieros abandonaron la habitación a la carrera, y Gilbert Seabrooke propuso un nuevo programa de estudios para ser sometido a la Indic. El VDT absorbía la energía de su presente, no de su pasado.

Chaney alzó las manos para comprobar que la escotilla estaba bien cerrada. Lo estaba. La luz que hubiera debido ser verde y parpadeante permaneció oscura. Chaney apoyó las pesadas botas contra la barra y apretó con todas sus fuerzas. La luz roja permaneció oscura. Apretó de nuevo, luego pateó la barra. Tras un instante se retorció sobre sí mismo para mirar a la habitación a través de la burbuja de plástico. Sólo se veía la débil luz de la linterna depositada aún en el suelo.

Gritó:

—¡Maldita sea, ponte en marcha!

Y pateó de nuevo.

La habitación siguió iluminada débilmente por la luz de la linterna.

Caminó despacio por el corredor a la débil luz de la linterna, con un andar rígido, mezcla de impresión y de miedo. La negativa del vehículo a moverse bajo su acción lo había desmoralizado. Buscó desesperadamente a Katrina; hubiera deseado que estuviera allí, brindándole una palabra o un gesto que le permitieran soportar aquello, pero no era visible en el corredor. Se había marchado mientras él estaba forcejeando con el vehículo, quizá para regresar a la sala de conferencias, quizá para salir fuera, quizá para retirarse al ignorado tipo de refugio que compartía con su hijo y con su hija. Estaba solo, luchando contra el pánico. La puerta del laboratorio de ingeniería estaba abierta de par en par, como lo estaba la puerta del almacén, pero ella no estaba esperándolo en ninguno de los dos sitios. Chaney escuchó por si la oía pero no oyó nada, y siguió andando tras una corta pausa. El polvoriento corredor acabó, y un tramo de escalera lo condujo hacia arriba hasta la salida de operaciones.

Pensó que el aviso en la puerta era una amarga burla, una de las muchas con que se había enfrentado desde que embarcó para Israel hacía uno o dos siglos. Lamentó el día en que leyó y tradujo aquellos papiros, pero al mismo tiempo deseó desesperadamente poder conocer la identidad de aquel escriba que se había divertido y había divertido a sus contemporáneos creando el documento Eschatos. Con un nombre bastaba: un Amos, o un Malaquías, o un Íbico.

Tomaría un vaso de agua de la cisterna nabatea y saludaría al genio desconocido por su ingenio y su sabiduría, por su espíritu burlón. Le gritaría al cielo recientemente barrido: «¡A tu salud, malditos sean tus ojos, Íbico! A tu salud, por los dragones muertos hace tanto tiempo y la verja rota y el hielo en los arroyos. A tu salud, por mi cabeza de oro, mi pecho de plata, mis piernas de hierro y mis pies de arcilla. ¡Mis pies de arcilla, íbico!». Y lanzaría el vaso con todas sus fuerzas al muerto VDT.

Chaney giró las llaves en las cerraduras y salió al frío aire de la noche. La oscuridad le sorprendió; no se había dado cuenta de haber pasado tantas horas agridulces dentro con Katrina. El aparcamiento estaba vacío excepto la carreta y su abandonado rifle. Los hijos de Katrina no lo habían aguardado, y sintió un pequeño dolor en el corazón.

Se apartó del edificio y luego se volvió para contemplarlo: un enorme templo de cemento blanco a la luz de la luna. Las legiones bárbaras no habían conseguido derribarlo, pese a los daños causados en todo el resto de la estación.

El cielo fue la segunda sorpresa: lo había visto de día y se había maravillado, pero de noche era impresionantemente hermoso. Las estrellas eran brillantes y límpidas como gemas cuidadosamente pulidas, y había un centenar o un millar más de las que nunca había visto antes; jamás había conocido un cielo como aquél en toda su vida. Toda la parte oriental del cielo estaba iluminada por una luna ascendente de sorprendente brillo.

Chaney se detuvo en el centro del aparcamiento, buscando el rostro de la luna, buscando el Mar de los Vapores y la depresión conocida como el Cráter de Bode. El pulsante láser que había allí captó su atención, y se quedó mirándolo fijamente. Aquello no había cambiado, aquel monumento no había sido destruido. La brillante mota llameaba aún en el borde del Cráter de Bode, señalando el lugar donde dos astronautas habían caído en los años setenta, marcando su tumba y sirviendo de recuerdo. Uno de ellos era negro. Brian Chaney se sintió de pronto afortunado: él tenía un aire que respirar, aquellos hombres no lo habían tenido. Dijo en voz alta:

—¡No fuiste tan terriblemente inteligente como todo eso, Íbico! Olvidaste eso… Tus profetas no te mostraron el nuevo signo en el cielo.

Chaney se sentó en la inclinada carreta y estiró las piernas para mantener el equilibrio. El rifle era un incómodo bulto bajo su espina dorsal, y lo tiró a un lado para librarse de él. Al cabo de un momento se echó atrás para descansar sobre el fondo de la carreta. Toda la parte sudorienta! del cielo estaba ante él. Chaney pensó que debería ir en busca de Katrina, de Arthur y de Kathryn, y de un lugar donde dormir. Quizá lo hiciera dentro de un rato, pero no ahora, no ahora.

Le llegó el extraviado pensamiento de que los ingenieros habían estado en lo cierto en una cosa: el tanque de poliagua no había tenido ninguna fuga. La Estación Elwood estaba en paz.

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