Ayer fue preparada la locura de este día;
el silencio de mañana, triunfo o desesperación.
¡Bebe!, porque no sabes de dónde vienes, ni por qué.
¡Bebe!, porque no sabes adonde vas, ni para qué.
Saltus estaba preparado para la celebración.
La luz roja dejó de parpadear. Alzó la mano para liberar la escotilla y la abrió. La luz verde se apagó. Saltus sujetó las dos barras de apoyo y se izó hasta una posición sentada, con la cabeza y los hombros surgiendo por la abertura. Estaba solo en la habitación, como era de esperar, pero notó con cierta sorpresa que algunas de las luces del techo se habían fundido. Mal mantenimiento. El aire era frío y olía a ozono. Se contorsionó fuera de la abertura y dejó colgar las piernas por el lado; la banqueta no estaba, y se deslizó por el casco hasta el suelo. Saltus se puso de puntillas para cerrar la escotilla, luego se dirigió al armario en busca de sus ropas.
Otro traje, perteneciente a Chaney, estaba colgado allí en su bolsa de papel, aguardando ser reclamado. Observó que el armario tenía una espesa capa de polvo, y una fina película del mismo había llegado a deslizarse dentro. Pésimo mantenimiento. Cuando Saltus estuvo vestido con las ropas civiles que había elegido llevar, sacó la petaca de buen bourbon que había escondido en el armario y la deslizó subrepticiamente al bolsillo de su chaqueta.
Pensó que estaba ya adecuadamente preparado para el futuro.
Arthur Saltus comprobó su reloj: las 11.02. Luego buscó el calendario y el reloj eléctricos en la pared para verificar la fecha y la hora: 23 nov 00. El reloj marcaba las 10.55. La temperatura era muy baja, casi de diez grados bajo cero. Saltus supuso que su reloj iba mal; había ido mal otras veces.
Abandonó la habitación sin dirigir una mirada a las cámaras, manteniendo cautelosamente una mano sobre la botella para disimular el bulto en su bolsillo. No creía que los ingenieros aprobaran sus intenciones.
Saltus avanzó a grandes zancadas por el corredor absolutamente silencioso en dirección al refugio; el polvo del suelo amortiguaba sus pisadas, y se preguntó si William habría encontrado el mismo polvo hada dieciséis meses. El viejo debía de haberse sentido contrariado. Abrió la puerta del refugio y las luces del techo se encendieron en una automática respuesta…, pero también allí algunas de ellas estaban fundidas. Alguien iba a tener que hacerse responsable de aquellas deficiencias de mantenimiento. Saltus se detuvo una vez cruzada la puerta, sacó la botella de su bolsillo y quitó el precinto del tapón.
Su grito resonó en la vacía habitación.
—¡Feliz cumpleaños!
Por un momento, tuvo cincuenta años.
Saltus bebió el bourbon, apreciando su sabor, y se secó la boca con el dorso de la mano; miró en torno al refugio con creciente curiosidad. Alguien había estado en la bodega de la nave…, alguien se había servido de las provisiones preparadas para él y había dejado descuidadamente los restos a sus espaldas para que él los descubriera. El lugar estaba lleno de piratas y de malos cuidadores.
Descubrió una linterna de gasolina en el suelo cerca de sus pies, y se inclinó rápidamente para determinar si estaba caliente. No lo estaba, pero sacudiéndola comprobó que aún quedaba combustible en el depósito. Varias cajas de raciones habían sido abiertas, vaciadas de su contenido y las cajas amontonadas en desorden junto a la pared inmediata a la puerta. Había unos cuantos contenedores de agua junto a las cajas de cartón, y Saltus tomó el más cercano para agitarlo y comprobar su contenido. Estaba vacío. Bebió otro largo sorbo de su botella de cumpleaños y dio una vuelta por la habitación, efectuando una inspección más detallada de su contenido. No estaba en el impecable orden que recordaba de su última inspección.
Una bolsa hermética había sido abierta rasgándola, una bolsa conteniendo ropas de invierno y parkas. No pudo adivinar cuántas faltaban.
Un par de botas —no, dos de tres pares— faltaban también de un estante que contenía varios pares semejantes. Otra bolsa con guantes forrados parecía haber sido registrada, pero era imposible determinar cuántos faltaban. Alguien había visitado el almacén en pleno invierno. Ese alguien no podía haber sido el mayor, ya que su exploración estaba prevista para el 4 de julio, a menos que el giroscopio se hubiera vuelto loco y lo hubiera desviado más de medio año de su objetivo. Saltus dio otra vuelta para contar las cajas de raciones usadas y el agua que faltaba: no habían sido vaciadas las suficientes para asegurar la vida de un hombre fornido como William durante los últimos dieciséis meses…, no a menos que hubiera estado viviendo fuera la mayor parte del tiempo sobreviviendo de lo que encontrara sobre el terreno. Las provisiones utilizadas podían haberle permitido sobre vivir un único invierno, suplementándolas con comida conseguida fuera. Parecía una pobre posibilidad.
Saltus cruzó la habitación hacia el banco. Estaba lleno de basura.
Tres cajas de cartón amarillas se hallaban depositadas sobre el banco, cajas que no había visto en anteriores visitas. La primera estaba vacía, pero tiró de los precintos de la siguiente para descubrir un chaleco antibalas hecho de una fibra de nailon que le era desconocida. No vaciló. La prenda parecía poco sólida y de una dudosa fiabilidad, pero como fuera que Katrina sabía siempre lo que hada, se colocó el chaleco protector bajo su chaqueta civil. Saltus dio otro sorbo a su bourbon y observó el desorden sobre el banco. No era propio de William dejar las cosas desordenadas…, al menos no tan desordenadas. Pero algo de aquello podía ser obra suya.
Una grabadora y otra linterna de gasolina estaban colocadas sobre el banco. Un momento más tarde descubrió cajas vacías que habían contenido cartuchos de rifle, otra caja correspondiente a la cinta ahora en la grabadora, un mapa abierto y las insignias retiradas del uniforme de Moresby. Saltus creyó comprender su significado. Tocó la linterna y descubrió que estaba fría, pero el depósito de gasolina estaba lleno, de modo que se inclinó sobre el banco para examinar la grabadora. Sólo estaban grabados unos pocos minutos de cinta.
Saltus apretó el botón de grabación, dijo «Final» y rebobinó la cinta hasta su punto inicial.
Pulsó otra tecla y la cinta empezó a girar.
Voz: —Aquí Moresby. Cuatro de julio de mil novecientos noventa y nueve. Hora de llegada, las diez y cinco según mi reloj, las cuatro y diez según el de la pared. Seis horas y cinco minutos de discrepancia. Polvo por todas partes, falta la banqueta de la habitación de operaciones; refugio desocupado y almacén intacto, pero el agua no ha sido renovada. Me preparo para la exploración.
Un breve período de sonidos entremezclados.
Arthur Saltus bebió otro sorbo mientras aguardaba. Miró de nuevo a las desechadas insignias militares de William.
Voz: —… moviéndose por el ángulo noroeste en dirección al sur…, moviéndose hacia ustedes. Fuerza estimada, de doce a quince hombres. Vigílenlos, cabo, lie van morteros. Cambio.
El sonido de disparos era claramente apreciable tras la voz.
Voz: —Enterado. Hemos encontrado un agujero en la verja al noroeste…, algún bastardo intentó hacer pasar un camión por ahí. Aún está ardiendo; quizá eso los detenga. Cambio.
Voz: —Debe usted contenerlos, cabo. No puedo enviarle ningún hombre…, tenemos situación doble rojo aquí. Cambio y corto.
El sonido se interrumpió, incluyendo los disparos de fondo.
Arthur Saltus se quedó mirando consternado el aparato, teniendo las primeras sospechas de lo que podía haber ocurrido. Oyó los pequeños sonidos de la actividad de Moresby junto al banco, preguntándose qué estaría haciendo; el sonido de una caja de cartuchos siendo vaciada era fácilmente reconocible; el ruido de papeles era el mapa siendo desdoblado.
Voz: —¡Águila Uno! Los bandidos nos han atacado…, nos han atacado por la parte noroeste. Cuento doce de ellos, diseminados por la ladera más abajo de la verja del recinto. Tienen dos…, ¡maldita sea!, dos morteros, y los están apuntando hacia aquí. Cambio.
Voz: —¿Han atravesado la verja? Cambio.
Voz: —Negativo…, negativo. Ese camión incendiado se lo impide. Creo que intentarán algún otro camino…, abrir otro agujero en la verja si pueden. Cambio.
Voz: —Conténgalos, cabo. Son una diversión; tenemos el grueso del ataque aquí. Cambio.
Voz: —Maldita sea, teniente…
Silencio.
La pausa fue de corta duración.
Voz: —Moresby, Inteligencia de las Fuerzas Aéreas, llamando a Chicago o al área de Chicago. Adelante, Chicago.
Arthur Saltus oyó los esfuerzos de Moresby para establecer contacto por radio con el mundo exterior, y el posterior diálogo entre Moresby y el sargento Nash, que ocupaba posiciones en algún lugar al oeste de Chicago. Inspiró profundamente con un gran jadeo de sorpresa al conocer la situación de Chicago —fue como una patada en la ingle—, y oyó con incredulidad el intercambio que siguió. Baja California indicaba claramente que las señales de onda corta eran enviadas hacia Oriente; allí era donde estaban los Harry y de allí era de donde procedían. Finalmente los chinos habían tomado represalias por la pérdida de sus dos centros ferroviarios. Era muy probable que ahora —dieciséis meses después del ataque— el lago Michigan y las tierras adyacentes fueran tan radiactivas como la zona agrícola alrededor de Yungning. Habían tomado realmente sus represalias.
Pero ¿quién los había lanzado? ¿Quiénes eran los bandidos? ¿Qué demonios eran los ramjets? Así se denominaba a un determinado tipo de aviones.
Voz: —…El cuartel general del Quinto Ejército ha sido restablecido al oeste de la Estación de Entrenamiento Naval, pero cruzará usted nuestras líneas mucho antes de ese punto. Busque a los centinelas. Vaya con cuidado, señor. Esté alerta con los ramjets que hay entre su posición y nosotros. Están fuertemente armados. Cambio.
Moresby dio las gracias al hombre y cortó.
La grabadora repitió el restallante sonido que hacía Moresby al desconectar la radio, y un momento más tarde la propia cinta quedó en silencio cuando desconectó también la grabadora. Arthur Saltus aguardó, esperando algún comentario posterior del tipo que fuera cuando William hubiera regresado de su exploración y señalara su vuelta. La cinta siguió girando sin emitir ningún sonido, hasta que finalmente su propia voz dijo: «Final».
Se sentía insatisfecho. Dejó que el aparato siguiera girando hasta el final de la cinta, pero no había nada más. Moresby no había regresado al refugio, pero Saltus sabía que no intentaría llegar al cuartel general del Quinto Ejército cerca de Chicago, no con el límite de cincuenta horas permitidas en el objetivo y una batalla librándose en algún lugar fuera. Podía intentar llegar a Joliet si el camino era seguro, pero a todas luces no penetraría mucho en territorio hostil con un límite de tiempo colgando sobre su cabeza. Había salido; y no había vuelto.
Y sin embargo Saltus se sentía insatisfecho. Algo llamaba su atención, algo que no encajaba. Miró la grabadora durante largo rato en un esfuerzo por situar qué era lo que estaba mal. Alguna cosa insignificante que no concordaba con lo demás. Saltus rebobinó la cinta hasta el principio y la hizo pasar de nuevo, escuchando una segunda vez. Dejó a un lado la botella de cumpleaños para prestar atención.
Cuando hubo terminado estuvo seguro de que algo no encajaba; algo en la grabación escapaba a su preocupada escucha.
Pasó la cinta por tercera vez. Se concentró en el aparato.
Por orden:
William efectuando su informe preliminar; dos voces, preocupadas por los bandidos y los morteros en el ángulo noroeste, más la lucha en la verja principal; William de nuevo, llamando a Chicago; el sargento Nash respondiendo, con un diálogo sobre la situación de Chicago y una invitación a unirse a ellos en el trasladado cuartel general. Una palabra de adiós y gracias de William, y el sonido de la radio al ser desconectada; un momento más tarde, la propia grabadora quedaba en silencio cuando William la desconectaba y abandonaba el refugio…
Ahí…, eso era.
La cinta quedaba silenciosa cuando la grabadora era apagada. No había sonidos posteriores de actividad en torno al banco, ningún mensaje final, nada que indicara que William hubiera tocado de nuevo el aparato. Había desconectado la radio y la grabadora por ese orden, y había abandonado la habitación. La cinta hubiera debido terminar ahí, detenerse ahí. No lo hacía.
Saltus miró su reloj, atento al segundero. Hizo pasar la cinta otra vez, desde el punto en que William la había cerrado hasta el punto en que él la había puesto de nuevo en funcionamiento y había dicho: «Final».
El tiempo transcurrido era un minuto y cuarenta y cuatro segundos. Alguien después de William había hecho eso. Alguna otra persona había abierto el refugio, saqueado el almacén, tomado ropas de invierno y escuchado el informe grabado. Alguien había dejado que el aparato recorriera un minuto y cuarenta y cuatro segundos más de cinta antes de desconectarlo y marcharse. El visitante podía haber vuelto otra vez, pero William no lo hizo nunca.
Arthur Saltus captó aquello como una advertencia. Cerró la puerta del corredor y conectó un interruptor manual para mantener encendidas las luces del refugio. Tomó de las estanterías una pistola automática de reglamento y se la colocó en la cintura.
Otro buen sorbo de la botella, e hizo retroceder la cinta hasta su «Final». —Saltus registrando su llegada. Ésa era mi voz diciendo «Final», y éste es mi cumpleaños, el veintitrés de noviembre del dos mil, cifra encantadoramente redonda. Tengo cincuenta años pero no parezco tener ni un día más de veinticinco…, gracias a una vida sana. Hola, Katrina. Hola, Chaney. Y hola también, señor Gilbert Seabrooke. ¿Está ese hombrecito entremetido de Washington husmeando por ahí?
»He llegado a las diez cincuenta y cinco o a las once y dos, más menos doce horas quizá, según el reloj que compruebe. Y digo más menos doce horas quizá porque no sé todavía si es de día o de noche; aún no he sacado la nariz fuera para ver el viento que hace. He perdido toda mi fe en los ingenieros y los protones de mercurio, pero será mejor que no intenten estropearme mi cumpleaños. Cuando salga por esa puerta deseo ver un brillante sol sobre el césped, un sol matutino. Deseo ver pájaros cantando y conejos correteando y todo eso.
»Katrina, la casa está horriblemente sucia aquí; ésta es una pobre nave. Polvo en los muebles, en los suelos, luces fundidas, cajas vacías por todas partes… Es una verdadera porquería. Ha habido extraños yendo arriba y abajo, metiendo mano en las ropas y comiéndose las provisiones. Imagino que alguien encontró la llave para entrar.
»Todo lo que oigan antes de mi "Final" es el informe de William. No volvió para terminarlo, y no fue hasta Chicago o algún otro lugar cerca de aquí, pueden estar seguros de ello. —Abandonó el tono intrascendente—. Está fuera.
Arthur Saltus empezó a enumerar detenidamente todo lo que había encontrado. Señaló los artículos que faltaban de las estanterías, el número de: cajas vacías apiladas en un montón junto a la pared, los contenedores de agua usados, las dos linternas que tan poco habían servido —William debía de haber probado la que había sobre el banco—, los restos esparcidos por el suelo, las insignias, y la peculiaridad de que la cinta hubiese recorrido más de lo grabado por Moresby. Invitó a sus oyentes a efectuar la misma comprobación que había hecho él y ofrecer luego una mejor explicación si se veían capaces de ello.
—Y cuando venga usted aquí, civil —dijo—, haga una doble comprobación del almacén; cuente de nuevo lo que hay vacío para ver si nuestro visitante ha regresado. Y… ármese bien, amigo. Será mejor que, si tiene que disparar, dispare directamente a matar. Recuerde algo de lo que le hemos enseñado.
Saltus desconectó el aparato para evitar que la cinta registrara el nuevo sorbo que dio a la botella —por poco identificable que pudiera ser— y luego lo conectó de nuevo.
—Voy a ir arriba a buscar a William. Voy a intentar seguir sus pasos. Sólo el Señor sabe lo que voy a encontrar después de dieciséis meses, pero voy a intentarlo. Probablemente hizo una de estas dos cosas: o fue a Joliet para intentar descubrir todo lo que pudiera acerca del asunto de Chicago, o se metió en la contienda si tuvo ocasión para ello.
»Si la lucha se estaba produciendo aquí, en la estación, supongo que echó a correr hacia el ángulo noroeste para ayudar al cabo; tenía que meterse en la pelea. —Una corta pausa—. Voy a ir arriba para echarle un vistazo a ese ángulo noroeste, pero si no encuentro nada seguiré hasta Joliet. Ahora estoy en el mismo barco que el viejo William; yo también quiero saber qué le pasó a Chicago. —Miró solemnemente el espacio vacío en su botella y añadió—: Katrina, eso seguramente va a enviar al infierno toda su investigación. Todos estos estudios para nada.
Saltus dejó de hablar pero dejó que la cinta siguiera pasando.
Tomó una radio y conectó la antena exterior. Tras un tiempo de probar todas las frecuencias, regresó junto a la grabadora.
—Radio negativa. Nada absolutamente en las frecuencias oficiales. —Otro barrido de las frecuencias—. Es realmente extraño, ¿no? Nadie poniendo en antena los diez éxitos del año.
Saltus cambió a las longitudes de onda comerciales y las comprobó cuidadosamente.
—Las bandas de cuarenta y ocho metros dan también resultado negativo. Todo el mundo mantiene la boca cerrada. ¿De qué suponen que pueden tener miedo?
Regresó a una frecuencia militar y aumentó el volumen al máximo, sin oír nada excepto un rumor de fondo. La ausencia de comunicaciones lo irritaba.
Pulsó el botón de emisión.
—Campo de entrenamiento de la Marina, adelante. Adelante, campo de entrenamiento, ustedes me conocen…; fui caddie del almirante en Shoreacres. Saltus llamando al campo de entrenamiento de la Marina. Cambio.
Lo repitió dos o tres veces en diferentes frecuencias.
La radio chasqueó en medio de la estática con una orden repentina:
—¡Salga del aire, idiota! ¡Van a localizarlo!
Luego silencio.
Saltus se quedó tan sorprendido que desconectó la radio.
A la grabadora:
—Chaney, ¿ha oído eso? ¡Hay alguien ahí fuera! No pueden hacer mucho…, la energía es débil o están lejos, pero hay alguien ahí fuera. Tremendamente asustado también. Los ramjets deben de estar pisándoles los talones. —Se detuvo a considerar aquello—. Katrina, intente averiguar lo que es un ramjet. Nuestros amigos chinos no pueden estar ahí; no tienen los transportes necesarios, y no podrían atravesar el Pacífico, lleno de minas como está, aunque los tuvieran. Y mantenga eso guardado debajo de su sombrero, civil; es alto secreto.
Arthur Saltus se equipó para su exploración, sin dejar de mantener un ojo fijo en la puerta.
Se enfundó en una parka y se echó la capucha sobre la cabeza; se quitó los zapatos ligeros que había llevado el verano de su partida y encontró un par de botas de excursionista del tamaño adecuado. Se metió unos guantes en el bolsillo. Luego se colgó una cantimplora de agua al hombro y un paquete de raciones en bandolera. Tomó un rifle, lo cargó y vació dos cajas de cartuchos en sus bolsillos. El mapa no le resultaba de ningún interés; conocía el camino a Joliet, había estado allí apenas el jueves pasado para averiguar un asuntillo que le interesaba al Presidente. El Presidente le había dado las gracias por ello. Cargó una cámara de filmar y encontró sitio para guardar un repuesto de película de nailon virgen.
Saltus decidió no llevarse ni radio ni grabadora, pues no deseaba ir sobrecargado; ya lo iba bastante, y todo indicaba claramente que su exploración iba a ser un completo fracaso. Chicago estaba perdido, prohibido, y Joliet podía ser un problema. Pero había algo que podía hacer con la grabadora y el breve mensaje de William, algo para asegurar su retorno a la base de origen. Un último examen de la habitación le indicó que no había ninguna otra cosa que creyera que podía necesitar. Apagó las luces.
Saltus tomó un largo trago de su menguante reserva de bourbon y abandonó el refugio. El corredor estaba polvoriento y vacío, e imaginó que podía ver las huellas de sus propios pasos.
Llevó la grabadora con su cable colgando hasta la sala de operaciones, donde aguardaba el vehículo en su tanque de poliagua. Un examen detenido de la habitación le reveló la ausencia de tomas de corriente; incluso la electricidad necesaria para el reloj y el calendario procedía del otro lado de la pared tras los instrumentos encajados, quedando completamente oculta.
—¡Maldita sea! —Saltus giró en redondo para mirar a los dos ojos de cristal—. ¿Acaso no pueden hacer nada a derechas? Incluso su asqueroso giroscopio a protones es…, ¡es sheeg\
Salió violentamente de la habitación, cruzó el polvoriento corredor hacia la puerta del laboratorio y le dio una resonante patada para advertir a los otros de su irritación. Eso debería sacudir un poco a los malditos ingenieros.
Su mandíbula colgó cuando la puerta se abrió lentamente ante su patada. Nadie la cerró de golpe de nuevo. Saltus se acercó y miró dentro. Nadie lo echó hacia atrás. El laboratorio estaba vacío. Penetró en él y miró a su alrededor; aquélla fue su primera visión del lado técnico del proyecto, y la impresión fue más bien pobre.
También allí algunas de las luces del techo estaban fundidas, sin que nadie las hubiera reemplazado. Tres pantallas monitoras alineadas ocupaban un panel de la pared a su mano izquierda; una de ellas estaba en blanco, pero las otras dos le mostraron una imagen confusa y poco satisfactoria de la habitación que acababa de abandonar. El vehículo era reconocible tan sólo por su forma y su tanque de apoyo. A las dos imágenes les faltaba definición, como si los tubos de las pantallas estuvieran gastados más allá de su vida normal. Giró lentamente sobre la punta de sus pies y escrutó la habitación, sin encontrar nada que sugiriera una reciente ocupación. Los instrumentos y el equipo estaban allí —y seguían funcionando—, pero el personal del laboratorio se había desvanecido, no dejando nada excepto polvo y señales en el polvo. El amarillo ojo del panel de una computadora le miraba fijamente como a un intruso.
Saltus apoyó la grabadora en una mesa y la conectó a un enchufe.
Dijo sin preámbulos:
—Chaney, la cueva del tesoro está vacía, abandonada; los ingenieros se han ido. No me pregunte por qué o adonde; no hay el menor signo, ninguna pista, y no han dejado notas. Estoy en el laboratorio, pero aquí no hay nadie excepto los ratones y yo. La puerta estaba abierta, como quien dice, así que entré.
Dio un sorbo de whisky, pero esta vez no se preocupó de ocultarlo de la grabadora.
—Voy a ir arriba para buscar a William. Espérame, Katrina, encantadora criatura. Feliz cumpleaños, gente.
Saltus desenfuchó la grabadora, enrolló el cordón en torno al aparato y regresó a la otra habitación para meter la grabadora dentro del VDT. Para compensar el peso añadido, soltó la pesada cámara de la burbuja y la tiró por la borda tras recuperar primero el cartucho de la película. Esperaba que el agente de enlace de Washington se pusiera hecho una furia por la pérdida. Saltus volvió a cerrar la escotilla y abandonó la habitación.
El corredor terminaba en un tramo de escalera que conducía hacia arriba hasta la salida de operaciones. El aviso pintado sobre la puerta indicando que el llevar armas más allá de ella estaba prohibido había sido borrado: un largo trazo de pintura negra había tachado desde la primera palabra hasta la última, anulando la advertencia.
Saltus comprobó la hora en su reloj y metió las llaves en las cerraduras. Un timbre sonó a sus espaldas cuando abrió la puerta. El día brillaba a causa del sol y de la nieve.
Faltaban cinco minutos para las doce del mediodía. Su cumpleaños apenas acababa de empezar.
Un automóvil lo aguardaba en el aparcamiento.
Arthur Saltus salió cautelosamente a la nieve. La estación parecía abandonada; nada se movía en ninguna calle hasta tan lejos como alcanzaba la vista.
Su mirada regresó al automóvil aparcado.
Era pequeño, parecido al escarabajo alemán, y de color verde oliva pardusco, pero finalmente lo reconoció como norteamericano por la marca estampada en cada tapacubos. El coche estaba allí desde antes que empezara a nevar; no había huellas de movimientos de ninguna clase. Una delgada capa de nieve cubría el capó y el techo del vehículo, y una ventana estaba abierta apenas un centímetro, lo suficiente para dejar entrar la humedad.
Saltus examinó el aparcamiento, el jardín de flores adjunto y las heladas extensiones desiertas ante él, pero no descubrió nada que se moviera. Se mantuvo rígido, alerta, observando atentamente, escuchando, husmeando el viento en busca de señales de vida. Nada ni nadie había dejado marcas reveladoras en la nieve, ni sonidos ni olores en el viento. Cuando se sintió satisfecho al respecto, se apartó de la puerta de operaciones y dejó que se cerrara tras él, asegurándose de que quedaba bien cerrada. Con el rifle preparado, avanzó cautelosamente hacia una esquina del edificio del laboratorio y miró al otro lado. La calle estaba libre de huellas y desierta, del mismo modo que los senderos y las extensiones de césped de las estructuras situadas al otro lado de la calle. Las copas de los árboles se doblaban bajo el peso de la nieve. Su pie golpeó un objeto cubierto por el manto blanco cuando dio un paso alejándose de la esquina protectora.
Miró hacia abajo, se inclinó y extrajo una radio de la nieve. Había sido tomada del almacén de abajo.
Saltus le dio la vuelta para ver si había recibido algún daño, pero no observó ninguno; el aparato no mostraba señales que sugirieran que había recibido algún disparo, y tras una corta vacilación concluyó que Moresby simplemente se había desprendido de ella para liberarse de peso extra. Saltus reanudó su patrulla, con la intención de rodear el edificio para asegurarse de que estaba solo. La nieve brillaba bajo el sol y se exhibía inmaculada a todo su alrededor. Se sintió aliviado, e hizo una nueva pausa para tomar otro poco de bourbon.
El automóvil reclamó su atención.
El tablero de mandos lo intrigó: tenía un interruptor en vez de la habitual llave, y nada más excepto una luz idiota; no había indicadores para facilitar información útil sobre combustible, aceite, temperatura del agua o presión de los neumáticos, ni siquiera un velocímetro. Animado por una repentina idea excitante, Saltus saltó fuera del pequeño coche y alzó el capó. Tres grandes baterías eléctricas de color plateado estaban alineadas junto a un motor tan compacto y sencillo que no parecía capaz de mover nada, y mucho menos un automóvil. Volvió a cerrar el capó y ocupó de nuevo el asiento. Movió el interruptor a la posición marcha. No se produjo ningún sonido, excepto un breve parpadeo de la luz idiota. Saltus empujó con gran suavidad la palanca selectora a la posición adelante y el coche se arrastró obedientemente sobre la nieve hacia la vacía calle. Apretó el acelerador con creciente exaltación, y dejó que el coche derrapara sobre la calle cubierta de nieve. Coleó y se agitó vertiginosamente, luego recuperó el control cuando Saltus accionó el volante. El pequeño automóvil era muy divertido.
Siguió el camino familiar hacia los barracones donde había vivido con William y el civil, patinando y bailando de un lado a otro por la deslizante superficie debido a que el coche parecía obedecer a la menor insinuación de los mandos. Describía un círculo completo y se detenía con el morro apuntando en la dirección adecuada, se deslizaba de lado sin el menor peligro de volcar, mordía la nieve y saltaba hacia delante con un mínimo de deslizamiento con tal que una rueda hiciera una presa decente. Pensó que los coches eléctricos con tracción a las cuatro ruedas deberían haber sido inventados siglos antes.
Saltus se detuvo desalentado ante el barracón, ante el lugar que antes había ocupado el barracón. Estuvo a punto de pasar de largo sin reconocerlo. Todos los edificios antiguos habían ardido hasta sus cimientos de hormigón, de modo que apenas eran visibles. Salió del coche para contemplar los restos y las solitarias sombras que arrojaba el sol invernal.
Sintiéndose deprimido, Saltus condujo por la calle E y giró al norte en dirección al área de esparcimiento.
Estacionó el coche fuera de la verja que rodeaba el patio, y se asomó cautelosamente por la entrada para escrutar el interior. La nieve, sin señal alguna, lo tranquilizó, pero no se permitió dejarse ganar por una falsa sensación de seguridad. Con el rifle dispuesto, haciendo una pausa cada pocos pasos para mirar y escuchar, y husmear el viento, Saltus avanzó hacia el embaldosado borde de la piscina y miró hacia abajo. Estaba casi vacía, sin agua, y el trampolín había desaparecido.
Casi vacía: media docena de largas formas yacían bajo la sábana de nieve que cubría el fondo, formas humanas. Dos cascos de soldado estaban tirados cerca de ellas, reconocibles por su forma pese a la nieve que los cubría. Un pie desnudo y helado sobresalía de la sábana a la fría luz del sol.
Saltus desvió la vista, lanzando un suspiro de amargo desánimo; no estaba seguro de lo que había esperado encontrar después de tanto tiempo, pero evidentemente no eso…, no los cuerpos del personal de la estación arrojados a una tumba a cielo abierto. Los cascos de soldado sugerían sus identidades y sugerían que habían sido arrojados allí por intrusos, por ramjets. Los supervivientes de la estación hubieran enterrado los cuerpos.
Recordó la hermosa imagen de Katrina en aquella piscina… Katrina, casi desnuda, sucintamente vestida con aquel encantador y sexy traje de baño, y él persiguiéndola, deseando sentir bajo sus manos una y otra vez aquel mojado y espléndido cuerpo. Ella lo había provocado, luego había huido, sabiendo lo que él estaba haciendo pero pretendiendo no darse cuenta; aquello había aumentado aún más su excitación. ¡Y Chaney! El pobre y confuso civil sentado en el solano y ardiendo con una verde y sulfurosa envidia, deseando pero no atreviéndose. ¡Maldita sea, aquél había sido un día digno de ser recordado!
Arthur Saltus escrutó la calle y luego volvió a subir al coche.
Había dos enormes agujeros en la verja que rodeaba la estación en la esquina noroeste. Ambas penetraciones habían sido provocadas por una acción desde el exterior. La carcasa de un camión incendiado había causado una de ellas, y esa carcasa oxidada ocupaba aún la abertura. Un proyectil de mortero había abierto la otra. Había una cavidad poco profunda en el suelo directamente detrás del segundo agujero, una cavidad excavada por la explosión de otro impacto de mortero. Objetos cubiertos de nieve que podían ser los restos de hombres salpicaban la ladera a ambos lados de la verja. Había también la reconocible carcasa de un automóvil totalmente destrozado.
Saltus examinó los restos del coche, haciendo girar las ruedas, de las que colgaban aún jirones de neumáticos, rebuscando entre el revoltijo de partes mecánicas, tomando —para examinarlo con ligero asombro— un parabrisas hecho de plástico transparente tan resistente que había saltado de su sitio y caído sin sufrir el menor daño a un par de metros de los restos. Lo comparó con el parabrisas de su propio coche, y descubrió que eran idénticos. Las baterías habían sido retiradas… o habían resultado completamente destrozadas; el pequeño motor era una masa de metal fundido.
Saltus rascó del mejor modo posible la nieve de los alrededores en busca de algo que indicara que William Moresby había muerto allí. Consideraba probable que William hubiera encontrado aquel coche en el aparcamiento —era un gemelo de su propio vehículo— y lo hubiera conducido hacia el norte en busca del escenario de la contienda. Hasta allí. Sería una maldita mala suerte que el hombre hubiera muerto antes de poder salir de su coche. El viejo William se merecía algo mejor que eso.
No encontró nada, ni siquiera un jirón de uniforme entre los restos; por el momento aquello era reconfortante.
En la parte baja de la ladera se divisaban un montón de tocones y una colgante valla publicitaria. Saltus se dirigió hacia allí para examinarlos. Un cuerpo cubierto por la nieve yacía aplastado contra un tocón, pero eso era todo; no había ningún arma con él. Los restos despedazados de un mortero estaban esparcidos alrededor de la valla publicitaria, y por la apariencia de la pieza dedujo que un proyectil defectuoso había estallado dentro del tubo, destruyendo el arma y probablemente matando al hombre que la manejaba. No había allí ningún cadáver que apoyara esa suposición, a menos que fuera el que estaba aplastado contra el tocón. El segundo de los dos morteros mencionados en la grabación faltaba; había desaparecido. Los vencedores de aquella escaramuza tenían que haber sido los ramjets; habían recogido el mortero que les quedaba y se habían retirado… o habían penetrado por la abertura para invadir la estación.
Saltus regresó ladera arriba y cruzó la abertura en la verja. El nevado suelo se curvaba graciosamente, siguiendo el redondeado contorno de una cavidad de fondo irregular. Se torció el pie con algo invisible en el fondo del agujero y estuvo a punto de perder el equilibrio. Un frío viento soplaba por la ladera, entumeciendo sus dedos y azotándole el rostro.
Empezó la desagradable tarea de rascar la nieve allí donde divisaba un objeto caído que podía ser un hombre, limpiando sólo lo suficiente para tener un atisbo de las semipodridas ropas del uniforme. Los defensores llevaban uniformes caqui, y uno de ellos tenía aún colgada del cuello una placa de identificación militar; en otro lugar descubrió unos galones de cabo cosidos a un jirón de manga, y no muy lejos de allí un par de zapatos vacíos. El uniforme azul de William Moresby no apareció por ningún lado.
La sensación de haber olvidado algo lo perseguía.
Saltus rehizo sus pasos ladera abajo, irritado por su olvido e irritado también por la futilidad del mismo; puso al descubierto los restos de civiles que llevaban ropas civiles difíciles de describir y un brazalete amarillo. Una desteñida cruz negra en un semipodrido trozo de tela amarilla no significó nada para él, pero dobló la tela y la guardó para un posterior examen. Quizá Katrina deseara verla. Los propios ramjets estaban más allá de toda identificación; dieciséis meses de exposición a los elementos los habían hecho tan irreconocibles como aquellos otros cuerpos al otro lado de la verja. Lo único nuevo que descubrió fue que los bandidos mencionados en la cinta eran civiles, civiles equipados con morteros y algún tipo de organización central, quizá el mismo grupo que había lanzado el Harry sobre Chicago. Los ramjets aliados con los chinos, o al menos invitándolos a colaborar.
Para Saltus la escena significaba guerra civil.
Se detuvo ante el siguiente pensamiento, mirando con repentina sorpresa los cuerpos puestos al descubierto. ¿Los ramjets haciendo saltar Chicago… como represalia? ¿Los ramjets vencidos en Chicago veinte años antes, atrapados tras su propio muro, y golpeando su respuesta en una cruel represalia ahora! ¿Los ramjets aliándose a los chinos, unidos por un odio común al establishment blanco?
Examinó de nuevo el cuerpo aplastado contra el tronco, pero la piel del hombre había perdido ya su color.
Arthur Saltus subió la ladera.
El mundo estaba extrañamente silencioso y vado, abandonado. No se veía tráfico en la distante carretera ni en la más cercana vía férrea; el cielo estaba desusadamente vacío de aviones. Permanecía en alerta constante en previsión de cualquier peligro, pero seguía sin ver nada, a nadie; ni siquiera había huellas de animales sobre la nieve. Un mundo abandonado… o, más probablemente, un mundo que se ocultaba. Aquella irritada voz en la radio le había ordenado silencio si no quería revelar la posición de su escondite.
Saltus se detuvo sólo unos pocos minutos más en la fría parte superior de la ladera, de pie entre los restos del destrozado coche. Rogó a Dios por que William hubiera podido saltar fuera del coche antes de que el mortero lo alcanzara. El viejo se merecía al menos poder administrarles un par de buenos golpes a los bandidos antes de que sus profetas de la condenación se hicieran cargo de él.
Estaba finalmente convencido de que el mayor había muerto allí.
Saltus condujo el coche junto a la cantina sin dedicarle más que una breve ojeada al pasar. Como el barracón, las partes de madera de la estructura habían ardido hasta los cimientos de hormigón. Pensó que probablemente los ramjets habían barrido la estación tras abrir su brecha en la verja, quemando todo lo que era combustible y robando o destruyendo el resto.
Era una bendición que el laboratorio hubiera sido construido para resistir guerras y terremotos, o de otro modo habría salido en una habitación abierta al aire libre y saltado de su vehículo a la nieve. Esperaba que hiciera mucho tiempo ya que los bandidos se hubieran muerto de hambre, pero al mismo tiempo recordó la saqueada despensa del refugio.
Aquel bandido no se había muerto de hambre, pero tampoco había alimentado a sus compañeros. ¿Cómo había conseguido franquear la puerta cerrada? Tenía que haber tomado las dos llaves de William…, pero un impacto directo contra el coche habría destrozado las llaves tan seguramente como había destrozado el propio coche. Suponiendo la posesión de las llaves, ¿por qué el bandido no había abierto las puertas a sus compañeros? ¿Por qué el almacén no había sido completamente saqueado, vaciado de todo su contenido, y el laboratorio arrasado? ¿Era el hombre tan egoísta que sólo se había aumentado él y había abandonado a los demás a su suerte? Quizá. Pero faltaban más de un par de botas.
Saltus tomó una curva a velocidad excesiva, patinando en la nieve, y luego siguió su camino en línea recta hacia la puerta principal de la verja. Fue un pequeño consuelo descubrir que la garita aún seguía en pie: los bloques de cemento eran difíciles de quemar o destruir. La propia puerta había sido arrancada de sus goznes y retorcida y arrojada a un lado para dejar el paso libre. La cruzó al volante del coche y se encontró en la carretera apenas visible que se abría ante él; la lisa e inmaculada superficie de nieve flanqueada por canalones poco profundos a ambos lados le sirvió de guía. Apenas el jueves anterior, él y William habían recorrido aquella carretera a toda velocidad para pasar un día en Joliet.
Un hombre barbudo saltó fuera de la garita y atravesó de un disparo la ventanilla trasera del coche.
Arthur Saltus no se tomó el tiempo de decidir si estaba sorprendido o ultrajado; el disparo lo aterró, y reaccionó automáticamente al peligro. Apretando el acelerador hasta el fondo, dio un brusco giro al volante y lanzó el coche a un derrapaje alucinante. Dio un bandazo y un giro en un ángulo vertiginoso, deteniéndose por último con su romo morro apuntando directamente a la garita. Saltus pateó de nuevo a fondo el acelerador. Las ruedas traseras giraron inútilmente en la blanda nieve, encontrando agarre tan sólo cuando el calor de la fricción la hubo derretido y llegaron al pavimento, y entonces lanzaron al coche hacia adelante en un estallido de velocidad que cogió por sorpresa a su conductor. Cruzó con violencia la puerta de entrada, avanzando medio inclinado hacia un lado, golpeó brutalmente con el morro contra la puerta de la garita, y él saltó fuera, agazapándose a un lado del vehículo.
Saltus disparó dos veces en rápida sucesión a través de la combada puerta, y fue respondido con un grito de dolor; disparó otra vez, y luego saltó por encima del coche para agazaparse de nuevo junto a la puerta de la garita. El hombre que había gritado yacía ante él en el suelo, arañándose el ensangrentado pecho. Otro hombre alto, delgado y negro, estaba apoyado contra la pared del fondo, apuntándole. Saltus disparó sin apenas alzar el rifle, y luego se volvió y disparó el tiro de gracia contra la cabeza del hombre que se retorcía en el suelo. El grito cesó.
Por un momento el mundo quedó envuelto en silencio.
Saltus dijo:
—Ahora ¿qué demonios…?
Un golpe increíblemente violento impactó por detrás contra sus ríñones, cortándole la respiración y las palabras, y oyó el ruido de un disparo procedente de una distancia inimaginable. Se tambaleó y cayó de rodillas, mientras un fuego devorador ascendía por su espina dorsal hasta su cerebro. Otro disparo lejano quebró la paz del mundo, pero esta vez no sintió nada. Saltus se volvió sobre las rodillas para enfrentarse a la amenaza.
El ramjet estaba trepando sobre el techo del coche para rematarlo.
Atrapado como un hombre que nada en lodo, Saltus alzó el rifle e intentó apuntar. El arma era casi demasiado pesada para levantarla; actuó en un lento y agonizante movimiento. El ramjet se deslizó del techo del vehículo y saltó hacia la puerta, para alcanzarle a él o a su rifle. Saltus apuntó al rostro pero sin conseguir aclarar su visión. Tras aquel rostro, alguien tan imponente como una montaña se cernió sobre él, las manos de alguien agarraron el cañón del rifle y tiraron para arrancárselo. Saltus apretó el gatillo.
El impreciso rostro cambió: se desintegró en una confusa mezcolanza de huesos, sangre y tejidos, deshaciéndose en pedazos como el coche eléctrico de William bajo el impacto del proyectil de mortero. El desenfocado rostro desapareció mientras un retumbante trueno llenaba la garita y hada retemblar la destrozada puerta. Un enorme fragmento de la montaña se derrumbó sobre él, amenazando con enterrarlo bajo su masa. Saltus intentó apartarse arrastrándose.
El cuerpo que se derrumbaba lo hizo caer y le arrancó su arma. Se hundió bajo su masa, luchando aún por mantener la respiración y rogando no ser aplastado.
Arthur Saltus abrió los ojos para descubrir que la luz del día había desaparecido. Un peso intolerable lo mantenía clavado al suelo de la garita, y un dolor insoportable atormentaba su cuerpo.
Moviéndose dolorosamente pero ganando tan sólo dos o tres centímetros cada vez, se arrastró de debajo del enorme peso e intentó rodar a un lado. Tras minutos u horas de tenaces esfuerzos consiguió ponerse de rodillas y librarse de la mochila que atormentaba su espalda; derramó tanta agua como bebió antes de que la cantimplora siguiera el mismo camino. Su rifle estaba en el suelo junto a su rodilla, pero se sorprendió al descubrir que su mano y su brazo no tenían la fuerza suficiente para alzarlo. Posiblemente transcurrió otra hora antes de que consiguiera extraer la pistola automática de reglamento de su funda y depositarla en el capó del coche.
Necesitó otro tiempo increíblemente largo para arrastrarse fuera de la garita, aferrándose a ese mismo capó. La pistola resbaló y cayó al suelo. Saltus se inclinó, la tocó, intentó agarrarla, el vértigo lo dominó, y tuvo que abandonar el arma para no derrumbarse de nuevo. Se aferró a la manecilla de la puerta y se izó penosamente hasta conseguir ponerse en pie. Tras un instante lo intentó de nuevo, y sólo consiguió agarrar el arma y erguirse de nuevo antes de que la náusea lo atacara otra vez. Su estómago se contrajo y vomitó.
Saltus subió al coche y puso la marcha atrás para apartarse de la puerta de la garita. Abriendo la ventanilla para permitir que el aire frío azotara su rostro, maniobró el selector de marchas como pudo y consiguió efectuar un sinuoso trayecto desde la puerta de entrada de la verja hasta el aparcamiento. El coche iba de un bordillo al otro, patinando en la nieve y a veces subiéndose a la acera; habría arrojado fuera a su ocupante de haber estado viajando a mayor velocidad. Saltus no se sentía con fuerzas para apretar el freno, y el cochecito sólo se detuvo cuando golpeó contra la pared de cemento del laboratorio. Fue arrojado contra el volante, y luego fuera del coche, contra la nieve. Un punteado rastro de sangre señaló su errática marcha desde el coche a la puerta con las dos cerraduras gemelas.
La puerta se abrió fácilmente…, tan fácilmente que un impreciso rincón de su obnubilada conciencia no dejaba de repetirle: ¿ había insertado las dos llaves en las cerraduras antes de que la puerta se abriera? ¿Había insertado alguna llave?
Arthur Saltus se dejó caer desde lo alto de las escaleras, porque no veía ninguna otra forma de poder bajarlas.
La pistola había desaparecido de su mano pero no podía recordar haberla perdido; su botella de bourbon del cumpleaños había desaparecido de su bolsillo, pero no podía recordar tampoco haberla vaciado o arrojado una vez vacía; las llaves de la puerta se habían perdido. Saltus permaneció tendido de espaldas sobre el polvoriento suelo de cemento, mirando a las brillantes luces y a la cerrada puerta de arriba, en las escaleras. No recordaba haber cerrado aquella puerta.
Una voz dijo:
—Cincuenta horas.
Supo que estaba perdiendo el contacto con la realidad, supo que estaba derivando de uno a otro lado entre una fría y dolorosa conciencia y oscuros períodos de fantasía febril. Deseaba echarse a dormir allí en el suelo, deseaba tenderse allí con el rostro apoyado contra el frío cemento y dejar que el fuego devorador de su espina dorsal terminara consumiéndolo enteramente. El chaleco antibalas de Katrina había salvado su vida… a duras penas. La bala —¿más de una?— estaba alojada en su espalda, pero sin el chaleco le hubiera atravesado de parte a parte y hubiera reventado su caja torácica. Gracias, Katrina.
Una voz dijo:
—Cincuenta horas.
Intentó ponerse en pie, pero cayó boca abajo. Intentó ponerse de rodillas, pero volvió a caer boca abajo. No le quedaban muchas fuerzas. Durante un tiempo que le pareció una eternidad, se arrastró como pudo hacia el VDT.
Arthur Saltus luchó durante una hora para trepar por el lado del vehículo. Su conciencia lo estaba abandonando en un mar de fantasía lleno de náuseas: tenía la sensación alucinatoria de que alguien le quitaba sus pesadas botas…, de que alguien lo ayudaba a despojarse de sus pesadas ropas de invierno e intentaba desnudarlo. Cuando finalmente cayó de cabeza por la abertura del vehículo, que alguien debía de haber abierto, tuvo la fantasía febril de que otra persona distinta a él lo había ayudado a subir al mismo.
Una voz dijo:
—Empuje la barra.
Permanecía tendido boca abajo en la litera de mallas, mirando en la dirección equivocada, y recordó que los ingenieros no podrían recuperar el vehículo hasta pasado el límite de las cincuenta horas. Lo harían cuando William fracasara en su intento de retorno. Había algo debajo de él, clavándose en su cuerpo, poniendo una nueva y dolorosa presión en su caja torácica ya extremadamente sensible al dolor. Saltus extrajo el objeto de debajo de su cuerpo y descubrió que era una grabadora. La lanzó contra la barra impulsora pero falló por pocos centímetros. La alucinación cerró la escotilla.
Dijo con voz espesa:
—Chaney…, los bandidos incendiaron la cueva del tesoro…
La grabadora golpeó contra la barra impulsora.
Eran las dos y cuarenta minutos de la madrugada del 24 de noviembre del año 2000. Su cincuenta cumpleaños había pasado hada ya rato.