I. Los Ángeles

1

El cálculo de Dusenberry se quedaba corto y la metáfora de la piedra del alcaide Warden Wardlow acertaba sólo en parte. Los objetos inanimados pueden sangrar pero, para que se lleve a cabo una transfusión, la efusión debe ser autorizada por la volición más profunda y lógica del objeto. Incluso Milt Alpert, ese decente marchante de literatura básicamente honrado, ha tenido que argumentar el anuncio de nuestra colaboración con eslóganes cargados de justificaciones y con palabras que nunca he pronunciado. No acepta el hecho de que ganará el diez por ciento de un discurso de despedida sangriento. Le resulta incomprensible que no sienta remordimiento ni desee la absolución.

Una persona en mi situación con más visión de futuro aprovecharía esta oportunidad narrativa y la utilizaría para la manipulación de los profesionales de la salud mental y del estamento judicial liberal, gente proclive a una visión barata de redención. Como no albergo la menor esperanza de salir de esta cárcel, no haré tal cosa pues, simplemente, sería una falta de honradez. Tampoco voy a presentar un alegato psicológico, yuxtaponiendo a mis acciones el supuesto carácter absurdo de la vida norteamericana del siglo XX. Me he sometido voluntariamente a la baqueta del silencio y, al crear mi propia realidad envasada al vacío, he sido capaz de existir fuera de las influencias ambientales ordinarias hasta un punto excepcional: el afán prosaico de crecer y ser norteamericano no arraigó en mí y muy pronto lo transformé en algo más. Así, me reafirmo en mis acciones. Sólo son innatas para mí.

Aquí, en mi celda, tengo cuanto necesito para que mi discurso de despedida cobre vida: una excelente máquina de escribir, papel en blanco y documentos policiales que me ha procurado mi agente. En la pared del fondo hay un mapa de Estados Unidos Rand-McNally y, junto a mi camastro, una caja de alfileres con la cabeza de plástico. A medida que este manuscrito vaya desarrollándose, marcaré con los alfileres los lugares donde cometí algún asesinato.

Pero, por encima de todo, dispongo de mi mente, mi silencio. En el marketing del horror existe una dinámica: ofrécelo en una hipérbole recargada que distancie a la vez que horrorice; luego, enciende las luces, literales o figuradas, inspirando gratitud por el fin de una pesadilla que, de entrada, era demasiado horrible para ser cierta. No seguiré esa dinámica. No permitiré que me compadezcáis. Charles Manson, parloteando en su celda, inspira compasión; Ted Bundy, proclamando su inocencia a fin de atraer correspondencia de mujeres solitarias, merece desprecio. Yo merezco temor y respeto por seguir íntegro al final del largo camino que estoy a punto de emprender. Y, habida cuenta de que la fuerza de mi pesadilla prohíbe que se acabe, me lo concederéis.

2

Las guías presentan una falsa imagen de Los Ángeles como una amalgama de playas, palmeras y cine, todo ello besado por el sol. El establishment literario intenta en vano traspasar esta fachada y muestra la cuenca de L. A. como un crisol de kitsch desesperado, ilusión violenta y demencia religiosa de todos los pelajes. Las dos descripciones contienen elementos de verdad según la conveniencia de cada cual. Es fácil amar la ciudad a primera vista y aún más fácil odiarla cuando vas descubriendo la gente que vive en ella. Pero, para conocer L. A. a fondo, tienes que proceder de los barrios, de los enclaves de la ciudad interior que las guías no mencionan y que los artistas descartan en su afán por pintarla a trazos gruesos y satíricos.

Estos enclaves requieren ingenio; no revelan sus secretos a los observadores, sino sólo a los residentes inspirados. Yo presté tan implacable atención a mi territorio de juventud que éste me correspondió plenamente. No había nada de aquella tranquila zona en las afueras de Hollywood que yo no conociera.

Beverly Boulevard al sur; Melrose Avenue al norte. Rossmore y el Wilshire Country Club marcaban el límite oeste, una línea de demarcación entre el dinero y el mero sueño de tenerlo. Western Avenue y su profusión de bares y licorerías montan guardia en la frontera oriental y mantienen a raya los indeseables distritos escolares, mexicanos y homosexuales. Seis manzanas de norte a sur; diecisiete de este a oeste. Casitas de madera y casas de estilo español; calles arboladas y sin semáforos. Un edificio de apartamentos que, se rumoreaba, estaba habitado por prostitutas e inmigrantes ilegales; una escuela primaria; la discutible presencia de un picadero al que los jugadores del equipo de fútbol de la U. S. C. iban con chicas para ver viejas películas porno de los cincuenta. Un pequeño universo de secretos.

Yo vivía con mis padres en una miniatura de color salmón de Santa Barbara Mission, dos plantas, una azotea de tela asfáltica y una falsa campana de iglesia. Mi padre era delineante en una empresa aeronáutica y apostaba con prudencia: normalmente, ganaba. Mi madre trabajaba en una empresa de seguros y pasaba las horas libres contemplando el tráfico de Beverly Boulevard.

Ahora me doy cuenta de que mis padres tenían unas vidas mentales furiosas, y furiosamente separadas. Estuvieron juntos durante mis primeros siete años de vida y recuerdo que muy pronto llegué a la conclusión de que eran mis custodios y nada más. Al principio tomé su falta de afecto, hacia mí y entre ellos, como libertad: su aproximación elíptica a la condición de padres se me aparecía nebulosamente como un abandono que podía utilizar a mi favor. Carecían de la pasión necesaria para maltratarme o para amarme. Hoy sé que me armaron con tanta brutalidad infantil como para abastecer un ejército.

A principios de 1953, las sirenas de alarma de ataques aéreos distribuidas por todo el barrio se dispararon de forma accidental y mi padre, convencido de que se avecinaba un ataque ruso con bombas atómicas, nos llevó a mí y a mi madre a la azotea para esperar la llegada de la Gran Explosión. No se olvidó su petaca de bourbon porque quería brindar por el hongo atómico que, según él, se alzaría sobre el centro de L. A. y, cuando la Gran Explosión no se produjo, terminó borracho y decepcionado. Mi madre hizo una de sus contadas intervenciones orales, en esta ocasión para aplacar la depresión de su marido porque el mundo no iba a reventar. Él levantó la mano para pegarle, pero titubeó y terminó de apurar la petaca. Mi madre se marchó abajo y se sentó en su silla de mirar el tráfico, y yo empecé a hojear libros de ciencia en la biblioteca. Quería ver qué aspecto tenían los hongos atómicos.

Esa noche marcó el principio del fin del matrimonio de mis padres. La alarma de ataque aéreo propició un auge de los refugios antiatómicos en el barrio y mi padre, disgustado con tanta obra en los patios traseros, se aficionó a pasar los fines de semana en la azotea, donde bebía y observaba el espectáculo. Lo vi cada vez más enfadado y quise aliviar su dolor, para que no fuese tanto un observador reprimido. No sé cómo, se me ocurrió darle el tirachinas de acero inoxidable Wham-O que había encontrado en el banco de la parada de autobús de Oakwood y Western.

A mi padre le encantó el regalo y se aficionó a lanzar rodamientos de cojinete a la parte que sobresalía de los refugios. Pronto adquirió una puntería excelente y, buscando desafíos más estimulantes, empezó a asesinar a los cuervos que se posaban en los cables de teléfono que discurrían por el callejón de la parte de atrás de la casa. Una vez incluso le dio a una rata escurridiza desde catorce metros y diez centímetros de distancia. Recuerdo la distancia porque mi padre, orgulloso de la hazaña, la midió en metros y, después, calibró lo que quedaba con una regla metálica de delineante.

A principios de 1954 me enteré de que mis padres iban a divorciarse. Mi padre me llevó a la azotea para comunicármelo. Yo ya lo había visto venir y sabía, por el programa de televisión El confidencial de Paul Coates, que muchos «matrimonios de posguerra» estaban abocados a la ruptura.

– ¿Por qué?-le pregunté.

Mi padre arrastró la puntera del zapato por la grava de la azotea; parecía estar dibujando hongos atómicos.

– Bueno… tengo treinta y cuatro años; tu madre y yo no nos entendemos y si le dedico mucho tiempo más, habré perdido mis mejores años; y si hago eso, ya me puedo dar por acabado. No podemos dejar que eso suceda, ¿verdad?

– No.

– Así me gusta. Me marcho a Michigan, pero tu madre y tú os quedáis la casa y escribiré y mandaré dinero.

También sabía, por el programa de Coates, que el divorcio era un trámite caro, y me olía que mi padre debía de tener guardado un buen montón de dinero procedente del juego que facilitara su viaje a Divorcilandia. Pareció haberme leído los pensamientos cuando añadió:

– Estarás bien atendido, no te preocupes.

– No me preocuparé.

– Bien. -Apuntó con el dedo a una oronda urraca posada en el garaje de nuestro vecino de al lado-. Ya sabes que tu madre es…, bueno, ya sabes.

Quise gritarle «una chiflada», «una pirada», «un caso de psiquiatra», pero no quise que él supiera que yo sabía.

– Es sensible -aventuré.

Mi padre movió la cabeza lentamente. Supe que lo sabía.

– Sí, sensible. Procura que no te agobie. Estudia mucho e intenta ser tu propio jefe, y conseguirás que hablen de ti.

Con aquel tono profético, mi padre me tendió la mano. Se la estreché y, al cabo de cinco minutos, salió por la puerta. Nunca más volví a verlo.

3

Lo único que mi madre requería de mí era que mantuviese un grado razonable de silencio y que no la cargara preguntándole qué pensaba. Implícito en ello estaba su deseo de que fuera moderado en la escuela, en los juegos y en casa. Si mi madre pensaba que aquella orden era un castigo, se equivocaba: yo, mentalmente, podía ir a donde se me antojara.

Como los demás muchachos del barrio, fui a la escuela primaria de Van Ness Avenue; allí obedecí, reí y me sentí herido por tonterías, pero mientras que los otros chicos encontraban su dolor/alegría en estímulos externos, yo hallaba los míos reflejados en una pantalla de cine que se alimentaba de mi entorno, especialmente formateada para ser proyectada dentro del cerebro mediante un dispositivo mental que, con la precisión de un cuchillo, siempre sabía exactamente lo que yo necesitaba para no aburrirme.

Las proyecciones discurrían como sigue:

La señorita Conlan o la señorita Gladstone se hallaban ante la pizarra, perorando tediosamente. A medida que crecía mi aburrimiento, la maestra empezaba a desvanecerse y mis ojos comenzaban a rastrear, de manera involuntaria, en busca de algo que me mantuviera mentalmente despierto.

Los niños más altos nos sentábamos en la parte posterior del aula y, desde mi pupitre en el extremo izquierdo de la fila, tenía una perfecta visión hacia delante y en diagonal; una visión que me ofrecía instantáneas de perfil de todos mis compañeros de clase. Con la imagen y la voz de la maestra reducidas al mínimo, las caras de los otros niños se disipaban y se formaban rostros nuevos; fragmentos de conversaciones susurradas se unían hasta que toda suerte de híbridos chico/chica me declaraban su devoción.


Que me amaran en un vacío era como una fantasía y los sonidos de la calle se me antojaban música. Pero un movimiento repentino dentro del aula o el estrépito de los libros fuera, en el vestíbulo, lo estropeaban todo. Pieter, el chico alto y rubio que se sentó a mi lado desde tercero hasta sexto grado, de venerador confiado se convertía en monstruo, y el nivel de ruido determinaba que sus rasgos fueran más o menos grotescos.

Después de unos prolongados momentos de sobresalto volvía a percibir la parte delantera del aula, me concentraba en los escritos de la pizarra o en el monólogo de la maestra y, como si creyera que podía salir indemne de mi acción, intercalaba algún comentario. Hacerlo me tranquilizaba y atraía las miradas de los demás chicos, que a su vez encendían una parte de mi cerebro que medraba a base de crear caricaturas crueles y repentinas. Al poco, la bonita Judy Rosen tenía los grandes dientes de macho cabrío de Claire Curtis y el comedor de mocos secos, Booby Greenfield, surtía de pelotillas a Roberta Roberts, arrojándolas sobre los jerséis de cachemira que ella se ponía siempre para ir a la escuela, hiciera el tiempo que hiciese. Me reía para mis adentros y a veces lo hacía en voz alta. Y seguía preguntándome hasta dónde podría llevar aquello, si sería capaz de refinar el mecanismo de modo que ni siquiera el ruido malo me hiriera.

En cuanto a las heridas, sólo los otros niños eran capaces de hacerme sentir vulnerable y, con apenas ocho o nueve años, la incómoda sensación de ser cautivo de unas necesidades irracionales de unión ya resultaba física: una sacudida premonitoria del terror y del desespero que ocasionan las actividades sexuales. Me opuse a la necesidad negándola, encerrándome en mí mismo y mostrando una cara truculenta que no soportaba tonterías de mis compañeros. En un artículo reciente de la revista People, media docena de vecinos -que tenían mi edad cuando yo era niño- hablaban de mí y los adjetivos que más utilizaban para describirme eran «raro» «extraño» y «retraído». Kenny Rudd, que vivía al otro lado de la calle y que ahora diseña juegos de baloncesto para ordenador, era el que más se acercaba a la verdad: «Lo que se decía era: "No (…) a Marty, es un psicópata." No sé, pero quizás era más cuestión de miedo que de otra cosa.»

Bravo, Kenny, aunque me alegro de que tú y los cretinos de tus compañeros ignoraseis aquel simple hecho cuando éramos niños. Mi carácter extraño te producía asco y te proporcionaba alguien a quien detestar desde una distancia segura pero, si hubieras captado lo que ocultaba, te habrías aprovechado de mi miedo y me habrías torturado con él. Sin embargo, me dejaste en paz y me facilitaste el descubrimiento de mi entorno físico.

De 1955 a 1959, cartografié mi hábitat inmediato y obtuve de la tarea una extraña cosecha de datos: la casa de ladrillo de apartamentos de Beachwood entre Clinton y Melrose tenía un cementerio de animales domésticos en el patio trasero; el tramo recién construido de «escondites para solteros», en Beverly y Norton, estaba edificado con vigas podridas, mezcla de estuco defectuoso y contrachapado. El picadero apócrifo era, en realidad, un patio de bungalow en Raleigh Drive donde un profesor de la Universidad del Sur de California llevaba estudiantes para encuentros homosexuales. Los días de recogida de basura, el señor Eklund, que vivía calle arriba, cambiaba sus botellas de ginebra por las de jerez de la señora Nulty, cuya casa estaba dos puertas más abajo. El motivo de tal trueque se me escapaba, aunque sabía que estaban liados. Los Bergstrom, los Seltenright y los Monroe habían celebrado una fiesta nudista en la piscina de la casa de los Seltenright en julio de 1958 que propició una aventura sentimental entre Laura Seltenright y Bill Bergstrom; Laura puso los ojos en blanco cuando vio por primera vez la enorme salchicha de Bill.

Y el operador de cabina del Clinton Theatre vendía anfetas a los integrantes del equipo de natación del instituto Hollywood High; y el «homo fantasma», que recorrió la vecindad en busca de jovencitos durante una década, era un tal Timothy J. Costigan, de Saticoy Street, en Van Nuys. En el puesto Burgerville de Western servían enchilada de carne picada de caballo. Una noche oí al dueño hablando, cuando creía que no había oídos indiscretos, con el hombre que se la suministraba. Yo sabía todas esas cosas y, durante mucho tiempo, me bastó con saberlas.

Los años llegaron y se fueron. Mi madre y yo seguimos adelante. Su silencio pasó de asombroso a mundano; el mío, a medida que mis recursos mentales se desarrollaban, de tenso a relajado. Entonces, en el último año en el colegio, los profesores notaron por fin que yo sólo hablaba cuando me dirigían la palabra. A raíz de aquello, me obligaron a que consultara con un psiquiatra infantil.

El psiquiatra me impresionó por su condescendencia y por la poco natural atracción que le inspiraban los niños. En su despacho había una serie de juguetes dispuestos de una forma no demasiado sutil: animales de peluche y muñecas, con ametralladoras de plástico y soldaditos intercalados. Enseguida comprendí que era más listo que él.

Mientras me sentaba en el diván, él señaló los juguetes.

– No sabía que fueras tan mayor. Catorce años. Estos juguetes son para niños pequeños, no para los mayores como tú.

– Soy alto, pero no mayor.

– Lo mismo da. Yo soy bajo. Los bajos tienen problemas diferentes que los altos, ¿no crees?

Su interrogatorio era fácil de seguir. Si respondía que sí, equivaldría a reconocer que tenía problemas; si decía que no, me soltaría una perorata sobre que todo el mundo tenía problemas y luego me contaría alguno de los suyos en un truco barato de empatía.

– No lo sé, ni me importa -contesté.

– Los chicos que no se preocupan de sus propios problemas tampoco suelen preocuparse de sí mismos. Algo un poco raro, ¿no te parece?

Me encogí de hombros, le dediqué una de esas miradas inexpresivas que utilizaba para mantener a distancia a los otros chicos y pronto empezó a desvanecerse hasta convertirse en un mero punto, mientras mi mente aplicaba el zoom al oso de peluche de mi derecha. Al cabo de una fracción de segundo, el oso de peluche apuntaba a la cabeza del loquero con un bazuca de plástico y yo me eché a reír.

– ¿Sueñas despierto, chico mayor? ¿Quieres contarme qué te parece tan divertido?

Hice una perfecta transición suave de mi película mental al doctor y sonreí al conseguirlo. Noté que él estaba desconcertado. Mis ojos se posaron en un Bugs Bunny de felpa y dije:

– ¿Qué hay de nuevo, viejo?

– Por lo general, Martin, los jóvenes que son muy callados tienen muchas cosas en la cabeza. Tú tienes una mente de primera y tus notas en la escuela lo demuestran. ¿No crees que ha llegado la hora de que me cuentes qué te preocupa?

Bugs Bunny empezó a enarcar las cejas y a morder juguetonamente el cuello del psiquiatra.

– El precio de las zanahorias -respondí.

– ¿Qué?-El loquero se quitó las gafas de montura de pasta y limpió los cristales con la corbata.

– ¿Ha visto alguna vez un conejo con gafas?

– Tú no me sigues, Martin. No estás siendo lógico.

– Y el buen cuidado de los ojos, ¿no es lógico?

– Llegas a conclusiones erróneas.

– No es cierto. Erróneas son las conclusiones que no se deducen de las proposiciones establecidas. El buen cuidado de los ojos guarda relación con comer zanahorias.

– Martin, yo… -El médico estaba ruborizado y sudoroso. Bugs Bunny le lanzaba zanahorias al escritorio.

– No me llame Martin, llámeme «chico mayor». Me sienta bien.

– Cambiemos de tema -propuso él al tiempo que se ponía las gafas-. Háblame de tus padres.

– Son adictos al zumo de zanahoria.

– Comprendo. ¿Y eso qué significa?

– Que tienen buena vista.

– Comprendo. ¿Algo más?

– Orejas largas y cola peluda.

– Comprendo. Te consideras gracioso, ¿no?

– No. En cambio usted sí que me lo parece.

– Eres un niñato maleducado. Seguro que no tienes ni un solo amigo en el mundo.

La habitación se convirtió en cuatro paredes de ruido atroz y Bugs Bunny se volvió hacia mí, empujando un calidoscopio terrible de recuerdos medio enterrados para que destellara en mi pantalla mental: un chico alto y rubio que le decía a un grupo de amigos: «Marty el pedorro me pedía que mirase el tráfico con él.» Pieter y su hermana Katrin rechazando mi intento de conseguir que se sentaran a mi lado en sexto grado.

El loquero me miraba con una mueca presuntuosa porque me había mostrado vulnerable y Bugs Bunny, su colega secreto, no dejaba de reírse mientras me rociaba de pulpa naranja. Busqué a mi alrededor algo de acero inoxidable, como el tirachinas de mi padre. Vi una barra de cortina apoyada en la pared trasera, la cogí y le rebané la cabeza al conejo de felpa. El loquero me miró con asombro.

– Nunca más volveré a hablar con usted -declaré-. Nadie puede entenderme.

4

El incidente de la consulta del psiquiatra no tuvo repercusiones externas y pasé al instituto sin más malos tratos psiquiátrico-académicos. El doctor sabía reconocer un objeto inamovible cuando lo veía.

Con todo, me sentía como una máquina defectuosa; como si dentro de mí hubiera una pieza suelta, algo que podía vagar por mi cuerpo a voluntad, buscando y aprovechando modos de hacerme parecer pequeño bajo presión. Cuando me dedicaba a mis juegos mentales en clase, sustituyendo caras y cuerpos, chico con chico, chica con chica y combinando géneros, era como una carrera de obstáculos en la que me asaltaban imágenes sexuales sin ton ni son. El carácter aleatorio y el poder indiscriminado de lo que yo mismo me hacía ver resultaban pasmosos; y la necesidad a la que notaba que respondían me asaltaba como una marejada de odio hacia mí mismo. Ahora sé que estaba enloqueciendo.

Me salvó un villano de cómic.

Se llamaba Sombra Sigilosa y era un malvado habitual de las páginas de El Hombre Puma. Era un supercriminal, un pistolero ladrón de joyas que conducía un coche anfibio trucado y farfullaba una versión de Nietzsche propia de retrasado mental en bocadillos de texto de tamaño exagerado. El Hombre Puma, un blandengue moralista que llevaba un Cadillac del 59 que llamaba Gatomóvil, siempre conseguía enchironar a la Sombra Sigilosa, aunque éste siempre se fugaba un par de números después.

La Sombra me gustaba por el coche y por una capacidad sobrenatural que poseía y que yo tenía la sensación de ser capaz de emular de forma realista. El coche era anguloso y reluciente, todo él de acero mate, todo él maldad. Tenía unos faros que lanzaban un rayo nuclear letal que convertía en piedra a la gente; en lugar de gasolina, el motor funcionaba con sangre humana. La tapicería estaba confeccionada con pieles de felino de color tostado, procedentes de la familia mártir del archienemigo Hombre Puma. Del portaequipajes sobresalía una horca. Cada vez que la Sombra Sigilosa se cobraba una víctima, su novia vampiro, Lucretia, una rubia alta de largos colmillos, marcaba una muesca con ellos en la madera.

¿Basura ridícula? De acuerdo. Pero el dibujo era soberbio y la Sombra Sigilosa y Lucretia destilaban una maldad elegante y sensual. La S. S. tenía un bulto cilíndrico que le llegaba casi hasta la rodilla de la pernera izquierda del pantalón; los pezones de Lucretia siempre estaban erectos. Eran unos dioses high-tech veinte años antes del high-tech, y me pertenecían.

La Sombra Sigilosa tenía la facultad de disfrazarse sin cambiar de ropa. La conseguía bebiendo sangre radiactiva y concentrándose en la persona a la que quería robar o matar, de modo que se empapaba tanto del aura de esa persona que acababa asemejándose psíquicamente a ella, de tal forma que era capaz de imitar todos sus movimientos y de anticipar cada uno de sus pensamientos.

El objetivo último de la S. S. era conseguir la invisibilidad. Este propósito lo impulsaba, lo impelía más allá del don que ya poseía de la invisibilidad psíquica, de ser capaz de encajar en cualquier lugar y ocasión. Ser invisible físicamente le daría carta blanca para apoderarse del mundo.

Naturalmente, la Sombra Sigilosa nunca conseguía su propósito, pues ello habría aniquilado sus posibles confrontaciones con el Hombre Puma y éste era el héroe de la historieta. Pero la S. S. vivía en la ficción y yo, en cambio, era real, de carne y hueso y acero mate. Decidí hacerme invisible.

Mis tránsitos de silencio y las películas mentales habían sido un buen entrenamiento. Sabía que mis recursos intelectuales eran soberbios y había reducido mis necesidades humanas al puro mínimo que la nulidad de mi madre se ocupaba de cubrir: techo, comida y unos dólares a la semana para incidencias. Pero la imagen de intruso callado que había llevado como escudo durante tanto tiempo me perjudicaba: carecía de habilidades sociales, no percibía a los demás como otra cosa que objetos risibles y, si quería imitar con éxito la invisibilidad psíquica de la Sombra Sigilosa, tendría que aprender a mostrarme obsequioso y estar al corriente de los temas propios de adolescentes que tanto me aburrían: deportes, citas y rock and roll. Tendría que aprender a conversar.

Y eso me aterrorizaba.

Pasé largas horas en clase, con mis películas mentales silenciadas mientras mis oídos rastreaban en busca de información; en el gimnasio escuché largas conversaciones, prolijamente embellecidas, sobre tamaños de penes. Una vez me encaramé a un árbol cerca del vestuario de las chicas y escuché las risitas que se alzaban entre el siseo de las duchas. Recogí mucha información, pero no me atrevía a actuar.

Así pues, reconozco que por cobardía tiré la toalla. Me convencí de que, aunque la Sombra Sigilosa pudiera dejar de depender de disfraces, yo no podría. El problema, así, quedaba limitado a conseguir una armadura adecuada.

En 1965 existían tres estilos de indumentaria favoritos entre los adolescentes angelinos de clase media: el surfero, el chicano y el colegial. Los surferos, practicaran de verdad el surf o no, llevaban pantalones blancos Levi's, zapatillas de tenis Smiley de Jack Purcell y Pendleton's; los chicanos, tanto miembros de bandas como pseudorrebeldes, llevaban pantalones militares con corte lateral en las vueltas, camisas Sir Guy y gorros de lana de granja penitenciaria. Los colegiales se inclinaban por ese modo de vestir -camisa con botones en las puntas del cuello, suéter y mocasines- que todavía se lleva. Calculé que tres conjuntos de cada estilo me proporcionarían suficiente camuflaje.

En ese momento me asaltó una nueva oleada de miedo. No tenía dinero para comprar ropa. Mi madre nunca dejaba un dólar sin guardar y era sumamente tacaña, y yo aún no me atrevía a hacer lo que mi corazón más deseaba: forzar una puerta y entrar a robar. Disgustado por mi cautela, pero decidido todavía a conseguir un vestuario, asalté los tres armarios roperos de mi madre, llenos de prendas de su juventud que ya no se ponía.

Visto retrospectivamente, sé que el plan que tramé fue producto de la desesperación: una táctica dilatoria para retrasar mi inevitable curso acelerado sobre relaciones sociales; en aquel momento, sin embargo, me pareció el epítome de lo razonable. Un día me fumé las clases y me llevé un surtido de afilados cuchillos de cocina al armario de la alcoba de mi madre. Estaba convirtiendo uno de sus viejos abrigos de tweed en una capa cuando ella regresó del trabajo, antes de lo habitual; al ver lo que hacía, se puso a gritar.

Con un gesto que pretendía ser tranquilizador, yo levanté las manos, en las que aún sostenía un cuchillo de carne con filo de sierra. Mi madre soltó tal chillido que temí que se le rompieran las cuerdas vocales; después, consiguió articular la palabra «animal» y señaló mi entrepierna. Vi que tenía una erección y solté el cuchillo; mi madre me abofeteó torpemente, con la mano abierta, hasta que la visión de la sangre que me salía de la nariz la obligó a parar. Echó a correr escaleras abajo. En apenas diez segundos, la mujer que me había dado a luz pasó de nulidad a archienemiga. Fue como llegar al hogar.

Tres días más tarde, decretó mi castigo formal: seis meses de silencio. Cuando me anunció la sentencia, sonreí; fue un alivio temporal de mis terribles temores respecto a la misión de la invisibilidad, y también la oportunidad de montarme películas mentales sin límite.

Aunque mi madre sólo pretendía que no abriera la boca en casa, tomé el edicto al pie de la letra y llevé mi silencio a todas partes. En la escuela ni siquiera hablaba cuando me dirigían la palabra: si los maestros necesitaban una respuesta por mi parte, escribía una nota. Esto creó bastante revuelo y muchas especulaciones sobre mis motivos. La interpretación más común fue que era una especie de protesta contra la guerra de Vietnam, o una expresión de solidaridad con el movimiento de los Derechos Civiles. Como sacaba notas excelentes en los exámenes y en los trabajos escritos, mi mudez se toleraba, aunque fui sometido a una batería de tests psicológicos. Manipulé los tests para mostrar en cada uno de ellos una personalidad completamente distinta, lo cual desconcertó a los pedagogos hasta tal punto que, después de muchos intentos fallidos para que mi madre interviniera, decidieron permitir que me graduara en junio.

Así pues, mis películas mentales en clase pasaron a ir acompañadas de las miradas directas de mis compañeros, varios de los cuales me consideraban «molón», «alucinante» y «vanguardista». El tema central era penetrar objetos aparentemente impenetrables y las miradas de asombro que me dedicaban me hacían sentir capaz de cualquier cosa.

Junto con este sentimiento, desarrollé un odio acerbo hacia mi madre. Me aficioné a hurgar entre sus cosas, buscando modos de hacerle daño. Un día se me ocurrió mirar en su cajón de las medicinas y encontré varios frascos de fenobarbital. Se me encendió una luz en la cabeza y registré el resto de su habitación y el baño. Debajo de la cama, en una caja de cartón, encontré la confirmación que buscaba: frascos vacíos del sedante, puñados de ellos, cuyas etiquetas llevaban fechas que se remontaban a 1951. Dentro de los frascos había hojitas de papel cubiertas de escritos a lápiz con letra minúscula e indescifrable.

Como no entendía las palabras de mi madre zombi, tenía que conseguir que las leyera ella en voz alta. Al día siguiente, en clase, le pasé una nota a Eddie Sheflo, un surfero que, según se comentaba, había dicho que «lo de Marty me parece cojonudo». La nota decía:


Eddie:

¿Puedes comprarme un bote de un dólar de benzas del 4?


El surfero rubio y grandote rechazó el dólar que le ofrecía y dijo:

– Cuenta con él, mudo con huevos.

Esa tarde, cambié el fenobarbital por la bencedrina y la bombilla de encima de la cómoda de mi madre por otra menos potente. Las dos clases de pastillas eran pequeñas y blancas, y esperaba que la luz mortecina contribuiría a que las confundiera.

Me senté abajo a esperar el resultado de mi experimento. Mi madre volvió a casa del trabajo a la hora de siempre, las seis menos veinte, me saludó con un gesto de la cabeza, tomó su acostumbrado bocadillo de ensalada de pollo y subió al piso de arriba. Yo esperé en la que había sido la silla favorita de mi padre, hojeando un montón de cómics de El Hombre Puma.

A las nueve y diez, oí unos ruidos en la escalera y, al momento, mi madre apareció ante mí sudorosa, con los ojos desorbitados, temblando bajo la combinación. «¿Qué, dándole al zumo de zanahoria, mamá?», dije, y ella se llevó las manos al corazón, con la respiración acelerada. «Qué curioso, a Bugs Bunny no lo afecta así», añadí, y ella se puso a farfullar sobre el pecado y aquel chico horrible con el que se acostó por su cumpleaños en 1939, y cuánto odiaba a mi padre porque bebía y tenía una cuarta parte de sangre judía, y teníamos que apagar las luces de noche o los comunistas sabrían lo que estábamos pensando. Yo sonreí, le dije: «Tómate dos aspirinas con otro trago de zumo de zanahoria», di media vuelta y salí de la casa.

Deambulé por el barrio toda la noche; luego, al alba, volví a casa. Cuando encendí la luz del salón, vi que por una rendija del techo goteaba un líquido rojo. Fui arriba a investigar.

Mi madre yacía en la bañera, muerta. Sus brazos cubiertos de cortes sobresalían a los lados y la bañera estaba hasta el borde de agua y sangre. En el suelo, media docena de frascos de fenobarbital flotaban en dos dedos de agua roja.

Bajé al vestíbulo y llamé a Emergencias. Con la voz adecuadamente sofocada, di mi dirección y dije que quería informar de un suicidio. Mientras esperaba la ambulancia, llené el cuenco de las manos con la sangre de mi madre y bebí a grandes tragos.

5

Los rosacruces se quedaron con la casa, el coche y todo el dinero de mi madre. A mí me quedó una audiencia para decidir sobre mi custodia. Como sólo faltaban seis meses para que me graduara del instituto y para que cumpliera los dieciocho, se consideró que una familia de adopción formal sería una pérdida de tiempo, y mi tutor de duodécimo curso dijo a las autoridades juveniles que yo era «demasiado introvertido y perturbado» para que se me concediera el estatus de «menor emancipado». Mi negativa a asistir al funeral o a ponerme en contacto con mi padre, que vivía en Michigan, lo convencieron de que necesitaba «disciplina y asesoramiento, preferiblemente de una figura masculina». Así, el hogar de acogida juvenil me envió a vivir a casa de Walt Borchard.

Walt Borchard era un pasma de L. A., un hombretón gordo y bondadoso de poco más de cincuenta años. De los veintitrés que llevaba en el DPLA, había pasado la mayor parte de ellos dando conferencias en escuelas de enseñanza primaria, unas charlas preventivas sobre drogas, pervertidos y lo perniciosa que resultaba la vida delictiva. Mostraba a los chicos su calibre 38, les marcaba un golpe debajo de la barbilla y les recomendaba que «fueran buenos chicos». Había enviudado, no tenía hijos y vivía en el piso más grande de un edificio de doce apartamentos del que era propietario. Allí tenía una «habitación de soltero», siempre disponible, para acoger a los chicos que le mandaba el hogar juvenil, y aquel chabolo de cuatro por seis metros a una manzana de Hollywood Boulevard se convirtió en mi nuevo hogar.

El anterior ocupante de la habitación había sido un hippie y había dejado un montón de alfombras peludas, carteles de los Beatles en las paredes y un armario lleno de pantalones acampanados, chalecos de flores y zapatillas deportivas.

– Estaba colgado de ácido -dijo el «tío» Walt cuando me trasladé a su casa-. Creía que podía volar. Se tiró del edificio Taft agitando los brazos y, ¿sabes qué?: estaba equivocado. Pero murió colocado. El forense dijo que iba hasta el culo. Tú no tienes ideas absurdas, ¿verdad?

– Yo tengo tendencias vampíricas -respondí.

– Yo también. -El tío Walt se rio-. De hecho, ayer mordí a la chica de abajo, la del apartamento número cuatro. Mira, Marty, no te metas en asuntos de drogas y sé amable con los otros inquilinos, ve a clase y mantén limpio tu cuarto: así nos llevaremos de maravilla. El centro de acogida me paga por tenerte aquí y, como no pretendo hacerme rico, te daré treinta dólares semanales para que salgas por ahí y también te mantendré. Sin embargo, hasta que cumplas los dieciocho tendrás que obedecer el toque de queda y no podrás estar en la calle después de las once de la noche. En el Boulevard hay cantidad de cuellos bonitos que morder, pero a las 10.59 tendrás que dejarlos para el día siguiente. Y si necesitas algo, ya sabes dónde estoy. Me gusta hablar y no se me da mal escuchar.

El arreglo cuajó. Tenía un barrio por descubrir, un refugio seguro al que regresar y, en la escuela, un aura nueva llena de glamour: era el tipo que no había derramado una sola lágrima al encontrar muerta a su madre, el tipo que tenía su propia cueva, el tipo que había doblegado a la administración con su largo silencio y que ahora importunaba a la gente con ocasionales sentencias como: «La sangre reina, la lefa mancha» y «La Sombra Sigilosa vencerá». Sentía que me estaba haciendo adulto.

Mi vida se dividía entre la escuela y las películas mentales, los paseos nocturnos por las calles laterales que bordeaban Hollywood Boulevard y las horas cautivas que pasaba escuchando la filosofía de andar por casa de Borchard. Sus sentencias eran menos concisas que las mías y pensaba recopilarlas en un libro y publicarlas cuando se jubilara del DPLA. Entre sus perlas de sabiduría más frecuentes se contaban:

«Que Dios bendiga a los maricones, más mujeres para los demás.»

«No me gustaría que esos negros de mierda vinieran a vivir al barrio, pero no haré nada para que no lo hagan: y si vienen, seré el primero en darles la bienvenida con un cubo de chuletas y una gran botella de vino barato.»

«En Vietnam no tenemos nada que hacer, a menos que estemos dispuestos a ganar, y eso significa lanzar la bomba H.»

«Si Dios no quisiera que los hombres comiesen chocho, no le habría dado forma de taco.»

Etcétera, etcétera. Era un tipo solitario, colmado de candidez y de buena voluntad. Su falta de recursos mentales y su constante necesidad de audiencia me asqueaban y temía sus llamadas a mi puerta. Pero yo seguía callado. Por encima de todo, conocía el valor del silencio.

Mi nuevo barrio me resultaba perturbador por su falta de silencio. Estaba el constante rugido nocturno de los coches que se dirigían al Boulevard y había también mucho tráfico de peatones, compradores que regresaban de los mercados de Sunset abiertos toda la noche y hippies furtivos que se agenciaban droga amparados en las sombras de las calles laterales. Incluso la naturaleza visual era ruidosa. La neblina de neón que cubría el cielo parecía crepitar y crujir con insinuaciones del cutrerío que pregonaba.

Después de cinco meses en Hollywood, dejé de patrullar la vecindad y pasaba todas las noches en mi habitación, proyectando películas mentales. A veces venía Walt Borchard e insistía en hablar. Yo lo desintonizaba y el espectáculo continuaba. La trama giraba cada vez más en torno al trío de la Sombra Sigilosa, Lucretia y yo, que salíamos a saquear en nuestro coche de acero mate, en busca de la invisibilidad. Las escenas se convertían casi en multidimensionales: la sensación de mí mismo apretujado entre los supercriminales, el aroma del aceite de motor y la sangre, los gorgoteos de nuestras víctimas cuando les atacábamos la yugular… Como cineasta interior, había mejorado mucho con el paso de los años y, para entonces, mi destreza había crecido y había incorporado los últimos adelantos técnicos. Mi cerebro estaba dotado de color deluxe, pantalla panorámica, sonido estereofónico y Oloroscope. Si hubiera podido cobrar entrada, me habría hecho millonario.

En abril de 1966 cumplí dieciocho años; en junio me gradué en el instituto. Legalmente, era un adulto y podía dejar la tutela de Borchard. Como no tenía dinero ni trabajo, sopesé mis alternativas. Entonces, el tío Walt me ofreció quedarme, a cambio de que le pagara un alquiler simbólico, y él me ayudaría a encontrar empleo. El patético motivo que se escondía detrás de la oferta era obvio: nadie lo había escuchado nunca con tanta atención como yo, y no soportaba la idea de perder un público tan excelente. El aspecto simbiótico de la relación me gustó y me avine a quedarme.

Borchard me consiguió trabajo en la Biblioteca Pública de Hollywood, en Ivar Street, al sur del Boulevard. Mi cometido consistía en ordenar libros y entrar en el lavabo de hombres cada media hora y carraspear tan alto como pudiera, una estrategia cuyo objetivo era ahuyentar a los homosexuales que se enrollaban allí. Me pagaban un dólar y sesenta y cinco centavos la hora y era un empleo hecho a mi medida: me pasaba el día viendo películas mentales.

Una tarde de junio, al volver a casa, me encontré al tío Walt limpiando el garaje de la parte trasera del edificio. El sol del atardecer se reflejaba en una serie de utensilios de acero mate que envolvía en un hule. Las herramientas tenían un aspecto malvado, a la Sombra Sigilosa le habría gustado tener algo así.

– ¿Qué es eso?-le pregunté.

– Herramientas de ratero -respondió Borchard alzando un instrumento que parecía un bisturí-. Este pequeñín es una ganzúa y éste, un cincel: con el lado plano haces saltar el cerrojo y con el afilado destrozas el dintel de la puerta. Estos otros pequeños son un reventador de ventanas, un taladro de empuje y una palanca. Ese papá grande de allí es un cortacristales con ventosa. ¿Qué pasa, Marty? Te veo nervioso.

Respiré hondo y fingí indiferencia encogiéndome de hombros.

– Me duele un poco la cabeza. ¿Y por qué los mangos tienen esas marcas de haberlos rascado con un cepillo metálico? ¿Para agarrarlos mejor?

– En parte -respondió Borchard, alzando la palanca-, pero las estrías son, sobre todo, para evitar las huellas dactilares. Mira, la posesión de herramientas para robo con escalo es un delito; si al ladrón lo pillan con ellas, lo detienen. Y si lo sorprenden con ellas dentro de una casa, implica que está robando y se suman las penas. Pero con estas marcas no quedan huellas, por lo que, si está dentro de una casa y lo descubrimos, siempre puede decir que las herramientas no son suyas, por más evidente que sea lo contrario. Las muescas también son útiles para rascarse la espalda.

El tío Walt se rascó la espalda con el mango de la palanca y yo pregunté:

– Si son ilegales, ¿cómo es que las tienes?

– Marty, pequeño, eres un chico listo, pero algo ingenuo. -Borchard me pasó el brazo por los hombros con un gesto paternal-. Antes de entrar en la oficina de Relaciones Públicas del DPLA, fui detective de robos con escalo durante tres años y podríamos decir que me las apañé para hacerme con unas cuantas piezas, ¿entiendes? Está bien tener herramientas, además uso la ganzúa para jugar a los dardos. Pego una foto de Lyndon B. Johnson o de cualquier otro de esos malditos liberales a la pared y hago volar la herramienta. Tac, tac, tac. Vamos, subamos al apartamento. Tengo un par de pizzas congeladas que están pidiendo cómeme.

Aquella noche, mantuve el monólogo de Borchard centrado en un solo tema: el robo con escalo. No tuve que fingir atención: en esta ocasión, vino por sí sola, como si el operador de cabina que utilizaba para las películas mentales estuviera en huelga y yo hubiese encontrado un entretenimiento mejor. Aprendí la utilización práctica de las hermosas herramientas de acero mate; me enteré de las técnicas rudimentarias para neutralizar alarmas. Aprendí que la adicción a las drogas y la propensión a alardear de las propias hazañas solían conducir a la ruina del ladrón y que si éste no era demasiado codicioso y cambiaba a menudo de zona de actuación, podía eludir la captura indefinidamente. Los tipos criminales quedaron grabados en aquella parte de mi mente donde sólo moraba la lógica: rateros que robaban dinero y joyas sueltas que podían tragarse si se presentaba la pasma; ladrones de tarjetas de crédito que hacían una retahíla de compras y vendían el material a los peristas. Envenenadores de perros guardianes, asaltantes que penetraban en una casa y violaban a la dueña, y atrevidos ladrones que pegaban palizas y robaban se unieron a la Sombra Sigilosa en mi séquito mental.

Hacia medianoche, Borchard, grogui de pizza y cerveza, bostezó y me acompañó a la puerta. Cuando ya me iba, me tendió la palanca cincel.

– Diviértete, chico. Dale a L. B. J. unas cuantas veces de parte del tío Walt, pero procura no estropear la pared. Ese contrachapado es caro.

Noté en la mano las estrías del acero, que parecían arder. Regresé a mi habitación sabiendo que tenía coraje para hacerlo.

6

La noche siguiente, di el golpe.

El día se había reducido a furiosas películas mentales y temblores externos, y el bibliotecario jefe me preguntó un par de veces si había pillado un resfriado; pero cuando cayó la oscuridad, se adueñó de mí una profesionalidad largo tiempo enterrada y mi mente se concentró en las exigencias del trabajo que se avecinaba.

Ya había decidido que mi «chicha» serían las viviendas de mujeres solitarias y que sólo robaría lo que, razonablemente, pudiera llevar encima. Sabía, por anteriores monólogos de Walt Borchard, que la zona que quedaba justo al sur de East Griffith Park Road estaba relativamente libre de pasma; era un barrio de clase media con baja criminalidad que sólo requería una vigilancia superficial. Con esta información privilegiada en la cabeza, me encaminé hacia allí cuando salí del trabajo.

Las calles de la zona de Los Feliz y Hillhurst eran una combinación de casas de estuco de cuatro vecinos y casitas unifamiliares, de jardines delanteros estrechos y anchos. Trazando un ocho, rodeé los bloques de viviendas desde Franklin hacia el norte, comprobando si había o no coches en los garajes particulares y buscando puertas débiles que se vieran fáciles de forzar. La palanca cincel descansaba en mi bolsillo trasero, envuelta en un par de guantes de goma que había comprado durante la hora del almuerzo. Estaba preparado.

El sol empezó a ponerse a las siete y media y tuve la sensación de que los garajes que todavía estaban vacíos seguirían estándolo. Entre las seis y las siete había habido una gran marea de gente que volvía a casa del trabajo, pero el tráfico ya estaba disminuyendo y empezaba a ver más y más viviendas a oscuras y sin coches en las calzadas privadas de acceso. Decidí esperar a que anocheciese del todo para ponerme en marcha.

Veinticinco minutos después, me encontraba en New Hampshire Avenue, acercándome a Los Feliz. Llegué a una zona de oscuras casas de una planta y empecé a pasar junto a los patios delanteros, deteniéndome a buscar nombres de mujeres solteras en los buzones. Los cuatro primeros identificaban a los inquilinos como «Sr. y Sra.», pero la quinta era chicha: «Srta. Francis Gillis.» Anduve hasta la puerta y llamé al timbre antes de que el miedo pudiera atenazarme.

Silencio.

Un timbrazo. Dos. Tres. Detrás de la ventana de la fachada, la oscuridad parecía intensificarse con el eco de cada llamada. Me puse los guantes, saqué la herramienta y la encajé en el estrecho espacio entre la puerta y el dintel. Me temblaban las manos y me dispuse a empujar, forzar y astillar. Sin embargo, justo entonces, los temblores se aceleraron y el filo plano de la ganzúa corrió limpiamente el pasador de la cerradura. La puerta se abrió con un clic por pura chiripa.

Me colé dentro y cerré la puerta; luego, me quedé absolutamente inmóvil en la oscuridad del interior, esperando a que se revelara la forma y distribución de la estancia. Notaba una comezón desde la pelvis a las rodillas y, mientras estaba allí plantado pensando en la Sombra Sigilosa, la sensación se fue concentrando en mi entrepierna.

Entonces se produjo un ruido de rascar de uñas y una poderosa fuerza bruta me golpeó la espalda. Unos dientes se cerraron sobre mi rostro y noté que me desgarraban una parte de la mejilla. Dos ojos amarillentos brillaron de inmediato ante mí, enormes y extrañamente traslúcidos. Supe que se trataba de un perro y que la Sombra Sigilosa quería que lo matara.

Los dientes se cerraron de nuevo; esta vez, me rozaron la oreja izquierda. Noté las uñas escarbando en mi estómago y lancé un golpe con la punta afilada de mi herramienta, adelante y arriba, donde calculaba que estarían los intestinos del animal. Fue una imitación perfecta del movimiento de la S. S. y, cuando el filo desgarró la piel y asomaron las entrañas, calientes y húmedas, llegué al borde del orgasmo. Me quité el perro de encima, mientras el animal iniciaba una serie de agónicos mordiscos por puro reflejo, y permanecí tumbado, aplastado contra el suelo. Mis ojos ya se habían adaptado a la oscuridad, así que distinguí un sofá repleto de cojines a unos palmos de donde me encontraba. Me arrastré hasta allí, agarré un almohadón de buen tamaño, adornado con borlas, y lo presioné sobre la cabeza del perro hasta asfixiarlo.

Cuando me incorporé, me sentí mareado. Encontré una lámpara de pie y la encendí. A su luz vi una sala de estar de estilo danés moderno con una naturaleza muerta de estilo Plunkett moderno en el centro, una alfombra empapada de sangre y un pastor alemán con un cojín de ganchillo por cabeza. Me temblaban las manos, pero una película mental en blanco me permitía mantener la calma. Me dispuse a realizar mi primer robo.

En el cuarto de baño, me lavé la herida de la mejilla con agua de hamamelis y luego me apliqué un lápiz astringente en el corte. Pronto se formó una costra y, tras cubrir la zona con pequeñas tiras de esparadrapo, pasé al dormitorio.

Procedí despacio, metódicamente. Primero, me quité la camisa manchada de sangre, formé una pelota con ella y revolví el armario hasta encontrar una camisa azul que no levantaría sospechas en un hombre. Me la puse y observé cómo me quedaba en el espejo de la pared. Ajustada, pero no se me veía raro con ella. El pantalón también estaba empapado en sangre y sucio de restos de tripas, pero era oscuro y las manchas no se notaban demasiado. Podía volver a casa con él.

Me concentré en el saqueo y hurgué en los cajones, cómodas y alacenas, hasta dar con una cajita de madera de cedro llena de billetes de veinte dólares y un secreter de terciopelo donde había piedras relucientes y sartas de perlas que parecían auténticas. Pensé en hacer una búsqueda de tarjetas de crédito, pero decidí que no era aconsejable. Lo del perro muerto podía significar que el robo recibiera más atención de la habitual por parte de la policía, y no quería arriesgarme a traficar con tarjetas que fueran objeto de especial interés de la pasma. Para ser el primer golpe, había robado suficiente.

Con la herramienta, el dinero y las joyas en los bolsillos del pantalón, di una última vuelta por la casa, apagando luces. Cuando recogí la camisa ensangrentada, la Sombra Sigilosa me envió un pequeño adorno conmemorativo y, camino de la puerta, arrojé una caja de galletas para perro junto a la cabeza cojín del pastor alemán.

7

La noche en New Hampshire Avenue fue el principio de mi aprendizaje criminal y el inicio de una serie de conflictos: las batallas internas que libraban las piezas de puzle de mis impulsos emergentes. Durante los once meses siguientes, me pregunté si las distintas partes de mí llegarían algún día a reconciliarse hasta el punto en que todas las piezas encajaran unas con otras, lo cual me permitiría convertirme en el hombre de acción que aspiraba a ser.

Proseguí con mi carrera de ratero dos noches más tarde. Entré en tres apartamentos a oscuras de un mismo bloque, en Hollywood Este, utilizando sólo la ganzúa para forzar las puertas. Robé cuatrocientos dólares, una caja de bisutería, cubiertos de plata y media docena de tarjetas de crédito. Pero luego, cuando llegué a casa y estuve a salvo, advertí que me sentía decepcionado. Mi triple éxito había sido anticlimático. La noche siguiente forcé una ventana para colarme en una casa y aquello me obligó a razonar conscientemente mis actos: mi primer robo con escalo había sido sangre, suciedad, vísceras y coraje; en los siguientes me dediqué a refinar la técnica y resultaron mucho menos estimulantes. Llegué a la conclusión de que tenía que ser prudente y supercauteloso. No habían de cogerme nunca. En el plano intelectual, esa conclusión me contuvo por un tiempo.

Pero a su estela llegaron otras verdades que me resultaron duras.

Para empezar, no me sentía capaz de vender las joyas y tarjetas de crédito que robaba. Me daba miedo establecer unos contactos criminales que me harían vulnerable al chantaje, y además necesitaba tocar las recompensas concretas de mis proezas. Las plaquitas de plástico grabado con nombres de mujeres anónimas hacía que sus vidas alimentasen mis películas mentales, de forma que cada una servía para escapar horas y horas del aburrimiento. Las joyas añadían peso táctil a mis proyecciones cinematográficas y nunca me preocupé de averiguar si eran verdaderas o falsas.

Así, a medida que progresaban mis incursiones en las casas, el único beneficio práctico que obtenía era el dinero que encontraba, pequeñas cantidades por lo general. Seguía trabajando en la biblioteca y guardaba el dinero robado en una cuenta de ahorros. Walt Borchard me enseñó a conducir y, a principios de 1968, cuando ya llevaba seis meses de aprendizaje, me saqué el carnet y me compré un coche, un inocuo Valiant del 60. Fue precisamente mientras cartografiaba terrenos más amplios en él cuando se me presentó el conflicto más peligroso.

Una horrible urbanización de casas adosadas, todas iguales, se desplegaba ante mi parabrisas y, por el número de niños que jugaban en los patios delanteros, comprendí que las mujeres solas serían muy pocas. Decidí ir hacia el oeste, en dirección a Encino, pero algo me mantenía pegado al borde del carril derecho, con los ojos pendientes de aquellas calzadas de acceso idénticas ante las que pasaba. Entonces vi un perro callejero caminando por la acera y la imagen me asaltó.

Había estado mirando las puertas abatibles para perros, intercaladas entre las habituales puertas laterales que todas las casas ante las que había pasado tenían en el mismo sitio. De repente, evoqué el olor que había captado en la casa de New Hampshire Avenue diez meses atrás, un aroma metálico que me llenó las fosas nasales y me provocó temblores en las manos que agarraban el volante. Me detuve junto a la acera y el recuerdo volvió de lleno. Junto a él, se produjo un bombardeo de memorias de mis otros sentidos: el sabor de la sangre de mi madre mezclada con agua, los carteles de «Cuidado con el perro» que había visto tiempo atrás mientras elegía casas que saquear, cómo era llegar al clímax… El perro de la acera empezó a parecerse al Hombre Puma, el odiado enemigo de la Sombra Sigilosa. Entonces, el sentido de la razón que había adquirido se impuso y me largué de aquel barrio horrible y peligroso antes de que pudiera cometer un error.

Aquella noche, en casa, acaricié mi ganzúa y cerré la sala de cine que tenía allí para entretenerme las veinticuatro horas del día. Cuando ante mis ojos apareció una pantalla vacía, la llené con lo que sabía y con lo que debía hacer al respecto, escrito con una caligrafía sencilla que no dejaba lugar al adorno.

«Has estado tratando de revivir inconscientemente la muerte del perro.

»Lo has hecho porque te corriste de excitación.

»Has asumido riesgos innecesarios para lograr la gratificación sexual.

»Si sigues arriesgándote, te detendrán, te juzgarán y te condenarán por robo con escalo.

»Debes parar.»

Mi máquina de escribir mental destelló una serie de signos de interrogación en respuesta a mi última frase y, cuando llegaron al papel en blanco, fueron como golpes en el corazón. Agarré la palanca con más fuerza y mi mente se sacudió en busca de la respuesta al dilema más autodestructivo que haya conocido nunca el hombre. Entonces, llegó otra serie de frases:

«Déjalo. No permitas que sea tu muerte.

»Contrólate, como la Sombra Sigilosa.

»Pero él tiene a Lucretia.

»Oblígate a tener sueños que te proporcionen alivio.»Pero eso es traicionarme a mí mismo.

»Haz lo que todo el mundo hace consigo mismo.

»No.

»No.

»No.

»Tócate, mutílate o mátate, pero hazlo ahora.»

Me desnudé y me acerqué al espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Al contemplar mi imagen reflejada, vi a un muchacho-hombre alto y huesudo, con la piel descolorida y unos fieros ojos castaños. Recordé las explosiones de cuando dormía, que no procedían de los sueños, sino de la acumulación de imágenes de odio de mis películas mentales, y pensé en la vergüenza que sentía cuando despertaba y encontraba pruebas de lo que secretamente deseaba. El corazón me latía con fuerza y noté que me faltaba el aire, por lo que todo mi cuerpo temblaba. Me coloqué el extremo afilado de la palanca debajo de los genitales y luego me lo llevé a la garganta. En ambos puntos me hice cortes de los que brotaron finos hilillos de sangre y, al ver lo que me estaba haciendo, contuve una exclamación y me aparté del espejo, arrojándome sobre la cama. Allí, mientras el mango de la herramienta de ratero me dejaba marcas de acero mate en la entrepierna, lloré y me di alivio, el amargo precio por ser capaz de seguir adelante.

8

Mi contacto con la autoaniquilación me llevó a tomar la decisión de fantasear menos y robar más. Reducir la vida mental resulta doloroso, pero la audacia que adquirí tras el trance contribuyó a cicatrizar la herida. En el plazo de una semana, realicé cinco golpes -cada uno en la jurisdicción de un departamento de policía diferente, cada uno con distinta forma de entrar-, de los que obtuve un total de setecientos dólares y unos centavos, dos relojes Rolex y un Smith & Wesson del 38 que pensé limar hasta que toda su superficie estuviera absolutamente rayada: el arma definitiva de un ladrón de casas. Entonces, el destino me hipotecó a la historia y mi ascensión y caída empezaron a la vez.

Fue el 5 de junio de 1968, la noche siguiente de que dispararan a Robert Kennedy en L. A. El senador yacía en su lecho de muerte en el hospital Good Samaritan, el lugar donde yo nací. Los noticiarios de televisión mostraban enormes multitudes que celebraban una vigilia a las puertas del hospital, y enormes multitudes significaba casas vacías. Walt Borchard me había contado que las zonas residenciales cercanas a los centros médicos estaban llenas de enfermeras: eran buenos lugares para «patrullar en busca de chochos». Tal combinación de factores sugería un paraíso para el ladrón, así que me dirigí al centro con la cabeza llena de visiones de grandes casas vacías.

Wilshire Boulevard era un flujo constante de coches que hacían sonar el claxon en una comitiva fúnebre prematura. La acera del hospital estaba abarrotada de mirones, de gente que guardaba luto antes de tiempo y agitaba pancartas, y de hippies que vendían pegatinas para coches que decían «Rezad por Bobby». Entre la multitud había varias mujeres vestidas de enfermera y empezó a crecerme en la boca del estómago una agradable y sólida sensación. Dejé el coche en un aparcamiento de Union Avenue, a varias manzanas al este del Good Samaritan, y fui andando.

Mis fantasías iniciales acerca del barrio no se cumplieron. Allí no había casas grandes, sólo edificios de apartamentos de diez y doce plantas. Cuando probé las puertas exteriores de los tres primeros monolitos de ladrillo rojo que encontré a mi paso y descubrí que estaban cerradas, la sensación de solidez se esfumó. Después, en la esquina de la Sexta con Union, eché un vistazo al último bloque que acababa de dejar atrás y observé planta tras planta de ventanas a oscuras y, en un edificio tras otro, idénticas escaleras de incendios adosadas. Volví sobre mis pasos y, entrecerrando los ojos, me puse a mirar hacia arriba en busca de alguna ventana abierta.

El tercer edificio del lado este de la calle atrajo mi atención: tenía una ventana entreabierta en el quinto piso, accesible desde el rellano de la escalera de incendios. Comprobé si había algún posible testigo, no vi a nadie, y arrastré un cubo de la basura vacío hasta situarlo inmediatamente debajo de la escalera de incendios. Dominé un ataque de miedo que me hizo castañetear los dientes, me subí al cubo y me encaramé al último tramo de peldaños.

Hacía una noche clara, pero sin luna. Me puse los guantes y me obligué a subir de puntillas, como la Sombra Sigilosa cuando se acercaba a una víctima. Al llegar al descansillo del quinto piso, atisbé hacia abajo; tampoco esta vez vi a nadie y probé la puerta de incendios. Estaba abierta y daba a un largo pasillo deteriorado. Era la ruta de acceso más segura… si no tenía dificultades para abrir la puerta de mi objetivo. En cambio, la ventana, con un metro de vacío y veinte de caída entre ella y yo, parecía más poderosa y siniestra.

Con la pierna derecha extendida al máximo, intenté levantar el cristal con el pie. La ventana se resistía pero, cuando conseguí un punto de apoyo, logré abrirla por completo. Me agaché y, bien agarrado, alargué la pierna de nuevo hasta colarla por el hueco oscuro; después, antes de que me atenazara el pánico, salté del descansillo impulsándome con el otro pie, me agarré con ambas manos al marco de madera de la ventana y efectué una entrada silenciosa y perfecta.

Me encontraba en una modesta sala de estar. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguí un sofá y unos sillones desparejados, unas estanterías hechas con ladrillos y unos tableros llenas de libros de bolsillo, y un pasillo que se abría a la derecha, directamente delante de mí. Del otro extremo llegaba un extraño sonido y me estremecí al pensar que pudiera haber un perro guardián. Saqué el cincel, avancé por el pasillo hasta una puerta entreabierta de la que salía luz de velas y, de inmediato, supe que aquellos ruidos eran los de una pareja al hacer el amor.

Un hombre y una mujer yacían en la cama, entrelazados. Estaban bañados en sudor y se agitaban como serpientes, con movimientos a contrapunto: él, embistiendo implacablemente, arriba y abajo, adentro y afuera; ella, medio de lado, empujando hacia arriba con las piernas entrelazadas detrás de la espalda de su pareja. Encima de una estantería, la llama de una vela se movía al ritmo de la ligera brisa que entraba por una ventana abierta y bañaba la habitación en penumbra, con largos bamboleos de luz en una danza de llamas que terminaba en el punto donde se unían los amantes.

Los gemidos subieron de tono, remitieron y se convirtieron en jadeos medio verbales. Observé que la luz de la vela iluminaba al hombre mientras penetraba a su pareja. Cada parpadeo hacía más hermoso y más explícito el punto de unión. Paralizado, sin pensar en el riesgo que corría, me quedé mirando. No sé cuánto tiempo estuve allí pero, al cabo de un rato, empecé a saber cuál sería el siguiente movimiento de los amantes y pronto empecé a moverme con ellos, en silencio, desde una distancia que parecía vasta pero íntima. Sus caderas se alzaban y caían; las mías también, en perfecta sincronía, rozando un espacio vacío que parecía bullir de cosas que crecían. Pronto, los gemidos de la pareja se intensificaron al unísono, se aceleraron, hasta que pareció que nunca volverían a calmarse. Me sorprendí a mí mismo a punto de gemir con ellos, pero la Sombra Sigilosa me mandó una advertencia profesional y me mordí la lengua. En aquel momento, todo mi ser se disparó como un cohete en mi entrepierna y los amantes y yo nos corrimos a la vez.

Ellos se dejaron caer en la cama, jadeando, ferozmente agarrados el uno al otro; yo me apoyé en la pared para contener las ondas de choque residuales de mi explosión. Apreté la espalda más y más fuerte, hasta que pensé que me partiría el espinazo; entonces, oí unos cuchicheos y una voz de una radio llenó el dormitorio. Un locutor anunciaba con tono sombrío que Robert Kennedy había muerto. La mujer empezó a sollozar y el hombre susurró:

– Vamos, vamos. Sabíamos que iba a pasar.

Las últimas tres palabras me sobresaltaron y retrocedí por el pasillo hasta la sala. Vi unos pantalones de pana tirados en un sillón y un bolso en el suelo, al lado. Pendiente del resplandor de la luz de la vela que escapaba del dormitorio, saqué una cartera del bolsillo trasero de los pantalones y un monedero del bolso abierto. Después, salí por la puerta antes de que el hermoso imán de la vela pudiera atraerme de nuevo hacia los amantes.


En el coche, antes siquiera de animarme a examinar el botín, tuve un terrible momento de revelación. Supe que tendría que hacer aquello una y otra vez y, a menos que mis beneficios criminales hicieran que mereciese la pena el riesgo, moriría de sumisión a aquella ansia. Pensé en las joyas y tarjetas de crédito que escondía en el armario de mi casa y en los nombres y lugares favoritos de los peristas que Walt Borchard había mencionado en sus numerosos monólogos cerveceros. Fui a casa, recogí el botín y salí a añadir otra muesca a mi profesionalidad. Por el camino, me sentí saciado; suavemente calmado, pero lleno de determinación. Amoroso.

La calma dio paso a la aprensión mientras aparcaba en Cahuenga y Franklin, a media manzana del Omnibus, el infame O.B.'s, el local que Walt Borchard había llamado «un saco de pus incluso para lo que se lleva en Hollywood, un verdadero carnaval de los bajos fondos: peristas, moteros, putas, camellos, yonquis y maricones». Antes siquiera de llegar a la puerta, vi confirmada su apreciación. Delante del edificio, un bloque bajo de cemento, había media docena de motos aparcadas en la acera y un grupo de tipos de aspecto peligroso con chaquetas de cuero que se pasaban una botella de whisky. Cuando empujé las puertas batientes, vi que el interior era un gran muestrario de cosas que no había visto nunca.

Al fondo del gran local cargado de humo, había un escenario. En él, unos negros descamisados tocaban congas y, detrás de ellos, un blanco movía un foco de colores en dirección a la pista de baile, en forma de herradura. Una fila de jóvenes, chicos y chicas, hacía cola en la periferia de la masa giratoria de bailarines y, cada pocos segundos, uno de ellos se dirigía a una puerta que alcancé a distinguir en la parte trasera del escenario.

Mientras me adentraba en aquel torbellino del hampa, acaricié el botín que llevaba en los bolsillos de la cazadora para que me diera valor y suerte. Me sumé a la fila de hippies y observé con más detalle la pista. Hombres bailaban con hombres y mujeres con mujeres. Me llegó un olor intenso, almizclado, y deduje que sería marihuana. Enseguida noté un codazo en el costado y me encontré un porro delante de la cara.

– Fuma -me dijo una pelirroja de melena larga y enredada-. Es Acapulco Gold. Volarás.

Pensé en la Sombra Sigilosa y la invisibilidad psíquica y respondí:

– No, gracias. No me va el rollo.

La chica entrecerró los ojos e hizo una calada.

– ¿Eres un estupa?

– No. He venido por negocios.

– ¿Comprar o vender?

– Vender.

– Estupendo. ¿Hierba? ¿Anfetas? ¿Ácido?

La S. S. me susurraba al oído: «Donde fueres, haz…» Impulsivamente, dije: «Una calada», y cogí el porro. Me lo llevé a los labios y aspiré profundamente. El humo ardía, pero lo retuve hasta que noté como si un atizador al rojo me quemase los pulmones. Por fin, solté el humo y respondí, jadeante:

– Joyas, relojes, tarjetas de crédito.

La chica dio otra calada y se presentó:

– Me llamo Lovechild. ¿Eres un criminal o algo así?

Me devolvió el porro y, cuando aspiré el humo, vi a la Sombra Sigilosa y a Lucretia marcándose un lento en la pista. Los demás bailarines topaban con ellos y Lucretia amagaba con morderles el cuello hasta que se retiraban. Al cabo de unos segundos, los danzantes estaban de rodillas, mientras que la S. S. y Lucretia aparecían desnudos y enredados en un amasijo de brazos y piernas, como serpientes. Di otra calada y oí la música procedente del escenario: «¡Me voy a colocar y al cielo voy a volar! ¡Un poco de polvo blanco en un muslo de bruma púrpura! ¡No me preguntes por qué!»

Lovechild se arrimó a mí y protestó, haciendo pucheros:

– ¡No te apalanques el porro, pásalo! ¡Es costo caro!

Todavía con los ojos puestos en la Sombra Sigilosa y Lucretia, metí la mano en el bolsillo derecho de la cazadora y busqué un Rolex de mujer para tranquilizarla. Mis dedos se cerraron en torno a algo metálico y saqué lo que agarraba. Al momento, alguien gritó:

– ¡Tiene un arma!

La fila de hippies se disgregó y la Sombra Sigilosa y Lucretia se desvanecieron. 01 el cuchicheo repetido, «un pasma, un pasma». La realidad se impuso y obligué a mi cerebro, atontado por la marihuana, a recordar el nombre del «perista principal» que, según Walt Borchard, trabajaba en el O.B.'s. Apunté con mi 38 descargada a Lovechild y susurré:

– Cosmo Veitch. Llévame.

La gente empezaba a ponerse nerviosa. Notaba que me estaban midiendo. Tenía a favor mi estatura y mi indumentaria formal pero, aparte de eso, estaba en los huesos y apenas tenía veinte años. Si alguien decidía encender las luces normales del local, quedaría en evidencia que era un impostor, un falso pasma.

Vinieron en mi ayuda viejos recuerdos y películas mentales, y noté que las facciones se me congelaban en esa expresión mía de «no te metas conmigo, soy un pirado». La Sombra Sigilosa me susurraba palabras de estímulo y se señalaba el diafragma; entendí que quería que hablara con una voz grave y áspera, de hombre ya hecho.

– Cálmense, ciudadanos -dije-. Esto no es una redada; es sólo entre Cosmo y yo.

El comentario tuvo el efecto de apaciguar a la masa. Observé que los rostros tensos se relajaban con alivio y los bailarines que tenía directamente delante volvían a la pista y reanudaban sus evoluciones. Reparé en que todavía empuñaba mi 38 a la altura de la cadera y la fila de hippies se había dispersado definitivamente. Estaba concentrándome en mantener mi rostro en las sombras cuando oí una voz masculina a mi espalda.

– ¿Sí, agente?

Lentamente di media vuelta y sonreí. La voz pertenecía a un hombre joven de mirada dura, cuerpo firme y rollizo, gafas de cristales ovalados y cola de caballo.

– Vamos a un sitio tranquilo -dije y apunté con el arma hacia la parte trasera del escenario. Cosmo abrió la marcha y me condujo hasta un cuartito lleno de taburetes y gramolas fuera de uso. La luz era brillante y áspera y mantuve todo mi ser concentrado en dar la impresión de ser mayor de mi verdadera edad y en expresarme como tal.

– Soy el Sigiloso -añadí-. Trabajo en la brigada de Robos en el Valle, y he recibido buenos informes de ti. -Con la pistola apuntando al suelo, vacié el contenido de los bolsillos de la cazadora sobre uno de los taburetes. Cosmo soltó un silbido ante la acumulación de joyas, relojes y tarjetas de crédito. La S. S. hacía gestos de «sé audaz» y, con un suspiro, me limité a decir-: Propón una cantidad, no tengo toda la noche.

Cosmo acarició los dos Rolex, hurgó entre las joyas y levantó varias piedras rojas para observarlas a la luz.

– Quinientos dólares -dijo.

Sentí otro subidón de la marihuana.

– Billetes, no hierba. -Los gestos de la Sombra Sigilosa para que me mostrara atrevido se hicieron más enfáticos y añadí-: Seiscientos.

Cosmo sacó un fajo de billetes del bolsillo, contó seis de cien dólares y me los entregó. Después, señaló una puerta trasera. Me guardé la pistola en el bolsillo, hice una reverencia y me marché como un gran actor que abandonara el escenario después de salir a saludar tras una actuación memorable. Había conquistado el sexo y había conseguido la invisibilidad psíquica en un mismo día. Era inexpugnable; era de oro.

9

Mirar.

Robar.

Mirar y robar.

Pasé veinticuatro horas febriles tratando de reconciliar la logística dual. ¿Casas de parejas recién casadas? No, demasiado arriesgado.

¿Vigilancia a mujeres jóvenes y atractivas con amigos que se quedaban a dormir? No. Demasiado azaroso. Por fin, se me ocurrió una idea. Crucé el vestíbulo y llamé a la puerta del tío Walt Borchard.

– ¿Amigo o enemigo?-gritó el tío Walt.

– ¡Enemigo! -respondí.

– ¡Entra, enemigo!

Abrí la puerta. El tío Walt estaba sentado en el sofá de la sala, engullendo su habitual cena a base de pizza y cerveza, con un papel de periódico en el suelo para recoger el queso fundido.

– Necesito… Necesito hablar -anuncié con fingida sumisión.

– Parece algo serio. Siéntate y coge un trozo.

Me acomodé en una silla delante de él y rechacé la pizza que me ofrecía.

– ¿Has trabajado alguna vez en la brigada Antivicio?-inquirí.

Borchard masticaba y se reía a la vez, la hazaña más compleja que era capaz de hacer.

– Eso suena a problema grave -dijo al tiempo que tragaba-. ¿Estás bien, Marty?

– Sí. Claro. ¿Has trabajado allí o no?

– No. ¿Te has metido en algún lío, chico?

– No. La brigada Antivicio arresta prostitutas, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y chicas de compañía? Ya sabes, prostitutas de esas guapísimas; no putas vulgares y baratas, sino chicas hermosas, chicas que tienen su propio apartamento para llevar a los hombres y que no sea tan cutre como ir a un motel.

Borchard se río tan fuerte que escupió una anchoa y ésta cayó sobre la mesita de café que tenía delante. Se la llevó a la boca de nuevo, volvió a masticarla y preguntó:

– Marty, ¿quieres acostarte con una mujer?

– Sí -respondí, bajando la mirada.

– Mira, muchacho, estamos en 1968. Ahora las chicas lo hacen gratis como no había ocurrido nunca antes.

– Lo sé, pero…

– ¿Has probado con Patty, la vecina de abajo? Se abre de piernas tan a menudo que tendrán que enterrarla en un ataúd en forma de Y.

– Es fea y tiene granos.

– Pues ponle una bolsa de papel en la cabeza y cómprale un tubo de Clearasil.

Me obligué a soltar unas lágrimas de cocodrilo y el tío Walt dijo:

– Oh, mierda, muchacho. Lo siento. Eres virgen, ¿verdad? ¿No lo has hecho nunca y buscas un chocho bonito para tu primer polvo?

– Sí -respondí, secándome la nariz.

El tío Walt se puso en pie, me alborotó el pelo y entró en su dormitorio. Regresó al cabo de un momento y me puso un billete de cien dólares en la mano.

– No digas que nunca te he dado nada y no digas que nunca transgredí las reglas por un colega.

Me guardé el dinero en el bolsillo de la camisa.

– Jo, tío Walt, muchas gracias.

– Ha sido un placer. Ahora, escucha con atención y dentro de una hora, más o menos, te habrán desvirgado. ¿Me oyes?

– Sí.

– Bien. Aquí va una asombrosa información: el DPLA, del que soy miembro, permite que en la zona de Hollywood se ejerza una cierta prostitución. ¿No te resulta chocante? Bien, pues hay una parte del Boulevard, justo al oeste de La Brea, llena de pisos de chicas de compañía. Las chicas van a los bares de los mejores hoteles, como el Cine-Grill del Roosevelt, la terraza del Yamashiro, el Gin Mill del Knickerbocker, etcétera. Las chicas se sientan en la barra, beben cócteles, miran a los hombres solos y no es necesario ser un genio para adivinar cómo se ganan la vida. Su procedimiento habitual consiste en decir una cifra y sugerir que vayáis a su casa. El precio normal son cien dólares por toda la noche, que es justo lo que acabo de poner en tu mano calenturienta. Ahora bien, como todavía no tienes edad para consumir alcohol legalmente, compórtate con frialdad cuando el camarero te pregunte qué quieres tomar. Sé caballeroso con la dama de tu elección, dile que cien pavos es lo máximo que vas a pagar y fóllatela hasta que no puedas más.

Me puse en pie. El tío Walt me dio un golpe debajo de la barbilla y se rio.

– Alguna jovencita va a quemar más goma que la autopista de San Bernardino. Y ahora, largo de aquí. Se me enfría la pizza.


Al cabo de una hora no me estaban desvirgando. Me encontraba sentado en el bar Cine-Grill del hotel Roosevelt, en Hollywood, observando a una mujer que lucía un ajustado vestido negro de lentejuelas y que hablaba con un hombre que fingía espontaneidad y que llevaba un traje de verano con las consabidas insignias del asistente a una convención. La mujer era una pelirroja teñida, pero bonita; el hombre tenía un aspecto fuerte y musculoso. Di un sorbo a mi whisky con soda y mantuve la calma imaginando que eran la Sombra Sigilosa y Lucretia, relajándose después de una larga jornada de acechar a sus víctimas. Casi los sentía a los dos en la cama.

Salieron del bar repentinamente. Cuando se pusieron en pie para marcharse, advertí que estaba proyectando películas mentales y que los había perdido de vista en la realidad física. Conté hasta diez y los seguí.

Vi que tomaban un taxi delante del hotel y corrí hacia mi coche. Fue fácil seguir al taxi, pues había tráfico denso en el Boulevard, de manera que en el cruce con La Brea se quedaron clavados sin poder avanzar. Yo iba justo detrás y saqué los guantes y la palanca de debajo del asiento. Cuando el semáforo se puso verde, sonreí. El taxi se acercaba a la acera. El bloque de pisos de las chicas de compañía del tío Walt había resultado una revelación.

La pareja se apeó del taxi. Yo aparqué a dos coches de distancia y los vi entrar en un gran edificio de apartamentos de color rosa que imitaba las casas de las plantaciones sureñas. La mujer no utilizó llave para abrir la puerta principal, por lo que yo también podría acceder al interior. Me apeé, esperé diez segundos y eché a correr, refrenando la marcha mientras abría la puerta que daba a un largo vestíbulo alfombrado de rosa. La pareja entró en un apartamento del extremo izquierdo del vestíbulo.

Inspeccioné los buzones y adopté la actitud de un joven moderno que vivía en una extravagante plantación rosa de Hollywood Boulevard. Resultó fácil, y fingir aquella despreocupación suprema me hizo sentir descarado. En el vestíbulo no había nadie, pero desde el interior de cada apartamento atronaba un surtido de ruidos de televisión y tocadiscos, por lo que el nivel general de estruendo era considerable. Caminé hacia mi objetivo, estudiando todas las puertas al pasar. Los cerrojos no estaban reforzados y había como mínimo un espacio de quince milímetros entre la puerta y el marco. Si la furcia no había puesto la cadena, podría entrar.

Al llegar a la puerta que me interesaba, escuché, esperando oír los deleites precoitales, pero lo único que capté al otro lado fue silencio. Eché un vistazo rápido al vestíbulo, me puse los guantes, inserté el lado de la ganzúa de mi herramienta y tanteé el cerrojo. Noté que los resortes individuales iban cediendo uno por uno y, cuando el tercero saltó con un clic, abrí la puerta menos de un centímetro, lo cual me bastó para ver una sala de estar con una pequeña cocina a oscuras. Sacudí la cabeza para mantener alejadas las películas mentales y entré; luego, haciendo girar el pomo, cerré la puerta sin hacer el menor ruido.

Unas voces, y no los sonidos de la pasión, me atrajeron hacia el dormitorio, y lo que capté a través de la rendija de la puerta fueron vislumbres de cuerpos imperfectos. Cuando acerqué el ojo a mi visor de dos centímetros, me descorazoné. El era fofo y ella tenía tatuajes en los hombros y en los muslos. Era obvio que se había teñido el vello púbico del mismo color que los cabellos y él no se había quitado los calcetines. Intenté convertirlos en la Sombra Sigilosa y en Lucretia, pero la cámara de mi cerebro se negaba a enfocar, y sus voces eran tan desagradables que comprendí que su cópula sería nefasta y que yo no podría unirme a ellos.

– … no es la primera vez que visito este edificio -decía el hombre-. Estuve en 1964, cuando vine a L. A. para la convención de la Asociación del Alce.

– Aquí trabajan muchas chicas -comentó la prostituta-. Algunas las controlo yo. ¿Quieres que empecemos?

– No tan deprisa. ¿Eres una madama?

– Más bien una hermana mayor y una confidente -suspiró la puta-, una terapeuta, en realidad. Les concierto citas y me quedo una comisión, pero me gusta ser una amiga, la hermana mayor que sabe de qué va el asunto.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, una vez a la semana me reúno con las chicas que conozco que trabajan en esto y hablamos de los clientes y nos hacemos confidencias y… ya sabes.

El hombre soltó una risita.

– ¿Y nunca lo has hecho con otra chica?-inquirió.

– Vaya. Bueno, creo que voy a necesitar un trago para esto. ¿Quieres uno tú también? Tal vez tranquilizará…

Imaginé lo que estaba a punto de ocurrir y me dirigí a la puerta. Cuando tenía la mano en el tirador, vi un bolso en una silla, a pocos metros de distancia. Lo cogí y conseguí desvincularme del apartamento en el preciso momento en que se abría la puerta del dormitorio. Luego corrí.

En el bolso había nueve dólares y cuarenta y tres centavos, además de una información sexual que me impulsó durante más de un año a mirar, albergar esperanzas, merodear y, a veces, a robar. El dinero, por supuesto, carecía de relevancia. Lo que me mantuvo ocupado fue el cuaderno de notas de la furcia.

Se trataba de una improvisada agenda de clientes, sus números de teléfono, las fechas de las citas ya concertadas y una lista de las otras chicas que la «confidente-terapeuta», Carol Ginzburg, «controlaba», junto con los números y los teléfonos de los puteros y notas sobre si la «cita» tendría lugar en un motel, en el piso del cliente o en el apartamento de la propia muchacha. En resumen, aquello era una fuente de información extraordinaria sobre posibles sitios donde mirar y robar y, en el caso de las «citas» ya concertadas, me brindaba la posibilidad de hacer incursiones de reconocimiento del terreno antes de que se produjera el encuentro.

Con la determinación de la Sombra Sigilosa, me dispuse a escribir mi propio cuaderno de notas. Primero, utilicé las Páginas Blancas normales de L. A. y la guía policial «inversa» de números de Walt Borchard. Compilé una lista de las direcciones que correspondían a los números de teléfono y luego, un fin de semana en que el tío Walt salió de la ciudad en una excursión de pesca, simulé un robo con escalo en el garaje trasero y le robé el resto de herramientas de ratero, el cortacésped y un montón de números del National Geographic que, supuestamente, tenían cierto valor. El cortacésped y las revistas los tiré al embalse de Silverlake. Las herramientas las envolví en hule y las metí en un tronco de árbol hueco a dos manzanas de distancia.

A continuación, realicé una serie de misiones de reconocimiento.

Carol Ginzburg y «sus chicas» se encontraban cada domingo para tomar el brunch en el café Carolina Pines, de la esquina de Sunset con La Brea, y en su cuaderno de notas lo calificaba de «charla de chicas». Escuché furtivamente tres de sus sesiones y estudié a las muchachas. Eliminé a «Rita» «Suzette» y «Starr» porque eran unas busconas estúpidas y aprobé a «Danielle», «Lauri» y «Barb», considerándolas aceptables para constituir un tercio de la fusión del trío. Lauri era muy atractiva, alta y majestuosa, con el cabello rubio miel y acento escandinavo. Decidí que, en primer lugar, la seguiría en sus salidas a domicilio, cartografiaría el territorio y puliría mis habilidades de ratero.

Lo hice todo de una manera muy metódica. Lauri tenía una cita en Coldwater Canyon cada tres miércoles. Al inspeccionar la casa, ésta me pareció inexpugnable, con una alarma conectada a la comisaría de policía, y la taché de la lista. También tenía una cita mensual los lunes en una de las zonas menos elegantes de Beverly Hills; las ventanas eran pan comido y junto a las alcobas había abundantes setos que ofrecían un lugar perfecto para esconderse. Aquél sería el «golpe» número uno, el 7 de agosto de 1968.

Y así seguí con el resto de la lista. Primero, las citas de Lauri, después las de Barb y, por último, las de Danielle. Las tres chicas vivían en la plantación rosa de Carol Ginzburg, por lo que no sería conveniente actuar cuando recibiesen en su casa, ya que no podía correr el riesgo de repetir robos en el mismo edificio. Además, algunos de los pisos de los clientes estaban muy a la vista y protegidos contra ladrones, así que tuve que eliminarlos. Al final, me quedé con una lista de diecinueve «probables», todos previamente inspeccionados y marcados en el calendario; unos robos en citas de amantes que, si todo salía bien, me durarían hasta enero de 1970. Por otra parte, yo contaba con un dispositivo a prueba de fallos. Si la policía era alertada de una serie de robos en lugares donde trabajaban las putas, yo me contaría entre los primeros en saberlo.

De día, mientras esperaba que llegara el siete de agosto, mi vida transcurría como siempre: trabajaba en la biblioteca, pasaba películas mentales y anhelaba la invisibilidad psíquica. En cambio; de noche, trabajaba en mi escondrijo, un cobertizo de mantenimiento abandonado que había descubierto en lo más hondo de los bosques de Griffith Park. Al resplandor de una lámpara de arco alimentada con pilas, me familiaricé con el tacto de las seis ganzúas del juego de herramientas y aprendí cómo cedía imperceptiblemente la cerradura cuando las insertaba y las movía en su interior. Compré docenas de cerrojos nuevos de acero mate de varias marcas en las ferreterías y aprendí a neutralizarlos. Practiqué con la ventosa en ventanas y corrí por las oscuras colinas del parque para mantenerme en forma, por si tenía que salir por piernas de alguna de las casas de las citas. Llegué a creer que mi primer año de ratero había sido una mezcla increíble de azar, alarde imprudente y la suerte del principiante. Antes había sido un viajero infantil. Aspiraba a convertirme un artesano consumado.


7 de agosto de 1968


La anotación en la libreta de citas de Carol Ginzburg decía las nueve de la noche, por lo que me puse en marcha hacia Beverly Hills a las siete y media, por si al final se hacía necesario un replanteamiento de última hora. La noche era calurosa y sofocante, bochornosa. Aparqué en un espacio de pago de Wilshire, a tres manzanas de mi objetivo, y caminé hasta allí adoptando el paso despreocupado de quien tiene todo el tiempo del mundo y nada que temer. En Charleville con Le Doux vi la casa del señor Murray Stanton, iluminada como un árbol de Navidad de pura expectación ante una noche caliente con Lauri. Al pasar por la acera junto a la calzada de acceso, oí zumbar a todo trapo el aparato de aire acondicionado montado en la ventana. Me acerqué con disimulo y corté el cable en el punto donde salía de la ventana y entraba en el aparato. Me agaché y admiré mi trabajo. El cable estaba deshilachado y la rotura parecía natural. Entré en el patio trasero y me acurruqué a esperar detrás de un rosal.

A las ocho y veinte, oí una voz masculina que farfullaba: «Mierda»; al cabo de unos segundos, se abrieron unas ventanas en ambos lados de la casa y vislumbré la silueta de Murray Stanton. De lejos, podía pasar por la Sombra Sigilosa.

A las nueve en punto sonó la campanilla de la puerta principal. Me puse los guantes, cerré los ojos, pasé películas mentales y conté hasta quinientos, todo ello simultáneamente. Entonces me acerqué a la ventana más distante del dormitorio, me impulsé apoyándome en el alféizar y me colé en la casa a oscuras.

Unos gritos de éxtasis me dirigieron hacia la puerta de la alcoba. Vi que estaba cerrada, pero no con llave, y que salía luz por debajo. Me figuré que los amantes tendrían los ojos cerrados y abrí la puerta un par de centímetros, empujándola con el pie.

Murray Stanton estaba encima de Lauri, taladrándola, y la plaga de acné enquistado de su espalda era un insulto para la Sombra Sigilosa. Lauri, alta, rubia y majestuosa por lo que se veía de su cuerpo, examinaba una fotografía enmarcada que había cogido de la mesita de noche y tenía la otra mano apoyada en el hombro cubierto de granos de Stanton, con los dedos separados como si temiera que las pústulas fuesen contagiosas. La que gemía era ella, y resultó que era muy mala actriz; el momento culminante de su actuación fue cuando dejó la foto para rascarse la nariz. Era tan guapa que podía ser Lucretia, pero me recordaba a otra persona, a alguien fuerte y nórdico enterrado en un profundo compartimento de la bóveda de mi memoria.

Continué mirando sin excitarme. Al cabo de un rato, Lauri dejó de gritar y se mordió las uñas de las dos manos. Los movimientos de Stanton se volvieron más frenéticos y, jadeante, el tío farfulló: «¡Voy a correrme! Di: "¡Qué grande la tienes! ¡Es tan grande que me hace daño! "»

Lauri pronunció las palabras, procurando contener una risita. Cualquiera, excepto una suerte de cerdo lleno de acné en el momento de llegar al orgasmo, habría notado el tono satírico de su voz. Regresé a la sala y la Sombra Sigilosa, que caminaba a mi lado, me dijo: «Roba, roba, roba.»

Ya en la sala, obedecí. Me disponía a coger una cartera que había encima de una mesita de café cuando recibí un mensaje mental impreso con sorprendente claridad: «No, mejor no la robes, porque el cerdo del acné echará la culpa a Lauri y entonces nunca averiguarás quién es ella.»

El mensaje era tan poderoso que obedecí por reflejo pero, cuando ya me acercaba a la ventana, me guardé en el bolsillo una diminuta fotografía enmarcada de tres niños risueños.

Mirar.

Robar.

Mirar y robar.

Estas dos ocupaciones gemelas dominaron mis horas de vigilia durante el siguiente año, mientras que las pesadillas ocuparon mis sueños. Había esperado que el hombre-mujer-yo sería mi trinidad, pero no fue así. Era una tríada compuesta de: mirar sexo mecánico motivado por la codicia y la desesperación, robar por la supervivencia emocional y porque era la razón para mirar, y soñar para tratar de desentrañar el misterio de Lauri. Que mis sueños se convirtieran inevitablemente en pesadillas fue lo peor.

El nombre auténtico de Lauri era Laurel Hahnerdahl y, haciéndome pasar por un agente de policía al teléfono, supe que había nacido en Copenhague, Dinamarca, en 1943, y que había llegado a América en 1966. Su profesión declarada era «modelo», no tenía familiares en Estados Unidos y no poseía antecedentes delictivos. Eso fue todo lo que el DPLA y el Departamento de Vehículos a Motor pudieron darme.

Era prácticamente imposible que nos hubiéramos conocido, pero yo la sentía simbióticamente familiar. Recorrí su apartamento dos veces y no encontré nada que despertara mis recuerdos. Observé cuatro de sus citas, sin robar, y ni siquiera así logré descifrar el misterio. Soñaba con ella constantemente y siempre era lo mismo: la miraba mientras hacia el amor con un tipo que se parecía a la Sombra Sigilosa y se me nublaba la visión y me acercaba sólo para convertirme en un objeto inanimado sin voz, sin piernas, sin brazos y ciego. Lo único que podía hacer era escuchar y entonces oía truenos, truenos que estallaban acallando miles de voces ininteligibles que trataban de decirme qué significaba Lauri. La pesadilla siempre terminaba al llegar a aquel punto, tras el cual me despertaba con una erección y bañado en sudor.

Lauri regresó a Dinamarca en abril de 1969 y Carol Ginzburg dio un brunch en su honor para celebrar su regreso a la tierra natal. La idea de verla marchar me destrozaba y estaba enojado conmigo mismo por no haber averiguado quién era. Sin embargo, cuando se marchó, mis pesadillas remitieron y pude apartar de mi mente el enigma que esa chica representaba.

Así que seguí mirando y robando, hasta que la esperanza de volver a sentir lo mismo que el 5 de junio de 1968 murió de un exceso de sesiones turgentes de cama, de una superabundancia de expresiones patéticas de soledad. Frente a la desilusión que me había llevado mirando, robar me proporcionó una nueva ilusión, así que di once golpes seguidos. Le vendí todo el material a Cosmo Veitch y me deleité en el hecho de que Cosmo, si bien finalmente había descubierto que yo no era policía, me temía de veras. Desde finales del verano de 1968 hasta la mitad del verano de 1969 me pagó un total de siete mil doscientos dólares por los objetos que yo había robado, suma que guardé en una caja de seguridad de un banco de La Brea para cuando dejara de trabajar en la biblioteca y me marchara del edificio de mala muerte de Walt Borchard.

Sin embargo, en agosto de 1969 ocurrió una serie de acontecimientos que, por su coincidencia en el tiempo, me obligaron a hacer un alto temporal en mi carrera delictiva. Sharon Tate y otras cuatro personas fueron acuchilladas en su casa de Benedict Canyon, un hecho que, sumado a los acuchillamientos similares del matrimonio La Bianca, ocurridos en el barrio de Los Feliz, en el otro extremo de la ciudad, desató el pánico y provocó un auge de todo tipo de aparatos y servicios de seguridad. Los angelinos compraban pistolas y perros de vigilancia y se atrincheraban en contra de unos asesinos concretos que seguían sueltos y en contra de los años sesenta en general. Robar en las casas se convirtió en un negocio arriesgado.

Por otra parte, Carol Ginzburg acabó sumando dos y dos y relacionó los robos en los pisos de los clientes con la desaparición de su agenda. En el brunch dominical del restaurante, la oí decir: «Coincidencia, coincidencia…; algo raro está pasando.» Explicó su teoría de un ladrón muy frío que, por precaución, sólo actuaba de una manera intermitente, y añadió que iba a contratar a un detective privado para que investigara qué sucedía. Carol siguió hablando; yo pagué la cuenta y salí del local.

Sin el mirar y el robar, lo único que quedaba de mi trinidad eran las pesadillas. Aunque Lauri se había marchado, regresaron. Eran susurros que me tentaban entre el estruendo de los truenos. No sabía qué decían pero, cuando despertaba, notaba el sabor de la sangre.

10

Sin extremidades que me impulsaran ni vista que me guiara, mis sueños se convirtieron en excursiones a la ingravidez. Era presa de ruidos que me zarandeaban como una muñeca de trapo y me sentía a merced de truenos que me quemaban por dentro. Sólo una corriente subterránea de conciencia me ayudaba a contener mis pesadillas y me salvaba de la desgracia del insomnio provocado por el terror. Aun durante lo peor del trance, me daba cuenta de que el hecho de notar el trueno-calor significaba que no estaba disociado de mi cuerpo. Cada mañana, al despertar -repuesto pero, a la vez, colmado de miedo residual-, comprendía que poseía un piloto automático que siempre me mantenía a salvo de precipitarme al abismo.

Aun así, seguía temiendo quedarme dormido y procuraba retrasar el momento del sueño mediante la búsqueda del agotamiento absoluto.

Con el colchón de mi cuenta bancaria, dejé el empleo en la biblioteca y me pasaba los días quemando energía física. Me apunté á un gimnasio de L. A. Oeste y levantaba pesas dos horas diarias; al cabo de un mes, mi magro esqueleto empezó a cubrirse de músculo. Corría por las colinas de Griffith Park hasta que me caía de aturdimiento y las duchas calientes en casa me resultaban un calor benevolente. Luego, de noche, desmembraba a otros. Era un ritual espoleado por la conciencia de mi propio cuerpo e impulsado por el deseo de sofocar las pesadillas. Me convertí en rastreador de seres humanos en sus poses más prosaicas, en director de películas mentales aficionado a improvisar dramas con los transeúntes de la calle y sus gestos despreocupados. Noche tras noche, recorría las calles amodorradas, observando. Vi manos que tiraban de perneras y dobladillos y supe cómo se procuraban el sexo sus dueños; las luces de neón que iluminaban a una banda juvenil con camisetas sin mangas me revelaron por qué aquellos chicos hacían lo que hacían. Mi proyector cerebral tenía un mecanismo automático de cámara lenta y, cuando un cuerpo hermoso requería una inspección más cuidadosa para revelar la verdad de su poesía, ese mecanismo entraba en acción y me permitía deleitarme sin prisa en cada uno de los deliciosos pliegues y turgencias de la carne.

Al cabo de unas semanas de observación móvil, las pesadillas empezaron a remitir y dejé de ser director de cine para convertirme en cirujano, en un esfuerzo por extirparlas del todo. Mi cirugía experimental abarcaba trasplantes de extremidades de alguien del otro sexo: piernas de hombre en torsos de mujer o caras femeninas en cuerpos masculinos, con especial atención a las incisiones mentales que posibilitaban los injertos. Con el coche pegado al bordillo, fijaba la atención en una pareja que iba cogida de la mano y reducía la marcha hasta que avanzábamos a la misma velocidad. Cuando las farolas iluminaban sus rostros, yo amputaba miembros y cabezas y recomponía los cuerpos; sin esfuerzo, sin derramamiento de sangre. Y aunque no era capaz de expresar con palabras el sentido de aquel acto, sabía que estaba desarrollando unas uniones simbióticas triangulares que trascendían el sexo.

La combinación de ejercicio diurno y películas mentales nocturnas permitió que mis pesadillas se convirtieran finalmente en poco más que una molestia ocasional. Como precaución para que no reaparecieran con toda su intensidad, dormía con la luz encendida y, si alguna vez despertaba a media noche, me levantaba e iba a mirarme en el espejo de cuerpo entero de la puerta del baño. Ahora estaba fuerte, cada vez más, y cuando me tanteaba los músculos con la punta de los dedos sentía una carga casi eléctrica. Aquella carga me recorría, bajaba hasta la entrepierna y finalizaba en una palabra: «Robo.»

Conseguí apartar de mí el vocablo y sus vertiginosas connotaciones durante semanas, hasta que, a primeros de octubre, una serie de cuerpos revolvió los viejos rescoldos y el destino aportó el viento que me empujó a un incendio arrasador.

Me dirigía en coche hacia el norte por la autopista Pacific Coast, al atardecer; me encaminaba a la salida de Topanga Canyon, en el Valle, e iba observando. Hacía un calor excepcional para la época y grupos de surferos llenaban la carretera asfaltada que corría paralela a la playa. Chicos y chicas, todos eran jóvenes y elásticos, y levanté el pie del acelerador involuntariamente. Un cuarteto me llamó la atención: dos chicos, dos chicas, todos esbeltos, todos morenos. Mi cabeza entró en modo preoperatorio y, de pronto, se quedó en blanco. No era capaz de improvisar con sus cuerpos y supe que se debía a que eran demasiado perfectos.

A pesar de todos mis esfuerzos, el bisturí mental no descendía y el cuarteto se hacía cada vez más elástico. Detrás de mí sonaron unos cláxones y advertí que me había detenido del todo y estaba estorbando el tráfico. Empecé a asustarme y busqué en el arsenal de mi cerebro el juego de cuchillos de acero mate con el que mutilar a los cuatro. Entonces, contra mi voluntad, lo moreno se hizo rubio y los chicos besaban a los chicos y las chicas a las chicas y un coche rozó mi parachoques trasero y el conductor gritó: «¿Dónde te han dado el carnet, capullo?»

Di gas por puro reflejo y el viejo Valiant avanzó por un concurrido cruce con el semáforo en rojo y casi se llevó por delante a una anciana que empujaba un cochecito de bebé. Aparté la vista de la calzada y la clavé en el retrovisor; el cuarteto perfecto había desaparecido. Volví al Valle conduciendo despacio, sabedor de que sólo era cuestión de tiempo que volviera a entrar, mirar, robar y correrme… a pesar del riesgo.

La oscuridad completa conllevó un aburrimiento espantoso. La única gente que rondaba las calles era fláccida y sencilla, indigna de mis maquinaciones, y el recuerdo de los bellos morenos/rubios -ellos y ellas- me invadió como un perfume mental. Pasé de las calles comerciales a las residenciales, perfectamente consciente de mi propósito último, y las casas ante las que circulaba estaban iluminadas brillante y uniformemente: bastiones de felicidad barata e incomprensible. No me quedaba más remedio que cenar, irme a casa y esperar un sueño sin sueños.

Me detuve en Bob's Big Boy, en Ventura Boulevard. En un reservado, cerca de la puerta, había una pareja atractiva y ocupé una silla del mostrador que me permitía verlos a los dos. Me encontraba en el proceso consciente de convertirlos en rubios cuando se levantaron y se dirigieron a la caja. Ocuparon su lugar dos hombres musculosos con ropa vaquera y el más alto de los dos se embolsó la propina. Mientras recogía las monedas, su mano se convirtió en la garra de un reptil; pronto, los dos tipos quedaron fijados en mi mente como lagartos guasones. Luego, el volumen de sus voces interrumpió mis juegos mentales y me puse a escucharlos:

– … sí, putas hippies auténticas. Hablo de chicas que lo hacen por gusto, porque disfrutan echando un polvo, más que por el dinero. Y baratas, además. Una de ellas, Season, me lo hizo por diez pavos por la mañana; la otra, Flower, ¿lo pillas?, sale aún por menos. Eso sí, tienes que escuchar sus zarandajas sobre el gurú al que adoran, pero ¿a quién le importa eso?

– ¿Y dices que rondan por el Whiskey todas las noches? ¿Que tienen un piso en el Strip y que estás toda la noche con ellas por diez pavos?

– No me extraña que no te lo creas, pero escucha: tienen una motivación desviada, o como se llame eso. Ésas hacen proselitismo para ese gurú, Charlie, y dicen que lo que ganan follando es para «La Familia». Y deberías ver el rancho donde viven; es una pasada.

– ¿Y las chicas están buenas?

– De primera.

– ¿Y lo único que tengo que hacer es ir al Whiskey y preguntar por ellas?

– No, tú vas y esperas tranquilo. Ya te buscarán ellas.

– Entonces, ¿qué coño hago aquí sentado con un tipo tan feo?

Sin saber que acababa de cruzarme con la historia, dejé un dólar en el mostrador y me largué al Strip y al Whiskey Au Go Go. El rótulo de neón anunciaba «La batalla de las bandas»: Marmalade contra Electric Rabbit; Perko-Dan & his Magik Band contra The Loveseekers. Escaseaban las plazas de aparcamiento libres, pero encontré un sitio en una estación de servicio, al otro lado de la calle. Consciente de que aquélla era una misión criminal, no un ejercicio de cirugía mental, llegue a la puerta, pagué la entrada y penetré en una oscura cueva donde imperaba un estruendo de muchos decibelios.

El rasgueo eléctrico amplificado era espantoso y no tenía nada que ver con la música; la oscuridad que lo envolvía todo, menos el escenario, resultaba tranquilizadora y un aliado inesperado: como no alcanzaba a distinguir a la gente que se apretujaba en torno a unas mesas del tamaño de cajas de cerillas, no habría cuerpos atractivos que me distrajeran de mi misión. Los seis rockeros que golpeaban guitarras violentamente bajo el fulgor de las luces estroboscópicas me obligarían a buscar a Season y a Flower: su «presencia escénica» era un frenesí de largas greñas, «rastas» fluorescentes y rociadas de fluidos corporales.

Me aparté de ellos, busqué una mesa vacía y tomé asiento. Una camarera se materializó, colocó una servilleta delante de mí y dijo:

– Tres copas mínimo, tres cincuenta la copa. Si quieres bebidas alcohólicas, tengo que ver algún carnet. Si quieres salir y volver a entrar, tendré que sellarte la mano.

– Ginger ale -dije. Le di un billete de cinco y escruté la oscuridad.

Al cabo de unos segundos, distinguí la silueta de la gente sentada. Decidí fijar la vista en un punto entre las mesas del fondo, con la esperanza de ver a Season y a Flower moviéndose entre ellas en sus afanes proselitistas. Me hallaba en mi mundo de pura concentración cuando noté una mano en el brazo y escuché una susurrante voz femenina. Me pilló desprevenido y las rodillas se me dispararon hacia arriba y golpearon la mesa, derribándola. La chica que me había hablado se apartó de un salto y vi que era encantadora, con el cabello negro hasta la cintura. Sonriendo, adopté un aura de invisibilidad psíquica y hablé en un tono de pura despreocupación, puro savoir faire.

– Acabo de llegar del Continent y allí todo es más acogedor y se está más a gusto. ¿No quieres tomar una copa conmigo?

Se quedó boquiabierta y su encanto se volvió fatuo.

– ¿Qué? ¿Quieres decir que aquí no estás cómodo?

– Sólo estoy cautivado -repliqué-. ¿No quieres sentarte?

– ¿Cautivado?-insistió ella y me dirigió una mirada entre despectiva y perpleja.

Un destello errante de la luz estroboscópica magnificó su boca; la chica estaba boquiabierta y mofándose a la vez. La mofa me recorrió de arriba abajo y, mentalmente, le corté los brazos a hachazos y los arrojé en dirección a la Electric Rabbit y sus gemidos desafinados. La chica murmuró «chiflado» y luego hizo un gesto a alguien que quedaba ami espalda y dijo: «¡Season, espera!»

Mis objetivos.

La chica se abrió camino entre las mesas del fondo hacia el rótulo que indicaba la salida. Titubeé y la seguí. Cuando llegó a la puerta, se reunió con otras dos siluetas; plantado a diez metros de ellas, vi que las dos llevaban el pelo largo, pantalones de cuero y chaleco. Estaba demasiado lejos para determinar su sexo y tuve que frenar mi bisturí mental antes de rasgarles los pantalones para averiguarlo. De repente, lo que aquel par tenía entre las piernas se convirtió en lo más importante del mundo. Me dirigía hacia la puerta cuando la chica del pelo negro volvió a zambullirse en el bullicio del club y la pareja de los pantalones de cuero empujó la puerta y salió a la calle.

Los seguí.

Cruzaron Sunset con un correteo andrógino, captados por un aparato de rastreo de acero que me tenía ajeno a todo lo demás que me rodeaba. Apenas me di cuenta de que estaba cruzando entre los coches, de que sonaban las bocinas y chirriaban los neumáticos. Continué el seguimiento; mantuve activada mi visión en túnel. Cuando dejé atrás la calle y delante de mí acechaba la oscuridad residencial, un coche que daba la vuelta iluminó a mis presas. Vi que eran macho y hembra, los dos de constitución delgada; el bigote del joven era el único rasgo distintivo. Mi aparato de rastreo se desconectó y, en su lugar, se encendió un aviso de «Alerta».

Me detuve e inspiré profundamente; la pareja de los pantalones de cuero dobló la esquina y subió la escalera lateral de un edificio de apartamentos de estuco rosa cuyas puertas, situadas a lo largo de un corredor, quedaban a la vista. Season abrió la tercera desde el fondo y encendió una luz; después, indicó al hombre que entrara. Cuando cerró la puerta, la luz se apagó de inmediato. No había usado la llave para abrir; muy probablemente, tampoco la había echado después.

Esperé durante veinte minutos, dolorosamente largos. Después, subí y me acerqué a la puerta. En el fondo de mis ojos se encendió un «Alerta» de neón rojo. Pegué la oreja a la superficie de contrachapado y agucé el oído, Salvo el crepitar de la electricidad que me recorría el cuerpo, no oí nada, así que entré.

El apartamento estaba completamente a oscuras y la mullida moqueta parecía incitarme a que, despacio, me adentrara en él. Las paredes daban la impresión de abrazarme y el aire viciado resultaba acogedor. Cuando mis ojos empezaron a distinguir detalles, los muebles baratos de formica y hierro forjado no se me antojaron estériles: cobraron vida como objetos pertenecientes a una gente a la que deseaba conocer. El calor del hueco entre las cuatro paredes se instaló en mi núcleo físico, sofocando el rótulo de Alerta. Delante de mí, exactamente, vi un pasillo corto y un vano de puerta con una cortina de sartas de cuentas. Tras ella reposaba la oscuridad, pero yo sabía que ésta no me impediría ver. Avancé de puntillas hasta la última barrera que me separaba de los amantes.

Del otro lado me llegaron gemidos, risillas y grititos de placer. Aparté las cuentas y forcé la vista hasta que me dolieron los ojos, lo cual me permitió distinguir luces y sombras en unos tobillos entrelazados; cuando inspiré, reconocí el olor de la marihuana. Los ruidos amorosos se hicieron más intensos y las palabras que pude distinguir -«¡sí!», «¡dale!» y «¡ven!»- venían de voces vulgares. Aquello me consternó y un aire gélido empezó a filtrarse en mi útero sensual. Para aislarme del frío, me quedé mudo y atisbé por entre las cuentas. Vi a dos mujeres que se frotaban la una contra la otra y las chispas que producía la fricción cuando sus pezones se rozaban; vi a dos hombres, unidos entrepierna con entrepierna, cuyas extremidades entrelazadas ocultaban el punto de unión. Luego, los cuatro se fundieron en uno y me perdí intentando ver quién había allí. Entonces, agarrando con fuerza las ristras de cuentas, me corrí.

Asombrosamente, no me oyeron. Me quedé inmóvil como una roca, rodeado de calor y bombardeado por una serie de rótulos de Alerta con las letras cambiadas de orden, o ausentes. Era como si una dislexia completa intentara empujarme, de un modo u otro, a algún acto diabólico e irrevocable. Me quedé quieto, quietísimo, y entonces oí por vez primera la voz de Season.

– Sólo es el viento, que mueve las cuentas. ¿No es bonito?

– Más bien inquietante -respondió el amante.

– Es la naturaleza. -Season suspiró-. Charlie dice que, después del Helter Skelter, [1] cuando todas las grandes empresas hayan desaparecido y la tierra vuelva a ser de la gente, las cosas producidas por el hombre y la naturaleza funcionarán juntas en perfecta armonía. Lo dicen la Biblia, los Beatles y los Beach Boys, y Charlie y Dennis Wilson están haciendo un disco al respecto.

– Llevas bien metido en la cabeza a ese tal Charlie.

– Es un sabio. Es chamán y curandero, metafísico y guitarrista.

El amante emitió un bufido de mofa y Season cantó unas frases de Revolution:

– «Dices que quieres una revolución; bueno, ya se sabe, todos queremos cambiar el mundo.» [2] Charlie llama a eso el Evangelio según los santos Paul y John.

– ¡Ja! ¿Quieres oír el Evangelio según san Yo?

– Pues… Sí, claro.

– Entonces, toma nota: buena comida, buena droga, buenas vibraciones y buena jodienda. Y si alguien se entromete, carga, apunta y dispárale entre los ojos.

– Y muerte a la pasma.

– En mi caso, no; mi padre es policía. ¿Qué dice Charlie de la reanudación instantánea del juego?

– ¿A qué te refieres?

– Ven aquí y te lo explicaré.

Season soltó una risilla. Noté que la atmósfera se calentaba detrás de la cortina de cuentas y salí del útero antes de que el calor se adueñara de mí.


Aquella noche, mis sueños fueron un compendio.

Estaba sin brazos ni piernas. Me perseguía un fantasma llamado Charlie y quise ver por qué unas chicas guapas hablaban de él cuando acababan de hacer el amor con otro, por lo que me dejé atrapar y solté un grito al ver que la cara de Charlie era un espejo que reflejaba, no mi rostro, sino un collage de órganos sexuales destrozados. Walt Borchard se burló de mi grito y, acto seguido, me metió unos billetes de cien dólares en la boca para que no lo repitiera. Mi madre cogió el dinero y, con él, intentó hacerse un torniquete en los brazos cubiertos de cortes. Mi padre brindó por un hongo nuclear que se elevaba sobre el centro de L. A. Consciente de que el silencio total me salvaría, me cosí los labios con grapas de acero mate y accioné una serie de mecanismos externos que impedirían que mis sinapsis mentales chisporrotearan. Empecé a sentirme inexpugnable e intenté reír. No me salió sonido alguno y un nuevo tropel de enemigos con espejos en lugar de caras se acercó a mí, empuñando grandes llaves de metal que abrirían mi voz, mi cerebro y mi memoria.

Desperté al amanecer, con sensación de asfixia y buscando aire afanosamente. Había reventado la almohada a mordiscos y tenía la boca llena de algodón y gomaespuma. Lo escupí todo y respiré hondo; de inmediato, tuve un ataque de tos. Intenté levantar el brazo derecho para restregarme los ojos, pero no noté sensibilidad en el lado derecho del cuerpo.

«No, por favor», gemí. Mandé una orden a la pierna derecha para que diera una patada. El pie golpeó el suelo, lo cual me dijo que no me habían amputado aquella parte de mí. Los dientes me castañeaban y ordené al brazo: «Agarra, tira, rasga, sopesa, cobra vida.» Bajo la sábana hubo un ligero movimiento y mi mano se despegó de la pared de la cabecera de la cama. Tenía los dedos cubiertos de mortero y sangre y observé el agujero que mi pesadilla había excavado. Los bordes, perfectamente perfilados, atrajeron mi atención como jeroglíficos de una caverna. Los contemplé hasta que la mano recuperó la sensibilidad y me desmayé de dolor.


Pasé el día como zombi: dormí, me levanté para ir al baño y mojarme la mano, volví a dormir. El dolor de los dedos era una prueba de que yo seguía existiendo como máquina en funcionamiento y cuando desperté del todo, al atardecer, supe qué debía hacer. Después de quitarme los últimos restos de yeso de las uñas, volví en coche al útero a esperar a los cuerpos más perfectos que pudiera darme.

Aparcado junto al bordillo cerca del edificio de estuco rosa, esperé. A las 7.00, Flower y Season dejaron el apartamento y se dirigieron caminando al Strip; a las 8.19, Flower regresó en compañía de un hippie con aire de roedor. La combinación de la inanidad de la chica y la carne fláccida y colgante del roedor gritaba «no». Continué la vigilancia.

Flower y su consorte ratonil salieron a las 10.03 y se separaron en la esquina. En su recorrido de vuelta al Whiskey, la chica se cruzó con Season, que iba con un hombre de unos treinta años, delgado como un raíl de tren, e intercambiaron unas palabras. Era a Season a quien yo deseaba en mi triunvirato, pero su magro acompañante tenía un aire malévolo y destructivo. Impaciente y ansioso por el largo tránsito sin películas mentales, me quedé quieto.

Poco después de medianoche, Season y su amante dejaron el apartamento y se dirigieron al sur, alejándose del Strip. Entonces caí en la cuenta de que las chicas debían de sincronizar sus llegadas y partidas y aposté a que Flower reaparecería al cabo de diez minutos. Me dolía la mano y procuré que las palpitaciones dolorosas bajaran de intensidad concentrándome en la pregunta que había perturbado mis sueños: ¿quién era Charlie?

Como esperaba, Flower dobló la esquina apenas unos minutos más tarde. La acompañaba un tipo grande con ropas militares que se movía con una autoridad que resultaba antihippie, anticontracultura y puramente masculina. Al acercarse al edificio, se quitó la gorra y se alisó el cabello. Lo tenía de un rubio lustroso y comprendí que tenía que ser Charlie.

Mi espera dio paso a una serie de temblores, escalofríos y cosquilleos en la entrepierna. Sabiendo que a Charlie le parecería vulgar un polvo rápido y violento, aguardé a que se estableciera un ambiente precoital antes de acercarme a la puerta. Con el corazón desbocado, abrí y entré.

La habitación delantera estaba oscura como la brea y dejé la puerta entornada para que entrara cierta luminosidad; luego, fui directo hasta la cortina de cuentas. Miré a través de ella y el resplandor de la vela encuadró al hombre encima de la chica. Me toqué, pero tenía fría esa parte de mí. El corazón me iba «tumpa, tumpa, tumpa» y supe que los amantes no tardarían en oírlo. Me toqué de nuevo y esta vez no noté frío, sino nada. «Charlie», susurré; aparté la cortina y avancé hacia la cama. Una levísima brisa hizo que la vela iluminara unas piernas entrelazadas. Con una exclamación, me incliné y las toqué.

– ¡Oh, Dios!

– ¿Qué coño…?

Oí las palabras y retrocedí; se encendió una luz y las piernas que había estado acariciando me lanzaron patadas. Un instante después, Charlie empezó a envolverse en una sábana y no me quedó más remedio que huir.

Corrí a la cortina y me alcanzó un golpe en la nuca. Flower chilló: «¡El Helter Skelter se acerca!», y caí de rodillas. Luego, se encendió la luz de la habitación de la entrada y la fuerza que me agarraba del cuello me levantó del suelo. Capté una confusa panorámica de Tahití y Japón vía Pan American Airways y carteles de los Jook Savages y de Marmalade. Intenté fugarme a una película mental defensiva, pero tenía el cerebro como si me estuvieran volando la tapa de los sesos a tiros. «¡Mierda, mierda, mierda!», gritó Charlie; al momento siguiente, estábamos en el corredor exterior y la gente de los apartamentos contiguos se asomaba a la ventana. Me miraban a mí.

Mientras Charlie me retorcía el cuello, a punto de arrancarlo de su eje, lancé una patada de costado y cristales hechos añicos volaron sobre una sucesión de caras perplejas. Charlie me arrastró escalera abajo y en mis oídos resonaron gritos y unas sirenas que se acercaban. Lo último que oí antes de perder el conocimiento fue a Flower cantando un improvisado popurrí de los Beatles.

11

La caricia me costó casi un año de mi vida.

Me detuvieron y me acusaron de un delito de robo con escalo y la ganzúa del bolsillo me valió un segundo cargo, el de posesión de herramientas para cometer robo con escalo. También querían acusarme de voyeurismo, pero el abogado de oficio me dijo que el tío Walt Borchard había convencido al fiscal del distrito de que no presentara ese cargo, pues no quería que me etiquetaran de delincuente sexual. Siguiendo el consejo del fiscal, me declaré culpable en el acto de lectura de la acusación. La condena: un año en la prisión del condado de Los Ángeles y tres años de libertad vigilada. Cuando el juez me leyó la sentencia y me preguntó si tenía algo que decir, rompí la pauta de silencio/respuestas monosilábicas que había mantenido desde el momento de mi detención.

– No tengo nada que decir… todavía -respondí.

Mi «silencio práctico» entró en acción automáticamente en el momento que el sheriff me cerró las esposas en las muñecas y me enteré de que mi asaltante no era el fantasmal Charlie, sino un hombre llamado Roger Dexter. Los polis, los presos y los funcionarios con los que traté entre la detención y la sentencia esperaban laconismo y miradas perdidas, y mi conducta en la subcomisaría de Hollywood Oeste no resultó tan incongruente. Además, medía metro noventa, pesaba ochenta y cinco kilos, era huesudo y extraño, y mis compañeros del calabozo tenían peces mucho más pequeños con los que entretenerse. Nadie sabía que estaba muerto de miedo y que mi protector en la prisión era el villano de un cómic.

Los consejos de la Sombra Sigilosa aplacaron mis pesadillas, suavizaron mis recuerdos del momento en que había tocado carne y me permitieron concentrarme en sobrevivir a la condena. Nuestro diálogo era tan constante que, incluso manteniendo un silencio físico permanente, por dentro me sentía hiperverbal, y en mi campo visual aparecían avisos impresos cada vez que estaba especialmente asustado.

«Contando con la "buena conducta" y la "reducción por trabajo" de la que gozarás por ser un preso de confianza, tendrás que soportar nueve meses y medio de cárcel. Tendrás por compañeros a hombres estúpidos y violentos propensos a torturar a los más débiles que ellos.

»Por lo tanto, deberás sacar partido de tu aspecto físico sin adoptar una conducta de macho, que sólo atraería más violencia.

»Por lo tanto, deberás utilizar el silencio práctico y la invisibilidad física y "una invisibilidad protectora nueva y bien elaborada", adoptando la personalidad de los que están contigo, mezclándote con ellos hasta que seas indistinguible de tus compañeros reclusos.»

Así, mentalmente pertrechado, llegué a la «nueva» prisión del condado de L. A. a cumplir mi condena. El edificio, terminado hacía poco, era una enorme construcción angulosa de acero y cemento brillante, toda pintada de gris azulado y naranja, con largos corredores intercalados entre los calabozos y los módulos de los internos, y unas celdas de cuatro literas con estrechos pasillos en la parte delantera. Unas escaleras mecánicas conectaban los seis pisos, cada uno de los cuales equivalía en altura a un edificio de tres plantas, y los pasillos tenían la longitud de tres campos de fútbol. Los comedores eran como salas de cine y la zona de oficinas constaba de doscientos metros de puertas reforzadas. Después de diez horas de espera en el calabozo, de registros corporales, de rociadas contra los piojos y de más espera, me consignaron junto con otros cinco en una celda para cuatro donde esperaría a que me otorgasen el estatus de preso de confianza y me asignaran empleo. Después de recorrer kilómetros de cemento gris azulado/naranja mientras una acumulación de conversaciones obscenas me zumbaba en los oídos, me tumbé en el camastro que le arrebaté a un mexicano joven y rechoncho, para que las impresiones generales se asentaran. Contención era la palabra más precisa y global, y supe que la obtendría del acero y del metal que me retenía y de las mentes empobrecidas de mis carceleros y de los otros reclusos, así como del nivel de ruido en el aire que respiraba. Y también supe que, con la Sombra Sigilosa a mi lado, mi autocontención dentro de la contención sería impenetrable.

Esperé cuatro días a que me declarasen preso de confianza y entretanto aprendí la nomenclatura carcelaria y perfeccioné mis habilidades de simulación. Pasé todo el tiempo en la celda, durmiendo y escuchando los relatos hiperbolizados de proezas criminales y sexuales, conversaciones en las que sólo participaba cuando me preguntaban directamente. Empecé a notar que el aburrimiento superaba a la violencia como factor destacado en la vida carcelaria y que mi mayor peligro personal consistiría en la eventualidad de reírme en voz alta de las historias ridículas que los demás contaban sin inmutarse.

Así, cuando González, el mexicano gordo al que le había quitado la litera, empezó una conversación con su habitual «Hablamos de chocho de primera, tío», me mordí las mejillas hasta que las risas callaron; cuando Willie Grover, alias Willie Muhammed 3X, soltó su habitual «¡Mierda! Si hablas de chochos es que hablas mi idioma. He metido mi polla de veinticinco centímetros en más felpudos de los que tú hayas visto en tu vida», aplasté los dedos contra la pared de la celda para acallar las carcajadas. Los otros reclusos, dos blancos llamados Ruley y Stinson y un mexicano, Martínez, largaban tanto como González y Grover, por lo que pronto supe qué temas sexuales y criminales los inducirían a hablar.

Así, los primeros días de mi condena se convirtieron en un cursillo acelerado sobre cómo relacionarme en cautividad. Cuando me preguntaron qué «marrón» me había comido, respondí: «Robo con escalo. Desvalijaba pisos en Hollywood Oeste.» Cuando me preguntaron por la mano, que aún tenía hinchada de haber intentado salir de mis pesadillas excavando la pared con ella, respondí: «Machaqué a un tipo que me pescó en su cueva.» Todos asintieron y aquello me animó. Las miradas evaluadoras que recorrían mi cuerpo recién musculado me dijeron que ninguno de mis compinches de celda se arriesgaría a mostrar incredulidad. Mi verosimilitud criminal se sostenía.

Y mientras estaba tumbado en el camastro, fingiendo leer números atrasados de Ebony y de Jet, escuchaba y aprendía coloquialismos e información sobre la etiqueta del talego, para que mi pose de presidiario adquiriera aún mayor autenticidad.

Mi año de condena se llamaba «una bala»; el argot del comedor para la hamburguesa, los perritos calientes y la gelatina del desayuno era, respectivamente, «trenaburger», «polla de perro» y «muerte roja». Los reclusos que esperaban condena y clasificación éramos los «azules», en referencia al color del uniforme que llevábamos; un informante era un «chotas»; un homosexual era un «bujarrón» y los ayudantes del sheriff que hacían de carceleros eran los «boqueras».

Si un preso te ofrecía dulces o cigarrillos, tenías que rechazarlos inmediatamente porque lo que quería era «romperte el culo».

Si un maricón te hacía una insinuación sexual, tenías que «abuchearlo a gritos» aun cuando los «boqueras» estuvieran allí, porque «si no lo ponías marcando», te colgarían la etiqueta de «sarasa» y «te atacarían» todos los «bujarrones pasados de vueltas» ansiosos de «porculizarte».

Llama a los «boqueras» señor tal o funcionario cual, pero nunca inicies conversaciones con ellos sobre asuntos que no tengan que ver con tu «estatus de preso de confianza» y con el «curro honrado».

No te hagas amigo de los negros o te considerarán un «amparanegros» y serás objeto de ataque por parte de los «natas» (blancos), «los frijoleros» (mexicanos) y el «consejo de guerra» (blancos y mexicanos que se unían en caso de emergencia para formar un frente común contra los negros).

Y siempre, siempre, «sé un témpano» y «no aflojes».

Durante mi tercer día en la celda, recibí una carta del tío Walt Borchard. Las manos me temblaban al leerla.


16/10/69

Querido Marty:

Supongo que tu detención significa el final. No fui a verte a la subcomisaría de Los Ángeles Oeste porque el agente que llamó para decirme dónde estabas también me comunicó que te habían encontrado una herramienta de ratero, y yo no me chupo el dedo, sé sumar dos y dos. Fui yo quien intervino para que no te acusaran de abusos sexuales porque ningún chico de veintiún años tiene por qué ir por la vida como delincuente sexual a menos que haya hecho daño a alguien, lo cual, al parecer, tú no hiciste, salvo a mí.

Podrías haber hablado conmigo, ¿sabes? Muchos chicos roban unas cuantas cosas, es como una fase. Pero tú me sonsacaste información sobre los asaltos a casas y me robaste a mí. Y eso pone fin a todo.

He limpiado tu habitación y he almacenado tus cosas. He encontrado tus papeles del banco, los resguardos de los ingresos que has hecho y las llaves de la caja de seguridad. Lo guardaré hasta que salgas. No sé de dónde has sacado el dinero y no me importa lo que haya en la caja. El sheriff de Los Ángeles Oeste te ha requisado el coche; no merece la pena que intentes recuperarlo. Será mejor que lo subasten. Cuando vengas a recoger tus trastos, ve directamente a casa de la señora Lewis, apartamento número 6. No quiero volver a verte y ella tiene todo lo tuyo en un armario.


WALT BORCHARD


Al terminar, sentí que se cerraba una puerta de acero cepillado sobre una gran parte de mi vida. Otra puerta se abría, ésta adornada con los signos del dólar que yo ya había dado por perdidos.

– Se te ve feliz, colega. ¿Tu zorra ha conseguido hacerte llegar algo sexual sin que el censor lo haya visto?

– Mi tío ha espichado -respondí.

– ¿Y eso te alegra?

– Me ha dejado seis de los grandes y otras cosillas.

– Muy bien, pero ¿era pariente tuyo y te alegras?

Eché la carta a la letrina y tiré de la cadena. Luego, torcí el gesto en mi nuevo ademán de chusma blanca recién patentado.

– Era un bujarrón y se ha llevado su merecido.

En mi cuarto día en los «bloques», después de la comida de la mañana, me llegó la voz del vigilante del módulo por el sistema de megafonía.

– López, Johnson, Plunkett, Willkie y Flores, suban para la clasificación.

Se abrió la puerta de la celda, que se deslizaba con un mecanismo eléctrico, y me reuní con los otros en el pasillo. Al cabo de un momento, apareció un funcionario y nos condujo por una serie de corredores hasta un cuarto pequeño de paredes de cemento gris azulado. El único adorno de la pared era una foto del sheriff Peter J. Pitchess, con el marco de plástico, y no había ningún mueble.

Cuando el funcionario nos dejó allí encerrados y se marchó, mis compinches se lanzaron sobre la foto con unos lápices y pronto el sheriff del condado de Los Ángeles tuvo esvásticas en los extremos del cuello de la camisa, tornillos a lo Frankenstein en el gaznate y un falo gigantesco en la boca. Los cuatro gritaron de contento al ver la obra de arte, y luego una voz amplificada eléctricamente anunció: «Buenos días, caballeros. Vamos a proceder a la clasificación. Tienen sesenta segundos para limpiar al sheriff Pitchess y luego queremos que Plunkett, Flores, Johnson, Willkie y López, en este orden, se sitúen ante la puerta interior.»

El ultimátum fue recibido con abucheos.

– ¡Me estoy tirando a tu puta madre, so maricón!

– ¡El sheriff Pete está muy ocupado jugando con mi nabo!

– ¡Las pollas al poder!

Me reí de aquel ritual bilateral y luego me acerqué a la puerta interior y me planté ante ella. Dos reclusos frotaban la foto con pañuelos humedecidos con saliva. En el preciso instante en que el sheriff recuperaba la castidad, la puerta se abrió de nuevo y un funcionario uniformado señaló una hilera de cubículos.

– El último -me indicó.

Avancé hacia allí por un pasillo de color pardusco con barras de musculación de brazos empernadas a la pared.

En el último cubículo me esperaba un funcionario sentado tras un escritorio. Señaló la silla que tenía delante y, cuando me hube sentado, preguntó:

– ¿Su nombre completo es Martin Michael Plunkett?

Me pregunté qué voz debía adoptar. Transcurrieron unos segundos y decidí sonar educado, con la esperanza de conseguir trabajo en la oficina.

– Sí, señor -respondí en mi tono de voz normal.

– Primer error, Plunkett. No llame «señor» a los funcionarios cuyo nombre desconoce. Otros reclusos piensan que eso es lamer el culo.

– De acuerdo.

– Así está mejor. Déjeme comprobar sus datos. Mide metro noventa, pesa ochenta y cinco kilos y nació el cuatro de noviembre de 1948. Una condena por robo con escalo y otra por posesión de herramientas para el robo; una «bala» y tres años de libertad vigilada. Quedará libre el catorce de julio de 1970. ¿Todo correcto?

– Sí.

– Bien, pasemos ahora a las cuestiones personales. ¿Cuál es su ocupación?

– Bibliotecario.

– ¿Qué estudios tiene?

Miré los papeles que el funcionario tenía ante él y la intuición me dijo que su información era escasa.

– He hecho un postgrado de archivero.

– ¡Joder! ¿Con veintiún años ya tiene un postgrado? -El funcionario hizo tamborilear los dedos en el escritorio.

– Lo obtuve en una universidad pequeña de Oklahoma -murmuré con modestia-. Tienen unos programas de post-grado intensivos.

– Dios, un ladrón bibliotecario. Estas cosas sólo pasan en Los Ángeles. Bien, Plunkett, ¿es usted homosexual?

– No.

– ¿Diabético?

– No.

– ¿Epiléptico?

– No.

– ¿Adicto a alguna sustancia que altere la conciencia?

– No.

– ¿Toma medicación recetada por un médico?

– No.

– ¿Es alcohólico?

– No.

– Bien. Yo sí lo soy, y no es nada divertido, se lo advierto. -El funcionario se echó a reír y añadió-: Y ahora pasemos a asuntos de la zona oscura. ¿Cree que hay una conspiración contra usted?

– No.

– ¿Cree que la gente se ríe de usted a sus espaldas?

– No.

– ¿Oye voces cuando está solo?

– No.

– ¿Ve alguna vez cosas que en realidad no están?

– No. -Tuve que hacer un gran esfuerzo para no echarme a reír.

– Es un compendio de cordura, joder -declaró, desperezándose-. Ahora veamos cómo tiene el cerebro. ¿Cuánto son noventa y siete más cuarenta y uno?

– Ciento treinta y ocho -respondí sin dudar.

– Muy bien, rata de biblioteca. ¿Ciento dieciocho más setenta y cuatro?

– Ciento noventa y dos.

– ¿Doscientos ochenta y cuatro más ciento sesenta y seis?

– Cuatrocientos cincuenta, exactamente.

– Debe de haber estado robando calculadoras… ¿Cuán…?

En algún lugar de la hilera de cubículos sonaron unas risas de falsete.

– Yo también puedo jugar a las adivinanzas igual de bien en el calabozo de sarasas de la vieja cárcel del condado -gorjeó una voz aguda-. Me mandaron allí…

– Preste atención, cerebrito -dijo el funcionario, dando un golpe a la mesa-. Ése es López, que intenta que lo metan en la galería de la reina. Cree que allí estará más seguro. Muy bien, aquí va mi pelota envenenada: ¿cuánto son cuatro más cuatro?

– No lo sé -respondí con una sonrisa.

El funcionario me la devolvió, miró sus papeles y añadió:

– Una pregunta psicológica que se me ha olvidado: ¿es propenso a los sudores nocturnos o a las pesadillas?

Durante lo que pareció una eternidad de segundos fraccionados me quedé sin piernas, cautivo del recuerdo de mis sueños, que creía que la cárcel había contenido. Por fin, la Sombra Sigilosa estaba allí, susurrando: «Despacio y tranquilo.»

– No -respondí.

– Pues ahora está sudando -replicó el funcionario-, pero lo atribuiré a los nervios del novato. Última prueba: agárrese a esa barra y levántese a pulso todas las veces que pueda.

Lo obedecí, agarré la barra y me impulsé arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que estuve empapado en unos sudores diurnos que sólo podían terminar en una fatiga benévola y libre de pesadillas. Cuando mis músculos cedieron finalmente y caí al suelo, el funcionario dijo:

– Treinta y seis. Por encima de veinte se va a Descarga y Limpieza automáticamente, por lo que debo decir que se ha superado a sí mismo. Vuelva a la sala y espere; lo acompañarán al muelle de D y L.

De nuevo me encontré con los otros reclusos, que estaban embelleciendo al sheriff Pitchess con unas gafas y un bigote de Hitler:

– Oh, qué sudado estás, tío bueno. Qué guapo eres -trinó la voz aguda que había oído en los cubículos.

Noté una mano en el hombro. Me volví y vi que López me lanzaba una mirada de vampiresa, mientras los demás estudiaban mi reacción.

Me contuve. Sentí algo malsanamente dulce y repugnante justo antes de experimentar una sacudida de terror que fue como si alguien me hubiera metido un cable cargado en el cerebro. Me volví hacia los tres reclusos que me evaluaban y me acusaban con la mirada y, ante mis ojos, se convirtieron en Charlie cara de espejo.

– Me pone el sudor -susurró López.

Le pegué con la mano mala, luego con la buena, y luego seguí, mala-buena, mala-buena, mala-buena, hasta que cayó al suelo escupiendo dientes.

Iba a lanzarme a su cuello cuando los otros tres reclusos me sujetaron y el funcionario que clasificaba salió del cubículo y dijo:

– López, estúpido de mierda, mira lo que has hecho. Usted, Willie, acompañe a Plunkett al muelle de carga; Johnson, usted lleve a López a la enfermería. Plunkett, se libra del castigo porque es nuevo, pero que no se repita.

Los presos me soltaron y Willkie me dio un leve empujón hacia el pasillo. Mi visión estaba bordeada de rojo y negro, y las palpitaciones que sentía en la mano eran el único freno que me impedía estallar como una granada de metralla.

– Eres bueno -me dijo Willkie con una sonrisa.


Descarga y Limpieza.

Escuchar.

Invisibilidad protectora.

Las seis semanas siguientes de mi condena las pasé haciendo malabares con esas ocupaciones. Asignado como preso de confianza a las instalaciones de D y L, hice el trabajo más duro de todos los que hay en el sistema penitenciario de la cárcel del condado de L. A. y recibí las recompensas que conllevaba: una celda privada, tres comidas diarias del comedor de funcionarios y los fines de semana libres, con permiso para moverme a voluntad por el módulo de los presos de confianza, con pasillos lo bastante anchos para jugar a los dados, televisión, sala de juegos y una biblioteca llena de novelas del Oeste e historias gráficas sobre la Alemania nazi. Las recompensas eran dudosas pero, por extraño que parezca, el trabajo llegó a gustarme.

Cada día, a las dos de la madrugada, el boqueras del módulo nos iba despertando uno por uno. Primero abría la celda y desde golpe con una sensación de alivio. Desde que había pegado a López, dormía sin sueños, pero el temor a las pesadillas se hallaba siempre a medio paso de distancia, y un cuarto de paso detrás estaba permanentemente la certeza de que la combinación de cárcel y pesadillas sería horrible.

Después del recuento en el pasillo inferior, desayunábamos en el comedor de los funcionarios. Un dietista empleado por el condado tenía la teoría de que los tipos corpulentos que hacían turnos de doce horas de trabajo duro necesitaban una ingesta de combustible en consonancia con ello, así que nos suministraban grandes bandejas de huevos, beicon, carne empanada y patatas bañadas en una salsa nauseabunda hecha de harina, agua y cerdo salado. Mis compañeros disfrutaban con aquel menú especial y devoraban la comida con aquel «qué carajo» de despreocupación de los que han decidido morir jóvenes; yo, que no quería parecer diferente, engullía con la misma voracidad. Y cuando a las once hacíamos un alto para el almuerzo, ya volvía a tener hambre, pues el trabajo consistía en levantar, arrastrar, agacharse y empujar sin parar.

La cárcel era el punto de distribución para todos los centros penitenciarios del condado, y hasta la última pieza de ropa que entraba en la institución llegaba al muelle de D y L, desde donde se enviaba a su destino final. Nosotros hacíamos tanto la carga como la descarga, y cada saco de lavandería pesaba al menos cincuenta kilos. Aquella parte del trabajo era relativamente fácil y limpia. Luego, después del almuerzo, con los músculos ardiendo y doloridos y aletargados por las miles de calorías añadidas, llegaban los camiones del matadero.

Aquí trabajaba y escuchaba y sacaba el máximo provecho de mi invisibilidad protectora.

A los otros reclusos, manipular la carne les repugnaba, y procuraban mitigar el asco hablando sin parar entre ellos. De todos era sabido que se guardaban las mejores historias y planes criminales para las dos horas que pasábamos trajinando piezas de ternera y cerdo. Las sacábamos de los camiones y las metíamos en las cámaras frigoríficas que se encontraban a unos ciento cincuenta metros del muelle de descarga. Con el uniforme manchado de sangre, con la grasa y el cartílago resbalándome en las manos, absorbí relatos de buen sexo e hilarantes desventuras sexuales; aprendí a hacerle el puente a un coche y a procurarme una variedad de identificaciones falsas. Mientras contaban las historias, yo asentía y me reía y, como siempre me esforzaba cargando las piezas más pesadas, nadie notó que no tenía historias que contar.

Mujeres, camas y coches rápidos.

Técnicas para mangar en las tiendas.

Los precios del momento de cada droga.

Detalles pornográficos de mujeres antaño amadas y luego despreciadas.

Suspiros de añoranza por mujeres aún amadas.

Cómo aprovecharse con éxito de los homosexuales a cambio de favores.

Todo esto me llegó mientras forzaba el cuerpo hasta el límite y la sangre de los animales muertos me chorreaba por los pantalones. Sabía que las historias que oía se incorporaban a las mías hasta formar parte de mi memoria, y que debido al ritual de esfuerzo/dolor/carga/sangre/aprendizaje que me las proporcionaba, todos estos relatos me pertenecían más a mí que a los hombres que las habían vivido. Y cuando ya habíamos descargado el último camión del matadero, me quedaba un rato en el muelle, dejando que el cálido otoño de Santa Ana caldeara la pátina escarlata de mi cuerpo.


En cierto modo, Descarga y Limpieza me otorgó el cuerpo que tengo.

Mis ejercicios en el gimnasio habían sido el inicio, y así había pasado de flaco a esbelto, pero las primeras seis semanas en D y L añadieron envergadura y definición muscular, proporcionándome la simetría de un hombre corpulento. Gracias al esfuerzo de cargar constantemente bolsas de la lavandería de quince kilos, los músculos de las muñecas abultaban el doble que antes, y, cuando me agachaba para levantar pesos de setenta kilos, se me formaba una cuña de duras ondulaciones en la parte baja de la espalda. Cargar medias terneras me engrosó el pecho y me acordonó los hombros; los brazos, de tanto arrastrar, tirar y levantar, se me endurecieron hasta el punto de que una aguja no podía penetrar fácilmente en el músculo. Al cargar con los sacos de la colada, estudiaba con disimulo los otros cuerpos que trabajaban a mi lado. Todos eran fuertes, pero predominaban las tripas cerveceras y unos feos tórax en forma de barril. El mío era casi el más perfecto y, para cuando me soltaran, aún estaría mucho más cerca de la perfección.

Después del trabajo y de una larga ducha en soledad, escuchaba a los hombres que jugaban a las cartas en el pasillo y luego me retiraba a mi celda a leer los textos del libro de imágenes de los nazis. El tema no me interesaba, pero la yuxtaposición del horror gráfico y los gritos desde el pasillo me resultaban, en cierto modo, tranquilizadores. Más tarde, después de la cena y de que nos encerraran en la celda, pasaba de la observación y la invisibilidad a los rituales de afirmación.

Cuando las puertas de la celda se cerraban, me desnudaba e imaginaba un espejo de cuerpo entero enfrente de los barrotes. Me palpaba el cuerpo en busca de musculatura nueva y cotejaba mentalmente la información práctica criminal con las anécdotas sexuales que había oído. Al cabo de unos minutos, se dejaban oír otros rituales: el crujido de los muelles de las literas a cada lado de las paredes de la celda me indicaba que habían empezado las fantasías y las caricias. De allí, yo pasaba directo a las historias que se contaban cuando cargábamos carne, adoptando el papel de hombre y de mujer, alternativamente. Cuando hacía de hombre, utilizaba el nombre de Charlie. El proceso era como usurpar los recuerdos de los demás y cargarme con unas experiencias que no había tenido nunca, a fin de volverme más impenetrable por no haberlas tenido. A medida que los ruidos de los camastros se intensificaban, también lo hacían mis pasatiempos. Cuando interpretaba el papel de Charlie, siempre me corría sin tocarme, contemplando mi propia imagen especular en la negrura.

El 2 de diciembre, descubrí quién era Charlie y mi autocontención saltó por los aires, hecha pedazos.

Los titulares del Times y del Examiner pregonaban la noticia: Charles Manson y cuatro miembros de su «familia» habían sido arrestados y acusados de los asesinatos de Tate-LaBianca. Manson, conocido por sus seguidores como «Charlie», dirigía una «comuna hippie» en el rancho Spahn, un plató de cine casi abandonado del Valle, y presidía orgías nocturnas de droga y sexo. Las declaraciones que habían hecho las tres integrantes femeninas del «escuadrón de la muerte» de Manson indicaban que habían perpetrado los asesinatos porque deseaban crear alarma social, una revuelta que finalmente llevaría al Juicio Final, lo que Charlie denominaba el «Helter Skelter».

Estaba tomándome un respiro en el muelle de la lavandería cuando leí esos primeros artículos y, al ver los recuerdos de mi pasado reciente en los titulares de la prensa, temblé de pies a cabeza. Vi a los dos payasos del restaurante y oí que uno de ellos decía: «Ésas hacen proselitismo para ese gurú, Charlie, y dicen que lo que ganan follando es para "La Familia". Y deberías ver el rancho donde viven; es una pasada»; Flower gritaba: «¡El Helter Skelter se acerca!»; y Season describía como «un sabio, un chamán, un sanador y un metafísico» al hombre que el Examiner calificaba de «manipulador ex presidiario de oscuros ojos hipnóticos».

– ¡Vuelve al trabajo, Plunkett! -gritó el boqueras de D y L.

Después de leer el último párrafo, que prometía fotos del «salvador de culto satánico» en la siguiente edición, obedecí. Esa tarde, mientras descargaba la carne del matadero, era incapaz de asimilar las anécdotas que contaban los compañeros y mi cuerpo se revolvía con un único pensamiento: Charlie Manson tenía los ojos oscuros, como yo. Dada aquella coincidencia, ¿el parecido aumentaría o se desmoronaría?

La edición nocturna del Times de Los Ángeles me daba la respuesta. Charles Manson era un tipo pusilánime de treinta y cuatro años y poco más de metro y medio; de cuerpo fláccido y pecho hundido; con una barba enmarañada y el cabello largo de aspecto grasiento. Al estudiar sus fotos, me sentí aliviado y decepcionado, y no comprendí el motivo de aquella ambivalencia. El artículo sobre el historial de Manson sólo aclaraba ligeramente mis sentimientos: era un ex presidiario que había cumplido varias condenas por proxenetismo, falsificación, posesión de drogas y robo de vehículos. Se había pasado media vida en distintas prisiones. Aquello no me inspiró más que desprecio: un recorrido por las cárceles, aprovechado para aprender las habilidades de la vida al margen de la sociedad, podía considerarse aceptable; varios, indicaba una institucionalización autodestructiva. Empecé a preguntarme adónde me llevaría aquel hombre.

Durante una semana, me llevó a una montaña rusa de frustración y análisis de mí mismo.

Manson se convirtió en el tema de conversación principal de la cárcel y los presos de confianza de D y L tenían opiniones diversas. Unos lo consideraban «un psicópata total», mientras que otros admiraban su dominio sobre las mujeres y su estilo de vida de drogas y violencia. Yo permanecía al margen de las discusiones y los escuchaba, sobre todo, por lo que decían de los adeptos, pero intentaba limitar mi consumo de Manson a los hechos que podía entresacar de la prensa. Dejando aparte las expresiones de indignación que plagaban cualquier artículo sobre Charlie y su Familia, compuse un tratado que parecía sensato en cuanto a los hechos se refería.

Charlie era un manipulador curtido en la calle que atraía a jóvenes extraviados, un gorrero de droga versado en el rock and roll, la ciencia ficción, el pensamiento religioso y la plétora de movimientos sociales a los que eran susceptibles los jóvenes manipulables y, obviamente, había desarrollado su propio ethos a partir de ellos, un ethos que seducía a los desarraigados. Todo esto era impresionante.

Sin embargo, como criminal era un auténtico desastre y había confiado en gente que al final lo había delatado.

Y sin embargo también, cuando lo entrevistaban, parecía un propagandista descuidado y psicótico.

Pese a ello, había creado un feudo que giraba en torno a sus fantasías sexuales más extremas; pese a ello, otros habían asesinado siguiendo sus órdenes; y pese a ello tenía el poder de usurpar mis rituales nocturnos ante el espejo, transformándolos en torturantes sesiones de preguntas y respuestas.

«¿Había alguna oscura razón cósmica para que tu camino se cruzara con el de este hombre?

»Su potencia sexual tuvo como resultado tu cópula abortada y que tengas que pasar un año en la cárcel. ¿Significa esto algo terrible?

»Física e intelectualmente, serías capaz de partirlo como si fuera una ramita, pero él está en la portada de la revista Life, mientras que tú cargas sacos de ropa sucia y eres un don nadie en el mundo del delito. ¿Es un presagio de tu futuro?»

Sabía que esas preguntas no tenían respuestas y ello se debía a mi sentimiento básico de impotencia. Machaqué aquel argumento lo mejor que pude, excluyendo todos los pensamientos en los que apareciéramos Charlie y yo como gemelos simbióticos en celebridad y fracaso: para ello cargaba bultos cada vez más pesados en el muelle y después hacía horas de gimnasia en la celda, creando mi propio mundo de primacía física y agotamiento. Pero la estratagema siempre se veía frustrada por los titulares sobre Manson, los reportajes sobre Manson, las habladurías y las especulaciones sobre Manson. Los presos de confianza hablaban de Charlie en el muelle y yo casi perdía los estribos. En un documental televisivo sobre la Familia habían incluido entrevistas con Season y Flower, y me entraron ganas de arrancar el aparato del pasillo. Después, cuando se completaron los procedimientos del gran jurado y le hubieron leído el acta de acusación, lo trasladaron al módulo de Alta Tensión de la nueva cárcel del condado y estuvimos bajo el mismo techo.

Yo sabía que convergíamos: el destino estaba urdiendo una cita y sólo tenía que seguir el rumbo que nos marcaba para que el mismísimo hombre del espejo respondiera a mis preguntas. Así, levanté cargas enormes en el muelle, sabiendo que el miedo y la duda me impulsaban y, después del trabajo, me tumbaba en el camastro, temeroso de que el cuerpo que estaba consiguiendo arruinara mi invisibilidad psíquica, de que el resto de la vida me considerasen un cagadero donde otros hombres se ponían a prueba. Empecé a percibir mi situación como un dilema entre visibilidad o invisibilidad, entre una presencia llamativa o el poder sutil del anonimato. Las ventajas y los inconvenientes eran parejos en ambos lados y se volvían aún más convincentes ante la certeza de que mi destino era único, distinto y audaz. Aunque nunca había creído en Dios, empecé a rezarle cada noche; le rogaba que me llevara a Charlie, para ver sus ojos oscuros y saber qué presagiaban para los míos.

El camino hacia Manson empezó un lluvioso miércoles por la mañana, cuando hacía una semana que lo habían trasladado a Alta Tensión. Yo cargaba cartones de comida enlatada desde el muelle a un tinglado cubierto cuando oí: «¡Agárrala, sobrao!», y una caja de lechugas me dio en plena espalda. El golpe me aturdió y caí de rodillas. Oí gritos de: «¡Hijo de puta!» y «¡Vamos, musculitos!». Mientras intentaba incorporarme, me llegó un eco distante del picadero de Flower y Season: «Carga, apunta y dispárale entre los ojos.»

De estar de rodillas, pasé a adoptar la posición de salida de un velocista, me impulsé hacia delante y corrí directo contra mis acusadores. Sorprendidos, los hombres no hicieron amago de apartarse. Caí sobre ellos como un mazo y, cuando vi un bíceps flácido directamente delante de mis ojos, lo mordí y me tragué el pequeño fragmento de carne que logré arrancarle.

El grupo se dispersó y mi propio impulso me llevó de nuevo al suelo. Me levanté y me volví en redondo. Los hombretones me miraban con expresión de asombro, paralizados por la sorpresa. Mantuve la actitud y escuché lo que decían entre susurros: «Joder, me ha mordido», «… maldito Drácula», «¡A mí no, tío!». Entonces, se acercó el boqueras de D y L. Después de haber dejado clara mi postura, dejé que me esposara y que me llevara a la celda.

Me castigaron a cinco días de aislamiento en el módulo de Corrección, que se componía de una hilera de celdas individuales sin litera. Sólo había un cubo para orinar y defecar. No se permitía tener lectura y la alimentación consistía en seis rebanadas de pan y tres vasos de agua al día. Si los carceleros consideraban que aquellas espartanas instalaciones me resultarían penosas, se equivocaban; la disminución de calorías ingeridas purgó mi cuerpo y el oscuro chabolo de tres por dos metros fue el hábitat perfecto para el perfecto vacío mental que adopté durante mi estancia allí. Cuando abrieron la puerta de la celda y me llevaron a mi nueva «casa» -el módulo de custodia de los presos de confianza- me sentí tranquilo y relajado. Me asignaron una celda en la que había otros tres presos y me dijeron cuál sería mi trabajo: barrer los corredores de la cárcel una y otra vez diez horas al día, seis días a la semana. Yo sólo tenía una pregunta.

– ¿Alguna vez tendré que pasar la escoba al módulo de Alta Tensión?

– Tarde o temprano -me respondió el carcelero.

Fue en algún momento entre el tarde y el temprano: cientos de horas indeterminadas y miles de corredores y pasillos en lo que me parecieron millones de kilómetros tirando de la escoba, siempre con la mente en blanco, conteniendo las preguntas del hombre espejo, que siempre parecían dispuestas a precipitarse en pocos segundos. Ni siquiera recuerdo qué día fue pero, cuando el carcelero de los presos de confianza custodiados dijo «Plunkett, a Alta Tensión», cogí la escoba y el cubo de la basura y fui hacia allí con el piloto automático, deteniéndome sólo a leer el registro de los reclusos en la parte frontal del módulo.

Y allí estaba, en blanco y negro: Manson, Charles, celda A-11, y el número del artículo del Código Penal de California correspondiente a homicidio en primer grado: CP 187, junto a su nombre, en rojo.

El boqueras abrió la puerta, me adentré en la pasarela de las celdas A y la estudié. Eran celdas de seguridad individuales, angostas y con barrotes. No se oía ruido en ninguna de ellas. Conté once y marqué mentalmente el lugar. Luego, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, barrí el pasillo, me volví hacia los barrotes de la A-11 y dije:

– Hola, Charlie.

La oscuridad parecía pulsar en el interior de la celda y, por unos instantes, pensé que el hombre espejo se había ido. Me disponía a agarrarme a los barrotes y forzar los ojos para ver el interior, cuando una suave voz de tenor cantó:

– «Me dices que es la institución, bueno, ¿sabes?, es mejor que antes liberes tu mente.» [3] -Se produjo una pausa y luego la voz añadió-: Yo te veo, pero tú no me ves. ¿Crees en el mensaje de esa canción, enchufado?

Apoyé la escoba contra los barrotes y entorné los párpados para ver dentro de la celda, pero lo único que intuí fue un bulto en el camastro.

– Sí, y lo supe mucho antes que los Beatles.

– Eso es lo que tú crees -se burló Charles Manson-. Los santos John y Paul lo sacaron de mí y tú lo sacaste de ellos. Causa y efecto. El karma que nos pasa factura. Ahora estamos los dos aquí. ¿Te mola la energía?

– Es una interpretación conveniente -me burlé a mi vez-. Háblame del Helter Skelter.

– Escucha el Álbum Blanco de los Beatles y lee la Biblia. Ahí está todo.

El bulto del catre cobró forma. Charlie me pareció viejo y frágil.

– Háblame del Helter Skelter -insistí.

Manson se echó a reír. Fue un sonido líquido, como si el Satán hippie estuviera babeando.

– Tú, yo, los parias de Dios en Harleys y en buguis del desierto. Los negros que se rebelan. La Tierra que vuelve a mí.

– ¿En tu celda acolchada?

– Hombre de poca fe -replicó, esta vez con un seco cloqueo-. Si conocieras el mensaje de los Beatles, no estarías aquí.

– Pues tú también estás.

– Es mi karma, enchufado. Es mi energía que me dirige hacia la gente que más necesita escuchar mi mensaje.

En la parte más profunda de mi bóveda de preguntas y respuestas se formó un interrogante y, antes de que pudiera volver al toma y daca verbal, formulé la pregunta:

– ¿Cómo es matar a alguien?

Manson se puso en pie y se acercó a los barrotes. Vi que no me llegaba a los hombros y que sus «hipnóticos» ojos oscuros tenían el brillo de un psicópata pasado de vueltas. Me habría gustado arrancárselos y pisarlos en el pasillo hasta hacerlos puré.

– Yo no he matado a nadie -dijo Charlie-. Soy el chivo expiatorio del poder.

– ¿De la «institución»?

– Exacto.

– Entonces, utiliza la mente para escapar de aquí.

– La cárcel es mi karma -replicó Manson con una carcajada-. Enseñar a esos presidiarios paletos y cínicos es mi energía. Dime, descreído, ¿qué sabes?

Me agaché para que mis ojos y los de aquel diminuto Satán estuvieran al mismo nivel. La Sombra Sigilosa saltó a mi mente haciendo movimientos pantomímicos que significaban APROVECHA ESTA OPORTUNIDAD. Con la voz más depuradamente fría que jamás hubiera adoptado, respondí:

– Sé que hay gente que mata y se lleva lo que quiere y nunca la detienen; y si la detienen, no justifica su fracaso con palabrería mística para seguir siendo grande y no echa la culpa a la sociedad porque reconoce el libre albedrío. Y sé que hay gente que mata con sus propias manos, que no manda a hippies colocadas a hacer lo que ellos no se atreven. Sé que la verdadera libertad es cuando lo haces todo tú mismo y está tan bien que no necesitas contárselo a nadie.

– Cerdo -bufó Charlie y me escupió en la cara. Dejé que el escupitajo se asentara, pasmado ante mi elocuencia, que parecía brotar por propia voluntad desde la nada profunda, como si aquella declaración, no las respuestas de Manson a mis preguntas, fuera lo que yo estaba esperando con la mente en blanco durante las últimas semanas.

Al ver que yo me quedaba inmóvil y que la saliva me bajaba por la barbilla en un reguero, Charlie se puso a cantar:

– «Hey Jude, no lo estropees, deja que el Helter Skelter lo mejore. Recuerda, haz salir de tu mente a la pasma…» [4]

La Sombra Sigilosa interrumpió la música superponiendo CÁSTRALO sobre la frente de Charlie. Recurrí a una profunda corriente de frialdad y dije:

– Me tiré a Flower y Season en tu casa del Strip. Eran unas putas de pacotilla y hacer proselitismo se les daba aún peor. Además, se reían de tu polla de grillo diciendo que no medía ni dos centímetros.

Manson se lanzó contra los barrotes y empezó a vociferar. Yo cogí la escoba y seguí barriendo el pasillo. 0 palmadas en la galería superior y alcé los ojos. Un grupo de boqueras aplaudía mi actuación.


Durante las semanas siguientes me embargó un agradable peso. Supe que procedía de mis confrontaciones con los presos del muelle de carga y con aquel Satán de tres al cuarto, y noté que recuperaba la vieja invisibilidad. Mi obsesión por el culto al cuerpo empezó a parecerme vacua; pasar películas mentales se volvía aburrido ante el simple análisis de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Seguí durmiendo sin sufrir pesadillas y, a medida que se acercaba el día de mi liberación, empecé a tener ganas de tratar con agentes de la libertad vigilada, empleadores y conocidos de la jornada laboral. En el fogón trasero de mi mente empezó a bullir una idea potente: podía vivir de manera anónima y barata, sin pesadillas ni impulsos peligrosos, y poseer mi propio poder hipnótico.

El poder de Charles Manson sobre mí disminuyó y se apagó hasta que su fama en la cárcel no fue más que una pequeña molestia, como el revolotear de un mosquito que escapa hábilmente al manotazo. La elocuencia de mi ataque contra él también se desvaneció hasta que, tres semanas antes de que me dieran la bola, afloró mi postgrado ficticio y me destinaron a la biblioteca con una tarea específica: ordenar cronológicamente cuarenta cajas grandes de revistas donadas recientemente al sistema penitenciario del condado de L. A.

Las cajas contenían ejemplares de Time, Life y Newsweek que se remontaban a los años cuarenta. Me dejaron solo con ellas en una bodega de almacenamiento durante ocho horas al día, con una bolsa de emparedados, un termo de café y una navaja del ejército suizo para cortar el cartón y el cordel. El trabajo me resultó sencillo y metódico hasta que encontré una serie de números recientes con artículos sobre Charlie el satánico y leí prosa no hiperbólica que lo calificaba de asombroso.

Dejé aquellos números de lado, indignado por el hecho de que unos periodistas bien pagados se dejaran engañar por un charlatán pseudomístico. Con la prosa sobre Manson amontonada en un rincón mohoso de la bodega, abandoné mi trabajo de clasificación durante cinco días seguidos, dedicando las horas laborables a leer en las revistas antiguas las crónicas de unos asesinos estúpidos que habían sido detenidos, condenados y aplastados como insectos. Leí sólo los reportajes sobre los homicidios de la zona de L. A. y, cuando reconocía los nombres de las calles y las ubicaciones, sentía que la patología autodestructiva de los asesinos entraba en mí y se convertía en absoluto desdén por el éxito y la fama. Luego, cuando mi historia de violencia fatua retrocedió hasta 1941, saqué la navaja.

Juanita Spinelli, alias «la Duquesa», cabecilla de una banda armada, colgada en San Quintín el 21/11/41. Navajazo. Navajazo. Otto Stephen Wilson, que degolló a tres mujeres, ejecutado en la cámara de gas de San Quintín el 18/10/46; navajazo, navajazo, navajazo. Uno por cada víctima. Jack Santo, Emmett Perkins y Barbara Graham, inmortalizada en la película Quiero vivir, pero frita en la silla eléctrica por sus robos con asesinatos el 3/6/55; navajazos múltiples. Donald Keith Bashor, ratero y asesino que actuaba con un bastón como arma al este de mi antiguo barrio, ejecutado el 14/10/57; navajazo, corte profundo, desgarro, por haber sido tan tonto tan cerca de mí. Harvey Murray Glatman, el técnico de televisores sádico que se cargó a tres mujeres después de fotografiarlas atadas y amordazadas, liquidado por el estado el 18/8/59; navajazos de desdén por sus gimoteos camino de la cámara de gas. Stephen Nash, el desdentado vagabundo que se autoproclamaba el rey de los asesinos, eliminado una semana después de Glatman, el 25/8/59; apenas un navajazo suave por haber escupido al capellán y haber inhalado el gas cianhídrico con una sonrisa. Elizabeth Duncan, que contrató a los indigentes alcohólicos Augustine Maldonado y Luis Moya para que mataran a la esposa de su hijo, lo cual les valió a los tres el viaje a la cámara de gas de San Quintín el 11/5/62, muchas páginas acuchilladas por la ebriedad y la falta de profesionalidad del trabajo.

Y así sucesivamente, hasta llegar a Charlie Manson, cuyo destino aún no estaba decidido pero quedaba reducido a dos opciones, la cámara de gas o la celda acolchada de Atascadero: navajazo, corte profundo, desgarro y meada en su cara sonriente de la portada del Newsweek.

Cuando el montón de papel quedó reducido a confeti, lo escondí tras unas cajas de leche abandonadas y pensé en lo dulce y tranquila que sería mi vida anónima.

12

Durante los cuatro años siguientes, me metamorfoseé en objeto,

Me convertí en archivo de imágenes, en banco de memoria. Básicamente, 1970-1974 se tornó mi período de interpretación del escenario humano que me rodeaba, pero sin fantasear con él ni convertirlo en variaciones sexualmente gratificantes. Hoy sé que aquella contención infernalmente astringente fue lo que al final me condujo a estallar.

Me soltaron de la cárcel el 14 de julio de 1970 y de inmediato me dirigí a casa del tío Walt Borchard a recoger el talonario y las llaves de la caja de seguridad. La mujer a la que Borchard había dejado mis pertenencias intentó darme también un gran fardo con mi vieja ropa, pero ésta llevaba impregnado el olor de la derrota y la rechacé.

Con los intereses, mi cuenta de ahorro arrojaba un saldo de 6.318,59 dólares y el botín de las cajas de seguridad seguía intacto. Retiré tres mil dólares en metálico y el contenido de las tres cajas. Estaba a un tiro de piedra del Boulevard, muy cerca del apartamento de Cosmo Veitch, a quien vendí todo mi botín de relojes, joyas y tarjetas de crédito por mil quinientos pavos. Al salir, un paseo aún más breve me llevó a un concesionario Ford de Cahuenga, donde anunciaban una «Venta por Liquidación de Existencias» de furgonetas usadas. Me quedé una Econoline del 68, de color gris acero; pagué 3.200 en metálico y conduje hacia L. A. Oeste para buscar un lugar seguro e inocuo donde vivir.

Encontré un apartamento en una calle tranquila al sur de Westwood Village y pagué seis meses de alquiler por adelantado. La mayoría de los vecinos era gente mayor y mi piso de tres habitaciones estaba bien, pintado de un sosegado gris muy similar al de la furgoneta. Lo único que quedaba por hacer en mi regreso a la sociedad era presentarme a un agente de la condicional y buscar trabajo.

Mi A. C. era una mujer llamada Elizabeth Trent. Era elegantemente liberal y derrochó empatía instantánea mientras exponía los términos de la libertad vigilada: no robar, no mezclarse con delincuentes, no tomar drogas, conservar trabajo estable y presentarse ante ella una vez al mes. Aparte de eso, me habló de «divertirme», de «acumular buen karma» y de que la llamara «si necesitas algo». Cuando salía de su despacho tras nuestra primera entrevista, clasifiqué a la mujer como una posthippie con problemas sentimentales, alguien que se entrometía en los asuntos de otros con buena intención para aligerar su propio torbellino personal. La libertad vigilada resultaría sencilla.

Lo del empleo fue aún más fácil que mi hora mensual de portarme bien con Liz Trent. Desde el año 1970 hasta 1974 desempeñé una serie de trabajos humildes escogidos según un criterio: su capacidad para mantenerme mentalmente ocupado y alerta, sin adornos fantasiosos. Fui, sucesivamente:

Repartidor de Pizza Supreme, en un territorio que cubría una zona de Hollywood Oeste habitada mayormente por artistas sin trabajo, escritores y actores, que se hacían llevar pizza y cerveza las veinticuatro horas del día. Encargado de noche de una librería pornográfica situada ante el notorio Hollywood Ranch Market, que abría hasta el amanecer. Friegaplatos en un bar/restaurante para solteros, en Manhattan Beach. Empaquetador en una casa de venta por catálogo especializada en artículos para bondage.

Todos estos empleos me permitían observar vidas a las que pillaba desprevenidas en pequeños momentos de flujo. Cuando trabajaba de repartidor, más de un cliente -de ambos sexos-me abría la puerta en pelotas; en ocasiones, alguno sin dinero se ofrecía a sí mismo a cambio de la pizza. El tiempo que estuve en Villa Porno fue un curso de doctorado sobre los mecanismos del sentimiento de culpa sexual y del desprecio hacia uno mismo: los hombres que compraban libros de felpudos y de folla-y-chupa eran lamentables ejemplos negativos de la fuerza que se obtiene mediante la abstinencia total.

El Big Daddy's Disco era como Objetivo indiscreto, pero en versión X y tragicómica. El jefe de cocina había abierto en la pared un agujero que daba al baño de señoras y, cuando uno levantaba el calendario de Playboy que lo tapaba, tenía una visión bizca del espejo de maquillarse y de un retrete. Todo el personal de cocina se turnaba entre malévolas risillas para espiar, aunque yo siempre esperaba a que todos se fueran a casa, a la una, y me quedaba solo para terminar la limpieza. Entonces observaba y escuchaba; veía a una sucesión de mujeres jóvenes que se estremecían de placer ante la perspectiva de la cita que las aguardaba, o que lloraban ante el espejo tras una larga noche de rechazos junto a la barra. Las mujeres hablaban de hombres en términos explícitos y recogí su léxico estilizado; esnifaban cocaína para infundirse valor y luego suavizaban con maquillaje la excesiva dureza facial que ésta producía. Con un ojo aplicado al agujero, me convertí en cronista mental de la desesperación a pequeña escala y fue como apisonar mi autocontrol con un martillo de terciopelo.

Yo era un objeto que asimilaba e interpretaba, y codicié el tacto de otros objetos bruñidos. Atendiendo de nuevo a la Sombra Sigilosa y a mi juventud, llené el apartamento de acero mate: sacapuntas y perfiles metálicos y cuchillería de cocina y navajas del ejército suizo de hojas brillantes que yo mismo froté con lana de acero industrial. Con el paso de los años, mi colección de navajas creció hasta que tuve el catálogo completo del ejército suizo montado en la pared del salón, en ángulos que yo cambiaba a voluntad. Después, empecé a interesarme por las armas de fuego.

Pero lo que deseaba eran armas cortas y, como delincuente condenado que era, la ley me prohibía poseerlas. Además, eran caras -sobre todo si se adquirían ilegalmente-, y la idea de violar mi preciada invisibilidad para procurármelas me resultaba aterradora: una posible apostasía que me devolvería, lo sabía, a todos mis viejos impulsos peligrosos.

Cuando me dio el enamoramiento con las armas, acababa de entrar a trabajar en Leather & Lace, la casa de venta por catálogo de artículos de sadomaso. Mi trabajo consistía en abrir los sobres que llegaban con cheques y pedidos de látigos, cadenas, collares de perro, consoladores, equipo de mazmorra y demás, preparar los pedidos mientras se comprobaba el cheque, y embalarlos cuando los de contabilidad daban el visto bueno. La sala de envíos estaba hasta los topes de productos perversos fabricados en Tijuana, la mayoría de ellos elaborados con cuero negro barato y aleaciones metálicas de baja calidad. Los feos objetos me miraban con ira todo el día y, para mantener a raya las fantasías, puse a trabajar mi mente en la tarea de convertirlas en algo útil. No se me ocurrían ideas y consumía mi tiempo libre leyendo catálogos de armas. La avidez que sentía cuando hojeaba fotografías en papel cuché de los Colt y Smith & Wesson y Rugers era terrible, agravada por el hecho de que aquellos chiflados sexuales enviaran constantemente en los sobres -lo delataba el peso de las monedas- dinero en metálico. Podía quedarme con aquel dinero y el robo se atribuiría a Correos; podía obtener una identidad falsa de fuentes criminales y usar el dinero sustraído para comprar un buen Magnum o una automática del 45.0 también podía robar más dinero y comprar un arma en la calle. Cuanto más pensaba en ello, más alicientes le encontraba… y más miedo me inspiraba.

Así que no hice nada, y la nada me correspondió. Se vengó de mí.

Allá donde iba, me observaban objetos feos. Cuando salía de noche a dar largos paseos, los cubos de basura metálicos gritaban: «¡Cobarde!», y los rótulos de neón destellaban con los números de los artículos del código penal de delitos tentadores. Era como si de pronto la zona de mi cerebro más reprimida hubiera desarrollado la capacidad de pasar películas sin mi consentimiento.

Así que seguí sin hacer nada, y la nada siguió correspondiéndome. Vengándose de mí.

Conservé el empleo en Leather & Lace y resistí el deseo de fantasear y de robar el dinero que llegaba. En marzo de 1974 terminé la libertad condicional y Liz Trent me soltó con un consejo: «Encuentra algo que te guste y dedícate a hacerlo lo mejor posible.» Aquellas palabras me proporcionaron un «algo» temporal que enseguida fracasó.

Al día siguiente, estaba preparando pedidos cuando me fijé en el tubo del objeto número 114 del catálogo de la tienda, el «Asiento del Amor Anal de Anita». Vi que el diámetro era ligeramente mayor que el de la boca de un S &W Magnum que me gustaba especialmente y recordé una leyenda carcelaria sobre la confección de silenciadores caseros. Consciente de que aquél era un antídoto casi legal a la nada, compré las herramientas necesarias y lo hice «lo mejor posible».

Una sierra para cortar metales, un ovillo de fibra metálica empleada en aislamiento de acondicionadores de aire, un roscador de tubo metálico y un pedazo de tubo de hierro de menor calibre se sumaron a veinte centímetros de «Anal de Anita» en mi sala de estar y puse manos a la obra con mis navajas del ejército suizo. Primero serré, corté y monté las piezas; después, con la guía de un Magnum de juguete «réplica exacta», marqué los filetes para enroscar el artefacto a la boca del cañón. Cuando vi que quedaba bien encajado, llené el tubo con hebras de la fibra metálica y, finalmente, introduje el trozo de tubo estrecho justo en el centro. El ánima, calculé, dejaría pasar una 357 de punta hueca y sobraría medio milímetro, por lo que el proyectil viajaría hacia su objetivo dando tumbos. Completado el trabajo básico, puse el silenciador en el suelo y golpeé con un martillo el extremo del tubo, aplastándolo en torno al ánima hasta que sólo sobresalió un pequeño agujero.

Se convirtió en el objeto más hermoso que había visto en toda mi vida.

Pero con aquel «algo» detrás de mí, la «nada» me golpeó más y más fuerte, recordándome que el silenciador, sin el Magnum, no era más que un pisapapeles. Lo llevaba conmigo como talismán en mis paseos de madrugada y ahora, si los cubos de basura me miraban mal, les daba una patada, y si los coches aparcados me ofendían con sus colores chillones, usaba el silenciador para grabarles S. S. en la chapa. Era rebeldía inexperta y rabia hueca, pero sostener aquel pedazo de metal barato trabajado a mano era lo único que impedía que el alucinógeno 187 del Código Penal me devorara.

Llegué a creer que un cambio de escenario mejoraría las cosas. La propia familiaridad con L. A. era peligrosa y, si podía escapar de su telaraña de nostalgia y tentación autodestructiva, estaría a salvo. Vivir en otra ciudad me infundiría cautela y acallaría las fantasías delictivas que intentaban destruirme. Tomé la decisión de marcharme y establecí una estricta fecha límite para hacerlo, al cabo de tres semanas: sería el 12 de abril, el día siguiente de mi vigésimo sexto cumpleaños.

El tiempo transcurrió deprisa. Dejé el empleo, liquidé la cuenta del banco y cargué en la furgoneta mi ropa, los artículos de aseo y el talismán/silenciador. Dejé atrás mis demás objetos de acero para simbolizar la ruptura de los viejos lazos. La pérdida de las navajas me apenó y me animó al mismo tiempo: sabía que era un sacrificio consciente, dirigido a evitar una catástrofe.

La noche de mi cumpleaños, di un paseo de despedida por el barrio. No encontré objetos que me miraran mal, ni centellearon ante mis ojos números extraños; sólo me asaltaron los truenos y la lluvia, que me caló hasta los huesos. Busqué un sitio para refugiarme y distinguí el rótulo de neón de la fachada del cine Nuart: «Salvemos las focas.»

Corrí hasta allí. El vestíbulo estaba desierto y me encaminé a los aseos de caballeros en busca de unas toallas de papel. Ya tenía la mano en la puerta cuando capté un sonido agudo y apremiante procedente del propio local. Me olvidé de secarme y me encaminé directamente hacia el lugar de donde procedía.

En la pantalla estaban apaleando a unas focas hasta darles muerte. Lo que había oído momentos antes eran sus gritos, acompañados por los sollozos de los espectadores. El sonido era conmovedor, pero las imágenes resultaban repulsivas y patéticas, por lo que cerré los ojos. La ausencia de luz me trajo el sabor de la sangre, la sangre de todos los que alguna vez había deseado. Pronto, yo también estuve sollozando, y el sabor se intensificó hasta que una música reemplazó los gimoteos. Abrí los ojos cuando la gente desalojaba ya el cine y, al pasar delante de mí, me dedicaba miradas de comprensión y conmiseración. Me daban palmaditas en los hombros y me tocaban las manos… como si yo fuese uno de ellos. Nadie se daba cuenta de que el origen de mis lágrimas era la alegría.

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