4 de enero de 1979
Me dirigía al norte por la U.S. 5 bajo una tormenta de nieve, con destino a Lake Geneva, Wisconsin, una población turística frecuentada todo el año. Andaba corto de dinero para el viaje, debido a que había equipado el Muertemóvil II para el invierno con neumáticos de nieve de primera, edredones de pluma para dormir y paneles de aislamiento que me habían salido caros, y mi reserva de dinero más cercana estaba en un banco del centro de Colorado. Mientras pasaba de Illinois a Wisconsin, contemplé los ventisqueros que se formaban y supe que a quien tuviera la mala suerte de cruzarse en mi camino le esperaba una larga e intensa congelación.
Tomada la decisión, tuve una reunión de trabajo con «cautela» y con «preparación». Pensé en las patrullas de tráfico que recorrerían las carreteras para ayudar a conductores en dificultades y recordé ciertas muertes en Aspen, hacía tiempo, y lo difícil que resultaba estrangular o aporrear con las piernas atascadas en la nieve. Densos muros de abetos desnudos flanqueaban la carretera y los imaginé como receptáculos de puntas huecas ensangrentadas. Me vino la respuesta de disparar/robar/recuperar/enterrar. Detuve el coche en la cuneta y saqué el Magnum de su escondite debajo de la carrocería.
La nevada arreció y, hacia mediodía, empecé a preguntarme si debería buscar alojamiento o aparcar a la espera de que remitiera la tormenta. Estaba en el proceso de decidir qué haría cuando vi un Cadillac situado erráticamente en la parte izquierda de la autovía, con el morro salido y en peligro inminente de recibir un golpe de refilón.
Frené y guardé la 357 en la parte trasera de los pantalones, asegurándome de que la chaqueta ocultaba la culata. No había tráfico y crucé la calzada a la carrera hacia el Cadillac.
No había nadie dentro y vi un leve rastro de pisadas de una sola persona, ya medio cubiertas por la nieve que caía, que se dirigían a la cuneta derecha y seguían en dirección norte. Al acecho, volví al Muertemóvil y continué la marcha despacio, con un ojo en el espacio que conseguía despejar el limpiaparabrisas izquierdo y el otro en la cuneta.
Media hora más tarde, vi al hombre, que avanzaba trabajosamente con la nieve hasta los tobillos. Cuando oyó mi motor, se volvió y la nieve que tenía en la cabeza me hizo buscar a tientas la Polaroid.
Toqué el claxon y frené. El hombre agitó la mano frenéticamente en dirección a su presunto rescatador. Puse el freno de mano y los intermitentes y abrí la puerta del acompañante para observar a mi víctima.
Era de mediana edad y grueso, y su halo de opulencia en apuros desmerecía la encantadora corona de nieve que portaba. Entre jadeos, el hombre me dijo:
– Mi mujer no para de insistir en que compre un radiotransmisor y ahora comprendo por qué. -Señaló la Polaroid y añadió-: ¿Fotógrafo, eh? Dicen que son ustedes capaces de ir a donde sea por una instantánea, y ya no tengo ninguna duda de ello.
Saqué la 357 y le puse la boca del silenciador delante de la nariz. «¿Eh? ¿Pero qué…?», balbuceó el hombre. Sonreí y repliqué: «Sólo quiero tu dinero.»
Temblando, más de miedo que de frío, el tipo dijo que lo llevaba encima y oí el castañeteo de sus dientes. Le indiqué que se dirigiera hacia los abetos situados a unos diez metros de donde estábamos. Le dejé abrir la marcha y, cuando estaba a tres metros de una sólida barrera de troncos, le disparé dos tiros por la espalda.
El silenciador emitió un estampido amortiguado, el gordo voló hacia delante y me llegó el eco de la madera al astillarse. Puse el cronómetro a ocho minutos, para ser ultracauto, y conté despacio hasta veinte para que mi víctima tuviera tiempo de morir. Cuando estuve seguro de que no me molestaría con espasmos reflejos ni rociadas de sangre, lo agarré por los talones y lo arrastré hasta los árboles en los que era más probable que se hubieran alojado las balas. Cuando vi las puntas huecas incrustadas, una junto a la otra, en el tronco de un arbolillo joven, las saqué con los dedos y las guardé en el bolsillo de la chaqueta. Después, arrastré el cuerpo a través de un claro hasta un banco de nieve que ya tenía un metro de profundidad. No llevaba guantes, por lo que me cubrí las manos con las mangas para sacar la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y extraer de ella un fajo de billetes de cien, veinte y diez, además de una colección de tarjetas de crédito. Guardé billetes y tarjetas en los bolsillos traseros del pantalón, me aparté del cuerpo, respiré profundamente y descolgué del hombro la Polaroid.
4.16 transcurridos.
Hice inventario de mi persona y toqué el Magnum, las balas disparadas y las tarjetas y billetes robados. Las huellas de pisadas y la sangre eran faits accomplis; la nieve que seguía cayendo no tardaría en cubrirlas. Bajé la vista al muerto y advertí que la corona de nieve le confería cierto aire de romántico de época, como si fuese un lechuguino de los tiempos de Beethoven que disimulaba su fealdad bajo una peluca empolvada. La idea me inspiró, y me incliné sobre el muerto para sacarle una foto, un primer plano de la parte posterior de la cabeza. La cámara expulsó el papel en blanco y, cuando apareció en él la imagen de la corona de nieve, guardé la foto en el bolsillo delantero, le di la vuelta al cuerpo y tomé otra instantánea de su máscara mortuoria, con los ojos saltones y la boca ensangrentada. Mi memoria centelleó y, con seis minutos por delante, eché nieve sobre el cuerpo hasta que quedó cubierto con un montículo de prístina blancura. Cuando hube terminado el trabajo, estudié la cara de la foto mientras volvía al Muertemóvil.
Después de guardar de nuevo el 357 en su compartimento de seguridad, continué el viaje. Coloqué las fotos en el salpicadero, donde pudiera verlas contra la nieve/peluca empolvada. Avancé despacio, sin apartarme del carril derecho, e imaginé a la madre naturaleza borrando mi rastro del escenario del crimen. La tormenta alcanzaba proporciones de ventisca y me di cuenta de que sería imposible llegar a Lake Geneva antes de medianoche; pronto tendría que buscar abrigo. El limpiaparabrisas apenas conseguía apartar el polvo que chocaba con el cristal y, cuando llegué a una larga curva en forma de S, tuve que detenerme y bajar a despejarlo con las manos.
Entonces vi el control de carreteras.
Estaba a sesenta metros de distancia y al momento comprendí que no podía ser por mí: había matado al gordo limpiamente, hacía ya una hora y media, y si me hubieran identificado como el asesino, la policía ya habría hecho un movimiento de aproximación. Por dentro, me tensé como un tambor. Limpié el parabrisas con la manga, volví al volante y, haciendo pedazos las fotos de muerte, las arrojé a la nieve por la puerta del acompañante. Me acordé de las balas y las tarjetas de crédito que llevaba en el bolsillo y me deshice de ellas también. Después, entré una marcha y me aproximé al puesto de control.
Junto a las vallas que cortaban el paso estaban apostados numerosos policías del estado armados con fusiles, y detrás de ellos se alineaba media docena de coches patrulla azules y blancos. Cuando me detuve, dos polis se acercaron al Muertemóvil en un movimiento envolvente, apuntándome directamente con las armas. Desde detrás de la barrera, una voz amplificada electrónicamente gritó: «¡Conductor de la furgoneta plateada! ¡Abra la puerta del vehículo, ponga las manos sobre la cabeza y camine hasta el centro de la calzada! ¡Hágalo despacio!»
Obedecí, muy despacio, bajo la nevada. Los dos policías continuaron apuntándome. Los ojos de sus fusiles del calibre 12 se veían grandes y negros contra el blanco de la nieve. Cuando llegué al centro de la calzada, un tercer agente me agarró los brazos por detrás, los juntó a mi espalda y me puso las esposas. Una vez inmovilizado, una nube de policías saltó las vallas y se lanzó sobre el Muertemóvil mientras los dos de los fusiles bajaban sus armas y se acercaban. El que me había puesto las esposas me cacheó por detrás y anunció: «Limpio.» Los otros dos me indicaron que volviera a la furgoneta. Había agentes encima, debajo y dentro del Muertemóvil II; aquello me irritó y me di cuenta de que la mejor manera de afrontar mi primer interrogatorio serio desde el de Eversall/Sifakis, ocurrido cuatro años atrás, sería mostrarme indignado.
– ¿A qué cojones viene esto?-exclamé.
Los polis de los fusiles me empujaron contra la furgoneta y también ellos se apoyaron en su costado. Así, los tres tuvimos cierta protección del viento y de la nieve. El policía de más edad, que llevaba una insignia de teniente en la parte delantera de su sombrero de agente forestal, me preguntó a bocajarro:
– ¿Nombre?
– Martin Plunkett.
– ¿Dirección?
– No tengo dirección, en este momento. Me dirijo a Lake Geneva a buscar empleo.
– ¿Qué clase de empleo?
Emití un suspiro de irritación y respondí:
– Ascensorista o barman en invierno y, quizá, caddie durante la temporada de golf.
Intervino el otro agente:
– ¿Eres un transeúnte profesional, Plunkey?
– Llámeme por mi apellido -repliqué.
El teniente me quitó la cartera del bolsillo de atrás y se la entregó a un agente que había entrado en la cabina del Muertemóvil.
– Informa a todas las unidades -dijo y, volviéndose hacia mí, añadió-: Señor Plunkett, tiene derecho a guardar silencio. Tiene derecho a que esté presente un abogado durante su interrogatorio. Si no puede pagarse el abogado, se le designará uno de oficio.
Me tragué la letanía. Al fondo, oí pronunciar mi nombre, acompañado de los datos del permiso de conducir, por el micrófono de la radio de un coche patrulla. Al parecer, el registro de la furgoneta ya estaba terminando.
– ¿Quieres hacer una declaración, Plunkey?-preguntó el poli raso.
Le dirigí una sonrisa a lo Bogart:
– ¿Me la quieres chupar, mamón?
El agente cerró los puños y el teniente me agarró y me apartó unos metros. Oí que una voz anunciaba: «¡El vehículo parece limpio, jefe!», y el teniente me previno:
– No se ponga chulo, joven. No es momento ni lugar para eso.
Fingí una expresión dolida y repliqué:
– No me gusta que me acosen.
– ¿Que lo acosen? ¿Lo han detenido alguna vez?
– Sí, una vez, hace diez años, por un robo. Desde entonces, no me he metido en líos.
El teniente sonrió y se limpió de nieve los labios.
– Ésta es la clase de historias que me gusta oír, sobre todo si la corroboran las comprobaciones que estamos haciendo sobre ti -dijo. Advertí que ya no me trataba de usted.
– Ya lo verá.
– Así lo espero, sinceramente, porque en los últimos tiempos han sido violadas y asesinadas en esta zona tres mujeres jóvenes (la última, esta misma mañana, cerca de la frontera de Illinois); de ahí el despliegue de controles. ¿De qué grupo sanguíneo eres, Martin?
No supe cómo reaccionar a la coincidencia y mi expresión de perplejidad debió de resultar convincente, pues el teniente sacudió la cabeza en un gesto de negativa.
– ¿No te parece que eso es lo peor que puede pasar? ¿Qué grupo sanguíneo tienes, muchacho?
– 0 negativo -respondí.
– Eso está muy bien. Ahora voy a decirte lo que haremos. En primer lugar, siempre que no estés en busca y captura, llevarás esa furgoneta al pueblo más cercano, Huyserville, y te quedarás en una de las bonitas y limpias celdas de los calabozos mientras te hacen un análisis de sangre. Y si resulta que eres 0 negativo, quedas libre, porque hemos encontrado semen del violador hijo de puta que andamos buscando y es 0 positivo. Agradece tus genes a papá y mamá, chico, porque pienso interrogar a cualquier desconocido con el grupo sanguíneo 0 positivo que encuentre en mi jurisdicción del sur de Wisconsin.
Un agente sacó la cabeza por la ventanilla del conductor de la furgoneta.
– El vehículo es legal y el amigo no tiene cargos pendientes ni está en busca y captura. Sólo una condena por robo en el 69, eso es todo.
El teniente me quitó las esposas.
– Greer -dijo a continuación-, acompaña en su furgoneta al señor Plunkett; llévalo a Huyserville, búscale una celda en condiciones y llama al doctor Hirsh para que le haga un análisis de sangre. Martin, conduce con cuidado y resígnate a pasar una noche en el pueblo, porque las carreteras no están transitables para hombres ni bestias. Ahora, en marcha.
Subí a la furgoneta y asentí a mi custodio, que tenía el arma reglamentaria en el regazo, con el dedo por dentro del guardamonte. Las vallas del control fueron retiradas y aceleré entre el cegador muro de nieve. Concentrarme en la conducción me mantuvo razonablemente calmado, pero me sentía dividido: una mitad de mí estaba orgullosa de mi actuación; la otra mitad temía que se descubriera el Cadillac del muerto mientras estaba inmovilizado en Huyserville… o que aun después de que me marchara, cuando se descubriera el cadáver, la pasma recordase mi presencia y me considerara sospechoso de asesinato. Los temores parecían insolubles, como si fuese inútil especular con ellos. Carraspeé y pregunté al agente si había hotel en el pueblo.
– El palacio de las cucarachas -respondió, mofándose-. Si has de quedarte esta noche, estarás mejor en el calabozo. No tienes domicilio fijo, ¿verdad? A los tipos como tú sólo os interesa tener tres comidas al día y un techo, y eso te lo dan en el calabozo… Eso si es que eres inocente y al final te soltamos.
Asentí. El poli tenía un estilo de conversación desagradable, por lo que callé y dejé que acariciara su arma. La tormenta arreciaba y me llevó una hora al volante recorrer los quince kilómetros que faltaban para Huyserville, una población que constaba de una manzana comercial y la subcomisaría de la policía estatal de Wisconsin, donde me iban a retener. Cuando detuve la furgoneta en el aparcamiento, el poli dijo:
– Espero que no seas culpable, colega. Lo digo en serio. Dos de las chicas muertas eran de aquí.
El interior de la comisaría estaba impecable y resultaba sorprendentemente moderno. Me dieron una celda para mí solo. Apenas segundos después, se presentó un hombre mayor con el arquetípico maletín negro y la puerta de la celda se abrió por control remoto. Me levanté la manga automáticamente y el doctor sacó del maletín unas torundas y una jeringa con un capuchón de plástico.
– Cierre el puño -dijo y, cuando lo hice, me sujetó el brazo derecho y me clavó la aguja. Cuando la sangre llenó la jeringa, anunció-: Tendré los resultados dentro de una hora.
Tras esto, se marchó. Cuando la puerta volvió a cerrarse con un chirrido, tuve mucho miedo.
La hora del doctor se prolongó interminablemente, como mi miedo, que no lo era a ser descubierto como inveterado asesino en serie, sino a ser contenido; no a que me tuvieran en custodia, sino en cautividad de todos aquellos pequeños momentos de los últimos cuatro años; no los largos pequeños momentos dedicados a acechar, robar, matar y pensar, sino el tiempo dedicado a trabajar en empleos tediosos, cultivando la invisibilidad, siendo cauteloso cuando en realidad ardía en deseos de actuar más osadamente. Mi miedo era a que, inexplicablemente, aquellos policías de pueblo supieran quién era y supieran también -inexplicable y sobrenaturalmente- que la manera más perversa de castigarme sería que me dejaran suelto pero que no pudiera volver a tramar/acechar/robar/matar nunca más, condenado a una vida compuesta de todos los largos, pequeños momentos intercalados que mi libertad me permitía.
La hora se alargó y supe que los sesenta minutos se habían doblado y triplicado, y que si buscaba corroboración consultando el reloj, perdería hasta el último rastro del autocontrol que había acumulado en treinta años. Pensé en recurrir a la Sombra Sigilosa como entidad separada y rechacé la idea, considerándola una rotunda regresión; empecé a temer que el hecho de matar y refrenarme en el sexo hasta el punto de la explosión hubiera cambiado de algún modo mi grupo sanguíneo y que ahora fuesen a castrarme por los crímenes de otro. La idea de tener sangre ajena en mi cuerpo casi me hizo gritar y empecé a catalogar largos, pequeños momentos de interludio, que me demostraran que no estaba volviéndome loco. Pensé en todos los apartamentos de mala muerte en los que había vivido desde que había dejado San Francisco, en todos los tramos de carretera solitaria en los que no había encontrado a nadie, en todas las personas que había conocido y que eran demasiado feas, demasiado pobres, demasiado carentes de interés o que estaban demasiado bien relacionadas como para matarlas. La letanía tuvo un efecto saludable y consulté el reloj. Vi que eran las 6.14. Mi viaje mental había consumido más de cuatro horas. Entonces, una voz resonó suavemente fuera de la celda:
– Señor Plunkett, soy el sargento Anderson.
Sin pensarlo siquiera, solté bruscamente:
– ¿Mi sangre estaba bien?
– Roja y sana -respondió la voz, y el hombre que la emitía apareció al otro lado de los barrotes.
Mi primera impresión fue la de tener delante el anuncio más inmaculado de la autoridad que había visto nunca. El hombre, ataviado con el uniforme de la policía estatal de Wisconsin (pantalones de sarga color caqui, camisa de gabardina parda y cinturón ancho con correa cruzada al hombro), era un compendio de elasticidad muscular, atractivo insípido y algo más que no conseguía identificar. Cuando me puse en pie, vi que medía un poco más de un metro ochenta y que su cabello lacio, de un castaño rojizo, y su bigote de cepillo le proporcionaban un halo juvenil no del todo desmentido por la frialdad de sus ojos azules. El uniforme, de corte perfecto, transformaba su atractivo en otra cosa que no conseguía descifrar y sólo cuando estuvimos cara a cara, separados apenas por los barrotes, caí en la cuenta de qué se trataba. Era la presencia de una voluntad excepcionalmente poderosa. Recobré el aplomo y comenté:
– Roja, sana y 0 negativo, ¿verdad, sargento?
El hombre sonrió y señaló una bolsa de papel que llevaba en la mano.
– 0 negativo, sí. Yo, en cambio, soy 0 positivo; nunca me dieron más de cinco pavos por ella cuando estaba arruinado en la facultad. -Tomó una llave del cinturón, abrió la celda y, cuando me disponía a dar un paso adelante, me bloqueó la salida. Los fríos ojos azules se encendieron durante un segundo; después, una sonrisa torcida contrarrestó su efecto y el sargento preguntó-: ¿Te has fijado alguna vez en que, cuando dos personas acaban de conocerse, hablan del tiempo, Martin?
Mi propio nombre, pronunciado con suavidad, me aterrorizó. Retrocedí un paso y respondí:
– Sí.
Anderson acarició la bolsa de papel.
– Bueno, pues esta vez hay motivo para hablar del tiempo: esta mañana se prevén setenta centímetros de nieve, se ha declarado la alerta por tormentas en tres estados y hay carreteras cerradas en un radio de setecientos kilómetros. Mira, no quiero parecer presuntuoso, pero el teniente Havermeyer ha tenido que ir a Eau Clare, lo cual me convierte en comandante accidental, y me he tomado la libertad de reservarte la última habitación libre de Huyserville.
Sacó una llave del bolsillo trasero y me la entregó. Y cuando nuestros dedos se tocaron, comprendí que él lo sabía.
– Pareces un poco nervioso, ¿no, Martin?
Las palabras, suaves y solícitas, me atravesaron como un cuchillo y empecé a tambalearme. El propio Anderson se hizo borroso, pero su mano en mi hombro fue como una raíz de árbol que me sostenía y su voz sonó perfectamente clara.
– El tiempo está fataaal. Esta mañana, andaba patrullando al sur de aquí cuando vi un Cadillac Eldorado del 79 aparcado en la autovía. Tal como estaba, era un peligro para el tráfico, así que lo empujé hasta apartarlo del arcén; probablemente, a estas horas la nieve ya debe de cubrirlo. Me pregunto qué habrá sido del conductor. Probablemente terminará en la fiambrera de algún lobo gris, como una apetitosa hamburguesa humana. ¿No quieres saber qué tengo en esta bolsa?
La Sombra Sigilosa me envió señales luminosas de asteriscos, signos de interrogación y números y, cuando estos computaron a 1948-1979, intenté levantar las manos y agarrar a Anderson por el cuello, pero no pude. Él sujetaba mis más de noventa kilos con una mano firme en mi hombro y una advertencia: «Chist, chist, chist.»
Me cimbreé bajo la mano del policía.
Me acomodé al ritmo y, en cierto modo, le cogí gusto.
La celda estuvo a punto de ponerse del revés, pero lo evitó en el último segundo una voz de niño de coro:
– No creo que soportes verlo, así que te lo voy a contar. Tengo aquí un Colt Python con un silenciador profesional, y unas tarjetas de crédito, y algunas revistas de ésas de True Detective, y unas cuantas fotos Polaroid hechas pedazos, tooodas reconstruidas y cubiertas de polvo para huellas dactilares que revelan, ¿adivinas qué?, dos latentes viables que corresponden a Martin Michael Plunkett, varón, blanco, fecha de nacimiento 11/4/48, Los Ángeles, California. ¿No nieva nunca en California, Martin?
La mano y la voz me soltaron y me di un golpe en la espalda contra el canto metálico de la litera de arriba. El contacto me sobresaltó y Anderson apareció ante mí como lo que era en realidad: un adversario. Recobré la compostura y empecé a captar las líneas más generales del juego al que se dedicaba. Todavía notaba el tacto de su mano y aún oía su voz, pero logré despojarme de su calor residual y conseguí articular:
– ¿Qué es lo que…?
Me detuve cuando advertí que mi voz estaba imitando la de mi interlocutor, con una suavidad impregnada de amenaza. Anderson sonrió:
– Ése es el halago más sincero que se me puede hacer; gracias, pues. ¿Qué es lo que quiero? No sé, el chico de Hollywood eres tú: en tus manos dejo lo de escribir el guión.
Di un tono ronco a mi voz y empleé ásperas resonancias de barítono.
– Pongamos que salgo de esta celda, monto en mi furgoneta y, sencillamente, me largo…
– ¿Eso quieres? Eres libre de hacerlo. Pero no llegarás muy lejos. Ahí fuera tenemos una tormenta mortal.
– ¿Me da…?
– No, no. -Anderson agitó la bolsa de papel-. No vuelvas a pedírmelo.
Las líneas generales del juego quedaron un poco más claras. Se reducían a una acción de contención.
– ¿Qué va a hacer con las cosas de la bolsa?
– Guardarlas.
– ¿Por qué?
– Porque me gusta tu estilo.
– ¿Y cuando la tormenta se aca…?
Anderson se volvió y su voz se hizo ronca:
– Cuando despeje, serás libre de irte.
Me llevé la mano al bolsillo y toqué la llave que me había entregado.
– El hotel queda al otro lado de la calle, un par de puertas más allá -continuó Anderson-. Y la policía estatal de Wisconsin se hace cargo de la factura porque hemos causado molestias a un ciudadano inocente.
Abandoné la celda, recorrí la comisaría y salí a la nieve. Ésta me envolvió y, mientras cruzaba la calle en dirección al hotel, vi la furgoneta aparcada junto al bordillo. Su color había pasado del plateado a un blanco polvoriento. Pensé en lanzarme de cabeza a la tormenta, con el Muertemóvil como vehículo de suicidio; pensé en largarme, en moverme y punto, pero con cautela. El pánico se estaba adueñando de mí, un pánico desnudo y amenazador y mezquino… y entonces recordé el tacto de la mano de Anderson en mi hombro y me di cuenta de que, si huía, aquel hombre nunca llegaría a saber que yo resultaba tan peligroso como lo era él.
La única salida era quedarme.
Corrí al hotel y entré en la ruinosa cafetería cuando ya se disponían a cerrar. Hambriento, pedí rosbif, panecillos calientes y patatas y lo engullí todo. Luego, pasé a la recepción y me senté en un gran sillón que estaba junto a la chimenea a hacer acopio de agallas.
En esta ocasión, las horas de espera pasaron deprisa; el miedo que tenía no estaba impregnado de desazón, sino que era nervioso, masculino, como el que debe de sentir el torero antes de salir al ruedo. A las 10.00, saqué la llave, vi el 311 grabado en ella, subí a la habitación y abrí la puerta.
La lámpara que colgaba del techo estaba encendida e iluminaba una estancia deprimente, sacada de los años veinte: una alfombra raída, una cama grande y blanda, una mesilla y una cómoda maltrechas. Lo espartano del lugar me impulsó a retroceder, no a entrar, y comprendí que había esperado encontrar un hombre desnudo. La imagen se desvaneció al cabo de un segundo y entré en aquel bucle temporal entre cuatro paredes, cerré la puerta y eché el cerrojo.
El viento batía las ventanas bordeadas de hielo y por los conductos de la calefacción entraba una vaharada de calor nauseabunda. No había sillas, por lo que avancé hacia la cama y me disponía a sentarme en ella cuando vi que la colcha ya estaba ocupada.
Sobre la felpilla blanca había una serie de fotos Polaroid, tres ordenadas hileras de cuatro instantáneas en color, dispuestas de forma que cubrían toda la cama. Me incliné a mirarlas y observé vivisecciones en diversas fases: cuatro adolescentes desnudas -todas morenas y guapas-, intactas en las primeras fotografías y gradualmente descuartizadas conforme las fotos se acercaban a los pies de la cama.
Los conductos se estremecieron con otro estallido de calor y busqué el baño con la mirada. Vi uno tras una puerta lateral abierta, entré corriendo y vomité la cena. Estaba lavándome la cara con agua fría cuando oí un chasquido en la puerta de la habitación y vi entrar a Anderson.
Cogí una toalla de la barra y me sequé. Anderson apoyó el hombro contra la pared, adoptando una pose que tenía la gracia de un modelo publicitario de talento. En aquel instante, advertí que hasta el momento más nimio de la vida de ese hombre estaba imbuido de elocuencia.
– No me digas que no lo sabías ya-dijo.
Reprimí el impulso de hacer trizas su pose con mis propias manos.
– Lo sabía. ¿Por qué?
Anderson se atusó el bigote y me lanzó una sonrisa que le confería el aspecto de un adolescente cándido.
– ¿Por qué? Porque te vi. Hay una carretera que corre paralela a la autovía al sur de la frontera de Illinois y cerca de Beloit está elevada. Te vi registrar el Cadillac y te vi buscar al conductor, y enseguida supe que no llevabas buenas intenciones, querido amigo. Te di ventaja y luego te localicé por radar. Cuando te detuviste, esperé cinco minutos, me acerqué hasta estar unos seiscientos metros detrás de ti y aparqué. Enfoqué la furgoneta con los prismáticos y te vi guardar de nuevo el Magnum en su escondite. En ese momento comprendí que me gustaba tu estilo.
1969 se impuso a 1979 y pensé: «Carga, apunta y dispara.» Puse el cuello del policía en el punto de mira y casi había encontrado las agallas necesarias para hacerlo cuando Anderson sonrió y dijo:
– Mala idea, Martin.
Consciente de que eran unos labios carnosos y un bigote encrespado -y no la advertencia- lo que me detenía, lo observé de pies a cabeza y algo externo a mí me forzó a decirle:
– Tíñete de rubio.
Anderson soltó un bufido despectivo y señaló la cama.
– Las rubias son para maricones. Lo mío son las morenas.
Vi una imagen enmarcada de mi padre con una mujer desnuda, los dos con pelucas blancas empolvadas. Conmocionado de que aún fuera capaz de recordar las facciones de mi padre y temeroso de adónde me llevaba la imagen, la ahogué pensando en mi víctima de los cabellos nevados, cien kilómetros al sur. Tenía directamente delante de mí la pose perfecta de Anderson, que me obligaba a mantener los ojos abiertos y me limitaba el pensamiento. Reuní por fin el valor necesario para actuar y le lancé un derechazo a su nariz perfecta.
Esquivó el golpe perfectamente, me agarró por la muñeca, me retorció el brazo, llevándolo a la espalda, y me inmovilizó, rodeándome el pecho con firmeza. Envuelto por una fuerza perfecta, una voz perfecta alivió mi miedo:
– Vamos, queridísimo amigo, vamos. Eres más grande y más fuerte, pero yo estoy entrenado. No te culpo por estar furioso, pero no tienes nada de qué preocuparte. Ven, te lo demostraré.
Aflojó el abrazo y me dejó volverme hasta que estuvimos frente a frente. La ausencia de presión me produjo una sensación de vacío y, para atenuarla, me concentré en los movimientos del hombre. Se llevó las manos a los bolsillos delanteros y traseros y las sacó con fajos de billetes.
– ¿Ves esto? Es tu dinero. Al registrar tu furgoneta, vi que la guantera estaba forzada. En los escondites del vehículo no encontré dinero y sabía que un chico listo como tú no viajaría sin un buen fajo, por lo que supuse que algún abnegado agente de la policía de Wisconsin te había desplumado. Como conozco a mis colegas, he sabido enseguida quién. Lo he dejado en paz con una reprimenda. Más de lo que te llevas tú… y por mucho menos.
Tomé el dinero y me lo guardé en los pantalones.
– ¿Por qué?-pregunté.
– Porque me gusta tu estilo. -Anderson sonrió.
– Entonces, ¿qué quiere?
– El Python y el silenciador; ya sabes, recuerdos. Y un poco de conversación, respuestas a unas cuantas preguntas.
– ¿Por ejemplo…?
– Por ejemplo, a cuánta gente has matado…
Miré a mi alrededor, convencido de que había de ser una trampa, que el florero agrietado de la cómoda escondería un aparato de escucha, o que la ventana con las cortinas echadas serviría de punto de mira para francotiradores con visores de rayos X en los fusiles: verdugos de pueblo de mala muerte que dispararían en cuanto yo declarara que era un asesino. Al cabo de un momento, supe que estaba pensando en la Sombra Sigilosa de una forma infantil y volví a mirar a Anderson, repasando los ceñidos contornos del uniforme en busca de grabadoras ocultas. El policía se rio al verme.
– Tengo la nítida impresión de que te estás fijando en algo más que en si llevo encima un transmisor pero, en cualquier caso, deja que calme tu paranoia, ¿de acuerdo? Para empezar, declaro que soy el sargento Ross Anderson, de la policía estatal de Wisconsin, y también el asesino al que los periódicos llaman el Matarife de Madison. Ya está. ¿Te sientes mejor ahora?
Así era, pues a pesar de aquella pose suya y de su halo de peligro, sabía que aquel hombre y yo no competíamos en lo que más nos importaba a ambos. Dejándome llevar por la atrevida sensación de haber alcanzado la paridad con la perfección, respondí:
– Unos cuarenta. ¿Y tú?
Lo dejé boquiabierto. Acababa de eclipsar su perfección.
– ¡Dios santo! Yo, cinco. ¿Quieres hablarme de los tuyos?
Recordé sus palabras cuando le había pedido que me devolviera el Magnum.
– No. No vuelvas a pedírmelo.
– Touché. ¿Por qué?
– Porque son míos.
Ross Anderson se desperezó y murmuró:
– Entonces, creo que hemos llegado a un punto muerto.
Se acercó a la cama y empezó a recoger sus fotos de muerte y, cuando se dirigió a la puerta del baño, le corté el paso:
– Háblame tú de los tuyos.
Con una sonrisa, Anderson guardó las imágenes en los bolsillos de la camisa y se los abrochó. Enarcó las cejas en un remedo de mirada seductora, volvió a la cama y se sentó en el borde. Eché otro vistazo a la habitación y comprobé que no había ninguna silla. Consciente de que Ross lo había preparado de aquella manera, le seguí la corriente y tomé asiento a su lado. Evité su mirada, pero nuestras rodillas se tocaban.
– No pretendo hacer juegos de palabras, pero he estado agonizando por contárselo a alguien, alguien especial y que no fuese peligroso, así que mejor un monólogo que nada, supongo.
»Cuando aún no había cumplido los veinte, tenía un colega con el que salía a cazar faisanes cerca de Prairie Du Chien. Él le daba a las drogas y era un tío cutre, pero me dejaba mandar y siempre estaba dispuesto a lo que fuese. Pasábamos mucho tiempo hablando de los nazis y de los campos de concentración, y él tenía una colección de dagas y brazaletes. Realmente, se tomaba muy en serio lo de la raza superior, los judíos y los comunistas. A mí todo aquello me fascinaba, pero él… él se lo creía de verdad.
»Un día de 1970, justo después de Acción de Gracias, estábamos cazando faisanes con armas del calibre doce y perdigones doble cero, que, si sabes algo de caza de volátiles, son una munición demasiado grande para esas aves. En fin, que no éramos deportistas ni amantes de los platos de caza; sencillamente, nos gustaba disparar a lo que fuese.
»Estábamos a cero grados y no había más cazadores por las inmediaciones. No llevábamos perro para levantar las presas y, en resumidas cuentas, sólo buscábamos algo en que entretenernos. Utilizábamos carabinas de carga manual, en lugar de escopetas de dos cañones, así que nos alegraba que no hubiera nadie por allí; éramos dos críos y cualquier cazador deportivo habría deducido enseguida, por nuestro armamento, que no pertenecíamos al gremio.
»Al atardecer, apenas habíamos iniciado el regreso al coche cuando se materializó de la nada un tipo, un vejestorio grande, de rostro encendido, con una escopeta Browning de cañones montados de mil dólares al hombro y otros mil en ropa de cacería de L. L. Bean. Empezó a recriminarnos que lleváramos aquellas armas, que no respetásemos las tradiciones de la caza, y nos preguntó dónde estaban nuestras licencias de caza… y justo en ese momento, ¡zas!, miro a mi colega, tenemos un momento de telepatía y mandamos volando al viejo al otro mundo: pam, pam, pam, pam, pam, cinco balas cada uno y liquidamos al mamón.
Miré fijamente la pared y me agarré al colchón con las dos manos; capté la respiración entrecortada de Ross, a mi lado. Por último inspiró profundamente y continuó:
– No es preciso que te diga que no nos pillaron por esa muerte, aunque los dos anduvimos cagados de miedo hasta que les colgaron el muerto a dos negros que habían asaltado una armería en Milwaukee y que se habían llevado media docena de carabinas Mossberg del mismo modelo que las nuestras. Los negros fueron condenados con pruebas circunstanciales y mi colega y yo tomamos diferentes caminos porque teníamos miedo de lo que significaba que siguiéramos juntos.
»Así pasan cinco años, dejo de pensar en el asunto y entro en la policía de Wisconsin. Me encanta ser patrullero: ahora formo parte de la policía, estoy por encima de toda sospecha. Para acabar de mejorar las cosas, mi colega se traslada a Chicago y se casa. Alejados y sin pensar el uno en el otro, no nos hemos vuelto a ver desde el día que los acusados fueron condenados a cadena perpetua y lo celebramos con dos cajas de cerveza y nos dijimos au revoir. Todo va de maravilla y me dispongo a sacar el examen de sargento y entonces, ¡pam, pam, pam, pam, pam!
»Resulta que el colega había vuelto a Wisconsin. Cultivaba hierba en las afueras de Belait y vivía en una habitación amueblada barata de Janesville. Me lo contaron los amigos de unos amigos y fui a buscarlo. Inspeccioné su cubil: fotos de Hitler en las paredes, bolsas de hierba ya empaquetada y preparada para el transporte, literatura racista sobre la cómoda. Totalmente inaceptable. Me enteré de que cada tres días, más o menos, viajaba por la Interestatal 5 a Lake Geneva para vender maría a los turistas y conseguí los datos del vehículo en el Departamento de Vehículos a Motor de Illinois. Aquel tramo de carretera estaba en mi jurisdicción; sabía que me lo encontraría tarde o temprano y te aseguro, amigo, que estaba preparado.
»Al día siguiente, estoy aparcado haciendo controles por radar y hete aquí que pasa el colega con su viejo cacharro. Enciendo las luces y la sirena y le ordeno parar, y el tío empieza: "¡Eh, Ross!", y yo sigo: "¡Eh, Billy!", me apeo, nos pasamos unos minutos pegando la hebra por la ventanilla, y entonces le digo que tengo que volver al coche patrulla para hablar por la radio.
»Ya en el coche, respiro aceleradamente para dar la impresión de que estoy alarmado y envío un 415: Sospechoso Armado, Agente Necesita Ayuda, I-5 al norte de la salida dieciséis. Vuelvo al coche del colega y le disparo dos veces en la cara; después, saco un revólver del bolsillo, lo limpio de huellas y se lo pongo en la mano derecha; le saco el brazo por la ventanilla y, con su dedo índice en el gatillo, hago un disparo, ¡pam!, contra un campo de coles. Cuando llegan las otras unidades, me encuentran llorando porque he tenido que matar a mi viejo amigo de juventud, Billy Gretzler, con el que había ido tantas veces a cazar faisanes. Naturalmente, todas las pruebas me respaldan y los agentes de paisano que investigan todos los tiroteos en que participan policías registran la habitación de Billy y encuentran a Der Führer y la hierba y llegan a la conclusión de que, visto lo visto, mi control de natalidad retroactivo está justificado. Antes del incidente tenía fama de frío, pero después de lo sucedido la tuve de sensible. "Vaya con Ross Anderson, chico. Mató a un antiguo colega en el cumplimiento del deber y aquello lo destrozó, pero se ha recuperado y ha llegado a sargento, a pesar de todo. El sargento Ross, qué gran tipo."
Levanté las manos del colchón; las tenía entumecidas de tanto apretar mientras Ross largaba su monólogo. Deseaba apartarme de él y, con la vista fija en la pared, me moví un poco para evitar el contacto físico. El regusto que me dejó su relato me afectó por oleadas, un ponche progresivo -uno, dos, tres- de inexperiencia, alarde y pose. Me di cuenta de que faltaba algo fundamental, pero lo dejé de lado y, cuando Ross me dio un codazo y me dijo: «¿Qué?», yo también expuse mi relato mortífero.
Sin embargo, no hablé de las muertes en sí.
De lo que hablé fue de los largos, pequeños momentos intercalados entre ellas; de las temporadas en que cumplía la ley y que resultaban incriminatorias a mi propio corazón; de la condena autoimpuesta al movimiento constante, a cambiar de ciudad y alquilar habitaciones de hotel y apartamentos para parecer normal, cuando me habría bastado con dormir en el Muertemóvil; de la dudosa fama de salir mencionado en revistas de detectives escritas por semianalfabetos; de despistar a la policía con pistas autoincriminatorias, como sustitutivo de quinta categoría de un Martin Plunkett anunciado en rótulos de neón por todo el mundo; de ser relegado a estúpidos títulos aliterativos como el Rebanador de Richmond, el Asesino de Aspen o el Carnicero de Carson City; de sentir las pesadillas siempre ahí, detrás de la excitación, esmaltadas en el neón en el que debería estar escrito mi nombre.
Me interrumpí cuando el discurso empezó a parecer una gigantesca genuflexión ante la elegancia propia de modelo masculino de Ross Anderson. Me volví a mirarlo y sentí el impulso de estropear su belleza, de grabar mi nombre en su cuerpo para que el mundo lo viera. Entonces, él sonrió y me di cuenta del vigor de nuestros respectivos poderes: yo emasculaba con pistolas, cuchillos y mis propias manos; él era capaz de hacerlo con un guiño o con una sonrisa. Me vino a la cabeza la parte de su relato que aún faltaba y le dije:
– ¿Qué hay de las chicas, de las morenas? Eso no me lo has contado.
Ross se encogió de hombros.
– No hay nada que contar. Después de liquidar a Billy me di cuenta de lo mucho que me gustaba el deporte de la sangre. Siempre me han gustados las morenas jovencitas y el deporte es el deporte.
– Pero ¿por qué?
– No lo sé. La suerte quedó echada en algún momento y la verdad es que pensar en ello me aburre. Manzanas y naranjas. A ti te van las rubias, a mí las morenas; a ese tipo al que pillaron el año pasado, el Pistolero de Pittsburg, le gustaban las pelirrojas. Como decían en los sesenta, «cada uno a su bola».
Me acerqué más a Ross; mis zapatos de trabajo rozaron sus botas de patrullero, lustrosas e inmaculadas.
– ¿Podrías cambiar…?
Me interrumpió a media frase con un guiño:
– Que si podría variar mi modus operandi? Claro. Si quieres rubias, te daré rubias. Dentro de poco tengo que desplazarme por trabajo. Dentro de un mes empieza a buscar en los periódicos del Este.
– ¿Qué?
De nuevo, el guiño; un guante de terciopelo que suavizaba cualquier posible cuestión.
– Ya he hablado suficiente. Escucha, Martin, en realidad, esta habitación es mía. La tengo para los turnos largos y las nevadas como ésta. Puedes quedarte si quieres, pero sólo hay una cama.
Sopesé su mirada y llegué a la conclusión de que estaba hablando de camaradería y estilo, no de lo que se entiende normalmente. Me descalcé y me tendí en el lecho; Ross se quitó el cinturón del arma y lo colgó en torno a la cabecera, a pocos centímetros de mi cabeza. Se tendió al lado, apagó la luz y pareció quedarse dormido en cuanto se hizo la brusca oscuridad. El agotamiento me invadió y, cuando el día más increíble de mi vida concluía ya, tuve miedo y acaricié las cachas de la 38, aliviado al saber que podía asesinar al asesino que yacía junto a mí.
Así tranquilizado, me dormí.
Al cabo de unas horas el sol y el ruido de maquinaria pesada me despertaron de un sueño sin pesadillas. De inmediato, palpé la cama para ver si estaba Ross y, al encontrarla vacía, me incorporé de un salto. Me disponía a echarme agua fría en la cara cuando apareció en la puerta del lavabo con un pequeño revólver en la mano.
Me agarré al borde de la pileta, creyendo que me traicionaba, pero Ross me dedicó una de sus sonrisas lascivas de adolescente y volteó el arma hasta que ésta quedó con la empuñadura hacia mí. Me la entregó y dijo:
– Smith & Wesson del 38 Special. Un arma útil y fiable, muy fría. No iba a dejar que te marcharas desarmado, ¿verdad? El sargento Ross, qué gran tipo.
Abrí el tambor del arma, vi que estaba cargada y la guardé en el bolsillo trasero. No podía darle las gracias, pues habría sonado condescendiente, de modo que pregunté:
– ¿Las carreteras están despejadas?
– Las están abriendo ahora. Deberías tener paso libre hacia mediodía.
Me quedé pensando en las fotos recompuestas y pegadas con cinta adhesiva y en mi Magnum, sin saber qué decir o qué hacer. Como si estuviera leyéndome la mente, Ross comentó:
– Tus cosas están seguras conmigo. Nunca te delataré, pero quizá te necesite algún día y las pruebas materiales son un seguro.
Todavía resonaban en mis oídos las implicaciones del «te necesite» cuando Ross se inclinó hacia delante y me besó en los labios. Yo le correspondí y noté el sabor a cera de su bigote y el de café amargo de su lengua y, cuando él rompió el contacto y dio media vuelta para dirigirse a la puerta, me dejó acalorado y con ganas de más. Entonces aún no sabía que ese beso me empujaría y me acosaría y me dolería y me motivaría durante los dos años y medio siguientes de mi vida.