Al día siguiente, la señora Kampf no dijo nada a Antoinette sobre la escena de la víspera; pero durante todo el desayuno se dedicó a hacerle notar su mal humor mediante una serie de reprimendas breves, en las que era maestra cuando estaba enfadada.
– ¿En qué sueñas con ese labio colgando? Cierra la boca y respira por la nariz. Qué agradable para unos padres, una hija que está siempre en las nubes… Ten más cuidado, ¿qué manera de comer es ésa? Apuesto a que has manchado el mantel… ¿A tu edad y no sabes comer como es debido? Y no muevas las ventanas de la nariz, por favor, niña… Tienes que aprender a escuchar las observaciones sin poner esa cara… ¿No te dignas contestar? ¿Te has tragado la lengua? Vaya, y ahora lágrimas.
Se levantó y arrojó la servilleta sobre la mesa.
– Mira, prefiero irme antes que ver esa cara delante de mí, pequeña boba.
Salió dando un brusco empujón a la puerta; Antoinette y la inglesa se quedaron solas frente al plato de comida revuelta.
– Acabe el postre, señorita -susurró la miss-, o llegará tarde a su clase de alemán.
Con mano temblorosa, la muchacha se llevó a la boca un gajo de la naranja que acababa de pelar. Se esforzó en comer lentamente, con serenidad, para que el criado, inmóvil detrás de su silla, la creyera indiferente a aquellos chillidos y despreciara a «aquella mujer»; pero, a su pesar, las lágrimas se escaparon de sus párpados hinchados y rodaron redondas y brillantes hacia su vestido.
Un poco más tarde, la señora Kampf entró en la sala de estudio; llevaba en la mano el paquete de invitaciones preparadas.
– ¿Vas a clase de piano después de la merienda, Antoinette? Entrégale su sobre a Isabelle, y eche usted el resto al correo, miss.
– Yes, Mrs. Kampf.
La estafeta de correos estaba llena de gente; miss Betty miró la hora:
– Oh… no tenemos tiempo, es tarde ya, pasaré por correos mientras esté en clase, querida -dijo, desviando los ojos y con las mejillas más arreboladas aún que de costumbre-: A usted le… le da lo mismo, ¿verdad, querida?
– Sí -murmuró Antoinette.
No dijo nada más, pero cuando miss Betty la dejó delante de la casa de la señorita Isabelle, recomendándole que se apresurara, aguardó un instante escondida en el hueco de la puerta cochera y vio a la inglesa dirigirse rápidamente hacia un taxi en la esquina. El coche pasó muy cerca de la niña, que se puso de puntillas para atisbar dentro con curiosidad y temor, pero no distinguió nada. Permaneció inmóvil un momento más, siguiendo con la vista el taxi que se alejaba.
«Ya suponía yo que tenía un enamorado. Sin duda ahora se están abrazando como hacen en los libros… ¿Él le dice "Te amo"? ¿Y ella? ¿Es… su amante?», pensó con vergüenza y repugnancia, mezcladas con una oscura ansiedad: «Libre, sola con un hombre… qué feliz se sentirá… Irán al Bois, sin duda. Ojalá mamá los pillara… ¡Ah, cuánto me gustaría! -se dijo apretando los puños-. Pero no, los enamorados suelen tener suerte, son felices, están juntos, se abrazan… El mundo está lleno de hombres y mujeres que se aman… ¿Por qué yo no?»
Su cartera de colegiala se balanceaba colgando de sus manos. La miró con odio, después suspiró, giró lentamente sobre los talones y atravesó el patio. Llegaba tarde. La señorita Isabelle diría: «¿Es que no te enseñan que la puntualidad es el primer deber de una niña bien educada para con sus profesores, Antoinette?»
«Es tonta, vieja y fea…», pensó con exasperación.
Arriba, hilvanó:
– Buenos días, señorita. Mamá me ha entretenido, no es culpa mía, y me ha dicho que le entregue esto… -Al tender el sobre, añadió con repentina inspiración-: Y le pide que me deje marchar cinco minutos antes que de costumbre…
Así quizá vería regresar acompañada a la miss.
Pero la señorita Isabelle no la escuchaba. Leía la invitación de la señora Kampf. Antoinette vio que sus largas mejillas morenas y enjutas enrojecían de pronto.
– ¿Cómo? ¿Un baile? ¿Tu madre ofrece un baile?
Hizo girar la tarjeta entre los dedos un par de veces y luego se la pasó por el dorso de la mano. ¿Estaba grabada o meramente impresa? Eran por lo menos cuarenta francos de diferencia… Reconoció el grabado al tacto y se encogió de hombros con regocijo. Esos Kampf habían sido siempre de una vanidad y una prodigalidad exageradas. Antaño, cuando Rosine trabajaba en el Banco de París (y no hacía tanto tiempo de eso, ¡Dios mío!) se gastaba la mensualidad entera en ropa. Llevaba ropa interior de seda y guantes nuevos cada semana. Sin duda iba a las casas de citas, pues sólo esa clase de mujeres tenían suerte… Las demás…
– Tu madre siempre ha tenido suerte -murmuró con amargura.
«Está rabiosa», se dijo Antoinette, y con una leve mueca maliciosa preguntó:
– Pero asistirá usted seguramente, ¿no?
– Te diré que haré lo imposible porque tengo muchas ganas de ver a tu madre -respondió la señorita Isabelle-, pero aún no sé si podré… Unos amigos, padres de una alumna mía, los Gros (Aristide Gros, el antiguo jefe de gabinete, seguramente tu padre habrá oído hablar de él, los conozco desde hace años), me han invitado al teatro, y me he comprometido formalmente a ir con ellos, ¿comprendes?… En fin, procuraré solucionarlo -añadió con vaguedad-, pero en todo caso dile a tu madre que me complacería, me encantaría pasar un rato con ella…
– Bien, señorita.
– Ahora a trabajar, vamos, siéntate…
Antoinette hizo girar lentamente el taburete de felpa delante del piano. Habría podido dibujar de memoria las manchas, los agujeros en la tela… Inició las escalas. Dirigió la mirada con taciturna aplicación hacia un jarrón amarillo que había sobre la chimenea, negro de polvo por dentro. Nunca una flor… Y aquellas horribles cajitas de conchas en los estantes… Qué feo era, qué miserable y siniestro, aquel pequeño piso oscuro al que la llevaban desde hacia años.
Mientras la señorita Isabelle colocaba las partituras, ella volvió furtivamente la cabeza hacia la ventana. (Debía de hacer un tiempo espléndido en el Bois, bajo el crepúsculo, con aquellos árboles desnudos y delicados por el invierno, y el cielo blanco como una perla…) Tres veces por semana, todas las semanas, desde hacía seis años… ¿Seguiría así hasta que muriese?
– Antoinette, Antoinette, ¿cómo pones las manos? Vuelve a empezar, por favor… ¿Habrá mucha gente en el baile?
– Creo que mamá ha invitado a doscientas personas.
– ¡Ah! ¿Espera tener suficiente sitio? ¿No teme que haga demasiado calor, que estén demasiado estrechos? Toca más fuerte, Antoinette, con brío; tienes la mano izquierda flácida, niña… Esta escala para el próximo día, y el ejercicio dieciocho del tercer libro de Czerny.
Las escalas, los ejercicios, durante meses y meses: La muerte de Ase, las Canciones sin palabras de Mendelssohn, la barcarola de Los cuentos de Hoffmann… Y bajo sus dedos rígidos de colegiala, todo eso se fundía en una especie de clamor informe y ruidoso.
La señorita Isabelle marcaba fuertemente el compás con un cuaderno de notas enrollado en la mano.
– ¿Por qué apoyas así los dedos sobre las teclas? Staccato, stacatto… ¿Crees que no veo cómo pones el anular y el meñique? ¿Doscientas personas, dices? ¿Los conoces a todos?
– No.
– ¿Tu madre va a ponerse su nuevo vestido rosa de Premet?
– …
– ¿Y tú? Asistirás, supongo. ¡Ya tienes edad!
– No lo sé -musitó Antoinette con un doloroso temblor.
– Más deprisa, más deprisa… Este movimiento se ha de tocar así. Uno, dos, uno, dos, uno, dos… Vamos, ¿te duermes, Antoinette? La suite, niña…
La suite… ese pasaje erizado de sostenidos con que uno tropieza a cada momento. En el apartamento vecino llora un niño pequeño… La señorita Isabelle ha encendido la lámpara… Fuera, el cielo se ha oscurecido, desdibujado… El reloj toca cuatro veces… Otra hora perdida, hundida, que se ha escurrido entre los dedos como el agua y no volverá… «Me gustaría irme muy lejos o morir…»
– ¿Estás cansada, Antoinette? ¿Ya? A tu edad yo tocaba seis horas al día… Espera un poco, no corras tanto, qué prisa tienes… ¿A qué hora debo ir el día quince?
– Está escrito en la tarjeta. A las diez.
– Muy bien. Pero a ti te veré antes.
– Sí, señorita…
Fuera, la calle estaba vacía. Antoinette se pegó a la pared y esperó. Al cabo de un momento reconoció los pasos de miss Betty, que se acercaba presurosa del brazo de un hombre. Antoinette se lanzó hacia ellos y tropezó con las piernas de la pareja. Miss Betty soltó un gritito.
– Oh, miss, hace un cuarto de hora que la estoy esperando…
El rostro de la miss apareció tan desencajado ante los ojos de Antoinette que ésta vaciló en reconocerlo. Pero no vio la pequeña boca lastimosa, abierta, herida como una flor forzada; miraba ávidamente al hombre.
Era un hombre muy joven. Un estudiante. Un colegial quizá, con el labio inflamado por los primeros cortes de navaja y unos bonitos ojos descarados. Estaba fumando. Mientras la miss balbuceaba unas excusas, él dijo tranquilamente en voz alta:
– Preséntame, prima.
– Mi primo, Ann-toinette -resopló miss Betty.
Antoinette le tendió la mano. El muchacho rió un poco, calló; luego pareció reflexionar y finalmente propuso:
– Os acompaño, ¿no?
Los tres bajaron en silencio por la pequeña calle oscura y vacía. El viento soplaba sobre la figura de Antoinette con un aire frío, húmedo de lluvia, como empañado de lágrimas. Aminoró el paso, miró a los enamorados que caminaban delante de ella sin decir nada, apretados el uno contra el otro. Qué presurosos iban… Antoinette se detuvo. Ellos no volvieron siquiera la cabeza. «Si me atropellara un coche, ¿lo oirían al menos?», pensó con repentina amargura. Un hombre que pasaba se topó con ella. Antoinette dio un respingo asustada, pero no era más que el farolero; observó cómo iba tocando una a una las farolas con su larga pértiga y éstas se encendían súbitamente en medio de la noche. Todas aquellas luces que parpadeaban y vacilaban como velas al viento… De pronto tuvo miedo y echó a correr a toda prisa.
Alcanzó a los enamorados delante del puente de Alejandro III. Se hablaban muy deprisa, muy quedo, juntas las caras. Al divisar a Antoinette, el muchacho hizo un gesto de impaciencia. Miss Betty se turbó brevemente; después, impulsada por una repentina inspiración, abrió su bolso y sacó el paquete de sobres.
– Tenga, querida, aquí están las invitaciones de su madre, que aún no he echado al correo… Vaya corriendo a ese pequeño estanco, allí, en aquella calle a la izquierda. ¿Ve la luz? Échelas en el buzón. Nosotros la esperamos aquí.
Depositó el paquete en manos de Antoinette y a continuación se alejó precipitadamente. En medio del puente, Antoinette la vio detenerse una vez más, esperar al muchacho con la cabeza gacha. Se apoyaron en el parapeto.
Antoinette no se había movido. A causa de la oscuridad sólo veía dos sombras borrosas, y alrededor el Sena negro y lleno de reflejos. Incluso cuando se besaron, adivinó más que vio la flexión, una especie de blanda caída de un rostro contra el otro, pero se retorció las manos como una mujer celosa. Con el movimiento que hizo, un sobre escapó y cayó al suelo. Tuvo miedo y se apresuró a recogerlo, y en el mismo instante se avergonzó de ese miedo. ¿Qué, siempre temblando como una niña? No era digna de ser una mujer. ¿Y esos dos que seguían besándose? No habían separado los labios… La embargó una especie de vértigo, una necesidad salvaje de desafío y de hacer daño. Con los dientes apretados, agarró los sobres y los estrujó, los rompió y los lanzó todos juntos al Sena. Con el corazón ensanchado, los contempló flotar contra el arco del puente. Luego, el viento acabó por llevárselos río abajo.