Antoinette y la miss terminaron de cenar sobre una tabla de planchar tendida sobre dos sillas en el cuarto de la ropa blanca. Al otro lado de la puerta se oía a los criados correr de un lado para otro en la antecocina y ruido de vajilla.
– Tenemos que acostarnos ya, querida… No oirá la música desde el cuarto; dormirá bien.
Como Antoinette no respondió, dio unas palmadas riendo.
– Vamos, despierte, Antoinette, ¿qué le pasa?
La llevó a un pequeño trastero, mal iluminado y amueblado precipitadamente con una cama de hierro y dos sillas.
Delante, al otro lado del patio de luces, se divisaban las ventanas brillantes del salón y el comedor.
– Podrá ver bailar a la gente desde aquí; no hay postigos -bromeó la inglesa.
Cuando se fue, Antoinette pegó la frente a los cristales con temor y avidez; la claridad dorada y ardiente de las ventanas iluminaba un gran trozo de pared. Unas sombras pasaban presurosas al otro lado de las cortinas de tul. Los criados. Alguien entreabrió el ventanal; Antoinette percibió claramente el sonido de los instrumentos que afinaban al fondo del salón. Los músicos ya estaban allí. Dios mío, eran más de las nueve… Durante toda la semana, Antoinette había esperado confusamente una catástrofe que engulliría al mundo a tiempo de que no se descubriera nada; pero la noche discurría como todas las noches. En un piso vecino, un reloj dio la media. Media hora más, tres cuartos de hora y después… Nada, no pasaría nada, puesto que, cuando ellas habían vuelto del paseo aquel día, su madre había preguntado, abalanzándose sobre la miss con aquella impetuosidad que hacía perder la cabeza a las personas nerviosas: «Bien, ha echado las invitaciones al correo; no ha perdido nada, no ha extraviado nada, ¿está segura?», y la miss había contestado: «Sí, señora Kampf» Desde luego, la responsable era ella y sólo ella… Y si la despedían, peor para ella, le estaría bien empleado.
– Me importa un bledo, me importa un bledo -balbuceó, y se mordió coléricamente una mano, que sangró bajo los dientes jóvenes-. Y mamá puede hacerme lo que quiera, no tengo miedo, ¡me importa un bledo!
Miró el patio oscuro y profundo bajo la ventana.
– Me mataré, y antes de morir diré que es por su culpa, ya está -murmuró-. No tengo miedo a nada, me he vengado por adelantado…
Volvió a acechar por la ventana; el cristal se empañó bajo sus labios; lo frotó con fuerza, y de nuevo pegó la cara. Al final, inquieta, abrió los dos batientes de par en par. La noche era pura y fría. Ahora veía claramente, con sus penetrantes ojos de catorce años, las sillas dispuestas a lo largo de la pared, los músicos alrededor del piano. Permaneció inmóvil tanto rato que ya no se notaba las mejillas ni los desnudos brazos. En cierto momento llegó a sufrir la alucinación de que no había ocurrido nada, que había visto en sueños aquel puente, las negras aguas del Sena, las tarjetas de invitación rasgadas esparciéndose al viento, y que los invitados iban a entrar milagrosamente, dando comienzo a la fiesta. Oyó dar los tres cuartos, y luego las diez… Las diez… Entonces se estremeció y se deslizó fuera del cuarto. Se dirigió al salón, como un asesino novato atraído hacia el lugar del crimen. Atravesó el pasillo, donde dos camareros bebían champán directamente de las botellas. Llegó al comedor. Estaba desierto, con todo preparado, con la gran mesa dispuesta en el centro, rebosante de carnes de caza, de pescados en gelatina, de ostras en fuentes de plata, adornada con encajes de Venecia, con las flores que enlazaban los platos, y la fruta en dos pirámides iguales. Alrededor, los veladores con cuatro o seis cubiertos donde brillaba el cristal, la porcelana fina, la plata y la plata corlada. Más adelante, Antoinette jamás llegó a comprender cómo se había atrevido a cruzar así, en toda su longitud, aquella gran habitación de luces rutilantes. En la puerta del salón vaciló un instante y luego divisó el gran canapé de seda en el gabinete contiguo; se tiró al suelo de rodillas, se deslizó entre la parte posterior del mueble y las colgaduras con vuelo; había el espacio justo para permanecer allí apretando brazos y piernas contra el cuerpo, y si asomaba la cabeza veía el salón como un escenario de teatro. Temblaba levemente, helada aún por la larga exposición delante de la ventana abierta. Ahora el piso parecía dormido, tranquilo, silencioso. Los músicos hablaban en voz baja. Antoinette veía al negro de dientes brillantes, a una dama con vestido de seda, unos platillos como de bombo de feria, un violonchelo enorme de pie en un rincón. El negro suspiró mientras rasgueaba con la uña una especie de guitarra que zumbó y gimió sordamente.
– Cada vez se empieza y se acaba más tarde.
La pianista dijo unas palabras que Antoinette no oyó y que hicieron reír a los otros. El señor y la señora Kampf irrumpieron de pronto.
Cuando Antoinette los vio, hizo un movimiento como queriendo hundirse en el suelo; se aplastó contra la pared, la boca en el hueco que formaba el codo doblado. Oyó acercarse sus pasos, cada vez más. Kampf se sentó en un sofá delante de Antoinette. Rosine dio unas vueltas por la estancia; encendió los apliques de la chimenea y luego los apagó. Resplandecía de diamantes.
– Siéntate -dijo Kampf en voz baja-; es una tontería que te alteres así.
Rosine se colocó de tal manera que Antoinette, que había abierto los ojos y adelantado la cabeza hasta tocar con la mejilla la madera del canapé, vio a su madre de pie delante de ella, y le sorprendió la expresión de aquel rostro autoritario, una expresión que no le conocía: una suerte de humildad, de celo, de espanto…
– Alfred, ¿tú crees que saldrá bien? -preguntó con una voz temblorosa de niña pequeña.
Alfred no tuvo tiempo de responder, pues un timbrazo resonó de pronto en todo el piso. Rosine juntó las manos.
– ¡Oh, Dios mío, ya empieza! -bisbiseó, como si se tratara de un temblor de tierra. Los dos se lanzaron hacia la puerta del salón con los dos batientes abiertos.
Al cabo de un instante, Antoinette los vio regresar escoltando a la señorita Isabelle, que hablaba muy alto, con una voz diferente ella también, poco habitual, alta y aguda, con pequeñas carcajadas que punteaban sus frases como fuegos de artificio.
«Me había olvidado de ésta», pensó Antoinette con espanto.
La señora Kampf, radiante ahora, hablaba sin parar; había recobrado su aspecto arrogante y alegre; guiñaba el ojo con malicia a su marido, señalándole furtivamente el vestido de la señorita Isabelle, en tul amarillo, y en torno a su largo cuello enjuto una boa de plumas que agitaba con ambas manos como el abanico de Celimena; del extremo de una cinta de terciopelo naranja que rodeaba su muñeca colgaban unos impertinentes de plata.
– ¿No conocía usted esta habitación, Isabelle?
– No; es preciosa, ¿quién se la ha amueblado? ¡Oh!, qué encantadores estos jarroncitos de porcelana. Vaya, ¿a usted todavía le gusta el estilo japonés, Rosine? Yo siempre lo defiendo; el otro día precisamente les decía a los Bloch-Levy, los Salomon, ¿los conoce?, que criticaban este estilo por feo y por dar impresión de «nuevo rico» (según su expresión): «Ustedes dirán lo que quieran, pero es alegre, es vital, y además, aunque sea menos caro, por ejemplo, que el Luis XV, eso no es un defecto, al contrario…»
– Pero se equivoca usted por completo, Isabelle -protestó Rosine con viveza-. Lo chino antiguo y lo japonés alcanzan unos precios de locura. Este jarroncito con los pájaros, por ejemplo…
– Bastante moderno…
– Mi marido pagó diez mil francos por él en el Hôtel Drouot… ¿Qué digo, diez mil francos? Doce mil, ¿no es cierto, Alfred? ¡Oh!, le regañé, pero no por mucho tiempo; a mí también me encanta buscar y comprar objetos artísticos, es mi pasión.
Kampf dijo animadamente:
– Tomarán una copita de oporto, ¿verdad, señoras? Traiga -dijo a Georges, que entraba- tres copas de oporto Sandeman y unos emparedados, emparedados de caviar…
Como la señorita Isabelle se había alejado y examinaba, a través de sus impertinentes, un Buda dorado sobre un cojín de terciopelo, la señora Kampf resopló rápidamente.
– Unos emparedados, estás loco, ¡no me vas a estropear toda la mesa por ella! Georges, traiga unas galletas en el cestito de Sajonia, en el cestito de Sajonia, ¿me ha oído bien?
– Sí, señora.
Georges regresó en un instante con la bandeja y la garrafita de Baccarat. Los tres bebieron en silencio. Después la señora Kampf y la señorita Isabelle se sentaron en el canapé detrás del cual se ocultaba Antoinette. Adelantando la mano, habría podido tocar los zapatos plateados de su madre y los escarpines de raso amarillo de su profesora. Kampf se paseaba de un lado a otro lanzando miradas furtivas al reloj de pared.
– Y cuénteme, ¿a quién veremos esta noche? -preguntó la señorita Isabelle.
– ¡Oh! -dijo Rosine-, algunas personas encantadoras, también algunos vejestorios, como la vieja marquesa de San Palacio, a quien debo devolver la cortesía; además, le gusta tanto venir a casa… La vi ayer, tenía que irse; me dijo: «Querida mía, he retrasado ocho horas mi partida al Midi por su velada: se pasa tan bien en su casa…»
– ¡Ah!, ¿ha organizado ya otros bailes? -preguntó la señorita Isabelle, y apretó los labios.
– No, no -se apresuró a decir la señora Kampf-, simplemente algunos tés; no la he invitado porque sé que está usted tan ocupada durante el día…
– Sí, en efecto; además, el año que viene pienso también dar unos conciertos…
– ¿En serio? ¡Qué excelente idea!
Callaron.
La señorita Isabelle examinó una vez más las paredes de la estancia.
– Encantadora, encantadora de verdad, con mucho gusto…
De nuevo se hizo el silencio. Las dos mujeres emitieron una tosecilla. Rosine se alisó el cabello. La señorita Isabelle se ajustó la falda minuciosamente.
– Qué buen tiempo hemos tenido estos días, ¿verdad?
Kampf intervino de pronto:
– Vamos, no podemos quedarnos así, con los brazos cruzados, ¿no? ¡Sí que tarda la gente, por eso! Porque en las tarjetas pusiste a las diez, ¿verdad, Rosine?
– Veo que me he adelantado mucho.
– Qué va, querida, ¿qué dice? Es una costumbre horrible la de llegar tan tarde, es deplorable…
– Propongo que bailemos -dijo Kampf dando una palmada jovialmente.
– ¡Por supuesto, qué buena idea! Pueden empezar a tocar -exclamó la señora Kampf a la orquesta-: Un charlestón.
– ¿Sabe bailar el charlestón, Isabelle?
– Claro que sí, un poco, como todo el mundo…
– Ah, pues no le faltarán acompañantes. El marqués de Itcharra, por ejemplo, el sobrino del embajador de España, siempre gana todos los premios en Deauville, ¿verdad, Rosine? Mientras esperamos, abramos el baile…
Se alejaron, y la orquesta bramó en el salón desierto. Antoinette vio que su madre se levantaba, corría a la ventana y pegaba -también ella, pensó la niña- el rostro a los cristales fríos. El reloj de pared dio las diez y media.
– Dios mío, Dios mío, pero ¿qué pretenden? -susurró la señora Kampf agitadamente-. Que el diablo se lleve a esta vieja loca -añadió, casi en voz alta, y al punto aplaudió y exclamó entre risas-: ¡Ah!, estupendo, estupendo; no sabía que bailaba tan bien, Isabelle.
– Pero si baila como Joséphine Baker -afirmó Kampf desde el otro lado del salón.
Terminado el baile, el anfitrión dijo:
– Rosine, voy a llevar a Isabelle al bar, no se ponga celosa.
– Pero ¿usted no nos acompaña, querida?
– Un instante si me lo permite, tengo que dar unas órdenes a los criados y enseguida me reúno con ustedes…
– Voy a coquetear con Isabelle durante toda la velada, está avisada, Rosine.
La señora Kampf tuvo fuerzas para reírse y amenazarles con el dedo; pero no pronunció una palabra y, en cuanto se quedó sola, se pegó de nuevo a la ventana. Se oían los automóviles que subían por la avenida; algunos ralentizaban la marcha delante de la casa; entonces ella se inclinaba y devoraba con los ojos la oscura calle invernal, pero los automóviles se alejaban, se perdían entre las sombras. A medida que transcurría el tiempo, los automóviles eran cada vez más escasos y durante largos minutos no se oía ni un solo ruido en la avenida desierta, como en provincias; apenas el ruido del tranvía en la calle de al lado, y bocinazos distantes, suavizados, amortiguados por la distancia…
Rosine hacía rechinar las mandíbulas como presa de la fiebre. Once menos cuarto. Once menos diez. En el salón vacío, un pequeño reloj daba la hora con pequeños toques acuciantes, de timbre agudo y claro; el del comedor respondió, insistió, y al otro lado de la calle, el gran reloj del frontispicio de una iglesia tocaba lenta y gravemente, cada vez más fuerte a medida que desgranaba las horas.
– … nueve, diez, once -contó con desesperación, levantando al cielo los brazos llenos de diamantes-. Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, Jesús bendito?
Alfred regresó con Isabelle y los tres se miraron sin hablar.
La anfitriona rió con nerviosismo.
– Es un poco raro, ¿no? A menos que haya ocurrido algo…
– ¡Oh! Querida mía, a menos que haya habido un terremoto -dijo la invitada con tono triunfal.
Pero la señora Kampf no se rindió todavía. Jugueteando con sus perlas, pero con la voz ronca por la angustia, dijo:
– ¡Oh!, no significa nada; imagínese, el otro día estaba en casa de mi amiga la condesa de Brunelleschi y los primeros invitados empezaron a llegar a las doce menos cuarto. Así que…
– Pues es bastante molesto para la señora de la casa, irritante -murmuró la señorita Isabelle con dulzura.
– ¡Oh!, es… es una costumbre que hay que imitar, ¿no es así?
En aquel instante sonó el timbre. Alfred y Rosine se abalanzaron hacia la puerta.
– Toquen -ordenó Rosine a los músicos.
Ellos atacaron un blues briosamente. No aparecía nadie. Rosine no pudo soportarlo más. Interpeló:
– Georges, Georges, han llamado a la puerta, ¿no lo ha oído?
– Son los helados que traen de chez Rey.
La señora Kampf estalló:
– Les digo que ha ocurrido algo, un accidente, un malentendido, una confusión de fechas, de hora, ¡yo qué sé! Las once y diez, son la once y diez -repitió con desesperación.
– ¿Las once y diez ya? -exclamó la señorita Isabelle-. Sí, ya lo creo, tiene usted razón, el tiempo pasa deprisa en su casa, felicidades… Son y cuarto ya, creo, ¿lo oye?
– ¡Bueno, pues no tardarán en llegar! -dijo Kampf con voz resonante.
De nuevo se sentaron; pero no dijeron nada más. Se oía a los criados riéndose a carcajadas en la antecocina.
– Ve y hazlos callar, Alfred -dijo finalmente Rosine con voz temblorosa de ira-: ¡Ve!
A las once y media apareció la pianista.
– ¿Tenemos que esperar más, señora?
– ¡No, váyanse, váyanse todos! -exclamó ella bruscamente, a punto de precipitarse a una crisis nerviosa-. ¡Les pagamos y se van! No habrá baile, no habrá nada. ¡Es una afrenta, un insulto, una conspiración de nuestros enemigos para ridiculizarnos, para acabar conmigo! Si viene alguien ahora, no quiero verlo, ¿me oyen? -prosiguió con violencia creciente-. Les dicen que me he ido, que hay un enfermo en la casa, un muerto, ¡lo que quieran!
La señorita Isabelle se mostró solicita:
– Vamos, querida, no pierda la esperanza. No se atormente así, enfermará… Naturalmente, comprendo cuánto debe de estar sufriendo, querida, mi pobre amiga. ¡El mundo es tan malvado, por desgracia!… Debería decirle usted alguna cosa, Alfred, mimarla, consolarla…
– ¡Menuda comedia! -siseó Kampf entre dientes, con el semblante pálido-. ¿Quieren callarse de una vez?
– Vamos, Alfred, no grite. Al contrario, tiene que mimarla…
– ¿Eh? ¡Si a ella le gusta hacer el ridículo!
Giró bruscamente sobre los talones e interpeló a los músicos:
– ¿Qué hacen ustedes aquí todavía? ¿Cuánto se les debe? Y váyanse inmediatamente, por amor de Dios…
La señorita Isabelle recogió despacio su boa de plumas, sus impertinentes, su bolso.
– Será mejor que me retire, Alfred, a menos que pueda serles útil en lo que sea, mi pobre amigo…
Al ver que él no respondía, se inclinó, besó en la frente a Rosine, que permanecía inmóvil y ni siquiera lloraba, con los ojos fijos y secos.
– Adiós, querida, créame que estoy desolada, que lo siento muchísimo -musitó maquinalmente, como en el cementerio-. No, no; no me acompañe, Alfred, salgo, me voy, ya me he ido, llore a sus anchas, mi pobre amiga, desahóguese -soltó una vez más con todas sus fuerzas en medio del salón desierto.
Alfred y Rosine la oyeron decir a los criados, cuando cruzaba el comedor:
– Sobre todo, no hagan ruido; la señora está muy nerviosa, muy afectada.
Y, finalmente, el zumbido del ascensor y el golpe sordo de la puerta cochera al abrirse y volver a cerrarse.
– Vieja pajarraca -murmuró Kampf-, si al menos…
No terminó. Rosine, puesta en pie de repente, con el rostro brillante de lágrimas, le mostró el puño gritando:
– ¡Tú tienes la culpa, imbécil, por tu sucia vanidad, tu orgullo de pavo real, es cosa tuya!… ¡El señor quiere dar bailes! ¡Recibir! ¡Es para desternillarse de risa! ¡Por Dios! ¿Crees que la gente no sabe quién eres, de dónde sales? ¡Nuevo rico! ¡Te la han jugado bien, eh, tus amigos, tus queridos amigos, ladrones, estafadores!
– ¡Y los tuyos, tus condes, tus marqueses, tus gigolós!
Continuaron gritándose un tropel de palabras desbocadas, violentas, que fluían como un torrente. Después Kampf, con los dientes apretados, dijo bajando la voz:
– ¡Cuando te recogí, Dios sabe por dónde te habías arrastrado ya! ¡Crees que no sé nada, que no me daba cuenta de nada! Yo pensaba que eras guapa, inteligente, que si me hacia rico me honrarías… Buen negocio hice, desde luego, menuda con la que fui a dar, modales de verdulera, una solterona con modales de cocinera…
– Otros quedaron satisfechos…
– Lo dudo. Pero no me des detalles. Mañana lo lamentarías.
– ¿Mañana? ¿Y tú te has creído que me quedaré una hora siquiera contigo después de todo lo que me has dicho? ¡Animal!
– ¡Vete! ¡Vete al diablo!
El señor Kampf salió dando portazos. Rosine lo llamó:
– ¡Alfred, vuelve!
Y esperó, la cabeza vuelta hacia el salón, anhelante, pero él ya estaba lejos… Bajaba por la escalera. En la calle, su voz furiosa gritó un rato: «¡Taxi, taxi!», luego se alejó, se apagó a la vuelta de una esquina.
Los criados habían subido a su apartamento, dejando por todas partes las luces encendidas, las puertas golpeando… Rosine permaneció inmóvil, con su vestido brillante y sus perlas, hundida en un sofá.
De pronto hizo un movimiento colérico tan enérgico y repentino que Antoinette dio un respingo y, al retroceder, se golpeó la frente contra la pared. Se agachó aún más, temblando; pero su madre no había oído nada. Se arrancaba los brazaletes uno tras otro y los arrojaba al suelo. Uno de ellos, pesado y hermoso, adornado enteramente con diamantes, rodó bajo el canapé y llegó a los pies de Antoinette. La niña lo miró como clavada en el sitio.
Vio el rostro de su madre, por el que resbalaban las lágrimas, mezclándose con los afeites, un rostro arrugado, crispado, enrojecido, infantil, cómico… conmovedor… Pero Antoinette no estaba conmovida, sólo sentía una especie de desdén, de indiferencia despreciativa. Más adelante, comentaría a un hombre: «Oh, era una niña terrible, ¿sabe? Imagínese que una vez…» De pronto se sintió poseída por todo su futuro, sus jóvenes fuerzas intactas, su capacidad para pensar: «¿Cómo se puede llorar de esa manera por algo así?… ¿Y el amor? ¿Y la muerte? Un día morirá… ¿lo ha olvidado?»
¿Así que también las personas mayores sufrían por cosas fútiles y pasajeras? Y ella, Antoinette, les había tenido miedo, había temblado delante de ellos, de sus gritos, sus cóleras, sus amenazas vanas y absurdas… Lentamente, se deslizó fuera de su escondite. Un instante más, disimulada entre las sombras, miró a su madre, que no sollozaba, sino que simplemente estaba acurrucada y las lágrimas le caían hasta la boca sin que ella las enjugara. Antoinette se levantó y se acercó.
– Mamá.
La señora Kampf dio un respingo en su asiento.
– ¿Qué quieres, qué haces aquí? -exclamó con nerviosismo-. ¡Vete, vete enseguida! ¡Déjame en paz! ¡Ya no puedo estar ni un minuto tranquila en mi propia casa!
Antoinette, un poco pálida y la cabeza gacha, no se movió. Aquellos gritos resonaron en sus oídos, débiles y privados de su fuerza, como los truenos del teatro. Un día, muy pronto, diría a un hombre: «Mamá gritará, pero no importa…»
Extendió la mano despacio, la posó sobre los cabellos de su madre, los acarició con dedos ligeros y un poco temblorosos.
– Pobre mamá, va…
Un instante aún, Rosine se debatió como una autómata, la rechazó, sacudió el rostro convulso:
– Déjame, vete… déjame, te digo. -Entonces una expresión débil, vencida, lastimosa, se apoderó de sus facciones-. ¡Ah!, pobre hija mía, mi pobre Antoinette; tú sí que eres feliz; no sabes aún lo injusto que es el mundo, malvado, hipócrita… Toda esa gente que me sonreía, que me invitaba, se reía de mi a mis espaldas, me despreciaba, porque no pertenecía a su mundo, pandilla de pajarracos, de… ¡pero tú no puedes entenderlo, pobre hija mía! ¡Y tu padre!… ¡Ah! ¡Mira, sólo te tengo a ti!… -terminó diciendo de pronto-. Sólo te tengo a ti, mi pobre niña…
Estrechó a Antoinette entre sus brazos. Como la niña pegó el rostro mudo contra las perlas, su madre no la vio sonreír. Dijo:
– Eres una buena hija, Antoinette…
Fue un segundo, un destello inaprensible mientras se cruzaban «en el camino de la vida»; una iba a llegar, y la otra a hundirse en la sombra. Pero ellas no lo sabían. Sin embargo, Antoinette repitió bajito:
– Pobre mamá…
París, 1928