Antoinette volvía de pasear con la miss; eran cerca de las seis. Como nadie respondió al timbre, miss Betty llamó con los nudillos. Al otro lado de la puerta se oía ruido de muebles arrastrados.
– Deben de estar preparando el guardarropa -dijo la inglesa-. El baile es esta noche; a mí se me olvida siempre, ¿y a usted, querida?
Sonrió a Antoinette con un aire de complicidad tímido y afectuoso, pese a que no había vuelto a verse con su joven amante en presencia de la niña; pero desde aquel encuentro Antoinette se mostraba tan taciturna que inquietaba a la miss con su silencio y sus miradas.
El criado abrió la puerta.
Inmediatamente la señora Kampf, que supervisaba al electricista en el comedor, se abalanzó sobre ellas:
– No podíais entrar por la escalera de servicio, ¿verdad? -les recriminó con tono airado-. Ya veis que se están poniendo los guardarropas en la antecámara. Ahora está todo por hacer, no vamos a acabar jamás -añadió mientras cogía una mesa para ayudar al portero y a Georges en el arreglo de la estancia.
En el comedor y la larga galería contigua, seis camareros de chaqueta blanca disponían las mesas para la cena. En medio estaba el aparador preparado y adornado con flores vistosas. Antoinette quiso entrar en su habitación, pero su madre volvió a la carga:
– Por ahí no, no entres ahí… En tu habitación está el bar, y la suya también está ocupada, miss; dormirá en el cuarto de la ropa blanca esta noche, y tú, Antoinette, en el trastero del fondo. Allí podrás dormir sin siquiera oír la música… ¿Qué hace usted? -dijo al electricista, que trabajaba sin prisas y canturreando-. Ya se ve que la bombilla no funciona.
– Eh, se necesita tiempo, señora mía…
Rosine se encogió de hombros con irritación:
– Tiempo, tiempo; ya hace una hora que está con eso -refunfuñó a media voz, mientras se estrujaba las manos con un gesto tan idéntico al de Antoinette encolerizada que la muchacha, inmóvil en el umbral, se sobresaltó como cuando te encuentras repentinamente ante un espejo.
La señora Kampf llevaba una bata y los pies desnudos embutidos en babuchas; sus despeinados cabellos se retorcían como serpientes en torno a su rostro encendido. Vio al florista que, con los brazos llenos de rosas, se esforzaba en pasar por delante de Antoinette, que a su vez se pegaba a la pared.
– Perdón, señorita.
– Vamos, muévete, vamos -la urgió la madre con tal aspereza que, al retroceder, Antoinette chocó contra el brazo del hombre y deshojó una rosa-. ¡Mira que eres insoportable! -exclamó la anfitriona, haciendo tintinear la cristalería que había en la mesa-. ¿Qué haces aquí, tropezando con la gente y estorbando a todo el mundo? Vete, ve a tu habitación, no, a tu habitación no, al cuarto de la ropa blanca, donde quieras; ¡pero que no se te vea ni se te oiga!
Tras marcharse Antoinette, la señora Kampf cruzó deprisa el comedor y la antecocina atestada de cubos para enfriar el champán llenos de hielo, y llegó al despacho de su marido. Éste hablaba por teléfono. Ella esperó a duras penas a que colgara y rápidamente exclamó:
– Pero ¿qué haces, no te has afeitado?
– ¿A las seis? ¡Estás loca!
– Para empezar, son las seis y media, y después puede que se requiera hacer alguna compra en el último minuto; más vale ser prevenido.
– Estás loca -repitió él con impaciencia-. Tenemos a los criados para hacer las compras.
– Me encanta cuando empiezas a dártelas de aristócrata y de señor -repuso ella encogiéndose de hombros-: «Tenemos a los criados…»; guárdate esos aires para los invitados.
– No empieces a ponerte nerviosa, ¡eh! -rezongó él.
– ¡Pero cómo quieres -exclamó Rosine con la voz ahogada por el llanto-, cómo quieres que no me ponga nerviosa! ¡Todo va mal! ¡Esos inútiles de criados no acabarán nunca! Tengo que estar en todas partes y vigilarlo todo, y hace tres noches que no duermo; ¡ya no puedo más, siento que me estoy volviendo loca!
Cogió un pequeño cenicero de plata y lo arrojó al suelo, y este repentino acceso de violencia pareció calmarla. Sonrió un poco avergonzada.
– No es culpa mía, Alfred…
Kampf sacudió la cabeza sin responder. Al ver que ella se iba, la llamó:
– Oye, quería preguntarte una cosa. ¿No has recibido nada, ni una sola respuesta de los invitados?
– No. ¿Por qué?
– No sé, me parece extraño… Y parece hecho a propósito; quería preguntar a Barthélemy si había recibido la invitación, y resulta que hace una semana que no lo veo por la Bolsa. ¿Y si le telefoneara?
– ¿Ahora? Sería una idiotez.
– Pero no deja de resultarme extraño -insistió Kampf.
Su mujer lo interrumpió:
– ¡Mira, lo que pasa es que no se responde, eso es todo! O se asiste o no se asiste… ¿Y quieres que te diga una cosa? Incluso me complace. Significa que nadie ha pensado por adelantado en faltar al compromiso… Al menos se habrían excusado, ¿no crees?
Como su marido no respondía, preguntó con impaciencia:
– ¿No crees, Alfred? ¿Tengo razón? ¿Eh? ¿Qué me dices?
Kampf abrió los brazos.
– Yo qué sé… ¿Qué quieres que te diga? Sé tanto como tú.
Cruzaron la mirada un momento y Rosine suspiró y bajó la cabeza.
– ¡Oh! Dios mío, estamos como perdidos, ¿verdad?
– Ya se nos pasará -dijo Kampf.
– Lo sé, pero mientras… ¡Oh, si supieras el miedo que tengo! Ojalá ya hubiera acabado todo…
– No te pongas nerviosa -repitió él blandamente, girando el abrecartas entre las manos con aire ausente. Y recomendó-: Sobre todo, habla lo menos posible… sólo frases hechas… «Encantada de verles… Tomen alguna cosa… Hace calor, hace frío…»
– Lo más terrible serán las presentaciones -dijo Rosine con preocupación-. Imagínate, toda esa gente a la que he visto una vez en mi vida, a la que apenas reconozco por la cara… y que no se conoce entre sí, que no tiene nada en común…
– Dios mío, pues farfulla alguna cosa. Al fin y al cabo, todo el mundo está como nosotros, todo el mundo tuvo que empezar un día.
– ¿Te acuerdas de nuestro pequeño apartamento de la rue Favart? -preguntó Rosine de repente-. ¿Y cómo vacilamos antes de reemplazar aquel viejo diván del comedor que estaba destrozado? Hace cuatro años de eso, y mira… -añadió, señalando los pesados muebles de bronce que los rodeaban.
– ¿Quieres decir que de aquí a cuatro años recibiremos a embajadores, y entonces nos acordaremos de cómo temblábamos esta noche porque venían un centenar de rufianes y viejas grullas? ¿Eh?
Ella le tapó la boca con la mano riéndose.
– ¡Vamos, calla ya!
Al salir, Rosine tropezó con el jefe de comedor, que iba a avisarla con respecto a los bodegueros: no habían llegado con el champán y el barman creía que no habría bastante ginebra para los cócteles.
Rosine se agarró la cabeza con ambas manos.
– Pero bueno, lo que nos faltaba -empezó a clamar-. ¿Y esto no podía habérmelo dicho antes? ¿Dónde quiere que encuentre ginebra a estas horas? Todo está cerrado y los bodegueros…
– Envía al chofer, querida -aconsejó Kampf.
– El chofer se ha ido a cenar -dijo Georges.
– ¡Naturalmente! -exclamó Rosine fuera de sí-. ¡Naturalmente! A él le da todo igual… -Se dominó-. Le da igual que lo necesitemos o no, el señor se va, ¡el señor se va a cenar! Otro al que voy a despedir mañana a primera hora -añadió dirigiéndose a Georges con tal furia que el criado apretó sus finos labios.
– Si la señora lo dice por mí… -empezó.
– No, no, lo he dicho sin pensar; ya ve usted lo nerviosa que estoy -repuso ella encogiéndose de hombros-. Coja un taxi y vaya enseguida a chez Nicolas… Dale dinero, Alfred.
Rosine se dirigió a su habitación precipitadamente, enderezando las flores al pasar y regañando a los criados:
– Este plato de pastas está mal colocado. Levanten la cola del faisán un poco más. Los emparedados de caviar frío, ¿dónde están? No los pongan demasiado a la vista o todo el mundo se abalanzará sobre ellos. ¿Y las barquillas de foie gras? ¡Apuesto a que se han olvidado de las barquillas de foie gras! ¡Si yo no estuviera pendiente de todo!…
– Pero se están desempaquetando, señora -dijo el jefe de comedor, y la miró con ironía mal disimulada.
«Debo de parecer ridícula», pensó ella de pronto, al ver en el espejo su cara purpúrea, los ojos extraviados, los labios temblorosos.
Sin embargo, como una niña demasiado cansada, no podía calmarse por más que lo intentase; estaba extenuada y al borde de las lágrimas.
Fue a su habitación.
La doncella colocó sobre la cama el vestido de baile, en lamé plata y adornado con tupidos flecos de cuentas, unos zapatos que brillaban como joyas y medias de muselina.
– ¿La señora cenará ahora? Se le servirá aquí para no estropear las mesas, claro…
– No tengo hambre -replicó Rosine iracunda.
– Como quiera la señora; pero ¿puedo ir yo a cenar ahora? -dijo Lucie y apretó los labios, pues la señora Kampf le había hecho recoser durante cuatro horas las cuentas del vestido que se soltaban a lo largo de los flecos-. Quisiera señalarle a la señora que son cerca de las ocho y que las personas no son animales.
– ¡Pues vaya, hija, vaya! ¿La retengo yo acaso? -exclamó la otra.
Cuando se quedó sola, se echó en el canapé y cerró los ojos; pero la habitación estaba helada, como una cueva: se habían apagado los radiadores de todo el piso por la mañana. Se levantó y se acercó al tocador.
«Estoy horrorosa…»
Empezó a maquillarse la cara minuciosamente; primero, una espesa capa de crema que extendió masajeando con las manos, después el colorete líquido en las mejillas, el negro en las cejas, la fina línea que alargaba los párpados hacia las sienes, los polvos… Se maquillaba con extrema lentitud y de vez en cuando se detenía, cogía el espejo y sus ojos devoraban su imagen con una atención apasionada, ansiosa, lanzándose miradas duras, desafiantes y astutas. De pronto atrapó entre dos dedos una cana sobre la sien; la arrancó con una mueca grotesca. ¡Ah!, ¡la vida estaba mal hecha! Antes, su cara con veinte años, sus mejillas sonrosadas, pero también las medias zurcidas y la ropa interior remendada… Ahora las joyas, los vestidos, pero también las primeras arrugas… Todo eso iba junto… Cómo había que apresurarse en vivir, Dios mío, en agradar a los hombres, en amar… El dinero, los vestidos y los coches bonitos, ¿de qué servía todo eso sin un hombre en tu vida, un pretendiente, un joven amante? Cuánto había esperado ella ese amante. Había escuchado y seguido a hombres que le hablaban de amor cuando aún era una muchacha pobre, porque iban bien vestidos y tenían hermosas manos cuidadas… Menudos patanes, todos. Pero ella no había dejado de esperar. Y ahora tenía su última oportunidad, los últimos años antes de la vejez, la auténtica, sin remedio, la irreparable… Cerró los ojos e imaginó unos labios jóvenes, una mirada ávida y tierna, cargada de deseo…
A toda prisa, como si acudiera a una cita amorosa, arrojó a un lado la bata y empezó a vestirse: se puso las medias, los zapatos y el vestido, con esa habilidad especial de aquellas que se las han arreglado sin doncella toda su vida. Las joyas… Tenía un cofre lleno. Kampf decía que eran la inversión más segura. Se puso el gran collar de perlas de dos vueltas, todos sus anillos, brazaletes de diamantes que le envolvían los brazos desde la muñeca hasta el codo; después fijó al cuerpo del vestido un gran dije adornado con zafiros, rubíes y esmeraldas. Brillaba, centelleaba como un relicario. Retrocedió unos pasos, se miró con una sonrisa feliz… ¡La vida comenzaba al fin!… ¿Quién sabe si esa misma noche?