Capítulo 1

¡NO puedo creerlo! ¿De dónde salió? Tara Lambert corrió hacia la puerta, pero las luces traseras del coche de su socia ya se perdían en la oscuridad de la noche, llevándose cualquier posibilidad de ayuda proveniente de ella.

La joven volvió la vista hacia el hombre que esperaba al otro lado de la calle. El también observaba el auto de Beth, quizá preguntándose si Tara se habría marchado con su socia. Bueno, ya era tarde para lamentarse el no haber aceptado el ofrecimiento de Beth de llevarla en su auto, mas si actuaba rápido, tal vez pudiera escapar.

Subiéndose el cuello de la gabardina hasta las orejas, abrió el paraguas y salió a la lluvia.

Apenas había recorrido unos doscientos metros cuando oyó que la llamaba. Su intento de escapar sin ser detectada había fracasado, pensó. Con desolación miró a su alrededor. Las tiendas ya estaban cerradas y no tenia dónde esconderse. Hasta la estación de taxis estaba desierta.

Prosiguió la marcha de prisa, rogando al cielo que los semáforos permanecieran en verde para que el tránsito avanzara, mas en ese instante se encendió el amarillo.

Tara se detuvo, maldiciéndose por ser tan tonta. Debió quedarse en la oficina y desde allí pedir un taxi, se dijo. Quizá no estaría mal emprender una retirada estratégica, decidió en seguida.

– ¡Tara! -el llamado, esta vez desde más cerca, la sorprendió, por lo que se volvió antes de poder contenerse. El hombre se abría paso entre los autos que se habían detenido, cerrándole esa vía de escape.

Un haz de luz brilló de repente junto a ella sobre la acera y una pareja de enamorados apareció, riendo, tomados por la cintura, y corrieron por la acera. Habían salido de un bar recién inaugurado. En alguna ocasión Tara vio su lista de precios y eran demasiado elevados para su presupuesto, como todo lo que estaba cerca de Victoria House. Pero eso era lo último en su mente en ese momento.

El sonido de los pasos que se acercaban la impulsó a entrar en el bar antes de pensar lo que haría una vez que estuviera dentro.

Todavía no daban la siete y la concurrencia era numerosa, mas no reconoció a nadie. Dejó el paraguas y colgó la gabardina en el vestíbulo. Al menos estaría rodeada de gente, y ya que se encontraba allí comería algo, decidió. Había tenido un día difícil y el aroma a buena comida la hizo recordar lo hambrienta que estaba. Pero se concretaría en pedir lo más económico del menú. Al mirar a su alrededor, en busca de una mesa desocupada, la puerta de la entrada se abrió a su espalda.

– ¡Tara!

Con un movimiento instintivo, la joven se sentó en una silla cercana, ocultándose detrás de unas plantas, junto a un hombre que estudiaba atento un documento sobre la mesa.

– ¡Por favor finja que estoy con usted! -murmuró ella apresurada. Pero por el gesto de disgusto del hombre, Tara supo al instante que cualquier intento de seguridad era una ilusión. A pesar de los hilos de plata que adornaban un mechón rizado que caía sobre su frente bronceada, él era más joven de lo que pensó Tara al principio. No tendría más de treinta y cinco años y no era atractivo; de hecho, sus facciones eran toscas. Unas espesas cejas oscuras cubrían los ojos verde mar que parecían perforarla hasta el alma, en busca de sus más íntimos secretos. La nariz tenia la huella inconfundible de un golpe, tal vez de un puño; los labios formaban una línea tensa sobre el duro mentón. Era el rostro de un depredador, de un pirata del siglo veinte. Y sus reacciones iban de acuerdo con su apariencia.

Después de una mirada breve sobre el hombro de Tara, sin vacilación, la tomó por la cintura sorpresivamente y la atrajo contra su pecho. Ella abrió los labios y percibió un aroma a limpio, a cuero, a algo más.

Los dedos del hombre le rozaron la mejilla al acomodarle un mechón de cabello negro que se soltó del broche. Demasiado sorprendida, Tara permaneció sin poder hacer algo para oponerse. Mientras trataba de recuperar el control, él le atrapó el mentón para levantárselo.

– Llegas tarde, querida -murmuró con tono sedoso. Estupefacta por la respuesta a su petición de ayuda, la joven trató de protestar, pero las palabras se ahogaron cuando él agregó-: Pero te perdono.

Mentía. No había ninguna clemencia en el beso que reclamó como pago por su protección. Al instante Tara supo que no era un eso fingido para engañar a su perseguidor. Fuera quien fuera, el hombre no hacía las cosas a medias.

Tensa, ella permaneció inmóvil, pero el asalto de la boca experta no podía ser ignorado. Con ternura y gran pericia, él la hizo entreabrir los labios, exigiendo una respuesta. Fue una chispa que en un instante se convirtió en deseo y Tara respondió al inesperado abrazo con un calor que la asombró y llenó de felicidad.

– ¡Tara!

La petulante voz a su espalda se había tornado insistente, haciéndola recordar quién era y dónde estaba. No quería volver al mundo de la realidad, ansiaba unos segundos más en el sitio al que la llevó el beso. Despacio, abrió los párpados, que hubiera preferido conservar cerrados. Por un instante, el hombre la perforó con la mirada, manteniéndola cautiva con el brazo que la sujetaba por la cintura.

Luego su boca se curvó en una sonrisa maliciosa que provocó un jadeo de parte de Tara y que apartara la vista. Había disfrutado cada instante del beso y él lo sabía. Lo empujo por el pecho sin resultado positivo. Pasó una eternidad antes que él se compadeciera de ella y volviera su atención al hombre que estaba a su lado.

– Tara va a cenar conmigo. Si quiere hablar con ella, tendrá que hacer una cita para otra ocasión -declaró con calma. Era evidente que se trataba de alguien acostumbrado a ser obedecido sin discusiones. El perseguidor de la joven parpadeó y los miró como si acabara de descubrir la presencia del hombre con cara de pirata. Tan concentrado estaba en atrapar su presa.

– ¿Por qué no regresas, Tara? Sabes cuánto te necesito -la figura alta y esbelta parecía patética con la gabardina húmeda, y ella experimentó cierto remordimiento al verlo darse la vuelta para alejarse-. No creas que me daré por vencido -agregó él, con desafío inesperado, sobresaltándola antes de salir.

Con renuencia y avergonzada por su impetuosidad, que la arrojó a los brazos de un desconocido, Tara se volvió hacia el hombre que la tenía aún en sus brazos.

– ¿Por qué hizo eso? -preguntó con voz temblorosa.

– No estaba seguro de qué se esperaba de mi y decidí que debía ser convincente -él arqueó una ceja con gesto interrogante-. ¿Lo fui?

– Su presencia habría sido suficiente -respondió ella.

– ¿Ah sí? -se burló él-. Debió decírmelo.

– No me dio la oportunidad -señaló la joven al recobrar el control de sus cuerdas vocales, aunque aún no de su pulso alterado.

– Lamento no haber estado a la altura de su… caballero perfecto. No es un papel en el que tenga mucha experiencia.

– Usted no es un caballero -le espetó Tara y de inmediato se ruborizó por sus malos modales-. Lo siento, no debí decir eso. Le agradezco mucho su ayuda.

Sabía que debía darle una explicación por su proceder y emprender una retirada rápida. El agradecimiento apenas era necesario. El ya había cobrado su recompensa y, por la expresión de sus ojos, era obvio que encontró muy divertida la experiencia.

Pero la retirada, descubrió ella, no sería tan simple. Trató de apartarse con tanta dignidad como le era posible, pero el hombre todavía la sujetaba por la cintura con firmeza. Con una sonrisa débil, Tara lo intentó de nuevo:

– Muchas gracias por… su ayuda. Lamento molestarlo. Fue…

– No hay necesidad de explicaciones -le aseguró él-. Fue un placer.

– Sí -asintió ella y volvió a ruborizarse al comprender el comentario-. No me refiero…

– ¿No? -la risa suave del hombre fue como una caricia-. Si insinúa que el placer fue sólo mío, creo que no es muy sincera.

Tara apartó la vista de la mirada que la hechizaba. Era evidente que había saltado de la sartén al fuego. Y esta vez tendría que rescatarse por sí misma. Bajó la mirada al papel que él leía y se aferró de la oportunidad para recobrar su libertad.

– Estaba trabajando y yo lo perturbé -comentó en un intento por distraerlo.

– Profundamente -él no le quitaba la vista de encima-. Pero no puedo quejarme.

– Debo irme -manifestó Tara, segura de que se burlaba de ella.

– No, Tara. Si te vas, me dejarás como un mentiroso -protesto él-. Eso no sería muy correcto. Además, tu… amigo podría estar esperando afuera. Parecía muy decidido.

– Estoy segura de que ya se marchó. Ya estableció su posición.

– ¿Ocurre con frecuencia? ¿Es tu esposo? -indagó él, sin esperar respuesta a la primera pregunta.

– No -negó la joven, palideciendo. Daba gracias al cielo de no haber aceptado nunca las propuestas matrimoniales de Jim Matthews-. No, no es mi esposo.

– Un pobre enamorado -por un momento, la compasión pareció nublar la mirada del hombre. Pero sólo por un momento-. En ese caso, ahora que lo he alejado, puedes quedarle y cenar conmigo. Te recomiendo el filete a la pimienta.

Ignoró el brusco jadeo de la joven ante la presuntuosa suposición de que aceptaría su sugerencia. Una mirada bastó para atraer a una camarera y ordenó filetes y ensalada antes que Tara pudiera protestar.

– Ya puedes traer el vino -le indicó a la empleada antes que ésta se marchara. Luego se volvió hacia Tara, retiró el brazo de su cintura y te tendió la mano-. Será mejor que nos presentemos. Soy Adam Blackmore. ¿Cómo estás?

Sus manos eran grandes, con dedos largos. Tara estaba segura de que tenían tanta experiencia en dar placer como su boca.

Molesta consigo misma, trató de frenar el ímpetu de sus pensamientos Ya libre, sabía que lo prudente era levantarse y despedirse. Y ella era conocida por su sentido común. Pero la velada ya la había llevado más allá del sentido común. El beso la hizo olvidarlo, lo mismo que a Jim Matthews. Alargó su mano procurando ignorar la aceleración de su pulso cuando él la estrecho con firmeza.

– ¿Cómo estás? -repitió ella sin aliento-. Soy Tara Lambert -luego su natural rebeldía la hizo agregar con malicia-: Pero creo que debo informarte que soy vegetariana.

Adam le apretó la mano con más fuerza y la estudió.

– No, Tara Lambert, no lo creo.

– De acuerdo -aceptó ella sin poder contener una sonrisa-. No pude resistir la tentación.

– Deberías intentarlo de vez en cuando, Tara Lambert -la mirada de Blackmore se dirigió hacia la entrada-. Así no te meterías en situaciones peligrosas.

– El no… -empezó Tara, pero Adam la interrumpió.

– ¿No? -su mirada era analítica-. ¿Quién dijo que me refería a él?

En ese momento les llevaron el vino y Adam llenó dos copas.

– Pruébalo, me interesa tu opinión.

Tara sabía que era ridículo molestarse porque no la escucharía. Era cierto que, impulsiva, prácticamente se arrojó en sus brazos, aunque nunca esperó que su caballero andante fuera tan habilidoso. En esas circunstancias, no podía culparlo de que pensara lo peor. Que así fuera, decidió. Que pensara lo que quisiera; en realidad no importaba. Ese era uno de tantos momentos aislados en el tiempo, como la charla con un compañero de asiento en el tren. Al llegar a su destino, la relación termina. El sólo trataba de divertirse y no había por qué la diversión debía ser en un solo sentido.

Tara agitó un poco su copa y la sostuvo un momento frente a ella para que cesara el movimiento del vino. Luego la acercó a su nariz aspirando el bouquet. Estaba tentada a sorber el líquido ruidosamente, pero se concretó a dejar que su sabor le llenara la boca.

– ¿Y bien? -pregunto él, sin dejar de observarla.

– Mmm -modesta, Tara bajó las largas pestañas-. Me gusta.

– ¡Te gusta! -exclamó Adam-. Después de tu actuación, esperaba un comentario más amplio.

– ¿Ah, sí? -preguntó ella con fingida sorpresa y alzó los hombros un poco-. ¿Esperabas que te dijera que es un Cháteau Brane Cantenac, de la región Margaux, cosecha 1963, embotellado de origen?

– Debí imaginarlo -Adam soltó una carcajada, mostrando sus blancos dientes.

– Tal vez -comentó ella, complacida de que el hombre tuviera sentido del humor y aceptara reírse de sí mismo-, o quizá debiste suponer que podría leer la etiqueta de la botella. Aunque conozco lo suficiente para apreciar que no es el común vino de la casa.

– No, Tara, ciertamente no lo es.

Una rubia espigada les llevó los filetes.

– Tal como te gusta, Adam -manifestó y se volvió para estudiar a Tara-. ¿Puedo traerles algo más?

– Quizá más tarde -respondió él con una sonrisa.

– ¿Comes aquí con frecuencia? -inquirió Tara cuando la camarera regresó a la cocina.

– De vez en cuando. La comida es buena. No te había visto aquí antes.

– No, sólo entré para evadir… -se interrumpió-. Pero pensaba quedarme y comer algo -miró su filete con aprensión. En sus planes no estaba pedir un plato tan costoso. Su negocio no iba bien y el dinero no sobraba. Pero si iba a pagarlo, más le valía disfrutarlo.

– ¿Trabajas cerca de aquí? -le preguntó Adam.

– Calle abajo. ¿Y tú?

– En un sitio conveniente -hubo algo en su voz que hizo que Tara levantara la vista, pero el rostro de Adam era inexpresivo, y no ahondó en el tema-, ¿A qué te dedicas?

Ella analizó la pregunta. Cuando dos personas operan una pequeña agencia de empleos, lo hacen todo, incluyendo repartir folletos en que describen sus servicios secretariales y de computación en todos los edificios de oficinas del área los fines de semana, pero no era eso a lo que Adam se refería.

– Soy secretaria -manifestó.

– Espero que mejor que quien mecanografió esto -cometo él, apuntando con desdén al documento que leía cuando ella lo interrumpió.

– Es probable -respondió Tara con tono indiferente, pero no dejaría escapar la oportunidad-. Si necesitas la ayuda de una secretaría, podría encontrar alguien para ti.

– ¿Tú? -preguntó él, inmovilizándose, y la joven decidió que ese no era el momento de presionar.

– No, no yo. Yo tengo empleo. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

– Nada excitante. Paso el día detrás de un escritorio, moliendo cifras de aquí para allá.

De soslayo, Tara volvió a estudiarlo. A pesar de estar sentado, era evidente que Adam Blackmore tenía un cuerpo atlético. Tal vez pasaba el día detrás de un escritorio, pero, ¿qué hacía por la noche?

La joven se sonrojó de nuevo por el rumbo que tomaban sus pensamientos y el color de sus mejillas subió más al percatarse de que él la observaba divertido.

– ¿Y bien? -le preguntó él.

– Es el vino -comentó Tara, tocándose las mejillas-. No acostumbro beber con frecuencia.

– Ya veo -dijo Adam y ella tuvo la impresión de que veía de más-. ¿Conducirás esta noche?

– No, no vivo lejos -ese era el motivo por el cual huyó de Jim Matthews. Si éste hubiera logrado seguirla hasta su casa, la sitiaría allí tanto como en la oficina y ella no volvería a tener la paz.

– En ese caso, un poco más de vino no te hará daño -expresó Adam al rellenarle la copa, a pesar de las protestas de ella-. El color de tus mejillas es por demás atractivo.

– Es excelente -comentó Tara al beber otro sorbo de vino.

– Sí, traje varías cajas al regreso de mi último viaje a Burdeos.

– ¿Y lo guardas aquí? -preguntó ella, sorprendida.

– Este es un lugar público. Tiene unos sótanos magníficos bajo la misma calle. El propietario me permite guardar mis vinos en sus cavas.

– Cierto -asintió Tara-. Son conocidas como Queen's Head. Recuerdo que los sótanos fueron descubiertos durante las excavaciones, pero creía que habían sido cerrados por los constructores.

– No seas sacrílega, Tara Lambert. Las buenas cavas son difíciles de encontrar.

– No es un tema que se encuentre en mi línea de negocios. Pero debes conocer bien al propietario para confiarle tus vinos -observó ella-. En especial si son tan buenos como este.

– Podríamos decir que somos muy buenos amigos -Adam sonrió-. ¿Quieres postre o café? -agregó cuando la camarera retiraba los platos.

– No, muchas gracias. Estuvo delicioso, pero ya comí demasiado y tengo que irme.

Adam firmó la cuenta, rechazando la insistencia de ella en el sentido de pagar su parte, y se puso de pie. Sentado era imponente. De pie, la superaba en estatura al menos por quince centímetros.

La ayudó a ponerse el abrigo y al tocarle el hombro, provocó un calorcillo inesperado en ella, que la asombró y perturbó. Tara se apartó para buscar el paraguas y disimular su agitación. Al volverse, Adam le sostenía la puerta abierta.

– Muchas gracias por todo, Adam.

– ¿Por todo? ¿Estás segura? -él rió al ver su confusión. Tomó la mano que la joven le ofrecía y se la puso bajo el brazo-. Te acompañaré hasta tu casa por si tu admirador ha decidido esperarte -agregó antes que ella pudiera protestar.

– No es necesario -aseguró ella, aprensiva-. El no es peligroso -añadió.

– No. Sólo molesto -la voz de Adam era fría-. Yo no lo seré. ¿Por dónde nos vamos?

– Pero no llevas tu abrigo -para ser marzo, no hacía mucho frío, mas era necesario un abrigo ligero. Adam sólo aguardó la respuesta a su pregunta, ignorando la objeción-. Por aquí -indicó ella, finalmente- Al menos ha dejado de llover.

– Así es y el aire fresco es agradable.

¿Fresco? Tara se preguntó si él se daba duchas frías sólo por diversión, pero no lo expresó. La imagen de Adam Blackmore en la ducha era demasiado perturbadora. Se obligó a controlarse.

– ¿Después de un día detrás del escritorio? -Tara se sintió satisfecha del tono ligero que logró darle a su voz.

– Después de un día detrás del escritorio -confirmó Adam con una sonrisa que le indicaba que el cambio de actitud no lo había engañado ni por un instante.

– Es por aquí.

Se adentraron en una calle lateral hasta llegar al patio central, que tiempo atrás estuvo rodeado de establos y cocheras, ahora derruidos o convertidos en pequeños apartamentos. El de Tara en el primer piso era su hogar y refugio desde hacía seis años. Al subir por la escalera, se preguntó, no por primera vez, si no había sido una locura arriesgarlo todo en un negocio cuando podía tener la seguridad económica de trabajar para alguien más. Alguien como Jim. Reprimió un estremecimiento al pensar en eso.

– No esperaba esto -comentó Adam, mirando a su alrededor-. Creía que todo lo antiguo había desaparecido hacía tiempo en Maybridge.

– Los constructores han hecho su mejor esfuerzo, pero de alguna manera se olvidaron de este rincón en su empeño por modernizar. Y, afortunadamente, el lugar no tiene las dimensiones necesarias para un estacionamiento para autos -agregó Tara con tono irónico.

Adam extendió una mano en espera de que ella le entregara la llave y, con cierta renuencia, ella lo hizo. Adam la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. En el quicio, la joven se volvió dudosa hacia él.

– ¿Quieres una taza de café?

– Ya estás a salvo en casa, Tara. Ya has corrido los riesgos suficientes para un día -sus pestañas velaban la expresión de sus ojos, pero sonreía divertido-. Buenas noches.

Se dio la vuelta y bajó por los escalones con paso ágil. Tara lo oyó cruzar el patio empedrado antes de alcanzar la acera. Entonces cerró la puerta despacio, sin estar segura de alegrarse de que él la hubiera dejado sola.


Fue el insistente timbre del teléfono lo que la despertó. -Hola. Habla Tara Lambert -murmuró adormilada al contestar.

– ¿Tara, estás enferma? -preguntó Beth Lawrence.

– ¿Enferma? -Tara miró el reloj-. Beth, lo siento, me quedé dormida. Estaré contigo dentro de veinte minutos.

– Me alegro de que estés bien, pero no vengas a la oficina. Hemos recibido respuesta de una compañía en la que dejaste un folleto el pasado fin de semana. Tienes una cita a las diez y media con una tal Jenny Harmon en Victoria House -le dio los detalles y le deseó suerte.

Tara se metió en la ducha para acabar de despertar. Después se recogió el cabello, que le llegaba hasta los hombros, en un discreto moño y se vistió con un traje sastre que resaltaba su figura esbelta. Luego revisó su portafolio para asegurarse de llevar consigo todo lo necesario y con un último examen ante el espejo, partió rumbo a su cita.

Tenía a su servicio sólo las mejores secretarias disponibles para trabajos temporales y una empresa que podía darse el lujo de tener oficinas en Victoria House sería un impulso excelente para su negocio En los doce meses que ella y Beth tenían de manejar la agencia, se vieron en grandes dificultades para salir adelante. Esa posibilidad de conseguir nuevos clientes era justo lo que necesitaban, y no la dejaría escapar.

A uno de los costados del edificio estaba el restaurante-bar en el que se había refugiado la noche anterior, y recordar la experiencia con Adam Blackmore la hizo ruborizarse y lamentar que el encuentro hubiera sido en esas circunstancias. Había pasado una noche inquieta, perturbada por la idea de que él creyera que acostumbraba proceder así ante desconocidos con la esperanza de conseguir una invitación a cenar. Se detuvo de pronto. Quizá incluso pensaría que siempre los invitaba a su apartamento para… tomar café.

De pronto tas brillantes luces de los escaparates de las tiendas que rodeaban el edificio parecieron girar a su alrededor, por lo que hizo una aspiración profunda para controlarse y apartar a Adam de su mente. Si eso era lo que él pensaba, nada podía hacer para remediarlo. Debería alegrarse de que no volvería a verlo.

Tomó la escalera eléctrica para subir al mezzanine. Una recepcionista registró su nombre, verificó su cita y le pidió que subiera al piso veinte por el ascensor.

Mientras subía, Tara repasó en su mente los argumentos que emplearía para convencer a la señora Harmon de que le convenía contratar sus servicios. El ascensor se detuvo al fin y sus puertas se abrieron.

La figura humana que estaba en la entrada recibía una inconveniente iluminación posterior, pero al moverse, ella pudo ver sus facciones duras.

– ¡Adam! -exclamó, asombrada, y al oír su nombre, él se volvió por completo y se inmovilizó. La sonrisa confiada que Tara esbozaba para Jenny Harmon desapareció al ver en el rostro varonil una expresión tan amenazante como el Atlántico en un día de tormenta.

Luego las puertas del ascensor empezaron a cerrarse y eso provocó que los dos se pusieran en movimiento, Tara en un intento por escapar antes que se cerraran por completo, y Adam para evitarlo. Luego se apartó para permitirle el paso.

– Tara -pronunció su nombre como si fuera una palabra desagradable, no un encuentro inesperado.

– Hola, Adam. No esperaba encontrarte aquí-manifestó ella con un tono que ni a ella misma convencía-. Dijiste que tu oficina estaba en un sitio conveniente, pero no imaginé…

– ¿No? ¿Quieres decir que esto no es más que una coincidencia? -sin esperar respuesta, él la tomó del brazo y la condujo por el pasillo.

– ¡Adam! -protestó la joven-. Tengo una cita… -volvió la cabeza con la esperanza de que Jenny Harmon apareciera y aclarara la situación, mas no vio a nadie. Necesitaba controlarse, tranquilizar inmediatamente la agitación que el encuentro inesperado había provocado. Pero él no le dio la oportunidad. Abrió una puerta, la llevó con firmeza hasta una silla y la sentó en ella.

Tara tuvo la impresión de estar en la cima del mundo, rodeada por bosques distantes y el río, que podía ver a través de una serie de ventanas en forma de arco que llenaban de luz la habitación. Cuando él la soltó, ella se puso de pie de inmediato. No se encontraba allí para admirar el panorama.

– Tengo una cita con la señora Harmon -declaró molesta cuando al fin controló sus cuerdas vocales-. ¿Te molestaría indicarme cuál es su oficina?

– Siéntate Tara -Adam se acomodó en la esquina de un escritorio despejado y, sin quitarle la vista de encima, se inclinó para oprimir un botón de un intercomunicador-. ¡Siéntate! -repitió. La joven volvió a instalarse en la silla, sabiendo que de lo contrarío él la obligaría a hacerlo sin miramientos. Pero se sentó en el borde con una expresión desafiante que indicaba que no se quedaría allí un momento más del que fuera necesario.

– ¿Jenny, esperas a una tal Tara Lambert esta mañana? -preguntó él por el aparato.

– Si, Adam, es de la agencia de empleados de oficina temporales de la que te hablaba. Entiendo que ya llegó, pero debe de haberse extraviado en algún lugar del edificio.

– Dudo mucho que esté extraviada -los labios de Adam se torcieron en una sonrisa que a Tara no le agradó-. De hecho, creo qué se encuentra en el sitio en el que ella quiere estar. Deja el asunto en mis manos-. Guardó silencio durante unos momentos, estudiando a Tara con irritación evidente. Luego, como si hubiera tomado una decisión, se levantó y fue a sentarse en una silla frente a ella. Apoyó los codos sobre el escritorio, tocándose el mentón suavemente con la punta de los dedos al observarla, pensativo.

– Una vez, Tara, podría considerarse una coincidencia, hasta un encuentro de apariencia accidental como el que dispusiste anoche -con un movimiento de cabeza rechazó la airada protesta de la joven-, pero, ¿dos veces? La señora Harmon está en el piso veinte. Este es el veintiuno. Mis aposentos privados.

– Entonces debí de oprimir el botón equivocado -ella se puso de pie-. Un simple error, fácilmente remediable. No tienes por qué molestarte más.

– ¡Quédate donde estás!

– ¿Para qué? ¿Para que sigas insultándome? No, muchas gracias -no se sentó, pero permaneció inmóvil. Sería imposible que hiciera negocios con esa empresa, pero le debía a Beth y a un banquero nervioso el esfuerzo de obtener lo que pudiera del enredo-. Lamento haberte interrumpido, Adam. Vine aquí por invitación de la señora Harmon para hablar con ella de los servicios de mi agencia. Me gustaría hacerlo ahora, si me lo permites.

– No. Hablarás conmigo. Convénceme de que tienes algo que ofrecer que me convenga -su gesto era duro-. No te será tan fácil con la ropa puesta, pero inténtalo.

– ¿Perdón? -cuestionó ella, atónita.

– Eso es lo que querías, ¿o no? Anoche te arrojaste en mis brazos y después me invitaste a pasar a tu apartamento "a tomar café". Lamentablemente para ti, no mordí el anzuelo, así que ahora estás aquí. Siéntate, Tara, haz tu oferta. ¿Quién sabe? Tal vez todavía me interese.

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