Capítulo 3

EL agotamiento le facilitó conciliar del sueño. Sin embargo, Tara tuvo que obligarse a abordar el ascensor privado de Adam Blackmore para que la llevara, demasiado rápido, al piso veintiuno a la mañana siguiente.

Hizo una aspiración profunda y alzó el mentón. Era inútil demorar el momento. Había hecho su mejor esfuerzo, pero hay ocasiones en las que las cosas jamás podrán resultar. Llamó a la puerta de la oficina de Adam y entró. Estaba vacía, lo que fue una gran decepción.

Molesta, fue a su propia oficina para encontrar en su escritorio una pila de correspondencia y una nota autoadherible fijada al monitor de su computadora. "Adelante, Tara. Te veré más tarde", era el mensaje escueto. Revisó la agenda de Adam, pero no halló alguna anotación que le indicara dónde podría estar él.

Con el abrecartas, atacó la correspondencia, clasificándola. Parte de la misma ella podría contestarla, por su cuenta; para el resto, Adam tendría que darle instrucciones. Le llamó la atención especialmente un recibo de una clínica privada de Londres por haber atendido a la señora Jane Townsend. Esto, más que todo, necesitaría la atención personal de Adam, se dijo.

El teléfono sonó varias veces, sobresaltándola en cada ocasión pues creía que era Adam. Tomó mensajes, contestó preguntas cuando le fue posible y en caso de no poder hacerlo, averiguó quién podía atender el asunto. Poco a poco se daba cuenta de la magnitud del grupo empresarial controlado por Adam.

Estaba inmersa en la lectura del informe financiero anual del grupo cuando algo la hizo levantar la mirada.

Le fue imposible saber cuánto tiempo llevaba Adam observándola desde el marco de la puerta que comunicaba sus oficinas, pero su actitud le indicaba que ya tenía allí un rato.

– ¿Un poco de lectura durante tu hora del almuerzo? -preguntó él con tono burlón.

– ¿Ya es hora del almuerzo? -sorprendida, Tara miró su reloj-. No me di cuenta de que era tan tarde. La mañana ha pasado muy rápido.

– ¿De veras? Me alegro de que no te hayas aburrido. Trae tu libreta, me aseguraré de mantenerte ocupada el resto del día.

Tara le entregó la correspondencia y le dio los mensajes.

– ¿Esto es todo?

– Me hice cargo de la correspondencia de rutina. En la carpeta encontrarás copia de lo que ya contesté.

– Asumes demasiadas responsabilidades -comentó Adam al revisar la documentación.

– Me indicaste que siguiera adelante. Si quieres una simple mecanógrafa, la tendrás aquí en una hora.

– No lo dudo -murmuró Adam sin dejar de revisar la correspondencia-. Pero, por el momento seguiremos como estamos. Un día no es suficiente para saber sí llenas todos los requisitos, ¿no te parece?

Tara apretó los labios. ¿Qué era lo que el hombre quería? ¿Sangre?

– ¿Podrías darme una idea del tiempo que se requiere? Tengo un negocio que atender, recuérdalo.

Adam la contempló un largo momento, como si pudiera leer hasta el fondo de su alma. Luego regresó la vista a sus papeles.

– Hasta que Jane regrese.

Ella sintió que el calor invadía sus mejillas y bajó la vista a su libreta. La hora siguiente la pasaron en firme concentración hasta que fueron interrumpidos por una llamada en el teléfono privado de Adam, quien escuchó un momento e hizo una señal para que Tara se retirara.

– Eso es todo por el momento -le indicó.

Con un suspiro de alivio, la joven regresó a su escritorio.

– Tara -el llamado unos minutos después la sobresaltó-. Haz reservaciones para dos personas en un vuelo a Bahrein para el martes de la semana próxima.

– ¿En dónde quieres alojarte? -buscó libreta y lápiz.

– Nuestros anfitriones se encargarán de eso. Sólo ocúpate de los vuelos.

– De acuerdo. ¿Quién te acompañará?

– Tú, querida.

Por la excesiva presión, Tara rompió la punta del lápiz sobre el papel.

– ¿Sucede algo?

– No -Tara pasó saliva con dificultad-. Claro que no.

– No creí que fuera un problema -Adam sonrió. Tu deseo de trabajar para mí debe de ser muy fuerte. Me preguntó cuánto estás dispuesta a soportar.

– Supongo que hasta el viaje a Bahrein -le espetó ella, cortante-. Pensaba que Jane estaría de regreso la semana próxima.

– Me conmueve tu actitud -manifestó él con ironía-. Pero no tienes por qué preocuparte. Lo de Jane no es grave, aparte de su presión que está un tanto elevada. No está enferma, Tara. Está embarazada.

– ¡Embarazada! Creía… -la joven se interrumpió. Lo que creía era tan absurdo, que ni siquiera encontraba la palabra para describirlo. El alivio la hizo sonreír-. Esa es una buena noticia. ¿Estás seguro?

– Lo estoy, Tara, ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada en especial. Sólo que trabajando para ti… bueno, no imagino cuándo encontró el tiempo.

– ¿No? -la sonrisa de Adam era malévola-. Me ofrecería a hacerte una demostración en este momento, pera me temo que tengo una reunión a la que no puedo faltar.

– Estoy aquí como tu secretaria temporal -le recordó ella, ruborizada-. No tengo que probar si reúno "requisitos" en otros ámbitos, aun cuando caigan en el rubro de "tiempo extra" -antes que terminara de hablar, Tara supo que cometió un error.

Molesto, Adam se acercó a su escritorio y le levantó el mentón.

– Estás muy equivocada en ese sentido, Tara. En este puesto, el sexo cae en la misma categoría que lavar la ropa. Lo harás en tu tiempo libre -sus labios se posaron sobre los de ella con brutal determinación. La joven luchó un instante, mas estaba atrapada por su propia silla y la traicionera disposición de sus labios a corresponder a la caricia. Pero cuando comenzaron a abrirse, él se separó con la furia reflejada en sus verdes ojos y caminó de prisa hacía la puerta, donde se detuvo con la respiración agitada, como si acabara de subir los veintiún pisos corriendo por la escalera.

– Recuérdame deducir eso de tu factura.

Tara permaneció inmóvil en su asiento por lo que le pareció una eternidad. Alargó una mano hacia el auricular y luego la retiró despacio. Ya bastantes preocupaciones tenía Beth sin que su socia la usara como paño de lágrimas. El viaje a Bahrein seria por negocios. Adam no pudo indicárselo con mayor claridad. Y hasta que tuviera asegurado el contrato, ella tendría que mantener fría la cabeza y la lengua sujeta. Ya no habría más cenas en el penthouse. No haría más comentarios tontos que dieran a Adam la oportunidad de probar sus afirmaciones como acababa de hacerlo. Se tocó los labios, que todavía vibraban por el asalto que acababan de sufrir. Sería fácil: Sólo tenía que pensar en Jane.

"Embarazada". Recordó la convicción con la que Adam había pronunciado la palabra. Estaba absolutamente seguro. Era probable que Jenny Harmon lo supiera, pero no le comentó nada a ella, únicamente dijo que la secretaria permanente estaba ausente por enfermedad. Solo había un motivo por el cual guardar el secreto, por el cual Adam pagaba una clínica privada. Un largo suspiro escapó de sus labios y se obligó a moverse. No era de su incumbencia. Jane no era la primera secretaria que tenía relaciones con su jefe, aun cuando no muchos esposos están dispuestos a guardar las apariencias cuando hay un bebé de por medio. A menos que el esposo de la mujer ya no fuera parte de la ecuación y sólo aguardaban el divorcio para que Jane se convirtiera en la señora de Adam Blackmore.

– No es de mi incumbencia -se repitió en voz alta. Tendría que olvidar que él la besó. Que eso despertó en su interior anhelos largamente adormecidos. El beso no significó nada para él, se dijo, furiosa. El hecho de que Adam fuera capaz de provocar una respuesta tan ávida de su parte sólo era debido a su experiencia. Quizá practicaba en todos sus momentos libres. Con Jane.

Primero tenía que encargarse de los billetes de avión, se recordó. Contempló sus manos, que apretaba con fuerza sobre su regazo. Al abrir los dedos doloridos, se preguntó cuánto tiempo llevaría sentada allí. Demasiado. Tenía un trabajo que hacer y debía sacarlo adelante.

Al tomar el teléfono, otra idea acudió a su mente. Adam le había dicho que tendría que quedarse allí hasta que Jane regresara.

– ¡Santo Dios! -gimió. Podrían pasar meses enteros. La situación empeoraba por momentos y a menos que abandonara la oficina, no había otra solución.


– ¿Cómo es él? -Beth estaba arrellanada en el sofá, sosteniendo un tarro de café en las manos para calentarse los dedos. Tara se sentó en un sillón frente a su amiga y aprovechó el momento para ordenar sus pensamientos y responder con cuidado.

– Es… difícil.

– Eso es interesante -Beth frunció el entrecejo-. Yo habría pensado que el hombre al que no puedas domar con tu eficiencia aún no había nacido.

– Te olvidas de Jim Matthews. Tal vez ya estoy perdiendo habilidad.

– Jim no cuenta.

– Tal vez no. No deja de ser original, después de todo. Pero Adam Blackmore también es original.

– ¿Tan original como para no estar casado?

– Oh -Beth rió-. ¿Tienes planes al respecto?

– No seas ridícula -protestó Tara y alzó de su taza para ocultar su expresión.

– Solo era una broma -insistió Beth entre risas antes de ponerse seria-. No fue mi intención entrometerme.

Tara comprendió lo cerca que estuvo de delatarse.

– Al menos no hay señales de una señora Blackmore en el penthouse -señaló antes de sonrojarse por la expresión de Beth-. Trabajé hasta tarde anoche y él me dio de cenar.

– Qué amable de su parte -comentó Beth con tono seco, pero se compadeció de su socia y cambió de tema-: ¿Cuánto tiempo estarás trabajando para él?

– No lo sé -respondió Tara con alivio-. Al menos durante dos semanas. Iremos a Bahrein la semana próxima. ¿Podrás hacerte cargo sola de la oficina?

– Tendré que hacerlo, cariño. El gerente del banco me citó para una de sus breves charlas esta tarde. Está inquieto por el sobregiro. Afortunadamente logré calmarlo con nuestros brillantes proyectos futuros -al notar la preocupación de Tara, agregó-; ¿Todo saldrá bien?

– Claro que todo saldrá bien. Sólo estoy cansada. Jim se apareció por aquí anoche y me costó trabajo despacharlo -no ahondó en el tema. No cansaría a Beth con el relato de cómo apareció Adam para defenderla, decidió. Su comentario hiriente de esa tarde aún hacía que le ardieran las orejas.

El no había hecho referencia al principio a su inesperada llegada al apartamento la noche anterior. Parecía haber decidido que las habilidades como secretaria eran más importantes que la urgencia de despacharla con cajas destempladas. Durante un rato ella abrigó la esperanza de que él decidiera olvidar el incidente, pero fue en vano.

Ella hizo todo lo que le pidió sin objeciones: revisó un informe financiero tantas veces, que los números ya se encimaban ante sus ojos; fue por su ropa a la tintorería; preparó cientos de tazas de café y en general fue tratada como una secretaria inexperta. A las seis y media, todo parecía estar a satisfacción de Adam, si bien jamás se molestó en siquiera darle las gracias.

– No hay nada pendiente, Adam. Me retiro.

El la hizo esperar un minuto antes de levantar la vista. Tara aceptó ese último insulto sin decir palabra hasta que él se dignó a mirarla e hizo un movimiento con la mano para despacharla.

– Así es, Tara. Creo que no hay nada que necesite de ti. Corre a tu nidito de amor -el gesto y las palabras llevaban toda la intención de lastimarla.

La joven se aterrorizó del daño que le hicieron. Se creía inmune a las insinuaciones sexuales de él. Conocía la reacción de hombres como él que tomaban el sereno y eficiente aspecto de ella como un desafío a su virilidad. Pero Adam la sorprendió con la guardia baja y, sin clemencia, aprovechó la situación. Y, desde entonces, seguía haciéndolo.

– ¿Tara?

– Lo lamento, Beth. ¿Qué decías?

– Sólo que creía haberte librado de él anoche. -¿De él? -Tara necesitó un momento para comprender a quién se refería Beth-, Oh, de Jim. Por desgracia no fue así. Pero me interesaría saber qué fue lo que le dijiste. Confesó estar asombrado por el lenguaje que usaste con él.

– Es evidente que no fue suficiente -comentó Beth con acidez-. Pero le dije que si volvía a aparecerse en la oficina, llamaría a la policía.

– ¡Imposible! -exclamó Tara, alarmada-. Prométeme que no lo harás. Piensa en la mala publicidad que eso nos redituaría.

– Tal vez tengas razón -concedió Beth antes de reír-. Al menos ahora podré decirle que has salido del país. Eso hará que se aleje.

– Sólo si no le dices a dónde he ido. De otro modo, es capaz de seguirme.

– Quisiera poder inspirar en alguien una devoción como esa.

– No es cierto -"si supieras lo cerca que nos puso Jim de perder el contrato con Adam", pensó Tara. Se está convirtiendo en una molestia.

– ¿Qué? -Beth la estudiaba con atención.

– Nada. Yo… -no podía comentarle a Beth sus temores-. Quisiera no tener que hacer ese viaje, eso es todo.

– No seas tonta. Me las arreglaré sola… Oh, ya veo, no se trata de eso. ¿Ha tratado el asombroso señor Blackmore de propasarse contigo?

– ¿Cómo sabes que es asombroso? Nunca mencioné…

– El Financial Times publicó una artículo sobre él hace unas semanas. La fotografía no era muy buena, pero cumplía su cometido. No evadas mi pregunta, ¿Lo ha hecho?

– No. Bueno… sí -Tara alzó los hombros-. Para ser sincera, no estoy segura.

– Sé que estás un tanto fuera de práctica, cariño, mas no es tan difícil decirlo.

– Era como si estuviera poniéndome a prueba, pero… -movió la cabeza. De ser así, ¿por qué había ido a rescatarla? Se obligó a sonreír, confiada-. No volverá a hacerlo.

– De acuerdo, entonces.

– Sí, será sólo por negocios -aseguró Tara, sabiendo que su socia se burlaba de ella.

– Por supuesto.

– ¿Quieres dejar de hacer eso?

– ¿Qué, Tara?

– Lo sabes bien. ¿Crees que debí alentarlo?

– No soy yo quien debe decirlo -Beth apretó los labios.

– Entonces, ¿por qué tengo la impresión de que vas a hacerlo de todas maneras?

– No tengo idea. A los veinticinco años, tienes la edad suficiente para decidir si debes enamorarte o no.

– No seas ridícula.

– Nada ridículo hay en enamorarse. Duele. Quieres que se detenga, pero eso no ocurrió. Escucha la voz de la experiencia.

– Sé todo lo referente a enamorarse, Beth. Lo que Adam Blackmore quiere, nada tiene que ver con el amor. Al menos no del amor "hasta que la muerte los separe"-y ese era el único amor que a ella le interesaba.

La mirada de Beth fue a la foto sobre la chimenea.

– Te refieres a que no es un adolescente sino un adulto y no se; conformará con tomarte de las manos y mirarte a los ojos, por hermosos que sean – Beth encogió los hombros-. Entonces, toma las" precauciones debidas y diviértete. Cuando te rompa el corazón, al menos sabrás que estás viva -concluyó. Tara palideció y Beth se levantó para ir a tomar a su amiga de las manos-. Lo lamento, mi boca habla antes de conectarse con la mente. Una vez más -Tara sólo movía la cabeza sin poder hablar-. Será mejor que me vaya -Beth pensó en agregar algo más, pero decidió en contra-. No te preocupes por la oficina. Todo está bajo control.


Tara también estaba bajo control. Se mantuvo demasiado ocupada para preocuparse de los motivos de Adam durante los días siguientes. Al menos él había dejado de tratarla como a una secretaria inexperta y la carga de trabajo previa al viaje fue tal, que ninguno de los dos tuvo tiempo para enfrentamientos verbales. Ella tampoco se quejaba de las horas adicionales de labores. Por el contrario, se alegraba de poder mostrarle a Adam de lo que era capaz.

Ya era tarde el lunes cuando llevó la carpeta que contenía las propuestas a la oficina de Adam. Este apartó la vista de su terminal de computadora y se volvió con el entrecejo fruncido.

– ¿Qué haces aquí? Creí que te habías ido hace varias horas.

– Dijiste que querías los documentos esta misma noche. Acabo de terminar de ordenarlos.

– Muy bonitos, pero mañana habría estado bien -comentó él con tono indolente, sonriendo al ver los labios apretados de Tara, única muestra visible de su enojo. Los dos sabían que su avión despegaba antes de las diez-. ¿Ya cenaste?

– ¿Cenar? -la pregunta era como si Tara no conociera el significado de la palabra.

– Parece que no -comentó él con tono seco-. Me alegro. Lo harás conmigo.

Tara se retrajo, furiosa por haberse delatado con una sola palabra, revelando el efecto que Adam provocaba en ella.

– En realidad no creo que deba hacerlo. Tengo que ir a casa a preparar mi maleta.

Adam pareció no oírla, o fingió no hacerlo. Apagó la computadora y rodeó el escritorio, sin dar muestras de verla dar un paso atrás.

– Me alegro de que todavía estés aquí. Quiero revisar los últimos detalles del viaje, así que puedes llamarla una cena de trabajo. Estoy seguro de que tu novio comprenderá. Tendrá que cocinar su propia cena.

– Si te refieres a Jim, te aseguro que él cocina su propia cena todas las noches.

Después de hacerla retroceder hasta el muro, Adam tomó el abrigo de ella del perchero, la envolvió en él y fue a solicitar el ascensor.

– Entonces, ¿no vive contigo?

– ¡No, no vive conmigo!

– En ese caso, me aseguraré de que nuestra gente de seguridad vigile tu apartamento en tu ausencia.

– No hay necesidad.

– Yo seré quien determine eso.

– Gracias -ella estaba demasiado cansada para discutir. Llevaba tres días trabajando a toda su capacidad y lo único que quería era irse a dormir.

El ascensor los dejó en el vestíbulo del edificio y por la escalera eléctrica bajaron al nivel de la calle para entrar en el restaurante-bar. La camarera rubia espigada tomó sus órdenes y desapareció.

– ¿Alguna vez has estado en el Medio Oriente, Tara? Es interesante -agregó Adam ante la negativa de ella-. La gente es muy amistosa, en especial los hombres. Te vendrá bien. Tal vez hasta consigas… algunos clientes.

– ¿Cómo le rompiste la nariz, Adam? -preguntó ella después de mirarlo airada.

– No fue un marido enfurecido, si eso es lo que estás pensando -él se frotó la nariz.

– No, más bien esperaba que fuera una secretaria enfurecida -ella se puso de pie-. Todavía puede ocurrir. Me temo que esta noche tendrás que comer los dos filetes, Adam. De pronto perdí el apetito.

Salió del restaurante apresuradamente y una vez en la calle empezó a correr, desesperada por llegar a casa, apenas consciente de las lágrimas que amenazaban con escapar de sus párpados.

– ¡Maldito, maldito, maldito! -se apoyó contra la puerta de su apartamento. ¿Por qué diablos tenía que tratarla como si fuera una cualquiera? Nada había hecho ella para merecerlo. Nada, excepto responder a su beso esa primera fatídica noche.

Con un sollozo buscó la llave en su bolsillo. No la encontró. Desolada, gimió. Estaba en su bolso de mano y éste se encontraba sobre su escritorio en la oficina. Bajó la escalera y fue a llamar a la puerta de su vecina. No obtuvo respuesta. Con seguridad la susodicha regresaría tarde. Bravo por su decisión de dejarle un juego de llaves a la vecina para una emergencia.

– ¡Esta es una emergencia! -gritó, golpeando la puerta con violencia. Necesitaba desahogar su frustración.

Con renuencia, se obligó a regresar al restaurante y se sentó frente a Adam.

– ¿Cambiaste de opinión? -preguntó él con una sonrisa burlona.

– No, no lo hice. Dejé mi bolso en la oficina. No es gracioso -protestó ante la risa de Adam.

– Sí lo es. Es un alivio que la perfecta… la infalible señorita Lambert sea capaz de olvidar algo.

– Si no me hubieras sacado tan rápido de la oficina…

– No importa -la interrumpió él-. La caminata debe de haberte despertado el apetito.

– Sólo quiero mi bolso, Adam.

– Entonces, tendrás que sentarte a verme cenar. Me parece una lástima dejar esto -los alimentos llegaron en ese momento, demostrando que Adam no se molestó en cancelar la cena de Tara, seguro de que regresarla.

– ¿Vas a mantenerme aquí contra mi voluntad? -inquirió la joven.

– Por supuesto que no. Estás en libertad de hacer lo que quieras -Adam tomó el tenedor con una sonrisa socarrona-. Te llevaré tu bolso cuando termine.

– No tienes que dejar tu cena. Sólo préstame tu llave del ascensor.

– Vaya, vaya. Este sí que es un cambio. Por norma, no te cansas de estar a mi lado.

– Eres insufrible, Adam Blackmore -siseó Tara.

– Lo sé -respondió él con una sonrisa cínica-. Y no tienes idea de la alegría que me produce verte sufrir. Lo tolerabas tan bien, con tanta nobleza, que estaba a punto de perdonarte. Es una lástima que lo arruinaras todo con este arranque temperamental. Ahora tendrás que empezar de nuevo.

– ¡No he hecho algo de lo que debas perdonarme!

– ¿No? Pues en ese caso considéralo una grave caso de envidia. Yo tuve que esforzarme mucho para iniciar mi negocio, Tara. No tenía unos ojos castaños y una boca que enloqueciera a cualquiera para ganarme un sitio en el consejo directivo -creyendo haberla hecho callar por fin, continuó-: Te daré tu oportunidad. Te la habría dado si hubieras llamado a mi puerta y hablado conmigo. Todo el mundo merece eso. Pero tú trataste de usar un camino corto y ahora tendrás que esforzarte al doble para demostrar tu rabia.

Tara parpadeó. Ya creía estar haciéndolo. Sabía que era demasiado tarde para explicarle lo de Jim. Demasiado tarde para explicar cualquier cosa. Sólo empeoraría la situación, si es que eso era posible. Pero ella se había metido en el lío y la única forma de salir era con su trabajo, y a eso nunca le tuvo miedo.

– Trato hecho, Adam Blackmore -tomó el tenedor y el cuchillo, y al cortar el primer trozo del filete, descubrió que estaba muerta de hambre. Lo que Adam Blackmore hiciera con Jane, no era de su incumbencia, se dijo. Siempre que él aceptara que su relación no era más que por negocios, podría salir adelante. Las lamentaciones eran inútiles, así que durante la cena se concretó al hablar del inminente viaje.

– ¿Por qué Bahrein? -preguntó, permitiendo que Adam rellenara su copa-. Me parece un camino demasiado largo para encontrar financiamiento para una planta manufacturera al norte de Gales.

– Al contrario. Muchos de los bancos se establecieron allí cuando Beirut fue destruida. Hay mucho dinero proveniente del petróleo que busca caer en buenas manos.

– Yo había creído que estaría feliz en algún banco suizo -comentó Tara.

– ¿Qué sabes de cuentas bancarias en Suiza? -preguntó Adam, divertido.

– Nada. Bastantes dificultades tengo para mantener tranquilo a un simple gerente de sucursal aquí en casa.

– No deberías decirme cosas como esas -le reprochó Adam con el entrecejo fruncido-. Esa no es la manera de hacer negocios. Si supiera que estás desesperada por conseguir trabajo, podría decidir presionarte para que bajes tus tarifas.

– Podrías intentarlo -lo retó Tara, impetuosa. Dos copas de clarete coadyuvaban a relajarla.

Adam se reclinó en su silla y la sometió a un minucioso examen. Ella le sostuvo la mirada sin titubear, aunque debió hacer un gran esfuerzo.

– No hace mucho que estableciste tu negocio -comentó él. Ella misma se lo había dicho-. La recesión actual debe de haberte afectado y los bancos pequeños siempre son muy miedosos cuando las cosas se ponen difíciles -lo que decía era verdad y Tara logró controlar su lengua. Ya había hablado de más-. Me pregunto qué tan difícil será para ti. No me costaría trabajo averiguarlo y hacerte bajar tus tarifas al mínimo -sonreía de modo malévolo-. Pero seré generoso -se inclinó al frente y de pronto Tara ya no pensó en cuestiones de trabajo, sino en las facciones de él-. Puedes firmar ya el contrato conmigo, Tara, para que regreses a tu seguro pequeño mundo…

– ¿Sí? -Tara aguardaba el coup de gráce.

– Si reduces tus tarifas en un diez por ciento.

Fue como si le hubieran arrojado un cubo de agua helada en la cabeza. Adam no tenía por qué envidiar sus ojos castaños. Poseía el atractivo suficiente para cautivar a cualquiera que tomara desprevenido. Pero ese era un juego y ella debía sonreír. Y entre risas, rechazar una oferta que una semana atrás tal vez habría aceptado, antes que empezara a trabajar para él. Ahora lo haría pagar todo lo que la había hecho pasar. Hasta el último céntimo.

Colocó un codo sobre la mesa y apoyó el mentón en la mano, negándose a esquivar la mirada penetrante de Adam.

– Muy generoso de tu parte. ¿Y qué estás dispuesto a ceder a cambio de la reducción? ¿Diez por ciento menos en eficiencia, o en la jornada de trabajo?

– ¿Se trata de una negociación, entonces? -Adam rió-. ¿Tan confiada estás?

– Tengo motivos para estarlo y tú nada tienes que perder, Adam -pero ella sí. Su paz mental, una cierta tranquilidad que si bien no era tan atractiva como antes, tenía que ser más segura que el viaje en la montaña rusa emocional en la que se montaba cuando él se proponía conquistarla con su atractivo-. Pero creo que debemos poner un límite de tiempo a este período de prueba. No sería bueno para tu negocio el mantenerme indefinidamente como tu rehén, ¿no te parece?

Adam correspondió a su sonrisa.

– ¿Vamos por tu bolso? Dijiste que querías volver a casa para preparar tu maleta.

– En efecto -el cambio de tema no la preocupaba. No esperaba una respuesta inmediata, pero ella había establecido su posición. Adam le retiró la silla y la llevó á la puerta del restaurante.

– A propósito, necesitarás llevar un vestido de gala. Debí decírtelo antes, pero estoy seguro de que tendrás algo clásico y conveniente en tu guardarropa para cubrir cualquier eventualidad.

La descripción perfecta de su guardarropa la irritó. Claro que ella mantenía un vestuario sobrio. Nadie quiere una secretaria deslumbrante, pero él lo hacía parecer un defecto- Como si no tuviera imaginación.

Rescató su bolso da la oficina y se aseguró de tener la llave a la mano.

– Te veré por la mañana, Adam. Gracias por la cena.

– Ya es tarde. Te acompañaré a tu casa.

– ¿Acostumbras llevar a Jane a su casa? -preguntó ella, impulsiva.

– No hay necesidad… -el timbre del teléfono empezó a sonar en ese momento-. Espérame -le pidió al levantar el auricular-. Adam Blackmore -una sonrisa cálida iluminó sus facciones-. ¡Jane! ¿Lo hiciste? Bajé a cenar algo con tu sustituía al restaurante -volvió la mirada a Tara-. No tienes competencia, princesa. Usa las faldas demasiado largas -rió por algo que Jane comentó y de pronto adoptó una actitud seria-. ¿Qué te dijo el galeno? -se sentó en la orilla del escritorio y Tara se volvió para dirigirse apresurada hacia el ascensor. Las puertas se abrieron de inmediato y a pesar de oír que Adam la llamaba, no volvió la vista atrás y oprimió el botón para bajar al vestíbulo del edificio.

Por segunda ocasión esa noche, corrió y no paró hasta que la puerta de su apartamento estuvo debidamente asegurada.

Sabía qué tipo de hombre era Adam Blackmore. Un individuo inclemente de mente estrecha que la usaría y descartarla cuando, mejor le conviniera. Era una tonta por pensar en él, se reprendió. Pero la feroz punzada de dolor que la perforó cuando le dijo que Jane no necesitaba ser acompañada para regresar a casa era intensa. Golpeó el muro con la mano y reprimió las humillantes lágrimas. ¿Cómo pudo ser tan estúpida al mencionarlo? Jane era la secretaria perfecta. Una que nunca volvía a casa.

El teléfono empezó a sonar de pronto y ella supo que era él. Nadie más la llamaría a esa hora. Por un momento pensó en dejar que la contestadora se hiciera cargo, pero levantó el auricular a tiempo. Si él creía que aún no había negado a casa, iría a buscarla y ella no tenía intenciones de enfrentarse a él en ese momento.

– Tara Lambert -no obtuvo respuesta-. ¿Hola?

– Eso ya parece más amistoso. Sólo quería asegurarme de que hubieras llegado a salvo. ¿Por qué no me esperaste para que te acompañara?

– No era necesario. Todas las noches regreso sola a casa.

– ¿A las once de la noche?

– Bueno, no -concedió ella-. Pero tampoco soy esclavizante como tú eres. Y sé cuidarme sola -agregó ante el silencio al otro extremo de la línea.

– ¿Ah sí? -la voz de Adam la hizo vibrar-. Deberé recordar eso. Pero más te vale que tengas a alguien a la mano la próxima ocasión que necesites un caballero andante. -¡Vaya caballero andante! -jadeó la chica.

– Mejor que el que imaginas, señorita Tara Lambert. Mejor que el que mereces.

– ¿Cómo te atreves a juzgar lo que merezco? No sabes nada de mí. ¡Nada! Y quisiera que dejaras de llamarme señorita Lambert con ese tono condescendiente.

– No estoy…

– Si vas a usar ese tono condescendiente, al menos úsalo correctamente -su voz se rompió en un sollozo-. Es "señora Tara Lambert" -colocó el auricular en su sitio y dejó escapar un suspiro estremecedor. Estúpida. ¿Por qué había hecho eso? ¿Sólo por anotarse un punto a su favor? Un punto insignificante. El teléfono volvió a sonar, pero lo ignoró. Cuando la máquina contestadora se activó, quien llamaba cortó la comunicación. Tara se preguntó si Adam iría a derribar su puerta, pero era poco probable.

Se volvió a ver la foto sobre la repisa de la chimenea. -Lo siento, Nigel -murmuró, aun cuando no sabía por qué se disculpaba.

Se metió en la tina y no salió del agua hasta que ésta se enfrió. Luego vio la maleta vacía sobre la cama. Tendría que viajar con él si todavía la aceptaba. Ya era demasiado tarde para entrenar a alguien más. Ella era una profesional y se enorgullecía de su trabajo. Eso era lo único que le quedaba: su orgullo.

Guardó su ropa apropiada para la oficina, y luego la ropa interior, no tan modesta. Tomó el traje de baño en las manos y encogió los hombros. No sabía si tendría tiempo para nadar, pero había lugar en la maleta. Luego examinó sus vestidos de gala. Tenía dos buenos, uno negro, elegante, clásico, aburrido; el otro era de seda brillante, color escarlata, como una amapola oriental. Metió éste en la maleta.

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