Capítulo 7

BUENAS tardes, Adam -a Tara le dolía la mano de tanto apretar el teléfono-. Tengo entendido que necesitas otra secretaría.

– Así es. ¿Sería demasiado pedirte que me envíes a una que sea capaz de tomar algunas notas sin que se ponga histérica?

– Mary nunca ha sufrido de histeria en su vida -le indicó ella con frialdad-. No comprendo tu problema, Adam. Es justo lo que pediste, incluyendo la ropa interior -agregó con los dedos cruzados-, con el bono adicional de que sabe mecanografiar.

Beth hacía gestos con las cejas en el otro extremo de la oficina, pero Tara la ignoró intencionalmente, recriminándose haber dicho algo tan estúpido. El sentido común del que siempre se preció la había abandonado. Se preguntó si Adam se lo habría robado al igual que el corazón.

– ¿Lo recuerdas? -preguntó Adam en voz baja.

Tara pasó saliva con dificultad. Claro que lo recordaba. Nunca olvidaría la forma en que la abrazó, el beso que la dejó aturdida. Sólo él había llenado su mente hasta que una fuerte sacudida la hizo volver a la realidad.

– ¿Tara? -insistió él.

– Claro que lo recuerdo -reconoció ella con calma aparente-. Tendrás una secretaria ejecutiva en tu oficina mañana a las ocho -ante el silencio de Adam, añadió con rapidez-: Es nuestra mejor taquígrafa. Generalmente no trabaja durante las vacaciones escolares, pero hará una excepción.

– Me alegra que tengas buena memoria -comentó Adam, ignorando lo que ella acababa de decir-. Té ayudará a guardar el calor las noches de invierno -hablaba sin emoción en la voz, pero cuando cortó la comunicación, Tara se estremeció.

Soltó el auricular como si la quemara y adoptó su mejor actitud profesional, pero él seguía atormentándola. ¿Por qué? Fue él quien dijo que no quería volver a verla. ¿Por qué no la dejaba seguir con su vida?

¿Qué vida?, inquirió una vocecita interna. Antes de conocer a Adam tenía su trabajo, un nuevo negocio que debía levantar con Beth, una agradable vida social y una adorable madrina en la región de los lagos que ahora sólo aparecía para bodas y entierros, pero la quería mucho.

Cierto, conservaba todo eso, pero ahora le parecía poco importante. Tal vez si tuviera familia, hermanos y hermanas, sería diferente. Pero ella nunca conoció a sus padres. Los señores Lambert la adoptaron al quedar huérfana, muy pequeña. La atendieron y amaron como si fuera su propia hija y ella nunca pensó en el pequeño Nigel más que como un hermano mayor hasta que él se fue a la universidad a estudiar diseño.

Lo extrañaba más de lo que imaginaba. Otras chicas reñían eternamente con sus hermanos, pero Nigel siempre estaba allí para ella, protegiéndola, siendo su mejor amigo. Cuando él le pidió que se casaran, a ella le pareció lo más normal, lo correcto.

Suspiró. Nunca hubo la pasión ardiente que Adam despertaba con su presencia o el sonido de su voz por el teléfono. Nigel no le convertía los huesos en gelatina, la sangre en fuego. Fue una relación cómoda y simple. Habrían sido felices si hubieran tenido la oportunidad. Pero una pequeña duda la molestaba. Si hubiera conocido a alguien como Adam, ¿habría sido suficiente? Tal vez eso había sido el matrimonio de Jane. Cómodo hasta que Adam Blackmore se metió bajo su piel como una espina.

La tarde se arrastró interminable. A pesar del trabajo que tenía sobre su escritorio, Tara se levantó a las cinco y media en punto y se puso el abrigo.

– ¿Qué prisa tienes? -le preguntó Beth, sorprendida.

– Ya estoy harta. Necesito un baño caliente, un tazón de pasta y una enorme barra de chocolate. El orden no importa.

– Conozco tos síntomas -comentó su socia, compadecida-. Ve a consentirte. Mañana te sentirás tan culpable que no tendrás tiempo para acordarte de tu corazón roto.

Tara estuvo a punto de negarlo, pero comprendió a tiempo que sería inútil. Beth era una romántica incurable, cada tercer día se enamoraba.

– ¿Dura esto mucho?

– Depende, cariño. ¿Cómo fue cuando Nigel murió?

– No fue igual, Beth -reveló la joven, tratando de recordar-. Lloré mucho. Lo amaba. Lo amé toda mi vida -negó con la cabeza-. Pero nunca fue como esto.

– Si quieres tomarte un descanso… unas vacaciones te vendrían bien…

– Tal vez un poco más adelante.

– Escucha. Olvida lo del baño por ahora. Ven a cenar espagueti a Alberto's conmigo. Pediremos una rebanada de ese maravilloso pastel de chocolate que él prepara y una botella de Chianti. El mejor cemento para reparar o remendar un corazón roto, te lo aseguro -comentó con una sonrisa- Confía en mí. Después podrás ahogarte en la bañera.

– Tienes razón -Tara rió-. Vamos. Estoy impaciente.

– Perfecto -aprobó Beth-. Serás una paciente excelente.

Beth la hizo reír durante toda la cena, hablándole de los múltiples novios que tuvo desde la adolescencia.

– No puedo creerlo -dijo Tara al fin-. Es demasiado.

– Bueno -Beth encogió los hombros-. Siempre he dicho que no hay por qué hacer una historia aburrida, ciñéndote siempre a la verdad.

Cuando se despidieron en Victoria Road para ir cada quien a su casa, Tara se sentía mejor. La risa la había ayudado. Sabía que no duraría, pero esa noche se daría un baño largo y podría dormir.

– Buenas noches, señora Lambert -la saludó el guardia al pasar y los ánimos de ella decayeron.

Al entrar en su apartamento miró furiosa hacía el teléfono. Debería llamarlo y pedirle que retirara su perro guardián en ese momento, pensó, pero tendría que esperar hasta la mañana siguiente. Y no lo llamaría. Tendría que mantenerse alejada de Adam si deseaba recobrar el equilibrio emocional algún día. Se concretaría a enviarle una nota cortés.

La luz que indicaba recados de la contestadora parpadeaba. Tara escuchó mensajes de amistades a quienes hacía tiempo no veía y uno más de Jim, desesperado, pidiéndole que lo llamara. El último mensaje era de una voz conocida pero que no pudo identificar de inmediato.

– ¿Tara? Espero que este sea el número correcto, lo tomé del directorio telefónico. Me pregunto si querrías venir a verme a la clínica, si tienes tiempo. ¿Te parece el sábado a las cuatro? Lo lamento… habla Jane Townsend. Debí decirlo desde el principio. Estos aparatos siempre me ponen nerviosa. Estoy preocupada por Adam y creo que es el momento de que hablemos.

Sí, era Jane. Ese acento afectuoso era inconfundible. Y quería hablar con ella acerca de Adam. Tal vez advertirla. En esas circunstancias, ella se sentiría igual, concluyó. Molesta, abrió los grifos de la tina. Su buen humor había desaparecido por completo y se preguntó qué voz amistosa en Victoria House se había tomado la molestia de advertirle que debía cuidarse las espaldas.

De acuerdo. Iría. Al menos eso le debía a la mujer. Le aseguraría a Jane que no tenía intenciones de irrumpir en su vida doméstica con Adam y para su propia tranquilidad mental, esperaba no tener que hablar con el hombre otra vez.

Por si fuera poco, Jim volvía a las andadas. Ya era tiempo de que le pusiera fin a eso de una vez por todas, decidió. Marcó el número de él, pero no obtuvo respuesta. Luego, con un grito de pánico, corrió al baño, llegando a tiempo para impedir una inundación.


Logró dormir y despertó al otro día con los párpados y las extremidades pesadas. Apenas sabía qué día era. Permaneció quieta un momento, poniendo en orden sus pensamientos. Sí, era jueves. La semana nunca terminaría. Debía levantarse. Los jueves siempre eran días atareados.

Se puso de píe, se dirigió al buzón y recogió el periódico y las facturas que había dejado el cartero. Puso todo sobre la mesa de la cocina y se metió en la ducha para acabar de despertar.

Después de vestirse, revisó su agenda. Le esperaban varias citas y ella y Beth tendrían que preparar los cheques para pagarles a las secretarias el viernes. Además debían revisar el periódico en busca de puestos vacantes y ofrecer sus servicios.

Se tomó un té, recogió la correspondencia y el periódico y partió para la oficina. Apenas eran las ocho cuando llegó, pero Beth entró detrás de ella, con la misma idea de empezar temprano con la rutina.

Pronto se hicieron cargo de los periódicos y para las nueve y media, Beth había colocado a dos secretarias y estaba lista para ir a su cita con Jenny Harmon.

– Estoy impaciente por ver el interior de Victoria House. Entiendo que sus tiendas son increíbles, que cada una es diferente.

Tara sonrió. Tal vez lo eran, pero formaban parte de una cadena nacional de tiendas, todas del imperio de Adam Blackmore.

– El edificio entero es asombroso. Cómo me gustaría alquilar un local allí. La gente nos tomaría más en serio si vieran que nuestro domicilio social se encuentra en Victoria House.

– Escucha -la atajó Beth con tono severo-. Ya empiezan a tomarnos en serio. El negocio mejora a pesar de que todavía no empieza la temporada de vacaciones.

– Tienes razón -concedió Tara. Además, contarían con el bono adicional devengado por los días que ella trabajó con Adam. Al menos en el aspecto financiero, la situación mejoraba-. La semana próxima sólo veremos sonrisas en el banco.

– Las hemos recibido desde esta semana, cariño. Ayer que fui, hasta el gerente se detuvo a charlar del clima conmigo.

– Las maravillas nunca dejarán de suceder. Aquí vamos -agregó Tara cuando empezó el desfile de las secretarias que acudían a presentar sus informes de horas trabajadas.

– Te traeré un emparedado -ofreció Beth.

Cuando ésta regresó con una sonrisa triunfal más tarde, Tara aprovechó el momento para ir a dar un paseo por la ribera del río con el fin de respirar aire fresco. La temperatura de abril ya era más primaveral y los botones de las flores se abrían por doquier. La joven se sentó en una banca para contemplar la corriente. Las embarcaciones de placer empezaban a ser botadas en anticipación al verano y había una gran actividad.

Sin embargo, Tara no lograba concentrarse en el espectáculo que siempre apreciaba. Con un suspiro, abrió el periódico y de inmediato su vista fue a la foto de una chica de cabello oscuro que sostenía a un bebé en los brazos. Un hombre sonriente tocaba los pequeños dedos, Adam. El periódico cayó de sus manos sin fuerzas.

Lo sabía y no obstante, se enamoró de él. No creía que esas cosas ocurrieran. Siempre imaginó que las personas controlaban sus propios destinos. Si eran tontas e irresponsables, resultaban lastimadas. Pero ella no quería enamorarse. Estaba satisfecha con su existencia; no era excitante, pero tenía amigos, su trabajo y el reto que significaba su nueva empresa. Su vida seguiría adelante, suponía. En el exterior, habría poco cambio. Más sabía que aquella satisfacción había salido por la puerta la noche que se arrojó, de manera inconsciente, en los brazos de Adam Blackmore.

Al fin se movió y se percató del frío que tenía. Al ver el reloj se dio cuenta de que llevaba dos horas allí. Regresó apresurada a la oficina, coincidiendo su llegada con la de Lisa Martin, quien de inmediato la atacó.

– Lo lamento, Tara, tendrás que encontrar a alguien más para el señor Blackmore.

– Dios mío, ¿se trata de los niños? -preguntó Tara, esperanzada-. Hay una guardería en Victoria House. Podríamos arreglar algo.

– Nada tiene que ver con los niños. Se trata de él.

Beth levantó los ojos al techo con un gesto expresivo y fue a sentar a la mujer antes de servirle una taza de café.

– Háblame de él -le pidió-. Eres la tercera secretaria que se le envía esta semana y ya empieza a intrigarme. ¿Qué hizo? ¿Se quejó de tu taquigrafía?

– Dicta muy rápido -Tara le lanzó una mirada de advertencia a Beth.

– Tu declaración se queda corta. No sé quién habrá sido su última secretaria, pero le sugerí que la recobre, le cueste lo que le cueste. Es extraño, pero me dijo que no era cuestión de dinero, y yo le indiqué que tampoco era mi problema, que no estaba dispuesta a trabajar para él a ningún precio.

– De acuerdo, Lisa. Te pagaremos por hoy y mañana -prometió Tara-. Esto es malintencionado, ¿no te parece? -le preguntó a Beth cuando Lisa se retiró-. ¿O es que me estoy volviendo loca?

– Lisa tiene razón. Quiere que vuelvas. El que él lo sepa, es una señal esperanzadora.

– El… -la voz de Tara se quebró y se aclaró la garganta-. Tonterías. Además, no podrá tenerme. Si sigue así, no tendrá a nadie.

– ¿No vas a llamarte? -preguntó Beth.

– No lo creo. Si quiere a alguien más, que nos llame.

– ¿Harás que te ruegue? -Beth fingía inocencia.

Tara negó con la cabeza. El que Adam rogara por algún motivo, era inimaginable.

Dedicaron la tarde a elaborar la nómina y el teléfono sonó tantas veces, que Tara dejó de sobresaltarse al escucharlo, por lo que se sorprendió al reconocer la voz de Adam por el auricular.

– Tara, he estado esperando tu llamada -declaró él sin preámbulos-. Ya debes de saber que necesito otra secretaria.

– Lisa pasó por aquí camino a su casa. Me temo que tendré que facturarte dos días completos para ella.

– Encuéntrame una secretaria decente -ordenó Adam, con tono cortante-. Entonces hablaremos -agregó antes de cortar la comunicación.

– ¿Alguna idea? -le preguntó Tara a Beth con un suspiro al dejar el teléfono.

– Ya sabes lo que pienso.

– Estás equivocada, Beth. El mismo me pidió que me marchara, que no quería volver a verme.

– ¿Lo hizo? -Beth analizó la situación-. Pues si no te importa que te lo diga, él ataca el problema de una manera muy extraña. ¿Por qué no te compadeces del pobre hombre?

Tara bajó las pestañas oscuras para ocultar el brillo súbito de sus ojos.

– Beth, su última secretaria regular acaba de tener un bebé. Es de ella de quien me compadezco.

– Oh, Dios. Lo siento mucho.

– Por favor no… -pero era demasiado tarde. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Tara.

Beth se ocupó del archivo de tarjetas.

– ¿Qué te parece Mo? Su taquigrafía es buena.

– No se merece esto. Ninguna se lo merece.

– ¡La tengo! ¡Janice es nuestra chica!

– Tenía entendido que estaba trabajando con los contadores.

– Llamó el lunes para decirme que está disponible. Es firme como una roca. Toma en taquigrafía ciento cincuenta palabras por minuto sin inmutarse y no teme expresar su opinión -Beth rió-. Es lo más parecido que tenemos a ti. Excepto por la edad.

– Me pregunto qué tipo de ropa interior usa.

– ¿Perdón? -Beth la miraba extrañada.

– Lo lamento. Pensaba en voz alta.

– Eso pensé. Bueno, deja a Janice en mis manos. Creo que debes irte a casa. Estás a punto de desplomarte.

– Dices las cosas más amables.

– ¿Crees que sea conveniente llamar al hombre y decirle a quién debe esperar por la mañana? -No -Tara negó con la cabeza-. Déjalo que sufra un poco.


El sábado amaneció despejado y brillante. Era el primer día verdaderamente primaveral. No obstante, Tara apenas le prestó atención. Se dedicó a limpiar su apartamento a fondo, pero eso no alivió su corazón. Ese día tendría que enfrentar a Jane y asegurarle que ella no sería competencia y se esforzaba por no pensar en eso.

Después del almuerzo, que apenas probó, fue a cambiarse. Se vistió con modestia y se aplicó sólo un poco de maquillaje. Luego, se examinó ante el espejo. Así, Jane nunca la consideraría como una rival. Le sonrió a su imagen, recordándose que debería hacerlo durante la visita al hospital.

Al llegar a la escalinata de entrada de la clínica estuvo a punto de perder el valor. Podría escribirle… hablar por teléfono… pero no eso.

– ¿Es su primera visita? -le preguntó un portero amablemente-. ¿A dónde quiere ir?

– A maternidad -respondió ella con voz ronca. El hombre le dio indicaciones y con la ayuda de una enfermera, Tara al fin dio con el cuarto de Jane y llamó a la puerta.

– Adelante -le indicó una voz conocida. Ya no podía dar marcha atrás. Jane Townsend la miró con curiosidad-. ¿Eres Tara Lambert? -preguntó con expresión sorprendida y luego sonrió-. Eres muy amable por haber venido.

– Yo… -titubeante, Tara le entregó las flores que llevaba. La mujer en la cama era mayor de lo que esperaba. Al menos tendría unos treinta años y mostraba hilos de plata en su cabello negro recogido. Por extraño que fuera, su rostro le parecía conocido. Entonces recordó la foto del periódico.

– Ven a conocer al hijo y heredero.

Como autómata, la joven rodeó la cama. El bebé dormía en una pequeña cuna al lado de su madre con los puños apretados junto a las mejillas.

– ¡Es rubio!-exclamó Tara, sorprendida. Temía tanto que fuera de cabello oscuro como el de Adam y que tuviera los ojos verdes. "Tonta, todos los bebés tienen ojos azules", se dijo cuando el pequeño abrió los ojos y pareció sonreírle.

– Es maravilloso -la madre le acarició los rizos-. Más adelante se le oscurecerá, pero me encanta.

– Es precioso.

– Tómalo en brazos, si quieres.

Tara alzó al pequeño, arrullándolo, acariciándole los dedos y permitiéndole que él asiera uno de los suyos. Al aspirar su aroma, un profundo anhelo la invadió. Jane la observaba interesada.

– Te has recobrado muy rápido -comentó la joven.

– Así es. Casi no tengo molestias, excepto cuando toso. Entonces sí que me duele la herida.

Tara había pensado que le sería fácil odiar a Jane Townsend, pero no era así. Era tan sencilla y natural.

– Háblame de Bahrein. ¿Te divertiste? ¿Cómo está Hanna?

– Es un hombre agradable -respondió Tara, con tacto.

– Te besó las manos y te hizo sentir la mujer más bella del mundo -comentó Jane entre risas.

– Me besó mucho las manos -aceptó Tara. Pero no la hizo sentir hermosa porque sabía que era fingido-. Creo que lo hacía sólo por molestar a Adam.

– ¿Y lo logró? -la pregunta fue tan rápida, que de inmediato Tara comprendió su error.

– Claro que no -se obligó a sonreír, consciente de que Jane la observaba-. ¿Por qué habría de hacerlo?

– Perdóname por meterme en algo personal, Tara, pero, ¿siempre vistes así?

– No siempre -admitió la joven al ver su austera ropa gris. Recordó el vestido rojo.

– Es extraño. Adam me comentó que eres viuda, pero esperaba algo mas alegre.

Sorprendida, Tara se obligó a sonreír de nuevo.

– También me dijo que eres hermosa -continuó Jane-, pero no con la hermosura que siempre es perseguida por hombres lujuriosos.

– No lo soy -respondió Tara con tono más fuerte del que se proponía. Era evidente que él la había hecho parecer una Jezabel. Volvió a colgarse la sonrisa de los labios-. Sólo se trata de que siempre me atrapa en mis peores momentos. Ha asumido el papel de Sir Galahad -¿con eso entendería Jane que quería presentarlo como un tipo de intenciones puras?

– Es cierto. Es el tipo de hombre en el que cualquier dama en peligro podría confiar su vida -Jane miró a Tara con astucia-. Y cualquier otra cosa, si quisiera confiar en él, por supuesto.

El comentario fue tan inesperado, que Tara se obligó a volver su atención al bebé en sus brazos.

– ¿Es un niño bueno? Entiendo que lo has llamado Charles Adam.

– Sí, en honor de su padre y de su tío -la puerta se abrió en ese instante y levantó la vista-. Hablando del rey de Roma… Hola, cariño.

– ¿Tara? -Adam se sorprendió al verla abrazando al niño.

– Yo le pedí que viniera -explicó Jane, un tanto desafiante-. Quería conocerla. Espero que hayas traído uvas suficientes para tres.

– No-dijo Tara, dejando al bebé en su cuna-. Tengo que irme.

– Tonterías -replicó Jane-. Siéntate, Tara. Adam no se quedará mucho tiempo y te llevará a casa si se lo pido de buen modo, ¿no es así, cariño?

– Por supuesto -respondió él, cortante y haciéndole una mueca.

Como en agonía, Tara se sentó, viéndolo inclinarse para besar la frente de la mujer en la cama.

– ¿Cómo estás? -le preguntó con tono más suave.

– Desesperada por irme a casa. Odio este lugar.

– La semana próxima -le indicó él con firmeza-. ¿Como está el pequeño llorón? -se inclinó más para acariciar la mejilla del bebé-. Hola, Charlie.

– ¡No lo llames así. Su nombre es Charles -el rostro de Jane se descompuso-. Lo siento, Adam. Sólo quisiera…

– Tranquila, pasará pronto -Adam se sentó en la cama y la abrazó para consolarla-. No tardará mucho. Te lo prometo.

Tara murmuró una disculpa y salió corriendo de la habitación. Adam la alcanzó a cien metros del hospital.

– ¿A dónde crees que vas? -le exigió, haciéndola regresar hacia el estacionamiento del edificio-. Dije que te llevaría a tu casa.

– No es necesario. Necesito aire fresco. Los hospitales me alteran -al menos ese la alteraba.

– ¿En serio? -él la miraba con dureza-. ¿O sólo huiste para que viniera tras de ti?

– ¿Por qué habría de querer eso?

– No tengo idea -Adam le abrió la puerta de su auto y Tara subió antes que él pudiera tocarla-. Como tampoco tengo idea de qué haces aquí.

– Jane me llamó y me pidió que viniera a verla.

– ¿Por qué? -insistió él, inclemente.

– Será mejor que se lo preguntes a ella.

Pero se había equivocado en cuanto a los motivos de Jane. No la había llamado para pedirle que se mantuviera alejada de su hombre, sino sólo para demostrarle que no tendría oportunidad alguna. Quiso que Tara sostuviera en sus brazos al hijo que ella y Adam procrearon, que lo tocara, que viera lo ligado que Adam estaba a ella. Debió de saber que él la visitaría esa tarde y por eso le pidió a Tara que fuera también a esa hora y cuando el escenario estuvo listo y los actores en escena, abrió el grifo de las lágrimas para que Adam la abrazara y consolara. La humillación final fue pedirle a él que llevara a Tara a casa. Y Adam acusaba a la joven de ser buena actriz.

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